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Carlos Daniel Lasa

UNA LIBERTAD PARA LA EXCELENCIA HUMANA.

EDUCACIÓN, LIBERTAD Y REVOLUCIÓN

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ÍNDICE INTRODUCCIÓN ........................................................................................... 4

1. LIBERTAD Y PENSAR ........................................................................... 4

2. LA LIBERTAD EN SENTIDO PROPIO ................................................... 8

4. LIBERTAD, TIEMPO Y EDUCACIÓN LIBERAL ..................................... 11

5. VERDAD Y LIBERTAD ........................................................................... 14

6. LIBERTAD Y JUSTICIA .......................................................................... 17

7. DE LA CRISIS METAFÍSICA Y DE SUS DERIVACIONES EN LA ESFERA MORAL Y SOCIAL ...................................................................... 18

8. UNA COMUNICACIÓN AL SERVICIO DEL PENSAR ............................ 23

9. DISCURSOS EN FAVOR DE LA NEUTRALIZACIÓN DE LA LIBERTAD ..................................................................................................................... 24

9.1. EL DISCURSO DEL PLURALISMO ..................................................... 24

9.2. LOS DISCURSOS DE LA NO-DISCRIMINACIÓN Y DE LA IGUALDAD ..................................................................................................................... 26

10. AMENAZAS A LA LIBERTAD EN LA ACTUAL AMÉRICA LATINA ... 29

11. EL NO TAN ROMÁNTICO HÉROE DE AMÉRICA: ERNESTO “CHE” GUEVARA ................................................................................................... 31

12. DE LA NECESIDAD DE UNA EDUCACIÓN HUMANISTA .................. 34

13. CONCLUSIÓN: UNA POLÍTICA AL SERVICIO DE LA PLENITUD DE LA VIDA HUMANA ...................................................................................... 39

BIBLIOGRAFÍA DE REFERENCIA ............................................................. 40

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INTRODUCCIÓN

La sensación que experimentamos cuando queremos escribir sobre la libertad es idéntica a aquella que refería Agustín de Hipona respecto del tiempo: creemos saber perfectamente lo que es, porque forma parte de nuestra experiencia diaria, pero cuando nos interrogan y debemos decir aquello que sea, nos resulta muy difícil precisarlo y expresarlo. Sin embargo, en el presente ensayo, nos esforzaremos por determinar los contornos, del modo más preciso posible, de la libertad. Es ésta una primera e insoslayable exigencia ya que, de lo contrario, ¿de qué estaríamos hablando? Esta precisión, en lo hace a la naturaleza de la libertad, nos conducirá, en un segundo momento, a poner el foco de nuestra atención en las condiciones que se requieren para su ejercicio.

En este sentido, podemos afirmar que la justicia de una sociedad puede medirse a partir de la preocupación –y ocupación– que la misma ponga de manifiesto en el logro de las referidas condiciones. La educación, que nosotros calificaremos de liberal, cumple una función principalísima; a ella debieran sumarse las diversas formas de comunicación social las cuales, poniendo en acto una comunicación auténtica, estarían en condiciones de suscitar o ayudar a consolidar un pensar que pueda ser el fundamento de una auténtica libertad.

Dado que nuestra reflexión es una reflexión llevada a cabo a partir de un determinado contexto histórico, no podremos dejar de analizar, por un lado, algunos de los discursos considerados «políticamente correctos» y muy meneados en la sociedad actual –por ejemplo, el del pluralismo, el de la no–discriminación y el de la igualdad–, los cuales, presentándose como el reaseguro de la diversidad, de la libertad, en realidad la clausuran, y por otro, el espíritu totalitario que anima a algunas manifestaciones políticas hace ya algunos años en Latinoamérica.

1. LIBERTAD Y PENSAR Todo hombre tiene la experiencia de ejercer un dominio sobre sus

actos. El acto que estoy ejecutando en este momento, el de escribir el presente ensayo, ha sido originado a partir de una decisión enteramente mía, la cual no reconoce otra causa más que mi voluntad. Quiero escribir este ensayo. Hay quienes han sostenido, en la historia del pensamiento occidental, que el poseer dominio sobre sus actos constituye la peculiaridad de la persona humana. En este sentido, Romano Guardini afirmaba: «Persona significa que yo no puedo ser habitado por ningún otro, sino que en relación conmigo estoy siempre sólo conmigo mismo…»1.

1 Romano Guardini. Mundo y persona. Madrid, Ed. Guadarrama, 1963, p. 180.

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Esta experiencia, en el sentido de que algunos actos tengan su comienzo en una decisión que descansa sobre uno mismo, muchas veces va acompañada de otra sensación: la que nos muestra que hay cosas que suceden al margen de nuestra decisión. La primera vivencia pone de manifiesto la supremacía del hombre respecto de los demás seres de este mundo; la segunda, por el contrario, enseña al hombre que su especial dignidad no equivale a omnipotencia. En este sentido, y tal como lo señala Drew A. Hyland, tanto Homero y Hesíodo, como los autores del Gilgamesh, sostienen que el hombre, por un lado, «se ve a sí mismo como teniendo un cierto poder o control sobre el mundo que lo rodea», pero, por el otro, «que el mundo no es nuestro, que existen fuerzas, dimensiones del universo, que operan fuera de nuestro control»2.

Todo hombre sabe que es capaz tanto de auto–determinarse como de ser la causa de algunos acontecimientos, pero también entiende que no puede influir, de un modo absoluto, sobre todo lo que existe. No todo lo que es está en su ejido y bajo su control: existen ámbitos de la existencia en los que su decisión no cuenta. Y en este sentido, pues, podría afirmarse que una persona ha alcanzado cierta madurez cuando ha sido capaz de poner en una relación dialéctica, de manera constante, la conciencia de su auto–determinación con la conciencia del reconocimiento del límite. Dentro de estos parámetros, de naturaleza ontológica, el hombre goza, pues, de la libertad y la ejerce efectivamente.

Cuando mentamos la palabra libertad es preciso advertir, ante todo, que la misma no es una cosa dada, obtenida de una vez para siempre: no es algo que nos corresponda por el solo y simple hecho de ser hombres. Nadie podría decir que es común a todo hombre estudiar ya que, de hecho, existen personas que no lo hacen. De análogo modo sucede con la libertad. Cuando hablamos de libertad estamos haciendo referencia a un acto y, en consecuencia, a una realidad que, para ser tal, debe ser actuada de modo permanente. Es preciso insistir en este punto: no se es libre por el simple hecho de ser hombre sino que, por el hecho de ser hombre, puedo llegar a ser libre.

En una primera aproximación al concepto de libertad, es preciso poner de relieve que ser libre implica no sólo ejercer un acto sino que involucra, también, la conciencia de reconocerse autor del mismo. Esto supone, a su vez, saber de uno mismo, saber de la existencia del propio yo como diverso de todo otro yo. Este saber de uno mismo ha sido designado por los filósofos con el término «autoconciencia»: ella constituye un núcleo que, en contraposición a todo lo que uno no es, radica en el interior. La interioridad está constituida, precisamente, por aquel acto de saber de uno mismo que se distingue de todo otro ser distinto de mi. Pero fijémonos atentamente: este saber de la interioridad no queda reducido al saber de uno mismo sino que se proyecta a todo aquello que uno no es. La

2 Drew A. Hyland. Los orígenes de la filosofía en el mito y los presocráticos. Bs. As.,

El Ateneo, 1975, p. 14.

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interioridad, así, reúne el conocimiento de sí mismo y el conocimiento de todo aquello que yo no soy. En este sentido la interioridad se compone de dos polos: el yo (la mismidad) y aquella realidad infinita, inabarcable, que se presenta como distinta del yo (la otredad): sin la existencia del acto del intelecto, que consiste en recortarse, en diferenciarse dentro de un todo, jamás haría su epifanía el yo. En su lugar, se erigiría una suerte de una realidad indistinta, un grado absoluto de unidad dentro de la cual no habría lugar alguno para la diversidad. Ese otro que yo no soy se me presenta como una realidad inabarcable, infinita. En este sentido, el filósofo Jan Patočka refería: «Pertenece a la esencia humana el no sentirse pleno con la finitud»3. El conocimiento de la infinitud provoca que el ser del hombre siempre se encuentre en tensión, en búsqueda. Y gracias a esa realidad infinita, mi yo puede configurarse como yo. En consecuencia, en el conocimiento originario no se sitúa sólo el conocimiento de mi mismidad sino también de aquella otra realidad infinita dentro de la cual puedo recortarme y pronunciar la palabra «yo». Por eso, en la constitución misma del yo se halla ínsita la tensión hacia realidad infinita sin la cual no podría ser ni comprenderme.

Recordamos, a propósito de lo que venimos expresando, lo que escribiera el pensador italiano Michele Federico Sciacca: El «espíritu es actividad continua… porque la luz infinita de la verdad no le da paz. Es un estímulo interior que activa continuamente el dinamismo espiritual y hace del hombre un ser inquieto»4. Sin embargo, el estímulo al que hace referencia Sciacca no es la única realidad que causa el dinamismo espiritual: está presente otra fuerza que opera y que es la existencia, in interiore, de esa capacidad de auto–determinación denominada libertad. Si el ser del hombre, entonces, es dinámico, se debe tanto a la presencia de una realidad infinita que lo empuja a trascenderse, como a la capacidad que su alma humana posee de auto–determinarse.

Ahora bien, cuando afirmamos que la libertad exige la autodeterminación, estoy suponiendo que mi yo es centro autónomo de actividad. Esto supone, a su vez, que antes de determinarme por tal o cual cosa, me he determinado a querer ser. Es decir, el objeto de mi primer querer (querer originario) ha sido el de querer ser libre, que es como decir, querer ser hombre. El conocimiento primero de mi yo como centro autónomo de operaciones ha permitido un primer querer que tiene como objeto el asumirme como centro autónomo de operaciones, como ser libre. La primera elección auténticamente libre es, entonces, la de asumirme como lo que realmente soy: libre. La iniciativa primera del hombre es querer ser, y querer ser significa asumirse como aquello que la inteligencia ha descubierto que es: un centro autónomo de operaciones. Por medio de este acto primero, mi libertad ha comenzado a dar a luz a aquel hombre que llegaré a ser. A partir de este acto primero, enteramente mío, inicio el

3 Jan Patočka. Libertad y sacrificio. Salamanca, Ediciones Sígueme, 2007, p. 45. 4 Michele Federico Sciacca. Santo Agostino essenziale. Universitade da Rio Grande

do Sul, 1956, p. 17.

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camino hacia la configuración de mi yo: y con cada elección iré moldeando, progresivamente, mi personalidad, mi propio yo.

En este sentido es dado advertir que el liberalismo, al defender la libertad, está protegiendo precisamente el derecho de cada uno a existir y no simplemente a estar. El existir supone, simultáneamente, tener la posibilidad de elegirse en aquello que se es: libre y, al propio tiempo, en poder ejercitar, de modo constante, ese acto de auto–determinación. Las sociedades liberales, con sus pros y con sus contras, ofrecen la posibilidad de que la existencia de cada hombre pueda conducirse y construirse en la fidelidad a su propio ser. Y esto es como decir: permitirle al hombre que forme, a través de sus acciones libres, su carácter, aquel sello distintivo que lo hará un ser diverso entre los iguales. Refiere Sciacca: «… nada hay más elegido que nuestro carácter, cuando, formando sobre él nuestra personalidad, lo formamos desde el interior: cada uno escogiéndose a sí mismo y eligiendo los datos de que consta, se hace según su libre querer, sobre la base de lo que es»5.

Es importante destacar, en este punto, que no basta, aunque sea extremadamente importante, que se brinde un marco político para el cultivo y la conservación de la libertad. Sucede que, amén de tener que habérselas con obstáculos externos, la libertad debe lidiar con peores escollos: los impedimentos que anidan en el propio espíritu. En este sentido, la filosofía clásica ya había advertido que existe un enemigo dentro de cada hombre que conspira contra el acto de su auto–determinación. De lo que afirmamos puede dar fe, por ejemplo, un hombre alcohólico cuya decisión de abandonar la adicción es quebrada, de modo constante, por el deseo de beber. Las pasiones desordenadas, no moldeadas por la guía del intelecto y de la voluntad, hacen que el acto libre quede cercenado. De allí, entonces, que una sociedad no deba ocuparse sólo de allanar todo impedimento exterior para que el desarrollo de la libertad pueda ejercerse, sino que tiene que procurar una ayuda eficaz para que cada hombre sea capaz de alcanzar esa libertad interior, única instancia que lo convierte en dueño de sí mismo, en un ser capaz de optar por aquello que verdaderamente lo edifique.

¿Cuál es la prueba tangible que nos manifiesta la real preocupación de una sociedad para que cada hombre conquiste la libertad interior que le permita ser sí mismo? La respuesta es categórica: el empeño que manifieste en ofrecer una educación ordenada a la excelencia humana. Esta educación no es otra que la denominada educación liberal, la cual persigue, precisamente, la plenitud humana, la virtud. La educación liberal, entonces, deberá contribuir a que se actualice aquel acto que permite al hombre ser él mismo (formar su carácter). El referido acto, cuyo fin es el conocimiento de la verdad, posibilita el verdadero progreso que es, siempre, progreso en la verdad. Nos estamos refiriendo al acto de pensar.

5 Michele Federico Sciacca. La libertà e il tempo, Milano, Marzorati, 1965, p. 20.

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El pensar, que es el diálogo del alma consigno misma, y que consiste en preguntar y en responder6, debe ser sacado desde la potencialidad que anida dentro del ser de cada hombre en orden a su actualización. Para ello se necesitan maestros que susciten el acto de pensar en sus discípulos; maestros que sean capaces de cultivar en cada persona todos aquellos hábitos del intelecto que median entre la pregunta y la respuesta: la definición, la distinción, la relación, la causalidad, la sistematización, la crítica, y la síntesis.

La realización de este acto permitirá a cada estudiante ser él mismo por cuanto el camino de búsqueda de la respuesta a la pregunta formulada habrá sido transitado en primera persona. Sin este acto de pensar, ciertamente, no será posible ser diverso entre iguales, que es como decir, ser libres.

Una sociedad configurada en torno a una educación que otorgue preponderancia a la tarea del pensar, seguramente tendrá como resultado una comunidad dinámica, lúcida ya que estará integrada por personas pensantes y auténticamente libres. Al respecto, permítasenos citar esta frase del filósofo Leo Strauss: «Al tomar conciencia de la dignidad del intelecto, entendemos el verdadero fundamento de la dignidad del hombre…»7.

2. La libertad en sentido propio A esta altura del desarrollo del escrito se nos impone la siguiente

pregunta: el núcleo constitutivo de la libertad, ¿radica en el acto de elección? En ese caso, ¿sería verdaderamente libre quien se ha auto–determinado a matar a un hombre inocente? En principio, podría parecerlo. Sin embargo, este acto de elección provoca un daño tanto en el que resulta víctima del mismo como en quien lo ejecuta. A la víctima se le quita un bien preciado cual es la vida, pero quien lo ejecuta, se envilece, va perdiendo la forma propiamente humana. Su acto electivo no es ejercido en orden a su edificación personal.

Si la libertad residiese, exclusivamente, en el acto de elegir, entonces la perfección del hombre, su plenitud, consistiría simplemente en elegir. Así, desde el punto de vista subjetivo, no existiría diferencia alguna, por ejemplo, entre quien elige delinquir y quien elige ayudar al prójimo. Desde este punto de vista, bastaría con realizar una elección para ser libres, lo cual equivaldría a ser plenamente hombres. Esta conclusión se seguiría, de modo necesario, de aquella posición que piensa a la libertad como la capacidad absoluta de elección. Si, por el contrario, se piensa que la elección no es un acto primero, de absoluta indeterminación, sino que supone un ordenamiento de la naturaleza humana a la verdad y al bien,

6 Cfr. Platón. Oeuvres complètes. Tome VIII, 2ª partie, Théétète. Paris, Les Belles

Lettres, 1965, 189e. 7 Leo Strauss. Liberalismo antiguo y moderno. Bs. As., Editorial Katz, 2006, 1ª

edición, p. 21.

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entonces habrá de afirmarse que ser libres equivale a elegir de acuerdo al fin propio de la naturaleza.

La libertad auténtica, que supone que mi acto de elección se realiza conforme al bien, se distingue, pues, del mero acto de elegir. Este último, si bien es condición para la realización del acto libre, no constituye su esencia. De este modo puede afirmarse que la realización de cada hombre no depende sólo de que su acto haya sido deliberado, sino que haya sido realizado conforme al bien. Lo expresado descansa sobre un presupuesto: la elección libre se ejerce a partir de una determinación previa, que es la orientación de la naturaleza humana a la verdad y al bien. Mi voluntad está determinada respecto de estos fines, aunque está indeterminada (campo de la elección) respecto de éste u otro bien particular.

Hagamos ahora un ejercicio de imaginación y analicemos a qué concepción de la polis conduciría una concepción de la libertad como absoluta indeterminación. En estos términos, la polis debería ocuparse, ante todo y sobre todo, de asegurar a cada ciudadano el máximo de libertad posible (= libertad negativa). La libertad, en esta concepción, es concebida como un fin absoluto que debe ser celosamente garantizado y custodiado. La libertad, desde esta perspectiva, se erige en una realidad que no admite cuestionamientos: nada se sitúa por encima de ella y nada puede ponerla en duda. Esta concepción de libertad, que algunos autores relacionan de modo necesario con la auténtica democracia (Kelsen, Bobbio, etc.), acarrea gravísimas consecuencias para la polis. Una de ellas es el relativismo el cual no deja en pie valor alguno sobre el cual fundar la vida individual y la vida colectiva.

Y si la libertad es el poder indeterminación absoluta por parte del hombre, la verdad no puede ser aceptada so pena de dejar de ser libres. Para ser plenamente libres debemos deshacernos de todo, incluida la verdad misma. En este sentido, con desgarradora lucidez, Fukuyama señala que el relativismo constituye la más grave amenaza para el mismísimo sistema democrático. Señala nuestro autor: el «relativismo, la doctrina que mantiene que todos los valores son meramente relativos y que ataca todas las “perspectivas privilegiadas”, ha de terminar socavando también los valores democráticos y de tolerancia. El relativismo no es un arma que pueda apuntarse selectivamente a los enemigos que se escojan. Dispara indiscriminadamente, alcanzando a las piernas no sólo de los “absolutismos”, los dogmas y las certezas de la tradición occidental, sino también a la importancia que esa tradición da a la tolerancia, la diversidad y la libertad de pensamiento. Si nada puede ser absolutamente cierto, si todos los valores están determinados por la cultura, entonces acaban echándose de lado también valores muy queridos, como el de la igualdad humana»8.

Otra consecuencia de la aceptación de la aludida noción de libertad, es la de convertir a la sociedad en un lugar de permanente conflictividad en

8 Francis Fukuyama. El fin de la Historia y el último hombre. Bs. As., Editorial

Planeta, 1992, p. 440.

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lugar de ser el topos privilegiado del diálogo y encuentro entre los hombres. En efecto, para ser más libres será menester conquistar cada vez más espacios para el ejercicio de la libertad entendida como poder absoluto de auto–determinación. La conquista de la que hablamos no se alcanza, obviamente, a través de «razones» sino a través de decisiones: es mediante la lucha que cada hombre procurará conquistar mayores espacios de poder. La fuerza manda, no los argumentos razonables. No pueden existir argumentos cuanto se ha puesto como fundamento de la libertad la decisión misma y no una decisión conforme a fines que brotan de una naturaleza que no he elegido.

Si, por el contrario, se sostuviese que el acto de auto–determinación se ejerce sobre un ordenamiento de la naturaleza humana, orientada ésta hacia determinados fines, entonces la auto–determinación debería fundarse en la inteligencia. Es esta última, precisamente, la que tiene la hegemonía en las relaciones humanas por cuanto ella es capaz de conocer tanto dicho ordenamiento como la conveniencia de que esté apuntando hacia determinado fin. La relación entre los hombres, pues, se fundará en razones y no en decisiones arbitrarias.

Esta concepción de libertad entiende, entonces, que la capacidad de auto–determinación puede resultar un acto recto, o no. La rectitud del acto se sigue de su conformidad con los fines que brotan de la mismísima naturaleza humana. Por ello, el hombre es libre cuando su acto de elección se inclina a abrazar aquello que se adecua a los fines de su propia naturaleza, conocidos éstos por medio de su acto intelectivo. Un acto de auto–determinación que no haya sido realizado de esta manera, no sería considerado como plenamente libre por cuanto no estaría alcanzando el fin hacia el cual debiera haberse ordenado. La libertad, en esta concepción que proponemos, no puede concebirse jamás como un fin sino como un medio para que el hombre abrace la vida virtuosa. La ciudad, entonces, deberá ocuparse, fundamentalmente, de la promoción de la virtud.

El concepto de libertad negativa supone, necesariamente, el de liberación. Liberarse, se nos dice, equivale a quitar todo obstáculo para ejercer el absoluto poder de autodeterminación. Pero, ¿es esto suficiente para que el hombre sea libre? Ciertamente que no, ya que también necesitamos liberarnos de los obstáculos que encontramos en nuestro interior. Y si tengo ojos para ver la importancia decisiva de esta libertad interior, también los habré de tener para advertir que la cuestión capital del espíritu de todo hombre es la virtud. Sin el cultivo de esta libertad interior tendremos una sociedad de masas, pero jamás una sociedad de hombres libres.

Una prueba evidente del interés de una civilización por la existencia de una sociedad de hombres libres radica en el lugar que aquella asigne y asegure al cultivo de la libertad interior. Cabría que nuestra sociedad actual se interrogase acerca de esto: ¿qué se está haciendo en orden a la promoción de una educación auténticamente liberal, de una educación que haga de la virtud su fin, de una educación «para la perfecta caballerosidad,

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para la excelencia humana», de una educación que nos recuerde a cada uno «la excelencia humana, la grandeza humana»9?

Nuestra sociedad debe ocuparse por integrar, dialécticamente, a la libertad interior con la liberación; luchar para que cada singular tenga un amplio espacio para la auto–determinación; pero también debe abogar para que esa auto–determinación sea ejercida, merced a una auténtica educación liberal, a partir de la virtud misma. Proceder de esta manera equivaldrá a echar las bases para la existencia de una sociedad en la que se imbriquen, de modo armónico, bien común y bien individual.

La sociedad actual debe luchar, de modo sostenido, contra todo aquello que impida a la persona humana el ejercicio de la libertad interior, contra todo aquello que frene al hombre en su camino por ser él mismo. Necesitamos una educación no para mediocres, sino de excelencia. De este modo, la educación pasará a constituir una de las dimensiones más importantes de la vida política por cuanto ella, ayudando a configurar grandes hombres, posibilitará la existencia de una sociedad mejor, más ecuánime y virtuosa. Si, como decía Platón, el Estado no es otra cosa que el alma ensanchada, entonces habremos de velar para que existan grandes almas que sean capaces de proyectar mejores sociedades.

4. Libertad, tiempo y educación liberal La conquista y el desarrollo de la libertad interior deben garantizar un

espacio que no esté ocupado por las necesidades inmediatas, por la lógica de la utilidad, ya que el fin de este ámbito debe ser el de esculpir el perfil propiamente humano. Sin la preservación celosa de este espacio, no será posible el cultivo de la auténtica libertad, que es siempre libertad interior.

Señalamos, en los primeros párrafos, que el primer acto de auto–determinación consistía en querer ser, en querer ser aquello que verdaderamente se es: un ser que se auto–determina conforme a la excelencia humana. Este primer acto de auto–determinación engendra el tiempo. Claro está que este tiempo no es el tiempo calendario sino el tiempo interior, aquel tiempo en el que se va configurando mi personalidad.

Por el primer acto de auto–determinación, mi alma pone y despliega su propio tiempo: éste es un momento en el que se «presentiza», y en el cual se carece del pasado. El pasado se gesta a partir del subsiguiente acto realizado por mi espíritu, en tanto el acto primero pasa a ser ya cumplido. Del acto primero de auto–determinación se van sucediendo actos derivados que tienen como objeto opciones ejercidas en cada presente. Esta distención del alma, pues, no es otra cosa que el tiempo. Pero mi alma tiene un poder: hacer que nada de los actos pasados se pierda y, al propio tiempo, prefigurar lo que está por venir. En efecto, su poder consiste en poner delante de sí (hacer presente) los actos que ya han sido y prefigurar los actos a realizarse. Ese presente ensanchado, que recoge en su seno

9 Leo Strauss. Liberalismo antiguo y moderno. Op. cit., p. 18.

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tanto lo que fue, como lo que está siendo y prefigura aquello que será, es mi tiempo, esto es, una urdimbre constituida por esta perspectiva polifónica, que se ha ido tejiendo a partir de cada elección.

Ese tiempo mío, esa trama de elecciones, va trazando y delineando mi personalidad. Cada elección hecha se puede parangonar con la de un mazazo sobre una piedra cuasi informe, a la cual, los sucesivos golpes van configurando, van dándole forma.

Ahora bien, es dado advertir que cada acto de auto–determinación, para concretarse, tiene al pensar como su condición de posibilidad. El pensar, esto es, la pregunta y la respuesta que se suscitan una y otra vez en el alma, en mi alma, posibilita el acto de elegir. Resulta imposible elegir libremente aquello que no se conoce y sobre lo cual no se discurre. De allí que siempre se haya afirmado que la inteligencia es la raíz de la libertad. Precisamente, la educación liberal a la cual hemos hecho referencia más arriba, cuida celosamente este espacio, librándolo de toda ocupación utilitaria, dedicándolo sólo a ejercer esa difícil tarea de hacer las preguntas más graves, más serias para la existencia humana, y buscar aquellas respuestas que permitan orientar los actos libres.

Cuando en una sociedad todo espacio está ocupado por la utilidad, por la eficiencia y por el provecho, ya no hay posibilidad para desplegar ese tiempo interior en el que se conforman las personas humanas. En ese caso, el tiempo interior es fagocitado por un tiempo que transcurre alocadamente, en el que no hay resquicio para detenerse por un momento, en el que sólo cuenta aquello que me sirve, aquello que me es útil para el goce inmediato de alguna necesidad determinada por el consumo.

Si hoy existe un obstáculo para el ejercido de la libertad debería buscárselo en la lógica de la utilidad. Las sociedades debieran asegurar para sus habitantes un ámbito de la existencia en el que no reine la lógica del aprovechamiento, sino la de la gratuidad; que no gobierne el gasto sino la inversión; que no prevalezca el rendimiento sino el crecimiento.

Cuando un hombre sea capaz de entregar su vida a una acción que no produzca nada sino que valga en y por sí misma (como es, por ejemplo, la tarea de pensar), entonces estará poniendo las condiciones para un desarrollo sin precedentes que, obviamente, siempre sucede en su interior. Ernesto Sábato, refiriéndose a aquellos «realistas» para los cuales no cuenta el espacio interior sino sólo lo que pueden agarrar con sus manos10, expresaba: «El poder físico de los Super-Estados es tan pavoroso que parece ingenuo con estos principios, y puede suponerse el colmo del utopismo predicar estos proyectos cuando la realidad está brutalmente representada por tres colosos que no sólo controlan la política mundial sino

10 Señala Sócrates en el Teeteto: «Entonces, mira en torno a nosotros, no vaya a

ser que nos escuche alguno de los no iniciados. Me refiero a los que piensan que no existe sino lo que pueden agarrar con las manos. Ellos no admiten que puedan tener realidad alguna las acciones, ni los procesos, ni cualquier otra cosa que sea invisible» 156e. A renglón seguido, el joven Teeteto las califica, a esas personas, de obstinadas y repelentes y, luego, Sócrates, de «muy rudas» 156 a.

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los recursos del planeta entero, su economía y hasta sus gobiernos. Pero si los “realistas” son los que devastan salvajemente la naturaleza, contaminan la atmósfera, convierten los mares en tumbas de sus habitantes, provocan nuevas enfermedades físicas, llevan al borde de la locura a la humanidad entera y, finalmente, pueden en cualquier momento desencadenar el apocalipsis nuclear; si estos destructores de todo género de realidad son los “realistas”, entonces nada más utópico que esperar algo sensato de ellos. Siempre esos hombres prácticos se han mofado de los imaginativos que ven más allá de sus narices, y es curioso que sigan teniendo prestigio después de haberse reído de la esfericidad de la Tierra, del heliocentrismo, de los microbios, de las hondas hertzianas y hasta de la existencia de América»11.

Amén de lo ya expresado, queremos insistir en un punto. La sociedad actual debe tener bien claro que no se trata sólo de liberar al hombre de los obstáculos exteriores para ejercer su libertad, sino que se trata, además, de ayudarlo, mediante una buena educación, a desbrozar la cizaña interior que es mucho más difícil de quitar.

Ser dueño de uno mismo: ¡he aquí la tarea por antonomasia de cada uno de nosotros! No es insistente reiterar que es menester que nuestra sociedad asegure tanto el tiempo como el espacio que exige el alma. Allí, en ese recinto interior, se irán esculpiendo y configurando, verdaderamente, las personas. Y la calidad de una sociedad política dependerá de lo aquilatadas que sean las almas que la compongan. Sin la existencia de una educación que sea capaz de generar una cultura paidética no seremos capaces de alcanzar una sociedad en la cual lo más excelso de la vida humana resplandezca. Si se sigue promoviendo la lógica de la utilidad, la cual considera que es importante sólo aquello que me resulta útil, resultará imposible sostener los valores que realmente edifican. Si se continúa descuidando el cultivo del espíritu, de la libertad interior, la sociedad actual habrá puesto las bases para la expansión de un escepticismo (y, a la postre, un feroz nihilismo) que nada dejará en pie, ni tan solo, como acertadamente lo señala Fukuyama, los más genuinos valores de la tradición occidental, entre los cuales se cuentan, claro está, la libertad.

Es algo así como serruchar la rama sobre la cual se está apoyado: he ahí la operación absurda que estaremos practicando. El hecho de pensar a la libertad y a la verdad como términos antitéticos ha tenido efectos devastadores en la sociedad. Ha llegado el momento de pensarlos a partir de una dialética et–et, la cual sea capaz, simultáneamente, de asegurar la relación entre ambos términos a la vez que el ámbito propio de cada uno.

11 Ernesto Sábato. Nuestro tiempo del desprecio. En Obra completa. Ensayos. Bs.

As. Seix Barral, 1996, 1ª edición, pp. 477-478.

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5. Verdad y libertad

Se ha establecido, a partir de una corriente del pensamiento moderno, una dialéctica opositiva –en realidad, anti–dialéctica–, entre libertad y verdad. Para ser libres, sostienen algunos pensadores, debemos estar desprendidos de toda atadura; y dentro de esto se incluye, obviamente, a la mismísima verdad. Esta dialéctica opositiva tiene su punto de partida, a nuestro juicio, en el pensamiento de Guillermo de Occam, el cual ha sostenido la independencia de la voluntad del juicio del intelecto12, lo que equivale a desvincular a la libertad de la verdad.

Ahora bien, cuando Occam relaciona libertad con moral, tiene necesariamente que sostener un criterio extrínseco de moralidad. Y dado que el elegir no es un acto que se halle inserto dentro de un dinamismo previo, dado por la naturaleza (la cual ordena a la verdad y al bien), Occam se ve en la obligación de recurrir a un criterio extrínseco: la ley de Dios. Algo es bueno o malo porque Dios así lo ha decidido13: es decir, algo no es malo porque sea contrario a la naturaleza, sino porque Dios así lo determina. Bastaría que Él cambiase de decisión para que el mismo acto se tornase bueno. El Dios occamista aparece, de este modo, como un ser despótico y arbitrario. El hombre, en cuanto ser finito respecto del ser de Dios, no tiene otro camino que acatar sumisamente la ley divina, expresión de la voluntad arbitraria del Creador. Se trata de una puja de voluntades: y obviamente, la más fuerte siempre se impone.

La relación entre Dios y el hombre se constituye, a partir de Occam, en torno al binomio amo–esclavo. Y aceptando el dilema instaurado por Occam, algunos pensadores de la modernidad se inclinan por afirmar a rajatablas la libertad humana, lo cual conduce, necesariamente, a la negación de Dios.

La libertad humana, así, es refractaria a todo elemento objetivo (Dios, la verdad, etc.). Para ser libre, pues, es necesario desembarazarse de toda atadura objetiva, quedando sólo en pie mi auténtica y libre decisión. Sartre refleja esto que venimos refiriendo, poniendo en boca de Orestes estas palabras: «No soy ni el amo ni el esclavo, Júpiter. ¡Soy mi libertad! Apenas me creaste, dejé de pertenecerte (…) Extraño a mí mismo, lo sé. Fuera de la naturaleza, contra la naturaleza, sin excusa, sin otro recurso que en mí. Pero no volveré bajo tu ley; estoy condenado a no tener otra ley que la mía. No volveré a tu naturaleza; en ella hay mil caminos que conducen a ti, pero solo puedo seguir mi camino. Porque soy un hombre, Júpiter, y cada hombre debe inventar su camino. La naturaleza tiene horror al hombre, y tú, soberano de los dioses, también tienes horror a los hombres»14.

Es evidente que esta posición entiende a la libertad como el poder absoluto que tiene la voluntad humana de auto–determinarse. La libertad, en esta concepción, es acto primero, lo cual implica negar, en la naturaleza

12 Cfr. Carlo Giacon. Occam. Milano, La Scuola, 1942, p. 104. 13 Cfr. Guillelmus de Ockham. In I Sent., 47, 1, C. 14 Jean-Paul Sartre. Las Moscas. Bs. As., Editorial Losada, 1979, 3ª edición, p. 63.

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humana, toda inclinación previa a su acto de elegir. Caben, al respecto, estas palabras del filósofo italiano Vittorio Possenti: «En esta nueva constelación cultural, la intuición vehiculizada en la aserción “la verdad os hará libres” es cambiada por esta otra: “es verdadero aquello que me libera”, mientras que es abandonada la contraria: “me libera aquello que es verdadero”. El nuevo concepto de verdad es de tipo pragmatista en tanto vecino a la aserción: “es verdad aquello que es para mí eficaz y útil”»15.

La visión de una libertad como poder absoluto de indeterminación hunde sus raíces en una ontología de la finitud y de la historicidad del ser la cual desembocará, tarde o temprano, en la nada. El acto de elegir, el ejercicio del arbitrio absoluto del hombre, se presenta como un totum cerrado en sí mismo. Pero si este acto de libertad comienza y termina sólo en el hombre, constituyéndose en un absoluto, acabado (y por eso, auto–referente), entonces habría que admitir que dicho acto estaría fundado sobre una nada, por cuanto el hombre no es sino un ser–para–la–muerte. M. Stirner lo pone claramente de manifiesto en el cierre de su escrito El Único y su propiedad con estas palabras: «Yo soy el propietario de mi poder, y lo soy cuando me sé Único. En el Único, el poseedor vuelve a la nada creadora de la que ha salido. Todo ser superior a Mí, sea Dios o sea el Hombre, se debilita ante el sufrimiento de mi unicidad, y palidece al sol de esa conciencia. Si yo baso mi causa en Mí, el Único, mi causa reposa sobre su creador efímero y perecedero que se consume a sí mismo, y Yo puedo decir: Yo he basado mi causa en Nada»16.

La temporalidad ha fagocitado a la eternidad y, con ello, ha conducido a todo lo que acontece a la fugacidad, a la nadidad. Cada singular inscribe su trayectoria en una parábola que se inicia en la nada y culmina en la misma nada. Todo lo que transcurre está destinado, irremediablemente, a perecer, a corromperse. Esta concepción, que permanece en el plano de la inmanencia, quiere ahogar aquella tensión inscrita en el hombre que lo impulsa a trascender la temporalidad.

Sin embargo, el acto libre prueba exactamente lo contrario. Cada elección opera sobre un horizonte infinito lo cual impide que esa misma elección se convierta en algo definitivo. Cuando yo elijo, sé que lo elegido no saciará plenamente los deseos más profundos de mi alma. Esto pone de manifiesto que, previamente a cada acto electivo, existe una tendencia natural a querer el todo, lo perfecto, aquello que me plenifica. Esta conciencia hace, por un lado, que mi vida no pueda conformarse jamás con nada finito pero, por el otro, que tenga la fuerza de abrazar causas finitas dado que tengo conciencia que, si bien nada es perfecto en este mundo, existe un mundo en que lo es. Al respecto, Max Horkheimer, el fundador de la denominada escuela de Frankfurt, señala que, luchar por una justicia relativa en este mundo, supone la convicción de la existencia de una justicia perfecta en la eternidad.

15 Vittorio Possenti. La filosofia dopo il nichilismo. Sguardi sulla filosofia futura.

Soveria Mannelli (Catanzaro), Rubbettino, 2001, p. 19. 16 Max Stirner. El Único y su propiedad. Bs. As., Editorial Reconstruir, 2007, p. 371.

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La postura que sostiene la afirmación elefantiásica de la libertad, y la consecuente negación de la verdad, ha conducido, como fácilmente hoy se advierte, al nihilismo más corrosivo. Si se quiere vivir en una sociedad fundada sobre los valores, entre lo cuales se cuenta, ante todo, la afirmación y el respeto por el singular, será menester recomponer esta relación dialéctica entre libertad y verdad. La verdad eterna sitúa mi yo en el lugar adecuado y correcto: no permite que mi yo padezca una acromegalia que me conduzca a querer adecuarme a ella, ya que jamás podré coincidir con la verdad.

Sin embargo, la verdad posibilita que el acto de elegir pueda ejercerse: toda elección se hace sobre algo; la libertad, me permite tener la iniciativa en el ser y configurarme a partir de las sucesivas elecciones que van constituyendo los eslabones de mi tiempo interior. En la dialéctica integrativa constituida por lo dado y lo adquirido, mi existencia se va edificando. Ya lo expresamos en las primeras líneas del presente ensayo: la realidad infinita que no soy –y de la cual tengo conciencia plena de su existencia–, junto a la libertad, son el estímulo constante para el dinamismo de mi espíritu.

Ningún hombre es capaz (ni aun, la suma de todos los hombres) de conocer la verdad absoluta. Pero sí cada hombre puede acceder a verdades parciales que otros hombres han descubierto, y a las cuales conoce gracias a la tradición; o también puede alcanzar verdades que descubre por sí mismo. Son éstas, por más humildes que fueren, las que lo apartan del escepticismo y le iluminan el camino de su existencia.

La verdad no anula la libertad del hombre sino que la hace resplandecer. En efecto, abrazar lo verdadero es alcanzar un punto de vista que perfecciona la mirada de las cosas y de mi ser y que, por esa misma razón, me eleva. Pero sólo nos eleva si lo hemos hecho libremente, esto es, si hemos descubierto esa verdad, no por imposición o por costumbre, sino a partir de nuestro acto de pensar y de nuestro querer libre.

Gadamer ha mostrado, con total claridad, que la esencia de la autoridad no equivale a una obediencia ciega, a la clausura de la libertad. Es cierto, nos dice el filósofo alemán, que la autoridad es, en primer lugar, un atributo de personas, pero la autoridad de las personas no tiene su fundamento último en un acto de sumisión y abdicación de la razón, sino en un acto de reconocimiento y de conocimiento. Cuando se reconoce a la autoridad, «se reconoce que el otro está por encima de uno en juicio y perspectiva y que en consecuencia su juicio es preferente o tiene primacía respecto al propio. La autoridad no se otorga sino que se adquiere, y tiene que ser adquirida si se quiere apelar a ella. Reposa sobre el reconocimiento y en consecuencia sobre una acción de la razón misma que, haciéndose cargo de sus propios límites, atribuye al otro una perspectiva más acertada»17.

17 Hans-Georg Gadamer. Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica

filosófica. Salamanca, Ediciones Sígueme, 1977, p. 347.

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6. Libertad y justicia Ulpiano nos ha enseñado que la justicia es dar a cada uno lo que le

corresponde. ¿Y qué es aquello que propiamente le corresponde al hombre? Obviamente, que la justicia habrá de asegurar al hombre aquellas actividades inmanentes que comparte con los animales y las plantas cuales son las funciones vegetativas y las sensitivas. Pero, aquello que habrá de asegurar como lo propio del hombre es aquella actividad inmanente cual es el pensar. Esta actividad es vida y, vida plena, vida más plena que la vegetativa y la sensitiva. El pensar es un acto y, en consecuencia, no se posee por el solo hecho de ser hombre: es menester ejecutarlo. Y es imprescindible hacerlo ya que cada acto electivo descansa sobre el conocimiento de aquello que voy a elegir. Por ello, mi acto electivo se restringe cada vez más si mi acto de pensar no se actualiza. Por medio del acto de pensar –por medio de la pregunta y de la respuesta–, me interrogo y me respondo acerca de las más diversas cuestiones; y el conocimiento más profundo de las mismas me permite ejecutar una elección más fundada, apoyada en razones y no en un mero hecho de elegir que, a la postre, se transforma en un acto maquinal (y puede suceder que esté «maquinado» desde otra inteligencia y otra voluntad…). Ya Berkeley, en su tiempo, expresó: «todos los hombres tienen opiniones, pero pocos hombres piensan»18. De este modo, sin la existencia de un pensar genuino, se puede vivir actuando la farsa de creerse libre. En lugar de ser para sí mismo se es, totalmente, para otro, o sea, esclavo19.

Como se advierte, sin el ejercicio del pensar, la elección no es propiamente tal por cuanto no se origina a partir del conocimiento que tengamos de aquello que elegimos sino a partir de una manipulación ejercida ab extrinseco que nos empuja a hacer algo que en verdad desconocemos. En consecuencia, una sociedad justa sería aquella que asegurara a cada hombre lo propio de sí mismo, cual es el acto de pensar y el de un elegir fundado. Y para llegar a esto se requiere, como ya lo expresáramos, de un tiempo en el cual todo imperativo utilitario se haya acallado por completo. Es el tiempo dedicado a formar señores, que es como decir, personas que se han tomado las cosas en serio. Y son serios «porque se ocupan de los asuntos de mayor peso, de las únicas cosas que merecen ser tomadas en serio en sí, del buen orden del alma y de la ciudad»20. Esta formación liberal consiste en «la formación del carácter y del gusto»21.

18 Citado por Jonathan Barnes en Los presocráticos. Madrid, Ediciones Cátedra,

1992, p. 11. 19 Aristóteles. Metafísica. Edición trilingüe por Valentín García Yebra. Madrid,

Gredos, 1982, 2ª edición. Lib. I, 982 b. 20 Leo Strauss. Liberalismo antiguo y moderno. Op. cit., p. 26. 21 Ibidem, p. 26.

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Una sociedad justa, así, es aquella que favorece aquella educación de excelencia que permite dar a cada hombre lo que le corresponde: que cada uno posea una vida interior propia a partir de la cual se gesten actos plenamente libres ordenados a su edificación personal. Obviamente, que la formación de hombres plenamente dueños de sí, permitirá la edificación de una sociedad más plena, dentro de la cual la virtud, en lugar del vicio, habrá de ocupar un lugar preeminente.

7. De la crisis metafísica y de sus derivaciones en la esfera moral y

social

Seguramente no han de ser pocos aquellos que se pregunten: ¿qué

ha sucedido, en la configuración del pensamiento del hombre occidental, para verse conducido a abandonar los valores tradicionales?

Nadie puede negar que estamos inmersos en una profunda crisis metafísica, en una crisis de verdad. Una manifestación de esta crisis, señala Juan Pablo II, es la exaltación que se ha hecho de la libertad hasta llegar a considerarla un absoluto, por un lado, y la libertad que se ha constituido en la fuente de los valores22, por el otro. El citado Papa, incluso, ha señalado que algunas tendencias de la teología moral católica actual han debilitado e incluso negado la dependencia de la libertad con respecto a la verdad23.

Por ello este modo de pensar concibe a la libertad como opuesta a la ley natural. Nosotros, guiados por el interrogante que hemos formulado precedentemente, nos plantearemos dos preguntas. La primera de ellas girará en torno a la significación de la denominada “crisis metafísica”; la segunda se referirá a la razón de fondo que conduce a la afirmación de la oposición libertad–ley natural.

¿Qué implica, entonces, afirmar que Occidente está sumido en una profunda crisis metafísica?

La afirmación de la metafísica descansa en una postura que toma en cuenta la capacidad de intuición intelectual por parte del alma humana. Para todo metafísico, en efecto, el alma humana es capaz de aprehender la inteligibilidad del ser. El ser existe en un estado de epifanía, de mostración, la cual sólo puede ser vista por una facultad del alma. Y esa facultad del alma capaz de leer dentro de las cosas, determinando lo que son y sus fines propios, ha sido llamada por los latinos intellectus.

Ahora bien, un hombre que pretenda desconocer la instancia metafísica deberá negar, al propio tiempo, toda capacidad intuitiva del alma humana. En este sentido, Donato Jaja, el maestro del filósofo italiano Gentile, afirmaba que el abandono de la instancia metafísica suponía asumir una nueva concepción del conocimiento humano. Era menester, sostenía, abandonar definitivamente una posición del conocimiento concebido en

22 Juan Pablo II, Veritatis splendor, n° 32. 23 Ibidem, n° 34.

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términos de visión y asumir una concepción del conocimiento concebido como construcción. De este modo, según Jaja, el hombre debía elaborar no sólo el proceso de demostración propio de la ciencia sino, además, el punto de partida misma: la adquisición de los principios. El contenido del conocimiento va a ser, de ahora en más, producto, in totum, de la actividad de la conciencia. Y si esto es así, aquellos principios que rijan la acción humana no podrán ser sino producto de la construcción humana. Podemos decir, entonces, que la muerte de la metafísica equivale a la hegemonía absoluta de la cultura: todo es cultural, todo es hechura humana, todo es construcción histórica. El hombre, de ahora en más, sólo podrá dar cuenta de lo que hace y ocuparse de conocer los mecanismos psicológicos, socio–políticos, históricos, etc., que intervienen en todas esos construtos que va produciendo.

Pues entonces, si lo único que queda es el hombre y su propia obra, entonces la ética es reabsorbida por la política. La negación de la instancia metafísica, en efecto, equivale a privar al hombre de su participación en la Verdad eterna. De allí la pérdida del sentido de la interioridad, es decir, de aquella trama constituida por el diálogo interior entre el hombre y Dios. Si el hombre ya no participa de la Verdad eterna, entonces pierde toda consistencia y termina disolviendo su ser en la dimensión histórico–social. Ello puede apreciarse, con toda claridad, en la Tesis VI sobre Feuerbach. Allí, Marx expresa: «Feuerbach diluye la esencia religiosa en la esencia humana. Pero la esencia humana no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales»24. La filosofía de Marx, como puede advertirse, es una clara expresión de una filosofía anti-platónica que ha quitado definitivamente todo vestigio de teoría. Su crítica a la idea de Logos es radical: ya no le resulta posible al hombre pensar en la existencia de una Razón superior de la cual él participe y la cual permanezca inmutable a través de la historia. Y, si el hombre no participa más de la Razón superior a la historia y su propio ser es absorbido por la dimensión social, entonces el pensamiento pierde su carácter revelador para convertirse en pura actividad transformadora de lo real25. Para Marx, entonces, ya no es dado hablar en términos de naturaleza humana como refiriéndose a una realidad existente previa a su desarrollo; no existe una naturaleza humana anterior a las relaciones sociales, sino que son estas últimas las que van configurando lo que el hombre será. Strictu sensu, no podríamos referirnos más al hombre como si hubiese un núcleo de su ser que permaneciese inalterable a lo largo del devenir histórico; el hombre no es otra cosa que el producto de las diversas configuraciones históricas que han dado y darán lugar a hombres que nada tienen en común entre sí. El hombre social se da su propia naturaleza: es un proceso de auto-creación y de auto-transformación. La ética ha sido absorbida,

24 Carlos Marx, Tesis VI sobre Feuerbach. En Carlos Marx, Federico Engels. Obras

escogidas en dos tomos. Tomo II. Moscú, Ediciones en Lenguas Extranjeras, 1955, p. 427. 25 Cfr. Augusto Del Noce, Augusto Del Noce, Il problema dell’ateismo, Bologna, Il

Mulino, 1990, quarta edizione, p. 245.

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definitivamente, por la política. Las acciones de los hombres, entonces, no serán ya mensuradas por una Verdad eterna sino por la praxis política. Al respecto ha señalado el gran filósofo político italiano, Augusto Del Noce, que con la asunción de la instancia política como valor último hacen su epifanía las diversas formas de totalitarismo, incluidas algunas formas democráticas.

En estos términos, si el obrar humano no encuentra su fundamento último en el dominio del ser, sino en la polis, pasará a estar regulado por el derecho positivo. La regla de moralidad es el derecho positivo humano. Pero, ¿qué instancia posee el legislador para determinar qué es derecho y qué no lo es? Abandonada la instancia metafísico-moral, o sea, la perspectiva de un orden eterno de las cosas que no depende en absoluto del querer del hombre, no puede asumirse otro criterio normativo más que aquel que se ha denominado proceso histórico. El hombre debe tomar como criterios de conducta a las tendencias históricas. Una muestra clara de ello es la transformación que se ha operado en el ámbito del lenguaje, sustituyéndose la distinción bueno-malo por la de progresista–reaccionario. Asumir lo «nuevo» por el solo hecho de serlo es «obrar de modo correcto». Según esta mentalidad, el hombre debe elegir siempre aquello que esté de acuerdo con las tendencias históricas. Aquellos hombres que no sigan la marejada de la historia, serán considerados como indecentes y retrógrados. Por eso el legislador determinará qué derecho se deduce de los hechos que acaecen.

Sin embargo, el problema surge cuando el hombre advierte que las tendencias históricas son absolutamente ambiguas, que es como decir, que seguir la corriente o la ola del futuro no es más razonable que resistir esas tendencias. Consideremos, tan sólo, los gravísimos problemas que ha producido el desarrollo científico–tecnológico en los últimos años. Pero entonces, si las tendencias históricas no pueden ya servir de «norma» por cuanto los procesos históricos nada nos enseñan acerca de los valores, ¿qué parámetro seguir? Ninguno: todo nomos, toda norma, es puesto en tela de juicio, excepto el derecho que es producto de la pura decisión, y por lo tanto, su única «razón» es la fuerza.

Vayamos, ahora, al segundo de nuestros interrogantes: ¿por qué la libertad se piensa en oposición a la ley natural?

La afirmación es la escisión libertad–ley natural es el resultado de una manera de concebir la libertad en términos de indiferencia. Esta noción de libertad se opone a aquella otra que, siguiendo a Servais Pinckaers, denominaremos libertad de calidad. Señala este autor: «Se puede decir, pues, que dos concepciones de la libertad han engendrado dos sistematizaciones diferentes de la teología moral»26.

Ahora bien, de las dos concepciones de libertad, la de indiferencia, se ha convertido en hegemónica. En el Diccionario de Teología Moral,

26 Servais Pinckaers. Las fuentes de la moral cristiana. Su método, su contenido, su

historia. Pamplona, Eunsa, 1988, p. 421.

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publicado en Roma en 1973 por Ediciones Paulinas, y que cuenta con numerosas ediciones, el autor del artículo «Ley natural», E. Chiavacci, sostiene: «(…) el hombre no es definible sino como el que tiende hacia, como el que tiene el cometido de escogerse a sí mismo y el propio camino de autorrealización. La verdadera naturaleza es no tener naturaleza»27. En la posición de este autor la libertad está concebida como indiferencia. ¿Qué queremos significar con el uso de este vocablo?

Para la concepción de la libertad anterior a Occam, la libertad era considerada como una facultad que procede de la razón y de la voluntad, que se unen para constituir el acto de elección, formado por un juicio práctico y una volición. El libre arbitrio no es una facultad primera sino que presupone tanto a la inteligencia como a la voluntad. Y siendo así, entonces, el libre arbitrio se encuentra arraigado en las inclinaciones naturales de la inteligencia a la verdad y de la voluntad al bien.

Para la concepción occamista, por el contrario, el libre arbitrio es primero, es decir, anterior a la razón y a la voluntad. La libertad mueve tanto a la inteligencia como a la voluntad a realizar sus actos, o no, ya que elegir libremente equivale a conocer, o no, a querer, o no. Así, entonces, la libertad residiría en el poder que tiene nuestra voluntad de determinarse entre cosas contrarias y esto, a partir sólo de ella. La libertad manifiesta la total indiferencia radical de la voluntad respecto de cosas contrarias. Libertad es, entonces, la indiferencia entre los opuestos.

Es preciso atender y entender una diferencia fundamental respecto de la concepción de la libertad de los Padres y Doctores de la Iglesia. Esta nueva concepción de libertad no define ya a la libertad en virtud del atractivo hacia el bien que se ejerce en el amor y en el deseo, sino que se presenta como una indiferencia radical de la que procede un querer puro. De este modo, la espontaneidad espiritual ya no es lo primero, sino que lo primero es mi auto-posesión de ese poder de indiferencia. Es aquí donde se opera la ruptura radical entre la libertad y las inclinaciones naturales. Si la esencia de mi libertad es la indiferencia, entonces para ser libre no puedo sino desoír las inclinaciones naturales que me ordenen hacia un fin determinado fuera del núcleo de la libertad. Según Tomás de Aquino, por el contrario, la libertad arraiga en las inclinaciones espontáneas del espíritu hacia la verdad y hacia el bien. Toda su arquitectura moral reposa en la ordenación natural del hombre a su felicidad, a la perfección del bien como a su fin último, a la cual no puede renunciar ni impedírsele aspirar. Por eso, es una libertad de calidad. Para la libertad de indiferencia, en cambio, la ordenación a la felicidad queda sometida a la elección libre y contingente de la libertad.

Es menester descubrir qué se esconde detrás de esta libertad de indiferencia. A esta altura de nuestro análisis, la respuesta es sencilla: la auto-posición del hombre, que no es otra cosa que el correlato de la negación de la dimensión metafísica. El hombre se autoafirma reclamando y

27 E. Chiavacci, «Ley natural». En Diccionario Enciclopédico de Teología Moral.

Dirigido por Leandro Rossi y Ambrogio Valsecchi con la colaboración de 68 especialistas. Madrid, Ediciones Paulinas, 1986, 5ª edición, p. 565.

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reivindicando un poder que considera le es propio y que consiste en elegir entre cosas contrarias, a partir sólo de sí mismo. Una palabra define justamente esta posición: autonomía.

La Iglesia católica, considerando al hombre como creatura de Dios, siempre ha sostenido la unión indisoluble entre libertad y ley natural. Juan Pablo II ha afirmado: «Una doctrina que separe el acto moral de las dimensiones corpóreas de su ejercicio es contraria a las enseñanzas de la Sagrada Escritura y de la Tradición»28. Como puede apreciarse, en lo natural el Papa incluye hasta la dimensión corpórea y no sólo la espiritual.

Coincidimos absolutamente con Pinckaers cuando afirma que hay tres principios sobre los que descansa la moral cristiana y que han sido reafirmados por el Magisterio de la Iglesia. En primer lugar, tener a la naturaleza como guía. No sólo a las inclinaciones de orden biológico sino también a aquellas propias del espíritu como la aspiración al disfrute del bien, a la verdad y a la comunicación con los demás hombres. Lo natural es sinónimo de bien. En segundo lugar, que toda la discusión de la moral se centra en la cuestión de la vida feliz. He aquí la pregunta: ¿qué es la felicidad para el hombre y cuáles son las vías para alcanzarla? Y en tercer lugar, la elevación del sequi naturam al sequi Deum y al sequi Christum de las Sagradas Escrituras.

En la actualidad, el pensamiento hegemónico sostiene que la ley no tiene articulación alguna con la moral. De este modo, la ley se convierte en una especie de protector y árbitro de las ventajas jurídicamente protegidas. Y estos derechos o ventajas otorgan a cada ciudadano una facultad de obrar cuyos límites éticos son fijados por criterios de defecto. Así, se establece el siguiente apotegma: «Mi derecho termina donde comienza el del otro». Como puede apreciarse, negada la noción de naturaleza, el derecho no puede encontrar ya su fundamento y su regulación en el deber (regulación intrínseca del obrar), sino en el derecho de los otros (regulación extrínseca).

El derecho, privado de toda verdad, seguirá los vaivenes de lo que acontezca en la sociedad política. Y, ¿qué es lo que acontece hoy día? Todo aquello que se hace «escuchar» por su fuerte poder de lobby. Entonces, si la cuestión acerca de los derechos nada tiene que ver con la verdad, ¿con qué tiene que ver? Sencilla y rotundamente expresado: con el poder. En consecuencia, podemos afirmar que es el querer la raíz de todo derecho. Esto no llama mucho la atención, considerando el actual horizonte de comprensión actual. El filósofo Richard Rorty refiere que desde la época de Platón nos hemos estado planteando la pregunta de cómo hemos de ser. Hoy, en cambio, nos dice, «… la única cosa de la que podemos estar seguros es de qué queremos. La única cosa realmente evidente para nosotros son nuestros propios deseos”29».

28 Veritatis Splendor, n° 49. 29 Richard Rorty, Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos.

Escritos filosóficos 2, Bs. As., Editorial Paidós, p. s/f, 52. Lo destacado nos corresponde.

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Como podemos advertir, la actual situación es el producto resultante de un primer paso que ha dado el denominado racionalismo: la negación de la instancia metafísica. De ello se ha seguido la imposibilidad de seguir sosteniendo la moral y el derecho natural, para llegar al último estadio de este sendero: un absoluto y triste nihilismo. Así nos lo demostró con una gran claridad y profundidad el gran pensador judío Leo Strauss en su escrito Derecho natural e historia. Consideramos que para la Iglesia católica, tanto como para otros hombres de Occidente, la crisis actual de la moral y, en consecuencia, del derecho, es una crisis que tiene su origen en la metafísica, y por eso sólo desde la metafísica es posible la salida de la misma. Juan Pablo II advertía: «Si insisto tanto en el elemento metafísico es porque estoy convencido de que es el camino obligado para superar la situación de crisis que afecta hoy a grandes sectores de la filosofía y para corregir así algunos comportamientos erróneos difundidos en nuestra sociedad»30.

8. Una comunicación al servicio del pensar El vocablo «comunicación», que procede del término latino

communicatio, denota la participación de dos o más personas en una misma cosa. En este sentido, podemos afirmar que comunicar es un acto por medio del cual «algo» se pone en común. De allí que en todo acto comunicante se encuentren implicados el sujeto que comunica, el sujeto receptivo, el objeto comunicado y también el medium o espacio de inteligibilidad.

¿A qué estamos haciendo referencia cuando hablamos de espacio de inteligibilidad? Aludimos a aquel ámbito que hace posible que algo sea entendido y, consecuentemente, que el objeto pase a ser algo común a dos o más sujetos. El medium de la comunicación, por su parte, es el espacio del comunicar, anterior a toda forma de comunicación. Ese medium se llama logos y sólo por medio de él se hace posible una comunicación plena entre las inteligencias.

El logos, lo universal, es producido por el pensar humano por medio de su capacidad abstractiva. En este sentido, de mi experiencia del amor individual –y por eso, incomunicable–, mi mente abstrae aquél o aquellos elementos que constituyen no sólo mi amor particular sino todo amor pasado, actual o posible. Precisamente, gracias a este poder de mi mente de constituir lo universal puedo, en este caso, comunicar a alguien qué es el amor puesto que, habiendo aprehendido sus notas esenciales, el otro puede individualizar los mismos elementos en su experiencia amorosa que también, en cuanto individual, es incomunicable. De este modo, dos personas pasamos a poseer algo en «común»: no la experiencia que del amor hemos tenido cada uno sino las notas comunes que son intrínsecas a todo acto amoroso y que hacen que el amor sea amor. Por ello, el

30 Fides et ratio, n° 83.

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comunicar se halla estrechamente unido al saber; y si el medio por excelencia del acto de comunicar es la palabra, entonces habremos de concluir diciendo que la auténtica comunicación, en cuanto radicada en el saber, sólo acontece cuando la palabra se halla preñada de significado. De esta manera la comunicación adquiere una función paidética, formativa del hombre. Es decir, toda ella se ordena a hacer del hombre un ser que piensa con cabeza propia, condición ésta de la libertad.

Sin embargo, la comunicación no siempre está ordenada a suscitar el pensar. Cuando la pretendida comunicación se inserta dentro de la lógica de la utilidad, la finalidad de la misma no es la de formar al hombre sino la de hacer de él un instrumento al servicio del poder. Para ello es menester impedirle adquirir una forma mentis, con la finalidad de que diga cosas sin pensar y que opine… pero que no piense.

En esta operación se está reemplazando a la idea (lo universal), aquello por lo que conozco qué es una cosa, por el slogan: una fórmula vacua que busca soslayar el pensar que hace del hombre un ser erguido, un ser con cabeza propia. La sofística, entonces, vuelve a aparecer en la historia, aunque esta vez de modo más sofisticado. Los sofistas fueron aquellos pseudo–filósofos que omitieron la función de expresión o transmisión del lenguaje para quedarse sólo con la de persuasión. No interesa hablar de sino hablar a quién, es decir, el objeto del discurso importa menos que su acción sobre el interlocutor. Esto sucede cuando el lenguaje deja de ser el lugar de las relaciones significativas entre el pensamiento y el ser: el lenguaje renuncia a ser comunicativo para pasar a ser instrumento de relaciones existenciales, cuales son las de dominio, amenaza, sugestión, persuasión, etc., entre los hombres.

Una concepción de la comunicación que no se ordene a desarrollar el juicio crítico de los hombres se situará en la cara opuesta de la auténtica cultura. En este sentido, la destacada filósofa italiana Maria Adelaide Raschini expresaba: «La cultura no obstaculiza la civilización, antes bien garantiza las cualidades de la misma, puesto que la civilización se puede constituir en una sola dimensión; (en este caso) puede matar la cultura… que es formación y acrecentamiento pluridimensional (moral, social y político): expresión de la profundidad jamás dominable de la naturaleza humana…»31.

9. Discursos en favor de la neutralización de la libertad

9.1. El discurso del pluralismo

Si la actual sociedad se ocupase de promover una educación liberal que otorgue al pensar un lugar privilegiado en el acto educativo, estaría poniendo las bases para una auténtica pluralidad.

31 Maria Adelaide Raschini. Lettera all’Europa. Venezia, Marsilio, 1999, p. 58.

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Renglones atrás hemos señalado que el pensar es el acto por medio del cual la inteligencia humana se pregunta y busca las respuestas adecuadas a dichas preguntas. Esa respuesta adecuada y correcta a la pregunta formulada se denomina verdad.

Ya hemos expresado que el hombre, por medio de su inteligencia, es capaz de conocer la verdad, aunque no esté en condiciones de conocer la verdad absoluta. Esta afirmación nos pone a distancia tanto del dogmatismo que afirma que el hombre es capaz de aprehender la verdad total, como del escepticismo, que sostiene que el hombre no puede conocer verdad alguna.

Sócrates, uno de los filósofos más anti–dogmáticos de la historia, sostenía que el hombre estaba posibilitado de conocer verdades ya que era capaz de dar respuestas adecuadas a las preguntas que eventualmente se formulara. Frente a una determinada pregunta, expresaba el filósofo griego, sólo una respuesta era la que respondía, sólo una era la verdadera. El hombre, entonces, no conocía toda la verdad, pero sí era capaz de acceder a verdades parciales que, por más modestas que fueren, le permitían avanzar en su senda de búsqueda.

La tan meneada –en la actualidad– palabra «pluralismo», se asocia de modo inmediato a la palabra libertad. En efecto, sostener el pluralismo equivaldrá a afirmar la existencia de la diversidad, de la libertad. Sin embargo, ¿es realmente así? El pluralismo al que se hace referencia, ¿asegura la diversidad, que es como decir, la posibilidad de ser diverso entre iguales?

Resulta obvio que, para responder a estos interrogantes, nos será preciso, ante todo, precisar la significación que tiene el vocablo pluralismo en el uso que se hace del mismo en la actualidad.

El pluralismo de principio, fórmula repetida hoy hasta el cansancio, es aquella posición escéptica que niega que el hombre pueda alcanzar la verdad. El pluralismo de principio sostiene que todas las respuestas que da la inteligencia humana a una misma pregunta valen lo mismo. Se advierte en esta postura, tal como lo indicáramos, un marcado escepticismo ya que, si todas las respuestas valen igual es porque, en definitiva, ninguna vale: ninguna, en definitiva, responde al problema. De allí que se concluya que no tenga sentido alguno plantearse problemas por cuanto la solución no puede encontrarse. Si, entonces, se renuncia tanto a la pregunta como a la respuesta, se está renunciando al pensar.

Ahora bien, si el hombre no es capaz de verdad alguna acerca de las cosas, entonces se ha de interesar, de modo exclusivo y excluyente, por la utilidad de las mismas. En el preciso momento en que se declara la imposibilidad del acto de pensar, se oblitera la libertad y, en consecuencia, la posibilidad de la pluralidad. Ciertamente, si al hombre no se le garantiza el pensar, se lo estará privando, al propio tiempo, de ser diverso entre iguales, o sea, de ser libre.

Como podemos advertir, el mentado pluralismo de principio priva al hombre, ab initio, de toda posibilidad de encontrar la verdad y se traduce, por ello mismo, en un feroz pragmatismo que sólo tiene ojos para lo útil. De

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este modo, en lugar de afirmar la diversidad se tiende a una perfecta homologación, a la existencia de un hombre que vive preocupado y ocupado de satisfacer sus puras necesidades vitales, en un mundo configurado y sostenido por una «sociedad de los servicios». En lugar de la enriquecedora pluralidad se opera una abrumadora y seriada uniformidad.

Sólo aquella realidad que se ha clausurado de la experiencia humana, el pensar, es la fuente de la verdadera pluralidad porque permite a cada hombre ser diverso entre iguales.

9.2. Los discursos de la no-discriminación y de la igualdad

En nuestra sociedad actual se repiten hasta el hartazgo los discursos

de la no–discriminación y de la inclusión. A continuación, trataremos de poner en evidencia cómo, ambos discursos, intentan poner en sordina aquello que nos hace diversos entre iguales: la libertad. Estos «relatos» ponen demasiado énfasis en la unidad y colocan en un cono de sombra a la diversidad. En verdad, la realidad es una–múltiple y, en consecuencia, todo discurso sobre la misma debiera incluir tanto la unidad como la diversidad.

El tan ajetreado discurso de la no–discriminación esconde una intención bien definida cual es la de poner una mordaza al pensar y, en consecuencia, a la posibilidad de un elegir fundado. Analicemos, brevemente, la lógica del imperativo «no discriminarás». Conviene recordar, ante todo, que discriminare es un verbo latino que refiere la idea de separar, distinguir, diferenciar una cosa de otra. El hombre, en este sentido, es un discriminador ya que diferencia la sana comida del veneno, el mal del bien, la virtud del vicio, la verdad del error. El Diccionario de la Real Academia Española añade un segundo sentido del vocablo discriminar cual es el de «dar trato de inferioridad a una persona o colectividad por motivos raciales, religiosos, políticos, etc.». Este segundo sentido es el utilizado en nuestros días y con un sentido, a nuestro juicio, absolutamente equívoco, el cual esconde la intención de neutralizar el pensar.

Ciertamente que no hay nada superior a la persona en toda la naturaleza. Un teólogo medieval, Tomás de Aquino, decía al respecto que persona significat id quod est perfectisimum in toda natura32. Pero esta dignidad ontológica debe ser completada con la dignidad moral. El hombre, mediante sus actos libres, puede realizar el bien o provocar una defección y, en este sentido, no puede darse igual trato al hombre probo que al delincuente. Precisamente, la discriminación que ejerce cada espíritu humano se opera al nivel de estos actos, ya que se distinguen los actos buenos de los actos malos, aprobando los primeros, y desalentando los segundos. Así, por ejemplo, el ladrón es digno en lo que hace a su naturaleza pero no lo es en su proceder: su proceder es reprobable y, por eso, la sociedad enseña a rechazar y condenar el robo. Lo mismo sucede

32 Suma Theologiae, I, 29, 3, ad. Resp. «persona significa aquello que es lo más

perfecto en toda la naturaleza».

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con otros actos humanos reprobables: la mentira, el odio, la venganza, el dar muerte al inocente, etc.

Ahora bien, resulta obvio que todo este análisis que acabamos de realizar se deriva de una concepción filosófica que es sostenida por el autor de este ensayo. Seguramente que no sostendría lo mismo quien fundara su pensamiento en un relativismo ético. En efecto, todo el enfoque adoptado hasta el momento se deriva de una determinada concepción filosófica. Pero entonces, ¿es que lo afirmado se configura como una postura discriminatoria?

Veamos: si alguien, por ejemplo, siguiendo el pensamiento habitual de los filósofos griegos, sostuviese que la regla para determinar la bondad o la maldad de los actos humanos fuese la naturaleza y, en consecuencia, calificase a una conducta humana como contraria a la naturaleza y, por lo tanto, reprobable, ¿caería en discriminación? Si así fuese, como de hecho lo sostiene el discurso de la no–discriminación, ¿no se estaría censurando, directamente, al acto de pensar? La censura ejercida sobre el acto declarado discriminatorio –que no es otra cosa que la conclusión derivada de premisas universales de una determinada manera de pensar–, se ejercería también sobre las referidas premisas. La aludida conclusión no podría ser otra ya que la premisa sostenida fue “lo bueno es obrar conforme a la naturaleza”. De este modo, entonces, no pudiéndosenos pedir que renunciemos a la lógica, se nos exigirá que rechacemos los principios a partir de los cuales se siguen aquellas conclusiones. Lo que equivale a decir: «si usted quiere vivir en nuestra sociedad deberá “pensar” a partir de determinados presupuestos y manejarse con una serie de premisas de las que no se podrá apartar so pena de ser declarado discriminador», lo cual, a su vez, significa, dentro de esta lógica, asumir la categoría de réprobo.

El pensar, que de suyo es ilimitado en lo respecta a las preguntas, resulta este modo, clausurado, obliterado. El lugar del pensar es ocupado por un burdo adoctrinamiento que tiene por finalidad disciplinar a todos dentro de la más absoluta uniformidad. Toda posibilidad de ser diverso entre iguales se trunca. Bajo el imperativo de la no–discriminación se esconde el intento de la anulación de todo pensar y, en consecuencia, de todo acto auténticamente libre: este imperativo impone a la sociedad, en su conjunto, una filosofía relativista que no puede ser cuestionada. Y no sólo no se puede objetar sino que, con el cese del pensar, se terminará, tarde o temprano, asumiendo como propia.

En este sentido, el filósofo italiano Gianni Vattimo descubre la intención final de esta lógica: «Si profeso mi sistema de valores –religiosos, estéticos, políticos, étnicos– en este mundo de culturas plurales, tendré también una conciencia aguda de la historicidad, contingencia, limitación de todos estos sistemas, comenzando por el mío»33. En definitiva, cada ciudadano terminará renunciando a su posición para asumir una posición

33 Gianni Vattimo. “Postmodernidad”. En Diccionario interdisciplinar de

Hermenéutica. Dirigido por Andrés Ortiz Osés y Patxi Lanceros. Bilbao, Universidad de Deusto, 1997, p. 645.

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unívoca consistente en un relativismo nihilista. En esa sociedad, no habrá lugar para filosofía alguna como no sea la del permisivismo extremo –consecuencia lógica, a nivel ético, del historicismo nihilista–.

Como puede advertirse, la mordaza al pensar es total. En lugar del pensar se erige un simulacro del mismo consistente en la repetición de frases hechas, slogans y clichés que se usan al modo como podría hacerlo un loro. Las preguntas y las respuestas, huelgan. El pensar ha sido definitivamente enterrado. Para asegurarse de ello, las estrategias educativas, políticas, sociales, etc., con un afán casi obsesivo, elaboran todos los dispositivos inimaginables tendientes a acallar esta dialéctica. Ciertamente que jamás podrán silenciar el acto de pensar ya que, en lo profundo de cada hombre, resuenan una y otra vez estos interrogantes. Aunque probablemente, esta tarea dialógica, a fuerza de ser reprimida, sea olvidada. De allí, quizás, la necesidad que tiene esta sociedad, de repetirse a sí misma, machaconamente, que es la sociedad del conocimiento y de la libertad. ¿No le cabría, acaso, el apotegma que reza así: «dime de aquello que alardeas, y te diré de lo que careces»?

El discurso de la inclusión, por su parte, persigue la misma finalidad. El ideal es que todo hombre pueda ser partícipe de lo mismo ya que, de lo contrario, la igualdad sería una quimera. El objetivo es claro: anular toda diferencia. Ahora bien, el ideal de borrar toda diferencia tendrá como enemigo principal a aquella fuente que permanentemente la genera: la libertad. De este modo, tendremos un mundo de incluidos, aunque incluidos a partir de la ausencia de libertad.

Guerra a la libertad y guerra a aquello que es su fundamento: el pensar. Eric Voegelin llegó a afirmar que el debate teórico de temas relacionados con la verdad de la existencia humana resulta imposible en público por cuanto el uso de la argumentación teórica está prohibido34.

No se trata de afirmar, en abstracto, las libertades de expresión y de prensa. Se trata, fundamentalmente, de crear las mejores condiciones, a partir de una educación liberal, con el objeto de que existan hombres capaces de poner en acto la discusión teórica. El discurso de la igualdad también esconde una distorsión total del concepto de justicia ya que supone que el Estado es justo cuando da a todos por igual. Sin embargo, la definición de justicia de Ulpiano expresa que debe darse a cada uno lo suyo. Y, en este sentido, sería una injusticia si en una sociedad se diera a todos por igual. No puede darse lo mismo al justo que al réprobo; tampoco puede darse lo mismo a aquel que tiene una función de relevancia en el todo social que a aquel que no la tiene.

De este modo, podemos afirmar sin ambages que una sociedad perfectamente igualitaria sería injusta, amén de conducirse a la desaparición ya que la unidad de la misma no se vería enriquecida por el aporte fundamental del crecimiento de la diversidad constituida por la

34 Cfr. Eric Voegelin. La nueva ciencia política. Una introducción. Bs. As., Editorial

Katz, 2006, 1ª edición, p. 173.

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singularidad de cada hombre que la integra. Proceder de otra manera sería desconocer que la esencia de la democracia reside no en el gobierno de la mayoría sino en el respeto del singular. En un auténtico régimen democrático cada persona singular debe considerarse como el fin de la sociedad política y no un instrumento ordenado a superestructuras deshumanizantes.

10. Amenazas a la libertad en la actual América Latina

En algunos países de América Latina, en los últimos años, con

diversos matices pero con un mismo espíritu, ha irrumpido una mentalidad que calificaríamos de revolucionaria y que, a nuestro juicio, se yergue como una seria amenaza para la libertad. Esta mentalidad ha migrado desde su hábitat habitual en América Latina –las universidades– al poder político.

Esta pasión revolucionaria se nutre de un espíritu del cual señalaríamos tres características que nos parecen esenciales: la primera, es la fuerte pasión religiosa, el resentimiento y la obsesión por el poder.

Es propio de todo revolucionario aspirar al Reino, a la plenitud total. Claro está que no es el Reino asegurado por Dios sino por la misma praxis revolucionaria que se ejecuta en este mundo. El revolucionario está llamado a dar su vida en orden a la instauración de un estadio definitivo, intrahistórico, en el que todo mal desaparecerá y el hombre podrá ser plenamente feliz. Sin embargo, no cualquier hombre podrá garantizar la anhelada revolución sino sólo una elite constituida por los que poseen no sólo el conocimiento sino también la clave interpretativa de las causas que provocan el mal y el saber que les permite determinar cuáles son los pasos necesarios para alcanzar la felicidad plena.

Ahora bien, si la felicidad del hombre es realizada por el revolucionario en la tierra, entonces la esfera de la ética pasa a identificarse con la de la política. Esta última será una actividad sacra por cuanto de la misma dependerá la salvación del género humano. De allí que la «moral revolucionaria» sea completamente diversa a la de la sociedad que los revolucionarios pretenden revolucionar. La moral del revolucionario se asienta sobre un principio que resulta fundamental: todo medio empleado en orden a la aceleración de la revolución resulta bueno ya que permite la conquista del paraíso terrestre.

Resulta interesante observar que la pasión religiosa del revolucionario ha sido parangonada con la del gnóstico. Al igual que el gnóstico, el revolucionario está insatisfecho con la realidad que le toca vivir: está convencido que las dificultades de su situación deben atribuirse a la estructura intrínseca del mundo que es deficiente y, por eso mismo, debe

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erradicarse de él el mal. Este cambio radical del mundo, pues, depende exclusivamente de sus propias fuerzas35.

La segunda de las características del revolucionario es el resentimiento. Señala Luciano Pellicani que el resentimiento es la clave para comprender los rasgos específicos del pathos revolucionario. Y añade que la esencia de la política del resentimiento consiste, sobre todo, en no querer dialogar con el otro y, por eso mismo, se busca de diversos modos golpearlo y humillarlo. Cuando esta posición se convierte en dominante dentro de una sociedad política se desata la guerra. La causa del resentimiento es siempre la misma: un doloroso sentido de no ser tratado según las expectativas legítimas, acompañado de cotidianas frustraciones que generan una propensión a la agresión y a la violencia36. Refiere Pellicani: «… el hombre de resentimiento es ciego ante la evidencia y obstinado en querer negar los hechos que contradigan su crítica rencorosa. Él vuelve las espaldas a todo aquello que podría amenazar su convicción profunda o paralizar su acción corrosiva…Un hombre tal está en capacidad de ver aspectos de la realidad que escapan a los otros pero, al mismo tiempo, es incapaz de tomar en consideración cualquier tipo de objeción y de crítica racional»37.

La tercera de las características es la obsesión por el poder. Este poder es omnipotente y abraza a la vida humana en su totalidad. Si se quiere cambiar de modo definitivo el mundo, será preciso no dejar ningún ámbito de la existencia en el quede algún vestigio de «mal». Un filósofo marxista ha señalado: «… cuando el cambio de las relaciones sociales equivale al cambio de la naturaleza humana, el Poder se transforma en omnipotente, puesto que puede cambiar todo, incluso la naturaleza humana. El Poder no está limitado por nada y sus posibilidades no tienen fin»38.

Esta revolución no puede no ser sino totalitaria, esto es, toda ella ordenada a cambiar y reconfigurar totalmente la vida individual y colectiva39. La política, entonces, desde la concepción que venimos describiendo, se traduce en praxis soteriológica, salvífica, dando lugar, de este modo, al revolucionario de profesión. El revolucionario de profesión tendrá algo de común con los gnósticos. La visión total del gnóstico, tal como lo refiere Hans Jonas en su importante estudio sobre el gnosticismo, no es ni pesimista ni optimista sino escatológica40. Si el mundo es malvado hay una alternativa para salir del mismo: el Dios ultramundano. Si el mundo está regido por la necesidad hay una vía para salir al mundo de la libertad, nos dirían los revolucionarios: la revolución llevada a cabo por medio de la

35 Cfr. Eric Voegelin, Il mito del mondo nuovo. Saggi sui movimenti rivoluzionari

contemporanei. Milano, Rusconi, 1970, pp. 26–27. 36 Cfr. Luciano Pellicani. I rivoluzionari di professione. Milano, Franco Angeli, 2008,

pp. 108–109. 37 Ibidem, p. 110. 38 Karel Kosik. La nostra crisi attuale. Roma, Editori Riuniti, 1969, p. 70. 39 Cfr. Luciano Pellicani. I rivoluzionari di professione. Op. cit., p. 8. 40 Cfr. Hans Jonas. Lo Gnosticismo. A cura de Raffaele Farina. Presentazione di

Manlio Simonetti. Torino, Società Editrice Internazionale, 1991, p. 278.

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entera acción humana. De esta acción humana se seguirá una violencia que denominamos radical por cuanto anula la raíz distintiva de lo humano: la libertad. Este género de violencia consiste en transformar a cada ser humano en un «ser para otro». Los revolucionarios dictaminan aquello que cada hombre debe ser, haciendo que cada hombre llegue a este deber ser compulsivamente.

Este tipo de violencia, como puede observarse, golpea a la persona en el núcleo más propio de los valores que profesa: en su auto–determinación. Y esto porque es precisamente en la auto–determinación donde radica la peligrosidad de esta persona; por eso, es a esa auto–determinación a la que se hay que neutralizar. A ningún hombre le está permitido ser diverso entre iguales: sólo se le está permitido alcanzar aquel estatuto de ser que los revolucionarios le han asignado.

11. El no tan romántico héroe de América: Ernesto “Che” Guevara

La ideología opera de un modo reductivo en las mentes y los corazones de los hombres de modo tal que genera realidades virtuales que nada tienen que ver con lo auténticamente real. Esta mentalidad ideológica, enemiga irreconciliable de la verdad, ha construido una realidad idílica y romántica del Che Guevara que está completamente alejada del sujeto histórico real. En los renglones que siguen nos ocuparemos, simplemente, de referir cuál fue el pensamiento del Che Guevara para que se pueda saber, a ciencia cierta, quién fue este famoso personaje. Para ello investigamos su obra escrita y traemos a colación sus propias palabras como para que no queden dudas de lo que realmente pensó Ernesto Guevara.

Filosófica y políticamente, Guevara es marxista. Expresa el Che: «Hay verdades tan evidentes, tan incorporadas al conocimiento de los pueblos que ya es inútil discutirlas. Se debe “ser marxista” con la misma naturalidad con que se es “newtoniano” en física, o “pasteuriano” en biología…»41. Y añade: «Es por ello que reconocemos las verdades esenciales del marxismo como incorporadas al acervo cultural y científico de los pueblos y lo tomamos con la naturalidad que nos da algo que ya no necesita discusión»42. Observe el lector el modo en que Guevara ha determinado, dogmáticamente, que el marxismo es una verdad cuasi revelada que no puede someterse a discusión alguna.

Al asumir la filosofía de Marx, Guevara suscribe al ideal revolucionario. Marx enseña, en efecto, que la naturaleza no está para ser interpretada sino para ser transformada. A esto último, Guevara lo considera

41 Ernesto Guevara. «Notas para el estudio de la ideología de la revolución

cubana». En Ernesto “Che” Guevara. Obras Completas. Bs. As., MACLA, 1997, p. 173 42 Ibidem, p. 174.

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un cambio cualitativo en la historia del pensamiento social43. Desde su óptica, la diferencia respecto de Marx es que este último fue un científico que pensó las leyes que gobiernan la revolución; los cubanos fueron aquellos que las aplicaron44.

Ahora bien, esta revolución no se hace de abajo hacia arriba: es una elite la encargada de concientizar a la masa y de comandarla. Para Guevara, la lucha guerrillera se desarrolla en dos ambientes bien distintos: «…el pueblo, masa todavía dormida a quien había que movilizar, y su vanguardia, la guerrilla, motor impulsor de la movilización, generador de conciencia revolucionaria y de entusiasmo combativo»45. En otro lugar expresa: «Nuestra aspiración es que el partido sea de masas, pero cuando las masas hayan alcanzado el nivel de desarrollo de la vanguardia, es decir, cuando estén educadas para el comunismo»46.

Pero entonces, ¿para qué la revolución? La respuesta es simple: para la creación del hombre nuevo47, o sea, el equivalente a la promesa de la instauración del reino celeste en la tierra que proclamaba el cristianismo. Resulta interesante, al respecto, la obra de Norman Cohn En pos del Milenio, en la cual muestra cómo los movimientos milenaristas que surgieron entre los poseídos y desarraigados de Europa occidental entre los siglos XI y XVI, instruidos y guiados por presuntos profetas y mesías provenientes, en su mayoría, de la baja clerecía, fueron auténticos precursores de los grandes movimientos revolucionarios del siglo XX48.

Ya hemos escrito en otro lugar que todo proyecto revolucionario sólo puede anidar en una cabeza que barrunta que el mal no reside en el interior del hombre sino en realidades exteriores al mismo (como lo son, por ejemplo, las estructuras sociales injustas). Entonces, de lo que se trata es de transformar dichas estructuras injustas en justas para poder vivir el paraíso aquí, en la tierra. El hombre nuevo de la gracia, de la vida divina que predica el cristianismo, que logra su plenitud en el Reino celeste, podrá alcanzarse en esta tierra a través de fuerzas puramente humanas. Claro está que, para llegar a esta realidad, será preciso pasar por la revolución que equivale, lisa y llanamente, a muerte…

Refiere Guevara, sin ambages, que el cambio en América Latina debe producirse a través de la lucha armada, la cual «… va haciendo más clara la necesidad del cambio (y permite preverlo) y de la derrota del ejército por las fuerzas populares y su posterior aniquilamiento (como condición

43 Cfr. ibídem, p. 174. 44. Cfr. ibídem, p. 175. 45 «El socialismo y el hombre en Cuba». En Ernesto “Che” Guevara. Obras

Completas, p. 205. Lo destacado es nuestro. 46. Ibidem, p. 218. 47 Cfr. ibídem, p. 217. 48 Cfr. Norman Cohn. En pos del Milenio. Revolucionarios milenaristas y

anarquistas místicos de la Edad Media. Madrid, Alianza Editorial, 1997, 5ª reimpresión.

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imprescindible a toda revolución verdadera)»49. La lucha armada no es una opción entre muchas sino el «… instrumento indispensable para aplicar y desarrollar el programa revolucionario»50. La violencia constituye un bien, ya que a través de ella se aceleran las condiciones que alumbrarán al reino terrenal. Afirma Guevara: «Es decir, no debemos temer a la violencia, la partera de las sociedades nuevas; sólo que esa violencia debe desatarse exactamente en el momento preciso en que los conductores del pueblo hayan encontrado las circunstancias más favorables»51.

El auténtico revolucionario tiene una pasión idéntica a la del hombre religioso: sólo varía el objeto de su fe ya que el primero lo pone en Dios, y el segundo lo sitúa en la conquista del hombre nuevo. Y así como el hombre religioso debe renunciar a todo para seguir a Dios, el revolucionario, que dedica su vida entera a esta causa, «… no puede distraer su mente por la preocupación de que a un hijo le falta determinado producto, que los zapatos de los niños estén rotos, que su familia carezca de determinado bien necesario»52. Pensar de manera contraria equivaldría a dejarse infiltrar por los gérmenes de la futura corrupción.

La historia misma ha sido testigo de las desgracias que esta «mística» revolucionaria (encarnada, en nuestro caso, en el Che Guevara) ha traído a los pueblos que la abrazaron. La violencia como método de cambio social no es aséptica ya que la misma supone, cuando es empleada, el desprecio de todo valor. Ahora bien, cabe preguntarse: ¿cómo será posible que, procediendo de este modo, se llegase algún día, luego de haber negado todo valor que no sea el de la fuerza, a la entronización de valores en el mundo del paraíso terrestre que predican todos los revolucionarios milenaristas?

Permítasenos citar estas verdaderas, valientes y justas palabras de Oscar del Barco, otrora ideólogo gramsciano que apoyara y alentara movimientos guerrilleros en Argentina: «Creo que parte del fracaso de los movimientos “revolucionarios” que produjeron cientos de millones de muertos en Rusia, Rumania, Yugoslavia, China, Corea, Cuba, etc., se debió principalmente al crimen. Los llamados revolucionarios se convirtieron en asesinos seriales, desde Lenin, Trostsky, Stalin y Mao, hasta Fidel Castro y Ernesto Guevara. No sé si es posible construir una nueva sociedad, pero sé que no es posible construirla sobre el crimen y los campos de exterminio. Por eso las “revoluciones” fracasaron y al ideal de una sociedad libre lo ahogaron en sangre. Es cierto que el capitalismo, como dijo Marx, desde su nacimiento chorrea sangre por todos los poros. Lo que ahora sabemos es

49 Ernesto Guevara. «Cuba: ¿caso excepcional o vanguardia en la lucha contra el

colonialismo?». En Ernesto “Che” Guevara. Obras Completas, op. cit., p. 230. Lo destacado nos corresponde.

50 Ibidem, p. 234. Lo destacado es nuestro. 51 «Guerra de guerrillas: un método» (septiembre de 1963). En Ernesto “Che”

Guevara. Obras Completas, p. 381. Lo destacado nos corresponde. 52 «El socialismo y el hombre en Cuba». En Ernesto “Che” Guevara. Obras

Completas p. 220.

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que también al menos ese “comunismo” nació y se hundió chorreando sangre por todos sus poros»53.

Concluimos estas breves reflexiones con una pregunta: ¿cómo es posible que una sociedad, que se autodenomina «democrática» y entroniza los derechos humanos, eleve a la categoría de héroe a un guerrillero que exaltó la violencia como método, y asesinó sin tener sensibilidad alguna para apreciar el valor excelso de cada vida humana?

12. De la necesidad de una educación humanista

Si observáramos el actual panorama educativo advertiríamos, con claridad meridiana, que existe una profunda escisión entre lo discursivo y la realidad. A nivel discursivo se sostiene que el fin de la educación es la diversidad; sin embargo, por lo que se percibe en la realidad, se puede constatar una uniformidad manifiesta. Esta uniformidad se expresa a través de una serie de proclamas, cuales son, la concepción constructivista del conocimiento, la dialéctica inclusión-exclusión, la idea de la diversidad como fin de la educación, etc.

Ciertamente, hemos alcanzado aquel ideal que Antonio Gramsci proponía cuando sostenía que crear un nueva cultura exige socializar verdades ya descubiertas con el fin de que las mismas se constituyan en elemento de coordinación y de orden intelectual y moral54: no hay que cansarse jamás de machacar los mismos argumentos ya que la repetición es el medio didáctico más eficaz para obrar sobre la mentalidad popular55.

Sin embargo, a pesar de que pueda instaurarse la nueva cultura, se habrá proscripto del ámbito de la educación y de la cultura aquel único acto que permite al hombre edificarse como hombre y ser diverso entre los iguales: el pensar. Nos vienen a la mente aquellas palabras del gran pensador Eric Voegelin cuando sostenía que la “prohibición de hacer preguntas” caracteriza el pensamiento revolucionario, en virtud de la sustitución del pensamiento filosófico por el pensamiento ideológico56.

El abandono del cultivo del pensar por parte de la concepción educativa actual es una consecuencia del domino absoluto de las denominadas ciencias de la educación. Estas últimas, teniendo como supuesto que el hombre no es más que el producto de las relaciones socio-históricas ‒tesis VI de Marx sobre Fuerbach‒ y que, en consecuencia, no

53 Oscar del Barco. No Matar. Sobre la responsabilidad. Córdoba, Ediciones La

Intemperie, 2008, 1ª reimpresión, p. 33. 54 Cfr. Antonio Gramsci. Quaderno II (XVIII). “Appunti per una introduzione e un

avviamento allo studio della filosofia e della storia della cultura”. En Antonio Gramsci. Quaderni del carcere. Volume secondo. Quaderni 6-11 (1930-1933). Edizione critica dell’Istituto Gramsci. Torino, Einaudi, 2ª edizione, 12, p. 1375.

55 Cfr. ibidem, 20, p. 1392. 56 Cfr. Eric Voegelin. Il mito del mundo nuovo. Milano, Rusconi, 1970, pp. 89 y

siguientes.

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existe nada real fuera de dicha trama de relaciones, son conducidas a sostener que la educación no puede tener relación alguna con el término latino educere (educir, sacar) ya que los fines de la educación vienen impuestos por una fuente externa al hombre: la sociedad.

El concepto de ciencia de la educación, tal como lo refiere Soëtard, corresponde a la episteme positivista. En estos nuevos términos, la reflexión sobre la educación se transforma en una ciencia positiva que reduce la educación al hecho educativo, esto es, a un aparato educativo ordenado, todo él, a dar respuesta a los cambios que reclama la coyuntura social57. Describe Soëtard: «Se trata de sustituir la pedagogía por el estudio objetivo de lo que la sociedad concreta espera de la escuela, de elaborar una ciencia de la educación que no podrá ser, para Durkheim, más que sociología de la educación. Esta ciencia se presentará como una teoría práctica, es decir como una reflexión ordenada a la acción»58.

Puede advertirse, entonces, el flagrante desplazamiento: si el centro de consideración en el ámbito educativo ya no son las exigencias que brotan de la naturaleza humana sino las demandas coyunturales de la sociedad, entonces la ciencia fundante de la educación ya no será la filosofía sino la sociología.

En el año 1967 se introduce la denominación en plural de «ciencias de la educación» bajo la inspiración de M. Debesse que crea una maestría en dicha área. El plural, como señala Vázquez, parece responder a una apertura del campo a los aportes no sólo de la sociología, sino de la psicología, la biología y, posteriormente, la antropología cultural, la lingüística, etc.59 Sin embargo, la sociología sigue siendo la ciencia fundante.

Si, entonces, la educación queda subordinada al ámbito de la sociología, resultará absolutamente comprensible que la educación pase a depender de los avatares de la sociología, cambiándose la perspectiva positivista por la hermenéutica, y luego a esta por el enfoque crítico. Resulta interesante la observación de Vázquez cuando refiere: «…la pedagogía al separarse de la filosofía se convierte en un saber aplicado, en la aplicación de una teoría científica proveniente de la psicología o de la sociología, tal como Durkheim lo proponía ya a principios de siglo, al definir la pedagogía como teoría práctica»60.

Es preciso advertir que las ciencias de la educación descansan sobre una negación de la teoría por cuanto no existe ninguna realidad configurada que sea previa a la acción del hombre: la realidad es una construcción, fruto de la acción del mismo hombre (tesis XI de Marx sobre Feuerbach). Si el

57 Vázquez, Stella Maris. La filosofía de la educación. Estado de la cuestión y líneas

esenciales. Bs. As., CIAFIC ediciones, 2012, p. 14. 58 M. Soëtard. De la science aux sciences de l’éducation: France, où est la

pédagogie? En Il concetto di pedagogía ed educazione nelle diverse aree culturali, Pisa, Giardini editore, 1988, p. 42. Citado por Stella Maris Vázquez, op. cit., p. 14.

59 Cfr. Vázquez, Stella Maris, op. cit., p. 17. 60 Ibidem, p. 19.

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conocer es concebido en términos absolutamente constructivistas (Kant, Hegel y Marx), resulta lógico afirmar que la metodología de la investigación en educación sea la de la investigación-acción. El hombre sólo puede saber aquello que ha construido, que ha fabricado y manipulado (verum quia factum). La dimensión intelectiva del alma es obliterada por una ratio constructiva de todo objeto de conocimiento61.

Pero entonces, si el hombre es reducido a la dimensión socio-histórica, careciendo de una naturaleza que lo vincule con un principio metafísico, su ser será (como ya lo expresamos más arriba) el producto de la realidad socio-histórica. La teoría crítica, precisamente, se ocupará de proporcionar una crítica de esas realidades políticas y sociales vividas con el propósito de cambiar esas realidades. Pero, ¿cambiarlas para qué? La respuesta es: para la emancipación, es decir, para que el hombre adquiera una mayor libertad de pensamiento y de acción.

De este modo, la educación deviene pedagogía crítica cuando aplica las herramientas de la teoría crítica a una crítica de las instituciones educativas, guiada por la creencia de que toda educación debe apuntar a la maximización de toda libertad humana. Cabría preguntarse lo siguiente: si toda categoría no es más que la expresión de la realidad socio-histórica en que la vivo, ¿cuál es la razón para sostener que la emancipación, la aspiración a la libertad sea una constante trans-histórica?, ¿cómo es posible alcanzar la existencia de una razón autónoma, crítica, al margen de las relaciones socio-históricas determinantes cuando la misma es el producto de esas relaciones socio-históricas?, ¿resulta posible escapar del determinismo socio-histórico para alcanzar un reino de la libertad, un ámbito de un pensar y de un querer completamente autónomos?

De todo lo expuesto hasta el momento puede advertirse, con claridad meridiana, que el fin de la persona humana y su consecución están totalmente ausentes de la agenda educativa de nuestros días. La actual concepción educativa desconoce y no quiere dar respuesta, de modo deliberado, a las exigencias más profundas del hombre.

La educación humanista, por el contrario, hunde sus raíces en la misma naturaleza humana. El origen del concepto de humanismo aparece intrínsecamente ligado al de paideia griega. En efecto, paideia no es sino la

61 Cfr. al respecto la importante obra de J. Pehaire. Intellectus et ratio selon S.

Thomas d’Aquin. Paris-Ottawua, J. Vrin-Inst. d’Études Médiévales, 1936. En este escrito podrá advertirse cómo la función del intellectus, equivalente a la del nous platónico, tenía por objeto una realidad configurada previa a la existencia del acto cognoscitivo. Este acto primero del intelecto era, propiamente, teoría. El primer acto del alma humana no era una acción fabricadora o constructiva sino un acto de ver una realidad que ameritaba ser vista por poseer un orden intrínseco que era menester descubrir. El gran filólogo alemán, Bruno Snell, refería que el verbo griego theorein no era originariamente un verbo, sino que derivaba del nombre theorós que significa “ser espectador”. Sin embargo, añade, “… se convierte luego en un verbo descriptivo de la visión, y significa ‘contemplar’, ‘considerar’”. (Las fuentes del pensamiento europeo. Estudios sobre el descubrimiento de los valores espirituales del Occidente en la Antigua Grecia. Madrid, Editorial Razón y Fe, 1965, p. 21.

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búsqueda que el hombre efectúa de sí mismo para saber quién es y de qué modo debe ordenar la vida para realizarse plenamente.

La educación liberal humanista encuentra su punto de partida en aquella presencia que jamás nos abandona, por lo menos mientras vivimos, y que es la de nuestro propio yo. Resulta curioso, señalaba San Agustín, que los «… hombres vayan a admirar las cimas de las montañas, las olas enormes del mar, el largo curso de los ríos, las costas del océano, las revoluciones de los astros, y se aparten de ellos mismos»62.

Cada hombre que expresa: «¡aquí estoy!» está sabiendo que es y, por eso mismo, es auto-conciencia. En esa auto-conciencia, cada hombre descubre aquello que está llamado a ser y que no se encuentra presente. De allí que la modalidad propia de todo ser humano sea la del desdoblamiento por cuanto cada uno es, respecto de sí mismo, sujeto y objeto de conocimiento, sujeto y objeto de perfección. Sé de mí ser, pero me sé como todavía no acabado, como todavía no realizado.

Sócrates, por su parte, entendió que la educación era el cuidado de sí mismo (epimeleia heautou)63, y que este cuidado del alma encontraba una razón ontogenética en la necesidad de buscar la orientación del existir para otorgar sentido a todas las acciones que cumplía en el tiempo. Claro está que esto exige una ascesis del alma consistente en el abandono de lo in-esencial para vivir centrado en lo esencial: en el cuidado de nuestro propio ser lo cual involucra el cuidado de nuestra relación con el mundo y con la divinidad. Sin esta ocupación, nuestra vida transcurrirá, seguramente, haciendo muchas cosas, pero todas ellas privadas de sentido. Sócrates nos diría: una vida humana que no se ocupe del cuidado de sí, será una vida no digna de ser vivida64.

Entonces, la educación humanista se propone salvar la brecha entre el desdoblamiento de la conciencia al que hiciéramos referencia para que cada hombre llegue a la plenitud humana a la que aludiera Sócrates. Para ello el educador humanista pone en acto, en cada educando, el pensar. El pensar, como nos lo enseñó el mismo Sócrates, es el diálogo del alma consigo misma que consiste en preguntar y en responder.

Pero apenas reparo en la definición, comienzan las dificultades. Advierto, de inmediato, que no resulta fácil preguntar por cuanto hay que tener, previamente, alguna idea de aquello por lo cual se pregunta. ¿Cómo podría preguntar, acaso, por el actualismo de Gentile si ni siquiera conozco la existencia de Gentile, de que es un filósofo italiano, etc.? De allí la frustración que padecen aquellos que intentan hacer investigación en humanidades a causa de sus escasas o nulas lecturas.

Pero si pongo atención al camino que es necesario recorrer entre la pregunta y la respuesta, me doy cuenta que hay que sortear otras dificultades. Ese camino, transitado por la inteligencia, está marcado por tres actos fundamentales que sólo se alcanzan luego de una férrea

62 San Agustín. Confesiones X, 8. 63 Cfr. Platón. Apología, 31a-31c. 64 Cfr. Ibidem, 38ª.

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disciplina (suscitada esta por un maestro que sepa ejercitarla porque ya la posee): definir, analizar y sintetizar. Estos actos se orientan a dar una respuesta acertada que sea capaz dar satisfacción a la pregunta formulada.

Ahora bien, si a esa pregunta que acierta la denominamos verdad, podemos decir que todo maestro que enseñe a su discípulo a pensar lo pone en condición de un verdadero progreso por cuanto le posibilitará alcanzar una verdad que le permitirá esclarecerse a sí mismo.

Pero este pensar no lo ejercerá en soledad sino junto a los grandes maestros del pensamiento de nuestra tradición. Es ella la que nos transmite, como decía Stuart Mill, la sabiduría de la vida. Si bien la mente humana necesita de grandes maestros, ellos, como refiere Leo Strauss, no son fáciles de encontrar. Por eso, señalará el mismo Strauss: “La educación liberal consistirá en el estudio con el cuidado apropiado de los grandes libros que dejaron las mentes más grandes…”65. Esta educación, prosigue, forma señores, los únicos que son capaces de tomar las cosas en serio. Y son serios, “… porque se ocupan de los asuntos de mayor peso, de las únicas cosas que merecen ser tomadas en serio en sí, del buen orden de alma y de la ciudad”66.

Sólo por el acto de pensar podrá el hombre estar en condiciones de revelar todas las facetas de su ser para ocuparse de su cultivo, el cual, ciertamente, no dejará de lado las exigencias de la coyuntura histórica, pero no quedará reducido a las mismas. La educación humanista centra su atención en aquella capacidad reveladora de todas las facetas de lo humano que reside en la inteligencia y a la que es menester poner en acto suscitando el pensar. De allí que pueda afirmarse, sin ambages, que el método de todo educador humanista es el del pensar.

El ideal del señor, en nuestros días, ha sido reemplazado por el del hombre vulgar, por el hombre inmovilizado, por aquel que repite constantemente lo mismo y no puede salir de esa rutina agobiante en tanto refractaria a toda dinámica perfectiva. Ortega y Gasset se preguntaba: ¿qué es aquello que denominamos vulgar? Y se respondía en estos términos: «… aquello que se repite constantemente...». Y añadía: «¿Qué es todo ello sino la forma inerte de la vida?»67.

Una cultura, que debe ser el verdadero cultivo de lo humano del hombre, exige asegurar un espacio reservado para el cuidado y el domino de sí mismo. La conquista y el desarrollo de la libertad interior deben garantizar un ámbito que no esté sólo dominado por las necesidades inmediatas, por la lógica de la utilidad, sino que asegure, además, la existencia de una acción que tenga sentido en sí misma. Sin la preservación celosa de este espacio, no será posible el cultivo de la auténtica libertad,

65 Leo Strauss. Liberalismo antiguo y moderno. Bs. As., Katz, 2007, 1ª edición, p.

14. 66 Ibidem, p. 26. 67 José Ortega y Gasset. «Azorín: primores de lo vulgar». En Obras Completas de

José Ortega y Gasset. Tomo II. El Espectador. (1916-19334). Madrid, Revista de Occidente, 1963, 6ª edición, p. 176.

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que es siempre libertad interior. Allí, en ese recinto interior, se irá esculpiendo y configurando la persona humana. Y la calidad de una sociedad política dependerá de lo aquilatadas que sean las almas que la compongan.

Sin la existencia de una educación que sea capaz de generar una cultura paidética no seremos capaces de alcanzar una sociedad en la cual lo más excelso de la vida humana resplandezca. Y cuando hablamos de paideia nos estamos refiriendo al cultivo interior. En este sentido, Jean-François Mattéi, refiere de modo muy bello: «El hombre ‘cultivado’ es aquel que sabe cuidar de su alma, como si le rindiera un ‘culto’, de manera tal de ‘habitar’ el mundo como un ser humano y no como un animal. La cultura es así, en su origen, el culto del alma y no está de ninguna manera ligada a la producción de objetos o también, como lo observa Hannah Arendt, a la creación de obras de arte. No se trata de fabricar un objeto exterior a sí, a partir del modelo del artesano, sino de ocuparse de su alma como uno se ocupa de su campo, a partir del modelo del agricultor. La cultura está aquí articulada con la naturaleza, el espíritu con la tierra, y el hombre con el mundo, en una labor íntima en la que el alma traza en sí misma su propio surco hasta que recoge de él el fruto más acabado: cultura animi philosophia est, “la filosofía es la cultura del alma”»68.

13. Conclusión: una política al servicio de la plenitud de la vida humana

Para designar el término vida, los griegos disponían de dos vocablos

diferentes. El término griego designaba el simple hecho de vivir,

aquello común a todos los seres vivos; , en cambio, refería la forma o

manera de vivir propia de un individuo o un grupo. De esta manera, no

es el simple hecho de vivir sino que menta una vida cualificada. La vida política, a la cual los griegos la concebían como una vida

cualificada, no persigue sólo el vivir (al cual, obviamente, lo supone), sino el vivir bien. Expresa Aristóteles en el libro de la Política: «Esto (el vivir según el bien) es principalmente su fin, tanto para todos los hombres en común, como para cada uno de ellos por separado. Pero también se unen y mantienen la comunidad política en vista simplemente de vivir, porque hay probablemente algo de bueno en el solo hecho de vivir…»69.

La ciudad, por eso, no puede destruir aquello que brinda su materia primera: la vida biológica. Pero su fin –el de la ciudad– trasciende el de la vida biológica: aquél es la virtud, el bien completo del hombre. Y en este sentido, la polis debe cooperar con cada ciudadano para que llegue a la plenitud de lo humano.

68 Jean-François Mattéi. La barbarie interior. Ensayo sobre el inmundo moderno.

Bs. As., Ediciones del Sol, 2005, p. 171. 69 Aristóteles. Política, 1278b, 23-31.

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Pero ¿qué es llevar una vida buena? Llevar una vida buena «significa que uno merece ser su propio amo»70; yo estoy en condiciones de convertirme en dueño de mi mismo: soy, real y auténticamente, un ser libre. Pero dado que llegar a ser libres supone un aprendizaje, es preciso que la ciudad se ocupe de aquella educación que sólo puede ayudar al hombre a ser libre: la educación liberal. No hace justicia al hombre una ciudad que sólo se entretiene en los menesteres de sus miembros en cuanto al intercambio de bienes, en la provisión de los servicios básicos y también en la protección ante la violencia que pudieran recibir de sus propios conciudadanos o de los extranjeros. Una ciudad, así pensada, se asemejaría a aquella que Glaucón describiera como una ciudad de cerdos71.

La ciudad debe velar, ante todo, por el carácter moral de sus miembros, con la finalidad de que lleguen a ser hombres realmente libres, señores de sí mismos. Una sociedad pensada en estos términos es, propiamente, cultura. Así, entonces, la esfera de lo político debe entenderse como una derivación de la instancia de lo cultural. La cultura, en esta concepción, es la matriz del Estado72.

De esta manera, la sociedad enseña al hombre que no es plenamente libre quien pretende gozar de una libertad negativa, sino que es libre aquel que puede ejercer una libertad de calidad. Un niño al que no se le enseñase, mediante una firme y amorosa disciplina, a tocar el piano, seguramente que lo dejaría de inmediato. Sólo sería capaz de aporrearlo, y ello no causaría el más mínimo entusiasmo en su alma. En cambio aquel niño que, paso a paso, comenzara con el estudio del piano, será algún día, quizás, capaz de interpretar un concierto. Esta obra lo llenará de gozo y ya se habrá olvidado de la disciplina. Será, de ahora en más, el gozo de su alma quien lo empuje a seguir interpretando bellas partituras.

Cuando una ciudad sea capaz de generar un tiempo reservado para aquellos actos que tengan como finalidad principal el crecimiento de cada ciudadano –crecimiento que procure el ejercicio de una libertad plena–, no sólo será una sociedad enteramente justa, sino también un lugar privilegiado en el que vivir produzca verdadero gozo.

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70 Leo Strauss. La ciudad y el hombre. Bs. As., Editorial Katz, 2006, 1ª edición, p.

43. 71 Platón. La Repubblica. Classici della Filosofia con testo a fronte. Traduzione di

Franco Sartori. Introduzione di Mario Vegetti. Note di Bruno Centrone. 372d. 72 Cfr. ibidem, p. 55.

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