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Benito Cereno Herman Melville Obra reproducida sin responsabilidad editorial

Benito Cereno¡sicos en Español/Herman … · Mi-rando por encima de los macarrones, se encon-traba lo que realmente semejaba un tropel de capuchas oscuras, al tiempo que, saliendo

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Benito Cereno

Herman Melville

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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Corría el año 1799, cuando el capitán AmasaDelano, de Duxbury (Massachusetts), al mandode un gran velero mercante, ancló con un valio-so cargamento en la ensenada de Santa María,una isla pequeña, desierta y deshabitada, si-tuada hacia el extremo sur de la larga costa deChile.

Había atracado allí para abastecerse de agua.

Al segundo día, poco después del amanecer,cuando aún se encontraba acostado en su ca-marote, su primer oficial bajó a informarle queuna extraña vela estaba entrando en la bahía.Por aquel entonces, en esas aguas las embarca-ciones no abundaban como ahora. Se levantó,se vistió y subió a cubierta.

El amanecer era característico de esa costa. To-do estaba mudo y encalmado; todo era gris. Elmar, aunque cruzado por las largas ondas deloleaje, parecía fijo, con la superficie bruñidacomo plomo ondulado que se hubiera enfriado

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y solidificado en el molde de un fundidor. Elcielo aparecía totalmente gris. Bandadas deaves de color gris turbio estrechamente entre-mezcladas con jirones de vapores de un grisigualmente turbio pasaban a rachas en vuelorasante sobre las aguas, como golondrinas so-bre un prado antes de una tormenta. Sombraspresentes que anunciaban la llegada de som-bras más profundas.

Para sorpresa del capitán Delano, el desconoci-do, visto a través del catalejo, no mostraba colo-res a pesar de que mostrarlos al entrar en unpuerto, por más deshabitadas que estuvieransus orillas, donde pudiera encontrarse un solobarco, era costumbre entre marineros pacíficosde todas las naciones. Considerando la soledady el desamparo del lugar, y la clase de historiasque en aquellos días se asociaban a esos mares,la sorpresa del capitán Delano se hubiera tro-cado en intranquilidad de no haber sido ésteuna persona de naturaleza singularmente con-

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fiada, que no tendía, excepto a causa de extra-ordinarios y reiterados motivos, y aún así difí-cilmente, a permitirse sentimientos de alarmaque implicaran de alguna manera la imputa-ción de perversa maldad en el prójimo. A lavista de todo lo que es capaz el género humano,mejor será dejar en manos de los entendidosdeterminar si tal característica supone, junto aun corazón benevolente, algo más que la nor-mal rapidez y precisión en la percepción inte-lectual.

Pero, cualesquiera que fueran los temores quehubiera suscitado la presencia del desconocidoen la mente de cualquier marinero, se habríancasi desvanecido al observar que la nave, alentrar navegando en la ensenada, se aproxima-ba demasiado a tierra para evitar un escollosumergido que se divisaba cerca de su proa.Ello parecía probar que era realmente un extra-ño, no tan sólo para el velero, sino también res-pecto a la isla; por lo tanto, no podía tratarse de

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ningún filibustero habitual de esas aguas. Sinperder interés, el capitán Delano siguió obser-vándolo, tarea que en nada facilitaban los va-pores que cubrían el casco, a través de los cua-les la lejana luz matinal del camarote fluía conconsiderable ambigüedad; al igual que el sol,que empezaba a mostrar su truncada esferasobre la línea del horizonte aparentando acom-pañar al desconocido que entraba en la ensena-da, y que, velado por esas mismas nubes bajasy errantes, aparecía de forma no muy distinta alsiniestro único ojo de una intrigante de Limaacechando la plaza desde la rendija india de suoscura saya y manta.1

Podía haber sido tan sólo un engaño de la nie-bla, pero cuanto más tiempo se le observaba,tanto más singulares parecían las maniobras deaquel velero. Poco después resultaba difícilconjeturar si se proponía entrar o no, qué que-ría o qué pretendía hacer. El viento, que habíaarreciado un poco durante la noche, era ahora

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extremadamente suave y variable, lo cual au-mentaba la aparente inseguridad de sus movi-mientos.

Suponiendo finalmente que podía tratarse deun barco en apuros, el capitán Delano ordenóque lanzaran al agua su barca ballenera, y, apesar de la cautelosa oposición de su primeroficial, se preparó para abordarlo y, por lo me-nos, dirigirlo a puerto. La noche anterior, unapartida de marineros había ido de pesca a bas-tante distancia, a unas rocas algo alejadas, fuerade la vista del velero, y, una o dos horas antesdel amanecer, habían vuelto, con un botín ma-yor de lo esperado. Presumiendo que el navíodesconocido podía haber pasado mucho tiem-po en aguas más profundas, el bueno del capi-tán puso en la barca unos cuantos cestos depescado, para ofrecérselos como obsequio ypartió. Viendo que proseguía demasiado cercadel escollo hundido y considerándolo en peli-gro, mandó a sus hombres que se apresuraran

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para poder advertir a los de a bordo de su si-tuación. Pero, poco antes de que la barca seacercara, el viento, aunque suave, habiendocambiado de dirección, había alejado la nave,además de haber disipado en parte las brumasque la rodeaban.

Al obtener una vista menos remota, cuando lanave se hizo destacadamente visible sobre lacresta de un oleaje plomizo, con jirones de nie-bla aquí y allá cubriéndola como harapos, apa-reció como un monasterio de blancas paredes,tras una terrible tormenta, asomando sobre unpeñasco pardo en el corazón de los Pirineos.Pero no era una semejanza puramente imagina-ria lo que entonces, por un momento, llevó alcapitán Delano casi a pensar que un barco re-pleto de monjes se hallaba ante sus ojos. Mi-rando por encima de los macarrones, se encon-traba lo que realmente semejaba un tropel decapuchas oscuras, al tiempo que, saliendo atongadas a través de las portillas abiertas, se

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divisaban tenuemente otras oscuras figurasmóviles, como frailes negros deambulando porlos claustros.

Al ir acercándose, esta apariencia se fue modi-ficando y se hizo patente la auténtica índole dela nave: se trataba de un buque mercante espa-ñol de primera clase, que, entre otras valiosasmercancías, transportaba un cargamento deesclavos negros de un puerto colonial a otro.Un voluminoso y, en su momento, excelentenavío de los que aún se podían encontrar enaquellos días, de vez en cuando, por esos ma-res. Naves anticuadas cargadas de tesoros deAcapulco o fragatas retiradas de la armada realespañola, que, como arruinados palacios italia-nos, a pesar de la decadencia de sus propieta-rios, conservaban todavía vestigios de su apa-riencia original.

Al acercarse más y más con la barca ballenera,la causa del singular aspecto blanqueado quepresentaba el extraño se hacía patente en el

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descuidado abandono que lo invadía. Los pa-los, cuerdas y gran parte de los macarronesparecían recubiertos de lana a causa de la largaausencia de contacto con la rasqueta, la brea yel escobón. La quilla parecía desarmada, lascuadernas rejuntadas, y la propia nave botadadesde el «Valle de los Huesos Secos» de Eze-quiel.

Pese a la misión para la que actualmente estabasiendo utilizado, el modelo y aparejo del navíoen general no parecían haber sufrido ningunamodificación del diseño bélico y Froissart ori-ginal. Sin embargo, no se veían armas.

Las cofas eran grandes y estaban cercadas porlo que había sido una red octagonal, todo ahoraen triste desorden. Dichas cofas colgaban alláarriba cual tres pajareras ruinosas, en una delas cuales se veía, colgando de un flechaste, unAnous stolidus blanco, ave extraña así denomi-nada por su carácter aletargado y sonámbulo,siendo frecuentemente atrapada a mano en el

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mar. Maltrecho y enmohecido, el almenadocastillo de proa parecía un antiguo torreón,tomado por asalto en el pasado y más tardeabandonado. Hacia la popa, dos galerías latera-les elevadas, las balaustradas cubiertas aquí yallá de musgo marino seco como yesca, abrién-dose desde la desocupada cabina de mando,cuyas claraboyas, a causa del clima templado sehallaban herméticamente cerradas y calafatea-das; estos balcones sin inquilino colgaban porencima del mar como si fuera el Gran Canal deVenecia. Pero la principal reliquia de su gran-deza venida a menos era el amplio óvalo de lapieza de popa, intrincadamente tallado con losescudos de Castilla y León, enmarcados porgrupos de emblemas de tema mitológico o sim-bólico, y en cuya parte central superior aparecíaun oscuro sátiro enmascarado pisando la do-blada cerviz de una contorsionada figura, tam-bién enmascarada. No estaba del todo claro siel barco tenía un mascarón de proa, o tan sóloel simple espolón, a causa de las velas que en-

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volvían esa parte, bien para protegerla en elproceso de restauración, bien para esconderdecentemente su deterioro. Rudimentariamentepintada o escrita con tiza, como por un capri-cho de marinero, a lo largo de la parte delante-ra de una especie de pedestal bajo las velas, sehallaba la frase «Seguid a vuestro jefe»;2 mien-tras que sobre la deslucida empavesada delbeque aparecía en majestuosas mayúsculas, queen tiempos habían sido doradas, el nombre delbarco San Dominick,3 con cada letra corroída porlos finos regueros de orín que bajaban desde losclavos de cobre; al mismo tiempo, como algasde luto, oscuros adornos de hierbas marinasbarrían viscosamente el nombre de aquí paraallá con cada fúnebre balanceo del casco.

Cuando, finalmente, la barca fue amarrada porbabor al portalón central del barco, la quilla,todavía separada unas pulgadas del casco, rozóásperamente como sobre un arrecife de coralsumergido. Resultó ser un enorme ramo de

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percebes adherido como un quiste al costadodel barco por debajo del agua, testimonio devientos variables y calmas prolongadas trans-curridas en alguna parte de esos mares.

Habiendo subido por el costado, el visitante fueinmediatamente rodeado por una clamorosamultitud de blancos y negros, los últimos enmayor número que los primeros, bastante másde lo que podía esperarse en un barco de trans-porte de negros, como este desconocido de labahía. Sin embargo, unos y otros en una mismalengua y con voz unánime, empezaron a referirun mismo relato de los sufrimientos padecidos,en lo que las negras, de las que había no pocas,superaban a los demás en su dolorosa vehe-mencia. El escorbuto, junto con las fiebres,habían barrido gran número de ellos, más espe-cialmente de españoles. Saliendo del cabo deHornos, habían escapado por poco del naufra-gio; luego, sin viento, habían quedado inmovi-lizados durante días enteros; iban cortos de

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provisiones y casi desprovistos de agua; suslabios, en aquel momento, estaban acartonados.

Mientras el capitán Delano se convertía de estamanera en el blanco de todas aquellas lenguasimpacientes, sólo un mirada, la suya, tambiénimpaciente, observaba todas las caras y los ob-jetos que las rodeaban.

Siempre que se aborda por primera vez un bar-co grande y populoso en medio del mar, espe-cialmente si es extranjero, con una tripulacióndesconocida como los lascars o los hombres deManila, se siente una impresión peculiar, dis-tinta de la que se produce al entrar por primeravez en una casa extraña, con extraños habitan-tes, en una tierra extraña. Ambos, la casa y elbarco, una con sus muros y postigos, el otro consus macarrones, altos como murallas, ocultan ala vista su interior hasta el último instante, peroen el caso de este barco había algo más: el vivoespectáculo que contenía, al revelarse súbita ytotalmente, producía, en contraste con el vacío

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océano que lo rodeaba, un efecto parecido al deun encantamiento. El barco parecía irreal: aque-llas extrañas costumbres, gestos y rostros, comoun fantasmagórico retablo viviente apenasemergido de las profundidades, que habrán derecobrar sin tardanza lo que nos han ofrecido.

Posiblemente fue un influjo parecido al que seha intentado describir más arriba lo que, en lamente del capitán Delano, le hizo pasar por altoaquello que, observado sensatamente, podíahaber parecido poco normal, especialmente lasnotables figuras de cuatro viejos negros de pelocano, con cabezas como copas de sauces negrosy temblorosos, quienes, en venerable contrastecon el tumulto que se encontraba más abajo, sehallaban acomodados, cual esfinges, uno sobrela serviola de estribor, el otro a babor, y losotros dos cara a cara en los macarrones de en-frente, por encima de las cadenas principales.Cada uno de ellos tenía en las manos algunospedazos destrenzados de cuerdas viejas y, con

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una especie de estoica satisfacción, iban reco-giendo los restos de cuerda en un montoncillode estopa que tenían a su lado. Acompañabansu tarea con un continuo, grave y monótonocanto, murmurando y moviéndose como tantoscanosos gaiteros al interpretar una marcha fú-nebre.

El alcázar sobresalía por encima de una ampliay elevada popa sobre cuyo borde delantero; aunos ocho pies por encima de la multitud gene-ral; como los recogedores de estopa, sentadoscon las piernas cruzadas; alineados a intervalosregulares, se encontraban otros seis negros,cada uno con un hacha oxidada en la mano,que, con un pedazo de piedra y un trapo, seatareaban en fregar como marmitones, al tiem-po que entre cada dos de ellos se hallaba unmontoncillo de hachas, con los filos oxidadosvueltos hacia arriba esperando una operaciónsimilar. Si bien, ocasionalmente, los cuatro re-cogedores de estopa se dirigían brevemente a

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alguna persona, o a varias, de las que se con-gregaban abajo, los seis pulidores de hachas nihablaban con otros ni intercambiaban un solosusurro entre ellos sino que se hallaban entre-gados a su tarea, salvo en contadas ocasiones,en las que, de dos en dos, con el típico amor delos negros por aunar trabajo y pasatiempo,hacían chocar sus hachas, que sonaban comocímbalos, con bárbaro estrépito. Aquellos seis,al contrario del resto, conservaban su tosco as-pecto africano.

Pero aquella mirada general, que comprendíaesas diez figuras, con resultados menos nota-bles, se demoró tan sólo un instante sobre todosellos, ya que, impaciente a causa de la bara-húnda de voces, el visitante se puso en bús-queda de quien fuera que estuviese al mandode la nave.

Pero como si estuviera dispuesto a dejar que lanaturaleza siguiera su propio curso entre lasufrida carga, o quizá desesperado por conte-

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nerla momentáneamente, el capitán español, unhombre de noble apariencia, reservado, y bas-tante joven a los ojos de un extraño, vestido consingular riqueza, pero mostrando claras secue-las de una reciente falta de sueño a causa deinquietudes y sobresaltos, esperaba pasivamen-te, apoyado en el palo mayor, lanzando en unmomento dado una triste, desencantada miradasobre su enervada gente, para volverla luego,melancólicamente, hacia su visitante. Se hallabaa su lado un negro de baja estatura, en cuyorudo rostro, que ocasionalmente levantaba ensilencio, como lo hace el perro de un pastor,para mirar al español, se mezclaban por igual lapena y el afecto.

Abriéndose paso entre la multitud, el nortea-mericano avanzó hacia el español dándolemuestras de su solidaridad y ofreciéndole todala ayuda que estuviera a su alcance, a lo que elespañol respondía tan sólo con graves y forma-les muestras de agradecimiento, empañada su

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ceremoniosidad hispánica por un taciturnoestado de ánimo mezclado con un precario es-tado de salud.

Pero, sin perder tiempo en meros cumplidos, elcapitán Delano, volviendo al portalón, mandósubir el cesto de pescado, y como el viento se-guía siendo suave, por lo que deberían pasarpor lo menos algunas horas antes de que pu-dieran llevar el barco al fondeadero, ordenó asus hombres que volvieran al velero y trajerantanta agua como pudiera transportar la barcaballenera, junto a todo el pan tierno que tuvierael mayordomo, todas las calabazas que queda-ran a bordo, una caja de azúcar y una docenade sus botellas de sidra personales.

Pocos minutos después de que partiera el bote,para colmo de contrariedades, el viento amainócompletamente, y, con la marea, el barco empe-zó a moverse sin remedio mar adentro. Mas,convencido de que la situación no se prolonga-ría demasiado, el capitán Delano procuró, con

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palabras esperanzadoras, levantar el ánimo delos extraños, sintiéndose muy satisfecho por-que, gracias a sus frecuentes viajes a lo largo delos mares de España, podía conversar con ciertasoltura en su lengua nativa con personas en tandifícil situación.

Estando a solas con ellos, no le llevó muchotiempo observar algunos detalles que tendían aconfirmar sus primeras impresiones; pero susorpresa se trocó en lástima, tanto hacia losespañoles como hacia los negros, al encontrarambos contingentes evidentemente reducidos acausa de la falta de agua y provisiones, delmismo modo que el sufrimiento largo y soste-nido parecía haber hecho aflorar las cualidadesmenos benévolas de los negros, al tiempo quedeterioraba la autoridad de los españoles sobreellos. Sólo que, precisamente en estas condicio-nes, debía haberse previsto que las cosas llega-rían a tal estado. En lo que respecta a ejércitos,armadas, ciudades o familias, incluso en la

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misma naturaleza, nada relaja tanto las buenascostumbres como la miseria. Sin embargo elcapitán Delano tenía la idea de que si BenitoCereno hubiera sido un hombre más enérgico,el desorden no habría llegado a tal extremo.Pero la debilidad del capitán español, ya fueraconstitucional o provocada por las dificultadesfísicas y mentales, era demasiado obvia paraser pasada por alto. Presa de un abatimientopermanente, como si -habiendo sido burladolargo tiempo por la esperanza no pudiera admi-tirla ahora que la burla había cesado- la pers-pectiva de fondear aquel mismo día o aquellanoche a mucho tardar, disponiendo de abun-dante agua para su gente y con un fraternalcapitán para aconsejarle y ofrecerle su amistad,no le animara de manera perceptible. Su menteparecía trastornada o quizás aun más seriamen-te afectada. Encerrado entre aquellas paredesde roble, encadenado a un aburrido círculo demando cuya incondicionalidad le hartaba; cualhipocondríaco abad se paseaba lentamente,

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parando a veces súbitamente, volviendo a ca-minar, con la mirada fija, mordiéndose el labio,mordiéndose las uñas, ruborizándose, empali-deciendo, pellizcándose la barba, y con otrossíntomas de tener la mente ausente o abatida.Ese espíritu enfermizo se alojaba, como ya an-tes se ha esbozado, en una estructura igual deenfermiza. Era bastante alto, pero no parecíahaber sido nunca robusto y ahora, con los ner-vios destrozados, se había quedado esquelético.Parecía habérsele confirmado recientementecierta tendencia a las complicaciones pulmona-res. Su voz era como la de alguien a quien lefalta la mitad de los pulmones, áspera y conte-nida, como un ronco susurro. No era de extra-ñar, en tal estado, que se tambaleara, ni que sucriado personal lo siguiera sin perderlo nuncade vista. De vez en cuando el negro ofrecía elbrazo a su amo, o sacaba un pañuelo del bolsi-llo para dárselo, cumpliendo estas y similaresfunciones con ese celo afectuoso que convierteen algo filial o fraterno aquellos actos que en sí

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mismos no son más qué una muestra de servi-lismo y que les ha valido a los negros la reputa-ción de ser los ayudas de cámara más satisfac-torios del mundo, y con los que su amo no seve obligado a mostrarse frío y superior, sinoque puede tratarlos con amistosa confianza,más que como a un sirviente, como a un fielcompañero.

Al tiempo que observaba la ruidosa indiscipli-na de los negros en general, así como lo queparecía una taciturna incompetencia de losblancos, no sin cierta humanitaria complacen-cia, el capitán Delano fue testigo de la correctay firme conducta de Babo.

Aunque la buena conducta de Babo parecíadespertar de su nebulosa languidez al mediolunático don Benito más efectivamente que elmal comportamiento de algunos otros, no eraésta precisamente la impresión que había cau-sado el español en la mente de su visitante que,en aquel momento, consideró la agitación del

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español tan sólo como una característica propiade la aflicción general que reinaba en el barco.Sin embargo, el capitán Delano se sentía nopoco preocupado por lo que, por el momento,no podía evitar considerar una poco amistosaactitud de don Benito hacia su persona. La acti-tud del español, además, daba la impresión deun amargo y triste desdén, que no parecía es-forzarse en disimular. Pero el norteamericanolo atribuyó caritativamente a los molestos efec-tos de la enfermedad, ya que, en otras ocasio-nes, se había dado cuenta de que existen de-terminados temperamentos, en los que el su-frimiento prolongado parece anular todo instin-to social de afabilidad como si, por el hecho deestar ellos forzados a vivir de pan negro, consi-deraran equitativo que toda persona que se lesacercase estuviera indirectamente obligada acompartir su suerte mediante algún desprecio oafrenta.

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Pero poco después se convencía de que, si bienal principio había sido indulgente al juzgar alespañol, quizá, después de todo, no había sidolo bastante caritativo. En el fondo, era la reser-va de don Benito lo que le disgustaba, pero locierto era que mostraba la misma reserva paracon su fiel asistente personal. Incluso los infor-mes oficiales que según es costumbre en el marle eran regularmente transmitidos por algúninsignificante subordinado, ya fuera blanco,mulato o negro, a duras penas tenía la pacien-cia de escucharlos, sin dar muestras de despec-tiva aversión. Su actitud en tales ocasiones era,salvando las distancias, un tanto parecida a laque se suponía debía ser la de su real compa-triota Carlos V, justo antes de dejar el tronopara partir a su anacorético retiro.

Esa melancólica falta de interés por su cargo seevidenciaba en casi todas las funciones propiasde éste. Tan orgulloso como atribulado, no serebajaba a dar órdenes personalmente. Si era

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necesario dar alguna orden especial, lo hacía através de su sirviente, quien la transfería a sudestino final por medio de correos, espabiladosmuchachos españoles o jóvenes esclavos, que,como pajes o peces piloto, estaban siempre apunto, moviéndose continuamente en torno adon Benito. Tanto era así que, de haber con-templado a este impávido inválido que flotaba,inapetente y silencioso, ningún hombre de tie-rra adentro hubiera podido imaginar que de-ntro de sí albergaba una dictadura fuera de lacual, mientras estuviera en el mar, no existíaningún apetito terrenal.

Así pues, el español, a la vista de su reserva,parecía ser víctima involuntaria de algún tras-torno mental. Aunque, de hecho, esa reservapodía haber sido, hasta cierto punto, intencio-nada. De ser así, se pondría de manifiesto elpatológico punto culminante de esa gélida peroconcienzuda norma que, en mayor o menorgrado, adoptan todos los comandantes de

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grandes navíos, la cual, excepto en notablesemergencias, elimina por igual toda demostra-ción de superioridad así como cualquier mues-tra de sociabilidad, transformando al hombreen una especie de monolito, o más bien en uncañón cargado, que no tiene nada que decirhasta que aparece una amenaza.

Mirándolo desde este punto de vista, parecíatan sólo una secuela del obstinado hábito pro-vocado por una larga trayectoria de autorrepre-sión, por la que, a pesar de las condiciones ac-tuales del barco, el español persistía aún en unaconducta que aunque inofensiva e inclusoapropiada en un buque tan bien equipado co-mo debió de haberlo sido el San Dominick alempezar su viaje, era, en el momento presente,cualquier cosa menos juiciosa. Pero, posible-mente, el español pensaba que con los capita-nes sucedía como con los dioses: la reserva de-bía seguir siendo su guía en cualquier caso.Aunque probablemente esta apariencia de inac-

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tivo autocontrol podía ser un intento de disfra-zar una estulticia de la que era consciente (nounos principios profundos sino una estratage-ma superficial). Mas, sea lo que fuere, tanto sila actitud de don Benito era intencionada comosi no, cuanto más notaba el capitán Delano quese empecinaba en su reserva, tanto menos in-cómodo se sentía ante cualquier demostraciónconcreta de esa reserva hacia su persona.

De todas maneras sus pensamientos no estabanrelacionados tan sólo con el capitán. Acostum-brado al tranquilo orden que reinaba en la con-fortable familia que formaba la tripulación delvelero, la ruidosa confusión de los sufridos tri-pulantes del San Dominick provocaba repetida-mente su atención, pudiendo observar algunasinfracciones relevantes, ya no tan sólo de ladisciplina sino incluso de la decencia. El capi-tán Delano sólo pudo atribuirlas, principalmen-te, a la ausencia de esos oficiales subordinadosde cubierta a los cuales, entre otras funciones,

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se les confía lo que vendría a ser como el depar-tamento de policía de un barco muy populoso.En realidad, los recogedores de estopa aparecí-an alguna vez para ejercer el papel de guardia yguía de sus compatriotas, los negros, pero aun-que ocasionalmente conseguían apaciguar in-significantes enfrentamientos que se producíande vez en cuando entre los hombres, poco onada podían hacer para establecer la tranquili-dad general. Las condiciones en las que sehallaba el San Dominick eran las de un trans-atlántico de emigrantes, entre cuya multitud decarga viviente se encontraban, indudablemente,algunos individuos que causaban tan pocosproblemas como las cajas y fardos, pero losamistosos reproches de éstos hacia sus compa-ñeros más rudos no eran tan efectivos como elpoco amistoso brazo del primer oficial. Lo quenecesitaba el San Dominick era algo que nor-malmente tiene un barco de emigrantes: unosseveros oficiales superiores. Mas en aquellas

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cubiertas no se columbraba a nadie que pasarade cuarto oficial.

La curiosidad del visitante aguzaba el deseo deconocer los pormenores de los acontecimientosque habían provocado tal ausencia y sus conse-cuencias ya que, aunque de las lamentacionesque al llegar había recibido como salutaciónpodía entresacar una vaga impresión sobre elviaje, no conseguía hacerse una clara idea delos detalles. El mejor relato de lo acaecido po-dría ofrecerlo, sin lugar a dudas, el capitán.Aunque, en principio, el visitante se hallabapoco predispuesto a preguntarle, por miedo aprovocar un distante desaire. Pero, armándosede coraje, se acercó finalmente a don Benito,renovando las demostraciones de su bieninten-cionado interés y añadiendo que si él (el capi-tán Delano) pudiera conocer los pormenores delos infortunios sufridos por el barco, tal vezpodría ser capaz de aliviarlos. Es decir, si donBenito le confiaba toda la historia. Don Benito

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titubeó, luego, como un sonámbulo al quehubieran despertado repentinamente, miró condesconcierto a su visitante y acabó mirandohacia abajo, hacia la cubierta. Tanto rato semantuvo en esta actitud que el capitán Delano,casi tan desconcertado como él e, involunta-riamente, casi tan descortés, se giró súbitamen-te dejando de mirarle y caminando hacia ade-lante para acercarse a uno de los marinerosespañoles a fin de recabar la deseada informa-ción. Mas, antes de que hubiera dado cinco pa-sos, don Benito, con extraña urgencia, le invitóa volver, lamentando su momentánea distrac-ción y manifestando que estaba dispuesto acomplacerle.

Mientras se iba desarrollando la mayor partedel relato, los dos capitanes permanecieron depie en la parte de popa de la cubierta principal,un lugar privilegiado, sin otra compañía que elsirviente.

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-Hace ahora ciento noventa días -empezó elespañol en un ronco susurro- que este barco,bien equipado de oficialidad y marinería, conalgunos pasajeros de camarote, unos cincuentaespañoles en total, zarpó de Buenos Aires haciaLima con el cargamento habitual: ferretería, téde Paraguay y cosas por el estilo -señaló haciala proa-, y esa partida de negros, que ahora noson más de ciento cincuenta, como puede ver,pero que entonces eran más de trescientas al-mas. Enfrente del cabo de Hornos encontramosfuertes vendavales.

»En un momento dado, por la noche, tres demis mejores oficiales, con quince marineros,desaparecieron bajo las aguas junto con la ver-ga principal, golpeando la percha bajo ellos, enlas eslingas, mientras intentaban, a empujones,esquivar la vela helada. Para aligerar el casco,los sacos de mate más pesados fueron arrojadosal agua, así como la mayor parte de barriles deagua que en aquel momento se hallaban ama-

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rrados en cubierta. Y fue esta última necesidad,combinada con las prolongadas detencionesque sufrimos después, lo que, a la larga, acarreólas causas principales de nuestra desgracia.Cuando...»

Le sobrevino aquí un repentino ataque de tosque lo hizo desmayarse, a causa, sin duda, desu estado de agotamiento mental. Su criado losostuvo y, sacando una medicina de uno de susbolsillos se la puso en los labios. Volvió algo ensí. Pero no queriendo todavía dejarlo sin sosténya que aún no estaba perfectamente restableci-do, el negro seguía rodeando a su amo con unbrazo, al tiempo que mantenía la mirada fija ensu rostro, como buscando el primer signo derecuperación, o de recaída, según se diera elcaso.

El español continuó, pero de manera oscura yfragmentada, como entre sueños.

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-¡Oh, Dios mío! Antes que pasar por lo que hepasado, habría acogido con júbilo los más terri-bles vendavales; pero...

Su tos reapareció aún con mayor violencia;cuando ésta se calmó, con los labios enrojecidosy los ojos cerrados se desplomó en brazos de sucriado.

-Su mente desvaría. Pensaba en la peste que seabatió sobre nosotros tras los vendavales -susurró quejumbrosamente el sirviente-. ¡Mipobre, pobre amo! -retorciendo una mano ysecándose la boca con la otra-. Pero tenga pa-ciencia, señor4 -volviéndose otra vez hacia elcapitán Delano-, estos ataques no le duran mu-cho; el amo se recobrará enseguida.

Don Benito, volviendo en sí, prosiguió; mascomo esta parte del relato fue narrada de formamuy fragmentada, tan sólo se hará constar laesencia.

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Al parecer, después de que las tormentas em-pujaran la nave lejos del Cabo durante muchosdías, hizo su aparición el escorbuto, llevándosela vida de gran número tanto de blancos comode negros. Cuando, finalmente, consiguieronadentrarse en el Pacífico, los mástiles y las velasestaban tan dañados y tan inadecuadamentemanejados por los marineros supervivientes,muchos de los cuales habían quedado inváli-dos, que, incapaz de mantener su rumbo haciael norte, a causa del fuerte viento, la inmanio-brable nave fue empujada en dirección noroes-te, donde la brisa la abandonó repentinamente,en aguas desconocidas, a merced de una calmasofocante. La ausencia de barriles de agua sereveló tan fatal para la supervivencia comoantes había amenazado serlo su presencia. Pro-vocada, o por lo menos agravada, por la másque escasa provisión de agua, una fiebre ma-ligna sucedió al escorbuto, que junto al excesi-vo calor de la interminable calma, consiguióbarrer en poco tiempo y como a oleadas, fami-

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lias enteras de africanos y un número aún ma-yor, proporcionalmente, de españoles, inclu-yendo, por infortunada fatalidad, todos losoficiales que quedaban a bordo. Así pues, conlos repentinos vientos del Oeste que, finalmen-te, siguieron a la calma, las velas ya rasgadas, altener que dejarlas simplemente caer por nopoderlas replegar, habían quedado reducidas alos harapos que eran ahora.

Con la intención de encontrar quien reemplaza-ra a los marineros que había perdido, ademásde provisiones de agua y velas, el capitán, encuanto le fue posible, puso rumbo a Valdivia, elpuerto civilizado más meridional de Chile y detoda América, pero al acercarse, la bruma no lepermitió ni tan siquiera avistar dicho puerto. Apartir de entonces, casi sin tripulación, casi sinvelas y casi sin agua, y, de tiempo en tiempo,librando al mar el creciente número de muer-tos, el San Dominick había sido zarandeado porvientos contrarios, arrastrado por corrientes y

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recubierto de algas durante los períodos decalma. Como un hombre perdido en un bosque,más de una vez había avanzado en círculos.

-Pero durante todas estas calamidades -continuó con voz ronca don Benito, girándose aduras penas mientras su criado lo manteníamedio abrazado-, debo agradecer a estos ne-gros que ve, quienes, aunque a sus ojos sin ex-periencia parezcan ingobernables o revoltosos,se han comportado, ciertamente, con menorturbulencia de la que su propio dueño hubieracreído posible en tales circunstancias.

En este punto volvió a perder el conocimiento.Su mente volvió a desvariar. Pero se rehízo yprosiguió con más claridad.

-Sí, su dueño llevaba razón al asegurarme quecon estos negros los grilletes no serían necesa-rios; tanto es así que no sólo han permanecidosiempre en cubierta, sin ser echados a la bodegacomo a los hombres de Guinea, como es habi-

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tual en este tipo de transporte, sino que se lesha permitido moverse libremente, con ciertaslimitaciones, como a su aire.

Una vez más, se desmayó, su mente divagó,pero, recuperándose, terminó diciendo:

-Pero es a Babo, aquí presente, a quien debo notan sólo mi propia preservación sino que tam-bién es a él más que a nadie a quien debo elmérito de poder tranquilizar a sus hermanosmás ignorantes, cuando, a veces, se sentían ten-tados a quejarse.

-¡Ay, amo! -suspiró el negro, bajando la cara-.No hable de mí, Babo no es nada, lo que hahecho Babo era sólo su deber.

-¡Qué fiel compañero! -exclamó el capitán De-lano-. Don Benito, lo envidio por tener tan buenamigo, pues no puedo llamarle esclavo.

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Teniendo ante sí al hombre y a su amo, el negrososteniendo al blanco, el capitán Delano nopudo sino percatarse de la belleza de una rela-ción que ofrecía tal espectáculo de fidelidad poruna parte y de confianza por la otra. Realzabala escena el contraste de sus vestiduras queponía de manifiesto sus relativas posiciones.

El español llevaba una amplia chaqueta chilenade terciopelo oscuro; calzones cortos blancos ymedias, con hebillas de plata en la rodilla y enel empeine; un sombrero de alta copa, realizadoen fino lino de China; una delgada espada,montada en plata, colgando del nudo de sufaja, la última a modo accesorio, más por suutilidad que como ornamento, casi indispensa-ble, en la indumentaria de un caballero suda-mericano de la época. Excepto cuando sus oca-sionales contorsiones nerviosas provocabanalgún desorden, había en su vestimenta unasegura precisión que contrastaba curiosamentecon el impresentable desorden del entorno,

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especialmente en el descuidado sector, por de-lante del palo mayor, ocupado enteramente porlos negros.

El criado llevaba tan sólo unos pantalones an-chos, que, por ser toscos y estar llenos de re-miendos, parecían hechos de gavia vieja; noobstante, estaban limpios y se los ataba a lacintura con un pedazo de cuerda destrenzada,y, junto a su aire de compostura y a veces delamentación, le conferían un cierto parecidocon un fraile mendicante de la Orden de SanFrancisco.

Aunque inapropiado para el lugar y el momen-to, al menos al franco parecer del norteameri-cano y sobreviviendo extrañamente a través detodas sus aflicciones, el acicalamiento de donBenito, en lo que respecta a la moda, no podíaser más del estilo del momento entre los suda-mericanos de su clase. Aunque en el presenteviaje había zarpado de Buenos Aires, se habíadeclarado nativo y residente de Chile, cuyos

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habitantes no habían aceptado, por lo general,el vulgar abrigo y los pantalones en otro tiempoplebeyos, sino que, con las convenientes modi-ficaciones habían conservado su típica vesti-menta, pintoresca como ninguna otra en elmundo. De todos modos, a tenor de la pálidahistoria de su viaje y de la misma palidez de supropio rostro, parecía haber algo tan incon-gruente en el atavío del español que casi suge-ría la imagen de un cortesano enfermo tamba-leándose por las calles de Londres en tiemposde la peste.

La parte del relato que posiblemente desperta-ba mayor interés, además de sorpresa, conside-rando las latitudes en cuestión, era la de laslargas calmas de las que había hablado, y másen particular, el largo tiempo que el barco habíapermanecido a la deriva. Sin comunicar su opi-nión, por supuesto, el norteamericano no pudomenos que imputar, por lo menos, parte de losperíodos de inmovilidad tanto a una impericia

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marinera como a una defectuosa navegación.Observando las menudas y pálidas manos dedon Benito, cayó fácilmente en la cuenta de queel joven capitán no había llegado a comandantea través del agujero del ancla sino desde la ven-tana del camarote; y, si ello era así ¿cómo ex-trañarse de su incompetencia, siendo joven,enfermo y aristócrata al mismo tiempo?

Pero, ahogando su crítica en compasión, trasrenovar otra vez su simpatía, el capitán Delano,habiendo oído su historia, no sólo se propuso,como al principio, ver a don Benito y a su genteatendidos en sus más inmediatas necesidadesfísicas, sino que, además de todo ello le prome-tió ayudarlo a procurarse un buen abasteci-miento duradero de agua, al igual que velas yaparejo, y aunque a él le iba a provocar unasituación embarazosa, le prestaría a tres de susmejores marinos para que, provisionalmente, lesirvieran como oficiales de cubierta y que así,sin más dilación, el barco pudiera continuar

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hasta Concepción, donde podría ser reparadocompletamente y después llegar a Lima, supuerto de destino.

Tal generosidad tuvo su efecto, incluso sobre elenfermo. Su rostro se iluminó; impaciente yfebril, buscó la honesta mirada de su visitante.Parecía vencido por la gratitud.

-Esta excitación es mala para el amo -susurró elcriado cogiéndolo del brazo y llevándolo pocoa poco aparte con palabras tranquilizadoras.

Cuando don Benito volvió, el norteamericanoobservó con tristeza que la ilusionada esperan-za de aquél, al igual que el repentino fulgor ensus mejillas, había sido sólo algo febril y transi-torio.

Poco después, con semblante apagado, miran-do hacia la popa, el anfitrión invitó a su hués-ped a acompañarle allí, para aprovechar la bri-sa que pudiera levantarse.

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Como, durante el relato de lo acontecido, elcapitán Delano se había sobresaltado más deuna vez con el ocasional sonido de platillos queproducían los pulidores de hachas, se extrañóde que fueran permitidas tales interrupciones,especialmente en esa parte del navío y a oídosde un enfermo; y, además, como la visión de lashachas no resultaba muy atractiva y aún menosla de aquellos que las manipulaban, el caso fueque, a decir verdad no sin cierta temerosa reti-cencia, o incluso puede que con cobardía, elcapitán Delano, aparentando complacencia,aceptó la invitación de su anfitrión. Y aún fuepeor cuando, por un inoportuno capricho decumplir con el protocolo, que resultaba aúnmás penoso por su aspecto cadavérico, donBenito, con castellanas reverencias, insistió so-lemnemente en que su huésped le precedierapara subir la escalerilla que conducía a lo alto,donde, uno a cada lado del último peldaño, amodo de portaestandartes o centinelas, sehallaban sentados dos miembros de aquella

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hilera siniestra. El buen capitán pasó con caute-la entre ellos y al instante de haberlos dejadoatrás, como quien ha escapado a un peligro,sintió que las pantorrillas se le contraían deinquietud.

Mas, cuando al girarse vio la hilera completa decentinelas que, como muchos organilleros, to-davía estúpidamente absortos en su tarea, noeran conscientes de nada ajeno a ella, no pudomás que sonreírse ante su anterior inquietopánico.

En aquel momento, mientras se hallaba de piejunto a su anfitrión, mirando al frente por en-cima de las cubiertas inferiores, fue sorprendi-do por uno de esos casos de insubordinación alos que hemos aludido anteriormente. Tres mu-chachos negros y dos muchachos españolesestaban sentados juntos sobre las escotillas,limpiando una burda fuente de madera en laque recientemente se había cocinado una escasacantidad de rancho. De pronto, uno de los mu-

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chachos negros, enfurecido por una palabraque había proferido uno de sus compañeros,agarró una navaja y, aunque uno de los recoge-dores de estopa lo instara a contenerse, golpeóal joven en la cabeza infligiéndole una heridade la que fluyó la sangre.

Sorprendido, el capitán Delano preguntó quésignificaba aquello. A lo que el pálido don Be-nito murmuró con voz apagada que se tratabameramente de una diversión del muchacho.

-Una diversión más bien grave, por cierto -respondió el capitán Delano-. Si algo semejantehubiera ocurrido en el Bachelor's Delight, sehabría impuesto un castigo inmediato.

Al oír estas palabras, el español lanzó al nor-teamericano una de sus repentinas, fijas y me-dio enloquecidas miradas, para después, vol-viendo a caer en su aletargamiento, contestarle:

-Indudablemente, señor, indudablemente.

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«¿No resultará -pensó el capitán Delano-, queeste desventurado es uno de esos capitanes depaja que he conocido, cuya política consiste enhacer la vista gorda ante aquello que no soncapaces de reprimir con su sola autoridad? Noconozco visión más triste que la de un coman-dante que sólo ejerce su mando nominalmen-te.»

-Es mi parecer, don Benito -dijo ahora, mirandoal recogedor de estopa que había intentadointerponerse entre los muchachos-, que le seríamuy ventajoso mantener atareados a todos losnegros, especialmente a los más jóvenes, sinque importe lo que suceda en el barco. Porque,incluso con mi pequeño grupo, me resulta in-dispensable este proceder. Una vez mantuve ami tripulación en el alcázar sacudiendo alfom-brillas para mi camarote, cuando, durante tresdías, había dado por perdido mi barco -hombres, alfombrillas y todo lo demás-, a causadel vendaval, por cuya violencia no podíamos

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hacer otra cosa que dejarnos conducir a su mer-ced.

-Indudablemente, indudablemente -murmuródon Benito.

-Pero -siguió diciendo el capitán Delano, mi-rando de nuevo a los recogedores de estopa yluego a los cercanos pulidores de hachas-, veoque, por lo menos, tiene atareada a alguna desu gente.

-Sí -fue la también vaga respuesta.

-Esos viejos de ahí, lanzando sus discursos des-de sus púlpitos -continuó el capitán Delanoseñalando a los recogedores de estopa-, parecenrepresentar el papel de viejos maestros de es-cuela ante los demás, aunque por lo que se ve,sus advertencias son poco atendidas. ¿Lo hacenpor su propia voluntad, don Benito, o les hamandado que hicieran de pastores de su rebañode ovejas negras?

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-Los puestos que ocupan los he ordenado yo -replicó el español en tono mordaz, como ofen-dido por una reflexión pretendidamente iróni-ca.

-¿Y esos otros, esos conjuradores Ashanti de ahí-continuó el capitán Delano, bastante intranqui-lo al mirar el acero que blandían los pulidoresde hachas, a las que habían sacado brillo enalgunas partes- no resulta curioso que tenganesa tarea, don Benito?

-Durante las galernas que encontramos -respondió el español- lo que de nuestro carga-mento general no se tiró por la borda, resultómuy dañado por la salmuera del aire. Desdeque entramos en un tiempo más tranquilo, hehecho que se subieran varias cajas de cuchillosy hachas para revisar y limpiar.

-Una idea prudente, don Benito. Supongo quees, en parte, dueño del barco y del cargamento,pero no de los esclavos, ¿no es así?

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-Soy dueño de todo lo que ve -contestó donBenito con impaciencia-, excepto de la mayoríade los negros, los cuales pertenecían a mi difun-to amigo Alejandro Aranda.

La mención de este nombre provocó en él unaactitud de desolación: le temblaron las rodillasy su criado tuvo que sostenerlo.

Creyendo intuir la causa de tan insólita emo-ción, con la idea de confirmar su suposición, elcapitán Delano, tras una pausa, dijo:

-Y ¿puedo preguntar, don Benito, si, ya quehace un momento ha hablado de unos pasaje-ros de camarote, el amigo cuya pérdida tanto loaflige, acompañaba a los negros al empezar elviaje?

-Sí.

-Pero ¿murió de la fiebre?

-Murió de la fiebre. Oh, si yo hubiera podido...

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Estremeciéndose de nuevo, el español hizo unapausa.

Perdóneme -dijo el capitán Delano en voz baja-,pero creo que, por haber pasado por una expe-riencia similar, puedo intuir, don Benito, lo quele causa mayor dolor en su aflicción. Una veztuve la mala fortuna de perder, en el mar, a unquerido amigo, a mi propio hermano, que eraentonces sobrecargo. Seguro del bienestar de sualma, puedo sobrellevar su partida como unhombre, pero... esa mano honesta, esa miradahonesta que tan a menudo habían encontradolas mías y ese buen corazón, todo, ¡todo!, comosobras para los perros... ¡todo lanzado a lostiburones! Fue entonces cuando me prometí novolver a llevar a un ser querido como compañe-ro de viaje, a no ser que, sabiéndolo él, hubieraproveído todo lo indispensable para embalsa-mar sus restos mortales y poderlos enterrar alllegar a tierra. Si los restos de su amigo estuvie-

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ran ahora a bordo del barco, don Benito, no leafectaría tanto oír mencionar su nombre.

-¿A bordo de este barco? -repitió el español.Luego, con gestos de horror, como alejando unespectro, cayó inconsciente en los atentos bra-zos de su asistente, el cual, con un gesto silen-cioso hacia al capitán Delano, pareció suplicarleque no abordara un tema tan terriblementeangustioso para su amo.

«Este pobre hombre es ahora -pensó el apenadonorteamericano-, víctima de esa triste supersti-ción que asocia la idea de duendes en el interiordel cuerpo vacío de un hombre, como fantas-mas en una casa abandonada. ¡Cuán distintossomos unos y otros! La sola mención de lo quepara mí, en el mismo caso, hubiera significadouna solemne satisfacción, horroriza al españolhasta el punto de ponerlo en este trance. ¡PobreAlejandro Aranda! Qué diría si pudiera veraquí a su amigo, -quien, en pasados viajes,cuando usted se había quedado atrás durante

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meses, me atrevo a decir que a menudo habríadeseado y deseado poder verlo siquiera unossegundos-, ahora traspuesto de terror al menorpensamiento de tenerlo, en algún modo, cercade él.»

En aquel momento, con el triste tañido de unacampana de cementerio anunciando el duelo, lacampana del castillo de proa del navío, golpea-da por uno de los canosos recogedores de esto-pa, anunciaba las diez en punto a través de ladensa calma, cuando llamó la atención del capi-tán Delano la móvil figura de un negro gigan-tesco que emergía de la multitud de abajo y,lentamente, avanzaba hacia la elevada popa.

Alrededor del cuello llevaba una argolla dehierro de la que pendía una cadena enrolladatres veces a su cuerpo, los últimos eslabonessujetos con un candado a una ancha banda dehierro que le servía de cinturón.

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-Atufal se mueve como un mudo -murmuró elcriado.

El negro subió los peldaños hacia la popa y,como un valiente prisionero que subiera a reci-bir sentencia, se plantó con impertérrita mudezante don Benito, ya recuperado de su ataque.

En cuanto lo vio acercarse, don Benito se es-tremeció, una sombra de resentimiento pasópor su rostro y, como si le asaltara repentina-mente el recuerdo de un inútil arrebato de ira,sus blancos labios permanecieron pegados.

«Debe de ser un terco amotinado», pensó elcapitán Delano examinando, no sin una mezclade admiración, la talla colosal del negro.

-Vea, señor, espera su pregunta -dijo el criado.

Así advertido, don Benito, esquivando con ner-viosismo su mirada, como rehuyendo anticipa-

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damente una respuesta rebelde, con voz des-concertada, habló de esta manera:

-Atufal, ¿me pedirás perdón ahora?

El negro no dijo nada.

-Otra vez, amo -murmuró el criado mirando asu compatriota con rencorosa censura-. Otravez, amo, ahora sí que se someterá al amo.

-Contesta -dijo don Benito, esquivando aún sumirada-, di tan sólo la palabra perdón y haréque te quiten las cadenas.

Al oír estas palabras, el negro, levantando len-tamente ambos brazos, los dejó caer despuéssin fuerza, haciendo sonar sus cadenas, y bajóla cabeza, para luego decir:

-No, estoy bien así.

-¡Vete! -dijo don Benito con reprimida y desco-nocida emoción.

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Pausadamente, como había venido, el negroobedeció.

-Perdón, don Benito -dijo el capitán Delano-,esta escena me sorprende, ¿podría decirme quésignifica?

-Significa que ese negro, él solo, de entre todoel grupo, me ha infligido una particular ofensa.Lo he hecho encadenar. Yo...

Aquí hizo una pausa, llevándose la mano a lacabeza, como si algo nadara allí dentro, o unasúbita perplejidad hubiera embargado su me-moria, pero al encontrar la mirada de aquies-cencia de su criado pareció sentirse más seguroy prosiguió:

-No podía mandar azotar semejante corpulen-cia. Pero le dije que debía pedirme perdón. To-davía no lo ha hecho. Por orden mía debe pre-sentarse ante mí cada dos horas.

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-Y ¿desde cuándo dura esto?

-Desde hace unos sesenta días.

-¿Es obediente en todo lo demás? ¿Y respetuo-so?

-Sí.

-Entonces, a mi parecer -exclamó el capitánDelano, impulsivamente-, el interior de ese su-jeto alberga un espíritu regio.

-Puede que tenga algún derecho a ello -repusodon Benito con amargura- dice que era rey ensu tierra.

-Si -dijo el criado tomando la palabra-, esashendiduras que tiene Atufal en las orejas habí-an llevado aretes de oro; pero el pobre Babo, ensu tierra natal, no era más que un pobre escla-vo; Babo era esclavo de un negro como ahora loes de un blanco.

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Un tanto enojado por esas familiaridades en laconversación, el capitán Delano observó concuriosidad al asistente, luego miró inquisitiva-mente a su amo; pero, como si ya estuvieraacostumbrado a esas pequeñas informalidades,ni el hombre ni su amo parecieron entenderlo.

-Dígame, por favor, don Benito, ¿cuál fue laofensa de Atufal? -inquirió el capitán Delano-.Si no fue nada muy serio, acepte el consejo deun bobo y, en vista de su docilidad general,además de un cierto respeto natural hacia sucoraje, levántele el castigo.

-No, el amo no hará eso jamás -murmuró en-tonces para sí el criado-; el orgulloso Atufaldebe pedir primero el perdón del amo. Ese es-clavo lleva el candado, pero el amo posee lallave.

Dirigida su atención por estas palabras, el capi-tán Delano advirtió por primera vez que, delcuello de don Benito, suspendida a un fino cor-

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dón de seda, colgaba una llave. De pronto, pen-sando en las palabras que había mascullado elcriado, intuyendo la finalidad de la llave, son-rió y dijo:

-De modo, don Benito, que... candado y llave...,símbolos bien significativos, realmente.

Aunque el capitán Delano, hombre por cuyanatural simplicidad era incapaz de cualquiersátira o ironía, había pronunciado jovialmenteel comentario que aludía al señorío, singular-mente evidenciado, del español sobre el negro,pareció de alguna manera que el hipocondríacolo había tomado como una reflexión maliciosaacerca de su confesada incapacidad, hasta elmomento, para doblegar, al menos por reque-rimiento verbal, la atrincherada voluntad delesclavo. Deplorando este supuesto malentendi-do, al tiempo que se esforzaba en corregirlo, elcapitán Delano cambió de tema, pero, encon-trando a su compañero más ensimismado quenunca, como si todavía estuviera digiriendo

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amargamente el poso de la supuesta afrentaarriba mencionada, poco a poco, el capitán De-lano también fue adoptando una actitud menoslocuaz, abrumado, contra su voluntad, por loque parecía ser la secreta venganza del enfer-mizamente susceptible español. Pero el buenmarino, por su talante más bien opuesto, seabstuvo, por su parte, no sólo de mostrarse,sino incluso de sentirse ofendido, y si se man-tenía en silencio era tan sólo por contagio.

A continuación, el español, ayudado por sucriado, pasó por delante de su huésped de for-ma un tanto descortés, proceder que, a decirverdad, podía haber sido considerado como uncapricho de su mal humor, si no hubiera sidoporque amo y criado, quedándose en la esquinade la alta claraboya, empezaron a murmurar envoz baja, lo cual no dejaba de ser desagradable.Es más, la enojada actitud del español, que aveces había mostrado con valetudinaria majes-tuosidad, parecía ahora muy poco digna, al

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tiempo que la sumisa familiaridad del criadoperdía su originario encanto de inocente esti-ma.

Hallándose en una situación embarazosa, elvisitante volvió la cara hacia el otro lado delbarco. Al hacerlo, su mirada recayó acciden-talmente sobre un joven marinero español que,con un rollo de cuerda en la mano, se dirigía enaquel momento desde la cubierta al primer cír-culo del aparejo de mesana.

Posiblemente, el hombre no habría merecidomayor atención, de no ser porque había sido élquien, durante su ascenso a una de las vergas,había fijado la mirada en el capitán Delano, y, acontinuación, como por instinto, en el par demurmuradores.

Al volver a dirigir su atención hacia esta zona,el capitán Delano se sobresaltó ligeramente.Algún detalle del comportamiento de don Beni-to en aquel momento hizo pensar al visitante

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que, al menos en parte, era él mismo el objetode la consulta que se desarrollaba al margen,conjetura tan poco agradable para el invitadocomo poco elogiosa para el anfitrión.

Las extrañas idas y venidas entre cortesía ymala educación por parte del capitán españolresultaban inexplicables, salvo por causa deuno de dos supuestos: inocente demencia operversa impostura.

Pero la primera idea, aunque se le podría haberocurrido de forma natural a un observador in-diferente, y, de alguna manera, no hubiera sido,hasta el momento, completamente ajena a lamente del capitán Delano; no obstante, ahoraque, de forma incipiente, empezaba a conside-rar la conducta del extraño como una especiede afrenta intencionada, ciertamente la idea delocura quedaba virtualmente descartada. Mas,si no era un loco ¿qué era, entonces? En estascircunstancias, ¿representaría un caballero o encualquier caso un honesto patán, el papel que

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ahora interpretaba su anfitrión? Aquel hombreera un impostor. Algún aventurero de pocamonta, disfrazado de grande de los océanospero ignorante de los requisitos básicos de lamás simple caballerosidad hasta el punto deofrecer muestras de tan notable indecoro. Esaextraña ceremoniosidad puesta de manifiestotambién otras veces, parecía propia de alguienque interpreta un personaje por encima de suauténtico rango. Benito Cereno... don BenitoCereno... un nombre muy acertado. Un apelli-do, además, nada desconocido en esa épocaentre los sobrecargos y capitanes de barco quecomerciaban a lo largo de los mares españoles yperteneciente a una de las más emprendedorasy extensas familias de comerciantes de todasesas provincias, algunos de cuyos miembrosposeían títulos nobiliarios; una especie deRothschild de Castilla, con un hermano o primonoble en cada gran ciudad comercial de Suda-mérica. El supuesto don Benito era un hombrejoven, alrededor de los veintinueve o treinta

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años. Adoptar el tipo de vida errante de uncadete encargado de los asuntos marítimos detan importante familia... ¿qué treta podía sermás apetecible para un joven bribón con talentoy vitalidad? Pero el español era un pálido en-fermo... ¿Y qué? Es bien sabido que más de unmalhechor ha llegado incluso al punto de simu-lar una enfermedad mortal, con tal de lograr sucometido. Y pensar que, bajo ese aspecto dedebilidad infantil, podían albergarse los mássalvajes propósitos... esos melindres del espa-ñol no eran sino la piel de cordero tras la que seesconde el lobo.

Tales fantasías no provenían de ninguna líneade pensamiento, ni profunda ni superficial; asítambién, súbitamente y todas de vez, se desva-necían tan deprisa como la escarcha cuando elsuave sol de la afable naturaleza del capitánDelano volvía a alcanzar su meridiano.

Observando una vez más a su anfitrión, cuyorostro, visto por encima de la claraboya, se en-

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contraba ahora medio vuelto hacia él, se sor-prendió ante la pureza de corte de su perfil,aún más afinada por la incidental delgadezcausada por la enfermedad y ennoblecido,además, el mentón por la barba. ¡Fuera sospe-chas! Era un auténtico vástago de un auténticohidalgo Cereno.

Aliviado por estos pensamientos y otros aúnmejores, el visitante, tarareando suavementeuna canción, empezó ahora a pasearse con indi-ferencia por la popa, como para no dar a en-tender a don Benito que, de algún modo, habíadesconfiado de su cortesía y mucho menos desu identidad; ya que esa desconfianza estabapor probar si era ilusoria o debida a hechosconcretos, aunque la circunstancia que la habíaprovocado quedara sin explicar. Pero el capitánDelano pensó que, cuando ese pequeño miste-rio se hubiera aclarado, podría arrepentirse enextremo si dejaba que don Benito se enterara deque se le habían ocurrido sospechas tan poco

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generosas. En pocas palabras que, con todo loque había sufrido del español, era mejor, porun tiempo, concederle el beneficio de la duda.

Por ahora, con el rostro lívido, espasmódico yensombrecido, el español, todavía sostenidopor su asistente, se acercó a su huésped y, conun azoramiento aún mayor del acostumbrado,y una extraña forma de intrigante entonaciónen su ronco susurro, comenzó la siguiente con-versación:

-Señor, ¿puedo preguntarle cuánto tiempo llevaanclado en esta isla?

-Pues, tan sólo un día o dos, don Benito.

-Y ¿de qué puerto venían?

-De Cantón.

-Y allí, señor, ¿intercambiaron sus pieles de focapor té y sedas, creo que dijo?

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-Sí. Sedas más que nada.

-¿Y el remanente, lo recibió en metálico, supon-go?

El capitán Delano, un poco intranquilo, contes-tó:

-Sí, algo de plata, aunque no demasiada.

-Ah, bien. ¿Puedo preguntarle cuántos hombrestiene, señor?

El capitán Delano se estremeció levemente,pero contestó:

-Unos... cinco y veinte, en total.

-Y actualmente ¿todos a bordo, supongo?

-Todos a bordo, don Benito -contestó el capitán,ahora con satisfacción.

-¿Y lo estarán esta noche, señor?

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Ante esta última pregunta, después de tantas ytan pertinaces, el capitán Delano no pudo evitarmirar con gran seriedad a quien se la hacía, elcual, en vez de sostener la mirada, dandomuestra de cobarde inquietud, bajó los ojoshacia la cubierta, lo que ofrecía un indigno con-traste con la actitud de su criado, quien, enaquel momento, se encontraba de rodillas a suspies, ajustándole una hebilla suelta del zapato,mientras que, con humilde curiosidad, volviósu aparentemente distraída mirada abiertamen-te hacia arriba para observar el abatimiento desu amo.

El español, aún con una desordenada expresiónde culpabilidad, repitió su pregunta:

-Y... ¿y estarán esta noche?

-Sí, que yo sepa -contestó el capitán Delano-,aunque mejor dicho -recobró la composturapara decir la verdad sin temor- algunos habla-

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ron de salir para otra partida de caza hacia lamedianoche.

-¿Sus barcos, generalmente, van... van más omenos armados, creo, señor?

-Bueno... uno o dos cañones del seis, para casosde emergencia -fue la intrépidamente indiferen-te respuesta- con una pequeña provisión demosquetes, arpones para focas, y chafarotes, yausted sabe.

Habiendo así contestado, el capitán Delanomiró otra vez a don Benito, pero los ojos de esteúltimo miraban hacia otro lado, mientras, cam-biando abrupta e inoportunamente de tema, serefería displicentemente a la calma y luego, sinexcusarse, se retiró una vez más con su asisten-te a los macarrones opuestos, donde continua-ron murmurando.

En aquel momento, y antes de que el capitánDelano pudiera empezar a reflexionar fríamen-

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te sobre lo que acababa de ocurrir, vio al jovenmarinero español antes mencionado descen-diendo del aparejo. Durante la acción de incli-narse para saltar sobre la cubierta, su volumi-noso, amplio vestido, o camisa, de lana ordina-ria, muy manchado de alquitrán, se abrió hastamuy por debajo del pecho, dejando ver unaropa interior sucia que parecía de lino de lamejor calidad, ribeteado, a la altura del cuello,por una estrecha cinta azul, deplorablementedescolorida y desgastada. En ese momento, lamirada del joven marinero volvió a fijarse enlos murmuradores y el capitán Delano creyóobservar en ello un secreto significado, como sisilenciosas señales, de alguna especie de franc-masonería, hubieran sido intercambiadas enaquel instante.

Ello impulsó nuevamente su mirada hacia donBenito y, como la vez anterior, no pudo sinodeducir que el tema de la conferencia era élmismo. Se detuvo. El sonido de los pulidores

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de hachas atrajo su atención. Lanzó otra rápidamirada disimulada a los dos. Tenían todo elaire de estar conspirando. Unidas al anteriorinterrogatorio y el incidente del joven marine-ro, todas estas cosas engendraron ahora con talfuerza la reaparición de una involuntaria sos-pecha que la extraordinaria inocencia del nor-teamericano no la pudo tolerar; forzando unaalegre y animada expresión se acercó rápida-mente a los dos diciendo:

-Vaya, don Benito, vuestro negro parece serrealmente de vuestra confianza, una especie deconsejero privado, ciertamente.

Ante estas palabras, el criado levantó la miradacon una amable sonrisa, pero el amo se estre-meció como si hubiera sufrido una venenosamordedura. Transcurrieron uno o dos instantesantes de que el español se sintiera suficiente-mente recuperado para contestar, lo cual hizo,finalmente, con fría reserva.

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-Sí, señor, confío en Babo.

Aquí Babo, cambiando su anterior gran sonrisade mero carácter animal por una sonrisa inteli-gente, miró a su amo no sin gratitud.

Viendo que ahora el español permanecía silen-cioso y reservado, como si, involuntaria o in-tencionadamente, quisiera dar a entender quela proximidad de su huésped era inconvenienteen ese momento, el capitán Delano, sin quererparecer descortés incluso ante la descortesía enpersona, hizo un frívolo comentario y se mar-chó dándole vueltas una y otra vez en la mentea la misteriosa conducta de don Benito Cereno.

Había descendido desde popa y, absorto en suspensamientos, pasaba cerca de una oscura esco-tilla que llevaba al entrepuente, cuando, al per-cibir movimiento allí dentro, miró para ver quéera lo que se movía. En aquel instante percibióun resplandor en la sombría escotilla y vio auno de los marineros españoles que rondaba

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por allí apresurándose en meter la mano dentrode la pechera de su vestido, como si escondieraalgo. Antes de que el hombre pudiera estarseguro de la identidad de quien pasaba por allí,éste se alejó furtivamente hacia abajo. Aunquese vio lo suficiente de él para convencerse deque era el mismo marinero visto anteriormenteen el aparejo.

¿Que era aquello que brillaba tanto? Pensó elcapitán Delano. No era ninguna lámpara... Nin-guna cerilla... Ningún carbón encendido ¿Po-dría haber sido una joya? ¿Pero, como iban atener joyas los marineros?... ¿O tener camisetasribeteadas de seda? ¿Habría estado robando loscalzones de los pasajeros de camarote quehabían muerto? Aunque, si así fuera, difícil-mente llevaría uno de los artículos robadosestando a bordo del barco. Vaya, vaya... Si aho-ra resulta que era, realmente, una señal secretalo que he visto pasarse entre este tipo sospe-choso y su capitán hace un rato...; si tan sólo

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pudiera estar seguro de que mis sentidos, en minerviosismo, no me han engañado, entonces...

En este punto, pasando de una sospecha a otra,daba vueltas en su mente a las extrañas pregun-tas que se le habían formulado respecto a subarco.

Por una curiosa coincidencia, a cada punto querecordaba, resonaba un golpe de las hachas delos viejos brujos de Ashanti; como un siniestrocomentario a los pensamientos del extrañoblanco. Presionado por tales enigmas y presa-gios, hubiera sido algo antinatural que no sehubieran impuesto, incluso en el más escépticode los corazones, tan desagradables sentimien-tos.

Observando el barco, irremediablemente arras-trado por una corriente, con las velas comohechizadas, dirigiéndose con creciente rapidezmar adentro, y dándose cuenta de que a causade una prominencia de la tierra, el velero que-

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daba escondido, el tenaz marinero empezó atemblar con pensamientos que no se atrevía aconfesarse a sí mismo. Más que nada, empezó asentir un fantasmagórico temor hacia don Beni-to. Y, al mismo tiempo, cuando recobró el áni-mo, con el pecho dilatado y ya seguro sobre suspiernas, lo consideró fríamente: ¿a santo de quéhacerse tantos fantasmas?

Si el español tuviera algún plan siniestro, debe-ría ser no tanto respecto a él (el capitán Delano)sino respecto a su navío (el Bachelor's Delight).Por lo tanto, el actual alejamiento de un barcorespecto al otro, en vez de propiciar ese posibleplan, era, al menos por ahora, opuesto a él. Es-taba claro que cualquier sospecha que combi-nara tales contradicciones debía ser forzosa-mente ilusoria. Además, parecía absurdo pen-sar que una nave en apuros, una nave donde laenfermedad había dejado la tripulación casi sinhombres, una nave cuyos habitantes estabanmuertos de sed; parecía mil veces absurdo que

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tal vehículo pudiera ser, en el presente, de ca-rácter pirata; o que su comandante albergaraalgún deseo para sí mismo o para sus subordi-nados, que no fuera el de obtener rápido alivioy refresco. Por otra parte, ¿podían ser fingidasla angustia en general y la sed en particular? ¿Yno podía ser que la misma tripulación española,que supuestamente había perecido hasta noquedar más que unos pocos, estuviera, todaella, en ese mismo momento, acechando a laespera? Con el angustioso pretexto de suplicaruna taza de agua fría, demonios con formahumana se habían escondido a veces en solita-rias moradas, para no retirarse hasta que sehubiera llevado a cabo un secreto designio.Además, entre los piratas malayos no era nadainusual el hecho de persuadir a los barcos paraque les siguieran a sus traicioneros puertos, o elde atraer a los tripulantes de un reconocidoadversario con el triste espectáculo de hombresdemacrados y cubiertas vacías, bajo los cualesacechaban centenares de lanzas y de brazos

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amarillos preparados para lanzarlas a lo alto através de las esteras. No es que el capitán Dela-no hubiera dado crédito enteramente a taleshechos. Había oído hablar de ellas... y ahora,como historias, le rondaban por la cabeza. Eldestino actual del barco era el fondeadero. Allíestaría cerca de su propio navío. Una vez con-seguida esa proximidad ¿no podría el San Do-minick, como un volcán inactivo, liberar repen-tinamente las fuerzas que ahora escondía

Recordó la actitud del español mientras conta-ba su propia historia, sus titubeos y sus som-bríos subterfugios. Era precisamente la formaen que uno se inventa un cuento, con malvadospropósitos, al tiempo que lo va contando. Perosi esa historia no era cierta, ¿cuál era la verdad?¿Que el barco había llegado ilícitamente a ma-nos del español? Sin embargo, en muchos delos detalles, especialmente los referidos a lasmayores calamidades, como las bajas entre losmarineros, el consiguiente y prolongado barlo-

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ventear, los sufrimientos soportados a causa delas obstinadas calmas y el aún no aliviado su-frimiento causado por la sed. En todas estascuestiones, y también en otras, la historia dedon Benito había sido corroborada no tan sólopor las exclamaciones de lamento de la caóticamultitud, negros y blancos, sino también, cosaque parecía imposible de falsificar, por la mis-ma expresión y aspecto de cada uno de los ras-gos humanos que el capitán Delano podía ob-servar.

Si la historia de don Benito era, de principio afin, una invención, entonces cada alma de abordo, incluso la de la más joven negra, era unrecluta suyo cuidadosamente adiestrado para elcomplot: una conclusión increíble. Y, no obstan-te, si había fundamento para desconfiar de suveracidad, esa conclusión era legítima.

Sólo que... esas preguntas del español... Eso síque daba que pensar... ¿No parecían formula-das con el mismo objetivo con el que un ladrón

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o asesino inspecciona durante el día las paredesde una casa? Aunque... recabar información tanabiertamente, con malas intenciones, de la per-sona que corre más peligro y, de esta manera,ponerla en guardia, ¿qué improbable procederera ése? Por lo tanto, era absurdo suponer quelas preguntas habían sido incitadas por planesperversos. De esta manera, la misma conductaque había provocado la alarma, sirvió para di-siparla. En pocas palabras, cualquier sospecha opreocupación, por más evidentemente razona-ble que pareciera en su momento, era descarta-da de inmediato por el exceso de evidencia.

Finalmente empezó a reírse de sus anteriorespresentimientos, y a reírse del extraño navíopara, dentro de lo que cabe, ponerse de algunaforma a su favor, por así decirlo; y a reírse tam-bién del extraño aspecto de los negros, en parti-cular de esos viejos afiladores de tijeras, losAshanti, y de esas viejas mujeres haciendo gan-chillo postradas en cama, los recogedores de

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estopa; y casi incluso del propio español miste-rioso, el mayor espantajo de todos ellos.

Por lo demás, cualquier cosa que, consideradaseriamente, parecía enigmática, era ahora afa-blemente justificada por la idea de que, la ma-yoría de las veces, el pobre enfermo a duraspenas sabía lo que se hacía; tanto respecto a susdemostraciones de mal humor como respecto asus ociosas preguntas sin objeto ni sentido. Ob-viamente, por el momento, el hombre no seencontraba en condiciones de asumir el mandodel navío. Retirándole del mando con algunaexcusa de ayuda mutua, el capitán Delano de-bía, no obstante, enviar la nave a Concepción, acargo de su segundo oficial, un plan tan conve-niente para el San Dominick como para don Be-nito, ya que, liberado de toda ansiedad, que-dándose el resto del viaje en su camarote, elenfermo, bajo los buenos cuidados de su criado,al final de la travesía, probablemente, habría

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recuperado hasta cierto punto su salud, y conella recuperaría también su autoridad.

Tales eran los pensamientos del norteamerica-no. Tranquilizadores. No era lo mismo imagi-nar a don Benito manejando secretamente eldestino del capitán Delano que al capitán Dela-no solucionando abiertamente el de don Benito.De todas formas, el buen marino no dejó desentir un cierto alivio en aquel momento al di-visar en la distancia su barca ballenera. Su au-sencia se había prolongado a causa de una im-prevista retención junto al velero, además deque su viaje de vuelta se había prolongado acausa del continuo alejamiento del objetivo.

El punto que avanzaba era observado por losnegros. Sus gritos atrajeron la atención de donBenito, quien, recobrando la cortesía y acercán-dose al capitán Delano, expresó su satisfacciónpor la llegada de las provisiones, aunque fue-ran por fuerza escasas y temporales.

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El capitán Delano respondió, pero, mientras lohacia, algo que sucedía en la cubierta inferioratrajo su atención: entre la multitud que se en-caramaba a los macarrones del costado de tie-rra, mirando ansiosamente la barca que se acer-caba, dos negros que, al parecer, habían sidoaccidentalmente incomodados por uno de losmarineros, empujaron violentamente a éstehacia un lado, y, como el marinero se habíaquejado de alguna manera, lo estamparon co-ntra la cubierta a pesar de los ardientes gritosde los recogedores de estopa.

-Don Benito -dijo inmediatamente el capitánDelano-, ¿ve usted lo que está sucediendo ahí?¡Mire!

Pero, encogido por un nuevo ataque de tos, elespañol se tambaleaba con ambas manos en lacara, a punto de caerse. El capitán Delanohabría acudido en su ayuda, pero el criado es-taba más alerta y, mientras con una mano sos-tuvo a su amo, con la otra le aplicó la medicina.

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Al recuperarse don Benito, el negro dejó desostenerlo apartándose ligeramente hacia unlado pero manteniéndose sumisamente atentoal más leve susurro.

Se evidenciaba aquí tal discreción, que borraba,al parecer del visitante, cualquier mancha dedeshonestidad que pudiera haber sido atribui-da al asistente a causa de las indecorosas con-versaciones antes mencionadas, mostrando,además, que si el criado fuera culpable, lo seríamás por culpa de su amo que por la suya pro-pia, ya que, por sí mismo era capaz de compor-tarse tan correctamente.

Distraída su mirada del espectáculo de descon-cierto hacia otro más agradable como el quetenía ante sí, el capitán Delano no pudo abste-nerse de felicitar nuevamente a su anfitrión porel hecho de poseer tal criado, el cual, aunque decuando en cuando era tal vez un poco descara-do, debía de ser, por lo general, inestimablepara alguien en la situación del enfermo.

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-Dígame, don Benito -añadió con una sonrisa-,me gustaría tener a este hombre a mi servicio,¿que me pediría por él? ¿Le parecería correctocincuenta doblones?

-El amo no se separaría de Babo ni por mil do-blones -murmuró el negro, al oír la oferta, y nosólo tomándola con la mayor seriedad sinotambién despreciando tan insignificante valo-ración llevada a cabo por un desconocido con laextraña vanidad del fiel esclavo apreciado porsu amo. Pero don Benito, aparentemente aúnno del todo recuperado, y nuevamente inte-rrumpido por la tos, dio tan sólo una respuestaentrecortada.

Pronto su angustia llegó a tal punto, afectandoaparentemente también a su mente que, comointentando esconder el triste espectáculo, elcriado condujo lentamente a su amo hacia aba-jo.

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Al quedarse solo, el norteamericano, para ma-tar el tiempo hasta que llegara su barca, sehabría acercado amablemente a alguno de losmarineros españoles que vio, pero recordandoalgo que había mencionado don Benito sobre suincorrecto comportamiento, se abstuvo dehacerlo, como corresponde a un capitán de bar-co que no está dispuesto a aprobar la cobardíao la falta de lealtad en los subordinados.

Mientras, con estos pensamientos, permanecíade pie observando abiertamente aquel pequeñogrupo de marineros; de repente, le pareció queuno o dos de ellos le dirigían una mirada car-gada de intención. Se frotó los ojos y volvió amirar, pero nuevamente le pareció ver lo mis-mo. Bajo una nueva forma, pero más misteriosaque cualquier otra anterior, volvió a su mentela antigua sospecha, pero, al no estar presentedon Benito, con menos sobresalto que antes. Apesar de todo lo malo que le habían contadosobre los marineros, el capitán Delano se acercó

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decididamente a uno de ellos. Descendiendopor la popa, se hizo paso entre los negros, pro-vocando su movimiento un extraño grito de losrecogedores de estopa, incitados por el cual, losnegros, apartándose a empujones, le abrieronpaso, pero, como con curiosidad por ver cuálera el objeto de su deliberada visita al ghetto,acercándose por detrás en un orden tolerable,siguieron al forastero blanco. Siendo su avanceproclamado como por heraldos a caballo y es-coltado como por la guardia de honor de uncafre, el capitán Delano, adoptando una actitudamistosa e informal, siguió avanzando, diri-giendo de vez en cuando una palabra jovial alos negros, y examinando curiosamente con lamirada los rostros blancos espaciadamentemezclados aquí y allá entre los negros, comodispersas piezas blancas de ajedrez que ocupa-ran osadamente las posiciones de las piezas deloponente.

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Mientras pensaba en cuál escogería para supropósito, se fijó por casualidad en un marine-ro sentado en cubierta, atareado en embrear lacorrea de un gran aparejo de poleas con uncírculo de negros a su alrededor, que observa-ban con curiosidad el procedimiento.

La humilde tarea de aquel hombre contrastabacon algo en su aspecto físico que denotaba su-perioridad. Había un extraño contraste entre sumano, negra por el continuo sumergirla en elcubo de brea que le sostenía un negro, y su ros-tro, un rostro que habría sido de muy nobleapariencia de no ser por su aspecto ojeroso. Siese aspecto ojeroso era producto de una activi-dad criminal era algo imposible de determinar,ya que, del mismo modo que el calor o el fríointensos producen sensaciones similares, aligual la inocencia y la culpabilidad, cuando,casualmente unidas a un sufrimiento mental,dejan una marca visible, usan un mismo sello,un sello hiriente.

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No es que tal reflexión se le ocurriera al capitánen ese momento, siendo, como era, un hombrecaritativo. Era más bien otra idea. Porque, ob-servando tan singular aspecto ojeroso combi-nado con una mirada misteriosa, que se hacíaesquiva como con preocupación y vergüenza, yrecordando de nuevo la mala opinión que donBenito confesaba tener de su tripulación, insen-siblemente, se dejó influenciar por ciertas opi-niones generalizadas que al tiempo que dis-ocian el dolor y el abatimiento de la virtud, losasocian irremediablemente con el vicio.

«Si realmente existe maldad a bordo de estebarco -pensó el capitán Delano-, seguro que esehombre de ahí se ha ensuciado en ella la manodel mismo modo que ahora se la ensucia en labrea. No quiero acercarme a él. Hablaré coneste otro, este viejo marinero que está aquí, enel cabrestante.»

Se dirigió hacia un viejo marinero de Barcelona,que lucía calzones rojos y harapientos y un go-

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rro sucio, mejillas llenas de surcos y curtidaspor el sol, bigote espeso como un seto de espi-no. Sentado entre dos africanos de aspecto so-ñoliento, este marinero, como su más jovencompañero de a bordo, estaba trabajando en unaparejo, empalmando un cable, desempeñandolos negros de aspecto soñoliento la inferior fun-ción de sostenerle las partes exteriores de lacuerda.

Al acercarse el capitán Delano, el hombre incli-nó la cabeza de sopetón, más abajo del nivel enque la tenía, o sea, el necesario para su trabajo.Pareció como si deseara aparentar estar absortoen su tarea con más fidelidad que de costum-bre. Al ser interpelado levantó la vista pero conlo que parecía ser una furtiva, tímida actitud,que resultaba bastante extraña en su cara mal-tratada por el clima, del mismo modo que si unoso pardo, en vez de gruñir y morder, sonrierabobamente y pusiera cara de oveja. Se le pre-guntaron varias cuestiones acerca del viaje que

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se referían intencionadamente a varias peculia-ridades de la narración de don Benito que nohabían sido corroboradas anteriormente por losimpulsivos gritos con los que había sido recibi-do el visitante cuando había llegado a bordo.Las preguntas fueron contestadas con breve-dad, confirmando todo lo que quedaba porconfirmar de la historia. Los negros que se en-contraban en el cabrestante se unieron al viejomarinero, pero, a medida que ellos interveníanen la conversación, él se iba quedando silencio-so hasta quedarse bastante taciturno, y con uncierto mal humor, parecía poco predispuesto acontestar más preguntas, aunque todo el tiem-po se mezclaban en él el aspecto de oso con elde oveja.

Desesperado por entablar una conversaciónmás distendida con esa especie de centauro, elcapitán Delano, tras echar una hojeada a sualrededor en busca de un semblante más hala-güeño, aunque sin encontrar ninguno, habló

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amablemente con los negros haciéndose paso yasí, entre varias sonrisas y muecas, volvió a lapopa, sintiéndose un poco raro al principio, sinsaber muy bien por qué, pero, en suma,habiendo recobrando la confianza en BenitoCereno.

Con qué claridad, pensaba, aquel bigotudohabía puesto en evidencia su mala conciencia.«Sin duda, al ver que me acercaba, había temi-do que yo, enterado por su capitán de la gene-ral mala conducta de la tripulación, fuera a re-prenderle, y, por lo tanto, había bajado la cabe-za. Y sin embargo..., sin embargo, ahora que lopienso, ese mismo viejo, si no me equivoco, erauno de aquellos que parecían mirarme seria-mente aquí arriba, hace un momento. Ay... es-tas corrientes hacen que a uno le dé vueltas lacabeza casi tanto como el mismo barco. Vaya,ahí se ve ahora una agradable y alegre escena, ybastante sociable, además.»

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Su atención se había dirigido hacia una negraque se hallaba profundamente dormida, par-cialmente a la vista por entre las redes de cuer-da de un aparejo, acostada, con sus jóvenesmiembros dispuestos de cualquier manera, alsocaire de los macarrones, como una jovencierva a la sombra de una roca del monte. Re-panchigado en el seno de su regazo, se encon-traba su cervatillo bien despierto, completa-mente desnudo, el cuerpecillo negro medioincorporado desde la cubierta, entrecruzadocon sus diques; sus manos, como dos patas,trepando por ella, buscando sin efecto por to-das partes, con la boca y la nariz, para llegar asu objetivo. Emitía, al mismo tiempo, un ruido-so semigruñido que se mezclaba con el sosega-do ronquido de la negra.

La insólita fuerza del niño acabó por despertara la madre. Se incorporó bruscamente de cara alcapitán Delano que se encontraba algo más allá.Pero, como si no le preocupara en absoluto la

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actitud en que había sido sorprendida, levantógozosamente al niño en sus brazos, y, con efu-sión maternal, lo cubrió de besos.

«He aquí a la naturaleza desnuda, pura ternezay amor», pensó el capitán Delano con gran sa-tisfacción.

Este incidente lo incitó a fijarse en otras negrascon más interés que antes. Se sentía complacidopor su forma de hacer: como la mayoría de mu-jeres sin civilizar, parecían ser al mismo tiempotiernas de corazón y fuertes de constitución,dispuestas por igual a morir por sus hijos que aluchar por ellos. Salvajes como panteras y tier-nas como palomas. «¡Ah! -pensó el capitán De-lano-, éstas son, posiblemente, algunas de lasmismas mujeres que vio Ledyard en África y dequienes hizo tan noble relato.»

Estas espontáneas escenas, de una u otra mane-ra, reforzaron inconscientemente su confianza ytranquilidad. Por fin miró para ver cómo le iba

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a su barca, pero aún se encontraba bastantelejos. Se giró para ver si había regresado donBenito, pero no lo había hecho.

Para cambiar de escenario, además de paradarse el gusto de observar ociosamente la lle-gada de la barca, pasando por encima de lascadenas de mesana, se encaramó hasta uno deesos balcones abandonados de aspecto vene-ciano de los que ya hemos hablado, apartadosde la cubierta. Al pisar el musgo marino, mediohúmedo, medio seco, que alfombraba el lugar,sintió en su mejilla la espectral caricia de unsoplo aislado de brisa, llegado sin previo avisoy del mismo modo desaparecido; y su miradase posó en la hilera de menudas claraboyasredondas, todas cerradas con rodelas de cobrecomo los ojos de un muerto en su ataúd, y en lapuerta del camarote de oficiales que antes co-nectaba con la galería, al igual que las clarabo-yas, que en su tiempo la miraban desde arriba yque ahora veía que estaban selladas a cal y can-

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to, como la tapa de un sarcófago, y el entrepa-ño, umbral y travesaño, alquitranados y de co-lor negro violáceo; y se le ocurrió pensar en eltiempo en que en ese camarote de oficialeshabían resonado las voces de los oficiales delrey de España y en que las figuras de las hijasdel virrey de Lima se habían asomado a esebalcón, posiblemente en el mismo lugar en queahora se hallaba él; mientras éstas y otras imá-genes revoloteaban en su mente, como la ligerabrisa durante la calma, sintió que, progresiva-mente, lo sobrecogía una inquietud ensoñado-ra, como la de aquel que hallándose solo en unallanura, le embarga el desasosiego tras el repo-so del mediodía.

Se apoyó en la labrada balaustrada, mirandonuevamente a lo lejos, hacia su barca, pero sumirada tropezó con unas cintas de hierba mari-na que formaban una larga estela a lo largo dela línea de flotación del barco, rectas como unseto de boj verde y con unos arriates de algas,

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anchos óvalos y medias lunas, flotando aquí yallá con lo que parecían elegantes alamedasentre ellos, cruzando las hileras de oleaje y cur-vándose como si se dirigieran a las grutas delfondo y, suspendida por encima de todo ello, seencontraba la balaustrada que él tenía junto así, la cual, en parte manchada por la brea y enparte estampada en relieve por el musgo, seme-jaba la ruina calcinada de una quinta de vera-neo en medio de un gran jardín largo tiempoincultivado.

Intentando romper un hechizo, había sidohechizado de nuevo. Aunque se hallaba sobreel ancho mar, parecíale encontrarse en algúnlejano país tierra adentro, prisionero en un cas-tillo abandonado, condenado a contemplarcampos vacíos y asomarse para ver caminossolitarios por los que no pasaba jamás ningúncarro ni caminante.

Pero esos encantamientos se desencantaron unpoco cuando vio las corroídas cadenas princi-

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pales. De estilo antiguo, deformes y oxidadoslos eslabones, argollas y tornillos, parecían to-davía más acordes con la presente utilizacióndel barco que con aquel para el que había sidocreado.

En aquel momento, pensó que algo se movíacerca de las cadenas. Se frotó los ojos y mirócon atención. Arboledas de aparejo envolvíanlas cadenas, y allí asomándose por detrás deuna gran estay, como un indio detrás de unacicuta, pudo ver a un marinero español, con unpasador en la mano, que hacia lo que parecíaser un gesto inacabado en dirección al balcón,pero inmediatamente, como alarmado por unruido de pasos sobre la cubierta, desaparecióentre los escondrijos del bosque de cáñamo,como un cazador furtivo.

¿Qué significaba aquello? Aquel hombre habíaintentado comunicar algo, sin que nadie lo su-piera, ni siquiera su capitán. ¿Tenía relación esesecreto con algo desfavorable a don Benito?

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¿Iban acaso a confirmarse los anteriores presen-timientos del capitán Delano? ¿O tal vez en suasustadizo actual estado de ánimo, había to-mado como una señal de aviso significativa loque no era sino un movimiento hecho al azar ysin intención por aquel hombre que parecíaestar ocupado en reparar el estay?

Algo desorientado, buscó nuevamente su barcacon la mirada. Pero ésta se encontraba tempo-ralmente escondida por las rocas de un espolónde la isla. Al inclinarse hacia delante con ciertaimpaciencia para avistar la salida del rostro dela barca, la balaustrada cedió ante él como car-bón vegetal. De no haberse agarrado a unacuerda que sobresalía, habría caído al mar. Elchoque, aunque débil, y la caída, aunque sorda,de los fragmentos podridos, por fuerza habíande ser oídos. Miró hacia arriba. Mirándolo des-de arriba con comprensible curiosidad, se en-contraba uno de los recogedores de estopa, queresbaló desde su peligrosa posición hasta una

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botavara exterior, mientras que, por debajo delnegro, invisible para él, avizorando desde unaportilla como un zorro desde la boca de su gua-rida, se agazapaba nuevamente el marino es-pañol. Por algo que le sugirió repentinamentela actitud del hombre, la loca idea de que laindisposición de don Benito, al retirarse abajo,no era más que un falso pretexto, se disparó enla mente del capitán Delano: que su colega sehallaba atareado urdiendo su plan, y que elmarinero, habiendo concebido algún tipo desospecha, estaba dispuesto a poner sobre avisoal extraño, incitado posiblemente por la grati-tud, tras haber oído sus amables palabras alsubir al barco. ¿Era quizá en previsión de unainterferencia como ésta por lo que don Benitohabía dado tan negativas referencias de susmarineros, al tiempo que había elogiado a losnegros, aunque, de hecho, los primeros parecí-an tan dóciles como rebeldes los últimos?

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También era cierto que los blancos eran, pornaturaleza, la raza más perspicaz. Un hombreque tramaba un plan maléfico, ¿no alabaría laestupidez que es ciega a su depravación altiempo que difamaría la inteligencia ante la queno puede esconderse? Posiblemente no resulta-ría extraño.

Pero si los blancos poseían oscuros secretos enrelación a don Benito... ¿acaso éste podía actuarde alguna manera en complicidad con los ne-gros? Aunque ellos eran demasiado estúpidos.Además ¿dónde se ha visto que un blanco pue-da ser tan renegado como para prácticamenteabjurar de su propia especie, aliándose con losnegros en contra de él? Estos apuros le recorda-ron otros precedentes. Perdido en sus laberin-tos, el capitán Delano, quien ahora había vueltoa cubierta, iba avanzando intranquilo por ellacuando se fijó en una cara que no había vistoantes, un viejo marinero sentado con las pier-nas cruzadas cerca de la escotilla principal. Las

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arrugas encogían su piel como la bolsa vacía deun pelícano, su pelo era blanco, su rostro gravey sosegado. Tenía las manos llenas de cuerdascon las que hacía un gran nudo. A su alrededorse encontraban algunos negros que, servicial-mente, le metían los cabos aquí y allá, segúnmandaban las exigencias de la operación.

El capitán Delano cruzó hacia él y se quedó ensilencio contemplando el nudo; su mente, acausa de una agradable transición, pasó de suspropios enredos a los del cáñamo. Nunca habíavisto un nudo tan rebuscado en ningún barconorteamericano, ni, de hecho, en ningún otro.El viejo parecía un sacerdote egipcio realizandonudos gordianos para el templo de Amón. Elnudo parecía una combinación de un doblenudo de bolina, uno triple de corona, un nudode pozo hecho con el revés de la mano, un asde guía y un barrilete.

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Finalmente, desconcertado en cuanto al signifi-cado de tal nudo, el capitán Delano se dirigió alanudador:

-¿Qué estás anudando ahí, amigo?

-El nudo -fue su breve respuesta, sin levantar lamirada.

-Eso parece, pero ¿para qué es?

-Para que alguien lo desanude -murmuró alcontestar el viejo, sin dar a sus dedos menosdescanso que nunca y a punto de completar elnudo.

Mientras el capitán Delano se quedaba mirán-dolo, de repente, el viejo lanzó el nudo hacia éldiciendo, en inglés chapucero, el primero queoía a bordo, algo así como:

-Deshágalo, córtelo, deprisa.

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Lo dijo despacio, pero de una forma tan abre-viada que las largas, lentas palabras en españolque le precedieron y sucedieron, operaron casicomo una cobertura del breve inglés entremez-clado.

Por un momento, con un nudo en las manos yotro nudo en la mente, el capitán Delano sequedó mudo, mientras, sin prestarle más aten-ción, el viejo se ponía a trabajar en otras cuer-das. En aquel momento se produjo una leveagitación detrás del capitán Delano. Al volver-se, vio al negro encadenado, Atufal, de pie, ensilencio.

Al instante siguiente, el viejo marinero se le-vantó murmurando y, seguido por sus subor-dinados negros, volvió a la parte delantera delbarco, donde desapareció entre la multitud.

Un anciano negro, vestido con un sayo como deniño y con cabeza de mulato y un cierto aire deabogado, se acercó en ese momento al capitán

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Delano. En un español pasable y con un afableguiño de complicidad, le informó que el negroanudador era un poco flojo de mollera, peroinofensivo, y que a menudo realizaba sus rarostrucos. El negro concluyó pidiéndole el nudo yaque, evidentemente, el extranjero no debía de-sear ser molestado con algo así. Inconsciente-mente, se lo entregó. Con una especie de congé,el negro tomó el nudo y, girándose, se puso arevolverlo todo como un detective de aduanasbuscando cuerdas de contrabando. En seguida,con una expresión africana que equivalía a¡bah!, tiró el nudo por la borda.

«Todo esto es muy raro», pensó el capitán De-lano, con un cierto sentimiento de aprensión,pero, como quien siente un mareo incipiente, seesforzó, ignorando los síntomas, en acabar conel malestar. Una vez más miró a lo lejos, haciala barca. Se alegró al ver que volvía a estar a lavista, dejando a popa las rocas del espolón.

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La sensación que experimentó con ello, trashaber aliviado su intranquilidad, pronto empe-zó a eliminarla con imprevista eficacia. La vi-sión menos distante de esa bien conocida barca,que ahora podía ver claramente y no como an-tes, mezclándose a medias con la neblina, sinocon el perfil defmido, hacía que su personali-dad, como la de un hombre, quedase de mani-fiesto; esa barca, de nombre Rover, que, aunqueactualmente estuviera en mares extraños, a me-nudo había estado varada en la playa donde sehallaba la casa del capitán Delano y había sidollevada hasta el umbral para ser reparada, per-maneciendo allí, familiarmente, como un perrode Terranova; la vista de esa barca domésticaevocó mil asociaciones agradables, las cuales,en contraste con las anteriores sospechas, pro-vocaron en él no tan sólo una alegre confianzasino también, en cierta forma, burlones auto-rreproches por su anterior desconfianza.

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«Como iba yo, Amasa Delano, el Marinero de laPlaya, como me llamaban de joven; yo, Amasa,que con la cartera del colegio bajo el brazo ibachapoteando por la orilla hasta la escuela, cons-truida en un viejo buque; yo, pequeño Marine-ro de la Playa, que iba a buscar bayas con elprimo Nat y los demás, ¿tenía que ser asesina-do aquí, en el confín del mundo, a bordo de unbarco pirata encantado; tendría que ser asesi-nado, digo, por un horrible español? ¡Vaya ideamás descabellada! ¿Quién iba a matar a AmasaDelano? Su conciencia está limpia. Hay alguienallá arriba. ¡Marinero de la Playa, chico malo!Eres realmente un niño; un niño en su segundainfancia; me temo que empiezas a chochear ybabear.»

Ligero de corazón y de pies, se dirigió a popa yallí encontró al criado de don Benito, el cual,con una expresión agradable que se avenía consus presentes sentimientos, le informó que suamo se había recuperado de los efectos de su

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ataque de tos y le acababa de ordenar que fueraa presentar sus cumplidos a su buen huésped,don Amasa, y decirle que él (don Benito) ten-dría pronto la satisfacción de volver a su lado.

«¿Ves lo que te decía? -pensó otra vez el capitánDelano, caminando por popa-. Qué zoquete hesido. Este amable caballero que me envía suscumplidos, es de quien pensaba hace diez mi-nutos que estaba, oscura linterna en mano, es-condiendo alguna vieja piedra de afilar en labodega, sacándole filo a un hacha destinada amí. Hay que ver; estas largas calmas producenun efecto malsano en la mente, como había oí-do a menudo, aunque hasta ahora no lo habíacreído. Vaya, dijo mirando hacia la barca, allíestá Rover, un buen perro, con un hueso blancoen la boca, un hueso bastante grande, en ver-dad, me da la impresión... ¿Qué? Sí, se ha pues-to a malas con esta burbujeante resaca. Y enci-ma se la lleva en dirección contraria, por elmomento. Paciencia.»

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Ya era cerca de mediodía, aunque por el matizgris que lo teñía todo, más bien parecía queestuviera llegando el atardecer.

La calma acabó de confirmarse. En la lejanadistancia, libre del influjo de la tierra, el plomi-zo océano parecía terso y emplomado, su cursoextinguido, sin alma, difunto. Pero la corrienteque provenía de la costa, donde se encontrabala embarcación, cobró mayor fuerza, llevándo-sela silenciosamente más y más lejos hacia lashipnotizadas aguas de mar adentro.

Sin embargo, el capitán Delano, por su conoci-miento de estas latitudes, abrigaba todavía laesperanza de que, de un momento a otro, sedejaría sentir el soplo de una brisa fresca y pro-metedora, y a pesar de las presentes perspecti-vas, contaba optimistamente con poder llevar elSan Dominick a anclar en lugar seguro antes dela noche. La distancia recorrida no importaba,ya que, con buen viento, en diez minutos denavegar a la vela, recuperaría más de sesenta

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minutos de deriva. Mientras tanto, girándoseahora a ver cómo le iba a Rover en su lucha co-ntra la resaca y volviéndose al cabo de un mi-nuto para ver si se acercaba don Benito, siguiócaminando por popa.

Sintió que la impaciencia lo iba invadiendoprogresivamente a causa del retraso de su bar-ca, impaciencia que pronto se convirtió en in-quietud hasta que finalmente, recayendo conti-nuamente su mirada, como desde el palco deproscenio sobre la platea, en la multitud que sehallaba delante y debajo de él, y, de cuando encuando, reconociendo entre ella el rostro, ahorasosegado hasta la indiferencia, del marineroespañol que había creído que le hacía señasdesde la cadena principal, parte de sus anterio-res turbaciones regresaron a su mente.

«¡Ah -se dijo, bastante gravemente-, esto es co-mo la fiebre de la malaria: el hecho de que hayadesaparecido no significa que no vaya a reapa-recer!»

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Aunque avergonzado por la reincidencia de suturbación, no consiguió dominarla completa-mente, por lo que, forzando al máximo su buentalante, transigió inconscientemente:

«Sí, es ésta una extraña nave, con una extrañahistoria, además, y con extrañas gentes. Pero...eso es todo.»

Con la intención de mantener su pensamientoalejado de ideas maliciosas mientras llegaba labarca, intentó ocupar su mente a base de darlevueltas y más vueltas, de forma puramenteespeculativa, a las peculiaridades menores delcapitán y de su tripulación.

Entre otros, cuatro puntos curiosos se repetíanen su memoria: Primero, el asunto del jovenespañol que había sido atacado con un cuchillopor un muchacho negro; acto ante el que donBenito había hecho la vista gorda. Segundo, latiranía con que don Benito trataba a Atufal, elnegro, como un niño llevando a un toro del

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Nilo por la argolla de su hocico. Tercero, el ma-rinero que había sido pisoteado por dos negros,un acto de insolencia que había sido pasado poralto sin ni tan siquiera reñirles por ello. Cuarto,la servil sumisión a su amo por parte de todoslos subordinados del navío, en su mayoría ne-gros, como si a la más mínima distracción te-mieran provocar su despótico enojo.

En su conjunto, estos cuatro puntos parecíanalgo contradictorios. «Mas... ¿qué importa? -pensó el capitán Delano mirando hacia la barcaque ahora se acercaba-, ¿qué más da? A fin decuentas, don Benito no es más que un coman-dante caprichoso. Pero no es el primero queencuentro de esta clase, aunque, a decir verdad,supera con creces a cualquier otro. Ahora bien,como nación -continuó él en sus fantasías-, es-tos españoles son una gente bien rara; la propiapalabra "español" tiene una curiosa resonanciaa conspiración, que recuerda a Guy Fawkes. Sinembargo, me atrevería a decir que, por lo gene-

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ral, los españoles son tan buena gente comocualquier habitante de Duxbury, en Massachu-setts. ¡Vaya, fantástico, al finha llegado Rover!»

En cuanto la barca, con su bienvenido carga-mento, tocó el costado, los recogedores de esto-pa, con venerables ademanes, intentaron re-primir a los negros, quienes, al ver las tres ba-rricas repletas de agua en su fondo y un mon-tón de calabazas secas en su proa, se colgaronde los macarrones en medio de un alborotadojolgorio.

Don Benito, con su criado, apareció en ese mo-mento, apresurado, tal vez, su regreso por elruido.

El capitán Delano le pidió permiso para distri-buir el agua, para que todos la compartieranpor igual y que nadie se indispusiera a causa deun injusto exceso. Pero, aunque la proposiciónera prudente, y, según don Benito, amable, fuerecibida con una aparente impaciencia; como si,

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consciente de su carencia de autoridad, donBenito, con los celos propios de la debilidad,tomara como una afrenta cualquier injerenciaajena. Por lo menos eso fue lo que dedujo elcapitán Delano.

Al cabo de un momento, mientras izaban lasbarricas a bordo, algunos negros más impacien-tes que los demás empujaron accidentalmenteal capitán Delano que se encontraba junto alportalón, ante lo cual, sin tener en cuenta a donBenito y dejándose llevar por el impulso delmomento, con amable autoridad, ordenó a losnegros que se mantuvieran más atrás, refor-zando sus palabras con un gesto entre divertidoy amenazador. Inmediatamente, se detuvierontodos en el lugar en que se hallaban, inmovili-zándose cada negro o negra en la postura enque la orden los había sorprendido; y así semantuvieron durante unos segundos, al tiempoque una sílaba desconocida se iba transmitien-do de hombre en hombre entre los recogedores

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de estopa, situados en su posición más elevada,como si fueran estaciones de telégrafo. Mien-tras el visitante fijaba su atención en esta esce-na, los pulidores de hachas se incorporaronrepentinamente y se oyó un rápido grito de donBenito.

Creyendo que, a la señal del español, iba a serasesinado, el capitán Delano estuvo a punto desaltar hacia su barca, pero se detuvo, al ver quelos recogedores de estopa, saltando entre lamultitud con firmes exclamaciones, forzaban aretirarse tanto a blancos como a negros, al tiem-po que, con gestos amistosos y familiares, casijocosos, los exhortaban a que no hicieran tonte-rías. Simultáneamente, los pulidores de hachasvolvieron a sus asientos mansamente, como side sastres se tratara, y acto seguido, como sinada hubiera ocurrido, se reanudó la tarea deizar los toneles, cantando al unísono blancos ynegros junto a la polea.

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El capitán Delano miró hacia don Benito. Al versu exigua figura esforzándose por incorporarseentre los brazos de su criado, en los que el ago-tado enfermo había caído, no pudo sino asom-brarse del pánico que se había apoderado de élal suponer precipitadamente que un coman-dante como éste, que perdía el control de símismo ante un incidente tan trivial, inclusointrascendente, como ahora se veía, iba a pro-vocar su muerte con tan enérgica iniquidad.

Hallándose ya los barriles sobre cubierta, elcapitán Delano recibió unas cuantas jarras ytazas de manos de los ayudantes del camarero,quien, en nombre de su capitán le rogó quehiciera lo que había propuesto, distribuir elagua.

Él hizo lo que se le pedía, ajustándose con re-publicana imparcialidad a ese ideal republicanosegún el cual debe siempre buscarse un términomedio, es decir, sirviendo al blanco más viejo lamisma cantidad que al negro más joven, a ex-

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cepción, claro está, del pobre don Benito, cuyacondición, si no su rango, exigía una raciónsuplementaria. A él, en primer lugar, ofreció elcapitán Delano una buena jarra del líquido ele-mento, pero el español, aunque sediento, nosorbió ni una gota sin antes haber llevado acabo varias reverencias y solemnes saludos,intercambio de cortesías que los africanos, en-cantados con la escena, aclamaron con aplau-sos.

Dos de las calabazas menos resecas fueron re-servadas para la mesa del capitán y las demásfueron desmenuzadas allí mismo y distribuidaspara deleite general. Pero el pan tierno, el azú-car y la sidra embotellada, el capitán Delano selos habría dado solamente a los blancos, espe-cialmente a don Benito, mas este último se opu-so con un desinterés que complació no poco alnorteamericano; se repartieron, pues, bocadospor igual tanto a blancos como a negros, a ex-

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cepción de una botella de sidra, que Babo insis-tió en apartar para su amo.

Conviene aquí observar que de la misma mane-ra que en la primera visita de la barca el nor-teamericano no había permitido que sus hom-bres subieran a bordo, tampoco lo había hechoahora, a fin de no ocasionar mayor confusiónen la cubierta.

Influenciado hasta cierto punto por el buenhumor general que prevalecía en el momento,olvidando por el momento cualquier pensa-miento que no fuera benévolo, el capitán Dela-no, quien, por los últimos indicios, contaba conuna brisa en una o dos horas a lo sumo, mandóque la barca regresara al velero, con órdenes deque todos los hombres disponibles se dedicaraninmediatamente a llevar botes con barriles adonde manaba el agua y llenarlos. Asimismo,mandó que transmitieran a su primer oficial laorden de que si, a pesar de las presentes expec-tativas, no llevaban la nave a anclar antes del

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crepúsculo, no debía preocuparse, ya que esanoche iba a haber luna llena y él (el capitánDelano) se quedaría a bordo, dispuesto a pilo-tar la nave en cuanto llegase el viento.

Mientras los dos capitanes permanecían de pieobservando la barca que partía y el criado, quehabía detectado una mancha en la manga deterciopelo de su amo, se hallaba atareado lim-piándola en silencio, el norteamericano se la-mentó de que el San Dominick no tuviera por lomenos una sola barca, a excepción de la inna-vegable lancha ruinosa que, deforme como elesqueleto de un camello en el desierto y blan-queada casi de la misma manera, se encontrababoca abajo como un perol, algo ladeada, pro-porcionando una especie de madriguera subte-rránea a los grupos familiares de negros, en sumayoría mujeres y criaturas, los cuales, senta-dos sobre lo que habían sido las esterillas delfondo, o encaramados en los asientos bajo laoscura bóveda, vistos desde cierta distancia

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semejaban un grupo de murciélagos refugiadosen una acogedora gruta; de tiempo en tiempo,se alzaba un revuelo de ébano cuando niños yniñas de tres o cuatro años, enteramente des-nudos, entraban y salían correteando por laboca de la madriguera.

-Si ahora tuvieran tres o cuatro barcas, don Be-nito -dijo el capitán Delano-, me parece que,manejando los remos, sus negros podrían serde utilidad. ¿Dejaron el puerto ya sin barcas,don Benito?

-Se desfondaron durante los vendavales, señor.

-¡Qué lástima! También perdió muchos hom-bres en esos momentos. Hombres y barcas. De-bieron ser muy fuertes los vendavales, don Be-nito.

-Algo inenarrable -dijo el español, encogiéndo-se.

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-Dígame, don Benito -prosiguió su colega conrenovado interés- dígame, ¿encontró los ven-davales inmediatamente después del Cabo deHornos?

-¿Cabo de Hornos? ¿Quién ha hablado del Ca-bo de Hornos?

-Usted mismo, cuando me relató su viaje -respondió el capitán Delano, viendo casi con elmismo asombro que al español le carcomíansus propias palabras de la misma manera queotras veces le carcomían sus propios sentimien-tos-, usted mismo, don Benito, habló del Cabode Hornos -repitió con énfasis.

El español se giró, adoptando una actitud en-corvada y manteniéndola un instante comoaquel que se dispone a llevar a cabo, zambu-lléndose, un cambio de elemento: del aire alagua.

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En ese momento, pasó corriendo un grumeteblanco, llevando al castillo de proa, en el nor-mal cumplimiento de sus funciones de mensa-jero, el aviso de que había transcurrido mediahora en el reloj del camarote, para que se hicie-ra sonar en la gran campana del barco.

-Amo -dijo el criado, interrumpiendo su tareaen la manga de la chaqueta y dirigiéndose alensimismado capitán con esa especie de tímidorecelo de quien debe cumplir con un deber cu-ya ejecución prevé que resultará fastidiosa parala misma persona que lo ha impuesto y en cuyoprovecho ha de redundar-, el amo me dijo que,sin importar dónde estuviera o en qué se halla-ra ocupado, le recordara siempre el instante enque había llegado la hora de afeitarse. Miguelha ido a hacer sonar las doce y media del me-diodía. Es decir, ahora, amo. ¿Irá el amo al sa-lón?

-Ah... sí... -contestó el español, aturdido, comovolviendo de un sueño a la realidad; luego,

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volviéndose hacia el capitán Delano, le dijo quemás tarde continuarían la conversación.

-Pero si el amo quiere hablar más con donAmasa -dijo el criado-, ¿por qué no permite quedon Amasa se siente al lado del amo en el sa-lón, y el amo puede hablar, y don Amasa puedeescuchar mientras Babo va enjabonando y sua-vizando?

-Sí -dijo el capitán Delano, nada descontentocon una proposición tan afable-, sí, don Benito,si no le importa iré con usted.

-Que así sea, señor.

Mientras los tres pasaban a popa, el norteame-ricano no pudo abstenerse de pensar que eso deque lo afeitaran con tan insólita puntualidad ala mitad del día era otro extraño ejemplo delcaprichoso talante de su anfitrión. Pero consi-deró que era muy probable que la ansiosa fide-lidad del criado tuviera algo que ver con el

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asunto, teniendo en cuenta que la oportunainterrupción había servido para que su amo sesobrepusiera del estado de ánimo que, eviden-temente, le había estado afectando

El lugar al que llamaban salón era un luminosocamarote de cubierta dispuesto en el lado depopa, a manera de buhardilla del gran camaro-te sobre el que se hallaba. Parte de éste habíaconstituido en el pasado los alojamientos de losoficiales, pero tras la muerte de éstos se habíanechado abajo todos los tabiques y todo el inter-ior había sido convertido en un único espaciosoy aireado salón marinero; por la ausencia demobiliario elegante y el pintoresco desorden deinútiles accesorios, más bien hacía pensar en elamplio y desordenado salón de la hacienda deun excéntrico terrateniente soltero de esos quecuelgan el chaquetón y la bolsa del tabaco enlos cuernos de un ciervo y guardan la caña depescar, las tenazas y el bastón en el mismo rin-cón.

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Realzaban la similitud, si no es que la sugeríandesde el principio, las perspectivas del mar quelos rodeaba, ya que, en algunos aspectos, elcampo y el océano parecen primos hermanos.

El suelo del salón se hallaba alfombrado. Juntoal techo, cuatro o cinco viejos mosquetes se alo-jaban en sendas ranuras horizontales practica-das a lo largo de las vigas. A un lado se encon-traba una mesa con patas en forma de garra,amarrada a la cubierta, sobre ella un misal ma-noseado, y algo más arriba, fijado al mamparo,un menudo, exiguo crucifijo. Bajo la mesa, po-dían verse uno o dos chafarotes abollados y unarpón mellado, entre tristes restos de aparejo,semejantes a un montón de cintos de fraile.Había también dos largos canapés de caña deMalaca, angulosos, ennegrecidos por el pasodel tiempo y a simple vista tan incómodos co-mo potros de tortura de un inquisidor, y unenorme y destartalado butacón, el cual, provis-to de un vulgar apoyacabezas de barbero sujeto

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con un tornillo, semejaba también un grotescoaparato de tortura. Situado en una esquina, unarmario de banderas, abierto, mostraba su con-tenido: lanillas de diversos colores, enrolladaslas unas, las otras a medio enrollar; algunas,incluso, tiradas por el suelo. Enfrente, se alzabaun embarazoso aguamanil de caoba, de unasola pieza, sostenido por un pedestal como side una pila bautismal se tratara, y, sobre él, unestante con barandilla contenía peines, cepillo yotros accesorios de baño. Una desgarradahamaca de rafia teñida se columpiaba cerca deallí, las sábanas revueltas y la almohada arru-gada como un ceño fruncido, como si el quedurmiera allí lo hiciera malamente, alternati-vamente asaltado por tristes pensamientos ynegras pesadillas.

El extremo más alejado de dicho salón, quesobresalía por encima de la popa del barco, sehallaba perforado por tres aberturas, ora ven-tanas, ora portillas, según asomara por ellas un

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hombre o un cañón, ora sociables, ora insocia-bles. En aquel momento no se veían ni hombresni cañones, aunque enormes cáncamos y otrosherrumbrosos accesorios guardaban memoriade cañones del veinticuatro.

Al entrar, el capitán Delano echó una mirada ala hamaca y dijo:

-¿Duerme usted aquí, don Benito?

-Así es, señor, desde que reina el buen tiempo.

-Este lugar, don Benito, parece una mezcla dedormitorio, salón, taller de velas, capilla, arme-ría y guardarropa privado -añadió el capitánDelano mirando a su alrededor.

-Cierto, señor, los acontecimientos no han per-mitido que pudiera poner mis cosas en orden.

Aquí el criado, con un paño en el brazo, se mo-vió para hacer notar que se hallaba a la esperade una indicación de su amo. Don Benito le

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indicó que se hallaba dispuesto, por lo cual,ayudándolo a sentarse en el sillón de Malaca ycolocando ante él uno de los sofás para acomo-do de su huésped, el criado comenzó su tareaechando para atrás el cuello de la camisa de suamo y aflojándole la corbata.

Hay algo especial en los negros que los haceparticularmente aptos para las tareas de asis-tente personal. La mayoría de los negros sonayudas de cámara o peluqueros natos y mane-jan el peine y el cepillo como si fueran casta-ñuelas y, aparentemente, casi con la mismasatisfacción. Poseen, además, una gentil discre-ción en la forma de desempeñar su tarea, juntoa una maravillosa, silenciosa, deslizante preste-za tan grácil en sus maneras que resulta singu-larmente grata para el que lo contempla y aunmás para aquel que es objeto de tales manipu-laciones.

Y, sobre todo, poseen el gran don del buenhumor. Lo cual, en este caso, no significaba ni

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una mera sonrisa ni una simple carcajada. Ellohubiera resultado inadecuado. Era más bienuna cierta alegría natural, una armonía en cadagesto y cada mirada, como si Dios hubiera do-tado al hombre negro de una alegre melodía.

Cuando a ello se le suma la docilidad que surgede la humilde complacencia de una mente limi-tada y esa propensión a encariñarse ciegamenteque es, a veces, innata en seres indiscutible-mente inferiores, se hace fácil comprender porqué esos hipocondríacos, Johnson y Byron, po-siblemente bastante parecidos al hipocondríacodon Benito, se encariñaron de sus criados ne-gros, Barber y Pletcher, casi hasta la total exclu-sión de la raza blanca. Entonces, si hay en elnegro algo que le libra de que las mentes máscínicas o insanas le inflijan su resentimiento¿cómo influirán en una mente benévola susmás atractivas cualidades? Y cuando las cues-tiones externas se hallaban en armonía, la men-te del capitán Delano no es que fuera benévola,

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era familiar y jovialmente benévola. En su casa,a menudo, había tenido la poco común satisfac-ción de sentarse junto a la puerta y observar aalgún liberto de color en su tarea o sus juegos.

Si, por casualidad, en alguno de sus viajes teníaalgún marinero negro, invariablemente se mos-traba franco y distendido con él. De hecho, co-mo la mayoría de los hombres de alegre y buencorazón, al capitán Delano le caían bien los ne-gros pero no por filantropía, sino por simpatía,como a otros hombres les caen bien los perrosde Terranova.

Hasta aquel momento, las condiciones en quehabía encontrado el San Dominick habían re-primido esa tendencia. Pero allí, en el salón,libre de sus anteriores preocupaciones y másdispuesto, por varias razones, a mostrarse so-ciable que en cualquier anterior momento deldía, al ver al criado de color, con el paño al bra-zo, tan elegante y solícito con su amo y, ade-más, desempeñando una tarea tan familiar co-

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mo era afeitarlo, renació en él su vieja debilidadpor los negros.

Entre otras cosas, le divertía aquella afición delos africanos por los colores brillantes y las ex-hibiciones vistosas de la que el negro dio unsingular ejemplo sacando del armario, con grandesenvoltura, un buen trozo de lanilla multico-lor y ajustándola con gran ceremonial bajo labarbilla de su amo a modo de delantal.

La manera de afeitarse de los españoles difiereligeramente de las de otros países. Utilizan unajofaina a la que denominan específicamentebacía de barbero y que tiene una escotadura enel borde que se ajusta con precisión a la barbillay donde ésta queda bien apoyada para el enja-bonado, lo cual no se lleva a cabo con una bro-cha, sino mojando el jabón en el agua de la jo-faina y frotándolo por la cara.

En el presente caso, a falta de algo mejor, elagua era salada, y tan sólo fueron enjabonados

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el labio superior y la zona inferior de la gargan-ta, conservando todo el resto una espesa barba.

Por ser los preliminares algo insólitos para elcapitán Delano, éste se quedó observándoloscon gran curiosidad, por lo que no se tercióconversación alguna, ni parecía que, por elmomento, don Benito estuviera dispuesto areanudar la anterior.

Dejando la jofaina en el suelo, el negro se pusoa buscar entre las cuchillas como si quisieraelegir la más afilada y, habiéndola encontrado,la aguzó algo más suavizándola con periciasobre la firme, suave y grasienta piel de supalma bien abierta; hizo entonces ademán deempezar, mas se detuvo un instante a mediocamino, sosteniendo la navaja en alto con unamano y humedeciendo expertamente con laotra las burbujas de jabón del largo y delgadocuello del español. Turbado por la visión de laproximidad del reluciente acero, don Benito seestremeció nerviosamente; su habitual palidez

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parecía aún más intensa por efecto del jabón,cuya espuma se veía aún más blanca por con-traste con el cuerpo del criado, negro como elhollín. Entre una cosa y otra, la escena resultabaalgo singular para el capitán Delano, quien, alverles en tal actitud, tampoco pudo sustraerse ala fantasía de ver al negro como a un verdugo yal blanco como a un hombre con la cabeza en eltajo. Pero fue uno de estos caprichosos espejis-mos que aparecen y se desvanecen en un abriry cerrar de ojos y de los que, posiblemente, in-cluso las mentes más cuerdas no siempre estánexentas.

Con todo ello, en su agitación, el español habíaaflojado un tanto la lanilla que lo cubría, demanera que un ancho pliegue se había desliza-do hasta el suelo cubriendo el brazo del sillóncomo un cortinaje, mostrando, entre una profu-sión de barras heráldicas y campos de colornegro, azul y amarillo, un castillo en campo

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rojo vivo en diagonal con un león rampantesobre campo blanco.

-¡El castillo y el león! -exclamó el capitán Dela-no-. Don Benito, pero si lo que está utilizandoaquí es la bandera de España! Es una suerte quesea yo y no el rey quien lo está viendo -añadiócon una sonrisa-, pero, total -prosiguió vol-viéndose hacia el negro- qué más da, supongo,con tal de que los colores sean alegres... -jocosocomentario que no dejó de divertir al negro.

-Vamos, amo -dijo éste volviendo a ajustar labandera y reclinando suavemente la cabeza desu amo sobre el apoyacabezas del respaldo-,vamos, amo.

Y el acero volvió a brillar junto a la garganta.De nuevo, don Benito se estremeció ligeramen-te.

-No debe temblar así, amo. Como don Amasapuede ver, el amo siempre tiembla cuando lo

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afeito. Y, sin embargo, el amo sabe bien quenunca lo he hecho sangrar, aunque la verdad esque si el amo tiembla así, puede ocurrir algúndía. Vamos, amo -volvió a decir-. Y, ahora, donAmasa, siga, por favor, con su charla sobre elvendaval y todo eso; el amo lo escuchará y, detiempo en tiempo, el amo podrá contestarle.

-Ah, sí, esos vendavales -dijo el capitán Delano-. Cuanto más pienso en su viaje, don Benito,más me extraño, no por los vendavales, quedebieron de ser terribles, sino por el desastrosoperíodo que los siguió, ya que, desde entonces,según su relato, han pasado dos meses o más,dirigiéndose hacia Santa María, una distanciaque yo mismo, con buen viento, he navegadoen pocos días. Es verdad que habéis encontradocalmas, y muy prolongadas, pero permanecerinmovilizado durante dos meses es, por lo me-nos, poco habitual. Porque, don Benito, si cual-quier otro caballero me hubiera contado tal

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historia, me habría sentido un tanto predis-puesto a no acabar de darle crédito.

En aquel momento asomó al rostro del españoluna expresión involuntaria, similar a la quehabía mostrado en cubierta poco antes y, yafuera a causa de su estremecimiento, ya fuerapor un brusco y torpe cabeceo del casco en me-dio de la calma, o por una momentánea vacila-ción de la mano del criado, por la razón quefuese, en aquel momento la cuchilla hizo brotarla sangre y unas gotas mancharon de rojo elcremoso jabón que cubría la garganta; en se-guida, el barbero retiró el acero y, manteniendosu actitud profesional, de espaldas al capitánDelano y de cara a don Benito, levantó la go-teante cuchilla diciendo con una especie detragicómica compunción:

-Ve, amo, temblaba tanto que aquí está la pri-mera sangre que le hace Babo.

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Ninguna espada desenfundada ante Jacobo I deInglaterra, ningún asesinato perpetrado en pre-sencia de ese tímido rey, podrían haber provo-cado mayor expresión de terror que la que mos-traba don Benito en ese momento.

«Pobrecillo -pensó el capitán Delano-, es tannervioso, que ni siquiera puede soportar la vi-sión de la sangre de un rasguño de navaja; yese hombre enfermo y trastornado, ¿es posibleque yo haya podido imaginar que quisiera de-rramar toda mi sangre, cuando no es capaz desoportar la visión de una gotita de la suya? Nocabe duda, Amasa Delano, no estás hoy en tuscabales. Más vale que, cuando vuelvas a casa,no se lo cuentes a nadie, bobo de Amasa. ¡Si,hombre, o sea, que parece un asesino, no medigas! Más bien parece como si fuera él mismoquien está acabado. Pues bien, la experiencia dehoy me va a servir de lección.»

Mientras tanto, al tiempo que estos pensamien-tos discurrían por la mente del honesto marino,

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el criado había tomado el paño que llevaba enel brazo y le decía a don Benito:

-Pero, amo, por favor, responda a don Amasamientras limpio esta cosa fea de la navaja y lavuelvo a afilar.

Cuando pronunciaba estas palabras, volvió amedias el rostro, de manera que fuera visible almismo tiempo para el español y para el nor-teamericano, y parecía, por su expresión, darmuestras de que, animando a su amo a prose-guir la conversación, lo que deseaba era desviaroportunamente su atención del enojoso acci-dente que acababa de tener lugar. Como si lealegrara poder hacer uso del alivio que se leofrecía, don Benito reanudó la conversaciónreiterando al capitán Delano que no sólo lascalmas habían tenido una duración insólita,sino que, además, el barco había sido presa derepetidas corrientes, y añadió otras circunstan-cias, algunas de las cuales no eran más que re-peticiones de afirmaciones anteriores, para ex-

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plicar cómo había sido posible que el trayectodesde el Cabo de Hornos hasta Santa María sehubiera prolongado de manera tan excesiva,todo ello salpicado de ocasionales elogios, aho-ra menos profusos que los anteriores, hacia losnegros, por la buena conducta general. La na-rración de estos pormenores no se llevó a cabode manera consecutiva, ya que el criado, en losmomentos adecuados, utilizaba la navaja, porlo cual, durante los intervalos del rasurado,relato y panegírico se sucedían con más ron-quera de lo habitual.

Según la imaginación del capitán Delano, quevolvía a no sentirse del todo tranquilo, habíaalgo tan vacío en el comportamiento del espa-ñol y, aparentemente, tal recíproca vaciedad enel oscuro comentario silencioso del sirviente,que, súbitamente, le asaltó la idea de que eraposible que aquel hombre y su amo, con unpropósito desconocido, estuvieran represen-tando ante él, tanto con sus palabras como con

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sus actos, a pesar del gran tembleque de losmiembros de don Benito, algún juego malabar.Tal sospecha de confabulación no carecía deaparente evidencia ya que también estaban losparlamentos en voz baja, anteriormente men-cionados. Pero, si ello era así, ¿con qué objetivorepresentaban ante él esta farsa del barbero? Alfinal, considerando dicha idea como un capri-cho de la imaginación, posiblemente sugeridode manera inconsciente por el aspecto teatralde don Benito con su bandera arlequinada, elcapitán Delano la desechó rápidamente.

Una vez concluido el afeitado, el criado empezóa evolucionar con un botellín de agua de olor,echando unas gotas sobre la cabeza de su amoy frotándola luego tan diligentemente que lavehemencia del ejercicio le provocó en los mús-culos de la cara una extraña contracción.

La siguiente operación la llevó a cabo con tije-ras, peine y cepillo, girando hacia un lado yhacia otro, alisando un rizo aquí, recortando un

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pelo rebelde de las patillas allá, retocando grá-cilmente el mechón sobre la sien y otros impro-visados toques que ponían de manifiesto sumaestría, mientras, don Benito, del mismo mo-do que se resigna cualquier caballero en manosdel barbero, lo soportaba todo con una intran-quilidad, por lo menos, mucho menor quecuando lo había afeitado; a decir verdad, se leveía ahora tan pálido y rígido que el negro se-mejaba un escultor nubio dando los últimostoques a la cabeza de una estatua blanca.

Habiendo concluido por fin su tarea, el negrorecogió el estandarte español, lo enrolló decualquier manera y lo guardó de nuevo en elarmario de las banderas, sopló con su cálidoaliento algún pelo que pudiera haber quedadobajo el cuello de su amo, reajustó el cuello de lacamisa y la corbata, retiró con la escobilla unapizca de hilas de la solapa de terciopelo, y,habiendo llevado a cabo todo esto, se retiró unpoco y se detuvo con una expresión de discreta

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complacencia, observando durante un momen-to a su amo, como si éste fuera, en lo tocante alaseo personal, una creación de sus propias ex-pertas manos.

El capitán Delano le dirigió un jovial cumplidopor su buena labor al tiempo que felicitaba adon Benito.

Pero, ni el agua de olor, ni el enjabonado, ni lafidelidad, ni la afabilidad alegraban al español.Viendo que recaía en su lóbrego mal humor yque aún permanecía sentado, el capitán Delano,suponiendo que su presencia no era deseada enese momento, se retiró con la excusa de ir acomprobar si, como había predicho, era visiblealgún indicio de brisa.

Dirigiéndose hacia el palo mayor, se detuvo areflexionar sobre la escena anterior, no sin uncierto recelo, cuando oyó un ruido cerca delsalón y, al girarse, vio al negro con la mano enla mejilla. Al acercarse, el capitán Delano pudo

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observar que la mejilla estaba sangrando.Cuando iba ya a preguntar la causa, el quejum-broso soliloquio del negro se la desveló.

-¡Ah! ¿Cuándo se repondrá el amo de su en-fermedad? Es tan sólo su amarga enfermedadla que le agria el corazón y hace que trate así aBabo, cortando a Babo con la navaja porqueBabo le había hecho, sin querer, un pequeñoarañazo y, además, por primera vez en tantosdías. ¡Ah, ah, ah! -profirió manteniendo la ma-no en la cara.

«¿Será posible? -pensó el capitán Delano-. ¿Fuepara descargar a solas todo su despecho espa-ñol sobre este pobre amigo suyo por lo que donBenito, con su hosco comportamiento, me indu-jo a retirarme? ¡Ah, cuán feas pasiones crea laesclavitud en los hombres! ¡Pobre tipo!»

Cuando estaba a punto de expresar sus simpa-tías al negro, éste, con tímida desgana, volvió aentrar en el salón.

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A continuación salieron el hombre y su amo,don Benito apoyado en el criado como si nadahubiera sucedido.

«Al fin y al cabo -pensó el capitán Delano-, noera más que una especie de riña de enamora-dos.

Se acercó a don Benito y anduvieron juntoslentamente. Habrían dado unos cuatro pasoscuando el camarero, un mulato alto con airesde rajá, ataviado a la manera oriental, con unturbante en forma de pagoda formada por treso cuatro pañuelos de Madrás enrollados deforma gradual alrededor de la cabeza, seaproximó y, con una reverencia, anunció que elalmuerzo estaba servido en el camarote.

En su camino hacia allí, los dos capitanes fue-ron precedidos por el mulato, el cual, volvién-dose al tiempo que avanzaba, con repetidassonrisas y reverencias, les hizo pasar al camaro-te; tal despliegue de elegancia hacía aún más

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patente la insignificancia de Babo, pequeño ycon la cabeza al descubierto, quien, no igno-rando su inferioridad, observaba con descon-fianza al elegante camarero. Pero el capitánDelano atribuyó, en parte, su celosa forma demirarlo a ese especial sentimiento que alberganlos hombres de pura sangre africana hacia losde sangre mezclada. En cuanto al camarero, sibien su porte no mostraba una gran dignidaden su amor propio, sí que evidenciaba su ex-tremo deseo de satisfacer, lo cual era doblemen-te meritorio, tanto como ser al mismo tiempocristiano y habitante de las islas Chesterfield.

El capitán Delano observó con interés que,mientras que la tez del mulato era de tono mes-tizo, sus facciones eran europeas, incluso clási-cas.

-Don Benito -susurró- me alegra ver a estechambelán de la vara de oro; verle refuta unaobservación que me hizo una vez un plantadorde las Barbados según la cual cuando un mula-

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to posee un rostro de europeo común hay quedesconfiar de él porque se trata de un demonio.Pero ya ve, este camarero suyo posee faccionesmás europeas que el rey Jorge de Inglaterra y,sin embargo, ahí lo tiene, inclinando la cabeza,haciendo reverencias y sonriendo; es verdade-ramente un rey, el rey de los corazones bonda-dosos y de los hombres corteses. Y, además,qué agradable es su voz...

-Es cierto, señor.

-Pero, dígame: ¿le ha dado muestras siempre,desde que lo conoció, de ser un buen sujeto,digno de confianza? -dijo el capitán Delano,deteniéndose mientras el camarero, con unagenuflexión final, desaparecía hacia el interiordel camarote-, dígame, ya que, por la razón queacabo de mencionar, tengo curiosidad por sa-berlo.

-Francesco es un buen hombre -respondió donBenito con desgana, como un flemático experto

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en arte que eludiera tanto la crítica como el elo-gio.

-¡Ah, eso pensaba yo! Ya que sería realmenteextraño, y no muy halagüeño para nosotros, losde piel blanca, que una porción de nuestra san-gre mezclada con la de los africanos pudiera,lejos de mejorar la calidad de la última, provo-car el triste efecto de verter vitriolo en el caldonegro, mejorando tal vez el color, pero no así lasalubridad.

-Sin duda, señor, sin duda -dijo don Benito mi-rando a Babo- pero, para no hablar de los ne-gros, el comentario de su plantador lo he oídoyo aplicado al mestizaje entre españoles e indi-os de nuestras provincias, aunque poco sé yosobre este tema -añadió con indiferencia.

Y entonces entraron en el camarote.

El almuerzo era frugal. Algo del pescado frescoy las calabazas del capitán Delano, galletas y

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cecina, la botella de sidra que habían reservadoy la última botella del vino de Canarias del SanDominick.

Cuando entraron, Francesco, junto a dos o tresayudantes de color, iba dando vueltas alrede-dor de la mesa, dando los últimos toques. Alpercibir a su amo se retiraron; Francesco realizóun sonriente congé y el español, sin dignarse aprestarle atención, comentó a su acompañante,con recompuesto remilgo, que le resultaba mo-lesto el exceso de sirvientes.

Ya sin compañía, anfitrión y huésped tomaronasiento, como un matrimonio sin hijos, a ambosextremos de la mesa, ya que don Benito, agi-tando el brazo, indicó al capitán Delano dóndedebía sentarse y, aun estando él tan débil, insis-tió en que el caballero se situara frente a él.

El negro colocó una alfombrilla bajo los pies dedon Benito y un cojín tras su espalda, y luego sequedó detrás, no de la silla de su amo, sino de

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la del capitán Delano. Al principio, este últimose sorprendió ligeramente, pero pronto se hizoevidente que tomando esa posición, el negromostraba nuevamente fidelidad a su amo,puesto que, teniéndole de cara, podría antici-parse más deprisa a su más imperceptible re-querimiento.

-Este individuo suyo es de lo más inteligente,don Benito -susurró el capitán Delano a travésde la mesa.

-Dice verdad, señor.

Durante la comida, el invitado volvió a referirsea algunos momentos de la historia de don Beni-to, pidiendo nuevos detalles aquí y allá. Quisosaber cómo había sido que la fiebre y el escor-buto habían perpetrado tal mortandad entre losblancos, y en cambio se habían llevado tan sóloa la mitad de los negros. Como si estas palabrasreprodujeran todas las escenas de la peste antelos ojos del español, recordándole miserable-

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mente su soledad en un camarote donde antesle habían rodeado tantos amigos y oficiales, letembló la mano, su rostro empalideció, y de suboca escaparon palabras entrecortadas; peroenseguida, esos mismos recuerdos del pasadoparecieron ser sustituidos por desquiciadosterrores del presente. Sus ojos aterrorizados sequedaron mirando fijamente ante sí en el vacío,pues nada podía verse allí, salvo la mano de sucriado que le acercaba el vino de Canarias.Eventualmente, unos pocos sorbos sirvieronpara recuperarle parcialmente. Se refirió, sinorden ni concierto, a las diferencias de constitu-ción, que permitían a unas razas hacer frente ala enfermedad mejor que otras. Era esta ideaalgo nuevo para su compañero.

En aquellos momentos, el capitán Delano, quetenía la intención de discutir con su anfitriónalgunos aspectos pecuniarios relativos a losservicios que se había comprometido a prestar-le, especialmente dado el hecho de que debía

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rendir cuentas a sus armadores en lo tocante alnuevo velamen y otras cosas de este tipo, ycomo prefería, lógicamente, llevar tales asuntosen privado, estaba deseoso de que el criado seretirara, e imaginaba que don Benito podríaprescindir por unos minutos de su ayudante.No obstante, aguardó un rato, convencido deque, a medida que avanzara la conversación,don Benito se daría cuenta, sin necesidad desugerírselo, de la conveniencia de tomar talmedida.

Pero no fue así. Finalmente, llamando la aten-ción de su anfitrión, el capitán Delano señalóhacia atrás con un leve gesto del pulgar, y su-surró:

-Don Benito, excúseme, pero hay algo que meimpide expresar con total libertad lo que debodecirle.

Al oírlo, el rostro del español cambió de expre-sión, cosa que el norteamericano atribuyó a un

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cierto resquemor por la indirecta, como si, dealguna manera, se tratara de un reproche haciasu criado. Tras una corta pausa, aseguró a suinvitado que podía ser de utilidad que el criadose quedara con ellos ya que desde que habíaperdido a sus oficiales, había hecho de Babo(cuya función original había sido, al parecer, lade capitán de los esclavos) no sólo su sirvientey compañero permanente, sino su confidenteen todos los asuntos.

Tras esto, nada más podía decirse, pero el capi-tán Delano no pudo evitar sin dificultad uncierto grado de irritación al ver que no era satis-fecho tan nimio deseo, por parte de alguien,además, a quien se disponía a prestar tan im-portante servicio. «De todas maneras, sólo setrata de su talante quejumbroso», pensó, y, lle-nándose el vaso, procedió a negociar.

Fijaron el precio de las velas y otros objetos.Pero, mientras lo hacían, el norteamericanoobservó que si bien su oferta original había sido

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recibida con febril urgencia, ahora que se habíareducido a una simple transacción comercial,hacían acto de presencia la apatía y la indife-rencia. De hecho, don Benito parecía avenirse aentrar en detalles más por respeto a las buenasmaneras que porque le causaran alguna impre-sión las grandes ventajas que todo ello suponíapara él mismo y para su viaje.

Pronto, su actitud se tornó aún más reservada.Cualquier esfuerzo por conseguir que entablarauna sociable conversación fue en vano. Ator-mentado por su enojadizo estado de ánimo, sequedó sentado, pellizcándose la barba, mien-tras la mano de su criado, en vano, le acercabalentamente el vino de Canarias.

Acabado el almuerzo se sentaron en el yugoacolchado y el criado colocó un cojín detrás desu amo. La larga persistencia de la calma habíaalterado la atmósfera. Don Benito suspiró pro-fundamente, como queriendo recuperar elaliento.

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-¿Por qué no nos trasladamos al salón? -propuso el capitán Delano-. Allí corre más elaire.

Pero don Benito continuó inmóvil y silencioso.

Mientras, el criado se arrodilló ante él con ungran abanico de plumas. Y Francesco, entrandode puntillas, entregó al negro una tacita deagua aromatizada con la que, a intervalos, ibafrotando la frente de su amo, alisándole el pelode las sienes como hace una nodriza con unniño. No pronunciaba ni una palabra. Tan sólomantenía la mirada fija en la de su amo, comosi, en medio de todo el pesar de don Benito, lasilenciosa visión de su fidelidad pudiera levan-tarle un poco el ánimo.

En ese momento, la campana del barco dio lasdos en punto y, a través de las ventanas delcamarote pudo percibirse una ligera ondula-ción del mar, y en la dirección deseada.

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-¡Ea! -exclamó el capitán Delano-. ¡Qué le habíadicho, don Benito, mire!

Se había puesto en pie, frente a una vista quehubiera debido levantar el ánimo de su compa-ñero. Pero aunque la cortina carmesí de la ven-tana de popa que tenía cerca batía en aquelmomento junto a su pálida mejilla, pareció aco-ger la brisa aún con peor humor que la calma.

«Pobrecito -pensó el capitán Delano-, la amargaexperiencia le ha enseñado que un soplo nohace viento al igual que una golondrina no haceverano. Pero esta vez se equivoca. Le llevaré subarco a puerto y se lo demostraré.»

Aludiendo discretamente a su débil estado desalud, pidió a su anfitrión que permanecieratranquilo donde se encontraba, ya que él (elcapitán Delano), se haría gustosamente respon-sable de sacarle el mayor provecho al viento.

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Cuando salía a cubierta, el capitán Delano seestremeció al encontrar inesperadamente aAtufal, plantado en el umbral como una enor-me estatua, al igual que uno de esos porterosesculpidos en mármol negro que montan guar-dia a la entrada de las tumbas egipcias.

Pero esta vez, posiblemente, el estremecimientofue puramente físico. La presencia de Atufal,dando fe de su docilidad de manera singularincluso estando resentido, quedaba contrastadacon la de los pulidores de hachas que, pacien-temente, daban muestra de su laboriosidad;mientras ambos espectáculos mostraban que,por negligente que fuera la autoridad de donBenito, todavía, cuando fuera que decidieseejercerla, ningún hombre por salvaje o colosalque fuera podía dejar de doblegarse ante ella deuna u otra manera.

Cogiendo un tornavoz que colgaba de los ma-carrones, el capitán Delano avanzó con pasoligero hacia el borde delantero de la popa, dan-

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do órdenes en su mejor español. Los pocos ma-rineros y los numerosos negros, todos igual-mente complacidos, se dispusieron obediente-mente a dirigir el barco hasta el puerto.

Mientras daba instrucciones sobre cómo izaruna arrastradera, de repente, el capitán Delanooyó una voz que repetía fielmente sus órdenes.Al volverse, vio a Babo que ahora representabatemporalmente su papel original de capitán delos esclavos, bajo las órdenes del piloto. Estaayuda le resultó muy valiosa. Velas hechas ji-rones y vergas empalmadas pronto estuvieronen su lugar. Y no hubo braza ni driza que nofueran tensadas al ritmo alegre de las cancionesde los ardorosos negros.

«Buenos tipos -pensó el capitán Delano-, con unpoco de formación se convertirán en buenosmarineros. Porque, ya ves, incluso las mujereshalan y cantan. Deben de ser algunas de esasnegras ashanti que he oído decir que resultantan buenos soldados. Pero ¿quién gobierna el

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timón? Necesito tener ahí alguien que sepa loque se hace.

Fue a verlo.

El San Dominick se gobernaba mediante unaincómoda caña de timón sujeta a grandes po-leas horizontales. Al extremo de cada polea sehallaba un subalterno negro; entre ellos, al fren-te del timón, en el puesto de mayor responsabi-lidad, un marinero español cuyo rostro expre-saba cómo compartía la esperanza y confianzagenerales que había traído la llegada de la bri-sa.

Resultó ser el mismo hombre que se había com-portado de forma tan tímida junto al molinete.

-¡Vaya, con que eres tú! -exclamó el capitánDelano-. Bien, se acabó poner ojos de cordero;ahora mira hacia adelante y mantén el barco enesa dirección. ¿Sabes hacerlo, verdad? ¿Y quie-res que entremos en el puerto, no es cierto?

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El hombre asintió con una risilla de conejo, em-puñando firmemente el timón. En eso, sin queel norteamericano se apercibiera de ello, los dosnegros observaron atentamente al marinero.

Habiéndolo encontrado todo correcto en el ti-món, el piloto se encaminó hacia el castillo deproa para ver cómo iban las cosas por allí.

La nave llevaba ahora velocidad suficiente paraafrontar la corriente.

Con la llegada del atardecer, era seguro que labrisa iba a soplar más recia.

Hecho todo lo necesario por el momento, elcapitán transmitió sus últimas órdenes a losmarineros y volvió de nuevo a popa para in-formar a don Benito, en su camarote, de la si-tuación, quizá más deseoso de reunirse con élpor la esperanza de poder conversar un mo-mento en privado mientras el criado se hallabaatareado en la cubierta.

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Bajo la popa, se encontraban dos accesos al ca-marote, uno a cada lado y uno más hacia proaque otro, comunicándose, por tanto, por unpasadizo más largo. Convencido de que el cria-do seguía arriba, el capitán Delano, tomando laentrada más cercana, la anteriormente citada yen cuyo portal se encontraba todavía Atufal, seapresuró hasta llegar al umbral del camarote,donde se paró un instante, un poco para reco-brarse de sus prisas. Luego, ya con las palabrasdel asunto que quería tratar en los labios, entró.Cuando se acercaba hacia el español, aún sen-tado, oyó otro ruido de pasos que resonaban almismo tiempo que los suyos. Por la puertaopuesta, bandeja en mano, avanzaba también elcriado.

«Maldito criado y su fidelidad -pensó el capitánDelano-. ¡Qué coincidencia más fastidiosa!»

Posiblemente, el fastidio podría haberse con-vertido en algo peor de no ser por la vigorosaconfianza que le inspiraba la brisa. A pesar de

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ello, sintió un leve remordimiento al asociar ensu mente, de manera súbita e indefinida, a Babocon Atufal.

-Don Benito -dijo- le traigo buenas noticias; labrisa se mantendrá y ganará fuerza. A propósi-to, su enorme reloj humano, Atufal, se encuen-tra ahí afuera. Supongo que por orden suya.

Don Benito se encogió como respondiendo a lapunzada de una leve sátira, tan hábilmenteaderezada con aparente cortesía que no dejabalugar a réplica.

«Es como si lo hubieran despellejado vivo -pensó el capitán Delano-, ¿dónde se le podríatocar sin provocarle un estremecimiento?»

El criado se situó delante de su amo para arre-glarle un almohadón; recobrando su cortesía, elespañol respondió fríamente:

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-Tiene razón. El esclavo se encuentra donde loha visto cumpliendo mis órdenes, las cualesespecifican que si a la hora indicada estoy aquíabajo, él debe quedarse ahí y aguardar mi lle-gada.

-Perdóneme, pues, pero eso es realmente trataral pobre sujeto como a un ex rey. ¡Ah, don Beni-to! -dijo sonriendo-. A pesar de la libertad queusted permite en algunos aspectos, mucho metemo que, en el fondo, sea un amo implacable.

Don Benito se estremeció de nuevo y esta vez,según pensó el buen marinero, a causa de unauténtico remordimiento de conciencia.

La conversación volvió a enfriarse. En vano elcapitán Delano le hizo notar el ya perceptiblemovimiento de la quilla surcando suavementeel mar; con la mirada apagada, don Benito res-pondió con pocas y discretas palabras.

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Entretanto, el viento que se había ido levantan-do gradualmente sin dejar de soplar en direc-ción al puerto, arrastraba velozmente al SanDominick. Al doblar un saliente, el velero apare-ció en la distancia.

Mientras, el capitán Delano había vuelto a tras-ladarse a la cubierta, permaneciendo en ellaunos momentos. Finalmente, tras haber modifi-cado el rumbo de la nave para evitar encontrarel arrecife, volvió abajo por unos instantes.

«Esta vez conseguiré que mi pobre amigo le-vante el ánimo», pensó.

-Vamos cada vez mejor, don Benito -pregonómientras volvía a entrar con aire alegre-, prontoacabarán sus preocupaciones, al menos poralgún tiempo. Pues, como ya sabe, cuando, trasun largo y triste viaje, se echa el anda en elpuerto, parece aligerar el corazón del capitánde todo su enorme peso. Navegamos de milmaravillas, don Benito. Ya tenemos mi barco a

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la vista. Mírelo a través de esta puerta ¡Ahí lotiene, con todo su aparejo! El Bachelor's Delight,mi buen amigo. Ah, cómo levanta el ánimo esteviento. ¡Ea!, esta noche habrá de tomar una tazade café conmigo. Mi viejo mayordomo le pre-parará un café mejor que el que haya probadonunca ningún sultán. ¿Qué me dice, don Beni-to, vendrá?

Al principio, el español alzó los ojos febrilmen-te, lanzando una ansiosa mirada hacia el velero,mientras el criado, con silencioso interés, lemiraba cara a cara. De pronto, reapareció suviejo ataque de fríos temblores y, dejándosecaer sobre los almohadones, guardó silencio.

-¿No me responde? Vamos, ha sido mi anfitrióndurante todo el día, ¿no querrá que la hospita-lidad se ejerza sólo por una parte?

-No puedo ir -fue su respuesta.

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-¿Cómo así? Si ello no le causará fatiga alguna...Los barcos estarán fondeados tan cerca comosea posible sin colisionar con el balanceo. Serápoco más que pasar de cubierta a cubierta, co-mo si fuera de una habitación a otra. ¡No espara tanto! No puede rehusar...

-No puedo ir -repitió don Benito con decisión yrepelencia.

Renunciando a todo intento de ser cortés, conuna especie de rigidez cadavérica y mordién-dose hasta la carne las delgadas uñas, lanzóuna feroz mirada a su invitado, como si temieraque la presencia de un extraño pudiera impe-dirle abandonarse por completo a su retrai-miento.

Mientras esto sucedía, a través de las ventanasllegaba el sonido cada vez más gorgoteante yalegre de las aguas al ser surcadas, como repro-chándole su tétrico mal humor, como advir-tiéndole que, por más mohíno que se sintiera, y

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aunque ello lo hiciera enloquecer, a la naturale-za la tenía sin cuidado, ya que ¿de quién era laculpa, si podía saberse?

Pero su terrible estado de ánimo había tocadofondo del mismo modo que el suave vientohabía llegado a su apogeo.

Había algo ahora en aquel hombre que ultrapa-saba lo que hasta entonces había sido mera acri-tud o falta de sociabilidad, hasta el punto deque su invitado, a pesar de su paciente buencarácter, no pudo soportarlo más. Incapaz decomprender el motivo de tal conducta y juz-gando que la enfermedad, aun en el peor de loscasos, no era excusa para la excentricidad, yconvencido, además, de que nada en su propiaconducta podía tampoco justificarla, el orgullodel capitán Delano empezó a resentirse. Tam-bién él se volvió reservado. Pero ello traía sincuidado al español. En consecuencia, dejándolopor imposible, el capitán Delano volvió una vezmás a cubierta.

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La nave se hallaba ahora a menos de dos millasdel velero. Entre ambos se veía avanzar la barcaballenera.

En pocas palabras, gracias a la destreza del pi-loto, al cabo de poco los dos navíos se encon-traban anclados uno junto al otro, como buenosamigos.

Antes de regresar a su propio barco, el capitánDelano había pensado comunicar a don Benitolos detalles menores de los servicios que se pro-ponía prestarle. Pero tal como estaban las cosas,y sin ningún deseo de volver a sufrir más de-saires, decidió, ahora que el San Dominick seencontraba fondeado en lugar seguro, dejarloinmediatamente, sin más alusiones a la hospita-lidad ni a los negocios. Posponiendo indefini-damente sus planes ulteriores, regularía susacciones futuras según las circunstancias futu-ras. Su barca estaba lista para recibirlo, pero suanfitrión todavía permanecía rezagado allí aba-jo. «Pues bien -pensó el capitán Delano-, si él

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apenas posee educación, mayor motivo paraque yo muestre la mía. Descendió al camarotepara despedirse ceremoniosamente y, a ser po-sible, en tono de tácita reprobación. Pero, parasu mayor satisfacción, don Benito, como si em-pezara a sentir el peso del trato con el que sudesairado huésped se vengaba de él, aunquefuera de forma decorosa, se puso de pie, soste-nido por su criado, y tomando la mano del ca-pitán Delano, se quedó en pie, tembloroso, de-masiado emocionado para poder hablar. Mas elbuen presagio que había suscitado tal actitud,se esfumó súbitamente cuando, recayendo ensu anterior reserva, con aún más lúgubre aspec-to, y esquivando a medias la mirada, volvió asentarse silenciosamente en los cojines.Habiendo ello enfriado nuevamente sus pro-pios sentimientos, el capitán Delano hizo unareverencia y se retiró.

Apenas había recorrido la mitad del estrechocorredor, sombrío como un túnel, que llevaba

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del camarote a las escaleras, cuando un ruido,parecido al redoble que anuncia una ejecuciónen el patio de una prisión, vino a retumbar ensus oídos. Era el eco de la resquebrajada cam-pana de a bordo que daba la hora, resonandolúgubremente bajo aquella bóveda subterránea.Al instante, por una fatalidad irresistible, suánimo, en respuesta a tal presagio, se vio inva-dido por un sinfín de supersticiosas sospechas.Se detuvo. En imágenes mucho más aceleradasque estas frases, desfilaron por su mente losmás minuciosos detalles de sus anteriores pre-sentimientos.

Hasta entonces, su crédula buena fe lo habíapredispuesto en demasía a disipar con excusassus temores más que razonables. ¿Por qué mo-tivo el español, tan exageradamente remilgadoen otras ocasiones, despreciaba ahora la máselemental cortesía, al no acompañar a su hués-ped hasta el costado en el momento de su par-tida? ¿Se lo impedía su indisposición? Sin em-

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bargo, esa misma indisposición no le había im-pedido realizar esfuerzos más penosos a lo lar-go de aquella jornada. El capitán Delano recor-dó la ambigua actitud con que acababa decomportarse don Benito. Se había puesto enpie, había tomado la mano de su huésped,había esbozado un gesto hacia su sombrero; y,un instante después, todo se había diluido enun mutismo lúgubre y siniestro. ¿Acaso ellosignificaba que, en un breve arrebato de com-pasión, se había arrepentido, en el último mo-mento, de algún inicuo complot, volviendoenseguida a él sin remordimiento alguno?

Su última mirada parecía expresar un conmo-vedor y al tiempo resignado adiós para siempreal capitán Delano. ¿Por qué había rechazado lainvitación para visitar el velero esa noche? ¿Oes que el español estaba menos endurecido queaquel judío que no se abstuvo de cenar en lamesa de aquel a quien pensaba traicionar esamisma noche? ¿A qué venían todos esos enig-

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mas y contradicciones a lo largo de la jornada ano ser que pretendieran encubrir un golpe pro-yectado a hurtadillas? Atufal, el supuesto amo-tinado, pero también puntual sombra, estabaescondido en aquel momento en la parte deafuera del umbral. Parecía un centinela, o qui-zás algo más. ¿Quién, según su propia confe-sión, le había ordenado mantenerse en aquellugar? ¿Esperaría ahora el negro al acecho?

Tenía al español detrás, a su criatura delante:sin detenerse a pensar escogió correr hacia laluz.

Un instante después, contrayendo la mandíbulay los puños, pasó junto a Atufal y se encontró,indemne, al aire libre.

Al ver su elegante velero anclado pacíficamen-te, casi al alcance de una simple llamada; al versu propia barca, poblada de rostros tan familia-res, alzándose y hundiéndose entre las brevesolas, al lado del San Dominick; y mirando, lue-

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go, en torno a sí sobre la cubierta donde sehallaba, vio a los recogedores de estopa, tanserios, que continuaban moviendo incansable-mente los dedos, y oyó el grave y vibrante so-nido y el laborioso canturreo de los pulidoresde hachas que seguían en su incesante tarea; y,sobre todo, al comprobar el benigno aspecto dela naturaleza, que gozaba del inocente reposodel anochecer, con el sol ya oculto tras el apaci-ble horizonte del Oeste, brillando como el sua-ve resplandor de la tienda de Abraham; cuandosus ojos y sus oídos, hechizados, captaron todasestas cosas al mismo tiempo que la encadenadafigura del negro, la crispación de puños y man-díbula disminuyó. Una vez más sonrió ante losfantasmas que le habían hecho víctima de susburlas y sintió algo parecido a una punzada deremordimiento como si, por haberlos albergadosiquiera un momento, hubiera descubierto en símismo una atea falta de confianza en la eter-namente vigilante Providencia celestial.

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Hubo unos minutos de demora, mientras, obe-deciendo sus órdenes, la barca era enganchadaa lo largo del portalón. Durante este intervalo,una especie de desilusionada satisfacción seadueñó del capitán Delano al pensar en losbienintencionados servicios que había prestadoese día a un extraño. «¡Ah! -pensó-, tras haberllevado a cabo una buena acción, la concienciade uno no se muestra nunca ingrata, por muchoque lo sea la parte beneficiada!

Ahora se disponía ya a descender a la barca,vuelto de cara hacia adentro, mirando a la cu-bierta; su pie pisaba el primer peldaño de laescala del costado. En ese mismo instante oyópronunciar su nombre cortésmente y, con agra-dable sorpresa, vio a don Benito acercándosecon inusitada energía en su ademán, como si,en el último momento, pretendiera enmendarsu reciente descortesía. Con su instintiva ama-bilidad, el capitán Delano, retirando el pie de laescala, se volvió hacia el español y se dirigió a

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su encuentro. Al observar esto, la nerviosa pre-cipitación de don Benito se acrecentó, pero suvitalidad desfalleció, por lo que, para sostenerlemejor, su criado, colocando la mano del amosobre su hombro desnudo, y sujetándola sua-vemente, formó con su cuerpo una especie demuleta.

Cuando los dos capitanes se encontraron, elespañol volvió a coger con fervor la mano delnorteamericano, al tiempo que lo miraba insis-tentemente a los ojos, pero, como antes, dema-siado aturdido para hablar.

«Lo he juzgado mal -pensó el capitán Delanoreprochándoselo-; su aparente frialdad me haengañado, en ningún momento ha pretendidoofenderme.»

Mientras tanto, como si temiera que, si la esce-na se prolongaba, su amo pudiera trastornarsedemasiado, el criado parecía ansioso de queésta tocara a su fin. De manera que, sin dejar de

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hacer de muleta, y andando entre los dos capi-tanes, se acercó con ellos al portalón; mientrasdon Benito, desbordando afectuosa contrición,rehusaba soltar la mano del capitán Delano y laretenía en la suya, por delante del cuerpo delnegro. Pronto estuvieron junto a la borda, mi-rando hacia la barca, cuya tripulación levantabala mirada hacia ellos con curiosidad. Esperandoun momento a que el español le soltara la ma-no, el capitán Delano, con un cierto embarazo,levantó el pie para cruzar el umbral del porta-lón abierto, pero don Benito seguía reteniéndo-le la mano. Finalmente, dijo con voz agitada:

-No puedo ir más lejos; aquí debo despedirme,adiós mi muy querido don Amasa. ¡Vaya, vaya!-Le soltó repentinamente la mano-. ¡Vaya y queDios lo guarde mejor que a mí, mi buen amigo!

Algo conmovido, el capitán Delano se hubierademorado un momento más pero, al encontrarla mirada sumisamente admonitoria del criado,se despidió precipitadamente y descendió a la

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barca, seguido por los incesantes adioses dedon Benito, que permanecía como enraizado enel portalón.

Tomando asiento en la popa, el capitán Delano,tras el último saludo, ordenó que la barca sealejara. La tripulación ya tenía los remos enalto. Los proeles empujaron la barca a una dis-tancia suficiente para que los remos pudieranhundirse en el agua en toda su longitud. Peroen el instante en que la maniobra se llevaba acabo, don Benito saltó por encima de los maca-rrones, yendo a parar a los pies del capitán De-lano; al tiempo que saltaba, dio voces hacia elbarco, pero de modo tan frenético que nadie enla barca pudo entenderle. No obstante, como siellos sí le entendieran, tres marineros se lanza-ron al mar desde tres puntos del barco distintosy distantes entre sí, nadando tras su capitáncomo si trataran de rescatarle.

El asombrado oficial de la barca preguntó conimpaciencia qué significaba aquello. A lo cual

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el capitán Delano, dirigiendo una desdeñosasonrisa al incomprensible español, respondióque, por lo que a él respectaba, nada sabía ni leimportaba, pero que le parecía como si a donBenito se le hubiera ocurrido hacer creer a sugente que los de la barca intentaban secuestrar-le.

-Dicho de otra manera: ¡Remen! ¡Remen por susvidas! -añadió como un loco, sobresaltándoseante la estruendosa barahúnda que se oía en elbarco, de entre la que sobresalía el toque a reba-to de los pulidores de hachas y asiendo a donBenito por el cuello añadió-: ¡Este pirata conspi-rador pretende que nos maten!

Entonces, aparentemente corroborando estaspalabras, pudo verse al criado, puñal en mano,sobre la borda del barco, suspendido en el aire,saltando, como si, con desesperada fidelidad,intentara amparar a su amo hasta el últimomomento; al mismo tiempo, con la aparenteintención de ayudar al negro, los tres marineros

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blancos se esforzaban por trepar a la obstaculi-zada proa. Mientras tanto, la hueste de negrosal completo, como si se hubiera inflamado alver a su capitán en peligro, se arremolinaba,amenazante, sobre los macarrones como unaavalancha de hollín.

Todo esto, así como lo que precedió y siguió,sucedió con tan intrincada rapidez que pasado,presente y futuro parecían una sola cosa.

Al ver venir al negro, el capitán Delano habíaapartado bruscamente al español, casi en elmismo momento en que lo asía por el cuello y,cambiando de posición en un inconsciente mo-vimiento de retroceso, levantó los brazos y co-gió al vuelo al criado en su caída que, con elpuñal apuntando al corazón del capitán Dela-no, parecía que había saltado a propósito parahacer blanco en él. Pero el arma le fue arrebata-da y el asaltante arrojado al fondo de la barca,la cual en ese momento, liberados ya los remos,

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empezaba a correr velozmente a través de lasolas.

En esta coyuntura, la mano izquierda del capi-tán Delano asió de nuevo a don Benito, medioderrumbado, sin reparar en que se hallaba des-fallecido y sin habla, mientras con el pie dere-cho, en el lado opuesto, mantenía al negro pos-trado en el suelo; con el brazo derecho empu-ñaba el remo trasero para conseguir mayor ve-locidad, y, mirando hacia adelante, animaba asus hombres a remar con todas sus fuerzas.

Pero entonces el oficial de la barca, que por finhabía conseguido deshacerse de los tres mari-neros que llevaba a remolque, y que ahora conel rostro vuelto hacia popa estaba ayudando alproel con su remo, llamó de repente al capitánDelano para que viera lo que hacia el negro altiempo que un remero portugués le gritaba queprestara atención a lo que estaba diciendo elespañol.

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Mirando a sus pies, el capitán Delano vio lamano libre del criado empuñando un segundopuñal, tan diminuto que había podido escon-derlo entre su ropa, con el que se retorcía comouna serpiente desde el fondo de la barca haciael corazón de su amo y cuya expresión furio-samente vengativa, reflejaba el propósito que searremolinaba en su alma; mientras, el español,casi sin aliento, se encogía intentando en vanoalejarse, con un ronco murmullo, incomprensi-ble para todos excepto para el portugués.

En ese momento, un destello revelador cruzó lamente del capitán Delano, tanto tiempo oscure-cida, iluminando con claridad imprevista elmisterioso comportamiento de su anfitrión,cada uno de los enigmáticos incidentes de lajornada, y toda la historia de la travesía del SanDominick. Golpeó la mano de Babo, abatiéndo-la, pero su corazón lo golpeó aún con mayordureza. Con infinita compasión soltó a donBenito. No era al capitán Delano sino a don

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Benito a quien había querido apuñalar el negrocuando había saltado a la barca.

Le sujetaron ambas manos al negro, al tiempoque, levantando la vista hacia el San Dominick,el capitán Delano, caído el velo que tenía antesus ojos, veía a los negros ya no como faltos degobierno, no como tumultuosos, ni ansiosa-mente inquietos por causa de don Benito, sino,libres ya de su máscara, blandiendo hachas ycuchillos en una feroz revuelta de piratas. Cualdelirantes derviches negros, los seis ashantibailaban en la popa. Habiéndoles impedido susenemigos saltar al agua, los grumetes españolestrepaban apresuradamente hasta las perchasmás altas, mientras a otros de los pocos marine-ros españoles que, menos avispados, no sehabían lanzado al mar, se les podía ver en lacubierta desamparados en medio de los negros.

Entretanto, el capitán Delano llamaba a voces alos de su barco y les ordenaba levantar las por-tillas y sacar fuera los cañones. Pero mientras lo

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hacía, alguien había cortado el cable del SanDominick, y el latigazo de la cuerda había arras-trado la lona que cubría el espolón, dejando depronto al descubierto, cuando el blanqueadocasco viraba hacia mar abierto, a la muerte co-mo mascarón de proa, en forma de esqueletohumano, calcáreo comentario sobre las palabrasescritas con tiza: «SEGUID A VUESTRO JEFE».

Al verlo, don Benito, cubriéndose la cara, gi-mió:

-¡Es él! ¡Mi amigo Aranda, asesinado y sin ente-rrar!

Al llegar al velero, pidiendo unas cuerdas, elcapitán Delano ató al negro, que no ofreció re-sistencia, y ordenó que lo izaran a cubierta. Sedispuso entonces a ayudar a don Benito, ya casidesfallecido, pero don Benito, lívido como esta-ba, se negó a moverse, o a que lo trasladaran,hasta que el negro hubiera sido bajado a la bo-

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dega, fuera de su vista. Cuando estuvo segurode ello, ya no temió subir a bordo.

Inmediatamente, la barca fue enviada de vueltapara recoger a los tres marineros que seguíanen el agua. Mientras tanto, se pusieron a puntolos cañones, aunque, a causa de que el San Do-minick había virado un poco hacia la popa delvelero, sólo pudieron apuntar con la últimapieza de popa. Con ella hicieron seis disparoscon la intención de inutilizar el barco fugitivo,abatiendo los mástiles, pero sólo consiguieronalcanzar unas pocas jarcias de escasa importan-cia. Pronto el barco quedó fuera del alcance delcañón, virando claramente hacia la salida de labahía, con los negros arremolinándose en tornoal bauprés, primero profiriendo insultos contralos blancos, saludando después con los brazosen alto los páramos del océano, ahora ya ensombras, graznando como cuervos huidos de lamano del pajarero.

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El primer impulso fue el de largar amarras ydarle caza. Pero, pensándolo mejor, pareciómás prometedor darles alcance con la barcaballenera y la yola.

Cuando el capitán Delano preguntó a don Beni-to qué armas de fuego tenían a bordo, éste lerespondió que no había ninguna que pudieraser utilizada ya que, al principio del motín, unpasajero de camarote, muerto entonces, habíainutilizado en secreto los cerrojos de los pocosmosquetes que había. No obstante, don Benito,concentrando las pocas fuerzas que le queda-ban, suplicó a los norteamericanos que no lesdieran caza ni con el barco ni con los botes yaque los negros habían dado tales muestras deser capaces de todo que, en caso de producirseahora un asalto, sólo podía esperarse una totalmasacre de los blancos. A pesar de ello, consi-derando que esta advertencia provenía de al-guien cuyo coraje había sido destrozado por la

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adversidad, el norteamericano no quiso aban-donar su propósito.

Fueron dispuestas y armadas las barcas. El ca-pitán Delano ordenó a sus hombres que toma-ran lugar en ellas. Él mismo se disponía a mar-char cuando don Benito le sujetó el brazo.

-¿Cómo es posible, señor, que después de sal-varme la vida vaya ahora a malversar la suya?

Los oficiales, teniendo en cuenta sus propiosintereses, los del viaje y su responsabilidad antelos armadores, se opusieron firmemente a quesu comandante partiera. Tras sopesar un mo-mento sus objeciones, el capitán se sintió obli-gado a permanecer a bordo; en consecuencia,puso en cabeza de la expedición a su primeroficial, hombre atlético y decidido, que habíasido la mano derecha de un corsario.

Para mejor alentar a los marineros se les dijoque el capitán español daba por perdida su

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nave; que ésta y su cargamento, incluyendoalgo de oro y plata, valían más de mil doblones.Si la capturaban, una buena parte sería paraellos. Los marineros respondieron con una granaclamación.

Poco faltaba para que los fugitivos se perdierande vista. Era casi de noche pero estaba saliendola luna. Tras un duro y prolongado esfuerzo,las barcas lograron aproximarse a los costadosde la nave, entrando los remos a distancia ade-cuada para disparar sus mosquetes. A falta debalas, los negros respondieron con alaridos,pero, tras la segunda descarga arrojaron violen-tamente sus hachas, al estilo indio. Una de ellasse llevó los dedos de un marinero. Otra fue aparar a la proa de la barca ballenera, cortandola cuerda y quedándose clavada como el hachade un leñador. El oficial la arrancó, aún vibran-te, de donde se había alojado y la arrojó devuelta. Repelida como un desafío se hundió

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ahora en la destrozada galería de popa y allí sequedó.

Ante el recibimiento tan excesivamente caluro-so que les deparaban los negros, los blancosoptaron por mantener una distancia más pru-dente. Evolucionando entonces al límite delalcance de las hachas que les lanzaban, en pre-visión del apretado encuentro que se avecinaba,los marineros intentaron inducir a los negros adesprenderse totalmente de las armas más mor-tíferas en una lucha cuerpo a cuerpo, arroján-dolas tontamente al mar, como proyectiles, sinalcanzar su objetivo. Pero en cuanto advirtieronla estratagema, los negros desistieron de suempeño, aunque muchos ya no habían tenidomás remedio que reemplazar las hachas perdi-das por espeques, cambio que, más tarde, resul-tó favorable para dos asaltantes, tal como habí-an previsto.

Mientras, gracias al viento favorable, el barcoseguía surcando las aguas, en tanto que las bar-

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cas se dejaban distanciar y, a intervalos, se vol-vían a acercar para lanzar nuevas descargas.

El fuego iba dirigido principalmente a popa, yaque era allí donde, por el momento, se replega-ban la mayor parte de los negros. Sin embargo,el objetivo no era matar ni mutilar a los negros.El objetivo era capturarlos junto con el barco.Para conseguirlo era necesario abordar la nave,y ello no podía llevarse a cabo con las barcasmientras el San Dominick navegase a aquellavelocidad.

En aquel momento, al oficial se le ocurrió unaidea. Observando a los grumetes españoles quecontinuaban encaramados en la arboladura, tanalto como les había sido posible llegar, les gritóque descendieran hasta las vergas y cortaranlas velas para que el barco quedara a la deriva.Y así lo hicieron. Entonces, por causas que mástarde serían explicadas, dos españoles en trajede marinero y que se mostraban como parallamar la atención, fueron muertos, no por una

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de las descargas sino por los disparos delibera-dos de un francotirador; mientras, como se viomás tarde, en una de las descargas generales,Atufal, el negro, y el español que se hallaba enel timón también fueron muertos. Por lo cual,en aquel momento, habiendo perdido sus velasy sus pilotos, el barco escapó por completo alcontrol de los negros.

Con los mástiles rechinando, orzó pesadamenteal viento, la proa viró lentamente hasta ponersea la vista de las barcas y mostrar su esqueletoque brillaba con el reflejo horizontal de la lunay proyectaba sobre las aguas una gigantescasombra ondulante. Un brazo extendido del fan-tasma parecía hacer señas a los españoles lla-mándolos a la venganza.

-¡Seguid a vuestro jefe! -gritó el primer oficial.

Y las barcas, una por cada costado, abordaronla nave. Arpones y chafarotes se cruzaron co-ntra hachas y espeques. Apiñadas sobre el bote

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volcado en medio del barco, las mujeres negrasentonaron una salmodia de lamentos a la queservía de coro el rechinar del acero.

Durante un tiempo, el ataque se mantuvo inde-ciso, los negros se apiñaban para repelerlo y losmarineros, rechazados a medias, sin haber po-dido aún ganar posiciones, combatían comosoldados a caballo, pasando una pierna de me-dio lado por encima de la borda y la otra fuera,manejando sus chafarotes como látigos de ca-rretero. Pero era en vano. Casi los habían ven-cido cuando, replegándose en un grupo com-pacto, como un solo hombre, lanzando un gritode ánimo, saltaron hacia adentro donde, enmedio de la trifulca, se volvieron a separar in-voluntariamente. Tras un breve respiro, se pro-dujo un rumor vago, sofocado, proveniente delinterior, como de peces espada precipitándosede un lugar a otro bajo el agua entre bancos denegras anguilas. Enseguida, reagrupados yreforzados por los marineros españoles, los

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blancos volvieron a la superficie, empujandoirremediablemente a los negros hacia la popa.Pero, junto al palo mayor, de lado a lado, habíasido levantada una barricada de sacos y barri-les.

En ella los negros pudieron hacer frente a susenemigos y, aunque desdeñaban la paz o latregua, habían acogido gustosamente un respi-ro. Pero, sin pausa alguna, los acorralaron otravez. Exhaustos, los negros luchaban ya a ladesesperada; de sus oscuras bocas, a semejanzade los lobos, pendían sus rojas lenguas. Pero losclaros dientes de los marineros continuabanapretados; no se dijo ni una sola palabra y, alcabo de tan sólo cinco minutos, el barco habíasido tomado.

Cerca de una veintena de negros habían sidomuertos. Sin incluir a los heridos por las balas,muchos quedaron mutilados; sus heridas, infli-gidas en su mayoría por arpones de filo largo,se parecían a los limpios cortes de los ingleses

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en Preston Pans, causados por las largas gua-dañas de los Highlanders. Nadie murió en elotro bando, aunque fueron varios los heridos,algunos de gravedad, entre ellos el primer ofi-cial. Los negros que sobrevivieron fueron ma-niatados provisionalmente y el barco, remolca-do de vuelta a la ensenada, fue anclado de nue-vo a medianoche.

Omitiendo los incidentes y las medidas queluego siguieron, bastará decir que, tras dedicardos días a recomponerlas, las naves zarparonjuntas rumbo a Concepción, en Chile, y desdeallí a Lima, en Perú, donde, ante los tribunalesdel virrey, todo el asunto, desde su inicio, sesometió a investigación.

Aunque, a mitad del trayecto, el desdichadoespañol, liberado ya de su cohibición, dio seña-les de recuperar su salud con la libertad de mo-vimiento, sin embargo, de acuerdo con sus pro-pias previsiones, poco después de llegar a Li-ma, recayó en su anterior estado, llegando a

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quedar tan debilitado que tuvo que ser llevadoa tierra en brazos.

Tras conocer su historia y su inquietante esta-do, una de las muchas instituciones religiosasde la Ciudad de los Reyes le ofreció hospitala-ria acogida, donde médicos y sacerdotes leprodigaron sus cuidados y un miembro de laorden se ofreció voluntariamente a prestarlecompañía y consuelo de día y de noche.

Los siguientes extractos, traducidos de uno delos documentos oficiales en español, arrojarán,así lo esperamos, alguna luz sobre el preceden-te relato, del mismo modo que revelarán, enprimer lugar, de qué puerto zarpó en realidadel San Dominick y cuál fue la verdadera historiade su travesía hasta el momento en que llegó ala isla de Santa María.

Pero antes de ofrecer dichos extractos, no esta-ría de más hacer unas observaciones, a modode prólogo.

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El documento escogido, de entre muchos otros,para ser parcialmente traducido, contiene ladeclaración de don Benito, la primera que setomó en este caso. Algunas de las afirmacionesque contiene fueron, en su momento, puestasen duda por razones tanto naturales como eru-ditas. El tribunal se inclinó a suponer que eldeclarante, algo trastornado por los recientessucesos, imaginaba en su delirio algunoshechos que nunca podían haber ocurrido. Perolas sucesivas declaraciones de los marinerossupervivientes, confirmando las afirmacionesde su capitán sobre varios de los más extrañospormenores, dieron crédito a todo lo demás. Demanera que el tribunal, en su resolución final,basó sus sentencias de muerte en deposicionesque, de no ser por su confirmación, hubieransido consideradas como inadmisibles.

«Yo, DON JOSÉ DE ABOS Y PADILLA, Nota-rio de Su Majestad para la Hacienda de la Co-rona, e Interventor de esta Provincia, y Notario

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Público de la Santa Cruzada de este Obispado,etc.

»Certifico y declaro, conforme a lo exigido porla ley, que en la causa criminal incoada el díaveinticuatro del mes de septiembre del año milsetecientos noventa y nueve, contra los negrosde la nave San Dominick, se llevó a cabo ante míla siguiente declaración:

»Declaración del primer testigo, DON BENITOCERENO.

»En ese mismo día, mes y año, Su Señoría, eldoctor Juan Martínez de Rozas, Consejero de laReal Audiencia de este Reino, y conocedor delas leyes de esta Intendencia, mandó compare-cer al capitán del barco San Dominick, don Beni-to Cereno, quien lo hizo en su camilla, asistidopor el monje Infelez, y que prestó juramentopor Dios Nuestro Señor y la Señal de la Cruz,bajo el cual prometió decir toda la verdad sobrelo que supiera o se le preguntara. Y al ser ama-

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blemente interrogado, a tenor del acto que diolugar al proceso, declaró que el pasado veintede mayo zarpó con su nave del puerto de Val-paraíso rumbo al de Callao, llevando a bordodiversos productos del país además de treintacajas de ferretería y ciento sesenta negros deambos sexos, la mayor parte pertenecientes adon Alejandro Aranda, hidalgo de la ciudad deMendoza; que la tripulación de la nave estabacompuesta por treinta y seis hombres, ademásde las personas que viajaban en calidad de pa-sajeros; y que los negros eran principalmentelos que se registran a continuación:»

(Aquí, en el original, sigue una lista de unos cin-cuenta nombres, con sus descripciones y edades,establecida según ciertos documentos de Arandarecuperados y también conforme a los recuerdos deldeclarante, de la cual sólo hemos extraído unosfragmentos.)

»Un negro, de unos dieciocho o diecinueveaños, llamado José, que era el hombre que se

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ocupaba de su amo y que, habiéndole servidodurante cuatro o cinco años, habla bien el espa-ñol; [...] un mulato, llamado Francisco, mayor-domo de camarote, de buena estatura y vozpotente, que había cantado en las iglesias deValparaíso, natural de la provincia de BuenosAires, de unos treinta y cinco años de edad; [...]un astuto negro, de nombre Dago, que habíasido sepulturero entre los españoles durantemuchos años, de cuarenta y seis años de edad;[...] cuatro ancianos negros, oriundos de África,con edades entre los sesenta y los setenta, peroque conservan bien sus facultades, calafates deoficio, cuyos nombres son los siguientes: elprimero se llamaba Mun y fue muerto; así co-mo su hijo, llamado Diamelo; el segundo Nacta;el tercero Yola, también muerto; el cuarto Gho-fan; y seis negros adultos, de edades compren-didas entre los treinta y los cuarenta y cincoaños, todos salvajes y nacidos entre los ashanti:Matiluqui, Yan, Lecbe, Mapenda, Yanbaio,Akim, cuatro de los cuales resultaron muertos;

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[...] un negro robusto, llamado Atufal, que sesuponía había sido jefe de tribu en África y quesu propietario tenía en gran estima. [...] Y unnegrito del Senegal, pero que llevaba algunosaños entre españoles, de unos treinta años deedad, cuyo nombre de negro era Babo; [...] queno recuerda los nombres de los demás, peroque como aún tiene la esperanza de que seaencontrado el resto de los papeles de don Ale-jandro, podrá entonces rendir debida cuenta detodos ellos y remitiría al tribunal; [...] y treinta ynueve mujeres y niños de todas las edades.»

(Acabada la lista, continúa la declaración.)

«... Que todos los negros dormían sobre cubier-ta, como es costumbre en estos viajes, y ningu-no llevaba grilletes, ya que el dueño, su amigoAranda, le dijo que todos ellos eran dóciles; [...]que el séptimo día después de salir de puerto, alas tres en punto de la madrugada, cuando es-taban dormidos todos los españoles excepto losdos oficiales de guardia, o sea, el contramaestre

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Juan Robles y el carpintero Juan Bautista Gaye-te, y el timonel y su ayudante, los negros sesublevaron de repente, hirieron gravemente alcontramaestre y al carpintero y a continuaciónmataron a dieciocho de los hombres que dor-mían en cubierta, a unos con espeques yhachas, a otros arrojándolos vivos por la borda,tras haberlos atado; que, de los españoles quese encontraron en cubierta dejaron unos siete,cree recordar, vivos y atados, para que manio-braran el barco, y que tres o cuatro más se es-condieron, salvando así la vida. Que, a pesar deque, en el transcurso de la revuelta, los negrosse habían apoderado de la escotilla, seis o sietehombres malheridos la cruzaron para dirigirsea la cabina de mando, sin que les cortaran elpaso; que durante la revuelta, el primer oficialy otra persona, cuyo nombre no recuerda eldeclarante, habían intentado subir por la escoti-lla pero que, habiendo sido heridos al momen-to, se habían visto obligados a regresar al cama-rote; que, al amanecer, el declarante decidió

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subir por la escala de la cámara, donde se en-contraban el negro Babo, cabecilla del motín, yAtufal, su asistente, y, hablando con ellos, lesexhortó a que cesaran de cometer tales atroci-dades, preguntándoles al mismo tiempo quédeseaban e intentaban hacer, ofreciéndose élmismo a obedecer sus órdenes; que, a pesar deello, lanzaron en su presencia a tres hombres,vivos y atados, por la borda; que dijeron al de-clarante que subiera, asegurándole que no leiban a matar; que, habiendo subido, el negroBabo le preguntó si había por esos mares algúnpaís negro a donde pudieran ser conducidos yél había respondido que no; que el negro Babole dijo entonces que los condujera a Senegal o alas cercanas islas de San Nicolás y él contestóque ello no era posible teniendo en cuenta lamucha distancia, la necesidad de haber de do-blar el Cabo de Hornos, las malas condicionesde la nave, la falta de provisiones de velas y deagua; pero que el negro Babo le respondió quedebía llevarles de todos modos, que obrarían en

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todo conforme a las instrucciones del declaran-te respecto a las raciones de comida y bebida;que después de conferenciar largamente, vién-dose obligado sin remedio a complacerles, yaque amenazaban con matar a todos los blancossi no los llevaba al Senegal por el motivo quefuere, les dijo que lo más indispensable para elviaje era el agua, que se acercarían a la costapara abastecerse y que desde allí proseguiríansu ruta; que el negro Babo estuvo de acuerdo yel declarante puso rumbo a los puertos inter-medios con la esperanza de encontrar algúnnavío español o extranjero que pudiera salvar-les; que al cabo de unos diez días avistaron tie-rra y prosiguieron su rumbo bordeando la costaen las cercanías de Nazca; que entonces el de-clarante observó que los negros daban mues-tras de inquietud y rebeldía porque no se efec-tuaba el abastecimiento de agua y el negro Ba-bo exigió con amenazas que se llevara a cabosin falta al día siguiente; él le dijo que podía verclaramente que la costa era escarpada y que no

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lograba localizar los ríos señalados en el mapa,y otras razones adecuadas a las circunstancias,que lo mejor que podían hacer era dirigirse a laisla de Santa María, como hacían los extranjerosya que, por ser ésta una isla desierta, podíanallí abastecerse de agua tranquilamente; que eldeclarante no se dirigió a Pisco, que se encon-traba cerca, ni a ningún otro puerto de la costaporque el negro Babo le había dado a entenderen repetidas ocasiones que mataría a todos losblancos en el momento en que percibiera cual-quier ciudad, pueblo o asentamiento en las cos-tas hacia las que navegaban; que, habiendodecidido ir a la isla de Santa María, como eldeclarante había planeado, con la intención deprocurar encontrar, durante la travesía o en lamisma isla, algún navío que pudiera socorrer-les o ver si podía escapar en un bote hasta lacercana costa de Arauco, con la intención deadoptar las medidas necesarias, por lo cualcambió inmediatamente su rumbo, dirigiéndo-se a la isla; que los negros Babo y Atufal man-

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tenían conversaciones todos los días discutien-do sobre si sería necesario, para su plan de re-gresar a Senegal, matar a todos los españoles, yen particular al declarante; que ocho días des-pués de partir desde la costa de Nazca, cuandoel declarante estaba de guardia poco despuésdel amanecer y después de que los negros cele-braran su consejo, el negro Babo llegó al lugardonde se encontraba el declarante y le notificóque había decidido matar a su amo, don Ale-jandro Aranda, porque, de lo contrario, ni él nisus compañeros podían estar seguros de sulibertad y que para mantener sometidos a losmarineros, se proponía advertirles acerca de loque les podía ocurrir si ellos, o algunos de ellos,oponían resistencia, y que la advertencia quepodía surtir mayor efecto era la muerte de donAlejandro, pero que del significado de esta úl-tima frase, el declarante no comprendió en sumomento sino que se pretendía dar muerte adon Alejandro; además, el negro Babo propusoal declarante que llamara al oficial Raneds, que

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dormía en el camarote, antes de que se llevara acabo el asunto, por temor, según entendió eldeclarante, a que el oficial, que era un expertomarinero, fuera muerto con don Alejandro y losdemás; que el declarante, que era amigo de donAlejandro desde su juventud, rogó y suplicó,pero todo fue inútil, y a lo que el negro Babo lecontestó que era inevitable, y que todos los es-pañoles arriesgaban la vida si intentaban opo-nerse a su voluntad en este u otro asunto; que,ante tal dilema, el declarante llamó al oficialRaneds, que fue obligado a permanecer al mar-gen, e, inmediatamente, el negro Babo ordenóal ashanti Matiluqui y al ashanti Lecbe que fue-ran a ejecutar aquel crimen; que esos dos hom-bres, provistos de hachas, bajaron al camarotede don Alejandro y que, mutilado y agonizante,lo llevaron a rastras por la cubierta; que, en esteestado lo iban a arrojar por la borda, pero elnegro Babo los detuvo, ordenando que lo rema-taran en cubierta, delante de él, lo cual así sehizo y después, por mandato suyo, el cuerpo

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fue llevado abajo, a la proa; que el declaranteno supo nada de él durante tres días; [...] quedon Antonio Sidonia, un hombre de edad queresidía habitualmente en Valparaíso y habíasido nombrado recientemente para ocupar uncargo civil en Perú, para donde había tomadopasaje, se encontraba en aquel momento dur-miendo en su camarote frente al de don Ale-jandro; que al despertarse sorprendido por losgritos y ver a los negros armados con lashachas ensangrentadas, se arrojó al mar poruna ventana que tenía cerca y se ahogó sin queel declarante pudiera socorrerle o izarle; que,poco después de haber dado muerte a Aranda,subieron a cubierta a su primo hermano, demediana edad, don Francisco Masa, de Mendo-za, y al joven don Joaquín, marqués de Aram-boalaza, recientemente llegados de España, consu criado español, Ponce, y los tres jóvenesauxiliares de Aranda: José Mozain, LorenzoBargas y Hermenegildo Gandix, todos ellos deCádiz; que el negro Babo dejó con vida, por

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motivos que se conocieron más tarde, a donJoaquín y a Hermenegildo Gandix, pero que dedon Francisco Masa, José Mozain y LorenzoBargas, con el criado, Ponce, junto al contra-maestre, Juan Robles, dos ayudantes, Juan Vis-caya y Rodrigo Hurta y cuatro de los marine-ros, el negro Babo ordenó que se los lanzaravivos al mar, aunque ellos no habían opuestoresistencia alguna ni habían reclamado más queun poco de misericordia; que el contramaestreJuan Robles, que sabía nadar, se mantuvo aflote más tiempo que los demás rezando actosde contrición y siendo las últimas palabras quepronunció para encargar al declarante quemandara decir unas misas por su alma a Nues-tra Señora del Socorro; [...] que, durante los tresdías que siguieron, el declarante, dudando deldestino acontecido a los restos de don Alejan-dro, preguntó con frecuencia al negro Babodónde se encontraban y, en caso de que sehallaran todavía a bordo, si iban a ser conser-vados para darles sepultura en tierra, suplicán-

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dole que así lo ordenara; que el negro Babo nole dio respuesta hasta al cuarto día, cuando, alamanecer, al subir a cubierta el declarante, elnegro Babo le mostró un esqueleto el cual habíareemplazado al auténtico mascarón de proa, lafigura de Cristóbal Colón, el descubridor delnuevo mundo; que el negro Babo le preguntóde quién era ese esqueleto y que si, viendo sublancura, no creía que fuera el de un blanco,que, como se cubriera el rostro, el negro Babo,acercándose mucho, le habló de esta suerte:"No quieras engañar a los negros de aquí hastaSenegal, de lo contrario tu alma irá tras tu jefecomo lo hace ahora tu cuerpo", al tiempo queseñalaba la proa; [...] que esa misma mañana, elnegro Babo condujo uno tras otro a todos losespañoles hasta proa y les preguntó de quiénera aquel esqueleto y que si no les parecía queera el de un blanco, que cada uno de los espa-ñoles se cubrió el rostro; que luego a cada cualel negro Babo le repitió las palabras que habíadirigido en primer lugar al declarante; [...] que

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estando los españoles reunidos en popa, el ne-gro Babo les arengó diciéndoles que ya habíahecho todo lo que se proponía; que el declaran-te (como piloto de los negros) podía proseguirsu viaje, advirtiéndoles a él y a todos los demásque acabarían como don Alejandro si los veía (alos españoles) hablar o conspirar contra ellos(los negros), amenaza que fue reiterada diaria-mente; que antes de los sucesos mencionadosen último lugar, habían atado al cocinero paratirarlo por la borda, por no se sabe qué cosa quele habían oído decir, pero que al final el negroBabo le perdonó la vida, a petición del decla-rante; que, unos días después, el declarante,con la intención de que no quedara ningún ca-bo suelto a fin de salvaguardar las vidas de losblancos que quedaban, exhortó a los negros amantener la paz y la tranquilidad y se avino aredactar un documento, firmado por el decla-rante y por los marineros que podían escribir,así como por el negro Babo, en su nombre y enel de todos los negros, por el cual el declarante

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se comprometía, a condición de que no matarana nadie más, a cederles formalmente el barco,con su cargamento, tras lo cual quedaron tran-quilos y satisfechos por el momento [...]. Sinembargo, al día siguiente, para tener mayorseguridad de que los marineros no escaparan,el negro Babo ordenó que fueran destrozadastodas las barcas a excepción del bote, que ya nopodía navegar, y de un cúter en buenas condi-ciones, el cual, sabiendo que todavía haría faltapara transportar los barriles de agua, ordenóbajar a la bodega.»

(Se detallan aquí varios pormenores de la prolonga-da e insólita travesía que llevaron a cabo, con losincidentes de una desastrosa calma, de cuya relaciónse ha extraído el pasaje siguiente:)

«...Que durante el quinto día, víctimas todos abordo del calor y la falta de agua, y habiendomuerto cinco hombres en medio de ataques dedemencia y convulsiones, los negros empeza-ron a mostrarse irritables, y que, a causa de un

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gesto sin importancia que hizo el primer oficial,Raneds, hacia el declarante al entregarle uncuadrante, mataron a dicho oficial; pero quemás tarde se arrepintieron de haberlo hecho yaque éste era el único piloto que quedaba a bor-do, aparte del declarante.

«...Que, omitiendo otros sucesos que ocurrían adiario, y que tan sólo servirían para evocar in-útilmente conflictos e infortunios pretéritos,tras sesenta y tres días de navegación, es decir,desde que zarparon de Nazca, durante los cua-les fueron asolados por las calmas antes men-cionadas y tuvieron que soportar una escasaración de agua, llegaron finalmente a la vista deSanta María, el día diecisiete del mes de agosto,hacia las seis de la tarde, hora en que echaronanclas muy cerca del navío norteamericano elBachelor's Delight, que se encontraba en la mis-ma bahía bajo el mando del generoso capitánAmasa Delano; pero que a las seis de la mañanaya habían avistado la ensenada y que los ne-

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gros se habían intranquilizado tan pronto comohabían divisado el barco en la distancia, ya queno esperaban encontrar ninguno por aquel lu-gar; que el negro Babo los calmó, asegurándo-les que no había nada que temer; que ensegui-da ordenó que la figura de proa fuera cubiertacon una lona, como si la estuvieran reparando ymandó que ordenaran un poco las cubiertas;que, durante un rato, el negro Babo y el negroAtufal conversaron en privado; que el negroAtufal quería alejarse del lugar pero que el ne-gro Babo no quiso y, decidiendo por su cuenta,dio las órdenes oportunas; que finalmente seacercó al declarante y le propuso que dijera ehiciera todo cuanto el declarante afirma haberdicho y hecho en presencia del capitán nortea-mericano; [...] que el negro Babo le advirtió quesi se desviaba en lo más mínimo, pronunciabacualquier palabra o lanzaba alguna mirada quepudiera dejar entrever lo que había sucedido ocuál era la situación actual, le mataría al instan-te, así como a todos sus compañeros y, mos-

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trándole un puñal que llevaba escondido, dijoalgo que, según entendió el declarante, signifi-caba que aquel puñal estaría tan alerta como supropia mirada; que el negro Babo expuso en-tonces el plan a todos sus compañeros y que aéstos les agradó; y que después, para disfrazarmejor la verdad, planeó varias estratagemas,algunas de las cuales aunaban el propósito dedefenderse con el de engañar; que de este géne-ro era la estratagema de los seis ashanti antesmencionados, los cuales eran sus esbirros; queles mandó situarse al borde de la popa simu-lando limpiar unas hachas (dentro de unas ca-jas que formaban parte del cargamento), peroque en realidad eran para utilizarlas y distri-buirlas si se hacía necesario, en cuanto oyerancierta palabra que él les indicó; que, entre otrasestratagemas, se encontraba la de presentar aAtufal, su mano derecha, como encadenado,pero cuyas cadenas podían ser soltadas en uninstante; que informó al declarante de cadadetalle del papel que debía representar en cada

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estratagema y de la historia que debía contar encada ocasión, siempre amenazándole con ma-tarle inmediatamente si se desviaba en lo másmínimo; que, consciente de que muchos de losnegros podían sentirse agitados, el negro Baboencargó a los cuatro negros de edad, que erancalafates, que mantuvieran el máximo de ordenen las cubiertas, entre los suyos; que, una y otravez, arengó a los españoles y a los suyos, in-formándoles de sus intenciones y sus estrata-gemas y de la historia ficticia que el declarantedebería referir, advirtiéndoles de lo que pasaríasi tan sólo uno de ellos se desviaba un ápice deesa historia; que estas disposiciones se adopta-ron y se completaron en las dos o tres horasque transcurrieron entre el primer avistamientodel barco y la llegada a bordo del capitán Ama-sa Delano; que ésta tuvo lugar cerca de las sietey media de la mañana, que el capitán Delanollegó en su barca y todos le recibieron con granalegría; que el declarante representó entonces,lo mejor posible, el papel de principal propieta-

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rio y de capitán libre del barco y le explicó alcapitán Amasa Delano, cuando éste se lo pre-guntó, que venía de Buenos Aires y se dirigía aLima con trescientos negros; que frente al Cabode Hornos y a causa de una epidemia, habíanfallecido muchos de los negros; que tambiéntodos los oficiales de a bordo y la mayor partede la tripulación habían perdido la vida en si-milares circunstancias.»

(Y así prosigue la declaración, volviendo a contar,pormenorizándola, la falsa historia dictada por Baboal declarante con la cual, por medio del declarante,fue embaucado el capitán Delano, refiriendo tambiénel amistoso ofrecimiento del capitán Delano, entreotras cosas, todas las cuales se omiten aquí. Despuésde la falsa historia, etc., la declaración continúa así:)

Que el generoso capitán Delano se quedó abordo todo el día, hasta dejar el barco anclado alas seis en punto de la tarde, relatándole siem-pre al declarante sus supuestos infortunios se-gún las condiciones antes mencionadas, sin

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haber podido decirle una sola palabra ni hacer-le la menor insinuación que le pusiera en cono-cimiento del verdadero estado de las cosas, yaque el negro Babo, interpretando el papel de unfiel sirviente con todas las apariencias de sumi-sión de un humilde esclavo, no dejó solo al de-clarante ni un momento; que ello fue para ob-servar todos sus gestos y palabras ya que elnegro Babo entiende bien el español; que, ade-más, había siempre cerca otros negros que losvigilaban constantemente y que también en-tendían el español; [...] que, en una ocasión,mientras el declarante se hallaba en cubierta,conversando con Amasa Delano, el negro Babole hizo una señal secreta para que se apartarade aquél de manera que pareciera que lo hacíapor voluntad propia; que entonces, habiéndoseretirado ambos, el negro Babo le propuso queobtuviera de Amasa Delano una informacióndetallada sobre su barco, tripulación y armas;que el declarante le preguntó "¿Para qué?"; queel negro Babo le contestó que ya se lo podía

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imaginar; que, afectado ante la perspectiva delo que podía ocurrirle al generoso capitánAmasa Delano, el declarante, al principio, senegó a formular las preguntas requeridas yutilizó todos los argumentos posibles para in-tentar que el negro Babo renunciara a su nuevoproyecto; que el negro Babo le mostró la puntade su puñal; que, tras haber obtenido la infor-mación, el negro Babo volvió a llevarle aparte,para decirle que esa misma noche, él (el decla-rante) iba a ser capitán de dos navíos, en vez deuno, ya que, como la mayoría de la tripulacióndel norteamericano iba a estar pescando, losseis ashanti, sin otra ayuda, podrían tomar elbarco fácilmente; que en ese mismo momento ledijo otras cosas al respecto y que no le vinieracon súplicas; que antes de que Amasa Delanosubiera a bordo no se había dicho nada en rela-ción a la captura del barco norteamericano; queel declarante no tenía medios para impedir talproyecto; [...] que en algunas cuestiones sumemoria está confusa, ya que no puede recor-

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dar con precisión cada momento; [...] que tanpronto hubieron echado anclas, a las seis de latarde, como se ha afirmado anteriormente, elnorteamericano se despidió para regresar a sunave; que, en un impulso repentino, que el de-clarante cree proveniente de Dios y de sus án-geles, después de despedirse, acompañó al ge-neroso capitán Amasa Delano hasta la mismaborda, donde se quedó, con el pretexto de darleel último adiós, hasta que Amasa Delano sehubo sentado en su barca; que en el momentoen que iban a partir, el declarante saltó por laborda hacia la barca y cayó dentro, no sabe có-mo, bajo el amparo divino; que [...]»

(Aquí, en el original, sigue el relato de lo que ocurriómás tarde, durante la huida, de cómo fue recobradoel San Dominick, y del trayecto hasta la costa, in-cluyendo numerosas expresiones de «eterna gratitudpara con el generoso capitán Amasa Delano». LaDeclaración procede ahora a añadir algunos comen-tarios recapitulatorios y un nuevo censo parcial de105 negros, concretando datos sobre la participación

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de cada uno de ellos en los sucesos acaecidos, con elfin de facilitar, siguiendo las indicaciones del tribu-nal, la información en que se basa el pronunciamien-to de las sentencias criminales. De esta parte se ex-trae lo que sigue:)

«... Que, a su entender, todos los negros, aun-que desconocieron al principio el proyecto derebelión, lo aprobaron cuando se puso en prác-tica; [...] que el negro José, de dieciocho años, yal servicio personal de don Alejandro, fuequien informó al negro Babo acerca del estadode cosas en el camarote antes de la revuelta;que esto se deduce del hecho de que, en lasmedianoches anteriores, solía dejar la litera,que se hallaba bajo la de su amo, en el camaro-te, y acudir a cubierta donde se encontraban elcabecilla y sus secuaces; y que mantuvo con-versaciones secretas con el negro Babo, siendovisto varias veces por el primer oficial; que unanoche el primer oficial le mandó abajo en dosocasiones; [...] que ese mismo negro, José, sinque el negro Babo le ordenara que lo hiciera,

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como lo había ordenado a Lecbe y Matiluqui,apuñaló a su amo, don Alejandro, después deque hubiera sido arrastrado, moribundo, hastacubierta; [...] que el camarero mulato, Frances-co, formaba parte del primer grupo de rebeldesy que fue, en todo momento, la criatura y elinstrumento del negro Babo; que, para adularle,justo antes de la comida en el camarote, propu-so al negro Babo envenenar uno de los platosdestinados al generoso capitán Amasa Delano;que esto lo sabe y lo cree porque lo dijeron losnegros, pero que el negro Babo, abrigandootros propósitos, no se lo permitió a Francesco;[...] que el ashanti Lecbe era uno de los peoresya que, el día en que la nave fue recuperada, sesirvió, para la defensa de ésta, de dos hachas,una en cada mano, con una de las cuales hirióen el pecho al primer oficial de Amasa Delano,en el momento en que subía a bordo; que todosconocían este hecho; que, en presencia del de-clarante, Lecbe había golpeado con un hacha adon Francisco Masa cuando, por orden del ne-

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gro Babo, lo arrastraba para arrojarlo vivo porla borda, además de haber participado en elasesinato de don Alejandro Aranda y el deotros pasajeros de camarote; que, a pesar de lafuria con la que los ashanti lucharon en el en-frentamiento con las barcas, tan sólo Lecbe yYan sobrevivieron; que Yan era tan malvadocomo Lecbe; que Yan había sido el hombre que,por orden de Babo, había preparado de buenagana el esqueleto de don Alejandro del modoque más tarde los negros revelaron al declaran-te, pero que él nunca podría divulgar, mientrasestuviera en su sano juicio; que Yan y Lecbefueron quienes una noche, durante una calma,colgaron el esqueleto en la proa; que esto tam-bién se lo contaron los negros; que fue el propioBabo quien trazó la inscripción bajo el esquele-to, que el negro Babo fue el instigador de lasedición del principio al fin; él ordenó cadaasesinato y fue el timón y la quilla de toda larebelión; que Atufal fue su lugarteniente entodo momento, pero que ni él ni el negro Babo

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cometieron ninguno de los homicidios por supropia mano; [...] que Atufal fue muerto de undisparo en el combate con las barcas, antes delabordaje, que las negras, mayores de edad, sa-bían de la revuelta y se mostraron satisfechaspor la muerte de su amo, don Alejandro; que,de no habérselo impedido los negros, habríantorturado hasta la muerte, en vez de matarlossimplemente, a los españoles ejecutados pororden del negro Babo; que las negras utilizarontoda su influencia para que se deshicieran deldeclarante; que, mientras se perpetraban aque-llos crímenes, entonaron diversos cánticos ydanzaron, no con júbilo, sino solemnemente, yque, antes del encuentro con las barcas, así co-mo durante la acción, entonaron para los ne-gros tristes cánticos y que ese tono melancólicolos exaltaba más que cualquier otro y que éstaera la intención con que cantaban; que todo estose supone cierto porque lo han dicho los ne-gros; [...] que, de los treinta y seis hombres de latripulación, con exclusión de los pasajeros

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(muertos todos entonces), de los que el decla-rante tenía conocimiento, sólo sobrevivieronseis, además de cuatro muchachos asistentes decamarote y grumetes, no incluidos en la tripu-lación; [...] que los negros le rompieron el brazoa uno de los asistentes de camarote y le golpea-ron a hachazos.»

(Siguen a continuación diversas revelaciones refe-rentes a distintos períodos cronológicos. Se han ex-traído las siguientes:)

«... Que, durante la estancia del capitán AmasaDelano a bordo, los marineros llevaron a cabodiversos intentos, uno de ellos a iniciativa deHermenegildo Gandix, para darle a entenderindirectamente cuál era la verdadera situación,pero tales intentos resultaron inútiles debido alriesgo mortal que conllevaban y sobre todo acausa de las estratagemas que contradecían lasituación real, así como la generosidad y el es-píritu caritativo de Amasa Delano, incapaz deadivinar tanta maldad; [...] que Luys Galgo, un

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marinero de unos sesenta años de edad, quehabía servido en la armada real, fue uno de losque trataron de proporcionar indicios al capitánDelano; pero que si bien no descubrieron suintento, sí que algo sospecharon, por lo que,con un pretexto cualquiera, fue apartado decubierta y, finalmente, fue asesinado en la bo-dega. Que este hecho lo refirieron los negrosmás tarde; [...] que a uno de los grumetes, abri-gando una cierta esperanza de liberación, inspi-rada por la presencia del capitán Amasa Dela-no, se le escapó imprudentemente alguna pala-bra que reveló sus expectativas, que al ser oíday entendida por un joven esclavo con el quecompartía su comida en ese momento, éste úl-timo le golpeó en la cabeza con su cuchillo, in-fligiéndole una profunda herida de la cual elgrumete se está recuperando actualmente; que,de forma parecida, poco antes de anclar el bar-co, uno de los marineros que lo gobernaban enaquel momento se encontró en un apuro al no-tar los negros una expresión en su rostro que

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delataba cierta esperanza por el motivo antescitado, pero este marinero, gracias a su pruden-te conducta posterior, salió indemne de la si-tuación; [...] que estas declaraciones tienen porobjeto mostrar al tribunal que, desde el princi-pio hasta el fin de la rebelión, fue imposiblepara el declarante y para sus propios hombresactuar de otro modo al que lo hicieron; [...] queel tercer escribiente, Hermenegildo Gandix, queal principio se había visto forzado a vivir conlos marineros, vestir ropas de marinero y queen todos los aspectos parecía serlo en aquelmomento, fue muerto por una bala de mosque-te disparada por error desde las barcas antesdel abordaje cuando, aterrorizado, había trepa-do al aparejo de mesana gritando hacia las bar-cas "¡No abordéis!" por temor a que los negrosle mataran en el abordaje; que induciendo estoa los norteamericanos a creer que, de algunaforma, él estaba del lado de los negros, le dis-pararon dos balas, por lo que cayó herido des-de el aparejo y se ahogó en el mar; [...] que el

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joven don Joaquín, marqués de Aramboalaza,al igual que Hermenegildo Gandix, el tercerescribiente, fue degradado a las funciones yapariencia externa de simple marinero; que encierta ocasión en que don Joaquín se negó ahacer algo que le repugnaba, el negro Baboordenó al ashanti Lecbe que cogiera alquitrán,lo calentara y lo vertiera sobre las manos dedon Joaquín; [...] que don Joaquín resultó muer-to a causa de otro error de los norteamericanos,error, por otra parte, imposible de evitar, yaque al acercarse las barcas, los negros obligarona don Joaquín a situarse visiblemente sobre losmacarrones con un hacha levantada y con elfilo hacía fuera atada a la mano, por lo que, alverle blandir un arma y en una actitud equívo-ca, le dispararon tomándole por un marinerorenegado; que sobre la persona de don Joaquínse encontró oculta una joya, la cual, según do-cumentos posteriormente descubiertos, resultóser una ofrenda votiva destinada al santuariode Nuestra Señora de la Merced, en Lima, pre-

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parada y guardada de antemano, con la inten-ción de testimoniar su gratitud, al desembarcaren Perú, su destino final, por la feliz conclusiónde toda la travesía desde España; [...] que lajoya, con los demás efectos personales del di-funto don Joaquín, se halla bajo custodia de loshermanos del Hospital de Sacerdotes, en esperade lo que disponga el ilustre tribunal; [...] que,debido al estado del declarante y a las prisascon que las barcas partieron para el ataque, losnorteamericanos no fueron advertidos de que,entre la tripulación, se hallaba un pasajero yuno de los escribientes disfrazados por obra delnegro Babo; [...] que, además de los negrosmuertos en la acción, algunos lo fueron tras lacaptura y mientras se volvía a anclar por lanoche, encontrándose encadenados a las anillasde cubierta; que estas muertes fueron cometi-das por los marineros antes de que pudieranimpedírselo. Que en cuanto fue informado deello el capitán Amasa Delano ejercitó toda suautoridad y, en especial, derribó con sus pro-

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pias manos a Martínez Gola quien, al encontraruna navaja de afeitar en el bolsillo de una viejachaqueta suya que llevaba puesta uno de losnegros encadenados, la apuntaba hacia la gar-ganta de éste; que el noble capitán Amasa De-lano también arrebató de la mano de Bartolo-meo Barlo un puñal, ocultado durante la masa-cre de los blancos, con el cual estaba apuñalan-do a un negro encadenado que, aquel mismodía, con ayuda de otro negro, le había derriba-do y pisoteado; [...] que, de todos los sucesosacaecidos durante el largo tiempo en que lanave había estado en poder del negro Babo, nopuede dar cuenta por el momento, pero que loque ha dicho es lo más importante de lo queahora recuerda y que todo ello es cierto deacuerdo con el juramento prestado, declaraciónque firma y ratifica tras haberle sido leída. De-claró que tenía veintinueve años y que se sentíafisica y moralmente destrozado y que cuando,finalmente, el tribunal le permitiera marcharse,no volvería a su casa en Chile, sino que se tras-

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ladaría al monasterio del Monte Agonía; y fir-mó y se santiguó y, de momento, tal comohabía venido, en litera y en compañía del monjeInfelez, partió hacia el Hospital de Sacerdotes.

»BENITO CERENO

»DOCTOR ROZAS»

Si esta declaración ha servido de llave paraabrir la cerradura de las complicaciones que laprecedieron, en este caso, como una tumba cu-ya puerta hubiera sido apartada, queda hoyabierto el casco del San Dominick.

Hasta ahora, la naturaleza de esta narración,aparte de hacer inevitable la reproducción delas complicaciones del principio, ha requerido,en mayor o menor grado, que gran número dehechos, en vez de ser referidos en el orden enque ocurrieron, hayan sido presentados en for-ma retrospectiva o irregular. Así ocurre con lossiguientes pasajes, que concluirán el relato:

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En el transcurso del prolongado y tranquiloviaje hacia Lima, hubo, como ya se mencionóanteriormente, un período durante el cual elenfermo recuperó un poco su salud o, por lomenos en parte, su propia tranquilidad. Antesde la definitiva recaída que sobrevino más tar-de, los dos capitanes pudieron conversar cor-dialmente en ocasiones, contrastando su nota-ble franqueza con las antiguas reticencias.

Una y otra vez repitió el español lo difícil que lehabía resultado representar el papel que lehabía impuesto el negro Babo.

-¡Ah, mi querido amigo! -dijo una vez don Be-nito-. En aquellos momentos en que me creíatan hosco e ingrato, en los que incluso, comoahora reconoce, llegó a pensar que planeabaasesinarlo, en aquellos mismos momentos esta-ba mi corazón helado; no podía mirarlo pen-sando en la amenaza que, tanto a bordo de estebarco como del suyo, pendía, de otras manos,sobre mi generoso benefactor. Y, vive Dios, don

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Amasa, que no sé si por velar tan sólo por miseguridad habría tenido valor para saltar a subarca, si no hubiera sido por la idea de que sivolvía a su barco ignorándolo todo, usted, mibuen amigo, y aquellos que con usted estuvie-ran, aquella misma noche, sorprendidos dur-miendo en las hamacas, no habrían despertadonunca más a la luz de este mundo. Piense tansólo en cómo caminaba por esta cubierta, cómotomaba asiento en este camarote, cuando cadapulgada de terreno bajo sus pies estaba minadacomo un panal. Si hubiera intentado sugerirlelo más mínimo, si hubiera dado el menor pasopara darle a entender algo, la muerte, unamuerte explosiva, la suya y la mía, habría pues-to fin a la escena.

-Así es, así es -exclamó el capitán Delano, es-tremeciéndose-, usted salvó mi vida; y, además,la salvó sin que yo lo supiera ni lo hubiera pe-dido.

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-Más bien, amigo mío -replicó el español, cortésincluso en cuestiones de religión-, fue Diosquien salvó milagrosamente su vida, pero lamía la salvó usted. Cuando pienso en algunasde las cosas que hizo, sus sonrisas, sus murmu-llos, sus gestos temerarios... Por mucho menosque eso fue asesinado mi primer oficial, Ra-neds; pero a usted lo guió, a buen seguro, elPríncipe de los Cielos por entre todas las em-boscadas.

-Sí, ya sé que todo es obra de la Providencia,pero aquella mañana, mi ánimo era más pláci-do de lo acostumbrado, y el espectáculo de tan-to sufrimiento, más aparente que real, unió ami buen talante la compasión y la caridad en-trelazándolas felizmente a lastres. De lo contra-rio, sin duda, como usted insinúa, algunas demis intervenciones habrían acabado de formabastante desagradable. Además, esos senti-mientos de los que le he hablado me permitie-ron superar mi momentánea desconfianza, en

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circunstancias en que una mayor agudeza mehubiera podido costar la vida sin poder salvarla de los demás. Sólo al final me ganaron lassospechas y ya sabe cuán lejos resultaron estarde la realidad.

-Bien lejos, ciertamente -dijo tristemente donBenito- estuvo conmigo todo el día, se sentójunto a mí, hablándome, mirándome, comiendoy bebiendo conmigo, y, a pesar de ello, su últi-mo gesto fue tomar por un monstruo, no sólo aun inocente, sino al más digno de compasiónde todos los hombres. Hasta tal punto puedenimponerse las malignas maquinaciones y enga-ños. Hasta tal punto puede llegar a confundirseincluso el más bueno de los hombres al juzgarla conducta ajena si desconoce los más profun-dos entresijos de su situación. Sólo que ustedno tuvo más remedio que juzgar así y en aquelmomento se sentía desengañado. Ambas cosaspodrían sucederle a cualquier hombre.

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-Usted generaliza, don Benito, y muy lúgubre-mente. Pero lo pasado, pasado está. ¿Por quémoralizar sobre ello? Olvídelo. Vea: el radiantesol ya todo lo ha olvidado, y también el cielo yel mar, tan azules; ellos ya han vuelto nuevaspáginas.

-Porque no tienen memoria -replicó sin ánimo-porque no son humanos.

-Pero ¿y el suave soplo de los alisios que acari-cia ahora su mejilla, don Benito? ¿No le trae unalivio casi humano? Son los alisios amigos cáli-dos y constantes.

-Con su constancia no hacen sino empujarmehacia mi tumba, señor -fue su profética res-puesta.

-¡Se ha salvado, don Benito! -exclamó entoncesel capitán Delano, cada vez más asombrado yentristecido-. Se ha salvado, ¿qué es, pues, loque proyecta tal sombra sobre usted?

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-El negro.

Se hizo el silencio mientras el melancólico donBenito permanecía sentado, envolviéndose len-ta e inconscientemente en su capa, como en unsudario.

Aquel día ya no conversaron más.

Pero si a veces la melancolía del español acaba-ba por convertirse en mutismo cuando se abor-daban temas como el precedente, existían otrossobre los que no hablaba absolutamente nunca;sobre ellos, realmente, se alzaban como un cas-tillo todas sus reservas. Omitamos lo peor y,sólo como ejemplo, citemos uno o dos detallesal respecto: El atuendo, tan costoso y rebusca-do, que llevaba el día en que tuvieron lugar lossucesos relatados, no se lo había puesto por suvoluntad; en cuanto a la espada de montura deplata, símbolo aparente de un poder despótico,no era, en realidad, tal espada, sino un espectro

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de ella: la vaina, artificialmente rígida, estabavacía.

En lo que se refiere al negro, cuyo cerebro, nosu cuerpo, había tramado y liderado la rebelióny el complot, su frágil complexión, despropor-cionada con lo que contenía, había cedido enseguida, en la barca, ante la superior fuerzamuscular de su capturador. Viendo que todohabía terminado, no soltó ni una palabra, ni sele pudo forzar a que lo hiciera. Su aparienciaparecía decir: «Ya que no me es posible actuar,tampoco me harán hablar». Aherrojado en labodega con los demás, fue conducido a Lima.Durante la travesía, don Benito no fue a verle.Ni entonces, ni más tarde, llegó siquiera a mi-rarle. Delante del tribunal se negó a hacerlo.Instado por los jueces, se desmayó. La identi-dad legal de Babo sólo se pudo determinar porel testimonio de los marineros.

Unos meses después, arrastrado al cadalso a lacola de un mulo, el negro encontró su mudo

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final. Su cuerpo fue quemado hasta reducirlo acenizas. Pero su cabeza, esa colmena de astu-cias, permaneció durante muchos días clavadade un poste en la plaza, desafiando, indómita,las fieras miradas de los blancos. Y, a través dela plaza, sus ojos miraban hacia la iglesia deSan Bartolomé, en cuya cripta reposaban en-tonces, como hoy, los huesos rescatados deAranda y, a través del puente del Rimac, sumirada se dirigía hacia al monasterio del MonteAgonía, donde, tres meses después de que eltribunal le permitiera retirarse, don Benito Ce-reno, llevado en un ataúd, siguió, efectivamen-te, a su jefe.