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El señor de los milagros

© 2010, Horacio Mancilla

D.R. © Lectura Global, S.C.

Representante legal: Alicia Velázquez

Novedades 61, Col. El Recreo

Azcapotazalco, C.P. 02070.

México, D.F.

Correo electrónico: [email protected]

ISBN: 978-607-9266-00-4

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita del

editor, la reproducción total de esta obra por cualquier medio

o procedimiento, pero no así la mención de la obra en muros

y sitios personales de las redes, la reseña del contenido, la

recomendación a otros lectores, la opinión sobre la obra y en

general todo esfuerzo de animación a su lectura.

Hecho en México • Printed in Mexico

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El señor de los milagros

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El señor de los milagros

Horacio Mancilla

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Índice

Todos somos unos hijos de puta

No son fideos, son sueños

La imagen lo es todo

Betatonic

Pensar en grande

Entre restos de cristal y orgullo

Es un avión

Gano y me retiro

Sex Force

Llámame Sebastián

Kiss. Maribel

Fartina

Más café, por favor

Como si un búfalo me hablara al oído

Te quiero para mí, para mí, para mí

Antes que el cielo se incendie

Fat Attack

En tu lecho y en tu leche

APOCALIPSIS

El coyote asciende por el cerrito con su costal a cuestas

De mí te acuerdas

Huachinango a la talla

Por eso te amo

Como el de Don Gato y su pandilla

Las imágenes lo dicen todo

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Regálanos una sonrisa

Rojo Garnier 100%

Macerando la cabeza

Piensa en Michelle Vieth

Nada es lo que parece

Brígida Gutiérrez

abitasion 411

Dilo

Cuando aplastes a una cucaracha...

La marca Rivas Prieto

Sé un hombre

¿Pasta o pescado?

No te prometo nada

El cíclope

Envenenando a México

Judío jodido

Para que la gente sea más feliz

Power Boob

Una víctima más

El mundo sin Matute

LA NUEVA ERA

No has perdido el tiempo, cabrón

Dzinya

¿Por qué no me lo habías dicho?

El epílogo

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Todos somos unos hijos de puta

ú no me conoces pero yo a ti sí: he recorrido tu piel estría por estría, te he estrujado

las lonjas, he contado una a una las manchas de tu cara, me perdí en la espesura de los

hongos de tus pies, en la neblina de tus pedos, he contemplado tu pene miserable mecerse

como un recién ahorcado, zangoloteé tus tetas guangas, tus ojos de pescado me hicieron

guiños coquetos. Es más: conocí partes de ti que ni tú te has visto.

No sé qué te inspira a indagar la vida de este desconocido, pero sí sé por qué la

cuento: lo menos que mereces es saber quién te ha visto la cara tantas veces. Y bueno,

también el resto del cuerpo.

Para que sepas quién soy te voy a dar una pista: Laboratorios Génesis. ¿Te suena?

¡Claro! Los creadores de Cicatriquita: con Cicatriquita la única marca que te queda es

Cicatriquita. De Sex Force: no te la juegues. De las píldoras para bajar de peso Fat Attack,

o de Fungi-Killer el devorador de hongos, también del Skin Juicer: exprime tu piel de

naranja y de Betatonic: cuerpos fuertes, boquitas moradas, y desde luego Power Boob, entre

otras maravillas. Exacto, los de los infomerciales a las tres de la mañana, de los anuncios

con Maribel Pardo enseñando los implantes, los mayores inversionistas de publicidad en la

televisión nacional, los reyes del producto milagro. Sí señor: estás ante el genio detrás de

tantas pendejadas. Sebastián Matute, servidor y amigo.

¿Cuál de los productos has utilizado? Y no me digas que ninguno. Te apuesto que

por lo menos en una ocasión te sobaste el cuerpo con estos menjurjes. ¿Te hicieron sentir

mejor? Pues te tengo buenas noticias: la tuya es una mente poderosa. El 90% de los

productos que convirtieron a Laboratorios Génesis en el más grande comercializador

farmacéutico en América Latina, no sirven para un carajo.

T

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A estas alturas ya estás pensando: este Sebastián Matute es un hijo de puta. Te

conozco tan bien. Arráncate de la cabeza esos estereotipos de comercial de crema

antiarrugas que dirigen tu vida y acéptalo: todos somos unos hijos de puta.

Pues éste nació en la década de los setenta en un suburbio de la Ciudad de México.

Si eres chilango sabrás muy bien a lo que me refiero: Ciudad Satélite. El intento de sueño

americano construido a finales de los cincuenta, con esos cinco falos de concreto coloridos

dándote la bienvenida sobre el Anillo Periférico: las Torres de Satélite. Y sus serenas calles

arboladas y casas funcionalistas, su novedoso sistema de circuitos que suprimía casi por

completo el uso de semáforos. Circuito Poetas, Circuito Arquitectos, Circuito Economistas

y las calles adyacentes bautizadas con los hombres más notables en cada actividad. ¿Por

qué no le habrán puesto a alguno “Circuito Hijos de Puta”? Problemas de espacio, supongo.

La familia de este servidor llegó ahí cuando el desarrollo apenas comenzaba.

Comprar una casa era baratísimo y mi padre, el ingeniero Matute, se aferró hasta obtener la

más grande, ubicada justo en el Circuito Ingenieros. Aquí vale la pena aclarar que este

señor siempre aparentó tener más de lo que en realidad tenía. Un auténtico wannabe: el

clásico que manejaba un Royal Mónaco, aunque no le alcanzara ni para la gasolina.

Durante los cincuenta y sesenta los que llegaban a Satélite eran prácticamente

aventureros. Vivían en otro mundo alejado de la gran urbe, tapizado de baldíos y sin líneas

telefónicas. Ya para los setenta, cuando yo nací, la zona estaba bien poblada por familias de

clase media alta. Pasé mi infancia jugando con niños que tenían tres coches, viajaban a

Disneylandia cada verano y veían Cablevisión. Nosotros en cambio, teníamos un caserón

con muebles Frey apolillados y el Royal Mónaco blanco, encerrado en la cochera y

envuelto en aquella mortuoria funda gris que el ingeniero sólo removía los domingos.

Cuando era adolescente, mis amigos traían pantalones Jordache americanos y

playeras Lacoste, yo en cambio usaba garritas sin marca del bazar Lomas Verdes. Ya me

estás entendiendo: era el jodido del grupo. Al salir del Instituto Washington caminaba a la

parada del chimeco mientras el resto del grupo se subía a sus flamantes Caribes o Atlantics.

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Un día la Miss Helen me llamó desde la puerta de la escuela. Cuando me acerqué, me tocó

el hombro con aire solemne y me dijo en ese acento texano que todavía puedo escuchar: No

sentir mal por no tener carro como ellos, Mister Matute. Algún día usted tener más carros

que todos ellos. Gringuita visionaria. Veinte años después me han platicado que algunos de

esos chavitos fresas se convirtieron en obesos empleados de segunda en compañías de

seguros o venden carros en la agencia Toyota sucursal Satélite.

Presionado por mi madre y apoyado económicamente por mi hermano mayor, el

ingeniero Matute aceptó a refunfuños pagarme la carrera en el Tec de Monterrey. (En

realidad sólo pagó dos semestres el hijo de puta. El resto lo cubrió mi hermano Ricardo

ayudado con lo que yo ganaba vendiendo tiempos compartidos.) Grave error estudiar en esa

escuela. Miles de pesos tirados a la basura para escuchar lo que ya sabía: eres un chingón

Matute, naciste para líder no para seguidor, los empresarios estudian aquí, los empleados,

en las otras escuelas.

A estas alturas ya puedes descifrar la ecuación: un jodido que creció entre riquillos

+ un padre que nunca llegó más arriba del quinto piso de la Torre Pemex pero que tenía un

Mónaco tapado en la cochera + una escuela que te hace creer que todos nacieron para ser

tus lacayos = un hijoputa llamado Sebastián Matute.

A los 23 años entré a mi primera agencia de publicidad como asistente de cuentas.

Ya en ese entonces me había devorado cuanto libro de mercadotecnia y publicidad

encontraba a mi paso: que los Creadores de Imagen, que la Guerra de las Colas, que las

Leyes Inmutables del Marketing. No me importaba trabajar desde las nueve de las mañana

hasta las diez u once de la noche. No me importaba no salir a comer. Era un animal de

trabajo en su hábitat; feliz de dirigir los impulsos de la gente como tú, a través de campañas

agresivas y originales. Mi escalada en la empresa fue vertiginosa. Dos años después me

nombraron Director de Cuentas. En ese tiempo contraté a Rocío como mi asistente. Una

muñequita de espalda pecosa y nalgas de melocotón. Una muñequita sin tetas. Un año

después nos casamos en la Hacienda de Los Morales.

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Mi carrera en las agencias de publicidad terminó una tarde de octubre en la sala de

juntas de Pizza Hut. El equipo creativo y el de cuentas habíamos trabajado una semana

entera, a veces sin dormir, en la campaña para relanzar los restaurantes. El problema era

que no podían entregar a domicilio en los 30 minutos de Domino’s Pizza porque no

contaban con la infraestructura adecuada. Sin embargo, los productos eran mucho más ricos

y de mayor calidad. En el comercial de televisión mostraríamos escenas de una pareja de

novios celebrando su boda en un lugar de ensueño, surcando la carretera en un lindo

convertible, corriendo entre las olas del mar, él todavía con frack, ella con su níveo vestido.

Los veríamos besarse apasionados mientras el sol se diluía en el horizonte. Todo aderezado

con música de Nat King Cole. Luego él la llevaría cargando a la habitación. Abriría la

puerta de una patada. Depositaría a su princesa sobre la cama como si fuese escultura de

arena. Ella le quitaría el saco y la camisa. Él la besaría desenfrenado, y tras un par de

movimientos pélvicos, emitiría un largo suspiro, mientras su cuerpo se estremece de placer

y sus ojos se tornan tan blancos como la luna que los espía por la ventana. Ella, incrédula,

atónita, le preguntaría: ¿Ya? Y la respuesta de él, todavía ahogado en el éxtasis: ¡Yaaaaaaa!

Entonces un locutor nos diría: No siempre es mejor tan rápido. Pizza Hut, el gran sabor

que vale la pena esperar.

Cuando el creativo terminó de presentar la idea, la clienta, una solterona flaca de

cabellos amarillos, se quedó en silencio por un rato y respondió con ese aire de suficiencia

que tienen los ejecutivos de mercadotecnia: Mmmm… suena divertida… pero como que no

se entiende.

No entendió el anuncio de televisión, ni qué decir de los de prensa y radio que le

contamos aquella tarde amarga. Era como intentar explicar la teoría de la relatividad a un

grupo de diputados. Al final de la junta, en silencio funerario guardamos los cartones con

nuestros bocetos rechazados. La clienta (a quien llamaremos Claudia, la hija de puta) me

escuchó azotar la mesa con ellos en un berrinche francamente patético.

—¡Uy! Qué genio, Matute.

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—Mmm… no me lo tomes a mal, Claudia, pero creo que no te mereces esta

campaña.

—¿Perdón? —sus ojos se clavaron en mi cara tan rápido como estrellas ninja.

—Lo que oíste —le respondí sin siquiera mirarla.

—¿Me estás diciendo pendeja, Matute?

—Mira, ahora sí entiendes.

Aquella misma tarde Boris, el director general de la agencia, me llamó a la oficina y me

dijo palabras más palabras menos: Matute, me llamó Claudia (la hija de puta), está

enchiladísima. Dice que o te quito de la cuenta, o se va con otra agencia.

Le respondí que no era necesario hacer ningún movimiento. Al día siguiente

presenté mi renuncia.

Pasé casi dos semanas encerrado en casa, viendo películas de acción y comiendo

chatarra. Subí dos kilos. Cierta tarde a Rocío se le ocurrió pedir Pizza Hut. Por poco se la

aviento a la cara. Un domingo decidí salir otra vez al mundo. Caminé horas cual autista por

las calles de Polanco, pensando qué coños haría con mi vida. Terminé el día comprando

ropa y videojuegos en el Centro Comercial Antara. Al salir con aquellas tres enormes

bolsas me sentí aliviado, casi alegre. En el camino a la casa me preguntaba qué carajos

tenían esos productos que te podían llevar de la depresión a la alegría en menos que se

desliza una tarjeta de crédito. Estaba decidido a averiguarlo. A encontrar el delicado hilo

que nos mueve como títeres a los centros comerciales. Aquella noche dormí pro-

fundamente: soñé con pegarle mi etiqueta a tu alma, con fijarle el precio a tu sonrisa. ¿Eso

me hace un hijo de puta?

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No son fideos, son sueños

stamos en la zona de negocios de Santa Fe en la Ciudad de México. Es de mañana y el

estertor urbano se extiende por el valle. Los corporativos forman una gran muralla que

parece contener del desborde los cerros salpicados de casitas. En un edificio de cristales el

sol se rompe en mil astillas. Ahí mismo, en la planta baja, se detiene un automóvil blanco.

Es un BMW. La puerta se abre y escuchamos retumbar una canción de Kiss, tal vez I was

made for loving you. La música cesa y del auto baja un hombre de unos treinta años. Lleva

camisa blanca, pantalón caqui y lentecillos redondos. Un muchacho del valet parking se le

acerca corriendo y recibe la llave.

—¿Algo de valor que quiera encargarme, caballero?

—El carro, chaparrito —responde en automático el hombre de los lentecillos

redondos que ya camina portafolios en mano hacia el vestíbulo. Su andar es el de un sujeto

mayor. La barbilla y el abdomen ampuloso parecen saludarse.

El elevador se abre en el piso 19 y el hombre avanza. Da pasitos titubeantes a la

derecha, reflexiona y gira a la izquierda. A su costado un gran ventanal le regala una vista

casi turística de Santa Fe: edificios y más edificios. Se detiene un instante. Enfoca su visión

en la entrada a sus pies y descubre el toldo brillante del BMW. Ve al chico del valet

adentro, abrazado al volante, mientras sus compañeros se mueven alrededor como hormigas

frente a un terrón de azúcar. Acarician el coche, lo observan desde todos los ángulos. El

hombre de los lentecillos sonríe y camina hasta una puerta al final del pasillo.

Ahora nos encontramos en el interior de una pequeña sala de juntas. Por la ventana se

asoma el edificio vecino. Sobre la pared al fondo se despliega una gran pantalla blanca.

Alrededor de la mesa redonda vemos a dos hombres jóvenes de camisa y corbata. Uno de

ellos, de rulos cenizos, tiene las piernas arriba de la mesa y las manos en la nuca. En la tela

E

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azul de su camisa se extiende una enorme mancha oscura a la altura de ambas axilas. El

otro, de cabello negro y corte militar, teclea nerviosamente su laptop y pregunta:

—¿A qué hora citaste a este pendejo?

—A las once.

—No mames, son cuarto para las doce.

Escuchamos diálogos que escapan de las bocinitas de la computadora. El hombre

del corte militar, acompaña el movimiento de los dedos con su pierna derecha y comenta:

—Está cagadísimo este video.

Va a decir algo más pero la puerta se abre de un empujón. Vemos entrar al sujeto de

los lentecillos redondos.

—Buenas noches, señor Matute —le dice el de las axilas acuosas.

—Perdón cabrón, el tráfico está del culo. Las pinches obras de Reforma son una

mamada.

Va a decir algo más pero su interlocutor lo interrumpe.

—Mira, te presento a Ricardo Nieves.

Matute le extiende la mano al hombre del corte militar que despega la izquierda del

teclado mientras la otra sigue el bailoteo con la pierna.

—Sebastián Matute, mucho gusto.

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—Quihúbole.

—¿Y esta oficina tan nice, mi André? —pregunta Matute mientras se sienta y

coloca su portafolios sobre la mesa.

—La renté para la junta.

—Ay no seas mamón, nos hubiéramos visto en el Starbucks.

André baja las piernas y los brazos. Los otros dos parecen agradecer la desaparición

temporal de los sobacos.

—Matute, le comentaba a Ricardo que fuimos compañeros en el Tec y que nos

seguimos llevando poca madre. Le decía que te ha ido muy bien en la publicidad pero que

ahorita andas desempleado. Ricardo tiene un restaurante en Polanco y pues yo, ya sabes,

sigo con lo de invertir en la bolsa. La onda es que se me ocurrió que nos juntáramos los tres

para hacer algo.

—¿Y como qué han pensado? —pregunta Matute al tiempo que saca su Mac del

portafolios.

—No sé, güey, tú eres el creativo.

—A mí se me ocurría igual montar algún negocio por Internet —interviene Ricardo

que por fin deja de teclear.

—¿Ah, sí? ¿Un Facebook o algo así? —responde Matute con risilla burlona y toma

el relevo en su laptop.

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—No, ¿cómo crees? Por ejemplo, un amigo acaba de abrir una página de venta de

arreglos florales y está de huevos porque tú los diseñas en la página, lo pagas ahí, y lo

entregan a donde quieras. Están chingonsísimos los arreglos y le está yendo poca madre.

—¿Y tú qué quieres vender? ¿Pasteles? Para agregar merengue, presione uno, para

agregar fresitas, presione dos —bromea Matute.

—No seas mamón —interrumpe André—. ¿Qué se te ocurre a ti? Estamos abiertos

a oír propuestas.

—¿Cuánta lana tienen? —pregunta Matute.

—No sé, güey, más o menos, pero si hace falta se consigue y ya.

—De una vez les digo que no voy a gastar el varo que no tengo en changarritos

pedorros ni en negocitos pendejos por Internet —aclara el de los lentes—. Yo necesito algo

seguro y con potencial de crecimiento. ¿Dónde está el baño André?

Su amigo le hace una señal con la cabeza. Matute se levanta y cruza la puerta.

Ricardo cierra su computadora y ladra:

—Vete a la verga, yo con este pendejo no hago nada.

—Tranquilo, Nieves. Matute es muy mamón pero es bueno. Es cuestión de que le

agarres la onda. Te va a caer bien, vas a ver.

—Pinche nerd de mierda. Quiere algo seguro y que crezca. Y nosotros no, pendejo.

Luego de algunos segundos, Matute regresa. Vemos que mientras camina se sube la

bragueta.

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—Matute, qué cerdo te has puesto —le grita André.

El otro se sienta lentamente, regresa a su pantalla y le devuelve un susurro:

—Eso podría ser.

—¿Qué?

—Eso podemos hacer.

—¿Cómo?

—Productos para bajar de peso.

—¡Ay, no mames! —vocifera Ricardo—. ¿Ventas?

Matute desvía los ojos de su computadora y los clava en Ricardo, que guarda la

suya en una fundita Gucci azul marino.

—No seas pendejo. Hay que crearlos.

—¿Tú eres nutriólogo, Matute? Yo creí que eras mercadólogo —responde Nieves

en su tono más irónico.

Matute regresa la vista a la pantalla y escribe. Luego acerca la computadora a

André.

—Mira güero, todos estos son fabricantes de suplementos alimenticios. En su casa

los conocen, ¿verdad? Venden sus pastillas y sus licuados entre médicos alternativos o en

tienditas naturistas caguengues. Imagínate si les creas una imagen chingona, de prestigio.

Los anuncias en medios masivos, les das el respaldo de una marca cabrona. Casi casi

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avalados por el premio nobel de medicina, los distribuyes en las grandes cadenas. Estamos

hablando de que somos el segundo país con más gordos en el mundo. Esto tiene un

potencial de no mames. ¿Me entiendes?

—Sí, cabrón, pero ¿tú crees que nada más vas a llegar y vender lo que se te ocurra?

—pregunta Ricardo y se levanta—. ¿Tú crees que Salubridad es pendeja, o qué?

—Depende cómo los vendas, güey —responde Matute—. Tú puedes decir que tus

productos son la octava maravilla pero te proteges poniéndoles la etiqueta de suplementos

alimenticios, ¿y quién te puede decir algo?

—No sé. Es meterte en camisa de once varas. Lo veo arriesgado. ¿El baño está a la

izquierda, verdad?

Ricardo sale de la habitación. Matute vuelve a su computadora.

—¿De dónde sacaste a este pendejo, André?

—Es medio teto pero caga varo, güey. Hagamos lo que hagamos, el pedo es

venderle la idea a este cabrón para que afloje el billete.

—¿Cómo ves lo de los productos?

André sube otra vez las piernas a la mesa y coloca sus brazos en la nuca como si las

axilas fueran a responder.

—Está chido pero no sé si sea muy complicado. O sea, me hace sentido lo que dices

pero creo que veríamos resultados en años, Matute. Y los dos necesitamos varo ya. ¿O no?

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—No está tan cabrón, güero. Los productos ya existen. La cosa es comprar lotes,

crearles una imagen, una marca, empezar a desplazarlos y promoverlos con buena

publicidad.

—Ay Matute, Matute… tú siempre con tus grandes proyectos. ¿Por qué no

buscamos algo más sencillo? No sé, asociarnos con este ñoño en un bar o algo así.

—No, cabrón. Te juro que esto puede ser un putazo relativamente rápido, lo que

pasa es que la gente que se dedica a ese negocio no tiene la visión para hacerlo crecer.

La puerta se abre y vemos que Ricardo regresa. Trae en sus manos un vaso con

líquido púrpura.

—¿Qué es eso, Nieves? —inquiere André con los ojos pegados al recipiente.

—Hay una barrita de jugos junto al elevador.

—¿De qué es tu jugo, Ricardo? —pregunta Matute.

—De betabel con pepino.

—¡Puta, qué asco! —rezonga André.

—Güey, es buenísimo para la piel —le explica Ricardo al tiempo que vuelve a

sentarse.

Matute se pone de pie y comienza a dar vueltas alrededor de la mesa. Su voz sube

de tono y sus manos se agitan como si dirigiera una sinfónica.

—¿Ven lo que les digo? La gente busca verse y sentirse bien al precio que sea. ¿Qué

pasa si ese pinche jugo lo haces concentrado? ¿Qué pasa si dices que te hará tener piel

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suave, sin granos, sin resequedad, piel de nalga de bebé? ¿Qué pasa si le pones un nombre

chingón, digamos… Betatonic? ¿Qué pasa si lo anuncias en tele a nivel nacional presentado

por un culo de mujer? ¿Qué pasa si lo encuentras en Walmart, en Sanborns, en donde sea?

¿Qué mierdas pasa?

Matute interrumpe el concierto. Coloca ambas manos sobre la mesa, su voz

evoluciona a pianissimo en tanto lanza miradas alternadas a los dos.

—¿Se va a vender o no?

Ambos hombres permanecen en silencio: son un par de niños temerosos ante la

pregunta de la maestra. Matute sube a fortissimo apoyado por tres manoteos en la mesa.

—¿Se va a vender o no, señores?

Nieves observa en silencio la ventana, como si en el edificio contiguo alguien fuese

a gritarle la respuesta. Da un breve trago a su jugo, lo paladea cual si fuera Cabernet y deja

escapar un suspiro.

—Sí.

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Contacta al autor

[email protected].

Visita la página www.horaciomancilla.com.

Impresión digital a cargo de Editorial Anagma.

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cientos de libros gratuitos en los

formatos que necesites.

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EL SEÑOR DE LOS MILAGROS, DE HORACIO MANCILLA, SE TERMINÓ DE DIGITALIZAR EL 1 DE OCTUBRE DE 2012 EN LOS TALLERES DE ANAGMA, R.M., EN METEPEC, ESTADO DE MÉXICO. EL CUIDADO DE LA EDICIÓN ESTUVO A CARGO DE LUZ MARÍA BAZALDÚA, EL DISEÑO ES DE LIZBETH MORALES Y LA TIPOGRAFÍA ES GAUNTLED CLASSIC. LA EDICIÓN CONSTA DE UN NÚMEROINDETERMINADO DE EJEMPLARES PARA SU DISTRIBUCIÓN Y LECTURA GLOBAL.

Letra de nube

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1

Sebastián Matute, un publi-cista desempleado, se reúne con André —ex compañero de la universidad— y con Nieves —amigo de éste—, para crear una empresa comercializadora de productos milagro. Así nace Laboratorios Génesis. Arma-dos de una agresiva estrategia publicitaria y coludidos con funcionarios de dudosa moral, el trío de ejecutivos convierte la empresa en un negocio mul-timillonario. Pero muy pronto el sueño comienza a desmoro-narse: los enredos amorosos de Matute con Maribel, la ac-triz y cantante que funge como imagen de los laboratorios, los coqueteos entre André y la es-posa de Matute, y los conflictos de identidad sexual de Nieves llevan sus vidas y la empresa al borde del colapso. Necesitarán algo más que un milagro para salvarse.

Letra de nube