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LA ULTIMA PROFECIA DE LA CUETA LARGA –(ALVARO ACOA) (PREMIO ESTATAL DE LITERATURA DE YUCATAN – MEXICO- 1997 Y MENCION HONORIFICA.- La última profecía de la cuenta larga … y las grandes aguas se desbordarán y cubrirán la tierra en el día Terminal trece Baktún, del término del gran ciclo de la cuenta larga del año del señor de 2013 Después de ochenta horas ininterrumpidas de trabajo, la espalda reclamaba a su fuerza de voluntad: abusivo, negrero, señor feudal. Era demasiado. Sólo uno de los dibujantes había dado el ancho y seguía pegándole a los últimos detalles. Los demás fueron cayendo poco a poco. Los cuerpos estaban regados por toda la oficina que parecía un

La Ultima Profecia De La Cuenta Larga

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La espectacular Novela del escritor Mexicano "Alvaro Ancona" Premio de Literatura Estatal de Yucatán 1997 y Mención Honorífica.- http:airesdelibertad.foroactivo.com

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LA ULTIMA PROFECIA DE LA CUE�TA LARGA –(ALVARO A�CO�A)

(PREMIO ESTATAL DE LITERATURA DE YUCATAN – MEXICO- 1997 Y MENCION HONORIFICA.-

La última profecía de la cuenta larga

… y las grandes aguas se desbordarán y cubrirán la tierra en el día Terminal trece Baktún, del término del gran ciclo de la cuenta larga del año del señor de 2013 Después de ochenta horas ininterrumpidas de trabajo, la espalda reclamaba a su fuerza de voluntad: abusivo, negrero, señor feudal. Era demasiado. Sólo uno de los dibujantes había dado el ancho y seguía pegándole a los últimos detalles. Los demás fueron cayendo poco a poco. Los cuerpos estaban regados por toda la oficina que parecía un

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campo de batalla. Un mes antes, habían presentado el anteproyecto al concurso de diseño y construcción de un centro comercial y habitacional. Sorpresivamente fueron elegidos entre decenas de empresas constructoras, lo que los obligó a sustituir su escasa infraestructura con riñones. El cliente era el más importante desarrollador inmobiliario del país, uno de los hombres más ricos de América Latina, legendario y caprichoso creador de fraccionamientos y clubes de golf en todo el mundo. El despacho de Luciano, con apenas seis empleados, ganó el concurso. El empresario mostró de inmediato su temperamento, sugiriendo decenas de reformas. Les otorgó un plazo de ocho días para realizarlas y desplegar la propuesta final. Terminaron justo a tiempo. Decidió ir a su casa para darse un baño y cambiar de ropa antes de la presentación. Si se apresuraba podría dormir un par de horas y llegar en mejores condiciones. Su mente estaba atrapada en un torbellino de: alzados, plantas, perspectivas, materiales, acabados y, orgullo por haber ganado. No le cabían más pensamientos. El sonido del celular lo asustó. Era Margarita, su prometida, abandonada por más de veinticuatro horas. No le había contestado en toda la noche. —¿Cómo está el más brillante y amado arquitecto de la Vía Láctea? —Sentado. —¿Volviste a pasar la noche en vela? —Me temo que sí. Hace apenas unos minutos terminamos las correcciones. Las tengo que entregar en menos de tres horas. —Pobrecito, debes estar muerto. No vas a poder descansar. —Si todo sale bien, podré dormir algunas horas después de la junta y visitarte en la noche. —Lo menos que deseo es presionarte, amor, pero hace dos semanas que no te veo. Se me está olvidando tu cara. Los preparativos de la boda están echando el segundo hervor. Faltan solamente veintiocho días, seis horas y treinta minutos para que me convierta en la señora de Arteaga, la dama más afortunada de todo el cosmos. Necesitamos ir a comprar tu frac y los muebles que faltan. —Por eso me caso contigo, porque estás pendiente de todo. En tres semanas estaremos de luna de miel y dedicaré veinticuatro horas al día a reivindicarme. —¡Te amo! Moriría hoy mismo sin ti. Margarita Santibáñez, después de colgar, se quedó mirando el dosel de su tálamo del siglo XIX. Para ella, Luciano Arteaga era el mundo entero. Los seis mil quinientos millones de seres humanos restantes le importaban nada; un conglomerado gris y anodino que representaba la línea del coro de su drama. La obra se iniciaba y llegaba a su fin con Luciano. Su familia, sus amigas, su carrera de intérprete traductora, formaban parte del pasado, un inocuo prefacio a la llegada del actor principal. Los recuerdos navegaron en el aire como papalote desandando su biografía. No había hombres en su pasado. Su infancia transcurrió entre tres mujeres que moldearon su personalidad de acuerdo a normas e ideas muy particulares: la abuela, matriarca indiscutible de la familia, originaria de un pueblo perdido en la Península de Yucatán; su madre, doña Teresita del Niño Jesús, y la nana Isabel, india maya pura que hacía el papel de chichíhua, nodriza a prueba de fuego. La abuela era un personaje difícil de asimilar; le inspiraba temor desde que era niña, pero también seguridad. Ante el menor indicio de miedo recurría a su égida, escudo protector contra cualquier demonio. Representaba la figura paterna, figura sólo existente en su imaginación; era un guerrero invencible disfrazado de anciana. Varona fuerte que no conocía la ternura, capaz de dominar con la mirada a quien se le pusiera enfrente. Su ambigüedad física provocaba reacciones diversas a cualquier mortal que la observara. Doña Soledad Santibáñez era

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una mujer alta, contradiciendo su ascendencia maya, de piel lechosa y ojos azules. Tenía el porte de una aristócrata española del siglo XVI, pero, observándola con detenimiento, podía hallarse en su interior también una india maya auténtica. Dos personas diferentes habitaban en ella y se reflejaban de manera casi sobrenatural en su fachada. Esta vaguedad, aunada al carácter férreo que no tardaba en demostrar a cada instante, provocaba temor a la gente que la rodeaba. Combinaba el porte de una dama de la más pura estofa de la corte, con el gesto adusto y taciturno de las indias, que cargaban en sus espaldas cinco siglos de vasallaje y segregación. Giraba órdenes a su hija, nieta y sirvientes, al más puro estilo de los hacendados del siglo XIX. Su pasado era un misterio, un tema vedado en el ámbito familiar. La segunda en la línea generacional era su mamá: doña Teresita del Niño Jesús Santibáñez. Margarita la reconocía como su madre biológica, pero aceptaba que su personalidad era la de una solterona que jamás hubiera conocido hombre. Timidez extrema, estilo de las muchachas piadosas de principios de siglo. Debía obediencia y disciplina incuestionable a los mayores, resultando en una vida cuadriculada de normas y paradigmas inflexibles. Jamás miraba a los ojos, mucho menos a la matriarca cuyos mandatos eran ley que debía seguirse al pie de la letra sin chistar. Eran parecidas físicamente, pero Teresita del Niño Jesús no tenía el porte altivo de su madre. Era de menor estatura. Con el cuerpo típico de su generación: busto y caderas enormes, piernas sólidas y cintura mínima, incólume a fuerza de presión, ceñidores y frugalidad. Sus ojos eran del mismo azul de las demás, pero pocos lo sabían porque siempre miraban al suelo. Hablaba en tono inaudible y, en presencia de su madre tartamudeaba desde los cinco años. A los quince, ya era doña Teresita. Estaba graduada como doña y sus días se perdían en labores propias de una moza de buena clase: bordaba con primor, leía poesía decente, pasada por el tamiz del Index librorum prohibitorum de la abuela, y demostraba a diario sus habilidades gastronómicas y culinarias, preparando platillos y postres que nadie probaba, con excepción de la nana y el resto de los lacayos del servicio. Margarita vivía convencida de haber sido concebida por un pariente lejano del espíritu santo. Ni en sus pesadillas podía imaginar a su madre compartiendo el lecho nupcial con un hombre. Su labor toral era cuidar a la infanta Margarita. Asistirla como al más preciado de los tesoros. Le preparaba el baño, esparciendo sales balsámicas y pétalos de rosas blancas en la tina renacentista y calentando las toallas; la peinaba durante horas, esculpiendo rebuscados bucles; le leía poesía del siglo de oro español: Garcilazo de la Vega, Fray Luis de León, Calderón de la Barca, o de la generación del veintisiete: León Felipe, Jorge Guillén, García Lorca. La tercera mujer en la vida de Margarita era la nana Isabel. India maya sin resquicio alguno de mestizaje. Parecía rescatada del pasado, de algún pueblo escondido de Yucatán antes de la llegada de los conquistadores. Isabel fue la persona más cercana a la intimidad de Margarita desde el día de su nacimiento. India ágrafa, que hablaba un español aderezado con sus esenciales voces mayas. En el misérrimo cuarto de servicio, rezaba durante la noche al dios católico, impuesto en sus creencias por la abuela, pero también a sus dioses ancestrales, Kukulkán y Cháac, en una argamasa tan profana que ponía los pelos de punta a todos. Impresionaba a Margarita la dualidad, de la ignorancia académica de la nana Isabel, con la sabiduría substancial que aportaba el instinto. Tenía siempre a mano un antídoto contra cualquier mal, muy lejano de la moderna ciencia de la medicina, pero siempre eficaz. Su habitación era un herbolario repleto de remedios naturales para todas las dolencias. Cuidaba a sus niñas de dos generaciones como si fueran esmeraldas, y era la única que había osado enfrentar la dictadura de doña Soledad.

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Margarita solía atiborrarla de preguntas sobre su origen y el de la abuela, pero se enfrentaba al mutismo voluntario de Isabel. Era un tema proscrito. Se levantó y procedió a la cotidiana ablución en la tina, que le hacía recordar los sofisticados instrumentos de tortura que Torquemada puso de moda en la edad oscura de la mitad del milenio. Aprovechó el tiempo de remojo entre burbujas de colores, para transitar al más excitante momento de su vida. Al día en que un capricho del destino la hizo coincidir en el tiempo y el espacio con Luciano Arteaga. Ese instante cambió su suerte, borró el pasado y dibujó el futuro. Lo demás pasó a formar la escenografía secundaria. Su amiga Fátima, cómplice de correrías juveniles, la sonsacó de las clases de la academia y la llevó, ante sus protestas de alumna disciplinada, a la cafetería que estaba a dos cuadras. En el camino de regreso, Margarita se volvió a recoger el bolso que había tirado a media calle, provocando que un automovilista tuviera que realizar una espectacular maniobra para no atropellarla. Perdió el conocimiento, y despertó minutos después en la enfermería de la escuela. Encontró un panorama de gestos de preocupación en las caras de Fátima, un par de maestras y un médico vecino. El galeno decretó que había sido un desmayo provocado por la impresión y la dio de alta de inmediato. Una vez solas, Fátima le dijo. —Qué susto nos diste, creí que te mataban. —Yo también. —No sé por qué te desmayaste, ni siquiera te tocó el coche. —No tiene nada de extraño. Desde niña me mareo cada que tengo una impresión fuerte. Mi abuela dice que es porque soy muy sensible. —¡Qué sensible ni qué ojo de hacha! Deberías ver a un especialista. Tu abuela es la típica matriarca del siglo XIX. Debe tener por lo menos ciento treinta años. Margarita manifestó su recuperación con una carcajada de hiena. —Cómo eres mala, Fátima. Mejor dime, ¿quién me trajo? —El muchacho que te iba a atropellar. Estaba más asustado que todos los demás. Bajó de su coche, un deportivo de concurso, te levantó en sus brazos de Hércules depositándote con suavidad en la enfermería. Me dejó su tarjeta. Margarita analizó la tarjeta de presentación del héroe que con su habilidad la había salvado: Luciano Arteaga. Arquitecto. —¿Cómo es? —Guapísimo. Un sueño. Arquitecto, soltero, ojos negros, unas pestañotas de las que me gustaría colgarme, una sonrisa que asesina. —Vaya, ¿cómo estás tan enterada? —Estuvo aquí hasta que el doctor informó que no tenías nada. Aparte de guapo es un caballero. Relató con detalles la experiencia a su mamá y a la abuela. Ambas sugirieron —Soledad en realidad ordenó— que llamara al amable señor que la había salvado para invitarlo a tomar el té y agradecer como correspondía a sus amabilidades. Luciano accedió a la invitación, y la cita quedó programada para el siguiente día a las seis de la tarde. Margarita fue vestida para la cita por la tríada de asesoras, con un vaporoso vestido blanco y puso a prueba la habilidad de Teresita del Niño Jesús para cincelarle unos bucles que parecían resortes, a la usanza de su tocaya, la Infanta Margarita, inmortalizada por Velázquez en Las Meninas. El arquitecto reprimió la risa al verla. Parecía la reencarnación de Marguerite Gautier, la Dame aux Camelias, famosa cortesana emergida de la pluma de Alexandre Dumas en el

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siglo diecinueve; su casa era una copia de la suite de habitaciones del número once del boulevard de La Madelaine. Paredes tapizadas con seda de dibujos barrocos y muebles Luis XV. Ingentes floreros chinos albergaban plantas que parecía que le iban a dar una mordida, y multiplicaban su imagen reflejándose en los espejos venecianos que ornamentaban la sala. Tapices asiáticos, tapetes persas, bártulos de plata amarillenta y libros antiguos complementaban la decoración, espectacular contraste de claroscuros, que daban marco a la belleza de la infanta. Cuando lo sentaron en la antesala, supuso que en cualquier momento aparecerían los lacayos vestidos de librea, o el mismísimo Hernán Cortés, que seguramente había frecuentado la casa en sus mocedades. Apareció primero la abuela, en seguida, la mamá, y cerrando el desfile, una octogenaria criada de marcadas facciones indias, más vieja incluso que la abuela, portando una charola de porcelana con el té y las pastitas. Luciano se preguntó qué carajos estaba haciendo allí, permitiendo que tres ancianas lo analizaran como si fuera un insecto tropical. Por qué diablos no estaba en ese momento jugando dominó con sus amigos, y tomando una cubalibre en lugar de ese té con nube. Sin embargo, las momias regresaron a sus sarcófagos, dejándolo a solas con la Dama de las Camelias —Suplico que disculpes las formas de mi familia, son un poco tradicionales. —No te preocupes, Margarita. Es interesante conocer personas tan diferentes. —Quiero darte las gracias. Fátima me contó que prácticamente salvaste mi vida. —Es una exageración. Simplemente te vi y frené a tiempo. La conversación fue formal y solemne, pero a Luciano se le despertó la curiosidad. La chica tenía cara de virgen y un aura misteriosa que no dejaba de ser atractiva. Cuando se levantó para despedir a sus parientes, pudo observarla con detenimiento: tenía el cabello muy largo y, a pesar de los obsoletos rizos, muy hermoso. Su cara era un óvalo, como de fotografía de credencial, pero poseía una expresión enigmática, gesto de Monalisa, dulce y lánguido. Sus ojos navegaban en el azul transparente, jugaban a las mareas. Las pestañas negras contrastaban con el cabello rubio, torrente de espirales que se derramaba sobre la espalda. Los labios delgados no perdían la sonrisa, una sonrisa que retaba, invitaba a ser interpretada. Era una chica alta —unosetenta calculó Luciano— y escondido en la tormenta de olanes, podía adivinarse un cuerpo bien formado. Las capas de blanco tul no podían disimular el pecho y las caderas clásicas. Margarita, por su parte, analizó al héroe que en su caballo blanco la había salvado de morir como los cruzados del medioevo. Se veía cómodo, desenvuelto, vestido con prendas sueltas y libres, pero no exentas de casual elegancia. El cabello era más largo de lo esperado en un profesionista, las facciones de su cara, suaves pero varoniles. Tenía razón Fátima, es un hombre atractivo. Diferente a los muchachos que conozco, sus manos son hermosas, dan ganas de acariciarlas. Después de una hora de conversación solemne, Luciano iba a despedirse, pero decidió invitarla al cine al día siguiente. Algo tenía esa niña y lo iba a descubrir. Puntual, la recogió a las cinco de la tarde del sábado. Margarita salió con un vestido floreado, lo suficientemente ajustado para permitir lucir su sorprendente cuerpo. La pequeña porción de piernas que alcanzaba a apreciarse, era un espectáculo erótico; debajo del disfraz de monja cartuja se escondía una belleza. Se sentaron en la tercera fila de la segunda sección del primer cine que encontraron. Aprovechando Luciano el ambiente romántico de la película, osó tomarle la mano. Ella lo miró sonriente y no sólo se la concedió, sino que apoyó la cabeza en el hombro del

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audaz galán. Le dio valor suficiente para intentar besarla; Margarita respondió con tal pasión que sorprendió al pretendiente. Durante los tres meses siguientes, Luciano abandonó su pasión por la arquitectura, por los deportes, por los amigos, sustituyendo todo por la Dama de las Camelias, que resultó un estuche de sorpresas: inteligente, tierna, apasionada. Los empresarios de las compañías de teléfonos móviles encontraron un filón de oro en sólo dos líneas. Luciano y Margarita se llamaban cada hora por lo menos, durante el día y la noche. Se buscaron sin descanso por noventa días. Luciano, convencido de haber hallado a la pareja adecuada para compartir su vida, decidió pedirle que fuera su esposa. Conociendo el espíritu romántico de su novia, planeó, cuidando cada detalle, el momento adecuado para la proposición. Fue un viernes. La invitó a cenar. Pasó por ella a las ocho de la noche. Tuvo que cumplir con los cánones sociales y tomar el té con las doñas. Después de poner sus manos al fuego, y prometer que regresarían a las doce en punto, pudieron salir. Luciano había cumplido estoicamente con las reglas familiares, aunque en el fondo estaba convencido de que doña Soledad había sido Ujier de la Santa Inquisición, alumna consentida de Torquemada, y que tenía en los sótanos de la mansión, una sala completa de tortura, aceitada y lista para usarse contra el plebeyo que osara acercarse más de lo permitido a la virginidad impoluta de su heredera universal. En el coche se relajó y pudo disfrutar de la belleza de su novia. Margarita había sufrido una metamorfosis total desde que empezaron el romance. Salía de la casa vestida de monja, con falda larga y cara blanca, cubierta hasta el cuello. Se metía a cualquier baño público y se transmutaba en la chica moderna y atractiva que lo traía besando el pavimento. Antes de regresar a su casa y que el coche del novio se convirtiera en calabaza, retomaba su atuendo de Carmelita Descalza. —¿Cómo estás, amor de mis amores? —saludó acariciando la mejilla de su adorado Luciano—. Nunca te había extrañado tanto. Las horas que paso lejos de ti tienen doscientos minutos. —Bien, princesa, muy entusiasmado. Mi despacho fue invitado a concursar el proyecto más ambicioso que puedas imaginar. Un centro comercial que va a revolucionar el concepto de construcción en el país. Una ciudad completa tipo Beverly Hills: bancos, parques, clubes deportivos, campo de golf, escuelas, desde kinder hasta universidad. Una ciudad dentro de una ciudad. Ni en mis más calientes sueños imaginé que mi modestísima empresa fuera preseleccionada por los empresarios. Margarita, un poco desilusionada, escuchó durante todo el trayecto los pormenores del proyecto. Pensé, cuando me dijo que tenía algo muy importante que comunicarme, que me iba a proponer matrimonio. Pero no, no puede sustraerse a su sino de ser primate y enloquecer por el poder o el dinero. A mí nada me importa más que Luciano. La arquitectura, la política, mi familia, mi carrera, todo significa menos que cero junto al amor, lo único que vale la pena. Llegaron a casa de Fátima, la alcahueta. Luciano permaneció en el coche, mientras Margarita gastaba treinta minutos en salir de su capullo. La espera valió la pena. Salió deslumbrante, con un vestido de raso negro y peinada con audacia. Sonreía, esperando la aprobación del novio ante la mirada cómplice de su amiga. Unos minutos después, entraban al exclusivo restaurante que Luciano había elegido para el gran momento. Sólo le faltó ponerse la armadura para ser un verdadero caballero de la mesa redonda. Seleccionó el menú con cuidado, los vinos, los postres. Está raro —pensó Margarita— no suele comportarse así. Siempre es lindo y educado, pero natural. Hoy está actuando, está nervioso, algo se trae entre manos.

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A los postres hizo una señal al capitán, que presto, trajo a la mesa una botella del vino espumoso que inmortalizó al fraile Dom Pérignon en la Francia antigua. Escanció las copas siguiendo las reglas del protocolo y se retiró discreto. Luciano, solemne, propuso un brindis. —Margarita. Hace sólo unos meses tuve la fortuna de que te atravesaras en el camino de mi automóvil. Entre más de seis mil quinientos millones de pobladores de este planeta, y miles de años de existencia humana, el dedo mágico del destino nos puso en el lugar idóneo y en el momento exacto para que nuestros destinos se mezclaran. Si hubiera pasado por esa calle diez segundos antes, o diez segundos después, en estos momentos estaríamos viviendo nuestras vidas como líneas paralelas, incapaces de juntarse. Pero no fue así. ¿Quiénes somos nosotros para contravenir los designios del destino? No estoy dispuesto a despertar sin que estés junto a mí. ¿Aceptarías ser mi esposa? La Dama de las Camelias quedó impávida. Su alba piel se tornó translúcida y con una sonrisa sutil y alabastrina se desvaneció. El capitán, los meseros, y algunos parroquianos comedidos, fungieron como paramédicos sugiriendo diversos remedios que iban, desde el uso de sales aromáticas, hasta la llamada a una unidad de terapia intensiva. Despertó unos segundos después en brazos de Luciano y, ante la algarabía del corro de curiosos, respondió. —Claro que acepto casarme contigo, es lo único que deseo en la vida. Al siguiente día, Luciano inició una inmersión total en el proyecto del centro comercial, dejando en manos de la novia y de su familia, la parafernalia de los preparativos nupciales. Le faltaba el trámite de la pedida de mano. Durante varios días aleccionó a su familia, papá, mamá, hermanos y cuñadas sobre el escalofriante estilo de las Santibáñez, rogando que se comportaran a la altura, y no fueran a sacar el cobre familiar. II. Quinientos años antes No se manifestaba la faz de la tierra Sólo estaban el mar en calma y el cielo en toda su extensión. Popol Vu Ah Venado estaba en cuclillas, con la vista sintonizada al horizonte, cumpliendo con el cotidiano ritual iniciado doce meses antes. Desde que se enteró de quién era su padre, llegaba al promontorio elegido a la orilla del mar, para meditar sobre las revelaciones que su madre le había hecho. Permitía —exactamente a la hora del crepúsculo— a su imaginación volar hacia donde el viento la llevara. Transitaba en ambos sentidos por su corta historia, intentando atrapar la complejidad de su origen. Desde niño se supo diferente. Su cuerpo atlético era similar al de sus compañeros de escuela; su color bronce idéntico al de cualquier maya. La diferencia residía en los ojos de un azul similar al mar que tenía enfrente, color que creaba un contraste dramático con las facciones y el moreno de la piel. Incongruencia que provocaba miedo a sus semejantes. Le temían, lo rechazaban, procuraban alejarse de él. Incluso los divinos sacerdotes lo miraban con temor y con respeto. Ah Venado tenía el color de los ojos de los invasores, esos hombres blancos y peludos que llegaron a sus tierras unos años atrás. Dieciocho años antes, Ix Paloma solicitó ayuda a la partera y los ayudantes ante la inminencia del nacimiento. Las mujeres tendieron en el suelo una manta blanca.

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Regaron con yerbas medicinales y quemaron pom en el anafre. Ix Paloma pujó con fuerza instintiva colaborando con la partera, invitando a nacer al niño que se movía desde hacía nueve meses en su interior. Todos los ritos fueron cumplidos por las ayudantas de la comadrona: antes de iniciar el trabajo de parto, colocaron en las esquinas de la habitación cuatro imágenes de Ixchel, la diosa del nacimiento, protectora de los alumbramientos. La comadrona masajeó el cuerpo de la parturienta con sus manos sabias, mientras elevaba a los dioses los cantos sagrados de la luz, invocando al jaguar, al sol, al mar y a la serpiente, para que transmitieran su poder al niño que estaba naciendo. Le habló al neonato del espacio exterior donde tendría que abrirse camino; de su trabajo, de los dioses y de la grandeza de los mayas. Lo invitó —casi lo desafió— a nacer, asegurándole que era ya la hora de llegar a la tierra. Ah Venado escuchó las plegarias y los llamados de la partera que lo invocaba, y salió del vientre de su madre para enfrentar la vida. Las ayudantas procedieron a limpiarlo, mientras cantaban dándole la bienvenida. Enterraron la placenta en el traspatio para proteger al recién nacido del dios viejo del fuego que acudía a los nacimientos para devorarla. Ix Paloma lloró de alegría y de tristeza. Alegría, porque su vástago nació en perfectas condiciones; tristeza, porque ante el mundo era un hijo sin padre. Nadie más que ella conocía la verdad. El padre no era maya, era uno de esos hombres sin color que huyeron de Zamá nueve meses antes. Fueron hechos prisioneros por el Halach Winic de Zamá cuando los guerreros los hallaron desfallecidos en la playa. Hombres exóticos, con la piel blanca cubierta de pelo. Cinco de ellos, los más saludables, fueron inmolados en las fiestas y, su corazón ofrecido a los dioses. Los ocho restantes permanecieron en las galeras porque estaban demasiado escuálidos para que valiera el sacrificio. Había que esperar para poder ofrecerlos al Dios Rojo. Ix Paloma fue asignada junto con su prima, Ix Alondra, para alimentar a los prisioneros. Tres veces al día les llevaban tortas de masa, aves cocidas y pinole con miel. Ix paloma e Ix Alondra los observaban comer con avidez, paradas a una prudente distancia de las celdas. Comían con las manos, con desesperación, ignorando a las salvajes que los veían divertidas como si estuvieran en el zoológico. Una vez saciados, miraban a las mujeres, les hablaban en un lenguaje incomprensible, las invitaban a acercarse. A Ix Paloma le fascinaban los ojos de uno de los prisioneros. Se perdía, como hipnotizada, en la pupilas tan semejantes a los tonos azules del mar Caribe, o del cielo del amanecer. El extraño ser detrás de las rejas, le sonreía agradeciendo la vianda diaria. Una noche, Ix Paloma fue sola a llevar la comida. Ix Alondra se encontraba indispuesta con el mal de la concepción, que cada luna recordaba a las mujeres su encomienda fundamental. El hombre de los ojos marinos, desde el primer día devoró todo lo que le llevaba, a diferencia de los otros, que se negaban a probar los alimentos después del salvaje sacrificio de sus compañeros. Cuando terminó, habló a su servidora durante mucho tiempo en ese extraño dialecto que no entendía. Le gustaba el sonido de la voz ronca. Percibía que le hablaba con afecto, sin odio. Se sentaba a escucharlo, aprovechando el silencio de la noche maya, y el del sueño de sus compañeros. Estirando el brazo, tomó su mano a través de los barrotes de bambú de caña. Ix Paloma permitió las caricias. Las correspondió. Dos días después, los prisioneros de Castilla huyeron, destruyendo la frágil prisión de barrotes de bambú. Tres meses después, Ix Paloma confirmó las señales: esperaba un hijo del invasor de ojos azules. Fue llevado una semana después al sacerdote agorero, para que esclareciera a su madre los designios de los dioses sobre el recién nacido. Ix Paloma sostuvo al niño entre los

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brazos, mientras el oficiante miraba sorprendido a Ah Venado por el color de sus ojos, similar al de los extraños seres que llegaron del océano meses antes, sacrificados al Dios Rojo, a cuyo cuidado estaba el tiempo que iniciaba. Se sobrepuso al temor que desde el primer día provocaba la mirada marina del niño e inició la ceremonia de predestinación. Pronunció en voz alta, para que le oyera Ah Venado, la fecha que había consultado en el calendario ritual. Año, mes y día del nacimiento: Seis Ahuau once Cumhú, y le puso su primer nombre, Ah Venado. Pasó el incensario sobre el cuerpo del recién nacido dejando que el humo se impregnara, y pronosticó a la madre los días de tristeza que le esperaban, y las desgracias que ocurrirían en su vida. La aconsejó sobre las cábalas para protegerlo de las fuerzas negativas y atraer el bien. Auguró también las buenas épocas y la instruyó sobre los conjuros para motivar la buena voluntad de los dioses sobre el nuevo habitante. Le entregó plumas y hojas de papel, pronosticando que Ah Venado sería escritor y profeta de los mayas. Su oficio serían los códices. El registro del conocimiento y la historia de su pueblo. Un quehacer relevante que le permitiría estar cerca de los gobernantes y de los dioses. Sólo unos días después, antes de cumplir un mes, Ah Paloma empezó a cumplir con el protocolo de las tradiciones. Aprisionó su cabeza y la frente con tablillas para moldearla a la manera de la noble usanza. El achatamiento del cráneo y la frente, daría como resultado una deformación que le proporcionaría dignidad y gallardía, provocando que Ik, el dios del viento pudiera deslizarse por la frente con facilidad. Colocó también sobre su cuna un pedazo de brillante obsidiana pendiendo de un hilo, para provocar el estrabismo que le daría más belleza. Cuatro meses después, llegó el momento del bautizo. Ix Paloma trabajó toda la noche preparando la vianda y las tortillas para la celebración. El primero en llegar fue Ah Tecolote, elegido como padrino de Jéets méek. Una cuidadosa selección que representaba la seguridad y la guía para el debutante, en especial considerando que no tenía padre. El resto de los invitados fue llegando durante las siguientes horas, formando corrillos en el patio de la casa. Las conversaciones giraban en los últimos meses alrededor de los hombres blancos que habían escapado de Zamá y que, según los mercaderes que hacían papel de juglares, habitaban ahora en el Chakte’mal. Ah Tecolote, uno de los más importantes viajeros, acaparaba la atención de la mayoría relatando sus andanzas. —Recién llegué del Chakte’mal y tuve la oportunidad de ver a uno de los hombres blancos que escaparon de aquí. Le llaman Gonzalo Guerrero. Ha estado ayudando al gran señor de ahí, instruyéndolo sobre las artes de la guerra. Ah Paloma abandonó sus labores y se integró con discreción al grupo que rodeaba al padrino. —Incluso se comenta —seguía el relato— que el tal Guerrero va a contraer matrimonio con Ixpilotzama, hija mayor del cacique. Pálida, Ah Paloma regresó a sus labores con el corazón dando tumbos. Gonzalo Guerrero era el padre de Ah Venado, lo sabía. A la hora justa del cenit, inició la ceremonia del bautizo. En el centro del patio colocaron una mesa de madera, y Ah Tecolote puso encima nueve objetos relacionados con el oficio que el sacerdote agorero había predestinado para su ahijado: carbón de madera, papel amate, minerales para producir colores, copal, un cepillo, un pincel de cabello de su madre, una tabla de jeroglíficos y un sello de obsidiana. Objetos sagrados de la ceremonia del Jéets méek. El padrino tomó al niño a horcajadas y le dio nueve vueltas alrededor de la mesa, explicándole las funciones de cada uno de los instrumentos. Las nueve vueltas eran de carácter religioso. Representaban la obligación

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de los hombres de cumplir con sus deberes antes de morir. Si Ah Venado estaba predestinado para ser escritor, tendría que asumir su oficio con responsabilidad. A partir de ese día, su vida transcurrió con equilibrio. Se dedicaba a jugar descalzo, a trepar árboles, a bailar y cantar, sin mayores obligaciones. Ix Paloma le dio absoluta libertad, lo dejó hacer lo que quisiera. En ese tiempo irresponsable trató de inculcarle hábitos de limpieza. Lo bañaba diariamente en la batea de madera que tenía en el patio para lavar la ropa. Sus primeros paseos fueron a: los criaderos de aves preciosas, a los talleres donde los artistas realizaban las obras de arte plumario, a los talleres de alfarería, donde los hombres empleaban el horno de piedra para cocer las vasijas. Pudo ver a los alfareros modelar, con un trozo de concha afilada, las figuras humanas que tanta fama habían dado a Zamá. A los cinco años se terminó la libertad. Inició la etapa de la disciplina. Observando al sol deshacerse en la línea del horizonte, Ah Venado recordó cuando su madre lo llevó a los sembradíos para que conviviera con cazadores y campesinos, y aprendiera cómo se preparaban los arcillosos terrenos para el cultivo. Durante el invierno talaban los árboles del bosque formando un cuadrángulo. Enseguida disponían de la tierra por medio de oraciones y ritos mágicos. En las cuatro esquinas orientadas hacia los puntos cardinales, un sacerdote sembraba semillas, ollas de miel, copal, y esculturas de arcilla representando a los dioses de la agricultura. Todos los elementos servían para invocar la gracia del dios Chaak, que agradecía a los mayas mandando lluvia, elemento vital para la agricultura y la supervivencia. Ah Venado aprendió desde su infancia la importancia del maíz, sustento primario del pueblo. Visitó los huertos de árboles frutales, donde se cosechaba: aguacate, chicozapote, ciruelas, saramuyo, papaya, nancen y zapote negro. Aprendió la artesanía de la confección de jícaras, que servían como recipiente para beber agua o lavar la ropa, mismo material con el que se fabricaban las canoas de los marinos y los tambores de guerra. Se divirtió pizcando las pequeñas borlitas blancas con textura de seda en los campos de algodón, la más preciada fibra con la que se confeccionaba la mayor parte de las prendas de vestir. A los doce años le permitieron participar en la cacería. Con arcos y flechas, dardos, lanzas y jabalinas, los cazadores cobraban: conejos, venados, jabalíes armadillos y tepescuintles. El faisán y el venado —le advirtieron— eran alimento exclusivo de la clase sacerdotal. Los comían durante las ceremonias sagradas. Estaban prohibidas para el vulgo, que sólo tenía acceso a los patos silvestres, tortugas de los cenotes, iguanas y perros cebados carentes de pelo. Cuando la expedición resultaba mala, los cazadores imprecaban a los dioses pequeños. Cuando era buena, embadurnaban con la sangre de las presas las estatuas de los dioses magnos. Recordó también los castigos: tres días de ayuno, porque junto con otros niños había cortado algunas verduras, o matado a algún pájaro con sus cerbatana. Cortar frutas que no se iban a comer, o matar animales por simple diversión, era un atentado contra la naturaleza, castigado con severidad. Fue en ese tiempo, cuando sus compañeros empezaron a burlarse de él y a temerle por el color de sus ojos. La noche tomó posesión de la tierra del Mayab. El mar era una mancha negra, espejo que reflejaba los rayos de la luna. Ah Venado siguió encuclillado, el mar nocturno también lo hipnotizaba. Llegó el momento de la pubertad, la fecha en que oficialmente pasaría de la adolescencia a la edad adulta. Esa noche la pasó en vela por los nervios. Encontró a su

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madre torteando la masa para preparar las tortillas del desayuno. Le preguntó como todos los días al amanecer. —¿Saldrá el sol hoy? Una pregunta existencial, que contenía la angustia que se acumulaba en la noche, cuestionamiento que cada madrugada se hacía a sí mismo, rezando para que no llegara el día en que Kin no apareciera en el oriente. El día nefasto largamente esperado en el que iniciara la noche eterna. El fin de todas las cosas. —Saldrá —respondió Ix Paloma— como todos los días y verás la bajada de Dios. A las nueve en punto se encaminaron a la casa del Principal. Hallaron reunidos a otros adolescentes con sus padres. La llegada de Ah Venado provocó, como siempre, un silencio temeroso. Los jóvenes encontraron refugio en las enaguas de sus madres, para protegerse del niño de los ojos del color del cielo. Solían burlarse de él cuando estaban en grupo, pero a solas les daba pánico. Llegó a la ceremonia el gran sacerdote y sus ayudantes, los cuatro chaaks, y sus padrinos. El oficiante traía un hisopo de madera labrado, del cuál colgaban colas de serpiente de cascabel, que producían el ruido de sonaja que espantaba a los malos espíritus y atraía la lluvia. Expulsó a las fuerzas del mal y los ayudantes, regaron la tierra del patio con agua de uno de los cenotes sagrados. Ah Venado sintió la presencia húmeda del rostro de jade del Dios Chaak. El sacerdote, ataviado de gran penacho de plumas y capa bordada, colocó una estera en el centro del patio, y los cuatro chaaks se sentaron en las esquinas, simbolizando los cuatro puntos del universo. El padrino, hombre de alta jerarquía, había solventado los gastos de los varones, y la mujer más anciana del pueblo, fungía como madrina de las mujeres. Los chaaks cubrieron la cabeza de los adolescentes con una manta blanca, interrogándolos sobre su conducta. Algunos fueron separados del grupo, por faltas graves cometidas. Ah Venado sintió un enorme miedo en el estómago al ser interrogado, pero no fue separado del grupo ante la satisfacción de su madre. Ah Paloma tenía miedo. Sabía que su hijo era diferente. Los padrinos amagaron nueve veces a los niños. Les mojaron la cara y los intersticios entre los dedos de las manos y los pies. Ah Venado, obedeciendo al sacerdote, entregó sus ofrendas, simbolizando su aceptación a la sociedad, y las nuevas responsabilidades que tendría a partir de ese momento. El sacerdote cortó las cuentas blancas que le habían atado al cabello desde pequeño, y a las niñas les quitó las cinchas rojas que cubrían la vagina, señal de que eran aptas a partir de ese instante para el matrimonio. Los chaaks fumaban grandes pipas, y les echaban el humo para purificar los cuerpos. A Ah Venado le ofrecieron una jícara llena de Balché Después de beber un trago, lo devolvió a uno de los chaaks que bebió el resto. Fueron después conducidos al interior de la casa para meditar, mientras los adultos estaban en el patio, comiendo y bebiendo, con excepción de los padrinos, que habían ayunado tres días antes, y lo harían nueve después de la ceremonia. De regreso en su casa, Ah Paloma entregó al nuevo adulto su primera braga y unas sandalias de piel. A partir de ese día, no podría andar desnudo y tendría que pasar muchos días en la casa de los célibes. Fue entrenado en el juego de pelota, en lanzamiento de jabalina y, en las danzas rituales como parte de su instrucción primaria. El día de su cumpleaños dieciocho, Ah Paloma lo llevó al atardecer a la orilla del océano, donde el Castillo, principal construcción de Zamá, reverberaba su sombra sobre la playa. Ahí le reveló su verdadero origen, y el nombre de su padre. —Hijo querido. Eres ya un hombre, estás preparado para saber la verdad. Me has preguntado desde niño, por qué eres diferente a los demás, y siempre he evadido la respuesta. Ayer, tu padrino Ah Tecolote me sugirió que te contara la historia de tu

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nacimiento. Hace dieciocho años llegó a Zamá un grupo de hombres muy diferentes a nosotros. Su embarcación se estrelló en el arrecife de coral que sólo los navegantes mayas saben sortear. Fueron apresados por los guerreros y encerrados por órdenes del supremo sacerdote en jaulas de bejuco. Fueron cuidados y alimentados con esmero, Eran trece hombres de piel sin color, cubiertos de pelo en la cara y en el cuerpo. Algunos tenían los ojos de color azul, como tú. Yo era una de las encargadas de llevarles la comida y la bebida, suficiente para que se hartaran tres veces al día. Los prisioneros recibían trato propio de importantes; carne de venado, pavo de monte, gallinas y tortillas hechas a mano con la masa del maíz cocido. Al cuarto día fueron conducidos al Consejo Maya, formado por los principales sacerdotes y políticos de la comunidad. El sumo sacerdote se dirigió al Consejo. —Desde tiempos inmemoriales, los Chilam Balames han augurado la llegada de hombres sin color y peludos para dominarnos, convertirse en dueños de nuestras tierras y subyugar a nuestra raza. Los dioses me dicen en este momento, que está en nuestras manos evitar esas predicciones y revivir el fervor del vulgo para agradarlos. En especial, al Dios Rojo Chacxibchac, que en el próximo ciclo va a gobernar al mundo. Es urgente lavar el rostro de las divinidades con sangre humana, la preferida del Dios Rojo. Debemos librarnos de las profecías del Chilam Balam y aplacar la ira de los dioses ofreciéndoles, en las próximas fiestas, la sangre de estos forasteros que han llegado a las tierras de Zamá con el único fin de terminar con la libertad, con nuestras tradiciones y costumbres, y con nuestra religión. Intervino entonces uno de los más ancianos astrólogos. —Hace ya algunos meses, que estoy viendo barcos enormes con soldados portando armas que lanzan rayos fulminantes, muy superiores a las nuestras. He visto caer, como consecuencia de esas centellas mortíferas algunas de nuestras divinidades. Acuerdo con el venerable Ministro de los Dioses. Debemos lavar los presagios con la sangre caliente de los extraños. El Sumo Sacerdote, siguiendo las sugerencias del Parlamento, dictó la suerte de los inculpados. —Si es el sentir de todos, los prisioneros serán sacrificados en el tabernáculo del Dios Rojo el día en que tome posesión del gobierno del mundo. Al término del cuarto día, que coincidía con el primero del año, la piedra de los sacrificios y los incensarios fueron pintados de color rojo en honor al dios que ese día tomaba el poder. El Chilam Balam fue llevado en andas, para seleccionar a las víctimas que habrían de ser sacrificadas. Músicos y bailarinas regalaban lo mejor de su repertorio y los cuatro chaaks se ubicaron en los ángulos del templo formando un cuadrángulo de cuerdas por donde tendrían que pasar los hombres que quisieran presenciar la inmolación. —No pude asistir —dijo Ix Paloma—. Las ceremonias en donde se realizan sacrificios humanos están prohibidas para mujeres, pero tu padrino me contó los detalles del sacrificio. Seleccionaron a cuatro de los extranjeros. El Gran Sacerdote, parado en la piedra de los sacrificios, los obligó a echar polvo de copal en un bracero. Un oficiante de menor jerarquía, tomó la cuerda de uno de los chaaks, el bracero y una jícara de aguamiel, y salió del cuadrángulo caminando hasta la orilla del mar para arrojar todos los objetos. Era la manera de conjurar a los espíritus malignos que suelen presentarse en las ceremonias importantes. Los chaaks desnudaron a los prisioneros y los pintaron de rojo de pies a cabeza; los forzaron a beber una gran cantidad de licor, hasta que la ebriedad los hizo caer dormidos. Atados de pies y manos fueron colocados, uno por uno, en la piedra de los sacrificios. El sacerdote verdugo, tomó con ambas manos un afilado cuchillo de pedernal y lo enterró entre las costillas del primer elegido. Abrió

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entonces la herida con ambas manos y arrancó de un solo tirón el corazón completo, que colocó, aún palpitante, en un plato de barro negro y lo entregó al Sumo Sacerdote. El corazón fue ofrecido a la imagen del Dios Rojo. El sacerdote embadurnó la cara del ídolo con la sangre ardiente que brotaba. La misma suerte corrieron los otros tres. El Chilam Balam inició después una procesión ritual cargando al Dios Rojo, seguido en orden jerárquico por el Sumo Sacerdote, los chaaks, los tacones, los doctores, los sortílegos, los astrólogos, los músicos, los bailarines, terminando con el vulgo en pleno. Los náufragos supervivientes permanecieron en prisión, y seguí llevándoles la comida. Uno de los más jóvenes, me sonreía en agradecimiento. Conversaba conmigo en un dialecto extraño que no comprendía. Lucía siempre sereno e interesado en mí. Tenía los ojos azules, como nuestro mar. Ix Paloma se quedó mirando a su hijo. Apenada, le dijo —Igualitos a los tuyos. Prosiguió con el relato que Ah Venado escuchaba sin dejar de mirar al horizonte. —Después del sacrificio de sus colegas, los extranjeros se negaron a probar bocado. El único que aceptaba la comida era el muchacho de los ojos azules, al que sus compañeros mentaban Gonzalo. Una noche me quedé junto a él. Todos dormían, después de las celebraciones al Dios Rojo, por el licor ingerido. Todo estaba en silencio. Gonzalo me hablaba, aunque yo no le entendiera. Miré hacia el techo de la celda y descubrí un hoyo suficientemente grande para que pasara un hombre. Los blancos estaban a punto de huir. Mi primera intención fue alertar a los guardias que roncaban la borrachera a unos metros, pero Gonzalo me lo impidió. No con violencia, hijo. Tomó mi mano y me miró desde el fondo de sus ojos. Solicitaba mi ayuda. Mientras los demás abandonaban la prisión, me llevó a la parte posterior de las celdas y… Ix Paloma miraba al piso, evadiendo la mirada de Ah Venado. ...después me sonrió. Acarició mi mejilla y huyó para alcanzar a sus compañeros. Ah Venado miraba las estrellas intentando digerir la revelación. —De esa relación, naciste tú. Tu padre es uno de esos hombres que llegaron del mar. Se llama Gonzalo Guerrero y vive en el Chakte´mal, según me ha contado tu padrino. Se desposó con la princesa Yxpilotzama, hija del cacique. Tiene cuatro hijos, dos varones y dos hembras. Son tus hermanos. A partir de ese día, Ah Venado pasaba las horas lentas del crepúsculo, meditando. Era un hombre diferente, hijo de un extranjero. Un hombre importante. Tomó una decisión: viajaría al Chakte´mal a conocer a su padre. III. Los momentos llegan. El día de la pedida de mano no fue la excepción. Luciano dejó su gran proyecto por un par de días y estrenó ajuar completo, escandalosamente sobrio. Supervisó personalmente el atuendo de cada uno de los miembros de su familia y obligó a una de sus cuñadas, a cambiar su vestido rojo que cantaba canciones rancheras. La abuela podría sufrir un colapso nervioso con el escote. Llegaron con puntualidad británica a la mansión. Fueron ubicados por la nana maya en la sala. Incómodos, mirándose unos a otros, con ganas de reír, pero guardando la compostura para no ser apuñalados por el gran pretendiente. La mucama inquirió con solemnidad victoriana: —¿Qué van a tomar los señores?

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Jaimito, el menor y más iconoclasta del clan Arteaga repreguntó a la criada, que en su opinión, había sido moldeada tomando como muestra la cabeza de estuco de Palenque del Museo de Antropología. —¿Qué hay? —Tenemos jerez, manzanilla, ron, whisky, cognac. Una vez solicitados los aperitivos, Luciano y Jaimito se ofrecieron para ayudar. Mejor supervisamos —dijo Jaimito al oído—. No nos vaya a servir cicuta esta bruja. Media hora más tarde, aparecieron las tres generaciones Santibáñez. Doña Soledad, la abuela, disfrazada de María Luisa, esposa de Carlos IV, luciendo un modelo original del siglo XVI. Caminaba con dificultad por las toneladas de joyas de la corona que se había colgado; en seguida: Teresita del niño Jesús, la mamá, vestida de Lady Hamilton. Cerraba el desfile la princesa Margarita, que parecía una muñeca de porcelana de Dresde. Su expresión de niña virgen combinaba con el vestido blanco de organdí con aplicaciones de tira bordada, confeccionado ex profeso para la ocasión, de acuerdo a las indicaciones de la abeja reina. La familia Arteaga se sentía fuera de sitio, o de siglo. Avergonzados por su indumentaria y sus modales plebeyos. Menos Jaimito, al que la solemnidad le provocaba urticaria. Era el único que quedaría soltero después de la boda de Luciano. Jugador, sibarita, mujeriego y simpático hasta la ignominia. Cuando se sentían ángeles volando por la sala, rompía los silencios con chascarrillos irreverentes, comentarios de futbol, y se rellenaba su whisky cada veinte minutos, solicitando autorización a la abuela. —Doña, con su anuencia, me voy a servir otra copita de este excelente Chivas Regal antes de que se añeje más. —Está usted en su casa. Al sonar las once campanadas, se sirvió la cena. Al terminar regresaron a la sala donde les ofrecieron café, té y licores. Llegó el momento de la verdad. La abuela exigió que se retirara la mayoría de los presentes, quedando en la sala, solamente el papá de Luciano, la abuela, Teresita del niño Jesús y el pretendiente. Los demás fueron ubicados en una antesala, donde la tensión fue paliada por los chistes de Jaimito, que escamoteó una botella de cognac de la cocina y ofreció una copa a todos. Mientras tanto, en la sala, el papá de Luciano tomó la palabra. —Estimadas señoras. Permítanme primero agradecer su gentileza por las atenciones que han tenido con mi familia esta noche. Son ustedes anfitrionas como ya no hay en México. Dejó pasar unos segundos, intentando oxigenar sus pulmones, metiendo el dedo índice en el cuello de la camisa. Aspirando con avidez. —Deben ustedes imaginar el motivo de nuestra visita. Luciano nos ha hecho partícipes de su amor por Margarita. Sabemos también que es correspondido. Me permito por eso, señoras, solicitar formalmente la mano de su hija Margarita para mi hijo Luciano. Permaneció de pie durante algunos segundos, hasta que la abuela le pidió que tomara asiento. Luciano había convertido en hilachos una servilleta a fuerza de torcidas nerviosas. La mamá de la novia respondió, después de recibir una señal de la abuela. —Señor Arteaga. Luciano: Margarita es el tesoro más preciado con que contamos mi madre y yo. Es la única descendiente de nuestra familia y, hasta hoy, la compañía y felicidad. Para nosotras, este momento es difícil, muy difícil, sin embargo… La voz rompió en un sollozo inminente, que cortó la abuela de un tajo draconiano. —Tendrán que disculpar a mi hija. Es demasiado sensible, al igual que Margarita. Quería expresar el dolor inconmensurable que para nosotras significa, entregar en este acto a nuestra niña, pero es el proceso natural de la vida. Algo que en el fondo nos llena de satisfacción. Hemos conocido durante meses a Luciano. Sabemos que es un

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excelente muchacho, decente, con principios sólidos, trabajador. Es, por tanto, un honor para nosotras, aceptar a su hijo como esposo de Margarita. Vale la pena aclarar, que es la única y universal heredera de todos nuestros bienes que, aquí entre nos, no son nada despreciables, y le serán entregados a mi muerte. Una vez terminada la ceremonia, el resto de la familia se integró a la sala. La abuela ordenó que se sirviera una copa de champaña para brindar por los novios. Margarita, flotando entre nubes, recibió el anillo con brillante solitario, ante la algarabía general. A partir del día siguiente, Luciano se dedicó a trabajar frenéticamente en su proyecto, dejando los preparativos nupciales en manos de la familia Santibáñez. Veía a Margarita una o dos veces por semana, durante algunos minutos. Resistía la presión social de la abuela, arguyendo que sólo restaban tres meses para entregar el proyecto, los mismos que restaban para la boda. Los escasos minutos que pasaba con su novia, la atiborraba con detalles sobre la ciudad del futuro que proyectaba, mostrando un interés mínimo por los detalles nupciales. En las dos semanas finales, ya no le contestaba siquiera el teléfono. Le notificaba con su secretaria que se comunicaría más tarde. Su frialdad era inexplicable para Margarita. ¿Qué podía ser más importante que su propia boda? Luciano también tenía ráfagas de remordimiento por tener en el abandono a su prometida, pero se justificaba a sí mismo. Una vez terminado el proyecto, dedicaré treinta días a la luna de miel, a Margarita. Espero que entienda cuánto la amo, de qué manera valoro su belleza, sus detalles, su ternura. Unos días más. Espera con calma que nos queda toda la vida. Los días avanzaron en la misma tónica. Luciano trabajando veinte horas al día, y Margarita soñando. Los preparativos echaban el segundo hervor. El traje de novia, las invitaciones, la recepción. Todo en su punto, sin la participación del novio que ni siquiera había tenido tiempo de probarse el traje. La boda civil se realizó ocho días antes de la religiosa en la casona de los Santibáñez. Unos cuantos invitados cercanos atestiguaron la unión legal. La boda El día llegó. Luciano Arteaga trabajó hasta las cuatro de la tarde afinando con su equipo humano los detalles finales. La labor de cada uno durante su ausencia de un mes. A las seis en punto estaba vestido, con el apoyo de Jaimito, quien hizo el papel de valet y consejero sexual. Puso en la bolsa de su saco, dos pastillas de Viagra que garantizarían su eficiencia en la noche de bodas. Jaimito estaba convencido que un obsesivo-compulsivo del trabajo como su hermano mayor, tendría que ser un eunuco a la hora de la verdad. A las siete, se trasladaron a la iglesia de Santa Teresita del niño Jesús, en las Lomas de Chapultepec. Luciano se sentía incómodo. El pantalón del frac le apretaba los testículos, y el almidonado cuello de la camisa le impedía respirar. Tomó su lugar en la procesión, obedeciendo las órdenes de la abuela, que enfundada en un vestido espectacular giraba instrucciones a los papás, al novio, a los pajecitos, a su hija que no paraba de llorar, a los acomodadores de autos, a los ángeles y arcángeles, querubines y serafines que aguardaban por la novia. Luciano se sintió ridículo desfilando al compás de Mendelsson del brazo de su madre. Sin aire suficiente para respirar. Agradecía con una sonrisa falsa a los invitados que lo miraban con compasión. Se ubicó en el extremo del pasillo, al pie del altar, para esperar

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a la novia. Observó a sus papás, a las Santibáñez, a las damas de honor, a los sobrinos vestidos de paje, jugando con unos carritos ante la furia de la abuela. Apareció la novia. Luciano no alcanzaba a distinguir sus facciones, encandilado como conejo por las velas que formaban una escolta luminosa. Caminó tomada del brazo del doctor Labiada, su padrino de bautismo, médico y amigo de la familia de toda la vida. La orquesta, ubicada en la galería del coro, daba fondo musical al paseíllo. Margarita parecía flotar, no tocar el piso. Sonreía girando la cabeza a la izquierda, a la derecha, correspondiendo a las miradas, sincronizando los saludos a cada paso. Espectáculo digno de cualquier corte, en cualquier época. Su cabello entrelazado con una peineta, producía reflejos que rebotaban por todo el templo. El rojo de la boca ponía un toque de color al show de blancos. Luciano y el resto de los invitados se sentían pecadores ante la virgen que pasaba. Las mujeres dejaban escapar alguna lágrima, los hombres permanecían en absoluto silencio. Luciano se encontraba fuera de sitio. Prosaico, endeble, vulgar, ante la imagen que se aproximaba. Se hincaron en los reclinatorios dispuestos a iniciar el rito. Miró el rostro de la novia, y sintió el retumbar de las sístoles y diástoles. Margarita miraba la imagen de la virgen. Parecía estar en trance místico, en un enlace sobrenatural. Sonreía a las madrinas, que se esforzaban por poner el lazo, por entregar los anillos y las arras, pero sin mirar a nadie. Estaba ausente. El sacerdote expresó las palabras rituales. —Señor Luciano Arteaga. ¿Acepta por esposa a la señorita Margarita Santibáñez? —Acepto. —Señorita Margarita Santibáñez. ¿Acepta como esposo al señor Luciano Arteaga? —Sí padre, acepto. —En el nombre de Dios, y con la autoridad que me confiere la Santa Madre Iglesia… los declaro marido y mujer. Luciano miraba a su esposa. Lívida. Etérea. Posesionada con la imagen de Santa Teresita del niño Jesús, que atestiguaba en silencio el acto. El sacerdote realizaba las actividades propias del culto, Luciano no dejaba de mirar el perfil de Margarita. Todo sucedió en segundos. Margarita miró a su esposo con un expresión de angustia y se desvaneció ante el altar, provocando un maremágnum a su alrededor. En la sala de espera del hospital, Luciano intentaba coordinar las ideas. No lograba entender qué estaba sucediendo. Lejos del grupo que los había acompañado: hermanos, amigos cercanos, padres, la mamá y la abuela de Margarita. Las dos horas que había durado la espera, provocaba mutaciones importantes en cada persona. La más notoria era la de la abuela. Estaba derrumbada. La varona dominante cedió su lugar a una anciana derrotada, llena de angustia. Treinta minutos después, apareció el doctor Labiada, el médico de la familia. Su rostro reflejaba frustración y rabia. El grupo entero lo rodeó. De su boca salieron palabras congeladas. —Soledad, Margarita acaba de fallecer. Te dije hace años que su corazón no podría resistir emociones tan fuertes. Que no era una niña muy sensible, como afirmabas. Estaba enferma, muy enferma. Su corazón explotó ante la emoción del matrimonio. Luciano no escuchó más que las primeras palabras. Veía todo a través de una película roja. Aceptó los abrazos de familiares sin entender nada. Aprovechó un hueco en el trámite del hospital para escabullirse a la calle. Caminó durante horas sin rumbo fijo.

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Los transeúntes lo miraban extrañados. Era un espectáculo inusual. Caminando con la mirada perdida, enfundado en su frac con un ramillo de azahares en el ojal. A las doce de la noche llegó a casa de Margarita. Atendió a su llamado la nana Isabel. Estaba enterada, por Soledad. Sentó a Luciano en la sala y le dio una copa de un raro licor. Lo bebió dócilmente. No lograba tomar conciencia de la situación, la realidad se le escapaba de las manos como una paloma. Miró a los ojos de la nana Isabel. Le impresionaron los surcos que marcaban su cara. Arrugas tristes en la piel canela. Símbolo ancestral de su raza abnegada, que considera al dolor y al sufrimiento parte natural de la existencia. La cara de la india reflejaba quinientos años de dolor callado. Sufría profundamente, pero no tenía derecho a expresarlo. Su condición social la obligaba a tragarse el malestar aunque le estuviera calcinando el alma. Luciano encontró una luz en la mirada de la india. Una luz rutilante en la que estaba Margarita. Vio a su esposa en la cuna, con quince días de nacida; a una niña rubia con rizos corriendo en un parque; a una adolescente bordando, sentada en una mecedora. Margarita aún vivía en el alma de la nana. Permaneció hipnotizado ante las pupilas. Isabel rompió el silencio. —Niño Luciano. Tienes que saber que Margarita no ha muerto. Te quería tanto que va a regresar pronto para culminar su amor. Te voy a decir en dónde la puedes encontrar. Luciano se quedó dormido en la voz de Isabel. Lo despertó la abuela a las ocho de la mañana. —Despierta hijo, tenemos que ir al funeral. La vieja guerrera había retomado al amanecer su coraza de seguridad y dominio. Estaba de nuevo al mando. Luciano fue a su departamento. Lo esperaban dos de sus hermanos, en silencio, solidarios, intentando infundirle coraje, brindando con sus caricias el bálsamo urgente. No lo necesitaba, Sabía que volvería a ver a su novia. Ignoraba dónde y cuándo, pero estaba convencido que así sucedería. Estuvo al margen de la pesadumbre del velorio. Dejó en manos de la abuela y la mamá el evento necrófilo, y regresó a su casa a esperar. En la noche, al dormir, vio en sus sueños a la nana Isabel. Su cara no reflejaba tristeza alguna. Lo miró con afecto y le dio las instrucciones esperadas. —Margarita te está esperando en un pequeño pueblo de Yucatán llamado Ah’tlan. El lugar en el que nací. Está bien, al cuidado de mi madre, pero no tiene mucho tiempo. Ve a buscarla. No pudo dormir más. Preparó su equipaje y fue a la casa de las Santibáñez. La única despierta era Isabel. Lo recibió sin sorpresa, lo esperaba. —Te vi en mis sueños nana. ¿Existe en realidad Ah’tlan? No lo encontré en mapa alguno. ¿Me está esperando Margarita, o me volví loco? —Te espera, niño Luciano, no tengas miedo. Le dio la bendición. Una bendición pagana, argamasa de siglos de mestizaje religioso. Isabel observó a Luciano subirse a su coche. Regresó a su habitación y rezó a Itzamná en silencio. La india era originaria de Ah´tlán, un pequeño poblado del Estado de Yucatán, que tenía menos de quinientos habitantes. Fuera de las rutas turísticas, de las carreteras y caminos rurales, nadie, a excepción de sus habitantes, lo conocía. No aparecía en mapa alguno. Estaba atrapado entre el mar Caribe y una espesa selva tropical, sin un camino que lo enlazara con la civilización. Sus habitantes, seres mestizos de facciones mayas, pero de ojos azules, se habían mantenido aislados del mundo por convicción y geografía. Algunos habitantes del pueblo habían salido, pero nadie había regresado. Ningún extranjero había entrado jamás. Era un caserío fantasma, que subsistía de la agricultura y la ganadería, como comunidad ecológica autosuficiente,

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que cultivaba sólo lo necesario para su consumo y no tenía relación comercial con otros pueblos. Como nadie salía ni entraba, no existía carretera que lo comunicara con el exterior. Carecían de luz eléctrica. No sabían de automóviles, televisión o radio. Vivían a la usanza maya del siglo XVI, y ningún viajero perdido, antropólogo o investigador lo había descubierto jamás. Dejó la buena salvaje a su memoria viajar varias décadas hacia el pasado, cuando tuvo que salir de Ah´tlán con doña Soledad Santibáñez y su hija recién parida, Teresita del niño Jesús. Jamás regresó. Por su condición de criada no supo nunca las circunstancias que obligaron doña Soledad a abandonar el pueblo. Mamalola, la madre de Isabel, le dijo una noche que se tendría que ir con ella para cuidar a la niña. Se trasladaron a la ciudad capital del Estado, Mérida. Desde ahí viajaron en tren, cruzando los ríos en pangas, hasta la Ciudad de México, de donde nunca salió. Dijo adiós a Mamalola y no volvió a verla. Durante los años transcurridos, había dedicado su cuerpo y alma a atender, primero, las necesidades de Teresita del niño Jesús; después, las de Margarita. Eran su familia, su único lazo con la civilización. A pesar de las décadas pasadas en la metrópolis, hablaba un español champurreado con su maya natal. Acataba los preceptos católicos impuestos por doña Soledad, pero interiormente veneraba las creencias esenciales recibidas en su infancia. Sus dioses primarios eran Hunab Kú, Chaak, el dios de la lluvia, e Itzamná. Conocía la historia de Ah´tlán por Mamalola. Pueblo fundado por Rodrigo de Guerrero, vástago del ibérico Gonzalo, y por la princesa Ix Chéel, que iniciaron una dinastía de mestizos con facciones mayas y ojos azules. Tenía el pensamiento maya incrustado en su mente original. Sabía que el ciclo de vida de los habitantes del mundo estaba a punto de expirar. Nadie sobreviviría al holocausto. Estaba ya cerca el día trece Baktún, en el que sucumbirían los pueblos degenerados del mundo y toda la creación. De acuerdo al libro sagrado, que sólo podía comprender Mamalola, el mundo actual sería aniquilado en el año cristiano de 2013. Sólo quedaban algunos años de existencia antes del término del gran ciclo de la Cuenta Larga. Los seres humanos irán al cielo, ese cielo apoyado en las esquinas por cuatro bacabs, y por cuatro árboles de diferente color y especie y una gran Ceiba en el centro. Tiene el cielo trece capas, cada una dirigida por su propio dios. Destino universal de los mayas. El dios mayor de las reverencias de los ahtlanes, es el poderoso Hunab Kú, y la deidad suprema, Itzamná, el dios anciano de enorme nariz, gran patrono de la ciencia e inventor de la escritura. Esposo de Ixchel, diosa de la medicina y protectora del parto. Los demás dioses son descendencia de Itzamná e Ixchel, dioses menores. Isabel fue educada por Soledad, en la religión católica. Asistía a misa los domingos. Conocía las oraciones. Después de rezar el rosario con sus patronas, se refugiaba en su cuarto a pedir perdón a Hunab Kú, solicitando su comprensión. Oraba a los Chaaks, dioses de la lluvia, todas las noches, rogando que mandaran agua abundante a Ah´tlán, lugar al que tendría que regresar, para morir en manos de Mamalola. Tenía frecuentes pesadillas, fruto del pecado de rezar al dios católico y a su hijo, el profeta llamado Jesucristo. Se veía en los infiernos, castigada por toda la eternidad por los siniestros dioses mayas del mal, que representaban a la muerte. También caía en pecado por convocar a Kukulcán, dios exclusivo de la casta dominante, al que sólo tenían acceso los descendientes en línea directa de Rodrigo de Guerrero y la princesa Ix Chéel. Isabel era de las pocas indias que no tenían ojos azules, condición que las obligaba a servir como criadas durante toda su vida. Fue asignada a la familia Santibáñez desde los cuatro días de nacida, designio hecho por su propia madre, que recibió el mensaje de los dioses sobre el destino de la recién nacida. Desde que tuvo uso de razón, sirvió a las Santibáñez. Ellas le dieron instrucción elemental sobre la cultura occidental. Aprendió español y lo pronunciaba

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con acento de Extremadura. Mamalola le explicó desde niña, que cada civilización tenía sus propios dioses, y que todas las creencias debían respetarse. El dios Hunab Kú era tolerante con todas las creencias. Antes de dejar Ah´tlán, pasaba los días sagrados con su madre biológica, Mamalola, quien le enseñó la verdadera religión, la historia de su pueblo, y le imbuyó el respeto incondicional a los santos patronos: Rodrigo de Guerrero e Ix Chéel, madre de todos los ahtlanes. Siempre le temió a Soledad, por su carácter de acero heredado de los conquistadores españoles. Nadie supo jamás quién fue su esposo, el padre de Teresita del niño Jesús. Un misterio que jamás develó la Mamalola. Un día antes de salir, su madre le informó que viajaría fuera de la ciudad con doña Soledad. Su misión sería cuidar a la pequeña Teresita y servirle de chichigua, independientemente del servicio de la casa. Veinticuatro años antes, doña Soledad se tornó más agresiva y mandona. La razón: Teresita del niño Jesús esperaba un hijo. Soledad decidió que el hijo por nacer sería, ante los ojos el mundo, hijo de Isabel. Fue acostada en la cama el día de la concepción, y amamantó a la recién nacida como lo había hecho con su madre. La leche fluía milagrosamente de su pecho. Margarita se alimentada de esa fuente exuberante. La abuela se negó durante dos meses a conocer a la bastarda, producto del pecado y la debilidad congénita de Teresita. Al término del segundo mes, Teresita del niño Jesús inició una callada huelga de hambre. La charola de los alimentos que le llevaban regresaba a la cocina intacta. Soledad nada decía, no la apremiaba a comer. Tarde o temprano el hambre la vencería. Conocía de sobra la falta de voluntad y carácter de su hija, no tardaría en rendirse. No sucedió. Desesperada llamó al doctor Labiada, una de las pocas personas con las que mantenía una relación amistosa y profesional desde que habían llegado a México. Labiada atendía a las tres de todos sus males, y era de los pocos que no temían a Soledad y la ponía en su lugar. Al conocer la situación se enfureció. —Es el colmo, Soledad, a qué extremos has llevado tu fanatismo. Tu hija está al borde de la inanición. ¿Acaso no puedes entender que el instinto maternal está por encima del miedo y el respeto que te tiene Teresita? Imposible luchar contra la naturaleza. La muchacha no protesta, no grita, mejor que nadie sabes cómo es. Sin palabras se está dejando morir. Estamos en el siglo XX. Es inaudito que sobreviva alguien tan cerrado como tú. Que pongas en peligro la vida de tu hija por estúpidos convencionalismos sociales. Qué rayos importa que el niño no tenga padre. Hay miles de madres solteras en todas partes. Es un estado tan natural como el matrimonio. ¿Y la niña? Es tu nieta, a la que no te has dado el lujo de conocer. Es una niña hermosa, Soledad. Jamás en mi larga existencia había visto a una recién nacida tan bella. —Está bien —respondió Soledad dirigiéndose a la nana—. Llévale la niña a Teresita, pero yo no quiero verla. Sin embargo, la vieja guerrera no resistió la tentación de conocer a su descendiente. En silencio se acercó al cuarto de Teresita, que inútilmente intentaba dar de comer a la pequeña por primera vez. Entonces la vio. Su nieta era la reencarnación de Ix Chéel, esposa de Ah Venado, a quien se veneraba en Ah’tlán desde el siglo XVI. En todas las casas del pueblo existían pinturas de ella. Su imagen era venerada, y la niña, la hija de Margarita, su nieta, era exactamente igual. Cayó de rodillas junto a la cama sin dejar de rezar. A partir de ese día, Margarita se convirtió en el centro de atención de las tres mujeres. La recién nacida se negó a comer del pecho de Teresita, su madre biológica. Siguió siendo amamantada por la nana Isabel durante un año. No probaba otro alimento.

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IV. Ah Venado hubo de esperar dos años antes de lograr su sueño de conocer a Gonzalo Guerrero, su padre. Después de saber la verdad sobre su origen, sostuvo una conversación seria con Ah Tecolote. Su padrino era mercader y viajaba constantemente. Tenía negocios con todos los pueblos cercanos a Zamá, incluyendo a Chakte’mal, el lugar en dónde vivía su padre. Ah Tecolote prometió llevarlo en secreto cuando cumpliera veinte años. Dos eternos años tuvo que esperar estudiando muy fuerte en la casa de los jóvenes. Al cumplir los veinte, tuvo que presentar un duro examen teológico. Se presentó en la casa sacerdotal el día previsto para el examen. Tuvo que ayunar durante tres días antes y perforarse la lengua con un afilado cuchillo de caña, dolor necesario para alcanzar la pureza que le permitiera pronunciar el nombre de los dioses. Desde la puesta del sol permaneció sentado frente a la casa sacerdotal contando las estrellas, unos de sus deportes favoritos. Dejó la mente en blanco, esperando el soplo divino de los dioses con la mente abierta, Si no aprobaba el examen, tendría que presentarlo en segunda vuelta, seis meses después. Seis meses que retrasarían el viaje al Chakte’mal para conocer a su padre. El sonido agudo y penetrante de un caracol lo regreso al mundo de los vivos, indicándole que la hora había llegado. Fue conducido a un patio grande, en donde tendría lugar el interrogatorio que le haría el Gran Sacerdote mientras caminaban en círculo. Las horas de estudio dieron el resultado esperado. Ah Venado respondió a los cuestionamientos con exactitud: La diosa de la soga era Ixtab, que colgaba del cielo con una cuerda en el cuello; tenía los ojos cerrados por la muerte, y en una de las mejillas una mancha circular de color negro, representando la descomposición de la carne. Simbolizaba una antigua creencia: si un maya se ahorcaba colgando de una ceiba, se iba a los terrenos divinos por toda la eternidad. Describió también a la primera divinidad en la vida de los hombres, la diosa Ixchel, que protege a los niños en el vientre de la madre. Es responsable de la formación del rostro de los infantes en el vientre materno, diosa de la feminidad, esposa de Itzamná, el Señor de los Cielos y Dios del Tiempo, Padre Creador del día y la noche. Cuatro horas transcurrieron antes de que el sacerdote diera por aprobado el examen. Con una sonrisa lo despidió. Dos semanas después, inició su primer viaje guiado de Ah Tecolote. Partieron a la media noche, después de rendir culto al dios de la estrella polar para que los guiara. Durante el trayecto, Ah Venado fue instruido sobre los pormenores y los rituales de los viajes. —Debes fijarte por dónde caminas, hijo. Después de la muerte tendrás que desandar todos los caminos que hayas recorrido para recoger tus pasos. Así te beneficiarás con la oportunidad de hacer un examen de conciencia sobre todos los actos de tu vida, y rendir buenas cuentas a los dioses. Caminaron durante muchas horas a un ritmo preciso. La luz del alba los sorprendió en su andar. Mantenían un paso moderado y consistente para evitar la fatiga excesiva. El padrino cumplía con las obligaciones contraídas en el bautizo instruyendo al pupilo sobre los avatares del viajero. Siete días caminaron, reposando en los refugios que para los comerciantes existían en los caminos del Mayab. Los negociantes llevaban de un lado a otro las mercancías, objeto de su comercio, pero también las noticias de cada punto visitado. Los paradores fungían como ágora. Parajes de los que emergía la comunicación entre los diferentes pueblos. Para Ah Venado, el viaje fue una fuente

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interminable de sorpresas. Cada pueblo tenía diferentes características, costumbres disímbolas que nutrían la mente abierta del caminante. Ah Tecolote realizaba sus operaciones de compra-venta con una sonrisa. En todos los pueblos era respetado. Ah Venado se asombraba con sus habilidades de mercante y comunicador. Después del negocio, los compradores ofrecían comida y bebida a los viajantes, y por las noches, compradores y vendedores se sentaban alrededor de la hoguera a escuchar las historias de Ah Tecolote y a admirar de cerca al mancebo de los ojos azules. Causaba estupor la fusión híbrida de la piel del color del bronce y los ojos del color del mar que tenían enfrente. En Xelhá, Ah Venado tuvo la oportunidad de escuchar al Sumo Sacerdote explicar a un grupo de viajeros el origen del mundo. La revelación se le quedó grabada en la mente para siempre. Sentados, bebiendo licor, más de veinte viajeros escucharon la historia: Todo era quietud al principio. Existía sólo el cielo, sin manifestación de vida; con el paso del tiempo apareció el mar. Sólo había mar y cielo. Nada extraordinario había sido hecho aún. No existía el día, todo era oscuridad y silencio. Sólo los progenitores, Tepeu y Gugumatz vivían en el agua rodeados de claridad. Vivían ocultos entre las olas, tapados con plumas verdes y azules. En el mar estaba el corazón del cielo. Ahí vivía dios. Los progenitores hablaron y se pusieron de acuerdo. Mediaron durante siglos, compararon sus pensamientos, y finalmente llegaron a un acuerdo. La vida debía comenzar. Cuando amaneciera por primera vez, debería aparecer el hombre. La luz llegó y con ella, los árboles, los bejucos y la vida. Discutieron, entonces, los progenitores sobre la vida y la claridad. Decidieron llenar el vacío. Ordenaron el primer amanecer, la retirada de las aguas para dar espacio al surgimiento de la tierra. Por un prodigio se formaron las montañas y los valles, al instante brotaron los pinos y los cipreses en la superficie. Los dioses progenitores crearon en aquel momento a los animales: aves, reptiles, peces y mamíferos. Distintos unos de otros. Algunos corrían y brincaban por encima de la tierra; otros reptaban; los peces vivían en la profundidad de los mares y las aves se sostenían volando en los aires. Ninguno de esos seres era apto para la palabra, ni para venerar a los dioses; Tepeu y Gutumatz, en su megalomanía necesitaban de adoración; formaron con arcilla la carne del hombre, pero vieron que no estaba bien. Se deshacía, era demasiado blando, no podía ver, no tenía entendimiento. La obra era demasiado compleja para los progenitores, así que decidieron llamar a los dioses mayores para que lo perfeccionaran. Los agoreros y los adivinos se consultaron, meditaron profundamente y llegaron a conclusiones: dad a conocer nuestra naturaleza, que así seréis llamados por vuestras obras; tras echar la suerte, dijeron que estaba bien tallar en madera los ojos y la boca del hombre; así, terminaron su creación. De la madera del árbol llamado pito fue tallado el hombre; de espaldaña fue hecha la mujer. Los hombres de palo poblaron la superficie de la tierra: podían hablar, multiplicarse, pero no tenían alma ni entendimiento. Seres de madera sin carne ni sangre, seres no pensantes. No se comunicaban con su creador. Fueron muertos por los dioses en la gran inundación de resina que cayó del cielo; uno de los dioses les vació los ojos; otro les cortó la cabeza; un tercero devoró sus carnes enjutas y un cuarto desbarató sus huesos. No existía el cansancio en ninguno de los oyentes. Ah Venado desesperaba con los silencios que hacía antes de terminar la historia. Por fin los dioses descubrieron el maíz que se daba en algunas tierras; determinaron que era la esencia del sustento y con el maíz crearon al hombre. Uno de los dioses molió las mazorcas y preparó nueve bebidas, que generaron los músculos y la gordura, la fuerza y el vigor de los primeros cuatro hombres, nuestros padres y madres. Satisfechos de su creación, los mandaron a la tierra. Ellos cuatro hablaban entre sí, admiraban la creación, eran tan inteligentes que entendieron las cosas de la tierra y alcanzaron a ver lo

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metafísico. Eran tan doctos como los dioses, entendían el cosmos en toda su plenitud, cosa que preocupó a Tepeu y Gugumatz; eran demasiado perfectos, demasiado parecidos a ellos. Decidieron entonces limitar su visión a sólo unos cuantos metros. El corazón del cielo les echó vaho sobre los ojos para empañarlos y limitar su alcance. Con esto, fue destruida la sabiduría y todos los conocimientos de los primeros cuatro hombres para que no compitieran con sus dioses. Al siguiente día iniciaron la última jornada. A la media noche partieron de Xelhá con destino final a Chakte´mal, el lugar en el que Ah Venado encontraría a su padre. Caminaron en jornadas de dieciséis horas, sin detenerse, descansando en los momentos de mayor calor bajo la sombra de algún árbol. Seis días después, entraban en Chakte´mal. A Ah Venado, el corazón le daba vuelcos y rebotes de la emoción. Los soldados, vestidos de blanco y adornados con plumas multicolores, los miraban con curiosidad. Llegaron a la casa de un amigo de Ah Tecolote, que los recibió con alegría y les ofreció de comer. La primera comida buena en dos semanas. La esposa del anfitrión les entregó unos platos de arcilla y escudillas de barro, y les sirvió un banquete. Al terminar les ofrecieron una habitación muy grande y fresca para descansar. Un cuarto mucho mayor a los de Zamá, con el piso de tierra apisonado con agua y dos camas tejidas con bejuco. En los muros colgaban botellas de cerámica llenas de agua fresca. Los viajeros durmieron cuarenta horas seguidas, sin despertar. La excitación despertó a Ah Venado. Absurdo dormir tantas horas estando a unos metros de su padre. Ah Tecolote reposaba en paz. Recuperaba fuerzas. Salió a caminar. Vagó por la tierra apisonada de las calles de Chakte´mal. La gente lo miraba con asombro. Era muy parecido a Gonzalo de Guerrero Kan Xiu, primogénito del forastero casado con la princesa del lugar, comandante de la guerra y yerno del Gobernador. Decidió regresar. Las miradas curiosas le producían temor. Ah Tecolote estaba encolerizado: No vuelvas a salir solo, estos pueblos están en pie de guerra. No es recomendable andar por ahí sin conocer a nadie. Hasta el siguiente día, el padrino salió para buscar a Gonzalo Guerrero. Dejó al impaciente ahijado esperando en la casa. Llegó a la casa del comandante de la guerra de Chakte´mal. Fue recibido por un sirviente. Después de solicitar audiencia, lo hicieron esperar en una fresca sala. La casa era un palacio, construido a unas cuadras de la del Gobernador. Estaba rodeada por un jardín edénico, que obsequiaba el espectáculo del color de las flores, y los aromas de las especias y plantas aromáticas. Docenas de árboles frutales invitaban a su sombra, y presumían del colorido de los chicozapotes, mameyes, aguacates y anonas. Guerrero aceptó la visita del viajante, que fue conducido a la sala principal. Minutos después, apareció el castellano que —según los juglares del camino— se había convertido en leyenda que circulaba por los caminos del Mayab. Le impresionó su figura, su gran estatura y fortaleza. No tenía barba, y usaba los ornamentos propios de un general del ejército maya, orejas y nariz perforadas; de los orificios pendían figuras de oro y piedras preciosas. Tenía el cuerpo tatuado a la usanza de los guerreros. Portaba un elegante vestido de tela blanca, adornado con plumas multicolores. Demostraba su jerarquía, luciendo brazaletes y collares ostentosos. Una india joven ofreció al visitante una jícara con pinole fresco. Guerrero lo incitó a sentarse, hablando en perfecta maya. —Sé bienvenido, viajero, ¿en qué puedo servirte? —Agradezco tu hospitalidad. Vengo del pueblo de Zamá, con un mensaje de gran importancia. Guerrero se puso de pie. Era enemigo natural de ese lugar de salvajes, en donde inmolaron brutalmente a cinco de sus compañeros recién llegados a las Indias.

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—Nada que venga de ese sitio me interesa. Algún día regresaré a Zamá, pero para matar con mis propias manos al Gobernador y sus sacerdotes. —Te suplico que me escuches. Lo que tengo que decir no tiene relación alguna con los importantes de allí, ni en su representación vengo. Traigo un asunto personal de tu incumbencia, puedo asegurarlo. —Habla pues, y que sea presto. —Preferiría que conversáramos fuera de tu casa. Es un asunto tan delicado que considero que nadie más debe escucharlo. Guerrero, enojado pero curioso, condujo a Ah Tecolote al jardín y le ordenó. —Habla de una vez, nadie puede escucharnos aquí. Más vale que sea algo importante. —Hace más de veinte años, cuando huiste de Zamá, dejaste preñada a una joven. Ella tuvo un descendiente, un hijo tuyo. Está aquí, en Chakte´mal. Es mi ahijado y yo lo traje. Baste verlo para que des fe a mis palabras. Es muy parecido a ti, tiene tus ojos. Guerrero quedó mudo. El visitante aseguraba que tenía un hijo al que no conocía. Reprimió el impulso de mandarlo azotar por decir tales patrañas, pero su mente viajó al pasado y lo distrajo, para bien del viajero. Recordó el día en que huyó con Jerónimo de Aguilar y otros castellanos del pueblo idólatra de Zamá. Antes de salir, tuvo trato carnal con la india que le llevaba los alimentos. El episodio estaba borrado de su memoria, pero era un hecho real. El hijo era una posibilidad. —¿Está aquí? —Aquí mismo, en la casa del mercader Ah Puma. Guerrero lo conocía, vivía a unas calles de su casa. ¿Será posible? —Está bien, viajero, regresa a la casa de Ah Puma. Espérame ahí. Advertido vas de que, en caso de ser mentira, pagarás la osadía con tu vida. —Que así sea. Vio al visitante desaparecer. Siguió recordando la aventura. Aún padecía pesadillas al recordar la inmolación de cinco de sus compañeros: el capitán don Juan de Valdivia, amigo de la infancia; Juan de Quezada; Joseph Álvarez de Amescua; Diego Pérez de la Palma, todos apuñalados por un verdugo que les arrancó el corazón para embadurnar la cara de sus asquerosos ídolos. Recordó a la india, la buena salvaje que lo observaba por horas. Guerrero tenía casi un año sin mujer, no resistió la ocasión. Una hora después, llegó a la casa de Ah Puma que, al reconocerlo, se puso de pie de un brinco derramando el pozole que degustaba. —Excelentísimo señor don Gonzalo. Es un honor que pise esta humilde casa. —Gracias Ah Puma. Busco al mercader Ah Tecolote. El viajero de Zamá hizo su aparición acompañado por un indio joven. Guerrero se sentó asombrado. Era idéntico a su hijo Gonzalo. Con el color de piel de los nativos, pero el porte altivo y los ojos azules de su familia. Ah Venado miró a los ojos a su padre con arrogancia, sin desviar la mirada como hacían los locales. Guerrero lo interpeló con la voz de quien está acostumbrado a mandar. —¿Quién es tu madre? —Ix Paloma. —¿Qué edad tienes? —Acabo de cumplir veinte. Conversaron durante dos horas. Guerrero atiborró con preguntas al mancebo y al padrino. En realidad buscaba justificación, pero sobraba. Ese muchacho era su primogénito. Bastaba mirarlo a los ojos. Era el primer mestizo. Mayor que Gonzalo, su primer hijo con Yxpilotzama. Se despidió a las diez de la noche, pidiéndole a Ah Venado que permaneciera en el pueblo. A los cuatro días, Ah Tecolote confesó a Guerrero su intención de partir esa noche, pero se llevó una gran sorpresa. Ah Venado

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decidió quedarse en Chakte´mal por unos días. El padrino inició el regreso, mortificado. Cómo explicaría a Ix Paloma que su hijo se había quedado con su padre. A partir del día siguiente, Ah Venado permanecía en la casa de Ah Puma durante el día, y por las noches se encontraba con su padre en las afueras de la ciudad. Conversaban durante horas. Ah Venado era muy curioso, adoraba saber de sus raíces, lo llenaba de preguntas sobre el reino de Castilla y la familia Guerrero. —Somos originarios de Badajoz, provincia de Extremadura, en España. Mi padre, tu abuelo, fue don Ramón de Guerrero. Tu abuela, doña Rosario de Bahamonde, descendientes de una familia de rancio linaje. Tengo cuatro hermanos, un hombre y tres mujeres: don Juan es el mayor, le sigo yo, y después doña Rosario, doña María Manuela y doña Beatriz. Llegué a estas tierras cruzando la mar océano en la nao llamada La Santa Lucía. Nos embarcamos hace diecinueve años, don Jerónimo de Aguilar, alférez de montada, siete soldados y yo. La nao venía al mando del capitán don Juan de Valdivia, unos de los que fueron sacrificados en tu tierra, donde hasta la fecha tienen esas aberrantes costumbres. Tuvimos un terrible viaje, agitado por el mal tiempo de estos mares; estuvimos cerca de naufragar durante todo el trayecto. Don Diego tuvo a bien explicar que estábamos al garete atrapados en una corriente marina. Perdimos trece hombres en el camino. Sólo sobrevivimos diecinueve. Tuvimos que racionar el agua. Algunos de los tripulantes cayeron al mar, y fueron devorados por esos monstruosos peces marinos que sacan del agua el espinazo. Al sexto día de navegación, la nao estaba partida por la banda de estribor, y tuvimos que soltar una barcaza de salvamento y refugiarnos en ella los sobrevivientes. Jerónimo de Aguilar, alternaba horas enteras de rezo, invocando la subvención del cielo, con blasfemias soeces. Intentó incluso matarse con su propia espada en un momento de desesperación. La lancha sin control alguno, navegaba con rumbo al levante. Diez días anduvimos al garete, dando tumbos, sobreviviendo, cada día menos. Los que no morían deshidratados, caían al mar por las olas. Al décimo día, vimos finalmente tierra. Llegamos a una playa llena de árboles y palmeras Quedamos ahí tendidos, agotados. Al despertar, nos encontramos con la sorpresa de estar rodeados por decenas de indios armados con afiladas cañas con punta de pedernal, y con el rostro pintado de colores. No era una pesadilla. Estábamos ahí, en tierra desconocida, cansados y débiles, rodeados de indios desnudos que hablaban en una jerigonza ininteligible. Nos apresaron y condujeron a una plaza en medio de un pueblo con enormes construcciones. Fuimos apresados en jaulas, como animales de presa, y unos días después sacrificaron, en una fiesta idólatra, a cinco de mis compañeros. Después de las fiestas, todos quedaron dormidos por la borrachera, y pudimos huir con ayuda de tu madre. La noche en la que escapamos fuiste concebido. Sólo seis logramos sobrevivir a la furia del mar y a la costumbre que tienen en Zamá de sacrificar seres humanos. Caminamos a través de la selva sin saber a dónde nos dirigíamos. El sol a nuestra espalda nos indicó que íbamos hacia el poniente. Después de marchar siete leguas, encontramos un lago transparente, de los que llaman cenotes aquí. La mayoría de mis compañeros decidieron refrescar su piel, que no había tocado agua dulce en meses. En ese manantial fuimos emboscados por los soldados de Zamá que nos perseguían, y lograron atrapar a cuatro españoles desnudos e indefensos. Jerónimo de Aguilar logró escapar perdiéndose en la espesura del bosque. Lo imité. Me interné en una selva oscura y logré evadir a los indios que me perseguían. Caminé sin rumbo fijo durante veinte días, alimentándome con frutos de los árboles, hasta que llegué a este pueblo. Decidí entrar e implorar por ayuda. Estaba tan cansado y débil, que poco me importaba ser cogido y sacrificado. Entré por la calle principal. Fui detenido por los soldados del gobernador que me condujeron a punta de lanza hasta una casa verde. Me presentaron ante el cacique. Vestía una capa que le llegaba a los pies,

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adornada con plumas de colores y adornos de oro. Portaba una corona y aretes en las orejas, un collar de cuentas de oro puro y una pechera del mismo material. Los soldados se inclinaron ante el gobernador, que se sentó en un sillón de piedra pulida, sostenido por dos tigres labrados. El cacique y los soldados se enfrascaron en una larga discusión, en la que intervinieron varios ancianos e incluso algunas mujeres jóvenes muy bien vestidas. Finalmente me llevaron a un edificio, me trajeron agua en grandes ollas para que me lavara, me ofrecieron comida y me dejaron dormir. A la media noche, Gonzalo Guerrero acompañaba a su hijo a casa de Ah Puma. Al otro día, volvían a la cita nocturna para continuar el relato. —Dormí durante varios días. Solamente me levantaba para comer y asearme. Empecé a asomarme a la puerta del aposento que me asignaron. Me convertí en el espectáculo más interesante del pueblo. Hombres, mujeres, pero en especial jóvenes y niños, venían todos los días. Me observaban durante horas, se reían de mí. Me enteré de que había sido asignado como vasallo. Me estaban preparando para tal quehacer. Uno de los ancianos me enseñó a tejer, inició mi aprendizaje. Al no tener con quien hablar castellano, aprendí en unos meses la lengua de aquí, empecé a comunicarme. Como tenía el oficio de carpintero en Badajoz, les enseñé a construir bancos y mesas. Asombraron los muebles que hice, tanto, que el Gobernador me mandó llamar. Antes de presentarme, pedí permiso para bañarme y afeitarme. Me llevaron al aposento principal del palacio, un cuarto adornado con el lujo de un Alcázar en España. Me entrevisté con Nacham, el cacique. Me pidió que enseñara a su hijo, Ahua Galel, los oficios que tanto les impresionaban. También tenía el gobernador dos hijas, que me miraban con curiosidad, riendo entre ellas. La mayor era Yxpilotzama. La menor Ixpilotzili. Me pidió también que educara al joven el arte de la guerra. Corría ya muy fuerte el rumor de la llegada a las tierras del Mayab de hombres blancos, como yo, en plan de conquista. Me mudé a la casa principal como instructor del hijo. La hija mayor, Yxpilotzama, pasaba horas observándome mientras le daba clases a su hermano. Me sonreía. Un día expresó a su padre su intención de tomarme como esposo. La familia gobernante se reunió en pleno. Después de muchas discusiones, aceptaron que la princesa mayor tomara como marido al hombre barbado de Castilla, sin pedir mi consentimiento. Quedó señalada la fecha: el día Muluc, del mes Xul, del Tsolk’in. Mientras llegaba el día fijado, enseñé al pequeño Galel el oficio de carpintero que aprendí en mis verdores en Badajoz. Debo contarte que accedí al oficio a escondidas de tus abuelos, que consideraban el quehacer de artesano poco digno para un descendiente de su linaje. A escondidas iba al taller de Andrés de Piedrasanta, un brillante escultor de madera y fabricante de instrumentos musicales. Le enseñé a Galel, a fabricar un gambarrino, utilizando el carapacho limpio de un armadillo, y cuerdas hechas con tripa de zarigüeya. Resultó un estudiante aplicado. Aprendió con facilidad a tocar melodías y deleitaba a la familia por las noches. Los llenaba de placer. Como tuve que trabajar siete meses para el cacique, como pago obligatorio por el rescate de su hija, fabriqué muchos instrumentos musicales, y enseñé a todos los habitantes del pueblo a tocarlos. Llegó la fecha del matrimonio. Según mis cálculos era el año de Cristo del 1512. —¿Cómo fue la boda? —preguntó Ah Venado. —Me llevaron muy temprano ante la presencia de Itzamná, dios mayor de la tierra y del cielo, para purificarme con el humo que sale del brasero. Fui conducido después a una casa muy grande, donde estaban otros jóvenes que iban también a contraer matrimonio ese día. Llegó un sacerdote y nos preguntó si habíamos cumplido con el rescate de las novias. Preguntó a los padres si estaban de acuerdo con que sus hijas se casaran con los

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pretendientes. Al recibir la aprobación, el sacerdote dirigió unas palabras a la efigie del dios Chaak y echó incienso sobre los contrayentes. Las novias llegaron con un dogal de colores, tejido con la fibra del henequén. Los hombres tomamos un dogal similar y caminamos acompañados por cuatro sacerdotes, el tartulero y el brujo. El brujo estaba pintado de negro y rojo, vestido con pieles de animal y portaba un sombrero adornado con plumas de águila. Bailaba sin cesar, haciendo sonar los cascabeles que llevaba prendidos en todo el cuerpo. Detrás del grupo inicial, venían otros músicos y el resto del vulgo en una procesión interminable. En el atrio de Chaak, los sacerdotes tomaron las dos cuerdas, la de las mujeres y la de los hombres, y las ataron por ambos extremos formando un círculo, en el que fuimos metidos los hombres. Mientras, las mujeres fueron llevadas ante la efigie de Ixchel, y les quitaron la concha que cubría sus partes amatorias, adminículo obligatorio de las solteras para resguardar su doncellez. Sin las conchas las metieron en el círculo de los hombres, y cada uno tomó la mano de su pareja mientras nos echaban humo del Pom. Llegaron entonces los músicos, cantando y bailando para agradar a los dioses. Salimos de las cuerdas de henequén. Las novias las tomaron con gran algarabía, y las depositaron ante la diosa de la femineidad. Finalmente, fuimos a un gran salón. Comimos, bebimos, recibimos los regalos que el pópulo trajo a su princesa: esculturas, vasijas de barro decoradas y telas muy finas. Festejamos hasta que llegó el momento, de irme al aposento de Yxpilotzama. Al llegar a su casa, Ah Venado meditaba sobre las revelaciones que día a día le hacía su padre. Aquí en Chakte´mal nadie me teme. Mis ojos no provocan miedo, ni burlas. Mi padre es un hombre importante, respetado, lleno de sabiduría. Me siento mucho mejor aquí, me encantaría quedarme a vivir. Pero qué pasaría con mi madre. Nada tengo en Zamá con su única excepción. Aquí podría convertirme en un guerrero importante, traer a Ah Paloma a vivir en esta tierra. ¿Me aceptará don Gonzalo como hijo? Tiene tres con la princesa, nunca me reconocerán. El mayor, el llamado Gonzalo, es apenas un año menor que yo; le sigue Juan, bautizado con el nombre de su abuelo, y la pequeña rubia es Rosario, lleva el mismo nombre de mi abuela de Extremadura. Tomó una decisión importante. Volvería a Zamá a comunicar a su madre las buenas nuevas. Había encontrado a su padre y se quedaría a vivir en Chakte´mal para aprender las artes de la guerra y de la laudería. Al anochecer, habló con su padre y le comunicó sus intenciones. —No puedo reconocerte públicamente, sabes que soy yerno del cacique y podría molestarse conmigo. Lo conozco, es capaz de mandarte matar. Ve a Zamá. Si quieres trae a tu madre. Pueden vivir en la casa de Ah Puma. Yo le proporcionaré los medios. Puedo enseñarte todo lo que sé, pero nunca, nunca debe enterarse mi esposa o mi suegro de que eres hijo mío. Con la bendición católica de su padre, inició el camino de regreso. V. Despertó doña Soledad Santibáñez al más infausto amanecer de su vida. El destino golpeó inmisericorde. Después de una semana, cayó en una crisis de rebeldía, pero no contra el dios católico, sino contra los dioses primarios que poblaban las entrañas de su espíritu. Por qué insistían en aporrearla de manera tan cruel. Al fulminar a la reencarnación de Ix Chéel daban validez a las estúpidas profecías de Mamalola que se opuso a que salieran de Ah´tlán cincuenta años antes. Retomó el rencor contra la hechicera maya —que tomaba revancha cinco décadas después— por haberle robado a Isabel, su única hija. Recordó la escena como si hubiera sido una semana antes. Tenía entonces veintidós años, y era tan bella que producía temor a los jóvenes pretendientes.

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Hija de la quinta Rosario, descendiente en línea directa de Rodrigo de Guerrero, hijo de Gonzalo, heredó la hermosura de Ix Chéel, y la arrogancia de Rodrigo. Altiva, sofisticada, subversiva ante el encierro en el que vivían en Ah´tlán, y ante la imposibilidad de encontrar una pareja digna de su alcurnia. Estudió con ahínco la historia de España, venerando todo lo relacionado a sus antepasados. La cultura mestiza le provocaba conflictos existenciales. La enseñanza de la cultura maya la tenía sin cuidado. Trató siempre a Mamalola con poco respeto y consideración. La menospreciaba, porque descendía de la única línea de habitantes que no tenía ojos azules y por su religiosidad pagana e idólatra —Mamalola jamás aceptó al Dios católico, ni a su profeta Jesucristo—. Vivía como sus antepasados mayas, despreciando el mestizaje cultural y religioso. Aceptaba que la india poseía gran sapiencia: era capaz de interpretar el pasado y de predecir el futuro. Era la Chilam Balam, la agorera principal de Ah´tlán; en sus manos residía el futuro de todos los niños del pueblo. Soledad era diferente. Blanca. Pura. Soñó desde su infancia con dejar el pueblo y viajar a la España de sus ancestros. Se rebeló desde los diez años ante la prohibición que durante cinco siglos impidió salir a los habitantes de Ah´tlán. Se reía de los jóvenes que osaban pretenderla. Como descendiente en línea directa de los padres fundadores, esperaba un destino diferente. Sus padres murieron de una extraña afección cardiaca cuando ella cumplió los doce años, y desde ese día vivió en la casa de Mamalola, hasta que cambió su destino. Durante la celebración del año nuevo, el pueblo entero se sumergió en una francachela que duró seis días. Soledad, que abominaba esas paganas costumbres, observó el desarrollo de las fiestas con repugnancia. Huyó a su escondite favorito: un claro en el bosque en el que solía refugiarse cuando le llegaba el agua al cuello. Un círculo de pasto y flores, rodeado por enormes cedros que permitían pasar los rayos del sol intermitentemente, creando una atmósfera de claroscuros que la embriagaba. En uno de los costados del claro, pasaba un arrollo de agua clara y transparente alimentando a las flores y a la hierba. Solía acostarse sobre un mullido colchón de flores de Xtabentún y soñar con la España de sus abuelos, con sus antepasados gentilhombres, y con un príncipe de Castilla que algún día aparecería para rescatarla y llevarla a la tierra de Gonzalo Guerrero. Antes de salir, tomó un recipiente lleno del elixir que preparaba Mamalola con las flores de Xtabentún y la miel de las abejas. Jamás se había atrevido a probarlo. Era muy fuerte, y le daba miedo el misticismo con que la vieja lo preparaba. Bebió por primera vez un trago del brebaje y lo encontró dulce y estimulante. Tenía un sabor exquisito y un aroma similar al de su escondite del bosque. Se terminó la botella y cayó en un sueño apacible. Estaba llena de lascivia, algo nunca antes experimentado. Cada poro de su piel tenía vida propia. Abrió los ojos y lo vio: un hombre del tamaño de los árboles, de piel sin color, enfundado en una brillante armadura. —¿Quién sois? —interrogó al intruso: —Francisco de Santibáñez, natural del puerto de Santa María, en Castilla. Estoy perdido. Llegué en la expedición de don Diego de Nicuesa para el Darién. Naufragamos y llegué a una playa sin habitantes. He vagado desde entonces, sin derrotero. Eres la primera persona que veo en años. —¿Conocisteis a don Gonzalo Guerrero? —¡Voto a Belcebú! Por Cristo que lo conocí. Venía con nosotros en la expedición. Era una persona muy importante allá en la Extremadura de España. No le he vuelto a ver desde el día del naufragio. Soledad sintió una gran compasión por ese hermoso hombre perdido, que según sus cálculos, había vagado por las tierras del Mayab por cuatrocientos años sin ver a nadie.

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Seguramente estaba muy cansado. Le quitó la ropa. Lo lavó sin prisa con agua del arroyo. Lo recostó después en el lecho de flores de Xtabentún y lo dejo dormir durante horas, mientras ella iba a su casa por víveres. Esperó a que despertara. Le ofreció un banquete y una jarra del licor de Mamalola. Francisco de Santibáñez se involucró —después de ultimar la botella— en la concupiscencia de la hermosa mujer que lo cuidaba. Soledad entregó su doncellez como algo natural, al extraño indicado esperado toda su vida. Despertó varias horas después. Desnuda, relajada, feliz como nunca lo había sido. Se vistió con parsimonia y regresó a casa. Olvidó al otro día la escena. Había sido un sueño delicioso alumbrado por el elixir. No volvería a beberlo. Sin embargo, el ciclo que le recordaba mensualmente que era mujer apta para el matrimonio, se detuvo durante cuatro meses. Supo entonces que esperaba un hijo, un hijo concebido durante su sueño en el bosque. Mamalola la sorprendió preguntando. —¿Qué vamos a hacer con tu hijo? No se asombró. Nada podía ocultársele. Dominaba los tres tiempos. —Pues tenerlo, y después largarme para siempre de Ah´tlán. La respuesta no sorprendió a Mamalola. En la mirada de Soledad podía leerse el futuro. Nadie, nada, podría detenerlo. Cuando llegó el momento, fungió como partera, auxiliada únicamente por su hija Isabel, de la misma edad de la parturienta. Le dio a Soledad un vaso grande de su elixir, que entre otras funciones hacía el papel de anestésico natural y preparó los ritos del parto. Se encomendó a Ixchel y recibió a una hermosa niña rubia, sin trazas de mestizaje, con los ojos azules de la madre. Soledad decidió su nombre: Teresita del niño Jesús, con el apellido del padre: Santibáñez. Dos meses después, Soledad, Teresita del niño Jesús e Isabel, la hija de Mamalola salieron del pueblo. Fueron escoltadas por cuatro soldados hasta el límite marcado por la matriarca. Un lugar en el que podrían encontrar a algunos mercaderes. Los soldados no podían seguir. A Mamalola le daba pavor que se relacionaran con extraños, que fueran tocados por el mundo externo. Se le partió el corazón por la partida de Isabel, su única hija, pero ni ella podía oponerse a los designios proféticos. Las tres mujeres se quedaron solas en los límites de Dzilám, en una playa desierta. Llevaban como equipaje un gran baúl con ropa y un trasfondo en el que Soledad escondió su tesoro: una colección notable de joyas antiguas, heredadas de generación en generación desde la época de Rodrigo de Guerrero. Mujeres solas, de tres generaciones diferentes, abandonadas en una playa desconocida, con una sola arma para sobrevivir: la voluntad de acero de Soledad. Varios días estuvieron alimentándose de cocos, chicozapotes y peces que atrapaba Soledad con una habilidad incongruente a su porte monárquico. Al cuarto día, toparon con un pescador que, pagado de sobra con una sortija de oro, las llevó en su lancha hasta el puerto de Dzilám. Soledad no dejaba de asombrarse con los portentosos inventos que descubría a cada paso. Uno de los pescadores tenía una lancha sin remos, impulsada por un aparato que generaba la energía de diez hombres. En la casa principal del pueblo, se asombró con otro artefacto, que hablaba solo y transmitía música. La mayoría de los habitantes de Dzilám hablaba castellano, como ella, pero con un acento muy diferente. Lo que más le asombró fue, que todos, mayas puros, adoraban al Dios católico y al Jesús Cristo. Una segunda joya, que alguna vez perteneció a Isabel, la reina católica, fue moneda sobrada para que cuatro nativos las condujeran a la Ciudad de Mérida, en donde encontraron hospedaje digno por primera vez. Soledad enloqueció de placer. La ciudad era similar a las que había visto en los libros españoles, herencia de sus antepasados.

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Había sido diseñada de manera similar a Ah´tlán. Con una plaza principal en el centro, que tenía al costado oriente una catedral de enormes dimensiones y gran belleza; al norte, el palacio de gobierno; al poniente, el edificio del ayuntamiento y al sur, una ostentosa mansión particular. Se llamaba Plaza de la Independencia, aunque todo el mundo la conocía como la plaza grande. Corría el año de Cristo de 1920. Se emocionó al encontrar una placa en la que se mencionaba, que la catedral había sido construida entre 1561 y 1599, por los arquitectos Pedro de Aulesia y Juan Miguel de Agüero, traídos con ese fin de España, en la misma época en la que vivía ahí Gonzalo Guerrero, patriarca de Ah´tlán. La ciudad era silenciosa y tranquila. Albergaba a unos ochenta mil habitantes. Por la calle circulaban unos impresionantes vehículos llamados tranvías, impulsados por un motor, y otros más pequeños llamados guaguas. Otros vehículos, más chicos aún, eran propiedad de los ricos de la ciudad. La gente los conocía como fotingos, tiburis, victorias y calesas tiradas por caballos. Dos años vivieron en la ciudad de Mérida. Con el producto de la venta de algunas de las joyas del baúl, compró una casa señorial en el Paseo de Montejo, la avenida principal, bautizada así en honor a don Francisco de Montejo, el adelantado, fundador de Mérida de T´hó en el año del señor y de la gracia de 1542. Durante ese tiempo, aprendió todo lo que pudo sobre el país, llamado México. Al término de los dos años, vendió la casa y se trasladó a la Ciudad de México, capital del país, la ciudad de La Laguna, el Tenoztitlan, la antigua Nueva España. En la gran ciudad, se instalaron con todo lujo en un hotel muy elegante. Un mes después, Soledad adquirió una casa en la colonia Roma. Muchos años transcurrieron sin tener noticia alguna de Ah´tlán, ni de su pasado. Vivía enclaustrada en la casona, viendo crecer a Teresita del niño Jesús al cuidado de la nana Isabel. Cumpliendo la palabra empeñada a Mamalola, mantuvo en secreto su origen. Las pocas personas con las que tenían contacto, pensaban que eran originarias de Chetumal, en el Estado de Quintana Roo. Teresita no asistió a escuela alguna. Soledad la educaba con información obtenida en libros. Los únicos visitantes asiduos a la casa eran, el doctor Mario Labiada y, cuatro solteronas amigas de iglesia de Soledad con las que solían ir a misa los domingos o al rosario entre semana a la iglesia cercana. Jamás Teresita tuvo relación con hombre alguno. Atrapada en la cárcel de la castidad, sólo salía para ir a la misa dominical en compañía de Soledad, y para dar una vuelta de media hora en el parque cercano, chaperoneada por la nana Isabel. La nana era su única amiga, dueña de sus confidencias. Se sentaban en una banca del parque, y veían pasar a los muchachos de la edad de Teresita, pero jamás le hablaban a alguien. Un joven alto, de piel incolora, vestido como caballero, luciendo un mostacho cortado con esmero, la observaba en la iglesia con insistencia y la seguía al parque a prudente distancia. Las escasas veces en que cruzaron las miradas, Teresita se ruborizó tanto, que le dolió la cara. Cada que salían de la iglesia, aparecía como por arte de magia el incógnito galán, pero jamás había osado hablarle a la niña de sus desvelos. Teresita lo miraba en parpadeos; editaba la imagen armando las piezas, pero regresando siempre la mirada al piso. Isabel fungía como lazarillo, relataba en detalle su vestuario, lo describía, le informaba si la estaba mirando. Un domingo se dio la casualidad. Coincidieron en la misma banca, hombro con hombro. Soledad estaba en el mundo místico, perdida en sus plegarias. En el momento de la comunión, quedaron solos, juntos, los brazos se rozaban. Primer contacto físico con un hombre. Las miradas se cruzaron, las sonrisas las siguieron. El joven deslizó un pequeño sobre en la bolsa del vestido. Teresita del niño Jesús reprimió el terror, Se quedó callada. Isabel la encontró roja como manzana.

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Al terminar el rito, Soledad se fue a tomar una horchata de chufa con sus colegas. A Margarita le pesaba la carta en su bolsa, le quemaba. La curiosidad le producía dolor. De regreso, solicitó la anuencia de Soledad para reposar un rato en su habitación antes de la comida. Se encerró en el baño y abrió la misiva escrita con letra rebuscada con tinta azul. Niña de los ojos tristes. Has perturbado mi sueño desde la primera vez que te vi rezando. No sabía si ver la imagen de la virgen o la tuya. Fui profano al compararlas, pero no pude evitarlo. No he podido comer, ni dormir desde ese momento. Los días de la semana ya no existen, perdieron el sentido. Espero el domingo para verte salir de casa, para seguir tus pasos hasta el templo y disfrutar tu paseo por el parque. Confío en que sabrás disculpar el atrevimiento de este pobre enamorado, y que me responderás por la misma vía. ¿Me permitirías hablarte el próximo domingo en el parque? Mándame una respuesta con tu criada. La esperaré en el atrio de la iglesia, el tiempo que sea necesario. Con todo el cariño de mi alma y la fe del corazón Ramiro Estuvo a punto de perder el sentido. El joven la amaba sin haber cruzado palabra alguna con él. Era capaz de despertar amor en un hombre. El miedo se enfrascó en una lucha a muerte con la excitación. Un alud de sentimientos incongruentes se acumuló en su pecho y en su estómago. Enseñó la misiva a la nana Isabel. La leyó y le regaló una sonrisa chimuela y luminosa. —Contéstale niña, es un muchacho muy guapo. Le contestó. Aceptó verlo. Durante los ocho siguientes domingos se encontraron en el parque después de la misa de doce. Caminaban juntos, charlaban mientras la nana Isabel hacía su función de celestina girando la cabeza como periscopio. Al noveno domingo, Ramiro pidió a Teresita que solicitara permiso a su mamá para visitarla en su casa. Al llegar a la casa venció tu temor y le dijo: —Mamá Soledad, ¿puedo hablar contigo un minuto? —Soledad la miró extrañada. La actitud de Teresita no era la habitual. La miraba a los ojos, no tartamudeaba. Respondió con aspereza. —¿Qué quieres niña, no ves que estoy ocupada? —Pedirte permiso para que me visite un muchacho. Los gritos de Soledad Santibáñez traspasaron las gruesas paredes de hormigón. Los vecinos pudieron oírla. —¿Qué?, ¿qué muchacho?, ¿en dónde lo conociste? Como respuesta le enseñó la misiva. Soledad seguía gritando sin dirigirse a su hija, sino a las paredes de la casa. —No lo puedo creer. Mi hija coqueteando en la calle, dando pie a un desconocido a pretenderla sin mi consentimiento. ¿De qué ha servido la educación que te he dado? Por supuesto que no puedes ver a ese gandul. Es más, no vas a volver a salir sola ni a la esquina. Isabel me va a oír. Bonita alcahueta resultó. Teresita, como respuesta a la explosión de su madre, corrió a refugiarse a su cuarto, logrando una oscuridad protectora, como si fuera de noche. Se acostó boca arriba, sin pensar. No estaba acostumbrada a pensar. Seguía instrucciones. Su voluntad sólo existía atada a la fuerza de gravedad de la voluntad de su madre. La nana llegó a consolarla. —¿Qué pasó niña?, ¿no te permitió ver a Ramiro? —No, no quiere que lo vea. Ni siquiera puedo salir más de la casa. —¿Quieres que le lleve un recado? Escríbelo. Al rato, cuando me manden a comprar el pan se lo entrego.

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Se levantó de la cama desafiante. Tomó un papel y un lápiz y garabateó con dificultad; con esa letra tortuosa de quien no acostumbra escribir. Ramiro. Lo siento pero no voy a ir al parque el domingo, ni nunca más. Mi madre no me lo permite. Teresita. Isabel cumplió su papel de heraldo en tiempo y forma. Regresó orgullosa a la casa. Era la primera vez en su vida que actuaba en contra de la voluntad de doña Soledad. Siguieron yendo a misa, pero cumpliendo la palabra empeñada, Soledad no se le separaba ni un segundo. Giraba la cabeza tratando de identificar al estúpido que inquietó la inmutabilidad de su hija. En la tarde, sonó el aldabón de la puerta. Abrió personalmente Soledad. Era un joven, muy bien presentado que dijo con solemnidad. —Buenas tardes. Mi nombre es Ramiro Alanís. Quisiera hablar unos minutos con usted. Soledad identificó de inmediato al pretendiente de su hija. —¿En qué puedo servirle? —Quisiera solicitar su anuencia para visitar a su hija Teresita. Mis intenciones son honestas. Sólo pido su aprobación para conocerla y poder visitarla aquí, en su casa, como Dios manda. A punto de aporrear la puerta en las narices del intruso, lo miró a los ojos. Se quedaron conectados por unos segundos. Lo invitó a pasar a la antesala. Conversaron durante una hora. Teresita se retorcía de nervios en su recámara. Había visto llegar a Ramiro. Soledad la mandó llamar en cuanto se fue el pretendiente. —He dado autorización para que te visite Ramiro Alanís. Vendrá los jueves de seis a ocho. Puede acompañarte a misa los domingos, y pasear en el parque o tomar un helado por una hora. Así fue: visita los jueves en la antesala acompañados por Isabel. Ramiro le leía poemas de Amado Nervo, de Garcilazo de la Vega, a quien nombraba el Petrarca Ibérico, de Ramón de Campoamor y de Antonio Machado. Le escribía largas y elocuentes cartas de amor, que le enviaba todos los días envueltas en un moño rosa con aroma a jazmines. Se sentaban juntos en la misa de doce, se miraban sintiéndose profanos y pecadores; caminaban en el parque, compartían un helado sin dejar de mirarse. Ramiro la dejaba en su casa, con la vigilancia invisible de Isabel, que caminaba seis pasos detrás. Cinco años pasaron para que Ramiro pudiera entrar a la sala grande; otros cinco para que le diera el primer beso; un lustro más para que se atreviera a pedir su mano. El divino tesoro de Rubén Darío cedió su lugar a una madurez reposada. La piel flexible de Teresita mostraba el paso del tiempo; su aspecto de doncella medieval provocaba risas discretas entre las muchachas liberadas de los sesenta, con sus minifaldas y sus peinados a go go. Ella no se enteraba. Vivía el amor platónico en toda su intensidad. Era Julieta, María, Beatriz. El día de su cumpleaños cuarenta y cuatro, Soledad le permitió ir al cine sola con Ramiro. Al regresar a casa encontraron un recado. Soledad había tenido que salir al velorio de una de sus amigas. Veinte años de deseo se agolparon y, aprovechando la ausencia de la madre se entregaron mutuamente la virginidad. El corazón enfermo de Ramiro no pudo resistir el torbellino del primer orgasmo y estalló en una sublime entrega. Su cadáver quedó encima y dentro del cuerpo de Teresita. La nana bajó de su cuarto respondiendo a los gritos de terror. Lo vistieron con cuidado, lo acicalaron y lo dejaron sentado en la sala. Tres meses después, Teresita del niño Jesús se desmayó en la puerta del templo. Esa misma tarde el doctor Labiada anunció su gravidez. Soledad montó en cólera y corrió a

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Isabel por alcahueta. Quince días vagó la india por la metrópolis, hasta que sus pasos la regresaron a la casa. Soledad la recibió, la necesitaba. El bastardo sería ante el escrutinio social, hijo de la india. Hizo cómplice al doctor invocando la ética hipocrática. El plan se desmoronó cuando vio a su nieta. Era exactamente igual a la niña del cuadro que durante toda su vida había visto a diario en Ah´tlán; la imagen de la princesa Ix Chéel, esposa del patriarca Rodrigo de Guerrero. Dedicaría el resto de su vida a venerarla y cuidarla. Al cumplir dieciocho años, se le realizó un chequeo médico por órdenes del doctor Labiada. El galeno, con los resultados en la mano, le dijo a la abuela a solas. Me temo que traigo malas noticias. Margarita tiene una seria afección en las válvulas cardíacas, y debe someterse a una operación. Es indispensable ponerle una prótesis en la válvula tricúspide. Soledad se enfureció y echó de la casa al doctor de los malos augurios. No creía en la medicina moderna. Se negó a que el divino cuerpo fuera partido en dos por un cirujano. Había una fuerza muy superior a la de la ciencia. Encomendó la salud de la princesa a Ixchel, la diosa de la medicina. Ocultó a Isabel y a Margarita la enfermedad. Los frecuentes desmayos los atribuyó siempre a su sensibilidad extrema. Menospreciar la ciencia del doctor Labiada, apagó la luz de Margarita. Todo perdió el sentido para las tres. Margarita se refugió en su habitación para siempre, a escribir cartas. Isabel miró desde ese día a Soledad con odio, en silencio. No volvió a dirigirle la palabra. VI. Ah Venado partió hacia Zamá con el corazón lleno de gozo. Su padre lo había reconocido como hijo. Aunque fuera de manera clandestina, de un día a otro pasó, de ser un hombre rechazado en su propia tierra, a ocupar un lugar principal en una comunidad mucho más civilizada. Regresó odiando a su ciudad natal, odio transmitido por su padre hacia las costumbres antropófagas, y adorando las maravillas del otro lado de la mar océano. Se encontró con malas nuevas: los pueblos del Mayab habían sido atacados por un terrible mal. Niños y adultos morían en medio de altísimas fiebres, dolores de cabeza que los hacían gritar y granos negros que expelían materia pestilente. Los sacerdotes y brujos aportaban lo mejor de su ciencia, pero ni los sacrificios humanos lograban detener la pandemia. Ah Venado caminaba ayudando a los enfermos, contribuyendo a la inhumación de los cadáveres, recabando noticias de los viajeros. Todos hablaban de lo mismo. De la devastación causada por la epidemia, y de la llegada de grandes barcos, llenos de hombres que portaban armas mortíferas que disparaban fuego. Uno de los hombres barbados, desembarcó a la cabeza de un gran ejército. Viajaban montados en unos animales enormes, y sus tubos de metal arrojaban flechas invisibles con la fuerza del rayo.

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Llegó a las inmediaciones de Zamá, y encontró una terrible sorpresa. La ciudad amurallada que lo vio nacer, había sido arrasada por el ejército de Castilla con sus armas de fuego. Los habitantes se habían refugiado en la selva. Destruyeron la mayoría de los ídolos sagrados, sacándolos de los templos para quitarles el oro y las piedras preciosas. Ah venado permaneció escondido en las afueras, hasta que vio al ejército de Zamá regresar reforzado y tomar por sorpresa a los castellanos. Mataron a muchos y el resto huyó a refugiarse en las naos ancladas. Llegó a su casa y encontró a Ah Paloma con el estómago perforado por uno de esos proyectiles invisibles y a su padrino con la cabeza separada del cuerpo. Abrazó a su madre moribunda. Le contó que había conocido a su padre y que lo había invitado a vivir en Chakte´mal. Ah Paloma, con sus alientos finales, le dijo: —Estoy segura, hijo, me lo comunicaron los dioses, que tienes un porvenir muy grande. No reniegues nunca de tu sangre, de tu raza: Eres maya, debes sentirte orgulloso de serlo. Tu padre es unos de esos hombres que están acabando con nuestro pueblo. —No es cierto, mamá. Mi padre se ha convertido en uno de nosotros. Viste como maya, tiene hijos mayas, practica nuestras costumbres, habla nuestra lengua a la perfección. Fueron las últimas palabras que escuchó Ah Paloma, quien murió sonriendo a su único hijo. Participó en el entierro de las personas a las que más amaba en el mundo. Su madre y su padrino, que había tomado el papel de padre sustituto. Durante la ceremonia comprendió las palabras finales de su madre: él era un guerrero maya, malditos españoles, hay que cortarles la cabeza uno por uno. Juro ante el cadáver de mi madre tomar venganza. Ojo por ojo. Mil ojos por cada ojo. Una vecina tomó el pulso y declaró oficialmente que estaba muerta. Fue enterrada en el patio de su casa, junto al perro que siempre la acompañaba. En su lomo cruzaría los caudalosos ríos del cielo. Cuando todos se marcharon, se quedó solo. Más solo de lo que había estado jamás. Recordó las palabras de Ah Tecolote: morir es solamente la aleación del tiempo con el ser humano. Es el regreso al umbral, el reposo perpetuo en el mar ancestral de cenizas; polvos de luz y sombra que cobran vida en el universo eterno. La vida y la muerte se mezclan en un todo. Del cuerpo descompuesto brota la vida, flores y frutos que dan testimonio de trascendencia y esperanza de continuación. Subió al montículo de la meditación. Se despidió del mar y de la tierra. Inició el regreso a Chakte´mal. Nada lo retenía ahí. Gonzalo Guerrero se recostó en una hamaca de henequén que, atada entre dos árboles del jardín, proporcionaba sombra y holganza. Los acontecimientos se agolpaban en su mente y tenía que tomar decisiones vitales. Tenía un hijo que no era de Yxpilotzama, fruto de la aventura. Hijo de una india. Un mozo fuerte y bello, apenas unos meses mayor que su hijo Gonzalo. Traerlo a vivir a Chakte´mal representaba un riesgo enorme. Su esposa era celosa y explosiva. Seguía siendo la princesa caprichosa que lo eligió como marido. Si se enteraba de la existencia de un vástago suyo, las consecuencias serían impredecibles. Pero no podía despreciarlo ni darle la espalda. Por su sangre corría la herencia de los Guerrero. Era su descendiente, tenía la obligación de velar por su bienestar, encontrar una explicación válida a sus ojos azules, iguales a los de sus hijos. Por otra parte, estaba en una encrucijada. Los mercaderes y espías del cacique, reportaron el arribo a las costas del Mayab, de doce barcos ostentando en el mástil el pendón de Castilla. Estaban anclados en la isla de Cozomatzi. Tomaron la ínsula con facilidad, bombardeando las construcciones principales y destruyendo las efigies de los dioses paganos. Él había visto las naves. Tenían un armamento

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impresionante y docenas de caballos, animal desconocido en las indias. Oyó de la invasión a Zamá, lugar en el que vivía su hijo. Pronto llegarían a Chakte´mal. Guerrero extrañaba su vida de Badajoz, a su familia, sus padres y hermanos. Añoraba su tierra, su comida, pero su vida estaba ahora aquí. Estaba resignado a no volver a España. Amaba a su esposa y a sus hijos. Su suegro era el gobernador, y él: consejero militar. El día temido llegó. Seis hombres armados llegaron y solicitaron ver al gobernador del pueblo. Su suegro mandó llamar a Gonzalo de inmediato. Se arregló lo mejor que pudo. Le avergonzaba que sus compatriotas lo encontraran con la nariz perforada y vestido a la usanza maya. Llegó a la casa grande y se topó de frente con seis soldados de Castilla. Lo miraron perplejos. No podían creer que ese aborigen fuese Gonzalo Guerrero. Se observaron en silencio. Uno de los oficiales se identificó como Conrado de Arias y saludó a Guerrero con voz estruendosa. Gonzalo estaba acostumbrado a la voz suave, susurrante, de los mayas. Tenía años sin escuchar el tronido del habla castellana. —¡Por la gracia de Dios!, don Gonzalo Guerrero ¿Qué clase de indumentaria vestís? —Así nos vestimos aquí, tengo muchos años viviendo en este pueblo. —Vengo en nombre del señor capitán don Hernando de Cortés. En la isla de Cozomatzi nos contaron unos nativos, que en Chakte´mal vivía un castillan, y el señor capitán general Cortés nos envió por vos. Guerrero reconoció a uno de los hombres de la avanzada. Era Jerónimo de Aguilar, compañero de naufragio e infortunios. Estaba vivo. No lo había visto en muchos años. Se abrazaron muy fuerte. Aguilar le dijo: —Agradezco a Dios nuestro señor encontraros sano y salvo, Gonzalo. Permitidme presentaros al señor alférez de la montada, don Conrado Arias de Maldonado, representante de Hernando de Cortés. Traemos la orden de conduciros al servicio del Rey y de las armas españolas. Arias le entregó una misiva escrita de puño y letra por Cortés. Guerrero leyó con ansia. Señor y hermano: Aquí en Cozomatzi, he sabido que estáis en poder de un cacique, detenido, y os pido por merced que luego os vengáis aquí, a Cozomatzi, que para ello envío un navío con soldados si los hubiésemos menester, y rescate para dar a esos indios con quien estáis; y lleva el navío ocho días de plazo para os aguardar; veníos con toda brevedad; de mí seréis bien mirados y aprovechados. Yo quedo aquí, en esta ínsula con quinientos soldados y once navíos; en ellos voy mediante Dios, la vía de un pueblo que se dice Tabasco o Potonchán. Quedó petrificado. El capitán general urgía su presencia; significaba dejar a Izpilotzama, a sus hijos, y la posición que había logrado en Chakte´mal. Ante su expresión de incertidumbre, don Conrado de Arias preguntó: —¿Por qué dudáis, don Gonzalo?, ¿acaso es mucho lo que tenéis por perder aquí? —Todo lo que tengo, don Conrado. Mi mujer y mis tres hijos a los que adoro Jerónimo de Aguilar y el resto de la comitiva se fueron sin insistir más. Regresaron a las dos semanas. Jerónimo de Aguilar venía al frente. —Hemos llevado vuestra respuesta al señor capitán don Hernando de Cortés. Os manda decir que no insistirá más si no es vuestro deseo incorporaros al ejército de Su Majestad. Os manda decir también que si habedes menester alguna cosa, armas, ropas, lo que necesitarais, nos lo hagáis saber y seréis complacido de inmediato. Guerrero meditó durante algunos segundos. —Hermano Aguilar. Soy casado y tengo tres hijos, y tiénenme aquí por cacique y capitán cuando hay guerras; idos con Dios, que tengo la cara labrada y horcajadas las

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orejas. Qué dirán de mí desde que me vean los españoles ir de esa manera. Y ya veis, estos son mis hijitos, cuan bonicos son. Por vida vuestra que me deis de esas cuentas verdes que traéis, para ellos, y diré que mis hermanos me las envían de mi tierra. Cuando hubieron partido los castellanos, Guerrero volvió a su refugio arbolado del jardín y lloró amargamente. Había renunciado a su tierra, a su familia, y a su nacionalidad. Dejó que su recuerdo atravesara el Atlántico y recordó sus mocedades en Badajoz. Sabía que el propio capitán Cortés era de la Extremadura, lo había conocido años atrás. Se dibujaron en su memoria las portentosas murallas y alcazabas de su tierra natal; la vestimenta tradicional de las fiestas, los sombreros de influencia portuguesa y andaluza, largas capas con esclavinas y alto cuello, y los refajos multicolores de las mujeres. Sintió el sabor y el aroma de la comida: las migas con torreznos, el gazpacho y el puchero. Se llenó de melancolía recordando a su primera novia, doña Catalina, y las largas caminatas por los campos de olivos de Herrera del Duque; las representaciones en el teatro romano de Mérida, esa ciudad tan bella; los juegos y pleitos con su hermano mayor, Juan, quien le enseñó a usar la espada y lo llevó por primera vez a conocer mujer. Qué hermosos recuerdos de sus hermanas, doña Manuela, doña Rosario y doña Beatriz, jugando en el bosque que rodeaba su casa; su última noche en España, cuando ordenaron abordar la nave, al mando del señor capitán Juan de Valdivia. Las largas horas de espera antes de hacerse a la mar, la salida a la segunda vela de la noche, sin hacer la salutación al puerto. Los terribles días de borrasca y la muerte de varios soldados. La prisión en Zamá, el salvaje sacrificio que padecieron sus compañeros. En el otro lado del océano, en las Indias, estaban sus hijos. Los quería demasiado para abandonarlos a su suerte e integrarse al ejército de su majestad, don Fernando de Aragón. Qué le esperaría en España. No sabía si su madre y sus hermanos vivían aún. No. Su vida estaba ahora en Chakte´mal. Ah Venado llegó. Guerrero lo fue a ver de inmediato. —¿Qué noticias me traéis de vuestra madre? —Malas, muy malas, don Gonzalo. Mi madre murió asesinada por los invasores, tus compatriotas. Tomaron Zamá por sorpresa. También mi padrino fue asesinado brutalmente. Nada queda en Zamá para mí. Estoy aquí, padre, a tus órdenes para siempre. Guerrero se conmovió ante la tragedia de su primogénito. —Desde este momento eres mi hijo. Voy a enseñarte el castellano y a darte un nombre cristiano, aunque oficialmente no serás mi descendiente. Yxpilotzama y tus hermanos sabrán que eres hijo de Jerónimo de Aguilar. Eue fuiste engendrado la noche en que huimos. Adoptaré ante ellos al hijo de un gran amigo y podrás vivir con nosotros. Amarga fue la discusión con Yxpilotzama y peor aún con su suegro, pero logró vencer la resistencia y llevó a Ah Venado a vivir a su casa. Antes de llegar, lo bautizó con un nombre cristiano: se llamaría Rodrigo, como su abuelo en Extremadura y llevaría el apellido Aguilar. Ambos sabían que esa noche había muerto Ah Venado, el indio maya de ojos azules. Fue recibido de mala manera en la casa de Guerrero. Su hermano Gonzalo, legatario de la arrogancia de su madre, le tomó tirria desde el primer día. Cuando estaba su padre presente, se portaba amable y condescendiente, pero a solas, en complicidad con sus hermanos Juan y Rosario, lo hacían blanco de maltratos y burlas. Rodrigo aguantó con resignación, jamás los acusó con su padre. Se dedicó a aprender el castellano. Se integró a la vida social de Chakte´mal y pronto fue un habitante más. Durante dos años vivieron en paz. Rodrigo aprendió el oficio de carpintero, y hablaba el castellano como un

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español. Junto con Gonzalo, fue aleccionado en las artes de la guerra y en la cultura de Castilla. Sonaban los tambores de la guerra. Noticias alarmantes terminaron con la armonía. Los mercaderes hablaban de grandes refriegas en las tierras altas de La Laguna, el Tenozitlan; de la invasión de la gran ciudad por don Hernando de Cortés y un ejército cada día más poderoso. Contaban los heraldos sobre la buena voluntad del rey señor de La Laguna, el señor Coatzin Moctezuma, que accedía a todos los deseos de los invasores. Llegaron noticias que llenaron de alegría el corazón de Rodrigo: el ejército de Cortés había sido derrotado y, todos los españoles asesinados. Guardó de expresar su gozo ante su padre para no mortificarlo. El ejército más poderoso, el de las tierras altas de La Laguna había vengado la muerte de su madre. El gobernador mandó una embajada para traer noticias. Poco le duró el gusto. A su regreso, informaron que los hombres barbados de Castilla derrotaron finalmente al ejército de Moctezuma y fundaron allí una gran ciudad castellana. Relataron con lujo de detalles la imposición de la religión cristiana y el matrimonio de muchos castillans con indias aztecas. La gran ciudad se llamaba ahora la Nueva España y estaban construyendo templos católicos sobre los aztecas, a la usanza evangelizadora. A diario recibían las noticias de los vigilantes ubicados en los dos caminos. El ejército de don Hernando de Cortés, con las armas del rayo y el trueno, montados en los tizimines, como le llamaban a los caballos, venían arrasando a todos los pueblos, destruyendo las imágenes de los dioses y construyendo templos cristianos. Los jóvenes de Chakte´mal incrementaron su adiestramiento de guerra. Gonzalo Guerrero llegó a la casa del gobernador flanqueado por sus dos hijos mayores, Gonzalo y Rodrigo. —Quiero saber —dijo con autoridad el gobernador— si puedes enseñar a nuestros soldados las artes de la guerra de Castilla. Respondió a su suegro con sinceridad. —Poco podemos hacer, poderoso Halach Winic, para detener el fuego de la bombarda, o las balas de cañón. Nada contra el golpe de gavel de cadena que traen los soldados en la mano, y con los que atacan montados en su caballo. Para nada pueden detener la adarga de nuestros escudos yahuales una espada o el venablo de una ballesta. Le digo, honorable señor, que si no ofrece batalla, ellos vendrán en son de paz con la única intención de traer bienestar a nuestro pueblo. Rodrigo se sentía desilusionado al escuchar de su padre palabras tan cobardes. Deseaba pelear contra los asesinos de su madre; que su padre ayudara a los mayas a combatir al general Cortés. Unos días después, llegó la noticia de que el rey de La Laguna Tenozitlan, el poderoso Cuauhtémoc había sido asesinado, allí en la tierra de los cocomes. Gonzalo Guerrero empezó a ser odiado en el pueblo, al igual que sus hijos. La chusma miraba con malos ojos al hombre que era compatricio de los asesinos del rey de Tenozitlan. Gonzalo, su hijo, consentido del abuelo, recriminaba constantemente a su padre por no apoyar a su pueblo. Hacía víctima de su coraje a Rodrigo, a quien consideraba hijo de Jerónimo de Aguilar, soldado de Castilla. El Consejo de Ancianos volvió a reunirse. Guerrero fue llamado a entrenar al ejército para derrotar al ejército español. Vivía en un infierno, Intentó explicar a sus hijos. —¿Creen ustedes que puedo hacer algo para detener al ejército de Castilla? ¿Puedo acaso convencerlos para que abandonen su empresa? Gonzalo, el hijo, respondió.

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—Padre, de ti he aprendido el temple, los ideales. Creo que debemos ayudar a mi abuelo a combatir a los invasores. Tienes la sabiduría de la guerra, la estrategia y sabes cómo fabricar armas. Debes enseñarnos a pelear. Se presentaron en Zamá los sacerdotes y gobernantes de los pueblos vecinos, con sus ejércitos vestidos y armados para la guerra. En la casa grande se celebró un Consejo que duró tres días. Se habló de la crueldad de los hombres barbados, de la invasión y destrucción de todos los pueblos que hallaban en su camino. Gonzalo Guerrero fue convocado para que les hablara de la gente de su raza. Ante más de veinte gobernadores y sacerdotes, explicó, que el general Cortés y su ejército ofrecían sólo una vida buena y la religión cristiana. Le habló del señor Jesucristo, de su muerte en el monte Calvario para redimir los pecados del mundo; del bautismo, de la Santa Iglesia católica, apostólica, de la misa. de la comunión, y de todos los ritos del cristianismo. A los sacerdotes mayas les pareció aberrante que los hombres hubieran inmolado al hijo de su propio Dios, y se generó una malquerencia generalizada contra los hombres blancos, capaces de tal atrocidad. Para nada creyeron que los invasores vinieran a traer bienestar y paz. Sabían que, en todos los pueblos conquistados, habían destruido las imágenes de los dioses sagrados, matado y esclavizado a los hombres, violado a las mujeres. Vanos fueron los esfuerzos de Guerrero para intentar la paz. Estaban en guerra y había que prepararse. Como primera columna, llegó a Chakte´mal un grupo de misioneros franciscanos, escoltados por soldados y se dirigieron a la casa de Gonzalo Guerrero, ante el temor de los habitantes, que corrieron a esconderse a sus casas. Fray Jerónimo Remilez se dirigió a Gonzalo al ver su atuendo maya. —Dios bendiga vuestra sencillez, hijo mío. Guerrero besó la mano del padre lego, con respeto. Un alférez, don Luis de Campillo, se presentó a Guerrero diciendo. —Vengo de parte del señor adelantado de Castilla, el capitán general don Francisco de Montejo, quien ordena os presentéis de inmediato a su servicio. —He respondido ya a los heraldos del general Cortés. No voy a abandonar a mi familia ni a esta tierra que me dio cobijo. —Vuestros servicios nos son precisos —insistió Campillo— puesto que habláis la lengua del Mayab. Si aún así, os dais en rebeldía, tened por seguro que acabando esta conquista, vendremos por vos para castigar como corresponde vuestro desacato y sedición, que ya bien sabe de la vuestra osadía el señor adelantado. Fray Antonio intervino. —Estoy muy decepcionado, don Gonzalo. Estáis demostrando ser un hereje, sirviendo a dioses exóticos, artefactos del averno como deberíais saber. Guerrero cayó arrodillado ante la ira de sus hijos y de Yxpilotzama. Besando la mano del fraile, le dijo: —Puedo juraros ante la Santa Cruz, que no he reverenciado ni servido jamás a las abominaciones mayas. —Sea pues. Demostradlo ante vuestra esposa e hijos, besando la Santa Cruz, que en aquesto os va la salvación de la vuestra alma. Gonzalo, el mozo, intervino gritando en maya. —No lo hagas padre. No nos humilles postrándote ante estos hombres. Permitidme traer mi espada y matar a estos salvajes que tanto mal han traído a nuestra raza. Guerrero ignoró a su vástago, y besó la Santa Cruz. El fraile le dio la absolución: Ego te absolvo in nomine Deum.

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Guerrero concertó una entrevista al día siguiente, entre la embajada de Castilla y su suegro, el gobernador. En la casa grande presentó a los españoles y sirvió de intérprete. —Poderoso Halach Winic. Estos hombres de Castilla están aquí para hablar de paz. —Sean bienvenidos al pueblo de Chakte´mal. Mientras no hagan daño alguno a la gente, ni a los templos, y mucho menos, a las efigies de los dioses, son nuestros invitados de honor. Fray Antonio habló en nombre de los españoles. Guerrero traducía con calma. —Venimos a pediros que abroguéis de las vuestras absurdas creencias y abraséis la santa religión de nuestro Señor Jesucristo. El cacique se levantó de su trono y golpeó el suelo con su bastón: jamás. El Consejo de Ancianos apoyó a su líder: jamás, jamás, jamás e imprecaron a los extranjeros. El alférez don Blas de Gálvez se dirigió a Guerrero. —Dile al gran señor que nada deben temer con respecto a sus creencias. Venimos a proponer la paz. La religión es asunto de los frailes. Los sacerdotes y gobernadores escucharon la explicación del militar en la voz de Guerrero. Aceptaron el mensaje de paz e invitaron a los soldados de Castilla a permanecer el tiempo que desearan en sus tierras. Los franciscanos y los sacerdotes mayas acataron la orden del gobernador a regañadientes. La mecha estaba encendida. Gonzalo y Rodrigo fueron asignados por su padre para escoltar al grupo de españoles hasta las afueras del pueblo. Después de despedirlos, regresaron caminando en silencio. A pesar de vivir bajo el mismo techo, jamás se hablaban si no era necesario. La familia entera trataba como a un intruso a Rodrigo, en ausencia de su padre. Lo mandaban como sirviente a ejecutar las faenas más desagradables. Le negaban su lugar en la mesa principal, comía en la cocina. Resistía estoicamente el castigo, como algo natural: por qué han de aceptar a un intruso en la familia, hijo de un sacerdote al servicio del ejército enemigo. Jerónimo de Aguilar prestaba sus servicios como intérprete traductor al general Cortés, y había intentado llevarse a Gonzalo al servicio, a pelear contra los mayas. Rodrigo rompió el pesado silencio. —Me parece que vuestro padre hizo bien en negarse a ayudar al ejército invasor. Gonzalo, el mozo, respondió. —Sois el menos indicado para decirlo. El vuestro ha sido el principal negociador y lengua de Cortés. Ha intentado reclutar a mi padre para el servicio. No entendemos por qué os permite seguir viviendo con nosotros. —Él me invitó. —No entendéis que os invitó por lástima. Porque supo que vuestra madre había muerto en Zamá, por la amistad de tantos años que tiene con vuestro padre. Sólo habéis llegado a causar problemas. ¿No entendéis que mi madre es una princesa?, ¿que mi abuelo es el Gobernador? Sois hijo de una mujer del vulgo, y de un sacerdote que no debería tener hijos, según su propia creencia. —No tenéis derecho a juzgar a mi madre, no os lo permito. —Vosotros sois de Zamá, un lugar donde practican los sacrificios humanos, un paraje salvaje y atrasado. Lo único bueno que han hecho los invasores ha sido acabar con ese lugar. Recordando Rodrigo, los cadáveres de su madre y padrino destrozados, no pudo resistir y golpeó el rostro de su medio hermano derribándolo. Gonzalo se levantó enfurecido y se trenzaron en un pleito salvaje sin que nadie hubiera para detenerlos. Ambos eran jóvenes, en plenitud de su fuerza. Fueron preparados para los deportes y la guerra.

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Durante quince minutos se golpearon sin dar ni pedir tregua. Usaron los puños, los pies, las rodillas, piedras y palos. Se mordieron y se arañaron. Gonzalo quedó noqueado al estrellar su cabeza con una roca. Rodrigo, convencido de que lo había matado, decidió no regresar. Caminó hacia el poniente, en el sentido contrario a Chakte´mal. VII. El asiento vacío dolía. Estaba reservado unos días antes para Margarita, para su esposa. El misterio de la muerte era difícil de asimilar. Luciano no estaba preparado para descifrarlo. Los días eran menos dolorosos que las noches. Por lo menos permanecía ocupado, pero la oscuridad venía siempre de la mano de Margarita, su esposa por tres minutos. Hasta que la muerte los separe, dijo el cura, fueron sus últimas palabras. La muerte lo escuchó. Insistió en ser protagonista de la ceremonia. Los somníferos recetadas por el médico de la familia Arteaga, no tenían el poder suficiente para ahuyentar la imagen que lo torturaba de tiempo completo. ¡Vieja estúpida! No podía dejar de maldecir a la obsoleta abuela que desoyó los consejos del doctor Labiada. Anciana supersticiosa, ojalá se pudra en el infierno. La ignorancia de Soledad fue la causa de la muerte de su esposa. Le parecía increíble que a finales del siglo XX existieran mentalidades estrechas como la de esa familia, mentes llenas de mitos, de temores. Se quedaron estancados cinco siglos atrás. También él estaba actuando de manera irracional. ¿Qué diablos hacía en un avión volando hacia un pueblo fantasma que no existía en mapa alguno, del que nadie había jamás oído hablar? Un hombre moderno, profesionista destacado, de mente liberal, viajaba buscando a una mujer que clínicamente había sido declarada muerta unos días antes e incinerada en su presencia. Seguía las instrucciones de una india ignorante, practicante de brujería, que difícilmente hablaba español. Isabel le aseguró que Ah´tlán existía y que allí encontraría a Margarita viva para culminar su amor. Se justificó pensando que era tiempo dedicado a su esposa, el tiempo que le había escatimado cuando estaba viva. Aceptó el café que le ofreció la sobrecargo. Durante todo el vuelo pegó su cabeza al vidrio de la ventana, observando las nubes, la mancha azul del Golfo de México. La línea de tierra le indicó que estaban llegando a la península de Yucatán. Recogió su pequeña maleta de la banda eléctrica en el aeropuerto de Mérida, y se dirigió a la oficina de una arrendadora de autos. Era la primera vez que visitaba Yucatán, y sentía muy poco entusiasmo. Unos meses antes, se hubiera enloquecido con la posibilidad de conocer la arquitectura prehispánica, Chichén itzá, Uxmal. Se instalaría en un hotel e iniciaría las pesquisas. Tenía cita con un antropólogo yucateco, considerado la máxima autoridad viviente en la cultura maya del siglo XVI. Desayunaría con él al día siguiente en la cafetería del hotel Conquistador. Pidió al taxista que lo llevara a ese hotel. Si encontraba habitación, se quedaría ahí. Era un hotel modesto. Solicitó una habitación y en unos minutos estaba instalado. Decidió caminar un poco por la ciudad. Cualquier cosa menos pensar. Rentó una calesa, y le pidió que lo llevara por todo el Paseo Montejo. Le impresionó el contraste cultural que marcaban las hermosas construcciones de principio de siglo, con los letreros luminosos de las franquicias gringas, que habían sentado sus reales en la ciudad colonial igual que en todas las demás del mundo. Se percibía una población tranquila, gente alegre, sonriente, con un fino sentido del humor. Los yucatecos, vestidos con camisas de colores, o con guayaberas, caminaban sin prisa, sin la tensión de los habitantes de las metrópolis. Su mente de arquitecto se encendió. Analizó las construcciones monumentales del Paseo de Montejo, arquitectura de la clase pudiente. Abandonó la calesa y caminó un poco, se sentó en la heladería Colón, a tomar un sorbete de coco. Siguió caminando. Entró a la

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Catedral, la primera construida en América, y caminó de regreso al hotel. Llegó totalmente empapado. El calor y la humedad eran africanos. La apacibilidad de la ciudad, la caminata, el estar en la tierra de Margarita, le obsequiaron los primeros momentos de tranquilidad espiritual desde su muerte. Por primera vez pudo conciliar el sueño sin necesidad de narcóticos, y por primera vez, no soñó con el cadáver de Margarita dentro de un ataúd. Vio en sus sueños a Margarita viva, sentada en una cama de flores blancas, en una selva tropical. Despertó un minuto antes de que lo llamaran de la recepción del hotel, de acuerdo a sus instrucciones. Se vistió con pantalón y camisa. En Mérida no se usaba el saco ni la corbata. Al ajustarse el cinturón se percató de la pérdida de por lo menos cinco kilos. Abandonó el hábito de la comida desde la muerte de su esposa. Bajó al restaurante cinco minutos antes de las ocho. Eligió una mesa. Estaba hambriento por primera vez en semanas. De la cocina salían aromas exquisitos: café, pan recién horneado, especias exóticas que saturaban el ambiente. Una combinación capaz de abrir el apetito al más asceta de los lamas. Disfrutó de una taza del café de la región. Lo acompañó con una bolita de queso que lo llamó desde la canasta. Sin mayor aviso, vio venir a un hombre espectacular y adujo que era Peter von Wobeser, el antropólogo con quien tenía la cita. Se puso de pie para recibirlo. Lo observó con calma. Medía por lo menos dos metros, un gigante que lucía una descomunal barba rubia de vikingo; su cabello, escaso por la frente, colgaba en la nuca como estudiante de los sesenta. Aparentaba pesar más de cien kilos. Saludó con voz ronca, haciendo que varios de los parroquianos voltearan a verlo. —Debes ser Luciano Arteaga. —A sus órdenes. —De tú, por favor. El usted simboliza el subdesarrollo, solemnidad nacida del mestizaje, adoptado por nuestros contemporáneos centroamericanos como fórmula de vida. —Como gustes. —¿Ordenaste ya algo de comer? —Sólo una taza de café. Te esperaba. —Entonces déjame sugerirte un buen desayuno. —Estoy en tus manos. Von Wobeser llamó al camarero más cercano, con una voz tan potente, que hasta los turistas que esperaban en la puerta del hotel la salida de su tour a Chichén Itzá, voltearon para ver que pasaba. —Chaparrito. Tráenos dos órdenes de huevos motuleños, y una canasta de pan dulce. Aquí —se dirigió a Luciano— hornean el mejor pan de la ciudad. —¿Huevos motuleños? —Te van a enloquecer. Son dos huevos fritos sobre una tortilla de maíz recién torteada, untada con frijol colado, y bañados con una salsa de tomate revuelta con jamón y chícharos. Le espolvorean queso holandés encima, y lo sirven con tajadas de plátano macho frito. Platillo de todopoderosos mayas. Pidió también dos cervezas Montejo bien heladas. Aunque eran las ocho de la mañana, Luciano aceptó la suya. No era fácil oponerse a la voluntad del gigante que tenía enfrente. —Desde que cumplí los sesenta, mandé al carajo los convencionalismos sociales y hago lo que me surge del fondo de los cojones. Bebo cerveza a cualquier hora, desayuno en la noche y ceno en la mañana, duermo cuando tengo sueño y no desperdicio un minuto. A mi edad ya no se cuentan las horas ni los días. Se cuenta cada segundo.

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Luciano observaba y escuchaba al antropólogo. Cuando respondía, su propia voz le parecía opacada. Un arquitecto, maestro de la facultad, le había dicho que von Wobeser era la autoridad suprema de la cultura maya y le llamó personalmente para concertar esa cita. Luciano estaba al tanto de la excentricidad de von Wobester. Vivía con su sexta o séptima esposa, una peruana de veinte años, inca pura. Aunque controvertido en el mundo antropológico por su estruendosa personalidad, su talento y sabiduría eran legendarios en todo el mundo. Era originario de Los Ángeles, hijo de un inmigrante alemán y de una arqueóloga norteamericana, pero tenía cuarenta años residiendo en la península, cerca de sus pasiones. Devoró los huevos motuleños como si fuera el primer alimento en meses. Limpió el plato al terminar con un pedazo de pan francés, se bebió la tercera Montejo de un solo trago y. al terminar, encendió con poco aliño, una pipa de coral, disfrutando de una taza de café, que regresó dos veces porque no estaba suficientemente caliente. Durante el desayuno habló de la vida en Mérida, de la sociedad yucateca y sus perfiles porfirianos. Luciano disfrutaba de la conversación. Se sentía seguro y protegido a la sombra del vikingo que lo acompañaba. Estaba relajado por primera vez en muchos días, involucrado en la cháchara luminosa. Finalmente, von Wobeser cambió su actitud de catedrático y le dijo: —No viniste aquí a escuchar estupideces, muchacho: dime en qué puedo servirte. Luciano decidió abrirse. Relató la historia completa. La muerte de Margarita en el altar y la revelación de la nana Isabel. Von Wobeser lo escuchaba fascinado. La historia era como las leyendas mayas. Él se alimentaba de ellas y muchas habían dado pie a investigaciones científicas. —Así que buscas —dijo a Luciano, sin el menor asomo de ironía— una ciudad que nadie conoce, fundada por Rodrigo de Guerrero, un hijo desconocido por la historia del conquistador Gonzalo, en la que encontrarás a tu esposa muerta. Luciano despertó con esas palabras. El resumen del investigador lo hizo sentir ridículo. Avergonzado de llegado a ese punto. Respondió. —Así parece. —Es una historia maravillosa —dijo von Wobeser, hablando más para sí mismo que para su contertulio—. Un descendiente bastardo del legendario conquistador. Sería el primer mestizo de la historia. Al estudioso le sonaba verosímil. Puso a funcionar el entrenado mecanismo profesional de su mente. Quizá era la historia que había buscado durante toda su vida. Recapacitó de inmediato. El joven que tenía enfrente merecía su objetividad, estaba sufriendo. Mira Luciano. Existen infinidad de interpretaciones de la historia. Sobre la conquista de México se han gastado cerros de papel. La visión de los triunfadores, y la de los vencidos. La historia de Gonzalo Guerrero, un ibérico que renunció a su nacionalidad por amor a una india maya es una especie de película de Walt Disney. Guerrero se ha convertido en padre del mestizaje, ídolo que luchó contra los españoles al lado de los mayas invadidos. Su historia ha rebasado el interés de los historiadores y llegado al gran público. Hay cientos de libros y novelas al respecto, aunque cada una cuenta una historia diferente. He intentado armar el rompecabezas analizando la información que existe. Un religioso franciscano, fray Joseph de Buenaventura aseguró, en un libro escrito en 1795, haber hallado un diario escrito de puño y letra por el propio Guerrero, durante los años que vivió —de eso si hay pruebas— en lo que hoy es Chetumal. En ninguno de los libros o escritos que existen, se menciona a Rodrigo de Guerrero, ni tampoco la ciudad de Ah´tlán. Comprenderás que, con los adelantos en telecomunicaciones y satélites, sería imposible que existiera una población escondida que nadie haya visitado. Es cierto que algunas localidades mayas quedaron al margen de la evangelización española, pero cinco siglos después han tenido que integrarse a la

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cultura moderna. Los españoles, después de tres siglos de dominación, terminaron por aceptar la autonomía de ciertos grupos indígenas, que ofrecían resistencia de generación en generación a la culturización europea. Durante la Colonia, existían tres centros de poder: esta blanca y compleja ciudad de Mérida, Campeche y Valladolid, pero en el interior de la península, quedaron algunos villorrios aislados de la colonización. Existen pueblos que prácticamente viven igual que en el siglo XVI, eso lo puedo aceptar, pero que nadie los conozca, es imposible. En el oriente de la península, existieron algunos cacicazgos mayas, formados en su mayoría por indígenas rebeldes a la conquista. Se negaron consistentemente a servir como criados a los españoles o a los criollos, y en especial, a profesar la religión católica. Quizá, algunos de esos grupos permanecieron agazapados durante la Colonia, siguieron viviendo a la usanza maya, los podemos encontrar todavía, aquí en Yucatán y en Centroamérica. Pero mi mente científica descarta totalmente la teoría de la nana Isabel. La vieja maya no te mintió, puedo asegurártelo. Ella cree en realidad que Ah´tlán existe. La mentalidad del maya está revestida de conceptos mágicos y religiosos, ven el mundo de manera diferente a nosotros. En cuanto se despidió de von Wobeser, la mente de Luciano retomó la razón y la lógica que siempre lo habían acompañado. Estaría un día más en Mérida como turista y regresaría a su gran proyecto arquitectónico y a su dolor racional. Visitó el Palacio Cantón o Museo de Antropología e Historia, el monumento a la patria. Comió en un restaurante típico y regresó al hotel en la noche. Pidió que lo despertaran a las cinco para tomar el primer avión a la Ciudad de México. No tenía caso seguir persiguiendo sueños mágicos. Margarita estaba muerta, eso nadie podía remediarlo. Se durmió tranquilo, pero vacío. Nada llenaría el hueco que tenía. El subconsciente insistió en inquietarlo. En sus sueños apareció terca la nana Isabel diciendo: Niño Luciano, no te rindas. Ah´tlán existe, está cerca de Dzilám. Ve a Tulúm, busca a un hombre muy viejo al que todos conocen como Ko. Él puede conducirte a Ah´tlán. Inténtalo, Margarita te está esperando. El sueño lo despertó, eran las tres de la mañana en punto. El sonido del teléfono lo sobresaltó. Quién podría llamar a esa hora. Ni siquiera su secretaria sabía en qué hotel estaba. Era la voz excitada de Peter von Wobeser: Necesito que vengas a mi casa en este momento. Descubrí algo muy interesante. Le dio la dirección. Luciano se vistió y consiguió un taxi. La casa del alemán era una catástrofe. No tenía pies ni cabeza. Había libros tirados formando cordilleras y atiborrando libreros. Había botellas de whisky medio llenas, pipas regadas por todos lados y figuras prehispánicas vigilando. Se percibía un aroma otoñal a maderas exóticas. El estudioso estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas como Buda, con unos minúsculos espejuelos en la punta de la nariz. Naufragaba en un mar de papeles, pergaminos, cuadernos despintados. No lo saludó. Sólo dijo: —Sírvete un trago. Lo necesitarás cuando te cuente lo que acabo de descubrir. Luciano lo obedeció. Llenó medio vaso de whisky y tomó un trago largo antes de sentarse en un taburete apache. Estaba asustado. La voz de trueno del anfitrión lo acabó de despertar. —Salí del desayuno con un dardo clavado. Desde las once estoy revisando documentos y apuntes de expediciones que realicé hace muchos años en la rivera maya. Según el relato de Isabel, Ah´tlán tendría que estar entre Tulúm y Dzilam. Repasé los mapas de la época y encontré diez pueblos. La ciudad más cercana, fundada por los españoles, sería Valladolid —dijo señalando un mapa que se deshacía en sus manos—. Revisé mis apuntes relacionados con la zona. Hallé, perdida entre papeles una especie de bitácora

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de viaje que solía llevar. No fue fácil, tengo más de mil cuadernos. La bitácora me servía para llevar registro científico de cada expedición que realizaba, gracias a la beca que me otorgó la Academia Bávara de Ciencias de Munich. Entre los apuntes hallé una nota que encendió las alarmas. En 1955 conversé en Tulúm con un chalado que aseguraba ser descendiente directo de Gonzalo Guerrero y que era originario de un pueblo llamado… asómbrate: Ah´tlán. En varios viajes a Tulúm lo volví a encontrar. Trabajaba como guía de turistas, pero contaba historias tan fantásticas, que terminaron por despedirlo. La última vez que lo vi, fue hace como cinco años. Dedicado a mendigar y a beber aguardiente. Todo el mundo se burla de él, pero algunos turistas le invitan una botella para que les cuente historias. —¿Recuerdas su nombre? —Claro. Dice ser el príncipe Juan de Guerrero tercero, pero todos los conocen como Ko´choko pool, que en maya significa loco. Luciano se estremeció. La nana Isabel le pidió que buscara a un hombre llamado Ko. —¿Crees que viva aún? —Eso es fácil de averiguar. Tulúm está a tres horas de aquí. ¡Andando! Luciano se dejó conducir. Unas horas más tarde estaban llegando en el arcaico jeep del investigador a la antigua Zamá, conocida en la actualidad como Tulúm, en el Estado de Quintana Roo. Von Wobeser habló con varios guías de turistas, que se preparaban para cazar turistas. Todos lo reconocían, lo saludaban con afecto. Se dirigieron a una cantina muy modesta, a cinco minutos de la ciudad amurallada, fuera del circuito turístico, que daba servicio a los nativos del lugar. Estaba cerrada. El alemán interrogó a todas las personas que encontró en los alrededores. Todos conocían a Ko, pero nadie sabía en dónde vivía. Iba diario a la cantina, bastaría con esperarlo. Se sentaron en el automóvil, hasta que la cantina abrió. Tenía mesas de lámina con el logotipo deslavado de una marca de cerveza y sillas de madera. El cantinero, que al mismo tiempo era propietario y mesero, les sirvió sin que lo pidieran un plato viejo de peltre con pedazos de pescado frito y una cerveza helada. Luciano, con asco, probó un pedazo del pescado antes de que von Wobeser se lo terminara. Se llevó una sorpresa: era exquisito. Un platillo de gourmet. Cuatro horas transcurrieron sin que apareciera Ko. Peter contaba a Luciano fascinantes historias de la época en que vivió por esos rumbos, lo ponía al tanto sobre la antigua Zamá: Tulúm es una zona arqueológica que corresponde a una época tardía, es decir, a los últimos siglos antes de la conquista. Es el más importante de los centros mayas de la costa. Aquí estuvieron Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero, supervivientes del naufragio de la expedición proveniente del Darién en 1511. Se dice que estaba rodeado completamente por una muralla, que tenía grandes edificios, tan grandes como los de Sevilla. La noche cayó imponente sobre Tulúm, y Ko no aparecía. Von Wobeser había ultimado dos cartones de cerveza. Estaba tranquilo, relajado. Luciano, desesperado e impaciente. No se había bañado. Sentía la piel pegajosa. Quería terminar de una vez por todas con esa locura, con ese viaje absurdo, y regresar a su vida cotidiana, a la cordura. Unos minutos antes de las ocho de la noche, apareció un carcamal con apariencia de gnomo, exigiendo una botella de balché. El cantinero exigió que pagara primero; Ko buscó en sus bolsillos sin éxito. Peter se dirigió al anciano. —¿Me permite pagar la botella? Ko intentó enfocarlo, con su vista afectada por el tiempo y el alcohol. —¿Quién es usted? —Soy Peter, y éste, mi amigo Luciano. —¿Qué quieren? —Sólo conversar con usted un rato.

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Caballeroso se puso de pie, y con una caravana monárquica, poco congruente con su aspecto, los invitó a acompañarlo a su mesa. Solicitó al cantinero tres vasos y les sirvió una copa del bronco aguardiente de caña, al que llamaba licor de balché. —Permítanme presentarme. Soy don Juan de Guerrero tercero para servir a Dios y a ustedes. —Lo conozco —respondió Peter—. Hace algunos años me ayudó en una expedición arqueológica. Usted me contó que era natural de un lugar llamado Ah´tlán, pero nunca lo he encontrado en ningún mapa. El anciano lo miró sorprendido. Poniendo un dedo en la boca en señal de silencio dijo: —¡Shhh!, no menciones ese nombre. Nada puedo revelar de ese lugar, es una promesa sagrada. Lo juré ante la imagen de Itzamná. Si hablo, seré sacrificado a los dioses. —Nada diremos —dijo Luciano—. Cuéntenos por favor de Ah´tlán. Tengo interés personal. —Nada puedo decir. Por favor déjenme solo. Luciano decidió jugar el as que tenía en la manga. —Vengo de parte de Isabel, la hija de Mamalola. —Los ojos del anciano brillaron. Se puso de pie y miró a Luciano a los ojos. —¿Isabel? Hace más de medio siglo que salió de Ah´tlán, con Soledad Santibáñez y su hija Teresita del niño Jesús. El rompecabezas empezaba a armarse en la mente de Luciano. La historia de Soledad y de la nana Isabel eran reales. Lo confirmaba un anciano dipsómano en Tulúm, muy lejos de la Ciudad de México. Peter von Wobeser preguntó al viejo. —¿Cómo las conoces? —Salí con ellas de Ah´tlán. Mamalola me envió junto con otros tres hombres para que las acompañáramos hasta los límites de Dzilam. Allí las dejamos y emprendimos el regreso. En el camino me mordió una víbora de cascabel. Estuve a punto de morir. Los acompañantes me abandonaron a mi suerte. Mamalola había exigido que regresáramos antes de una luna. Unos pescadores me encontraron y me trajeron a Tulúm. Desde entonces vivo aquí. No podía regresar a Ah´tlán después de tener contacto con gente de otros pueblos. Regla básica que Mamalola nos impuso antes de salir. —¿Sabes cómo regresar a Ah´tlán? —preguntó Luciano. —Nadie puede ir allá. Es imposible. —Luciano relató la historia completa, intentando romper las barreras del anciano. Desde el día en que conoció a Margarita, hasta el momento de su muerte. Le dijo que lo buscaba por solicitud de Isabel. Ko estaba impactado. Habló para sí mismo. —Siempre supe que el pasado regresaría algún día. Mamalola nos advirtió que todos los habitantes de Ah´tlán tendríamos que regresar para morir en nuestra tierra. Después de tantos años, supuse que en mi caso la profecía no se cumpliría. Soy demasiado viejo. Ya no tengo fuerzas para volver. No podría llevarlos conmigo, o la venganza de los dioses caería sobre mi espalda. Sería enviado al inframundo, como sustento de los dioses del mal. Von Wobeser encontró una rendija y metió el pie. Conocía muy bien a los mayas. Sabía motivarlos. —Pero Luciano fue enviado aquí por la hija de Mamalola, es una señal. —Tendré que consultarlo, mañana tendrán una respuesta. Luciano iba a insistir, a ofrecerle el dinero que quisiera, a rogarle de ser necesario, pero fue detenido por el alemán. —Es inútil muchacho. Tendremos que esperar hasta mañana.

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Durmieron en el coche. Una dura experiencia para Luciano. Si abría la ventana recibía la visita de nubes de mosquitos que consideraban su sangre un manjar; si la cerraba, empezaba a chorrear sudor y a asfixiarse. Miraba con envidia a su acompañante, que acurrucado en el asiento posterior, demostraba al mundo que estaba vivo emitiendo unos ronquidos que hacían vibrar las estructuras de El Castillo y El Templo de los Frescos. Diferencia originada en la vida cómoda de la ciudad que Luciano había llevado siempre, y el fogueo aventurero de un antropólogo, que había pasado cientos de noches en las mismas o peores condiciones. El sol filtró sus rayos por las ventanas del coche para terminar con el suplicio de Luciano. Sentía la necesidad imperiosa de bañarse, de cambiarse la ropa. Se conformó con lavarse la cara y las manos en una toma de agua que emergía del suelo. Regresaron a la cantina. Un par de billetes convenció al propietario de abrir más temprano. A las ocho en punto llegó sonriente con un plato de panuchos preparados por su esposa para los visitantes. Luciano mordisqueó uno con desgano, la grasa penetró en su estómago como bomba; von Wobeser se comió los ocho restantes, bañándolos con salsa de chile habanero y cebolla morada. Cuatro cervezas complementaron su petit dejeneur. En las desvencijadas sillas, mataron las primeras horas de la mañana. Luciano estaba demasiado nervioso e incómodo para concentrarse en las explicaciones que sobre la zona arqueológica dictaba Peter. —Los mayas ocuparon en Mesoamérica un territorio superior a los trescientos mil kilómetros cuadrados: Abarcaba los estados mexicanos de Yucatán, Campeche, Quintana Roo, Tabasco y parte de Chiapas, así como Guatemala, Belice, parte de Honduras y El Salvador. La raza maya estaba compuesta por diversos grupos étnicos y, aunque su lengua proviene de un tronco común, existen más de veinte variaciones del lenguaje mayense. Erigieron monumentales centros ceremoniales, hogar de sacerdotes y nobles. Los períodos de la cronología están perfectamente definidos. A diferencia de otras culturas mesoamericanas, los mayas fechaban las estelas mediante un preciso sistema cronológico. Creo que lo hicieron en consideración a los historiadores que siglos después estaríamos empeñados en desenmarañar sus misterios. Luciano empezaba a sentirse mejor, estaba enganchado en el relato. Abrió la boca por primera vez en horas. —¿De qué año estamos hablando? —Esto empezó mil quinientos años antes de que llegara Jesucristo a redimir al mundo. Se llama período Preclásico al que corre desde ese tiempo hasta el 325 de nuestra era; el Clásico abarca hasta el 925; es el clímax de la cultura maya. En esos años llegaron a su máximo desarrollo: la astronomía, el calendario la arquitectura, la escultura. Se fundaron ciudades importantes como Palenque y Copán. Al término de ese tiempo acaeció el misterioso colapso de los mayas. Las ciudades importantes fueron abandonadas. —¿Por qué? —preguntó Luciano, ya involucrado. —Si pudiera contestar eso, ya hubieran inventado el premio Nobel de la antropología para dármelo. Hay varias hipótesis: el agotamiento de la tierra por el sistema de tumba, roza y quema que usaban; una revolución de las runflas sociales de abajo, contra los nobles y los sacerdotes, a causa de los altos impuestos. —¿Qué? ¿Hablamos del año 900, o del 2000? —Del 900, Luciano. Los problemas sociales han existido en todos los tiempos. El tercer período, conocido como Interregnum, corre del 925 al 975. Los sacerdotes y los intelectuales dejaron las ciudades en manos de los campesinos y emigraron. La cultura regresó a los niveles del período formativo. Inició la debacle de la cultura maya.

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Después viene el período Mexicano-Tolteca, que dura hasta el 1200. Su principal ejemplo es Chichén itzá. Las tradiciones mayas se mezclaron con las toltecas, llegadas del altiplano central. Tiempo de alianzas estratégicas, algo así como la Unión Europea o el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica. La más importante de esas alianzas, fue la que se firmó entre Uxmal, Chichén Itzá y Mayapán, que se desintegró por un lío de faldas. Después viene el quinto período, el de absorción Mexica, del año 1200 al 1540. Los de Mayapán eran los meros meros petateros, junto con los quichés de Guatemala. Vivieron en guerra, todos contra todos, hasta la llegada de los conquistadores españoles, que utilizaron la desintegración para derrotarlos. Divide y vencerás. Los españoles encontraron a la cultura maya en franca decadencia. —¿Qué me dices de la arquitectura? Eso me interesa. —Podríamos decir que la arquitectura maya empieza en el año 900, durante el formativo. El ejemplo más relevante es el monumento de la ciudad de Uaxactún. Ese edificio fue cubierto, según la costumbre maya, por otra pirámide, pero como estaba destruida, mis colegas arqueólogos decidieron eliminarla dejando al descubierto el asentamiento original. Es de estilo Olmeca. El montículo estaba cubierto de estuco pulido, y en la parte superior había un templo. Los elementos característicos del período clásico son, sin duda, el arco cordelado, las molduras, las columnas y crecerías, y las terrazas superpuestas. Las horas transcurrían. Von Wobeser apaciguaba las ansias de Luciano con su interminable erudición. Ko no aparecía. A las ocho de la noche llegó. Era el mismo anciano de la noche anterior: arrugado, contraído por el sol y el tiempo, pero algo había cambiado en su interior. Su mirada brillaba como el sol. Peter intentó alimentar el entusiasmo con botella de balché, pero Ko lo rechazó. El escape del alcohol era innecesario ya. Sin paciencia preguntó. —¿Qué te dijeron los dioses? Ko asimiló la interrogante, pero respondió dirigiéndose a Luciano. —Ayer bebí el brebaje de Mamalola, conservado por más de cincuenta años. Apareció de inmediato Itzamná, dios del tiempo, presidente de la sociedad libre. Me reveló que el momento de mi muerte había llegado. Llegó el tiempo al katún, pronto se abrirá la tierra; el tiempo se volteará al oriente y al poniente con tristeza y llorará Mayapán, Estandarte del Venado, Maycú, Tecolote Venado y los katunes traerán su carga de glorias y desdichas, y trocarán lo bueno en malo, el día en noche, girará la rueda profética de los katunes, y terminará el sufrimiento de los mayas, se levantarán pronunciando su verbo verdadero, levantarán su bandera y serán orgullosos de su origen. Von Wobeser escuchaba embelezado, Luciano atónito, puesto que no entendía una palabra. —Ha llegado el tiempo al katún, y Ko regresará a Ah´tlán acompañado de un hombre blanco y joven, que se desposará con la hija de Ix Chéel, y dejará en ella, la simiente de la raza más poderosa del cosmos. Eso me ha revelado Itzamná. Debemos partir de inmediato. Peter se chamuscaba de pasión. Luciano Arteaga sería conducido a una ciudad maya que había permanecido oculta y ajena a la civilización durante más de quinientos años. Sería el más importante descubrimiento de la historia antropológica, y el destino la había puesto a su alcance. Si era una quimera, no tendría la menor importancia, pero si era cierto, sus sueños serían realidad. La voz del indio enfrió su entusiasmo como si le arrojaran un cubo de agua helada.

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—El problema, gran maestro blanco, es que solamente puedo llevar a Luciano. Itzamná me lo dijo claramente. Este muchacho está predestinado para desposar a la hija de Ix Chéel con la bendición de los dioses. Sólo él podrá llegar a Ah´tlán. Su experiencia de tanto años, su conocimiento de las costumbres de los mayas, le decían que sería inútil insistir. Nada ni nadie convencería a Ko para desobedecer las instrucciones de sus dioses. Su mente intentó hilvanar argumentos diversos para acceder al viaje. Aunque fuera una fantasía, valía la pena perseguirla. Las coincidencias eran demasiado evidentes para ignorarlas. Un hombre moderno, preparado, había llegado a él enviado por una supersticiosa criada maya, y había soñado con Ko. Éste existía, le había hablado de Ah´tlán cuarenta años antes. Las pruebas eran endebles, se le decía su preparación científica, la existencia de una ciudad maya desconocida en la Península de Yucatán era un sueño guajiro, pero su intuición lo obligaba a perseguir la historia. Algo tenía que haber detrás. Ko insistió en partir de inmediato, Luciano dispuesto, Peter no estaba invitado. Dejaron unos minutos al indio rezando. Luciano preguntó a Peter. —¿Qué opinas? —No estoy seguro. Estamos persiguiendo un sueño, pero creo que vale la pena. Si no lo intentas, te pasarás el resto de tu vida con la duda. Imposible convencer a Ko de que me permita ir. Quizá pueda acompañarlos un trecho del camino. Si estás dispuesto, no creo que corras peligro alguno. En donde Ko lo indique, te esperaré. Si existe Ah´tlán, puedes intentar conseguir un salvoconducto y enviar por mí. Si no existe, te las arreglarás para regresar con bien. La península está totalmente civilizada. Tiene muchas poblaciones cercanas unas de otras. Ko accedió a la compañía de von Wobeser hasta los límites. Ahí tendría que esperar por el regreso de Luciano. No podría dar un paso más sin desencadenar la ira de los dioses. Partieron de regreso a Mérida. De ahí, se desviaron hacia Dzilam puerto, un pequeño poblado de pescadores de escasa actividad. A Luciano le pareció que el tiempo se había detenido en el lugar. De no ser por las antenas de televisión y los anuncios de Cocacola, parecería un pueblo del siglo XVI. Luciano compró la lancha usada de uno de los pescadores, y después de surtirla con dos tanques enormes de gasolina y una hielera repleta de refrescos y agua, zarparon costeando la península. El alemán se quedó en tierra. VIII. Ah Venado vagó durante muchos días sin derrotero fijo por los viejos caminos del Mayab. Podía sobrevivir en la selva tropical por el aprendizaje recibido de Ah Tecolote. Era pescador eficiente y le bastaba una lanza hecha de la rama de un árbol para darse un banquete. Podía bucear y recolectar langostas, cangrejos y caracoles, o cazar conejos, faisanes o algún venado. La supervivencia no era problema. Las primeras dos semanas evitó a los mercaderes o a cualquier persona. Suponía que el ejército de Chakte´mal lo buscaba por la muerte de su hermano. Era un guerrero entrenado, difícil de vencer. Poseía la velocidad de un venado, podía trepar a cualquier árbol, bebía agua de los cenotes, dormía alrededor de un círculo de fuego para ahuyentar al jaguar. A la tercera semana, empezó a relacionarse con los viajeros. Le llamó la atención la soledad de los caminos usualmente transitados. En las rutas del comercio sólo encontró esporádicamente a algún mercader viajando. La mayoría estaba en su casa, temerosa de las noticias provenientes de la región alta y de los hombres blancos anclados en Cozomatzi. Se dirigió a la isla para ver los barcos y presenciar el intercambio comercial

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entre los mercenarios de Castilla y los jóvenes mayas de distintos pueblos. Los soldados españoles traían de sus naos una extrañas aves llamadas gallinas y pollos, y los cambiaban a los mayas por sortijas de oro y piedras preciosas, brazaletes labrados. Después, traían los soldados espejos castellanos con marco de madera labrada, y los intercambiaban, principalmente a las mujeres, por piezas de oro sólido. Los mayas buscaban cuanta pieza de oro encontraran en su casa, para cambiarla por las maravillas que los visitantes habían traído desde el otro lado del océano. Cuando las naves cambiaron de sitio, Rodrigo retomó su peregrinar recopilando información. Las noticias eran cada día más alarmantes. Ah Tigre, un sacerdote, al que conoció en su primer viaje, venía huyendo. Le contó que el ejército de Castilla había devastado a muchos pueblos, matando a miles de soldados mayas y fundando ciudades castellanas encima de las ruinas. Decidió regresar a la costa con Ah Tigre, amigo de su padrino. Se quedó a vivir en la casa de Ah Tigre durante un año, en el pueblo grande de Dzilam. Ah Tigre era un hombre importante, con gran influencia sobre el gobernador y los sacerdotes; lo mantenían informado sobre el avance del ejército español. Los jóvenes de Dzilam se preparaban para la guerra y Rodrigo se unió a ellos. Ah Tigre tenía dos hijas: Ix Chéel de dieciocho años, y la pequeña Ix Colibrí de seis. Adoptó a Rodrigo como el hijo varón que no tuvo. Le enseñó a construir lanzas de pedernal y espadas de madera. Había recorrido en su ya larga vida casi todo el territorio maya. Conocía diferentes modos de vida y muchas de las variantes de la lengua. Durante la noche, les obsequiaba largos y coloridos relatos sobre sus andanzas. Rodrigo y sus dos hijas se sentaban en la orilla a escucharlo. Rodrigo no podía separar la mirada del rostro de Ix Chéel, reflejado por el brillo de la luna que rebotaba en la arena mojada por las olas. Su sonrisa era tan brillante, que hacía desaparecer todo a su alrededor. Era una mujer llena de curiosidad. Interrogaba a todo el mundo para enterarse de lo que pasaba. Rodrigo era cliente habitual. Era tal la fuerza de la curiosidad que traspasó las barreras. Le contó que era hijo de un español, y que hablaba el castellano. Desde ese día fue maestro. Ix Chéel no volvió a hablar en maya. Todos los días aprendía veinte vocablos en español, y los repetía sin cesar. En unas cuantas semanas podía sostener una conversación más o menos fluida con su mentor. Al tiempo que Rodrigo debutó como maestro de idiomas, lo hizo como enamorado. Mientras aprendía el oficio de soldado, llevaba grabada la sonrisa de su alumna en todos los niveles de la conciencia. Durante la noche soñaba con el espléndido cuerpo y su entusiasmo contagioso. No sabía si era correspondido. Ix Chéel era cariñosa y afectiva con él, pero lo era también con el resto de las personas vivas. Le sonreía, acariciaba su mejilla, o miraba a los ojos cuando le daba clases, pero de una manera tan natural que no mandaba señal alguna. Un día apareció un viajero con noticias importantes. Sentado, después de cenar, les contó: —Los soldados de Castilla están otra vez en las tierras del Mayab, comandadas por el señor adelantado don Francisco de Montejo y por su hijo del mismo nombre. El hijo es un arrogante capitán de Castilla, más fuerte y alto que el padre, formidable guerrero que va siempre al frente de la tropa montado en un monumental caballo blanco; su espalda ha matado a cientos de nuestros guerreros. Los españoles avanzan cada día más y han fundado muchas ciudades. Una mención estremeció a Rodrigo. —El ejército de Chakte´mal se ha aliado con todos los pueblos de la región para enfrentar a Montejo. Al mando de este gran ejército aliado está Gonzalo de Guerrero Kan Xiu, nieto del gobernador de Chakte´mal. Es el hijo del español Gonzalo Guerrero y de la princesa Yxpilotzama.

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Eso significaba que su hermano estaba vivo, que no lo había matado en la pelea. Significaba también, que su padre estaba apoyando al ejército aliado en contra de sus compatriotas. Dos maravillosas noticias. No sabía qué hacer. Los mejores momentos de su vida los había pasado en Dzilam, viviendo en la casa de Ah Tigre y estaba enloquecido de amor por su hija. Pero los instintos lo acuciaban. Tenía que ir a pelear al lado de su padre y hermano. Tarde o temprano el ejército de Castilla se impondría a los mayas, su padre se lo había asegurado, y les enseñarían el buen vivir civilizado de Europa y la religión verdadera. No faltaba mucho para que los invasores llegaran a Dzilam, tendría que enfrentarlos. Un acontecimiento vino a precipitar su decisión. El gobernador de Dzilam y los sacerdotes principales, sabedores de la inminente llegada de los invasores, discutieron durante tres días y noches. Tenían que decidir si enfrentarían al ejército conquistador, o se convertirían en sus esclavos. Los sacerdotes agoreros exigieron al Consejo el sacrificio de por lo menos doce jóvenes a los dioses para conseguir su favor. La mayoría de los habitantes esperaban aterrados que sus hijos no fueran seleccionados para la ofrenda. Ix Chéel asistía con regularidad al templo, para aprender a tejer y a manejar los telares. Un día llegó con la noticia de que había sido elegida por un sacerdote para prepararse como doncella vestal. Eso significaba que nunca podría contraer nupcias ni tener relaciones sexuales. Las doncellas vestales estaban destinadas a ofrecer su doncellez al Chaak mo´ol. Ah Tigre aclaró las dudas de Rodrigo. —El Chaak mo’ol es un ídolo de forma humana. Está acostado boca arriba mirando hacia el lado izquierdo, y tiene en el cuerpo una vasija sostenida por ambas manos. La ceremonia consiste en vestir a las doncellas vestales con finas telas y pintarles el cuerpo de azul. Las colocan encima del ídolo, de tal manera que sus partes verendas queden encima del recipiente; el sacerdote entonces, con un cuchillo de pedernal, corta las entretelas de la pubertad de la muchacha; la sangre cae en la vasija. Después las doncellas son llevadas a los templos, destinadas el resto de su vida a servir a los sacerdotes. Ah Tigre caminó con Rodrigo por la playa. —Este año te hemos querido como un hijo. Las puertas de mi casa se abrieron para ti, y ahora necesito saber si estás dispuesto a hacerme el más grande servicio que en mi vida he necesitado de nadie. —Señor Ah Tigre. En tu casa he encontrado la felicidad y la paz por primera vez en mi vida. He aprendido mucho y vivido feliz. Cualquier servicio que necesites y que esté en mis manos, puedes pedirlo, que será satisfecho. —Mi petición es la siguiente. Quiero que te lleves a mi hija Ix Chéel lejos de Dzilam, que la salves del destino pavoroso que le fue fijado aquí. Sé que la amas… Bajó la mirada avergonzado. Su amor no había pasado desapercibido por el viejo sacerdote. —… y sé que ella también te ama. Por favor, llévatela. Todo lo que tengo será para ti si la salvas. —Como te dije, puedes contar con mi apoyo. Has descubierto el amor que le tengo a tu hija, amor que he mantenido en secreto por respeto a la familia. Si en verdad ella también me ama, estoy dispuesto a casarme y llevármela de aquí. —Sabía que podía contar contigo. El problema es que no pueden casarse aquí. Ix Chéel fue elegida por un sacerdote. La desobediencia significa la muerte para ella y sus padres. Debes llevártela hoy mismo durante la noche. —Estoy listo. A las doce de la noche saldremos en lancha.

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A la media noche, una quietud casi sobrenatural envolvía a las tierras del Mayab. El inmenso océano estaba más tranquilo que nunca. La luna permanecía escondida en el cosmos, junto a sus trillones de hermanas. Todo estaba dormido. Ni siquiera el tecolote emitía su canto de mal presagio para los indios. Todo en Dzilam dormía cuando la lancha partió llevando a Ix Chéel y a Rodrigo de Guerrero. Navegaron costeando la península sin dejar de ver la tierra. La calma exagerada se convirtió en unas horas en un huracán de grandes dimensiones con vientos superiores a los trescientos kilómetros por hora. Los viajantes intentaron llegar a la playa, pero sus esfuerzos resultaron ridículos ante el poder de las mareas. Rodrigo se puso de pie, en un último intento desesperado por remar hacia la costa. Perdió el equilibrio y cayó en el centro de la lancha, sin sentido. Despertó doce horas después. Estaba tirado en la hierba, en medio de un bosque rodeado de formidables árboles. Escuchaba el cantar polifónico de diversas aves vestidas de gala, con sus trajes folclóricos de colores y un olor intenso a miel, a flores, a pastos y a maderas, saturaba su olfato. Estaba muerto. En el cielo. Sus manos tocaron a su alrededor. Yacía en un colchón mullido de flores que olían igual que la piel de Ix Chéel. El paraíso era superior a lo que había imaginado. Todo lo que había amado en la tierra estaba ahí. Abrió los ojos y lo primero que vio fue la sonrisa de Ix Chéel. Su voz lo sacó de su deliquio. —Por fin despertaste. Llevas muchas horas inconsciente. Se puso en cuclillas. No estaba en el cielo. se habían de alguna manera. Se atrevió a hablar. —¿Qué pasó? No recuerdo nada. —La tormenta nos trajo aquí. Hay un brazo de mar que se convierte en arrollo de agua dulce. La corriente condujo a la lancha hasta este lugar. Desde que llegamos está así. Mira qué calma. Esperé hasta que despertaras. Rodrigo se puso de pie, espantando a dos venados y cuatro faisanes que estaban a unos metros de ellos. —¿En dónde estaremos? —No sé, pero es un lugar muy hermoso, ¿no te parece? Caminaron siguiendo la madre del arroyo. Entre el mar y el río había un manglar que formaba una barrera natural de raíces de ceiba y caoba, arenas movedizas y una fauna atemorizante de serpientes coralillo y cascabel, iguanas ponzoñosas, tarántulas e insectos de todas clases. Una barrera salvaje entre el océano y el paraíso que cerraba sus puertas a las tormentas, a los barcos y a los hombres. Una selva oscura, aterrorizante, muy similar a la imagen del inframundo. Regresaron al claro. Decidieron investigar hacia el sentido contrario al río. Todo era bosque tropical. Árboles colmados de chicozapotes, guanábanas, naranjas y mandarinas. Encontraron una vereda delimitada por macizos de flores y la siguieron. Terminaba en un risco vertical, una pared de tal altura que parecía acariciar al cielo. Caminando hacia el sur y hacia el norte, hallaron también muros interminables de piedra. Estaban atrapados en una especie de prisión natural, que tenía al oriente un manglar salvaje, y en los otros tres sentidos paredes verticales de roca. ¿Cómo llegaron allí? Regresaron desandando sus propios pasos. Caía el atardecer y empezaron a surgir los chispazos de las luciérnagas y los reclamos de las aves noctívagas. En el colchón de flores del claro, se acostaron sin hablar. Escuchando el canto del viento, el despertar de la fauna de la oscuridad. Rodrigo se atrevió a preguntar. —¿Qué lugar será éste?

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—No sé, pero me siento muy bien, tranquila. Estoy agradecida porque me salvaste de un destino horrendo. —Tu vida es lo que más me importa en el mundo. No hay nada más después de ti. —Eres muy dulce, Rodrigo. Desde el día que llegaste a mi casa, me cautivaste con tu sencillez, con tu fuerza, con tu madurez y por supuesto, con tus ojos del color del mar. Ahora soy tuya, pero no por agradecimiento, no por orden de mi padre, sino por decisión. Te amo y quiero ser tu mujer, en el momento en que lo decidas. —Si de mi dependiera, te tomaría como esposa ahora mismo. Pero, atrapados en este sitio no encontraremos un sacerdote. —No necesitamos uno. Estamos tú y yo, en el lugar más hermoso que existe, completamente solos. Sé cómo podemos unirnos en matrimonio… Dudó un momento. —… si tú lo deseas. —No hay nada que quiera con más fuerza. Durante tres días, Ix Chéel se mantuvo alejada de Rodrigo. No podía verlo ni oírlo. Conocía los ritos sagrados del matrimonio. Había asistido a muchos en su tierra natal. Al cuarto día regresó al claro del bosque, usando una concha marina atada por un dogal para tapar la parte sexual. Llevaba el cabello suelto, flotando a los vientos, y no usaba ropa alguna. Tejió con sus manos dos cuerdas de henequén y le pidió a Rodrigo que tomara una. Unió las puntas de la cuerda de Rodrigo con las de la suya propia, formando un círculo en el suelo con las dos cuerdas, convertidas en una sola. Se pararon frente a frente. Ix Cheel se quitó la concha y la colgó en la rama de una ceiba mientras hacía una oración. Regresó llorando, pero de alegría, y ofreció su cuerpo a su nuevo marido. Eran las seis de la tarde. El sol, que había atestiguado la ceremonia, hizo un discreto mutis ocultándose entre las ramas de los árboles, dejándoles como obsequio una alborada llena de enigmas. Durante ocho soles se amaron, teniendo como testigos de honor: búhos, gaviotas y pelícanos que se instalaron en las ramas de los árboles. La supervivencia era un regalo de la naturaleza, tan elemental como tomar con la mano a los peces que saturaban de vida el riachuelo. Rodrigo se lucía cazando venados y faisanes, o trepando a los árboles para cosechar frutos. Nada les faltaba. En Chakte´mal Gonzalo Guerrero convenció a su suegro de nombrar comandante supremo de los ejércitos aliados a su hijo, Gonzalo el mozo. Conoce todas las estrategias de la guerra, es respetado por los caciques y se ha convertido en un guerrero imbatible. El abuelo aceptó nombrándolo en público, adalid de los ejércitos para combatir a Francisco de Montejo, el mozo, hijo del adelantado. El nuevo comandante definió con el consejo de su padre, la estrategia para combatir al ejército de Castilla. En ese momento, Montejo el mozo había viajado para ver a su padre, dejando dos ciudades importantes en manos de los capitanes Alonso de Dávila, y Lorenzo Godoy. Gonzalo Guerrero padre, explicó a su hijo la manera en que los contingentes de Castilla solían atacar. —Colocan primero a ochenta o cien hombres al frente como infantería, armados con arcabuces; atrás vienen los contingentes con ballestas; después de los ballesteros, ataca la caballería con hombres diestros en el manejo de la adarga: es una bola de hierro con picos, atada a una cadena de gran efectividad en la batalla a campo traviesa. A la zaga, llegan los capitanes blandiendo las espadas forjadas de hierro templado de Castilla. Son los más eficientes guerreros del mundo. La única forma de derrotarlos es atrayéndolos a la selva. Ahí podemos cogerlos por sorpresa. Manda a los más ágiles soldados a provocarlos, para que sean perseguidos hasta el bosque. Ahí, tus arqueros pueden masacrarlos tirando desde los árboles.

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El ejército aliado se acuarteló en la selva más espesa que encontró en el camino de los españoles. El mozo Gonzalo, al frente de un pequeño grupo salió al escampado para provocar a los invasores. Era el primero de la fila. No conocía el miedo, soñaba con terminar con la leyenda del mozo Montejo. Quería enfrentarlo cuerpo a cuerpo, derrotarlo en la cara de sus seguidores. Se sentía invencible. El único pleito que había perdido fue ante el hijo de Jerónimo de Aguilar, hijo adoptivo de su padre. Vieron en la lejanía a las huestes ibéricas. Impresionaban con el color de sus uniformes, su formación perfecta y la disciplina con la que marchaban hacia ellos. Atrás de los de a pie, podían distinguirse los capitanes, con sus armaduras rebotando el sol, y en el centro del grupo, Montejo, montado en un caballo blanco, dirigiendo con su espada los movimientos de todo el regimiento. Guerrero sintió los latidos de su corazón. Era el momento de la verdad, la batalla para la que se preparó toda su vida. Vida o muerte. No existía el punto intermedio. Cuando calculó que estaban a tiro de los arcabuces, sorpresivamente azuzó a su caballo negro, robado a los españoles en una refriega anterior. Corrió hacia la primera fila de los sorprendidos infantes, y antes de que pudieran cargar la pólvora de los arcabuces, degolló a diez con su espada. En castellano perfecto gritó a todo pulmón a Montejo; ¡os estoy esperando! Tanto el comandante como sus lugartenientes Godoy y Ávila, enmudecieron ante la aparición. ¿Quién era ese gigante negro de ojos azules, que montaba a caballo como cualquiera de ellos, qué había cortado la cabeza de diez soldados expertos en cuestión de segundos, y desafió a Montejo en español? No podía ser Gonzalo Guerrero. Era un indígena joven. Fue tan fuerte la impresión, que el mozo Montejo decidió recular y posponer el ataque a Chakte’mal. Los soldados mayas miraron incrédulos como el nieto del gobernador, sin ayuda de nadie, hizo huir al poderoso ejército de los invasores. Tres días bastaron para que la noticia se regara como pólvora por todos los senderos del Mayab. Un guerrero maya con su sola presencia había derrotado a los españoles. El regreso del regimiento aliado fue apoteótico. Las mujeres y los viejos formaron una valla humana, arrojando flores al nieto de su gobernador. Nadie podría derrotarlos teniéndolo como comandante. Los gobernadores de todos los pueblos adeptos, llevaron regalos y ofrecieron a sus hijas al descendiente de Gonzalo Guerrero. El mozo Montejo, Lorenzo Godoy y Alonso de Dávila, tuvieron que apechugar humillados la furia del señor adelantado de Castilla, Francisco de Montejo. —¡Qué vergüenza nos han hecho pasar! A estas alturas ya debe estar enterado don Hernando de Cortés de la cobarde huída que tuvo su ejército en Chakte’mal. Queréis decirme, hijo, y ustedes, Lorenzo y Alonso ¿qué fue lo qué os pasó? —Es difícil de explicar, padre. Estábamos prestos para demoler al pequeño ejército de indios desnudos, armados con lanzas de madera, cuando, de entre ellos surgió un hombre vestido de negro, montado en un caballo gigantesco que arrojaba fuego por la boca. Atacó a nuestra infantería sin piedad. Después me retó personalmente en español. Estoy seguro padre, que era un guerrero de otro mundo. Tenía el aspecto de un indio maya, pero era enorme y tenía los ojos azules. Los soldados se acobardaron ante la aparición, y decidí que era mejor regresar. Preguntad a todos los soldados y capitanes. Todos corroborarán mi historia. Era un dragón. Lorenzo de Godoy intervino. —Cada palabra es verdadera, excelentísimo capitán general. Conocéis de sobra el arrojo de el vuestro hijo, pero ésta era una fuerza sobrenatural, superior a todo nuestro armamento.

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—No puedo creer que capitanes de vuestro prestigio, creyentes de Dios nuestro Señor, hayáis sido amedrentados por el truco infantil de esos idólatras ignorantes. Preparad al ejército, os doy tres días para regresar a Chakte´mal. No podemos permitir una leyenda que retrace los planes de la Corona. Gonzalo Guerrero quiso aprovechar la ventaja psicológica de la victoria sobre el mozo Montejo, y mandó a su hijo, al frente del ejército aliado del Mayab para recuperar algunas de las ciudades en poder de los españoles. Gonzalo, el mozo, salió ocho días después, al frente de un poderoso contingente de más de mil soldados mayas. Montado en el gran caballo, se convirtió en el símbolo a seguir. Montejo aprovechó la ausencia de los soldados para invadir por sorpresa a Chakte´mal, habitado por ancianos, mujeres y niños. Entraron ostentando los estandartes de Castilla, y sin oposición, instalaron en el centro de la ciudad una tienda de tela, con un mástil ondeando su pendón. Tomaron la ciudad para cortar de tajo con la leyenda del gigante que los hizo huir. En un mes convirtieron a Chakte´mal en la ciudad Real de Castilla. Al enterarse Gonzalo el mozo de la afrenta, regresó solo a la ciudad para matar a Montejo. Pero lo estaban esperando. Fue emboscado en la entrada de la ciudad por los veinte mejores soldados de caballería. La leyenda estaba controlada, el mozo Guerrero aprisionado y encadenado. El abuelo, gobernador de Chakte´mal, enfureció como nunca. Ordenó a Gonzalo Guerrero presentarse ante el mozo Montejo. —Dile a ese general, que el ejército más poderoso del Mayab viene en camino. Está a solo dos soles de aquí. Si no liberan a mi nieto en este momento, los destruiremos sin piedad. Si lo deja en libertad, podrá marcharse en paz. No nos meteremos con él. Guerrero fue a la plaza grande. Tuvo que soportar las burlas de los soldados de Montejo, asombrados al ver a un hombre tan extravagante. Gonzalo escuchaba las conversaciones que se referían a él. Todos sabían quién era, lo mentaban como el renegado español que había traicionado a sus reyes. El Alférez Luis de Campillo lo recibió en la entrada de la tienda. —Don Gonzalo Guerrero, que os trae por aquí. La casa del vuestro suegro y su propia persona han sido respetados por el mozo. —Vengo a hablar con don Francisco de Montejo. Traigo una embajada del Señor mi suegro, gobernador de esta ciudad. Fue conducido a la presencia de Montejo, que lo esperaba sentado con dos de sus capitanes principales. Lorenzo de Godoy se levantó al ver a Guerrero. —¡Vive Dios!, quién sois. ¿Acaso el rengado que vive aquí?, ¿Habéis venido a uniros a nuestra causa? —No, señor capitán. No soy ningún renegado. Vengo a hablar en nombre del gobernador de estas tierras, comandante supremo del ejército aliado, que me manda con un mensaje para vosotros. Montejo arrogante, cuestionó: —¿Y qué correo me manda el señor de estas tierras? —Os manda decir por mi conducto, que si no devolvéis de inmediato a su nieto, el ejército aliado caerá sobre vosotros mañana al anochecer, apoyado por la alianza de todos los pueblos. Si nos lo entregáis, os permitirá marchar en paz. Montejo se puso de pie, mostrando su impactante físico: ojos azules, como los de Guerrero, y larga cabellera rubia.

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—A mí nadie me amenaza, y menos un caciquillo aborigen que no sabe ni hablar en cristiano. ¿Por que os mandó?, ¿por qué no viene personalmente a decírmelo? —Por una razón sencilla, señor adelantado. El prisionero es mi hijo, Gonzalo de Guerrero Kan Xiu. Los españoles comprendieron el azul de los ojos del soldado preso. Se pusieron de pie. —¡Voto a Belcebú!, es el vuestro hijo. El soldado que mató a diez españoles, y que hizo huir al ejército invencible del rey de España, lleva en sus venas nuestra misma sangre. Me resistía a creerlo, pero es un hecho que vos habéis renegado de vuestra sangre, de vuestra patria y de vuestra religión cristiana. Habéis enseñado a vuestro propio hijo a tomar las armas en contra de nuestro ejército. Regresad a vuestra casa Guerrero, y volved aquí a la puesta del sol. Debo conferenciar con mis capitanes y os daré una respuesta a esa hora. Guerrero regresó a la casa grande a explicar a su suegro el resultado de su gestión ante Montejo. En la noche retornó al cuartel del los invasores. Lo recibió en la puerta fray Jacobo, el fraile. —Dios os guarde, don Gonzalo. Tengo buenas nuevas. Dios, nuestro Señor, ha intercedido por vos y por vuestro hijo. Ha iluminado al señor capitán general don Francisco de Montejo, quien ha concedido la liberación de vuestro hijo que os será entregado de inmediato. Debo advertiros, que debéis hablar seriamente con él, porque la próxima vez que atente contra nuestro ejército, le irá la vida en eso. Guerrero se arrodilló y besó la cruz que colgaba del pecho del franciscano. Fue conducido después a la celda en la que estaba preso su hijo Gonzalo, custodiado por veinte soldados armados. Le fue entregado sano y salvo. Guerrero lo condujo ante la presencia de su abuelo, que lo esperaba ansioso junto con su madre Yxpilotzama. Bastaron tres días para que Gonzalo el mozo reuniera al ejército aliado en las afueras de Chakte´mal y, rompiendo la palabra empeñada, matara a los españoles que la habían tomado, haciendo huir a los demás. Los soldados mayas volvieron a pregonar la leyenda de Guerrero, que había matado con sus propias manos a más de doscientos enemigos. El ejército del mozo Montejo huyó despavorido hacia la región de Campeche. La luna de miel terminó para Rodrigo. Tenía ya seis meses en el paraíso encontrado. Estaban en el cielo. Nirvana muy diferente al que les enseñaron los sacerdotes en la escuela elemental. Ix Chéel estaba cada día más hermosa, con su cabellera larga y refulgente y su piel tan tersa como las flores de Xtabentún sobre las que dormían. La ropa desapareció de sus vidas. Nadaban desnudos en el manantial y se daban banquetes haciendo el amor como postre. Ix Chéel lucía sus seis meses de embarazo con una plenitud exquisita. Rodrigo gastaba horas observándola, conversando con su hijo por nacer. Sin embargo, un sueño de Rodrigo vino a perturbar la paz. Vio a su padre solicitando su ayuda. Lo necesitaba. Consultó el sueño con Ix Chéel. Su esposa le dijo que buscara la manera de salir, que fuera a responder el llamado de la sangre. Era ineludible. Le pidió que visitara también a su familia, para informarle que vivían en la gloria. Rodrigo había descubierto. en sus incursiones de pesca, la entrada de una cueva cuya corriente iba hacia el mar. Estaba seguro de que podría sacarlo en seis o siete minutos. La corriente era muy fuerte a favor. El manglar medía —según sus cálculos— seiscientas varas, era posible atravesarlo buceando. En la mayoría de los ríos subterráneos, solía haber antros grandes en los que podría respirar. Los conocía desde su infancia. Llegó el día. Ix Chéel le dio la bendición maya, y la del Dios español, diciendo:

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—Ve, cumple con tu deber, pero regresa lo más pronto que puedas. Faltan tres meses para que nazca tu hijo. Estaré bien. Se paró en la entrada de la gruta, llenó sus pulmones de aire y nadó con toda su fuerza. Confirmó su teoría: encontró burbujas de oxígeno. Después de quince minutos, adivinó la claridad al final del túnel. No había regreso, imposible volver a contra corriente. Estaba agotado, sus pulmones a punto de estallar. La angustia lo llevó a un viaje retrospectivo. Recordó a su madre, a su padrino, su infancia, a su padre, perdió el sentido… se rindió. Todo había terminado. Cuando abrió los ojos no sabía en dónde estaba, ni qué había pasado. Reposaba acostado en una lancha. Un hombre, notoriamente español, lo había salvado de la muerte. La voz castiza lo regresó a la conciencia. —Por fin despertáis. Estuvisteis inconsciente muchas horas. —¿Quién sois? No le sorprendió al español que el indio de ojos azules hablara perfecto castellano. Parecía conocerlo. —Soy Francisco de Santibáñez, español de la Extremadura. Llegué a estas tierras de indias en una expedición. Desde que naufragamos he estado perdido. ¿Vos quién sois?, ¿por qué habláis castellano? —Mi nombre es Rodrigo de Guerrero, hijo de Gonzalo Guerrero, también de Extremadura. —¡Vive Dios! Sois hijo de un amigo muy querido. Saludadlo de mi parte cuando lo veáis. ¿A dónde queréis ir? —Quisiera desembarcar en Dzilam, ¿podríais llevarme? —Joder, eso está muy lejos, pero qué coño, sois el descendiente de don Gonzalo, y pues, nobleza obliga. Navegaron durante tres días sobre la costa, alimentándose de peces y agua de lluvia. La pequeña barca del español tenía dos velas y el viento halaba a sotavento con fuerza. —Aquí os bajáis. Estáis a tiro de piedra de vuestro destino. —¿Queréis acompañarme, don Francisco? Podríais obtener información de vuestros compatriotas. —Gracias mozo, pero me ha sido encomendada una misión y no puedo desembarcar hasta que la haya cumplido. —Vaya entonces con Dios, buen hombre. Rodrigo llegó a Dzilam. Enseguida supo que había cambios importantes. Lo primero que encontró fue un estandarte de Castilla. La tierra de su esposa había sido invadida por el ejército español. El miedo bañó de ácido su estómago. Cómo estaría la familia de Ix Chéel. Permaneció en las afueras del pueblo, no conocía la situación y temía ser atrapado. Vigilaba a los soldados de Castilla que vagaban por el pueblo en grupos. Desde su escondite vio entrar y salir soldados a caballo, pero en tres días no vio a habitante alguno de Dzilam. Al cuarto día, al anochecer, escuchó risas y gritos de angustia. Desde la copa de un árbol pudo espiar. Eran seis soldados en notorio estado de ebriedad, que forcejeaban con dos muchachas mayas, impotentes ante la fuerza física de los agresores. Las iban a violar. Vio como les arrancaban la ropa y se desnudaban entre carcajadas y blasfemias por la defensa con uñas y dientes de las indias. Peleaban entre ellos por el derecho a ser el primero. La doncellez era un trofeo cotizado entre los mercenarios. Como una sombra cayó Rodrigo del árbol. Antes de que pudieran reaccionar, tomó la espada de uno de los soldados y de un limpio tajo lo decapitó. La sorpresa congeló a los cinco restantes. Otros tres cayeron ante la fuerza del atacante. Los dos restantes pusieron los pies en polvorosa. Las asustadas niñas fueron conducidas

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por Rodrigo a una caverna subterránea que utilizaba como escondite. Una vez a salvo, lo miraron asombradas. —Eres Rodrigo, el que vivía en casa de Ah Tigre. Todos estamos mal. Hace cuatro lunas que llegaron los hombres barbados y se apoderaron del pueblo. El gobernador los recibió en paz, les permitió vivir aquí. Sólo quince días duró la calma. Los jóvenes guerreros de Dzilam empezaron a emboscar a los españoles, a defender a sus esposas y hermanas de sus ataques. El señor, ése que le dicen capitán Francisco de Montejo, ordenó a sus guardias apresar o matar a los rebeldes. A partir de ese momento no ha habido paz. Las mujeres son obligadas a dormir con los invasores. Nosotras los evadimos escondidas en casa de nuestro padre, pero hoy nos descubrieron y nos llevaron a la selva, en donde nos encontraste. —¿Saben algo de Ah Tigre? —Sí —respondió la mayor de las cautivas—. Está apresado en las celdas que los propios prisioneros construyeron en el centro. Cada momento crecía el odio de Rodrigo hacia los españoles, en particular hacia Francisco de Montejo. Rescataría a su suegro y al resto de la familia aunque en ello le fuera la vida. Los llevaría a vivir a su paraíso. Se convirtió en una pesadilla para el destacamento español de Dzilam. Aparecía después de la media noche, degollaba sin piedad a los castellanos, liberando presos. Montejo estallaba en cólera todas las mañanas al hallar los cadáveres de sus soldados. Los sobrevivientes contaban de un indio enorme, de piel cobriza y ojos añiles que brillaban como los de un gato en la noche, y que podía derrotar solo a veinte guerreros. Es el hijo de Gonzalo otra vez. Ha vuelto a las andadas el hijo de puta. Seleccionó a veinte de sus mejores hombres y los mandó a Chakte´mal. Pillaron a Gonzalo el mozo dormido, y lo atraparon por sorpresa. Lo llevaron a Dzilam y lo presentaron ante el mozo Montejo. Éste se alarmó. El ejército del abuelo debía estar en camino para rescatar al nieto. Lo encerraron en una jaula de bejuco, custodiado de tiempo completo por una docena de capitanes. Era una moneda fuerte de negociación. Lo más sorprendente era, que los ataques nocturnos no habían cesado. A pesar de la fuerte vigilancia, el gigante de ojos azules seguía masacrando a los guardias. Entonces no era el mozo Guerrero. Montejo estaba asustado por primera vez en su vida. Decidió preparar al ejército para abandonar Dzilam. Ni el ejército más poderoso del mundo podía luchar contra un fantasma. Gonzalo Guerrero, el mozo, rumiaba su desgracia entre los barrotes de caña de su celda. No podía escapar. El estúpido de Montejo había puesto a sus capitanes a vigilarlo personalmente. Las doce mejores espadas de España. Los enfrentaría gustoso si estuviera libre y tuviera su espada en las manos. Cobarde, incapaz de enfrentarlo cara a cara. Estaba seguro que su padre venía en camino con el ejército aliado para liberarlo. Lo primero que haría sería cortar las orejas del mozo Montejo y enviárselas a su padre como escarmiento. A la mitad de la noche, escuchó el quejido de un capitán español cuya cabeza rodó por el suelo. En unos minutos, los cadáveres españoles formaban racimos alrededor de la celda. Vio surgir de entre la oscuridad a un indio montado a caballo blandiendo con maestría una espada castellana. La luna iluminó la escena: cuatro ojos azules se entrelazaron en la noche. Era el hijo de Aguilar. Rodrigó cortó los barrotes, Gonzalo brincó a las ancas del caballo y se refugiaron en la negrura del bosque. Llegaron al refugio del cenote, se fundieron en un abrazo. Gonzalo fue el primero en hablar: —¿De dónde habéis salido? Mi padre os ha buscado por todas partes. —Supuse que os había matado y decidí huir.

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—Todavía no nace el hombre capaz de matarme —respondió Gonzalo sonriente—. Estuve inconsciente un rato. Luego regresé a Chakte´mal. Dos horas conversaron, actualizándose mutuamente. Al terminar, sellaron un pacto: unirían sus fuerzas para combatir a Montejo. A partir del siguiente día se convirtieron en una pesadilla para los planes de la conquista. El mozo Montejo abandonó Dzilam para encontrarse con su padre. El señor adelantado de Castilla, don Francisco de Montejo, recibió con noticias alarmantes a su hijo. No había noche que no cayeran emboscados los soldados por los jinetes misteriosos de ojos azules. Atacaban en todas partes. La noticia se regaba por los caminos del Mayab. Una amenaza para los españoles. Una esperanza para los mayas. Los sacerdotes aseguraban que los jinetes misteriosos eran la reencarnación de Itzamná, el dios del tiempo y su hermano Kinich, señor del ojo del sol, enviados por Hunab Kú para liberar a los mayas de la opresión. El mismísimo general capitán, don Hernando de Cortés, recibió las noticias, amplificadas por la conseja popular, sobre los jinetes misteriosos. Envió de inmediato un comunicado a Montejo, ordenándole que asignara una brigada, con los mejores hombres, para acabar con los atacantes, y sobre todo, con la leyenda que a su alrededor crecía como hierba. Montejo ordenó a Alonso de Dávila, Francisco Tamayo y a los alféreces Luis Campillo y Blas de Gálvez, que reunieran a los mejores cincuenta soldados de caballería, y salieran al mando de su propio hijo, para terminar de una vez con los indios de ojos azules que tantos dolores de cabeza estaban causando al ejército de Castilla. El mozo Montejo diseñó una estrategia infalible. Envió una misión a Chakte´mal, solicitando a Gonzalo Guerrero que viniera con ellos sin decir nada a nadie, o que matarían a su primogénito apresado. Guerrero regresó con Dávila a Dixibikal. Fue apresado de inmediato, y recluido en una jaula en la plaza grande de la Ciudad de Castilla. Era exhibido como el traidor a la Corona, como apóstata ante la ley divina de Dios y de la Santa Iglesia Católica. Tres días permaneció sin comida ni agua, y como objeto del escarnio de los soldados que lo escupían y se burlaban de su aspecto extravagante. Gonzalo sufría como nunca: pobre de mí, otra vez dentro de una jaula, pero ahora por manos de mis propios compatriotas. Espero que mi hijo venga a rescatarme, o que mi suegro traiga al ejército aliado para liberarme y acabar con estos traidores. Con mis propias manos mataría al mozo Montejo si tuviera oportunidad. Está demostrando ser más salvaje que los mayas. Hablan sin cesar de las costumbres bárbaras de los nativos por los sacrificios humanos o la antropofagia que aquí se practica, pero olvida lo que allá, en el otro lado del mar océano, hacemos: las brutales costumbres de la Santa Inquisición; el fuego y la parrilla, el toro de bronce y el potro de estirado, la cadena y la rueda, el acial y la cinta, el torno de pie y tantos instrumentos, con los que torturan hasta la muerte a los desgraciados que no comulgan con sus ideas religiosas. Por lo menos, los sacrificios que se practican aquí, representan una muerte instantánea, paliada por las bebidas anestésicas. En Castilla, la muerte tarda en llegar varios días. ¿Quiénes son más salvajes Dios? Gonzalo y Rodrigo permanecían ocultos en diferentes cenotes. Era un escondite eficiente. Salían durante la noche y atacaban a las patrullas de los alrededores de la recién fundada Ciudad de Castilla. Sus incursiones eran siempre de noche, pero a diferente hora. No permitían salir a los estafetas, cortando así la comunicación entre las diferentes brigadas. Su audacia llegó al límite de enviar mensajes escritos en pieles de

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animal al mozo Montejo. Lo amenazaban. Poco a poco terminarían con su ejército, y liberarían a todos los pueblos del Mayab. Montejo enloquecía de furia ante la arrogancia de los salvajes que osaban desafiarlo. Sabía que uno de los dos era el hijo de Guerrero, tenía el cebo ideal para atraparlo. En el momento en que llegara a rescatar a su padre, se enfrentaría con los mejores gladiadores del mundo. En cuanto se enteró que su padre estaba preso, Gonzalo montó en cólera y se preparó para ir a liberarlo. Rodrigo trató de detenerlo. —Es obvio que es una trampa. Tenemos que hacer un plan, nos están esperando. —No me importa. En este momento voy a liberarlo. No interesa si me va la vida en el intento. Si fuera tu propio padre harías lo mismo. Rodrigo permaneció en silencio durante unos minutos. Tomó una decisión. —Siento la misma rabia que tú. También soy hijo de Gonzalo Guerrero. Soy tu hermano. Gonzalo lo miró callado. El parecido era sombroso, cada día mayor. Eran casi idénticos. Rodrigó relató en detalle la historia de Zamá, veinte años antes. Al terminar se dieron un abrazo. Estaban juntos ahora. Eran hermanos y nadie podría detenerlos. Trazaron un plan. El adelantado, don Francisco de Montejo, terminó una larga junta con sus principales capitanes. Estaba muy preocupado. Su imagen estaba devaluada ante el general Cortés por culpa de los indios de ojos azules que masacraban a su ejército por las noches. Francisco el mozo, estaba convencido de que uno de ellos era hijo de Guerrero, pero ¿y el otro? ¿De dónde diablos había salido? El hijo menor de Gonzalo era muy pequeño, estaba vigilado en Chakte´mal. No había más mestizos de esa edad. Era imposible. Unos minutos después de haberse acostado en una hamaca de henequén, llamaron la atención al adelantado, ruidos extraños en el exterior de su tienda. Asomó a la entrada y vio a tres de sus guardias personales tirados en el piso. Al acercar una linterna pudo verlos con claridad: los tres habían sido degollados. Antes de gritar por ayuda, sintió el filo de una espada en el cuello. Giró la cabeza y se encontró con el brillo de unos ojos azules sobre un rostro cobrizo Fue conducido a caballo hasta las afueras de su cuartel por dos hombres idénticos. Los de la leyenda. A los que los indios llamaban Itzamná y Kinich. Lo obligaron a meterse a las aguas oscuras de un cenote. Rezó a su Dios, lo iban a ahogar aunque le parecía poco probable. Si lo hubieran querido matar, lo hubieran hecho en la tienda sin dificultad alguna. Uno de los indios lo jaló de los cabellos hasta llegar a una gruta subterránea en donde se podía aspirar aire fresco. Lo ataron con una cuerda de henequén a una raíz monumental y le hablaron en correcto castellano. —Sois bienvenido, señor adelantado. —¿Quiénes sois? ¿Por qué me habéis traído aquí? Mi nombre es Gonzalo de Guerrero Kan Xiu, y éste es mi hermano Rodrigo. Como podríais suponer, somos ambos hijos de Gonzalo Guerrero, a quién vos tenéis prisionero. —¿Qué es lo que deseáis? —Algo muy sencillo. Intercambiaros por nuestro padre. Le quitaron el anillo, que en la mano derecha lucía con la rodela de Montejo. Gonzalo escribió un mensaje para Francisco de Montejo, el mozo, y lo entregó a su hermano.

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Uno de los guardias de la tienda principal, recibió la visita de Rodrigo pasada la media noche. Empezaba a rezar al Señor Jesucristo esperando la muerte, cuando fue interrumpido por la voz del intruso. —Callad, cobarde, que nada puede hacer vuestro dios para protegeros. No ha llegado la hora de vuestra muerte a menos que me desobedezcáis. Llevad este mensaje al mozo Montejo. El apanicado heraldo llegó a la tienda y encontró al mozo enfurecido, reunido con la plana mayor de su ejército. Alistaban a una fuerza especial para perseguir a los raptores de su padre. Gritó al mensajero. —¿Qué coños queréis que osáis interrumpirme? —Traigo este mensaje para vos, es urgente. Arrebató el trozo de piel. Señor capitán Francisco de Montejo: Tenemos a vuestro padre sano y salvo. Traed a don Gonzalo Guerrero, vos solo, y os lo entregaremos sin daño alguno. Si venís con el ejército, o con uno solo de vuestros capitanes, vuestro padre será ejecutado de inmediato. Venid por el camino que conduce a la tierra del Chakán. Ahí os encontraremos. Mostradle este mensaje a don Gonzalo para que no ponga resistencia. Gonzalo y Rodrigo de Guerrero. Príncipes de Zamá y Chakte’mal. Las venas de la frente del mozo se marcaron por la cólera. Mostró el mensaje a Alonso de Dávila y a Lorenzo de Godoy, quienes insistieron en llevar con discreción a los mejores alféreces, pero Montejo se opuso terminante. —Por vida de Dios que no arriesgaré la vida de mi padre. Me basto y sobro para negociar con ese par de indios. Haré el intercambio y después, les daré a probar la fuerza de mi espada. Los mataré ahí mismo como perros. Liberó al sorprendido Guerrero y, a la primera luz, abandonaron el campamento cabalgando. Trotaron por la vereda sin descanso hasta que el sol alcanzó el cenit y no provocaba sombra sobre la tierra. Encontraron un manantial y se detuvieron para que los corceles pudieran beber agua. Montejo dirigió la palabra por primera vez a su acompañante. —Jamás imaginé que la principal resistencia que iba a encontrar en esta tierra de salvajes que vinimos a colonizar en el nombre de los Señores Reyes de España, don Ferdinando de Aragón y doña Isabel de Castilla, iba a provenir de un español descastado y sus descendientes, a los que habéis educado a las maneras agrestes e idólatras que en estas tierras de la indias practican. —He explicado sobradamente mis razones a vuestro padre, mozo Montejo. Llegué a estas tierras en la nao Santa Lucía hace casi veinte años, en la expedición del capitán don Juan de Valdivia. Fui capturado en la ciudad de Zamá, de donde escapé junto con Jerónimo de Aguilar y otros compañeros, cuya suerte ignoro hasta la fecha. Llegué a la tierra del Chakte´mal donde pasé grandes esfuerzos y penurias. Enseñé a los indios a construir bancos de madera e instrumentos musicales. Jamás he renegado de mi religión. Sigo rezando todas las noches a Dios Nuestro Señor, y a su hijo, nuestro Salvador, Jesucristo que en Gloría esté. Resignado a no poder regresar a mi tierra, me uní en matrimonio con la princesa Yxpilotzama, hija del gobernador y poco a poco fui adaptándome a sus costumbres. Cuando Jerónimo de Aguilar, mi amigo, me trajo la invitación de don Hernando de Cortés para unirme a la conquista, tuve que rehusarme por el amor a mis hijos y por mi aspecto. Miradme bien, decid si podría regresar a mi tierra con esta facha.

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Montejo lo miró con detenimiento. Tenía el aspecto de un indio. Sería burla de todos en España. Las orejas arpadas y agujereadas, lo mismo que la nariz; de las perforaciones colgaban pendientes de oro y piedras preciosas; el cuerpo estaba tatuado con horrendas figuras idólatras, y su piel, a fuerza del calcinante sol del Mayab, había adquirido el tono cetrino de los nativos. La conversación fue interrumpida por la aparición de Gonzalo de Guerrero, el mozo. Montejo no pudo menos que impresionarse con la figura del hijo de su rehén. Era muy alto, y en su cuerpo brillaban los músculos marcados por el entrenamiento militar. Su piel era más clara que la de los indios. El cabello lo llevaba atado a la espalda con una cinta de colores, y los ojos azules centelleaban sobre la piel morena. Atrás de él apareció Rodrigo. Gonzalo Guerrero se impresionó con la similitud física de los dos. Hacía años que no lo veía. —¿En dónde está mi padre? —reclamó el mozo Montejo—. He cumplido con mi parte. Espero que vuestra palabra tenga valor. Gonzalo respondió. —Esperad. Rodrigo se internó en la selva y regresó en unos minutos con el adelantado. Permanecieron todos en silencio. Midiendo fuerzas. Observándose. Montejo fue liberado de sus amarras y se ubicó al lado de su hijo. Guerrero, en medio de sus dos hijos. El mozo Montejo desenvainó gritando. —Pagaréis ahora con vuestra vida el haberos atrevido a traicionar a los Reyes de España, y haber secuestrado a mi padre. Los hermanos Guerrero desenfundaron también sus espadas. Se escuchá la voz de Gonzalo Guerrero en el silencio de la tarde. —Os conmino, señor adelantado, a marchar en paz sin permitir que nuestros hijos se enfrenten. El mozo Montejo replicó. —De ninguna manera accedáis, padre. Estos salvajes han matado a cientos de soldados españoles. Nada puede evitar que prueben el filo de mi espada. —A vuestras órdenes —respondió el mozo Guerrero. —Pero son dos —gritó Montejo a su hijo. —Aunque fueran diez, padre. No serían suficientes para derrotarme. —Permitidme padre —gritó Gonzalo —,callar de una vez la voz arrogante de este mentecato. Él y yo solos. —Está bien —concedió Gonzalo—. No intervengáis Rodrigo. Permitid a vuestro hermano enfrentar al mozo Montejo. Fue una batalla sin cuartel. Gonzalo Guerrero, Francisco de Montejo y Rodrigo Guerrero, atestiguaron la formidable refriega entre dos colosos. Los golpes de las espadas de hierro forjado de Castilla resonaron por todos los caminos del Mayab. Ninguno pedía o daba tregua. Era una reyerta entre dos hombres poderosos, preparados ex professo para ella durante toda su vida. Cada espada representaba la malquerencia irracional de dos razas, luchando, una por conquistar a la otra, y otra por defender su libertad. Después de treinta minutos, los dos mostraban heridas sangrantes, raspaduras y hematomas. Cayeron al suelo, exangües. Cada padre levantó a su hijo. Rodrigo permanecía al margen. Su padre había empeñado la palabra. Montejo, el padre, dijo: —Creo que es suficiente, Gonzalo. Han demostrado su fuerza y valor. Ninguno merece morir. Os propongo que marchemos en tregua. Que permitamos a nuestros hijos vivir para cumplir con su destino. —Vale. Idos en paz.

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Se retiraron, unos al oriente, hacia la costa; otros de regreso al campamento español. Dos lunas permaneció Guerrero con sus hijos. Remendó las heridas de Gonzalo y anunció su regreso a Chakte’mal. —Debo volver, hijos. Es preciso regresar para ver a vuestra madre y hermanos. —Id en paz, padre. Nosotros seguiremos luchando contra los españoles, con vuestra venia. —Haced los que vuestra conciencia os indique. IX. Las primeras horas del viaje resultaron pesadas y angustiantes para Luciano Arteaga. El sol caribeño caía sobre la lancha con fiereza, calcinando la piel blanca del citadino. El sonsonete rítmico del motor y de las olas rotas, producía en su estómago una náusea constante. No podía apreciar el panorama espléndido que tenía a la vista. Avanzaban sin perder la franja verdosa de la costa. El mar era una acuarela de azules y verdes, salpicada por los colores que aportaba a la escenografía la fauna tropical, garzas de insólita blancura, flamencos de distintos tonos de rosa, una formación de gaviotas sobrevolando la lancha, esperando obtener la recompensa de un pescado. Pasaron por unos pequeños islotes, en donde se concentraban las aves, flamencos y pelícanos, que flotaban en el aire, y se dejaban caer a gran velocidad para atrapar alguna presa marina. Ko explicó a Luciano que se encontraban en las Bocas de Dzilam, refugio ecológico de gran atractivo para los pescadores e investigadores de la vida natural. Las palabras empezaron a desaparecer. Conforme avanzaban, Ko se volvía más circunspecto. Luciano respetaba la transformación del parlanchín guía de turistas, en un anciano callado que regresaba a su origen después de cinco décadas. La magia de la costa los fue envolviendo. La mente de Luciano empezó a encontrarle el sentido al viaje. Margarita estaba en todos los niveles de su conciencia y en el paisaje; cada ceiba, cada cocotero, cada ave se le parecía. El mar era más claro a cada metro que avanzaban, idéntico a la mirada húmeda de su esposa, la esencia que lo cautivó. Ya no consideraba una locura estar ahí. La nana Isabel lo había enviado por alguna razón. Estaba colaborando para que Ko pudiera regresar a morir en su lugar de origen. Sólo cuatro personas habían salido de Ah´tlán en quinientos años: Soledad Santibáñez, Teresita del niño Jesús, Isabel y Ko. Los cuatro vivían aún. Nunca un natural de Ah´tlán había muerto lejos de su tierra. Luciano se atrevió a preguntar. —¿Cómo es posible que Ah´tlán haya permanecido oculta por cinco siglos? —La ciudad está escondida entre el mar, una pared de coral de gran altura, y un manglar espeso y peligroso, en el que ningún humano podría sobrevivir. Para llegar a Ah´tlán, es necesario atravesar el Metnal y eso es imposible. Las calaveras de algunos aventureros que lo han intentado, simbolizan la imposibilidad de llegar. —Entonces, ¿cómo vamos a entrar? —Eso sólo lo sabemos los originarios. Es el arcano mayor de nuestra cultura. Nadie ha entrado hasta hoy, con excepción de Rodrigo de Guerrero y el grupo que vino con él. —¿Estás seguro de que encontraremos la entrada? —Ustedes, los de tu cultura, no podrían comprenderlo. Basan sus creencias en conceptos diferentes a los de nosotros. Creen nada más en lo que pueden ver y tocar, o en lo que pueden deducir con el pensamiento racional. Los mayas basamos el conocimiento científico en un contexto místico. Escuchamos la voz de los dioses. Luciano escucha asombrado. Había catalogado a Ko, como a muchos de sus contemporáneos, como seres perdidos en el alcohol. Con pensamientos limitados a la diaria supervivencia, a una religiosidad fanática y no pensante. Pero, mientras se

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alejaban de la civilización, el indio se iba transmutando en un filósofo profundo y sereno. —No quiero que pienses que todo el pensamiento maya está basado en la religiosidad o en la superstición. La cultura maya parte de un nivel matemático y astronómico, comparable al de los antiguos babilonios o egipcios. Cuando llegaron los conquistadores, encontraron a los mayas en la sima de su decadencia. Las ciencias más evolucionadas, habían cedido su lugar al más bajo nivel intelectual. Los europeos no encontraron, ni la milésima parte del conocimiento maya. En Ah´tlán, hemos recuperado casi todo. —¿Y por qué lo mantienen en secreto? —Rodrigo de Guerrero fue mestizo. Tuvo acceso a las dos culturas. Eligió lo mejor de cada una de ellas para fundar Ah´tlán. Ya muy viejo, escribió el códice sagrado, que analiza fundamentalmente la imbecilidad histórica del ser humano, empeñado en destruirse cíclicamente. Por eso decidió prohibir a los habitantes de Ah´tlán tener contacto alguno con el exterior. Encerrarse para siempre, eliminando de su cultura el imperio, la monarquía, las clases sociales, el fundamentalismo, el nacionalismo, dolencias primordiales de los hombres de todos los tiempos. —¿Has visto el códice sagrado? —Nadie lo ha visto nunca, a excepción de Mamalola. Ella decidió ocultarlo para siempre. Sus revelaciones no están al alcance del ser humano común, pero en sus preceptos se basa la vida comunitaria de Ah´tlán. —Pero, ¿conoces la filosofía? —Todos la conocemos. Es la misma que la de los antiguos mayas. Está basada en la creencia de los ciclos de vida del ser humano, ciclos que duran trece Baktúns. Ustedes no pueden entender eso, porque creen, desde que llegó Colón, que la tierra es redonda. Sólo creen en lo que pueden ver. Por eso, somos tan diferentes en esencia. Es difícil explicar que la tierra es en realidad plana. Los Chaques que sostienen las cuatro esquinas del mundo, son cuatro dioses, pero en realidad son uno solo. Ustedes creen en un dios único que se transforma a su antojo, en el padre, el hijo, o un santo espíritu. Eso tampoco tiene una explicación racional. Como nuestros cuatro dioses cardinales son el mismo, al sostener cada uno una esquina del mundo, lo convierten en un círculo infinito. Si caminas hacia el sur, llegas a la esquina en la que está uno de los chaques, pero como es el mismo que está en el norte, o en el oriente, o en el poniente, vuelves a estar en el mismo sitio del que partiste. Comprenderlo es tan difícil como su religión. Requiere de fe y de sabiduría filosófica profunda. También creemos en un solo dios verdadero, Hunab Kú, incorpóreo y omnipotente, pero no pretendemos ser a su imagen o semejanza. Nos parece una aberración de los cristianos. De Él nacen las ciento noventa y nueve deidades menores, ramificaciones similares a los santos que veneran los católicos. . Nuestro cielo también está arriba, dividido en trece capas. Cada una con su propio dios. Abajo están los avernos, dominados por varios dioses siniestros, resumidos también en uno solo, Cumbau. En nuestra teosofía, sí tiene lógica un cielo arriba y un infierno abajo, porque el mundo es plano e inamovible. Todo el conocimiento humano y metafísico está inscrito en el universo, en el lenguaje del cosmos. En Ah´tlán vivimos hasta hoy igual que hace miles de años. Carecemos de luz eléctrica, radio, televisión. Cuando el sol se oculta, admiramos el espectáculo de la bóveda celeste. Después de años de observación, empiezan a descifrarse los enigmas, los tres tiempos, los cuatro soles, los ciclos de la vida y de la muerte, los grandes misterios. Los hombres civilizados están ciegos a las grandes profecías. En cuanto encienden el televisor, se apaga el universo. No puedes entrar a Ah´tlán con la tecnología. Los satélites, las

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brújulas cibernéticas, los aviones radar, las computadoras, no pueden encontrar la llave. Y es tan sencillo, que te vas a asombrar. Basta mirar al cielo, comprenderlo. En los astros está escrita la clave de entrada a nuestro paraíso. Te dije que todos los habitantes de Ah´tlán debemos regresar a morir ahí, como los elefantes a sus cementerios, pero te mentí. En realidad, tenemos que regresar para iniciar nuestro siguiente ciclo. Lo que para ustedes es la muerte, para nosotros es el embrión, el inicio de la vida. Por eso Margarita te espera en Ah´tlán, el único sitio en donde puedes encontrarla. Está en un nivel superior a nosotros. Luciano estaba atontado. La información que recibía giraba en su mente como remolino. A pesar de su formación, de haber estudiado en la escuela los diferentes conceptos filosóficos, estaba convencido de que el ser humano accede sólo a una ínfima parte del saber universal. Existían millones de cosas relativas tan lejanas a su alcance como el límite del universo. Por eso habían creado tantos y tantos dioses a través de los siglos, para mitigar su ignorancia cósmica y su miedo a la muerte. Sólo la idea de un dios supremo, regidor del cosmos, fuerza generadora de bondad e inteligencia, amortiguaba la angustia existencial. Su mente se abría, la información bloqueada por la razón pura, empezaba a romper las capas de la resistencia. Hasta ese momento, viajaba intentando encontrar consuelo al tiempo que en vida había escatimado a su Margarita, quería pagárselo. Sentía una dolorosa resaca por haberse dedicado a buscar la fama y la fortuna, el éxito, la diosa perra por la que luchan los humanos. La naturaleza salvaje y virgen de los sitios que recorría, lo estaba desintoxicando de estupidez. El misticismo de Ko y la terquedad onírica de la nana Isabel que estaba ubicada en el centro de sus sueños, funcionaban como droga, como el antiguo peyote que consumían los indios para entrar en éxtasis. Cada minuto adelgazaba su escepticismo. La búsqueda del nirvana de los mayas, el abrazo de la naturaleza bronca, lo empezaban a saturar con una plenitud que jamás había experimentado. Cuando el sol entró en equilibrio con la línea horizontal del universo, Ko detuvo el motor de la lancha y con un remo de madera la condujo hasta el litoral. —Pasaremos aquí la noche, tengo que esperar la señal del cielo. Luciano se tendió en la arena. Esperó la retirada del último rayo de sol. El cielo se lleno de luz. Jamás había visto tal cantidad de estrellas. Formaban una manta iridiscente que cubría la bóveda por completo. Bombardeaban el subconsciente con mensajes cósmicos. Se quedó dormido. El cansancio del viaje y el golpe del insomnio recurrente desde el día de su boda lo sepultaron en un sueño oscuro, como el del cine, pero con imágenes claras en la pantalla. Se miró a sí mismo en el vientre de su madre, navegando en un mar protector; a los pocos días de concebido, fue testigo de su propio desarrollo dentro del útero. Presenció su nacimiento. Su madre lo abrazaba con una sonrisa hospitalaria. Apareció en el sueño una mujer hermosa de edad media, con la fisonomía de las indias mayas, pero una profundidad en la mirada que sólo podía conceder la sabiduría. Le habló. Luciano, hijo; soy Mamalola, sé que estás muy cerca; mañana por la noche llegarás a Ah´tlán en compañía de Ko; estuvo esperando por cincuenta años para traerte. Por más de quinientos años hemos esperado por la renovación de nuestra raza, el regreso de Ix Chéel, para procrear al Mesías que llevará a la raza maya a levantar el rostro y pronunciar su verbo ante el mundo. Has sido seleccionado por Hunab Kú para sembrar la simiente y concebir al salvador. Margarita te está esperando, no podía ser en otro sitio; tuvimos que tomar su vida para traerla aquí y cumplir con la última profecía.

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En el tiempo del once Ahua pop todo se desintegró. Murieron los sacerdotes que guiaban a nuestro pueblo, e inició la decadencia con la llegada del hombre barbado. Hemos padecido la servidumbre durante siglos, pero ha llegado el tiempo de que nuestros antepasados resplandezcan y enseñen al mundo su identidad escondida por tanto tiempo. Llegó el momento del renacimiento. En el pasado, bajó el agua del pájaro verde provocando el gran diluvio. Fueron devorados los hijos de los mayas creando el amontonamiento de las calaveras. Las montañas se hablaron entonces y ardió el fuego en el centro de la planicie… Durante toda la noche, la Mamalola del sueño grabó en la mente las grandes profecías con el fin de purificar su alma antes de la concepción segunda de Ix Chéel. … después del sufrimiento llegará el tiempo de la reencarnación de la princesa fundadora, madre de todos; el salvador volverá a hacer que los mayas se enorgullezcan de su origen y traerá de nuevo la magnificencia, y permitirá que el sol siga brillando y alumbre los nuevos días, y que gire la rueda profética, que los siglos buenos reemplacen a los malos, y los cargadores del tiempo permitan a nuestro Dios reaparecer en su trono. Los rayos del sol de levante obsequiaron un amanecer sublime. Las gaviotas, los pelícanos, las garzas y los pájaros cantores entonaron un concierto polifónico para recibir al nuevo día. Luciano vio a su cofrade de andanzas sentado en la arena en posición de loto. Reflejaba una paz interior y una alegría exterior contagiosas. Su tiempo estaba caducando, pero para él, morir significaba renacer. Estaba en el momento culminante de su vida, cumpliendo con su última misión: llevarlo a Ah´tlán. Esperó cincuenta años para cumplirla. Primero, condujo Soledad, a Teresita y a Isabel al exterior para dar validez a las profecías. tuvo que esperar muchos años a que nacieran Margarita y Luciano y se encontraran. Al salir del trance, sonrió a Luciano. Ambos habían recibido el mensaje durante la noche. Luciano estaba preparado para enfrentar su destino. El anciano preparó el desayuno: pescado, frutas tropicales y agua de coco. Abordaron la lancha de una vela, permitiendo al viento que los condujera a la punta de la península. Viajaron en silencio por seis horas hasta que Ko encontró la señal. El cadáver petrificado de una enorme ceiba. El conductor arrió la vela dejando la embarcación al garete, dejando que una corriente subterránea la condujera. Doce horas aguantaron el bamboleo caprichoso de las mareas, las doce horas exactas entre el cenit y el nadir que permitieron a la pleamar conducirlos a través de un escalofriante manglar plagado de serpientes, iguanas, búhos y lechuzas. Los cadáveres de añosos árboles bloqueaban el paso de la luna, creando una oscuridad casi total. El canto de las aves de la noche aportaba una fúnebre marcha. Ko entró nuevamente en trance, no pronunció palabra hasta que amaneció. Al amanecer, el panorama empezó a cambiar. El panorama de árboles muertos fue sustituido por la flora que parecía el ala de un perico. Verdes salpicados con chispas policromas, mariposas, aves, aguas cristalinas nutriendo la vegetación con sus arterias de ríos y manantiales. Una tenue corriente conducía a la lancha por un sueño de colores. A cada metro se abría el telón de las sorpresas, claroscuros llenos de magia, ramas de

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árbol abrazadas a ambos lados del arroyo; un aroma similar al de la piel de Margarita. Efluvios de hierba fresca, madera, resinas, miel y flores. Los árboles encumbrados en el cielo, permitían a la luz del sol filtrarse a través de sus ramas, proporcionar luz y calor a las plantas y los arbustos, que formaban una alcatifa a la vera del cauce del río. Las epifitas nacían de los troncos y pretendían acariciar la luz. La vegetación de las capas altas del bosque, protegía las partes bajas del calor del sol, obsequiando una temperatura templada y uniforme, hábitat absoluto para cientos de especies de animales que observaban a los paseantes desde la orilla. Libélulas como pequeños helicópteros revoloteaban en los claros del bosque; las flores atraían mariposas y abejas de infinidad de diseños. Parecía que iban a un baile de carnaval. Un coro de ranas soprano y sapos tenor, entonaba un preludio de bienvenida desde la galería de la gran sala de conciertos. Vieron entre los árboles saltar acuchis y agutis, correteando en busca de alimento. Ko terminó con su autismo y describió al joven de la gran ciudad algunas de las especies que lo mantenían con la boca abierta. Esos son almioquíes —dijo señalando una especie de musaraña—, y los que están en la orilla del río ramoneando las plantas acuáticas, son tapires, alimento favorito de los caimanes y los jaguares. Ése es un ciervo de cola blanca; ésas, zarigüeyas; los que están colgados de las colas son perezosos. Identificó a una especie de mapache como Kinkajú y a un grupo de coatíes forrajeando en busca de alimento. Luciano siguió descubriendo la interminable fauna de ese paraíso. Conoció a los osos hormigueros, a los perros de matorral que cazaban roedores en manada, leopardos, ocelotes y gatos monteses. Impresionó a Luciano la víbora de Gabón, que según Ko poseía veneno suficiente para matar a doce hombres y el camuflaje perfecto de los camaleones. El anochecer permitió a Luciano conocer la fauna nocturna: potos dorados, galagos, musarañas elefante, ranas voladoras y más de cien especies de mono. A las doce de la noche desembarcaron en un claro del bosque, al que Ko identificó también por el tronco enorme de una ceiba. Caminaron un kilómetro, se detuvieron en una planicie rodeada de árboles y ahí, tendieron su campamento sobre un colchón de flores de Xtabentún. Luciano, convencido de que todo era un sueño, no sentía temor a dormir entre anacondas, jaguares y víboras de colores. Se sabía protegido por el recuerdo de Margarita. Cenaron la pulpa de un coco doble, que Ko extrajo de un fruto en forma de corazón, semejante al cuerpo desnudo de una mujer. El indio se acurrucó en posición fetal y se quedó dormido de inmediato. La mente de Luciano, en cambio, giraba a gran velocidad. Estaba en las afueras de Ah´tlán, un paraje que nadie conocía en el mundo, excepción hecha de sus nativos, descendientes directos de Rodrigo de Guerrero y la princesa Ix Chéel. Llegó ahí a través de una deuda que tenía que pagar, tiempo que robó a su esposa cuando aún vivía. El dolor rebasaba a la lógica, al pensamiento racional, el amor lo trajo a ese lugar lleno de magia. En lugar de ver la televisión, o leer un libro, como acostumbraba en la noche, se concentró en la bóveda llena de luz, hasta que se quedó dormido. La humedad de una nariz interrumpió su andar onírico y lo condujo a una sorpresiva vigilia. Era un ciervo joven, que analizaba con su olfato al ser infrecuente que profanaba su ecosistema. Al levantarse, ahuyentó a una parvada de abubilias que picoteaban las flores. Ko estaba en la misma posición de la noche, decidió despertarlo. Llamó su

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atención que el viejo luchador no se hubiera despertado al primer sol. Al ver su rostro dormido se aterró. Ko había muerto durante la noche, no se necesitaba ser forense para saberlo. Estaba cubierto por docenas de colibríes que revoloteaban sobre su cuerpo. La cercanía de Luciano los espantó, y pudo entonces ver su cara con calma. Tenía una expresión de paz que impresionó al viajante. El viejo esperó cinco décadas para traerlo a Ah´tlán. Una vez cumplida la misión, entregó su alma a su dios omnipotente, al que llamaba Hunab Kú. Cavó una fosa entre las flores, utilizando a manera de pala la rama de un árbol. Depositó el cuerpo y lo cubrió con tierra y flores amarillas. Rezó un padrenuestro y un avemaría, preguntándose si serían las oraciones adecuadas para encaminar al alma de Ko, pero no sabía otras. Al terminar, hizo un recuento rápido de la situación. Estaba en un bosque, rodeado de animales salvajes, sin el patrocinio del guía que lo condujo hasta ese lugar. La realidad le explotó en la cara. Se sintió solo, angustiado. Empezó a arrepentirse de lo irracional de su comportamiento. Pensó en Margarita, en la nana Isabel, en Peter von Wobeser. Por qué rayos había permitido que Ko boicoteara la compañía del alemán. Él no podría sobrevivir ni dos días en esa selva, era una rata de ciudad, ente urbano incapaz de pescar o cazar. No tenía herramienta o arma alguna y en el camino había visto jaguares, víboras, escorpiones, caimanes, que seguramente harían su día devorándolo. Pensó en regresar siguiendo el cauce del río, pero recordó la pesadilla del manglar que atravesaron durante la noche. Era más prudente intentar otra ruta. Vagó por los alrededores del claro en el que pasaron la noche, encontró una vereda y decidió seguirla sopesando la posibilidad de regresar si no llegaba a alguna parte. Caminó durante horas; la fauna le seguía maravillando, pero su asombro estaba vestido de terror. El agua no representaba problema, la vereda tropical atravesaba riachuelos de agua limpia y fresca. Tomó un chicozapote, lo partió en dos y le sirvió de desayuno. La comida no era problema tampoco, los árboles ofrendaban su fruto sin tener que siquiera subir por él. Al llegar la tarde, que esperaba con pánico, encontró un claro similar al que utilizaron como habitación la noche anterior. Decidió dormir allí. La cortina de cedros que lo rodeaba lo hizo sentirse como en su casa. Esperó la noche sentado, recargado en el más grande de los árboles, armado con una rudimentaria lanza hecha con una rama. El concierto de las aves de la noche y la escenografía de los rayos de la luna entre las ramas, fueron somnífero eficaz para el agotado caminante. De las imágenes en blanco y negro que desfilaron por su subconsciente, predominó la de la nana Isabel que volvió a darle instrucciones. Mañana al despertar, sigue la vereda por la que has caminado hasta encontrar un cenote del tamaño de un lago; debes meterte a sus aguas y permitir que purifiquen tu cuerpo. Sigue caminando y, en menos de media hora hallarás una pirámide pequeña; estarás entonces en Ah’tlán. Vas a sorprender a los primeros habitantes que te vean, los labradores que trabajan en la periferia. Bastará decirles que vienes en busca de Mamalola y todas las puertas te serán abiertas. Nada temas, todos hablan español y son pacíficos por naturaleza. Cualquiera te conducirá a la casa de Mamalola. Una vez ahí, sigue al pie de la letra sus instrucciones, duerme sin temor, nada puede pasarte. Margarita te está esperando, viajas protegido por Hunab Kú e Ixcheel, han aguardado por quinientos años tu llegada. La nana se evaporó del sueño, y apareció entonces la imagen de Dios, el viejo Dios al que conocía, el de las paredes de las iglesias, el de los cuadros de Miguel Ángel y Leonardo. Estaba el viejo dirigiendo la orquesta con sus manos: separó las aguas, creó

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el firmamento, bautizó a las de abajo como aguas y a las de arriba como cielo antes de que cayera la noche; al segundo día ordenó a las aguas juntarse en un solo lugar, y apareció el suelo seco al que bautizó como tierra; ordenó a esa tierra que produjera plantas, árboles y semillas. Al tercer día, creó el sol, la luna y las estrellas para iluminar la tierra; al cuarto, ordenó a las aguas y a los aires que se llenarán de vida, y emergieron peces y aves, y les ordenó que crecieran y se multiplicaran; llegó el quinto día, el gran Dios levantó sus brazos y la tierra obediente produjo bestias y reptiles; al sexto día, agotado, se miró en el espejo del gran cenote, y engendró a su semejanza al hombre; le dio poder para mandar sobre los peces del mar, las aves del cielo, las fieras y los reptiles; los partió en dos, macho-hembra, obsequiándoles el don de la fecundidad, Al séptimo día descansó. Despertó al primer rayo de sol, con una calma espiritual que no recordaba. Apreció el edén en el que se hallaba y agradeció al Dios de sus sueños haberlo creado así. Tuvo que hacer un largo y penoso viaje para encontrar a Dios, y recibir la revelación de la creación. Todo era cierto. Caminó por la vereda de flores de Xtabentún siguiendo las instrucciones de Isabel, hasta descubrir el cenote sagrado. Una albufera imponente de aguas transparentes, habitada por peces de colores. Se quitó la ropa y se sumergió en las aguas frescas, que invadieron sus poros y penetraron en sus entrañas limpiando su pasado. Se vistió y siguió el sendero hasta encontrar una pirámide maya, que rebotaba a la hora del cenit los rayos verticales del sol, creando una cúpula simétrica de luz, descompuesta en un arco de siete colores formando una puerta. Llegó a la cima de la pirámide y se entregó a una visión panorámica de la ciudad de Ah’tlán que le daba la bienvenida. Una explanada inmensa rodeada por paredes naturales de roca, cuya entrada era la construcción en la que estaba parado. Al otro lado podían verse los azules y verdes del mar Caribe. Una avenida central cruzaba la explanada, desde la pirámide hasta el extremo poniente; a los lados se veían las casas de adobe con techo de paja. Al final de la avenida central, estaba el edificio principal de la ciudad, rodeado por construcciones más pequeñas. El más grande árbol que en su vida hubiera visto, marcaba el centro exacto de la población. Más alto que las montañas y los edificios. De él partían cuatro ríos, cuya corriente caminaba hacia los puntos cardinales formando una rosa de los vientos, en un alarde natural de exactitud geométrica. Uno de los ríos pasaba por debajo de la pirámide en la que estaba parado y alimentaba el gran cenote, llevando después su flujo hacia el mar. Los otros tres ríos que emergían de la ceiba, desparecían de la vista en tres manantiales. Bajó por la escalinata y caminó hacia el centro de Ah’tlán. X. La leyenda de los hermanos de ojos azules, creció hasta alcanzar niveles insostenibles para los planes de colonización de los españoles. Cortés y Montejo sabían que se trataba

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de los mestizos, los hijos de Guerrero, pero los mayas estaban convencidos de que eran los dioses Itzamná y Kinich Ahau, que habían bajado a la tierra para salvar a su raza de los hombres blancos llegados del otro lado de la mar océano. Hernán Cortés, conversaba en las noches con su intérprete, Malintzin, una india de la región de Coatzacoalcos. Mujer muy bella que dominaba la lengua maya y el náhuatl de los aztecas. Aprendió el castellano con gran facilidad y se convirtió en trujamán y consejera de Cortés sobre los asuntos indios. El conquistador la requería, cada vez con mayor frecuencia a su lado. Malintzin, era muy diferente a las mujeres de su tierra. No pedía, no exigía nada. Estaba siempre dispuesta a dar todo lo que él requiriera. Respondía también a los apremios lúbricos del capitán general. Cortés, sentado en el piso de tierra del huerto de su casa de Coyoacán, que compartía con la india, dejaba a su mente volar para recordar los acontecimientos que habían cambiado su vida, y que lo tenían allí, en las indias, batallando, no sólo con hombres, sino también con fantasmas. En una expedición a la zona de Yucatán, encontró a algunos españoles viviendo entre los indios. Integró a su ejército a Jerónimo de Aguilar, refuerzo estratégico de gran utilidad por su conocimientos de la lengua del Mayab, y su entender de la cultura, la religión y la forma de pensar de los indios. Otro español, Gonzalo Guerrero, se negó a integrarse al ejército de la conquista, y ahora, según Montejo, enseñaba a sus hijos y a los guerreros mayas a combatir al ejército de Castilla. Después de pelear tres meses en Yucatán, enfilaron sus once naves con once mil soldados hacia el puerto de Tabasco, en donde derrotaron a los indios sin dificultad. Admitió Cortés la paz que le brindaron los caciques. Se convirtieron en vasallos del emperador Carlos V, y le ofrecieron valiosos regalos: mantas, alimentos, collares de oro, y veinte indias para su servicio. Entre ellas, Malintzin, a la que bautizó con el nombre castellano de Marina. De entre los problemas que afrontaba la conquista, el que más le preocupaba era la leyenda de los indios mayas de ojos azules. La conquista de Yucatán le traía muchos problemas por lo áspero y boscoso de su tierra, y la denodada resistencia del ejército maya, apoyado por los hijos de Guerrero. Malintzin miró a su amo, preocupado y deprimido. Ante sus ojos era enorme, un hombre recio, pero tierno con ella. Lucía el cabello y la barba sin afeitar por meses: gustaba de comer con abundancia. Malintzin lo observaba en silencio cuando jugaba a los dados con los otros generales, o cuando por las noches dedicaba horas enteras a rezar a su Dios único con fervor. Cuando el amo le contó sobre las preocupaciones de Montejo, allá en la tierra del Mayab, acerca de dos indios de facciones mayas y ojos azules, se sorprendió con su respuesta. —Sé quienes son. La miró a los ojos. Cada día le daba una sorpresa nueva esa mujer. —¿Y qué esperáis para decirlo? —Esos hombres que os quitan el sueño, no son otros que Hunahpú e Ixbalanqué. —¡Voto a Belcebú!, doña Marina, ¿quién rayos son esos tipos?

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—Sentaos con calma, que os relataré una vieja historia maya que aprendí desde niña. En los tiempos en que los dioses habitaron la tierra, hubo una doncella en la tierra de Xibalbá, llamada Ixquic, hija de Cuchumaquic. Ixquic había oído de labios de su padre, la leyenda de árbol llamado abuelo. De ese árbol, a manera de frutas, colgaban las cabezas de los dioses llamados Ahpú, y decía la fábula que eran los más exquisitos frutos que dios alguno pudiera probar, pero los señores déspotas de Xilbalbá tenían prohibido tocarlos. Ixquic, curiosa como todas las mujeres, desobedeció a su padre y fue al árbol sagrado. Fascinada por su tamaño, esplendor, y el color excelso de sus frutos, permaneció callada ante la encrucijada que le planteaba la prohibición enérgica que sobre el árbol pesaba y el deseo instintivo de probar los frutos. Uno de ellos le habló. —¿Qué es lo que deseas, Ixquic? —Los deseo a ustedes más que a otra cosa en el mundo. —Entonces, déjanos ver tu mano. Ixquic levantó el brazo hacia unos de los frutos, que le escupió la mano; retiró el brazo asustada, pero no había nada en la palma, estaba limpia y seca. El fruto volvió a hablarle. —La saliva que cayó en tu mano es la señal física de nuestra existencia. Indica también el terrible sufrimiento que padecemos aquí. Nosotros fuimos grandes señores, poderosos y escientes. Todo el mundo nos respetaba, lo que despertó la envidia de otros dioses inferiores que con sus embelecos nos atraparon, nos mataron y pusieron aquí nuestras cabezas, de las cuales surgieron los frutos que puedes ver ahora. Con la señal que tienes en tu mano, y que no pudieron ver tus ojos, se perpetuará nuestra casta y será inmortal. En ti renacerá nuestra estirpe. —¡Coño, puñeta, leche!, me estáis contando la historia de Adán y Eva —interrumpió Cortés. La Malinche ignoró el acre comentario y prosiguió con el relato. —Ixquic volvió a su casa llena de gozo interno, dentro de ella pasaba algo que no podía entender. En su vientre estaba la simiente de Hunahphú e Ixbalanqué. Estaba preñada pero seguía siendo virgen. —¡Me cago en la leche!, Marina, seguís contándome la sagrada Biblia. —No conozco esa historia, Hernando. Te cuento la leyenda de mi pueblo. La aprendí desde niña. —Cuchumaquic se dio cuenta de que su hija estaba preñada, y siguiendo las leyes del pueblo se la llevó lejos para lavar su deshonra. Pidió entonces a los búhos que la sacrificaran y le trajeran el corazón como prueba. Los búhos quisieron cumplir con la orden y se la llevaron, pero Ixquic los convenció de que no la mataran, explicándoles, que el hijo que llevaba en su vientre, era el espíritu de los Aphú, y que había sido

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fecundado en el árbol de Pucbal Chah. Los búhos quedaron convencidos, pero teniendo que llevar la prueba que su padre había solicitado, pusieron un vaso de obsidiana debajo de un árbol, y de él, cayeron unas gotas de sangre que se convirtieron en un corazón. Llevaron la sangre a Cuchumaquic, y éste a su vez se las mostró a los señores de Xibalbá. Pusieron la sangre en el fuego, misma que despidió una aroma de hierbas y raíces tiernas, y los que la olieron quedaron aturdidos, enajenados y desposeídos de su ánima. Los búhos regresaron adonde estaba Ixquic, y se convirtieron en sus vasallos… Durante horas enteras, la malinche prosiguió relatando la historia. … y por fin, después de mil batallas, los señores de Xibalbá los vencieron obligándolos a beber una extraña poción, y fueron incinerados en una hoguera. Los sortilegios tomaron sus cenizas y las arrojaron al río, pero al hacer contacto con el agua las cenizas fueron absorbidas por un remolino de espuma y el río entero se alborotó, aumentó su caudal y se desbordó. De entre las aguas cristalinas aparecieron dos jóvenes muy parecidos a Hunahpú e Ixbalanqué. Aparecieron primero dejando una estela azul en el río, y después volvieron a aparecer cubiertos con escamas, con aletas y cola moviéndose sin parar. Aparecieron después como mendigos, vestidos con harapos, pero cantando y bailando ante la gente; hacían juegos de manos y quemaban bejucos haciendo figuras mágicas con el humo. La gente se impresionó cuando se quemaron sus carnes; su cuerpo ardió cono si fuera madera seca, y minutos después aparecieron sonrientes sin quemadura alguna. Los habitantes de Xibalbá observaban impresionados las maravillas que los gemelos de ojos color de mar realizaban. Pronto llegó a oídos de los señores del lugar, quienes los mandaron llamar. Los gemelos se rehusaron a presentarse, pero fueron llevados en contra de su voluntad por los mandaderos. Los condujeron a fuerza de golpes ante los señores de Xibalbá. Éstos los conminaron a hacer las suertes que tanto admiraba a la gente de la calle. Los hijos de Ixquic bailaron como animales, imitando sus voces; después pidieron un coyote vivo y lo despedazaron, y desaparecieron los pedazos, y al rato los volvieron a aparecer. Quemaron más tarde una casa y hasta su extinción sin que pasara nada a sus habitantes. Mataron a una persona y la resucitaron un rato más tarde; para terminar, Ixbalanqué desmembró a su gemelo y arrojando su corazón al aire lo hizo desaparecer. Después le gritó: vuelve y levántate, y volvió a aparecer vivo. Los señores se sintieron celosos de aquellos que podían regresar del más allá y les pidieron que los desaparecieran a ellos mismos y los volvieran a la vida. Obedecieron, y despedazaron sus cuerpos, y les arrancaron la cabeza. De su cuello saltó un chorro de sangre que recorrió el pueblo coagulándose y tornándose negra. La gente que miraba el espectáculo se asustó y huyó aterrorizada. Hunahpú e Ixbalanqué fueron después a la tierra de Pucbal, en donde estaban enterrados sus padres, los Aphú. Allí conocieron el secreto de sus corazones. Deteniendo el viento para que los escuchara dijeron: Nosotros somos los vengadores de la muerte. Nuestra estirpe no se extinguirá mientras haya luz en el lucero de la mañana. Era ya de día. Cortés seguía escuchando a la Malinche. —¿Creéis acaso, doña Marina, que esos gemelos han resucitado y son los que atacan a mi ejército?

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—Eso creo, excelentísimo señor. Los descendientes de Aphú han regresado para proteger a sus hijos de la conquista española. Son los gemelos de ojos azules. Cortés no pudo dormir después de escuchar el idólatra relato. Podía alimentar la superstición de los indios y retrasar los planes de la conquista. Los reyes de Castilla lo apremiaban, necesitaban el oro de las indias para financiar la guerra con Inglaterra. Escribió un mensaje al señor adelantado de Castilla, don Francisco de Montejo, solicitándole la cabeza de los hijos de Guerrero de manera inmediata. Rodrigo y Gonzalo seguían combatiendo al ejército español en todos los rincones del Mayab. Atacaban durante la noche, aniquilaban guardias y liberaban prisioneros. Seguían los pasos del adelantado y de su hijo. Provocaron el levantamiento de muchos caciques. Parecían invencibles. Hasta que Rodrigo anunció a su hermano su decisión de regresar a Ah’tlán para conocer a su hijo. Tuvieron que separarse. Viajó a Dzilam y recogió a las mujeres que había salvado de los mercenarios, a los padres de Ix Chéel y a su hermana menor y a todos los que quisieron unirse. Los llevó con él a Ah’tlán. Llegaron al amanecer y Rodrigo conoció a su hija. Una niña de belleza inefable que dejó mudos al padre y al abuelo Ah Tigre. Blanca como la espuma del mar, sonreía a quien la observara. Ix Chéel anunció orgullosa: —Es la princesa de Ah’tlán, la primera persona nacida aquí. De ella surgirá una nueva raza de hombres y mujeres pacíficos. Rodrigo y su suegro construyeron con la ayuda de las mujeres tres casas alrededor de uno de los manantiales, fabricadas con madera, recubiertas de lodo, con techos de paja a dos aguas. Una para Rodrigo e Ix Chéel; la segunda para sus padres; la tercera para las mujeres. La madre de Ix Chéel enseñó a las demás a urdir con fibras, hamacas y petates. La supervivencia estaba garantizada. Abundaba la caza, y la pesca era un juego de niños en los arroyos. Rodrigo y Ah Tigre sostenían largas conversaciones mientras construían las casas. El mestizo instruía a su suegro sobre la religión católica aprendida de su padre, y sobre España, el país del que era originario don Gonzalo. Después de varias semanas, Ah Tigre le dijo: —Creo que no deberíamos de salir. Las tierras del Mayab están en guerra. Seguramente terminarán dominadas por el ejército de Castilla. He visto sus blasones y sus caballos. Los mayas estamos separados, peleando unos contra otros. Aquí podríamos subsistir en paz, protegidos por la gran muralla de coral. El único acceso es el pantano de la noche. Nadie puede llegar. —Estoy de acuerdo —dijo Rodrigo—. Me gustaría que mi hija creciera aquí. En un lugar sin guerra, ni esclavos, ni sacrificios humanos. Pero antes, debo volver al Mayab. Luchar al lado de mi padre y de mi hermano. —Es una buena idea. Podrías ir a Dzilam y traer algunos hombres aquí, donde basta estirar la mano para encontrar las más exquisitas frutas; donde los peces brincan a la rivera para que los podamos comer; onde abundan el faisán, el venado y el jabalí. Podríamos iniciar una nueva civilización mezclando lo mejor de las dos culturas que

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conocemos, en el único lugar en el que podrían convivir Hunab Kú y el Dios único de tu padre, en armonía. —Así sea. Después del bautismo de mi hija, partiré hacia Dzilam y regresaré con otras personas. Iniciaremos una vida cuenta alejados de la perversidad del mundo exterior. Ix Chéel y las demás mujeres prepararon con entusiasmo la ceremonia del Jéets méek. Ah Tigre celebró la ceremonia de la predestinación; Ix Chéel y Rodrigo entregaron al abuelo las ofrendas. Miró éste el fondo de los ojos azules de la niña y no pudo disimular su alegría al leer su futuro; consultó la fecha del calendario y le dio nombre: Ix Golondrina. Rodrigo le agregó un segundo nombre: Rosario, en honor a su abuela, la madre de don Gonzalo. El sacerdote pasó el humo del incensario sobre el cuerpo de Golondrina-Rosario e hizo las admoniciones sobre su futuro. Rodrigo y Ah Tigre invertían muchas horas diseñando la ciudad de Ah´tlán. En el centro sembrarían una ceiba, exactamente en el islote que sobresalía por encima de los ríos que atravesaban la ciudad. En la entrada construirían una pirámide astronómica, que permitiera al sol de la mañana bañar la ciudad a través de una estructura de mampostería colocada en la cúspide; en el otro extremo, por sugerencia de Rodrigo, edificarían una capilla, en la que se rendiría culto al Dios único y omnipotente de su padre, y a su hijo, el profeta Jesucristo. Así la ciudad, estaría bajo el cuidado de Hunab Kú durante el día, y de Yahvé Dios durante la noche. Una calzada atravesaría la ciudad paralela al río. En el sur, junto al manantial, construirían una cancha de juego de pelota con piso de mampostería revestido de estuco. Ah Tigre explicó los detalles a Rodrigo dibujando sobre la tierra. —Hay que colocar tres señales de piedra en cada lado y otras tres en el piso de la cancha. Ésta tiene que tener un declive, y a los lados construiremos gradas para los espectadores. A la vera del río, a los lados de la calzada principal, construiremos casas para todos los habitantes de la ciudad. Serán del mismo tamaño para que no haya desigualdad. En esta ciudad, todos los hombres tendrán los mismos derechos y obligaciones. Viviremos en paz sin clases sociales. Gastaban las horas planeando una ciudad-nación en donde los hombres, las mujeres y los niños serían ciudadanos sin distinción; sobraría la comida y el bienestar; trabajarían sólo las horas que fueran necesarias, nunca más de seis al día; los niños serían felices por decreto, jugarían educados con lo mejor de dos culturas, bautizados con el agua del Jordán y bendecidos con la ceremonia del Jéets méek. Llegó el día. Rodrigo tuvo que partir. Se despidió de Ix Chéel y de la pequeña Golondrina-Rosario de Guerrero. La esposa, que esperaba al segundo hijo, le reclamó: —¿Por qué tienes que irte, si nada nos falta aquí? Tienes a la más hermosa de las hijas y pronto llegara un varón que heredará tu fuerza y el color de tus ojos. Estamos construyendo una ciudad maravillosa y la comida sobra.

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—Debo partir por última vez. Saber qué ha sucedido con mi padre y hermano. Traer algunos hombres para que se casen con las doncellas y nos ayuden con la construcción de la ciudad. Partió al día siguiente. Antes de entrar a Dzilam, se topó con algunos soldados mayas que lo actualizaron: —Aquí en Dzilam, estuvo durante una luna el adelantado Montejo con sus capitanes y el ejército de Castilla. Fueron bienvenidos y alimentados por el cacique. Partieron después para fundar la Ciudad Real de Campeche. Ahí se establecieron. Caminó Rodrigo hasta el Chakte’mal a buscar a su padre. Lo hizo solo, durante cuatro lunas, entrevistándose con soldados mayas y con algunos españoles que habían desertado del ejército del adelantado para casarse con indias de los pueblos lejanos. Se enteró de la fundación de Salamanca de Montejo sobre las ruinas de Champotón, y de la Capitanía de Santiago de los Caballeros, fundada en lo que fue Guatimayan por el esotro señor adelantado Pedro de Alvarado. Un guerrero maya herido le informó de la terrible matanza realizada por don Francisco de Tamayo en la tierra de los tases, en la que perdieron la vida todos los mayas, incluyendo a su padre y hermano. Prosiguió en su andar recabando noticias desalentadoras. El odiado hijo del adelantado, había fundado la más grande de la ciudades de Castilla en las tierras de T’hó, bautizándola como Mérida, y había casado con la hija de un sacerdote maya, bautizada antes del matrimonio católico con el nombre cristiano de María de la Concepción Montejo. Llegó a Chak’temal. Una ciudad más de Castilla. El padre de Yxpilotzama y sus hijos habían muerto. Nadie sabía de su padre ni de su hermano Gonzalo. Disfrazado de mendigo, recorrió cada casa de la ciudad. La mayoría de los habitantes había adoptado la santa religión católica y apostólica. En el centro de la ciudad, se estaba construyendo una imponente catedral. Decidió regresar a Dzilam, nada quedaba por hacer ahí. Topó en el camino con guerreros heridos, o prófugos. Los invitó a unirse a él. Poco a poco se fueron integrando al grupo sacerdotes, agricultores, artistas, hombres y mujeres. Encontró en su peregrinar a un capitán español casado con una india: don Conrado Arias de Maldonado. Uno de los que había intentado reclutar a su padre años antes. El español reconoció a Guerrero. —Señor don Rodrigo. Fui amigo de vuestro padre, don Gonzalo. Heme aquí, huyendo de mi propio ejército, que no me permitía desposar a esta mi esposa. Os ruego me permitáis unirnos. Pelearé si fuese menester contra Montejo. —Bienvenido sois, pero no vamos a pelear. Embarcaremos en Dzilam, un sitio al que jamás llegarán los soldados de Castilla. Os lo puedo asegurar. En las afueras de Dzilam, consiguieron embarcaciones. Un viejo pescador se arrodilló ante Rodrigo.

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--Eres tú, Itzamná, hijo de Hunab Kú. —No. Soy Rodrigo, hijo de Gonzalo Guerrero. —Eres entonces el otro. Sé donde están tu padre y tu hermano Gonzalo. —Qué dices, ¿acaso viven? —Por supuesto que viven. Los veo a diario. —Llévame de inmediato con ellos. —No puedo, empeñé mi palabra, no puedo revelar su escondite. —Acaso no entiendes. Soy hijo de Gonzalo Guerrero. He recorrido todas las tierras del Mayab en su busca. —Lo siento. Mi palabra está en prenda. Nada puedo decir. —Hazme un favor y te recompensaré. Diles que me has visto. No existe otro maya con ojos azules. Descríbeles como soy. Ellos mismos te pedirán que me lleves a su lado. —Está bien. Pero eso será hasta mañana. Rodrigo no pudo dormir. Si el pescador estaba cuerdo, su padre y su hermano vivían. La noche transcurrió con lentitud. Dos horas antes de la pactada, estaba parado en la zahúrda del viejo, esperando. Al medio día lo vio venir, cansado por los años de andar por lo caminos. De inmediato le dio las buenas nuevas. —He hablado con ellos. Me han pedido que te lleve de inmediato. —¿Y qué esperas?, vamos para allá. —Lo siento, estoy agotado. Soy hombre viejo. Necesito comer y descansar. Mañana iremos. —Explícame cómo llegar. Los encontraré solo. —El caminante del Mayab lo miró compasivo. Ese guerrero fuerte y enérgico parecía un niño ansioso. —Está bien. Camina por el sendero de los venados hasta encontrar una piedra de gran tamaño labrada con una cabeza humana. Detrás de la piedra, pasa un arroyo. Sigue la dirección de la corriente hasta encontrar un cenote. Sumérgete ahí. En el fondo verás un antro lleno de oxígeno. Ahí están tus parientes. Antes de partir ansioso Rodrigo le dijo al anciano. —¿Te gustaría ir a vivir con nosotros a un sitio al que los españoles jamás llegarán?

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—Por supuesto. No nací para ser esclavo de nadie. Y creo que esta gierra ya la perdimos. —Únete al grupo, en dos o tres días vendré por ti. Corrió hasta encontrar al ídolo monumental. Una piedra con la forma de una cabeza ciclópea muy diferente a las esculturas mayas. Siguió la corriente del arroyo hasta encontrar el cenote de agua dulce y cristalina. Gonzalo de Guerrero desenvainó la espada para defenderse del invasor, hasta que lo reconoció. Se saludaron con un abrazo y fueron a ver a su padre. Estaba acostado sobre una estera de paja. Lucía mucho más viejo que la última vez que lo vio. Tenía el rostro marcado por una cicatriz que terminaba en la cuenca vacía que alguna vez fue su ojo izquierdo. Pesaba menos de cuarenta kilos. Cuando intentó levantarse para besar a su hijo, Rodrigo se enteró de que había perdido un brazo. Poco quedaba del viejo conquistador. Gonzalo lo actualizó. —Seguí combatiendo a los españoles en todas partes. Mis padres y hermanas fueron apresados en Chakte’mal y torturados por instrucciones de Hernando de Cortés. El mozo Montejo permitió que sus guardias abusaran de mi madre y hermanas, pero ellas prefirieron suicidarse antes de permitirlo. Juan, mi hermano menor, intentó matar a Cortés cuando supo que llegaría a Chakte’mal, pero fue degollado por sus guardias personales. Nuestro padre permaneció preso, sufriendo las más dolorosas y humillantes torturas hasta que lo rescaté. Maté sin piedad a más de cincuenta soldados y lo traje aquí. Está muy enfermo y deprimido, no tiene ganas de vivir. Rodrigo respondió: —Debemos llevarlo entonces a Ah´tlán. Ahí se recuperará, te lo aseguro, conocerá a su nieta Golondrina-Rosario y a mi esposa Ix Chéel. —Es inútil —dijo Gonzalo Guerrero—. Estoy demasiado anciano y enfermo para acompañaros. Lo mejor será que me permitáis morir en paz aquí, en estas grutas. No deseo salir nunca más. Rodrigo suplicó: —Por favor, padre, mi más importante deseo es que conozcáis a vuestra nieta, bautizada con el nombre de vuestra madre, doña Rosario. Permitidme llevaros a Ah’tlán, un paraje que no podéis imaginar. Ahí jamás podrán llegar vuestros compatriotas a conquistarnos. Es un sitio sin armas ni guerra, sin sacrificios humanos. En Ah´tlán viven en armonía Hunab Kú y el vuestro Dios Yahvé, colmando de bendiciones a los habitantes. La apasionada arenga de Rodrigo rindió sus frutos. Convenció a su padre de intentar llegar al paraíso que le describía. Al amanecer, dejaron la cueva del cenote. Gonzalo Guerrero, escoltado por sus hijos, a quienes los mayas adoraban como la reencarnación de Hunaphú e Ixbalanqué. En Dzilam se reunieron con el grupo de más de cien viajeros, que tenían preparadas las embarcaciones en las que partirían a la tierra prometida. Gonzalo encontró entre el grupo a su viejo amigo, el alférez Conrado Arias de Maldonado, casado con una india, como desertor del ejército de Castilla.

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Doce embarcaciones partieron al romper el alba con destino a Ah´tlán. Gonzalo Guerrero, oriundo de Badajoz, en Extremadura de España, no podía dar crédito al conjuro inverosímil que los condujo hasta Ah´tlán. Desembarcaron en el árbol seco y descansaron en la hierba, en la cama de flores de Xtabentún. Estaba en el paraíso. Era exactamente la imagen del edén que su madre le contaba cuando era un niño. El Génesis de la Biblia. La gran comitiva emprendió la marcha. Hombres mujeres, jóvenes y viejos, españoles, mestizos y mayas, avanzaban en un grupo homogéneo, ayudándose, dándose la mano, guiados por el mestizo Rodrigo de Guerrero. Se metieron desnudos al cenote, sin pena ni recato alguno. Ascendieron la escalinata que conducía a la cima de la pirámide. Rodrigo era el más sorprendido del grupo. La pirámide estaba terminada, tal y como la había diseñado Ah Tigre. En el otro extremo del valle, se veía una capilla que en la cúpula lucía una cruz, símbolo de la iglesia de su padre. Gonzalo Guerrero y Arias de Maldonado recorrieron la calzada central y llegaron al templo. Perplejos quedaron los castellanos al hallar, en el interior de la capilla, en el tabernáculo principal, la imagen de Nuestra Señora de la Candelaria, Santa Patrona de la Extremadura de España. Cayeron arrodillados sin comprender lo que pasaba. Rezaron fervorosamente a su Dios. No se había olvidado de ellos. En la casa de Rodrigo siguieron las sorpresas. Conoció a su Ix Chéel, una india pura de mágica belleza, y a su nieta Golondrina-Rosario. Volvió a caer de rodillas ante la sonrisa y belleza milagrosa de su nieta. Tenía los ojos de su madre, doña Rosario, ojos del color del cielo de la tarde, y la sonrisa arrogante de su padre. Acarició con su única mano la cabellera rubia, y la pequeña enredó su mano en la tosca mano del soldado. Alrededor de una fogata, en la noche, comiendo los manjares preparados por las mujeres, escucharon a Ah Tigre relatar el milagro de la construcción de los templos. —Después de tu partida, seguí trabajando en el diseño de la ciudad. Ix Chéel preparó muchas hojas de amate, pinceles y colorantes. Cuando terminé el plano, me recluí en el claro del bosque para pedir a los dioses que me iluminaran para poder construirla. Me quedé dormido profundamente, sobre las flores de Xtabentún y tuve un sueño extraordinario. Antes de dormir, bebí un delicioso licor que preparó Ix Chéel mezclando las flores de Xtabentún con la miel de las abejas, el jugo de la caña de azúcar y las flores que recogió en el río. La bebida me llevó a un sueño profundo. Vi a los dioses trabajando en la creación del mundo. Apartaron el mar de la tierra y permitieron que el rocío y la humedad hicieran crecer las plantas, las semillas y las flores. Formaron entonces el valle de Ah´tlán, llenándolo de cipreses, cedros y robles. Pusieron debajo de los árboles a las bestias, a los pájaros, y les dieron diferentes voces para romper el silencio. Preparaban la llegada de la primera pareja humana que iniciaría la vida por segunda vez, mientras en el exterior el hombre se destruía a sí mismo en su carrera infernal por el poder. Todo estaba listo para la llegada a Ah´tlán del primer hijo, producto de un español y una maya. Decidieron entonces construir un templo para que adoraran a los dioses proveedores de la vida. Apareció un hombre blanco, de larga barba, quien se presentó ante los dioses mayas asegurando ser hijo de Yahvé. Aseguró que su padre era el único Dios, que él y nadie más había hecho la tierra y el cielo. Les

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dijo también que el mundo sería destruido, pero que ahí, en Ah´tlán volvería a empezar. Los dioses mayas se opusieron, y construyeron en una noche la pirámide qué está al oriente y que permite al sol iluminar el valle al amanecer; El hijo de Yahvé edificó por su parte la capilla que está al poniente, para que ahí se venerase a su padre. Al despertar, estaban las dos construcciones terminadas, esperando por su regreso. Los templos estaban ahí, era un hecho, y todos empezaron a trabajar. Construyó cada quién su casa. Gonzalo y Conrado, a la manera de Castilla, en el lado poniente, donde el río marcaba una frontera natural; los mayas, a su propia usanza, con madera, lodo y paja. Rodrigo e Ix chéel decidieron levantar su hogar en el centro, mitad al oriente y mitad al poniente, utilizando una técnica ecléctica, entre el estilo maya y el español. Los primeros años transcurrieron en armonía. Rodrigo e Ix chéel tuvieron tres hijos más, todos con las mismas características. El cuerpo fuerte y bronceado de los mayas, el cabello negro y los ojos azules de la ascendencia española. La mayor, Golondrina-Rosario, tenía ya ocho años. Era una verdadera princesa. Heredó la alegría vital y la arrogancia de su madre. Vivía convencida de ser la reina de la creación, lo que no frenaba su ternura. Rodrigo no la podía encontrar nunca. Pasaba horas en casa de su abuelo, Gonzalo Guerrero, escuchando las historias que le contaba por las tardes. Tenía una gran curiosidad por todo lo relacionado con la cultura española y atosigaba con preguntas a su abuelo y a Arias de Maldonado sobre España y Extremadura. Conrado Arias de Maldonado tenía a su vez seis hijos, similares a los de Rodrigo. Mestizaje de dos culturas. Gonzalo de Guerrero, el mozo, casó con la más hermosa de la indias, y tenía tres hijos, también con características mestizas. Construyó en el lado poniente, una espléndida casa al puro estilo español, según el diseño de Arias de Maldonado. En el lado oriente, vivían los que llegaron con Rodrigo, originarios de diversas regiones de la Península de Yucatán. Se casaron entre ellos, tuvieron hijos, y vivían a la usanza maya guiados por el agorero Ah Tigre. La ciudad crecía en orden estricto, de acuerdo a una constitución sagrada. Se formó un Consejo que contenía los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Cada habitante tenía una actividad de acuerdo a sus conocimientos y habilidades. Redactaron un documento que especificaba los derechos y obligaciones de cada uno. Tenían derecho a todo lo que necesitaran. A cambio, aportaban a la sociedad lo mejor de sí mismos. Los agricultores planeaban el cuidado de la tierra, y el respeto a sus ciclos productivos; los arquitectos diseñaban las casas y los edificios públicos, regulaban el estilo y el crecimiento urbano; los médicos eran responsables de la salud de todas las familias y de preparar a los jóvenes que los sustituirían en el futuro. Se trazaron terrenos del mismo tamaño para que cada familia construyera su casa con la ayuda de los demás, y se inició una práctica comercial en base al trueque. Ah Tigre celebraba ceremonias religiosas en la pirámide; Arias de Maldonado, misas católicas en la Capilla de Nuestra Señora de la Candelaria, y leía la Biblia a los niños en las tardes. Los niños aprendían las dos lenguas desde la primera escuela, eran educados en las dos religiones y culturas. Ah Tigre celebraba las ceremonias de predestinación, del Jéets méek y de la pubertad; Arias de Maldonado, el bautismo, la confirmación y la primera comunión. Los matrimonios se celebraban en ambos ritos y todos los habitantes tenían un nombre maya y uno cristiano.

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La escuela era obligatoria. Gonzalo Guerrero, Ah Tigre y Conrado Arias de Maldonado, eran los principales maestros y directores de la academia. Los estudiantes de todas edades, llevaban materias obligatorias: escritura jeroglífica, gramática española, matemáticas, labores agrícolas, arquitectura, y las bellas artes. Cada habitante enseñaba su oficio. Los deberes se dividían al parejo entre hombres, mujeres y niños. El tiempo se medía de acuerdo a la cuenta larga. Períodos de trescientos sesenta días medidos en kines, o días; uinales, períodos de veinte días; tunes, de trescientos sesenta; katunes, equivalentes a veinte tunes, y baktunes, que representaban veinte katunes o cuatrocientos años. El Consejo prohibió la entrada o salida de Ah´tlán, aunque nadie podía entrar o salir en la práctica, porque no sabían cómo, con excepción de Rodrigo de Guerrero. Estaban todos conscientes de que su civilización debía evitar la influencia del exterior, y vivían obsesionados con un control estricto de la natalidad. Los jóvenes podían relacionarse sexualmente con libertad, pero una vez casados, la fidelidad era obligatoria. Cuando un ciudadano infringía alguna de la leyes, era sometido a juicio ante el Consejo y tenía que reparar su culpa. Si había robado, tenía que trabajar para la víctima del robo hasta pagar diez veces el monto de lo sustraído. Con el correr de los años, la división entre oriente y poniente, delimitada por el río, generó dos clases diferentes de habitantes. Los descendientes de Rodrigo, Arias de Maldonado y Gonzalo Guerrero, se casaron entre sí procreando hijos de piel blanca y ojos azules; la tercera progenie terminó con la educación híbrida enfocándose al castellano, a la historia de Europa y a la religión católica. Reconocieron a Yahvé como Dios único del universo y a la Biblia como la Palabra sagrada. Desarrollaron un pensamiento excluyente, despreciando las costumbres idólatras del oriente y a sus habitantes de piel oscura. Los orientales a su vez, regresaron a la religión de sus ancestros. Despreciaron el bautismo y a reconocieron a Hunab Kú como su Dios único, creador del universo. La paz de muchas décadas, terminó cuando los jóvenes guerreros de ambos lados del río empezaron a verse con antipatía. Gonzalo Guerrero, Arias de Maldonado y Ah Tigre habían fallecido; el gobernador era a la sazón Rodrigo de Guerrero que tenía más de cien años. No atendía los problemas de la ciudad. Tenía más de diez años encerrado en su casa, escribiendo un documento al que llamaba La última Profecía, en el que pretendía resumir la sabiduría de las dos culturas para transmitirla a las generaciones venideras. Desde la muerte de Ix Chéel, Rodrigo abandonó la parte ejecutiva del Consejo, dejándola en manos de su hermano Gonzalo, pero sólo en la teoría. Las riendas del gobierno las había tomado desde hacía muchos años la hija de Rodrigo, la princesa Golondrina-Rosario, temida por su carácter recio y la mano de hierro con la que ejercía su potestad en el Consejo. Nadie le llamaba ya por su nombre maya, Golondrina. Era doña Rosario. Tuvo dos hijas, bautizadas exclusivamente en la religión católica. Eran rubias, de ojos azules, servidas por indias del lado poniente, que por las nuevas reglas

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impuestas por doña Rosario, ya no tenían acceso a los estudios superiores ni a la cultura occidental. La distribución equitativa de la riqueza se había modificado de manera radical. Los sueños de igualdad social y económica de los fundadores, se desintegraron como una utopía inalcanzable por el ser humano. Gonzalo, el mozo, preparó a toda una generación de soldados con las técnicas guerreras de Castilla. Fabricaron armas: adargas, lanzas de hierro, espadas, a las que no tenían acceso los orientales. Por decreto de doña Rosario, princesa de Ah´tlán, se prohibió la práctica religiosa pagana y se impuso la católica como obligación, provocando constantes brotes de insurrecciones entre rebeldes del lado oriente. Pero poco podían hacer ante el ejército de doña Rosario, que aplacaba los levantamientos con saña. Con el paso del tiempo, las diferencias se marcaron de manera notable. Los habitantes del lado oriente, eran vasallos de los del poniente que impusieron un sistema feudal. Existían dos clases marcadas: los gentilhombres y los plebeyos. Al no tener contacto con la civilización, el progreso se estancó. Transcurrieron décadas sin avances científicos ni tecnológicos. Rodrigo de Guerrero escribía durante el día y oraba en el templo de Nuestra Señora de la Candelaria, patrona católica de Ah´tlán; por la noche, hacía sus oraciones en el Templo de los Trece Cielos, adorando a Hunab Kú y a Kukulkán. Vivía solo e ignoraba las reglas discriminatorias que había impuesto su hija. Para su servicio, doña Rosario designó a una de las indias más puras, Alondra-Dolores, a quien todos conocían como Lola. Era nieta del prócer Ah Tigre, prima directa de doña Rosario, aunque ésta no lo reconocía. Lola era de facciones indígenas cien por ciento, y no tenía ojos azules como sus padres. Vivió su infancia y juventud en casa de Ah Tigre. Del abuelo aprendió conocimientos profundos sobre la cosmogonía maya. Después pasó al cuidado de Rodrigo, aprendiendo a fondo los arcanos del catolicismo. Todas las tardes leía al anciano gobernador un pasaje de la Biblia y lo comparaban con la religión de sus ancestros mayas. Lola estaba en desacuerdo esencial con las prácticas discriminatorias implantadas por su prima Rosario, y se dedicaba a proteger a los indios, abogando por ellos ante el Consejo. Logró darles acceso a los sanatorios del lado poniente. Les enseñaba correcto castellano, ante la ira de doña Rosario que veía en la india una potencial enemiga. Lola ejercía una gran influencia sobre su padre y sobre su hermano. Intentó separarla de Rodrigo pero le fue imposible. Guerrero respetaba el pensamiento lógico y la inteligencia emocional y racional de Lola, y la defendió hasta el día de su muerte. La autoridad de Lola rebasaba el lado oriente de la ciudad. Era querida y buscada también por los hidalgos de occidente. Los médicos acudían a ella por su sabiduría inconmensurable en herbolaria y medicina natural; los maestros la consultaban por su conocimiento de ambas lenguas y culturas; incluso los sacerdotes católicos la visitaban para que los ayudara a la exégesis de los secretos de la Biblia. Cuando Rodrigo perdió la facultad de escribir, Lola fungió como eficiente amanuense, plasmando en el papel amate los dictados del anciano. Al terminar, ocultaba los documentos en el más absoluto secreto. Su acceso estaba vedado, incluso para los hijos y nietos del patriarca, con excepción de Lola. Se estableció una pugna por el poder entre Lola y Rosario, que originaba frecuentes disputas. Rosario llevaba al Consejo quejas constantes por la rebelión de los sirvientes, instigados por Lola que tenía que acudir a declarar y litigaba como abogada defensora.

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Con su profundo conocimiento de la Biblia, la constitución y las profecías mayas, derrotaba siempre a los abogados de doña Rosario. Al pasar el tiempo fue regresando las cosas a su lugar. Aumentó los derechos de los habitantes del lado oriente hasta igualarlos nuevamente con el ideal de los fundadores. Con el transcurrir de los años, después de la muerte de Golondrina-Rosario, de Rodrigo y Gonzalo de Guerrero, en Ah’tlán no había más guía que Lola por su sabiduría e inexplicable longevidad. Asombraba a todos su aspecto físico. Nadie en Ah´tlán sabía su edad —ni ella misma—, pero circulaba el mito de que había conocido a Gonzalo Guerrero y a Ah Tigre, a quienes todos veneraban por las estatuas y las pinturas. Una tarde, fue al claro del bosque y regresó embarazada. Nadie supo jamás quien fue el padre de su única hija. Meses después, parió a una niña que fue bautizada con el nombre de Gaviota-Isabel. A partir de ese día todo el mundo le llamó Mamalola. El Consejo de Sabios se convirtió con el tiempo en una figura simbólica. Los poderes recaían sobre los hombros de Mamalola que se invistió como sacerdotisa católica y maya, juez principal, maestra de los maestros, cronista oficial de la historia; tenía tiempo siempre para atender y aconsejar a quien lo necesitara; acompañar en sus últimos momentos a los moribundos y jugar en las tardes con los niños. Eliminó la frontera del río e implantó la igualdad entre todos los habitantes de Ah’tlán. El escrito de Rodrigo de Guerrero, conocido por todos como La última Profecía, permaneció escondido. Nadie tuvo acceso jamás a él. Con el paso de los siglos, el pueblo lo fue olvidando y, aunque se mencionaba en las clases de historia, como un documento que relataba el Génesis y el Apocalipsis de la humanidad, poco a poco fue considerado una leyenda y relegado al olvido. El mismo día, a la misma hora, en que nació Gaviota-Isabel, nació también en la casa original de Rodrigo de Guerrero una niña, descendiente en línea directa de Rodrigo e Ix Chéel, idéntica a sus ascendientes. Mamalola, unos minutos después de parir, fue a la casa principal a conocer a la nueva habitante de Ah’tlán. No se sorprendió al verla. Idéntica a Ix Chéel, la princesa fundadora, reencarnación de la diosa Ixchel, protectora de la preñez y el parto, diva de la femineidad. Mamalola la llevó al templo católico para bautizarla con el nombre de Mariposa-Soledad. Después del bautismo católico, Mamalola la llevó a su propia casa en compañía de sus padres para la ceremonia maya de predestinación, para esclarecer los designios de los dioses sobre la recién nacida. Los padres de Mariposa-Soledad entregaron a Mamalola las ofrendas: piezas de oro heredadas de generación en generación. Mamalola miró el fondo azul de los ojos de la niña, realizó las reverencias de rigor hacia los puntos cardinales y consultó la fecha del calendario. Pasó un incensario sobre el cuerpo de la recién nacida y volvió a reverenciar a los cuatro extremos del mundo. Cuando terminó todo, Mamalola se hundió en una profunda melancolía. Era cierto. La última profecía de la Cuenta Larga empezaba a cumplirse con el nacimiento de Mariposa-Soledad. Nadie podría detenerla. Restaban sólo tres generaciones antes de la llegada del Ungido.

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Mariposa-Soledad heredó el alma dominante y la arrogancia de su línea genealógica que iniciaba con Golondrina-Rosario, hija de Rodrigo de Guerrero. A muy temprana edad renegó de su nombre maya y exigió ser llamada doña Soledad. Supo pronto que era la más bella de las mujeres de Ah´tlán. Todos la reverenciaban, incluyendo a Mamalola, que puso a sus órdenes a su propia hija, Isabel. Nada podía hacer. Era el presagio que leyó en sus ojos. Serviría a Soledad para siempre. Crecieron juntas, casi nunca se separaban, pero con las diferencias claramente marcadas. Desigualdades que nadie en el pueblo podía comprender. Mamalola era la matriarca, la más poderosa e influyente sacerdotisa de Ah’tlán; su hija Isabel, servidora de por vida de Soledad. También en personalidades eran antípodas. Isabel, callada e introvertida, india pura parecida a su madre, pero sólo en lo exterior. Mamalola irradiaba bondad y sabiduría entre todos los seres vivos; su hija vivía para satisfacer los caprichos de Soledad. Solamente una vez en su vida se rebeló a su destino. Encaró a su madre: —Madre, jamás he protestado por nada, pero quiero saber. ¿Por qué no puedo asistir a la escuela del poniente?, ¿por qué no me enseñas castellano? Mamalola la llevó al claro del bosque para responderle. —En esta vida, hija adorada, nacemos todos con una tarea predeterminada con el fin de que la naturaleza conserve su armonía. Si cada ser cumple con la misión que le corresponde, mantenemos contentos a los dioses y al universo en equilibrio. Cuando naciste, Hunab Kú me indicó con claridad tu misión; debes acatarla con resignación y alegría. Soledad nació marcada desde su nacimiento para dar validez a la última profecía de la Cuenta Larga, será la primera habitante en salir de Ah’tlán. Tu deber será acompañarla y protegerla hasta que pasen tres generaciones. Entonces regresará la reencarnación de Ix Chéel. —¿Significa eso que me voy a ir de Ah´tlán? —Tendrás que irte, pero regresarás algún día para entregar tu alma a los dioses. Todos los habitantes de Ah’tlán tendremos que despedirnos de la vida terrena en este lugar. Tu misión es importante, de ella depende la continuidad de los mayas y de la humanidad entera. Cuando gire la rueda profética de los katunes, y con ella gire el tiempo, los dioses tendrán que reaparecer, el nuevo tiempo reemplazará al caduco y todos los humanos rendiremos cuentas al único Dios verdadero. La sangre de Soledad está predestinada para engendrar a la salvadora, y tú, hija, utilizarás la sabiduría de cinco siglos para cuidar que todo termine bien. A partir de ese día, Isabel no volvió a cuestionar a su madre, tomó su papel para siempre. XI. Luciano Arteaga descendió la escalinata poniente de la pirámide y caminó por el sendero principal, paralelo al río que partía a Ah’tlán en dos, desgastado por el roce de

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pasos humanos. Al medio día, el sol bañaba sin escatimar las tierras del Caribe. Sofisticados aromas a flores, a hierba fresca, a tierra húmeda saturaban su olfato y le embriagaban. La fauna se multiplicaba a su alrededor. Durante veinte minutos caminó sin entender a dónde iba. Avanzaba envuelto en una ensoñación irracional, hasta que dos jóvenes mujeres lo descubrieron. Lo observaron con curiosidad y temor. Eran muy hermosas. Tenía las facciones físicas de las mayas y el color de su piel, pero los ojos eran del mismo azul intenso de Margarita; su cabello era muy largo y se cubrían con una túnica blanca de algodón. Intentó hablarles, pero corrieron como cervatillos asustados hacia el centro del pueblo. Siguió caminando hasta encontrar una construcción de adobe con techo de paja. Se asomó con precaución. Era una especie de cantina, con barra de madera maciza y sillas de bejuco y cedro. Tardó algunos segundos en enfocar el interior claroscuro. Vio a cuatro nativos bebiendo en vasos de barro. Miraron al intruso asustados, instintivamente se refugiaron detrás de la barra. Luciano se presentó. —Buenas tardes, mi nombre es Luciano Arteaga. Los indios, que tenían también ojos azules, ignoraron el austero saludo, y permanecieron observándolo. Luciano se acercó más, siguiendo las instrucciones de su sueño de la noche anterior. —¿Podrían informarme en dónde puedo encontrar a Mamalola? La expresión de sus oyentes cambió de manera radicon la sola mención de la cacique. Uno de ellos le sirvió un poco del licor que estaban bebiendo en una jarra de barro y, sin decir palabra, se lo ofreció al primer visitante que recibían en más de quinientos años. Luciano aceptó la copa. Permitió al licor fuerte y dulce recorrer su esófago y asentarse con brusquedad en su estómago. Alentado por la señal de bienvenida, rompió el silencio preguntándose si lo entenderían. La nana Isabel le había dicho que todos las habitantes de Ah’tlán hablaban castellano, pero le atacaban oleadas de lucidez que lo hacían dudar de todo lo que pasaba. Soy el esposo de Margarita Santibáñez, la nieta de doña Soledad. La expresión de los nativos reflejaba su asombro en incremento. El hombre blanco conocía a Soledad, que según rezaba el mito, había salido de Ah’tlán hacia más de sesenta años en compañía de la hija única de Mamalola. Nunca se había sabido más de ellas. El hombre que le había ofrecido la copa, le dijo con brusquedad, en español antiguo. —Permitidme un minuto. Consultaré con Mamalola si está dispuesta a recibiros. Permaneced aquí. Salió el cantinero, y fue suplido por otro de los indios de ojos azules quien sin consultarle, rellenó su jarra de licor. —¿De dónde venís?

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—De la ciudad de México, la capital del país. —…. Nada dijo el nombre a los mayas, por lo que Luciano tuvo que echar mano a su memoria histórica. —Quizá la conozcan como la Gran Tenochtitlán. —Acaso os referís a la grande Ciudad de la laguna —respondió uno de los interlocutores. —Posiblemente —asintió Luciano. Durante treinta minutos fue acribillado con preguntas acerca del mundo exterior. Luciano, desconcentrado, respondía mecánicamente; estaba demasiado nervioso por la espera. Mientras respondía, su mente divagaba sobre su pasado y el futuro. Su pasado se remontaba a unos meses atrás. Antes de que el destino pusiera a Margarita en el camino de su automóvil, había llevado la vida normal de un joven de su edad. Familia de clase media acomodada. Mamá ama de casa, papá, ingeniero civil, que trabajaba en el nivel medio de una gran empresa constructora. Tenía tres hermanos. Los tres estudiaron carreras diferentes. Recordó la época irresponsable de los años estudiantiles, a los amigos, a los compañeros de escuela, las novias, los viajes, la entrada a la Facultad de Arquitectura. Antes de conocer a Margarita, su única pasión había sido su carrera. Todo transcurría con tranquilidad, hasta que apareció la rubia de bucles a la que bautizó como La Dama de las Camelias, involucrándolo en una aventura que tendría su epílogo ahí, en una ciudad desconocida a la que nadie había entrado desde el tiempo en que Hernán Cortés conquistó México. El cantinero regresó diciéndole: —Mamalola nos espera. Seguidme. Le sonaba incongruente el español antiguo en boca de indios mayas, pero si los habitantes de Ah’tlán habían vivido quinientos años sin contacto con el exterior, sólo conocían el castellano del tiempo de la conquista. Fue conducido por el camino de tierra, rodeado de grandes árboles en los que cantaban coros de pájaros tropicales produciendo un concierto filarmónico. El río que corría a la par del camino, cantaba una melodía relajante y monótona. Luciano empezó a apreciar el trazado urbano de la ciudad. Le pareció armónico. A la vera del río estaban las casas, todas con características similares. Parecían un enorme conjunto habitacional de los que el gobierno construía en las manchas urbanas de las ciudades modernas. Casas de mampostería con techo de paja, pero mucho más grandes de las que Luciano había visto en los pueblos mayas. Estaban asentadas sobre plataformas artificiales. A través de las ventanas podían verse hamacas colgando y figuras de estuco reposando sobre tablas de madera empotradas en la pared. Junto a las figuras de ídolos, había cruces de bellísimas

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maderas y representaciones en cerámica de Jesucristo. Algunas de las casas tenían pinturas murales en su interior, en su mayoría, representando a Gonzalo Guerrero, a sus hijos Gonzalo y Rodrigo y a la princesa Ix Chéel. Había también escenas del Viacrucis cristiano y de Chaak, el dios de la lluvia, montado en una extraña bestia de cuatro patas, muy parecida a los caballos españoles, pero con cuernos y cabeza de serpiente. Al frente y en la parte trasera de las casas había huertos floridos, y sembradíos de frutas y verduras. Más atrás, Luciano vio campos agrícolas de trazado simétrico. Algunas personas empezaron a salir de sus casas, y observaban con asombro al visitante. Todos tenían facciones mayas, el color bronce de la piel de la nana Isabel, pero los ojos azules de Margarita. Caminaban en silencio. Luciano estaba demasiado asombrado para hacer preguntas a su guía que, por otra parte, tampoco parecía dispuesto a conversar. Llegaron a la confluencia de otro río que atravesaba también la población, pero en sentido perpendicular, de sur a norte. En el centro de los dos ríos llegaron a una casa, la más espectacular del pueblo. Una armónica mezcla de la arquitectura española del siglo XVI, de marcada influencia morisca, con la maya que había admirado en fotografías de Chichén Itzá, Uxmal o Palenque. Su mente la catalogó como un híbrido más caprichoso que lógico, pero con un espíritu plagado de magia. Tenía una gran bóveda de cañón y un claustro en la entrada, decorado con arcos; la fachada aspiraba al estilo plateresco, pero el resto de la construcción era ostensiblemente sencillo. Una de las paredes del atrio mostraba una pintura mural, representando a un español enfundado en una armadura, montando un caballo titánico de color negro; a su lado, de pie, una indígena de arrogante belleza. Debajo de las imágenes principales, observaban al espectador muchos personajes con la dualidad maya-española. Al pasar al siguiente salón, Luciano se transportó de la España antigua al México prehispánico; una galería semiabierta, cubierta por una bóveda sostenida sobre cuatro columnas. Las paredes lucían murales en relieve policromo con serpientes emplumadas, jaguares, coyotes, águilas, árboles llenos de aves y escenas de guerra con cientos de guerreros involucrados, en un estilo naíf, pero brillante y poderoso. Alrededor de la galería, habían esculturas sobre bases de piedra, Chaak mooles, atlantes que sostenían las vigas de madera, braseros de piedra, y serpientes gigantescas convertidas en balaustradas. Pasaron la galería y llegaron a un jardín trasero, que le recordó a Luciano los parques de los cincuenta de la Ciudad de México. Álamos inalcanzables circundaban un rectángulo de pasto verde, cortado en el centro por caminos transversales de piedra molida rojiza. En el cruce de las veredas había vergeles babilónicos, cuidados por manos sabias, salpicando el verde de la hierba con explosivos brotes de color de azaleas, margaritas, rosas, jazmines y nardos. Los caminos tenían bancas de hierro forjado y lámparas dragones con velas de cera. Por instrucciones del guía, Luciano se sentó en una de las bancas a esperar. Sentía una calma espiritual que no recordaba haber experimentado en su vida. Escuchaba el canto de las aves que tomaron ese remanso como sala de conciertos. Efectuaban su quehacer vespertino con alborozo. El sol marcaba una parábola hacia el poniente, y su luminosidad iba cediendo su lugar a un atardecer promiscuo plagado de claroscuros. El espectáculo se parecía a Margarita; sereno, pero lleno de matices, colores y aromas. Una fuente, que impulsaba el agua formando un hongo transparente, le recordaba la voz de su efímera esposa. El cielo tenía el tono azul de sus pupilas. Se

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dejó poseer por una melancolía dolorosa pero a su vez apacible. Margarita fue su esposa ante las leyes de Dios, solamente unos segundos. Los transcurridos entre las palabras del sacerdote y el latido postrero del corazón. Margarita no fue una persona común, poseía una personalidad mágica que derrotaba al tiempo y al espacio. De acuerdo a la hipótesis de la nana Isabel, no estaba muerta, lo esperaba ahí, es ese lugar escondido de la civilización, invisible para los instrumentos modernos. El hecho era que estaba ahí, no soñaba, llegó guiado por un indio maya siguiendo pistas obtenidas durante un sueño. Esperaba por momentos el ruido de un reloj despertador que lo regresara a la realidad. Al escenario de su esposa muerta e incinerada. Cuando la luz perdió la batalla ante las sombras que la devoraron, adivinó una silueta que se aproximaba por uno de los caminos de arcilla. Una mujer vestida con un huipil blanco que le llegaba hasta los tobillos. Se puso de pie para recibirla. Representaba unos sesenta años. Tenía el cabello negro tan largo que casi rozaba el piso. Llegó hasta él sonriendo, y lo miró a los ojos. Tenía la misma mirada que Margarita, pero en unas pupilas de color café. La piel oscura, destacaba en su rostro, arrugas de una persona acostumbrada a fulminar a los demás con su poderosa sonrisa. —Luciano. Os he estado esperando. Acarició el rostro del silente visitante con sus dos manos. —Usted debe ser… —Soy Mamalola, la madre de Isabel. ¿Cómo está mi hija?, hace muchos años que no la veo. —Está triste, por la muerte de su niña. —No puede estar triste. Sabe perfectamente que Margarita está aquí, conmigo, esperando por vuestra llegada, ansiosa de cumplir con la misión predestinada, garantizar la continuidad de nuestra estirpe. Pero no hablemos de ello ahora. Debéis estar agotado por el viaje y hambriento. Venid conmigo. Lo condujo de la mano por uno de los caminos de la plaza, a través de una vereda de jazmines. La noche era total, iluminada por las estrellas que habían mandado su luz millones de años antes para que las pudieran apreciar en ese momento. Llegaron a una casa modesta de mampostería con techo de paja de guano. En el centro de la choza había un refectorio de madera, iluminado por cuatro palmatorias. Se sentó Luciano en una de las sillas de roble macizo, y permitió que Mamalola le sirviera la comida. Bebió un elixir dulce y suave, devoró exquisitos platillos: carnes, pescados y mariscos, frutas anónimas. No recordaba haber comido con tanto apetito en años. Tomó otra jarra de la pócima, en silencio, ninguno de los dos se atrevía a profanar la ceremonia con verbo alguno. Al terminar, se dejó conducir a una cama de plumas en una de las habitaciones. —Duerme niño, mañana iniciaréis vuestra preparación para encontraros con Margarita. Las imágenes colmaron su sueño.

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Vio a una mujer vestida de sol, parada sobre la luna, con la cabeza cubierta por una luminosa corona formada por doce estrellas. La mujer estaba embarazada de manera ostensible, gritaba de dolor porque estaba dando a luz; a su lado, vio aparecer a un monstruo rojo del color del fuego, con siete cabezas y diez cuernos. En cada cabeza llevaba una corona. Con su enorme cola barría las estrellas en el cosmos y las hacía caer sobre la tierra. El monstruo rojo esperaba el nacimiento del hijo de la mujer con la intención de devorarlo, pero al momento del parto, el niño fue arrebatado por un ángel y llevado ante la presencia de Dios. El furioso monstruo se enfrascó en una frenética batalla con el ángel, pero fue derrotado y enviado a la tierra. Ahí, convertido en una enorme serpiente, se dedicó a perseguir a la mujer, pero la madre del niño recibió dos alas de águila, y con ellas voló hacia al desierto, donde vivió segura durante un tiempo, dos tiempos, y la mitad de un tiempo. El monstruo convertido en serpiente, formó con su vómito un caudaloso río para que se llevara a la mujer, pero la tierra abrió la boca y se tragó el río vomitado por la serpiente. Ésta enfureció y se fue por la tierra haciendo la guerra a todos los que creían en ese Dios, que salvó al niño de ser devorado. El monstruo de siete cabezas y diez cuernos surgió entonces del mar desafiando a Dios, tenía cuerpo de pantera, patas de oso y boca de león. Los hombres le temieron y adoraron a la bestia por poderosa, le permitieron hacer grandes proyectos y blasfemas contra Dios durante cuarenta y dos meses. La bestia combatió contra los santos y los venció a todos, impuso su poder sobre todos los hombres de todas las razas, pueblos, lenguas y naciones. Surgió después una segunda bestia con dos cuernos de cordero, hablaba igual que la primera. Aprovechó la potestad de su antecesor y logró también que todos los hombres le adorasen; realizó prodigios inexpresables y convenció a todos de que construyeran una estatua a la primera bestia. Dio vida a la estatua y mató a todos los que no la veneraron Marcó después a todos los hombres con un número seiscientos sesenta y seis en la mano derecha o en la frente representando la imperfección y la malignidad. En un monte estaba parado un cordero, acompañado por una multitud de ciento cuarenta y cuatro mil personas, que no habían sido marcados por el monstruo y que llevaban en la frente el nombre de Dios. Estos hombres no habían pecado con mujer, permanecían vírgenes y seguían al cordero adonde fuera. Luciano vio entonces a un ángel que volaba sobre la tierra, pidiendo a los hombres que adoraran a Yahvé, porque había llegado la hora del juicio final: un segundo ángel anunciaba el fin de las grandes naciones que habían contaminado la tierra creada por Yahvé; un tercer ángel amenazó a los que tenían marcada la mano con el signo del mal, iban a recibir como expiación el suplicio del fuego y el azufre y el poder de la aguas por los siglos de los siglos. En el cielo apareció una nube blanca, sobre la nube un hijo del hombre sentado con una corona de oro en la cabeza y una hoz en la mano. Después apareció un ángel majestuoso cargando también con una afilada guadaña, y otro ángel encargado del fuego y le dijo al primero, que con su afilada hoz cosechara los racimos de la viña de la tierra, y éste hizo la vendimia y la vació en un enorme lago del que salió la sangre que inundó al mundo. Siete ángeles se llevaron las siete plagas generadas por el furor de Dios, en siete copas de oro y las vaciaron sobre la tierra, y los adoradores del monstruo rojo sufrieron úlceras malignas y dolorosas, el mar se convirtió en sangre y se murieron todos los peces; el agua de los ríos y fuentes se convirtieron también en sangre y el sol derramó su calor y quemó a muchos hombres. El quinto ángel derramó su copa encima de la bestia y de repente su reino se encontró en tinieblas; el sexto ángel derramó la plaga en un río y sus

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aguas se secaron, permitiendo el paso de los reyes de levante y de la boca del monstruo salieron tres súcubos en forma de rana que se fueron con todos los dirigentes del mundo y los reunieron para dar la batalla del día grande de Dios, Señores del universo; el séptimo ángel vació su plaga en el aire, y hubo relámpagos, truenos y un escalofriante terremoto, las ciudades se partieron en pedazos, los continentes desaparecieron y cayeron del cielo granizos del tamaño de una roca, y los hombres imprecaron a Dios por el castigo. Luciano se revolcaba en la cama, empapado de sudor. Intentaba despertar, pero el sueño lo tenía atenazado. Apareció en el sueño una mujer hermosa, montada en una bestia roja, cubierta con frases que insultaban a Dios. La bestia tenía siete cabezas y diez cuernos, la mujer vestía de púrpura y escarlata, y su ropa estaba cubierta de piedras preciosas. Tenía en la mano una copa de oro, rebosante de las repugnantes impurezas de su prostitución, estaba ebria con la sangre de todos los inocentes que habían muerto en el nombre de Cristo Jesús. Bajó del cielo un ángel impresionante, cuyo solo resplandor iluminó la tierra entera y habló encolerizado a los hombres; les reclamó la desigualdad, la injusticia, la pobreza, la guerra, a todos los dirigentes de las naciones y a todos los hombres que en su debilidad habían permitido la prevalescencia del mal y la prostitución entre los humanos, y les anunció como expiación por todos sus pecados el hambre y la muerte, y se lamentaron los comerciantes deshonestos y los políticos corruptos, y todo fue destruido en el año 2013 del Señor. Aparecieron después en el cielo, dos jinetes montados en caballos, blandiendo luminosas espadas en el aire, representando al único Señor de los Señores, y al único Rey de Reyes. Las aves de rapiña bajaron y devoraron los restos corruptos de hombres y mujeres injustos, de gobernantes y reyes que extraviaron el camino. La bestia fue capturada y junto con sus espurios agoreros, arrojada una vez más al lago de fuego y azufre ardiente por otros mil años y nada quedó sobre la tierra. Solamente la pequeña porción de tierra y mar llamada Ah’tlán. En ella pudo ver a Margarita llamándolo: ven pronto, deposita en mí la simiente del nuevo hombre, que iniciará el ciclo de la cuenta larga. Sube las montañas, atraviesa las siete aguas, los cuatro soles, rompe todas las barreras. Ven pronto, no me queda mucho tiempo. Todo debe reiniciar. Hunab Kú y el Dios único Yahvé, han sembrado en Ah´tlán el embrión y el fin alfa y omega, el oriente y el poniente, ahí está depositado el manantial del agua de la vida. La ciudad es cuadrada, su ancho es igual a su largo y su altura. El mundo y las naciones serán iluminadas por la luz que atraviesa la ciudad de oriente a poniente, no es más que la gloria de ambos dioses que iluminan a través del cordero, el río es el agua de la existencia y la gran ceiba central, el árbol de la vida que da frutos doce veces por año, y sus hojas curan todos los males. A Ah’tlán no entrarán jamás los malvados y los mentirosos, las drogas y la guerra, la envidia, la lujuria y la pereza; sus puertas estarán abiertas para el hombre de buena voluntad, el sediento recibirá el agua de la vida para siempre. Despertó con el canto de las abubilias. Regresó a la realidad ¿realidad? Despertó con el canto de las abubilias. Regresó a la realidad ¿realidad? de encontrarse en Ah´tlán. En la sala encontró el desayuno servido. Comió y volvió a beber el elixir de Mamalola. Retomó el bienestar que provocaba la poción y se relajó. Apareció Mamalola, más hermosa y mística que el día anterior.

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—Buenos días, niño Luciano, el sol salió como siempre. Espero que hayáis dormido bien. Miró a los ojos a Mamalola. Tenía la mirada profunda de la nana Isabel; se leía en ellos bondad, sabiduría, misterio. La lucidez revoloteaba su mente. Qué rayos hacía en ese lugar, qué diablos contenía la bebida que le daba Mamalola y le producía ese bienestar. Quizá era una droga india que lo hacía alucinar. El sueño permanecía en su mente, pero no entendía su significado. Decidió hablar con Mamalola. —Anoche tuve un sueño muy raro, una alucinación. —… Relató a la anciana cada detalle de la aventura onírica, todo estaba grabado. Mamalola lo escuchó en silencio. Al terminar, le dijo: —Los hombres de vuestro tiempo no creéis en los sueños. Sois tan pragmáticos que tenéis que tocar las cosas para confirmar su veracidad. Deberíais sentiros iluminado. Vuestro sueño comprobó que Margarita está viva, que os espera. ¿Acaso no fue un sueño lo que os trajo hasta aquí? —Pero la vi muerta, Mamalola, leí su acta de defunción. Atestigüé el sufrimiento de Soledad y de Teresita del Niño Jesús. Su cuerpo fue incinerado en mi presencia. Un médico declaró su muerte. —Cuánta incredulidad, hijo. Me asombra que a principios del siglo XXI la gente viva en tal pragmatismo, y se haya despegado de las creencias esenciales. La llegada de los españoles a este lugar, al que inventaron como América, coincidió con lo que los historiadores bautizaron como renacimiento. Con sus modestísimos avances científicos pretendieron explicar los cuestionamientos filosóficos que el hombre se ha planteado desde que es hombre. Pero el alma sobrevive a la ciencia, hijo, las teorías científicas se sepultan unas a otras, se autoeliminan. Dios sigue vivo después de los siglos, ¿eso no os dice nada? Hay mucho más en el universo de lo que un humano puede comprender. Existen millones de cosas que no son visibles a la corta vista humana. El origen y el destino sólo pueden verse a través de los lentes de la fe; prueba de ello es que vos estáis aquí, en un sitio que para los mortales comunes no existe, al que sólo podéis acceder por vehículos desconocidos por la ciencia y la tecnología; estáis aquí, convocado por la historia para un acto trascendente. Antes de reuniros con Margarita, deberéis purificar vuestra alma y vuestro cuerpo, lavarlos de paradigmas y creer firmemente en un destino marcado. Margarita representa el amor incondicional, y ese amor se entregó por vuestro conducto; ese amor es la última oportunidad del ser humano para iniciar una nueva cuenta y convertir este lugar en un mundo digno de ser habitado; representa el nuevo Génesis. Ah´tlán ha permanecido al margen de la violencia, del odio, de las epidemias; aquí debe sembrarse la simiente del hombre del futuro, hecho nuevamente a imagen y semejanza de Hunab Kú y de Yahvé. Permitid a vuestra inteligencia abrirse a las revelaciones. Limpiad vuestra mente de prejuicios e incredulidad. Debéis permanecer durante siete días en un lugar muy especial, el mismo sitio en el que fue engendrada la madre de Margarita. Durante esos

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siete días sólo beberéis este brebaje. Eso os permitirá purificaros para esperar a la novia. Ella llegará al octavo día y permanecerá con vos por tres días y tres noches. Después, regresaréis a la vuestra vida. La última profecía de la Cuenta Larga será cumplida. Fue conducido por Mamalola hasta un claro del bosque; un círculo perfecto rodeado por una pared de árboles milenarios, un espacio alfombrado con las flores del Xtabentún. Mamalola le dejó un cántaro de barro lleno del licor, y se despidió, diciendo: —Os espero dentro de diez días en mi casa. No os preocupéis por nada. Permitid a vuestro instinto espiritual predominar sobre la lógica. Se quedó solo. Brutalmente solo, en una selva desconocida. Sintió miedo. Para liberarse un poco de la tensión, bebió un vaso del licor de Mamalola, permitió que el efecto lo relajara y al tiempo transcurrir sin que lo atormentara la emergencia de la razón. El efecto llegó de inmediato. Los músculos de todo el cuerpo se perdieron en una inédita laxitud. Se sentó concentrando todos sus sentidos en el polifónico concierto de la fauna aérea, dirigida por alguno de los poderosos señores con los que había soñado la noche anterior. Los tiempos se extraviaron. El sol trazó una línea de luz en su periplo diario siguiendo el mismo sitio del que había partido unas horas antes, llegar al omega para encontrar en el mismo sitio al alfa e iniciar un nuevo ciclo de vida, o para encontrar el día final, e iniciar el gran juicio profetizado por los videntes de todos los tiempos, el fin de la concepción humana. Nunca supo Luciano si se quedó dormido, embriagado por el licor o si en realidad sucedió, pero vio regresar a la Mamalola, pero no como la había visto en la mañana, sino envuelta en un aura de luz. Le habló: Todo se inició precisamente en este sitio, en esta órbita natural. Los dioses crearon al primer hombre, hicieron la luz en el seno de lo increado, y contemplaron la naturaleza original de la vida, sacándola del fondo del cenote que está en las entrañas de lo desconocido, y con la esencia del maíz, modelaron a Balam Quitzé, a Balam Acab, a Mahucutah y a Aquí Balam, y los dotaron del soplo divino, del alma que los diferenciaría por siempre de los demás seres vivientes del cosmos. Aquí mismo crearon también los dioses a las mujeres para que les acompañaran y pudieran poblar la tierra. En este preciso sitio, Yahvé Dios modeló al primer hombre del barro rojo de la tierra del Mayab, y a su compañera para iniciar la primera cuenta larga. Se reprodujeron y vivieron durante muchos Katunes en armonía y paz, hasta que los hijos de los hijos de los originales hallaron el río subterráneo y salieron del paraíso. Caminaron por doscientos mil años y fundaron una gran Colonia. No existían en ese tiempo los siete mares. Todo formaba parte de un gigantesco continente que se extendía, desde lo que hoy es la Península de Yucatán, hasta las Islas Canarias. Fundaron un poderoso imperio. Tomaron la palabra náhuatl Atl, que significa agua y la bautizaron como Atlántida. Desarrollaron ahí una civilización portentosa hace doce mil años, centro de la cultura universal, cuyos dominios se extendían desde el antiguo Egipto hasta el mar Tirreno. Esos mayas fueron los colonizadores del Delta del Nilo. Sobrevino el primer Apocalipsis inducido por Hunab Kú y Yahvé, provocando terremotos e invitando a las aguas del gran cenote. Tuvieron entonces que huir los mayas y regresar a la costa firme junto con los quichés, los zapotecas, los mixtecas y los nahoas, perdiendo en la huída sus riquezas, sus instrumentos astronómicos y la cultura de siglos. Después del cataclismo, los mayas no encontraron la manera de regresar a Ah´tlán, y con la memoria

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saturada por el terror del naufragio, iniciaron una nueva cuenta ascensional como tribus errabundas, que culminó diez mil años después, en la cima del Mayab poderoso y resplandeciente, cuya memoria quedó grabada hasta nuestros días, en los centros ceremoniales de piedra regados por toda América, y regresaron a la península yucateca siete mil años después de la destrucción de la Atlántida, comandados por el Señor Ilustre de las Trece Culebras. Mamalola se fue como llegó, sin hacer ruido. Luciano llenó su vaso de licor e intentó dar orden a las revelaciones que a su mente había abierto. Según lo oído, estaba en ese momento en lo que concebía, de acuerdo a su catecismo, como el paraíso terrenal; Adán y Eva, los bíblicos padres fundadores habían sido mayas, iniciando su descendencia en ese mismo lugar, en ese sitio que no lograba ubicar, entre su lógica pragmática, entre el sueño y la realidad. Todo encajaba. Las piezas del rompecabezas cósmico empezaban a armarse. Estaba ahí para ver a su esposa muerta, ante la ceguera de los hombres, pero que regresaría para culminar su amor. El sonido bronco de la naturaleza lo despabiló al segundo día. El aroma fuerte del Xtabentún mandó la señal al hipotálamo, recordándole en dónde estaba. El sol brillaba justo en el centro del círculo que formaban los árboles, lo que lo hizo inferir que había dormido más de doce horas. No había probado bocado en más de cuarenta horas pero no tenía apetito. Volvió a llenar su vaso del licor y se lo bebió de un trago. Cada momento le gustaba más. Volvió a causarle el efecto estimulante y se sentó, recargado en un árbol, con una nueva dosis para esperar la llegada de Mamalola. Llegó con el crepúsculo y se paró enfrente de Luciano, iluminada en perfecta simetría por los rayos del sol vespertino que se filtraban entre las ramas, creando un efecto sobrenatural. Su rostro era el de los indios mayas, con la expresión de angustia que llevan por la larga espera, por las vejaciones sufridas desde que los hombres blancos los convirtieron en sirvientes y los crucificaron a creencias antagónicas a su esencia. A un lado de la india, estaba un hombre iluminado también por el sol. Luciano cerró los ojos, el licor lo hacía alucinar, pero volvió a abrirlos y el hombre seguía allí. Mamalola le dijo: —No temáis hijo. Éste es Cristo Jesús, hijo de Yahvé Dios, creador del universo visible e invisible. La voz del hombre se escuchó. —Soy el hijo de Yahvé, tu Dios, el que te trajo aquí. Miró los ojos de Luciano, unos ojos claros, transparentes, como las aguas de los cenotes. En esas aguas estaba la respuesta a todas las preguntas, el principio y el fin, la bondad y la justicia. Luciano había escuchado muchas veces a la gente regocijarse por haber encontrado a Dios, pero ignoraba que se lo podía hallar físicamente. De pequeño, se imaginaba al Dios omnipotente como un gigante sentado en una nube, rodeado de ángeles, pero el Dios que le llevó Mamalola era un hombre como él. Blanco, con una nariz más grande de lo normal, un poco jorobado. ¿Qué diablos contenía la bebida de Mamalola que lo hacía ver esas estupideces? ¿Quién era él para conocer a Dios? Dedujo que estaba en el paraíso, que lo que decía Mamalola era cierto, Margarita volvería, Dios existía, como quiera que se llamara: Yahvé, Hunab Kú, o Brama. La muerte, la

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aterradora muerte tan temida por los humanos, no era más que el principio, el Génesis de una cuenta nueva. El hijo de Yahvé volvió a hablar. —Ha llegado el momento que anuncié a Pedro hace dos mil años, el día del Señor; el tiempo en que los elementos se derretirán por el fuego y la tierra, con todo lo que encierra, será consumida; debes esperar, hijo, cielos nuevos y tierra nueva, todo debe empezar otra vez aquí. Es tu misión ser el cimiento de la vida nueva, iniciar el último de los ciclos antes de que vivos y muertos se presenten al juicio final; será tu deber seguir los mandamientos de la ley divina, ver que el nuevo hombre, que nacerá en Ah´tlán, los siga también para gloria de mi padre. La nueva oscuridad cubrió el cielo. Luciano yacía en la hierba, observado por Mamalola. Ella entendía lo que el muchacho acababa de vivir. Lo difícil que sería asimilar una experiencia para la que ningún hombre, incluyendo al más creyente, estaba preparado. Lo dejó dormido, no despertó en quince horas. Al tercer día, abrió los ojos. Vio la cara de Mamalola, quien veló su sueño sin descansar. Le sonrió, le ofreció como desayuno una jarra con la pócima. Luciano despertó con el sabor de Margarita en el paladar. Se sentía poseído por una inexplicable lubricidad que se extendía por cada poro de la piel, por todos los sentidos y todas las neuronas. Impulsivamente abrazó a Mamalola, recargó la cara en el pecho de india que lo cobijó, lo protegió contra todos los males. Sus brazos contenían la fuerza y la ternura de todas las mujeres del universo. —Os estáis preparando espiritualmente para la misión que os ha sido encomendada por los dioses. El amor es el único camino despejado para poder iniciar una nueva cuenta, para dar validez a las profecías. Fuisteis elegido por Margarita. Permití que Soledad abandonara Ah’tlán, la única que lo ha hecho, para que su nieta os encontrara. Recibí el mensaje claro de Hunab Kú. Soledad era la portadora de la información genética para engendrar a la madre de la iniciadora. Margarita, por su cuenta, tendría que encontrar el amor, y vos os atravesasteis en su camino. —Explícame algo, Mamalola. Qué significan las letras AUM que llevo grabadas en mi mente desde que apareció Jesucristo. No logro comprenderlas, ni por qué están cinceladas en mi memoria. —Explícame algo, Mamalola. Qué significan las letras AUM que llevo grabadas en mi mente desde que apareció Jesucristo. No logro comprenderlas, ni por qué están cinceladas en mi memoria. —La purificación de vuestro espíritu empieza a mandar las señales necesarias. Los humanos han conservado, desde el principio del tiempo, las tradiciones referentes a la creación. Cada raza, desde su punto de vista, ha adoptado su propio simbolismo. Nuestro padres, los mayas primitivos que habitaron Ah’tlán, pretendieron transmitirnos el culto al Dios único, creador de todas las cosas, y la creencia motor de que la vida surgió del caos, de la coincidencia cósmica, pero dirigida por el dedo y la inteligencia suprema del Creador. El más importante jeroglífico de la primera época se componía de tres círculos colocados en forma de pirámide, de tal forma, que se leía uno, dos y tres en números esotéricos, escritos en caracteres de la cultura náhuatl. El mismo número

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representa un enigma en el Indostaní, a través de la mítica sílaba AUM de la trinidad sánscrita. En Mongolia y en el Tibet, AUM representa una fórmula mágica para los yoghis; en el Manava-Dharma-Sastra, el más antiguo de los libros indios, se puede leer: Al principio, únicamente existía el infinito llamado Aditi. En el infinito moraba AUM, cuyo nombre debe presidir todas las plegarias e invocaciones; el libro de Manú, llamado Sloka 77, menciona también el AUM, interpretándolo como la trilogía formada por la tierra, el cielo y el firmamento; el Ramayana dice que AUM significa al Ser de los Seres, sustancia triforme, incorpórea, indescifrable e impasible; el Paraná, libro sagrado de los Vedas, sostiene que el tiempo puede hacer olvidar el holocausto del fuego, las purificaciones y los ritos sagrados, pero nunca el AUM que sirve de emblema al Señor del Mundo; para los orantes del Ganges, AUM entraña el sentimiento trascendente de la sabiduría, le atribuyen la capacidad de poner al organismo en el estado propicio para la cristalización del atmán. Luciano escuchaba la voz, sin alcanzar a comprender, esforzándose para asimilar. Ante el silencio de Mamalola, se atrevió a preguntar. —Puedo entender que sea un enigma para todas las civilizaciones, que nadie conozca su significado. —Lo que no habéis acabado de entender, es que en Ah’tlán está concentrada la sabiduría, la historia del cosmos y de la humanidad. Para Hunab Kú y Yahvé, que son el mismo Dios, no existen los misterios. —Entonces, conoces el significado de la misteriosa sílaba. —Todos en Ah’tlán lo conocemos. Es de origen maya, una de las pruebas de que el umbral de todas las civilizaciones está aquí. El problema es que los antropólogos y filólogos modernos están ciegos a las señales más elementales. La maya prehistórica es la misma lengua que los nagas hablaron en el indostán en la época de gloria de la Atlántida, antes de que el desbordamiento del cenote sagrado la convirtiera en el océano que Colón recorrió para llegar a América. Los eruditos de la antigua Babilonia hablaban maya hasta ocho siglos antes del nacimiento de Cristo. La sílaba misteriosa ha prevalecido durante todos los tiempos en la mente de los mayas, que por instinto conocen el significado hasta nuestros días. AUM es un acrónimo naga-maya concebido en la era de los atlantes, consignado en el libro de los vedas por los brahmanes sánscritos, herederos de la cultura naga-maya. La lengua madre maya representó el idioma religioso de los brahmanes, pero con el paso del tiempo, fue olvidada. AUM volvió a ser un misterio para las generaciones subsecuentes. —Pero —insistió Luciano—, ¿qué significa? —Viene de las iniciales de Ahau, que significa: El Señor; de U, atributo femenino del Creador que significa Luna; y de Mehén, cuyo significado es Hijo. Representa la Santísima trinidad en la que se dividen Hunab Kú y Yahvé. Volvió a quedarse solo, dejando que las revelaciones recibidas se asentaran en el torbellino de sus pensamientos. Entonces, el encuentro con Margarita, cuando estuve a punto de atropellarla, no fue casual. Estuvo orquestado durante siglos por fuerzas superiores. Según Mamalola, Margarita es la reencarnación de la diosa Ixchel, y de la

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princesa Ix Chéel, esposa de Rodrigo de Guerrero. Ella me seleccionó, después de la coincidencia, para procrear al primer hombre, responsable de volver a iniciar un nuevo ciclo para la humanidad, después del Apocalipsis. Su muerte me obligó a posponer la primera relación sexual. Tiene que llevarse a cabo aquí. La nana Mercedes, doña Soledad, doña Teresita, Peter von Wobeser y el indio Ko, fueron el vehículo para que pudiera llegar a este lugar escondido. Ya pasaron tres días, faltan sólo cuatro para que Margarita aparezca. La mañana del cuarto día transcurrió sin que Mamalola apareciera. La inminencia de la oscuridad le produjo miedo. Empezaba a depender del cobijo de la anciana, que fungía como guía y organizadora de todo lo que estaba ocurriendo. Bebió el elixir, único alimento, y se acostó en su cama de flores. Su mente se despegó del cuerpo. Llegó a la altura de las nubes grises que manchaban el cielo crepuscular. Desde la altura, tenía una panorámica esplendorosa de Ah’tlán. Vio la pirámide de la entrada y una iglesia católica en el otro lado de la ciudad, construcción clásica de la arquitectura española de la mitad del milenio. En el centro, un árbol inmenso acariciaba con su follaje al cielo, y dos ríos, que parecían haber sido diseñados por el hombre, cruzaban la población de oriente a poniente y de sur a norte. Seguía extasiado con el panorama, cuando vio a un indio maya flotando junto a él. Estaba ataviado elegantemente con un sombrero formado por víboras de cascabel y una túnica blanca que le llegaba hasta los pies. El extraño se presentó. —Así que eres el elegido. Permíteme presentarme. Soy el Gran Sacerdote y Agorero Chilam Balam del pueblo de Maní. Mi misión es relatarte la última profecía maya. Habrá un nuevo Señor en esta tierra. Se afirmará con gran dolor el curso del Katún que viene, cuando acabe el tiempo que ha estado por encima del orgullo de los itzáes. Un tiempo de frescura sustituirá a un tiempo abrasador. Cuando haya terminado el Katún, se verá aparecer a los descendientes de los príncipes cuyos rostros fueron estrujados contra el suelo, los que fueron insultados en su tiempo; y será una nueva cuenta, y terminará la potestad de quienes hoy se autodesignan árbitros universales y solamente han traído el dolor y la guerra. Dios enviará otra vez el diluvio y permitirá a las aguas subterráneas salir nuevamente y cubrir la tierra; y sólo sobrevivirá Ah’tlán, protegido de la devastación por el amor, y bajará el hijo del hijo de Yahvé y dará testimonio de que su padre fue realmente crucificado dos días atrás, y bajará también, como lo prometió el verdadero Dios, el que creó el cielo y la tierra. Los grandes serán pequeños, los humillados serán otra vez grandes, y nacerá el primer hombre de la nueva Cuenta Larga, el sucesor del primer árbol de la tierra, y amanecerá para los que crean, volverá a salir el sol y los mayas volverán a empezar. En el quinto día, despertó vigilado nuevamente por Mamalola. —Buenos días, niño Luciano. Respondió agraviado. —Ayer no viniste. —Me fue imposible. Tuve que solventar asuntos importantes. La gente de Ah’tlán está inquieta con vuestra presencia. Muchos os vieron llegar y la voz ha corrido por todo el

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pueblo. Fue a verme un grupo de los más importantes. El sacerdote principal, el regidor, un grupo de maestros y la representante de las mujeres, que han creado una asociación en defensa de su género. Querían saber quién era el hombre blanco que llegó a Ah’tlán y por qué estaba en el sitio sagrado, vedado para todos en el pueblo. La sangre maya que corre por sus venas los hace conocer las profecías por instinto, presienten que algo importante va a pasar. Vuestra presencia causa inquietud y temo por vuestra seguridad. —¿Corro peligro? —Ningún mortal puede haceros daño. Estáis protegido por las más poderosas fuerzas del universo. El único peligro lo representan los Bolontikú, o señores de la noche, pretendiendo evitar desde el inframundo la fecundación de Margarita. —¿Cómo puedo reconocerlos? —Es casi imposible. Son astutos, pueden tomar mil formas. Quizá aparezcan como mujer irresistible, para tentaros, o tomen la forma de alguien en quien confiáis para confundiros. Son muchos y debéis conocerlos para resistir sus tentaciones. En el primer vado están los dioses de la guerra y del sacrificio, portentosos instigadores del mal; más abajo, está Cit Bolon Ua, el decidor de mentiras, que engaña, que enreda a los incrédulos con sus farsas, es unos de los más peligrosos porque todo lo que dice lo disfraza de verdad; podrían aparecer también Ah Cup Cacap, especialista en quitar el aire y provocar la asfixia, Uuc Stay, dividido en siete fuerzas de la muerte, o el temible Chaak Bolay Can, la serpiente roja carnicera. Son cientos los dioses del Metnal, cualquiera puede haceros caer en tentación. La única defensa es la fe. Los dioses son polifacéticos, cambian de rostro a voluntad, y lo peor es que pueden traer la bondad o la maldad según su humor. Soy un ser humano, hijo, nada puedo contra dioses; hasta el hijo de Yahvé fue tentado en el desierto por Luzbel, la más bella de las luces, el rey de los demonios. Sólo tenéis dos armas para defenderte: el amor por Margarita, y la fe en Hunab Kú. Son vuestra adarga y vuestra bandera. La noche del quinto día estaba silenciosa. Demasiado callada. La fauna nocturna enmudeció. El viento detuvo su murmullo y el riachuelo su canto. Luciano estaba nervioso, angustiado, atrapado en un miedo similar al que sentía de niño con las historias de terror. Aprensión irracional. Estaba harto de tantas imágenes oníricas, de estar tanto tiempo solo. El silencio y el cielo negro, sin nubes ni estrellas, le angustiaban. No había comido en cinco días y, aunque no tenía apetito, sentía el estómago pegado a la espalda. Decidió beber el elixir de Mamalola para espantar el miedo. Se sentó a beber, recargado en su árbol favorito. El licor fue haciendo su efecto, y logró relajarlo, incluso ponerlo eufórico. Las escenas de los días pasados con Margarita proyectaron en su mente una película en blanco y negro. Recordó el día en el que la conoció, después de haber estado a punto de atropellarla; sus primeras citas y salidas, las caricias y los besos en el coche, en los cines, su piel, su boca. Gotas de sudor resbalaban por su cuerpo, erotizándolo, deseaba que apareciera Margarita, se sentía solo, muy solo. El silencio fue roto por el ruido de unas pisadas. No podía ser Mamalola, ella no producía sonido al caminar. Se puso de pie, alarmado. Se dio cuenta de que estaba ebrio, difícilmente podía sostenerse de pie. Le produjo risa haber pillado una borrachera en ese lugar sagrado. Un pequeño viento levantó el aroma de las flores

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de Xtabentún, era el mismo olor que despedía la piel de Margarita, el efluvio de sus locuras. Su sangre ardía. Apareció de entre los árboles una dama muy hermosa. No era Margarita, pero era lo más bello que había visto. Una túnica ligera hacía lucir su cuerpo, y su cabellera se derramaba sobre la espalda hasta rozar las flores blancas. Habló a Luciano con una voz cálida. —Hola. —¿Quién eres —Soy la princesa Ixtabay, hija de la flor madre del Xtabentún, descendiente directa de los reyes de Ah’tlán. Suelo venir a este sitio en las noches de verano, a soñar un poco. Mamalola me dijo que éste era un sitio prohibido para los habitantes de Ah’tlán. —Para esa señora todo está prohibido. Sabemos que tiene demencia senil, y que se pasa la vida soñando con pasados gloriosos, esperando la llegada de no sé qué ridículas profecías, esperando que sus antepasados resuciten. —Para esa señora todo está prohibido. Sabemos que tiene demencia senil, y que se pasa la vida soñando con pasados gloriosos, esperando la llegada de no sé qué ridículas profecías, esperando que sus antepasados resuciten. Mamalola fue una persona muy importante en Ah’tlán, pero de su sabiduría nada queda. Pobre, está loca. Dice que cuidó a Rodrigo de Guerrero hace quinientos años. Luciano, caballeroso, ofreció una jarra de licor a la aparición. Juntos se sentaron a beberlo. La luna apareció justo en ese momento y se ubicó en el centro del círculo que formaba el follaje de los árboles, en una simetría perfecta. Les enviaba su luz en una versión de color azul. Luciano no podía dejar de admirar el cuerpo de la bella dama. Era hermosa, muy hermosa. La brisa pegaba la tela de seda a sus formas, y su voz era música primigenia, sonido original. —Soy descendiente de Rosario, la hija de Rodrigo de Guerrero, la princesa. Mi nombre es Ix Tabay Leonor. He esperado por años vuestra llegada. Las mujeres de Ah’tlán tenemos una gran limitación, sólo podemos casarnos con hombres de aquí. Así ha sido por cinco siglos, con una sola excepción: doña Soledad Santibáñez. Ella encontró aquí, en este sitio, a un hombre blanco, y pudo salir de Ah’tlán. He soñado muchos años con seguir sus pasos, encontrar a mi propio hombre blanco. Vengo por las noches a esperarlo. Luciano estaba hipnotizado por la voz de la joven india. Le hablaba de la abuela de Margarita, sabía más que los demás; la mente del visitante giraba en círculos, todo se juntaba. —¿Entendéis? Os he estado esperando. Se puso de pie y permitió que la seda se deslizara hasta la cama de flores creando el espectáculo erótico más espectacular; El cuerpo de la Ix Tabay era perfecto. Su piel morena rebotaba los rayos de la luna en todas direcciones Su cabello se movía de un lado al otro. Besó a Luciano en la boca; tenía el sabor de la naturaleza, de todo lo que lo rodeaba. Lo recostó y le quito la ropa, besó cada parte de su cuerpo. Luciano estaba en llamas.

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Un relámpago iluminó la noche del Caribe y encendió el cielo por unos segundos. Luciano vio el rostro de Margarita y escuchó el trueno. Empujó con brusquedad a la joven que estaba a punto de hacerle el amor. Gritó: —Margaritaaaaaaaa. La Ix Tabay intentó continuar con la seducción, pero Luciano había recobrado la conciencia con el relámpago. Su mente repasó las palabras de Mamalola unas horas antes: Los dioses del Inframundo son muchos y pueden tomar diversas formas incitantes. Las únicas defensas son el amor y la fe. Estaba siendo tentado por los señores de la noche, que habían tomado la forma de la más voluptuosa de las mujeres. Tomó fuerza y gritó: —¡Aléjate de mí! Sólo puedo amar a una mujer, y está a punto de llegar. La Ix Tabay enfureció. De sus ojos brotaron chispas y su voz se transformó en la de un hombre soez, que se perdió entre los árboles, imprecando a Mamalola y a toda se descendencia. Luciano volvió a quedarse solo, dormido, soñando. Despertó a la primera luz. Una vez más su primera imagen fue la cara sonriente de Mamalola, velando su último sueño. —Buen día, niño. Margarita y yo estamos orgullosas de vos. Fuisteis tentado anoche por los señores de la noche. Nadie, nunca, había podido sustraerse a los encantos de la Ix Tabay. Os enviaron la más poderosa de las armas, y los vencisteis. —Estuve a punto de caer, Mamalola, pero un trueno del cielo me despertó a tiempo. —Es lo que esperaba. La solución a todos los problemas del mundo reside precisamente en el amor, pero los hombres lo han olvidado. El mundo está de cabeza, hijo, los hombres se matan unos a otros, contaminan la naturaleza con sus desperdicios. El libre albedrío otorgado ha sido utilizado para el mal. Por eso, todo tiene que volver a empezar, ¿lo entendéis ahora? Las profecías deben cumplirse. El hombre se ha destruido a sí mismo, los imperios se han derrumbado cíclicamente. —Mamalola. ¿En verdad nacieron aquí los primeros hombres?, ¿existió la Atlántida?, ¿fue poblada por los mayas? —Todo es verdad. —Pero no existe prueba científica alguna que avale esa teoría, no hay rastros de una civilización en lo que hoy es el océano Atlántico. —Hay muchas más cosas en el universo de las que podemos entender con los sentidos. La ciencia está en pañales, vislumbra apenas vestigios de todo lo que ha pasado. Las cosas esenciales sólo pueden percibirse a través de la intuición, de la fe y del amor.

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La península de Yucatán emergió precisamente cuando desapareció la Atlántida, sede de la más portentosa civilización hasta ahora conocida. El griego Platón la describió trescientos años de la llegada del hijo de Yahvé. Ah’tlán es la única parte de ese continente que sobrevivió adosada a esta península. Cuando los dioses de la creación apartaron las aguas de los lugares bajos, para permitir a la tierra formar los montes y las montañas, quedaron a la vista los continentes. El más grande de todos era la Atlántida. Tierra florida, de grandes bosques e insólita flora y fauna. Con yacimientos de oro y plata, y los demás metales que permitieron a los atlantes desarrollar su sofisticada orfebrería. En ese continente se construyó la ciudad más asombrosa que podáis imaginar. Llegaron a tal poder los mayas-atlantes, desarrollaron una ambición tan desmedida, que provocaron la ira de los dioses originales. Hunab Kú enfureció ydesencadenó un terrible terremoto y permitió que las aguas del gran cenote cubrieran la tierra en el tsunami universal. A los dioses siempre les ha molestado que los humanos pretendan tener más poder que ellos. Sólo pudieron salvarse algunos de los mayas-atlantes, los que habitaban en los extremos. Se inició entonces la diáspora. Algunos emigraron hacia lo que hoy es América. Los del otro extremo, se convirtieron en los antiguos egipcios, los godos y los escitas. Los sobrevivientes se dispersaron por todo el mundo. Crearon grandes civilizaciones, intentando imitar la arquitectura de las ciudades atlantes. El mundo de los faraones de Egipto y las grandes ciudades de Mesoamérica, persiguieron siempre reproducir la civilización perdida. Por eso las similitudes de las botánicas de Asia y América y la fisonomía de sus habitantes. Eso explica también la asombrosa semejanza entre las pirámides de Egipto y las de Teotihuacan, entre los arcos de Mecenas y los de Palenque, por sólo citar algunas coincidencias. Todo empezó aquí. No en Mu ni en Lemuria. Los lemurianos son descendientes directos de los primeros mayas. Pero no os atormentéis más. No pretendáis asimilar en siete días las verdades que la humanidad no ha podido entender en miles de años. Falta sólo un día para que os reunáis con Margarita, aquí, en el Alfa prometida. Amaneció la vida al séptimo día. Luciano Arteaga ya no tenía miedo, no dudaba de nada. Había entendido que la ciencia del hombre no podía explicar la milésima parte de las verdades universales, no podía descifrar el pasado, ni comprender el futuro. No le importaba su misión, ni la locura vivida. Lo único que esperaba era la aparición de su esposa. El día transcurrió en total calma. Luciano intentó aterrizar parte de la información recibida. Sabía que los grandes imperios se habían derrumbado durante toda la historia del hombre. El día de un nuevo final y de un nuevo principio estaba por llegar. El último día sería el once de enero de 2013. Sólo restaban unos años para iniciar una nueva cuenta, a partir del hijo que iba a concebir con Margarita. De ser así, sólo quedaban unos cuantos años a los pueblos de la tierra, incluyéndolo a él y a su familia. Le dieron ganas de llorar. ¿Por qué Dios, el ser omnipotente, bondadoso, que creó al hombre a su semejanza, tomaba venganza de sus hijos periódicamente? ¿Por qué destruirlos por quinta vez? ¿No existía acaso una solución menos radical? ¿Y por qué —pregunta incontestable— no se atrevía a terminar de una vez por todas con ese ser humano tan hostil? ¿Por qué dejaba siempre una salida a la continuidad? ¿Temía acaso el poderoso Dios que al desparecer el hombre, desapareciera también Él? Si no, ¿por qué avisó a Noé del Diluvio y a Mamalola de la nueva inundación?

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¿Por qué elegía siempre el agua para terminar los ciclos? Anocheció. Luciano, con sus siete días sin comer, tenía los sentidos exaltados al máximo. Podía escuchar la caída de una hoja, comprender el aroma de cada elemento vegetal y mineral, percibir los colores con una intensidad inexplicable, percibir una gota de sudor resbalar sobre su piel. Sentía el paladar inundado con el sabor del elixir. Se imaginaba transparente, lejos de la contaminación, no sólo la ambiental, sino de la contaminación de las ideas, de los grandes relatos del hombre que se excluían unos a otros, de la envidia, de las estupideces sociales. Su cuerpo y alma estaban vírgenes. Se durmió temprano, arrullado por la orquesta sinfónica de los árboles. ¿Saldrá el sol hoy? Surgirá. Y el hombre experimentará la bajada de Hunab Kú y vivirá muchos días para cumplir con sus deberes. ¿Saldrá el sol hoy? Surgirá. Y el hombre experimentará la bajada de Hunab Kú y vivirá muchos días para cumplir con sus deberes. El sol apareció victorioso. Su luz iluminó la parte oscura de la tierra, los hombres y los animales se estremecieron. Luciano despertó. Era el día. Se sumergió en las aguas del arroyo para limpiar su cuerpo. Se sentó en la orilla a esperar, con los pies metidos en el agua fresca. La mañana era espléndida, atascada de luz y de paz. El mundo exterior había desaparecido. La vio llegar como la recordaba: blanca, sutil, caminado descalza sobre las flores, con su vestido de novia. Se fundieron en un abrazo. Luciano le dijo. —Perdóname. Perdóname por haber escatimado el tiempo, por no haber aparecido antes, por no haberte cuidado mejor. Llévame contigo, nada tiene sentido lejos de ti. —No amor, no puedo. Todo tiene que seguir las reglas universales. No hables más. Luciano la besó. Desabrochó los botones del vestido de novia. Le quitó el liguero, la prenda nueva, la prenda azul. Dejó que el viento se llevara la ropa. Tenía ante sí el espectáculo más virginal y erótico que hubiese presenciado ser humano alguno. Por primera vez, tenía a Margarita completamente desnuda y dispuesta para él. Besó cada milímetro de la piel. Cayeron en un lecho de Xtabentún y se entregaron hasta alcanzar el culmen del amor. La hora exacta del crepúsculo los encontró abrazados, casi fundidos. La niña tenía en su mirada una expresión bastante mundana. El ángel de la pureza había cedido su lugar a una mujer ardiente, explosiva, dominante. Completamente desnudos, regresaron a la casa. Mamalola no estaba. En el comedor encontraron servida la comida. Margarita sirvió el elixir que encontró en una jarra, y

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brindaron por su amor. El brebaje producía en los amantes un efecto muy especial. Un deseo inagotable que saciaban haciéndose el amor, saboreando los exquisitos manjares de la mesa, mirándose a los ojos durante horas, paseando de la mano por el bosque, sin ropa, sin espectadores, sin tiempo. El mundo entero era para ellos. Tres días y tres noches duró el milagro. No quedó un solo sentido sin satisfacer. Luciano y Margarita vivieron, en setenta y dos horas, la historia completa del amor, desde que Adán y Eva lo iniciaran ahí mismo, en Ah’tlán. La última noche se quedaron dormidos en el claro del bosque. En el mismo sitio en el que se habían amado. Al despertar, Margarita había desaparecido. Luciano regresó a la casa. No le dio pena que Mamalola lo viera desnudo. Tuvieron una última conversación. —Luciano, gracias por lo que has hecho. Ahora debes marcharte. Luciano besó desesperado a la mujer. Se vistió y caminó de su mano hasta la entrada del pueblo. Después de bajar la pirámide y sumergirse en el agua del cenote, fue conducido por cuatro habitantes de Ah’tlán hasta Cabo Catoche. Ahí encontró a Peter von Wobeser, esperándolo. Regresaron juntos a Mérida. Luciano tomó el avión que lo llevaría a la ciudad de México, no sin antes haber relatado cada detalle de la historia al antropólogo. Von Wobeser vio despegar el avión con tristeza. La cuenta regresiva del trece Baktún se había iniciado. La última profecía se empezaba a cumplir, y se acercaba el término del gran ciclo de la Cuenta Larga. XII. La Villa de la Atlántida fue inaugurada por el Gobernador de la Ciudad de México. El mundo apreció la creatividad del arquitecto Luciano Arteaga, creador de un centro habitacional original. Las casas recordaban la arquitectura de los pueblos mesoamericanos. Dentro del más moderno centro de vida de la Capital, Luciano creó un pueblito lleno de colorido, de magia e ingenuidad, construido alrededor de una gran ceiba y atravesado por dos ríos. La gente que vivía ahí, aseguraba haber encontrado el paraíso. Epílogo Once de enero de 2013 El cielo comenzó a nublarse, presagiando una gran tormenta…

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FIN AUTOR: ALVARO A�CO�A

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