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La deslucida corte de Don Juan en - IES Don Bosco...detrás, sólo detrás de la pequeña iglesia y la escuela, lo más lejos posible de los ruidos y los malos olores de la fábrica,

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La deslucida corte de Don Juan enEstoril, el luminoso Madrid de laGran Vía, las barriadas siempreinacabables del desarrollismofranquista constituyen los escenariosde esta historia de lealtades ytraiciones, de afectos escondidos einevitables dolores. Es la España definales de los sesenta, y la pequeñaMaría sueña con formar parte deuna familia que no es la suya. ¿Porqué el ser humano no tiene derechoa elegir a sus propios padres? Éstaes la pregunta que parece planearsobre la peculiar peripecia de la niña

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protagonista, y a esa pregunta notardan en unirse muchas otras:¿existe la felicidad?, ¿todas laspersonas tienen un secreto queocultar?, ¿por qué las ilusionesparecen destinadas a convertirse endesilusiones?

La historia de María es, ¿cómo no?,una historia de aprendizaje, deiniciación a la vida, pero también unahistoria de gente que vive en lasafueras de la sociedad. Deestafadores irresistibles, deidealistas jubilosos, de perdedoressin remedio: ése es el mundo en elque la pequeña María se adentra.

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Ignacio Martínez de Pisón

María bonita

ePub r1.0Maki 26.02.14

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Título original: María bonitaIgnacio Martínez de Pisón, 2000Diseño de portada: Eugenio Forcano

Editor digital: MakiePub base r1.0

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La desgracia no se acepta.Sólo la felicidad nos parece

merecida.

RAYMOND RADIGUET

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1Mi madre siempre pareció mayor. Aquelaño, el sesenta y nueve, mi madre teníasólo treinta y ocho años, pero nadie lehabría echado menos de cincuenta. Teníael pelo gris y la piel de las manos comoagrietada. Tenía también reúma en lasrodillas, que se le hinchaban y se leponían duras como melocotonestempranos. Pero mi madre no lo llamabareúma. Ella decía que tenía las piernastontas. Y mi padre decía: Tus piernasserán tontas, pero tú mucho más por noir al médico. Y mi madre contestaba: ¿Yquién va a limpiar las casas de los

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ingenieros mientras esté en el médico?¿Las vas a limpiar tú? Y entonces seenzarzaban en una de sus clásicasdiscusiones. Mi padre decía que si teníalas piernas como las tenía era por lashoras que se pasaba arrodillada,sacando brillo al suelo de las casas delos ingenieros. Y decía que si tenía lasmanos como las tenía era de tanto lavarlas sábanas de los ingenieros.Ingenieros, ingenieros, rezongaba, perono son capaces de comprarse unalavadora como Dios manda. ¿Para qué?¡Con lo barata que tú les sales…! ¿Tequieres callar?, le interrumpía ella, ¿quéte crees? ¿Que me gusta limpiar las

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casas de los demás? Trae algo más dedinero a casa y ya verás lo que hago conlas casas de los ingenieros.

Las discusiones siempre acababanigual. Mi padre, que en casa jamásdejaba pasar la ocasión de criticar a losingenieros, decía: ¡Dinero! ¡Qué másquisiera yo! Pero es todo lo mismo.¿Quién me paga a mí? Los ingenieros,¿quién si no? Ellos dicen que sonempleados como nosotros pero son losauténticos patronos. Lo demás essencillo: los ingenieros nos pagan pocopara que nuestras mujeres tengan que ira limpiar sus casas por una miseria. ¿Nolo entiendes? ¡Si nos pagaran lo que en

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justicia nos corresponde no tendríanquien les limpiara las casas! En unmomento u otro de la perorata, mi madrese llevaba una mano a la frente como sile doliera la cabeza y exclamaba: ¡Yasalió el socialista! Y entonces todo sedesarrollaba del mismo modo, como sino estuvieran discutiendo sinorepresentando una pequeña pieza teatral.Primero mi padre replicaba: ¡Pues sí!¡Soy socialista! ¿Y qué? Luego mi madredaba un manotazo al aire y, camino de lacocina, le amenazaba: ¡Eso! ¡Dilo bienalto, a ver si se entera quien se tiene queenterar! Y mi padre: ¡Pues que se entere!¿Me oyes? ¡Que se entere quien se tiene

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que enterar! Entonces, satisfecho porhaber podido decir la última palabra,solía hacer un gesto afirmativo con lacabeza, y yo le preguntaba: ¿Y quién setiene que enterar? Se tiene que enterarquien se tiene que enterar, contestaba él,enigmático, y luego añadía: Y punto ybasta.

Pero si mi madre se resistía a ir almédico no era por espíritu de sacrificio.Yo creo que mi madre lo hacía porprotestar. Le gustaba llegar a nuestropisito en el portal número dieciséis dela única calle que tenía la colonia ymurmurar: ¡Todo el día fregando conestas piernas tontas! ¡Ay, Señor! ¡Esto no

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es vida! Si no hubiera sido por esascasas que tenía que fregar y por esasrodillas suyas, hinchadas por el reúma,no habría tenido ningún motivo paraquejarse de la vida que llevaba, y eso síque la habría hecho infeliz. Peroentonces seguro que habría encontradootros motivos: que el piso se nos habíaquedado pequeño, o que los precios deleconomato se habían disparado, o vete asaber. Y habría dado lo mismo quenuestro piso fuera idéntico a los de lasotras familias (salvo, claro está, las delos ingenieros) y que los precios deleconomato, siempre bajísimos, fueranlos mismos para todos: la cuestión era

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quejarse, protestar.La colonia se llamaba Cadafalch,

aunque todo el mundo la conocía comoColonia del Catalán. Para llegar a ellahabía que abandonar la nacional en unlugar que se llamaba Mesón de losCaballos. De ahí salía una carreteritaque estaba asfaltada hasta la entradamisma de la colonia y luego, convertidaya en simple camino de tierra,continuaba en dirección a los sembradosy la alameda. Un alto muro de ladrillocoronado de cristales rotos rodeaba lacolonia, y yo siempre me pregunté paraqué habrían puesto esos cristales si allípodía entrar el que quisiera, fuera por

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alguna de sus dos cancelas de hierroforjado, que siempre estaban abiertas, opor cualquiera de los numerososboquetes que el tiempo y la desidiahabían acabado abriendo en el muro.

La única calle de la colonia partíade una de esas dos entradas, atravesabala amplia explanada en la que aparcabanlos camiones y las furgonetas y conducíadirectamente al viejo pero aúnimponente edificio de la fábrica. Ahí lacalle se bifurcaba en dos callecitasmenores que rodeaban la fábrica yvolvían a juntarse a espaldas de ésta, enuna glorieta con árboles y con bancos ala que daban las ventanas de las

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primeras casas. A partir de la glorieta lacalle, ahora adoquinada, volvía a serrecta, y a ambos lados se alineaban lascasi cincuenta casas de los trabajadores,todas idénticas, de dos pisos, con unpequeño jardín delante y capacidad paracuatro familias. Después venían lacantina, que era también el economato,la pequeña iglesia y la escuela, cerradaslas dos y abandonadas, como muchas delas casas, desde los masivos despidosde mediados de los años cincuenta. Ydetrás, sólo detrás de la pequeña iglesiay la escuela, lo más lejos posible de losruidos y los malos olores de la fábrica,estaban la enorme casa de la familia

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Cadafalch, que tenía todos los cristalesrotos y en la que nadie había vuelto avivir desde la guerra civil, y las casas,también grandes pero no tanto como lade los Cadafalch, de los ingenieros, lascuatro de dos pisos y con jardínindividual.

Mi madre limpiaba dos de esascasas. Una de ellas era la de la familiadel ingeniero más joven, que habíallegado con tres hijos y cada año teníauno más. La otra era la del ingenieroGoitia y su mujer, cuyo único hijo estabaya en la universidad. La mujer de Goitiahabía acabado cogiendo cariño a mimadre. Fue ella la que la convenció de

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que fuera al médico a mirarse lo de lasrodillas. Y no sólo la convenció sinoque le facilitó la dirección de laconsulta de un pariente suyo de Madridque no le cobraría una peseta por eltratamiento.

Recuerdo a mi madre arreglándosepara cada uno de esos viajes a Madrid.Aquellas ocasiones eran las únicas enlas que mi madre estaba dispuesta aponerse de tirios largos, como elladecía, y sacar sus mejores prendas delarmario. Unas prendas, por lo demás,bastante pobretonas: unos zapatos conalgo de tacón y ancha hebilla dorada queguardaba como oro en paño y sólo se

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había puesto una docena de veces; unafalda gris, de cheviot o algo parecido,que le llegaba por debajo de las rodillasy que si no estaba pasada de moda eraporque nunca había llegado a estar demoda; un abriguillo de paño, algogastado en los codos, con los puños y elcuello hechos con los restos del astracánque había sobrado de un viejo arreglopara la mujer de otro ingeniero, el quehabía precedido al ingeniero joven quetenía un hijo cada año; y, finalmente, unsombrerito de gruesa lana, en forma detulipa y con dos tirillas de piel que sejuntaban en sendos lazos, uno delante, elotro detrás, los dos igual de mustios.

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Cuando mi madre llevaba esos zapatos,esa falda, ese abriguillo, ese sombrero,era que se había puesto de tirios largos.Y cuando se ponía de tirios largos eraque tenía hora en el médico de Madrid.¡Madrid, qué palabra tan bonita! A losniños de la colonia, que nunca habíamosido mucho más allá de los pueblos delos alrededores, el simple sonido deesas sílabas nos trasladaba a un mundosuperior, el mundo de las grandesciudades, como Roma o París, de lasque tanto se hablaba en la radio y latelevisión y en las que vivía la gentefamosa e importante.

Pero, en realidad, Madrid no estaba

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tan lejos. Había que ir andando hasta elMesón de los Caballos y allí esperar aque pasara el autobús que llevaba aAlcalá, donde se cogía un tren que enalgo menos de una hora te dejaba en unapeadero a la entrada de la ciudad.Conozco muy bien ese trayecto porqueyo acompañaba siempre a mi madre ensus visitas al médico. Del turno laboralde mi padre se sabía cuándo comenzabapero no cuándo acababa, y en cuanto ami hermano Josemi, que entonces teníadiecisiete años, estaba claro que noabrigaba el menor interés por pasarse latarde cuidando de mí, de modo que esastardes mi madre se veía obligada a

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cargar conmigo por caminos, carreteras,trenes y autobuses.

También yo tenía que ponerme detirios largos, como ella decía, y paraesos viajes a Madrid mi madre mereservaba unos zapatitos blancos comode primera comunión, un vestido acuadros con volantes en las mangas yuna chaqueta de lana de aire lejanamentetirolés, hecha por ella misma con losovillos sobrantes de unos jerseys de mipadre y mi hermano. A mí esa ropa nome gustaba. No me gustaba al menospara ir a Madrid, donde las niñasvestían de otra manera. Para la colonia,en cambio, estaba bien, porque allí

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todas las madres tenían el mismo malgusto que mi propia madre, y mis amigasiban tan mal vestidas como yo. Mimadre sabía que esa ropa no me gustabay, cuando me abotonaba la chaqueta, envez de decirme que en cuanto tuvieradinero para comprar lana me haría otramás bonita, lo que me decía era: Pues teaguantas. Lo decía así, de improviso, sinsiquiera darme tiempo a protestar, y yoapretaba con fuerza los labios, comodiciendo: Pues no me aguanto.

Mi madre, en realidad, creía que yola acompañaba contra mi voluntad, quehabría preferido quedarme en la colonia,viendo la televisión de la cantina desde

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la ventana o jugando con mis amigas, yen realidad yo pensaba que mejor así.¿Qué habría hecho mi madre si hubierasabido que aquellos viajes a Madrid sehabían convertido para mí en elacontecimiento más importante del mes,que contaba los días que faltaban hastala siguiente visita? Estoy segura de queme habría dejado en la colonia, de quese las habría arreglado para colocarmeen casa de alguna amiga. Cualquier cosacon tal de aguarme la fiesta. Así era mimadre: para ella, las cosas que te hacíanpasar un buen rato no podían ser buenas.

Y lo curioso es que también elladisfrutaba con esos viajes. ¿Por qué, si

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no, ese empeño en ponerse su mejorropa? ¿Y por qué luego, ante las otrasmujeres de la colonia, no paraba decomentar que el otro día en Madridhabía visto no sé qué y el otro día enMadrid había visto no sé cuántos? Claroque mi madre jamás lo habríareconocido, y en cuanto iniciábamos elviaje se iniciaba también su largorosario de quejas: que si esta caminata,¡lo que le faltaba a mis piernas!, que siseguro que no tendremos sitio en elautobús, que si ya veremos qué pastillasme recetan hoy, con lo caras que están…Yo guardaba silencio y me manteníasiempre a su lado, y cuando llegábamos

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a la estación de Alcalá empezaba a notarel aire de Madrid. No, aquello no eratodavía Madrid, pero se le parecíamucho, y la compañía de toda aquellagente que iba o venía de Madrid hacíaque me sintiera mucho más cerca de lacapital que de la colonia.

Cuando por fin bajábamos del trenen el apeadero y nos incorporábamos altrasiego de los andenes, no podía sinorepetirme para mis adentros: ¡Estoy enMadrid! ¡Estoy en Madrid! Ahícogíamos un autobús que nos llevabapor la Castellana y la Gran Vía hastaPrincesa, y yo, excitada, me asomaba ala ventanilla y lo devoraba todo con los

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ojos: los edificios, los coches, losanuncios de las vallas, los transeúntes.Estaba, ya lo he dicho, realmenteexcitada, pero de algún modo me sentíainclinada a ocultarlo. ¿Qué habríapasado si mi madre se hubiera dadocuenta? ¿Habría hecho algún comentariodesagradable con el único objeto deamargarme la tarde?

A esas alturas del viaje mi madrehabía dejado ya de protestar.Permanecía en su asiento, con su viejobolso bien sujeto entre ambas manos, ymiraba la calle con indiferencia, casicon desdén, como si hubiera hecho esemismo trayecto todos los días de su vida

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y estuviera harta de ver siempre elmismo paisaje. Yo creo, sin embargo,que en el fondo se sentía un pocoacobardada, o al menos impresionada, yque esa indiferencia y ese desdén eransólo aparentes, una máscara detrás de lacual ocultaba sus verdaderossentimientos. Sólo abría la boca paranombrar el lugar por el que estábamospasando. Primero decía: NuevosMinisterios. Luego: Cibeles. Más tarde:Telefónica. Lo decía sin admiración niextrañeza, como si en la coloniatuviéramos también algún ministerio oalguna fuente como aquélla o algúnedificio como el de Telefónica.

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Finalmente decía: Plaza de España, yacasi estamos. Levanta, levanta… ¡Diosmío, estas rodillas! ¡Me van a matar! Yun par de minutos después estábamos enla calle, delante de la casa de la tíaAmalia.

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2Porque lo que estaba en la callePrincesa no era la consulta del médicosino la casa de la tía Amalia. Mi madrey ella eran hermanastras, hijas únicas delos dos matrimonios de mi abuelo. Elabuelo, que se llamaba Fermín y al queyo no llegué a conocer, había enviudadoal poco de nacer mi madre. Vivíaentonces en un pueblo de la provincia deSalamanca, el pueblo de mi madre, ypasaba largas temporadas en Madrid,trabajando en la construcción. En uno deesos viajes conoció a Antonia, que seríasu segunda mujer y la madre de mi tía

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Amalia. Era ésta unos diez años másjoven que mi madre, y en realidadvivieron juntas muy poco tiempo: tansólo los últimos tres o cuatro años antesde la boda de mi madre, que hastaentonces había vivido en el pueblo, encasa de unas tías suyas. Eso explicabahasta cierto punto que mi madre y la tíaAmalia no se parecieran en nada,absolutamente en nada. Todo lo que mimadre tenía de arisca y de gruñona lotenía la tía Amalia de cariñosa y alegre,y todo lo que… Pero no. No lascompararé, como entonces hacía. Dirésolamente que, si yo hubiera podidoelegir una madre, habría optado sin

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dudarlo por la tía Amalia. Sí, me habríagustado ser hija suya y vivir en Madriden vez de en la colonia, y pasear por lacalle Princesa y no por esa triste callenuestra que casi no era ni calle, y olercomo la tía Amalia, que olía a canela y apétalos de rosa, y no como mi madre,que olía a ajo y a leche agria. ¿Tambiényo acabaría oliendo así? ¿Estabadestinada a ser de mayor una mujer queolía a ajo y a leche agria como mi madreo, peor aún, a tabaco y a sudor como mipadre?

El portal de la casa de la tía Amaliaera grande y vistoso, y en invierno solíahaber una alfombra morada que llevaba

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hasta la puerta misma del ascensor, entrela portería y los buzones. El portero sellamaba Venancio. La primera vez queestuvimos allí no se creyó que mi madrey la señorita Amalia, como él decía,fueran hermanas, y mi madre casi seenfadó. Ahora ya nos conocía y no nospreguntaba a qué piso íbamos, perotodavía nos seguía con la mirada comosi pensara: ¿Es posible que esta mujer yla señorita Amalia sean hermanas? O alo mejor no lo pensaba y eran sólofiguraciones mías, tan sorprendente meparecía que entre mi madre y mi tíaexistiera algún grado de parentesco.

La tía Amalia nos recibía con el

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pelo envuelto en una toalla de colorvioleta. Aun descalza era alta, más altaque la mayoría de las mujeres y desdeluego bastante más que mi madre, y deperfil se parecía un poco a KatharineHepburn. Tenía una cintura muy fina, deadolescente, y en una época en la quetodas las mujeres llevaban faldas eranlos pantalones su prenda preferida. Lospantalones y unos zapatos negros,sencillos, sin tacón, que más parecíanzapatillas de bailarina.

Aquí te dejo a la niña, saludaba mimadre, siempre con ganas de marcharse.Pero pasa, mujer, decía la tía Amalia.Voy con el tiempo justo, negaba mi

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madre, y luego me apuntaba con undedo: Tú pórtate bien. Vendré sobre lasocho y media. Entonces mi madre se iba,y la tía Amalia me acariciaba el pelo ysonreía: ¿Qué te apetece que hagamos?El piso no era demasiado grande pero síbonito, muy bonito. Tenía un pequeñorecibidor, un salón con mueble-bar y undormitorio tan espacioso como todonuestro cuarto de estar. La cocina eradiminuta y estaba siempre muy limpia,como si nunca se hubiera usado, y a míme encantaba ese olor a mandarinas y amanzanas verdes, tan distinto del olor arepollo y a sardinas fritas de las cocinasde la colonia. En cuanto al cuarto de

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baño, tenía una bañera inmensa y unespejo con dos filas de bombillas, comolos de los camerinos de las actrices. Latía Amalia se sentaba ante el espejo yterminaba de secarse la cabeza, y yomiraba cómo el cepillo se deslizaba porsu pelo liso y castaño oscuro.

Fue allí, una de esas tardes, dondeme enseñó a pintarme las uñas. Se pintanasí: acariciándolas, me dijo, al tiempoque daba una primera pincelada deesmalte. ¡Y se secan así!, añadió, ycomenzó a soplar sobre sus uñas y amover los dedos, muy separados unos deotros, como un músico que tocara unacordeón imaginario. Yo la imité. Nos

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miramos después en el espejo, y aldescubrirnos haciendo aquellos gestosmás bien ridículos nos echamos a reír.Otra tarde, en el salón, quiso enseñarmea bailar. Yo seré el chico y tú la chica,me dijo, cogiéndome por la cintura.Déjate llevar. Buscó entre sus discosuno de valses pero encontró otro que lahizo cambiar de idea. ¡Éste!, exclamócon sonrisa triunfal. Sacó el disco y dejóla funda sobre una silla. LuchoGatica…, leí. La tía Amalia me guiñó unojo y colocó la aguja al principio de latercera pista. Al cabo de un segundoempezó a sonar una canción que decía:Acuérdate de Acapulco, de aquellas

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noches, María bonita, María del alma…María bonita, la canción que AgustínLara compuso para su amada MaríaFélix, dijo la tía Amalia. Pero ahora estacanción no es de María Félix. Ahora estu canción, añadió. Yo sonreí halagada yella volvió a cogerme por la cintura y abailar conmigo tarareando la letra de lacanción: La luna que nos miraba yahacía ratito se hizo un poquitodesentendida…

Me gustaba que la tía Amalia meenseñara a pintarme las uñas, a bailar,también a caminar con gracia, para loque me colocaba sobre la cabeza unoslibros que me obligaban a mantener la

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espalda recta. Me gustaba que meenseñara ese tipo de cosas porquequería decir que para ella yo no era unaniña sino una mujercita. También megustaba que me consultara qué ropa seiba a poner. Sacaba un par de blusas delarmario y las sostenía sobre el pechoante el espejo de cuerpo entero, primerouna, luego la otra, diciendo: No sé, nosé, es tan complicado elegir… Eracomplicado porque a ella todo lesentaba igual de bien, y yo, que sabíaque no podía equivocarme, lerecomendaba una u otra un poco porcapricho y otro poco por jugar. Por jugara hacerme la mayor, que era lo que

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siempre hacía en casa de mi tía.Pero lo que más me gustaba era ir de

compras con ella. Yo no sabía de dóndesalía su dinero, y en realidad tampocome lo preguntaba. Para mi mentalidad deentonces todo era muy sencillo: la tíaAmalia era rica por la misma razónsuperior e inescrutable por la que mispadres eran pobres. La tía Amalia erarica y, como decía mi padre, punto ybasta: eso lo explicaba todo. Esoexplicaba, por ejemplo, que en algunasde aquellas tiendas las dependientas lacolmaran de atenciones y la tratarancomo se trata a las buenas clientas. Enlas zapaterías, por ejemplo, conocían

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sus gustos y le decían que no era tanfácil encontrar unos zapatos como losque ella solía llevar, negros, sin tacón, yque al mismo tiempo estuvieran demoda. ¡La moda! ¡Qué tontería!,replicaba ella, y era verdad que la tíaAmalia había sabido crear su propioestilo, elegante, distinguido, perotambién ajeno a las modas del momento,muy por delante o por encima de ellas.

También la conocían en las joyerías,aunque ahí casi nunca compraba nada.La primera vez que entré con ella en unajoyería me sentí un poco abrumada.Todos aquellos collares, aquellosanillos y pulseras expuestos como

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piezas de museo en las vitrinas y losmostradores de cristal me deslumbrabancon sus brillos y a la vez parecían decir:¿Qué hace esta niña aquí? ¿Quién la hadejado entrar? Me sentía incómoda entretodo aquel lujo y aquella riqueza y teníala sensación de que los dependientes mevigilaban con discreción, comotemiendo que fuera a aprovechar algúndespiste para robar. Me mantenía poreso siempre a la vista, un poco alejadade todo, y cuando la tía Amalia mellamaba para enseñarme una joya que,como ella decía, era una auténticamonada, yo asentía en silencio y en elfondo prefería que no me llamara. Ella

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sí que tocaba las joyas. Como siformaran parte de su propio joyero,cogía una sortija o una cadenita o un parde zarcillos y se los probaba con todanaturalidad, y lo que más me sorprendíaera que los dependientes, tan trajeadosellos, tan sonrientes pero en el fondo tanseveros, no sólo se lo consintieran sinoque la animaran a hacerlo con suspalabras y sus gestos.

Una de esas tardes se probó ante unespejo un hilo de perlas y cuatro o cincocollares. Me llamó. ¿Has visto?,preguntó. Una auténtica monada: unacadenita de plata con un pequeñocolgante de jaspe. Me hizo señas para

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que me la probara. Yo la obedecí,intimidada, y ella volvió a pronunciar suexpresión favorita: Una monada, unaauténtica monada. No era, ni muchomenos, el artículo más caro de aquellajoyería, pero también es cierto que allíno había nada que fuera barato. Miré aldependiente, que nos dejó un momentopara atender a un nuevo cliente. ¿Tegusta?, me preguntó la tía Amalia. Meencanta. Pues para ti. ¿Para mí?, ¿deverdad? No me lo podía creer. Meabalancé sobre ella y le di un fuerteabrazo. Bueno, bueno, dijo ella,quitándose importancia. Luego laacompañé a pagar y el dependiente me

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preguntó si la quería en el estuche. No,no, dije, me la llevo puesta. Estabarealmente emocionada. Fue aquélla laúnica vez que vi a la tía Amalia compraralgo en una joyería, y lo compró paramí.

Esa misma tarde volvíamos en taxipor la Gran Vía cuando vi un montón deniños entrando en un cine. En lamarquesina se anunciaba el III Festivalde Cine Infantil y yo no tuve ningúnproblema para reconocer el cartel de lapelícula. ¡Un rayo de luz! ¡De Marisol,mi favorita!, exclamé. Pero ya la habrásvisto…, dijo la tía Amalia. No, contesté,y era verdad: tenía todos los álbumes de

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cromos de Marisol, también todos losrecortables, incluso había logrado quemis padres me regalaran un disco suyo,que a veces escuchaba con mis amigasen el tocadiscos de la cantina, peronunca había visto ninguna de suspelículas. De hecho, nunca había estadoen otro cine que en el que improvisabantodos los veranos en un pueblo próximoa la colonia, un simple patio descubiertoal que cada cual debía llevar su propiasilla. Pare, ordenó la tía Amalia, dandodos golpecitos en el asiento del taxista.

Cuando entramos en la sala, laproyección acababa de empezar. Unacomodador con uniforme y gorra de

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plato nos condujo hasta nuestras butacasenfocando con su linterna el sueloenmoquetado del pasillo. Yo no podíaapartar la mirada de la pantalla. Meacuerdo del comienzo de aquellapelícula como si la estuviera viendoahora mismo: la clase de canto, lañoñería de Santa Lucía, la cómicaversión aflamencada que de esa canciónhacía Marisol, la desolación y eldisgusto con que la acogía laprofesora… Me acuerdo incluso dealgunos diálogos, que también entoncessabía de memoria porque aparecíanreproducidos en uno de los álbumes decromos. Me crispa esa rebelde. Cuando

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menos lo esperas, en medio de unacanción nuestra, te obsequia con esosendiablados gorgoritos, decía el abuelode Marisol en el jardín del suntuosopalacio familiar, y el tío replicaba: Hacehonor a las dos sangres que lleva: la deaquel hijo tuyo y la otra. Porque, en lapelícula, Marisol era la hija de unacantante española y un aristócrataitaliano que moría en un accidente deaviación. Y lo curioso es que yo me veíaa mí misma como a la Marisol de esapelícula, como si también yo llevara dossangres a las que hacer honor, la sangrepobre de mi padre y de mi madre y laotra sangre, la de la tía Amalia, que

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venía a ser como la familia italiana deMarisol, con todos esos palacios y esosjardines y esos títulos nobiliarios.Aquella misma tarde, cuando salíamosdel cine, le dije: Mi madre y tú soishermanastras. Hijas del mismo padre yde distinta madre… La tía Amaliaasintió con la cabeza, esperando mipregunta. ¿Qué pasa?, dije, ¿que tumadre era rica y la de mamá no? ¿Mimadre?, se echó a reír, ¡más pobre queuna rata!

Llegamos al portal de su casa y mimadre nos estaba esperando con cara depocos amigos. Lo primero que vio fuemi cadenita de plata. Fue un vistazo

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rápido, apenas medio segundo, lo justosin embargo para que descubriera lacadenita y el pequeño colgante. Y nohizo ningún comentario al respecto. Sólodijo: Vámonos ya o no llegaremos alúltimo autobús. No pude ni despedirmede la tía Amalia. Le dije adiós con lamano y me apresuré a seguir a mi madrehacia la parada. Cruzamos medioMadrid en autobús, fuimos en tren aAlcalá y allí cogimos el otro autobús, elque debía dejarnos en el Mesón de losCaballos, y mi madre no pronunció unasola palabra durante todo el trayecto. Yosabía que lo de la cadenita no podíagustarle, y me reprochaba mi propia

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coquetería: si en vez de llevármelapuesta hubiera dejado que me la dierandentro del estuche, habría podidoesconderla en un bolsillo y mi madrenunca se habría dado cuenta de nada.Así eran las cosas en mi casa. Si habíaalgo que me gustaba, tenía queocultárselo a mi hermano y a mis padres.Todavía me acordaba de una ocasiónanterior en que me habían oído utilizarla frase favorita de la tía Amalia (unamonada, una auténtica monada) y los tresse habían vuelto hacia mí con expresiónde asco y como diciendo: ¿De dóndehabrá sacado esta niña ese lenguaje? Osea que debía ocultar todo lo que tuviera

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que ver con la tía Amalia, y yo me decíaque eso no tenía mucho sentido: que talvez la adinerada familia italiana deMarisol podía avergonzarse de sumodesta familia española, pero quedesde luego jamás podía ocurrir locontrario.

En el Mesón de los Caballos nosesperaba mi padre. Había cogido una delas linternas de los guardas de la fábricaporque la pequeña carretera que llevabaa la colonia estaba completamente aoscuras. Vamos, dijo, y mi madre leagarró del brazo derecho y yo delizquierdo. Era una noche cerrada. Mipadre enfocaba el haz de luz un poco por

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delante de nosotros para ver dóndeponíamos los pies, y de vez en cuando loalzaba hacia el horizonte como tratandode calcular la distancia que nosseparaba de casa. Mi madre preguntó:¿Han dicho algo de Educación yDescanso? No, aún no, contestó mipadre, y ésas fueron las únicas palabrasque intercambiaron hasta que llegamos ala colonia. Se referían a las cuatroplazas que, para las vacaciones deverano, había solicitado mi padre en unalbergue del ministerio. Era el cuartoaño que las solicitaba y siempre se lashabían denegado por exceso de demanday estricta aplicación de baremos. Ésa al

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menos solía ser la explicación oficial,pero mi padre decía que se lasdenegaban por no ser del régimen.Entramos en casa y yo me fui directa ami cuarto. Abrí la hucha verde en la queguardaba mis pequeños tesoros (lamedalla de la primera comunión, unascuantas fotografías, un reloj estropeado,un crucifijo bañado en plata) y guardéallí la cadenita y el colgante. Y fueentonces cuando oí que mi madre, comosi no hubieran pasado varios minutosdesde el breve diálogo anterior, decía:Pues ya va siendo hora de que diganalgo.

Una de las tardes que estaba en

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Madrid, la tía Amalia me preguntó si megustaba el mar. Estuvimos una vez, dije.En Cartagena. Tengo fotos. Pero era muypequeña. Casi no me acuerdo. Luegosonó el timbre. Era mi madre. La tíaAmalia me dijo que no me moviera deldormitorio y salió a abrir. Pasaron unossegundos sin que nadie acudiera abuscarme. Me asomé al salón. Mi madrey la tía Amalia estaban en el pequeñorecibidor, la puerta todavía abierta, yhablaban en voz baja. Oí la voz de mi tíadiciendo: A la niña le vendrá bien.Viajará, conocerá sitios nuevos… Peroes que ya habíamos hecho planes,negaba mi madre con la cabeza. Yo no

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sabía de qué estaban hablando. Lo únicoque sabía era que tenía que ver conmigo.

Más tarde, ya en el tren, nossentamos una enfrente de la otra. Mepasé un buen rato escrutando su rostro.Buscaba en él algún indicio que mepermitiera adivinar lo que en esemomento pasaba por su cabeza, pero suexpresión cansada y como ausente no sediferenciaba en nada de la de los otrosdías a esa misma hora. Yo, como decostumbre, ocultaba mis sentimientos y,si en algún instante nuestras miradasllegaron a cruzarse, tampoco mi madrefue capaz de percibir en mí el menorindicio de curiosidad. Y luego, cuando,

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por entablar algún tipo de diálogo, lepregunté qué le había dicho el médico,ella se encogió de hombros y dijo: Lo desiempre. Estaba claro que no pensabarevelarme nada de lo que había tratadocon la tía Amalia.

Pero tampoco podían pasar muchosdías antes de que acabara enterándome.Yo estaba sentada en el suelo del salón,jugando con los recortables de Marisol:tan pronto le ponía un vestidito decartulina como se lo quitaba y le poníaotro. Se oyeron los pasos de mi padresubiendo por la escalera. Mi hermanoJosemi había empezado a trabajar hacíapoco y normalmente volvían juntos de la

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fábrica. En esta ocasión, sin embargo,mi padre venía solo. Mi madre, desde lacocina, se asomó a mirar. Mi padresostenía en la mano un sobre de aspectooficial, y su expresión era lo bastanteelocuente como para que mi madreadivinara. Denegadas, dijo nada más.Mi padre asintió con la cabeza y tiró lacarta sobre la mesa. ¡Tú y tussocialismos! ¿Ves para lo que te haservido?, le increpó mi madre, y élmurmuró: Me cago en Franco y en laputa que lo parió… Yo me acerqué a lamesa y traté de leer aquel papel, pero mimadre me lo arrancó de la mano. ¡A tucuarto!, me gritó, ¡métete en tu cuarto y

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cierra la puerta! Estaba irritada, muyirritada, bastante más que los añosanteriores por la misma causa, y eso nohacía sino excitar aún más micuriosidad. Dejé pasar unos instantes yentreabrí la puerta con sigilo. Mispadres se habían encerrado a discutir enla cocina, y yo sólo alcancé a oír unaspocas frases aisladas. Es que Amalia, yalo sabes, no me acaba de…, protestabami madre, y mi padre la interrumpía:Pues es tu familia, no la mía, y yo loúnico que… ¿Y eso qué tiene que ver?,le interrumpía a su vez mi madre, yluego mi padre continuaba, a voz engrito: ¡Yo lo único que digo es que la

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niña tiene derecho a unas vacaciones!No escuché nada más. Cerré la puerta yme tumbé en mi cama. Era todo lo quequería saber.

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3Llegó el día del viaje. Estaba tannerviosa que salí a esperar a la tíaAmalia mucho antes de la horaconvenida. Mi amiga Pepi me hizocompañía durante todo ese tiempo: miamiga Pepi, que siempre hablaba deltelevisor Vanguard que su padre le iba acomprar con la paga del dieciocho dejulio, pero luego llegaba el dieciocho dejulio y Pepi seguía viniendo conmigo aver la televisión de la cantina desde laventana. Cuando vio el taxi de la tíaAmalia recorrer despacio la única callede la colonia y detenerse ante nuestro

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portal, el dieciséis, no pudo evitarpreguntar con auténtica admiración: ¿APortugal?, ¿se puede ir hasta Portugal entaxi? A la colonia nunca llegaba nadieen taxi, y muchas de las vecinas seasomaron a ver qué ocurría. La tíaAmalia, esbelta, elegantísima, con gafasde sol y blancos pantalones de lino,salió del vehículo, me dio dos besos yme preguntó si tenía el equipajepreparado. Lo tenía, claro que lo tenía:lo había hecho la tarde anterior. Era unsoleado día de junio. Mi madre saludódesde el balcón lleno de tiestos congeranios, los geranios más bonitos ymejor cuidados de toda la colonia, lo

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único en el mundo que parecía ponerlade buen humor, y dijo: Ahora bajo.

También mi padre vino adespedirme. Apareció con el mono azulde mecánico y las manos manchadas degrasa cuando ya habíamos metido en elmaletero mi pequeña maleta de cartón.Pepi se me acercó y me susurró al oído:Como no os vayáis ya, os va a salircarísimo. María Jesús, a su lado, dijo: Aella no. A su tía. Y como su tía es rica…Mis amigas creían que el taxímetroestaba en marcha, que un viaje en taxi noera muy diferente de cualquier carreranormal. Creían que la gente en Madridlevantaba una mano, paraba un taxi y

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decía lléveme a Portugal o lléveme aFrancia. Empezaron las despedidas. Mimadre hizo a mi padre un gesto devenga, ¿a qué esperas?, haz lo que te hedicho, y mi padre se sacó del bolsillounos cuantos billetes gastados y sucios,aunque a lo mejor los billetes estabanlimpios y lo que estaba sucio eran sólosus manos. De verdad, Amalia, insistoen lo de los gastos…, dijo, pero la tíaAmalia negó fingiendo impaciencia:Pero ¿cuántas veces os voy a decir…? Ala niña tendría yo que ponerle un sueldo.Va a ser mi damita de compañía. María,¿estás ya? Yo dije que sí y vi cómo mimadre volvía a hacer a mi padre un

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gesto de apremio y cómo mi padre,fingiendo resignación pero en el fondoaliviado, todavía con los billetes en lamano, se encogía de hombros: que no sedijera que no lo había intentado.

Me despedí de ellos con un besorápido y corrí a meterme en el taxi. Conlas dos manos fuera de la ventanillaseguí diciéndoles adiós hasta que losperdí de vista cuando el taxi tuvo querodear la glorieta. El viaje habíacomenzado pero yo aún no sabíaexactamente adónde íbamos. ¿Portugalestá muy lejos?, pregunté. Unos sitios sí,otros no tanto, contestó la tía Amalia,que hizo una larga pausa y añadió:

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Estoril no es de los que están más lejos.¿Estoril? ¿Ibamos a Estoril? No me lopodía creer. ¡Pero si es ahí dondeMarisol y Carlos Goyanes…!, exclamé,maravillada. La tía Amalia asintió conuna sonrisa: Ya sé, la luna de miel. Lohe leído en las revistas. Nos vamos aalojar en el mismo hotel. Ahora sí queno sabía qué decir. Abrí mucho la bocay los ojos y me dejé caer sobre elasiento, fingiendo un desmayo. No se meocurría otra manera de manifestar mientusiasmo.

Podía ser que Estoril no estuvierademasiado lejos, pero de todos modosel viaje era largo y fatigoso. Me quedé

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dormida al cabo de un rato y no medesperté hasta que el motor del coche sehubo parado.

Estábamos en la aduana, en el ladoportugués. Dos policías habían ordenadoal taxista que abriera el maletero, y latía Amalia me preguntó si quería salir aestirar las piernas. Salimos las dos.Dimos una pequeña vuelta sin alejarnosdemasiado y luego nos paramos junto altaxista y los policías. Éstos estabanregistrando el contenido de nuestrasmaletas. Una de las maletas de mi tíahabía quedado abierta, dejando aldescubierto varios vestidos. Cogí uno deellos. Era un vestido de mi talla. Un

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precioso vestido de verano, de una telaligerísima, a cuadros rojos y blancos ycon un cuello redondo que se cerrabacon un pequeño lazo. También los otrosvestidos que asomaban de la maletaparecían de mi talla. Miré a la tíaAmalia. Quería darte la sorpresa en elhotel, dijo ella como excusándose. ¿Quétenía la tía Amalia que hacía que a sulado las ilusiones inalcanzables, lossueños, las fantasías entraran de golpe aformar parte del mundo real? Busqué uncuarto de baño y me puse el vestido. Memiré en el espejo y me sentí comotransformada, convertida en una niñadiferente de la que había sido hasta

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entonces.Llegamos a Estoril cuando ya era de

noche. Los botones del hotel ibanvestidos como los de las películas, conesos guantes finos y esos gorritos másbien ridículos, con esos uniformesoscuros, abrochados hasta el cuello.Sacaron nuestras maletas del taxi y nosguiaron a través del amplio y suntuosovestíbulo hasta el mostrador derecepción. Yo, la verdad, meavergonzaba bastante de mi maleta decartón, tan fea, tan triste siempre peromucho más entonces, en aquel hotel delujo y junto a las elegantes maletas de latía Amalia. El recepcionista era un

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señor de pelo muy blanco que hablabaun español correcto y sin ningún acento.Rellenó la ficha y nos dio la bienvenida.Tiene usted una hija muy guapa, dijotambién, dirigiéndose a la tía Amalia, yella y yo nos miramos con una sonrisa.En aquel momento eso era lo más bonitoque alguien podía decir de mí.

Lo primero que hice en cuanto elbotones nos dejó a solas en la habitaciónfue ocultar mi maleta debajo de la cama.La tía Amalia me había comprado unvestuario completo, que incluía tresvestidos, un pantalón, dos polos, un trajede baño, un par de mocasines y otro desandalias, un pijama… Nada de lo que

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entre mi madre y yo habíamos metido enla maleta de cartón me iba a resultarnecesario en Estoril, y yo pensé que, sila tía Amalia no había comentado nada ami madre, había sido sin duda por noherirla en su amor propio. Y pensétambién que mi tía sabía muy bien lo quehacía: en un hotel como aquél, nadie, niel más miserable de los pinches decocina, vestía una ropa tan remendadacomo la mía o calzaba unos zapatos tangastados. ¿Qué sentido tenía acostarseentre las finísimas sábanas de aquellascamas vistiendo el más tosco de loscamisones?

Nuestra habitación tenía un saloncito

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y una hermosa terraza que daba a laplaya, y a través de sus puertas nosllegaba el rumor de las olas y, mástenue, la música de la orquesta quetocaba en la sala de fiestas. Mientras latía Amalia llamaba al servicio dehabitaciones para que nos subieran algode cena, yo iba de un lado para otroobservándolo todo, tocándolo todo,admirándolo. En la colonia teníamos unsolo televisor, el de la cantina, y allícada habitación tenía el suyo. Y québañera tan grande y qué lámparas tanbonitas, y ese frutero tan vistoso, conesas manzanas tan brillantes, y esaneverita repleta de refrescos y de

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minúsculas botellas de licor… ¿Todoslos hoteles eran así? La tía Amalia colgóel teléfono y dijo: Ahora a cenar y luegoa dormir. Y mañana a disfrutar de laplaya.

La playa de Estoril no era tandistinta de las playas cercanas aCartagena que yo recordaba. Lo que síera diferente era el mar, más frío y másbravo, con olas mucho más altas, y yo,que no sabía nadar, no me atrevía aalejarme demasiado de la orilla. La tíaAmalia se tumbó en una hamaca a leeruna revista y yo me pasé la mayor partedel tiempo a su lado, haciendo dibujoscon el dedo sobre la arena húmeda.

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Anda a bañarte un poco, me animaba mitía. Yo le decía que no me apetecía, quequizás más tarde, porque meavergonzaba admitir que no sabía nadar.Pero ¿cómo iba a saber si en la coloniano había piscina y en el río, en verano,cubría lo justo para remojarnos lostobillos?

En las hamacas de al lado había unafamilia española. Se apellidaban Torres.El marido era calvo y moreno, con unaespesa capa de pelo negro que le cubríael pecho, los brazos y los hombros comouna camiseta. La mujer, muy pintada yrepeinada, no se quitaba los collares ylas pulseras ni para bajar a la playa.

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Tenían dos hijas más o menos de miedad, una un poco mayor y la otra algomenor, que enseguida se acercaron amirar mis dibujos sobre la arena. Medijeron sus nombres, Ana y Marta, y yoles dije el mío. Luego se metieroncorriendo en el mar y yo las seguí hastala orilla. Las veía salpicándose y dandobrazadas y las envidiaba. ¡Ven, María!,¡está buenísima!, me gritaron. Yo miréun instante a la tía Amalia, que desde suhamaca no podía oírme, y luego las miréa ellas y mentí: ¡No puedo!, ¡esta nocheme ha dolido un oído!

Por la tarde fuimos a conocer elpueblo. Paseamos por una zona llena de

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ricas mansiones. Mira, Villa Giralda.Aquí vive Don Juan, dijo la tía Amalia,señalando una casa rodeada de árbolesque sobresalían por encima de los altosmuros. ¿Don Juan?, pregunté. El queahora sería rey de España si no fuerapor Franco, contestó ella. Pues ése síque tiene motivos para cagarse enFranco, más que mi padre, comenté, y latía Amalia se echó a reír. Luego fuimosa la Boca do Inferno, unos acantiladosen forma de grandes fauces contra cuyasrocas las enormes olas se estrellabanfragorosas y se deshacían, levantandodecenas de metros de espuma y agua. LaBoca del Infierno, ¡vaya nombre!, dije,

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impresionada, y mi tía, alzando la vozpor encima del rumor del viento,exclamó: ¡La de gente que se habráahogado aquí!

Estábamos en el mirador,observando a unos chicos que se habíandescolgado con sus cañas de pescarhasta las rocas más bajas, aspirando elaire del mar, que allí olía diferente, mássalado y más fresco que en la playa delhotel. A nuestra izquierda había variasparejas de recién casados haciéndosefotografías sobre el fondo del horizontey, más allá, unos cuantos grupitos deveraneantes. Alguien gritó mi nombre:¡María! Eran Ana y Marta, las niñas

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Torres. Estaban con sus padres y mehacían señales con las manos. ¡Hala! Vecon tus amiguitas, me dijo la tía Amalia,pasándome una mano por el pelorevuelto. Luego los Torres se empeñaronen llevarnos en su coche de vuelta alhotel, y mi tía dijo que muchas gracias,pero que prefería dar un paseo. Entoncesel señor Torres dijo: Espero que almenos acepten cenar con nosotros. ¿Otiene previsto otro paseo para la hora dela cena? Mi tía se echó a reír y dijo queno y que sí: que no tenía previsto otropaseo, que sí cenaríamos con ellos.

La cena fue en el restaurante delhotel. A mí me tocó sentarme entre

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Marta, la menor, y su padre, que seentretenía desmigajando trozos de pan yhaciendo brillantes bolitas de miga queluego se metía en la boca y tragaba sinmasticar, como si fueran píldoras. Yo leveía las manos y me daban bastanteasco, gruesas y oscuras, con pelosnegros hasta en los nudillos, unos peloslargos y torcidos como las patas de unaaraña. El señor Torres hablaba yhablaba sin parar y se daba aires de granseñor. Cuando el maître le dio a probarel vino, él cogió la copa con muchaceremonia, la observó al trasluz y laolfateó, y sólo entonces se decidió abeber un sorbo y a decir que estaba

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bien, bastante bien, pero que sólofaltaría que no estuviera bien, siendo elvino más caro de la carta. El señorTorres era de esas personas que, porsistema, piden siempre el plato más carode la carta.

No había terminado el maître deservirle el vino cuando la gente queocupaba las otras mesas se puso en pie yempezó a aplaudir. Un caballero alto ybien trajeado, de nariz grande y aspectoinglés, acababa de entrar en elrestaurante. Es Don Juan, dijo alguien.Le seguían nueve o diez caballeros, tanbien trajeados como él pero bastantemás bajos, y se pararon detrás de Don

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Juan cuando éste se detuvo en mitad delrestaurante e hizo con las manos un gestode agradecimiento. También nosotros,los de mi mesa, nos habíamos puesto enpie y aplaudíamos. Don Juan, camino deuna mesa situada al fondo del local,repitió varias veces el mismo gestosimpático, y el sonido de los aplausosfue poco a poco disminuyendo hastaextinguirse del todo. Torres y su mujerfueron los últimos en volverse a sentar,cosa que sólo hicieron cuando todos losmiembros del regio séquito hubieronocupado sus sillas. ¡Es él! ¡Don Juan enpersona!, exclamaban, excitados.

El señor Torres había pedido

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langosta para todos. El camarero nos fuesirviendo los platos y yo me encontré degolpe ante una enorme langosta, lasantenas dobladas sobre las hojas delechuga, las pinzas señalándome, losnegros ojos muertos mirándome. Yonunca había visto de cerca una langosta,y su aspecto casi monstruoso meinfundía cierto respeto. Venga, María,que no te va a morder, dijo el señorTorres con un guiño burlón. Yo meruboricé: lo habían notado, se habíandado cuenta de que aquélla era laprimera langosta que veía en mi vida, yahora todos los de la mesa estaríanpendientes de mí, de cómo me las

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arreglaba con ella. Agarré nerviosa lastenacillas y, al ir a levantar la langostacon la otra mano, lo hice con tal torpezaque se me resbaló entre los dedos y cayóaparatosamente sobre el borde del plato,la tripa y las patas hacia arriba. El señory la señora Torres intercambiaron unarápida mirada de suficiencia. Yo,sintiéndome impotente, sofoqué ungemido: tenía que enfrentarmenuevamente a esa langosta, y tenía quehacerlo ante la atenta mirada de aquellosdos señores, que parecían dispuestos aacoger con carcajadas una nueva torpezamía.

Fue entonces cuando la tía Amalia,

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que lo había visto todo, se levantó ydijo: Disculpadme. El matrimonioTorres, las niñas Torres y yo la seguimoscon la mirada en su camino hacia lamesa de Don Juan. Avanzaba condecisión, como si se hubiera levantado aatender a una inoportuna llamadatelefónica y ahora pudiera por finreanudar la cena. Cuando sólo cuatro ocinco metros la separaban del grupo, unhombre corpulento, sin duda un escolta,le salió al paso. Desde donde nosotrosestábamos no oíamos lo que aquelhombre y la tía Amalia decían. Lo que sívimos con claridad fue cómo Don Juanmiraba a mi tía y hacía una seña al

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escolta para que la dejara acercarse. Yvimos también cómo ella, sonriente, ledecía algo al oído y cómo Don Juan selevantaba, le cogía la mano y se labesaba. Los otros comensales selevantaron también y la tía Amalia, congestos mundanos, les rogó que volvierana sentarse. La tía Amalia era en aquelmomento el único centro de atención delrestaurante. Todos los clientes laobservaban de un modo más o menosdiscreto y solapado, y los que másimpresionados estaban eran porsupuesto los Torres. El señor Torres seinclinó un instante hacia mí y mepreguntó en un susurro: ¿Se conocen? Yo

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hice un gesto ambiguo que lo mismoquería decir que sí o que no.

Miré otra vez hacia la mesa de DonJuan y la tía Amalia estaba yadespidiéndose. Volvió a su silla y a sulangosta como si tal cosa. Vaya, vaya…,dijo nada más. Los Torres,deslumbrados, no podían ocultar sucuriosidad. Cuenta, mujer, cuenta, decíaella. ¿De qué habéis hablado?, ¿desdecuándo le conoces?, preguntaba él. Mitía tardaba en tragar el trozo de langostaque tenía en la boca, y yo creo que lohacía porque le divertía aquellaansiedad y le apetecía aumentarla.¡Cuando lo contemos en Valencia…!, ¡en

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casa somos monárquicos de toda lavida!, exclamaba la señora Torres,hinchando el cuello como una gallina, ysu marido insistía: ¡Pero cuenta algo!¡Nos tienes en ascuas! ¿De qué leconoces? Yo miraba a la tía Amalia yestaba orgullosa de ser la sobrina de unamujer con tantos recursos, una mujer queno sólo me había sacado del aprieto sinoque había sabido darle la vuelta a lasituación. ¿Es que tu familia es muyantigua?, le seguían preguntando losTorres, y ella terminó de tragar elbocado y, con la sonrisa en los ojos,contestó: ¿Mi familia? ¡Tan antiguacomo la que más! Al cabo de un rato

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Don Juan y sus acompañantes acabaronde cenar y los clientes del restaurantevolvieron a levantarse en señal derespeto. Al pasar junto a nuestra mesa,Don Juan envió a mi tía una sonrisa dedespedida. Para entonces, los Torresestaban ya convencidos de haber hechoamistad con una Grande de España.

Luego, en la habitación, mi tía nohizo otra cosa que burlarse de ellos.¿Has visto la cara que se les ha quedadoa esos catetos? Se lo merecían. Porhaberse burlado de ti. ¡Ellos, que nohabían probado la langosta hasta hacecuatro días!, decía mientras se quitabalos pendientes delante del espejo. Yo la

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observaba desde la cama: Pero ¿leconocías o no? ¿A quién? ¿A Don Juan?Claro que no. ¿Qué le has dicho? Bah,cualquier cosa… ¿Y cómo estabas tansegura de que no te iba a rechazar? Esun Borbón, dijo ella, nunca un Borbónha rechazado a una mujer guapa.

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4La primera vez que oí hablar de Alfonsofue a la mañana siguiente en recepción.Los Torres nos esperaban para ir juntosa la playa, pero la tía Amalia dijo queestaba esperando a una persona. Elseñor Aranaz, Alfonso de Aranaz, ¿hapreguntado por mí?, añadió,volviéndose hacia el recepcionista depelo muy blanco. Éste negó en sucorrecto español y la tía Amalia me dijoque fuera yo a la playa, que ella sequedaría a esperar.

Volví con los Torres a la hora decomer y los vi tomando el aperitivo en

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una de las mesas de la terraza. Alfonsoera delgado, apuesto, algo mayor que latía Amalia. Llevaba un traje de corteclásico y se parecía un poco al padre deMarisol en Un rayo de luz. Recuerdoque me agarró con suavidad la barbillapara verme de perfil y dijo: ¡Qué niñatan guapa! Igualita que Amalia. Seguroque a los diez años era como tú. Eso megustó. Me gustó creer que la tía Amaliay yo nos parecíamos y que yo, de mayor,sería como ella, y también a mi tía debióde gustarle, porque poco después mesusurró al oído: Es un hombreencantador.

Alfonso y el señor Torres hicieron

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amistad enseguida. Hablaban mucho denegocios y de cosas que yo no entendía.¿El momento actual? Inmejorable. Elgobierno tiene asuntos más importantesen que pensar. Pero ¿cuánto durará estasituación? Franco está muy mayor, y lascosas cambian con rapidez, decíaAlfonso echándose un azucarillo en elcafé. Estábamos en el vestíbulo delhotel. Ana y Marta se habían retirado adescansar. Yo me había quedado con losmayores y me estaba tomando ungigantesco helado de tres sabores, conchocolate fundido y una guinda encima.La tía Amalia y la señora Torrespaseaban por el jardín, y yo de vez en

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cuando les mandaba un saludo a travésde la cristalera. ¿Qué clase de clientestienes?, preguntaba el señor Torres.Ricachones americanos, contestabaAlfonso. No sabes cómo son. Se vuelvenlocos por cualquier birria, con tal deque sea antigua. Compra aquí y vendeallá: en eso consiste el negocio. Lacuestión es sacar las obras de España.Una vez pasada la frontera, lo demás espan comido.

Yo seguía sin entender muy bien dequé hablaban pero notaba al señorTorres cada vez más interesado. Y aEstoril, ¿has venido por trabajo?,preguntó. Alfonso asintió con la cabeza

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y echó un rápido vistazo en dirección ami tía, dando a entender que el asuntoque se traía entre manos tenía que vercon ella. Luego adoptó un tono másconfidencial para hacer un comentarioque me dejó perpleja. En España, dijo,hay muchas familias que viven devender las espadas del abuelo. Algunasno saben ni lo que tienen. ¿Se refería ami tía, es decir, a mi familia? Por lamanera en que lo había dicho, no mecabía la menor duda. Pero mi familiasiempre había sido pobre: lo único quemi madre había heredado del abuelo eraun viejo reloj de cuco que nunca habíallegado a funcionar bien. Aquel hombre,

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Alfonso, estaba engañado. Claro quetambién podía ser que la tía Amalia mehubiera engañado a mí al decirme que sumadre era pobre, más pobre que unarata, y por un momento quise creer queera así y que una parte de mi familia, deuna forma oscura e inconfesable, habíaemparentado con un linaje ilustre ypoderoso. Como Marisol. ComoMarisol en Un rayo de luz. Esoexplicaría en todo caso la acomodadaposición de mi tía, el viaje a Estoril ymuchas cosas más.

Alfonso entonces hizo una seña alseñor Torres, como diciendo: Espera. Selevantó del sofá y salió al jardín, y a

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través de la cristalera vi cómo seacercaba a la tía Amalia y le decía algoal oído. Mi tía al principio negó con lacabeza. Luego Alfonso volvió a hablarleal oído y ella acabó haciendo con lasmanos un gesto de aceptación. El señorTorres, a mi lado, chupaba su puromedio apagado y observaba en silenciola escena. Después Alfonso, la tíaAmalia y su mujer entraron, y él acudióa reunirse con ellos. Yo seguíatomándome mi helado de tres sabores yfingía no enterarme de nada.

Esperé hasta verles desaparecerdentro del ascensor y luego me acerquéa mirar en qué piso se detenía. En el

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tercero, el mío. Subí corriendo por laescalera y me detuve a escuchar junto ala puerta de la habitación. Sí, ahíestaban. Me alejé unos cuantos metros.Al cabo de un rato se abrió la puerta ysalieron los dos hombres. Alfonso dijo:¿Qué te ha parecido? Digno de estar enel Museo del Prado, ¿verdad? Y elseñor Torres contestó: Sí, pero ¿cuánto?Alfonso aproximó su cabeza a la delotro y dijo algo que no pude oír. Elseñor Torres se encogió de hombros conindiferencia y Alfonso añadió: Estoyhablando de dólares. Y entonces sí queel señor Torres no pudo reprimir ungesto de admiración.

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Fue ésa la primera vez en mi vidaque desconfié de un adulto. Me parecióevidente que las intenciones de Alfonsono eran buenas y que mi tía a su ladocorría algún riesgo, no sabría decir dequé tipo. La tía Amalia había dicho de élque era un hombre encantador, pero yoahora lo veía más bien como unencantador, que no es exactamente lomismo. Un encantador de serpientes: unode esos hombres que lo primero quehacen es ganarse tu afecto y que luego teutilizan o te traicionan o simplemente teignoran. Si a mí me había dicho lo queme había dicho había sido sólo por eso,por obtener mi confianza. Era su manera

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de comportarse. A mí me había dichoque mi tía y yo éramos igualitas y a losdemás seguro que les decía aquello queél creyera que deseaban oír. Desdeluego, a mi tía parecía tenerlaconquistada, y a mí me preocupabaaveriguar qué era lo que ese hombre,Alfonso, quería de ella.

Aquella tarde fuimos todos alpuerto. Fuimos en el coche de Alfonso,un Alfa Romeo descapotable. Los doshombres iban delante y las dos mujeresdetrás. Las niñas íbamos sentadas en lacarrocería, con las piernas sobre elrespaldo del asiento trasero. Aparcamosdentro del puerto y dimos un paseo por

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la parte en la que estaban amarrados losyates más grandes y ostentosos. Uno deésos debe de ser el Saltillo, el de DonJuan. Pero yo me conformaría con unomás modesto, decía Alfonso, señalandoun velero cercano. Algo así, añadía.Nueve metros de eslora y unos tres ypico de manga. Ideal para pequeñoscruceros. Entonces se sacaba la cámarafotográfica que llevaba colgada delcuello y se la tendía a la tía Amalia paraque le hiciera una foto, y todos se reíanal verle posar en actitud de viejo lobode mar. Todos menos yo, que no leencontraba la menor gracia a nada de loque él hacía o decía. ¿Te ocurre algo?, te

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encuentro rara, me dijo mi tía en unmomento dado, y yo dije que estaba bieny que no me pasaba nada.

De regreso al hotel, cruzamos lazona de las casas nobles y lasmansiones. Delante de Villa Giraldaestaban aparcadas varias furgonetas conlos logotipos de diferentes cadenas detelevisión y emisoras de radio, y junto ala puerta había un grupo de unas veintepersonas con cámaras, micrófonos ycuadernos de notas. Periodistas, claro.Aquí ha pasado algo, comentó el señorTorres, y Alfonso acercó eldescapotable al grupo de los reporteros.¿Qué ocurre?, preguntó. Franco acaba de

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designar sucesor, contestó un jovenbarbudo. ¿Don Juan?, dijo el señorTorres. El de las barbas negó con lacabeza. Juan Carlos, el príncipe, dijo.Alfonso se volvió entonces hacia elseñor Torres y dijo: ¿Qué te habíadicho? Las cosas están cambiando conrapidez.

Aquella noche me subieron la cena ala habitación. La tía Amalia habíaquedado en ir a un restaurante conAlfonso y el matrimonio Torres. Esperoque no les dé por pedir otra vez langostapara todos…, dijo mientras terminabade arreglarse, ¿qué?, ¿estoy bien? Estásguapísima, dije. Se había puesto un

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vestido de noche negro, largo hasta lostobillos, y por una vez se había decididoa ponerse unos zapatos de tacón, lo quela hacía parecer altísima. ¿Te gusta? Lotengo desde hace años. Es de los que nopasan de moda.

Pero yo en ese momento no queríahablar del vestido. Dije: Y ese Alfonso,¿es muy amigo tuyo? La tía Amaliaasintió mirándome en el espejo. Creoque te quiere engañar, añadí, no es defiar. ¿Qué es lo que busca? ¿Qué es loque quiere de ti? La tía Amalia soltó unhondo suspiro y se me acercó paradarme un beso de buenas noches. Tú note preocupes, dijo, sé buena chica y

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acuéstate pronto. Y sí, me acosté pronto,pero eso no quería decir que fuera aquedarme dormida al momento. Cuandoestás tan preocupada como yo lo estabaentonces no es fácil conciliar el sueño.

Tres o cuatro horas después seguíaaún removiéndome entre las sábanas. Derepente, me llegó del pasillo un sonidocomo de voces y risas ahogadas.Encendí la luz de la mesilla, me levantéde la cama y me acerqué de puntillas ala puerta de la habitación. Una deaquellas voces era la de la tía Amalia;la otra, la de Alfonso. Entreabrí consigilo la puerta y les vi. Estaban deespaldas a mí. Avanzaban abrazados por

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el pasillo. Luego se detuvieron paradarse un beso larguísimo. ¿Cuánto pudodurar aquel beso? Tal vez diez, quincesegundos, mucho más de lo que entoncessolían durar los besos de las películas.Después yo pensé que la tía Amalia sedaría la vuelta y vendría a la habitación,pero lo que hizo fue abrazarse con másfuerza a Alfonso e indicarle una puertaque estaba unos cuantos metros más allá.Era, naturalmente, la de la habitación deAlfonso, que se sacó del bolsillo unallave y la abrió. Luego, sin soltarse ni unsegundo, desaparecieron los dos de mivista.

Las cosas ocurrían ahora muy

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deprisa, y a la mañana siguiente,mientras estaba tomando el sol junto a latía Amalia y los Torres, vi llegar aAlfonso procedente de la cafetería. Encontraste con los demás, incluidos losotros huéspedes del hotel quedormitaban en las hamacas cercanas,todos en albornoz o directamente enbañador, él iba vestido con traje ycorbata. La tía Amalia no reparó en supresencia hasta que lo tuvo justo al lado,y para entonces ya todos le prestábamosatención. Había algo en Alfonso, en susfacciones desencajadas, en sus ojosbrillantes de alarma, que hacía queninguno de nosotros pudiera apartar la

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vista de él. No se entretuvo en saludar anadie. Se agachó junto a la tía Amalia yle dijo unas palabras al oído. Laexpresión de mi tía, hasta entoncesplácida, se alteró de golpe. Pero ¿tú porquién me has tomado?, le preguntó,levantándose y encarándose con él.¡Creía que estaba tratando con genteseria, no con un simple aficionado!,gritó, y el tono airado de sus palabrassobresaltó a todos los presentes.Alfonso, aturdido, mencionó un nombreinglés o norteamericano, un tal Philip.Dijo que había tenido que salir de viajey que no volvería hasta la semanasiguiente, ¿qué culpa tenía él? ¿Y no hay

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nadie más que pueda autorizar el pago?,replicó mi tía. Dame una semana, rogóAlfonso, es todo lo que te pido. ¿Unasemana? ¡Ni un minuto más! ¡No sécómo he podido fiarme de alguien comotú!, volvió a gritar ella. Toda la genteque nos rodeaba estaba ahora pendientede ellos. La situación se había vueltomuy embarazosa, y el señor Torres quisointervenir, colocándose entre los dos ypidiendo calma por gestos. Amalia, yasabes que yo…, trató de decir Alfonso,pero la tía Amalia le interrumpióllamándole inútil. ¡Señores, por favor!,exclamó el señor Torres. Amalia, sinhacerle ningún caso, me buscó con la

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mirada y dijo: ¡Recoge tus cosas!¡Volvemos inmediatamente a Madrid!

Yo estaba bastante confundida por loque había visto, pero en el fondo nopodía dejar de sentir cierta satisfacción.La perversa satisfacción de quien vecumplirse sus más oscuras intuiciones.Esperé a llegar a la habitación yentonces dije: O sea que yo tenía razón.Te avisé. Te dije que no era de fiar. Mitía, ensimismada, no parecía habermeescuchado. Tendrías que pedir la cuenta,proseguí. Y un taxi para Madrid.¿Cuándo nos vamos? ¿Mañana por lamañana? Ella asintió sin convicción. Laobservé con fijeza. Ahora, más que

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enfadada, me dio la impresión de queestaba nerviosa, incluso atemorizada eindefensa. ¿Me vas a explicar lo que hapasado?, pregunté. Eres aún una niña, nolo entenderías, dijo sin mirarme.

El resto del día se negó a salir de lahabitación. Llegó la hora de la cena yordenó por teléfono que nos subieranensalada y salmón. El camarero dejó elcarrito junto a la mesilla del salón, perola tía Amalia ni siquiera se acercó aprobarlo. Paseaba de un lado para otro,silenciosa, abstraída. Yo nunca la habíavisto así y no sabía qué podía hacer paraayudarla. La ensalada está riquísima,dije. No tengo hambre, replicó. Luego

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llamaron a la puerta. Era el señorTorres. La tía Amalia le invitó a pasar ydijo: Perdona por la escenita de laplaya, pero… El otro no le dejó concluirla frase. Dijo que lo pasado, pasado, yse me quedó mirando. La tía Amalia memiró también y con la cabeza hizo ungesto en dirección al cuarto de baño: Vepreparándote la bañera. Yo quise decirque todavía no había terminado de cenarpero no me atreví. Entré en el cuarto debaño, abrí el grifo del agua caliente yvacié uno de los frasquitos de gel.Estuve unos segundos mirando subir laespuma. Después me asomé a lahabitación y oí a mi tía despedirse del

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señor Torres. Muy bien, decía. Dentrode media hora, en la cafetería… ¡Perorecuerda: a ese hombre no quiero verloni en pintura! El señor Torres se fue y latía Amalia entró en el cuarto de baño. Teacostarás pronto, mañana nos espera unlargo viaje, me dijo, hundiendo la manoen el agua para comprobar latemperatura.

Cuando me despertó por la mañanadebía de ser tempranísimo. Las cortinasde la terraza estaban descorridas y delexterior llegaban las primeras luces deldía. A los pies de la cama vi lasmaletas, algunas de ellas ya cerradas.Date prisa, María, tenemos el taxi abajo,

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dijo la tía Amalia, que llevaba puesta lamisma ropa del primer día, cuandollegamos a Estoril. Lo siguiente fue cosade muy pocos minutos, los que tardé enasearme un poco y en vestirme. Al entraren el taxi me acordé de que no me habíadespedido de Ana y Marta, pero la tíaAmalia, sin escucharme, hizo una señaal taxista y dijo: ¡Vamos!

Era todo como precipitado y furtivo,y yo no entendía muy bien la razón detantas prisas. El taxi recorrió lacarretera que bordea la costa y, al llegaral pequeño desvío de la Boca doInferno, fue reduciendo velocidad hastadetenerse. Y ahí nos quedamos mi tía y

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yo, silenciosas las dos junto al montónde maletas, viendo al taxi alejarse,esperando quién sabía qué. ¿No era esetaxi el que debía llevarnos a Madrid?Ahora sí que no entendía nada,absolutamente nada. Estaba tandesconcertada que ni siquiera me atrevíaa preguntar. La tía Amalia esquivó mimirada y se encendió un cigarrillo.Pasaron sólo unos minutos antes de queen la distancia apareciera eldescapotable de Alfonso. Sus ruedasrechinaron cuando frenó a nuestro lado.¡Venga!, exclamó, saltando al suelo yapresurándose a guardar nuestroequipaje en el maletero. Yo me senté en

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el asiento de atrás. Alfonso arrancó eintercambió una mirada silenciosa conla tía Amalia. ¿Qué estaba ocurriendo?¿Qué demonios estaba ocurriendo?

A esas horas de la mañana el tráficoera escaso, y Alfonso conducía muydeprisa, apurando en las curvas yadelantando a todos los coches ycamiones con que nos encontrábamos.Sólo cuando estábamos ya acercándonosa la aduana noté cómo el descapotablemoderaba su velocidad. Una cola deunos cinco o seis vehículos avanzabadespacio por el lado portugués ante elgesto desganado con el que el policíadel puesto les autorizaba a pasar.

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Mientras cruzábamos los veinte o treintametros de tierra de nadie, busqué elrostro de Alfonso en el reflejo delretrovisor y me pareció percibir en él unrastro de ansiedad. La tía Amalia, a sulado, contenía la respiración.

Delante de nosotros estaba la aduanaespañola. Al llegar a ella, los vehículosque nos precedían daban un pequeñofrenazo y enseguida reanudaban lamarcha. Un guardia civil con tricornio yun uniforme demasiado abrigado para laestación del año echaba un rápidovistazo a la matrícula de cada automóvily hacía con la cabeza un leve gesto deasentimiento. Había ahora tres coches

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delante del nuestro, luego dos y al finalsólo uno, y yo pensaba que tambiénentonces el guardia civil asentiría con lacabeza y nos dejaría pasar. Parecía, dehecho, que era eso lo que iba a hacercuando, de repente, alzó una mano ydijo: ¡Alto!

Un minuto después, todo nuestroequipaje estaba esparcido en torno alAlfa Romeo, las maletas abiertas comograndes bocas desencajadas, nuestraropa asomando fuera de las cremallerasdesordenada y lacia. El registro loefectuaban dos guardias civiles bajo lasupervisión de un cabo. Como en lasmaletas no habían encontrado lo que

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parecían estar buscando, el cabo ordenódesmontar los asientos. Alfonso, mi tía yyo, tensos los tres, sudorosos,esperábamos junto a una de las casetasde la aduana, vigilados por un guardiacivil con una ametralladora negra,bastante más pequeña de como yo lahabría imaginado. Desde allí, en mitaddel montón de maletas, distinguí la mía,la vieja maleta de cartón que en todosesos días no había llegado a abrir, ypensé que aquello quería decir algo.Que quería decir que el sueño habíaconcluido y que yo en ese momentoestaba siendo devuelta a la realidad desiempre. A mi ropa fea y remendada, a

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mi triste cuarto en el pequeño piso demis padres, a la colonia. Que regresaba,en definitiva, a la vida que mecorrespondía.

Uno de los guardias civiles llamó alcabo y le entregó algo. Era un paquetedel tamaño y la forma de un ladrillo,envuelto en plástico transparente. Elcabo lo cogió y entró en una caseta. Através de la ventana de un despacho levimos hablar por teléfono durante unosdos o tres minutos. Luego aquel hombresalió y se dirigió a Alfonso y a mi tía.Llevaba en la mano un grueso fajo debilletes extranjeros, seguramentedólares. Lo agitó primero ante los ojos

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de Alfonso y luego ante los de la tíaAmalia, y finalmente preguntó: ¿Dóndeestá el resto del dinero?

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5La colonia había sido fundada aprincipios de siglo por RamónCadafalch, un catalán que había hechofortuna en Cuba y que había vuelto aEspaña para casarse con una madrileñallamada Elisa Castaño. Su modelo habíasido el de las colonias que por entoncesproliferaban en Cataluña, la coloniaGüell y otras como ésa, y lo primero quehabía mandado construir había sido lapequeña iglesia, que con su fachadablanca y despojada recordaba lostemplos de la isla caribeña.

La organización de la colonia se

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pretendía inspirada en las comunidadesde los primeros cristianos, y la intensareligiosidad del señor Cadafalchdeterminaba no sólo la forma de vida delas familias sino también el propiosistema de trabajo. Mi padre recordabaque, cuando él era niño y todavía lafamilia Cadafalch vivía en la colonia, seinterrumpía la producción al mediodíapara que los trabajadores rezaran elángelus, no sé si durante todo el año osólo durante el mes de mayo, que era,como él decía, el mes de María, pero nopor mí, que nací en diciembre, sino porla Virgen. La colonia alquilaba lasviviendas a los trabajadores al precio

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de una peseta. Fue así desde el principiohasta el final, nunca lo subieron uncéntimo, y yo recuerdo haber visto elsobre que mi padre traía a casa aprimeros de mes y la caligrafía picudacon la que el contable había escrito:sueldo de mecánico de primera, cincomil o seis mil pesetas o lo que fuera,detracción en concepto de alquiler devivienda, una peseta.

El padre de mi padre habíatrabajado en la fábrica desde el primerdía, y mi padre, de hecho, había nacidoen la colonia y nunca había vivido fuerade ella. Hablaba de su infancia connostalgia. Decía que aquéllos habían

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sido los mejores tiempos de la colonia yque en esa época formaban todos unagran familia. El capellán de losCadafalch era como el capellán de todosy cada uno de los trabajadores. Él seocupaba de arreglar los matrimonios,orientar a los padres sobre la educaciónde sus hijos, solucionar las disputas,incluso de fijar los precios deleconomato y negociar adelantos,préstamos y pagas extra para lasfamilias en apuros: si en la coloniahabía reinado siempre la armonía habíasido gracias a él. Pero luego estalló laguerra y todo eso se perdió. La familiaCadafalch se marchó entonces para no

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volver, y el lento pero imparabledeterioro de su enorme mansiónilustraba de algún modo el deterioro dela colonia entera. Desde entonces lafábrica se había acostumbrado a vivir enuna crisis permanente y, aunque cadavarios años, en un intento por reflotarla,se acometía una nueva reforma, ya nuncase lograría regresar a la prosperidad deantes de la guerra.

Mis padres se conocieron en lasfiestas de un pueblo cercano. Era elverano del año cincuenta y uno. Mimadre vivía entonces en casa de miabuelo Fermín y había caído por ahí unpoco por casualidad. El noviazgo fue

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breve, brevísimo, y, aunque esto yo nolo supe hasta mucho más tarde, tampocohace falta ser un lince para adivinar elmotivo: mi hermano Josemi nació sóloseis meses después de la ceremonia. Secasaron en la iglesia de la colonia, peroel sacerdote que les casó no era ya elcapellán de antes de la guerra sino uncura normal, un cura de pueblo. Poraquella época eran muchos lostrabajadores que abandonaban lacolonia y emigraban a Madrid. El díamismo de la boda, mi padre le dijo a mimadre que aquella colonia era su vida yque, pasara lo que pasara, sería elúltimo en marcharse, y digo yo que todo

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eso explica un poco el carácter amargode mi madre, condenada por un errorjuvenil a vivir para siempre una vidaque ella no había elegido y que carecíade la menor expectativa de mejora.

Luego nací yo. Para entonces, de lascasi doscientas familias que habíanllegado a vivir en la colonia sóloquedaban cuarenta, y tanto la iglesiacomo la escuela estaban ya cerradas. Alos niños nos mandaban a estudiar a laescuela del pueblo. Mi padre decía quedebería haber sido al revés, que eran losniños del pueblo los que tendrían quehaber venido a estudiar a nuestraescuela, pero es que mi padre era

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incapaz de aceptar la irrefrenabledecadencia de la colonia. Él tambiéndecía que los buenos tiempos volveríany que lo primero que había que hacer eraechar a los actuales ingenieros. Segúnél, ellos eran los mayores interesados encerrar la fábrica y la colonia. ¡Paraingenieros, los de antes!, exclamaba,queriendo decir los de antes de laguerra. ¡Ésos sí qué eran ingenieros!¡Unos señores que sabían muy bien loque hacían! Yo creo que susconvicciones más o menos izquierdistasno expresaban otra cosa que rencor ydecepción. Rencor y decepción por eseoptimismo suyo continuamente

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desmentido en torno al porvenir de lacolonia. ¿Cómo, si no, puede entenderseque se proclamara socialista y a la vezañorara un tipo de vida feudal ypaternalista como el de aquellos viejosy gloriosos tiempos?

El cierre definitivo de la fábrica seprodujo nueve o diez meses después demi viaje a Estoril. Mi padre llegó a casacon el finiquito y una carta en la que senos anunciaba que disponíamos de dosmeses para abandonar la vivienda. Mimadre leyó la carta y no hizo ningúncomentario. Aquello, en el fondo, eraalgo con lo que debía de haber estadosoñando durante años. Marcharnos de

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allí, instalarnos en otro lugar. Lleguéincluso a pensar que estaba contenta.Claro que, si eso hubiera sido cierto,delante de nosotros habría tenido quedisimular y, cuando mi padre se sentó enla silla de la cocina y se tapó la cara conlas manos, ella dijo: ¿Qué será denosotros ahora?

Aquellos dos meses fueronparticularmente tristes. Casi todas lasmañanas había una o dos familias que seiban. Los hombres, sin trabajo ya, sinnada en lo que ocupar el tiempo, solíancolaborar en las distintas mudanzas.Sacaban los escasos muebles y las cajasa la calle y después los cargaban en la

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furgoneta. Luego, llegaba el momento dela despedida. Entonces estábamos todos,niños y mayores. Estábamos en la calle,cada uno delante de su casa, y lesdecíamos adiós con la mano mientras lafurgoneta recorría despacio el tramoadoquinado, los colchones enrolladossobre la baca, las lámparas baratas y lospercheros asomando por la puertatrasera, atada con dos cuerdas. ¿Dóndevais vosotros?, le pregunté a Pepi lamañana de su partida. A Coslada,contestó, tenemos unos parientes allá.Pero seguiremos siendo amigas,¿verdad?, dije. Muy semejante fue laúltima conversación que mantuve con

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María Jesús. Viviremos en Parla, a mipadre le han ofrecido un empleo en unafábrica de pinturas, dijo, y yo seguídiciéndole adiós con la mano hasta queel vehículo llegó a la glorieta ydesapareció de mi vista.

Por supuesto, cada día que pasabaéramos menos los que salíamos a lacalle a despedir a las familias que semarchaban. Algunas regresaban a lospueblos y aldeas de los que un díasalieron, pero la mayoría optaba poracercarse a Madrid, instalarse en algunade las nuevas barriadas que porentonces estaban naciendo en torno a lacapital, y en aquel momento de la

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despedida todavía creíamos queseguiríamos viéndonos unos y otros yque, en el fondo, nuestra vida tampocoiba a cambiar tanto. Yo no tenía ni ideade adónde iríamos nosotros a vivir. Encasa jamás se hablaba de eso, no almenos en mi presencia, y ni siquiera mehabían comentado para cuándo teníanprevista nuestra mudanza.

Pasaron varias semanas. Una noche,a la hora de cenar, mi madre me dijo quefuera a buscar a mi padre y a mihermano. Aquella noche era especialporque al día siguiente se iba Armando,el de la cantina, y los hombres se habíanjuntado para acabarse las botellas que

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no podría llevarse. Era algo así comouna fiesta de despedida, y yo esperabaencontrármelos riendo y contando viejashistorias de la colonia. Lo que no meimaginaba era que al abrir la puertavería a mi padre llorando. A mi padre ya varios hombres más. A Remigio, aManolo, a Abelardo, al propioArmando. Hombres hechos y derechos,todos ellos de cuarenta años para arriba,obreros recios y viriles que habíannacido y crecido en la colonia y que sehabían reunido allí para llorar por eltiempo pasado, irrecuperable ya. A sualrededor, los más jóvenes permanecíanen silencio, con los ojos

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respetuosamente clavados en el suelo, yyo comprendí que mi presencia allí eracomo una intrusión. Traté de marcharmesin que me vieran, pero era demasiadotarde. Mi padre, acodado en elmostrador, levantó la mirada hacia mí yasintió con la cabeza. Nos vamos,Josemi, dijo sin volverse hacia dondeestaba mi hermano. Luego dio unoscuantos pasos tambaleantes y apoyó sumano en mi hombro. Había bebidomucho, muchísimo, quién sabe cuántasbotellas había decidido Armando nollevarse consigo, y yo en ese momentosentí una inmensa tristeza por él.

Aquella noche recordé el juramento

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del que alguna vez había oído hablar. Mipadre quería ser el último en abandonarla colonia, de modo que durante lassemanas posteriores seguiríamossaliendo a la calle a despedir a los quese marchaban y al final nosmarcharíamos también nosotros, sin quequedara nadie allí que pudiera asomarsea despedirnos.

Eso fue exactamente lo que ocurrió.Recuerdo muy bien aquella mañana.Estábamos a mediados de junio perotodavía no hacía demasiado calor. Mipadre se despertó mucho antes que losdemás y empezó a apilar trastos en lacalle: el viejo reloj de cuco, la radio de

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segunda mano, la mesa y las sillas, lamecedora en la que tanto le gustabasentarse. Yo repartí mi ropa, misálbumes de Marisol, mis cuadernos, mistres muñecas entre mi maleta de cartón ydos cajas medianas, y lo bajé todo alportal. Delante estaba ya aparcada lafurgoneta. Era una de las furgonetas dela empresa, que había accedido aprestarlas para las mudanzas. Mi padreconsiguió cargarlo todo en la parte deatrás y luego cerró la puerta. En lacolonia no quedaba nadie. Sólonosotros, y por muy poco tiempo.Teníamos que entrar en aquel vehículo ymarcharnos de allí.

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Entonces mi padre hizo una cosa quenunca olvidaré. Se fue hasta el final dela calle y la recorrió despacio,deteniéndose un instante ante cada portalpara comprobar que todas las puertas detodas las casas estaban bien cerradas.Hizo lo mismo en sentido inverso, y sólodespués volvió junto a nosotros y nosindicó por señas que podíamos montar.Y luego, cuando salimos de la colonia,paró un momento para cerrar la altacancela de hierro forjado, y a mí aquelloaún me hizo estremecer más porque,después de tantos años de verla abiertay con esos boquetes tan grandes quehabía en el muro, me pareció un gesto

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completamente inútil, y por eso mismosimbólico y grandioso. Luego mi padrevolvió a ponerse al volante de lafurgoneta, y aquélla fue la última vez enmi vida que vi la colonia.

También nosotros, según entoncessupe, íbamos a una de las nuevasbarriadas de las afueras de Madrid.Entramos en la ciudad por la carreterade Zaragoza y mi padre, que no conocíalas calles, tuvo que parar varias vecespara preguntar. Y no sólo es que mipadre no conociera las calles. Es que,además, no estaba acostumbrado aconducir en medio de un tráfico tandenso. Mi madre, a su lado, le indicaba

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que se pusiera a la derecha o a laizquierda o se metiera por esta o aquellacalle, y él acababa enfadándose ygritándole que se callara de una vez, queasí lo único que conseguía eradistraerle. Entre una cosa y otra lafurgoneta avanzaba dando bandazos, yen un momento dado un guardia nos parópara pedirnos la documentación. Mipadre se quedó sin habla. En la coloniatodos los hombres conducían pero eranmuy pocos los que tenían carnet. ¿Paraqué, si allí todos nos conocíamos y nohabía policía ni guardia civil ni nadaque se le pareciera? El permiso deconducir, repitió el guardia. No tengo,

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admitió mi padre bajando la cabeza.Haga el favor de salir del vehículo,ordenó el otro, y mi padre salió y através de la ventanilla le vi disminuido ydébil, como a un ser bien distinto delhombretón al que yo siempre habíaadmirado.

Aquel episodio marcó de algúnmodo el comienzo de nuestra nuevavida. Habíamos abandonado el ámbitoseguro y protector de la colonia ypasábamos a formar parte de un mundo acuyas reglas no estábamosacostumbrados. Hasta esa mismamañana mi padre había sido un hombrerespetado, y nadie se habría atrevido

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jamás a humillarle delante de su mujer ysus hijos. Ahora, en cambio, era unomás, un hombrecillo al que cualquierguardia urbano se sentía con derecho adar órdenes y tratar como a un niño.

El guardia nos puso una multa peroal menos nos dejó marchar. Cuando porfin logramos llegar al que iba a sernuestro barrio, todo nos pareció feo yvulgar. Las calles estaban comoinacabadas, con tramos sin asfaltar yfarolas amontonadas sobre la acera,esperando medio oxidadas a que alguiense decidiera a instalarlas. No habíaárboles por ningún lado, y los edificios,muchos de ellos recién construidos,

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parecían más viejos que las pocas casasrealmente viejas que aún sobrevivían.Antes de buscar nuestro portal dimosuna vuelta en la furgoneta, y mi madre,que a pesar de todo estaba menossombría de lo que en ella era habitual,trataba de animarnos con suscomentarios. Aquí está la escuela, dijo,señalando unos barracones con manchasde humedad en las paredes y una enormebandera de España. Fijaos qué campode fútbol tan hermoso, dijo, refiriéndosea un desolado terreno con más piedrasque césped. Y aquí tienen previsto ponerel dispensario, dijo, volviendo la cabezahacia lo que de momento no era más que

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un campo de alfalfa.Desde luego, aquello no tenía nada

que ver con el Madrid que yo habíaconocido en mis paseos con la tíaAmalia, y a mí me extrañaba el interésque mi madre ponía en que aquello nosgustara. Luego supe que con el pocodinero que mis padres habíanconseguido ahorrar habían pagado laentrada del piso, y pensé que lo que deverdad le hacía ilusión era serpropietaria de las cuatro paredes entrelas que íbamos a vivir. Y cuando digocuatro paredes estoy utilizando una frasehecha que refleja bastante bien larealidad, porque aquel cubículo

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diminuto no tenía muchas más. El salónera al mismo tiempo cocina y comedory, como no había más que dosdormitorios, mi hermano y yotendríamos que compartir uno de ellos.Al principio estaremos un pocoapretados, dijo mi madre, y mi padrerepitió: Al principio. Lo repitió sin lamenor ironía, como queriendoconvencerse de que aquello era algoprovisional, a la espera de mejorestiempos, y yo pensé que ahora podía serque fuéramos dueños de nuestra propiacasa pero que desde luego éramos máspobres que en la colonia, cuandopagábamos una peseta por el alquiler.

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6En el barrio vivían unos cuantostaxistas. Por eso, aquella tarde, cuandovolví de la escuela, no me extrañó veruno aparcado ante el portal de nuestrobloque. Debía de ser un martes o unjueves porque esos días teníamos clasede ballet, y aquella tarde llevaba labolsa con el tutú y las zapatillas. Subílas escaleras como solía hacerlo, de dosen dos y canturreando una tabla demultiplicar, y al llegar a nuestro rellanome detuve a escuchar las voces queprocedían del interior del piso. Alprincipio pensé que se trataba de una

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nueva discusión entre mis padres. Mimadre gritaba: ¿Para qué has venido?¡Coge eso y lárgate! ¡Vete y no vuelvaspor aquí! Eso era normal en susdiscusiones, que se echaran de casa eluno al otro o se amenazaran mutuamentecon marcharse y no volver, y todossabíamos que se trataba de amenazasque nunca llegarían a cumplirse, demodo que no le di demasiadaimportancia y me dispuse a llamar altimbre.

Pero las siguientes palabras de mimadre me lo impidieron. ¡Ya lo sé!,volvió a gritar, ¡has venido parahumillarme! ¡Para que encima tenga que

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estarte agradecida! ¡Coge tu suciodinero y vete! ¿No me has oído? ¡Vete!Había algo que no encajaba, y enseguidasospeché que, por una vez, el objeto deaquellas iras no era mi padre. Peroentonces, ¿quién? Tardé sólo unossegundos en descubrirlo. Eres injusta,Encarna, oí que, con voz más resignadaque tensa, decía la otra persona. Setrataba, por supuesto, de la tía Amalia.Yo no había vuelto a saber nada de ellani de Alfonso después de lo de Estoril.Durante ese año y medio ni siquierahabía oído mencionar sus nombres, yhabía acabado aceptando su definitivadesaparición con esa extraña naturalidad

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con la que los niños aceptan los hechosque no alcanzan a explicarse. Como lamuerte de los seres cercanos: ahora está,ahora no está.

Eres injusta, repitió la tía Amalia, ymi madre volvió a gritar: ¿Cómo puedeshablar de justicia? ¡Acabas de salir dela cárcel y te atreves a hablar dejusticia! ¡No tendrían que habertesoltado! ¡Ése es el único sitio para lagente como tú! Entonces se abrió lapuerta y me encontré cara a cara con latía Amalia. Llevaba unos pantalones deterciopelo gris y una chaqueta larga concinturón, y en las manos sostenía unbolsito blanco de charol a medio cerrar.

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Durante un par de segundos mi madre noadvirtió mi presencia, y la tía Amalia yyo nos miramos en silencio. ¡Entra,María!, gritó entonces mi madre, y yo nopodía dejar de mirar a mi tía. Estabainmóvil y como hipnotizada. ¡Te hedicho que entres!, volvió a gritar, fuerade sí, y lo que seguramente quería eraque dejara de mirarla como la estabamirando. Después la tía Amalia se fue ymi madre cerró de un portazo. Fue adecirme algo, los ojos húmedos derabia, pero al final se contuvo. Luego semetió en la pequeña cocina y yo corrí aasomarme a la ventana, justo a tiempode ver el taxi de la tía Amalia

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desaparecer detrás del campo de alfalfaen el que estaba previsto queconstruyeran el dispensario.

La tía Amalia y Alfonso habían sidocondenados por estafa y encarcelados,ella en Yeserías, él en Carabanchel,pero la mayor parte del botín habíapermanecido a buen recaudo en algúnlugar de Portugal, y lo primero que ellahizo después de salir de prisión yrecuperar el dinero fue visitar a suhermanastra para ofrecerle apoyoeconómico. Pero yo esto no lo supe enese momento sino un poco más tarde,esa misma noche, y sólo entonces estuvesegura de algo que apenas había llegado

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a intuir: que Alfonso y ella me habíanutilizado, que de algún modo les habíaservido de cebo en el asunto de losTorres y el cuadro falsificado. ¿Por qué,si no, esa necesidad apremiante deacallar sus remordimientos y reparar elmal ocasionado?

Por entonces Josemi estaba haciendola mili y yo tenía el cuarto para mí sola.Aquella noche, desde la cama, notécómo mi madre se asomaba a mirarme yluego cerraba la puerta con sigilo. Yohacía tiempo que fingía dormir. Melevanté en la oscuridad y me acerqué ala puerta. Es mucho dinero…, oí decir ami padre, que estaba cenando delante

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del televisor en blanco y negro reciéncomprado. Y lo que hicieron con tu hija,¿qué? ¡Eso no se paga con dinero!,replicó mi madre. Te lo repito: hashecho bien. Yo sólo digo que tal comoestán las cosas…, dijo él, titubeante. ¡Túte callas!, le interrumpió ella, y entoncesoí ruido de cacharros e imaginé a mipadre cogiendo una mandarina delfrutero de mimbre.

Hablaron luego de la cárcel, deCarabanchel, de Yeserías, de la condenaque el juez había impuesto a la tíaAmalia y su socio, como ellos decían, ydel dinero que habían mantenido ocultoen Portugal. Un porrón de dinero,

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comentó mi madre, y mi padre repitió:Un porrón. Y después se callaron.Estuvieron un buen rato en silencio,mirando una película que contaba lahistoria de una familia de mineros, creoque galeses. Y cuando volvieron ahablar fue, como casi siempre, paraquejarse de las letras que estaban apunto de vencer. Tenemos un piso, unanevera, una televisión, pero vivimospeor que antes, cuando no teníamosnada. Vivimos peor que los minerosestos, dijo mi padre, y mi madre, quesiempre que se mencionaba la compradel piso se daba por aludida, le preguntóirritada: ¿Te vas a acabar la mandarina o

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no? ¡A ver si puedo recoger la mesa!Pero mi padre volvió a la carga: Si almenos Josemi no estuviera en la mili…Son demasiados gastos para un solosueldo. Y yo, ¿qué? ¿Yo no hago nada?Yo no he dicho eso. Sí que has dichoeso. Yo no he dicho eso, y punto y basta,concluyó mi padre, y yo volví a micama.

Aquella discusión había sido comotodas las suyas. O quizá no. Quizáhabían dicho lo mismo de siempre perorefiriéndose a algo diferente, algo queninguno de los dos se atrevía a nombrar:refiriéndose al dinero que esa mismatarde mi madre había rechazado. ¿Qué

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habría ocurrido si mi padre hubieraestado en casa cuando llegó la tíaAmalia? ¿Habrían acabadoaceptándolo? Yo quería pensar que sí. Yque entonces todo habría sido distinto.Que la relación con la tía Amalia sehabría arreglado y las cosas habríanvuelto a ser como antes del viaje aEstoril. Pero el hecho era que mi madrey mi tía se habían encontrado a solas yla reconciliación se había reveladoimposible. Mi madre jamás leperdonaría la forma en que me utilizópara estafar a aquella gente, la familiaTorres. Lo curioso era que yo a mi tía nole guardaba ningún rencor. Más bien al

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contrario: aquellos días en Estorilhabían sido los mejores de mi vida y,aunque ya no me servían, yo todavíaconservaba como recuerdo algunas delas prendas de vestir que entonces mehabía comprado la tía Amalia. Ahorapienso que el asunto de Estoril desatóresentimientos mucho más antiguos yprofundos, de la época en que el abueloFermín había enviudado y mi madre sehabía sentido abandonada, excluida deuna familia que no era la suya, con unamadre y una hermana que no eran ni sumadre ni su hermana.

Mi madre ahora estaba orgullosa detener un piso en propiedad, pero era

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verdad que eso no la había sacado depobre. Si en la colonia limpiaba dosviviendas, la del ingeniero Goitia y ladel otro ingeniero más joven con tantoshijos, desde que nos mudamos a labarriada limpiaba cuatro: dos en elcentro de Madrid, cerca del Retiro, y lasotras dos por la zona de Alfonso XIII. Yoestuve algunas veces en una de éstas.Era una casita blanca, de dos pisos, conun par de tilos en el pequeño jardín. Sudueña era una viuda llamada doñaMargarita. Tenía tres hijas de edadesmuy diversas, la más pequeña,Almudena, sólo un año mayor que yo, ymi madre insistía en que en esa casa la

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trataban muy pero que muy bien. A míme llevaba consigo cuando no tenía queir a la escuela y, mientras ella limpiaba,Almudena y yo jugábamos en su cuartocon las muñecas. Y era verdad que doñaMargarita la trataba bien, pero la tratababien como se trata bien a los seres declase inferior. Era un poco como lamujer del ingeniero Goitia, que siemprele regalaba la ropa bien conservada queno pensaba ponerse. También a mí meregalaban cosas: muñecas por las queaquellas chicas no sentían un cariñoespecial, novelas bastante manoseadasde Enid Blyton, zapatos que a Almudenase le habían quedado pequeños porque,

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como decía doña Margarita, a esa niñalos pies le crecían como a los conejoslos dientes. A diferencia de la mujer delingeniero Goitia, que siempre la tratabade tú, doña Margarita trataba a mi madrede usted y, aunque mi madre decía quedaba gusto sentirse tan respetada, yo enaquello no veía una señal de respetosino de distanciamiento. No sonabanigual el usted de mi madre y el de doñaMargarita, que decía usted, Encarna, síque tiene buena mano para la aguja, yluego cogía una revista y se tumbaba enel sofá a esperar a que mi madre lecambiara la cremallera a su anorak deesquiadora.

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Mi madre aceptaba agradecida todoslos regalos que doña Margarita le hacía,unas blusas y unas rebequitas que, comoella decía, daba pena tener que tirar,unos guantes que había comprado porcapricho y nunca había llegado aponerse, algunas botellas y turrones delas cestas que solía recibir por Navidad,y yo me preguntaba cuál podía ser laidea que mi madre tenía del amorpropio: ¿por qué aceptaba todo lo que ledaba aquella mujer poco menos quedesconocida y en cambio rechazaba eldinero de su hermana? Yo en eso no eracomo mi madre. Yo agradecía con unasonrisa ambigua los pares de zapatos

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que se le habían quedado pequeños aAlmudena y luego no me los ponía. Pero¿por qué, si son tan bonitos?, seenfadaba mi madre conmigo. Sonhorribles, replicaba yo, aunque esonunca era verdad. Sólo eran odiosos, ydespués, cuando ya los míos acababande estropearse y mi madre se decidía allevarme a la zapatería, yo acababaeligiendo unos zapatos que, aunque enbarato, no eran tan distintos de los deAlmudena.

Pero yo en aquella época casi nosalía del barrio. Sólo iba a Madridcuando mi madre me llevaba a la casade doña Margarita, que era como no ir a

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Madrid porque ahora esa zona está enmitad de la ciudad pero entonces seconsideraba que estaba en las afueras, ycuando la acompañaba al médico paralo de sus piernas tontas. En esto habíahabido muy pocos cambios. Mi madreseguía yendo a la consulta de aquelpariente de la mujer del ingeniero Goitiaque no le cobraba la visita, y seguíansiendo aquéllas las únicas ocasiones enque se decidía a ponerse de tirioslargos.

El trayecto en autobús por el centrode Madrid no era muy diferente del deentonces, y lo único que de verdadcambiaba era que, en lugar de dejarme

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en casa de la tía Amalia, me obligaba apermanecer a su lado en la sala deespera hasta que el médico se decidía aatenderla, que solía ser al final, cuandoya habían pasado por su consulta todoslos pacientes de pago. Aquel médico eraotra de esas personas que la tratabanmuy pero que muy bien, y mi madrealgunas veces le llevaba tapetes deganchillo que ella misma hacíarobándole horas al sueño. Me preguntoqué haría el médico con aquellostapetes, que en una casa pobre como lanuestra pretendían ser un signo dedistinción pero difícilmente encajaríanen el hogar de una familia adinerada. Yo

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sentía un poco de vergüenza ajenacuando, a últimas horas de la tarde,salíamos de la consulta y mi madre,fingiendo irritación pero en el fondoorgullosa, decía: ¡Qué razón tiene eldoctor! Me iría mucho mejor si dejarade destrozarme las piernas fregandosuelos y me dedicara más a estaslabores.

A pesar de eso, a pesar de esavergüenza y de las interminablesesperas, a mí esas visitas me gustabanporque me recordaban a la tía Amalia,me recordaban aquellas tardes felices enque ella y yo paseábamos por las callesde los comercios más caros y nos

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metíamos en un cine a ver una películade Marisol.

El autobús que entonces cogíamosrecorría gran parte de la calle Princesay, cuando pasaba por delante de laantigua casa de la tía Amalia, yo nopodía apartar la vista del portal: de laalfombra morada que llegaba hasta lamisma calle y no retiraban hasta bienentrada la primavera, de Venancio, que aveces salía a fumar un cigarrillo ycharlar un poco con los porteros de lascasas cercanas. Miraba aquel portal concierta ansiedad, como si en los escasossegundos que nuestro autobús tardaba endejarlo atrás confiara en ver salir o

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entrar a la tía Amalia, con suspantalones y sus zapatos planos y eseaire suyo como de Katharine Hepburn.En aquel instante brevísimo, me gustabaentregarme a la ilusión de que todoseguía siendo igual que antes, de quenada había cambiado y la tía Amaliaseguía viviendo allí. Sabía, porsupuesto, que eso era imposible,después de lo de Estoril, la cárcel ytodo lo demás, y lo que me preguntabaera dónde viviría ahora. Muyprobablemente fuera de Madrid, quiénsabe si incluso fuera de España, enalgún lugar soleado y tranquilo en el quepoder gastar sin temores su parte del

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botín. Eso, al menos, era lo que hacíanlos estafadores de las películas, quesolían retirarse a una playa del Caribe ode Brasil y se pasaban las horasbebiendo zumos exóticos y dormitandoen sus tumbonas.

En aquella época, y aunque nunca sehablaba de ello en los periódicos o en latelevisión, eran frecuentes lasmanifestaciones contra el régimen deFranco. Muchas veces no eran nimanifestaciones: apenas un puñado deestudiantes que cortaban el tráfico dealguna de las calles del centro de laciudad, se apresuraban a repartiroctavillas entre los automovilistas y los

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transeúntes y luego, en cuanto aparecíanlas primeras tanquetas de la policíaarmada, echaban a correr y sedispersaban. Eso bastaba, sin embargo,para que las calles principales quedarancolapsadas y algunos autobuses tuvieranque alterar su itinerario habitual.

Una de esas tardes en que yoacompañaba a mi madre a la consultadel médico, los estudiantes habíanconseguido sumir en el caos toda la zonade Recoletos, y a la altura de la plaza deColón un guardia obligó a nuestroconductor a desviarse por la calleGénova, con el propósito, se suponía, deacceder a la Gran Vía o a Princesa por

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una transversal. Pero el tráfico enGénova tampoco era mucho más fluido,y el autobús avanzaba muy despacioentre el estrépito de las bocinas. Yo, depie junto a mi madre, miraba losescaparates de los comercios: unacafetería, una tienda de muebles, otra delámparas. Luego el autobús quedóretenido en mitad del atasco y entoncesla vi. Era una tienda de antigüedades yse llamaba Estoril. Miré a mi madre,que permanecía a mi lado, impasible,indiferente como en nuestros primerosviajes en autobús, cuando sólo abría laboca para decir Nuevos Ministerios oCibeles o Telefónica, y que sin embargo,

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no me cabía la menor duda, lo estabaviendo igual que yo. Estoril.Antigüedades Estoril. Clavé la miradaen el escaparate y en la puerta de cristal.A través de ellos sólo podían verse unoscuantos muebles, algunos cuadros, unreloj de péndulo, un espejo. Desdeluego, no podía verse si había alguien enel interior del local pero, cuando elautobús echó por fin a andar, estuvesegura de haberla encontrado. Habíaencontrado a la tía Amalia.

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7Nuestra profesora de ballet era unapeluquera del barrio que se llamabaMarisa. De joven había intentadodedicarse profesionalmente a la danza,pero las cosas no le habían ido bien y alfinal había acabado aceptando el destinoque parecía corresponderle, porquetambién su madre y algunas de sushermanas eran peluqueras. Pero Marisaseguía bailando en sus horas libres, yhabía sido ella misma la que se habíapropuesto a la directora de la escuelapara impartir todas las semanas un parde lecciones de ballet como actividad

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complementaria. Yo era una de susalumnas favoritas, por no decir lafavorita. Según ella, yo tenía laelegancia del cisne y la armonía delcanto del colibrí. Marisa, la verdad, eraun poco cursi, con ese vocabulario queempleaba y ese acento suyo que sonabaun poco a italiano y otro poco a francés,pero que todos sabíamos que era fingidoporque ella nunca había ido más allá deGuadalajara. Yo, sin embargo, se lodisculpaba todo. Se lo disculpaba por lomucho que me apreciaba y por lo bienque lo pasaba en sus clases. A quien nole gustaba demasiado era, por supuesto,a mi madre, que decía que la princesa

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había nacido para princesa y elcarbonero para carbonero, como dandoa entender que nunca la hija de unapeluquera podría dedicarse a otra cosaque no fuera hacer permanentes ycardados. Creo incluso que mi madreconsideraba a Marisa una malainfluencia para mí y que, si de ellahubiera dependido, habría hecho que susclases no fueran gratuitas sino de pagoporque así habría tenido un buenpretexto para no inscribirme. Pero elcaso era que las clases no le costaban unduro y que, según Marisa, yo destacabaen ellas con mi elegancia de cisne y miarmonía de colibrí.

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Para Navidades y fin de cursocelebrábamos un espectáculo en elpolideportivo del barrio, que enrealidad era poco más que un almacénde altos techos con una cancha debaloncesto y una gradería, y en esasocasiones era inevitable que yo fuera laprimera bailarina. A mí me gustabasaberme el centro de atención de aquellagente, aquellos padres y hermanos dealumnas, y ver cómo al final todos(incluida mi madre, no habría estadobien que no lo hiciera) se ponían en piey me aplaudían durante más de unminuto.

Fue en una de esas fiestas donde

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Marisa anunció públicamente lo de mibeca. Es éste un año excepcional, un añoventuroso como un almendro en flor,dijo Marisa con su estilo característicodesde el centro mismo de la cancha, yentonces me hizo acudir a su lado ypidió un nuevo aplauso para mí porqueuna de las más prestigiosas academiasde España, incluso de Europa, me habíaconcedido una beca importantísima, unabeca que sin lugar a dudas permitíaaugurarme un inmejorable futuro en elmundo de la danza. ¿Quién sabe si nonos encontramos ante una nueva IsadoraDuncan?, concluyó Marisa, y todosvolvieron a aplaudirme, aunque dudo

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que hubiera nadie allí que hubiera oídojamás hablar de Isadora Duncan. Miréentonces a mi madre, a la que ni Marisani yo habíamos querido dar la noticia, y,pese a que por dentro debía de estar másque irritada, no le quedaba más remedioque agradecer con una sonrisa tirante lasfelicitaciones de los padres y las madresque estaban sentados cerca de ella.

Marisa decía que la academia erauna de las más prestigiosas de España,incluso de Europa, pero seguramente lodecía porque ella misma había estudiadoallí y era una forma como otracualquiera de dar lustre a su modestohistorial de bailarina. Aunque también

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podía ser que en su época hubieraconocido cierto esplendor y que luego,con el paso del tiempo, lo hubieraperdido. Lo cierto era que lasinstalaciones estaban viejas ydescuidadas y que en un parqué comoaquél era inevitable que acabarasclavándote unas cuantas astillas. Suspropietarias y profesoras, las hermanasFernández, eran además tres corpulentasseñoras de entre cincuenta y sesentaaños a las que resultaba difícil imaginarintentando el más sencillo de los pasosde baile. ¿Y cuántas alumnas tendrían entotal? Yo calculé una docena, dos en elmejor de los casos. Que una academia

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así estuviera en condiciones de repartirbecas entre las niñas de las familiaspobres resultaba cuando menosllamativo, aunque también podía ser queése fuera el último y desesperadorecurso al que aquellas mujeres sehubieran agarrado para captar discípulasy mantener alguna actividad en sunegocio. ¿Era yo la única becaria o, porel contrario, había otras niñas, quiénsabe si todas, en mi situación? Lo queestaba claro era que muy pocos padreshabrían pagado por enviar a sus hijas auna academia así.

Pero a mí todo eso me daba lomismo. A mí aquella beca me acercaba

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un poco más a la forma de vida quesiempre había deseado llevar. Y no sóloeso: me acercaba también a Estoril, a latienda de antigüedades de la tía Amalia,porque la academia de las hermanasFernández estaba en una bocacalle deZurbano, no muy lejos de la calleGénova, por la que mi madre y yohabíamos pasado en autobús el día aquelde la manifestación.

Recuerdo muy bien la primera vezque me asomé al escaparate deAntigüedades Estoril. Mi madre mehabía acompañado un par de tardes a laacademia para asegurarse de que meaprendía el camino y luego me había

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dicho que ya tenía edad para ir sola alos sitios. Aquel día fue también elprimero en que, con mi bolsa del balletal hombro, pude moverme con libertadpor Madrid. Era todavía verano, creoque mediados de septiembre, y bajé delautobús varias paradas antes de lo quedebía, de modo que, para llegar a laacademia, tenía que cruzar dos o trescalles, una de ellas Génova. Recuerdomuy bien que aquella primera vez no meatrevía a acercarme demasiado y que ibade un lado para otro por la acera deenfrente, tratando con disimulo deescudriñar el interior del local. Desdeaquella distancia y a través del cristal

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de la puerta creí distinguir cuatro ocinco figuras. ¿Podía ser que una deellas fuera la de la tía Amalia y otra lade Alfonso? No estaba segura. Llegó unapareja con una niña más o menos de miedad, que entró un momento y luegosalió a esperar a sus padres. Crucé lacalle. Me pareció que con tanta gentepodía por fin decidirme a pasar pordelante y echar un vistazo sin correr elriesgo de ser descubierta. Anduvedespacio por la acera y me paré justoantes de llegar al escaparate. Aquellaniña estaba jugando a las bolas locas,que ese año estaban de moda, dos bolasdel tamaño de dos canicas grandes,

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unidas por un cordel, que se sosteníanentre el pulgar y el índice y había queentrechocar con fuerza: tacatá, tacatá.Tragué saliva. La niña me miró. Di uno,dos, tres pasos y me planté delante delescaparate. Miré. Una cómoda, un atrilcon un libro antiguo, una lámpara de pie,un busto de mármol. Ahora sólo mefaltaba dar un paso más y asomarme a lapuerta, a través de la cual podría sinduda ver a la tía Amalia, pero eseúltimo paso no me iba a resultar sencilloporque yo sabía que, si finalmente lodaba, estaría traicionando a mi madre.Lo di, por supuesto. Di ese paso y, enefecto, ahí estaba la tía Amalia,

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enseñando un elefante de marfil a lapareja recién llegada, y a su espaldaestaba Alfonso, cada vez más parecidoal padre de Marisol en Un rayo de luz,charlando con dos señoras y señalandounos retratos, y, aunque mi intenciónhabía sido la de seguir mi camino sindetenerme, lo cierto es que me habíaquedado como clavada en el sitio y quecualquiera de los dos podría verme consólo volver la mirada hacia la puerta. Laotra niña, mientras tanto, seguía con sutacatá, tacatá. Fue ella la que me hizoregresar a la realidad. ¿A ti qué tepasa?, ¿estás tonta?, me preguntó,dejando por un instante de hacer ruido, y

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yo abracé con fuerza mi bolsa del ballety eché a correr hacia la esquinasiguiente.

A partir de aquel día me acostumbréa hacer siempre lo mismo. Las tardesque tenía clase en la academia bajabadel autobús, me metía por Génova ypasaba por delante de la tienda echandoun vistazo furtivo a su interior. ¿Quería ono quería ser descubierta? Yo creo que,cuando alguien se expone con excesivafrecuencia a un riesgo o una tentación, esque en realidad está deseando ceder,caer hasta el fondo del pozo, y al finalacabó ocurriendo lo que tenía queocurrir. Una de esas tardes, en el

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momento mismo en que pasaba pordelante de la tienda, se abrió de golpe lapuerta y la tía Amalia me sonrió y medijo: ¿También hoy vas a echar a correr?Me había visto. Me había visto laprimera tarde y quién sabe si todas lasdemás. Yo, acobardada, no supe quécontestar. Tenía la sensación de habersido cogida en falta, como cuando losniños de la colonia nos colábamos en unhuerto cercano a robar fresas y elcampesino nos perseguía dando gritos yblandiendo el bastón, y oscuramentetemía que pudiera guardarme algúnrencor por el mal trato que mi madre lehabía dispensado. Lo que menos me

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esperaba era que al cabo de un momentoapareciera también Alfonso y que losdos, al verme tan confundida, casillorosa, soltaran una carcajada unánime.¡Pero María!, ¡si pareces la estampa dela Pasión!, exclamó la tía Amalia, yentonces también yo me eché a reír. Esohizo las cosas mucho más fáciles. Mepreguntaron adónde iba. Yo les hablé demi beca y de mis clases de ballet y lesdije que iba a llegar tarde a la academia,y ellos me invitaron a visitarles siempreque quisiera. Ése es nuestro piso, añadióla tía Amalia, señalando el balcón queestaba justo encima de la tienda,¿quieres subir a tomar una cocacola?

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No subí aquella vez pero sí lasiguiente, y la tía Amalia debía de estaresperándome porque lo primero quehizo fue encender el tocadiscos y lacanción que sonó fue, cómo no, Maríabonita: Acuérdate de Acapulco, deaquellas noches… Y de repente me sentícomo si de verdad nada hubieracambiado en esos casi dos años, comosi aquél fuera aún el piso de la callePrincesa y mi madre me hubieraacompañado por la alfombra morada delportal ante la atenta vigilancia deVenancio. Pero aquel piso era inclusomejor y más elegante que el de Princesa,con un gran salón con chimenea de

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mármol y artesonados en los techos, conun pasillo anchísimo lleno de cuadrosantiguos. Luego supe que muchos deaquellos muebles y aquellos cuadrosformaban parte del negocio. Que podíanser vendidos en cualquier momento yque, por eso, la decoración de la casa setransformaba sin cesar: tan prontodesaparecía un secreter o un biombocomo aparecía una escribanía o unespejo, siempre de lujo, por supuesto, ysiempre preciosos, aunque la sensaciónque el conjunto transmitía era algoextraña, como si aquello no fuera unavivienda sino una exposición, como sien cada una de aquellas piezas hubiera

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algo que delatara su provisionalidad.Pero eso no cambiaba las cosas: siaquel piso y aquella tienda y aquellasantigüedades habían sido pagados, comodesde el principio supuse, con el dineroque Alfonso y la tía Amalia le habíansacado al señor Torres, es que deverdad le habían sacado un porrón,como decían mis padres.

La casa y el local estabancomunicados por una escalera decaracol que unía el salón con latrastienda, y a mí me gustaba sentarmeen uno de los escalones centrales porqueestar allí era como estar en los dossitios a la vez: en el piso, en el que la tía

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Amalia solía matar el rato leyendocuando no tenían clientes, y en la tienda,a la que bajaba corriendo en cuantoAlfonso la reclamaba por el interfono.¿Puedes bajar, Amalia?, oía yo desde miescalón, y al momento aparecía mi tíadiciendo: ¡Paso, paso! Sentada enaquella escalera me tomaba unacocacola y esperaba la hora de la clasede ballet. Algunos clientes, o más bienclientas, me saludaban desde lejos y metomaban por hija de la tía Amalia. ¡Quéniña tan guapa!, ¡no se puede ocultar aquién ha salido!, comentabanrefiriéndose a mi tía, y ella asentía conla cabeza y me enviaba una sonrisa

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cómplice, como la noche de nuestrallegada al hotel de Estoril.

No tardé en convertirme en unapresencia habitual. Entraba a visitarlessiempre que tenía clase, y lo máscurioso es que nunca hablamos ni de losTorres ni del juicio ni de la cárcel, comosi nada de eso hubiera existido.Tampoco de la discusión con mi madre,a la que por otro lado mi tía evitabaaludir y, cuando lo hacía, era siempre deun modo indirecto, con un ¿qué taltodos?, ¿bien?, o un ¿cómo está lafamilia? Todo eso formaba parte de unaespecie de código privado, una manerade entendernos y hacernos entender que

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no requería palabras, no al menos laspalabras exactas, las que cualquierapronunciaría en cada una de esassituaciones.

Una tarde mi tía me preguntó siquería acompañarla a hacer unascompras. Es que tengo clase…, dije yo.Por un día que te la pierdas…, replicó.Dejé mi bolsa del ballet en el hueco dela escalera y la seguí. Entramos en unatienda de ropa, cogió uno de esosvestidos vaporosos, ligeros y comoibicencos que entonces estaban de moday señaló los probadores: Mira a ver quétal te sienta. No, de verdad que no, dije,negando con la cabeza, y ella insistió:

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Que te lo pruebes. También eso formabaparte de nuestro código: yo no podíapresentarme en mi casa con ese vestidoy ella lo sabía y yo sabía que ella losabía, pero las dos hacíamos como sino, como si aquello fuera lo más normaldel mundo, una tía tratando de regalar unvestido a su única sobrina y éstaresistiéndose por cortesía. Pasé alprobador y me puse el vestido. Eraprecioso, con aquellos velos de coloresclaros. Me hacía parecer una de esasactrices jóvenes que salían en lasrevistas. Una monada, una auténticamonada, dijo mi tía mirándome en elespejo. Salí de la tienda con el vestido

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puesto y no me lo quité hasta que llególa hora de volver a casa. No tepreocupes, te lo guardo en mi armario,me dijo la tía Amalia mientras yo meponía la ropa con la que había venido,un pantalón barato y una camiseta decolorines que había sido de Josemi, y yoentonces quise darle las gracias pero nodije nada y lo que hice fue llevarme lamano al cuello y mostrarle la cadenitaque durante toda la tarde habíamantenido oculta bajo la ropa, unacadenita de plata con un pequeñocolgante de jaspe. Fue ésa una de laspocas veces que delante de la tía Amaliahablé de mi madre. Y ni siquiera llegué

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a mencionarla. Dije ella, dije quedelante de ella nunca me la ponía, y yoya supe que ella sabía a quién me referíacon ese ella.

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8Pero la vida, la vida real, no era la deMadrid sino la del barrio, y allí lascosas iban cada vez peor. Desde quedejamos la colonia, mi padre habíaocupado diferentes puestos de trabajo.Primero había encontrado empleo en unaplanta de galvanizados, luego se habíapasado por un sueldo algo mejor a unaempresa de cartonajes y ahora, desdehacía un par de meses, trabajaba en unafábrica de colchones de casi doscientosempleados. Fue en esa fábrica dondetuvo su primer contacto con la política.Quiero decir con la política de verdad,

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la que hacía que los estudiantes tomaranuna calle y se enfrentaran a pedradascon la policía y que algunos obreros, losmás osados, se declararan en huelgacada dos por tres: nada que ver con esasproclamas suyas, casi siempre vagas einútiles, de los tiempos de la colonia,que al fin y al cabo era como un mundoaparte que se regía por sus propiasreglas y vivía al margen de la historia.

En la fábrica había un grupo desindicalistas muy batallador que era almismo tiempo el único foco dereivindicación del que disponía elbarrio, de forma que las protestas porlos despidos o los bajos salarios solían

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mezclarse con las reclamaciones denuevos semáforos o mejores horarios deautobús. El cabecilla del grupo eraAntón, un ex seminarista de largasbarbas negras y expresión dolorida querecordaba un poco al Cristo de loscatecismos. Era delgado, muy delgado, yme acuerdo de los dedos que tenía, unosdedos larguísimos de abultados nudillosy uñas recomidas, y si me acuerdo esporque la primera vez que le vi le ayudéa cargar con unos pesados paquetesenvueltos en papel de estraza. Guárdalosdebajo de tu cama y no le digas nada anadie. Ni siquiera a tu madre, me dijo.Mi padre, a su lado, me hizo una seña de

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haz lo que te dice, y yo tuve que hacerlessitio detrás de la maleta en la queescondía algunos de mis queridosvestidos de Estoril. Aquellos paquetescontenían papel, nunca supe si panfletoso ejemplares de Mundo obrero, que erael periódico que mi padre leía aescondidas y que ocultaba bajo el cojínde la mecedora cuando oía que mimadre llegaba a casa. No solíanpermanecer más de tres o cuatro díasdebajo de mi cama. Entonces aparecíami padre con un par de hombres más yse los llevaban sin decir nada.

Una tarde, más o menos a la hora enque él solía llegar, sonó el timbre de la

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puerta. Era Antón. ¿Está tu madre?, mepreguntó, y por la forma en que lo dijosupe que había ocurrido algo. Antónapretó las manos callosas de mi madreentre sus dedos larguísimos y le dijoalgo al oído. ¡Dios mío!, exclamó ella,abriendo mucho los ojos. Luego seencerraron en la cocina, y mi madredecía: Pero ese hombre ¿no se da cuentade que tiene una familia?

Mi padre, limpio y bien afeitadopero con la ropa arrugada, reapareció alcabo de tres días. Le habían detenido,junto a otros diez sindicalistas, porparticipar en una sentada que exigía lareadmisión de unos trabajadores

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despedidos y la construcción de un pasoelevado sobre las vías del tren. Así quellegó mi padre, ya lo he dicho, limpio ybien afeitado, y mi madre, que llevabatoda la mañana esperándole, sacudió lacabeza y dijo solamente: A tu edad…Dijo a tu edad como si ser antifranquistay participar en actos de protesta fueraalgo que sólo podían hacer los jóvenes.Lo dijo como si no pudiera concebirnada más excéntrico que eso, un padrede familia arriesgando la estabilidadfamiliar por jugar a hacerse el héroe, yyo creo que eso fue lo que le desarmó.Si mi madre hubiera sido más explícita,si le hubiera reprochado sus ideas

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políticas, seguro que él habría sabidoencontrar argumentos para replicarle,pero lo que dijo fue eso, a tu edad, y mipadre se sintió ridículo, como un adultocompitiendo contra niños en una carrerade sacos.

Mi hermano Josemi también debíade estar metido en asuntos del sindicato.Josemi había acabado la mili un par demeses antes y todavía no habíaencontrado trabajo. Se pasaba el díavisitando empresas y oficinas decontratación, y mi madre se quejaba deque casi no le veíamos el pelo. Perohabía también noches en que no venía adormir y noches en que llegaba a altas

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horas, cuando hacía bastante rato que yome había acostado, y, aunque él nuncadecía nada, yo estaba segura de que lemolestaba tener que compartir cuartoconmigo, su hermana pequeña, y de quedeseaba largarse de casa y vivir por sucuenta.

Por aquella época hubo dos nochesen las que ocurrió algo especial, yJosemi no estaba en casa ninguna de lasdos. Una de ellas fue la noche de miprimera regla. Estaba en la cama,leyendo una de esas novelas deaventuras que me regalaba Almudena,cuando noté un líquido caliente que seme derramaba por el interior de los

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muslos. Era como si me estuvierameando encima y no pudiera hacer nadapara evitarlo. Aparté alarmada lasmantas y descubrí una mancha roja sobrela sábana. Yo ya sabía lo que eraaquello porque muchas niñas de miescuela la habían tenido antes que yo yno hablaban de otra cosa en los recreos.Mi primera reacción fue volver ataparme e intentar leer. Hacer como sinada hubiera pasado: en el fondo, no mehacía mucha gracia eso de abandonar laniñez y convertirme en mujer, que es loque las niñas de mi escuela decían queocurría cuando te venía la regla porprimera vez. Luego pensé que aquella

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mancha no podía quedar así y, tratandode no hacer ruido, me levanté y retiré lasábana. La dejé en una esquina de lahabitación y salí al cuarto de estar.

Mis padres estaban viendo unconcurso en la televisión, él mediodormido, ella trabajando en un nuevotapete de ganchillo para regalar almédico. Mi padre dio un respingo yvolvió un instante la mirada hacia mí, yyo pensé que lo adivinaría todo, quehabría algo en mi expresión o mi formade comportarme que me delataría. Perono. Mi padre entrecerró nuevamente losojos y mi madre, inmutable, siguió consu tapete y su concurso de televisión, y

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ése fue uno de los momentos en que conmás fuerza deseé que mi madre fuera deotra manera, que fuera una madre dulcey cariñosa a la que poder abrazarme sinvenir a cuento, a la que poder susurrar aloído: Me acaba de venir la regla. Memetí en el cuarto de baño, me quité elpantalón del pijama. Me lavé un poco ylavé también el pantalón, que luegosequé con el secador de pelo, y entoncesmi madre gruñó desde el cuarto de estar:¿Se puede saber qué estás haciendo?Hace tiempo que tendrías que estardormida. Eso me molestó. Me molestóque mi madre no se hubiera dado cuentade nada y que ni siquiera en una ocasión

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tan excepcional como aquélla pudieralibrarme de su mal carácter.

Iba a coger una de sus compresas delarmarito pero me lo pensé mejor.¿Realmente tenía interés en que mimadre acabara enterándose y seestableciera entre nosotras algún tipo deconversación íntima, esa conversaciónque, al parecer, mantienen las madrescon sus hijas cuando éstas, como decíanmis compañeras, abandonan la niñezpara convertirse en mujeres? No, yo noestaba preparada para una intimidad así,de modo que corté un buen trozo depapel higiénico, lo doblé bien doblado ylo sostuve como pude entre los muslos.

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Luego, sujetándomelo con disimulo,crucé el cuarto de estar y volví sin decirnada a mi habitación. Mi padre se habíaquedado dormido en el sillón, mi madreseguía con su tapete de ganchillo y yo,antes de cerrar la puerta, eché un últimovistazo a su perfil arisco y concentradoy me juré a mí misma que se loocultaría, que durante todo el tiempo queme fuera posible le haría creer que aúnera una niña. Sería ésa mi pequeñavenganza.

La otra noche a la que me refería fuela del registro, y en esa ocasión fue unasuerte que Josemi no estuviera en casaporque, si no, seguro que le habrían

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detenido. Los dos policías iban depaisano, con unas corbatas anchas yfloreadas y unas americanas algogastadas, con brillos en los hombros yen los codos. Les abrió la puerta mimadre. Ellos se identificaron ymostraron la orden de registro. Mimadre se echó a un lado y les dejópasar, y los policías, como si hubieranestado muchas veces antes en ese piso ylo conocieran a la perfección, acudierondirectamente a mi cuarto, que era desdedonde yo lo estaba viendo todo, yempezaron a sacar de debajo de micama los paquetes envueltos en papel deestraza. Hablaban poco aquellos

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hombres, lo menos posible. Uno deellos, el que parecía tener másautoridad, señaló la cama de Josemi ypreguntó quién dormía ahí. Se lopreguntó a mi madre pero ésta tardabaen contestar y yo dije: Es la cama de mihermano Josemi pero no está. ¿Dóndeestá? En la mili, dije, y entonces temíque Josemi pudiera aparecer encualquier momento y mi mentira quedaraen evidencia.

Los policías no tenían ninguna prisa.El que parecía el jefe encendió uncigarrillo y se sentó en mi cama. Probócon un par de golpes los muelles delcolchón y dijo: Voy a tener que

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comprarle una cama al mayor. Y así yatendremos la cuna del nuevo… No noslo dijo a nosotras sino a su compañero.Hablaba, de hecho, como si mi madre yyo no estuviéramos delante, y el otroasintió con la cabeza: ¿Para cuándo?Para mayo. Pero ya sabes que a mimujer siempre se le adelantan…Hicieron aún algún comentario mássobre embarazos y mobiliariodoméstico, y nosotras dos nos miramossin saber qué hacer. Luego aquel hombretiró la colilla y la apagó con la suela delzapato. Y entonces dijo, mirando a mimadre: Su marido no es mala persona.Sólo un poco tonto. Tendría que elegir

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mejor sus amistades. Ya sabe a qué merefiero. Comunistas, subversivos…Luego señaló los paquetes y dijo: Mire.Lo dijo con aire cansado, casi conresignación, como diciendo: ¿Qué sepuede esperar de alguien que guardacosas de ésas debajo de la cama de suhija?

El otro tuvo que hacer varios viajeshasta el rellano para sacar todos lospaquetes y mi madre preguntó: Pero¿qué ha hecho? ¿No ha visto usted laspintadas? ¿Cuáles?, ¿las deldispensario? El policía asintió con lacabeza: Le cogimos con los botes depintura. Estaba con otros dos pero

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consiguieron escapar. Entonces señalóel último de los paquetes y dijo: Yademás está esto, que es bastante másgrave. ¿Qué va a ser de él?, preguntó mimadre. Y yo qué sé…, contestó elpolicía, que luego añadió: Pero unescarmiento tampoco le vendrá tan mal.

Fue aquélla la segunda vez que ledetuvieron, y recuerdo que, durante losmás de dos meses que pasó enCarabanchel, mi madre nunca quiso quefuera con ella a visitarle. En realidad,casi ni me hablaba de él, y yo sólo meenteraba de que había ido a verle por lascartas que luego encontraba encima demi cama. Me gustaban las cartas de mi

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padre, con esas cosas tan bonitas quedecía sobre el barrio lleno de pájaros,de música y de jardines en el que lasniñas como yo merecíamos vivir, conesas descripciones más bien sosas sobrela vida en la cárcel, incluso con esospárrafos finales, llenos deinterrogativas, que cambiaban muy pocode una carta a otra: ¿y tú qué tal?, ¿cómote van las clases de ballet?, ¿y las otras,las de la escuela?, ¿ayudas a tu madre enlas cosas de casa? Yo, en vez de cartas,le mandaba dibujos. Dibujos de playas yde cielos despejados y de verdespaisajes repletos de animales, siempredibujos de espacios abiertos, porque me

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parecía que eso era lo que más podíaalegrar las paredes de su celda. Le dabalos dibujos a mi madre y le decía: Dileque me acuerdo mucho de él. Y mimadre no me decía nada y supongo queluego tampoco le decía nada a él, y yome daba cuenta de lo mal que lo estabapasando, de lo mucho que la hacía sufrirel hecho de tener al marido en prisión.

Durante aquellos dos meses y pico,salía de casa lo menos posible porqueno le gustaba que la gente del barrio lepreguntara por él, y eso a pesar de queallí todo el mundo tenía algo que ver conel sindicato y veía con simpatía a lostrabajadores que, como mi padre, eran

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detenidos por repartir octavillas oparticipar en huelgas y manifestaciones.Para mi madre, en cambio, la cárcel erala cárcel, y estoy segura de que, si noquería que yo la acompañara en aquellasvisitas, era sobre todo por vergüenza,porque la avergonzaba pensar quealguien, incluida yo, pudiera verla a laentrada de la prisión o en la zona de loslocutorios, observada con recelo por losfuncionarios y los policías, mezcladacon los familiares de otros reclusos queesperaban el turno de visitas.

Mi madre estaba en aquella épocamás amargada que nunca, y sólo hablabacon Josemi y conmigo para pegarnos

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gritos y para decir entre dientes quealgún día se iría de casa y que a vercómo nos las arreglaríamos entoncesnosotros. Y la verdad es que esaamargura suya estaba ahora bastantejustificada, porque las cosas no nospodían ir peor. Con mi padre en lacárcel y Josemi sin trabajo, nos veíamosobligados a pasar el mes con lo que ellaganaba haciendo camas y fregandosuelos, un dinero que no creo quealcanzara ni para pagar las letras delpiso, y a esas estrecheces había quesumar la incertidumbre en torno alfuturo: ¿cuándo soltarían a mi padre?, ¿yqué multa le impondrían?, ¿lo

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readmitirían entonces en la fábrica decolchones? Recuerdo que aquellos díasmi madre me daba el dinero justo paralos billetes de autobús y que para comernos ponía siempre lo más barato quehabía: coliflor o acelgas con patatas lamayoría de los días, arroz blanco conhuevo frito una vez a la semana, sardinaso magras de cerdo otra.

¡Se nos va a acabar quedando carade acelga!, protestaba Josemi al ver suplato, e inevitablemente mi madre y élse enzarzaban en una discusión. ¿Qué teapetece? ¿Solomillo, pechuga de pollo,costillas de cordero? ¡Pues te pasas porla tienda y compras de todo!, decía mi

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madre, y mi hermano replicaba: ¿Y dedónde saco el dinero? ¡Como no atraqueun banco…! Y mi madre: ¡Eso! ¡Atracaun banco! ¡A ver si te cogen y acabashaciendo compañía a tu padre! Y mihermano: ¿Sabes qué te digo? ¡Que nome importaría! ¡En la cárcel seguro quecomen mejor que aquí! Aquellasdiscusiones me recordaban mucho lasque mi madre sostenía con mi padre, yyo pensaba que Josemi y él no eran en elfondo tan distintos. Lo único quecambiaba era que mi padre solía darlaspor concluidas con un buen grito, ypunto y basta, y que con Josemi mimadre se sentía autorizada a decir la

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última palabra, de modo que mi hermanoacababa dando un portazo y largándosede casa, y entonces mi madre seasomaba a la ventana y gritaba en vozbien alta, para que todos los vecinos looyeran: ¡Si pasas por la carnicería no teolvides de comprar solomillo!

Una mañana, estando en clase,llamaron a la puerta y entró Marisa.Llevaba puesta la bata de la peluquería.Se acercó a la maestra, le dijo algo aloído y luego se acercó a mí. Tu padre,me dijo nada más. Salí con ella a lacalle y en ese momento mi padre pasabapor ahí con una pequeña bolsa de ropa ala espalda. ¡María!, gritó. Eché a correr

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hacia él, que me agarró con sus fuertesmanos y me acomodó en sus hombroscomo solía hacer algunos años antes,cuando yo era aún una niña pequeña.

Y entonces empezaron los aplausos.De los portales y comercios cercanossalía gente que nos aplaudía y nosfelicitaba. ¡Enhorabuena!, gritaban. ¡Porfin te han soltado!, gritaban. ¡Bienvenidoal barrio!, gritaban, y mi padre y yosaludábamos con ambas manos a uno yotro lado, como los Reyes Magos en lacabalgata de televisión. Enseguidaapareció Josemi, que se abrazó a mipadre y echó a andar junto a nosotros, ypoco a poco se fue formando detrás de

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nosotros un pequeño cortejo. Entre losque nos seguían estaba, por supuesto,Antón, con ese aspecto suyo deJesucristo crucificado, y estabantambién varios de los hombres quesolían venir por casa a recogerpaquetes.

Entramos todos en un bar y losadultos pidieron vino para brindar pormi padre y por el dispensario, y Marisa,que además de bailarina y peluquera eraun poco poeta, leyó unos versos bastantecursis. Unos versos que hablaban deamor y de amistad y que acababan conun te queremos, compañero, como la olaquiere a la playa y la nieve a la

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montaña. Luego tomó la palabra Antón,que elogió a mi padre por su corajecívico, y yo le miraba y me sentíaorgullosa de él, aunque no sabía muybien en qué consistía eso del corajecívico. Y no sólo me sentía orgullosa demi padre sino que le comprendía.Comprendía que se hubiera metido enaquellos líos políticos e incluso queestuviera dispuesto a ir a prisión porreclamar el dispensario. Unrecibimiento como éste hace que hasta lacárcel haya valido la pena, pensé quepensaba mi padre, y también pensé queahora él había conseguido lo que en elfondo andaba buscando: volver a ser

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alguien, sentirse querido y respetado porla gente del barrio como se habíasentido por la de la colonia.

Mi madre, por supuesto, no acudióal bar, pero eso tampoco me extrañóporque ella no era muy amiga de bares ycafeterías. Fuimos después a casa y,aunque la encontramos regando distraídasus geranios, yo estuve segura de quesabía lo de mi padre y le estabaesperando. Su acogida, sin embargo, nopudo ser más fría. Ah, ya estás fuera,dijo, mirando a mi padre, y yo penséque, en una situación así, lo normal seríaque la mujer corriera a echarse enbrazos del marido y que se dieran un

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beso muy largo y hasta derramaranalguna lagrimita. Pero mi madre no eraamiga de dar besos ni de derramarlágrimas, como tampoco lo era de baresy cafeterías, y el reencuentro consistióen poco más que ese ya estás fuera de mimadre y el sí, por fin con que mi padrele contestó.

Luego mi padre dijo que le habíanreadmitido en la fábrica, y por unmomento pareció que la buena noticiaera ésa y no que hubiera salido de lacárcel después de dos meses y pico. Mehan readmitido y mira: me hanadelantado el sueldo, añadió, dejandosobre la mesa un sobre de color verde

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claro. Mi madre alargó la mano hacia elsobre y sacó unos cuantos billetes demil. Con aquel dinero se acababannuestras penurias pero ella ni siquierafue capaz de sonreír o soltar un suspirode alivio, y lo único que dijo fue: Parapagar deudas. Así era mi madre,siempre aguándonos la fiesta, siempre adisgusto con todo, y aquella reacciónsuya me irritó tanto que hubiera queridotener más aplomo para marcharme deallí dando un portazo. Pero nadie semarchó dando un portazo: ni mi padre nimi hermano ni yo. Mi madre se metióaquellos billetes en el bolsillo deldelantal y me tendió el sobre vacío para

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que lo guardara en el mueble deltelevisor, que era donde guardábamoslos sobres sin usar, las hojas en blanco ylos bolígrafos de propaganda.

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9A la tía Amalia sí que le hablé de miprimera regla. Las clases de ballet, a lasque cada vez faltaba con más frecuencia,se habían convertido en una simplecoartada para pasar las tardes con ella.Dejaba mi bolsa en el hueco de laescalera y acompañaba a mi tía a hacercompras y recados, y llegó un momentoen que ni siquiera hacía falta que yodijera es que tengo clase y que ella mereplicara por un día que te la pierdas…Ya he dicho antes que entre nosotrasexistía una especie de código privado yque no necesitábamos muchas palabras

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para entendernos y hacernos entender.Algunas de esas tardes la tía Amalia

me esperaba ya lista para salir, yo meponía alguno de los vestidos que ella mehabía comprado y nos íbamos a comprarvino o champán porque esa noche teníaninvitados a cenar, o a recoger unasinvitaciones para el teatro, osimplemente a tomar una cocacola enalguna cafetería. También por supuestoíbamos a ver zapaterías y tiendas deropa, que en aquella época era lo quemás ilusión me hacía, y yo ya no tratabade resistirme cuando ella insistía encomprarme un vestido o una falda o unpantalón. ¿Cómo iba a resistirme, si

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aquellos vestidos y aquellas faldas yaquellos pantalones eran la única ropabonita que tenía, la única que mepermitía mirarme al espejo y pensar:Ésta eres tú, María, y no la niña malvestida de hace un rato o de dentro de unrato? Lo curioso era que ya no tenía lasensación de estar engañando otraicionando a mi madre, o cada vez latenía menos, y a menudo me preguntabasi de verdad esa María era menos realque la otra, si esa ropa de niña rica queme ponía durante esa hora y media o doshoras era sólo un disfraz o si, por elcontrario, me había acabadoconvirtiendo en una niña rica que

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durante el resto del día jugaba adisfrazarse de pobretona y a vivir en unbarrio obrero que hasta carecía dedispensario.

Lo mío tenía algo de cuento infantil.Cuando llegaba la hora de marcharme,es decir, cuando llegaba la hora en quedebía estar acabando mi clase de ballet,corría a quitarme la ropa que esa tardellevaba y a ponerme la que había traídopuesta del barrio, y el autobús de vueltaera la carroza convertida de golpe encalabaza, con aquellos trabajadoresadormilados después de la larga jornaday aquellos paisajes de extrarradio, tandesolados, tan feos.

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Una de esas tardes, cuando meestaba desvistiendo para salir, la tíaAmalia me acarició la camiseta a laaltura del pecho y exclamó: ¡María…!Sí, me estaban creciendo unas pequeñastetas y, si mi madre seguía sin darsecuenta de nada, mi tía lo había notado ala primera. ¿Hace cuánto que…?, mepreguntó. El mes pasado, contesté,ruborizada pero orgullosa, y ella mededicó una sonrisa que nunca podréolvidar, una sonrisa cargada de afecto yde ternura, y luego me abrazó con fuerzay susurró: Mi niña, mi niña, mi pequeñaMaría, cómo pasa el tiempo… Así, asíera como yo pensaba que una madre

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debía comportarse en una situacióncomo ésa, y otra vez, como tantas vecesantes, deseé con toda mi alma que lascosas hubieran sido de otra manera: quemi madre no hubiera sido mi madre sinouna pariente más y que ella, la tíaAmalia, hubiera sido mi verdaderamadre.

Había también tardes en que nosalíamos. Eran ésas las tardes en que megustaba sentarme en la escalera decaracol porque era como estar al mismotiempo en el piso y en la tienda. Desdeahí no se me escapaba el menor detalle.Estaba atenta a todo, a la gente queentraba y que salía, a los comentarios

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que hacían, a su forma de vestir, a susgestos, y en todo encontraba algo queimitar y que aprender. Estaba tambiénatenta a las cosas del piso porque ahíestaba la vida que a mí me habríagustado poder vivir las veinticuatrohoras del día. Ya he dicho que elmobiliario cambiaba sin cesar. Esohacía que siempre hubiera novedadesque despertaran mi interés: una panopliaque había sido sustituida por unbodegón, unas vitrinas gemelas quehabían dejado su sitio a un buró de nogaly un tibor japonés, una colección desables o de bastones que desaparecía. Yeso hacía también que aquel piso

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pareciera haber sido objeto de unextraño hechizo y que yo me movierapor él como por un sueño, con aquelvestido ibicenco o con cualquiera de losotros, todos igualmente vaporosos y quea mí me recordaban los de las hadas delos cuentos y las películas.

Algunas de aquellas antigüedadesduraban tan poco en el piso que nisiquiera llegaban a utilizarse, y había,por ejemplo, muebles cuyos cajonespermanecieron siempre vacíos. Cuandoun mueble se llenaba de objetos, podíaser por dos razones: porque Alfonsopensaba que, como él decía, no tendríafácil salida, o porque le gustaba tanto a

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la tía Amalia que no estaba dispuesta adesprenderse de él así como así. Sumueble preferido en aquella época erauna mesa que había en una esquina de sudormitorio. Una mesa (esto no lo sabía,lo supe entonces) de ébano de Macasar,estilo art déco, con pies en forma devolutas: así era como lo describía elcatálogo de la tienda. Fue en esa mesa,en uno de sus dos cajones, dondeencontré varios sobres de color verdeclaro. Eran los sobres que la tía Amaliaempleaba en su correspondenciaprivada. Eran también los sobres en losque mi padre traía cada mes su sueldode la fábrica.

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Lo primero que hice aquella nocheen cuanto llegué a casa fue acudir almueble del televisor. Desde luego, eranlos mismos sobres. ¿Podía tratarse deuna simple coincidencia? Una sospechaempezó a formarse en mi interior, y a lamañana siguiente me desperté a tiempode desayunar con él. Menudo madrugón,me saludó. He quedado con una amigapara preparar un examen, dije, aunquetodos en el barrio sabían que yo era unaniña sin amigas. Dejé pasar unossegundos antes de asomarme a laventana. Era todavía de noche, y a la luzde las escasas farolas vi a un par dehombres que caminaban hacia la parada

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del autobús ateridos de frío.Mi madre estaba en la cocina,

haciendo salsa de tomate y poniendo losmacarrones a cocer. En casa siemprecomíamos comida recalentada porquemi madre sólo tenía tiempo deprepararla a esas horas de la mañana.Bueno, me voy, dijo mi padreponiéndose su gruesa chaqueta de lana ycogiendo su fiambrera. Volví aasomarme a la ventana y al cabo de uninstante le vi cruzar la calle. Yo tambiénme voy, dije. Corrí escaleras abajo, lacartera con los libros colgada enbandolera.

Mi padre avanzaba, encogido,

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echándose aliento en las palmas de lasmanos, unos doscientos metros pordelante de mí, y yo no quise acercarmemás por temor a ser descubierta. Pasópor el bar en el que habíamos celebradosu excarcelación y por mi escuela, pasótambién por el polideportivo y por elcampo de alfalfa en el que algún díaconstruirían el dispensario, y yo leseguía a la distancia, sin perderle devista ni un momento. Al otro lado delcampo de alfalfa estaban las vías deltren. Luego había que cruzar un pequeñohuerto y una carretera, y allí empezabael polígono industrial en el que estaba lafábrica. Cruzó mi padre las vías del tren

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y el huerto y la carretera, pero no entróen el polígono sino que se encaminóhacia una gasolinera cercana que sellamaba Perales II.

Aquella gasolinera tenía unacafetería algo mugrienta que no cerrabanunca. Mi padre se metió entre lasfurgonetas aparcadas ante la puerta yentró en la cafetería. Hacía tanto fríoque los cristales estaban empañados, y através de ellos se adivinaban las siluetasde unos cuantos hombres que tomabancafé en la barra. Cualquiera de esassiluetas podía ser la de mi padre.Después todos esos hombres fueronsaliendo y sólo quedó uno. Mi padre. El

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vaho no me impidió verle coger sugruesa chaqueta de lana y su fiambrera eir a sentarse a una de las mesas. A lamesa, casualmente, más cercana a mí.Pero mi padre no podía verme.Estábamos a menos de un metro, y él nopodía saber que yo le estaba viendo yque me entristecía pensar en lo que teníaque hacer para no levantar sospechas enmi madre: simular que todo seguía comoantes de la cárcel, salir de casa como sifuera al trabajo y no volver hasta el finalde la jornada, pasarse las horas de aquípara allá, matando el tiempo encafeterías como aquélla, siempre con lafiambrera a cuestas y la dignidad herida.

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¿No habría sido más fácil decir laverdad? Decir que en las fábricas casinunca readmitían a los trabajadoresincómodos, que era la forma más comúnde represaliar a los que participaban enactividades clandestinas y acababansiendo atrapados por la policía. ¿Nohabría sido más fácil eso? Sin duda,pero en casa había tantas cosas quecallábamos u ocultábamos, tantas quefalseábamos para no contrariar a mimadre… Cuando me marché de allíempezaba a clarear, y mi padre habíaapoyado la cabeza sobre una de susmanos y me pareció que se habíaquedado dormido.

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Aquella mañana descubrí que lascosas casi nunca son como aparentan,que vemos sólo una pequeña parte ycreemos que lo estamos viendo todo,cuando lo más importante permaneceoculto, sumergido, como dicen queocurre con los icebergs. Había podidodescubrirlo cuando lo de Estoril, peroentonces era demasiado pequeña y, porotro lado, ¿qué tenía de extraño el que latía Amalia y Alfonso se movieransiempre entre secretos, simulaciones ymentiras? El hecho de que hubieranacabado siendo condenados por estafaconfirmaba precisamente el carácterexcepcional de su conducta. Ahora era

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diferente. Ahora comprendía que eso eranormal, que todos (mi padre, mi tía, yomisma, niña pobre por las mañanas, niñarica por las tardes) teníamos algúnsecreto que esconder, y que la vida eracomo esos muebles que mantienen unaspecto robusto aunque por dentro estánsiendo devorados por la termita y que,un buen día, de repente, se desmoronan yse convierten en polvo.

Aquella mañana descubrí un secretode mi padre y otro de la tía Amalia, yambos secretos los hacían más hermososa mis ojos: más abnegado y heroico mipadre, más noble y generosa la tíaAmalia, que llevaba meses

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manteniéndonos sin pedir nada a cambioy sin que nadie lo supiera. Cuando, esamisma tarde, fui a visitarla y me recibiócon el clásico ¿qué tal todos?, mi tía nosabía que yo sabía las cosas que ellasabía de nosotros, y sin embargo penséque aquel secreto suyo no sólo no nosseparaba sino que nos unía aún más.¿Cuándo y dónde se reunía con mipadre? ¿Y cómo serían esos encuentros?Todas las preguntas que ahora meformulaba establecían un vínculo, porpequeño que fuera, entre mis dos vidas,entre mi vida en casa de mis padres y mivida al lado de la tía Amalia.

Ya he dicho que mi tía tenía dinero,

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un porrón de dinero, pero eso no lerestaba ningún mérito: hay quien tienemucho más y nunca lo utilizaría parahacer el bien. La tienda de antigüedadesera una fuente de ingresos más quesaneada, y los continuos cambios en elmobiliario del piso daban fe de ello:cada cuadro, cada mueble quedesaparecía del salón o el pasillo era unnuevo indicio de prosperidad. En la tíaAmalia y en Alfonso no existía lapreocupación, no al menos esapreocupación sombría y resentida de laescasez, ese temor al futuro inmediatoque yo tantas veces había percibido enel rostro de mis padres. Así era entonces

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y así pensaba yo que siempre sería, y sinembargo hubo una tarde en la que les viintercambiar una mirada y me acordé demis padres, de la expresión resignada yfatalista con que acogían cada noticiasobre el posible cierre de la colonia.

No fue aquélla una tarde cualquiera.Fue la tarde de la reaparición del señorTorres. Alfonso y mi tía estaban en latienda, hablando de cierta subastabenéfica que un par de meses despuésdebían organizar. Yo, con un vestidocomo de fiesta, de color beige y largohasta los pies, que la tía Amalia meacababa de regalar, les escuchabasentada en la escalera. Mi tía decía que

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era un incordio tener que vaciar el localy Alfonso argumentaba que no lesquedaba otro remedio: Cada año laorganiza un anticuario y éste nos hatocado a nosotros. Piensa en los nuevosmercados que eso nos puede abrir:clientes de los buenos, todo el circuitode las subastas. Alfonso siempre era asíde optimista y le gustaba utilizarexpresiones que parecían sacadas de laspáginas de economía de los periódicos:los nuevos mercados, el circuito de lassubastas. ¿Nosotros qué pieza vamos adonar?, preguntó la tía Amalia, y él, enbroma, contestó: Había pensado en unamesa que tenemos en el dormitorio… Se

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refería, claro está, a la favorita de mitía, de ébano de Macasar, estilo artdéco, etcétera, la mesa en la queguardaba los sobres de color verdeclaro, y ella le echó las manos al cuellocomo para estrangularle y exclamó: ¡Ah,no! ¡Eso sí que no! ¿Por qué no, si es tanfea? ¿Fea? ¡Aquí el único feo eres tú!

Jugaban. Hacían como que discutíany al mismo tiempo reían, y yo meacordaba de mi casa, en la que lasdiscusiones iban siempre en serio y casinunca reíamos. Y fue entonces cuando vila oronda figura del señor Torresdetenerse delante del escaparate.Llevaba un loden verde y una gorra a

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cuadros y, a pesar de la ropa y el lugar,lo reconocí al instante, como si noestuviéramos en invierno y en Madridsino en verano y en Estoril, dos años ymedio antes.

Yo le vi primero. Luego le vioAlfonso y finalmente mi tía, que aúnfingía querer estrangularle y se paró enseco. Todavía no era de noche. Habíamás luz en la calle que en el interior dela tienda, y los tres vimos cómo el señorTorres acercaba la cara al escaparate ycómo se ponía una mano en forma devisera y entornaba los ojos para vermejor. Y vimos también cómo nos veía,el rostro inexpresivo, la nariz pegada al

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cristal, y cómo se apartaba despacio,echaba un último vistazo al rótulo de latienda y se marchaba por donde habíavenido.

Miré a la tía Amalia y a Alfonso,que permanecían inmóviles y ensilencio. Era él, dije nada más, y ellosvolvieron hacia mí una mirada como laque ya he dicho, cargada de fatalismo yde alarma. Y yo pensé que era como silo hubieran estado esperando, como sisiempre hubieran sabido que algún díaese hombre averiguaría su paradero yviajaría desde Valencia sólo paraecharles una ojeada desde la calle, lanariz pegada al cristal, el rostro

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inexpresivo.

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10Cumplí trece años, pasaron lasNavidades y comenzó el año setenta ydos, el peor de mi vida. Primero ocurriólo de Josemi y Gloria, después lo de lanueva detención de mi padre, más tardelo de… En fin. Empezaré por elprincipio, por la mañana aquella en queme despertó un llanto que procedía delcuarto de estar.

Era un llanto de mujer, pero no setrataba de mi madre, a la que yo nuncahabía visto llorar. Abrí la puerta.Sentados en torno a la mesa estaban mimadre, mi hermano y una chica a la que

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yo no conocía. ¿He hablado ya de esossecretos que todo el mundo esconde?Aquella chica, Gloria, formaba parte delsecreto de Josemi. Porque no sólo yo,tampoco mis padres sabían que mihermano tuviera novia. Tienes eldesayuno en la cocina, me dijo mi madresin volverse. Asentí con la cabeza ymiré a la chica, que lloraba en silencio yse limpiaba las lágrimas con un pañuelo.Era muy joven, apenas dos o tres añosmayor que yo, y no hacía falta serespecialmente sagaz para comprenderque estaba embarazada. Entré en lacocina y calenté un poco de leche. Yahora ¿qué vais a hacer? No tienes

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trabajo, dijo mi madre. Nosarreglaremos, replicó mi hermano, tandesabrido como ella. ¿Dónde vais avivir? Porque lo que es aquí… ¡Ya te hedicho que nos arreglaremos!

Entonces mi madre dio un golpe enla mesa y gritó: ¡A mí no me grites! ¡Vaspor ahí dejando preñadas a las chicas yluego me las traes a casa para que veancómo me gritas! Esta vez Josemi no dijonada, y los lloros de Gloria volvieron ahacerse audibles. Con el vaso de lecheen la mano me asomé al cuarto de estar.Mi madre se había levantado y ahoradaba la espalda a mi hermano y a sunovia. Una boda de penalti…, murmuró

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ella con rencor, como si ella misma nohubiera tenido que improvisar una bodaigual veinte años antes: debe de ser cosade familia. Nos casaremos el mes queviene, ya hemos hablado con el cura,dijo Josemi en un tono que me recordómucho al de mi padre cuando seenfadaba, y punto y basta.

Pero a mí la que me daba pena eraGloria. Yo, que ni por asomo sabía loque era mantener relaciones con unhombre, estaba incondicionalmente dellado de esa chica no demasiado guapaque lloraba y moqueaba sin cesar y, porsupuesto, estaba en contra de mi madre,que seguía sin saber lo de mi regla.

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¿Cómo habría reaccionado si en vez deesa chica fuera yo la que le anunciara unembarazo así? Por un momento meimaginé a mí misma ocupando el lugarde Gloria, y el dolor que eso habríacausado a mi madre me produjo, nopuedo negarlo, un placer perverso eirresistible.

Mi hermano hizo un gesto endirección a la chica. Vámonos, Gloria,dijo. Supongo que irás a decírselo a tupadre, dijo mi madre. Ya se lo dirédespués, dijo él a modo de despedida.¡Hijo desnaturalizado…!, murmuró mimadre con la voz vibrante, como siechara una maldición. Yo creo, sin

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embargo, que eran precisamente lasadversidades las que la hacían sentirseen su salsa, y estaba segura de queentonces haría lo que en efecto hizo:entrar en su cuarto y ponerse zapatos yropa de calle.

No vayas, le dije. ¿Qué dices?,preguntó, aunque me había oídoperfectamente. Que no vayas a lafábrica, deja que se lo diga Josemi,contesté. Mi madre no me hizo ni caso.Se detuvo un instante ante el espejo queteníamos al lado del perchero y se pasóuna mano por el pelo. Luego, cosacuriosa, cogió el viejo abriguillo depaño que se ponía cuando quería

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ponerse de tirios largos, y yo me dijeque tenía que impedirlo. Tenía queimpedir que saliera de allí y fuera a lafábrica porque entonces seguro quedescubriría la verdad sobre mi padre ysu inexistente trabajo. Tenía queimpedirlo, sí, pero cómo. Me interpuseentre la puerta y ella, y repetí: No vayas.Mi madre me observó con una atencióndesconocida en ella. Seguramente fueése el momento en el que empezó a notarque algo había cambiado en mí, que yono era ya la niña callada y sumisa desiempre.

Pero ¿se puede saber qué te pasa?,me dijo. ¿Por qué quieres decírselo tú?,

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¿tanto te gustan las malas noticias?,pregunté, y después de una pausa añadí:Si nos hubiera tocado la lotería nocorrerías a decírselo. Mi madre siguiómirándome con la misma atención deunos segundos antes, con el ceñofruncido, como si estuviera esforzándosepor reconocerme, y yo me pregunté cuálsería su reacción. Me pareció que igualpodía pegarme una bofetada que quitarseel abrigo y darme la razón. Y sinembargo acabó haciendo lo que teníaprevisto: abrir la puerta y salir.

Tuve que apartarme para dejarlapasar. Me asomé después al hueco de laescalera y la seguí con la mirada,

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primero su nuca, su espalda, sus piernasbajando hasta el siguiente piso, luegosólo su mano y el extremo de su mangarozando la barandilla hasta que por finllegó abajo y desapareció de mi vista. Yahora yo estaba sola y sabía que ellahabía intuido el cambio que se habíaproducido en mí. Me metí en el cuartode baño para ducharme y cambiarme deropa y estuve varios minutos mirándomedesnuda ante el espejo. Mirando mishombros huesudos, mis pechospequeños, mis costillas marcadas, miscaderas algo más anchas que el añoanterior, el vello oscuro de mi pubis.Mirando también mi largo pelo castaño

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y mis labios finos. Quería ver lo que mimadre había visto en mí, percibir losmismos cambios que ella habíapercibido, y ese cuerpo y esa cara y eseaspecto a los que todavía no me habíaacostumbrado me parecieronprovisionales, como un vestido prestadoque tarde o temprano tendría quedevolver. Pero también me parecieronhermosos y, antes de ponerme la ropa ydisponerme a salir, dediqué una sonrisaa mi propio reflejo.

Supongo que mi madre no habrápodido olvidar aquel día. En apenas unrato descubrió muchas cosas que habíande cambiar su vida. Descubrió que su

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hijo iba a ser padre y se marchaba parasiempre de casa. Descubrió, o al menosintuyó oscuramente, que su hija habíadejado de ser una niña. Y descubriótambién que su marido no tenía trabajo yllevaba meses mintiéndole. Yo nuncasupe qué fue lo que le dijeron en lafábrica y ni siquiera supe si le dijeronalgo, pero que lo descubrió es seguro,aunque por la tarde, cuando mi padrellegó a casa con la fiambrera vacía ycansado de vagabundear, fingió no sabernada.

¿Te has enterado o no?, le preguntó.¿De qué?, dijo mi padre. De lo deJosemi. Tiene una novia y está

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embarazada, dijo ella. ¡Vaya por Dios!,exclamó él. Yo sabía que mi madresabía lo de mi padre porque esa actitudno era normal en ella. Se la notabainsegura, titubeante, como cuando nosdespertamos en una habitación que no esla nuestra y tenemos que detenernos apensar dónde está cada cosa: la puerta,el armario, el interruptor. Lo normalhabría sido que mi madre, más amargadaque nunca, le hubiera echado la culpa detodo a mi padre. Que le hubiera dicho,por ejemplo: ¡Igualito que tú cuandotenías su edad! ¿Qué se podía esperar deun hijo tuyo? ¡A los hombres comovosotros habría que castraros al nacer!

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Y sin embargo lo único que le dijo fueque si se había enterado o no y que lanovia de Josemi estaba embarazada, y lodijo sin amenazar y sin gritar, sólo coninquietud, con la misma inquietud quecualquier madre mostraría en unasituación así. Luego le dijo otras cosasque yo ya sabía: que la chica se llamabaGloria, que se casarían en febrero y queya habían hablado con el cura. Y huboentonces un silencio muy largo y al finalmi madre volvió a hablar: Las bodascuestan dinero. Tendrás que hablar en lafábrica, pedir un adelanto… Ahora mimadre hablaba con una voz medrosa queyo no le conocía. Hablaba como si

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quisiera formular una pregunta pero lefaltara valor para hacerlo. Comodiciendo: Dime que no es verdad, dimeque esta mañana me han gastado unabroma y que en realidad sí que tienestrabajo, dime que el sueldo que traes acasa te lo dan en la fábrica, dímelo…

Y mi padre se encogió de hombros ydijo lo más parecido a lo que mi madrequería oír. Está bien, un adelanto. Nocreo que haya problemas, dijo. Pero mimadre no le creyó. Lo supe por la formaescrutadora y ansiosa en que le miró, ylo cierto es que en aquel momento suzozobra me pareció más que justificada.¿Cuál sería, según ella, la procedencia

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de ese dinero que todos los meses leentregaba mi padre en un sobre de colorverde claro?

La tercera vez que le detuvieron nohabía hecho nada. Le acusaron de haberasistido a una reunión clandestina de susindicato, y al oír eso cualquierapensaría que se trataba de un grupo deconspiradores con antifaces y nombresfalsos que se reunían en un sótano sin luzal que sólo podía accederse después depronunciar una contraseña. La realidad,sin embargo, era mucho más simple. Mipadre y otros seis hombres estaban en lacasa de uno de ellos como podrían haberestado en la plaza jugando a la petanca,

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y de repente llegaron unos policías y selos llevaron a todos. La única pruebaque pudieron encontrar para acusarlesfue una multicopista en bastante malestado pero, como algunos de aquelloshombres (Antón y mi padre entre ellos)estaban fichados, tampoco necesitaronmucho más para convencerse de quehabían asestado un duro golpe a lasestructuras del sindicato.

Los tuvieron un par de días encomisaría y luego, sin dar mayoresexplicaciones, a unos los dejaron enlibertad y a otros los enviaron aCarabanchel. Mi padre estaba entreestos últimos. Antón, en cambio, estaba

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entre los primeros. Vino a casa y le dijoa mi madre que esta vez no le tendríanencerrado mucho tiempo. Que si a él lehabían soltado con los antecedentes quetenía, a mi padre le dejarían salir en doso tres días. Mi madre, escéptica, negócon la cabeza y dijo: Faltan dos semanaspara la boda de mi hijo. ¿Dos semanas?,repitió Antón soltando una carcajada, yyo pensé que aquel hombre no estabaacostumbrado a reír y que su risa sonabatan falsa como la de los actores dedoblaje. Dentro de dos semanas ni seacordará de que ha estado en la cárcel,añadió.

Pero pasaron esos dos o tres días de

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los que Antón había hablado y pasaronotros dos o tres más, y mi madre ibatodos los días a la cárcel a ver a mipadre y cuando llegaba a casa soltaba unruidoso bufido que quería decir: Sinnovedades. Volvió a visitarnos Antón ydijo que había hablado con no sé quién yque, en el peor de los casos,concederían a mi padre un permisoespecial para asistir a la boda de suhijo. Eso significaba que lo de las dossemanas había que descartarlo y que,por supuesto, tampoco estaba claro quefueran a darle ese permiso. Así al menoslo interpretó mi madre, que murmuró: Enmala hora vinimos a este barrio y te

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conoció a ti y a los otros como tú… Mimadre, en el fondo, pensaba lo mismoque el policía aquel, el del registro, elque dijo que mi padre no era malapersona, sólo un poco tonto, y quetendría que haber escogido mejor a susamistades.

Antón no supo qué replicar y semarchó, y durante esa última semana mimadre estuvo pendiente del permiso quedebían conceder a mi padre. Un día leaseguraban que no habría problemas y alsiguiente le decían lo contrario, y todoquedó en suspenso hasta el últimomomento, hasta el momento mismo enque la ceremonia debía comenzar en la

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pequeña parroquia del barrio, el cura yapreparado, los escasos invitadosesperando fuera de la iglesia o en losprimeros bancos, Josemi paseandonervioso de aquí para allá mientras elSeat 1500 en el que traían a Gloriainiciaba una nueva vuelta a la manzanapara dar tiempo a que mis padresllegaran.

Yo aquel día quería estar guapa y mehabía decidido a ponerme uno de losvestidos que me había regalado la tíaAmalia, el vestido beige, largo hasta lospies, el mismo que había estrenado latarde de la reaparición del señor Torres.Llevaba puesto ese vestido y por encima

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llevaba un chal de lana con flecos que lamujer del ingeniero Goitia habíaregalado a mi madre varios años atrás.Tenía frío, claro que sí, pero me parecíamal esperar a mis padres en el interiorde la iglesia, y un primo de la novia algomayor que yo se entretuvo haciéndomeunas cuantas fotos. Éramos pocos losinvitados, apenas una veintena entreparientes de Gloria, ex compañeros detrabajo de mi padre y amigos de Josemia los que yo ni conocía, y todos tratabande tranquilizar a mi hermano y le decíanque no había prisa, que el cura podíaesperar toda la mañana: La boda noempezará hasta que lleguen tus padres.

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Decían tus padres, dando porsupuesto que a mi padre le concederíanel permiso, y nadie supo qué decircuando al final, procedente de la paradadel autobús, llegó mi madre, sola,malcarada y de tirios largos, con suszapatos de hebilla dorada y su falda grisy su abriguillo de paño cada vez másgastado por el uso. Tampoco ella dijonada. Se limitó a entrar en la iglesia y aocupar en silencio el lugar que se lehabía asignado como madrina de boda.¿Estás bien?, le preguntó Josemi, y elladijo las piernas, tengo otra vez laspiernas tontas, que era lo que decíacuando se enfadaba pero no tenía nadie

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cerca a quien echar la culpa.El comienzo, desde luego, no podía

ser peor, con mi padre en la cárcel y mimadre así, hecha un basilisco. Pero almenos era un comienzo. El Seat 1500pudo por fin dejar de dar vueltas, yGloria, con un traje de novia que debíade haber sido de su abuela y le sentabacomo un tiro, entró del brazo de supadre, un hombre bajito y tostado queparecía más nervioso que los propiosnovios. El cura, harto de tan largaespera, ni siquiera se molestó en ocultarsu irritación y despachó la ceremonia enpoco más de veinte minutos. Todo quedócomo feo y deslucido, y mi madre no

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quiso ni sonreír cuando, a la salida, elprimo de Gloria se empeñó en hacervarias fotos de grupo. No se negaba ahacerse fotos. Se limitaba a mirar confijeza y apretar mucho los labios,componiendo una expresión que yoconocía bien. Una expresión que queríadecir: ¿Qué he hecho yo?, ¿por quédemonios me tiene que pasar esto a mí?Así era mi madre, siempre amargada,siempre a disgusto con todo y con todos,y yo seguía alimentando mi odio contraella.

Después de la boda vino elbanquete. Yo nunca había estado en unrestaurante con mi madre. De hecho,

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pensé que mi madre podía no haberentrado jamás en un sitio así, a no ser eldía de su propia boda, más de veinteaños antes, aunque nunca se me ocurriópreguntar si la habían celebrado en sucasa, en la cantina o dónde. Y pensétambién que, cuando alguien tienecuarenta y tantos años y come porprimera vez en un restaurante, lo menosque puede hacer es manifestar un pocode curiosidad o de excitación o de buenhumor. Mi madre no. Mi madre se sentóal lado de Josemi y a mí me hizo sentardelante. Luego le fueron sirviendo losdiversos platos, y ella los miraba no conasco ni con desdén pero sí con una

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indiferencia más bien tensa, comocuando pasábamos en autobús porNuevos Ministerios o por Cibeles ydecía: Nuevos Ministerios, Cibeles.

Es verdad que el restaurante no eranada del otro mundo. Un restaurante delas afueras, espacioso y aún nuevo, convistas a una carretera en obras, uno deesos restaurantes especializados enbodas baratas y primeras comuniones.Recuerdo que comimos ensalada de piñay gambas, entremeses y merluza ensalsa, y que de postre, antes de la tartanupcial, me trajeron una copa de heladotan grande o casi tan grande como la quehabía tomado aquella lejana tarde en

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Estoril. Después sirvieron champán ytodos empezaron a brindar y a gritarvivan los novios y yo también brindé ypor primera vez probé el champán y,cuanto más contentos estaban los demás,más rabiosa y sombría parecía mimadre, que alzaba la copa con desgana yni siquiera se la acercaba a los labios.

Los hombres pidieron copas y puros,y un camarero colocó un tocadiscossobre una silla y lo enchufó. Sonó unpasodoble. Los novios abrieron el baileentre aplausos y al momento se formarondos o tres parejas más. Un primo deGloria, no el de las fotos sino otro, mehizo señas para que saliera a bailar con

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él. Nos iremos enseguida, dijo entoncesmi madre. ¿Por qué?, protesté, es laboda de tu hijo. Apareció ahora unnuevo primo de Gloria, moreno ycejijunto como todos sus primos, parasacarme a bailar, y me pareció de malaeducación negarme. ¡Nos iremosenseguida!, repitió mi madre mientras yome levantaba. Bailé primero con unprimo y después bailé con otro y conotro más, y al final no sabía ni con quiénbailaba porque todos me parecían elmismo. Pero no me importaba. Me sentíaa gusto bailando con unos y con otros,sabiéndome guapa con mi vestido beigey largo hasta los pies, sabiéndome

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admirada por todos aquellos primosmorenos y vulgares, por primera vez enmi vida sabiéndome deseada. Me veía amí misma como a una princesa entrepatanes, rodeada de chicos feos y malvestidos que al sonreír me mostrabansus dentaduras irregulares y sus caries, ylo que más me hacía disfrutar era saberque mi madre me estaba mirando y queme odiaba.

Sí, en aquel momento, animadaquizás por los tragos de champán,disfruté pensando que a mi madre lemolestaba verme feliz, que envidiaba mijuventud y mi belleza y que acaso, quiénsabe, veía en mí a la tía Amalia cuando

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ésta era joven, guapa y distinguida y mimadre una mujer sin gracia ni atractivo,nacida para servir toda su vida amujeres parecidas a aquélla, a suhermanastra.

Y entonces sonó María bonita, no enla versión que yo conocía sino en otra,pero a mí me gustó lo mismo, ycanturreé acuérdate de Acapulco, deaquellas noches, María bonita, Maríadel alma… Bailaba con los ojoscerrados. No quise abrirlos hasta elfinal de la canción, y mientras tanto medecía a mí misma que aquello era comoun mensaje para mí. Que a lo mejorhabía logrado convertirme en la María

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que siempre había querido ser, la quehasta entonces sólo había sido unascuantas horas al día y a escondidas.

La fiesta acabó cuando en la calle yaatardecía y los camareros tenían quepreparar las mesas para el turno denoche. Varios de los invitados se habíanmarchado y los demás se demoraban enlas despedidas. Mi madre seguía en susilla. Era la única que permanecíasentada, y yo había dejado de bailarpero ella seguía mirándome con elmismo odio que un rato antes. Derepente comprendí por qué me odiaba.Por mi vestido. Por mi vestido beige,largo hasta los pies. Cogí el chal del

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respaldo y me cubrí los hombros. Mesentía como esas mujeres de laspelículas que corren a taparse cuandoalguien las descubre bañándose en elrío. Mi madre ni se movió. ¿De dónde lohas sacado? ¿El qué? ¡El vestido! DeAlmudena, dije. Es uno de los vestidosviejos de Almudena. No me mientas,dijo ella, Almudena nunca ha tenido unvestido así.

El coraje y la seguridad de mediahora antes me habían abandonado porcompleto. Volvía a ser una niña, volvía asentirme débil y acobardada, incapaz deplantar cara a mi madre, que se levantópor fin de su silla y me gritó: ¿Por qué

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no has ido últimamente a tus clases deballet? De golpe comprendí que lo habíaadivinado todo. Que sabía lo de mitraición y que nunca me la podríaperdonar. ¿Qué pensabas?, volvió agritar, ¿que no me iba a enterar? Lospocos invitados que quedaban en elsalón nos observaban incómodos peroella no se arredró: ¡Lo sé todo! ¡Sécómo eres por dentro! ¡Venderías a tufamilia por un par de zapatos! ¡Eresigual que…! Mi madre no concluyó lafrase y yo me armé de valor y dije: Dilo,di que soy igual que ella, igual que la tíaAmalia. Mi madre se había negado apronunciar su nombre y, al oírmelo decir

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a mí, no pudo contenerse y me dio unabofetada. Una bofetada fuerte y sonoraen mi mejilla izquierda que, más quedolerme, me sorprendió: ella, pese a sumal carácter, nunca me había puesto lamano encima.

Algunos de los invitados trataron deintervenir, ¡señora, por favor!, y Josemi,que había salido a la calle a despedir aalguien, se acercó corriendo a mi madrey la agarró por el codo: ¿Se puede saberqué te pasa…? Entonces mi madre abriósu pequeño bolso pasado de moda ysacó uno de aquellos sobres de colorverde claro. ¡Toma!, exclamó con rabia.¡De parte de tu padre! ¡Gástatelo en lo

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que te parezca! Josemi cogió aquelsobre sin entender y sacó unos cuantosbilletes, y mi madre volvió a clavar enmí su mirada. O sea que también eso losabía. Sabía lo del dinero y, sobre todo,sabía que yo lo sabía, y de repente, conaquel pelo despeinado y aquellos ojosbrillantes, con aquel ceño fruncido yaquel gesto acusador, la vi como a unabruja horrible. Como a una de esasbrujas horribles de los cuentosinfantiles. Y fue tal el miedo que sentíque tuve que desviar la vista y salir deallí. Me metí en el cuarto de baño. Meremojé la cara, me miré en el espejo yme dije: No puedo más.

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11Llevaba puesto mi vestido favorito y menegaba a llorar. Quería llegar a la tiendade antigüedades guapa y contenta, con elpeinado intacto y la mejor de missonrisas. Quería parecer feliz,irresistible, una de esas personas sinrencores ni problemas a cuyo lado todoel mundo quiere estar. Quería decirle ami tía: Me he ido de casa. Me he ido decasa y no pienso volver. El autobús mellevaba por la Castellana y yo me pasétodo el trayecto repitiendo entre dientes:Me he ido de casa y no pienso volver.Estaba claro: ¿para qué volver a aquella

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casa, junto a mi madre, que me odiaba yacababa de pegarme un bofetón? ¿Paraqué volver a ser la María de antespudiendo ser la María que yo quería, lade los vestidos bonitos, la queacompañaba a mi tía a las tiendas demodas y a las cafeterías?

Bajé del autobús y desde lejos viuna veintena de personas que esperabanpara entrar en la tienda. No es normal,me dije, y de golpe recordé que aquellatarde se iba a celebrar la subastabenéfica que Alfonso y la tía Amaliallevaban semanas preparando. No habíaimaginado así mi llegada, y eso bastópara descorazonarme. Me quedé a un

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lado, cerca de aquellos señores yaquellas señoras pero no con ellos. Mequedé ahí, esperando no sabía qué, yluego me eché a llorar. Llegó más gente,toda muy elegante y bien vestida. Erantantos que tardaban en entrar yacomodarse dentro del local. Desdedonde yo estaba, veía que éste habíasido totalmente desalojado de muebles yantigüedades y que en su lugar habíancolocado varias filas de sillas de tijera,ocupadas ya en su mayoría. Luego oí quealguien me llamaba. ¡María!, oí, ¿quéhaces tú aquí? Era mi tía. Me vio así,con aquel vestido y llorosa, y lo adivinótodo. María, ¿qué has hecho…?, me

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susurró, abrazándome. Ella sabía que mipadre estaba en la cárcel y que mihermano se acababa de casar, y nonecesitaba saber mucho más paradeducir que me había escapado de casa.Ven, dijo, sube a casa y arréglate unpoco.

Subí. El piso estaba casi vacío.Estaban las camas, las sillas, un par demesas, pero no quedaba ninguno de esosmuebles y esos cuadros valiosos que yoestaba acostumbrada a ver. Tampoco ledi mayor importancia. Pensé que loshabrían vendido. Que tal vez los habríanllevado al almacén que, según misnoticias, habían tenido que alquilar con

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lo de la subasta. Me preparé la bañera.Eché un buen chorro de gel y, comoaquella vez en el hotel de Estoril, meentretuve viendo subir la espuma. Luegome metí en el agua y pensé que aquelloera la felicidad o algo muy parecido.

Mi tía se había quedado abajo, en latienda, atendiendo a sus clientes. Entró averme cuando ya me había bañado yestaba secándome el pelo. Parecíacontrariada. Permaneció un minuto ensilencio, mirándome pensativa, y luegodijo: ¿Ya estás más tranquila? Terminade vestirte. Tengo el taxi esperando en lacalle. ¿Taxi?, exclamé, temblorosa, ¿noirás a llevarme a casa? La tía Amalia no

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contestó y yo insistí: ¡No, por favor! ¡Nome mandes de vuelta a casa! ¡Esa mujerme acaba de pegar! ¡Me ha pegado unbofetón en la boda de su hijo! Ella,inflexible, negó con la cabeza: Esamujer es tu madre y, aunque las dossabemos cómo es, te quiere. A sumanera pero te quiere. Yo junté lasmanos en actitud suplicante y dije queahora era diferente, que mi madre lohabía descubierto todo: lo de mis clasesde ballet y mis visitas a la tienda,también lo del dinero que todos losmeses entregaba en un sobre a mipadre… La tía Amalia hizo un gesto desorpresa porque no sabía que yo sabía

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lo del dinero y los sobres, pero eso nocambió las cosas. Eres una menor, dijo.¿No comprendes que no puede ser? Nopuedes quedarte aquí. Es la ley. ¡La ley!,grité, ¿cuándo te ha importado a ti laley? Aquello fue un golpe bajo, y mi tíalo acusó. Entrecerró un momento losojos, emitió un hondo suspiro y dijo conaspereza: He conseguido hablar con tumadre. Le he dicho que estabas conmigoy te encontrabas bien. También le hedicho que dentro de un rato estarás encasa. Ahora termina de vestirte.

Mi tía volvió a la tienda y me dejóotra vez sola. Yo nunca la había vistoasí, tan seca, tan arisca, y aunque ya me

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había arrepentido de haberle dicho loque le había dicho, por nada del mundopensaba volverme atrás. Con su ayuda osin ella. Aunque acabara inclusoganándome su inquina. ¿Regresar albarrio, a casa, con mi madre? ¿Paraqué? ¿Para estar las dos solas en elpequeño cuarto de estar, odiándonostodo el rato y a conciencia? Antesprefería irme de allí, escapar, echarme alas calles de Madrid y buscar un sitiodonde pasar la noche, convertirme enuna vagabunda. Sopesé muy seriamenteesa posibilidad. ¿Qué era lo peor queme podía ocurrir? ¿Que me acabaraencontrando la policía y me devolviera

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a mi casa? Al menos habría ganado unassemanas, unos días, siquiera unas horas.¿Que cayera en manos de algúndesaprensivo y me ocurriera algohorrible? Bueno, pensé, así las dosllorarán por mí y tendrán algo quereprocharse durante el resto de susvidas.

El bolso de la tía Amalia estabacolgado del perchero de la entrada.Podía cogerle algo de dinero y dejarleuna nota diciendo que se lo devolveríaen cuanto pudiera. Con dinero misposibilidades se multiplicaban: ¿por quéno subirme a un tren, el primer tren quesaliera, y dejar que el azar decidiera por

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mí, y despertar en Sevilla o enBarcelona o en Bilbao, en cualquierciudad en la que nadie me conociera nitratara de encontrarme? Estaba ya apunto de rebuscar en aquel bolso cuandooí ruidos a mi espalda. Eran los dos,Alfonso y la tía Amalia, que asomabanpor la escalera de caracol, él delante,ella detrás. Alfonso llevaba un trajemilrayas con chaleco oscuro y corbatade barquitos, y me pareció que se habíapuesto brillantina en el pelo. Vamos aacabar con este asunto, dijo con el ceñofruncido. Vas a salir por aquella puerta yte vas a meter en el taxi, ¿está claro? Yoen aquel momento odié a Alfonso y a la

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tía Amalia. Había acudido a ellos enbusca de auxilio y ¿qué habíaencontrado? Nada. Sólo malas caras yvoces autoritarias. Os odio, dije, pero lodije con la voz entrecortada. ¡María, porfavor…!, exclamó mi tía, y yo me tapélos oídos para no escucharla. Me sentíatan débil, tan sola.

Seguí a la tía Amalia hasta el portaly nos metimos en el taxi. Luego el taxiarrancó y ninguna de las dos dijo nada.Yo clavé la mirada en mis rodillasporque no quería ver las calles que mellevaban de vuelta al barrio. No, noquería volver, no quería ver nunca másla cara adusta de mi madre, oír su voz

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siempre irritada, oler su olor a ajo y aleche agria. Pero el caso era que todoeso iba a formar otra vez parte de mivida y que no se me ocurría ningunamanera de evitarlo. Empecé a llorar ensilencio. No lloraba de dolor, lloraba derabia. Mi tía entonces me rodeó elcuello con un brazo y me estrechó contrasu cuerpo. María, dijo, María bonita…Yo me desasí de su abrazo y me aparté.Luego miré por la ventanilla y vi el pasoa nivel que de algún modo señalaba ellímite del barrio. Quinientos metros másallá estaban mi casa y mi madre. ¡Memataré!, exclamé volviéndome hacia latía Amalia, ¡te juro que me mataré!

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¡María, por favor…!, suplicó ellallevándose una mano a la frente. ¿No mecrees?, pregunté desafiante, ¿no mecrees capaz de matarme? Mi tía no dijonada y yo pensé que tampoco era tanmala idea: matarme, ¿por qué no?Avanzábamos a bastante velocidad,puede que a setenta u ochenta por hora.Los faros del vehículo iluminaban losmatojos pardos y amarillos del arcén,que aparecían y desaparecían enfracciones de segundo. O entonces onunca. Abrí la puerta del coche decididaa arrojarme contra el asfalto, pero en elúltimo instante la mano de mi tía meagarró con fuerza por el antebrazo y me

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sostuvo. ¡María!, la oí gritar espantada,y luego oí el brusco frenazo y la voz deltaxista profiriendo una blasfemia y,cuando quise darme cuenta, el vehículoestaba ya parado y una nube de polvoentraba por mi puerta abierta.

¿Te has vuelto loca?, ¿te has vueltoloca?, preguntaba la tía Amalia. Eltaxista volvió a blasfemar y, todavíasobresaltado, salió a comprobar losposibles desperfectos. Yo estaba másasustada que ellos. Nunca en mi vidahabía visto la muerte tan de cerca. ¿Tedas cuenta de lo que…?, empezó a decirmi tía, y yo, ahora sí, me dejé caer sobreella en busca de su abrazo. El taxista

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volvió a ponerse al volante y sostuvocon mi tía una breve discusión que yo nisiquiera escuché. Cuando aquel hombrese calló, ella, con la voz aún trémula, leordenó parar delante de una cabina.Luego me preguntó a mí cuál era elnúmero de nuestra vecina, la del terceroizquierda, que tenía teléfono y nos cogíalos recados, y yo se lo dije. Ahoraespera, me dijo. Esperé en el cochemientras ella hacía la llamada. Tenía laventanilla abierta pero el sonido de suvoz me llegaba distorsionado y débil,como cuando alguien nos grita en un díade viento. La conversación duró poco,apenas un par de minutos, y luego mi tía

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me contó lo que le había dicho a mimadre: que yo estaba bastante nerviosa yque sería mejor que me quedara adormir en su casa. Mi madre habíaacabado aceptando, y la única condiciónque había puesto había sido que por lamañana tenía que estar de regreso atiempo para ir a la escuela. Así quevolvemos a la tienda, concluyó la tíaAmalia. Verás la subasta, te va a gustar.

Cuando llegamos debía de hacer unbuen rato que había comenzado. Fuimosal piso, no a la tienda, y a través delhueco de la escalera de caracol oímos lavoz amplificada del director de lasubasta, que decía más o menos: Pieza

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número diecisiete, tienen la descripciónen el catálogo. Una preciosa figura demarfil finamente trabajado que debemosa la generosidad de don MesíasRamírez, de Antigüedades Ramírez.Entonces se oyeron unos aplausos y yomiré a mi tía y dije: Lo siento, sientohaberte dicho todas esas cosashorribles… La tía Amalia me dio unbeso en la frente y señaló un escalón.Siéntate aquí, dijo, no quedan sillaslibres pero desde aquí lo verás bien.

Yo había acabado poco menos queresignándome. No quería pensar en loque ocurriría al día siguiente y, algo mástranquila que antes, opté por aprovechar

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aquellas horas y disfrutar delespectáculo. Me senté, pues, en elescalón, que era el sitio en el que megustaba sentarme cuando estaba en latienda, y era verdad que desde allí seveía bien. Se veía al público, esossesenta o setenta señores, todos deaspecto distinguido y con el catálogo enla mano. Se veía el inmenso cartelblanco con los nombres de la tienda,Estoril, del gremio de anticuarios y de laentidad benéfica a cuyos fondos iríadestinada la recaudación. Se veíatambién el atril desde el que un hombrejoven con un flequillo muy largo dirigíala subasta. El precio de salida, decía, es

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de veinte mil pesetas. Veinte mil,veinticinco mil el caballero de lasegunda fila, treinta mil, treinta mil laseñora del vestido rojo, ¿alguien damás?, ¿no?, treinta a la una, treinta a lasdos, adjudicado a la señora del vestidorojo…

Treinta mil pesetas era mucho dineroen aquella época, desde luego muchomás de lo que un hombre como mi padrepodía ganar en un mes, y allí en cuestiónde segundos se decidían compras porcantidades así. E incluso superiores.Eché un vistazo al catálogo y vi que loque allí llamaban un mueble de toilettede inspiración cubista tenía un precio de

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salida de cien mil pesetas. Habíatambién un pisapapeles de cristal (unvalioso Clichy de 1850 según el pie defoto, una bola de cristal con una rosablanca rodeada de hojas verdes, a fin decuentas un pisapapeles) de doscientascincuenta mil. ¡Doscientas cincuenta milpesetas! ¿Cuántas casas tendría quelimpiar mi madre para reunir unacantidad como ésa?

Los muebles más pesados yvoluminosos sólo se exponían enfotografía, y de las piezas pequeñas seencargaba ahora la tía Amalia, que erala que las colocaba en una mesa elevadapara que todos pudieran verlas. La tía

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Amalia iba y venía de la tienda a latrastienda, y yo la veía pasar con unreloj de fanal, una colección deabanicos enmarcados, una lámparaestilo Tiffany, un bodegón. La vi tambiénpasar con un estuche forrado deterciopelo, y el del flequillo anunció lapieza más esperada. Mi tía abrió concuidado el estuche y mostró sucontenido. Desde donde yo estaba, sólovi algo así como una bola de cristal. Erael Clichy que había visto en el catálogo,el pisapapeles de las doscientascincuenta mil pesetas, y el director de lasubasta pidió a Alfonso que selevantara. Él no dijo Alfonso. Él dijo

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nuestro anfitrión, y también dijo que unadonación como aquélla merecía unfuerte aplauso. Y todos aplaudieron, ypor un momento pensé que me habríagustado estar allí delante, sosteniendoese estuche abierto, porque habría sidocomo si me aplaudieran a mí, como siaquellos caballeros y aquellas señorasfueran padres y madres de niñas ricas yyo fuera la mejor bailarina del colegio.

Entonces comenzó la puja y lo máscurioso fue que el propio Alfonsoparticipó en ella. Si alguien decíadoscientas noventa, él decía trescientas,y así cada vez, siempre ofreciendo unpoco más, hasta que al final se llegó a

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las cuatrocientas cincuenta y él levantóla mano y dijo con la voz clara y serena:Quinientas mil. ¡Quinientas mil pesetas!,pensé, ¡qué barbaridad! Y lo cierto esque no sólo yo, también los otrosparecían bastante sorprendidos ante laactitud de Alfonso, que había sido el quehabía donado la pieza más valiosa yencima la había recomprado por aquellacifra, un porrón de dinero. El señorAranaz ofrece quinientas mil. Quinientasmil a la una…, dijo el del flequillo,acallando con la mano los murmullos, ycuando por fin exclamó ¡adjudicado!, lagente volvió a aplaudir, y yo miré a latía Amalia, que sonreía con

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despreocupación, y entre tanto unaseñora (luego supe que era marquesa yque presidía la entidad benéfica) seacercó a Alfonso y le estampó dossonoros besos de agradecimiento. ¡Ojaláhubiera más gente como usted!, exclamó,conmovida.

La subasta acabó a eso de las nuevey media, y no había más que ver lassonrisas de Alfonso y la tía Amalia paracomprender que había sido un completoéxito. ¡Vámonos a cenar por ahí!, dijoél, ¡esto hay que celebrarlo! Fuimos a unrestaurante italiano, y yo, por primeravez en mi vida, tomé una pizza, queentonces era un plato raro y novedoso en

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España. Alfonso y la tía Amalia,excitados, hablaban entre ellos de losprecios alcanzados por algunas de lasantigüedades, y yo sentía que aquel éxitome pertenecía en una pequeña parte,aunque sólo fuera porqueaccidentalmente había sido testigo de él.No ha quedado nada sin vender, aún nome lo creo…, decía Alfonso, exultante,y cada dos por tres alzaba su vaso devino para brindar con la tía Amalia yconmigo.

Qué raro había sido aquel día,cuántas cosas habían pasado. Yo creíaque había logrado olvidarme de la bodade Josemi y de la bofetada de mi madre

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y de mi posterior huida, cuando la tíaAmalia hizo un gesto en dirección a mí ydijo: Y tú ¿qué?, ¿todavía triste? Yohabría preferido que no hubiera dichonada: habría sido más sencillo. Noquieres que me quede con vosotros…,dije. No, María, no es eso, tú sabes queno, replicó ella, y luego me acarició labarbilla con dulzura. ¿Entonces?, dije.Entonces, repitió tratando de sonreír,entonces nos vamos a casa, que se estáhaciendo tarde.

Ayudé a la tía Amalia a hacer lacama de la habitación de invitados. Lahicimos casi en silencio, pronunciandonada más las palabras indispensables:

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estira por aquí, alisa por allá. Luego mitía me dio las buenas noches y me apagóla luz, y yo (sí, siempre he sido unallorona) no pude evitarlo y me eché allorar. Mi ilusión por cambiar de vida sehabía desvanecido por completo.

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12Pero yo entonces tenía una ideatotalmente equivocada de lo que iba aocurrir a continuación. Aquella noche nocreo que llegara a dormir un par dehoras seguidas. Me desperté de repentey ya no pude volver a conciliar el sueño.A través de las rendijas superiores de lapersiana entraba algo de luz, lasuficiente para que mis ojos fueran pocoa poco distinguiendo volúmenes ycontornos en aquella oscuridad: lasesquinas de la habitación, las moldurasdel techo, la bombilla, que colgabadesnuda sobre los pies de la cama.

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También la puerta, que había quedadocerrada.

Pasó bastante tiempo, tal vez unahora, cuando oí el primer ruido. Fue unruido sordo, impreciso, como si alguienhubiera dado un traspié o tropezado conalgo. Me incorporé en la cama y agucéel oído. Enseguida sonó un nuevo ruidoy luego otro más, el primero como unchoque contra un mueble, el segundocomo un carraspeo o una tos sofocada.Ha entrado alguien en la tienda, pensé.Me levanté y recorrí a ciegas el pasillo.Llevaba puesta una camiseta de mi tía,que me llegaba por debajo de lasrodillas, como un camisón. Ya en el

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salón, me asomé a la escalera de caracoly me pareció distinguir un resplandorlejano y cambiante. Una linterna, pensé.Volví sobre mis propios pasos. Estabadescalza, y andaba de puntillas para quemis pisadas no me delataran. Me detuveante la puerta del dormitorio principal yllamé suavemente con las yemas de losdedos. No obtuve respuesta. Opté porentreabrir con cuidado aquella puerta ysusurrar: Alfonso, tía Amalia…, ¿estáisdespiertos? Abrí del todo. En lapenumbra distinguí la cama, que estabasin abrir, la almohada intacta, el embozosin arrugas. A Alfonso y a mi tía no seles veía por ningún lado.

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Volví entonces la mirada hacia ellugar del que procedían los ruidos, y enese mismo instante sonó un ruidometálico, como si alguien hubieragolpeado una superficie de hierro con lapunta de un destornillador. Debían deser ellos, pero yo no entendía el porquéde tanto sigilo: la linterna, losmovimientos furtivos, todo eso. Si eranAlfonso y la tía Amalia, se estabancomportando como auténticos ladrones.Aquello no tenía ningún sentido. Decidívolver a mi cama y esperar. Cuando ibaa entrar en el dormitorio, creí distinguiralgo en el suelo, junto al marco de lapuerta. Era un despertador, y debajo de

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él había un papel doblado y un par debilletes. Cogí el papel y entré en lahabitación. Cerré la puerta, encendí laluz. La nota estaba escrita con la letraredondeada y plana de la tía Amalia, ydecía: TE HE PUESTO EL DESPERTADOR ALAS SIETE. TENDRÁS QUE IR SOLA A TUCASA. AQUÍ TIENES DINERO PARA ELTAXI. NUNCA TE OLVIDARÉ. ADIÓS. Yluego había un dibujo de unos labioscerrados para un beso. ¿Por qué esebeso y ese adiós? ¿Por qué ese lúgubrenunca te olvidaré, que sonaba adespedida definitiva? Allí abajo estabapasando algo, algo importante, y yo nosabía de qué se trataba.

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Apagué la luz y volví al pasillo. Alpasar por delante de la cocina meacordé del interfono. Lo encendí.Encendí primero el de la tienda ydespués el de la trastienda. Finalmenteencendí el del pequeño despacho deAlfonso, y era de ahí de dondeprocedían los ruidos. Ruidos de cajonesque se abrían y se cerraban y de objetosque entrechocaban. Ruidos tambiénhumanos: el roce de una camisa o unpantalón, un carraspeo como el de antes,ya no una tos sofocada, un resoplidoaislado que sólo podía ser de Alfonso,un date prisa pronunciado por la tíaAmalia. ¿Qué demonios estaba

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ocurriendo? Entonces oí la puerta deldespacho y pensé: Ahora irán a latrastienda y por tanto a la escalera decaracol y al piso. Ahora vendrán. Peroencendí el interfono de la trastienda paraseguir desde allí su trayectoria y no oínada, y rápidamente encendí el de latienda y entonces sí que oí. Alfonso y latía Amalia no subían. Alfonso y la tíaAmalia se iban. Salían a la calle. Miréel reloj de pared: eran las dos yveinticinco. Luego corrí a mi dormitorioy sin encender la luz subí la persiana. Yallí estaban ellos, cruzando la calle.

Alfonso llevaba puesto su mejorabrigo y cargaba con dos voluminosas

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maletas, y la tía Amalia con otras dos,elegantes y no tan grandes, que yorecordaba del viaje a Estoril. Sin perderun segundo, cogí mi ropa y me vestí.Cogí también el dinero que mi tía mehabía dejado y volví a mirar por laventana. Acababan de parar un taxi y enese momento estaban metiendo elequipaje en el maletero. Luego el taxiarrancó y yo me asomé todo lo que pudepara ver qué dirección tomaba al llegara Colón. Estaba claro que, con aquellasmaletas, no podían dirigirse más que auna estación. Vi con claridad cómo eltaxi señalaba con el intermitente hacia laderecha, hacia Recoletos, hacia la

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estación de Atocha por tanto, y medispuse a salir en su busca. Micuriosidad, sin embargo, era demasiadofuerte. Bajé por la escalera de caracol.Encendí la luz. En la tienda todo estabatal como había quedado después de lasubasta: las sillas de tijera apiladas, elinmenso cartel blanco, el atril con unejemplar del catálogo. Corrí aldespacho y abrí la puerta. No me hizofalta ni pulsar el interruptor. La luz quellegaba de la tienda bastaba parailuminar la mesa en desorden, loscajones sacados de sus guías, lospapeles revueltos, los archivadoresdesencajados. Y sobre todo la pared. La

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pared, con la caja fuerte abierta ycompletamente vacía. ¡Claro!, pensé, ¡eldinero de la subasta!

Salí a la calle y cogí un taxi. AAtocha, dije, a la estación, y elconductor me miró por el retrovisor concuriosidad, como preguntándose quéhacía una niña como yo a esas horas,sola en un taxi. Yo me retrepé en elasiento para parecer mayor, y era ciertoque no me sentía ya como una niña sinocomo una mujer, una pequeña mujer,capaz de interpretar los acontecimientosmás oscuros y también de intervenir enellos. Durante aquel trayecto en taxiempecé a entender muchas cosas.

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Entendí, por ejemplo, por qué en el pisono había muebles buenos niantigüedades. Sin duda, antes queabandonarlos, se habían apresurado aesconderlos. O a venderlos, ¿por quéno?, al precio que fuera y a quienquisiera comprarlos. Y entendí ladespreocupada sonrisa de la tía Amaliacuando Alfonso compró aquelpisapapeles de cristal por nada menosque medio millón de pesetas. ¿Qué másle daba a él medio millón que uno o milmillones, si de todos modos ese dineroiba a acabar volviendo a su bolsillo?Pero sobre todo entendí la tenacidad conque mi tía me había rechazado. No, no

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era que no quisiera tenerme con ella.Era que no podía. ¿Cómo iba aacogerme a su lado la misma noche enque tenían planeado dar un golpe comoaquél, para luego salir huyendo en elprimer tren?

Claro que ahora las cosas habíancambiado, y en cuanto ellos supieranque yo lo sabía todo no les quedaría másremedio que aceptarme. Eso era almenos lo que yo pensaba en aquelmomento, dominada por una excitaciónque me tenía como embriagada. Viajarde noche hacia un destino desconocido,escapar con un botín millonario,escondernos de la policía…: sonaba

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todo tan emocionante. Si había que huir,huiría con ellos. Si tenían queesconderse, yo estaría a su lado. Si menecesitaban para el próximo golpe, metendrían a su disposición. Me atraía laperspectiva de instalarme en el filo de laley o directamente en el otro lado. Dellevar una vida aventurera, peligrosa, yentregarme junto a ellos dos a quiénsabía qué actividades delictivas. Eracomo participar en un inmenso juego,como jugar a ser los bandidos de laspelículas y vivir experiencias que noestaban al alcance de la mayoría de lagente. Había descubierto que Alfonso yla tía Amalia seguían siendo los de

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antes, los mismos estafadores de aquelverano en Estoril, y, en vez derechazarlos por eso, deseaba unirme aellos, llevar a su lado una vida llena deemoción y de riesgo. Aunque supongoque lo que de verdad me atraía no eratanto esto último como la inciertapromesa de disfrutar de su complicidad,la complicidad de los proscritos. Yoconocía sus secretos, y eso me uníaestrechamente a ellos. En el fondo, meocurría como a mi padre cuandodejamos la colonia: que había perdidosu mundo y en su lugar había encontradoel de Antón y los sindicalistas. Tambiényo me sentía como expulsada de un

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mundo propio y necesitada deintegrarme con urgencia en otro, depertenecer a algo y a alguien, y ese algoy ese alguien ya no podían ser más queellos, Alfonso y la tía Amalia, y todo loque tuviera que ver con ellos.

Llegué a Atocha. Aunque nunca anteshabía estado en esa estación, no tuveningún problema para orientarme. Unletrero muy grande indicaba la zona delargo recorrido. Allí había un panel queanunciaba la salida inmediata de un trenque venía de Cádiz y seguía hastaBarcelona, y tuve el presentimientoinequívoco de que Alfonso y la tíaAmalia no podían andar muy lejos y de

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que ese tren era el suyo. Acudícorriendo al andén, y el convoy estabaya estacionado y a punto de partir. Memonté en él por la primera puerta queencontré, la del furgón de cola, ytemiendo que apareciera el revisor meencerré en uno de los lavabos. ¿Estabacometiendo una locura? Tal vez. Podíaser que no estuvieran en ese tren sino enotro cualquiera. Podía ser que nisiquiera hubieran llegado a Atocha y queel taxi les hubiera llevado al aeropuertoo a una estación de autobuses. Podía sertambién que se hubieran quedado enMadrid o en algún lugar de lasafueras… ¡Yo metida en aquel tren y

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ellos quién sabía dónde, acaso en unahabitación de hotel, descansando ya,ignorantes de todo lo que yo estabahaciendo y de la suerte que meesperaba! Sí, me estaba dejando guiarpor impulsos súbitos y porpresentimientos, y sólo ahora quedisponía de unos instantes parareflexionar me daba cuenta de que nadade lo que hacía tenía demasiado sentido.

El tren partió al cabo de unosminutos, y para entonces toda la euforiay la excitación de poco antes se habíanconvertido ya en temor e indecisión.Cuando salí de aquel lavabo estaba casitemblando. Recorrí el primer vagón,

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asomándome a todos loscompartimientos, y no encontré a la tíaAmalia ni a Alfonso. Recorrí el segundoy el tercero, y lo mismo, y cada nuevovagón que recorría era un motivo máspara el desconsuelo. Me sentía débil,desvalida, más niña que nunca, y me dijeque con esa búsqueda mía, tan alocada,tan ciega, recordaba a esos perrosabandonados que se pegan al primerpaseante que les da algo de comida o leshace una caricia.

Después de los vagones de segundavenían los de primera, y donde éstosacababan comenzaban los de loscochescama. Me asomé al primer

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pasillo y todas las puertas estabancerradas. ¿Qué hacer? No podía ir unapor una, llamando, toc, toc, pidiendodisculpas por las molestias, preguntandosi ése era el coche de la tía Amalia.Estaba tan desanimada que la simpleidea de abandonar la búsquedaempezaba a parecerme reconfortante,como cuando tienes mucho sueño y almismo tiempo sabes que no vas a poderdormir y que tampoco el duermevelaestá tan mal. Pero entonces tendría quehacer otros planes. ¿Cuál era la estaciónde destino de aquel tren? ¿Barcelona?Sí, ¿por qué no? Conté mi dinero ysupuse que con aquello no me alcanzaría

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ni para el billete. ¿Qué ocurriría si meencontrara el revisor? ¿Me haría bajaren la siguiente estación? ¿O tal vezavisaría a la policía y acabaríandevolviéndome a mi barrio y a mi casa?¿Y qué ocurriría si lograba llegar hastael final? ¿Qué clase de vida me estabaesperando en Barcelona? Miincertidumbre era tal que me tenía comoembotada. Me metí por aquel pasillocon andares de autómata, apoyándomecon una mano en las ventanillas y con laotra en la pared de enfrente, afianzandomis pies a cada paso. Tenía la intenciónde llegar hasta el primer vagón ydespués regresar, y ni siquiera acercaba

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la oreja a ninguna de las puertas por sipodía reconocer una voz, una tos,cualquier sonido que me resultarafamiliar.

Luego todo ocurrió muy deprisa. Oíun ruido a mi espalda y vi venir alrevisor. Eché a correr hacia el siguientevagón y me detuve al llegar al final. Yentonces les oí. Oí la risa de la tíaAmalia y la voz de Alfonso, que imitabacómicamente a la marquesa de lasubasta y repetía: Ojalá hubiera máshombres como usted, ojalá el mundoestuviera lleno de hombres comousted… Llamé a esa puerta y me abriómi tía. A su espalda, sentado en una de

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las camas, estaba Alfonso con elpisapapeles de Clichy en una mano. Enel suelo había una botella de champán ydos vasos de plástico. Era evidente queestaban celebrando el éxito de laoperación. Entré. Cerré la puerta.¡María!, exclamó ella, incrédula,¡María! Yo me llevé el dedo a los labiosy todos permanecimos en silencio hastaque el revisor hubo pasado de largo, ymientras tanto yo sonreía y pensaba: Sí,estaban aquí, mi intuición no me haengañado. Entonces Alfonso, que seguíacon su milrayas, su chaleco oscuro y sucorbata de barquitos, se levantó, dejó elpisapapeles sobre la cama y dijo: ¿Qué

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haces tú aquí?, ¿qué demonios hacesaquí? Yo no me esperaba una acogidatan áspera pero en aquel primermomento la achaqué a la sorpresa. Os heseguido, dije, me he despertado al oírlos ruidos y después os he seguido entaxi hasta la estación… ¿Y por qué hastenido que seguirnos?, me interrumpióél, ¿no podías quedarte en la cama,como todas las niñas de tu edad? Yonunca le había visto así, tan rabioso, tanfuera de sí, y seguramente mi tíatampoco, porque el hecho es que seapresuró a ponerle una mano en elhombro y a apartarlo de mí, comotemiendo que fuera a hacerme algún

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daño.María, dijo mi tía, lo que has hecho

no está nada bien… Yo sólo quiero queme llevéis con vosotros, dije. Quétontería, qué locura…, susurró ella,sacudiendo la cabeza. Luego se volvióhacia Alfonso, que entornó los ojos yemitió un suspiro, y yo me di cuenta deque también entre ellos existía un códigoque les permitía comunicarse sinpalabras o casi sin palabras, un códigohecho de gestos levísimos, deinflexiones de voz, de pausas que sóloellos eran capaces de interpretar. Losiguiente que dijo la tía Amalia parecíauna traducción de los pensamientos de

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Alfonso. Bajarás en la primera estación,dijo. No, repliqué, yo me voy convosotros, ya no podemos echarnos atrás.Dije echarnos como si también yoformara parte de su pequeña banda deestafadores, como si el simple hecho dehaber sido testigo de su robo y haberlesseguido me hubiera convertido de unmodo automático en el tercer miembrodel grupo. Qué locura, volvió a decir mitía, dentro de unas horas tendremos a lapolicía detrás de nosotros… ¿Y qué?,dije yo, con la voz quebrada. Si oscogen a vosotros, que me cojan tambiéna mí. Cualquier cosa antes que volvercon mi madre… No insistas, dijo ella,

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bajarás en la próxima estación.Entonces yo, las lágrimas

deslizándose ya por mis mejillas, lesamenacé con un dedo. ¡Puedo delataros!,exclamé, ¡puedo ir a la policía ycontarlo todo! Y Alfonso suspiró otravez y dijo: ¿Y qué es lo que tú sabes queellos no vayan a averiguar por símismos? Y yo: ¡Puedo llamar al revisory decirle que en esas maletas lleváisdinero robado! Y él: Puedes, claro quepuedes, pero no lo vas a hacer. Yentonces sí que me eché a llorar. Explotéen un llanto ruidoso e incontenible,porque eso era verdad y porque los tressabíamos que nunca, por nada del

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mundo, les delataría, y mi tía entoncesme estrechó entre sus brazos y trató deconsolarme, María, María bonita, yluego se acercó Alfonso y nos abrazócon fuerza a las dos.

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13Así acabó mi fuga. Así acabó también elmayor sueño de mi infancia. Aunque enrealidad no acabaron en ese momento yen ese tren sino algo más tarde y encasa, y entonces acabaron del todo. Peroantes tengo que decir que bajé en laprimera estación y que mi tía bajóconmigo. No hace falta, le decía yo, sihe venido sola puedo volver sola, peroeso en el fondo era lo último quedeseaba. Alfonso se quedó en el coche-cama con sus maletas y las de ella, y nosdecía adiós por la ventanilla mientrasnosotras, desde el andén, veíamos el

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tren alejarse poco a poco y luego cogervelocidad y perderse definitivamente enla oscuridad. Estábamos en Alcalá. Eltren había parado apenas un minuto ysólo habíamos bajado nosotras. Vamospara adentro, que hace frío, dijo la tíaAmalia. La cafetería estaba cerrada, ytambién las taquillas. No tenemos trenhasta las seis cuarenta, dijo mi tía,mirando los paneles, y luego añadió:Habrá que esperar.

Nos sentamos en uno de los bancosdel vestíbulo. En otro banco dormíandos mendigos entre periódicosarrugados, mantas viejas y cajas decartón. El reloj de la estación marcaba

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para siempre las once y diez, y de algúnlugar llegaba como en sordina el rumorde una radio. En un sitio como aquéljamás una despedida podía ser alegre.¿Por qué me pusiste eso de nunca teolvidaré?, le pregunté, ¿de verdadpensabas que no nos volveríamos a ver?Mi tía me miró con tristeza y dijo:Acuérdate de esto, María: el pasadosiempre te persigue. Unas veces puedesenfrentarte a él pero otras no te quedamás remedio que huir. ¿Y quién sabeentonces lo que puede ser de ti? Pero nocreas que esto lo hemos elegidonosotros. Habríamos preferido que todosiguiera como estaba. Las cosas nos

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iban bien y, cuando se tiene dinero, esmuy fácil respetar la ley. Pero, ya loviste, apareció Torres y…

No hace falta que me desexplicaciones, dije. Estuvimos un ratoen silencio y luego ella me dijo que metumbara y apoyara la cabeza en susmuslos: Has dormido muy poco,necesitas descansar. Me acuerdo, dije,de cuando acompañaba a mi madre almédico. Cogíamos un tren aquí, en estamisma estación, después cogíamos unautobús, y yo era feliz porque iba a vertey a estar contigo. Aquel día era siempreel mejor del mes. Me gustaba pasearcontigo, ir de tiendas, merendar en las

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cafeterías, entrar en el cine a ver unapelícula de Marisol… Pero todo eso yapasó… Mi tía me acariciaba consuavidad el pelo y, aunque no dijo nada,estuve segura de que en ese momentoestaba pensando lo mismo que yo. QueMarisol era ahora una mujer deveintitantos años y que también yo habíadejado de ser una niña. Que el tiempohabía pasado y eran tantas las cosas quehabían quedado atrás.

Un par de horas después abrieron lastaquillas y empezó a entrar gente.Compramos los billetes y salimos alandén. El tren partió con algo de retrasoy la tía Amalia dijo: Primero tendrás

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que ir a tu casa. No creo que llegues atiempo a la escuela. Yo le pedí que nome dejara sola, que me acompañara acasa de mi madre: Me sentiré mássegura si estás conmigo. Pero eso nopuede ser, replicó, Encarna no quiereverme. ¡Tía, por favor!, insistí, ¡si tú novienes no sé si tendré valor!, y ellaacabó asintiendo con la cabeza: Estábien, está bien… El resto del trayecto lohicimos en silencio, observando a losviajeros que dormitaban u hojeabanperiódicos. Eran trabajadores, gente quetodos los días hacía lo mismo: coger esetren y luego coger un autobús y meterseen una oficina o un taller a trabajar

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durante ocho o diez horas. Para ellos eranormal estar allí en ese momento; parami tía y para mí, en cambio, eraexcepcional, y yo sabía que toda mi vidarecordaría esa noche y ese viaje, porquea partir de entonces ya nada volvería aser lo mismo.

Bajamos en el apeadero que había ala entrada de la ciudad, el mismoapeadero en el que solíamos hacerlo mimadre y yo cuando viajábamos desde lacolonia. Era como si estuviéramosreproduciendo aquel trayecto pero nofuera a mi madre sino a la tía Amalia aquien yo acompañaba. Miró el reloj ydijo que tampoco teníamos prisa:

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Podemos acercarnos a El Corte Inglés.Deben de estar a punto de abrir.Subimos directamente a la planta deropa juvenil. Te hace falta un buenabrigo, dijo, mientras revolvía entreperchas y percheros, ¿qué te parece estatrenka? Una monada, dije, una auténticamonada, y las dos nos echamos a reír.Sabíamos que no volveríamos a vernosen mucho tiempo, tal vez nunca, y queaquél iba a ser su último regalo, y sinembargo estábamos contentas, como siaquello fuera lo más normal del mundo,como si pudiéramos pasarnos todo eldía o toda la vida yendo de tienda entienda y probándonos chaquetones y

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gabardinas. La tía Amalia me compró latrenka. Era verde, tenía el forro acuadros escoceses y se abrochaba conunos cuernecillos marrones sujetos aunas tiras de piel. Nadie en el barriohabía tenido jamás un abrigo tan bonito.Te sienta de maravilla, dijo mi tía, altiempo que salíamos de allí y levantabala mano para llamar un taxi.

Y ahora estábamos ya dentro deltaxi, camino de mi barrio, de mi casa, demi madre. ¿Cómo sería el reencuentro?Yo, ya lo he dicho, nunca había vistollorar a mi madre, pero podía ser que enesta ocasión lo hiciera. Motivos no lefaltaban (el marido en la cárcel, el hijo

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mal casado, la hija huida), y seguro quesus lágrimas lograrían conmover amucha gente. No a mí, sin embargo.Aunque su llanto me descubriera derepente lo buena que era en el fondo y lomucho que me quería, yo me temía queera ya demasiado tarde y que mi amorpor ella se había secado para siempre.También podía ser que me encontraracon la bruja arisca y gruñona que yoconocía, que me recibiría con todo elrencor y el resentimiento que había idoacumulando a lo largo de su triste vida,y entonces yo sabía que no pasaríamucho tiempo antes de que volviera aescaparme y que, si me cogían, me

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escaparía otra vez, y así siempre hastaque llegara a la mayoría de edad ypudiera por fin irme a vivir por micuenta y olvidarla. ¿Y dónde estaríaentonces la tía Amalia? ¿Podría todavíaacudir a ella y decirle: Me quedocontigo, esta vez no me digas que no?

El taxi se detuvo justo delante delportal. Te espero aquí y si hace falta mellamas, dijo mi tía. ¡Sube conmigo!, lesupliqué, ¡es lo último que te pido! Pero,María, no sé si eso es lo mejor… ¡Tía,por favor!, volví a suplicar. Ella dijoque tenía que llegar al talgo de las dos yque, en todo caso, no podía quedarsemás de diez minutos. De acuerdo, dije,

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diez minutos. Dio instrucciones altaxista para que la esperara. El ascensor,como siempre, estaba estropeado, asíque tuvimos que subir por la escalera.Subíamos despacio, muy despacio,porque en realidad tanto ella como yohabríamos preferido que ese momentono hubiera llegado nunca. Subíamos tandespacio que parecía que nuncafuéramos a llegar al rellano. Perofinalmente llegamos. Mi tía me atusó unpoco el pelo, luego pulsó el timbre y seapartó, para que fuera yo la primera a laque mi madre viera al abrir la puerta.

Y en efecto fui yo la primera a la quevio. Nos encontramos cara a cara y la

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escruté un instante en silencio, tratandode adivinar cuál sería su actitud y sudisposición hacia mí, y lo que mesorprendió fue que no se fijó ni en mí nien mi trenka nueva, tampoco en miszapatos ni en mis otras prendas, todasregalo de la tía Amalia, sino que sequedó mirándola a ella, mirándola conuna mezcla de perplejidad y alarma,como si jamás hubiera imaginado quefuera a encontrársela ahí. ¿Por qué hastenido que venir?, le dijo, ¡vete!, ¡veteinmediatamente!, ¡corre!, ¡márchate!,pero no se lo dijo como aquella vez quela tía vino a ofrecerle dinero sino que selo dijo en un tono apremiante y ansioso,

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como si estuviera tratando de ayudarla,de avisarle de un peligro. La tía Amaliavaciló un poco y luego empezó a bajarlas escaleras, primero despacio, luegoalgo más deprisa, y yo no acabé deentender lo que ocurría hasta que lapuerta de mi casa se abrió del todo y via dos hombres mal trajeados que memiraban con suspicacia y que echaron acorrer escaleras abajo en cuanto vierona mi tía. Eran policías, no cabía lamenor duda. ¡Es ella!, gritó uno, ¡la delrobo!, y los dos hombres habían sacadoya sus pistolas y gritaban: ¡Alto!¡Policía! Yo me volví con rabia hacia mimadre: ¿Qué hacen aquí? ¿Les has hecho

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venir tú? Mi madre negó con la cabeza yhabló como excusándose: Llamé paraver por qué no venías y no había nadie.Entonces llamé a la policía ydescubrieron el robo. Y ahora estabanaquí interrogándome cuando…

Me asomé al hueco de la escalera yvi que la tía Amalia había alcanzado yael portal. Me abalancé sobre labarandilla exterior. ¡Corre!, grité contodas mis fuerzas, ¡corre! Mi madre seasomó también a la barandilla y desdeallí lo vimos todo. Vimos cómo ellarecorría en dos zancadas la escasadistancia que la separaba del taxi y semetía dando un portazo, y cómo luego

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uno de aquellos hombres rompía con laculata el cristal de la ventanilla y leapuntaba a la cabeza mientras el otrorodeaba el coche y ordenaba al taxistaque saliera. Hubo entonces un par desegundos en los que todo quedó comoparalizado: el taxista con una piernafuera del vehículo y las manos en alto, latía Amalia con la cabeza apoyada en elrespaldo de su asiento, los policías conlas armas bien cogidas entre ambasmanos. Los vecinos empezaron aasomarse a portales y ventanas, y el quese ocupaba de mi tía abrió muy despaciola puerta y la hizo salir. Tuvo que apoyarlas manos en el capó y mantener las

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piernas separadas mientras lacacheaban, y permaneció en esa mismapostura hasta que acabaron de registrarel interior del taxi. Luego éste se fue yuno de los hombres subió a decirnos queno nos moviéramos de casa en todo eldía y, cuando volvió a bajar, había yabastantes curiosos mirando. Aquelhombre se abrió camino hasta un cochecercano, un Simca 1000 azul oscuro, y elotro acompañó hasta allí a la tía Amalia,que ahora tenía las manos esposadas a laespalda. Antes de entrar en el Simca, mitía se volvió un instante hacia donde yoestaba junto a mi madre y me envió unasonrisa de despedida. Una sonrisa triste,

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tristísima, porque ninguna de las doshabría querido jamás despedirse de esemodo. Luego el coche arrancó y yo laseguí con la mirada hasta que lo perdíde vista, lejos, muy lejos de casa, fueraya del barrio, al otro lado del campo dealfalfa en el que algún día construiríanel dispensario, al otro lado de las vías yel paso a nivel.

Sólo entonces me di cuenta de queyo había tenido la culpa de todo. De quesi no hubiera acudido a la tienda la tardede la subasta ni la hubiera seguido porMadrid, si no hubiera subido a ese trennocturno ni la hubiera buscado en loscoches-cama, si luego no hubiera

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insistido en que me acompañara a casa ypresenciara aquel reencuentro, mi tíasería ahora una mujer libre. Libre,millonaria y feliz. Noté entonces que mimadre me agarraba por el hombro y meestrechaba con suavidad contra sucuerpo, y noté también que su cuerpoestaba caliente, y aquel calor antiguo yespeso, casi animal, me recordó ciertastardes de mi infancia, cuando yo todavíala quería y me gustaba ayudarla a hacermermelada con las fresas que los niñosde la colonia robábamos en un huertocercano. El olor de aquellas fresascociéndose en agua con azúcar se mehizo presente por un instante brevísimo.

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Luego, sin poderlo remediar, me eché allorar. Era una mañana de febrero delaño setenta y dos, el peor mes del peoraño de mi vida.

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IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN.Nació en Zaragoza en 1960 y reside enBarcelona desde 1982. Es autor de másde quince libros, entre los que destacanlas novelas La ternura del dragón(1984), Carreteras secundarias (1996),llevada dos veces al cine, María Bonita

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(2000), El tiempo de las mujeres (2003)y Dientes de leche (2008), así como elensayo Enterrar a los muertos (2005),que obtuvo los premios Rodolfo Walsh yDulce Chacón y fue unánimementeelogiado por la crítica en varios paíseseuropeos, y el libro de relatosAeropuerto de Funchal (2009). Su obraha sido traducida a una docena deidiomas.