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Curso de Derecho Político Kamel Cazor Universidad Central de Chile Facultad de Derecho-La Serena Apunte Nº 1 Derecho Político Profesor: Kamel Cazor Año: 2016 CAPITULO 1º: Introducción al Derecho constitucional y sus antecedentes en el Derecho político 1. Relación entre Derecho y política. Concepto de Derecho político como antecedente necesario del Derecho constitucional. Hermenéutica constitucional Se parte de la base de que, como asignatura, el Derecho constitucional no va acompañada, ni precedida, por otra u otras, al igual que el tradicional “Derecho político” (por ello se plantea que –este último- sea un Derecho originario y originador de todo Derecho, en razón de la politicidad esencial del hombre). Se supone también que la asignatura aspira a un enfoque científico, vale decir, el que demanda una ciencia, de cualquier naturaleza que esta sea. Esto implica que se comience por atender a que un texto no tiene sentido si no se le coloca en algún contexto, de modo que, siendo “la Constitución política” el texto, el contexto está formado por la “Constitución” y por lo “político”, lo que lleva a ocuparse aquí, en un primer momento, de qué sea la “Constitución” y qué sea lo “político”. Así, como primera gran cuestión, hay que indicar que el concepto de Derecho político (como antecedente del Derecho constitucional) conlleva, necesariamente, el estudio de una relación dialéctica entre Derecho y política; más específicamente, entre el sistema de normas jurídicas, por un lado, y el proceso político llamado a ser regulado por aquellas, por el otro. Aquí el término dialéctica (contraposición sintética) se emplea, al igual que Hegel, como fusión de los contrarios (tesis + antítesis = síntesis). Donde el Derecho representa lo racional (tesis), el deber ser, y el poder político representa lo irracional (antítesis), esto es el ser. Así, el Derecho político –considerado en su “sentido dialéctico”- viene a ser una entidad superior (síntesis) de la fusión de dichos contrarios, 1

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Universidad Central de Chile Facultad de Derecho-La Serena

Apunte Nº 1 Derecho PolíticoProfesor: Kamel Cazor Año: 2016

CAPITULO 1º: Introducción al Derecho constitucional y sus antecedentes en el Derecho político

1. Relación entre Derecho y política. Concepto de Derecho político como antecedente necesario del Derecho constitucional. Hermenéutica constitucional

Se parte de la base de que, como asignatura, el Derecho constitucional no va acompañada, ni precedida, por otra u otras, al igual que el tradicional “Derecho político” (por ello se plantea que –este último- sea un Derecho originario y originador de todo Derecho, en razón de la politicidad esencial del hombre). Se supone también que la asignatura aspira a un enfoque científico, vale decir, el que demanda una ciencia, de cualquier naturaleza que esta sea. Esto implica que se comience por atender a que un texto no tiene sentido si no se le coloca en algún contexto, de modo que, siendo “la Constitución política” el texto, el contexto está formado por la “Constitución” y por lo

“político”, lo que lleva a ocuparse aquí, en un primer momento, de qué sea la “Constitución” y qué sea lo “político”.

Así, como primera gran cuestión, hay que indicar que el concepto de Derecho político (como antecedente del Derecho constitucional) conlleva, necesariamente, el estudio de una relación dialéctica entre Derecho y política; más específicamente, entre el sistema de normas jurídicas, por un lado, y el proceso político llamado a ser regulado por aquellas, por el otro. Aquí el término dialéctica (contraposición sintética) se emplea, al igual que Hegel, como fusión de los contrarios (tesis + antítesis = síntesis). Donde el Derecho representa lo racional (tesis), el deber ser, y el poder político representa lo irracional (antítesis), esto es el ser. Así, el Derecho político –considerado en su “sentido dialéctico”- viene a ser una entidad superior (síntesis) de la fusión de dichos contrarios, vale decir, la síntesis entre el Derecho y la política, más concretamente el conjunto de normas llamadas a regular la vida política de una sociedad, que busca esencialmente limitar –racionalizar jurídicamente- el poder; de ahí que se plantee, en esta relación de regulación, que la Constitución es un límite al poder.

Dicho lo anterior, ahora resulta indispensable delimitar el ámbito de esta relación de regulación que constituye el Derecho político, en cuanto manifestación de una determinada naturaleza dialéctica. En este sentido, se ha dicho que existe un conjunto de normas llamadas a regular el proceso político, pero el interrogante que surge por si sólo es el siguiente:

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¿Dónde o en qué tipo de sociedad se vislumbra esta relación de regulación? La respuesta a esta pregunta es, sin lugar a dudas, la sociedad política estatal, en particular el poder que emerge de ella y su regulación jurídica por la vía constitucional. De ahí que el estudio se centrará en el tema del Estado constitucional, pero no cualquier Estado constitucional, sino el Estado constitucional democrático, en donde se plantea la plena vigencia de los derechos y garantías fundamentales; como verdadero fundamento del Estado de Derecho y paradigma del mismo. Por ejemplo, el art. 20.1 de la Constitución alemana, plantea como paradigma que “La República Federal de Alemania es un Estado federal, democrático y social” (norma que, dada su relevancia, plantea la Constitución de ese país su intangibilidad o inmodificabilidad, art. 79.3). Asimismo, el art. 1.1 de la Constitución española, propugna como paradigma que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho”.

Ahora bien, para precisar mejor el ámbito de acción del Derecho político y su vinculación con el Derecho constitucional, se debe abordar la problemática de las dos grandes ramas del Derecho, esto es, el Derecho público y el Derecho privado.

El Derecho público es aquel sector del ordenamiento que regula el ejercicio del poder del Estado, vale decir, las relaciones entre los poderes estatales entre sí y su relación con los ciudadanos, centrado en la obtención de los intereses comunes. A su vez, el Derecho privado, por exclusión, serían aquellas normas que regulan las relaciones entre individuos privados, en

defensa de sus intereses particulares. Interés común y poder del Estado aparecen, pues, como las grandes diferencias entre el Derecho público y el Derecho privado. En el ámbito del Derecho público, por regla general, solamente se puede realizar lo que las normas autorizan, por ende su contenido es obligatorio para los entes públicos, como principio de vinculación positiva (por ejemplo, art. 32 de la Constitución). Sin embargo, también es posible vislumbrar el principio de vinculación negativa en el actuar del Ejecutivo, lo que se desarrolla a partir de la “reserva de gobierno” que posee el Jefe del Estado, permitiéndole dirigir y orientar políticamente al Estado, y que se dá en una esfera discrecional, que debe, eso sí, circunscribirse a lo que prescriben –negativamente- “la Constitución y las leyes”, es decir, como contorno que vincula negativamente su actuar dentro de su función gubernamental, esto es, debe actuar de acuerdo con la Constitución y las leyes (art. 24 de la Constitución), y con pleno respeto a los derechos y garantías que la Constitución establece (art. 1° de la Constitución). Al contrario, en el Derecho privado los actores pueden efectuar todo aquello que no esté prohibido por la norma, primando, por ende, el principio de la autonomía de la voluntad (por ejemplo, art. 1545 del Código Civil), como principio de vinculación negativa.

El Derecho político se incluye, tradicionalmente, dentro de las normas de Derecho público, junto con otros conjuntos normativos como es el Derecho constitucional, el Derecho administrativo, el Derecho internacional público, etc. Disciplinas todas ellas que también regulan el ejercicio del poder del Estado o los poderes públicos. De ahí que el Derecho público esté

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en una relación de género a especie con el Derecho político y el Derecho constitucional.

-Dº político -Dº constitucional

-D° administrativoDERECHO -Dº internacional públicoPUBLICO -Dº penal -Dº procesal

Del mismo modo resulta indispensable, para comprender mejor el Derecho político y el Derecho constitucional, llevar a cabo un análisis en paralelo entre el concepto de Derecho y el concepto de política. En primer lugar, el Derecho es una norma obligatoria, la política es una actividad o un proceso. En segundo lugar, el Derecho es un estudio deontológico o del “deber ser” de las cosas o personas, la política es un estudio del “ser”, es decir un estudio ontológico. Por ende, en tercer lugar, el Derecho es un orden racional y la política un orden empírico. Como algo se ha adelantado, al existir una relación dialéctica entre ambos (“sentido dialéctico del Derecho político”), se manifiesta la siguiente consecuencia: esta relación dialéctica existe por cuanto, por una parte, se da un diálogo entre el Derecho y la política, pero, por otro lado, se manifiesta su distinta naturaleza, ya que el Derecho expresa “yo debo regular la política” y la política señala “yo me gobierno sola”. Como consecuencia de esto, el proceso político tenderá a dirigirse solo y el Derecho se encontrará con la dificultad de controlar el poder que, a su vez, es el mentor del proceso político; todo lo cual con el objeto

de imponerle un criterio racional a lo irracional que es el poder. Sin embargo, hay que manifestar que en toda sociedad estatal es imposible juridificarlo todo, ya que hay espacios políticos, de actividad o decisión, que escapan de la juridicidad, cuestión que en última instancia no es negativa, pues con ello se dinamiza el sistema político (por ejemplo, la “reserva de gobierno” que se habló a propósito del art. 24 de la Carta chilena), que –como se verá- siempre es un proceso contínuo y conflictual, sobre todo, en las sociedades democráticas. O, al contrario, en las sociedades no democráticas el conflicto puede desarrollar un proceso de apertura, renovación y legitimación del poder.

Por ello se ha dicho que el poder siempre tenderá a crecer sin límites y el sustento del mismo viene dado por un mayor poder. De ahí la celebre frase de Lord Acton que decía “el poder tiende a corromperse y el poder absoluto tiende a corromperse absolutamente”. Pero a su vez existe un contrasentido, ya que el Derecho como tal no podría imponerse sin la existencia del poder, el cual claramente tiene un fuerte componente de dirección y orientación, necesario para la actividad política.

A esta altura de la exposición cabe preguntarse ¿cuál es el concepto de Derecho político? Se refiere al Derecho referente a la política, más precisamente aquella parte del Derecho público que regula los poderes del Estado entre sí y las relaciones de éste con los particulares. En este sentido se debe entender que la finalidad del Derecho político es limitar el poder, que dentro de un Estado constitucional y democrático de Derecho se realiza mediante diversos mecanismos:

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-En primer lugar, por intermedio de una Constitución democrática, esto es, aquella que en su origen refleje la legitimidad del pueblo y en su contenido garantice los derechos fundamentales de los individuos.

-En segundo término, que se consigne en dicha Carta Fundamental la separación o división horizontal de los poderes del Estado.

Las dos características que se han mencionado, son la plasmación de un verdadero “dogma político” que se encuentra configurado en el art 16 de la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”, que fue aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente francesa el 26 de agosto de 1789 (es uno de los documentos fundamentales de la Revolución Francesa que comienza ese mismo año), y que expresa: “toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esta asegurada, ni la separación de los poderes establecida, no tiene Constitución”.

Hasta ahora se ha hablado del Derecho político como un conjunto llamado a regular el proceso político, cuyo objetivo último es limitar y controlar el poder. Sin embargo, también el Derecho político constituye una disciplina que conoce dicho conjunto de normas, vale decir, como un conjunto metódico y sistemático de conocimientos que versan sobre las normas llamadas a regular el proceso político. Aquí no sólo se le da importancia a la norma, sino también al conocimiento que recae sobre ellas.

- Conjunto de normas.

- Conocimiento del conjunto de normas.

Este hecho es de importancia vital ya que, por una parte, hace confluir, y, por otra parte, diferencia al Derecho político del Derecho constitucional. En efecto, el Derecho constitucional se podría definir como un sistema de conocimientos acerca de las normas constitucionales; prevaleciendo un conocimiento o aproximación de las normas constitucionales, en principio, netamente formalista, ya que es el estudio dogmático del texto constitucional, artículo por artículo. A su vez, el enfoque (approach) del Derecho político es distinto, pues atiende más hacia el contexto político y social en el que se aplican estas normas constitucionales, es decir, lo que pretende es conocer la relación dialéctica entre la norma y la realidad. El Derecho constitucional, en cambio, solamente está interesado principalmente en las normas constitucionales, y particularmente la interpretación y realización de las mismas. Lo que no impide que dicho estudio contraste las normas con una teoría general del Derecho constitucional, que profundiza la idea misma de Constitución y la nutre de contenido con elementos que le dan sentido, como, por ejemplo, ocurre con el principio democrático, la soberanía nacional, la descentralización, etc. Todo ello exige necesariamente un “precomprensión” de los conceptos jurídicos que emplea el Derecho constitucional, que muy bien sintetiza López Guerra: “El Derecho Constitucional –dice- aparece así como un Derecho cuyos términos, técnicas y conceptos responden a construcciones teóricas y valorativas previas. Por ello, se ha podido afirmar que la comprensión del significado de una norma constitucional exige una

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“precomprensión” de los conceptos que emplea”. De ahí que, según este mismo autor, conceptualmente se integran en el Derecho constitucional “aquellas normas que regulan, en garantía de la libertad del individuo en una comunidad política organizada, las posiciones jurídicas fundamentales de los ciudadanos frente al Estado, y la distribución de poder entre los principales órganos de éste (contenido material); normas que por su carácter fundamental y definidor del sistema jurídico, tienen generalmente el carácter de normas superiores, en cuanto a su rango y fuerza vinculante (contenido formal)”.

De ahí que se exprese, en resumidas cuentas, que las constituciones descansan tácita o expresamente en determinados valores políticos a la luz de los cuales es preciso interpretarla, porque ningún texto constitucional tiene sentido por si solo, sino que es la expresión de un determinado régimen político. Por esta razón se indica que la Constitución es la expresión jurídica de un determinado orden político. Y para dar sentido a esa posibilidad regulatoria de la juridicidad de la Constitución, es necesario desarrollar una ciencia de la interpretación (o hermenéutica) constitucional, asunto esencial para su eficacia y autoridad de la misma. Cuestión de mucha relevancia, toda vez que la Constitución, citando al constitucionalista inglés Walter Bagehot, “debe primero adquirir autoridad, y luego emplear esta autoridad; sólo cuando ha asegurado la fidelidad y la confianza de los hombres, es cuando debe sacar partido de ella para la obra gubernamental”.

Sobre el particular, el profesor chileno Ismael Bustos indica que “el término “interpretación del Derecho” expresa un concepto complejo, y se analiza en los dos conceptos simples que lo componen, a saber: el sujeto (que interpreta) y el objeto (interpretado). Este último –dice-, en la hermenéutica posmoderna (al menos), puede denominarse “texto” [Constitución], en cuanto puede ser interpretado”. Y agrega, “hoy día, hay dos concepciones básicas de interpretación del Derecho, además de contrapuestas entre sí. Ellas son, por una parte, el concepto tradicional y, por otra, el concepto posmoderno o vinculado al pensamiento hermenéutico contemporáneo”. Y concluye algo de mucha trascendencia: “Mientras que, tradicionalmente, se entiende que interpretar es “extraer el (verdadero) sentido (sólo) allí donde éste no se manifieste (claramente)”, el pensamiento hermenéutico sostiene que “interpretar es (siempre) dar un sentido”. Evidentemente, no sólo las dos expresiones subrayadas manifiestan la referida contraposición, sino que también se halla patente en los dos diferentes supuestos lógicos de uno y otro concepto: que hay un sentido ya preexistente, que sólo hay que buscar y encontrarlo, en el pensamiento tradicional; y que no lo hay mientras el intérprete no se lo da, en el pensamiento hermenéutico posmoderno”. Especialmente importante es esta última perspectiva en el campo del moderno Derecho Constitucional (en tanto cuanto “sistema de conceptos jurídicos” que exigen una necesaria pre comprensión), particularmente relevante en este campo es la interpretación de los derechos fundamentales (art. 19 de la Constitución chilena).

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2. Noción previa del Derecho constitucional. 2.1. Contenido del Derecho constitucional: definición material y definición formal; 2.2. El Derecho constitucional como conjunto de normas jurídicas; 2.3. Derecho constitucional como sistema de conceptos jurídicos

& Ver texto, que se adjunta, de Luis López Guerra, “Introducción al Derecho Constitucional”, pp. 13-26.

CAPITULO 2º: Teoría de la política (1): Origen de la sociedad política

1. La estructura social: comunidades y sociedades

Para captar mejor la significación plena de lo político y de su tratamiento jurídico, es necesario partir de una premisa previa: todo el abanico de actividades e instituciones políticas está inserto en un ámbito social, forma parte integrante del mismo y se encuentra inexorablemente unido a otras actividades e instituciones sociales, económicas, culturales, religiosas, etc. Que constituyen también elementos de esa totalidad que se denomina sociedad. Así, pues, lo político no es un hecho aislado, sino tan sólo uno de los componentes –quizás el más importante- de los muchos existentes en la sociedad.

La comprensión adecuada de la conexión de los político, o de la política, con otros factores operantes en la sociedad, se debe entender dentro del término

de “estructura”, que posee un significado claramente definido en el ámbito de las ciencias humanas

Dentro de esta perspectiva, la estructura social (que es una expresión acuñada con el propósito de describir la sociedad, las relaciones de los hombres entre sí, en un espacio y tiempo determinados) podría definirse como la forma en que se hallan dispuestas y relacionadas las partes en un conjunto humano o como la ordenación de las relaciones entre los hombres en un todo social. La estructura social es, en realidad, un precipitado que resulta de la combinación de las consecuencias previsibles e imprevisibles producidas por acciones humanas. Por ejemplo, tiene mucha relevancia la imprevisibilidad en las estructuras con escasa cohesión social (la sociedad chilena posee una escasa cohesión social), en donde un importante porcentaje de la población se encuentra en excluida y no –o aparentemente- integrada a la misma (como acontece en Chile, que en las últimas décadas se ha ido incrementando una fuerte estratificación social). La estratificación social viene caracterizada por la institucionalización de la desigualdad y diferenciación social. La estratificación social es un fenómeno característico de todo tipo de sociedad hasta el momento actual. Lo que ha variado históricamente son las formas adoptadas por la estratificación, que se ha materializado en sistemas diferentes, cuyo análisis muestra una evolución de formas más elementales a formas más complejas, y en cada periodo histórico existe una combinación específica de diversos tipos de estratificación social, lo cual no impide que cierta modalidad predomine en el conjunto estructural de que se trate. Por ejemplo, esclavista, de casta,

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estamental (nobleza y el clero) y clasista (burguesía y el proletariado, pues la sociedad de clases está unida en su nacimiento y desarrollo a la aparición de la clase social burguesa). Los rasgos más característicos de la sociedad de clase, son, por una parte, la posibilidad de movilidad social vertical (es decir, de escalar o descender en los grados de la jerarquía social, accediendo a posiciones de mayor prestigio o de menor consideración social); y, por otra parte, se caracteriza por su naturaleza específicamente conflictiva.

En efecto, la estratificación social en castas o estamentos descansaba, en gran parte, en la creencia generalizada en un orden establecido por la autoridad divina o poder extraterrenal que no debe ser alterado. La aceptación de la propia condición y encuadramiento en un estrato social por razones reloigiosas, de tradición o herencia, asumidas por el inconciente solectivo, opera como elemento estabilizador del conjunto social y como control de posibles disdentes. En las sociedades clasistas, en cambio, el antropocentrismo, la ideología liberal, la igualdad jurídica recogida en las Constituciones de fines del siglo XVIII, el crecimienmto económico y la preocupación predominante por los valores materiales han determinado el rechazo incondicionado de la desigualdad social. Por otro lado, la sociedad de clases representa un tipo de sociedad individualista, de intereses enfrentados, en la que la “guerra de todos contra todos”, en expresión feliz de Hobbes, es la norma general.

Como premisas indispensables para la existencia de una estructura social, el sociólogo Tom Bottomore ha señalado las siguientes:1. Un sistema de comunicación;2. Un sistema económico que gire en torno a la producción y distribución de mercancías; 3. Organismos y ordenamientos (incluyendo la familia y la educación) para la socialización de las nuevas generaciones;4. Un sistema de autoridad y distribución del poder; y 5. Un sistema de ritos que mantenga o incremente la cohesión social y otorgue reconocimiento social a acontecimientos personales significativos, tales como el nacimiento, la pubertad, el noviazgo, el matrimonio y la muerte.

& Ver texto, que se adjunta, de Pilar Mellado y Santiago Sánchez, “Principios de Derecho Político”, pp. 26-36. En donde se aborda las clases y estratificación sociales en Karl Marx y Max Weber; élites y masas; cambio social; conflicto y consenso.

Ahora bien, la comprensión adecuada del fenómeno descrito exige distinguir, dentro de la estructura social, entre comunidades y sociedades.

Las comunidades se caracterizan –generalmente- por ser espontáneas en su crecimiento, es decir, surgen sin que sea necesario un acto de voluntad de sus miembros, además no persiguen un fin determinado; expresado de otro modo, son aquellas agrupaciones que se fundamentan en relaciones personales cuya razón de ser está en ellas mismas (ejemplo, la Nación,

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la familia, el matrimonio, el clan, las clases sociales, la amistad, etc.). Las comunidades en el ámbito sociológico se denominan sociedades primarias (Ferdinand Tönnies). Al contrario, las sociedades o asociaciones son reflexivas, nacen de un acto de voluntad de sus miembros y persiguen un fin determinado; expresado de otro modo, son aquellas que están organizadas racionalmente para la obtención de ciertos fines externos (ejemplo, el Estado o sociedad política, sociedades de todo tipo, un empresa bancaria, un ministerio, una factoría industrial, etc.). Las sociedades en el ámbito sociológico se denominan sociedades secundarias (Ferdinand Tönnies).

Dicho esto, el interrogante a resolver es el siguiente: ¿puede una comunidad transformarse en sociedad? En otros términos, ¿la comunidad puede constituirse en materia prima de una sociedad? La respuesta debe ser afirmativa (por ejemplo, el Estado es definido por algunos autores como la Nación políticamente organizada); pero no necesariamente una comunidad tiene que evolucionar al contexto societario.

2. Concepto y elementos de la sociedad política

La sociedad, en general, se puede definir como una organización social a la cual se le agregan un conjunto de creencias colectivas. De esta definición, se desprenden los dos elementos constitutivos de la sociedad: un elemento objetivo (la organización social); y un elemento subjetivo (el conjunto de creencias colectivas).

Ahora bien, el interrogante que surge en esta temática es el siguiente: ¿en qué circunstancias una sociedad se transforma en sociedad política? Cuando la organización social y las creencias colectivas poseen una dimensión política, esto es, cuando está bajo una autoridad en común. En consecuencia, se puede definir la sociedad política como un grupo de habitantes que viven bajo una autoridad suprema.

Elementos constitutivos de la sociedad política

1) La existencia de una organización social y un conjunto de creencias colectivas.

2) Que dichos elementos pertenecientes a la sociedad posean una dimensión política, como poder legitimado, es decir, que estén regidos por una autoridad.

Autoridad (derecho) = poder (hecho) + legitimidad (factor subjetivo)

3) La organización social que está integrada por el pueblo se agrupa en el cuerpo político, el cual, dentro de su rol legitimador, posee el derecho a generar sus gobernantes y su estatuto constitucional.

4) La sociedad política persigue un fin o telos determinado, que es el interés general de todos sus habitantes.

5) El último elemento, como ya se ha señalado, parte de la base que la organización social se agrupa en el cuerpo político, y éste se encuentra integrado por tres

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elementos fundamentales: consenso, contrato y mandato. En relación al consenso, se puede decir que toda sociedad es producto de un acuerdo de voluntades, y dentro de la sociedad política este asume la figura del consenso. El resultado del consenso es el contrato, producto de un acuerdo voluntario entre los miembros de la sociedad política, ya sea en forma expresa o tácita (como en todo contrato existen partes, se encuentran, por un lado, los detentores del poder y, por el otro, los destinatarios del mismo). En fin, los representantes del pueblo para dirigir en nombre y representación de los destinatarios del poder, actúan en virtud de un mandato (el más común es el representativo).

3. Teorías sobre el origen de la sociedad política

Dentro de las teorías sobre el origen de la sociedad política se destacan esencialmente dos grupos: por una lado, la teoría aristotélica o naturalista y, por el otro, las teorias contractualistas o pactistas.

3.1. Teoría aristotélica

Para Aristóteles (también conocido como el estagirita) el origen de la sociedad política es un hecho natural, es decir, el hombre esta determinado naturalmente a vivir en sociedad, por ende plantea que no ha existido un estado de naturaleza o pre-político. Relacionado con esto Aristóteles plantea la teoría del zoón politikón, que define al hombre como un animal político, el cual,

a su vez, posee una organización concreta que es la polis. En la polis, decía Aristóteles, interviene tanto la razón como la coacción, esto significa que en virtud de la razón se excluyen a los seres inferiores, y como efecto de la coacción se excluyen a los seres superiores; en consecuencia –señalaba- para vivir fuera de la polis había que ser una bestia o un dios.

Hay que tener en cuenta, como indica Victoria Camps, que “en la filosofía griega, todo conduce a considerar al hombre como un ser que no vive exclusivamente para sí mismo, sino para y entre sus semejantes”. De ahí que Aristóteles empieza su obra La política de la siguiente forma: “Vemos que toda ciudad es una comunidad y que toda comunidad está constituida con vistas a algún bien”. No debería haber conflicto entre el bien de la comundad y el bien del individuo, porque el bien del individuo es, precisamente, concebirse y aceptarse como ciudadano. Todas las cosas tienden hacia un bien, había escrito el mismo Aristóteles en la Ética a Nicómaco, y el bien último y final es el que determina la política porque regula la vida de los ciudadanos y fija las normas que han de asegurar su bien. Definir en qué consiste ese bien que todos los humanos deberían perseguir para vivir correctamente en comunidad ha sido, desde los griegos, el objetivo de la filosofía política.

El proyecto de Aristóteles es más realista que el platónico. Aplica el método de observación, ordenación, clasificación y comparación de la realidad dada. Es lo que hace con las constituciones políticas de su tiempo: las compara entre sí y las contrasta con la realidad, a fin de ver cuál puede funcionar mejor. Es el

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extremo opuesto a su maestro Platón, que elabora tipos ideales como fundamento de lo que debería ser la realidad. Aristóteles rechaza el idealismo platónico y pretende ser más útil y pragmático; es decir, es más realista y de hecho concibe la política como la culminación de la ética, y el perfeccionamiento de la política descansa en la virtud del ciudadano (areté). El gobierno perfecto sería aquel en el que la virtud privada fuera idéntica a la virtud política (esto es, ética y política van juntas).

Como es común en los griegos, comparte una definición comunitaria del ser humano (visión cosmológica). Sin embargo, posteriormente, la autarquía, que es la forma griega de la libertad individual, empieza a sobresalir como valor supremo, en donde comienza a terner relevancia la figura del “individuo soberano”, de ahí que lo que comienza a importar es preservar la libertad, puesto que sentirse libre es lo importante. Posteriormente, especialmente a partir del Renacimiento, la individualización de la ética marca el desarrollo del pensamineto libre que será el punto de partida de la modernidad. Finalmente, el pensamiento centrado en el individuo choca con la realidad del poder político –poder absoluto- que aparece como injustificable por parte de quien se reconoce como núcleo de libertades.

No hay que olvidar, como expresa Salvador Giner, que el pensamiento, la ciencia y la filosofía occidentales tienen su origen histórico en las ciudades de la Grecia clásica. La especulación racional (logos) y la indagación científica del mundo natural y del humano de nuestro tiempo, no ya en Occidente, sino también

en todo el mundo moderno, tienen sus raíces en la civilización griega. Por ello siempre es menester comprender mínimamente su peculiar estructura social y su universo cultural.

3.2. Teorías contractualistas o pactistas

Para analizar estas teorías hay que distinguir claramente dos momentos: el estado de naturaleza y la organización política emanada del pacto social.

Esta distinción es necesaria ya que para los pactistas la sociedad política no es un hecho natural, sino que es un hecho accidental, producto de un pacto o contrato social celebrado entre los hombres, en consecuencia antes de la sociedad política existía un estado de naturaleza.

Los autores contractualistas clásicos más destacados son Thomas Hobbes, John Locke y Juan Jacobo Rousseau; contemporáneamente se destacan en esta línea Karl Marx y John Rawls.

& Como lectura complementaria obligatoria se utilizará a: Salvador Giner, “Historia del pensamiento social”, pp. 279-405.

3.2.1. El estado de naturaleza según los pactistas

a) Hobbes: este autor sostenía un criterio pesimista de la existencia del hombre dentro del estado de naturaleza, formando un concepto acerca de la

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naturaleza humana, negando el altruismo natural del hombre; para él la vida del hombre en esta etapa era pobre, breve y solitaria, y se traducía en una lucha de todos contra todos, donde el hombre era el lobo del hombre. Sin duda que el peso de la religión está ahí, a pesar de los intentos de secularizar el pensamiento, y el hombre es visto como un ser perverso, malo, pecador por naturaleza, con una ambición sin medida. Así, por lo menos, lo ve Hobbes, quien utilizando, como Descartes, el método instrospectivo de profundizar en el análisis de las pasiones humanas, elabora una teoría de la legitimidad del Estado que será la más cruel, pero también más perdurable, de la historia del pensamiento político.

Dentro de esta perspectiva Hobbes decía que el hombre estaba determinado para la guerra y sólo subsistían los que ganaban dicha guerra, es decir, predominaba la ley del más fuerte. Para Hobbes el estado de guerra –estado de naturaleza- es una ficción, pero una ficción que se haría real si no existieran la ley de la espada, que obliga a cumplir esa ley. “La guerra y yo somos gemelos”, confiesa Hobbes, viendo en las guerras civiles de su tiempo la amenaza constante de la vuelta al estado de naturaleza. Cierto que existen unas leyes naturales, pero son insuficientes para garantizar la seguridad de todos y cada uno. De ahí la necesidad de transferir el poder al Estado o Leviatán (es “un hombre artificial creado por los hombres” para conseguir la paz y conservarse a sí mismo). El Leviatán es un monstruo de traza bíblica, integrado por seres humanos, dotado de una vida cuyo origen brota de la razón humana. El estado natural encuentra su origen en el miedo y en la necesidad de dominarlo; la idea

central del estado artificial se fundamenta en la esperanza y en la confiada seguridad de la paz (temor/esperanza). Esta teoría la plantea en su obra El Leviatán de 1651.

b) Locke: plantea una tesis menos pesimista del hombre dentro del estado de naturaleza, sosteniendo que las personas son esencialmente libres y se rigen por una ley natural que ayuda a regular su conducta. No obstante esto, existen hombres que no cumplen dicha ley natural y tratan de imponer la ley del más fuerte; pero, el sentido inherente a todos los hombres, lo obliga a pactar una determinada forma de organización política. Locke plantea esta tesis en su obra Dos Tratados del Gobierno de 1690.

c) Rousseau: en su teoría plantea que el hombre dentro del estado de naturaleza vive libremente, pues el hombre es bueno por naturaleza, ya que nace libre e inocente. Sin embargo, las circunstancias histórico-sociales corrompen al hombre, tales como, la propiedad privada. Razón por la cual, en la tesis de Rousseau hay que distinguir: una primera etapa, en la que el hombre es natural, libre e inocente (libertad natural); y, una segunda, donde el hombre –paradójicamente dentro de su propia evolución- se corrompe y aliena a raíz de circunstancias histórico-sociales (de ahí que surja la necesidad de pactar una nueva forma organización que él denomina libertad civil, que busque rememorar la libertad natural perdida). Plantea su teoría en su obra El Contrato Social o Principios de Derecho Político de 1762.

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3.2.2. Organización política emanada del pacto social

A) Hobbes: no obstante sostener una tesis pesimista del hombre, plantea que el alma humana tiene dos principios que la sostienen: la razón y la autoconservación (el individuo se quiere a sí mismo, quiere ser libre, es ambicioso y teme a la muerte). Son, a criterio de Hobbes, tres causas principales de discordia entre los hombres: “Primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para lograr reputación (...)”. Estos dos principios impulsan al hombre a pactar una forma de organización política, que ayude a solucionar sus problemas de convivencia social (la racionalidad le obligan a pactar con su semejantes y a delegar poderes en un poder central que es el poder político). En este pacto el hombre renuncia al derecho de hacerse justicia por si mismo y cede al Leviatán la totalidad de sus derechos. En esta cesión el hombre no se deja ningún derecho, por lo que carece en el estado político de ellos, es decir, no tiene derechos individuales. El Leviatán (Soberano), por ende, es un monarca absoluto del cual dependen los hombres. Luego, la forma de gobierno que propone Hobbes es la Monarquía Absoluta.

b) Locke: como ya algo se ha dicho, no es ya el peligro y la amenaza latente en los conflictos sociales de regresar a un estado de guerra originario y terrible (como Hobbes), sino la convicción racional de que vivimos en un mundo de recursos escasos, en el que es difícil que todos tengan lo imprescindible si no

existe el propósito explícito de asegurar los derechos naturales básicos. En consecuencia, para Locke el paso de un estado de naturaleza a otro social, fue una consecuencia de que en el estado de naturaleza los hombres no tenían asegurados sus derechos individuales, más precisamente los derechos que le son propios, inherentes a los hombres. Locke los llama property (lo que es propio e inherente), estos son life, liberty and estate (propuesta que parte del supuesto de que el individuo es libre para construir y vivir su vida, con ello se ponen las base del liberalismo burgués, que proclama el imperio absoluto de la razón); y en virtud del pacto social los hombres entregan a otro sólo la garantía de tales derechos, esto es, no pactan los hombres para entregar sus derechos sino para asegurar o garantizar los mismos.

El gobernante debe amparar en sus derechos a los gobernados, ya que en caso contrario a éstos les nace el derecho a no obedecerle, y, es más, en un caso extremo les nace el derecho a rebelarse contra ese gobernante. Locke plantea como forma de gobierno la Monarquía Constitucional, ya que el monarca que ejerce el poder está limitado por los derechos inherentes (o naturales) de los gobernados, que él denomina property y que son producto de una justificación racional (ius naturalismo racionalista).

En realidad Locke propone un doble contrato, uno para la obtención de la sociedad política, y otro para la determinación de sus gobernantes. Precisamente existiría un primer momento donde el hombre sólo crea la sociedad política (contrato de sociedad), y luego que se ha puesto de acuerdo en torno a ella le

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interesaría determinar los gobernantes que la dirigirían (contrato de gobierno). Dicho en otras palabras, por el contrato de sociedad se supera el estado de naturaleza con el fin de asegurar el property de las personas, esto es garantizar la ley natural. El segundo contrato se da entre los gobernantes y los gobernados y en este estadio Locke emplea el término específico de trust, queriendo señalar más que la existencia de un contrato una simple relación de confianza, ya que precisamente con ello quiere evitar la sumisión de los gobernados como una contraprestación al deber de los gobernantes de asegurar sus propiedades. Vale decir, la relación política debe ser dada a través de un verdadero trust, esto es entendiendo al poder político como un verdadero fideicomiso, donde el pueblo le entrega la confianza de cumplir los fines para el cual ha sido elegido.

c) Rousseau: como ya se ha adelantado, este autor planteaba que al hombre la sociedad lo corrompe y concibe la sociedad política como una convención inevitable ya que, como expresa textualmente, “llegados a un punto en que los obstáculos que perjudican a su conservación en el estado de naturaleza logran vencer a la fuerza que cada individuo perecería si no cambiase de manera de ser”; luego, sigue Rousseau, “el hombre debe encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada sociedad y por virtud de la cual cada uno uniéndose a todos no obedezca sino a sí mismo quede tan libre como antes”. Tal es el problema fundamental respecto del cual pretende dar solución el “Contrato social”, de ahí que para Rousseau la soberanía sólo radica en el

pueblo, esto hace necesario concebir la soberanía con la característica específica de ser inalienable, haciendo al pueblo el único depositario de dicha soberanía y a los ciudadanos, en particular, titulares de una 2da ava parte de la misma.

Al respecto indica lo siguiente: “digo, pues, que no siendo la soberanía sino el ejercicio de la voluntad general no puede enajenarse jamás y el soberano que no es sino un ser colectivo no puede ser representado mas que por sí mismo”. Todo lo cual se plantea dentro de un problema central que trata de resolver, cual es el conflicto que se establece entre el ideal de la libertad humana (libertad natural) y las condiciones requeridas para su realización (libertad civil). Es decir, como expresa Fernando Vallespín, se recurre a una oposición fundamental: aquella entre naturaleza y sociedad o entre “hombre natural” y “hombre civilizado”, a la que se asocia también otra como la que existe entre “libertad natural” y “libertad civil”. Mediante estas polarizaciones no sólo se trata de subrayar los efectos de la evolución social sobre la condición del hombre, sino insistir también en su “perfectibilidad”, en la posibilidad de que pueda emanciparse de los sufrimientos y la miseria que se ha infringido a sí mismo. Rousseau requiere de un concepto de naturaleza humana “perfectible” que permita imaginar un hombre distinto de los “burgueses de Londres y de París”, aunque la vuelta al hombre natural ya no sea posible ni deseable. La nueva sociedad emancipada debe apoyarse sobre un concepto de libertad civil (religión civil), no de libertad natural, y ser capaz de realizar y sacar a la luz nuestro

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patrimonio racional, pero también las sensibilidades morales y afectos humanos más profundos.

Se relaciona su teoría con la democracia directa como forma de gobierno, ya que es precisamente el pueblo el que se gobierna a sí mismo a través del mandato imperativo, que es un mandato esencialmente revocable. En donde la libertad sólo es posible bajo un igual sometimiento a la ley. Pero aquí radica el problema: supone un “sometimiento total”. ¿Cómo se compagina esto con la premisa de que “no obedezca sino a sí mismo”? La clave estará en el concepto de voluntad general (en donde desaparezcan las diferencias entre los intereses particulares y un supuesto interés general), que es la idea central a partir de la cual el concepto rousseauniano de sociedad libre y justa puede hacerse posible. Se exige, en efecto, al igual que en Hobbes, un sometimiento total de cada uno, pero no será ante un soberano arbitrario, sino bajo la autoridad de la voluntad general, de la misma comunidad instituida en cuerpo político, con ello, también, aspira a recuperar la dimensión pública de la libertad.

Se ha criticado a Rousseau (dentro de su concepción de “democracia radical”), por cuanto la voluntad general el constituir la médula de un panteísmo jurídico, transforma su doctrina en un verdadero absolutismo democrático. En efecto, dentro de este contrato cada individuo no vota para dar su opinión, sino para llegar a conocer, por cálculo de votos, la voluntad general; de este modo, el individuo cuya voluntad particular no coincida con la voluntad general, está, no obstante, obligado a obedecer. De ahí

que se diga, entre otras cosas, que la doctrina de Rousseau no establece a una de las características básicas del régimen democrático, esto es, el respeto a las minorías, ya que la voluntad general lo cubriría todo.

A modo de conclusión y siguiendo a Victoria Camps, se debe añadir que el liberalismo extremo de Locke o de Hobbes no es compartido por los teóricos del contrato que preludian un modelo de Estado más interventor. En realidad, las teorías del contrato social no han conseguido dar razones suficientes para la sumisión –parcial, pero sumisión al fin- del individuo al poder político. O éste aparece como un poder artificial u opresor –es la tesis de Hobbes-, o se busca una identidad entre el individuo y el Estado totalmente utópica –la respuesta rousseauniana-. Un intento de mediar entre ambos extremos lo ofrece el liberalismo anglosajón de Bentham y Mill, que pone la semilla del Estado de bienestar. Una teoría moral, menos ambiciosa que el imperativo categórico de kantiano, el utilitarismo, fundado en lo empírico y no en el a priori, pone las bases para una reforma legislativa y política en beneficio de la llamada “máxima felicidad”. El principio utilitarista establece que la utilidad social es el principio del bien y del mal. Es decir, es justo lo que es socialmente más útil, el fin de un Estado o de una legislación justa es maximizar el bienestar general. Para ello, hace falta un Estado más intervencionista que el liberal clásico, un Estado que proteja a los pobres y a los más desposeídos. En síntesis: De una forma u otra, el tema sigue siendo el mismo. Una vez descubierto que el individuo debe ser soberano, lo difícil es convencerle de que su voluntad y la del

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Estado deben confluir mínimamente. Para lo cual, es importante que el Estado tenga en cuenta los intereses individuales, como que los individuos renuncien a algunos de sus intereses para ajustarlos al interés común. El reconocimiento de esta escisión y desarmonía, unido a la necesidad de reconciliar los derechos liberales con el orden social, es lo que lleva a Hegel a distinguir claramente entre el ámbito de la individualidad y libertad y el ámbito de la universalidad, entre la sociedad civil y la sociedad política. La sociedad burguesa es el reducto de los intereses particulares, donde se forman los diversos grupos humanos, desde la familia a las distintas corporaciones o agrupaciones económicas, sociales o religiosas. Hegel se opone al individualismo liberal y entiende que existe una serie de mediaciones –los grupos que forman la sociedad civil- que tiene la función de acercar a los individuos a la autoridad política del Estado. Sociedad civil y sociedad política no son ámbitos opuestos, sino complementarios: la primera está dominada por la pasión, mientras en la segunda domina la razón. En la sociedad política o Estado ve Hegel la reconciliación de la voluntad individual y la voluntad general, pues el Estado representa “lo racional en sí y para sí”, el triunfo de la razón sobre las diferencias que separan y distancian a los individuos.

Tendrá que llegar Marx –prosigue Victoria Camps- para descubrir la gran mentira que esconde el idealismo hegeliano. La división entre sociedad civil y sociedad política o Estado, la división entre los intereses privados y públicos, es falsa. El Estado no es la reconciliación y el fin de las falsas conciencias. Pues

ningún Estado empírico es, de hecho, la representación de lo universal. Al contrario, en una sociedad donde las relaciones de producción son profundamente desiguales, el Estado no es más que el reflejo de los intereses dominantes. Para Marx el Estado es tan clasista como lo es la sociedad civil burguesa, donde las desigualdades y la explotación impiden la verdadera libertad. Mientras se mantenga la estructura económica capitalista y la división de clases que genera, los aparatos del Estado sólo serviran para mantener y consolidar la desigualdad. Como algo veremos más adelante, Marx va demasiado lejos, ya que contra lo que él creyó, la historia no lleva a la desaparición del Estado, pues el Estado es un artificio necesario, sobre todo para corregir los desmanes de una economía que, por otro lado, es la que mejor ha demostrado respetar las libertades. El modelo liberal anglosajón se ha desarrollado con un socialismo que está ya muy lejos del extremismo anunciado por Marx. Hemos vuelto, desde mediados del siglo XX, a las teorías del contrato, como fundamento filosófico de una filosofía política que acepta el capitalismo y propone como modelo de justicia el Estado interventor. John Rawls es el principal valedor de esta teoría que defiende, al mismo tiempo, el principio de la libertad igual para todos, y el principio de una igualdad de oportunidades directamente dirigida a mejorar la situación de los que viven peor. Son los principios que estructuran el Estado de bienestar. Sin embargo, en la actualidad, en lugar de propugnar la identidad de la sociedad civil y la sociedad política, como quería Hegel, lo que hoy se propugna es la necesidad de mantener la separación entre ambas. El Estado de bienestar ha acabado siendo un Estado insuficiente

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para atender a todas las necesidades, y, además, paternalista: los individuos que viven bajo su poder se vuelven irresponsables por lo que hace a los intereses comunes. Por último, aunque el modelo que parece funcionar mejor, en orden a preservar las libertades, es el liberal –o el socioliberal-, muchas de las críticas de Marx a un Estado que protege sólo a los más poderosos y a las clases dominantes siguen siendo válidas.

John Rawls. Dentro de la posición contractualista (o “neocontractualista” de la justicia distributiva: sitúa de nuevo la teoría general de la deseable sociedad buena), destaca contemporaneamente la doctrina de este autor. En efecto, como bien es sabido, Rawls plantea un enfoque relativo a la teoría de la justicia (en su obra clásica precisamente llamada Teoría de la Justicia), que es un intento de generalizar la teoría del contrato social de Locke y Rousseau, y más específicamente, pretende configurar un contrato social sobre principios de justicia, esto es, principios adecuados que deberían regular la distribución, teniendo siempre presente que para este autor las desigualdades son supuestamente inevitables en la estructura básica de cualquier sociedad, de ahí que la cuestión es definir entonces si tales desigualdades son justas o no. Con ello se busca solucionar un conflicto de intereses, y son, precisamente, los intereses opuestos de las personas egoistas racionales los que la justicia debe reconciliar justamente. Para hacer esto posible, Rawls va a introducir en su posición original lo que denomina “velo de la ignorancia”, que por su intermedio desea que los contratantes permanezcan ignorantes de algunos de los rasgos que les distinguen

de las otras partes contratantes; con ello el “velo de la ignorancia” convierte así en justa la relación entre los contratantes. El velo de la ignorancia dota de igualdad y de identidad a todas las partes contratantes. Impone, al margen de su egoísmo, un tipo de imparcialidad. Las personas racionalmente egoistas, de este modo, pueden estar de acuerdo sobre principios que traten imparcialmente sus intereses en conflicto, y son así justos del todo. En resumidas cuentas, los principios que serían acordados por las personas racionalmente egoistas, sometidas al velo de la ignorancia para regular la distribución entre ellos de los beneficios de la cooperación social, son principios de justicia. La justicia es aquello en lo que las personas libres e iguales estarían de acuerdo.

Señala Rawls en su obra, “a continuación presento la idea principal de la justicia como imparcialidad, una teoría de la justicia que generaliza y lleva a su nivel más alto de abstracción la concepción tradicional del contrato social”. Al respecto, es importante clarificar que el termino imparcialidad con que se tradujo al castellano esta obra no es preciso, ya que el termino inglés empleado por Rawls “fairness” implica mas bien la idea de rectitud, de ecuanimidad, lo que no es lo mismo que imparcialidad.

Como ya algo se ha dicho anteriormente, la teoría de la justicia, se basa en una idea simple y nuclear: las normas de un grupo humano son justas y equitativas en la medida en que las personas, miembros de ese grupo, acceden a obedecerlas, siempre que no sepan cuáles serán las características y recursos a su disposición. En otras palabras, si el “velo de la

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ignorancia” sobre nuestra propia condición cubriera nuestra vista antes de asociarnos con los demás, no impondríamos leyes o favorecer normas que ofrecieran ventajas especiales para nuestros intereses particulares. En el momento de confeccionar las leyes, las gentes jugarían sin ventaja. Si todos somos iguales en una posición de partida (u original) moral y jurídica lo más problable es que establezcamos criterios de justicia distributiva y de igualdad que sean buenos y limpios (fair) para todos.

En una obvia puesta al día de las viejas teoría del contrato social (eso sí, no hace uso, como la vieja versión del contrato social, de ningún “Estado de naturaleza”), Rawls hace depender la justicia y el orden político justo de una decisión democrática colectiva previa a la entrada en liza de nuestras pasiones, estrategis e inclinaciones en la vida real. Se trata, como encasi todas las teorías del contrato, de una ficción, pero es una ficción poderosa, pues intriduce un criterio eficaz en la determinación de las leyes justas. No se trata solamente de una argumentación filosófica sin asidero en situaciones vividas. Las leyes justas no tienen por qué medirnos a todos por el mismo rasero. Una comunidad de gentes libres puede decidir qué desigualdades son admisibles (por ejemplo las atribuibles a mérito o a gustos estéticos que a nadie dañan u ofenden) y cuáles no. Para ello es crucial que las personas hagan abstracción de sus propias posiciones ventajosas y que adopten, metodológicamente, el velo de la ignorancia. Ésa es la garantía de la imparcialidad.

Este autor cree que gracias al “fairness” las personas deben cumplir el rol que les asignan las reglas de las instituciones, a fin de que sean justas o ecuánimes, es decir, que satisfagan los dos principios de justicia y que, además, hayan aceptado voluntariamente los beneficios que esas instituciones proporcionan y las oportunidades que ellas ofrecen para lograr sus intereses propios. Para Rawls los dos principios de justicia son:

1. Libertades básicas: Esto supone, por una parte, que las necesidades materiales básicas de todos deben estar cubiertas, y, por la otra, que cualquier persona tiene el mismo derecho a un régimen completamente adecuado de libertades básicas, que sea compatible con un mismo esquema de libertades para todos (por ejemplo, derechos civiles y políticos básicos).

2. Bienes primarios “sociales y económicos” : Las desigualdades sociales y económicas han de ser ordenadas de modo que, por una parte, estén dirigidas hacia el mayor beneficio del menos aventajado (principio de diferencia), y, por otra parte, que se vinculen a cargos y posiciones abiertos a todos bajo las condiciones de una equitativa igualdad de oportunidades.

Rawls piensa que en todas las sociedades está presente lo que él denomina “la estructura básica” (esto es, las normas de las instituciones fundamentales de la sociedad). Esta estructura se identifica con la Constitución Política del Estado y con los principales acuerdos y planes sociales y económicos. Por ejemplo,

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para Rawls en un Estado democrático liberal y representativo se deben necesariamente resguardar ciertas libertades fundamentales como parte de esta estructura básica (la libertad de pensamiento, conciencia, etc.). Por esta razón, la justicia como “fairness” es una concepción política de la justicia y no una concepción puramente filosófica, y más específicamente una forma de liberalismo político. De ahí los intentos de Rawls por el estudio del liberalismo político y poder de esa forma avanzar en su teoría de la justicia hacia una dimensión más política y, a su vez, poder diferenciarse de otras doctrinas liberales.

Por último, hay en Rawls una síntesis entre los principios liberales, por una parte, y los igualitarios y redistributivos, por otra. En efecto, este autor pone en el centro de su pensamiento la inviolabilidad de los derechos humanos y civiles, el derecho del ciudadano a pensar y definir lo que es justicia y a intervenir democráticamente para que se haga realidad. En ese sentido Rawls concede prioridad y soberanía a lo justo, lo conforme a Derecho, por encima de lo que alguien puede describir como meramente bueno. (Bueno ¿para quién? ¿para quién lo define según su propia conveniencia?) “La justicia es la primera virtud de toda institución social” sentencia Rawls. Todo bien injusto no puede justificarse racionalmente porque no reúne las condiciones que impone la posición de partida, el “velo de la ignorancia” inicial.

Karl Marx. La teoría marxista se estudia dentro de la tesis de los contractualistas, por cuanto concibe esta doctrina, al igual que los pactistas, un estado de

naturaleza o un estado prepolítico. Los autores marxistas más destacados, Marx, y Engels, hablaron sobre un hombre que vivía en un estado de comunismo primitivo sin propiedad, sin Estado, sin familia; solamente para estos autores el Estado o sociedad política surge cuando la sociedad se divide en clases sociales. Por ello, el Estado sería un producto de las sociedades más avanzadas y cuya finalidad es ser un instrumento de dominación de una clase hacia otra, es decir, un instrumento de dominación de la burguesía hacia el proletariado. Marx en su obra “El Manifiesto Comunista”, de 1848, define el Estado como aquel que administra los intereses de la burguesía. Para el marxismo la única manera de eliminar el Estado sería eliminando su fuente de origen, esto es, las clases sociales. La eliminación de las clases sociales se lograría mediante una revolución, donde el proletariado se tomaría el poder y establecería lo que el llamó como la dictadura del proletariado, la cual utilizaría el mismo Estado burgués para suprimir las clases sociales que le dieron origen. En consecuencia, y una vez eliminadas las clases sociales, como decía Lenin en su obra “El Estado y la Revolución”, el Estado se extinguiría. Sin embargo, todos sabemos que en la práctica la experiencia de los socialismos reales durante el pasado siglo XX fue todo lo contrario, ya que el estado no precisamente se extinguió, sino que se fortaleció y en última instancia se burocratizó creando una verdadera nomenclatura focilizada, por ello se puede concluir que la teoría marxista de la extinción del Estado fracasó.

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CAPITULO 3º: Teoría de la política (2): Noción y base social de la política

1. Origen etimológico y la base social de las élites y las masas

El término política proviene del griego polis, es decir, en este sentido la política era toda actividad concerniente a la polis (ciudad-estado griega). Más contemporáneamente, la política sigue siendo una actividad humana pero, eso sí, encuadrada dentro de una forma societaria más compleja, heterogénea y plural que la antigua sociedad griega.

Como lo analizáramos anteriormente, la cuestión societaria actual nos llevó a abordar la problemática de la estratificación social. Como también vimos, existen distintas aproximaciones al estudio de este asunto. Los análisis van desde una indagación clasista sobre el tema (Marx), hasta un tratamiento más complejo que considera variables como la pluralidad de criterios para explicar la desigualdad social (Weber). Sin embargo nuestro estudio se centrará en otras corrientes de la investigación sociológica, tales como las teorías elitistas y, en estrecha relación con ellas, las elaboraciones doctrinales sobre las masas.

El vocablo élite proviene de la obra que, con el título Los Sistemas Socialistas, publicó a principios del siglo XX Wilfredo Pareto. Sin embargo, ya anteriormente (en 1896), Gaetano Mosca se había ocupado del fenómeno elitista. Este autor, en su obra Elementos de Ciencia Política, escribió lo siguiente:

“Entre los hechos y tendencias constantes que se encuentran en todos los organismos políticos, uno de ellos es tan manifiesto que resulta evidente: en todas las sociedades, desde las mediocremente desarrolladas, que apenas se hallan en el umbral de la civilización, hasta las más cultas y poderosas, existen dos clases de personas: las que gobiernan y las que son gobernadas, La primera de ellas, que es siempre la menos numerosa, desempeña todas las funciones políticas, monopoliza el poder y disfruta de las ventajas que de ello se derivan; mientras que la segunda, más numerosa, es dirigida y regulada por la primera, de forma más o menos legal, de modo más o menos arbitrario y violento. Esta segunda clase de personas –señala Mosca- proporciona, cuando menos en apariencia, los medios materiales de subsistencia y los instrumentos esenciales para la conservación de la vitalidad del organismo político”.

La antítesis de la élite es la masa; sustantivo que, en general, se utiliza para referirse a lo que no constituye o no forma parte de la élite.

En contraposición a la teoría de las élites, que ha ido enriqueciéndose con aportaciones sucesivas –por ejemplo, de James Burnham-, la masa o masas han recibido escasa o ninguna atención de parte de los politólogos. La razón última de ese olvido reside quizá en la naturaleza pasivo-receptiva de la masa, en su carácter de objeto para los políticos.

Ahora bien, siguiente con la teoría de Gaetano Mosca, que diferencia entre dos clases políticas: los

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gobernantes y los gobernados, éste plantea que el dominio de la clase gobernante no se apoya exclusivamente en el necesario uso de la fuerza, sino que los gobernantes elaboran una fórmula política que, sobre bases morales y legales, legitima su poder y actúa como generadora del consenso social. Solamente cuando la fórmula política se cuestiona, fenómeno que coincide con la debilidad de los gobernantes para imponer los principios sobre los que se asienta su dominio, se abre un período que puede culminar con el acceso al poder de una nueva minoría. La democracia, para Mosca, es simplemente la vía que permite el ingreso pacífico de individuos que proceden de la masa desorganizada en la minoría organizada cuando se duda de la legitimidad de la clase política existente.

Al igual que Mosca, Robert Michels se inscribe entre los elitistas clásicos que conceden especial importancia al fenómeno organizativo. Michels trata de averiguar las tendencias que subyacen al fenómeno organizativo y, en especial, la viabilidad de que estas tendencias coexistan con la realización de la democracia. Para ello centra su estudio en el análisis de las organizaciones obreras, y más concretamente en el partido socialdemócrata alemán, y sus conclusiones pueden resumirse en su fórmula de la “ley de hierro de las oligarquías”, Según esta ley, toda organización tiende inexorablemente hacia la oligarquía, es decir, hacia la dominación de una minoría organizada sobre una mayoría desorganizada.

Para evitar las contradicciones que podrían observarse entre democracia y dirección, ha surgido –según

Michels- la teoría de la representación. Este autor explica cómo la representación en última instancia supone la negación de la democracia. La afirmación la justifica mediante la que denomina “metamorfosis del dirigente”: el que resulta elegido lo es para la realización de unos objetivos que comparte con los electores. Sin embargo, una vez creada la organización, los intereses de las masas y de los dirigentes difieren. Los dirigentes olvidan sus pretensiones iniciales y pasan a tener como único objetivo la conservación de su poder. Por ello Michels llega a la conclusión de que la democracia no es posible; sin embargo, una “democracia” que necesariamente incluya tendencias oligárquicas debe ser aceptada como el mal menor al que podemos aspirar.

Esta concepción instrumental de la democracia, sustentada en la teoría de las élites, encuentró un claro eco en la institucionalidad generada por la Constitución de 1980. En efecto, Jaime Guzmán, su principal ideólogo, expresaba en el año 1979: “La democracia es una forma de gobierno, y como tal sólo un medio –y ni siquiera el único o el más adecuado en toda circunstancia- para favorecer la libertad, que en cambio integra la forma de vida hacia la cual todo sistema político humanista debe tender como fin u objetivo. Dicha forma de vida –señala Guzmán- incluye además la seguridad y el progreso, tanto espiritual como material, y dentro de esto, tanto económico como social”. Tesis que ya muchos años antes sustentaba Joseph Schumpeter en su obra Capitalismo, socialismo y democracia, que decía que la democracia es, principalmente, un “método político” y no puede

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constituir un fin en sí misma, vale decir, se trata de una democracia –formalmente- procedimental o instrumental, que excluye cualquier elemento finalista o de contenido, por ello método y fin son compartimentos estancos. Dicho en otros términos, dentro de esta noción elitista de la democracia, ésta se traduce en un conjunto de reglas a través de las cuales se crean ciertas formas de convivencia que excluye cualquier elemento normativo de la misma, vale decir, se trata de una democracia procedimental formal, en ningún caso sustancial (como se plantea en el sistema poliárquico de Dahl), donde se considera que el principal acuerdo de los ciudadanos está en torno a ciertas reglas del juego y no una comunidad de valores democráticos, ya que para este autor cada ciudadano tiene valores distintos que persigue individualmente

Frente al panorama que se vivió en nuestro país al comienzo de la transición a la democracia luego del plebiscito de 1988, citando a Carlos Ruiz, comienza la búsqueda de las condiciones necesarias para una “democracia estable”, resurgiendo una fuerte valorización de las élites políticas y un estilo de hacer política centrado en ellas. Las cuales adhieren a la premisa de que la idea básica para una democracia estable son los consensos (en cuya crisis precisamente se hace radicar la imposibilidad de evitar la quiebra institucional de 1973), razón por la cual, con el inicio de la transición, en 1990, se inaugura el modelo de democracia consociativa o consensual, opuesto a los modelos democráticos mayoritarios. La democracia actual, todavía, posee una estabilidad basada en dicho modelo consociativo, el cual (Lijphart) se da sobre todo en sociedades divididas por profundos conflictos

políticos (cuestión que no necesariamente sería acorde con la situación actual de Chile). Por ello, más que un modelo participativo, se trata de un modelo estabilizador, con una fuerte preponderancia y actuación de sus élites políticas, las cuales forman coaliciones que incluyen a los principales grupos políticos existentes en la sociedad (Van Klaveren), y basan su acción en un “comportamiento consciente y racional de dichas élites”, esto es, una especie de mesianismo iluminador de las mismas, basados en “acuerdos contra mayoritarios”. Ya que sustraen de la deliberación democrática asuntos que deben ser resueltos por la regla mayoritaria.

Situados en la actualidad, habría que preguntarse si es compatible con la sociedad chilena de hoy la democracia consociativa. Creemos sobre el particular que, hoy día, es absolutamente necesaria la profundización o corrección de nuestro proceso democratizador, que debiera suponer un tránsito a una fase superior del actual esquema consociativo (cuyas características más negativas, entre otros asuntos, es que propicia el veto de la minoría y la desconfianza en la capacidad de autogobierno del pueblo), a fin de ampliar la base social del consenso a los diversos actores ciudadanos que hoy claramente se ven excluidos de él y pugnan por un espacio participativo, ya que, en estricto sentido, la sociedad civil fue absorbida por dicha forma consociativa.

El panorama anteriormente descrito, sin embargo, ha sufrido modificaciones, especialmente a la luz de los últimos resultados electorales de 2013 (tanto en las elecciones presidenciales como parlamentarias). En

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donde, por primera vez desde el año 1990, una coalición política (“Nueva Mayoría”) ha logrado la mayoría necesaria en ambas Cámaras del Parlamento, a fin de poder aprobar por sí misma (sin necesidad de los votos de la oposición), tanto leyes ordinarias (mayoría simple), como leyes orgánicas (4/7) y leyes de quórum calificado (mayoría absoluta). Configurándose con ello una nueva perspectiva de preeminencia de un principio procedimental básico de la democracia, cual es, la vigencia de la “regla mayoritaria” en la instancia deliberativa del Congreso Nacional. Así se ha visto, por ejemplo, en la aprobación de la reforma tributaria, la reforma educacional y la reforma del sistema electoral binominal.

2. Definición y faces de la política

Existen múltiples definiciones de política pero solamente rescataremos la definición de Maurice Duverger el cual define la política como “la actividad de quienes procuran alcanzar el poder, de mantenerlo y ejercitarlo con vista a un fin determinado". La importancia de esta definición se traduce en que describe las dos caras o faces de la política, esto es, la lucha por el poder que se denomina faz agonal, y una vez alcanzado el poder, se ejercita con miras a un fin determinado en lo que se denomina faz arquitectónica. Tanto la faz agonal como la faz arquitectónica, dentro de un régimen democrático, tienen que expresarse de un modo simultáneo y equilibrado, cuando se manifiesta de este modo se denomina por la doctrina política plenaria.

Ahora bien, la realidad política contiene una actividad y una relación, esto es, se ponen de manifiesto dos faces conceptuales diferentes: la faz estructural y la faz dinámica; esta última se subdivide en las ya mencionadas faz agonal y faz arquitectónica.

La faz estructural se plantea dentro de la siguiente idea: la actividad política no se desarrolla en el vacío sino que se desarrolla dentro de una relación interhumana gobernada por una estructura determinada, esta estructura se presenta como una serie jerárquica de competencias, y se encuentra determinada por instituciones políticas. Estas instituciones están constituídas por órganos y normas dentro de las cuales se encuentran jerarquizados los integrantes del sistema, los organos y normas que implican cargos y roles que se dan dentro de esa estructura; en sintesis, podemos decir que estas instituciones políticas regulan y estructuran el poder y como tales determinan la jerarquización y los roles dentro del sistema. A su vez, existe la faz dinámica cuya actividad alimenta y dinamiza la faz estructural, es decir, es aquella que le da sentido a la faz estructural y determina las funciones de ésta. La faz dinámica se divide en faz agonal y arquitectónica.

Faz agonal. Esta faz consiste en la lucha por el poder (agon: lucha, guerra) entre los adversarios políticos para lograr su conquista. La faz agonal, como tal, no puede llegar a un estado de exacerbación, por cuanto si ello fuese así en la sociedad política existiría un permanente caos, debido a las constantes luchas electorales. Al hablar de faz agonal, necesariamente,

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hay que distinguir entre generación democrática y no democrática de los gobernantes.

Generación democrática de los gobernantes: esta se encuentra regulada dentro de un sistema democrático en la Constitución política del Estado y en las leyes electorales, normas que determinan la forma de elegir los cargos de elección popular. Así, por ejemplo, en nuestro país la Constitución en su artículo 18 señala en su inciso 1º lo siguiente: “Habrá un sistema electoral público. Una ley orgánica constitucional determinará su organización y funcionamiento, regulará la forma en que se realizarán los procesos electorales y plebiscitarios, en todo lo no previsto por esta Constitución(…)”. En cumplimiento de este mandato constitucional se dictó en el año 1987 la ley orgánica nº 18.700 sobre votaciones populares y escrutinios. De acuerdo a la Constitución y la ley orgánica en comento, para elegir el cargo de Presidente de la República se aplicará un sistema de mayoría, con la posibilidad de una segunda vuelta electoral; y en el caso de la elección de Diputados y Senadores se aplicará el sistema binominal-mayoritario (art. 109 bis). El debate sobre la reforma del sistema electoral chileno, se planteó, sobre todo, respecto al artículo 109 bis de la ley orgánica 18.700.

Generación no democrática de los gobernantes: en esta circunstancia se accede al poder por vías no contempladas en la Constitución, es decir, vías de hecho o de facto. En este caso las manifestaciones mas típicas son la Revolución y el Golpe de Estado, en ambos casos este acceso al poder por vías no democráticas produce una quiebra institucional (o

constitucional), es decir, la institucionalidad en vigor pierde su eficacia y, por ende, debe necesariamente reestablecerse la institucionalidad quebrantada, ya sea restaurando la institucionalidad que se quebrantó o, derechamente, creando una nueva institucionalidad (como aconteció en Chile después del golpe militar de 1973).

Faz arquitectonica: esta faz se traduce en el ejercicio del poder una vez que este se ha conquistado, y los detentadores del poder (generalmente partidos políticos) lo ejercitan a fin de cumplir su programa o proyecto político. Esto se lleva a cabo en un sistema democrático con plena sujeción a las normas de un Estado democrático y constitucional de Derecho.

Ya algo se ha adelantado de esto, tanto la faz agonal como la arquitectónica, se dan de un modo simultáneo (son dos caras de la misma monera) y como tal deben estar equilibradas. Ninguna de las dos fases dinámicas deben estar exacerbadas, en el caso de la faz agonal traería como consecuencia un caos y en el caso de la faz arquitectónica traería como efecto una petrificación en el ejercicio del poder. De ahí que George Burdeau plantee como ideal de estas dos faces, el estado de política plenaria, que es la política tanto de los gobernantes como de los gobernados manifestadas simultáneamente.

3. El poder político

3.1. Introducción y el término poder político

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El estudio del poder político se realiza dentro de este capítulo por cuanto la realidad política y específicamente la actividad política llevan implícitas el fenómeno del poder. Así, por ejemplo, el autor Italiano Norberto Bobbio señala que “el alfa y omega de la teoría política es el problema del poder, como se conquista, como se conserva y como se pierde, como se ejercita, como se defiende y como nos defendemos de él” (El tiempo de los Derechos de 1991).

Como ya algo sabemos, este poder se ejerce dentro de la sociedad como una relación de mando y obediencia, y se traduce en un control de los detentadores del poder hacia los destinatarios del mismo; que no es otra cosa que el poder de dirección u orientación de los mismos. Cuando se habla poder político se hace referencia a un poder como verbo, es decir, expresa una acción o un movimiento; pero, a su vez, el poder se manifiesta como un sustantivo que se deriva del verbo y se traduce en la capacidad de, en la facultad de, o la posibilidad de realizar un fin determinado. En este contexto, cuando analizamos el término poder político, se está haciendo referencia al poder como sustantivo.

Del mismo modo, el poder no es un término unívoco sino que es un término multívoco, de ahí que se plantee una clasificación del poder.

En general el poder se puede clasificar de diferentes maneras. Por ejemplo: poder económico, poder religioso, etc.; pero en el contexto de nuestra temática en estudio interesa la clasificación entre poder social y poder político.

El poder social, en general, es aquel detentado por algún grupo social o por la sociedad entera (por ejemplo: el poder detentado por un grupo social, como la Iglesia Católica, o el poder que se encuentra diseminado en toda sociedad y comprende a todos los habitantes de la sociedad). A su vez, el poder político se encuentra en estrecha vinculación con la sociedad política; la cual, como sabemos, está conformada por un conjunto de ciudadanos que posee el derecho a gobernarse por sí mismos y se traduce en dos aspectos relevantes: el derecho a darse su propio estatuto jurídico (Constitución) y el derecho a generarse sus propios gobernantes (es decir la sociedad política por voluntad de sus miembros se colocan bajo una autoridad en común, que es una de las características estructurales de ella).

& Lectura complementaria: Byung-Chul Han, “En el enjambre”, pp. 13-39.

3.2. Poder y autoridad

El poder, en si mismo, es un hecho, esto es, el hecho de mandar y ser obedecido, es lo que se denomina imperio o fuerza (nudo poder). A su vez, la autoridad es un derecho, es el derecho a mandar y ser obedecido, a hablar y ser escuchado; por lo tanto la autoridad pasa a una etapa superior del poder, en virtud de la legitimidad que le otorgan los miembros de la sociedad política. De ahí que la autoridad = poder + legitimidad

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Explicado todo esto resulta necesario preguntarse: ¿qué es la legitimación del poder? La legitimación es el acto con que la sociedad política le concede a los gobernantes el derecho a mandar y ser obedecido y el derecho a hablar y ser escuchado. Por lo tanto, el poder está legitimado cuando la sociedad política reconoce este derecho a los detentadores del mismo.

La legitimación puede ser de diferentes formas: expresa o tácita; política o jurídica. Lo importante es resaltar que estas distintas formas de legitimación no se dan de una manera pura, sino que pueden estar combinadas; solamente se plantea para efectos didácticos y de comprensión.

La legitimación expresa u ordinaria se traduce en que el pueblo manifiesta su voluntad de legitimar un hecho o un acto. La legitimación tácita o extraordinaria consiste en hechos posteriores que realiza el pueblo (por ejemplo, un gobernante autoritario que es legitimado por el pueblo al participar en un acto electoral convocado por el mismo). La legitimación política se realiza mediante la voluntad popular a través de un acto del pueblo (por ejemplo, en el año 1789 el pueblo francés concurrió a legitimar su proceso revolucionario). Por último, la legitimación jurídica es aquella que se da por mandato de la ley, en cuanto el pueblo participa electoralmente a través de los mecanismos que establece la propia Constitución (por ejemplo, en el plebiscito de 1988 -del si o el no- el pueblo chileno en cierto modo “legitimó” jurídica y tácitamente la eficacia de la Carta de 1980; circunstancia que ratificó un año después en el

plebiscito del año 1989, con la aprobación de las 54 reformas constitucionales de esa época).

Dentro de la clasificación de legitimidad, también existe aquella que hace referencia a la legitimidad de origen y de ejercicio. Para explicar esta clasificación se debe poner de relieve que uno de los aspectos esenciales de la legitimidad es su carácter valorativo y, por ende, subjetivo. Esto quiere decir que puede variar de acuerdo a las circunstancias que se den en cada momento; la subjetividad de la legitimación se deriva de las circunstancias que dependen de la voluntad de los miembros de la sociedad política, los cuales expresan su opinión respecto de los dichos o conductas de los gobernantes y las valoran como justas, buenas o adecuadas, o todo lo contrario.

De esta característica de la legitimidad se deriva la clasificación que se está analizando, esto es, la legitimidad de origen y ejercicio. En efecto, un gobernante puede ser legítimo en cuanto a su origen, pero puede caer en la ilegitimidad durante su ejercicio; al contrario, un gobernante puede ser ilegitimo en su origen y transformarse en legitimo durante su ejercicio. Por ejemplo, el gobierno del presidente Salvador Allende fue un gobierno legítimo en su origen ya que fue producto de la voluntad popular de los chilenos, cuya primera mayoría relativa obtenida en la elección presidencial fue ratificada por una amplia mayoría en el Congreso pleno. Sin embargo, durante el ejercicio del poder el gobierno de Allende fue cuestionado, afectando su legitimidad de ejercicio. Existieron dos pronunciamientos de los poderes públicos en este sentido: el realizado por la Corte

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Suprema y por la Cámara de Diputados. Esta eventual falta de legitimidad de ejercicio fue tomada por los militares y esgrimida como una de las causas principales del golpe militar de 1973 (así se constata en el bando número 5 de la Junta militar de Gobierno de ese año). También existe la situación contraria, en donde el gobierno militar chileno, en su proceso de institucionalización, legitima jurídicamente la eficacia en el ejercicio de su poder con el establecimiento de las Actas Constitucionales, y luego con la entrada en vigor de la actual Carta Fundamental, el 11 de marzo de 1981.

Hay que hacer presente, por último, que no debe confundirse la legitimidad con la legalidad. Por ejemplo, un régimen autoritario puede ser perfectamente legal o constitucional, pero ello no lo transforma inexorablemente en un gobierno legítimo (como acontecía con Gadafi en Libia). La legitimidad denota un consentimiento que, en última instancia, le da “valor” al ejercicio del poder, es la manifestación de la democracia en la estructura orgánico-constitucional del poder, que se va revitalizando con su propio ejercicio. Al contrario, la legalidad es meramente formal y objetiva, pues sólo representa el sometimiento del poder a la juridicidad, desprovisto de cualquier elemento legitimador. No obstante, eso sí, que puedan coincidir legitimidad y legalidad (juridicidad).

3.3. Análisis del poder político en sus diversos elementos y manifestaciones

Al hablar de poder se está haciendo referencia a una dualidad, esto es, quien lo detenta respecto a quien se ejerce y, a su vez, obedece dicho poder. Desde la óptica del Derecho constitucional lo importante es analizar el poder desde una perspectiva democrática, es decir, el poder legitimado por el pueblo, el poder que le otorga un derecho al gobernante a ejercerlo. Existen tres particularidades sobre el poder que es necesario destacar:-a) se refiere a los conceptos de detentadores y destinatarios del poder, que son conceptos más amplios que el de gobernante y gobernado;-b) en el día de hoy, particularmente dentro de un régimen democrático, se vislumbra la clara relación entre gobierno y oposición, cuya misión más importante dentro de este régimen es la de controlar el poder gubernamental, es decir, una de las funciones básicas de la oposición es la de controlar las acciones básicas del gobierno; y-c) no es lo mismo hablar de disidencia que de oposición, la disidencia es propia de un régimen autocrático, ya que el detentador del poder no reconoce la existencia de ella y ésta existe independientemente de su voluntad (por ejemplo, China y Cuba); al contrario, en un régimen democrático existe una oposición, la cual es reconocida por el gobierno y en ciertos casos, como acontece en el Reino Unido, se encuentra institucionalizada o de Derecho (“La Oposición de Su Majestad” o también llamada “Gabinete en las Sombras” o “Shadow Gabinet”), liderada por el jefe del partido opositor (que en la actualidad en Inglaterra es Edward Miliband, Jefe del Partido Laborista) y se la ve

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como una verdadera alternativa de gobierno (cuyo actual Primer Ministro es David Cameron, Jefe del Partido Conservador o Tory).

Vinculada con el tema de la oposición se encuentra una de las más importantes manifestaciones de la democracia, cual es, la alternancia en el poder. Cuestión que se traduce en que un gobierno democrático no puede perdurar siempre en la faz arquitectónica, ya que la dialéctica del proceso político en un sistema democrático es suma no cero, esto significa que las decisiones del gobierno se realizan a través de un consenso, donde el gobierno no gana totalmente ni la oposición pierde en su totalidad, es decir las decisiones no son absolutas, dejando siempre la posibilidad a la oposición de mostrarse como una alternativa en el poder.

Además, en el contexto del régimen democrático la oposición se puede clasificar en: oposición constructiva y destructiva. La oposición constructiva es aquella que se realiza con el objeto de mejorar y perfeccionar el sistema político, controlando a los detentadores del poder y presentándose como una verdadera alternativa de gobierno (ej: una forma de oposición constructiva se vio en el gobierno de Patricio Aylwin donde la oposición y el gobierno llevaron a cabo una amplia política de acuerdos o consensos; cuestión que quiso revitalizar –sin éxito- en el inicio de su mandato el ex presidente Sebastián Piñera). La oposición destructiva, en cambio, es aquella que tiene por objeto obstaculizar y entorpecer el funcionamiento del sistema político, busca erosionar y deteriorar la imagen y función del Gobierno, y a partir de ello

pretende mostrarse como una alternativa en el poder. En Chile, durante el período de Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende se aplicó esta política de oposición destructiva, empleándose célebres frases como “no te vamos a dejar pasar ni una” o “te negaremos la sal y el agua”, entre otras. Dentro de la oposición destructiva están los llamados partidos antisistemicos, es decir, aquellos partidos que pretenden alterar o destruir el sistema político imperante (por ejemplo, partidos neo-nazi o los anarquistas en Europa).

3.4. Limitaciones al poder estatal

La sociedad, como ya sabemos, se transforma en una sociedad política, cuando posee una dimensión política, esto es, cuando se encuentra bajo una autoridad en común. Esta dimensión política, a su vez, se vincula con la dirección y orientación que lleva a cabo la autoridad respecto a los destinatarios del poder. La forma de organización más perfecta que posee la sociedad política se encuentra dentro de la sociedad estatal. Dentro del Estado es notorio que la manifestación del poder político alcanza su función más perfecta y organización más compleja.

Ahora bien, dentro de las características del poder estatal se menciona que es soberano, es decir, se trata de un poder que no admite la coexistencia de ningún otro poder igual o superior, ya sea en el ámbito interno o externo; es lo que se denomina como soberanía estatal. Dentro de las características de la soberanía, se destacan su carácter absoluto e ilimitado; sin

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embargo, en la actualidad estas características no se presentan con la claridad necesaria, particularmente en su relación con el orden Internacional.

Dicho en otras palabras, el Derecho Internacional, particularmente el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, constituye una importante limitación al ejercicio de la soberanía estatal. Los Estados ya no son autárquicos y autónomos en el contexto de la sociedad Internacional contemporánea, sino que se vinculan en diferentes formas de cooperación e interrelación. Especialmente, a partir del año 1945 en el mundo comienza a tener vigencia el fenómeno que se denomina “Internalización de los Derechos Humanos”, por esta razón en la actualidad ningún país es absolutamente soberano en el ámbito de los Derechos Humanos. Por ejemplo, nuestro país el 5 de enero de 1991, publicó en el Diario Oficial el Decreto nº 873, que ordenó cumplir en todas sus partes La Convención Americana de Derechos Humanos, también conocida como “Pacto de San José de Costa Rica”, que fue aprobado en la Conferencia de Estados celebrada en San José el 22 de Noviembre de 1969. Antes de la entrada en vigor de dicha convención internacional, en Chile se realizó una importante reforma constitucional en el año 1989, reforma que, entre otros asuntos, modificó el art. 5º, inciso 2º, de la Constitución. Este artículo, antes de la reforma, reconocía como limitación al ejercicio de la soberanía los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana; a partir de la reforma, se le agrega: “Es deber de los órganos del Estado respetar y promover tales derechos, garantizados por esta Constitución, así como por los tratados internacionales

ratificados por Chile y que se encuentren vigentes”. Según la doctrina mayoritaria de los constitucionalistas, los tratados internacionales que contengan Derechos Humanos son parte del contenido material de la Constitución, y, como tales, directamente aplicables a los poderes públicos y a los particulares.

Además de la Convención Americana, entre otros, son tratados de Derechos Humanos ratificados por Chile y que se encuentran vigentes: - La Declaración Universal de Derechos Humanos de

1948.- La Declaración Americana de Derechos Humanos

1948.- El Pacto Internacional de Derechos económicos,

sociales y culturales de 1966 (en vigor en Chile desde 1989).

- El Pacto Internacional de Derechos civiles y políticos de 1966 (en vigor en Chile desde 1989).

- La Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes de 1988.

- La Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación de la mujer de 1989.

- La Convención sobre el derecho de los niños de 1990.

- Tratado de Roma (1998), por el cual el Estado de Chile reconoce (recién en el 2009) la jurisdicción de la Corte Penal Internacional (Disposición Vigésimo Cuarta Transitoria de la Constitución chilena).

4. Dialéctica del proceso político

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Cuando hablamos de las faces de la política digimos que tenía dos caras: faz agonal y faz arquitectónica. Las cuales de un modo simultáneo, y dentro de un proceso dinámico, describen la dialéctica del proceso político (entendiéndose por proceso político, la actividad política ordenada, concatenada hacia un fin determinado); la cual para ser comprendida se debe analizar dentro del contexto de un régimen democrático y de un régimen no democrático.

1. Cómo se enfrenta y resuelve un conflicto en un sistema democrático

Cabe señalar sobre este tema, que el cambio es consustancial a la propia existencia de la sociedad; es lo que se denomina en sociología como dinámica social o cambio social. Característica que, a su vez, pone en evidencia una sociedad en permanente conflicto (es decir, el sistema democrático es esencialmente conflictual, de donde precisamente emana su dinamismo y complejidad), el cual pretende generar el consenso necesario para lograr su solución. Por ello, conflicto y consenso son también dos constantes de la vida social democrática.

Dentro de un sistema democrático la base conflictual del proceso político se desarrolla principalmente entre el gobierno, o sea, aquel que pretende mantenerse en el poder, y la oposición, o sea, aquella que busca alcanzar o conquistar el poder; es lo que se denomina en un sistema democrático como la alternancia en el poder. Para enfrentar y resolver un conflicto en este sistema, se debe desarrollar en base al consenso (los

Ingleses lo llaman bargain), que se traduce en un intercambio de opiniones y en negociar diferentes puntos de vista. Por ello el resultado de este consenso es Suma No Cero, es decir, se está hablando de compartir los resultados, en donde el gobierno no es totalmente ganador, ni la oposición es totalmente perdedora, ambos ganan en ese resultado. Para llegar al consenso, que es un proceso esencialmente evolutivo, hay que recorrer varias etapas:

-a) se debe enfrentar el conflicto;-b) se deben respetar las reglas del juego democrático (es lo que Rawls señala como fairness), un juego limpio e imparcial que deben llevar a cabo los actores del sistema;-c) se deben negociar los diferentes puntos de vista, que representan tanto el gobierno como la oposición, con la finalidad de superar el conflicto existente; y-d) la integración, es la etapa donde las partes llegan a la solución del conflicto, es decir, llegan a un ajuste de sus puntos de vista.

La solución a que lleguen en el proceso de negociación, conlleva un proceso continuado, ya que las soluciones son eminentemente transitorias, pues perfectamente dicha solución nuevamente puede transformarse en un conflicto, es decir, es un proceso continuado que se está dando constantemente.

Contexto en el cual, es posible explicar el llamado “análisis sistémico” de David Easton. Que describe el comportamiento del sistema político, a través de un proceso de entradas o demandas (input) al sistema, las que luego se resuelven en base a salidas o soluciones

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(output). Éstas últimas perfectamente, en un proceso de retroalimentación (feedback), pueden transformarse en nuevas demandas, toda vez que, como ya se ha dicho, el sistema democrático es esencialmente dinámico y conflictual.

2. Cómo se enfrenta y resuelve un conflicto en un sistema no democrático

En el sistema no democrático, al no existir la relación dialéctica entre gobierno y oposición (sino sólo disidencia), el conflicto no se resuelve por la vía del consenso, ya que el único detentador del poder suprime el conflicto directamente y el resultado es Suma Cero, es decir, sólo el detentador del poder gana totalmente. Esta solución que se da en el sistema no democrático se manifiesta a través de la fuerza o la imposición, y, a diferencia de lo que acontece en un sistema democrático, la solución del conflicto no se plantea en un proceso evolutivo o continuado, pues las soluciones son absolutas y definitivas, sin posibilidad de alternancia en el poder.

CAPITULO 4°: Origen del Estado moderno y del constitucionalismo

1. El surgimiento del Estado moderno: del Estado Absoluto al Estado liberal; del Estado Liberal al Estado social

Entre los siglos XIII al XV la forma política predominante en los Estados europeos fue la estamental, caracterizada por su naturaleza dualista, es decir, se podían distinguir dos formas o centros de poder, que radicaban en la persona del rey o del monarca y en los grupos más poderosos de la sociedad.

De las manifestaciones jurídicas más importantes de esa época, denominada de la Constitución Estamental, se encuentra la llamada Carta Magna Inglesa (1215), donde el rey de Inglaterra, llamado Juan sin tierra, pacta con los estamentos el primer texto constitucional que se conoce en la historia.

Durante los siglos XIV y XV destacó la posición predominante del Príncipe o Monarca en las relaciones entre los distintos estamentos. Con la figura del Monarca comienza a darse el fenómeno de la centralización del poder, a través de sus políticas comienza a anexarse territorios, lo cual trajo consigo un aumento de la base territorial, como asimismo la monopolización del poder en un ámbito espacial determinado. Lo que se denomina Estado moderno hunde sus raíces en este período histórico, con la formación del Estado Absoluto. A su vez, se desarrolla un mundo que abre nuevos horizontes al hombre: la invención de la brújula, la pólvora y otros adelantos técnicos, que permitieron avanzar en nuevos ámbitos geográficos.

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Lo que hoy se denomina Estado, en otros tiempos recibió la denominación de “polis”, de “civitas”, “repúblicas”, etc.

A principios del siglo XVI comienza a utilizarse el término Estado, para hacer referencia a algunas sociedades políticas territoriales y soberanas que no reconocen ningún poder que no sea ellas mismas. También surge el Derecho Internacional Público, con la relación de sociedades políticas de igual categoría llamadas Estados.

Nicolás Maquiavelo fue el primero en utilizar la palabra “stato”, es decir, Estado, concibiendo a éste como un orden social y político forjado desde y por el poder. “En las acciones de todos los hombres, en especial, de los Príncipes, donde no hay tribunal al que apelar, se juzga según el resultado. Procure pues el Príncipe vivir y conservar el Estado: los medios serán siempre juzgados honorables y celebrados por todos.” (“El Príncipe”). Dentro de este contexto, hay que destacar que también a Maquiavelo se le señala como el padre de la ciencia política moderna, la cual busca analizar el proceso político no de una perspectiva abstracta como es el enfoque del Derecho, sino desde una perspectiva empírica. Es decir, estudia los fenómenos políticos centrándose en el poder, a través de un método ya no abstracto sino empírico. Con Maquiavelo se produce un quiebre que da paso a la ciencia política empírica; en su obra El Principe este autor se dedicaba a dar consejos al monarca de cómo debía gobernar, consejos que no eran de tipo moral

sino mas bien de tipo práctico. Lo importante de este autor no era el planteamiento de una doctrina inmoral sino que establecía una clara separación entre la moral y la política, que para él eran disciplinas independientes; en este contexto, el buen gobierno para él no estaba asociado con una determinada conducta ética. Así, los buenos políticos eran aquellos que se mantenían en el poder y en esas circunstancias muchas veces podría haber una conducta amoral del gobernante.

& Sobre este autor se entrega además la siguiente lectura obligatoria: Salvador Giner, “Historia del pensamiento social”, pp. 205-216.

Jean Bodin es el primer teórico capaz de ofrecer una definición conceptual de esta nueva realidad estatal y de la forma específica de poder político que le es propia: es lo que hoy conocemos como soberanía estatal. Lo escribió en su libro: “Los seis libros de la República”.

Tomas Hobbes, conforme a lo dicho anteriormente, ofrecerá la primera justificación racional y estrictamente secularizada de la soberanía absoluta, en su libro “Leviatán”.

Ahora bien, a lo largo de los siglos XVII y XVIII se va a ir gestando el nuevo Estado liberal.

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Antes de llegar al Estado liberal prima en la Europa occidental una concepción mercantilista de la vida económica, que pone de realce a la burguesía emergente. Las monarquías europeas seguían manifestando rasgos de la monarquía absoluta, contrarios a los valores de la burguesía emergente. Valores como la libertad y dignidad de todos los hombres, la confianza en el progreso, la soberanía nacional, la división de los poderes, el imperio de la ley y la representación política.

La realización plena llega con el Estado liberal que es en cierto modo el Estado por excelencia (como forma del estado de Derecho), aquél en el que mejor se cumplen los tres rasgos del Estado: en primer lugar, el monopolio de la fuerza en un ente separado; en segundo lugar, la autonomía de la sociedad; en tercer lugar, la separación entre economía y política.

A partir de la segunda mitad del siglo XVII predomina una atmósfera intelectual que germina definitivamente de manera generalizada en la Revolución Francesa. Se destacan autores como Sieyés, Rousseau, Montesquieu.

Con anterioridad en Inglaterra ya es posible vislumbrar importantes rasgos de evolución política. En efecto, Inglaterra en ese período no sólo hizo la primera formulación desarrollada de liberalismo político, con la obra de John Locke, “II Ensayo del Gobierno Civil” (1690), sino que, además, fue el

escenario de la primera puesta en práctica de serias limitaciones al poder del monarca, que tiene lugar en la llamada “Gloriosa Revolución” de 1688, que culmina con el “Bill of Rights” de 1689.

Hay que recordar del mismo modo que la propia formulación del Estado de Derecho en los comienzos del siglo XIX se produce en un contexto histórico concreto, el de un liberalismo que propugnaba, por ejemplo, unos derechos predemocráticos propios de la burguesía de la época. No son derechos económicos ni sociales, ni se extienden a toda la población.

Cabe tener presente que el Estado liberal o clásico de Derecho nace como una consecuencia de la lucha de la burguesía emergente contra las monarquías absolutas. Su objetivo principal fue establecer un claro ámbito de las libertades individuales a fin de limitar el poder estatal. El Estado liberal, filosóficamente es racionalista e individualista, políticamente liberal, y económicamente plantea la existencia de un Estado abstencionista.

El surgimiento del Estado liberal, como ya se ha dicho, tiene su punto de partida con la Gloriosa Revolución inglesa de 1688, y dentro de este contexto, en el año 1690, se formuló la primera manifestación del liberalismo político con la obra de Locke “Dos Tratados sobre el Gobierno Civil”. Ambos acontecimientos, unidos al Bill of Rights de 1689, pueden englobarse dentro de la óptica de una victoria frente al absolutismo, ya que, en última instancia, conduce a la limitación y control del gobierno,

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instaurándose una Monarquía Parlamentaria. De este modo, como señala George Sabine, una vez establecida la sucesión de Guillermo y María de Orange, no podía volver a ponerse en duda que la corona estaba sometida al parlamento. Como indica este mismo autor, se trataba de una forma tosca de gobierno de clase, que en el curso del siglo XVII presentó uno de los peores abusos propios de ese tipo de régimen, pero que a pesar de ello era, a su modo, representativo y que, en comparación a cualquier otro gobierno europeo, podía ser calificado de liberal.

Posteriormente, el Estado liberal, como organización política caracterizada por la existencia de mecanismos de limitación del poder político, aparece históricamente a continuación de dos acontecimientos trascendentales: la Revolución Norteamericana (que se produjo entre 1776 y 1787) y la Revolución Francesa (de 1789), ambas consideradas como las más importantes manifestaciones del paso del Ancien Régime a la sociedad moderna.

La Revolución Norteamericana fue un movimiento descolonizador, desencantada por el desconocimiento y arrogancia de la metrópoli inglesa, que concluyó con la implantación de un sistema político propio, adecuado a sus circunstancias. La importancia del acto fundacional norteamericano deriva de ser el primer país en dotarse de un documento escrito que contenía la forma de gobierno que iba a regir los destinos de los colonos de ese país, lo que se tradujo en la Constitución Federal de 1787. En su redacción fueron decisivas las ideas de Locke, Montesquieu y Paine; ideas que ya habían sido expuestas previamente por

Tomás Jefferson en la Declaración de Independencia de 4 de julio de 1776. Del mismo modo, en la Carta de 1787 el liberalismo político se manifiesta en el diseño de un sistema de distribución o división horizontal del poder entre diversos detentadores: el Congreso, el Presidente de los Estados Unidos y el Poder Judicial. Y de un sistema de división vertical del poder entre el Estado federal y los Estados miembros de la federación. Cuatro años más tarde, en 1791, se le agregaron las diez primeras enmiendas, donde se introdujeron una serie de libertades y derechos que completaron su cuadro garantista y liberal.

A diferencia de la Revolución Norteamericana, la Revolución Francesa fue la explosión de un descontento generalizado derivado fundamentalmente de la arbitrariedad de la clase dirigente absolutista. Desde esta perspectiva, resulta más apropiado utilizar el término revolución a la sucesión de hechos iniciados con la Toma de la Bastilla que a la sublevación colonial de los norteamericanos. El soporte técnico utilizado por los líderes de la Revolución Francesa fue el Derecho natural racional, el cual, sin embargo, no era lo bastante difundido y vulgarizado como para ser comprendido por la mayoría del pueblo francés. De ahí que la Asamblea Nacional cuando discutía la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano manejó –según idea desarrollada por Jürgen Habermas- el argumento sobre la necesidad de ilustrar a la opinión pública. Por ello no es de extrañar que la declaración de 26 de agosto de 1789 comience diciendo: “la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los

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gobernantes (...)”. Esta Declaración también constituye la muestra por excelencia de las preocupaciones del credo liberal: el individuo y la libertad individual; y todo lo que significara un menoscabo de lo libertad personal fue vista con desconfianza e incluso prohibida (por ejemplo, se prohibieron las corporaciones, o gremios, las congregaciones religiosas, todas las asociaciones, etc.). La libertad liberal, en definitiva, fue concebida como una liberación de la represión y de la arbitrariedad política, es decir, como una libertad frente al Estado, o también llamada libertad negativa. Esta idea de la libertad se traduce, como es lógico, en una concepción restrictiva del poder político, en un gobierno mínimo, escasamente interventor en el ámbito social.

Dicho todo lo anterior las principales características del Estado liberal de Derecho serían las siguientes: a) Plantea un reconocimiento de la libertad, de la igualdad formal o jurídica y del derecho de propiedad; b) Filosóficamente es racional individualista, es decir, plantea la concepción del personalismo inmanente, donde el individuo es el centro de la reflexión en la sociedad; c) Privilegia la existencia del llamado Estado gendarme o abstencionista, esto es un Estado que sólo se preocupa de la seguridad jurídica de los individuos, omitiendo toda participación social y económica.

Ahora bien, la distinción entre el Estado y la sociedad fue la base sobre la que se construyeron las más divergentes filosofías, teorías políticas e interpretaciones sociológicas del liberalismo. Sin embargo, con la caída del presupuesto central del liberalismo, el de la competencia perfecta (esto es, un orden económico natural que obedecía a sus propias

leyes), se desvanece la división propuesta por el liberalismo entre Estado y sociedad. De ahí que se impuso una nueva visión del dualismo Estado/sociedad, que dejó de ser concebido como dicotomía positiva y condujo a la idea de que era absolutamente necesario actuar desde afuera sobre el “orden social” desordenado. Lo que trajo un cambio sustancial en las formas, estructura, competencias y ejercicio del poder político-estatal y de su ordenamiento jurídico.

Las principales críticas frente a la crisis del Estado liberal provienen fundamentalmente de dos doctrinas políticas: el marxismo y la doctrina social de la Iglesia. La primera de ellas tiene su punto destacado con el Manifiesto Comunista de Marx y Engels (1848), en el cual se realiza una crítica descarnada de la sociedad capitalista de su época que, a su vez, estaba inspirada en la doctrina liberal clásica. Del mismo modo, en el último tercio del siglo XIX, a raíz de la extensión del derecho a sufragio, nacen en Europa los partidos obreros de masas, tales como el Socialdemócrata alemán (1869), el Socialista Obrero Español (1879), etc. En cuanto a la doctrina social de la Iglesia, es relevante la crítica al sistema liberal-capitalista llevada a cabo por el Papa León XIII en su encíclica Rerum Novarum de 1891, que, entre otras cosas, comienza a propugnar el tema de la justicia social.

La conclusión lógica del proceso de progresiva implicación del Estado en la búsqueda de soluciones a los desequilibrios económicos, la pobreza y el subdesarrollo, ha culminado en lo que se ha dado en llamar el Estado social. Para Herman Heller el Estado

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social de Derecho se puede definir como aquel que procura establecer o instituir un orden social de justicia material. Para el profesor español Ángel Garrorena, para definir a un Estado como social se deben considerar los siguientes aspectos: 1º la corrección de las desigualdades sociales; 2º la existencia de una regulación constitucional del proceso económico y del estatuto de sus principales protagonistas; 3º el reconocimiento de determinados derechos y libertades de contenido social; 4º todo lo que se traduce, en fin, en la ampliación del ámbito funcional del Estado, y con ello, la transformación estructural de la institución estatal misma.

En definitiva, se puede decir que el Estado deja de tener un rol pasivo y se transforma en un Estado intervencionista que actúa en el plano económico y social, con el objeto de realizar la justicia social. Del mismo modo se amplían los derechos y libertades clásicos (de corte liberal) a los llamados derechos de contenido económico y social o también denominados derechos de prestación, ya que el Estado frente a ellos se encuentra en el imperativo de satisfacerlos en función de la creación de un orden de justicia material. Dentro de estos derechos se pueden destacar los siguientes: derecho al trabajo con un salario justo, derecho a la seguridad social, derecho a huelga, derecho a la educación, derecho a la salud, etc. Las primeras Cartas Fundamentales en configurar preceptos de índole social y económica fueron las Constituciones de Querétaro (México) de 1917 y la de Weimar (Alemania) de 1919. La importancia de esta última Constitución no deriva exclusivamente de su impronta económico-social; la formación de la

República Alemana reveló, en palabras de F. Neumann, la verdadera función del contrato social. El sistema de Weimar –señala este autor- intentó convertir la lucha de clases en una forma de colaboración entre las mismas e inauguró una práctica que habría de llegar hasta nuestros días, de concertación social que, luego, adoptará Roosevelt (en su famoso New Deal) y que se generalizaría después de la Segunda Guerra Mundial en casi todos los Estados occidentales.

También se habla de la crisis del Estado social, por ejemplo, la creciente acción del Estado implica no sólo un aumento del Gasto Público, sino también una dilatación desmesurada del sector público y una proliferación de disposiciones de naturaleza reglamentaria, con su potencial amenaza de la libertad personal. Todo esto ha terminado por convertir al Estado, a los ojos de los ciudadanos, en un gran productor del que se espera que atienda prácticamente todas las necesidades humanas. Tal atmósfera social es la causa del abandono y la des incentivación de la iniciativa y responsabilidad privadas, y de la confianza en las fuerzas personales.

Por mucho que los juristas insistan en el carácter directamente vinculante de la totalidad de los preceptos que componen las Constituciones, es constatable día a día que bastantes de sus artículos, que consagran derechos económicos, sociales, culturales y de grupos, no pasan de ser meras promesas o, a lo sumo, normas programáticas, orientadoras de la acción de los gobernantes de turno. Por ejemplo, ¿es posible hoy aquí satisfacer “el derecho a vivir en un medio ambiente libre de

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contaminación”, que además, según el artículo 19 nº 8 de la Constitución, “es deber del Estado velar para que este derecho no sea afectado y tutelar la preservación de la naturaleza”? Cualquiera que sufra mínimamente los efectos devastadores de la contaminación de nuestras ciudades, de nuestros bosques, sabe cuán imposible es de hecho que dicho “derecho” se garantice a pesar de estas recogido en la Carta Fundamental. Sucede además, que las demandas de los ciudadanos se incrementan mucho más rápido que la capacidad del sistema político-económico de satisfacerlas. Esa sobrecarga que pesa sobre el Estado tiene que traducirse necesariamente en una deficiente, insuficiente, y a veces nula, prestación de los servicios públicos. De ahí que hayan surgido críticos del Estado social, particularmente del movimiento neoliberal, que preconizan la retirada del Estado de muchos ámbitos socio-económicos y la vuelta al Estado mínimo.

En el mundo globalizado que se vive en la actualidad, existe la tendencia, de parte de la mayoría de los países socialdemócratas, por asumir ciertos postulados que no hace mucho tiempo eran exclusivos de los partidos de derecha y, por ende, propios del liberalismo. Dentro de este contexto, se ha dicho, la izquierda ha de reunir hoy las tradiciones socialista y liberal, haciendo posible la justicia social promovida por el Estado con la libertad individual de una economía de mercado. Según algunos autores, el divorcio entre liberalismo y socialismo ha debilitado profundamente la política progresista en el siglo XX y XXI. Además se destacan cuatro ideas: la justicia social debe basarse en que ningún ser humano vale más que otro, a todos hay que ofrecerles oportunidades, a todos

pedirles responsabilidades y la riqueza o pobreza de las vidas individuales depende de las comunidades a que pertenecen ya que para ser personas autónomas se requieren abundantes bienes colectivos. Sobre el particular cabe recordar que el Estado social potencia una libertad más real, más justa, ya que en última instancia el principal argumento de los derechos sociales es la libertad. Eso sí, una libertad jurídica que esté acompañada de una libertad fáctica de elección entre diversas oportunidades que ofrece la sociedad. Por esta razón, se estructura en base a cuatro objetivos: dinamizar la economía, fortalecer la sociedad civil, democratizar la acción de gobierno e internacionalizar la política, como respuesta a los retos y cambios sociales. Todos los cuales responden a una misma idea: repartir responsabilidades.

En definitiva, se puede decir que en todo lo expresado precedentemente existe una evolución inaugurada por el Estado liberal de Derecho (que se funda en el principio de la libertad) y continuada por el Estado social de Derecho (fundado, a su vez, en el principio de la igualdad). Sin embargo el tema no se agota aquí, pues todo Estado de Derecho constitucional debe ser, ante todo, un Estado constitucional democrático. Ya que, como lo expresa Manuel Aragón, dotar de significado jurídico al principio democrático constituye una de las tareas más importantes, en este sentido no cabe separar Estado y democracia. En consecuencia, utilizando las palabras de Ernst Böckenförde, no se puede excluir que exista un vector común en el que confluyen postulados de democracia y de Estado de Derecho, y en virtud del cual ambos se encuentran engranados; de ahí que

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entre democracia y Estado de Derecho exista una afinidad. Es más, como indica este mismo autor, existe un campo en el que la democracia y el Estado de derecho se solapan y cubren el mismo contenido: es el del grado en que ambos se refieren a la libertad de los ciudadanos. En la democracia –prosigue el autor citado- esto se pone de manifiesto en lo que atañe a los derechos de libertad democrática (libertad de opinión, prensa, información, reunión y asociación), que constituyen un soporte imprescindible de la libertad de participación democrática. Ahora bien –continúa-, estos derechos de libertad son también fin y contenido del Estado de Derecho, aunque no lo sean, desde luego, como referidos específicamente a la formación de la voluntad política, sino desde el punto de vista general del status de libertad de los ciudadanos.

Dicho todo esto, por último, el interrogante que surge por sí solo es el siguiente: ¿El Estado constitucional chileno es un Estado liberal o un Estado social de Derecho? Para responder a este interrogante se debe partir de los propios fundamentos del actual régimen constitucional chileno; que tiene su punto de partida con la Declaración de Principios del Gobierno de Chile de 1974 y las Actas Constitucionales de 1976, ambas predecesoras de la Carta de 1980. Que ponen en evidencia una ideología político-económica muy cercana –a mi parecer- al Estado liberal. En efecto, constata en la estructura material y dogmática de la Constitución una marcada corriente inspirada en la doctrina neoliberal, cuyo predominio se manifiesta en una fuerte garantía del derecho de propiedad (art. 19 nº 24) y de la libertad económica (art. 19 nº 21), donde

el recurso de protección, por regla general, excluye de su tutela los derechos de contenido económico-social. Al respecto Raúl Bertelsen sostiene que los derechos sociales son aspiraciones o expectativas reconocidas por la Constitución a las personas, pero sin que sean verdaderos derechos subjetivos reclamables ante el órgano jurisdiccional. Sin embargo, importantes autores nacionales, como Alejandro Silva Bascuñán o José Luís Cea, expresan que la Constitución refleja una postura lejana tanto del liberalismo como del colectivismo, en consecuencia más cercana al Estado social. Todo ello ha llevado a darle una lectura social a la actual Carta. En efecto, cuando en nuestro sistema constitucional se hace referencia a los derechos sociales (DESC), hay que tener presente que, por una parte, la actual Carta no los reconoce expresamente (incluso le desconoce la calidad de derechos); pero, por la otra, no impide el desarrollo de políticas sociales (art. 1º inc. 4º), especialmente, por la vía normativa meramente legal, como ha ocurrido con la salud, la seguridad social y la educación. Especialmente relevante es la lectura social que se le está dando a específicos derechos de clara configuración liberal, por ejemplo, el derecho a la vida, libertad de enseñanza, protección de la salud (con los diversos casos de las Isapres), etc.& Ver texto, que se adjunta, de José Esteve Pardo, “La nueva relación entre Estado y sociedad”, pp. 33-56.

2. Origen y noción del constitucionalismo

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& Ver texto, que se adjunta, de Pedro Salazar Ugarte, “La democracia constitucional, una radiografía teórica”, pp. 72-107.

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