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NARCOTRÁFICO

E IDENTIDAD JUVENIL

Luis Javier Corvera QuevedoJosé de Jesús Lara Ruiz

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Narcotráfico e identidad juvenil. –México: Universidad Autónoma de Sinaloa/Ediciones del Lirio, 2012 XXX, [x] pp. : 17 x 23 cm

D. R. © 2012 Universidad Autónoma de Sinaloa

Impreso y hecho en México / Printed in Mexico

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A mis hijos Sendick y Yussim.

A mi esposa Ofelia Sarabia.

A los jóvenes estudiantes de bachillerato que con su participación hicieron posible la realización de esta obra.

Luis Javier Corvera Quevedo

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NARCOTRÁFICO E IDENTIDAD JUVENIL

UN FARO DE LUZ

Javier Valdez Cárdenas*

Una sociedad que aísla a sus jó-venes, corta sus amarras: está condenada a desangrarse.

Kofi Annan, secretario general,onu.

“Antes de morir quiero tener la posibilidad de matar a unas seis o siete personas”. Es un joven de preparatoria. Tiene entre 15 y 19 años. Sus ojos brincan como galopa el potro indómito que anida en su pecho: vive en una ciudad, un país, que oferta la muerte, que ha instalado un bufet con todas las formas absurdas, estúpidas y grotescas para saborear, gozar y sufrir el fin violento de la vida.

El testimonio que recogen Luis Javier Corvera Quevedo y José de Jesús Lara Ruiz, catedráticos e investigadores de la Universidad Autónoma de Sinaloa (UAS) en Narcotráfico e identidad juvenil, refleja lo que somos: el narco nuestro de cada día.

El narcotráfico dejó de ser hace mucho un fenómeno policiaco, de buenos y malos, policías y ladrones, militares y sicarios. Ahora es una forma de vida que todo lo salpica e inunda a tal grado que aquello de que “el que nada debe nada teme” ha dejado de tener

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* Javier Valdez Cárdenas es reportero y columnista del semanario Río Doce, corres-ponsal del diario La Jornada. Autor de las obras Los Morros del Narco, Miss Narco, entre otras.

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vigencia en Sinaloa y muchas regiones del país. En este escenario de tomar atajos hacia el infierno, todos tememos, aunque no deba-mos nada. Y son muchos los que han muerto a balazos mientras laboran o se trasladan a la escuela u oficina o están detrás de un mostrador. Y no eran matones ni vendían droga ni tenían asuntos pendientes con el crimen organizado. Solo estaban, eran, vivían. De ahí el valor de la frase “es un peligro estar vivo en Culiacán”, usada en diversos textos periodísticos sobre la criminalidad.

Ahí viven y conviven, mueren y son asesinados, los jóvenes. Los que están vivos tienen que posponer sus sueños porque no hay dinero para seguir estudiando y porque la falta de oportu-nidades laborales, los bajos salarios, les cortaron las alas. A los otros, los muertos, les cortó la vida el narcotráfico, la impunidad, la policía o el ejército. ¿Cuántos de los cerca de 50 mil asesinados durante el sexenio de Felipe Calderón eran inocentes? No son po-cos, pero quizá nunca lo sabremos. Así lo dicta la guadaña ende-moniada de unos y otros, en un país sin gobierno ni leyes, en el que muchas de las ciudades y comunidades son controladas por el crimen organizado.

El narcotráfico ejerce su poder y no hay mejor apología y pro-paganda que la realidad misma: el sicario que tiene camioneta y bolsos hinchados de dólares, cuenta con armas, protección de los cuerpos de seguridad, joyas y mujeres. El narco que no tiene com-petencia porque la sociedad, la iglesia, la autoridad, los partidos, están postrados o seducidos o son cómplices. El narco y esa atrac-tividad. El narco y su seducción sin parangón. Del otro lado están las familias desintegradas, niños y jóvenes con casa pero sin hogar y sin amor, la pobreza, el hambre y la creciente desigualdad social provocada por políticas económicas y sociales que solo ahondan las abismales diferencias entre los que tienen y los que no.

Por eso tiene vigencia y gran valor la investigación realizada por Corvera y Lara. Además, se trata de un estudio en medio del

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páramo nuestro: en Sinaloa y en casi todo el país son pocos los académicos que asumen la responsabilidad de diseccionar la reali-dad nuestra frente al fenómeno cotidiano del narco, el ejercicio de poder, los aspectos socioculturales, la identidad que distorsiona y genera. En una sociedad que no se ve frente al espejo, con organi-zaciones enmudecidas, partidos y líderes silenciados, universida-des extraviadas en el desierto de lo acrítico, el trabajo académico de estos investigadores asoma del otro lado de la bruma silente y macabra, como un faro de luz, una batalla ganada en la búsqueda del puerto seguro, un abono al conocimiento y contra la desespe-ranza.

“Quiero saber cómo se siente una persona que le ha quitado la vida a uno de los suyos”, dice el mismo joven preparatoriano, en el testimonio recogido en este libro. Ojalá con esta investigación, y a pesar de estos testimonios —o quizá por ellos—, nos animemos a reconocer ese narco nuestro de cada día, al que parimos y metimos a la alcoba de nuestra vida cotidiana, y nos sostengamos la mirada frente al espejo: para que nunca más ningún joven se plantee la po-sibilidad de matar solo por experimentar.

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PRESENTACIÓN

Hasta ahora existen pocos estudios socioculturales enfocados a la identidad de los estudiantes de bachillerato (nivel medio superior) con el narcotráfico. No obstante, por separado diversos autores abordan esta temática.1

La situación de la educación y de este sector social, tanto en el país como en la entidad sinaloense, es crítica, sobre todo si se toma en cuenta que “en México solo estudia 46 por ciento de los jóvenes y la deserción es sumamente alta” (Valenzuela, 2009: 31), aunado al hecho de que un gran número de los jóvenes podría considerar que es más fácil escalar socialmente, a través de las actividades ilí-citas, en particular aquellas relacionadas con el narcotráfico; sin duda va a prevalecer en ellos la percepción de que no es a través del estudio y la obtención de títulos universitarios como se habrá de lograr algún progreso económico.

Con respecto al sistema educativo vigente, nos impone una vi-sión de la realidad a través de un plan de estudios que el personal académico y los estudiantes deben acatar en todos sus términos. En tal sentido, hoy contamos con programas de estudio que prio-rizan la educación por competencias; es decir, partiendo de los co-nocimientos previos de los estudiantes, se pretende que constru-yan nuevos saberes para que sean capaces de “saber hacer” ante la problemática académica y socioeconómica que se les presente.

1 Entre quienes tratan en sus escritos sobre la juventud, destacan: Salazar, 2004; Pérez Islas, 2008; Valenzuela, 2009; sobre la identidad, Erickson, 1989; Castells, 2000; Güemez, 2003; Giménez, 2007; sobre el narcotráfico, desde la perspectiva cultural: Valenzuela, 2002; Astorga, 2004 y Cajas, 2009.

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Sin embargo, las deficiencias escolares se aprecian cuando el jo-ven manifiesta poco interés por el aprendizaje, o al momento en que el sistema educativo ejerce un control para seleccionar las ca-rreras que se va a estudiar; también en torno a los programas aca-démicos que se van a aprender por parte del bachiller, así como en la insistencia de las autoridades por imponer una forma de com-portamiento en la escuela, y la pretensión de regular la conducta de los jóvenes dentro y fuera de la institución.

Lo que se aprecia es la insuficiente participación del Estado mexicano para apoyar el renglón educativo, pues pareciera ir per-diendo importancia la educación en la medida en que se va alejan-do de las expectativas de los jóvenes para lograr el ascenso social por esta vía. Al mismo tiempo que al graduarse no encuentran empleo y si lo consiguen, se dan cuenta de que los salarios son irrisorios y muchas de las veces sin las prestaciones laborales que favorezcan su calidad de vida.

Aun así la escolarización formal del nivel medio superior lleva a conceptualizar la escuela como un espacio de interacción fun-damental para los estudiantes del bachillerato. Es en ella donde se manifiestan la relación con sus pares, su capacidad reflexiva, sus vivencias, creencias y anhelos. Pero también en donde observan a otros jóvenes que poseen dinero y autos nuevos, que asisten a fiestas, que se emborrachan y que tienen éxito con las mujeres. En-tonces pretenden emular sus actos, pero se encuentran con que sus padres no tienen el poder económico para satisfacer esos deseos y es cuando pretenden acercarse a la ilegalidad: vender droga, sica-riato, sembrar marihuana.

Es en este espacio donde adquieren identidad y sentido de per-tenencia, ya sea a la institución, a algún grupo social, académico, político, y en casos extremos con grupos delincuenciales. Los jó-venes llegan a las aulas con el propósito de entender la realidad, la problemática social, pero también se encuentran con preparatoria-

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nos que han decidido ingresar en el narcotráfico como alternativa a las limitaciones económicas de su familia, o por la influencia del entorno social. Por ello, para entender la identidad de los jóvenes del bachillerato universitario con respecto al narcotráfico, debe pensarse la cultura como el elemento que nos da cohesión y sen-tido de identificación con un determinado territorio, el gusto por la música, el vestido, formas de hablar y la religiosidad, entre otros aspectos del ámbito cultural, social y económico.

Entender el proyecto de los jóvenes y su identidad con alguna de las aristas del narcotráfico nos lleva a vislumbrar la necesaria atención a este sector por parte de maestros, autoridades académi-cas y políticas, e incentivar la capacidad que tienen los estudiantes para alcanzar los fines propuestos, muchas de las veces a través de sus propios recursos. Vale decir que el presente trabajo no pre-tende abordar los nuevos perfiles del fenómeno del narcotráfico, tanto en lo concerniente a la producción, comercialización, tráfico y consumo, sino el propósito es estudiarlo y analizarlo desde un enfoque sociocultural en relación con el sujeto (jóvenes del bachi-llerato) y el entorno social.

Es por ello que el texto gira en torno a la siguiente pregunta: ¿De qué manera se ve impactada la identidad del joven del bachi-llerato universitario en relación con el narcotráfico?

A su vez, los objetivos considerados fueron: a) describir la in-fluencia que ejerce el narcotráfico en la identidad del bachiller uni-versitario; b) identificar los símbolos y las prácticas sociales que dan sentido a lo que se denomina la narcocultura, y c) analizar la educación (y en particular la escuela preparatoria) como un pro-yecto alterno a la identificación que sienten los jóvenes hacia el narcotráfico.

El supuesto del que se parte es que: “la identidad de los jóvenes del bachillerato universitario está siendo impactada por diversas manifestaciones del narcotráfico, lo que genera en ellos un senti-

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miento de temor y necesidad de autodefensa ante la violencia ge-nerada por el narco”. Adicionalmente, aun cuando la actividad del narcotráfico es considerada ilegal, entre los jóvenes preparatoria-nos se está incrementando su aceptación.

En el primer capítulo se traza un bosquejo teórico sobre la ju-ventud, desde una perspectiva sociológica y cultural. Asimismo, se analiza el flagelo del narcotráfico como elemento cotidiano entre los jóvenes del bachillerato, y se hace una descripción de ese sector de la población con respecto al mundo seductor del narcotráfico.

En el capítulo segundo se aborda el tema del narcotráfico en Si-naloa desde un enfoque cultural. Teniendo como referente el con-cepto de narcocultura, se exponen sus antecedentes y su influencia en la sociedad, la tolerancia que muestran la sociedad y el gobierno hacia algunos de sus connotados líderes, así como la admiración de los jóvenes hacia ellos. De igual manera se describen los rasgos y las distintas manifestaciones del narcotráfico, incluido el sicaria-to como una actividad delincuencial cada vez más común.

Como parte del tercer capítulo se presentan algunos enfoques teóricos sobre la identidad, su noción como constructo social, con sentido de pertenencia, de reflexión y de representación del poder. Lo anterior se articula en los valores que integran la identidad, así como los elementos que la conforman: el vestido, la música, los símbolos y el territorio.

En el cuarto capítulo se muestran los resultados obtenidos del caso empírico en la preparatoria “Dr. Salvador Allende” de la Uni-versidad Autónoma de Sinaloa y se realiza una interpretación al respecto. Finalmente, el epílogo.

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LOS JÓVENES DEL BACHILLERATO Y EL NARCOTRÁFICO

Veamos el término juventud como plural, es decir, como juven-tudes en un sentido amplio. Históricamente, desde la noción de Aristóteles, pasando, entre otros, por Rousseau, el concepto fue asociado con una connotación negativa en el sentido de un esta-do de imperfección que requiere irse mejorando hasta alcanzar la edad adulta.

En la actualidad ser joven es visto como una etapa de transición en su proceso de formación para que, mediante el dominio de co-nocimientos, habilidades y valores, se adquiera la capacidad para insertarse en el mundo laboral y poder contribuir de ese modo al progreso socioeconómico del entorno social como conjunto. En este marco está vigente el planteamiento de Durkheim que consi-dera a los jóvenes como una continuidad en un contexto sociocul-tural, donde la acción de los adultos sobre las nuevas generaciones es la que contribuye a su socialización. Pero en los tiempos moder-nos emerge la perspectiva antropológica del aprendizaje de pautas culturales entre los mismos jóvenes, sin tomar ya como modelo único el comportamiento de los adultos, y en algunos aspectos como ruptura. Los casos más elocuentes son explicados por la escuela crítica cuando los jóvenes presentan resistencia al estatus ideológico dominante.

Después de revisar diversos enfoques, la perspectiva sociocultu-ral parece un instrumento confiable para analizar este fenómeno del narcotráfico y su influencia en la identidad de los jóvenes del bachillerato de la Universidad Autónoma de Sinaloa.

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La juventud desde una perspectiva sociocultural

El individuo deja de ser él mismo; adopta por completo el tipo de personalidad que le proporcionan las pautas cultura-les, y por lo tanto se transforma en un ser exactamente igual a todo el mundo y tal como los demás esperan que él sea.

Erich Fromm

Hablan de los mafiosos como unos ídolos, aspiran a trabajar con ellos y a ascender. Para eso hacen hasta lo más absurdo.

Alonso Salazar

Pretender obtener una definición única de juventud es una tarea compleja, pues existen distintos enfoques al respecto. Lo más per-tinente es hablar en plural: juventudes. Por ello, se pueden enun-ciar diversas concepciones al respecto; lo mismo con la relación que guardan éstas con la educación y la cultura, así como también con la identidad y el narcotráfico.

Por juventud se entiende la construcción sociohistórica y so-ciocultural, que a lo largo de cada época va a tener significados distintos. Por ejemplo: en la antigüedad será Aristóteles quien al referirse a los adolescentes y jóvenes lo hará en forma descriptiva y negativa de éstos. Pero quien implícitamente propone el estudio del joven es Jean-Jacques Rousseau y lo plasma en su obra Emilio, o De la educación, cuando habla de la necesidad de educar al niño como tal y no como adulto: “cada edad y cada estado de la vida tiene su perfección conveniente, su peculiar madurez. Y no solo es la infancia una etapa, sino que es un conjunto de estados sucesivos que, progresivamente, conducen al hombre” (citado en Palacios, 2007: 40).

En consecuencia no es de extrañarse que en la visión de este au-tor se empiece a referenciar a la juventud tan solo como un periodo de vida en que las personas experimentan cambios no duraderos y

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cuyas etapas, por ende, son transitorias hasta llegar a la edad adul-ta. La crítica de Rousseau al sistema imperante lo lleva a señalar que al niño se le atribuyen conocimientos que no posee y se le pre-tende dar significados en el aprendizaje que no le corresponden. Esto se puede apreciar cuando al niño se le viste como un adulto, y se le educa en tal sentido; se le habla de su futuro, de sus perspecti-vas. Situación que al niño en esa etapa no le interesa.

En épocas más recientes, ser joven se vislumbra como una etapa de aprendizaje para que se inserte en el mundo laboral. Todo el entorno laboral se diseñó para pasar del hogar paterno al trabajo que se desempeña fuera de éste. En otras palabras, el trabajo de los jóvenes empezó en casa, en forma artesanal, y terminó en las fábricas, con el avance de las fuerzas productivas y la subsecuente industrialización. Por ello, en los distintos momentos históricos “el joven es considerado como proyecto de adulto, aprendiz de ciudadano o, en el caso de los jóvenes pertenecientes a los sectores medios y bajos, como insumo afectivo o reserva para la industria-lización” (Valenzuela, 2009: 109).

Cabe decir que las disciplinas que asumen el tema de la juventud como parte de su campo de estudio enfocan ciertos problemas que para ellos son prioritarios y exponen sus planteamientos teóricos desde su perspectiva disciplinar. Por ejemplo, la sociología ha es-tudiado a la juventud concibiéndola por grupos de edades, y aun-que se hace referencia a este sector como una construcción social y cultural, ya que toma en consideración un conjunto de prácticas que señalan una transición entre el ámbito infantil y la vida adulta, se significa la edad desde una perspectiva biológica, pues se esta-blecen diferencias por el número de años;2 no obstante, prevalecen discrepancias en torno a que…

2 V. gr. con base en el criterio de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que define como jóvenes a las personas con edades comprendidas entre los 15 y los 25 años de edad.

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la juventud se circunscriba tan solo a las edades, más bien se trata de una clasificación social y supone un sistema de diferencias, las cuales se rearticulan de diversas maneras y son las que precisan y dan conte-nido y sentido al ser joven (Reguillo, 2000:102).

En este contexto, al concebir la juventud como una edad tran-sitoria se elude la polémica de que se trata de una construcción so-ciocultural, pues si bien es cierto es compartida por un grupo so-cial o como parte de una etapa de la vida del ser humano, no debe soslayarse que los individuos no siempre van a ser jóvenes, pues en algún momento llegará el ocaso de su vida. Es decir, “como todas las etapas, la juventud es un periodo de transición más que de con-sumación o realización” (Keniston en Pérez Islas, 2008:253).

Para comprender la discusión concerniente a los jóvenes, es necesario remitirnos a los constructores de la sociología. Desde Carlos Marx y Lenin, hasta Max Weber y Emilio Durkheim. En el caso de Marx, en sus escritos sólo hace referencia a los jóvenes señalando las extenuantes jornadas laborales; no obstante, aclara la alienación en la que se encuentra este sector, pues es el sistema capitalista el que ejerce control sobre ellos y da como resultado la falta de conciencia de clase.

Quien va a señalar categóricamente a los jóvenes es Vladimir Ilich, conocido como Lenin. En él está siempre presente la cues-tión juvenil, es el sector que puede cambiar al sistema político y los conmina a aprender y a transformar radicalmente la enseñanza y la educación, en forma organizada, como vía para construir una nueva sociedad.

Con respecto a Max Weber, sus escritos no hacen alusión a los jóvenes o, en el mejor de los casos, solo se mencionan en forma es-casa y de manera circunstancial.

En cambio, Durkheim va a ser más explicito, particularmente cuando define la educación como “la acción de los adultos sobre los jóvenes”. Además de lograr un cierto número de estados físicos

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y mentales que constituyen al ser individual y al ser social; en este último predominan los sentimientos, los hábitos y las ideas pre-sentes en el grupo social de pertenencia, como creencias religiosas, prácticas rituales, etc. Durkheim es quien más se enfocó en los jóvenes, decía que éstos tenían que aprender de los adultos, y que era la forma en que adquirirían su socialización. Vislumbraba en ellos una perspectiva generacional.

De igual manera, la visión antropológica en torno a los jóvenes, va a ser desarrollada por Margaret Mead (1971), quien centra sus investigaciones en el renglón educativo, a la vez que enuncia tres diferentes tipos de culturas:

posfigurativa (de lenta transformación) en la que los niños aprenden primordialmente de sus mayores; cofigurativa (sociedades del cambio moderado) en la que tanto los niños como los adultos aprenden de sus pares, y, prefigurativas (de transformación acelerada), en la que los adultos también aprenden de los niños (Mead, 1971: 35).

La segunda categoría de Mead (1971), denominada la cultura co-figurativa, es la que está presente en el momento de que los jóvenes aprenden de los mismos jóvenes, se aceptan entre ellos y de alguna manera rechazan los principios y valores aprendidos de sus padres. Es lo que pudiera denominarse la dictadura de los hijos sobre los padres.

Como se aprecia, es en la antropología donde se destacan las prácticas culturales de los jóvenes y se analiza el contexto social en que éstos construyen sus identidades, pero también el ámbito en el que discrepan del mundo adulto, que, según ellos, permanece indi-ferente a los deseos, los valores y las formas de concebir un mundo mejor desde el punto de vista de este sector de la población.

En contraste, la corriente sociológica que surge en la Escuela de Chicago sí llega a comprenderlos, y analiza sus conductas y com-portamientos desde distintas ópticas; sobresale su fundador: Al-

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bion Woodbury Small, lo mismo que William James, John Dewey, Charles Pierce y George H. Mead. Estos autores incluyen temáti-cas diversas como movilización sindical, crimen organizado, anar-quismo, etc., pero quienes particularmente abordan la cuestión ju-venil son Frederic M. Thrasher y William Foote Whyte. Aunque es el primero quien va a aportar el análisis conceptual de la delin-cuencia juvenil y el segundo, en torno al desempleo y el abandono de la escuela por parte de los jóvenes (Pérez Islas, 2008).

En otro momento, las investigaciones se enfocaron en temáticas tales como la estética del vestido, el lenguaje, los tatuajes, iden-tidad de los grupos urbanos, el cambio generacional. Empero, existen otros planteamientos teóricos, como los enunciados por la Corriente Crítica o Escuela de Frankfurt, en los que se indaga la forma como los jóvenes discuten y se oponen a la ideología y los valores dominantes, sobre todo en la escuela, y la resistencia a las normas, bajo el riesgo de ser expulsados.

En conclusión, es menester el reconocimiento de que existen di-versas visiones y conceptos en torno a la(s) juventud(es), y cómo éstas se identifican con la educación que reciben en la escuela, en su casa, en su entorno social; lo mismo sus vivencias con la cultu-ra, la identidad y, para efectos del presente trabajo, con el narco-tráfico y sus influencias culturales, cuya aceptación se socializa, como cáncer en un cuerpo enfermo.

De ahí que la caracterización de los contextos y las prácticas culturales y sociales en las que están inmersos los jóvenes nos lleve a revisar con detenimiento actitudes y comportamientos asumi-dos por el bachiller durante su estancia en la escuela preparatoria, como puede ser su forma de vestir, de hablar, de gesticular, alguna expresión artística u otra manera de darse a notar con sus pares y frente a los maestros.

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Enfoque sociocultural del narcotráfico

La gente se hace dependiente no de las drogas en sí, sino, y esto es lo más interesante, del universo cultural que generan

Juan Cajas

El narcotráfico ha permeado tan fuerte en la sociedad, que empie-za a ser estudiado desde diversos ámbitos disciplinares: cultural, sociológico, socio-histórico, jurídico-policiaco, económico. No obstante, el estudio del narcotráfico es poco conocido en México, pues carecemos de un centro de investigación especializado en el tema. Tan es así que conocemos del asunto por la información que nos proporcionan los medios de comunicación, y por lo general éstos redundan en la actividad criminal y policiaca, ponderando las estadísticas de homicidios por meses y años, por sexenios; pero poco se conoce sobre la verdadera naturaleza intrínseca del fenó-meno.

El esfuerzo que hacen investigadores y académicos mexicanos con relación al estudio de este problema social, ya sea desde la óp-tica policiaca o cultural, es digno de admiración y reconocimiento de nuestra parte, en virtud de que

los únicos datos oficiales sistematizados con los que cuenta el público para analizar el narcotráfico en nuestro país provienen, paradójica-mente, de los reportes de las agencias antidrogas de Estados Unidos y de los organismos internacionales como Naciones Unidas (Nexos, enero de 2009).

Existen diversas opiniones y enfoques que analizan el tema, pero, dependiendo de la perspectiva, éste será abordado como un asunto ético-jurídico, psico-social, médico-sanitario y sociocultu-ral (Adalberto Santana, 2004). Tal como se aprecia a continuación:

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Tabla 1. Enfoques de la problemática del narcotráfico

Enfoque Droga Persona

Ético jurídico Agente activo Víctima

Psicosocial Comportamiento ante

la droga

Consumidor-droga-am-

biente

Médico-sanitario Enfermedad Farmacodependiente.

Sociocultural Condiciones

socioculturales

Relación del sujeto con el

modelo económico

Fuente: Adalberto Santana, 2004.

Del esquema anterior, es el enfoque socio-cultural el que permi-te abordar el tema del narcotráfico y la participación juvenil esco-lar de manera integrada. Para ello, se toma en cuenta su interacción social, con el nivel económico de los jóvenes, pues éstos buscan allegarse alguna cantidad de dinero para su supervivencia. Al res-pecto, no debe soslayarse que el capitalismo crea otras necesidades de consumo en la población, a través del fomento del individua-lismo; aunado al hecho de la falta de oportunidades de empleo, a cuyo respecto está obligado el Estado a propiciarlas, para que el hombre/mujer constituyan un patrimonio económico de bienes-tar; pero al no hacerlo, esto lleva a muchos jóvenes a incursionar en el narcotráfico, pues en apariencia podrán obtener la riqueza material que desean, al mismo tiempo que les permitirá continuar con la adicción.

Otro enfoque que tuvo vigencia en nuestro país, y que a través de la historia hemos conocido, es el médico-sanitario, aplicado por las autoridades mexicanas para el control social de las drogas, el cual data desde el proceso revolucionario de 1910-1917, y estuvo a cargo de la Secretaría de Salud; pero es en 1938, durante el go-bierno de Lázaro Cárdenas del Río, cuando se utilizan las fuerzas

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armadas para destruir adormidera en Sonora, cabe decir que se da una coordinación entre la Secretaría de Salud y las fuerzas Arma-das. En 1947 se le delega a la Procuraduría General de la República (pgr) la autoridad para iniciar la lucha contra las drogas. Los mi-litares aparecen como coadyuvantes de la pgr, como antes lo eran de la Secretaría de Salud (Astorga, 2007).

Los gobiernos de México, en su lucha contra las drogas, han realizado planteamientos tan disímbolos como que es por la salud de los mexicanos, por la seguridad nacional, por la moral y la raza, y por la economía del país. Durante el gobierno de Vicente Fox, la lucha contra las drogas se definió como una cuestión pública, no de seguridad nacional, aunque más tarde darían marcha atrás. En nuestros días la visión que prevalece es la militar, a juzgar por la enorme presencia que tiene el ejército en el combate a las drogas.

En Sinaloa se aplicó la Operación Cóndor (1975-1978), con la participación de más de 10 000 militares, dejando vejaciones a su paso en la zona serrana, campesinos encarcelados y sin la deten-ción de un solo narcotraficante importante (Astorga, 2007). Para conocer los motivos que llevaron al gobierno mexicano a aplicar esta estrategia en el estado, baste decir que en Sinaloa, la siembra y tráfico de la marihuana y amapola,3 como drogas naturales pro-hibidas, tienen gran arraigo en la población serrana —aunque no exclusivamente—, donde su permanencia, dominio territorial y to-lerancia son inherentes a dicha población; lo mismo sucede con el resto de los habitantes que obtienen beneficios de esta actividad ilegal. Sin desdeñar que la sociedad sinaloense, prácticamente, ha

3 Para fines académicos, solo se hace mención de las drogas naturales y/o ve-getales: marihuana y amapola. Existen otras de origen natural y/o vegetal como la cocaína, que se elabora de la hoja de coca. Esta planta tiene una cultura an-cestral en Bolivia y en Perú, donde los campesinos y los indios mastican su hoja para mitigar el hambre, la fatiga y el cansancio. Otra droga natural es el peyote, pero en Sinaloa no existen antecedentes de su siembra o consumo, por lo que en este estudio no se tomarán en cuenta.

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expedido un reconocimiento tácito a esa práctica, en virtud de que las acciones por acabar con la corrupción han tenido poca efectivi-dad, además de la violencia cotidiana asociada con el narcotráfico, pues “es tal el impacto cultural del negocio de las drogas en Sina-loa que a algunos jóvenes les resulta divertido amenazar desde su auto a otras personas con rifles ak-47 de plástico” (Astorga, 2007: 258).

Lo anterior hace emerger un conjunto de elementos culturales que han ido conformando paulatinamente la idiosincrasia del si-naloense. Este peculiar estilo de comportarse, a veces con orgullo de pertenencia a algún grupo delincuencial, supone un arraigo de este fenómeno en la entidad; lo mismo sucede con su estilo en el vestir, sus gustos por la música norteña (los corridos), el lenguaje, todo esto va configurando una especie de cultura por lo ilegal, y va impactando en forma negativa en la juventud. Quizás por esta razón, muchos jóvenes se involucran en las diversas actividades re-lacionadas con el narcotráfico.

Para abordar la temática del narcotráfico es obligado referenciar a Luis Astorga (2003, 2004, 2007), quien es un reconocido sociólo-go especializado en el tema del narcotráfico desde una perspectiva cultural. Este autor enuncia una crítica al gobierno federal por el combate a las drogas y agrega que “concebir el tráfico de drogas como asunto de seguridad nacional es eternizar la presencia mili-tar en su combate” (Astorga 2007: 296 y 297).

Otro autor que aborda el tema del narcotráfico ligado a la iden-tidad de los jóvenes, desde un enfoque cultural, es José Manuel Valenzuela Arce (2002, 2009), quien realiza un trabajo sobre las bandas juveniles y sus manifestaciones, su sentido de pertenen-cia, sus significados en la forma de vestir, de hablar, de gesticular. También estudia la relación que estos grupos de jóvenes guardan con la violencia, con el narcotráfico. Analiza los narco-corridos desde el enfoque sociocultural.

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Otro aspecto vinculados con el narcotráfico, el jurídico-policia-co, es estudiado por los autores: Jesús Blancornelas (2002, 2005), Ricardo Ravelo (2005, 2007), Alain Labrousse (1993), Francois Bo-yer (2001), Pablo de Greiff (2002), José Alfredo Andrade Bojorges (1999), Rubén Aguilar V. (2009), Diego Enrique Osorno (2010). Desde la perspectiva socioeconómica lo analizan: Marcos Kaplan (1991), Peter H. Smith (1993) Jorge Fernández Menéndez (2009), Rafael Loret de Mola (2002) y Adalberto Santana (2004).

Desde el enfoque socio-cultural se identifica a Carlos Monsi-váis (2004), Daniel Bell (2006), Antonio Escohotado (2005). Por su parte, Alonso Salazar Jr. (2002) revisa el comportamiento de las bandas juveniles en Medellín, Colombia, y su relación con la vio-lencia y el narcotráfico, lo cual permite comparar y analizar a los jóvenes mexicanos, en la identidad y los niveles de violencia.

Los jóvenes universitarios y el mundo seductor del narcotráfico

…son muchachos que ven la realidad, saben queestudiando y trabajando no consiguen nada

Alonso Salazar

Al hablar de los jóvenes se hace referencia a aquellos que están cur-sando el bachillerato universitario, cuyas edades oscilan entre 15 y 19 años,4 ya que éstos son los que están inscritos en la institución educativa. Por ello es imperioso aproximarse a conocer el grado de influencia que tiene el narcotráfico sobre el sector. Este grupo social tiene como características ser impetuosos y audaces, un sec-tor importante carece de hábitos de estudio, de reflexión sobre el

4 Algunos autores señalan que estas edades se enmarcan en la etapa de la ado-lescencia. Sin embargo, para fines de estudio, los alumnos inscritos en la prepa-ratoria deberán ser considerados como jóvenes, tal como lo concibe la Organi-zación Mundial de la Salud (OMS).

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entorno social en el que se encuentran inmersos; situación que en buena parte los hace presa fácil de la trivialidad, sobre todo si se toma en consideración que se trata de jóvenes preparatorianos.

El ámbito social en que se mueven es preocupante: empleo de-ficiente y mal pagado, medios de comunicación que ponderan lo superficial, el consumismo, el desenfreno por poseer los últimos avances tecnológicos. Estos son solo algunos elementos en los que interaccionan los jóvenes, quienes en su afán por mantener los pa-rámetros señalados por el sistema

se desesperan y por eso caen en la delincuencia. Además, los medios de comunicación los sugestionan todos los días para que compren ropa de marca y para tener billete y una moto o un carro. Ese es el prototipo que han creado la publicidad y los jefes de la mafia. Si usted no tiene ni lo necesario para vivir dignamente, si no tiene trabajo o si gana una miseria, todos los días les están mostrando lo que necesita para estar bien (Salazar, 2004: 115).

En tales circunstancias muchos jóvenes optan por incorporarse al narcotráfico. El ingreso en esta actividad ilícita tiene diversas circunstancias: en ocasiones es por la pobreza en que se encuen-tran, por el vicio o por sentir el poder y el placer de disponer de vidas ajenas. Lo que sí es claro es que “muchos jóvenes lo hacen por imitación, por querer ser aceptados o por, precisamente, per-tenecer a un grupo” (Noroeste, 29 de julio de 2005). De cualquier manera, la incorporación al narcotráfico persigue el propósito de obtener satisfactores materiales, al mismo tiempo que esto se convierte en una obsesión y, por ende, están dispuestos a realizar cualquier actividad que les permita tener el éxito anhelado.

En apariencia se trata de una generación de jóvenes “clonada ideológica y culturalmente”,5 que cree que el narcotráfico es el ca-

5 Esta frase pertenece al pensador francés Jean Baudrillard (1992). No hace alusión específica a los jóvenes, sino que la utiliza en general para toda la sociedad.

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mino para ascender en la sociedad. Ni siquiera reflexionan en el daño que causan a otros jóvenes y a ellos mismos, pues es una ju-ventud desinformada, hedonista, que tan sólo piensa en su interés personal y en su afán por enriquecerse en lo material. Con tales aseveraciones pareciera definirse una postura de “visión de corto plazo, consumista, desencantada y despolitizada que, se dice, ca-racterizan a los jóvenes actualmente” (Baz y Tellez en Lizárraga Portillo, 2002: 29).

Este comportamiento está presente en la población, y se acen-túa en los sectores más vulnerables, los jóvenes, sobre todo, si no cuentan con una base sólida en valores y perspectivas sobre su fu-turo: trabajo, educación y bienestar económico; si lo que prevalece es la incertidumbre y no existen expectativas para ascender en la escala social por la vía de la educación, entonces “cuando un joven observa que las únicas personas ricas del barrio son los traficantes de droga, puede sentirse seducido a llevar una vida criminal” (Pa-palia, 2003: 477).

Cada vez es más frecuente que los jóvenes desde temprana edad se vean involucrados, de manera directa e indirecta, en actividades delictivas; transgreden la ley con la finalidad de adquirir dinero rápido, para satisfacer las necesidades inmediatas sin importar los medios utilizados para su obtención. Su pragmatismo los lleva a retomar la máxima de que “el fin justifica los medios”, pero sin que exista una relación consciente de ello.

No es casual que, cuando se habla del narcotráfico ante los jó-venes, se despierte en ellos una curiosidad inusitada, sobre todo cuando se cuentan relatos e historias de personajes famosos que son vistos como parte de la cotidianidad; admiren sus acciones, la forma de sobornar a la policía, a los jueces, a los ministerios públi-cos, y no les espante la violencia ni los estragos que causa en la so-ciedad. Escuchan atentos porque sienten identificación con las ac-tividades ilegales que realizan los narcotraficantes y suponen que

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es el mecanismo para obtener la riqueza material que buscan. No están pensando en el estudio como un elemento que les permitirá obtener trabajo, sino en que “el dinero que reditúa el narcotráfico otorga poderes y capacidad de consumo superior a los de quienes definen sus trayectorias de vida apostando a la educación” (Valen-zuela, 2002: 141).

Estos jóvenes ven en el narcotráfico un mecanismo viable para ser aceptados en la sociedad, una forma de ascenso social. No ven ni en la preparación académica ni en el trabajo legal la mejor for-ma de sobrevivir en esta sociedad capitalista, que pondera lo indi-vidual. Desde luego que esta afirmación no puede generalizarse, ya que otros jóvenes valoran el estudio y el trabajo lícito para el ascenso social, aunque reconocen que por esta vía el progreso es lento y con enormes dificultades; lo cierto es que

el narcotráfico se convirtió en una opción para amplios sectores de la población, que encontraron una alternativa de promoción social y económica. Posteriormente la mafia se convirtió en modelo de refe-rencia para la juventud, que vio la forma de realizar sus deseos de estatus y bienestar que las opciones tradicionales de estudio y trabajo les negaban (Salazar, 2004: 152).

Por ello, vale la pena asomarse al sistema educativo del país, pues siendo éste el crisol de las contradicciones de la estructura económica y social, es evidente que en él se presentan las trabas que impiden la incorporación al mundo laboral de sus egresados. El estado de Sinaloa no escapa a esta realidad nacional, donde el desempleo, el subempleo y las bajas retribuciones salariales son parte de la vida cotidiana, pues

existe una franja de jóvenes que naufragan frente a una serie de pro-blemas como el desempleo permanente, la marginación reiterada y las crecientes desigualdades sociales y culturales. Paisaje social que fun-ciona como un elemento determinante para que esos sectores puedan

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introducirse con una mayor y relativa facilidad al mundo de las dro-gas (Santana, 2004: 103).

Esta falta de empleo y de posibilidades reales de desarrollo per-sonal de los jóvenes permite que afloren en ellos la frustración, la desesperanza, la depresión, la adición a las drogas, y llega un mo-mento en que buscan mejores condiciones de vida y de trabajo, y, en consecuencia, el cambio de identidad y de cultura. En Sinaloa, un sector creciente considera viable, para la mejora de sus condi-ciones de vida, la opción del narcotráfico, más que en actividades lícitas. De ahí que con frecuencia se pregunten: ¿estudiar para qué?, ¿para ser un desempleado más?, ¿para tener un salario que no cubre las necesidades básicas?

Ante la fatídica realidad que se impone en todo momento, re-sulta atractivo, para una juventud inmediatista, querer resolver sus necesidades materiales con el ingreso en esta actividad ilegal. En los jóvenes de la entidad existe una tendencia a formar parte del narcotráfico. Parecen no importarles los riesgos implícitos y se disponen a asumir las consecuencias de su participación; al mis-mo tiempo que se vislumbra un desinterés por el estudio y es una práctica cotidiana que

en cualquier serranía del norte, los niños de seis u ocho años apren-den a manejar las armas y escuchan corridos…, no tienen interés en ser ingenieros, contadores, bomberos o policías, como en mi genera-ción. Ahora quieren ser narcos, algo distintivo del trastocamiento de los valores y de una generación inmediatista... Imagínate a un joven de 17 años que va a la escuela y que en su casa se vive en la pobreza. Si ve a otros (jóvenes) que tienen troca, dinero, armas y mujeres, pues sin duda que eso se vuelve su patrón (Proceso, 27 de marzo de 2005).

Los jóvenes son un sector de la población muy susceptible a efectuar actividades consideradas como ilícitas; su energía biológi-

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ca y su búsqueda de una personalidad definida los lleva a experi-mentar diversas emociones y acciones en este campo. Sin embargo, es justo reconocer que existen muchos jóvenes que anteponen a esos deseos la expectativa de la educación, por considerarla el me-jor camino para escalar socialmente.

Por ello, para entender la identidad de los jóvenes del bachille-rato universitario con respecto al narcotráfico deben considerarse los elementos de identificación con un determinado territorio, el gusto por la música, el vestido, formas de hablar, la religiosidad,6 lo que consecuentemente nos lleva a la utilización del enfoque cul-tural, por ser inherente al hombre y a la colectividad

la cultura instituye las reglas/normas que organizan la sociedad y go-biernan los comportamientos individuales. Las reglas/normas cultu-rales regeneran globalmente la complejidad social adquirida por esta misma cultura (Morín, 2001: 19).

En tal sentido, se puede afirmar que el narcotráfico se localiza en buena parte de la esfera social, se hace presente en la vida coti-diana, es algo complejo que recrea el imaginario social a partir de lo que realmente existe. Forma parte de nosotros. Por ello no es exagerado enunciar que el narcotráfico en Sinaloa constituye parte de nuestra cultura.

En el territorio sinaloense se cultiva marihuana y adormidera (amapola) de gran calidad, en opinión de los consumidores. El es-critor español Antonio Escohotado (2005) confesó al respecto:

Cuando llevaba ya dos décadas fumando prácticamente a diario algo de cáñamo, en 1986 me regalaron una marihuana de Sinaloa (México) de tal potencia que al cabo de pocos días (en un acto de clara cobar-día) acabé tirando el resto (Escohotado, 2005: 180).

6 Por religiosidad se entiende no solo la participación en alguna religión, sino la ido-latría de imágenes de bandidos o santos. Tal es el caso de Jesús Malverde o San Judas Tadeo.

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En el caso del sector educativo correspondiente al bachillerato, algunos estudiantes se deslumbran frente a otros jóvenes que tie-nen camionetas de modelo reciente, dinero y vestimenta cara, lo que hace suponer que están dispuestos a transitar por el camino del narcotráfico. Su comportamiento cotidiano consiste en el des-file de camionetas último modelo, con el estéreo a todo volumen, para impresionar a las jovencitas, proporcionando una especie de serenata masiva con música ranchera y de narco-corridos. Com-plementa el ritual la vestimenta de estos jóvenes que en su mayoría aspiran a ganar el respeto y a obtener poder a cualquier precio, dentro del narcotráfico. Lo anterior tiene una explicación si se toma en cuenta que “en las actividades normales de una prepara-toria, las relaciones entre hombres y mujeres tienden a aumentar la importancia del atractivo físico, los autos y la ropa; y a disminuir la importancia del éxito en las actividades escolares” (Pérez Islas, 2009: 161).

Para “el caso sinaloense, aspectos de la narcocultura que cada vez son más penetrantes en la educación informal y escolar” (Ra-mírez, 2001: 108) se reflejan en el comportamiento de algunos ado-lescentes y jóvenes, que pretenden emular esta práctica social que les da poder e impunidad, pues perciben que siendo profesionistas no van a obtener el patrimonio económico que desean. Lo anterior cobra mayor vigencia cuando se afirma que “la educación ha per-dido fuerza en el imaginario juvenil como elemento de movilidad social” (Valenzuela, 2009: 31).

No obstante, vale la pena mencionar que hay miles de jóvenes que están pensando en la vía del estudio, de la educación, como una opción para transformar la realidad y conformar una sociedad más igualitaria, con oportunidades para todos, donde al momento de ingresar en el sector productivo puedan obtener un salario re-munerativo y constituir un patrimonio económico sin los riesgos y las amenazas que representa la vía del narcotráfico.

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Con respecto a lo anterior, cabe destacar que prevalece en la en-tidad (y en el país) una educación que tiene una cobertura amplia en los niveles básicos, y se va reduciendo en los niveles superiores; de tal manera, que al llegar al bachillerato cerca del 50 por ciento de los jóvenes se quedan sin estudiar (Valenzuela, 2009) y dados los niveles de pobreza de las familias, no es difícil imaginar el ca-mino que habrán de seguir, de ahí la importancia de la búsqueda de alternativas para ellos:

no es malinchismo entonces criticar vicios y patrones culturales sur-gidos de la prolongada convivencia de los sinaloenses con el narco-tráfico, extendido ya a otras regiones del país; de lo que se trata es de promover los caminos del desarrollo cultural, social y económico (Zavala, 2000: 287).

La significación que los jóvenes le otorgan al estudio y a los pro-yectos académicos varía según el sector social de que se trate. Su interrelación impacta en la formación de su personalidad

la formación del carácter individual (que) comienza en la familia y en la escuela, pero solo en la vida misma logra definirse y fijarse en defi-nitiva. Sin embargo, hay orientaciones adquiridas en el medio escolar y familiar que perduran como núcleos en torno a los cuales se asenta-rán los rasgos de la futura personalidad (Ramos, 1987: 103).

Por ello, cuando los jóvenes escuchan expresiones tales como “estudia cuando menos para profesor”, “estudia para que seas al-guien”, el impacto es variado. Algunos dirán que es la única vía para escalar socialmente, y en otros casos no lo consideran indis-pensable. Lo que necesariamente viene a relacionar el vínculo en-tre la educación y los valores culturales:

la educación no tiene solo por finalidad transmitir el patrimonio cultural a las nuevas generaciones, sino además modernizar las tra-

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diciones: Los aspectos negativos de las culturas tradicionales exigen un esfuerzo de renovación a la luz de la evolución socioeconómica, y al respecto corresponde a la educación desempeñar un papel impor-tante suscitando una transformación positiva de los valores culturales (Nanzhao en Derlors, 1997: 279).

En la preparatoria “Dr. Salvador Allende” de la UAS hay casos de alumnos que afirman que aun estudiando no es posible lograr un ascenso social, sino que además se requiere trabajar en el nar-cotráfico, “de lo que sea, de mandadero, pero estar dentro”. Lo que viene a evidenciar que no bastan

ni el sistema educativo, ni la escuela, ni la familia, ni los medios edu-can para observar fríamente lo que acontece en nuestro entorno a la luz de distintos paradigmas. Los cuatro se esfuerzan, en general, por educarnos para saber comportarnos como si todo estuviese bien cuando de manera evidente buena parte del todo está mal (Revista Este País, 25 de abril de 2007).

Muchos jóvenes vislumbran como innecesarios los logros aca-démicos para sobrevivir, ya que tanto los profesionistas como los que no lo son, coinciden enfrentando los mismos problemas de subempleo y desempleo. Ante esta realidad, resulta atractivo el ingreso en el narcotráfico y no son pocos los que retoman este ca-mino, pues

han encontrado en la violencia, en el sicariato y en el narcotráfico una posibilidad de realizar sus anhelos y de ser protagonistas en una so-ciedad que les ha cerrado las puertas (Salazar, 2004: 149). Este conflicto de intereses entre el deber ser y lo que acontece

con los jóvenes forma parte de la resistencia a aceptar lo que el sis-tema escolar les está proponiendo, pues consideran que se tienen mayores oportunidades si ingresan en el narcotráfico, por ello en

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la escuela preparatoria, las crisis del desarrollo de los jóvenes se pre-sentan a partir de la identificación y diferenciación respecto de los otros, la confianza de nuevos amigos o el rechazo de maestros y las nuevas visiones que el mundo escolar les transmite (Alvarado en Ra-mírez, 2006: 217).

En este contexto, la educación reviste una enorme importancia en el proceso formativo del joven estudiante, como un elemento de disuasión con respecto al narcotráfico y, por ende, con el compor-tamiento del alumno en la escuela y en el entorno social:

la adolescencia entraña riesgos para el desarrollo saludable, así como oportunidades para el crecimiento físico, cognitivo y psicosocial. Los patrones de comportamiento de riesgo, como el consumo del alcohol, el abuso de las drogas, la actividad delictiva y sexual y el empleo de armas de fuego tienden a ser establecidos muy temprano en la adoles-cencia (Papalia, 2003: 442).

Al analizar el fenómeno del narcotráfico con respecto a la edu-cación, veremos que a éste se le concibe como una empresa de-lictiva cuyas actividades deben realizarse en un marco de auto-nomía, eficacia y productividad. Tomando en consideración que estas categorías son propias del sistema capitalista, cuya finalidad es la obtención del lucro, estatus y poder, nos lleva a considerar la diversidad cultural del narcotraficante: esto es, el conjunto de las mentalidades, las actitudes y los comportamientos semejantes con el empresario legal.

Lo anterior cobra sentido cuando los narcotraficantes ponderan la preparación académica como un elemento que les va a permitir el aprovechamiento de los conocimientos tecnológicos para apli-carlos en beneficio del negocio, concibiéndolo como una empresa en la que se exaltan los valores capitalistas: ganancia, competencia, competitividad. Es el caso de

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narcos con nuevo perfil. Son jóvenes, titulados en las mejores uni-versidades estadounidenses y latinoamericanas... prefieren los trajes formales a las chamarras de gamuza y a las camisas multicolores; los relojes discretos, a grandes relojes Rolex de oro, circulan en Golf más que en un Mercedes. Se trasladan sin escoltas ni guardaespaldas y no titubean en tomar un taxi para acudir a una cita importante (Francois Boyer, 2001: 43).

Se trata de hijos de narcotraficantes cuyas familias los impulsan en el estudio, hasta que alcancen grados superiores, como maes-trías o doctorados. Tal es el caso de los hermanos Rodríguez Ore-juela, quienes mandaron a estudiar a sus hijos a las mejores univer-sidades de Estados Unidos y Europa. El mundo moderno conoció el caso de William Rodríguez Abadía, el hijo del narcotraficante colombiano Miguel Rodríguez Orejuela, jefe del cártel de Cali, que fue educado en prestigiosas universidades de Estados Unidos y España (Harvard, Stanford, Tulsa y Greenoble).7

Al respecto, es pertinente mencionar que aunque en la mayoría de los narcotraficantes prevalece el criterio de que es innecesario contar con una preparación académica, pues afirman que no la ne-cesitaron para destacar en el mundo de las drogas, con sus hijos no es aplicable el mismo razonamiento, dado que existe una preocu-pación por que estudien, les otorgan todas las facilidades para que concluyan sus cursos universitarios, al menos que éstos decidan lo contrario.

Finalmente, resulta ineludible mencionar que hay muchos jóve-nes que se resisten a formar parte de la cultura del narcotráfico. Esta resistencia se manifiesta en la búsqueda de mejores oportu-nidades que les permitan escalar socialmente a través del trabajo legal y mediante la educación; sin soslayar las enormes dificulta-des que deben enfrentar estos jóvenes que, a la postre, inhiben y desmotivan para continuar con su preparación académica. Aun así

7 Fuente: www.tdn.com

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es importante insistir en que es la educación el elemento que hace posible el desarrollo económico, social y cultural de un país. Por ello, es imprescindible mantener

la perspectiva de desarrollo de largo plazo [que] le confiere un papel importante a la educación cuyos frutos no son rápidos, pero sí son se-guros. La educación es un eje estratégico de crecimiento y desarrollo humano (Macroeconomía, septiembre 1 de 2003). Es una difícil tarea, pero el Estado, la familia, la escuela, la igle-

sia y todas las instituciones involucradas, de manera directa e indi-recta, deben insistir en la necesidad de enfrentar esta problemática antes de que nos devore como sociedad.

A lo largo de este capítulo se constata que el fenómeno del nar-cotráfico y su correlación con los jóvenes universitarios no es un hecho aislado. El creciente comercio ilegal de las drogas y sus di-versas manifestaciones han permeado los diversos ámbitos de lo político, lo cultural y lo económico.

De esta manera un sector sensible como son los jóvenes univer-sitarios que estudian el nivel de bachillerato se ve impactado por un fenómeno que puede estar presente en diversos contextos: fa-miliar, escolar y social.

Particularmente resultan más influidos aquellos sectores de jó-venes en condiciones económicas desfavorables, así como aquellos adolescentes preparatorianos con problemas de desintegración fa-miliar; todos ellos se vuelven presa fácil de la tentación del narco-tráfico.

En este marco, las instituciones (gubernamentales y no guber-namentales), incluido el establecimiento escolar del nivel medio superior, deben dar cuenta de los valores que se promueven en la esfera de lo social, así como los apoyos de igualdad de oportunida-des de estudio, la creación de áreas recreativas, fomento al deporte, generación de empleos dignos, entre otras acciones que mejoren

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las condiciones de desarrollo humano de los jóvenes universita-rios, como un referente obligado de frente a la seducción del mun-do del narcotráfico.

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LA CULTURA Y EL NARCOTRÁFICO

La historia del narcotráfico en Sinaloa tiene un origen polémico, desde la década de 1920, relacionado con la presencia y participa-ción de chinos en la producción del opio. La opinión pública tam-bién sostiene que entre 1940 y 1950 se estableció un convenio entre los gobiernos de Estados Unidos y de México para el suministro de morfina destinada al ejército estadounidense durante la segun-da guerra mundial.

El auge y florecimiento del cultivo y tráfico de las drogas ilegales se da en la década de los setenta; destaca en ese aspecto Sinaloa, lla-ma la atención a nivel nacional e internacional por el grado de poder y control de los barones que manejan el negocio de la droga. La con-solidación del narcotráfico se da partir de su integración cultural con el entorno social, político y económico. Sus facetas retoman di-versas caracterizaciones: narcocultura, subcultura y contracultura.

Sostener el mundo de las drogas ilícitas y desarrollarlas hasta los niveles de degradación social existentes no podría darse sin la tole-rancia de amplios sectores de la sociedad y del gobierno, a la par que se constituyen patrones culturales que los identifican: el lenguaje, la vestimenta, la música, el derroche y el lujo de los narcotraficantes. Así, la narcocultura se hace presente en la sociedad, no sin antes pa-gar un alto costo social en vidas humanas que sucumben ante la ola de violencia que viene aparejada con el crecimiento del narco. Los jóvenes preparatorianos también son atraídos por los capos de las drogas, algunos iniciados como mandaderos hasta ascender, hacien-do el papel de sicairos, en un ambiente de apología de la muerte que los envuelve y que acrecienta el problema de la violencia.

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El fenómeno cultural del narcotráfico

Antecedentes del narcotráfico en la entidad

A partir de la década de los treinta el uso de drogas en México

fue visto como un problema social y un cáncer de la sociedad.

Adalberto Santana

En Sinaloa existe el narcotráfico desde principios del siglo xx,8 pero empezó a desarrollarse en la segunda mitad de esa centuria. Para ser más precisos desde la década de 1920 se inicia el procesa-miento de la Papaver Somniferum mejor conocida como la amapo-la. Aunque adquiere mayor relevancia después de la segunda gue-rra mundial

se habla de que Estados Unidos solicitó al gobierno de México se permitiera sembrar amapola, para luego poder enviar suministros de morfina a los soldados norteamericanos que estaban participando en la segunda guerra mundial (Lazcano, 1992: 201).

Esta afirmación de que el gobierno mexicano negoció con el de Estados Unidos para sembrar amapola en el estado de Sinaloa no es compartida por un conjunto de personalidades que manifies-tan diversas posiciones discrepantes sobre este tenor, toda vez que enfatizan que la afirmación anterior es un invento de los mismos sinaloenses (Astorga) pero existen otros que están convencidos de su existencia (Hass, Lazcano, Valenzuela Lugo), a juzgar por una serie de hechos y acontecimientos de la época.

Manuel Lazcano declara que no cuenta con evidencias al res-pecto, pero afirma que la amapola vino a Badiraguato por sus con-

8 Luis Astorga afirma que desde 1922, la prensa local habla de sembradíos de adormi-dera en Sinaloa y Sonora. Toma como referencia el periódico El Demócrata Sinaloense (28 de julio de 1922).

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diciones climatológicas muy adecuadas para el cultivo. Por otro lado, el abogado Raúl Valenzuela Lugo sostiene que “entre 1940 y 1950 se observa una intensificación del cultivo (de amapola) para el tráfico en Badiraguato, debido a la segunda guerra mundial y a la necesidad de los Estados Unidos para abastecerse de heroína” (Astorga 2004: 61). Sin embargo, Luis Astorga, dice

la historia del supuesto pacto es parte de las creencias compartidas no sólo por sinaloenses de varias generaciones, sino también por acadé-micos nacionales y extranjeros que le han dado crédito a pesar de la falta de pruebas sustentables (Astorga, 2003: 139).

Quizás sea esa la razón por la que Carlos Monsiváis, citando a Antonio Hass, afirma

el gobierno norteamericano requerido de heroína y morfina, usadas como anestésicos en los hospitales, alienta el cultivo de la adormidera en México, porque el gobierno de Turquía, el país con la mayor pro-ducción de amapola, simpatiza con el nazismo. En Sinaloa, Durango y Sonora, un grupo de técnicos chinos, a las órdenes del ejército nor-teamericano, cultiva intensa y extensamente la amapola (Monsiváis, 2004: 12).

Estas aseveraciones son coincidentes con la presencia de los chi-nos, quienes en 1925 tienen una injerencia en la producción del opio en Estados Unidos, pero serán los mexicanos quienes para el año de 1943 controlen 90 % de las operaciones (Santana, 2004).

Con respecto al supuesto convenio entre el gobierno mexicano y el de Estados Unidos para la siembra de amapola o adormidera9 en nuestro país; si bien es cierto, no existen evidencias documenta-

9 Es conveniente señalar que tanto la amapola como la adormidera producen el opio. Una vez procesada o llevada al laboratorio se obtienen los opiáceos: heroína y morfina. Ambas son muy amargas, pero la primera es más fuerte que la última; la morfina es más abundante y recibe su nombre en honor de Morfeo, dios de los sueños. En China a la morfina se le conoce como el opio de Cristo. La morfina fue aislada químicamente del

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les de dicho convenio, no se puede soslayar la presencia de cuando menos dos elementos en la historia del narcotráfico en Sinaloa:1. La relación del cultivo de amapola con la presencia y participa-

ción de los chinos en la región, en el primer tercio del siglo xx.2. La ampliación del cultivo, producto de la demanda del consu-

mo en Estados Unidos, después de la segunda guerra mundial.

Estos elementos hacen suponer la existencia de dicho conve-nio, sobre todo si se toma en consideración que en Sinaloa vive y convive en nuestra sociedad el fenómeno cultural del narcotráfico, y que han sobresalido en este campo muchos sinaloenses, como: Rafael Caro Quintero, Miguel Ángel Félix Gallardo, Manuel Sal-cido Uzeta “el cochiloco”, Amado Carrillo Fuentes “el señor de los cielos”, los hermanos Arellano Félix, Ismael Zambada García “el Mayo”, Joaquín Guzmán Loera “el Chapo”, Juan José Espa-rragoza “el Azul”, Héctor Luis Palma Salazar “el Güero Palma”, los hermanos Beltrán Leyva, entre otros. Una presunción popular plantea que estos personajes crecieron al amparo de los gobiernos emanados del Estado mexicano y se han consolidado a partir de la ilegalidad del fenómeno, sólo así se explica que “en los años 1975-1976, México surte 75% de la mariguana y 60% de la heroína con-sumidas en Estados Unidos” (Francois Boyer, 2001: 54 ).

No obstante lo anterior, es justo reconocer que el Estado mexi-cano sí ha combatido el narcotráfico o al menos una parte del te-jido social involucrado. En Sinaloa, por ejemplo, conocimos de la operación Cóndor, encabezada por el general José Hernández To-ledo. Esta acción gubernamental tenía el propósito de acabar con el narcotráfico en la entidad, pero sucedió que la economía local se desplomaba y después de tres años de relativa calma en el estado, (1975-1978) la operación se canceló, lo que permitió el regreso a

opio en 1805 y a partir del decenio de 1830, fábricas de Alemania, Inglaterra y Estados Unidos la produjeron en grandes cantidades.

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Sinaloa de los narcotraficantes que habían emigrado a los estados de Jalisco, Nayarit, Baja California, Michoacán, y de esta manera el narcotráfico volvió a instalarse hasta la actualidad.

A raíz de los altos niveles de violencia en Sinaloa, que han pre-valecido en la última década, de nuevo se escuchan voces que so-licitan la presencia de otra operación Cóndor10 ya que en ciertos momentos, la ciudadanía percibe que el Estado pretende ocultar la relación del narcotráfico con las esferas del gobierno, así como la penetración que éste tiene en la economía nacional y regional.

Existen posiciones críticas de que la penetración del narcotrá-fico en el Estado mexicano se extendió en el momento en que se comprendió que el tráfico de enervantes constituía un verdadero negocio que se podía desarrollar sin dificultad y aprovechar la si-tuación orográfica y geográfica de privilegio que le proporciona el ser un país vecino de Estados Unidos, nación que para el siglo xx se había convertido en la principal consumidora de drogas en el continente. Por ello, no es sorprendente la afirmación de que

el narcotráfico en México no es un problema que haya aparecido de la noche a la mañana, ni mucho menos algo que se vaya a solucionar sólo mediante el uso de la fuerza. La corrupción relacionada con las drogas ha sido rampante desde hace varias décadas, en las cuales los grandes señores de la droga han gozado de la protección de los fun-cionarios en los niveles más altos del gobierno y las fuerzas armadas (Foreign Affaire núm. 2, abril-junio de 2007).

En este orden de ideas, es pertinente enunciar que en la segunda mitad del siglo xx es cuando empiezan a aflorar las contradiccio-nes actuales del narcotráfico, evidenciando el conjunto de intere-ses económicos y políticos que hacen emerger a una generación de

10 Los tres poderes del gobierno del estado de Sinaloa demandaron la intervención decidida de la federación, ya fuera a través de una operación Cóndor o una similar (El Debate, 18 de mayo de 2005).

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familias y personas que retoman el negocio, que dicho sea de paso en este periodo no tienen necesidad de manifestaciones de violen-cia dado el contubernio existente entre el Estado mexicano y los narcotraficantes. Tal como lo asevera el catedrático Luis Astorga (2007),

en los tiempos del partido de Estado había instituciones político-policiacas corruptas pero eficientes para las necesidades de ese sis-tema autoritario… Los mecanismos de control anteriores desapare-cieron, quedó la corrupción y la venta de fidelidades al mejor postor; los guardianes de la ley se transmutaron en sicarios con charola… Los traficantes comenzaron a disputarle al Estado el control de las mismas posiciones dentro de ellas en varias partes del país (Astorga, 2007: 304).

No fue hasta la década de los años sesenta y principios de los setenta cuando empezó a tener relevancia este fenómeno en nues-tro país, a juzgar por el gran auge en el consumo de drogas en jóvenes y estudiantes. En este contexto, la demanda de marihuana y heroína en nuestro territorio se fue incrementando, a tal grado que esta última “se ha constituido en símbolo perfecto de droga maléfica” (Escohotado, 2005: 66). Pues es la droga de moda en es-tos años, hasta llegar a la década de los ochenta, cuando se impuso con mayor intensidad el consumo de cocaína —la droga elegan-te—, logrando desplazar en algunos segmentos de la población el consumo de otros estupefacientes.

Hoy apreciamos que en la entidad sinaloense existen mayores niveles de violencia y cientos de homicidios anuales que están re-lacionados con el narcotráfico, y la sociedad pareciera haberse ido acostumbrando a este hecho, pues ha perdido su capacidad de im-presionarse, quizás porque

hemos estado expuestos a muchísima violencia y parece que ésta es cada vez peor. Se cortan cabezas, miembros, y se hacen muchas cosas

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horribles que antes no se hacían, y ahora la gente ya no se asombra, les parece muy normal, y eso es lo más grave de todo: la gente ha per-dido la capacidad de asombro (Osorno, 2010: 269). Efectivamente, no hay tiempo para el asombro, son demasiados

los muertos diarios y cada vez se utilizan métodos más crueles con la finalidad de intimidar al enemigo y, desde luego, a la sociedad; en ese contexto suceden los “asesinatos que de tan frecuentes di-luyen las reacciones morales de la sociedad” (Monsiváis, 2004: 16), quizás por esto mismo Jesús Aguilar Padilla, siendo gobernador de Sinaloa, emitió una declaración desafortunada al inicio de su mandato, en el sentido de que “es normal la delincuencia que se vive en el estado” (Noroeste, 26 de enero de 2005).

Este desatino del gobernante obedece tal vez a una “especie de ‘normalización’ de un fenómeno que de relativamente marginal pasó a ser parte de la vida cotidiana, a permear la sociedad y a im-ponerle, hasta cierto punto, las reglas del juego” (Astorga, 2004: 88).

No obstante, la sociedad no se acostumbra a esta “normalidad” y la rechaza con manifestaciones, mítines, opiniones los cientos de asesinatos de personas, jóvenes en su mayoría, y exige al Estado que adopte acciones coordinadas entre la federación, los estados y los municipios para detener la violencia y los asesinatos, presumi-blemente generados por el narcotráfico.

Narcotráfico: un dilema cultural

La cultura definida como un sistema simbólico obliga a que

los procesos culturales sean leídos, traducidos e interpretados.

Clifford Geertz

Los humanos, como los seres racionales que somos, producimos cultura en cada acción, en cada relación que establecemos, en la

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solución particular asumida con respecto a los problemas que se suscitan. La cultura pasa a ser entonces la estructuración de res-puestas humanas al problema de la vida. Es, antes que nada, una praxis11 humana mediante la cual el hombre comprende, ordena y le da sentido a su existencia. En otros términos, “el individuo se hace humano porque pertenece a una cultura concreta, no por estar dotado de la capacidad abstracta de pertenecer a cualquiera” (Pérez Gómez, 2000: 44).

Lo anterior implica, en primer lugar, que la cultura es un pro-blema eminentemente ligado a la práctica. Los hombres en su quehacer van construyendo el sentido de lo que hacen, ya que “la cultura es un producto del hombre, y el hombre, a su vez, es un producto de la cultura” (Neira, 2000: 8). Sin embargo, el sentido no tiene por qué ser explícito para el individuo, aunque igualmente lo reproduzca en la acción, sobre todo si se comparte la opinión de que “la dominación se ejerce a través de las cultura” (Bourdieu, 2002: 79). Es decir, se puede estar reproduciendo la cultura domi-nante y no percatarse de ello, ya que ésta explicita sus contenidos por medio de elaboraciones de diferentes niveles, desde el sentido común hasta los sistemas filosóficos. En contraste, si el individuo se encuentra alienado,12 es difícil que realice una práctica reflexiva de los contenidos.

En segundo lugar hay que destacar que la cultura, así entendi-da, es un hecho histórico y social, es un componente más de la vida en sociedad. Este planteamiento es coincidente con Clifford

11 Por praxis se entiende la realización de una práctica, ya sea política, edu-cativa, social, etc., pero no se trata de una práctica a ciegas, sino una práctica tal como la entiende Paulo Freire (1997) una práctica con reflexión en la acción.

12 Adalberto Santana entiende “el concepto de alienación (Entäusserung) como una inducción tendenciosa en los individuos y en el conjunto de los grupos sociales que pro-voca una conducta en la que se acepta consumir reiteradamente todo tipo de bienes” (Santana, 2004: 64-65). Jaime Goded, por su parte, define alienación como la “separación del hombre de su actividad esencial o trabajo, que se convierte en un poder extraño al hombre, y que escapa a su comprensión y control” (Goded, 1979: 127).

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Geertz, cuando éste asevera que todas las culturas son diferentes y los hechos sociales son culturales. Esto nos permite dilucidar que la manera como cada ser humano concibe y significa el mundo lle-va implícitas las características de la vida social, así como las clases y los grupos sociales en que nos desarrollamos, pues se concibe “la cultura (como) una ciencia interpretativa en busca de significacio-nes” (Geertz, 2005: 20).

Por esta razón es que al pensar y actuar de diversa manera, pasa-mos a pertenecer a determinado sector social con el cual compar-timos esas maneras de actuar. No podría ser de otra forma, ya que “cultura y sociedad mantienen una relación generadora mutua” (Morín, 2001: 19). Ambas se complementan e influyen significa-tivamente en el individuo, logrando una interacción permanente.

Hasta este momento sabemos que la cultura forma parte de nuestras vidas, pues está indisolublemente ligada a nuestros actos cotidianos, a nuestra relación en la sociedad, ya sea como comuni-dad, familia o individuo, pero ¿qué entendemos por cultura? Res-pecto a la diversidad de conceptos existentes de cultura, un primer enunciado es el siguiente: “Cultura (del latín, cultura, cultivo, elabo-ración) es el conjunto de todos los aspectos de la actividad transforma-dora del hombre y la sociedad, así como los resultados de esta activi-dad” (Blauberg, 1978: 64).

El concepto anterior denota una limitación evidente, en vir-tud de que no especifica a qué tipo de actividad transformadora se refiere y, por ende, es muy genérico, lo que hace imprescindible enunciar otro concepto que nos diga en dónde radica la actividad transformadora del hombre en la sociedad.

Cultura. Es un proceso continuo de sustentación de una identidad mediante la coherencia lograda por un consistente punto de vista estético, una concepción moral del yo y un estilo de vida que exhi-be esas concepciones en los objetos que adornan a nuestro hogar y a nosotros mismos, y en el gusto que expresa esos puntos de vista.

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La cultura es, por ende, el ámbito de la sensibilidad, la emoción y la índole moral, y el de la inteligencia, que trata de poner orden en esos sentimientos (Bell, 2006: 47). Al relacionar cultura con narcotráfico nos percatamos de que

este último interviene en toda la actividad del hombre, ya que se aprecia una influencia en todas las esferas de la sociedad y consti-tuye un fenómeno que se encuentra presente en la vida social, eco-nómica, política, toda vez que “ha copado todas las instituciones y las estructuras de la sociedad. La economía, la cultura, la educa-ción, la iglesia, el gobierno” (Semanario Río Doce, 16 de mayo de 2005).

Por ello, cuando se hace referencia al narcotráfico, es común afirmar que se trata de un problema cultural muy arraigado en nuestra sociedad, a tal grado que a este flagelo se le ha denomi-nado narcocultura. No obstante, muchos individuos piensan que todo lo que rodea al narcotráfico debe ser considerado como sub-cultura, y dejan de lado la opinión de quienes afirman que se trata de una cultura, y, por supuesto, no debe ignorarse a aquellos que consideran que se está frente a un fenómeno de contracultura.

Al respecto, el presidente de la Confederación de Colegios y Asociaciones de Abogados de México, Adolfo Treviño Garza, a pregunta expresa de que si el narcotráfico se está viendo como una cultura, manifiesta:

eso nunca puede ser una cultura, porque la cultura es un desarrollo, es la superación de algo, y nunca puede haber una cultura del narco-tráfico porque no es la superación ni el desarrollo [lo que se persigue] es la destrucción de la persona (Noroeste, 31 de mayo de 2004).

Por su parte, Rafael Oceguera Ramos coincide con este plan-teamiento, pero rechaza que en la entidad prevalezca la narcocul-tura, aunque reconoce que

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sí existe una especie de subcultura que hace apología de la violencia y el delito y es una realidad que no se niega y debe atacarse con un trabajo conjunto de Gobierno, sociedad civil y medios de difusión” (Noroeste, 18 de abril de 2005).

Un comportamiento de vestimenta peculiar fue asumido en Si-naloa, a finales de la década de los años setenta, con el movimiento juvenil de los llamados cholos.13 Quizás ésta sea la razón por la que algunos autores coinciden en aseverar que este tipo de movi-mientos son una subcultura (ejemplo: Jesús Cuellar), pues reflejan una parte de la cultura general, aunado al hecho de que poseen rasgos culturales propios, pero se olvida de que la juventud adop-tó este movimiento buscando una salida, a veces inconsciente, a su situación de marginación y pobreza, en donde el lenguaje de la violencia imperó para lograr tener dominio del barrio, de la calle; imponiendo un estilo de vestir, de hablar, de comportamiento, y de esta manera se configuró un fenómeno contracultural.

Si bien es cierto que es la sociedad la que abriga en su seno las diversas manifestaciones delictivas, es justo reconocer que no todos los individuos asumen comportamientos que pudieran enmarcarse en la ilegalidad, sobre todo a partir de que en “una sociedad que manifiesta y contiene varias subculturas, en función de los ambien-tes sociales específicos, algunos de ellos tienden a orientar hacia las acciones ilegales y otros no” (Arenas núm. 7, verano de 2004).

La existencia de varias subculturas, propuesta por Giddens (2000), la comparten muchas personalidades del ámbito académi-co, ya que la conciben como una parte del todo, particularmente si “por subcultura pueden entenderse las variaciones dentro de una concepción cultural más amplia, y que representan el estilo de vida de partes significativas de la población” (Bejar, 1983: 106).

13 De acuerdo con José Manuel Valenzuela Arce (1985), este movimiento se inició en la ciudad de los Ángeles, California, a finales de la década de los años sesenta del siglo xx, y logró una gran presencia en el estado de Sinaloa a finales de los años setenta.

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La discrepancia concierne al ambiente social, ya que se sostiene que el binomio subcultura-delincuencia está indisolublemente li-gado, con independencia del ambiente en referencia. No obstante que esta aseveración se presenta con regularidad en la sociedad, es decir, que existen grupos delincuenciales cuyas prácticas y accio-nes son consideradas como subcultura, necesita considerar que:

Las subculturas se producen en toda la sociedad y se expresan como acentuadas interpretaciones diferentes de valores más amplios que varían según la edad, la clase, el género y la etnia. Están construidas en relación de una a la otra, hechas por sí mismas, o por reinterpreta-ción o invención (Young, 2003: 147). En suma, la complejidad del fenómeno nos lleva a caracterizarlo

con diversos matices desde una perspectiva sociocultural. Así, en este trabajo se identifica el narcotráfico como sinónimo de narco-cultura en tanto los narcos son tolerados y aceptados socialmente, también en su connotación de subcultura que representa un atraso más que un progreso cultural, y en matices de una contracultura que rechaza las normas sociales impuestas por la sociedad domi-nante; en todos los casos con pretensiones de imponer sus propios códigos y extender su capacidad de influencia en todas las esferas de la sociedad.

Tolerancia social ante el fenómeno

El rápido auge en los niveles de consumo de marihuana se explica, entre otras razones, por el creciente fenómeno de la tolerancia social….

Adalberto Santana

Cuando se habla de tolerancia se habrá de referir a la aceptación tácita o pasiva de la sociedad ante el problema de las drogas y el narcotráfico. De ninguna manera, a la capacidad de una droga

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para estar en el organismo de la persona que la consume. Es decir, no tiene que ver con la intoxicación o los niveles de resistencia del individuo que consume determinada sustancia, con respecto a la sobriedad. En cambio, interesa apreciar la forma en que reacciona la sociedad ante los niveles de violencia, de homicidios, de droga-dicción que tiene postrada a la juventud del país y de la entidad sinaloense.

En Sinaloa, más que en otros estados de la República, los narco-traficantes han logrado una legitimación cultural y social sin pre-cedentes. Los llamados “narcos” se han convertido en el prototi-po de personas a emular: han impuesto una vestimenta, los gustos musicales, sus autos son admirados, así como las hazañas de los principales jefes del narcotráfico; dicho sea de paso,

Sinaloa es el estado que concentra el mayor número de líderes de or-ganizaciones poderosas del tráfico de drogas en México. Son los he-rederos del saber y la experiencia de los pioneros del negocio en el estado y el país (Astorga, 2007: 257).

El narcotráfico es un fenómeno que avanza en la entidad, que penetra como la humedad en el imaginario social y que, a decir del periodista Jesús Blancornelas, el ex gobernador de Sinaloa, Juan S. Millán Lizárraga, se refirió al narcotráfico como un monstruo que ha crecido porque la sociedad lo ha tolerado, agregando lo si-guiente:

Telefónicamente desde su despacho en Culiacán me dijo en agosto del 2000 “lo que sería normal en cualquier sociedad, por el contrario, es angustioso ver y enterarse que no se repudie a toda persona vincu-lada al narcotráfico”. El gobernador dijo que no solamente los tole-ran, sino que hasta con indiferencia se les permite involucrarse en la vida normal de los sinaloenses; en los clubes sociales y no hay quien proteste porque junto a sus hijos están los mafiosos en las escuelas,

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“se les acepta como gente normal” y con una palabra remata su frase el mandatario: contaminan (Blancornelas, 2002: 180).

Lo anterior tiene coincidencia con los planteamientos de Ma-nuel Lazcano Ochoa, cuando afirma

quizá sea muy atrevido decirlo, pero es la realidad, la sociedad ha aceptado el fenómeno del narcotráfico y lo sigue aceptando… los hi-jos de los narcos van a la misma escuela que los hijos de los comer-ciantes y empresarios; van a las escuelas donde van nuestros hijos. Andan en los mismos lugares de diversión y entretenimiento, en las mismas fiestas (Lazcano, 1992: 229).

Son diversas las personalidades que externan, en reuniones pri-vadas y públicas, opiniones tales como: “el narcotráfico genera divisas al país”, “el dinero sucio ayuda al desarrollo del país”, “si México no trafica lo harán otros países”. Justificando de esta ma-nera, la existencia necesaria de esta actividad ilegal, pues aseveran

en cierta forma la sociedad tolera al narcotraficante y todos quieren enriquecerse con tan ruin ocupación. Mafiosos compran autos por docenas y al contado. Los fraccionadores y arquitectos se adineran. En las joyerías están alegres y sobran negocios turbios (Blancornelas, 2005: 27).

Estas opiniones, cuando son expresadas por servidores públi-cos, evidencian la impunidad de la que gozan algunos narcotrafi-cantes, aunque en ciertos momentos se sacrifica a algún personaje importante, mediante su aprehensión para apaciguar los reclamos ciudadanos. Quienes justifican el narcotráfico con estas expresio-nes están dispuestos a vivir y coexistir con la violencia, los homici-dios y la inseguridad, característicos de la cultura del narcotráfico.

Es difícil negar esta situación que lacera nuestras conciencias, que provoca conflictos en el tejido social y desde luego, en la fa-

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milia, en los actos cotidianos del individuo y su entorno. Encubre la corrupción prevaleciente en todos los ámbitos de la sociedad, misma que da origen a la impunidad y provoca el desencanto ciu-dadano, al percibir que las autoridades están involucradas con los delincuentes, sobre todo cuando “se glorifica a los detentadores de las fortunas sin preguntar sobre sus orígenes, el trabajo se degrada tanto como el salario, y la educación se convierte en un campo disminuido con poco reconocimiento social y económico” (Valen-zuela, 2002: 105).

Todo parece indicar que la tolerancia social del fenómeno del narcotráfico en Sinaloa es mayor que en otras entidades del país, toda vez que una buena parte de la sociedad, de alguna manera, se ha involucrado, pues “me queda claro que mucha gente aquí quiere más a los narcos que al ejército. Lo sabe todo el mundo. Y también se saben las razones: la pobreza lacerante y el abandono oficial han sido aligerados por los traficantes” (Osorno, 2010: 116).

En el fondo sienten orgullo de que los principales narcotrafi-cantes sean originarios de la entidad. Esto representa mayores in-versiones millonarias en el estado, que a la postre vendrán a gene-rar miles de empleos y mayor circulación de dinero, constituyendo así un estado con altos niveles de modernización.

La narcocultura presente en la sociedad

La narcocultura expresa y refuerza la delincuencia, la violen-cia, el crimen y el terror.

Marcos Kaplan

La narcocultura es un concepto compuesto, que lo mismo se uti-liza como sinónimo de narcotráfico que de narcomundo. Por ello, al dar una definición de narcocultura, implícitamente se hace refe-rencia a ambos.

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el término compuesto “narcotráfico” incluye una palabra (tráfico) que tiene un doble significado: uno peyorativo y otro positivo. En el primero se le da el sentido de “comercio clandestino, vergonzoso e ilícito”. En el segundo se entiende como “negociar” (traficar con), que nos lleva a “negocio” del latín negótium (nec-otium) “ausencia de ocio” (Astorga, 2004: 24).

Por tal razón, al traficante de cualquier sustancia psicoactiva ilí-cita se le denominará narcotraficante, y al fenómeno que integra todas las fases del negocio ilícito se le denominará narcotráfico. Por cierto que en la década de los años setenta este término es usa-do con mayor frecuencia en el lenguaje oficial y cotidiano. Es co-mún que se refiera tanto al léxico y la vestimenta de los narcotra-ficantes como a su expresión corporal y a la violencia que genera este flagelo. Actualmente existen multiplicidad de términos, ade-más de mandaderos, también se les denomina: “gomeros, raque-teros, gánsteres, mafiosos, traficantes, cultivadores, contrabandis-tas, negociantes y hampones, fueron las palabras que antecedieron al término narcotraficante” (Osorno, 2010: 126).

El concepto de narcocultura, según Ileana Lugo Martínez, es un tipo de expresión que llegó para quedarse en México. Las mo-dalidades de esta expresión son diversas

la vestimenta, el lenguaje y hasta la generosidad que tienen los nar-cotraficantes con sus pueblos de origen al invertir en obras de infra-estructura son manifestaciones de esa cultura. Además, allí se puede observar en la calle sin mayor dificultad a hombres marcados por el estereotipo del narcotraficante: botas de piel, pantalón y sombrero vaqueros, cinto con hebilla vistosa, camisa estampada con vírgenes y gruesas joyas (Proyecciones núm. 7, agosto-septiembre de 2000).

Desde luego que existen más características que las señaladas aquí, que permiten definir este fenómeno como narcocultura; es mucho más amplio, constituye las diversas interpretaciones sobre

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las causas que lo generan o las circunstancias que lo hacen posible, tiene que ver con la violencia y sus niveles de crueldad. En otras palabras,

Es lo que se ha denominado la narco-cultura, que ha permeado espe-cialmente a generaciones jóvenes que han carecido de oportunidades de desarrollo académico y laboral, que provienen de familias disfun-cionales en conflicto y violencia en su gran mayoría (Bien Común, 20 de julio de 2009).

Esta podría ser tan solo una de las causales, pero existen otras tan disímbolas como contradictorias, que hacen del narcotráfico un problema social complejo. Se puede estar en desacuerdo con tales aseveraciones, pero sin duda algunos jóvenes han ingresado a formar parte del crimen organizado a partir de esta experien-cia. Sin embargo, la amplitud de factores y causas evidencia que la cultura del narcotráfico es mucho más que lo enunciado anterior-mente. Por ello no es exagerado afirmar que

es una forma de pensar y de vivir de los narcos y sus sicarios, lujosa, dispendiosa, exhibicionista, en la que la ropa fina, las joyas, los vehí-culos lujosos, la fiesta y el sexo, constituyen la compensación princi-pal frente a los peligros a los que están expuestos (Este País, enero-febrero de 2010).

Ejemplo de ello lo constituyen la ostentación que se hace en los autos y las camionetas último modelo, el uso de las armas, la exhi-bición de mujeres como si fueran trofeos, y éstas aceptando jugar tales roles, la prepotencia, la corrupción, entre otros. Pero de lo que se trata es de

erradicar la narco-cultura que es muy fuerte entre los jóvenes, ya que han tomado como ejemplo a los narcotraficantes sin percibir la magnitud del riesgo. Las drogas están destruyendo a la niñez y a la

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juventud, es muy serio el peligro que corren, les están afectando no sólo el cerebro, sino además sus ilusiones y su preparación académica (Noroeste, 14 de febrero de 2005).

Este concepto tiene su manifestación central en la violencia, la ilegalidad y la impunidad con que actúan los narcotraficantes en contubernio con las autoridades, generando desconfianza y de-sencanto en la ciudadanía que aprecia que la narcocultura es “una actividad ilegal que actúa como una red de poderes que permean al conjunto de la sociedad, pero también como un capital simbólico que influye de manera importante en la definición de las represen-taciones colectivas” (Valenzuela, 2002: 293).

Conviene enunciar que el prefijo narco, aplicado a la palabra cultura, pretende señalar que todo lo que rodea al mundo de las drogas tiene una estrecha relación con el resto de las actividades del ser humano.

Manifestaciones del narcotráfico Influencia del narcotráfico en Sinaloa

Los narcotraficantes en Sinaloa son demasiado queridos en sus pueblos de origen. Ayudan a quien lo necesita sin cono-cerlos. Por eso, cuando son perseguidos, tienen protección y bendición populares.

Jesús Blancornelas

El concepto de influencia nos remite a un comportamiento asumi-do por el sujeto que cambia su actitud con relación a otra que ya tenía. Constituye una imitación inconsciente en ocasiones y tam-bién de manera consciente, que, llevada a la sociedad, se manifiesta cada vez que una persona responde a la presencia real o implícita de otra u otras. Vale decir que existen una gran cantidad de ele-

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mentos que intervienen en la influencia del individuo; ejemplo de ello es la moral colectiva que prevalece en el momento histórico a que se haga referencia, así como la necesidad económica y el aspec-to emocional.

Al relacionar el concepto de influencia con el narcotráfico con la identidad de los jóvenes y su voluntad manifiesta por participar en cualquier actividad relacionada con éste implica una aceptación tácita de la presencia del fenómeno y todo lo que conlleva. En con-secuencia, dicho fenómeno será considerado como algo “normal” o, en el mejor de los casos, como una necesidad para el desarrollo de la región o del país. Lo cierto es que “la cultura que existe en los ranchos, en los lugares alejados de la ciudad, es precisamente que la gente ve al narcotraficante como un ídolo” (El Debate, 5 de febrero de 2006). Esto confirma la gran influencia ideológica que se refleja en el comportamiento asumido en relación con el nar-cotraficante, que simboliza al hombre de éxito y, sobre todo, a la persona a quien pueden recurrir, en caso de tener problemas, para solicitar su apoyo económico o político.

En Sinaloa, el fenómeno del narcotráfico es una realidad que muchos jóvenes emulan, ya que han seguido un estilo de vida ba-sado en la ostentación, que es evidente a través del vestido, los au-tos lujosos, las residencias y en el estridentismo de sus actos reali-zados, acciones éstas que efectúan

para llamar la atención mediante el atuendo, el ruido de las llantas que arrancan a gran velocidad, el despliegue de decibeles en la música que desparraman por los espacios públicos mientras avanzan en sus carros arreglados o la actitud alevosa que se legitima mediante el arma de fuego. En pocas palabras, la ostentación de la estética del narco, se refrenda en la impunidad con que actúan (Valenzuela, 2002: 202).

Hoy en día hay muchos jóvenes que admiran a los pioneros de este negocio; sin embargo, prevalece una tendencia entre los jó-

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venes que ya se encuentran inmersos en el narcotráfico de querer cambiar las prácticas de ostentación de sus predecesores. Las nue-vas generaciones de narcos prefieren invertir el dinero y los bienes adquiridos en empresas legalmente constituidas para lograr la le-gitimación como hombres de negocios. En consecuencia, se visten como ejecutivos, traen automóviles de lujo, pero no son tan osten-tosos, viven en casas modestas y en ocasiones en departamentos.

Con respecto a los precursores del narcotráfico en la entidad, resulta difícil describirlos pero se trata de hombres que rebasan los 40 años de edad, que lograron imponerse a lo adverso en que vi-vían en sus lugares de origen y al analfabetismo que les caracteri-za. Es evidente que el nivel educativo de estos personajes es bajo, ya que en el mejor de los casos cuentan con educación primaria. A pesar de ello han destacado en esta actividad ilícita, acumulando grandes fortunas, lo que refuerza el propósito de muchos jóvenes de no cursar una carrera universitaria.

La influencia que ha ejercido el narcotráfico es tal, que inhibe en muchos jóvenes el deseo de estudiar, toda vez que prefieren de-dicarse a actividades relacionadas con este fenómeno cultural, que ir a estudiar a la escuela, argumentando que “con el estudio” van a continuar con las carencias y miserias de siempre y, en contrapar-te, al dedicarse a aquella actividad ilícita pueden obtener algunos lujos y allegarse un patrimonio con relativa facilidad. Situación que se acrecienta por los niveles de impunidad y corrupción que prevalecen, tanto a nivel local como nacional, por parte de las ins-tituciones de seguridad y de justicia (Lazcano, 1992).

En distintos ámbitos de la vida social, política y cultural de la entidad se ha comentado, en público y en privado, que en Sinaloa el narcotráfico está inmerso en las principales actividades econó-micas como pueden ser: la construcción y adquisición de bienes inmobiliarios, en el crecimiento de la industria automotriz, entre otros. No obstante, no existen datos fidedignos para sostener tal

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aseveración. De lo que sí existe evidencia es del trabajo arduo que realizan todos los días los sinaloenses, quienes por siempre se han dedicado a actividades lícitas, y que deciden correr los riesgos para la inversión de su capital, en aras de hacer progresar esta entidad.

El consumo de las drogas como rechazo a las normas

La educación debe ser el mejor antídoto contra las drogas. Por desgracia, en las escuelas se ha notado la tendencia a usarlas.

Hugo B. Margáin

El consumo de las drogas en diferentes partes del mundo tiene re-ferencias muy remotas, por ejemplo: el consumo de la hoja de coca data de cinco a seis mil años (Astorga, 2004). En México el uso del hongo o el peyote tiene cuatro mil años (José Agustín, 1996). Es también antiguo el uso del hachís en la India, y lo mismo el opio en el Oriente asiático. Con respecto a la amapola, se afirma que los primeros cultivos de esta planta datan del siglo viii (Santana, 2004), y tuvo su origen en el lejano Oriente. En China, en el trans-curso del siglo xix, las guerras del opio se apoyaron en el comercio de las drogas, que para fines de ese siglo ya se habían extendido al mundo árabe y europeo (Escohotado, 2003), así como en los Esta-dos Unidos (Kaplan, 1991).

En Sinaloa se sostenía en algún tiempo que nuestro país era so-lamente el territorio por donde transitaban los volúmenes de dro-gas con rumbo a Estados Unidos y Canadá, pero hoy sabemos que las diversas drogas que dañan el organismo de los adolescentes y jóvenes se consumen aquí, en el territorio nacional, y por supuesto en el estado de Sinaloa. ¿Qué hizo posible este cambio en el con-sumo? ¿Acaso la situación económica, los obstáculos para el ingre-so de droga en el país vecino, o una crisis de valores?

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Para dar respuesta a estos interrogantes sobre el consumo de las drogas en los jóvenes, se abordaron desde la perspectiva de la familia y de la escuela, como pilares fundamentales, la formación de valores por un lado y el comportamiento en la sociedad por el otro.

Cabe decir que es en la familia donde cada miembro desarrolla su sentimiento de individualidad, de identidad y la comprensión del mundo exterior. Las experiencias vividas en el seno familiar ordenan la interpretación del mundo y las relaciones con el entor-no. Por ello, la familia como espacio afectivo y modelo cultural resulta central para los jóvenes de todos los sectores sociales.

La familia es trascendental para que los jóvenes se alejen del narcotráfico, pues “se ha comprobado que el uso de drogas por parte de los jóvenes es menos frecuente cuando las relaciones fa-miliares son satisfactorias”.14 En contraste, si existen ausencia de valores en la familia puede derivar en su desintegración, ya que un ambiente familiar demasiado permisivo, donde no exista disciplina o control sobre los hijos, o demasiado rígido, donde los hijos se encuentren sometidos a un régimen autoritario o sobreprotegidos, puede también fomentar el consumo de drogas.

Otros factores que pueden hacer posible el ingreso de los jóve-nes en el consumo de las drogas es la desatención por parte de los padres, o las familias divididas o destruidas, o las continuas peleas de los cónyuges frente a los hijos, o la falta de comunicación entre hijos y padres, todos estos son factores que contribuyen a crear un clima de riesgo, donde la droga puede convertirse fácilmente en una válvula de escape. También, si se considera desde la perspecti-va médica, el consumo de drogas puede deberse a que

ciertas drogas estimulan los centros químicos del placer del cerebro, y cada sucesivo consumo de estas drogas refuerza el estimulo posi-

14 Fuente: http://www.aciprensa.com/drogas/.htm.

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tivo y condiciona a sus usuarios a buscarlas. Aun después de un pe-riodo de abstinencia, el recuerdo del pasado como refuerzo positivo puede despertar este “afán” de la droga (Reuter en Smith, 1993: 224).

Con respecto al consumo de las drogas en las escuelas, puede deberse a que constituyen un territorio en el que confluyen diver-sos individuos, de distintos estratos sociales, y conforman el es-pacio idóneo para el ofrecimiento de las drogas. En este medio, algunos estudiantes han tenido contacto con drogas desde la se-cundaria y han consumido marihuana, cocaína, cristal, y en quie-nes al llegar al bachillerato permanece esta necesidad de consumo, aunque “la cannabis sigue siendo la droga de consumo más ge-neralizado, sobre todo entre los muy jóvenes (de 15 a 19 años de edad), y suele ser la droga utilizada con mayor frecuencia para la iniciación en el uso indebido de sustancias” (Santana, 2004: 55).

Tal afirmación deja de ser válida, sobre todo a partir de la dé-cada de los años noventa, cuando el consumo se invierte y es la cocaína la droga preferida por jóvenes y adultos. En virtud de que

la amplia disponibilidad de esas drogas no sólo está provocando un aumento en el consumo —20 por ciento anual—, sino que los jóvenes se inicien a edad más temprana en el mundo de las adicciones y con drogas clasificadas de “efecto potencial”, a diferencia de hace algunos años en que el primer contacto con los estupefacientes era la mari-huana (Revista Milenio, 17 de abril de 2006). En tal sentido, mientras exista la demanda de drogas por parte

de los usuarios, sean éstos jóvenes o no, va a continuar el narco-tráfico como fuente de enriquecimiento. Particularmente mientras subsista el carácter ilegal de esta actividad y se continúen obte-niendo las enormes ganancias, se llega a concluir: “no hay forma de evitar que la gente se dedique a ese negocio. Lo hacen por su cuenta y riesgo, y como es natural, se meten en dificultades. El

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asunto de las drogas resulta irresistible, pues es mucho el dinero que se puede ganar” (Puzo, 2005: 310).

No es casual la proliferación de nuevas drogas en el mercado, mucho más baratas pero más dañinas. Al parecer se trata de una estrategia seguida por los narcotraficantes para convertir a más adictos ofreciéndoles la droga, a veces en forma gratuita, para ge-nerar la narcodependencia. Así lo confirman las estadísticas, pues “el consumo de cristal ha aumentado hasta en un 35 por ciento en los jóvenes de 14 a 18 años debido al fácil acceso de esta droga” (El Noroeste, 29 de julio de 2005).

Son estos jóvenes los que en ocasiones están dispuestos a ven-der droga, a prostituirse, para obtener recursos económicos y con-tinuar con su adicción. Son jóvenes que por su edad y rebeldía, por su deseo de pertenencia al grupo, por el rechazo de sus padres, pueden llegar a consumir algún tipo de droga. Al respecto, es im-portante la opinión de una alumna del bachillerato, que nos dijo: “cuando mi primo comenzó a drogarse nadie se dio cuenta, hasta que empezamos a observar un comportamiento diferente: cansa-do, con ojeras, muy agresivo con su familia y sus amigos de la co-lonia. Su necesidad lo llevó a ser más violento y a robar para seguir consumiendo droga”.

Sin duda el rol de la escuela es fundamental para aclarar a los jó-venes no sólo los efectos dañinos del consumo de drogas hacia su organismo, sino también para clarificar la importancia que tiene la integración familiar y social y, en general, el prevalecimiento de una cultura de vida en oposición a la cultura de muerte que enar-bola el mundo del narcotráfico.

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El sicariato como estilo de vida

De ser un tímido estudiante, sin necesidad económica o antecedentes familiares, se convirtió sorprendente-mente en matón sin compasión.

Jesús Blancornelas

Se metieron de matones, a ganarse la vida con el índice. Alonso Salazar

Cuando se habla del sicariato se hace referencia a una actividad que tiene como fin acabar con la vida del otro, del que hace la com-petencia en el negocio, del que resulta peligroso para la integridad física del líder de la banda, del que estorba para escalar en la or-ganización criminal. La palabra sicario15 se remonta a la Palestina romana, cuando la secta judía de los sicarii mataba a los romanos y a sus partidarios con una pequeña daga (sicae) que escondían entre sus ropas. Por tanto, sicario es aquel que realiza la acción, quien ejecuta una orden que tiene el propósito de acabar con la vida de otra persona. En otras palabras,

son jóvenes para quienes la muerte es un negocio y aprenden a asesi-nar sin que la muerte les moleste el sueño. Muchos de ellos son jóve-nes o adolescentes con más de una docena de asesinatos a cuestas, que han aprendido a faltarle el respeto a la muerte, la visitante esperada o impertinente que “un día llega y ya” (Valenzuela, 2002: 282).

Los seres humanos en la actualidad tienen en muy poco aprecio la vida del prójimo, pero en uno exageradamente alto la propia; esto en parte porque se han devaluado los valores de la solidaridad y de la cooperación con los demás. También tiene que ver con los niveles de pobreza, con la obsesión de obtener dinero fácil y los

15 Véase la historia de la palabra sicario en www.eswikipedia.org/sicarios.

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satisfactores materiales que la sociedad le impone. Pero en el caso de los jóvenes que deciden integrarse a alguna banda delincuencial, obedece a que son

impulsados por su afán de escalar en la “organización” e influencia-dos por el clima de violencia en el que han crecido, estos jóvenes se muestran fríos y osados para cumplir con los encargos que les enco-miendan sus agrupaciones (Proceso, 21 de agosto de 2005).

Sin duda, la situación económica es uno de los factores decisivos para que los jóvenes ingresen en el narcotráfico, o en alguna deri-vación de éste, como es el sicariato. Otro factor que influye para convertirse en sicarios puede ser la necesidad de poder, de man-tener el control sobre otros individuos, o simplemente por sentir el placer de portar una pistola o un arma de grueso calibre. Las causas que originan este fenómeno son diversas, pero “cuando un joven se vincula a la estructura del sicariato sabe que su vida será corta. Muchos de ellos dan, con anticipación, las instruccio-nes para su entierro. En realidad le temen más a la cárcel que a la muerte” (Salazar, 2004: 148).

Quizás estos son algunos de los factores que inciden para que muchos jóvenes, cuyas edades oscilan entre 15 y 25 años, sean re-clutados por los grupos delictivos, porque tienen el valor, el arrojo, la certeza para disparar un arma y la agilidad para huir, en caso necesario. Las actividades que desempeñan varían según las cir-cunstancias y los intereses de quienes los contratan:

Los clanes narcotraficantes organizan y hacen funcionar escuelas y bandas de sicarios, perfeccionan sus métodos. Los usan para la pro-tección de sus intereses y operaciones, para la intimidación y el ase-sinato, para el enfrentamiento y el arreglo de cuentas entre rivales. Sicarios a las órdenes de narcotraficantes extienden su radio de ac-ción, en su propio beneficio o en la venta de sus servicios a otros de-

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mandantes, para otras actividades delictivas como la extorsión y el secuestro (Kaplan, 1991: 114).

Es innegable que a todos los individuos nos angustia la muerte, pero cuanto más se convive con ella, es menor el temor a morir. Estos jóvenes saben que en cualquier momento pueden tener una muerte violenta, y la conciben como parte de su trabajo, son ries-gos que han asumido con antelación y están dispuestos a pagar por la osadía, sabedores de que “en el triunfo de la muerte no hay ninguna fuerza extraña que subyugue la mano del hombre. Es el ser humano mismo quien decide matar. Para bien o para mal, es dueño de su voluntad” (Bifani-Richard, 2004: 33).

Antes de ingresar en el sicariato, algunos jóvenes empezaron realizando otras actividades, para luego escalar en la organización delictiva, como sicarios. Muchos jóvenes pertenecen a los grupos delincuenciales organizados y los subcontratan los cárteles para realizar los asesinatos selectivos. Así lo confirma un jefe delin-cuencial al confesar que “empezó a incorporar a numerosos jóve-nes, muchos de ellos estudiantes preparatorianos o universitarios, que se inician en la ‘organización’ como informadores” (Proceso, 21 de agosto de 2005).

Esta forma de vida ha aumentado a raíz de los niveles de violen-cia desatada, entre otras razones, por el control de operación y dis-tribución en territorios dominados por alguno de los mal llamados cárteles, que trae aparejada mucha demanda de jóvenes dispuestos a matar al adversario; por ello no es casual que “la mayoría de los integrantes de las bandas delincuenciales son jóvenes entre 16 y 26 años de edad, la mayoría sin haber superado la educación prima-ria” (Bien Común, 20 de julio de 2009).

El otro factor preponderante, que no debe soslayarse, es que un elevado número de jóvenes que son estudiantes también se en-cuentran en el sicariato, pues están buscando una buena retribu-

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ción salarial. El sociólogo Francis Fukuyama (1999) le atribuye una razón biológica a este comportamiento delictivo, y afirma que en “una abrumadora mayoría de los casos, los delitos son cometi-dos por jóvenes con edades entre 15 y los 25 años, de sexo mascu-lino” (Fukuyama, 1999: 112).

La degradación social ha llegado a límites inimaginables, pues se ha perdido la capacidad de asombro sobre el acontecer diario. Cientos de jóvenes son asesinados porque decidieron ingresar en el sicariato en virtud de que la sociedad no les ofrecía expectativas de desarrollo, y vieron como única salida a sus problemas econó-micos y familiares su inclusión en el narcotráfico. Su ingreso en la delincuencia tiene que ver con el deseo de mejorar su situación socioeconómica, pues se encuentran

impedidos de acceder a los peldaños de la pirámide social, reaccio-nan con virulencia, se agrupan en bandas delictivas, crean sus propias normas, valores y códigos, hacen de la violencia y el culto a la sangre un mecanismo de autoafirmación de identidad (Cajas, 2009: 140).

Hoy es fácil conseguir cualquier tipo de arma, ya que recorren la misma ruta que los narcotraficantes utilizan en el trasiego de la droga. Existe tal diversidad y de distintos calibres que se ha con-vertido en un próspero negocio y junto a él surgió otro: el sicaria-to. En esta actividad

los jóvenes se adiestran en la calle, que es donde la mafia encuentra la mano de obra que necesita; contrata, por supuesto, a los mejores. La falta de un número adecuado de escuelas… ha favorecido el fenó-meno, puesto que los muchachos pasan poco tiempo en sus hogares (Labrousse, 1993: 276).

Se sabe que algunos sicarios trabajan por cuenta propia y no les importa quién es el que ordena el asesinato. Estas personas irrum-pen en fiestas infantiles como en restaurantes o en plena calle, para

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realizar la ejecución frente a familiares y testigos. Ya no esperan la sombra de la noche para matar, ahora lo llevan a cabo en pleno día y no les importa la presencia de la gente. Y es que asesinar a al-guien se ha vuelto fácil y barato. Fácil por la impunidad que reina y barato porque la vida de una persona vale menos que nada. Para ellos,

la vida misma carece de significado y la propia no tiene futuro. Sa-ben que morirán pronto. Así que sólo cuenta el momento, el consu-mo inmediato, la buena ropa, la buena vida, a la carrera, junto con la satisfacción de provocar miedo, de sentirse poderosos con sus armas (Castells, 2000: 232).

El negocio de asesinar se está convirtiendo en un hecho cultu-ral. Muchos adolescentes y jóvenes de la entidad, tanto en el cam-po como en la ciudad, sean estudiantes o no, están ingresando en el sicariato como alternativa para resolver su situación económica y, al mismo tiempo, formar parte del narcotráfico.

Violencia: el lenguaje de las armas

Podría decirse, sin que nos asalte la duda, que la violencia constituye la mayor amenaza contra la civilización humana.

Patricia Bifani-Richard

Existen diversas modalidades de manifestación de la violencia, tanto social como familiar. Ambas repercuten en el individuo, y absorbe los elementos culturales que le dan personalidad y presen-cia en la sociedad. Dicha violencia:

puede explicarse como consecuencia de una crisis social que está con-dicionada por el desgaste de los componentes básicos de la cultura — asociada a economía, sociedad, psicología y estética— los cuales conforman la base de instituciones (gobierno, escuela, familia, parti-

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dos): los valores, roles e ideología (política, religión, creencias, mitos), lo que a su vez alimentan los procesos de socialización y educación que permiten identificar y cohesionar a la sociedad en general y a sus individuos en particular (Zavala, 2007: 13).

De acuerdo con Max Weber, el ejercicio de la violencia es mo-nopolio del Estado. Pero hoy vemos a grupos delincuenciales que compiten no solo en ese monopolio de la violencia, sino además en el cobro de impuestos y el derecho de piso. La resistencia del Estado mexicano y su reciente declaración de guerra fue lo que, al parecer, desencadenó la violencia en el país y es lo que ha llevado a miles de jóvenes a encontrarse con la muerte.

La violencia es una construcción social atribuible sólo al ser hu-mano, por lo que a lo largo de la historia ha encontrado diferentes modalidades de regulación. No es exagerado afirmar que el lugar que ocupa la violencia colectiva en la mente de los individuos es el mismo plano donde actúa la fractura estructural de las sociedades modernas, en el plano de lo imaginario y bajo el rubro de lo sim-bólico.

Vale decir que la violencia que se vive en Sinaloa está relaciona-da con el narcotráfico y el gran tráfico de armas, que facilita el uso de éstas para la realización de actividades delictivas, que a la postre derivan en cientos de homicidios anuales, tal como se aprecia en las estadísticas de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Sinaloa.

La desintegración social, la falta de oportunidades de empleo para los jóvenes, la crisis de valores y la incapacidad de las auto-ridades de los gobiernos federal, estatal y municipal para frenar la violencia organizada ha generado una impunidad que permite que el índice de muertos relacionados con el narcotráfico vaya en au-mento. Por ejemplo: en Sinaloa, en 2005 se registraron 610 muer-tes; en 2006 fueron 607; en 2007 la cifra ascendió a 743; en 2008 se incrementó a 1 166 muertes; en 2009 fureon 1 252, y en 2010 la

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cifra se mantuvo a la alza con un total 2 083 muertes hasta el mes de noviembre.

Tabla 2. Registro de muertes ligadas a la violencia en Sinaloa

Anual

Enero

Febrero

Marzo

Abril

Mayo

Junio

Julio

Agosto

Septiembre

Octubre

Noviem

bre

Diciembre

Total

2005 45 55 40 66 66 39 54 51 39 39 56 59 610

2006 39 46 46 35 53 62 50 51 60 63 45 57 607

2007 47 35 67 64 68 70 49 70 63 83 80 47 743

2008 48 39 77 63 107 129 142 93 92 103 128 145 1166

2009 62 66 107 82 86 89 97 107 134 104 160 158 1252

2010 223 208 192 207 147 226 220 228 143 181 108 2083

Fuente: Procuraduría General de Justicia en el Estado de Sinaloa.

El desencanto de los ciudadanos se ha reflejado en su falta de credibilidad en las instituciones de gobierno encargadas de llevar a cabo la procuración de justicia, donde éstos sienten, ante el estado actual de violencia prevaleciente en la entidad, que se encuentra en la indefensión, un tanto porque

la violencia asociada al narcotráfico tiene ramificaciones que generan inquietud en la población, un poco porque los cadáveres y las balace-ras introducen el miedo en los ciudadanos y otro poco porque revelan el fortalecimiento y la impunidad de las bandas criminales y la debi-lidad y temores de las autoridades (El Debate, 22 de mayo de 2005).

Estos hechos explican el comportamiento violento de quienes se encuentran en el mundo del narcotráfico, al mismo tiempo que demuestran la inoperancia de los programas preventivos puestos en operación por el Estado: “muchas de las respuestas inmediatas

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de los jóvenes ante la falta de oportunidades y la carencia de recur-sos se expresan en forma violenta y autodestructiva que afectan su salud e integridad física” (Este País, 21 de enero de 2007).

Al narcotráfico se ingresa por diversas razones: pobreza, am-bición, inducción, escala social, herencia familiar; con la finalidad de lograr la estabilidad económica, aunque no siempre se logra de-bido a los altos niveles de violencia que prevalece en este medio. Justo es destacar que no todos tienen la predisposición al uso de la violencia, ni todos desean realizar una carrera delincuencial; em-pero, esto no significa que tales factores desaparezcan, toda vez que existen distintas formas de manifestarse y hay un común de-nominador: la racionalidad económica. Pero los gobiernos están obligados a generar las condiciones para que la violencia no se pre-sente, tal como lo que expresa, en una entrevista, Miguel Ángel Félix Gallardo, narcotraficante, actualmente preso en una cárcel de máxima seguridad:

la violencia puede combatirse con empleos, escuelas mejor ubicadas a la necesidad y distancia de los hogares apartados, aéreas deportivas, comunicaciones, servicios médicos, seguridad y combate a la pobre-za extrema, impulsar la mano de obra. Recordemos que el territorio mexicano en sus zonas altas está olvidado, no hay escuelas superio-res, carreteras, centros de salud, comunicación ni seguridad; a ellos no les llegan créditos para el campo, apoyo agrícola, forestal, ganade-ro y minero, etcétera, sólo represión” (Osorno, 2010: 26). Sin duda, el ingreso en esta actividad va a facilitar la existencia

de las personas pues podrán obtener los satisfactores indispensa-bles para tener una vida con decoro. Al menos por un tiempo re-lativamente corto, no tendrán limitaciones económicas, y vivirán tan de prisa como su ascenso social, pero acechándoles la cárcel o la muerte en cada momento. Esto parece no importarles a los jóvenes, pues piensan que “la vida es el instante. Ni el pasado ni

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el futuro existen. Este hecho lleva a una valoración distinta de la vida y de la muerte: vive la vida hoy, aunque mañana te mueras” (Salazar, 2004: 157).

Si bien es cierto que la mayoría de los homicidios que se pre-sentan en la entidad son de jóvenes que sabían las consecuencias funestas de ingresar en la actividad delincuencial, no obstante, ha-bría que preguntarse ¿por qué los jóvenes están dispuestos a morir de la forma como lo hacen?, ¿por qué los narcotraficantes prefie-ren la muerte a ser encarcelados? Una razón puede ser que los jó-venes, al verse en la pobreza, prefieren vivir poco tiempo pero con cierta riqueza; aunque existen muchos jóvenes que tienen dinero y lo hacen por otras razones: poder, placer, etc. Lo cierto es que

la violencia que permea en la sociedad sinaloense tiene que ver con los altísimos niveles de impunidad con que se desenvuelven los grupos criminales asociados al crimen organizado de los grandes cárteles del narcotráfico” (Vida Pública, núm. 2 enero de 2005).

En síntesis, el punto más sensible del flagelo del narcotráfico es el efecto de la estela de muerte que deja a su paso. El rechazo a las normas sociales, a los valores de solidaridad y respeto por la vida, son una forma de contracultura, por hacer prevalecer su poder y dominio sobre los demás. En este quehacer, la declaración de gue-rra del gobierno federal contra las bandas delictivas traficantes de estupefacientes solo ha acrecentado la estadística de defunciones relacionadas con esta problemática.

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Los gobernantes y el narcotráfico

El narcotráfico en México no es todavía un asunto de seguri-dad nacional, porque desde sus inicios ha sido un negocio de la élite en el poder, a la sombra del monopolio gubernamental sostenida por el pri por más de 70 años…el narco no se ha in-filtrado en las instituciones, sino que los narcos son producto, criaturas, de la política priísta”.

Luis Astorga Almanza

En Sinaloa ya está perfectamente claro que el narcotráfico y la política no son cosas ajenas. El narcotráfico jamás podría ha-ber alcanzado tanta altura sin alianzas con el poder político.

Arturo Santamaría

Existe la percepción en grandes núcleos poblacionales del país, que desde el Estado mexicano se auspició el ingreso en el narcotrá-fico, y en consecuencia, los políticos y gobernantes fueron quienes dieron los primeros pasos al respecto. A juzgar por las relaciones disímbolas que establecían entre los delincuentes, al mismo tiem-po que surgía la necesidad de dotar de drogas al vecino país, esta aseveración va cobrando mayor relevancia conforme avanza el po-derío del crimen organizado. Como ya ha sido mencionado ante-riormente, este binomio narcotraficantes-gobernantes se eviden-ció después de la segunda guerra mundial, y empezó a conocerse por la gran demanda de drogas que surgió en Estados Unidos.

Con el devenir del siglo xxi, ya en los tiempos modernos, el único gobernante consignado por vínculos con el narcotráfico ha sido Mario Villanueva, gobernador constitucional de Quintana Roo.16 Este personaje fue detenido en el gobierno de Vicente Fox.

16 Por cierto, en ese mismo estado se consignó a un candidato a gobernador, por supuestos nexos con el narcotráfico y el crimen organizado: Al C. Gregorio Sánchez Martínez “Greg”, quien era gobernante del municipio de Benito Juá-rez, (donde está Cancún) y solicitó licencia para contender como candidato a gobernador del estado de Quintana Roo, por la coalición prd, pt y Convergen-cia, en el proceso electoral del 2010.

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Anteriormente, ya se había consignado y puesto a disposición de la justicia mexicana a otros políticos de menor envergadura, so-bre todo a nivel de presidencias municipales. Ejemplo de ello ocu-rre en uno de los municipios con mayor marginación en Sinaloa, donde “el principal comprador de opio en Mocorito era Rober-to Méndez, presidente municipal… En enero de 1954 Méndez fue arrestado por agentes de la pgr” (Astorga, 2003: 140-141).

De igual manera, cuando se trata de políticos de mayor rango, se cuidan las formas y los procedimientos judiciales, como en el caso del gobernador del estado de Jalisco (1977-1983), “Flavio Romero de Velasco, de Jalisco, fue detenido momentáneamente en 1998, 15 años después de haber dejado la gubernatura y por motivos sólo indirectamente ligados al narcotráfico” (Aguilar, 2009: 54).

Esto evidencia una posible relación de los gobernantes y polí-ticos con los agentes sociales que conforman el narcotráfico, que sin duda resulta difícil que la admitan públicamente. No obstante, “quién puede dudar a estas alturas de que la delincuencia pudiera haber crecido a un nivel incontrolable en México sin el contuber-nio con cientos de funcionarios de todos los niveles” (Santamaría, 2009: 21).

Es más frecuente que los narcotraficantes denuncien a los fun-cionarios, sobre todo si perciben que han sido objeto de alguna traición o incumplimiento del acuerdo tácito. Sin embargo, ambos bloques prefieren mantener una especie de contubernio para ocul-tar los posibles nexos del crimen organizado y el gobierno, pues “a ningún político corrupto le conviene quedar expuesto a que su oposición en el poder lo llame a declarar sobre contactos con el narco, negligencia con el tráfico o lavado de dinero, y terminar en la cárcel” (Pérez Robles, 2002: 270).

Recientemente el Congreso de la Unión hizo legislación con el propósito de blindar las campañas electorales e impedir que el dinero de los narcotraficantes llegase a decidir en las contiendas

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electorales. No obstante, resulta muy difícil impedir que lleguen recursos económicos a las manos de algunos candidatos a puestos de elección popular, porque el crimen organizado está invirtiendo en cuadros políticos afines, con la finalidad de facilitar su propio accionar en la jurisdicción del municipio o la entidad federativa respectivos.

De lo antes dicho se infiere que el fenómeno del tráfico de estu-pefacientes ha sido como una bola de nieve que creció hasta quedar fuera de control. Es evidente que esto no es privativo de la entidad sinaloense, toda vez que es un fenómeno que se ha extendido por todo el país, y en varias naciones del mundo.

El caso Sinaloa cubre rasgos propios que lo identifican como el de una sociedad en donde se da la tolerancia a la narcocultura, no sólo por ser la cuna de los grandes capos sino también como un reconocimiento tácito del poder y el dominio que estos ejercen sobre la autoridad. Sinaloa es un territorio en donde una minoría que tiene la capacidad de la violencia armada impone sus prácticas delictivas, hace valer sus usos y costumbres en la vida cotidiana de la sociedad sinaloense, mientras ésta contempla atemorizada e indefensa el ejercicio del poder por parte del narco.

Desde este trabajo se afirma que lo dicho ha sido posible gracias a la aceptación cultural que tuvo la práctica delictiva citada. La tolerancia en algunos casos se traduce en complicidad con el go-bierno, tanto en el ámbito federal como en las entidades federati-vas, que ha desembocado en el asesinato de decenas de presidentes municipales en los últimos años, así como de candidatos a puestos de elección popular en todos los niveles, además de permear su influencia en la mayoría de las instituciones de la estructura del sistema social, político y económico de México.

Algunas evidencias que han difundido los medios de comunica-ción son las siguientes:

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“Los agentes de gobierno son cómplices del narco”, declaró el gobernador de Durango, Ángel Sergio Guerrero Mier, al periódi-co el Siglo de Durango (16 de mayo de 2003); el alcalde de Puer-to Vallarta, Luis Carlos Nájera, dijo que “Existe penetración del narco entre las filas de la corporación policiaca” según la fuente de Noticiaspv.com (27 de julio de 2008); por su parte, el secretario de Economía, Gerardo Ruíz Mateos, declaró en París que el nar-cotráfico había penetrado hasta las entrañas del país y ”ya había hecho un Estado dentro del mismo Estado. Hay varias ciudades y municipios en México donde cobran impuestos, donde imponen la ley, donde imponen presidentes municipales, donde exigen de-recho o bono de seguridad” (La Jornada, 19 de febrero de 2009).

Toca ahora revertir el fenómeno desde un interaccionismo so-ciocultural, al impactar con nuevas pautas culturales el fenómeno del narcotráfico, es decir, mediante la acción social de los actores implicados, transformar el estado de cosas, identificando la pro-blemática desde su raíz, concientizando a los jóvenes, padres de familia, profesores, y a los sectores productivos y sociales de las causas y las implicaciones o efectos que generan, así como las es-trategias de solución para combatir el flagelo de las drogas.

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LA IDENTIDAD DE LOS JÓVENES UNIVERSITARIOS CON EL NARCOTRÁFICO

La identidad es un concepto polisémico y ubicado en el ámbito de la complejidad. En este texto se asume como lo que hace único a un sujeto y a la vez diferente de los demás; no obstante, logra per-cibirse afín con un grupo de pertenencia y por lo tanto distinto a otros grupos sociales. Desde la complejidad, la identidad se vive en la experiencia como un proceso de legitimación; en otros momen-tos se expresa como una etapa de resistencia a un estado de cosas, o bien como la construcción de un proyecto emancipador.

Por lo anterior, la identidad es una construcción social y, en con-secuencia, no es singular sino múltiple. La identidad se va afian-zando mediante la interacción social a través de la identificación con cierto tipo de símbolos como el uso del lenguaje y las prácticas sociales que van integrando un grupo social, de acuerdo con una pauta de valores que asumen de manera propia, y que se integran como parte de su cultura.

Es así como llegamos a un contexto en el que los jóvenes univer-sitarios han visto desde su niñez, en su colonia, barrio o comuni-dad, el poder que tiene el narcotráfico y que forma parte de la vida cotidiana. La identificación de sus símbolos a través del vestido, la música, el lenguaje, el dinero rápido y el control que ejercen en su territorio son factores que no pasan inadvertidos por los estudian-tes preparatorianos. La actitud que habrán de asumir de frente a la narcocultura depende de la solidez de los valores inculcados por la familia, la escuela, la religión y el entorno social.

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Conceptos de identidad

El concepto de identidad tiene diferentes significados y se uti-liza en una variedad de contextos que bien vale la pena señalar. En la época antigua, Aristóteles planteó el principio de identidad afirmando que todo ser es idéntico consigo mismo. Más tarde la identidad es considerada como la “síntesis de una multiplicidad de papeles sociales” (Mead, 1985). En la época moderna se identifica la identidad como un proceso cambiante que “tiene lugar en todos los niveles de funcionamiento mental y por medio del cual el in-dividuo se juzga a sí mismo a la luz de lo que advierte del modo como otros le juzgan a él” (Erickson, 1989: 19).

De tal suerte que la identidad viene siendo el conjunto de valo-res que el hombre interioriza y lo orientan en su actuar cotidiano. Por ello, es menester considerar que

la identidad no se genera nada más a partir de las relaciones interper-sonales y de los grupos de referencia y pertenencia, sino de la posibi-lidad de crear como sociedad significaciones que sustenten el valor de ser de una sociedad, de asumir una responsabilidad común, de ser con otros en proyectos compartidos (Baz y Tellez, 2002: 39).

Como se puede apreciar, son las prácticas de los hombres, nues-tras formas de ser, lo que nos hace diferentes de los otros y cons-tituye los elementos socioculturales que norman las acciones de los individuos en la sociedad. Dichas acciones son las que van a expresar la vida del ser humano en un tiempo determinado. Por esta razón no es extraño que cuando se habla de identidad

ésta puede imputarse a individuos, grupos o colectividades. Tratán-dose de personas, la posibilidad de distinguirse no radica en percibir-se como distintos bajo algún aspecto. También tienen que ser perci-bidas como tales, esto es, el hecho de distinguirse de los demás debe

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ser reconocido, y esto sólo es posible en contextos de interacción y comunicación (Güemez, 2003: 83).

Si bien es cierto que la interacción se hace presente en la socie-dad, es, sin duda, el individuo el que realiza el rol protagónico ante los demás; es decir, se asume diferente al resto de las personas. Tal situación es posible porque posee una personalidad identitaria, en-tendiendo la identidad como

el sentimiento del “yo” de un individuo o de un grupo. Es un pro-ducto de la autoconciencia de que yo (o nosotros) poseo (o poseemos) cualidades diferenciadas como ente que me distinguen de ti (y a no-sotros de ellos) (Huntington, 2004: 45).

Al tomar como referente la identidad en un sentido de perte-nencia, vamos a encontrar que muchos alumnos del bachillerato se identifican con la institución educativa en la que están inscri-tos; no obstante, según Francesca Emiliani y Felice Carugati, citando a Erickson, “la identidad se configura como un proce-so a través del cual las expectativas y los valores personales se confrontan con las expectativas sociales en general” (Emiliani y Carugati, 1991: 68).

En tal sentido, la identidad de los jóvenes con el narcotráfico puede abordarse desde la perspectiva cultural, dejando en un se-gundo plano el ámbito jurídico-policiaco y el médico sanitario, lo que nos lleva a retomar los planteamientos de Erich Fromm (1975) cuando afirma que la “necesidad de un sentimiento de identidad es tan vital e imperativa, que el hombre no podría estar sano si no encontrara algún modo de satisfacerla” (Fromm, 1975: 57).

Según lo que él expone, la identidad es una necesidad afectiva (“sentimiento”), cognitiva (“conciencia de sí mismo y del vecino como personas diferentes”) y activa (el ser humano tiene que “to-mar decisiones” haciendo uso de su libertad y voluntad). Junto a

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esta definición podemos encontrar otras que la complementan: “identidad es un esquema mental que forma parte de la cultura que permite valorar, percibir y actuar para en una comparación cotidiana poder establecer inclusiones o exclusiones a grupos so-ciales” (Baudrillard, 1992: 79).

Vale decir que la identidad no es sólo ser idéntico con uno mis-mo sino también ser semejante a los otros que forman parte del grupo social al que se pertenece y, por lo tanto, diferente a los otros que no forman parte de ese grupo social de pertenencia. Es, pues, “una construcción socio-cultural resultado de un sinnúmero de procesos identificatorios y diferenciadores, que delimitan el ámbito de lo propio y lo ajeno, lo mío y lo tuyo, el nosotros y el ustedes” (Tappan, 1992: 83).

Alrededor de las identidades se establecen los parámetros de la convivencia social, de construcción de valores, de la idea de un futuro, de tener conciencia de la vida y de la muerte, de la relación con los similares y con los otros, de las creencias religiosas, de las expresiones rituales, de los componentes del imaginario. En sínte-sis, de saberse parte de unos y diferentes de otros.

Max Weber expone su punto de vista sobre la identidad y afir-ma que ésta puede sobrevivir a alteraciones sustanciales y al len-guaje, a la religión, al estatus económico, al territorio, o a cual-quier otra manifestación tangible de su cultura. Pero es Manuel Castells (1999) quien plantea que la construcción de identidades invariablemente tiene un lugar en un contexto marcado por las re-laciones de poder. Propone una distinción entre las tres formas y orígenes de la construcción de identidades:

1. Identidad legitimadora. Afirma que es introducida por las instituciones dominantes de la sociedad para extender su dominio frente a los actores sociales. Se encuentra en las teorías de la domi-nación, del autoritarismo y del nacionalismo.

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2. Identidad de resistencia. Dice que la realizan los actores es-tigmatizados por la lógica de dominación, a partir de lo cual cons-truyen formas de resistencia y sobrevivencia con base en princi-pios diferentes, cuando no totalmente opuestos a los que permean las instituciones de la sociedad. Se le conoce como contracultura.

3. Identidad proyecto. Es cuando los actores sociales construyen nuevas identidades, que redefinen su posición dentro de la socie-dad. Conlleva una transformación total de la estructura social.

Otro autor que aborda la identidad es Giménez (1996), quien plantea que para que se conforme ésta es necesario que se establez-can tres dimensiones.

• Locativa. A través de la identidad los individuos definen el campo simbólico en que se ubican y marcan sus límites.

• Selectiva. Permite establecer una relación entre la identidad y la acción. Una vez definido el espacio simbólico, los indivi-duos jerarquizan sus preferencias seleccionando unas y des-echando otras, de manera tal que integran en el espacio de lo vivido cotidianamente los referentes culturales más amplios.

• Integrativa. Permite a los individuos integrar el pasado, el pre-sente y el futuro del grupo de adscripción, dentro de su propia biografía, para integrarlos en su proyecto de vida (Giménez, 1996: 19).

Diversos enfoques sobre identidad La identidad como constructo social

La identidad es un proceso social de construcción permanente. Se-gún la afirmación de Erickson, el individuo se involucra en una se-rie de representaciones, simbolismos, clasificaciones, que inciden en sus prácticas cotidianas, a través de las experiencias comunes que viven los sujetos en el medio social en el que interaccionan. O en el mejor de los casos, estos sujetos se apropian de la imagen que

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cada quien tiene sobre sí mismo y que los otros ven en él. En otras palabras,

la construcción identitaria es reinterpretada por los individuos a par-tir de sus propias historias de vida; que generan en ellas necesidades, motivaciones y expectativas y que transforman los símbolos en accio-nes compartidas (Delgadillo, 2003: 144-145).

En la construcción de la identidad influyen las condiciones del contexto social, cultural y familiar en que se desenvuelve el ser humano. De ahí que se conciba a la identidad como constructo17 porque

todas las identidades se construyen a lo largo de un proceso social de identificación, pero ello no significa que existan identidades origi-nales o verdaderas y falsas, que tienden a ser reemplazadas por otras más o menos legitimas o espurias, sino que cada una de las manifes-taciones identitarias corresponden a un especifico momento histórico (Bartolomé, 2006: 73).

Erickson habla de una identidad negativa y otra positiva. La pri-mera —sostiene— está presente en los individuos y en todos los núcleos, incluye los aspectos no deseados que generalmente son reprimidos y rechazados, pero que en el caso de los desviados so-ciales (delincuentes) forma la identidad dominante. Erickson ob-serva que los adolescentes tienen más dificultades para formarse una identidad.

La identidad supone una capacidad de actuación, es decir, hablar de los sujetos como protagonistas, que dan cuenta de sus experien-cias en el mundo. De ahí la pertinencia de señalar las cinco aclara-ciones que Samuel Huntington realiza en torno a la identidad.

17 El término constructo, es empleado en historia “para designar la producción de una síntesis de impresiones” (Warren, 1991: 66).

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En primer lugar, tanto los individuos como los grupos tienen identi-dades. Los individuos, no obstante, hallan y redefinen sus identida-des en el seno de grupos… En segundo lugar, las identidades son, en su inmensa mayoría, construidas. Las personas fabrican su identidad sometidas a grados diversos de presión, incentivación y libertad… En tercer lugar, los individuos y, en menor grado, los grupos tie-nen múltiples identidades. Éstas pueden ser adscriptivas, territoriales, económicas, culturales, políticas nacionales… En cuarto lugar, las identidades son definidas por el yo, pero son producto de la interacción entre el yo y los otros. La percepción que los otros tienen de un individuo o de un grupo afecta la definición propia de ese mismo individuo o grupo… En quinto lugar, la prominencia relativa de las identidades alterna-tivas de un individuo o grupo es situacional. En ciertas ocasiones, las personas subrayan aquel aspecto de su identidad que las vincula a las personas con las que están interactuando… (Huntington, 2004: 46-48).

La identidad es un proceso en cuya construcción participa el su-jeto en forma activa, y al hacerlo entra en contacto con las prácti-cas y los significados culturales, que están inmersos en el contexto social. Ejemplo: los debates y las charlas que se dan entre los ami-gos y jóvenes, en torno al narcotráfico; se va presentando una fas-cinación por el fenómeno y termina aceptándose y concibiéndose como una cultura.

Por esa razón se considera que la construcción de la identidad en las personas no es un proceso estático, sino que es un movi-miento continuo, que permite, a lo largo de la vida, ir forjando un conjunto de valores y vivencias que determinan la identidad. No obstante, la identidad de los individuos puede cambiar, y, por ende, este proceso debe verse como un proceso dinámico, en permanen-te construcción. Así las cosas, los estudiantes van descubriendo su identidad en la medida en que se atreven a ir al encuentro de sus ideales, sueños, anhelos.

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Esta apreciación es coincidente con Manuel Castells (1999), con lo que él denomina identidad proyecto. Es el caso de los agentes sociales: jóvenes, narcotraficantes, sicarios, funcionarios de go-bierno, que construyen nuevas identidades con respecto a las exis-tentes y terminan transformando la estructura de una sociedad. En tal sentido es válido afirmar que las personas pueden tener di-versas identidades a lo largo de su existencia, incluso pueden llegar a ser contradictorias, si se trata de encarar al mismo tiempo las diferentes perspectivas de la búsqueda de identidad (legitimadora, como resistencia, o como identidad proyecto) en relación con la problemática social.

La identidad y el sentido de pertenencia

Si se concibe la identidad como un proceso inacabado y, por lo tanto, con todas las posibilidades de consolidarla en cualquier sen-tido, entonces los jóvenes y ciudadanos podrán construir la iden-tidad que mejor se adapte a sus circunstancias y los haga sentirse identificados entre sí. Se da paso a un sentido de pertenencia a un grupo, territorio o comunidad, ya que “los jóvenes viven con gen-te que tiene los mismos gustos, habla el mismo lenguaje, se viste del mismo modo, proporciona a los adolescentes un estatuto autó-nomo simbólico y un sentido de identidad” (Lutte, 1991: 338).

El sentido de pertenencia de los jóvenes, y en general de las per-sonas, implica formas de participación tanto en modo individual como colectivo, por medio de las cuales se ejerce alguna activi-dad, una acción específica o se tiene alguna influencia en diversos ámbitos como son: grupos o clases sociales, comunidades u orga-nizaciones. En consecuencia, la identidad constituye una especie de transición entre lo individual y lo social; es decir, el individuo toma decisiones y se compromete socialmente.

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George H. Mead (1985) define la identidad en la interacción social del sujeto y afirma que es un proceso de construcción de nuevas formas de pensamiento, del lenguaje, del desarrollo de las complejas relaciones entre los individuos, que al final llevarán a la confrontación con la realidad y su expresión dependerá de cómo ésta influye en los seres humanos; también hace una interpretación de esta realidad a través del interaccionismo simbólico, donde afir-ma que los sujetos actúan en relación con los objetos de la realidad sobre la base del significado que estos tienen para ellos. De tal ma-nera que los significados son manejados y modificados en un pro-ceso interpretativo que cada individuo lleva a cabo con los signos a los que se enfrenta y este hecho le va a permitir ubicarse en el lugar que le corresponde.

La identidad como representación

El sociólogo Durkheim, al plantear la existencia de las representa-ciones sociales, aportó que éstas necesariamente se expresan en el comportamiento de los individuos. Si las representaciones sociales son dominantes, hegemónicas, van a condicionar las relaciones en-tre los individuos, los grupos y la sociedad. En tal sentido, las re-presentaciones y el modo de tratar a los jóvenes por parte del siste-ma lleva implícita la concepción de los tipos de comportamientos y las identificaciones y, por tanto, hay que establecer medidas de conformidad con las edades.

De acuerdo con Jodolet (2000) las representaciones sociales tie-nen las siguientes características:

• Remiten al conocimiento de sentido común.• Se engendran y comparten socialmente.• Son sistemas de significaciones, imágenes, valores, ideas y

creencias.

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• Permiten a los actores interpretar y actuar en la realidad coti-diana.

• Sirven de guía para las acciones y orientan las relaciones socia-les.

Así las cosas, esta autora afirma que una representación social no es una construcción meramente individual, sino que es un pro-ceso de construcción que implica una relación en la cual los ac-tores sociales le dan un uso y un significado a su propia partici-pación. Estos grupos elaboran sus reglas, justificaciones, razones de las creencias y conductas que son pertinentes al momento de conocer la percepción que el sujeto tiene de sí mismo.

Cabe decir que la eficacia de las representaciones sociales radica en que deben ser aceptadas por todos los miembros, no como un reflejo del mundo exterior, sino significaciones que constituyen la identidad social. De ahí que

La representación social integra un conjunto de elementos constitu-tivos de la vida social (significaciones, actitudes, creencias) e inclu-ye funciones gracias a las cuales se hace posible la interacción con el mundo y con los demás (incorporación de la novedad, orientación de las acciones)” (Jodelet, 1986: 475). Con respecto a Bourdieu (2002), éste concibe de manera socio-

lógica a la juventud como un espacio simbólico, configurado por prácticas y significados culturales, que los jóvenes transitan, en un espacio y un tiempo determinados por contextos culturales que los nutren. Distingue cinco tipos de capital: el económico, el cul-tural, el escolar, el social y el simbólico.

Bourdieu manifiesta que el espacio social se nos presenta como un conjunto abierto de “campos” relativamente autónomos y más o menos subordinados, en su funcionamiento y en sus transfor-maciones, al campo de la producción económica. Este espacio so-

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cial, la comunicación, la reproducción cultural y la integración so-cial se relacionan con la construcción de la realidad a través de la vida cotidiana.

Podemos decir entonces que el espacio social se vuelve un re-curso en el que se recrean formas y prácticas identitarias producto de las interacciones sociales y culturales, al mismo tiempo que se concibe al espacio como un bien, señal inequívoca de que es perci-bido relacionalmente mediante prácticas que forman parte integral de su realidad social. En otros términos, es la subjetividad de las creencias y de las percepciones que se crean a través del espacio (Bourdieu, 2002).

Vigotski (1979) afirma que el conocimiento se genera a partir de la interacción del sujeto con el mundo social, para luego dar pau-ta a la aparición del pensamiento. Esta transferencia del saber de un sujeto a otro involucra la internalización progresiva del cono-cimiento y lo hace a través del lenguaje: primero como una coordi-nación interpsicológica (en la interacción social), y después como una coordinación intrapsicológica (interna al sujeto).

La identidad reflexiva

La teoría de la estructuración de Giddens (1998) considera la so-ciedad como un sistema en estructuración continua, donde los in-dividuos a través de su accionar van a expresar el control social y el sometimiento que impera; sin embargo, éstos pueden modificar tales condiciones si se lo proponen. De ahí que la concepción de las prácticas sociales tenga que ver con hacer algo, con realizar una actividad junto con el otro.

Otro aspecto importante, sin duda, lo constituyen las nuevas formas de participación de los jóvenes, y sus nuevos espacios en el ámbito de la estructuración social. De igual manera debe tomarse

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en cuenta sus formas de convivencia con la familia, sus pares, sus valores y el tiempo que les dedican a ellos.

La capacidad de reflexión permite a los seres humanos repen-sar la propia identidad y hacer los ajustes pertinentes de acuerdo con un proyecto de vida. Los ajustes a un proyecto de vida son, en buena medida, una forma de responder individualmente a los cambios y las incertidumbres sociales. Empero, en buena parte de los jóvenes prevalece el vivir ahora, están más preocupados por la riqueza material y soslayan la preparación intelectual.

Los jóvenes responden de diversas formas a las circunstancias que les impone el mundo social y construyen prácticas sociocultu-rales que a la postre van a definir su personalidad y su capacidad para enfrentar los retos del mundo. Para comprender las prácticas socioculturales, es menester enunciar sus características. De acuer-do con Giddens (1997) son: a) de tipo recursivo, en tanto se repi-ten de manera semejante y organizan la acción individual y social; b) aquellas que están mediadas por el uso simbólico del lenguaje, y c) aquellas que se organizan de acuerdo con las relaciones de poder y estatus que se establecen entre los sujetos participantes

Giddens (1997) expone que la modernidad plantea al sujeto la necesidad de individualizarse y actuar reflexivamente, en virtud de que tradicionalmente ya tenía un lugar asignado y no escapaba a un conjunto de relaciones interpersonales dentro de la familia o grupo social al que pertenecía. De tal suerte que la formación de una identidad, tanto individual como colectiva, supone una capa-cidad reflexiva y expresiva del individuo, que finalmente lo lleva a configurar una serie de relatos o pláticas acerca de su acción, elec-ciones y proyectos.

El manejo de las actividades y los usos del lenguaje, en ciertos ámbitos sociales, enuncia la identidad asumida por los individuos, cuya participación y comunicación son internalizados en su res-pectiva experiencia. Por tanto no es extraño que vivamos en una

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sociedad que narra historias, a veces fantásticas, de hechos o accio-nes vividas o en las que otros fueron los protagonistas, pero que al fin de cuenta sirven de pretexto para el comentario en la escuela, la plaza o el café. En los medios tecnológicos como internet se puede apreciar que está impregnado de mensajes directos en torno a la fascinación que sienten los jóvenes por los narcotraficantes y sus acciones.

Identidad y poder

El ser joven aparece como una forma de relación entre las genera-ciones y las subsecuentes luchas por conquistar el privilegio y el poder. Este último es concebido como el conjunto de relaciones sociales que los hombres establecen y que se manifiestan en do-minio, control y mando. Son los jóvenes quienes aspiran a tener el dominio y control de sus condiciones de vida, sobre sus propios intereses; también desean dar órdenes y que éstas sean obedeci-das. En su búsqueda de identidad, cuestionan la vida adulta y se involucran en acciones que terminan generando cambios en las so-ciedades. Son osados por naturaleza y pretenden cambiar las nor-mas que rigen un sistema social, además de que buscan expresarse libremente.

La identidad que los jóvenes sienten y experimentan con el nar-cotráfico o con algunas de sus manifestaciones culturales se pre-senta de diversas formas y en distintos lugares: la escuela, la ca-lle, la iglesia. De acuerdo con Manuel Castells (2004), la identidad como resistencia se aprecia en el momento en que los jóvenes re-chazan la opinión de los adultos (sus padres) y deciden incursionar por cuenta propia en caminos sinuosos y peligrosos, como pueden ser las actividades relacionadas con el narcotráfico. Esto los hace sentir importantes, les permite llamar la atención de las mujeres, y de alguna manera, lo perciben como opuesto al gobierno.

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Antonio Gramsci (1996), en sus Cuadernos de la cárcel, plantea el asunto generacional como un asunto de poder, donde hasta los jóvenes de la clase dirigente se van a rebelar y de esta manera asu-mirán compromisos con el sector juvenil progresista. Agrega que la hegemonía de un grupo social se manifiesta tanto en al ámbito del dominio, como en el ámbito intelectual y moral. En tal senti-do, la identidad del joven se ve afectada temporalmente por accio-nes del ejercicio del poder pero tiene la oportunidad de cambiar las cosas si así lo definen los mismos jóvenes.

Michael Foucault en su Microfísica del poder (1992) nos dice que cualquier manifestación de violencia es una forma de poder, que va a ejercerse en el ser humano, y que la existencia de éste no se entiende sin el poder. Ambos están indisolublemente ligados entre sí. Este autor, con sus planteamientos teóricos, ha ayudado a tener una visión totalizadora del poder. De ahí que los diversos matices de violencia existentes tengan que ver con “el individuo, con sus características… y es producto de una relación de poder que se ejerce sobre los cuerpos, las multiplicidades, los deseos” (Foucault, 1992: 120).

Cuando este autor propone que hay que estudiar las formas de sometimiento y dominación que utiliza el sistema en contra de sus habitantes, se sitúa en el ámbito de lo cultural, y cuando habla del ejercicio del poder en relación con los jóvenes, señala que en tanto “todos somos titulares del poder”, éstos van a utilizar la violencia para liberarse del dominio y control que el sistema les impone, con la finalidad de tener poder; es decir, en la permanente búsqueda de la identidad, van a aspirar a tener la capacidad de mandar y ser obedecidos.

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Los valores culturales en el proceso de identidad

El narcotráfico ya genera ciertos rasgos de identidad que per-mean a la actividad tradicional del sinaloense.

Juan Carlos Ayala Barrón

Hablar de valores en la sociedad es referirse a la identidad personal o colectiva, es lo que se percibe como importante o sin importan-cia en una época determinada. Por ejemplo, en esta época de la globalización, si conceptualizamos los valores, vamos a encontrar que se impulsan: iniciativa individual, emprendedores, competen-cia, calidad, productividad y competitividad. Se trata de valores aplicados a las empresas, que son atraídos a la sociedad para su im-plementación, sin que se analicen suficientemente las implicacio-nes o consecuencias en el orden social. Su razonamiento es simple: si en la industria funcionó, también en la sociedad debe funcionar. Estos hechos parecen ignorar que el individuo no es una máquina sino un ser que es influenciado por el medio social y, en tal senti-do, puede generar cambios importantes en su vida y en su entorno

los fenómenos sociales existen, sobre todo en las mentes de las perso-nas y en la cultura de los grupos que interactúan en la sociedad, y no se pueden comprender a menos que entendamos los valores e ideas de quienes participan en ellos (Pérez Gómez, 2000: 65). En el caso de los jóvenes universitarios, que se encuentran ob-

sesionados por los objetos materiales y han dejado de lado los va-lores de la lealtad, la solidaridad, la responsabilidad, el compromi-so, el compañerismo y han asumido otros “valores” como son la competencia, el individualismo. Esto requiere de nuestra atención, toda vez que

el problema de los valores pasa por la existencia de un desaliento ge-neralizado respecto del presente y futuro que las actuales generacio-

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nes adultas hemos construido y estamos ofreciendo a las nuevas ge-neraciones. Los altísimos niveles de enajenación a que están sujetos los niños y los jóvenes de nuestra época, pasan inadvertidos para la mayor parte de los adultos, lo que evidencia el mismo problema en ellos (Rosales, 2001: 139-140).

Con respecto al narcotráfico, este es considerado como un fenó-meno cultural, toda vez que se hace presente en todos los renglo-nes: económico, social y cultural de una sociedad. En tal sentido, el proceso de identidad con el narcotráfico que los jóvenes univer-sitarios experimentan en Sinaloa es muy fuerte, particularmente porque la percepción ciudadana ubica a la entidad con altos niveles de impunidad y corrupción, elementos que dan vida a esta activi-dad ilegal.

Los jóvenes que se identifican con el narcotráfico suponen que es la vía para solucionar todas sus aspiraciones y preocupaciones. Son más susceptibles a esta influencia cultural que cualquier otro sector de la población y asumen un comportamiento similar al que realizan los traficantes de drogas. Esta situación permite vislum-brar que

el problema está en la reproducción de las actitudes; cuando un jo-ven ve a los narcos que corrompen, que cierran un restaurante para ellos, que compran una tienda completa, que andan en puros carros del año, se da cuenta que ejercen un poder basado en el terror y en la capacidad económica y eso sí los seduce... Si el gobierno y la sociedad quieren resolver el problema, tienen que resolver primero la educa-ción (Río Doce, 28 de febrero de 2005).

Esta alusión a la tríada: narcotráfico-identidad-educación nos precisa la necesidad de involucrarnos en la solución de esta proble-mática. Sobre todo por el alto grado de aceptación del narcotráfico en la entidad y, en contraparte, por el decaimiento de la perspecti-va de ascenso social a través de la educación. La dualidad se apre-

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cia en el joven universitario cuando vemos que el estudio puede parecerle útil pero también superfluo, ambas cosas son válidas y es parte de las contradicciones de los jóvenes en la búsqueda de la identidad. No obstante, la juventud puede suponer que el narco-tráfico es el camino más viable para adquirir los bienes materiales que tanto anhela.

De ahí la importancia que tienen los valores culturales adqui-ridos por los jóvenes, pues con frecuencia se escucha decir a pa-dres de familia, maestros, psicólogos, sociólogos que la edad de mayor riesgo para la iniciación de un comportamiento violento es entre los 15 y 16 años de edad. Precisamente cuando los jóvenes se encuentran en el bachillerato, en cuya interacción aprenden y conocen las vivencias y los deseos de otros jóvenes con quienes sienten una plena identificación, por lo que no resulta difícil emu-lar a otros en la experimentación de cosas nuevas, como puede ser el consumo de drogas, e incluso, cuando ya no pueden costear la adicción, empezar a robar o a prostituirse.

Como se aprecia, el fenómeno del narcotráfico es un problema complejo, donde intervienen muchos actores sociales inmersos en una gama de actividades de distinta índole: económica, política, social, que interaccionan y, al mismo tiempo, se presenta una con-catenación de situaciones y hechos que incorporan a los elementos simbólicos y materiales que dan lugar a la formación de identidades.

Identidad de los jóvenes con el narcotráfico

¿Qué les queda por probar a los jóvenes en este mundo de ru-tina y ruina? ¿cocaína? ¿cerveza? ¿barras bravas?

Mario Benedetti

La identidad está determinada, en gran parte, por el contexto so-ciocultural e histórico en que se desenvuelven las personas. Este

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contexto impone ciertos patrones, normas y valores, así como ras-gos de identidad que se interiorizan y permiten la reproducción del sistema social. Es un proceso que viene aparejado con el naci-miento y a lo largo de la vida, donde los individuos se forman una imagen y una percepción que los identifica con sus semejantes. Dicho de otra forma, es el ser humano el que va construyendo su propia identidad.

Hablar de identidad es hacer referencia no solo al problema psi-cológico, individual de ser uno consigo mismo, sino sobre todo a una especie de necesidad cultural con la que el individuo se vincula en la interacción social. Cada momento histórico es diferente y co-rresponde a una determinada vivencia cultural, en particular si se pregunta: ¿hacia dónde vamos? Por tanto, cada grupo social asume un comportamiento distinto; dependiendo de las circunstancias unos habrán de reaccionar en forma violenta o pacifica, otros se adaptan al sistema imperante, otros más tratan de modificarlo.

Con respecto a la identidad de los jóvenes con el narcotráfico, es preciso señalar que el carácter ilegal de esta actividad es la piedra angular que permite la consolidación de este fenómeno, aunado a la tolerancia de las autoridades encargadas de combatirlo, por lo que los jóvenes perciben que ingresar o formar parte de algún gru-po delictivo les va a generar impunidad, ya que

la narcocultura ha logrado ganar espacios a partir de su presencia vi-sible en el país; sus códigos se reproducen en algunas ocasiones con la tolerancia oficial y el apoyo de los medios de comunicación; el mundo del consumo ha generado verdaderas narcoindustrias donde el sentimiento admirativo dimana del conspicuo poder de los narco-traficantes (Valenzuela, 2002: 38-39).

Esta identificación que tienen algunos jóvenes con el mundo del narcotráfico no es solo por la obtención del dinero. Es algo más complejo, pues integra una serie de características, algunas de ellas

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socioculturales como la nacionalidad, la clase social de pertenen-cia, la religión, el territorio y otras asociadas con rasgos personales como la edad, el género y el color de piel. De tal suerte que la cons-trucción de identidades pasa por la existencia de varias dimensio-nes, como las arriba señaladas, que a la postre van a impactar en la personalidad de los jóvenes.

Elementos que conforman la identidad Los símbolos en la representación colectiva

La representación de los fenómenos y las cosas pasa por el lenguaje y las imágenes.

Luis A. Astorga Almanza

Un símbolo es una imagen/signo que el individuo hace suyo y lo expresa de múltiples formas, ya sea en la vida social, religiosa o familiar. Cada ciudadano vive la simbología como mejor le parece, si es religioso, su religiosidad la desarrolla en la iglesia, en la casa y en su persona. Uno de los símbolos que siempre está presente en su vida religiosa es la imagen de la virgen de Guadalupe. Para el caso de las personas que están insertas en el mundo del narco-tráfico, hay que destacar que es la imagen de Jesús Malverde,18 de un arma, de san Judas Tadeo y la hoja de marihuana los símbolos que le dan identidad. De acuerdo con el diccionario filosófico por símbolo se entiende

18 El gobierno estatal de Sinaloa realizó una encuesta a 1 200 personas, pre-guntándoles ¿con qué símbolo se identifica más? Y obtuvieron los siguientes resultados: “3% de los sinaloenses se identifica más con la mata de marihuana y otro 3% con Jesús Malverde, el llamado “santo de los narcos” (su nombre era Jesús Juárez Mazo, fue asesinado el 3 de mayo de 1909), con el tomate 10%, con la tambora 4%, con la Cabeza grande de Venado 1%, con el pez Marlín 1%” (Noroeste, 18 de abril de 2005).

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Símbolo (del griego Symbolom, signo convencional). Uno de los re-cursos de signos utilizados por el hombre en la creación de la cultura, en el conocimiento de un mundo objetivo... Es una imagen sensorial del objeto” (Blauberg, 1978: 281).

Muchas de estas personas rara vez asisten a la iglesia, incluso en su casa pueden carecer de imágenes, pero en su cuerpo traen consigo la figura de Jesús Malverde, y/o la hoja de marihuana, en forma de medallas, en cinturones, en camisas, en los huaraches. También se aprecian estas imágenes en sus automóviles y se agre-gan las calaveras, la santa Muerte, san Judas Tadeo.

Con respecto a las drogas, Antonio Escohotado (2003) identifi-ca el sentido ritual y simbólico en el empleo de las sustancias psi-coactivas. Según dice, estos rituales y sus respectivos simbolismos se encuentran presentes en todas las culturas. Estos símbolos son los que se aprecian a simple vista, pero de acuerdo con la interpre-tación que cada persona haga de sus determinadas acciones va a corresponder un determinado significado. Esto a pesar de que “ca-recemos de estudios solventes sobre los símbolos del narcotráfico” (Valenzuela, 2002: 287).

Juan Cajas (1997) plantea con respecto a la dependencia de la droga que no es sólo la composición química la que genera la de-pendencia, sino también incluye la composición simbólica: lo que significa estar inmersos en un entorno determinado, lo que trae consigo, los placeres que representa. Es decir, involucra el entorno cultural, la interacción social del sujeto, por ejemplo:

El narcotráfico en México es una realidad empíricamente inobjetable. Las instituciones encargadas de perseguir el delito muestran datos, cifras, decomisos, número de muertos por decapitación, etcétera. El narcotráfico es algo real. Pero real es también lo que discursivamen-te los individuos y la sociedad perciben como la “realidad del narco-tráfico” y que se traduce en expresiones coloquiales como “dinero fácil”, “corrupción”, “buena vida”, “impunidad”, “omnipotencia”,

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“soborno” o “violencia”, los símbolos por antonomasia de la denomi-nada narcocultura” (Cajas, 2009: 152-153).

Se quiera aceptar o no, cuando se hace referencia a los símbolos y las representaciones, en ambos casos estamos hablando de abs-tracciones, de códigos, y depende del significado que las personas le dan a las cosas. Describen, además de los objetos mismos, los sentimientos internos que los constituyen. Por ejemplo, al momen-to de que los criminales colocan las mantas y cartulinas junto a los cadáveres y en los lugares cercanos, en puentes, en bardas, donde manifiestan que los asesinaron por pertenecer al grupo contrario, por ser ratero, policía, o traidor. Al realizar estos actos expresan las motivaciones que llevan a estos delincuentes a actuar en forma tan violenta, al mismo tiempo que sus actos hacen objetiva la rea-lidad.

En el ámbito cultural del narcotráfico, además de los símbolos, los códigos de conducta, los signos y el lenguaje, prevalece el as-pecto religioso. La religiosidad como elemento subjetivo de estas personas los lleva a adoptar personajes objetivos, de carne y hueso, y en consecuencia le otorgan un poder superior al resto de los hu-manos. Un ejemplo de lo anterior lo constituye la figura de Jesús Malverde, sobre quien se han escrito libros, reportajes, películas y obras de teatro, que dan testimonio de favores concedidos a miles de personas que la hacen suya, la idolatran y forma parte de sus vidas. Así lo demuestran centenares de fotografías y decenas de placas de metal que cubren las paredes de la capilla, en honor a este “santo de los narcos”.

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La vestimenta como estereotipo

Una sociedad en rápido cambio inevitablemente engendra confusión con respecto a los modos apropiados de conducta, los gustos y la vestimenta.

Daniel Bell

Existen diversos elementos que conforman la identidad: destacan el vestido, el lenguaje, el territorio, la música, entre otros. Por tal razón, al abordar la vestimenta del joven que quiere identificarse con alguna manifestación del narcotráfico, nos remite al concepto estereotipo. De acuerdo con el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, se entiende por estereotipo el “prejuicio acep-tado por un grupo, acerca de un personaje o de un aspecto de la estructura social”. Sin embargo, cuando estos estereotipos se ma-nifiestan en forma de movimientos emergentes, vienen a impactar a toda la sociedad, ya que

un estereotipo social existe cuando varios miembros de un grupo acentúan las diferencias que existen entre los miembros de su grupo y los miembros de otro grupo, acentuando así mismo las semejanzas entre los miembros de este otro grupo” (Doise, 1985: 309-310).

La construcción cultural de estereotipos tiene que ver con un proceso permanente, de muchos años, en cuya reproducción par-ticipan los medios de información masiva (televisión, radio, perió-dicos), la familia, la religión, el medio social. En otros términos, es “esa representación compartida por la sociedad que define de forma simple a las personas, a partir de convencionalismos que no consideran las posibilidades de que sean diferentes” (Moreno, 2005: 224).

Asimismo, cuando se hace referencia a la forma de vestir de un grupo o comunidad, es imprescindible la aceptación del Estado,

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ya sea por convencimiento o por presión, para garantizar el orden social.

Por la diversidad de estilos y marcas en la ropa (Ed Hardy, Christian Audigier, Pavi, Emporio, Versache, Louis Vuitton, Bur-berry, Baby Phat,) y por los accesorios que usan (Lentes Prada, Coach, Chanel) se puede aseverar que la forma de vestir es signo de distinción, permite identificar a qué clase social o sector perte-necen las personas que se visten de singular manera. Por lo que “el vestuario, la música y ciertos objetos emblemáticos constituyen hoy una de las más importantes mediaciones para la construcción identitaria de los jóvenes” (Alvarado en Ramírez, 2006: 214).

Casi siempre se relaciona la manera de vestir con un determi-nado comportamiento, recuérdese en Sinaloa en los años setenta del pasado siglo, el movimiento de los llamados cholos, que tenían una forma muy peculiar de vestir: pantalón flojo dickies, camisa o playera grande a cuadros, pañuelo en la frente (doblado), cinturón grande (colgando sobre la pierna derecha), tenis, etc. Esta forma de indumentaria les permitía, sin duda, identificarse entre ellos y distinguirse de la sociedad.

Los elementos culturales que caracterizaron a este movimiento fueron en primer lugar el vestuario, así como el lenguaje, el grafiti, la simbología (tatuajes). La combinación de estos factores, aunada a los bajos niveles socio-económicos de la mayoría de estos jóve-nes, son los que

conforman la expresión de la identidad del cholo, en la cual se en-cuentra implícita una actitud ante la vida, reflejada en patrones espe-cíficos de comportamiento (donde se pondera la valentía, el estoicis-mo, el desafío) o la adopción de una simbología común” (Valenzuela, 1985: 269).

A finales de la década de los noventa del siglo xx, la vestimenta que caracterizó a los jóvenes que anhelaban formar parte (o que

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ya formaban parte) del narcotráfico, con frecuencia se les observa vestidos con: botas de avestruz, cinto piteado, sombreros de 500X y de 1000X, lucen cadenas y esclavas de oro, pantalones Versache, camisas de seda estampada (en ocasiones tienen imágenes religio-sas) anillos de brillantes, relojes Rolex, usan radiotransmisores y teléfonos celulares. Viajan en camionetas del año con vidrios po-larizados, escuchan a todo volumen música de los narco-corridos. Se visten de esta manera con la finalidad de llamar la atención de las mujeres, al mismo tiempo que se identifican como personas de ese mundo, donde según ellos pueden tenerlo todo con facilidad. En tal sentido, se adoptan las

figuras iconográficas del crimen convertidas en personajes para ren-dir culto religioso, las narco-modas que integran innumerables acce-sorios en el vestir que identifican a un verdadero líder del narcotráfi-co (Bien Común, 20 de julio de 2009).

En tiempos recientes, es común ver a jóvenes vestidos con ropa de marca, alhajas y gorras adornadas con piedras de cristal, es par-te del paisaje en la ciudad; lo mismo se ve a jovencitas con atuen-dos similares derrochando sensualidad a cada paso, tanto en las escuelas como en centros comerciales y restaurantes. Asimismo, son práctica cotidiana los arrancones de autos último modelo, donde cualquier avenida puede ser convertida en pista de carreras, basta que ésta sea cerrada por la madrugada, poniendo en peligro a cientos de personas y desde luego a ellos mismos.

La vestimenta que usan los jóvenes refleja una actitud de vida, que sin duda se halla impregnada por los estereotipos que adquiere la juventud, a través de los medios de comunicación, donde cons-tantemente les marcan pautas de comportamiento y formas de vestir. Esto trae como consecuencia el deseo de poseer, acumular bienes materiales, estar a la moda y aspirar a tener la marca de ropa más cara del momento.

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En la actualidad, los jóvenes se visten de diferentes maneras, pero hay un sector que los estudiantes llaman los enfermos (bu-chones) que se visten con ropa cara, quizás para demostrar que se tiene capacidad económica para hacerlo, siendo común en su ves-timenta:

botas puntiagudas de talón metido con oropeles y detalles metáli-cos amenazantes; sombreros de anchas alas y encendidas camisas cuadradas para no desentonar ni olvidar ni traicionar la tradición; cintos de piel “pitiados” con enormes hebillas del campeonato mun-dial; camisas verdes de seda original, y también en imitación, es-tampadas de imágenes del santón sinaloense; además de los kilos de joyas —cadenas, anillos, pulseras, relojes— para aderezar con oro la pobreza personal, son, entre otros, pertrechos simbólicos en la vestimenta entre los círculos del narco. Podrían no ser exclusivos de éste, sin embargo refuerzan la simbología especifica del fenómeno (Córdova, 2002: 177).

El nombre coloquial con el que se les conoce, para etiquetar a quienes visten y realizan estas actividades, son enfermos o bucho-nes. Estas personas no desaprovechan oportunidad alguna para hacer alarde de su dinero y poder. Buscan hacerse acompañar de bellas mujeres, extravagantes, que provocan la envidia de muchos, las cuales al igual que ellos aspiran a formar parte de la subcultura del narcotráfico.

Existe la percepción ciudadana de que estas personas cuentan con la protección de las autoridades, tanto civiles como militares. Lo mismo se escuchan comentarios al respecto, tanto en los cen-tros comerciales de las ciudades como en la calle, en las colonias populares y residenciales. De ahí que no sea exagerada la siguiente afirmación

La impunidad campea en la tierra de los once ríos; porque aquí el asesinato es cotidiano y la investigación policiaca demasiado lenta;

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porque no se castiga a los sicarios; porque los gobernantes son inefi-caces para detener a los maleantes; porque las corporaciones policia-cas padecen del mal de la corrupción; porque existe colusión entre comandantes y mafiosos; porque la mayor parte de los delincuentes se mueven libres por el suelo de Sinaloa (Brito, 2009: 186-187).

Como se aprecia, la vestimenta de estas personas, efectivamente, tiene un carácter económico-social que denota el nivel social del usuario, y pretende mostrar su superioridad frente a los demás. En otros casos sólo tratan de mostrar que se pertenece a ese estrato social aunque no sea así. Según ellos, es una forma de distinción y socialmente les proporciona cierto prestigio social. Empero, exis-ten otros jóvenes que están trabajando en alguna de las ramifica-ciones del narcotráfico, y que no se visten de esa manera y tampo-co escuchan música que hace apología de la violencia y el sexo.

Es bien sabido que estos factores les proporcionan cierta identi-dad, a tal grado que tanto hombres como mujeres han aprendido a interpretar el significado en la forma de vestir, a diferenciar los es-tilos auténticos de los que no lo son. Incluso los tatuajes, el corte de pelo y las preferencias musicales constituyen una especie de lenguaje simbólico que revela aspectos importantes de la personalidad. Tam-bién, en el caso de las mujeres, han aprendido a establecer una com-petencia por demostrar quién consiguió el mejor galán, aunque és-tos solo las quieran como trofeos y las consideren de su propiedad. De ahí que algunos estudiantes mejor desistan de sus pretensiones amorosas, como lo declara Omar, estudiante de segundo grado de preparatoria:

si yo veo una plebe vestida con ropa de marca, Nextel, joyas, no es porque ella tenga dinero, es porque alguien la está patrocinando y eso me indica que no debo acercarme a ella, porque está prohibida. Si no hago caso de eso, mínimo me van a dar una madriza.

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Además de estos factores, existen otros como la marginación social, la desintegración familiar y exclusión económica, que influ-yen en la conformación de una generación completa de jóvenes que se autodestruyen y destruyen su entorno; quizás porque la socie-dad no les ha proporcionado las herramientas necesarias para su subsistencia y de esta forma, satisfacer sus aspiraciones.

El dinero rápido

No basta obtener dinero, es importante disfrutarlo y exhibirlo.

José Manuel Valenzuela Arce

Actualmente algunos jóvenes están cifrando sus expectativas en la obtención del dinero rápido, quieren gozar esta vida y tienen prisa en lograrlo. Al parecer no les importa correr riesgos para conse-guir su propósito de adquirir un patrimonio económico, que les permita obtener lo que desean: mujeres, autos, joyas, drogas, ar-mas, entre otros.

Por ello, están dispuestos a participar en actividades relaciona-das con el narcotráfico, ya que de esta manera obtendrán el dinero necesario para lograr la estabilidad que requieren; al mismo tiem-po, les servirá para corromper a las autoridades, supuestamen-te encargadas de combatir estas actividades ilícitas. Esta realidad termina imponiéndose en la mentalidad de los jóvenes, asumiendo una visión pragmática, pues “se trata de gente joven, de no más de cuarenta años. Tanto dinero han obtenido del negocio de las drogas que incluso lo guardan en las recámaras de casas rentadas, en donde los fajos de billetes cubren toda una habitación, desde el piso hasta el techo” (Ravelo, 2005: 203).

Al parecer, a estos jóvenes no les importa que esta actividad de-lincuencial genere una violencia despiadada y denigre la vida hu-

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mana; más bien su preocupación consiste en la obtención del éxito material, que pretenden alcanzarlo a través del dinero rápido que les otorga el narcotráfico, y sin medir los riesgos que implica in-gresar en este negocio, se lanzan a la aventura de abandonar a la fa-milia, la escuela y el trabajo en aras de concretar sus aspiraciones. En la actualidad esta “situación de violencia en México a causa del narcotráfico no podía entenderse tan solo escuchando el ruido de los ak-47 disparados en ocasiones por jovencitos de 15 años des-esperanzados de la vida, que buscan dinero rápido y encuentran muerte exprés” (Osorno, 2010: 46).

Todo parece indicar que en el narcotráfico se puede hacer dine-ro rápido, pero no es fácil. Son muchos los riesgos que esta acti-vidad conlleva, pero los jóvenes quieren ganar dinero a cualquier precio y no les interesa desarrollar la reflexión ni la inteligencia, como elementos indispensables para obtener los satisfactores en el marco de un trabajo lícito. A juzgar por los niveles de desempleo en el país y en la entidad, no hay certidumbre para ello y esto pue-de ser uno de los factores determinantes para que se soslaye el tra-bajo honrado.

La música

Los llamados “narco-corridos” son expresión musical de esa cultura (del narco). Al estilo del antiguo corrido, su letra na-rra, y en cierta forma exalta, las hazañas de los traficantes desaparecidos, como si se tratara de los caudillos de la Revo-lución o bandoleros sociales

Mario Ojeda Gómez

Constituye una verdad de perogrullo cuando se afirma que la mú-sica siempre se encuentra presente en la alegría, la tristeza, el jú-bilo, el dolor, en el amor y desamor. En tal sentido, cumple una

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función social. Lo mismo aplica para el corrido y, en este caso, para los llamados narco-corridos.

En la entidad sinaloense, durante el gobierno de Francisco La-bastida Ochoa, se prohibieron los narco-corridos, como una alter-nativa para disminuir la influencia de la narco-cultura y porque, según su argumento, convierte a los delincuentes en héroes que los adolescentes y jóvenes pretenden imitar. Se creía que los jóve-nes que escuchaban los narcocorridos tenían la sensación de ser los protagonistas de tales historias y compartían la emoción de sus aventuras y acciones, por lo que esa música resultaba dañina para ellos.

Los narco-corridos son interpretados por solistas o grupos mu-sicales norteños, donde se ponderan las virtudes de los narcotrafi-cantes, el lugar de origen de éstos, las mujeres, las drogas y todo aquello que proporciona poder. De ahí la importancia de conocer algunas características del regionalismo que se representa en los narcocorridos:

a) reconocimiento exaltado del lugar de origen, que es también el del último destino; b) la región también es un sitio definido por los ámbi-tos íntimos, por las personas extrañables y las relaciones de paisanaje. Una segunda forma de enfatizar la adscripción regional se confor-ma ponderando las características de su gente, la cual se define por atributos positivos como son el respeto, la valentía y la belleza; c) en tercer lugar aparece la región hipostasiada, donde el lugar de origen representa el conjunto de la nación; d) la región también se recons-truye memorísticamente por ser el sitio de eventos de referencia; e) fi-nalmente, la región también es un campo de operaciones (o mercado) definida desde las redes de operación del narcotráfico; f) en la región nostálgica donde se produce un proceso de traslación cultural de la nación para resignificarla en el nuevo contexto y en cualquier parte del extranjero donde vive “nuestra gente” (Valenzuela, 2004: 243).

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Es importante señalar que los narcocorridos empezaron a escu-charse en los años setenta, sobre todo en la zona norte del país y no hubo voces que prohibieran su contenido. Esta manifestación cultural fue desarrollada por el cantante Chalino Sánchez, por los Cadetes de Linares y los Tigres del Norte; estos últimos han cons-tituido una tradición en este género, tanto en el país como a ni-vel internacional; pero otros grupos musicales, como los Tucanes de Tijuana, Exterminador, Los Razos, Los Capos de México, Los amos de Nuevo León, son más explícitos en la apología del delito.

Dada la creciente demanda social que esta música ha tenido, es común que se contrate a los artistas que cantan este género para amenizar los bailes populares o fiestas particulares. Sin embargo, esto ha traído muchas muertes de jóvenes cantantes como el sina-loense Valentín Elizalde, Sergio Gómez de K-Paz de la Sierra, los hijos del cantante Johan Sebastian: Trigo y José Manuel Figueroa y las detenciones de otros, como el caso de Ramón Ayala “El Rey del Acordeón”, por encontrarse en una fiesta privada de los narco-traficantes Arturo Beltrán Leyva y Edgar Valdez “La Barbie”, fue detenido en Cuernavaca, Morelos, en diciembre del 2009 y poste-riormente arraigado por la pgr. En dicha fiesta también se encon-traban los Cadetes de Linares y el grupo Torrente.

A finales de enero del 2010, el diputado federal Óscar Martín Arce, de la fracción del pan en la Comisión Permanente del Con-greso de la Unión, presentó una iniciativa de ley para sancionar hasta con tres años de prisión a quienes hagan apología del delito mediante la difusión de narcocorridos en medios electrónicos o por internet. Señaló que “los narcocorridos y las narcopelículas se toman por la sociedad como simpáticas, agradables, intrascen-dentes e inofensivas, cuando son literalmente todo lo contrario” y propuso reformas al Código penal federal y al Código federal de procedimientos penales. Finalmente, citó la declaración ante la siedo de Víctor Javier Serrano, el “G1”, originario de Sinaloa,

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cuando éste reconoció su vinculación y su deseo de pertenecer al crimen organizado, “porque le gustaban mucho los corridos y siempre soñó con que a él le hicieran uno”.19

Dicha iniciativa tuvo el rechazo de muchos sectores sociales, partidos políticos y ciudadanos porque limitaba la libertad de ex-presión. Finalmente la iniciativa no prosperó.

El Lenguaje

El lenguaje es vivo y es común, porque es usado por un grupo de hombres para comunicar y perpetuar sus experiencias, pasiones, esperanzas y creencias, pero también sus mitos y sueños.

Octavio Paz (El arco y la lira)

El lenguaje humano se basa en la capacidad de los individuos para comunicarse por medio de signos. Habermas (1987) destaca que a través del lenguaje los individuos pueden realizar distintos tipos de acciones, las que pueden clasificarse en tres clases de funciones, a saber: generales (la función expresiva, cuando el emisor busca manifestar un estado subjetivo), la función apelativa (cuando el emisor busca coordinar sus acciones con el receptor), y la función descriptiva (cuando el emisor habla sobre objetos y estados de co-sas). Evidentemente se trata de una distinción analítica, ya que en la mayoría de los procesos comunicativos estas funciones se en-cuentran entrelazadas.

Sin duda el lenguaje constituye una forma de identificación. En el caso de los jóvenes, éstos buscan espacios y formas de di-ferenciarse del yo/nosotros con respecto al ustedes/ellos. En tal sentido la manera de hablar y de expresarse, tanto escrita como en gesticulaciones, va conformando su identidad. Cada región va asumiendo una determinada forma de hablar y aprehende las ca-

19 Consúltese el sitio de internet de milenio.com

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racterísticas culturales que le permiten establecer la comunica-ción. No obstante,

No es la sociedad la que da origen al lenguaje, a las palabras, a los sím-bolos. Por el contrario, crear un lenguaje, generar palabras, construir símbolos, poner nombres a las cosas para darles unidad o sentido, es lo que origina una realidad humana, una realidad cultural (Universi-dad núm. 25, enero-marzo de 2006).

Con relación al lenguaje que utilizan los sujetos que están in-mersos en el narcotráfico, se observa que está impregnado de tér-minos como “viejón”, “pariente”; no se trata de un lenguaje técni-co, propio de alguna profesión académica, y tampoco es como el léxico usado por los cholos que hasta desarrollaron una escritura. Es más bien un uso coloquial del lenguaje, donde se hace referen-cia a la cotidianidad: la droga, el dinero, las mujeres, el rival, la muerte. De esto da cuenta José Manuel Valenzuela, en su narco-glosario del libro Jefes de Jefes.

Sociedad y territorio sinaloense

Sinaloa, con sus 11 ríos y su gente cálida, es un prodigio de la natu-raleza, pero en su seno alberga la denominada narcocultura. Este territorio tiene una larga tradición de violencia, de homicidios do-losos y la nada honrosa fama de ser cuna de los grandes narcotrafi-cantes. Durante años la violencia se ha enseñoreado en esta región del noroeste del país, aparece como algo cotidiano, por ello

en Sinaloa la violencia es un fenómeno creciente, el territorio de la entidad aparece como escenario de una guerra permanente, como una zona del país donde el gobierno es impotente, donde el Estado en su conjunto ha sido incapaz de poner orden y de garantizar la seguridad y la vida de sus habitantes (Brito, 2009: 134).

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La ciudad capital, Culiacán, no está exenta de esta violencia, incluso es de los municipios donde más homicidios dolosos se presentan, donde decenas de jóvenes aparecen muertos en algún baldío, banqueta o algún camino de terracería; lo mismo caen aba-tidos a tiros que encostalados, encajuelados o degollados.

Culiacán también es asiento de la capilla de Jesús Malverde, donde los creyentes visitan y veneran al “Santo de los desprote-gidos” cada vez que supuestamente les hace algún favor; le llevan veladoras o asisten con la banda o grupos musicales para entonar canciones alusivas al narcotráfico. Esta creencia se ha extendido más allá del municipio, el estado y el país, a tal grado que

la imagen de Malverde se reproduce en trabajos de talabartería, la mayor parte de ellos elaborados por artesanos presos en las cárceles del estado (de Sinaloa). También los escultores reproducen bustos del personaje, y los joyeros imprimen su rostro en medallas de plata o de oro que cuelgan en el cuello de sus seguidores. Algunas de las cachas de las pistolas que portan los narcos tienen grabada la imagen del san-to popular (Brito, 2009: 196).

En este municipio las familias, ante la incapacidad de las autori-dades para combatir al crimen organizado, han preferido quedarse en sus casas y recomiendan a sus hijos que no asistan a los antros y centros de diversión, porque en cualquier momento puede irrum-pir algún comando armado y desatar una balacera.

La identidad de los jóvenes universitarios con el narcotráfico es un problema complejo que sólo pudo tener lugar en tanto que el fenómeno llegó a ser un constructo cultural. Es decir, la sociedad y el gobierno toleraron la problemática hasta que llegó a quedar fuera de control.

Gradualmente se fueron arraigando patrones culturales para la diferenciación del mundo del narco, un lenguaje propio, códigos y signos diferenciados, poder económico y político para corromper

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y hacer valer sus deseos, estereotipos expresados en el vestido y la música, símbolos distintivos de sus prácticas sociales, además de la conquista del territorio o del espacio social en donde ejercen sus actividades ilícitas son algunas de las representaciones sociales que identifican lo que se denomina la narcocultura.

La falta de espacios recreativos y de expectativas para los jóve-nes universitarios ha ido minando los valores que las generaciones adultas comparten a las nuevas generaciones. Estas nuevas genera-ciones que nacieron y crecen en el contexto de crisis en las esferas de lo cultural, lo político y lo económico, cada vez más ven cerra-dos los espacios para su desarrollo humano.

Los jóvenes que se resisten a la seducción del narcotráfico ven complicada su respuesta identitaria consecuente con los valores morales de la sociedad dominante, a la vez que el mercado les in-troyecta “valores ocultos” de carácter hedonista en la perspecti-va posmodernista del “todo vale”. El bombardeo mercadotécnico consumista al que son sometidos los jóvenes a través de los medios de comunicación de masas y de internet son una prueba difícil de superar, sobre todo cuando tienen problemas de integración fami-liar, provienen de clase socioeconómica desfavorecida, sin oportu-nidades de estudio ni de empleo laboral.

Ante este escenario, la tríada narcotráfico-identidad-educación encuentra puntos de tensión opuestos que se excluyen a la vez que se incluyen mutuamente. La comprensión de la interacción simbó-lica entre esos componentes es fundamental para develar no sólo la multirreferencialidad del fenómeno del narcotráfico, sino también para encontrar pautas encaminadas a la búsqueda de vías de solu-ción, o bien para reducir la influencia que tiene el flagelo sobre los jóvenes preparatorianos y la sociedad en general.

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EL CASO DE LA PREPARATORIA “DR. SALVADOR ALLENDE” DE LA UAS*

El caso de estudio fue ubicado en la Unidad Académica Prepa-ratoria “Dr. Salvador Allende” de la Universidad Autónoma de Sinaloa, con domicilio en Río Sinaloa y Tabalá, de la colonia Gua-dalupe en la Ciudad de Culiacán, Sinaloa. Dicha escuela, en el pe-riodo escolar 2009-2010, contaba con un total de 3 455 alumnos inscritos distribuidos en tres turnos. Estos jóvenes estudian e in-teraccionan en torno a instalaciones aceptables, destacando: una biblioteca, una techumbre (con una canastilla de basquetbol), dos tiendas contiguas a esta techumbre y un auditorio (teatro), y deba-jo de éste otra tienda de venta de comida. Se cuenta con una sala audiovisual con videos educativos.

En la escuela las actividades deportivas que se realizan son es-casas, ya que no existen espacios físicos para practicar algún de-porte, solo el basquetbol, pero con la limitación de que la cancha tiene una sola canasta. No obstante, en torno a ella se reúnen los estudiantes a ver jugar y platicar. Las actividades culturales son esporádicas. Casi siempre se manifiestan en el mes de septiembre, en la semana cultural por aniversario de la Preparatoria; también, existe un grupo de teatro que ha ganado reconocimientos naciona-les, un grupo de danza y uno de dibujo.

* Se aplicaron 489 cuestionarios (alrededor del 15% de la población) en los tres tur-nos con que cuenta la escuela. En términos cuantitativos la mayoría de los estudiantes preparatorianos se pronunció en contra del fenómeno del narcotráfico, no obstante se detectaron al menos una decena de casos de varones y mujeres que expresaron afinidad o tolerancia con las redes de narcotraficantes (el significado cualitativo es importante si se considera como un estado de alerta ante la problemática del narco).

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Con respecto a la administración de la escuela, es un solo direc-tor para toda la institución y existen dos secretarios académicos y dos secretarios administrativos, para los turnos matutino y ves-pertino, respectivamente. El turno nocturno lo atiende un encar-gado. El personal académico lo conforman 132 profesores, de ellos 74 cuentan con estudios de licenciatura; 6 tienen especialidad, 44 nivel de maestría, 2 tienen doctorado; además, 6 docentes conclu-yeron alguna licenciatura pero sin obtener el grado. La edad de los preparatorianos oscila entre los 15 y 19 años.

Los aspectos metodológicos fueron apoyados en el interaccio-nismo simbólico con tres elementos fundamentales: 1) se realizó una investigación naturalista en la que se detectaron las interac-ciones de los grupos de estudiantes in situ; 2) se realizó una explo-ración inicial, que permitió detectar con más claridad la proble-mática; además, se recolectaron datos para explicar el fenómeno de estudio, y 3) a partir de los datos obtenidos se construyeron categorías, y se encontraron relaciones entre ellas, que apoyaron la construcción de evidencias empíricas en favor del supuesto de estudio.

El concepto de interaccionismo simbólico fue acuñado por Herbert Blumer para denotar los procesos de interacción social y el carácter simbólico de dicha acción social. Entre sus principios se pueden anotar:

• Las personas actúan sobre las cosas con base en el significado que las cosas tienen para ellos.

• La atribución del significado a los objetos es un proceso conti-nuo que se realiza a través de símbolos.

• La atribución del significado es producto de la interacción so-cial en la sociedad humana. Los símbolos son signos, lengua-jes, gestos, etc. La persona construye y crea continuamente, interaccionando con el mundo, ajustando medios a fines y fi-nes a medios, influido y mediado por las estructuras. Las per-

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sonas están en un constante cambio y una construcción en su realidad dialéctica (Colás, 1998).

Las categorías teóricas construidas en el marco referencial fue-ron: narcotráfico, narcocultura, subcultura, identidad juvenil y la triada narcotráfico-identidad-educación como un eje que permite la construcción social en avanzar en la solución (o profundizar) en la problemática. Asimismo, los símbolos que dan cuenta de los patrones culturales del narco fueron expresados en la vestimenta, la música, el lenguaje, el dinero rápido y el territorio.

El enfoque cualitativo ponderó al individuo como el centro de la acción tomando en cuenta la subjetividad de su cosmovisión de mundo. En el caso de los jóvenes del bachillerato, interesó conocer sus opiniones e ideas en torno al fenómeno del narcotráfico to-mando como referente sus valores culturales.

Desde la visión interaccionista las relaciones sociales y las ac-ciones no adoptan la forma de mera traducción de reglas fijas sino que las definiciones de las relaciones son propuestas y establecidas en forma colectiva y recíproca. Por tanto, se considera que las re-laciones sociales no quedan establecidas de una vez por todas, sino abiertas y sometidas al continuo reconocimiento por parte de los miembros de la comunidad.

Así, se consideraron tres premisas fundamentales: 1) la cons-trucción individual y social de significados; 2) que el significado de las cosas deriva de la acción social, y 3) el uso que la persona hace del significado implica un proceso interpretativo (Álvarez-Gayou Jurgenson, 2003: 65-66). Según el mismo autor, la vida de los grupos humanos constituye un proceso en el que los objetos (físicos, humanos, conceptuales, morales, etc.) se crean, se trans-forman, se adoptan o se descartan. La vida de las personas está cambiando constantemente.

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Por lo tanto, situándonos en el objeto de estudio, el procedi-miento seguido fue analizar cómo los preparatorianos confrontan e interpretan el mundo del narcotráfico y qué decisiones toman en la acción cotidiana. Básicamente se estudió cómo percibe las manifestaciones de la narcocultura y las pautas de conducta que asume con base en la interpretación de sus símbolos.

Para ello se tomó en cuenta que el adolescente considera sus de-seos, objetivos, medios disponibles, lleva a cabo acciones propias y las esperadas por su grupo social de pares, a la vez que autoevalúa su imagen y los resultados probables de realizar una acción deter-minada, afín (o contraria) a la participación en actividades ilícitas ligadas a las drogas o al medio social en que éstas se traducen en forma de una subcultura. En todo ello el joven universitario está interpretando los símbolos que se le presentan (socialmente) a la vez que los contrasta con sus valores culturales (individuales). Es decir, se estudió el fenómeno desde la interacción individual y co-lectiva.

Retomando los planteamientos de Álvarez-Gayou Jurgenson (2003: 69), “la articulación de las líneas de acción se constituye como una acción conjunta, la cual no es la suma de las acciones individuales sino una nueva acción, en cuya acción participan los individuos”. Se interpreta que al ser concordantes los símbolos del mundo del narcotráfico con la identificación de los valores cultu-rales de los jóvenes universitarios, éstos son reclutados en su es-tructura o grupo social. A partir de ese momento se establece una interconexión de la acción donde se adhiere a las reglas de los gru-pos delictivos. El efecto que se va produciendo es creciente en la medida en que la crisis de los valores culturales de los jóvenes en-cuentra una mayor concordancia con la identidad de los símbolos y las expresiones de la subcultura del narco; en consecuencia, la influencia del narcotráfico en la identidad juvenil de los estudian-tes universitarios se ve impactada en mayor grado.

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En sentido contrario, cuando los jóvenes universitarios no son seducidos por los símbolos de la narcocultura, sino que les interesa más concluir sus estudios del nivel medio superior, para ingresar en el mundo del trabajo o continuar estudios profesionales, enton-ces la interpretación que hacen es rechazar ese tipo de interaccio-nes sociales, y reafirman sus patrones culturales y de comporta-miento tanto individuales como sociales.

Según lo anteriormente citado, no se establecen reglas o pautas de comportamiento definitivas, toda vez que las decisiones siem-pre están siendo negociadas de manera individual y colectiva, y lo que antes parecía un hecho estable y consolidado puede traducir-se en una acción diametralmente opuesta, expresada a través de la acción social. En tal sentido, la conversión de un joven en princi-pio no afín a la narcocultura en su reconversión a las prácticas del narco resulta una probabilidad mayor en relación con que un nar-cotraficante sea capaz de abandonar o renunciar a sus actividades ilícitas.

De manera genérica las respuestas obtenidas a los interrogantes planteados en el cuestionario fueron las siguientes:

Los alumnos ven al narcotráfico como un problema social que genera violencia y que está relacionado con el poder, la problemá-tica gradualmente se está constituyendo como un cáncer social. En torno a estas clasificaciones se incluye también que el narcotráfico es un negocio que genera muertes.

En los “valores” observados en los narcos algunos citan su va-lentía y lealtad manifestados en forma de solidaridad entre las or-ganizaciones delictivas, sin embargo la mayoría afirman que tales prácticas no las consideran como un valor.

La percepción que identifica a los jóvenes universitarios con el narcotráfico es su capacidad para darse lujos, lo que está relaciona-do con su disponibilidad de recursos económicos; también llama la atención su influencia de poder; la articulación de estos factores

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ha llevado a esta actividad a constituirse en una moda. Cabe decir que los bachilleres observaron motivaciones adicionales: la necesi-dad económica, por gusto, por la influencia de un amigo, familiar o vecino, por rebeldía, por curiosidad, por ambición, por vengan-za, entre otras.

Las respuestas más recurrentes a los riesgos que tiene que en-frentar el narcotraficante son la contingencia de la muerte y, en menor grado, pagar el costo del exilio o la cárcel de frente a los “beneficios” de que goza por la actividad del narcotráfico.

Respecto a la pregunta “¿Te gustaría portar un arma de fuego?”, las respuestas fueron más inclinadas hacía el no, pero también se dieron varias respuestas en favor del sí, o de ambas, sí y no. Se en-contró:

A los estudiantes no les gustaría tener un arma de fuego debido a que las consideran peligrosas y objeto de violencia; además, son prohibidas y de uso sólo para la autoridad; a los jóvenes les oca-sionarían problemas por ser menores de edad; adicionalmente, no les gustan porque les dan miedo y no saben utilizarlas. Las conse-cuencias que perciben es que tener un arma les traería problemas con la policía, eventualmente al disparar podrían herir a un ino-cente o matar a alguien generando tristeza en familias o acciden-tes graves, en un caso extremo pueden ocasionar la muerte de una persona e ir a la cárcel y quedar privados de su libertad.

Mientras que los jóvenes que expresaron su preferencia por el uso de un arma de fuego mencionaron: les gustaría poseer el arma como una medida de protección personal, como autodefensa indi-vidual y familiar en caso de asaltos, secuestros o cualquier emer-gencia, así como para defender a sus seres queridos; lo anterior se justifica mediante el uso correcto del arma de fuego. También se argumenta como autodefensa ante la ola de violencia y los altos ín-dices de inseguridad que hacen la ciudad y el país muy peligrosos. En los casos extremos se menciona que portar el arma les haría

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sentir más autoridad, hasta llegar a utilizarla por motivos profe-sionales.

A continuación se presentan algunas citas textuales de las res-puestas de los participantes en el caso negativo:

No me gustaría, porque no es algo para un muchacho de mi edad, los que las traen es porque se la dan de muy cabrones, hay que tener agallas para usar un arma. No, porque lo veo innecesario, no siento que ocupo tener un arma para defenderme, no me animaría matar a alguien sólo por equivoca-ción o algo, cuando me toque me tocará.

En ejemplos de casos afirmativos se citan:

Sí, porque antes de morir quiero tener la posibilidad de matar a unas seis o siete personas que se lo merezcan, independientemente de esto, también quiero saber cómo se siente una persona que le ha quitado la vida a uno de los suyos. Me gustaría tener un rifle M4 con silenciador pero no exactamente portarlo sino que en casos de peligro como un robo o algo así, bueno mejor dicho una 9 mm por la portación ligera de armas de fuego. Sí, porque siendo mujer, en esta sociedad que los hombres tienen la actitud “si me gusta me la llevo”, sería bueno por lo menos asustarlos con el arma, además se ve de lujo.

Por otra parte, ante el interrogante “¿Qué piensas de tus com-pañeros cuando dicen que van a ingresar como narcotraficantes?”, la opinión fue más a orientar a que reconsidere su decisión. En tal sentido le aconsejarían: pensarlo bien antes de hacerlo ya que es una actividad ilegal, en un caso podría informárselo a sus padres, le sugerirían buscar un trabajo honrado y que continuara estu-diando. Los argumentos para que reconsidere apuntan en direc-ción de las consecuencias de la acción, correría peligro al exponer a la familia, pondría en riesgo su vida, perdería su tranquilidad y

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amistades, podría ir a la cárcel y perder su libertad, hasta el caso extremo de que lo maten; todo ello con signo de problema social.

Hay también respuestas en torno a un sentido autocrático “de-jar hacer, dejar pasar”, de manera que se considera que no depende de él que su compañero cambie de opinión (en ese caso no lo ven como amigo), también deciden retirarle la amistad, hasta llegar a una total indiferencia.

En un número menor de casos, está la situación de avalar la de-cisión: si se mete le deseo suerte ya que es su rollo, es su vida y sabe a lo que se atiene, total, sería mafioso; y alguien solicita que si le va bien no se olvide de él y que le regale un carro. Las adver-tencias de las consecuencias señalan que sólo tendrán un rato de lujos mediante el dinero fácil, va cambiar su vida, ya no tendrá su mismas amistades de la prepa, por ambicioso se estaría metiendo en un trabajo muy peligroso del que no saldrá fácilmente; por ello le recomiendan cuidarse, ya que puede llegar a morir en cualquier momento.

Algunas de las citas textuales en un sentido crítico de que un joven bachiller se integre al narcotráfico son:

Están creyendo que los narcotraficantes son las mejores personas porque ganan mucho dinero, pero en realidad ese dinero lo ganan matando a la sociedad; las personas más tontas son las que siguen sus pasos, ya que ellos siempre serán los más admirados o los más ricos, pero no porque sólo les espera: la cárcel o el panteón. Le aconsejaría que no lo hiciera, porque no es un trabajo honra-do, el narcotráfico sólo destruye personas y familias, mata a personas inocentes, además afecta mucho a la sociedad.

Por parte de las citas que son autocráticas o favorables se men-cionan:

Pues la verdad no pienso nada porque ya es muy normal que los jóve-nes tengan esa mentalidad.

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Pues que ellos saben a lo que se meten, cada quien piensa lo que hará y pues cada quien hace lo que quiere.

Respecto a la vestimenta que los jóvenes identifican en los nar-cos mencionaron las características a continuación: los buchones (enfermos) se visten con pedrería para darse a notar, han impuesto una moda en la región, su forma de vestir es para demostrar que tienen dinero. Los jóvenes consideran que dicha vestimenta expre-sa su individualidad o identidad y de ese modo crean su propia cultura. El significado que atribuyen a la forma de vestir es que a través de ella manifiestan que tienen dinero, por lo que se creen superiores a los demás.

Adicionalmente, señalan que el tipo de música que escuchan los grupos que identifican como buchones son los narco-corridos.

Puede observarse que las expectativas depositadas por los jóve-nes universitarios en torno a la educación tienen como propósito en primer lugar la posibilidad de ser un profesionista reconocido, a la par que mejorar económicamente, pero también entre otras se mencionan prepararse para ser alguien, hasta un caso de quien no espera nada de la educación.

Mencionan también que las condiciones con que cuentan para la realización de actividades recreativas y culturales son deficientes ya que observan la falta de una cancha de futbol, y el déficit en es-pacios culturales; en general consideran que las instalaciones están sobresaturadas por la falta de espacios físicos funcionales.

De la interpretación de los hechos recolectados en el trabajo de campo se infiere que los jóvenes universitarios tienen plenamente identificado el fenómeno del narcotráfico.

Algunas de las manifestaciones del fenómeno se expresan en sus formas de vestir (ropa llamativa), un lenguaje diferente (autorita-rio), la música que escuchan (narco-corridos), y otros estereotipos,

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que en general identifican un conjunto de patrones o representa-ciones sociales de los denominados buchones (narcos).

Los símbolos que más identifican en el narcotraficante son el arma de fuego y el dinero. Entre los significados que atribuyen a dichos símbolos: el arma de fuego representa la diferencia entre la vida y la muerte, y el dinero la capacidad para darse lujos.

Por el momento, la imagen prevaleciente del narco es negativa toda vez que se liga a hechos generadores de violencia que están constituyendo un cáncer social. Más aun, los riesgos a que conlle-van sus prácticas son la muerte, la cárcel o el exilio. Aún cuando los “valores” que se distinguen a los narcos sean la valentía, lealtad entre estos grupos delictivos, no obstante dichos “atributos” no son compartidos por la mayoría de los jóvenes universitarios.

Con base en la atribución del significado de esos símbolos, so-cialmente entre los preparatorianos no se comparte la integración al mundo del narco, toda vez que la interpretación que hacen del ingreso a esos grupos conlleva poner en riesgo no sólo la vida in-dividual sino también de la familia, a la par que se acrecienta el problema social.

Desde la perspectiva sociocultural, el fenómeno se ubica en un contexto social (en un territorio determinado), con actores sociales que han generado sus propios “valores” culturales dando pauta a una subcultura conocida como narcocultura. La propagación del fenómeno tuvo (y tiene) lugar en virtud de su conexión social con las diferentes esferas del ámbito político, económico y cultural.

En la escuela Preparatoria Dr. Salvador Allende, dadas las inte-racciones sociales de estudiantes de distintos estratos socioeconó-micos (con el predominio de estudiantes de clase económica baja), aunado a su edad en etapa de adolescencia, ello constituye un me-dio propicio para que se expresen, en diferente escala, las manifes-taciones del narcotráfico.

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Así, tendríamos que el “choque” sociocultural de la seducción del narcotráfico hacia los jóvenes universitarios pasa por situacio-nes diferentes:

El caso de aquellos preparatorianos que asumen una identidad de rechazo o de resistencia de frente a los patrones culturales y las prácticas sociales del narco. En tal situación el joven autoevalúa su imagen percibiéndose diferente al alter (narco) que representa la violencia, el peligro y en un caso extremo la muerte; adicional-mente considerando los valores que ha construido con base en la escuela y la familia, toma su decisión de no involucrarse en este tipo de relaciones, en consecuencia reafirma su identidad al mar-gen de los grupos delictivos. Cabe mencionar, el papel relevante que juega la escuela en cuanto a las expectativas en la educación por parte del preparatoriano. En tanto deposite expectativas más favorables en la educación, en menor medida será influido en su identidad sociocultural.

En sentido inverso, se considera el caso de los jóvenes univer-sitarios que les llama la atención los lujos y el derroche del dinero del que hacen alarde los narcotraficantes. Aunque no es una regla, buena parte de estos jóvenes proceden de familias desintegradas con problemas socioeconómicos que tienen necesidad de autoes-tima y pertenencia a un grupo social donde puedan satisfacer sus necesidades de subsistencia. Estos jóvenes prefieren el disfrutar “el aquí y el ahora” al considerar su futuro incierto, dado que el es-tudio no les garantiza un empleo seguro. Dichos bachilleres, son candidatos idóneos para ser reclutados por los grupos delictivos. La interpretación que hacen de los símbolos los lleva a una con-versión de identidad, así cruzan el “umbral” mutando su identidad originaria para dar paso a una nueva identidad afín a las bandas de narcotraficantes. En consecuencia, asimilan los patrones cul-turales y códigos comunicativos que les permita coexistir e inte-

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rrelacionarse en el entorno de la narcocultura, incrementando el problema del cáncer social.

La complejidad va más allá, toda vez que las identidades de los jóvenes no son singulares sino múltiples. La identidad asumida en el seno familiar puede presentar conflicto con la identidad adop-tada en la escuela y con su grupo de amigos. El ambiente escolar también desempeña un factor proclive o no a las relaciones con grupos delictivos. Es el caso de los insuficientes espacios recrea-tivos y culturales para los jóvenes. Asimismo, el clima del espacio del aula, la calidad de las relaciones familiares y sociales; todo ello son factores contingentes para la toma de decisiones que debe es-tar negociando continuamente el joven durante el periodo de su adolescencia y aun en la etapa adulta. Visto así, cada vez más crece la seducción del mundo del narcotráfico para los jóvenes univer-sitarios. Los que han cruzado el umbral es sumamente difícil que puedan salir del entorno de la narcocultura, ello hace comprensi-ble que día con día se esté incrementando la influencia del narco-tráfico en la identidad de los jóvenes preparatorianos.

Del análisis realizado se hace la inferencia de que, en efecto, la identidad de los jóvenes del bachillerato universitario está siendo impactada por diversas manifestaciones del narcotráfico (dinero fácil, violencia, etc.), lo que genera en ellos cierto temor; pero a la vez ante la ola de inseguridad, hay una actitud incipiente que apunta a la autodefensa (individual y familiar) con la posibilidad de poseer un arma de fuego para hacer frente al poder del narco. Adicionalmente, en virtud de la tolerancia social ante el fenómeno, ya hay jóvenes bachilleres que en sus modelos mentales simpatizan con esas prácticas delictivas, lo que los hace candidatos a ser re-clutados por el mundo del narcotráfico. Lo anterior, presenta una evidencia empírica cualitativa en favor del supuesto de estudio.

La categoría central compuesta por la triada narcotráfico-iden-tidad-educación es un factor de comprensión del fenómeno, pues,

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por una parte, los hechos muestran que el flagelo del narco influye en la construcción social e individual de la identidad de los jóvenes universitarios, pero a su vez el componente de la educación resulta estratégico al actuar de manera dialéctica sobre el propio fenóme-no. Así, mediante un efecto de “interaccionismo socioestructural” o retroacción compleja, el joven reafirma su identidad juvenil pre-sentando un rechazo a la seducción del narcotráfico. Sin embargo, cuando el flagelo se enfrenta a un joven con una educación de va-lores culturales no bien afianzados, aunado a una condición so-cioeconómica desfavorable, es muy factible que dicho adolescente sea permeado por el mundo de la narcocultura.

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EPÍLOGO

1. La historia del narcotráfico en Sinaloa se remonta desde la déca-da de 1920, cuando se relacionó la presencia de chinos participan-do en la producción de opio. Si bien es cierto que entre 1940 y 1950 se estableció un convenio entre los gobiernos de Estados Unidos y de México para el suministro de morfina destinada al ejército norteamericano durante la segunda guerra mundial, existen voces autorizadas que discrepan al respecto, como Astorga (2004), quien sostiene que es un invento de los sinaloenses. Pero agrega que el Estado mexicano ha sostenido, en efecto, esta actividad ilegal, pues sin su participación no se explica el avance logrado del nar-cotráfico en la década de los setenta (Astorga 2007). Vale decir que la consolidación de este fenómeno se da a partir de su integración cultural con el entorno social, político y económico, donde sus di-versas facetas pasan por algunas caracterizaciones, como son: nar-cocultura, subcultura y contracultura.

2. Los adolescentes y jóvenes, desde muy temprana edad, están siendo reclutados por los grupos delincuenciales, dependiendo de su arrojo, su osadía y el valor que muestren al usar y disparar ar-mas de fuego. Saben que éstos prefieren gozar la vida en el presente aunque sea efímera. De tal manera que al ingresar en el narcotráfi-co saben que en cualquier momento pueden encontrar la muerte y la conciben como parte de los riesgos de su trabajo. Esto los lleva a realizar actos violentos que degradan la condición humana, al gra-do tal que pareciera que hemos perdido la capacidad de asombro ante los hechos sangrientos, donde cientos de jóvenes son asesina-dos de formas diversas: a balazos, decapitados, torturados, ente-

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rrados vivos en tambos llenos de cemento. Este estado de cosas, prevaleciente en Sinaloa (aunque no es exclusivo) lo que evidencia son las limitaciones de las instituciones de gobierno para ofrecerles a los jóvenes una alternativa de desarrollo económico y social. Al mismo tiempo, existe la percepción de que el Estado va perdiendo la guerra contra las drogas y que el ejercicio de la violencia legíti-ma (Max Weber) la comparte con los grupos delincuenciales, pues éstos han usado las armas para delimitar su territorio, cobrar de-recho de piso, asesinar a la competencia. En otras palabras, con el uso de la violencia van acumulando poder y terminan realizando acciones propias del Estado.

3. Algunos de los jóvenes del bachillerato no fincan sus expec-tativas de desarrollo y crecimiento en la obtención de algún título universitario, pues afirman que al egresar no encuentran empleo, y si lo hallan, el salario es bajo y no les permite satisfacer sus necesi-dades más elementales. No obstante, para muchos estudiantes es la educación la que puede generar la movilidad social sin los riesgos que implica situarse en la ilegalidad; pero observan a otros jóvenes con dinero, vestimenta cara, que consiguen mujeres con relativa facilidad, asisten a fiestas, se emborrachan; entonces sus expecta-tivas en torno a la educación cambian, ya no la asumen como el camino para ascender en la sociedad. Particularmente cuando los medios de comunicación masiva les dicen la marca de ropa que hay que comprar, el carro que hay que tener, la complexión aceptable del cuerpo, qué accesorios corporales deben usar: celulares, relo-jes, lentes, tenis, bolsos, etc. surge en ellos el incontenible deseo por poseer todo lo material. Pero por desgracia no tienen el dine-ro, ni sus padres tampoco, para satisfacer tales deseos, y es cuando algunos incursionan en el mundo del narcotráfico.

4. La búsqueda de la identidad del estudiante de preparatoria tiene que ver con sus aspiraciones, sus anhelos, el sentido de per-tenencia, con sus perspectivas de vida. Es partícipe de charlas que

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se presentan entre pares en torno al narcotráfico, generándose una especie de fascinación por el fenómeno, y termina aceptándose como cultura. Desde luego que la radio, la televisión y el cine les presentan aspectos de la narco-cultura, pero ellos en la calle, en la escuela, en la colonia, narran historias reales y ficticias sobre las acciones de los narcotraficantes, llegando a enaltecer a estos per-sonajes como si fueran héroes. Algunos pretenden usar la ropa se-mejante a la que portan algunos narcotraficantes conocidos en la entidad, utilizan el mismo léxico coloquial de “viejón”, “pariente”, etc., y aspiran a disparar un arma de grueso calibre.

5. La formación de la identidad en el joven preparatoriano re-quiere darle la oportunidad de participación en el ámbito escolar, cultural y social, con el propósito de que éstos reflexionen sobre su accionar en la escuela y su entorno. Es importante señalar que la identidad se va construyendo a cada paso, es una búsqueda per-manente por encontrarse como estudiante, como ser humano. No obstante, la metamorfosis que va experimentando por la cultu-ra del narcotráfico lo lleva a adoptar otro tipo de identidad. En este aspecto, surge una especie de contradicción entre los valores aprendidos en el hogar y nuevos valores (o antivalores) que el en-torno social les está proporcionando; y justamente por esa capaci-dad de reflexión limitada de estos jóvenes, algunos terminan in-mersos en el universo cultural del narcotráfico.

6. La identidad es un asunto generacional. La generaciones de los adultos, si bien se percatan de que los adolescentes y jóvenes tienen resistencias a estudiar y en ese sentido carecen de reflexión sobre el entorno, hacen poco para orientar lo que a juicio de los adultos debe considerarse correcto. Es evidente que los jóvenes confían más en sus amigos, en sus pares, que en los adultos, tanto en las decisiones que hay que tomar en el ámbito académico como en el resto de sus vidas, frente a situaciones difíciles o peligrosas. Por ejemplo, en el caso del consumo de drogas reviste una gran ta-

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rea por parte de los profesores, padres de familia, marcar las pautas y los riesgos que implica que los jóvenes se involucren en este fla-gelo. Pero muchos terminan con adicción a alguna droga ilegal por la insistencia de los compañeros, por la fascinación del fenómeno y por no ser excluidos del núcleo de amigos. Ante este escenario, le corresponde al Estado definir las estrategias de solución en el aspecto del consumo de drogas ilícitas en los jóvenes, para lo cual deberá generar fuentes de empleo que posibiliten las oportunida-des de desarrollo integral, al mismo tiempo que deberá empren-der campañas de prevención con la finalidad de concientizar sobre los daños que causan las drogas en el organismo humano. Dichas campañas de prevención en el uso y consumo de drogas deberán estar orientadas a los jóvenes, padres de familia, profesores, secto-res productivos y sociales.

7. El poder de seducción del narcotráfico es muy grande. Son muchos los distractores que el sistema capitalista les ofrece a los jóvenes para que se desenvuelvan en un ambiente individualista, hedonista. El sistema les brinda la posibilidad de que se conviertan en hombres y mujeres de éxito, desde la perspectiva de tener domi-nio y control sobre sus vidas. No obstante, son los adultos quienes siguen ostentando el poder y son los jóvenes los que se encuentran desplazados de las esferas donde se toman las decisiones funda-mentales. Sin embargo, éstos aspiran a mandar y ser obedecidos, a contar con un patrimonio económico que les permita tener niveles de consumo aceptables, pero lo quieren “aquí y ahora”. Se impone un pragmatismo desbordado que los lleva a enfocar sus esfuerzos en las actividades ilegales, como puede ser el crimen organizado y el narcotráfico.

8. La complejidad de la influencia del narcotráfico en la identidad juvenil está desdibujando el umbral que separa la vida de la muerte, lo que explica el incremento de la ola de violencia y de muertes en la cual también están sucumbiendo estudiantes del bachillerato.

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De frente a este cáncer social, la educación tiene un papel fun-damental. A la luz del interaccionismo simbólico se da una re-negociación sistemática permanente de los valores culturales que asumen los estudiantes universitarios, por una parte cuando su proyecto de vida es incierto sin el suficiente apoyo afectivo fami-liar, con problemas de integración al establecimiento escolar, en-tre otros aspectos, el joven corre el riesgo de ser reclutado por el flagelo del narco, en sentido opuesto cuando en su entorno social encuentra motivaciones positivas como afecto al núcleo familiar, movilidad social vía una carrera profesional, y otros factores que apuntan en la concreción de sus expectativas individuales y socia-les, entonces va a reafirmar su identidad sociocultural rechazando la seducción de las redes de narcotraficantes. Dicha complejidad estriba en la tensión o las contradicciones dinámicas permanentes que el preparatoriano va a encontrar en la triada narcotráfico-iden- tidad-educación.

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ÍNDICE

Narcotráfico e identidad juvenil. Un faro de luz . . . . . 7

Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

Los jóvenes del bachillerato

y el narcotráfico . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15

La juventud desde una perspectiva sociocultural . . . . . . . . 16

Enfoque sociocultural del narcotráfico . . . . . . . . . . . 17

Los jóvenes universitarios y el mundo seductor del narcotráfico . . . 25

La cultura y el narcotráfico . . . . . . . . . . . . . 39

El fenómeno cultural del narcotráfico. . . . . . . . . . . . 40

Manifestaciones del narcotráfico

Influencia del narcotráfico en Sinaloa . . . . . . . . . . . 56

El sicariato como estilo de vida . . . . . . . . . . . . 63

Violencia: el lenguaje de las armas. . . . . . . . . . . . 67

Los gobernantes y el narcotráfico. . . . . . . . . . . . 72

La identidad de los jóvenes universitarios

con el narcotráfico . . . . . . . . . . . . . . . . . 77

Conceptos de identidad . . . . . . . . . . . . . . . . 78

Diversos enfoques sobre identidad

La identidad como constructo social . . . . . . . . . . . 81

La identidad y el sentido de pertenencia. . . . . . . . . . 84

La identidad como representación . . . . . . . . . . . 85

La identidad reflexiva . . . . . . . . . . . . . . . 87

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Identidad y poder . . . . . . . . . . . . . . . . . 89

Los valores culturales en el proceso de identidad . . . . . . . . 91

Identidad de los jóvenes con el narcotráfico . . . . . . . . . 93

Elementos que conforman la identidad

Los símbolos en la representación colectiva . . . . . . . . 95

La vestimenta como estereotipo . . . . . . . . . . . . 98

El dinero rápido. . . . . . . . . . . . . . . . . . 103

La música . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 104

El Lenguaje . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107

Sociedad y territorio sinaloense . . . . . . . . . . . . 108

El caso de la Preparatoria “Dr. Salvador Allende” de la UAS 111

Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125

Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131

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Narcotráfico e identidad juvenil

deLuis Javier Corvera Quevedo

José de Jesús Lara Ruiz

terminó de imprimirse en enero de 2012, en Edicio-nes del Lirio SA de CV, Azucenas 10, col. San Juan Xalpa, Iztapalapa, 5613 4257. Se imprimieron 1000 ejemplares más sobrantes. Interiores en papel Cromos ahuesado de 90 g, forros en cartulina sulfatada de 12

puntos. El texto fue parado en tipos StempelGaramond de 12:15 y 11:13 puntos.

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