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EL PAPEL DEL CRISTIANISMO EN LA CONFIGURACIÓN DE LA IDENTIDAD EUROPEA, ANTE EL RETO DE LA SECULARIZACIÓN Y DEL MULTICULTURALISMO El desencuentro entre la religión y la modernidad ilustrada. Consideramos que la modernidad ilustrada, defensora de la libertad y la autonomía humanas, no era inevitablemente incompatible con la religión y la teonomía sin más. La ilustración en principio aspiró “a mejorar lo creado desarrollando racionalmente sus posibilidades” (Negro, Dalmacio, 2007, 47). Sin embargo, hay que reconocer que, históricamente, y lo histórico tiene causas infinitas, se dio un desencuentro entre la modernidad ilustrada y la religión. Y probablemente la modernidad, en gran parte, fue antirreligiosa en sus orígenes, no solamente por su carga de escepticismo, materialismo, cientifismo, y ateísmo defendidos por algunos de sus representantes más o menos conocidos, como Hume, Helvetius, D´Holbach, Jean Meslier, Maupertius, etc., (Cf Onfray, Michel, 2010), por el declive del cristianismo promovido por la Revolución francesa con su exaltación del Estado-Nación y la deriva del nacionalismo revolucionario y por el Romanticismo que, frente al fracaso de dicha Revolución, promovió una actitud esteticista (que a la postre con su sentimentalismo pesimista propiciaría el nihilismo) y una ambivalencia ante la religión, sino también por la propia cerrazón de la fe cristiana, que no supo entender el reto con el que se enfrentaba. Así, Página 1 de 52

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EL PAPEL DEL CRISTIANISMO EN LA CONFIGURACIÓN DE LA IDENTIDAD EUROPEA, ANTE EL RETO DE LA SECULARIZACIÓN Y DEL MULTICULTURALISMO

El desencuentro entre la religión y la modernidad ilustrada. Consideramos que la modernidad ilustrada, defensora de la libertad y la autonomía humanas, no era inevitablemente incompatible con la religión y la teonomía sin más. La ilustración en principio aspiró “a mejorar lo creado desarrollando racionalmente sus posibilidades” (Negro, Dalmacio, 2007, 47). Sin embargo, hay que reconocer que, históricamente, y lo histórico tiene causas infinitas, se dio un desencuentro entre la modernidad ilustrada y la religión. Y probablemente la modernidad, en gran parte, fue antirreligiosa en sus orígenes, no solamente por su carga de escepticismo, materialismo, cientifismo, y ateísmo defendidos por algunos de sus representantes más o menos conocidos, como Hume, Helvetius, D´Holbach, Jean Meslier, Maupertius, etc., (Cf Onfray, Michel, 2010), por el declive del cristianismo promovido por la Revolución francesa con su exaltación del Estado-Nación y la deriva del nacionalismo revolucionario y por el Romanticismo que, frente al fracaso de dicha Revolución, promovió una actitud esteticista (que a la postre con su sentimentalismo pesimista propiciaría el nihilismo) y una ambivalencia ante la religión, sino también por la propia cerrazón de la fe cristiana, que no supo entender el reto con el que se enfrentaba. Así, por ejemplo, frente al laicismo racionalista y liberal, la Iglesia Católica promovió la restauración neoescolástica y el Estado confesional. Ello tuvo como consecuencia el mantenimiento de una malinterpretación y desenfoque, que precisaron siglos para deshacerse, ya que tuvimos que esperar al último tercio del siglo pasado para vislumbrar una salida al desencuentro alimentado por el laicismo militante y el integrismo católico. (Cf Piétri, Gaston, 1999; Valadier, Paul, 1990).

Para abundar en este malentendido entre fe y modernidad, resulta conveniente recordar, por ejemplo, la confrontación que se dio en torno a la cuestión de los derechos humanos. Durante los siglos XIX y XX la Iglesia

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Católica fue refractaria y desconfiada respecto a una cuestión de tal envergadura. Una actitud recelosa que, en parte, también se debió al ambiente hostil al catolicismo en que se formularon las primeras reivindicaciones de estos derechos (Revolución Inglesa de 1689), y que llevó por ejemplo, a Pío VI (1775-1799) a condenar los derechos proclamados por la Revolución Francesa de 1789 (especialmente la libertad de prensa y de religión). En términos generales, el Papado, durante muchos años, fue hostil al legado de la Ilustración (sobreentiéndase la soberanía popular, el contractualismo, la libertad de conciencia y de culto, la secularización, etc.). Podemos decir que ciertos prejuicios políticos de la Iglesia Católica (la visión teocrática y sacralizada de la ley natural y de la autoridad política) y el ambiente de hostilidad hacia la religión y de materialismo laicista, favoreció esa reacción que condenó los derechos del hombre bajo el pretexto de que eran contrarios a los derechos de Dios (Cf González Faus, J.L., 2002, 28).Sólo tras la Segunda Guerra Mundial, la Iglesia Católica adoptó una posiciones más dialogantes con la modernidad, que dio pasos definitivos con el magisterio de Juan XXIII (Pacem in terris, 1963), y con el Concilio Vaticano II. Concretamente en su Declaración sobre la Libertad Religiosa (Dignitatis humanae) se adhiere a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1848. Y en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual (Gaudium et spes) afirma que la trasgresión de los mencionados derechos es ir en contra de la voluntad de Dios. Tesis que volvió a recordar Juan Pablo II en su encíclica Redemptor hominis (1979), y que está presente en la dilatada reflexión antropológica, moral y teológica del actual pontífice Benedicto XVI.

Las raíces cristinas del humanismo europeo. Hemos recordado brevemente esta compleja problemática y su evolución, para afirmar que, considerando la evolución del Magisterio de la Iglesia Católica, no cabe sostener hoy en día una radical incompatibilidad entre la religión católica y la modernidad. Podemos afirmar que, para la teología cristiana en general, la autonomía humana que reivindicó la modernidad ilustrada no es incompatible con un último fundamento divino, que precisamente salva al ser humano del fracaso y del nihilismo, de la aporía del binomio justicia-felicidad señalado por Kant, y de la condición

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irredimible de las víctimas inocentes de la historia reconocida por autores de la Escuela de Fráncfort y tantos otros. El cristianismo lo que aporta de original es el reconocimiento de una Trascendencia Absoluta, que es también el centro más profundo del interior del ser humano, en el que precisamente y en último término, se fundamenta su dignidad y libertad. Es más, a pesar de los malentendidos y desencuentros, como al que hemos aludido, no son pocos los ideales de la modernidad ilustrada que, si buceamos en ellos, descubriremos su inspiración y raíces cristianas. Es ello lo que le llevó a Juan Pablo II a afirmar en Estrasburgo: “El hecho es que los derechos del hombre de los que hablamos extraen su vigor y su eficacia de un marco de valores cuyas raíces se hunden profundamente en el patrimonio cristiano, que tanto ha contribuido a la cultura europea” (Alocución ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. La documentation catholique. (6-11-1988). Cit. Piétri, Gaston, 1999,70). Por todo ello, algunos sostienen que en las revoluciones modernas había mucho de “cristianismo secularizado”. Curiosamente, un partidario de la nueva laicidad francesa, Marcel Gauchet, no tiene inconveniente en reconocer que “Europa sale del cristianismo”, y el liberal Benedetto Croce reconocía que a pesar de que la modernidad sea postreligiosa, “después de Cristo, todos somos cristianos”. En definitiva los valores cristianos, les guste o no a algunos, son una parte fundamental y constitutiva de la cultura occidental. (Cf Díaz-Salazar, Rafael, 2008, 48, 56).El patrimonio espiritual y moral que ha ido configurando la identidad europea ha tenido como una de sus más importantes fuentes de inspiración, la tradición judeo-cristiana. Nuestras cosmovisiones y actitudes más genuinas son como sostiene Rafael Navarro-Vals, “reflejos secularizados y democratizados” de nuestra tradición religiosa. No podemos olvidar, como sostenía Juan Pablo II, las raíces cristianas del humanismo europeo como un tesoro cultural irrenunciable. Y no es argumento para intentar su erradicación en la construcción de la nueva Europa, como sostiene el laicismo recalcitrante, el que la religión cristiana, en determinadas circunstancias de nuestro pasado europeo, haya sido, desgraciadamente, protagonista de intolerancias, conflictos y violencias; y la Iglesia Católica, como vimos, refractaria al reconocimiento de las libertades. La lección de esta historia es que los que deben ser erradicados definitivamente son el

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fundamentalismo religioso y la sacralización de la política. Pero en el extremo opuesto, hoy nos amenaza un laicismo intolerante, que en su empeño falsea y empobrece nuestra propia memoria y experiencia, y nos intenta privar de una de las placentas nutrientes de las que se alimenta nuestra cultura e identidad, y que, en el contexto de una sana secularidad, tanto para creyentes como para no creyentes, puede seguir aportando elementos significativos a la tarea reflexiva y crítica que debemos de asumir ante los retos del presente. Es algo en lo que luego insistiremos de la mano de Habermas. Aclaremos que, mientras que el secularismo-laicismo intolerante y excluyente, más allá del reconocimiento del ateísmo como una legítima opción personal, se identifica con una actitud agresiva, que en su celo militante contra la religión, llega hasta el extremo de no respetar los derechos y libertades de los ciudadanos creyentes y las reglas del juego democrático, aspirando a erradicar a la religión de la vida pública, la secularidad-laicidad, por el contrario, es el reconocimiento de la autonomía del individuo de cara a reflexionar sobre las cuestiones de su interés y a actuar responsablemente, y de la soberanía del pueblo para autogobernarse de cara a procurar el bien común y la defensa de lo humano. Tarea ésta última a la que están convocados todos los ciudadanos, sean creyentes o no.

Es cierto que entre las raíces culturales de Europa, que coadyuvan a la configuración de identidad, hay que destacar obligatoriamente: la herencia griega, que nos legó el poder y la luz de la razón y el ideal de la democracia (ilustración griega y Pericles); y el derecho romano, que ayudó a regular el ejercicio del poder y solucionar los conflictos ciudadanos, con una enorme proyección en el pensamiento jurídico posterior. Pero junto a ello, no podemos olvidar el influjo que la fe cristiana ejerció sobre la filosofía (encuentro entre Jerusalén y Atenas), el derecho, y la moral de la civilización romana. Por lo menos desde el s. III nuestra cultura europea experimentó, una poderosa influencia de la fe cristiana, de tal modo que, incluso la trasmisión, la conservación y cierta modulación de la filosofía griega y el derecho romano, a lo largo de la historia europea, en diversos momentos, se debió al cristianismo. Esto hace absurdo o deshonesto el querer borrar por decreto el cristianismo del pasado, del presente y del futuro de Europa. La idea de la dignidad absoluta de la persona humana, y

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de su libertad responsable , con sus consecuencias prácticas , esto es, que esa dignidad se realiza en la búsqueda de la justicia, de la solidaridad y la fraternidad, son una aportación clave de la moral cristiana. Y si hay que reconocer que, históricamente, fue en la modernidad, el movimiento ilustrado el que reivindicó e impulsó la defensa de los Derechos del Hombre, incorporándose posteriormente a esa empresa la Iglesia Católica, como vimos, ello no es impedimento para reconocer que esos Derechos tienen una inspiración de raíz cristiana, ya que es una aportación específica de la tradición cristiana la universalidad de la dignidad humana. Esa dignidad tenía tan importantes implicaciones éticas y jurídicas que acabaron haciéndose notar en el iusnaturalismo, en los mencionados derechos del hombre, en la tradición del liberalismo, e incluso del socialismo de los tres últimos siglos. Autores como Eugenio Trías, Reyes Mate y Victoria Camps han reconocido que valores tan defendidos por la actual democracia como la libertad, la igualdad y la fraternidad son premodernos, y tuvieron que ver con la religión. Por ello una visión de la cultura europea que no tuviera en cuenta la aportación ético-antropológica de la tradición judeo-cristiana quedaría gravemente mutilada y desfigurada. (CF Bonete Perales, Enrique, “La cultura moral cristiana: factor de identidad europea”. En López de la Vieja, Mª Teresa (ed.), 2005, 173-179).

También J. Habermas ha reconocido la compenetración del cristianismo y la metafísica griega, que ha servido no sólo para intentar expresar la idea del creacionismo judío con términos del paradigma griego, que convirtió al logos en punto de unión entre la filosofía griega y la teología judía, teniendo lugar una fusión entre la causa primera de aquella y la libertad creadora de la segunda (aunque siempre habrá una diferencia ente la naturaleza creada y la increada del pensamiento grecorromano) y la elaboración del cuerpo dogmático de la teología (helenización del cristianismo), sino también para alumbrar un amplio entramado o cuerpo conceptual compuesto por conceptos como el de “responsabilidad, autonomía y justificación, historia, memoria, reinicio, innovación y retorno, individualismo y comunidad”. Lo cual no ha significado sino “una apropiación de contenidos genuinamente cristianos por parte de la filosofía”. En esa línea se ha traducido, por ejemplo, la idea

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de que el hombre es a imagen y semejanza de Dios por la idea de la igual dignidad de todos los seres humanos. Un universalismo igualitario que está también directamente relacionado con la ética judía de la justicia y la doctrina del amor cristiano. Igualdad vinculada a la libertad de todos los hombres y a su dignidad. Y ello más allá de las desigualdades sociales o intelectuales, que pueden cultivar la soberbia y la arrogancia. (Habermas, J., “¿Fundamentos prepolíticos del Estado democrático?”. En Ratzinguer, Joseph. Habermas, Jürgen, 2006, 42; 116, Cf 150; Cf Habermas, J. 2001, 185; Negro, Dalmacio, 2007, 266-270). Podemos decir que un descubrimiento europeo es el individuo, y en ello han jugado un papel fundamental, junto a la tradición socrática, la tradición judeo-cristiana. Esta última ha jugado un papel especialmente en el alumbramiento de la realidad personal. Es cierto que los griegos comenzaron a desvelar la singularidad del ser humano, y a ello coadyuvó su concepción del hombre como animal político, capaz no sólo de coexistir como los simples animales, sino de convivir en la polis, mediante el logos. Pero mientras que en la concepción griega y romana la libertad es sobre todo jurídica, concepción exterior e institucional, en la cristiana se trata de una concepción interior, como propiedad ínsita en la misma condición humana, libertad de decisión y acción, siendo el derecho sólo un instrumento en orden a su protección. En este sentido, la libertad de pensamiento ya reivindicada por los griegos, es complementada con el gran descubrimiento judeo-cristiano: el del mundo personal configurado por la libertad interior de decisión que es también de conciencia (voz de la trascendencia) que orienta sobre el bien y el mal. Todo ello hace al individuo persona. Y esta es una conquista trascendental que ha quedado incorporada a la cultura y civilización europea En este sentido nadie ha subrayado como el cristianismo la individualidad y dignidad del ser humano que ahora queda revestido de un valor infinito. Esto explicaría, “que el cristianismo fuera la religión predestinada de Europa, puesto que es la religión que establece y proclama el carácter sagrado de todo ser humano, sea cualquiera su clase, situación, color u oficio”. (Madariaga, Salvador de, 2010, 67; Cf. 70). Una proclamación que le hace a la religión cristiana tener un valor y vocación universales y poder ser aceptada por una diversidad de culturas. Y la misma idea moderna de sociedad

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democrática, donde el individuo se resalta como coprotagonista, descansa, insistimos, en los supuestos cristianos de la libertad e igualdad. Precisamente estos supuestos, que en su alcance ontológico son previos a sus formulaciones jurídicas y políticas, resaltan la dignidad humana, y pueden ser un correctivo frente las derivas estatalista y partitocrático-oligárquica de las democracias modernas, que convierten al ciudadano en simple “contribuyente administrado”, y de la ateniense basada en el privilegio de la ciudadanía de una minoría frente al resto de la población. (Cf Negro, Dalmacio, 2007, 99, 261-263, 271,278-283).

A la mencionada helenización del cristianismo también se han referido Pannenberg y J. Ratzinguer. Ambos valoran positivamente esa inculturación griega del cristianismo, esto es, la recepción de la filosofía griega tardía o helenística por parte del cristianismo, que ha propiciado su universalización, al proporcionarle fuerza y autoridad argumentativa, y racionalidad, como también la formalización de la tradición en el dogma. Ratzinguer ha señalado, con perspicacia, como la fe cristiana primitiva (la patrística) no buscó su prehistoria en la religiosidad politeísta y ritualista de Grecia, sino en su “ilustración”, que más allá del mito, indagó en la verdad con el arma de la razón. La fe cristiana relacionó, pues a la Religión y a la Ilustración griega “como una estructura en la que ambas han de purificarse y ahondarse mutuamente de manera constante”. Ese maridaje sirvió para destacar la racionalidad de la fe bíblica, aunque ésta última no pueda ser reducida a mera razón. En este sentido el cristianismo primitivo supo sintonizar “con aquello que el análisis racional de la realidad es capaz de percibir acerca de lo divino” (Cf Ratzinger, J., 2005, 75, 78,83-85, 149, 151-153, 174-175,193-194). Por ello, Benedicto XVI hace un juicio positivo de esta “helenización del cristianismo”, no queriendo renunciar a la metafísica, ante el peligro de que la razón caiga en la tentación del reduccionismo del naturalismo y el empirismo (Cf F. Ricken, “Razón posmetafísica y religión”. En Habermas/Reder/Schmidt, 2009, 155ss). No obstante, más adelante, sin negar sus méritos, matizaremos la posible insuficiencia de este intento de “helenización del cristianismo”, para hacer hincapié en su más radical originalidad, de cara a enriquecer el diálogo de la sociedad civil que debe propiciar la regeneración moral de la sociedad europea.

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Por último hay que reconocer como cuarta raíz cultural de Europa, la tradición liberal-ilustrada, y la revolución científica de la modernidad. Con relación a ésta última, basta recordar que la ciencia, amplificada hoy por la tecnología, ha jugado un papel fundamental en la configuración de nuestra sociedad europea, y en la civilización occidental que no pueden entenderse sin destacarlas como científicas y tecnológicas, teniendo ya incluso efectos planetarios, que la lleva a estar presente en la evolución de otras sociedades y culturas. Una ciencia que incide en nuestra manera de entender la realidad y el modo de relacionarnos con ella, que puede afectar a nuestra manera de organizarnos social y políticamente, y que plantea retos éticos de gran trascendencia (ingeniería genética, biotecnología, nanotecnología, etc.). Un gran interrogante al que Europa y la sociedad globalizada, tienen que responder en este siglo XXI es cómo asegurar que la ciencia y la tecnología se desarrollen como instrumentos de libertad y mejora de la condición humana. Pero para ello no pueden olvidar el papel insustituible de la razón moral, que a la postre no puede prescindir de una visión del hombre y de la sociedad. Científicos de la talla de Einstein y Schrödinguer ya señalaron la incapacidad de la ciencia para determinar fines y alumbrar un posible sentido de la vida.

Se ha necesitado demasiado tiempo para superar el conflicto y malentendidos entre el saber racional, basado en la experiencia y la observación, y la fe religiosa, pues también la ciencia parte de presupuestos, como la confianza crítica y epistemológica en la exigencia de nuestra coherencia racional, llevada al extremo de postular que el principio de causalidad y las relaciones funcionales entre variables son aplicables al universo en su totalidad. Ello implica un a priori que no es sino “fe en el hombre”, y opción por el sentido, que nos puede abrir a planteamientos epistemológicos y ontológico-metafísicos. Si no es así, no nos queda sino el azar con su carga de irracionalidad. En este sentido podemos decir que la actitud cristiana ante la naturaleza, y sus presupuestos antropológicos propician el desarrollo de la ciencia al desencantarla de fuerzas mágicas, viéndola como algo bueno creado y ordenado por Dios y digno de ser conocido. Algo que refuerza la idea del hombre como concreador con Dios, que tiene que llevar a buen término la misma creación divina. (Cogarten, Weber, Jaspers, Cox, Vahanian, P.L.

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Berger). (Cf Fernández del Riesgo, Manuel, 2010, 33-35; Negro, Dalmacio, 2007, 291-294). Hoy sabemos que la ciencia es sólo una interpretación humana de la realidad, que sigue dejando abierta preguntas que no pueden ser contestadas mediante sus recursos epistemológicos. No obstante, el mundo personal sigue teniendo inquietudes filosóficas y morales ante las que la ciencia enmudece, ya que aspiran no sólo a explicaciones científicas del “cómo suceden las cosas”, sino a un significado que ilumine un sentido de la vida humana y la realidad toda. Como nos ha recordado recientemente el prestigioso biólogo neodarwinista Francisco Ayala, mientras que la ciencia sigue esforzándose por explicarnos el origen del universo y de la vida, cuáles han sido los mecanismos y procesos que han determinado el despliegue maravilloso e inimaginable de nuestro cosmos, a la filosofía y a la religión le han interesado el sentido del ser humano y su relación con Dios. Son dos maneras de mirar el mundo que ven cosa distintas, pero no incompatibles. Los procesos naturales son una cosa, y la creencia en Dios otra. Lo que ocurre es que a veces, los científicos, sin darse cuentan, hacen metaciencia, como es el caso de Stephen. Hawking en su reciente texto The Grand Desing (El gran diseño). Allí defiende la tesis de que ya no es necesaria la hipótesis de Dios para explicar el origen del universo. La materia surge de la nada gracias a unas leyes preexistentes que determinaron el Big Bang. El universo se explica por una especie de creación espontánea. Esta tesis choca desde luego con la lógica racional, que se ha ido decantando en el desarrollo de la cultura occidental desde Parménides. Hawking parece querer romper esa incompatibilidad entre el ser y la nada como axioma fundamental de nuestra tradición metafísica. Como se pregunta Pedro G. Cuartango, ¿cómo pueden predicarse leyes en el seno de la nada?, y ¿cómo de la nada puede surgir algo? No debemos de olvidar que cuando hablamos de “Dios” o de la “Nada” estamos utilizando conceptos e ideas límites de nuestra razón, con los que probablemente sólo apuntamos a algo que se nos escapa, y que no es pensable en el paradigma de la ciencia moderna, que recorta el ámbito de la realidad a lo constatable, medible y hasta cierto punto predecible. Por ello hay que reconocer que la ciencia se extralimita cuando se arroga un discurso sobre Dios. Del mismo modo también es conveniente recodar

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que una reflexión ontológico-metafísica actual debería de tener en cuenta los avances de la ciencia moderna. Pero son dos estrategias y abordajes de la realidad que apuntan a saberes distintos: el científico y el filosófico. Uno habla de explicaciones causales o relaciones funcionales entre variables, el otro intenta dilucidar una explicación última que se identifique con un significado humano que nos ayude a vivir con sentido. Pensamos por ello que la religión, la metafísica y la ciencia son modos diferentes pero compatibles de abordar el mundo. Ello es la razón de que haya todavía científicos creyentes, y que la religión y la espiritualidad sigan teniendo su razón de ser para muchos hombres y mujeres del siglo XXI (Cf Fernández del Riesgo, Manuel, 2007,15-40).

La persistencia del cristianismo en la unificación de la Europa “Ilustrada”. Abundando en esta tesis del maridaje de fe y razón, es conveniente también recordar que la idea ilustrada del “progreso humano”, tan propia del hombre moderno (Cf García Morente, M, 1980), implicó la concepción de un devenir histórico unilineal e irreversible, que supuso la superación de la concepción cíclica del tiempo de la tradición griega. En este sentido las aportaciones de la Patrística y de Agustín de Hipona fueron fundamentales.(Cf Löwith, Karl, 2007, 98) Y en definitiva en la maduración de la idea moderna de una “historia universal”, como proceso que ofrece la posibilidad de la realización humana (Condorcet), jugó un papel significativo, junto a elementos sociales y culturales de la época (especialmente una razón emancipadora universal), la concepción religioso-teológica de la historia del Antiguo Testamento, y la esperanza cristiana en una perfección futura (Cf Tornos, A., “Sobre la teología de la historia”, Isegoría, 1991, 174; Löwith, Karl, 2007, 227; Ruiz de la Peña, J.L., 1980, 50ss). Esa concepción teológica de la historia parte de la idea bíblica de creación, con la que se inaugura el tiempo unilineal e irreversible.

Es cierto que hay autores, como Hans Blumenberg, que cuestionan estas raíces cristianas de los ideales ilustrados, concibiendo el proceso de la secularización moderna, no como una “traducción” racional de las categorías religiosas, sino como el emerger de una concepción y discurso totalmente originales, de tal modo que lo correcto no es hablar de continuidad y “traducción”, sino de ruptura y “sustitución”. La narrativa

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política moderna no tiene nada que ver con la narrativa religiosa, pues la primera plantea nuevas concepciones y modos de acción, que se alejan de expectativas trascendentes y escatológicas. La política moderna, basada en el recurso teórico del contractualismo, se concibe, en el proceso de la secularización, como un nuevo espacio autónomo reflexivo y crítico, que lucha por alumbrar un nuevo orden social y político racional y equitativo. Frente a la providencia divina, se plantea una visión secular del mito de Prometeo. (Cf Blumenberg, Hans, 1985; Blumenberg, Hans, 2000). Ciertamente la modernidad ilustrada, como portadora de la secularización (Cf Berger, P.L.; Berger, B.; Kellner, H., 1979), se erigió como un movimiento intelectual, moral y político, que reivindicaba la autonomía humana de la mano de la razón y los sentimientos, de tal manera que la legitimación premoderna y sacralizadora fue sustituida por una legitimación secular. Ello lo aprovecha Blumenberg para defender la idea de que la modernidad se erige como una nueva actitud que desentendiéndose del cristianismo, mira más bien a la antigüedad clásica, prefiriendo el logos heracliteano al logos creador y amoroso del evangelio de San Juan, que junto con razón es también fe, por lo que el órgano del conocimiento y del juicio será el “corazón” (R. Girad). Pero en verdad con ello lo que se nos plantea es que la fe no niega las verdades de la pura razón, pero las supera. (Cf Negro, Dalmacio, 2001, 186, 212,237).

Ante esta compleja problemática, nos parece excesivo el término “sustitución” del que echa mano Blumenberg, para expresar esa reivindicación de la autonomía humano-social. ¿Desde una epistemología y hermeneútica histórico-genéticas, no podemos pensar en la posibilidad de que las nuevas ideas guarden cierta vinculación analógica con algunas de las ideas propias del discurso premoderno-religioso? ¿En un cierto nivel de precomprensión, no es razonable pensar que, en su génesis, determinados elementos de ese nuevo discurso comunicativo y autónomo, hayan sido iluminados por ideas y conceptos anteriores, pero ahora transmutados, o como dice Reyes Mate, metabolizados en figuras mundanas para enriquecer el discurso político? En ese sentido el mesianismo político moderno no deja de tener una fuente de inspiración en la tradición religiosa y el pensamiento teológico. Pensemos en conceptos,como el de tiempo histórico, el de emancipación-liberación, el

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de igualdad, el de justicia, el de dignidad humana, etc., que la razón moderna e ilustrada se ha apropiado, para construir una nueva concepción autónoma de la condición humana ,que se identifica con “la mayoría de edad” kantiana, y el ideal la ciudadanía. Consideramos que esos conceptos-ideales incorporados ahora al discurso ético-político moderno no han dejado de tener su placenta nutriente en esa exigencia y aspiración incondicional del ser humano a la dignidad y felicidad de la que habla la revelación bíblica, aunque la garantía de su éxito sobrepase las solas fuerzas humanas. En este sentido las ideas fundamentales que caracterizan a la cultura europea descansan, en último término, en creencias nodales de la tradición cristiana. Conceptos e ideas que no sólo pertenecen al pasado, lo que las convertiría en arcaicas y desfasadas, sino al futuro, por lo que deben estar presentes en nuestros proyectos de futuro. Consideramos que esta es la aportación oportuna de Karl Löwith. De modo general, también J. Ratzinguer ha remarcado con razón, que, de hecho, no existe ninguna filosofía que no haya recibido orientaciones e iluminaciones de las diversas tradiciones religiosas, desde Grecia a la India, incluida por supuesto, la filosofía moderna. Concretamente, la filosofía moderna en su caminar, más allá de su autonomía, es deudora,”de los grandes motivos del pensamiento” que la fe bíblica le ha aportado (Cf Ratzinguer, J., 2005, 181). Creemos que tiene toda la razón Reyes Mate cuando sostiene que de esa tensión trágica de la condición humana, que ha revelado la tradición judeo-cristiana, el aspirar a grandes destinos que el ser humano no puede alcanzar por sí mismo, se ha alimentado el humanismo secular, incluso malgré lui, en su incesante esfuerzo de autoemancipación. Ello no significa que podamos pensar en una simple traducción literal de los conceptos teológicos. Como comenta Reyes Mate, las ideas recibidas de la tradición religiosa, han podido ser pensadas nuevamente pero en otro contexto, el de la razón ilustrada, y de ese modo, la praxis política moderna y su correspondiente discurso legitimador han configurado su espacio propio, iluminando nuevas posibilidades para el individuo y el grupo social (derechos humanos, ideales democráticos), pero en ese empeño no se ha partido de cero. En este sentido las ideas cristinas han podido ser, como afirma el profesor Dalmacio Negro “reelaboradas, cernidas, tamizadas”, pero no podemos,

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sin más, negar u ocultar sus orígenes fecundos. Por ello, si la modernidad, en un momento concreto, procuró prescindir del presupuesto religioso, lo que podemos denominar la “secularización del cristianismo”, no pudo evitar, a pesar de ello, dejar de ser un “cristianismo secularizado”. Como afirma Reyes Mate, la “modernidad secularizada depende en su formación histórica y en su comprensión temática de la matriz religiosa que la dio a luz. Esto puede gustar o no, pero nada entenderíamos de nuestro tiempo, de sus conflictos y aporías, si no lo tuviéramos en cuenta” (Cf. Mate, R., 2009, 188-189; 37).Por ello intentar profundizar y seguir construyendo una cultura de la memoria europea exigirá reconocer la trabazón profunda entre religión, filosofía, ética y política en la historia de Europa. Trabazón en la que ha jugado un papel fundamental el cristianismo. (Cf Fernández del Riesgo, Manuel, 2010, 93-111). Como se interroga el profesor Dalmacio Negro, ¿Podrán seguir existiendo la cultura y la civilización europeas prescindiendo de la religión? O como sostiene J. Leclerc, lo decisivo es “saber si la civilización europea debe sus valores al cristianismo, o si, por el contrario, los debe al hecho de haberse alejado de ellos” (Leclerc, J., 1965, 193. Cit. Negro, Dalmacio, 2007, 189).Para contestar a esta pregunta, no podemos olvidar, que a lo largo de la historia las religiones han jugado un papel clave en las culturas y civilizaciones conocidas. “La religiosidad es una dimensión fundamental de la naturaleza humana de la que extraen su impulso la cultura y la civilización”. La religión con su poder estructurador o configurador de la cultura lo que hace “es impregnar la cultura dándole forma y sentido con su espíritu”. (Negro, Dalmacio, 2007, 29,190; Cf Rappaport, 2001, 21).La fe religiosa ha informado el êthos que las ha animado otorgándoles un sentido. Y el caso de la cultura europea no es una excepción que confirme la regla. Es más, no se puede innovar partiendo de la nada, y sería lamentable olvidar las potencialidades de su tradición. Peguntarse por la identidad europea, exige contar con su historia, “puesto que Europa no es algo nuevo, inédito, un solar en el que construir como si no existiese nada previo o se hubiese ¨liberado¨ radicalmente y de pronto de su pasado, y con él del cristianismo; tampoco es un fenómeno natural o un lugar geográfico, aunque sea la geografía el terreno donde echa la historia sus raíces; o siquiera una economía o una tecnología. Europa es, ante todo, un

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concepto espiritual y cultural, una civilización” (Negro, Dalmacio, 2007, 95). Ello nos convence de que la cultura europea hunde inevitablemente sus raíces en la tradición cristiana, por muchos procesos de autonomización racional que haya protagonizado posteriormente. Por ello olvidar o silenciar al cristianismo en el momento presente de Europa, en lo que está interesado vivamente el secularismo-laicismo, es renegar de la propia historia, convirtiéndola en ininteligible, y querer imponer de modo torticero, una drástica solución de continuidad, que deja sumido en la incertidumbre el futuro.

Como denunció Romano Guardini si Europa renunciase a estas raíces dejaría de ser Europa, y se convertiría en otra cosa. El cristianismo ha sido algo esencial del espíritu de Europa, y pensamos que no podrá sobrevivir como tal, si renuncia a algunos supuestos, hasta ahora fundamentales, de origen cristiano. El euroescepticismo que padecemos, que rezuma desfundamentación y desligación, y que se concreta en una crisis espiritual y moral, que nos deja desarmado frente al hedonismo materialista, el relativismo moral, el nihilismo, y la hegemonía de la plutocracia y la erótica del poder que alimenta una “política sin alma”, que conjuga muy bien con un estatismo que fagocita a la sociedad civil y no tiene más fundamento que su propio poder, tiene que ver, entre otras cosas, con la amnesia y adelgazamiento de nuestra memoria, que desdibuja nuestra identidad. Si las ideas que configuran una cultura y una civilización son la que mueven la acción de los seres humanos, Europa padece actualmente, un “proceso de descivilización”, y de “deseuropeización” que tiene que ver con el olvido de sus raíces de inspiración religiosa, pues si existe un “denominador espiritual unificador de Europa” éste es, evidentemente, el cristianismo, que en su “universalismo” acoge “sin reservas la variedad”. (Cf Negro, Dalmacio, 2007, 109).

Teniendo en cuenta todo lo dicho, se comprende que un destacado inspirador intelectual de la integración y unidad de Europa del siglo pasado, que reivindicó la refundación europea, más que como realidad jurídica y económica, aunque ello también sea necesario, como realidad espiritual e histórica, Salvador de Madariaga, insistió en que la clave de

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este empeño estaba en el humanismo y la libertad no sólo política sino también espiritual. Europa es sobre todo civilización y cultura, y como realidad espiritual se concreta en un modo de ser peculiar: el “humanismo socrático-cristiano”, que combina mente consciente, voluntad, y valores incondicionales. Esto nos obliga a mirar hacia la antigua Jonia y hacia Palestina, y a concluir, por tanto, que “la cuna de Europa es el Asia Menor”. “Cristiana en su corazón, es Europa socrática en su cerebro”. Ahí radica su unidad y universalismo. La duda le sirve como “trampolín para la acción mental”, que busca el saber. Pero las intuiciones nodales y fecundas le vienen de la tradición religiosa. Está síntesis providencial, como hemos visto, siguió latente y fecundando la aventura de la modernidad ilustrada, a la que hemos hecho alusión, con sus aciertos y fracasos. Es esto lo que le da un “aire de familia” a las naciones europeas. Es esto lo que le da al mosaico de pueblos de Europa su unidad. Y esta inspiración fundamental no debería ser olvidada, aunque sin renunciar a esa capacidad de apertura enriquecedora y diálogo con el otro, que la duda socrática y el saber reflexivo, metabolizados con el amor cristiano portador de solidaridad moral, potencian de cara a la comprensión del otro. Ello propicia la integración enriquecedora, sin renunciar a las legítimas diferencias, sin lo que la unidad europea languidece con efectos letales. (Cf Madariaga, Salvador, 2010,51-52, 65, 67, 68-69, 80, 242). Capacidad que quizás, como luego veremos, sea hoy más necesaria que nunca ante el reto de la globalización y la multiculturalidad.

También Jean Monet resaltó que la unión europea tenía que comenzar por algo que se había olvidado: la cultura. Ello nos debe hacer caer en la cuenta de que las conquistas jurídicas, económicas e institucionales por muy necesarias que sean, no son suficientes Y es que la finalidad de la integración europea difícilmente se podrá conseguir, sin tener unas ideas acerca de nuestra propia identidad común, que puedan iluminar nuestro destino. Un proyecto compartido de futuro que deberá de descansar en la asunción crítica de nuestra historia plural y conflictiva, que ponga al descubierto las raíces de nuestra identidad histórica y cultural. Y hoy, tras los fracasos de los totalitarismos, y nihilismos, en los que de alguna manera se traicionó a sí misma, Europa debería resucitar de sus cenizas, y volver a ocupar el puesto que se merece en el consorcio

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mundial, ante las amenazas pero también formidables posibilidades que pueden ir fraguándose en nuestro recién estrenado siglo XXI. Pero para ello es crucial que recupere la memoria común y el “humus” cultural que se alimenta de las “paradojas” y tensiones que se dan en las confrontaciones ideológicas y filosóficas, entre las identidades nacionales y la identidad común, entre los estados nacionales y las culturas regionales. La identidad europea tiene que descubrirse como unidad en la diversidad. Y así la unidad económica tendrá que contar con los intereses y necesidades legítimos de cada Estado; la unificación política tendrá que conseguirse contando y a partir de la pluralidad de los Estados Nacionales; y la unidad cultural contando y a partir de la diversidad de culturas locales. Ahora bien, el elemento clave de esta tarea es el cultural, pues sin recuperar el humanismo europeo de inspiración cristiana (centrado en unas ideas y valores comunes) la tarea de superar las contradicciones de la modernidad europea se verá abocada al fracaso. Tesis que también mantuvieron, tras la Segunda Guerra Mundial, importantes padres promotores del proyecto de la reconstrucción unificadora europea, (Schuman, de Gasperi, Adenauer, etc.). (Cf Beneyto, José María, “Prólogo del director de la colección”. En Eliot, T.S., 2003, 7-18).En la misma línea, el poeta inglés T. S. Eliot ya insistió en los años cuarenta del siglo pasado en la necesidad de no renunciar a ese patrimonio cultural que nos legó la tradición cristiana, fuente de inspiración nodal de la cultura europea, hasta el punto de que, sin él, no se podría entender tampoco a algunos de sus críticos más notorios como Marx, Nietzsche o Freud. Si hay alguna esperanza de una unificación armoniosa de Europa, que le permita desarrollar todo su potencial creador en el ámbito político, económico y social, ella radica en que “hay un elemento común en la cultura europea, una interrelación en la historia del pensamiento, los sentimientos y el comportamiento, un intercambio de arte e ideas”.(Eliot, T.S., 2003, 181). Elemento común que, a modo de “organismo espiritual”, pone su sello identitario en el modo de vida europeo, que se vive mediatizado por las diversas culturas nacionales y regionales. Eliot sostiene que “en Europa hay una serie de rasgos comunes que permiten hablar de una cultura europea”, entendiendo por cultura aquello por lo que vale la pena vivir y que abarca cosas, intereses y actividades propias de un pueblo. Rasgos

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que están relacionados con la tradición cristiana. “Todo nuestro pensamiento adquiere significado por los antecedentes cristianos. Un europeo puede no creer en la verdad de la fe cristiana pero todo lo que dice, crea y hace, surge de su herencia cultural cristiana. Sólo una cultura cristiana ha podido producir un Voltaire o un Nietzsche. No creo que la cultura europea sobreviviera a la desaparición completa de la fe cristiana”. E insiste, “La unidad del mundo occidental reside en esa herencia, en el cristianismo y en las antiguas civilizaciones griega romana y hebrea; a las cuales a través de dos mil años de cristianismo, se remonta nuestra ascendencia. (…) Ninguna organización política o económica, por muy buenas intenciones que albergue, puede reemplazar lo que nos da esa unidad cultural.” (Eliot, T.S., 203, 185,186). Sin esa fe común todo proyecto de una mayor unificación europea acabará en fracaso.

El “plus” del cristianismo en la tarea de remoralizar a una Europa “descarriada”. Evidentemente, en principio, un estado moderno, inspirado en la tradición liberal-ilustrada y en los ideales societarios de la tradición socialista, no necesita de presupuestos propios de las tradiciones religiosas para desarrollar su tarea de autoconfiguración y legislación. Los ciudadanos como agentes sociales activos y responsables, son los que deben, por ellos mismos, y mediante sus legítimos representantes, definir el bien común, y construir el orden democrático. En una sociedad secular, como la europea, el proceso democrático es garante de sí mismo gracias al desarrollo de un derecho racional, y de la capacidad de los ciudadanos de hacer suyos los principios constitucionales.

Ahora bien, en la medida en que los seres humanos no somos solamente coautores democráticos, sino también destinatarios del derecho, debemos de mantener, en la práctica, una actitud coherente con el mismo. Y esto no se garantiza, simplemente, con las leyes escritas. Al respecto son necesarias las virtudes morales y políticas. Y ha sido curiosamente un autor no creyente, como Jürgen Habermas, el que nos ha recomendado, que ante la pérdida de sentido de nuestra desmoralizada sociedad, no deberíamos desperdiciar, sino precisamente recuperar el bagaje moral que se conserva en las tradiciones religiosas (ideales de

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justicia, de solidaridad, de dignidad humana, etc.). Ante la alarma y preocupación que suscita la debilidad de la práctica de una “modernidad descarriada” o “ambivalente”, víctima del relativismo, del hedonismo consumista, del individualismo asocial, de la corrupción económica y política, y del sectarismo de los medios de comunicación social, sería muy conveniente, que la sociedad secular procurase su regeneración moral asegurando el aprendizaje de los valores y principios fundamentales, mediante el concurso y la influencia de todos los discursos portadores de los mismos, ya sea el pensamiento liberal-ilustrado o las tradiciones religiosas. Incluso Habermas, convencido de la insuficiencia del intelectualismo moral, esto es, que el conocimiento teórico o el proceso cognitivo no garantiza, sin más, el respeto en la práctica de los derechos fundamentales, resalta la importancia de las motivaciones y sentimientos, que anidan en la moral vivida, y de todo lo que refuerce la disposición moral del ánimo ante los fracasos, desalientos, errores, e infidelidades. Y es que el éxito en la práctica de un Estado de Derecho depende, en gran medida, de una educación en valores cívicos, pero no podemos olvidar que éstos los viven existencialmente los ciudadanos en el contexto de un proyecto de vida buena (ética personal o de máximos). Como también ha señalado oportunamente J. Ratzinguer, la razón moral viva y existencial no es la abstracta y teórica, sino la que se ha desarrollado en formas históricas concretas, muchas veces aliadas con la fe religiosa. Ante el “desgaste” de la práctica democrática, es positivo y conveniente contar dialogalmente con todas las fuentes culturales de las que se alimenta la moralidad, incluidas las religiosas. Y es que, como muy bien ha puntualizado Habermas, la secularización debería ser entendida, tanto por parte del creyente como del increyente, “como un proceso de aprendizaje complementario”, que les permitiría a ambos considerar y ponderar sus respectivas aportaciones, de cara a iluminar y solucionar los retos a los que se enfrenta, en el presente, la sociedad europea.(Cf Habermas, Jürgen,2006, 116-117) Lo que hay, pues, que fomentar es una “laicidad inclusiva”, en la que tengan cabida todas las “voces” que pueden protagonizar un diálogo respetuoso y enriquecedor, de cara a reforzar nuestra racionalidad moral. Una sociedad democrática y plural deberá de promover la libre circulación de las diversas concepciones antropológicas,

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éticas y religiosas que se desenvuelven en la sociedad civil, por medio de la cual, y gracias al diálogo, se podrá alcanzar cotas de consenso, que se concretarán en la formulación de una ética civil, como referente imprescindible para articular un estado de derecho. Por contraposición a las éticas de máximos entendidas como ideales de perfección y de felicidad, que determinados grupos practica y ofrece a partir de sus experiencias sui generis religiosas, éticas y estéticas, la ética civil o de mínimos consistirá en el conjunto de valores y normas que buscan garantizar el bien común, entendiendo por éste último la plasmación de los derechos y deberes fundamentales que garantizan, según las circunstancias y posibilidades, la solidaridad y la justicia. Pero lo que no debemos de olvidar es que la ética de mínimos se vive modalmente en el seno de las éticas de máximos, que son su “placenta nutriente”, y una de sus mejores armas para su defensa y protección. Por ello, en una sociedad plural y democrática, como la europea, la ética civil, como ética laica, estará abierta a todas las fuentes de inspiración, incluidas las religiosas. Éstas últimas podrán contribuir a la configuración del vínculo común, siempre, naturalmente, que su aportación se traduzca en valores racionales, en un “lenguaje universalmente accesible”, ya que es posible una apropiación discursiva y pública de los “potenciales semánticos” (intuiciones, concepciones, posibilidades expresivas, sensibilidades, etc.) que se encuentran en los discursos religiosos. De este modo se alumbrará una “razón pública polifónica”. (Cf Habermas, Jürgen, 2006, 147-148, 150-152, 218, 246,250-251,268; Fernández del Riesgo, Manuel 2010, 119-126).Naturalmente esa “traducción” no significa que la religión, en nuestro caso el cristianismo, tenga que renunciar a su experiencia e inspiración más genuina, a su fundamentación originaria, convirtiéndose en una suerte de metacristianismo utópico. No se trata de una racionalización “humanizadora” del cristianismo, que lo fuerce a renunciar a ese plus que define lo genuinamente religioso, y del que dimana su potencialidad significante. Se trata de que, desde su inspiración originaria, ayude, a modo de de catalizador, a la regeneración moral de la sociedad.

Ante la urgencia de regeneración moral de la sociedad europea, y la necesidad que tiene ésta de seguir preservando y construyendo su ancestral identidad, aún entendiéndola como una

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realidad viva, dinámica y abierta a su evolución y enriquecimiento, no puede olvidar, como quiere el secularismo-laicismo recalcitrante, sus raíces cristianas, como una irrenunciable fuente de inspiración cultural y moral. Por supuesto en el contexto dialogante de la secularidad y el pluralismo.

Para abundar en ello, recordaremos algunos aspectos de ese “plus” de fuerza, sentimientos y motivaciones que puede aportar la tradición judeo-cristiana, repetimos, a la urgente tarea de regeneración moral que necesitamos. Y para ello vamos a partir, curiosamente, señalando algunas limitaciones de ese intento de “helenización del cristianismo”, al que ya aludimos, sin negar, por supuesto, los aspectos positivos que ha aportado como unos de los hitos de la cultura europea. No caeremos, pues, en el exceso de A von Harnack , que llegó a descalificar esa “helenización” como una mera “auto-enajenación del cristianismo”. Sin embargo hay que reconocer que en ese intento se ha podido olvidar o minusvalorar algo específico de la tradición de Israel, que no debería dejarse de incorporar al mensaje y espíritu cristianos. Y es que la tradición de Israel nos ayuda a superar una insuficiencia del “espíritu greco-helenístico”, que como afirma J. B. Metz alimenta “un pensamiento onto-teológico del ser y la identidad, para la cual las ideas siempre tienen un rango más fundamental que los recuerdos”. Ello propicia el olvido de lo concreto, y la abstracción ahistórica. La “logificación” del cristianismo e interés de su universalización, puede olvidar el carácter esencialmente narrativo de la tradición judía, que la vincula con historias concretas y reales, y al cristianismo especialmente con un acontecimiento único en la historia, el de Jesús de Nazaret. En este sentido, el cristianismo no puede renunciar, en la línea de esa misma tradición a “una mostración narrativa de la verdad”. (Cf Metz, Johan Baptist, 2007, 61,243-244).Frente a una helenización excesiva y unilateral, el logos de la teología no puede olvidar el concepto de tiempo que alberga en su seno, y que lo hace logos de la memoria y la narración. (CF Metz, Johann Baptist, 1999, 139, 154). El peligro de un cristianismo excesiva o unilateralmente helenizado, es que olvide la cultura de la memoria de la tradición bíblica a favor de la cultura abstracta, conceptual de la filosofía griega. Habría que mantener, por tanto, una tensión dialéctica entre la “racionalidad guiada por el recuerdo

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y la guiada por el concepto” (Mezt, Johann Baptist, 2007, 233-234).En este sentido el “recuerdo”, la “razón anamnética”, debe ser una mediación necesaria entre razón e historia, para evitar los excesos abstraccionistas de la helenización. Puede servir para integrar la aportación básica de la filosofía griega con el pensamiento tradicional judeo-cristiano. (Cf Metz, Joahnn Baptist, 1979, 193-196).Cabe, pues, la posibilidad de combinar el método narrativo con el argumentativo. Ello además servirá para poner de relieve algo muy importante en la tradición judeo-cristiana: los límites humanos ante la exigencia de universalidad del principio de la justicia, que resiste a la fuerza destructiva del tiempo. Ello se concreta en el sufrimiento de las víctimas del pasado, que siguen, en nuestra memoria, como “memoria passonis”, reivindicando una reparación. Esta memoria su generis denuncia la impotencia de la praxis individual y social de cara a rehabilitar y reparar la injusticia y el sufrimiento humanos en el curso del devenir. Ante esta insuficiencia de la existencia humana, que la reviste de dramatismo, el optimismo ilustrado y la filosofía moderna en general, no tienen una respuesta suficientemente satisfactoria. El espíritu ilustrado fue portador de un ideal de autoemancipación que se identificó con “ el espíritu de una razón pública” que pretendió “plasmarse en la práctica en forma de libertad, no sólo propia, sino también de los demás”. Sin embargo, una de las raíces del fracaso ilustrado es que “no logró superar un inveterado prejuicio: el prejuicio contra el recuerdo.(…) subestimó el poder intelectual y crítico del recuerdo, esto es, desatendió la racionalidad anamnética” ( Metz, Johann Baptist, 2007, 223-224,213; Cf Metz, Johann Baptist, 1999, 119,129). Y esto le llevó al exceso de un optimismo desproporcionado, que escondía un último fracaso. Es lo que Adorno denominó la “frialdad burguesa”, consistente en considerar como una especie de naturaleza lo que ha tenido lugar. De este modo el pasado queda olvidado-justificado al servicio del “progreso”, diluyendo la responsabilidad ante los fracasos catastróficos de la historia. Basta recordar el esfuerzo límite que llevó a cabo Hegel en su “filosofía de la historia”, donde el dolor y el sufrimiento de los hombres y mujeres reales y concretos es el precio que hay que pagar en el mundo fenoménico, para que tenga lugar el devenir evolutivo de la naturaleza y el progreso de la historia humana. La exaltación de la Razón y el Espíritu exige, si no el

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olvido, sí la “trivialización” del drama existencial y moral que padecen los “perdedores de la historia”, que en el fondo somos todos. Frente a una verdad sin sujeto, y abstracta, fácilmente manipulable, como la del idealismo, tan fuertemente criticada por el pensador judío Franz Rosenzweig, la verdad de la fe implica a todos los sujetos. (Cf Rosenzweig, F., 1997). Del mismo modo el intento nietzscheano con su exaltación estética del “superhombre”, también postuló el olvido como único medio de alcanzar la felicidad (“amnesia del vencedor”).Intento que acaba en la derrota nihilista, ya que la “voluntad de poder” del “superhombre” se vincula con el “eterno retorno” de lo mismo (dominio y soberanía del tiempo sin término), que lo convierte en “peregrino sin meta”, en un “vagabundo de inspiración dionisíaca, para quien todas las cosas y las relaciones han perdido su gravedad” (Metz, Johann Baptist, 2007, 128; Cf Metz, Johann Baptist, 1999, 7, 142-143).Y el último producto de este proceso degenerativo, ha sido la postmodernidad, que también ha renunciado al sujeto, al marginar de nuevo a la memoria y desentenderse del sentido de la historia. Se contenta con un discurso fragmentado, con la correspondiente hegemonía de la “razón instrumental”, aliada de un pragmatismo utilitarista puro y duro. El estilo de vida hedonista, consumista y tecnocrático, y los medios de comunicación a su servicio, reducen la visión de sentido a algo alicorto, puntal, mutante, donde predomina el ”pensamiento múltiple”, la “dispersión circunstancial”, y la renuncia a la propia historia. El ciudadano aparece como portador de una “subjetividad relajada” que consiente su propia manipulación, convirtiéndose en un ser heterodirigido, y extraño a sí mismo. Por todo ello, es urgente recuperar o reactivar la herencia judeo-cristiana para nuestro propio mundo europeo - occidental. “Sólo si se consigue esto podrá el espíritu europeo dominar los peligros que de él mismo proceden”. (Metz, Johann Baptist, 1999, 66-69, 59, 140).

Por el contario la memoria passionis, mantiene viva la reivindicación de una justicia y rehabilitación pendientes, especialmente, respecto a las víctimas inocentes de la historia. Una memoria que, mediante la experiencia del sufrimiento, recupera la cuestión del sujeto, que va pareja con una reivindicación de las exigencias morales, y la del sentido en toda su radicalidad y alcance universal, porque no se contenta con “lo

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alcanzado”, y no se olvida de “lo destruido”, y de “lo perdido”, al resistirse a poner al servicio del “progreso”, sin más, “la singularidad y la contingencia”. Y es que el sufrimiento pone de manifiesto las exigencias intransferibles del sujeto singular. A partir de ahí comprendemos que el destino global no se puede desligar del de todos y cada uno de nosotros. Esta sensibilidad por el drama existencial se la enseñó al cristianismo el judaísmo (D. Bonhöfffer). Y así, la razón de la tradición judeo-cristiana, aliada de la memoria, se rebela ante la idea de que lo que desaparece pierda su significado existencial, al quedar los muertos fagocitados en “el abismo de una anónima evolución”. La actitud de resistencia ante el enigma del mal, de la tradición judeo-cristiana ayuda a mantener beligerante, insistimos, la cuestión del sujeto. Y la autoridad universal del sufrimiento nos descubre un modo radical de reivindicar la dignidad humana y los derechos inalienables de todos los seres humanos. Autoridad que precede “al acuerdo y al discurso” moderno-ilustrado. Es la razón anamnética del teólogo la que remarca que el pasado está pendiente de una rehabilitación reparadora, al reconocer como imprescriptible los derechos de las víctimas del pasado, lo que puede alimentar o abrir a la esperanza de una “redención”. Se dibuja así una dialéctica de la inmanencia y de la trascendencia, que se abre a la esperanza escatológica. Es ese plus de la iniciativa divina, esa “reserva escatológica”, como reserva de sentido, entendida como un don, la única que puede superar, salvar la impotencia, la insuficiencia de la idea moderna de progreso, y del concepto de evolución que alimenta el optimismo antropológico de la ilustración.

Pero junto a ello, hay que añadir algo muy importante: que en sus consecuencias prácticas, esta memoria, como muy bien ha destacado la “teología de la liberación”, encierra una teología de la historia y de la sociedad, que exige un compromiso con la justicia y la libertad solidaria, que la convierte también en “recuerdo hacia adelante” (Cf Metz, Johann Baptist, 1979, 196-197, 192-193). La identidad religiosa es una experiencia-construcción histórica que se mantiene y progresa con el recurso de la memoria y el recuerdo, y que se conserva en una narración que tiene importantes implicaciones prácticas (solidaridad y justicia universales) (Cf Metz, Johann Baptist, 1979, 83). Es el “rastro del

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sufrimiento” vivo en la “memoria passionis”, el “hilo de Ariadna” que nos guía en la continuidad de la historia humana como “historia de la pasión”. Historia que es también, como muy bien ha señalado, insistimos, la “teología de la liberación”, memoria y recuerdo constante, “peligroso” y “desafiante” de que la libertad y la realización feliz del ser humano sigue siendo una “asignatura pendiente” (Metz, Johann Baptist, 1979,120).La memoria passionis y la razón anamnética posibilitan una hermenéutica que desestabiliza el “orden establecido” por los “vencedores de la historia”, que es garantía de sufrimiento y de olvido. Hermenéutica, pues, que animada por una “mística de la compassio”, tiene que ver con la teodicea, pero también con la ética y la política, al reivindicar la solidaridad con todos, vivos y muertos. Por tanto, la verdad y el logro-éxito de la historia tienen que ser el de todos los implicados en ella. Verdad y logro, que, en último término, sólo pueden ser garantizados por el Dios de Jesús, ante el que todos los seres humanos son sujetos libres, responsables, y objetos de su amor incondicional. Sólo, pues, la tradición bíblica reconoce con contundencia los derechos de todos los hombres, al contar con un Dios de vivos y muertos, y deja abierta las puertas a la esperanza. Y esto es así, porque, en último término, la utopía, como proceso de autosuperación y autotrascendencia prometéica del ser humano, acaba abortando sobre sí misma, sino no se da un momento resolutivo y reconciliador final en que ella misma se niega realizándose. Pero este momento es imposible sin el plus de Dios.

En resumen, la razón anamnética y la memoria passionis reivindican la cuestión del sujeto, la de su inalienable dignidad y sus derechos de un modo sui generis y radical. Su opción por el sentido y la esperanza, alberga una fuerza moral, que legítima su lugar en el diálogo cívico, para intentar la remoralización de la sociedad, para la reivindicación de los derechos humanos, y la construcción de esa ética de mínimos de la que está tan necesitada nuestra sociedad europea.

Europa y el reto de la multiculturalidad. Está claro que hoy, debido a los flujos migratorios, a los intercambios comerciales y laborales, al turismo masivo, y a la interdependencia multifacética de unos estados con otros, la sociedad en general, y en especial la europea del siglo XXI

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que se ensancha continuamente con la ampliación de la Comunidad Europea, serán cada vez más multiétnicas, multiculturales y plurirreligiosas. Especialmente la inmigración islámica procedente de África, Oriente Próximo y Asia, como ha indicado el profesor Manuel Castells, puede ser un reto para la matriz cristiana de Europa. Está claro que quien no tiene memoria no sabe quién es, y las raíces culturales y civilizatorias de Europa son fundamentales para la construcción y mantenimiento de la propia identidad, aunque ésta última, como realidad viva y dinámica, deberá estar abierta al futuro y su posibles innovaciones. Por esta razón, sólo sabiendo lo que ha sido y sus potenciales capacidades de desarrollo, Europa podrá abrirse al diálogo intercultural y enriquecedor. El desafío inevitable es cómo compaginar y coordinar el patrimonio de la “Vieja Europa” con la posibilidad y la necesidad de asumir nuevos valores y aportaciones culturales. Como ya hemos indicado, referentes fundamentales en la construcción del humanismo europeo, han sido la filosofía y teoría política de los griegos, el derecho romano, el judeo-cristianismo, la ilustración moderna, y la revolución científica. Sin embargo también hay que reconocer que, aunque la identidad europea se ha construido en contraposición a la amenaza islámica, no por ello el Islam ha dejado de influenciar en Europa. El Islam ha legado notables aportaciones culturales a Europa en el campo de la filosofía, del arte, de la ciencia y la cultura en general. Filósofos, artistas, intelectuales y científicos musulmanes, en contacto con el helenismo, nos transmitieron la ciencia y la cultura de Grecia y Roma. No obstante, la masiva afluencia actual de musulmanes, tiene unas características peculiares, que nos obliga a hallar un modelo de integración, que no puede confundirse con la asimilación desintegradora, y mucho menos con el mantenimiento de “guetos” diferenciales. Naturalmente toda innovación comporta un riesgo, y algunos consideran que esta Europa cada vez más multicultural puede poner en peligro “la marca registrada de Occidente”. Pero el dinamismo de la globalización, y la interdependencia de los Estados, a todos los niveles, exigen hoy asumir el riesgo de configurar nuevos niveles de integración. (Cf Gª Gómez-Heras, José Mª, 2008, 29; González García, José Mª, “Una constitución laica para Europa”. En López de la Vieja, Mª Teresa, (ed.), 2005, 195, 199-200, 203-204). Como ha señalado Alberto

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Spektorowski, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Tel Aviv, este es un reto de las modernas democracias de Occidente, por principios, representativas, deliberativas, igualitarias e inclusivas. La sociedad europea, encuadrada en este paradigma o modelo político, deberá de ayudar a las diversas culturas para que, manteniendo su identidad, enriquezcan, a su vez, a la sociedad que las acoge sin fragmentarla. Pero este empeño no es factible sin el presupuesto de unos valores y principios que precisamente lo hacen posible Y es que sin unos valores comunes es imposible establecer mecanismos de integración multicultural.

Un dato de partida, por puro realismo, es que la futura identidad europea será cada vez más múltiple, aunque ello no implique la pérdida de su identidad y personalidad propias. He aquí “la cuadratura del círculo” a despejar. Y esto es de vital importancia, porque la integración económica, como ya vimos indicó Madariaga, aunque sea necesaria, no es suficiente. Europa no tendrá un futuro que mueva a la esperanza sin su integración política y cultural. Pero esa identidad unificadora se tiene que construir a partir de una multiplicidad no excluyente. Y esto exige un diálogo intercultural entre Europa y sus nuevos aspirantes a ciudadanos, para descubrir la posibilidad de que éstos últimos puedan asumir los valores y principios fundamentales del humanismo europeo, sin tener que renunciar en bloque a su propia idiosincracia cultural y religiosa. Es más, ese diálogo, a pesar de sus muchas dificultades, puede ser mutuamente enriquecedor, pues los nuevos ciudadanos europeos pueden descubrir su propia modalidad cultural de vivir esos valores fundamentales occidentales, que remiten básicamente a los derechos humanos hoy internacionalmente reconocidos; y a su vez, la propia visión de Europa de los nuevos ciudadanos puede promover la revisión y reflexión crítica de los viejos ciudadanos. Este proceso dialéctico, en el que todos sus coprotagonistas tienen que hacer un esfuerzo de corrección e innovación, puede reforzar el mantenimiento y enriquecimiento de la identidad europea, pues todos los ciudadanos europeos, como conjunto ahora más complejo y abigarrado, nos descubriremos iguales en la diferencia. Una nueva identidad que, sin renunciar a sus raíces más originarias, se enriquece, se hace más compleja e innovadora, y con la que todos los europeos saldremos ganando. De este modo, la sociedad europea será

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cada vez más permeable, híbrida y abierta a procesos de asimilación cultural. En esta apasionante aventura, los que quedarán excluidos a priori, serán los fundamentalismos excluyentes, ya sea el clerical (integrismo religioso) o el laico (secularismo-laicismo).

Este es un difícil reto que, si llegara algún día a tener una solución mínimamente aceptable, supondría que lo que algunos consideran como graves dificultades e impedimentos para la viabilidad del diálogo intercultural, no serían impedimentos definitivos. Hay que reconocer, desde luego, el peso condicionante del sistema sociocultural en el que se articula el individuo y su conducta, que dificulta (pero no elimina necesariamente) su capacidad de revisión crítica e innovadora. Dependencias subjetiva del sistema que Niklas Luhmann, por ejemplo, ha señalado al destacar cómo el individuo a la hora de establecer sus intereses y necesidades, lo hace teniendo como referencia los mecanismos sistémico-culturales que organizan su experiencia. Junto a ello también podemos señalar la pluralidad de lógicas socioculturales, que parecen recíprocamente inconmensurables por sus extremas diferencias. Ello puede significar límites aparentemente insalvables en el proceso de comunicación. Impedimentos para esa difícil tarea de “descentramiento” que posibilita el adoptar el punto de vista del otro, y descubrir la alteridad como elemento enriquecedor de la interacción comunicativa, frente a la autoclausura de cada sistema sociocultural. Por contraposición a esto último, el diálogo intercultural cuenta con la diferencia, pero la gestiona de tal modo, que no se convierta en un inconveniente insalvable, sino, por el contrario, en una ocasión para la innovación y el crecimiento. Cabe, pues, la posibilidad de que el sistema sociocultural se observe y describa a sí mismo y se construya, pero no de un modo autoclausurado y tautológico, sino teniendo como referencia no sólo a sí mismo (autorreferencialidad) sino otros sistemas De ese modo es posible el llegar, no sólo a la constatación de diferencias incomunicables o no compartibles, sino también al descubrimiento de informaciones compartidas, aunque vividas modalmente por cada sistema sociocultural. Ello hace posible la mutua compresión y la traducción e interrelación de pautas de conducta, que evidencia la comunión en determinados valores, ahora reforzados en el diálogo intercultural. De este modo las

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particularidades pueden ser portadoras de coincidencia y niveles de comunicación, sin renunciar a la propia idiosincrasia. Niveles de comunión y afinidad, que pueden propiciar una apertura in crescendo, y puentes de acercamiento y comunicación intercultural y de aproximación metasistémica y transcultural. (Cf Llera Llorente, Mar, “Otra versión del ciberperiodismo. Una lectura comunicológica de N. Luhmann”. En Argumentos de razón técnica, 2008, 127-144).

Con relación al Islam, el catedrático de Georgia Augusta de Relaciones Internacionales, en la Universidad de Göttinguen, Bassam Tibi, nos ha recordado la capacidad de adaptación y enculturación del Islam. De hecho podemos hablar de un islam de cultura árabe, pero también de cultura africana, india y surasiática. Esta plasticidad nos permite pensar , frente al intolerante fundamentalismo islámico, que llega al extremo del integrismo excluyente y sacralizador de la guerra santa y el terrorismo, en la posibilidad de que se desarrolle un islam europeo, que se plantee la posibilidad de adaptarse a la democracia liberal, y sea respetuoso y valedor de los derechos humanos. Un islam que, dialogando con la modernidad ilustrada, sea capaz de convivir con otras concepciones religiosas y no religiosas, en el contexto de la laicidad y la tolerancia. Y que, de ese modo, colabore también al mantenimiento y desarrollo de la identidad europea, y al futuro de Europa en el siglo XXI. (Cf Tibi, Bassam, “Los inmigrantes musulmanes de Europa: entre el euro-islam y el gueto”. En Alsayyad, Nezar; Castells, Manuel. (Eds.), 2003, 64-65). El diálogo intercultural, permitiría el alumbramiento de un euro-islam, como expresión de una identidad y ciudadanía islámicas, que sería también una versión más de la identidad y ciudadanía europeas. Ello significaría el éxito de la integración política y cultural de los musulmanes. Hay que reconocer, no obstante que esta posibilidad exige, por parte del Islam un diálogo todavía pendiente con la ilustración secularizadora, que le permita una renovación y adecuación de sus estructuras políticas y sociales, que deberá de consistir, entre otras cosas, en la separación de la Mezquita del Estado, y de la sociedad civil de la comunidad religiosa. Ahora bien, ello no será posible mientras no se acometa “una relectura del Corán y de la historia del Islam en clave histórico-crítica, disociando la sustancia religiosa de sus adherencias contextuales”. El Islam necesita “de una aplicación intensiva

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de la hermeneútica y de la crítica histórico-filológica en la recomposición de su tradición y doctrina. (…). Porque urge diferenciar en una tradición los elementos esenciales de los circunstanciales, la sustancia de lo accidental, para diferenciar lo esencial de las adherencias” (Cf Gª Gómez-Heras, José Mª, 2008, 153, 250). Evidentemente el Islam tiene todavía pendiente algo que ya ha hecho el cristianismo: liberar el espacio público o profano. Bien entendido esto significa que la religión debe respetar la autonomía e independencia de la sociedad civil, desacralizando pues el espacio laico por definición.

Ciertamente un impedimento grave de esta posibilidad lo constituye la concepción “islamocrática” de poder político. Por ello Dalmacio Negro es escéptico respecto a la posibilidad de que se alcance un islam que respete la laicidad. Del mismo modo, el estudioso del islam y natural de Tanzania, Faisal Devji, también es escéptico con relación al esfuerzo de los musulmanes liberales y modernistas. El liberalismo islámico, nos dice, existe pero sólo como un movimiento intelectual protagonizado por eruditos conocedores del islam, con escasa influencia en el mundo musulmán. Sólo ha tenido cierto impacto social cuando se ha aliado con personajes con un fuerte apoyo militar, como en el caso de Mustafá Kemal Pasha en Turquía, o en el de Ayub Jan y Pervez Musharraf en Pakistán. Además al-Qaida y el yihad tal como este movimiento lo entiende, están promoviendo un cambio profundo en el islam al convertirlo, según Faisal Devji, en un hecho global, pero desdibujando su contenido específico, destruyendo sus propias tradiciones, y reciclando sus fragmentos de un modo innovador. En sus excesos y efectos globales, el yihad ha perdido el control que antes le proporcionaba las referencias y categorías tradicionales (ej.: la lucha nacional), careciendo ahora de un plan coherente, de un proyecto político de cara al futuro. El yihad globalizado se desentiende de una lucha de liberación particular, con causas y objetivos determinados. Se vincula más bien con la idea de una guerra religiosa, “una guerra metafísica entre cristianos, musulmanes y judíos”, y se habla de la “guerra global entre la alianza cruzado-sionista y el islam”. Con ello se “busca la conversión del mundo a un modo totalmente nuevo de pensar y ser”. Es pues una guerra de civilizaciones, con un alcance espiritual, que aspira al fin de la hegemonía de Occidente como categoría

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moral y metafísica. El mundo deberá de subordinarse a la autoridad del Califato. Califato que más que categoría política es simplemente el ideal de la futura victoria global del islam, como comunión final de los tres monoteísmos, una “categoría metafísica”, “sin una definición y sin un plan concreto para establecerlo”. Esto le hace pensar a nuestro autor que las acciones terroristas tienen un carácter más ético que político. El Yihad es una obligación individual allende los criterios puramente pragmáticos de la vida política, en sintonía con la tradición compuesta por movimientos carismáticos, místicos, mesiánicos y heréticos al margen de la autoridad. Lo que interesa ahora es la difusión universal del mensaje del islam, dejando las cuestiones doctrinales para otro momento. Los militantes de al-Qaida son de diversas nacionalidades, puede darse entre ellos ausencia de uniformidad doctrinal y ritual, e incluso carecer de una formación religiosa. En este sentido, lo más preocupante y novedoso de al-Qaida no es tanto su violencia, ni “su promoción de una nueva forma de militancia en red”, sino “el hecho de fragmentar las estructuras tradicionales de la autoridad musulmana en el marco de nuevos espacios globales”. A diferencia del fundamentalismo islámico clásico vinculado a partidos políticos, revoluciones, e identificado con el proyecto de crear estados ideológicos, el yihad de al-Qaida desterritorializa el islam porque lo importante es la lucha por la sensibilización mundial y el islam global Como nueva categoría opera a nivel planetario “con la movilidad geográfica, financiera y tecnológica que posibilita la propia globalización” (Cf Devji, Faisal, 2007).

Reconociendo la enorme complejidad del actual mundo islámico, el pesimismo de algunos analistas, el poder desestructurante de movimientos como el de al-Qaida, y sin querer ser ingenuo, ni caer en un simple voluntarismo, tenemos que reconocer que, paradójicamente, el terrorismo islámico ha promovido, como reacción, el interés por parte de algunos en destacar los aspectos humanizadores del islam (entre ellos el destacar, el yihad mayor o espiritual como esfuerzo dirigido contra los malos instintos, y el yihad menor o militar como defensa contra el enemigo infiel y hostil), el diálogo intercultural, y la necesidad de integración de una sociedad multicultural, como la europea. Todo ello puede motivar, a la larga, el llevar a buen término esta compleja exigencia

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del diálogo del islam con la modernidad. La esperanza sigue resistiendo en una minoría que, frente al fundamentalismo islámico, en Turquía, Albania, Siria, Túnez y Egipto, busca el alumbramiento de un “islam liberal” que se plantea dialogar con el mundo occidental, y recuperar su antigua capacidad de adaptación a diversas culturas. (Cf Charfi, Mohamed, 2001; Arístegui, G. de, 2004; Tamayo, Juan José, 2009). Saïd El Kadaqui, psicólogo y escritor marroquí, nos recordaba no hace mucho (Público, 16-08-2010), como en la sociedad marroquí se va experimentando, a pesar de las dificultades, un cierto proceso de secularización, que tiene como índices esperanzadores, el que aumente el número de mujeres que se incorpora al mercado de trabajo, el consumo de alcohol, y la rentabilidad en interés bancario (el Islam considera el interés bancario como usura). También algunos plantean la necesidad de flexibilizar el rito del ramadán, para adaptarlo a las condiciones del trabajo, (como aminorar las horas de ayuno, la posibilidad de ingerir líquidos), y desarrollar una cultura de la libertad, que invite a respetar la decisión personal con relación a la creencia religiosa y la asunción de sus rituales, lo que favorecería la aceptación del pluralismo religioso. También nos recordaba la puntualización del politicólogo Abdellah Tourabi, ya sabido por muchos, de que el Corán ha sido objeto de interpretaciones de lo más dispares y diversas. Unas han insistido en la paz, la tolerancia y la justicia, y otras por desgracia, en la opresión, la violencia y el obscurantismo. Teniendo en cuenta esta plasticidad, él reivindica una hermeneútica que, teniendo como contexto el reto de la sociedad moderna y secularizada, debe llevar a cabo una lectura racional y no literal del texto sagrado. Y sobre todo hay que huir de las interpretaciones fundamentalistas excluyentes, al servicio de intereses políticos, que impiden cualquier debate sobre lo que el Islam permite y prohíbe, que propician la violencia en una sociedad cerrada e inamovible, e impiden el reconocimiento de los derechos y obligaciones de una sociedad democrática. De todos es conocida, por ejemplo, la contraposición entre la tesis de Bernard Lewis que entiende la violencia de al-Qaida como algo en su origen esencial al islam, frente a la de John Esposito que la relaciona con causas e intereses políticos y económicos posteriores.

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Este euro-islam propiciaría la superación tanto de la “islamofobia occidental”, como de la “satanización islámica de Occidente”. El objetivo debe ser saber administrar las diferencias con respeto y tolerancia, y descubrir valores compartidos, constituyentes de una ética cívica común. Actualmente parece cada vez más claro que hay unos mínimos innegociables, que remiten a unos derechos fundamentales que detenta todo ser humano por el hecho de serlo, y que resultan necesarios para mantener un equilibrio armonizador entre lo universal y lo particular, aunque por desgracia no estén institucionalizados en todas las sociedades y culturas. Y este es un legado de Europa que debemos mantener incólume, aunque ahora podría verse reforzado al disfrutar de una estructura de plausibilidad más amplia desde el punto de vista cultural. Por el contrario, si imperan los desencuentros exclusivistas, animados por victimismos y resentimientos, los inmigrantes que seguirán llegando a Europa, construirán sus identidades a la defensiva, favoreciendo una preocupante y peligrosa fractura del tejido social, como fuente de numerosos conflictos. (Cf Fernández del Riesgo, Manuel, 2005, 115-121; Fernández del Riesgo, Manuel, 2010, 111-113).

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Manuel Fernández del Riesgo

Universidad Complutense.

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