Las Cosas George Perec

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    Las cosasUna historiade los aos sesenta

    Georges Perec

    Traducido por Jess Lpez PachecoEditorial Seix Barral, Barcelona, 1967

    Ttulo original:Les choses

    Ren Julliard, Pars, 1965

    La paginacin se corresponde

    con la edicin impresa. Se haneliminado las pginas en blanco

    http://letrae.iespana.es/
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    A Denis Buffard

    Incalculable are the benefits civilization

    has brought us, incommensurable the pro-

    ductive power of all classes of riches origi-nated by the inventions and discoveries

    of science. Inconceivable the marvellouscreations of the human sex in order to

    make men more happy, more free, andmore perfect. Without parallel the crys-

    talline and fecund fountains of the newlife which still remains closed to the

    thirsty lips of the people who follow in

    their griping and bestial tasks.

    MALCOLM LOWRY

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    PRIMERA PARTE

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    de gruesa cabeza, y que formara conjunto con la

    cortina de piel, se encontrara otro divn, perpen-dicular al primero, tapizado de terciopelo marrnclaro, y, despus del divn, un pequeo mueblecon patas, lacado en rojo oscuro, con tres anaque-les sobre los que habra pequeos objetos deadorno: gatas y huevos de piedra, cajitas de rap,

    bomboneras, ceniceros de jade, una concha de

    ncar, un reloj de bolsillo, un jarrn de cristaltallado, una pirmide de cristal, una miniaturacon marco ovalado. Ms all an, despus de una

    puerta acolchada, unos estantes superpuestos, for-mando el rincn, contendran estuches y discos,junto a un tocadiscos cerrado, del que slo se

    veran los cuatro mandos de acero damasquinado,y sobre el cual habra un grabado que represen-tara el Grand Dfil de la fte du Corrousel. Por

    la ventana, adornada con cortinas blancas y ma-rrones que imitara los estampados de Jouy, se

    veran unos rboles, un parque minsculo, un tro-zo de calle. Un escritorio de persiana, abarrotadode papeles, de plumas, tendra ante l un sillon-

    cito de rejilla. Una ateniense sostendra un tel-fono, una agenda de piel y un bloc de notas.Luego, pasada otra puerta, tras una librera

    giratoria, baja y cuadrada, coronada por un granjarrn cilndrico decorado en azul, lleno de rosas

    amarillas, y por un espejo oblongo engarzado enun marco de caoba, una mesa estrecha, con dosbanquetas tapizadas con tejido escocs, dara paso

    de nuevo a la cortina de piel.12

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    Todo sera marrn, ocre, leonado, amarillo:

    un universo de colores un poco pasados, contonos cuidadosamente, casi minuciosamente dosi-ficados, entre los cuales sorprenderan algunasmanchas ms claras, el naranja casi chilln de uncojn, algunos volmenes de colores variados per-didos entre las ricas encuadernaciones. En pleno

    da, la luz, entrando a raudales, hara esta pieza

    un poco triste, a pesar de las rosas. Porque serauna pieza para la noche. Entonces, en pleno in-vierno, con las cortinas echadas, con algunos

    puntos de luz el rincn de las libreras, ladiscoteca, el escritorio, la mesa baja entre losdos canaps, los vagos reflejos en el espejo y

    las grandes zonas de sombra donde brillarantodas las cosas, la madera pulida, la seda pesaday rica, el cristal tallado, el blando cuero, sera

    un puerto de paz, tierra de promisin.

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    La primera puerta dara a una alcoba, con elpiso cubierto de una moqueta clara. Una gran

    cama inglesa ocupara todo el fondo. A la dere-cha, y a cada lado de la ventana, dos estanteras

    estrechas y altas contendran algunos libros deuso habitual, lbums, barajas, tarros, collares,baratijas. A la izquierda, un viejo armario de

    encina y dos descalzadoras de madera y cobreestaran frente a un silloncito bajo tapizado en

    seda gris a rayas finas y a un tocador. Una puer-

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    ta entreabierta, la del cuarto de bao, descubrira

    gruesos albornoces, grifos de cobre en forma decuellos de cisne, un gran espejo orientable, un parde navajas de afeitar inglesas con sus estuches decuero verde, frascos, brochas de mango de asta,esponjas. Las paredes de la alcoba estaran tapi-zadas de indiana; la cama estara cubierta por

    una manta escocesa. Sobre una mesilla, rodeada

    en tres de sus lados por un borde de cobre calado,habra un candelabro de plata con pantalla deseda gris muy claro, un reloj pequeo cuadrado,

    una rosa en una copa alta, y, en su tablero infe-rior, peridicos doblados, algunas revistas. Msall, a los pies de la cama, un gran pouf de cuero

    natural. En las ventanas, los visillos de gasa co-rreran sobre varillas de cobre; las cortinas, gri-ses, de lana gruesa, estaran medio echadas. En la

    penumbra, la estancia resultara clara todava. Enla pared, sobre la cama ya abierta, entre dos

    pequeas lmparas alsacianas, la sorprendentefotografa, en negro y blanco, estrecha y larga,de un pjaro en pleno vuelo, llamara la atencin

    por su perfeccin un poco formal.

    La segunda puerta dara a un despacho. Lasparedes, de arriba a abajo, estaran cubiertas delibros y de revistas, y, para romper la monotonade los lomos en rstica o en piel, algunos gra-

    bados, dibujos, fotografas el San Jernimo14

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    de Antonello de Messina, un detalle del Triunfo deSan Jorge, una crcel de Piranesi, un retratode Ingres, un pequeo paisaje a pluma de Klee,una fotografa amarillenta de Renan en su gabi-nete de trabajo en el Colegio de Francia, ungran almacn de Steinberg, el Melanchthon deCranach fijados a los paneles de madera ajus-

    tados entre los estantes. Un poco a la izquierda

    de la ventana y ligeramente oblicua, habra unalarga mesa lorenesa con una gran carpeta roja.Escudillas de madera, largos plumieres, tarros de

    todas clases, contendran lpices, clips, grapas,pinzas. Una losa de vidrio servira de cenicero.Una caja redonda, de cuero negro, decorada con

    arabescos de oro, estara llena de cigarrillos. Laluz vendra de una lmpara antigua de despacho,difcilmente orientable, con pantalla de opalina

    verde en forma de visera. A cada lado de la mesa,casi enfrente uno de otro, habra dos sillones de

    madera y cuero, con altos respaldos. Ms a laizquierda todava, a lo largo de la pared, unamesa estrecha aparecera abarrotada de libros.

    Un sillnclub de cuero verde botella estara cer-ca de los clasificadores metlicos grises, de losficheros de madera clara. Una tercera mesa, ms

    pequea an, sostendra una lmpara sueca y unamquina de escribir cubierta por una funda de

    hule. Al fondo habra una cama estrecha, cubiertade terciopelo ultramar y adornada con cojines detodos los colores. Un trpode de madera pintada,

    casi en el centro de la habitacin, sostendra un

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    mapamundi de alpaca y de cartn piedra, inge-

    nuamente ilustrado, falsamente antiguo. Detrsdel escritorio, medio oculto por la cortina rojade la ventana, un escabel de madera enceradapodra deslizarse a lo largo de un pasamanos decobre que dara la vuelta a la habitacin.

    La vida, all, sera fcil, muy fcil. Todas lasobligaciones, todos los problemas que implica lavida material encontraran una solucin natural.Una asistenta llegara todas las maanas. Cadaquince das, vendran a traer el vino, el aceite, el

    azcar. Habra una cocina amplia y clara, conbaldosas azules decoradas con escudos, tres pla-tos de porcelana decorados con arabescos ama-rillos, de reflejos metlicos, alacenas por todaspartes, una bella mesa de madera blanca colocadaen el centro, taburetes, bancos. Sera agradable

    llegar y sentarse all, cada maana, despus deuna ducha, a medio vestir todava. Sobre la mesahabra una gran mantequillera de gres, tarros demermelada, miel, tostadas, pomelos partidos porla mitad. Sera temprano: el comienzo de una

    larga jornada de mayo.

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    Abriran su correspondencia, hojearan los pe-ridicos. Encenderan un primer cigarrillo. Sal-

    dran. Su trabajo no les retendra sino unas horas

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    por la maana. Volveran a encontrarse para co-mer: un sandwich o carne a la parrilla, segnles apeteciera; se tomaran un caf en una terraza,y luego regresaran a su casa a pie, lentamente.

    Su apartamento raramente estara ordenado,pero su desorden mismo sera su mayor atrac-tivo. Apenas se ocuparan de l: viviran en l. Elcmodo ambiente les parecera algo habitual, un

    dato inicial, un estado natural. Pondran su inte-rs en otras cosas: en el libro que abriran, en eltexto que escribiran, en el disco que escucharan,en su dilogo, renovado da a da. Trabajarandurante mucho tiempo, sin fiebre y sin prisa, sinamargura. Luego cenaran o saldran a cenar, se

    encontraran con sus amigos, pasearan juntos.

    A veces les parecera que podra transcurrirarmoniosamente una vida entera entre aquellosmuros cubiertos de libros, entre aquellos objetostan perfectamente domesticados que habran aca-

    bado por creerlos hechos desde siempre para quelos usaran ellos nicamente, entre aquellas cosasbellas y sencillas, suaves, luminosas. Pero no sesentiran encadenados a ellas: ciertos das sal-dran en busca de la aventura. Ningn plan seraimposible para ellos. No conoceran el rencor, ni

    la amargura, ni la envidia. Pues sus medios y susdeseos estaran acordes en todos los puntos, siem-pre. Llamaran a este equilibrio felicidad, y, gra-cias a su libertad, a su prudencia, a su cultura,sabran conservarla, descubrirla en cada instantede su vida comn.

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    Les habra gustado ser ricos. Crean que ha-bran sabido serlo. Habran sabido vestirse, mirar,sonrer como la gente rica. Habran tenido el tactoy la discrecin necesarios. Habran olvidado suriqueza, habran sabido no ostentarla. No se ha-bran vanagloriado de ella. La habran respirado.

    Sus placeres habran sido intensos. Les habragustado caminar, corretear, elegir, apreciar. Leshabra gustado vivir. Su vida habra sido un artede vivir.

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    Todo esto no es fcil: al contrario. Para esta

    joven pareja, que no era rica, pero que deseabaserlo, simplemente porque no era pobre, no existasituacin ms incmoda. No tenan ms que loque merecan tener. Mientras soaban con espa-cio, con luz, con silencio, eran devueltos a la

    realidad, no sombra, pero s mezquina simple-

    mente lo que quiz era peor, de su viviendaexigua, de sus comidas corrientes, de sus vacacio-nes escasas. Era lo que corresponda a su situa-cin econmica, a su posicin social. Era su rea-lidad, y no tenan otra. Pero existan, a su lado, en

    torno a ellos, a lo largo de las calles por las que

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    no tenan ms remedio que pasar, los ofrecimien-

    tos engaosos, aunque tan clidos, de los anti-cuarios, de las tiendas de ultramarinos, de laspapeleras. Desde PalaisRoyal hasta SaintGer-main, desde el ChampdeMars hasta lEtoile, des-de el Luxembourg hasta Montparnasse, desde lIleSaint Louis hasta el Marais, desde los Ternes

    hasta la Opera, desde la Madeleine hasta el parque

    Monceau, Pars entero era una perpetua tentacin.Ansiaban ceder a ella, con embriaguez, en seguiday para siempre. Pero el horizonte de sus deseos

    se cerraba despiadadamente; sus grandes sueosimposibles pertenecan a lo utpico.

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    Vivan en un apartamento minsculo y agra-dable, de techo bajo, que daba a un jardn. Y acor-dndose de su habitacin alquilada un corredor

    sombro y estrecho, recalentado, impregnado deolores, vivieron en l al principio en una espe-

    cie de embriaguez, renovada cada maana porel piar de los pjaros. Abran las ventanas, y,durante largos minutos, perfectamente felices,

    contemplaban su patio. La casa era vieja, todava

    no ruinosa, pero vetusta, agrietada. Los pasillosy las escaleras eran estrechos y sucios, rezuman-tes de humedad, impregnados de humos grasien-tos. Pero, entre dos grandes rboles y cinco jar-dinillos minsculos, de formas irregulares, en su

    mayor parte abandonados, pero abundantes de

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    csped raro, de flores en tiestos, de arbustos,

    de estatuas quiz ingenuas, cruzaba un paseo degrandes guijarros irregulares que daba al conjun-to un aire campestre. Era uno de esos raros rin-cones de Pars en los que puede ocurrir, ciertosdas de otoo, despus de la lluvia, que asciendadel suelo un olor, casi intenso, a bosque, a humus,

    a hojas podridas.

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    No olvidaron nunca estos encantos y siguieronsiendo siempre tan espontneamente sensibles aellos como en los primeros das, pero, tras unosmeses de una alegra demasiado despreocupada,se hizo evidente que no seran suficientes para

    hacerles olvidar los defectos de su vivienda. Acos-tumbrados a vivir en habitaciones insalubres,donde no hacan ms que dormir, y a pasar elda entero en cafs, necesitaron mucho tiempopara darse cuenta de que las funciones ms bana-les de la vida de todos los das dormir, comer,

    leer, charlar, lavarse exigan cada una un espa-cio especfico, cuya ausencia notoria comenzdesde entonces a hacerse sentir. Se consolaronlo mejor que pudieron, felicitndose por la exce-lencia del barrio, por la proximidad de la calleMouffetard y del Jardin des Plantes, por la calma

    de la calle, por la distincin de sus techos bajosy por el esplendor de los rboles y del patio entodas las estaciones; pero, en el interior, todocomenzaba a carseles encima con el amontona-miento de los objetos, de los muebles, de los li-

    bros, de los platos, de las carpetas, de las botellas

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    vacas. Una guerra de desgaste comenzaba, de laque jams ellos saldran vencedores.

    Con una superficie total de treinta y cincometros cuadrados, que no se atrevieron nunca acomprobar, su apartamento se compona de unaentrada minscula, de una cocina exigua, la mitadde la cual haba sido arreglada para cuarto deaseo, de una alcoba de dimensiones modestas,

    de una habitacin para todo biblioteca, sala deestar o de trabajo, cuarto para amigos y de unrincn mal definido, entre cuchitril y pasillo, don-de haban logrado colocar una nevera pequea, uncalentador de agua elctrico, un perchero provi-sional, una mesa que utilizaban para comer, y

    un arca para la ropa sucia que les serva a lavez de banco.

    Ciertos das, la ausencia de espacio les resul-taba tirnica. Se ahogaban. Pero por ms quehacan retroceder los lmites de sus dos cuartos,

    derribaban paredes, se inventaban corredores, ar-marios empotrados, arreglos, imaginaban perchasmodelos, se anexionaban en sueos los apartamen-tos vecinos, siempre acababan por encontrarse enlo que era su verdad, su nica verdad: treinta ycinco metros cuadrados.

    Desde luego, habran sido posibles arreglosinteligentes: se poda derribar un tabique libe-rando un amplio rincn mal utilizado, un muebledemasiado grande poda ser reemplazado ventajo-samente, se poda hacer una serie de armarios

    empotrados. Sin duda, entonces, por poco que se21

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    pintara, se limpiara y se arreglara con algnamor, su vivienda habra sido incontestablementeencantadora, con su ventana de cortinas rojas ysu ventana de cortinas verdes, con su larga mesade encina, un poco coja, comprada en el rastro dePars, que ocupaba toda la longitud de una pared,bajo la bella reproduccin de un portulano, y a laque un pequeo escritorio de persiana Segundo

    Imperio, en caoba incrustada con varillas de co-bre, muchas de las cuales faltaban, separaba endos planos de trabajo, para Sylvie a la izquierday para Jrme a la derecha, marcado cada uno deellos por la misma carpeta roja, la misma losade vidrio, el mismo tarro con lpices; con su

    viejo bocal de cristal engastado de estao quehaba sido transformado en lmpara, con su deca-litro para granos hecho en madera labrada y re-forzado con metal que serva de papelera, con susdos sillones desparejados, sus sillas con asiento

    de paja, su taburete de vaquero. Y se habra des-prendido del conjunto, limpio y claro, ingenioso,un calor de amistad, un ambiente simptico detrabajo, de vida comn.

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    Pero la sola perspectiva de las obras les asus-taba. Habran tenido que pedir prestado, ahorrar,

    hacer gastos. No se resignaban a ello. No era esolo que deseaban: no pensaban ms que en trmi-nos de todo o nada. La librera sera de encinaclara o no la tendran. No la tenan. Los librosse apilaban en dos estantes de madera sucia y en

    dos tablas de los armarios empotrados que jams

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    deberan haberles sido reservadas. Durante tresaos, un enchufe estuvo estropeado sin que sedecidieran a llamar a un electricista, a pesar deque casi todas las paredes estaban cruzadas porcables con empalmes toscos y prolongaciones des-maadas. Seis meses tardaron en reemplazar uncordn de cortina. Y el ms leve abandono en laconservacin cotidiana se traduca en veinticuatro

    horas por un desorden que la bienhechora presen-cia de los rboles y de los jardines, tan prximos,haca ms insoportable todava.

    Lo provisional y el statu quo reinaban como

    dueos absolutos. Ya no esperaban sino un mila-gro. Habran hecho venir a arquitectos, maestrosde obras, albailes, fontaneros, tapiceros, pinto-

    res. Habran partido en un crucero y, a su regre-so, habran encontrado un apartamento transfor-mado, arreglado, como nuevo, un apartamentomodelo, maravillosamente agrandado, lleno de

    detalles proporcionados a su medida, de tabiquesmviles, de puertas correderas, una calefaccineficaz y discreta, una instalacin elctrica invisi-

    ble, un mobiliario de buena calidad.

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    Pero entre sus sueos demasiado grandes, a

    los que se entregaban con una extraa complacen-cia, y la nulidad de sus acciones reales, no surgaen ellos ningn proyecto racional que hubierapodido conciliar las necesidades objetivas y sus

    posibilidades econmicas. La inmensidad desus deseos los paralizaba.

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    Esta carencia de sencillez, de lucidez casi, eracaracterstica. Les faltaba y esto era, sin duda,lo ms grave toda facilidad. No facilidad ma-terial, objetiva, sino una cierta desenvoltura, una

    cierta tranquilidad. Tenan tendencia a estar ex-

    citados, crispados, vidos, casi celosos. Su amoral bienestar, su ansia por mejorar, se traduca engeneral por un proselitismo estpido: ellos y susamigos hablaban largo tiempo sobre la calidadde una pipa o de una mesa baja, haciendo de

    ellas objetos de arte, piezas de museo. Se entu-

    siasmaban por una maleta, una de esas maletasminsculas, extraordinariamente aplastadas, decuero negro ligeramente granuloso, que se ven

    en los escaparates de las tiendas de la Madeleine,y que parecen concentrar en s todos los placeres

    imaginados de los viajes relmpagos a NuevaYork o a Londres. Cruzaban todo Pars para ira ver un silln del que les haban dicho que eraperfecto. E incluso, conociendo sus clsicos, vaci-

    laban a veces en ponerse un vestido nuevo: hastatal punto les pareca importante, para la excelen-

    cia de su porte, que hubiera sido puesto antes tresveces. Pero los gestos, un tanto sacralizados, que

    hacan al estusiasmarse ante el escaparate de unsastre, de una modista o de una zapatera, no lo-graban, las ms de las veces, sino hacerlos un pocoridculos.

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    Quiz estaban demasiado marcados por su pa-sado (y no slo ellos, por otra parte, sino tambinsus amigos, sus compaeros, la gente de su edad,el ambiente en que se movan). Quiz, para em-pezar, eran demasiado voraces: queran ir dema-siado de prisa. Habra hecho falta que el mundoy las cosas de todas las pocas les pertenecieran, yhabran multiplicado los signos de su posesin.

    Pero estaban condenados a la conquista: podanir siendo cada vez ms ricos, pero no podanhacer que lo hubieran sido siempre. Les habragustado vivir con comodidad, rodeados de belle-za. Pero exclamaban, admiraban, y sta era laprueba ms clara de que no vivan as. Les faltaba

    la tradicin en el sentido ms despreciable deltrmino, acaso, y la evidencia, el verdaderogozo, implcito e inmanente, ese gozo que va acom-paado de una felicidad del cuerpo, mientras queel suyo era un placer cerebral. Con demasiadafrecuencia, de lo que ellos llamaban lujo, no lesgustaba sino el dinero que haba detrs. Sucum-ban a los signos de la riqueza; amaban la riquezaantes que la vida.

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    Sus primeras salidas fuera del mundo estu-

    diantil, sus primeras incursiones por ese universo

    de los almacenes de lujo que no iban a tardar enconvertirse en su Tierra Prometida, fueron, desdeeste punto de vista, particularmente reveladoras.Su gusto todava ambiguo, sus escrpulos dema-

    siado nimios, su falta de experiencia, su respeto

    un poco limitado por lo que ellos crean que eran

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    las normas del verdadero buen gusto, les valieron

    algunos pasos en falso, varias humillaciones. Pudoparecer por un momento que el modelo en cuantoa forma de vestir que seguan Jrme y sus ami-gos era, no el gentleman ingls, sino la ms conti-nental caricatura que de l ofrece un emigradoreciente de recursos modestos. Y el da en que

    Jrme se compr sus primeros zapatos britni-

    cos, tuvo buen cuidado, tras haberlos frotado lar-gamente con pequeas aplicaciones concntricasy presiones suaves, con un trapo de lana ligera-

    mente untado de una crema de calidad superior,de exponerlos al sol, porque pensaba que asadquiriran antes una ptina excepcional. Desgra-

    ciadamente, stos y un par de mocasines de fuertecaa y con suela de crep, que se resista obstina-damente a llevar, eran sus nicos zapatos: abus

    de ellos, los utiliz para caminos malos, y losdestroz en poco menos de siete meses.

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    Luego, con la ayuda de la edad, gracias a lasexperiencias acumuladas, pareci que se calma-

    ban un poco respecto a sus fervores ms exacer-

    bados. Supieron esperar y habituarse. Su gustose form lentamente, se hizo ms ponderado. Susdeseos tuvieron tiempo de madurar; su ansiase hizo menos impaciente. Cuando, pasendosepor los alrededores de Pars, se paraban en las

    tiendas de los anticuarios de pueblo, no se preci-

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    pitaban ya hacia los platos de porcelana, hacia

    las sillas de iglesia, hacia las bombonas de vidrioinflado, hacia los candelabros de cobre. Desdeluego, en la imagen un poco esttica que se for-maban de la casa modelo, de la comodidad per-fecta, de la vida feliz, haba todava muchas inge-nuidades, muchas condescendencias; les gustaban

    intensamente esos objetos que slo el gusto del

    momento dice ser bellos, esas falsas imgenes deEpinal, esos grabados estilo ingls, esas gatas,esos vidrios estirados, esas chucheras neobrba-

    ras, esos trastos paracientficos que, en nada detiempo, se encontraban en todos los escaparatesde la calle Jacob, de la calle Visconti. An soa-

    ban con poseerlos: habran satisfecho esa nece-sidad tan inmediata, evidente, de estar al ltimogrito, de que les tomaran por entendidos. Pero

    esta exageracin mimtica iba teniendo cada vezmenos importancia, y les resultaba agradable pen-

    sar que la imagen que se formaban de la vida sehaba librado lentamente de todo lo que podatener de agresivo, de oropel, de pueril, a veces.

    Haban quemado lo que adoraban: los espejosde hechicera, los troncos, los estpidos mvilespequeos, los radimetros, los guijarros multico-

    lores, los paneles de yute adornados con rbricasestilo Mathieu. Les pareca que dominaban cada

    vez ms sus deseos: saban lo que queran, tenanideas claras. Saban lo que constituira su felici-dad, su libertad.

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    Y, sin embargo, se engaaban; estaban en tran-ce de perderse. Comenzaban ya a sentirse arras-trados por un camino del que no conocan ni susvueltas ni su meta. A veces tenan miedo. Pero, engeneral, no sentan ms que impaciencia: estaban

    listos, se sentan disponibles. Esperaban vivir, es-peraban el dinero.

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    Jrme tena veinticuatro aos, Sylvie vein-tids. Los dos eran psicosocilogos. Su trabajo,que no era exactamente un oficio, ni siquiera unaprofesin, consista en entrevistar a la gente, deacuerdo con diversas tcnicas, sobre temas varia-dos. Era un trabajo difcil que exiga, como mni-mo, una gran concentracin nerviosa, pero nocareca de inters, estaba relativamente bien pa-gado y les dejaba un apreciable tiempo libre.

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    Como casi todos sus compaeros, Jrme ySylvie se haban hecho psicosocilogos por nece-sidad, no por eleccin. Nadie sabe, por otra parte,a dnde les habra llevado el libre desarrollo deinclinaciones totalmente indolentes. La historia,

    tambin en esto, haba elegido por ellos. Les ha-bra gustado, desde luego, como a todo el mundo,consagrarse a alguna cosa, sentir en ellos unanecesidad poderosa, que habran llamado voca-cin, una ambicin que les habra levantado, una

    pasin que les habra satisfecho. Desgraciada-

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    mente, no tenan ms que una: la de lograr elbienestar, y esta pasin les consuma. Siendoestudiantes, la perspectiva de una msera licen-ciatura, de un puesto en NogentsurSeine, enChteauThierry o en Etampes, y de un pequeosueldo, les espantaba hasta tal punto que, apenasconocerse Jrme tena entonces veintin aosy Sylvie diecinueve abandonaron, casi sin po-

    nerse de acuerdo, unos estudios que, en realidad,no haban empezado nunca. El deseo de saber noles devoraba; mucho ms humildemente, y sinocultarse que sin duda se equivocaban y que, mstarde o ms temprano, llegara el da en que lolamentaran, sentan la necesidad de una habita-

    cin un poco mayor, de agua corriente, de unaducha, de comidas ms variadas o, simplemente,ms abundantes que las de los restaurantes uni-versitarios, de un coche quiz, de discos, de va-caciones, de ropas.

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    Haca ya muchos aos que los estudios demotivacin haban hecho su aparicin en Fran-cia. Aquel ao estaban todava en plena expansin.Se creaban nuevas agencias cada mes, que empe-zaban con nada o casi nada. Era fcil encontrartrabajo en ellas. La mayora de las veces se trata-

    ba de ir a los parques pblicos, a las salidas de lasescuelas o a las viviendas baratas de los alrede-dores, y preguntar a las amas de casa si se habanfijado en alguna publicidad reciente y qu les pa-reca. Estos sondeosexpress, llamados testings o

    enqutesminute, se pagaban a cien francos. Era

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    poco, pero era mejor que el babysitting, que lasguardas nocturnas, que el lavar platos, que todoslos empleos irrisorios repartidor de prospectos,de escrituras, de tarifas de emisiones publicita-rias, ventas a plazos, lumpentapirat tradicio-nalmente reservados a los estudiantes. Y, adems,la novedad misma de las agencias, su condicincasi artesanal, la novedad de los mtodos, la

    penuria todava total de elementos cualificadospodan dejar entrever la esperanza de promocio-nes rpidas, de ascensos vertiginosos.

    No haban calculado mal. Pasaron algunosmeses entregando cuestionarios. Luego encontra-ron un director de agencia que, apremiado porel tiempo, deposit en ellos su confianza: partie-ron para provincias, con un magnetofn bajo elbrazo; algunos de sus compaeros de viajes, ape-nas mayores, les iniciaron en las tcnicas, a decirverdad menos difciles de lo que generalmente se

    supone, de las entrevistas abiertas y cerradas:aprendieron a hacer hablar a los otros y a medirsus propias palabras; llegaron a saber descubrir,bajo las vacilaciones embrolladas, bajo los silen-cios confusos, bajo las tmidas alusiones, los ca-minos que haba que explorar, percibieron los

    secretos de ese hum universal, verdadera ento-nacin mgica con la que el entrevistador subrayalas palabras del entrevistado, le hace sentir con-fianza, le comprende, le alienta, le interroga, in-cluso le amenaza en ocasiones.

    Sus resultados fueron honrosos. Continuaron31

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    con el mismo impulso. De aqu y de all fueronaprendiendo briznas de sociologa, de psicologa,de estadsticas; asimilaron el vocabulario y lossignos, los trucos que estaban bien vistos: unacierta manera, en el caso de Sylvie, de ponerseo de quitarse las gafas, una cierta manera detomar notas, de hojear un informe, una ciertamanera de hablar, de intercalar en sus conversa-

    ciones con los jefes, con un tono levemente in-terrogante, locuciones del tipo de: ...no le pa-rece?, ...y o pienso, quiz..., ...en ciertamedida..., ...es slo una pregunta..., unacierta manera de citar, en los momentos opor-tunos, a Wright Mills, a William Whyte, o, mejor

    an, a Lazarsfeld, Cantril o Herbert Hyman, delos que no haban ledo ni tres pginas.

    Gracias a estas adquisiciones estrictamentenecesarias, que eran el abec del oficio, mostra-ron excelentes disposiciones y, apenas al ao de

    sus primeros contactos con los estudios de moti-vacin, les confiaron la gran responsabilidad deun anlisis de contenido: ello estaba inmedia-tamente por debajo de la direccin general de unestudio, reservado obligatoriamente a un cuadrosedentario, el puesto ms elevado, por lo tanto

    el ms anhelado y el ms noble de toda la jerar-qua. En los aos que siguieron apenas si descen-dieron de estas alturas.

    Y durante cuatro aos, quiz ms, exploraron,entrevistaron, analizaron. Por qu se venden tan

    mal las aspiradoras de ruedas? Qu piensan, en32

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    los medios de extraccin modesta, de la achicoria?

    Gusta el pur ya preparado, y por qu? Porquees ligero? Porque es untuoso? Porque es muyfcil de hacer: un gesto y ya est? Le parecerealmente que los coches de nio son caros? Nose est siempre dispuesto a hacer un sacrificiopor la comodidad de los pequeos? Cmo votar

    la francesa? Le gusta el queso en tubo? Est en

    favor o en contra de los transportes en comn?Qu le atrae ms cuando come un yoghourt? Elcolor? La consistencia? El sabor? El olor na-

    tural? Lee usted mucho, poco o nada? Va ustedal restaurante? Le gustara, seora, alquilar suhabitacin a un negro? Qu piensa, francamente,

    de la jubilacin de los viejos? Qu piensa lajuventud? Qu piensan los tcnicos? Qu piensala mujer de treinta aos? Qu piensa usted de

    las vacaciones? Dnde pasa sus vacaciones? Legustan los platos con gelatina? Cunto cree

    usted que cuesta un encendedor como ste? Qucualidades le exige usted a su colchn? Puededescribirme a un hombre al que le gustan los

    pasteles? Qu le parece su lavadora? Est ustedsatisfecha de ella? No produce suficiente espu-ma? Lava bien? Desgarra la ropa? Seca la

    ropa? Prefiere usted una lavadora que sequela ropa adems? Y la seguridad en la mina, est

    bien organizada o no lo est suficientemente, ensu opinin? (Hacer hablar al sujeto: pedirle quecuente ejemplos personales; cosas que l haya

    visto; se ha herido l mismo alguna vez? Cmo

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    ocurri? Ser su hijo minero como el padre o,

    si no, qu ser?).

    Y la leja, el secado de la ropa, el planchado. Elgas, la electricidad, el telfono. Los nios. Los tra-jes y la ropa interior. La mostaza. Las sopas enbolsas, las sopas en cajitas. Los cabellos: cmo la-varlos, cmo teirlos, cmo conservarlos, cmohacerlos brillar. Los estudiantes, las uas, los ja-

    rabes para la tos, las mquinas de escribir, losabonos, los tractores, el tiempo libre, los regalos,la papelera, el blanco, la poltica, las autopistas,las bebidas alcohlicas, las aguas minerales, losquesos y las conservas, las lmparas y los visi-llos, los seguros, el jardn.

    Nada de lo que era humano les fue ajeno.

    Por primera vez ganaron algn dinero. Su tra-

    bajo no les gustaba: les habra podido gustar?Tampoco les aburra demasiado. Tenan la impre-sin de que aprendan mucho con l. Los ibatransformando de ao en ao.

    Fueron los grandes momentos de su conquista.No tenan nada y estaban descubriendo las rique-zas del mundo.

    Durante mucho tiempo haban sido totalmente

    annimos. Haban vestido como estudiantes, es34

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    decir, mal. Sylvie, con una nica falda, chandails

    feos, un pantaln de pana, un chaquetn; Jrme,

    con una canadiense mugrienta, un traje de con-

    feccin, una corbata lamentable. Se pasaron

    encantados a la moda inglesa. Descubrieron las

    lanas, las blusas de seda, las camisas de Doucet,

    las corbatas de gasa, los pauelos de seda, el

    tweed, el lambswool, el cashmere, la vicua,

    el cuero y el jersey, el lino, la magistral jerarquade los zapatos, en fin, que va desde los Churchs

    hasta los Weston, desde los Weston hasta los Bun-

    ting y desde los Bunting hasta los Lobb.

    35

    Su sueo fue un viaje a Londres. Habran re-

    partido su tiempo entre la National Gallery, Sa-ville Row y cierto pub de Church Street del que

    Jrme conservaba un recuerdo emocionado. Pero

    no eran todava suficientemente ricos como para

    vestirse all de los pies a la cabeza. En Pars, con

    el primer dinero que ganaron alegremente con el

    sudor de su frente, Sylvie se compr un corpio

    de seda tejida en Cornuel, un twinset de lambs-

    wool importado, una falda recta y ajustada, zapa-

    tos de piel trenzada de una gran flexibilidad, y

    un gran pauelo de seda adornado con pavos

    reales y plantas. Jrme, aunque todava le gus-taba, en ocasiones, ir en chanclas, mal afeitado,

    con camisas viejas sin cuello y un pantaln de

    pao, descubri, cuidando los contrastes, los pla-

    ceres de las largas maanas: baarse, afeitarse

    cuidadosamente, rociarse de agua de colonia, po-

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    nerse, con la piel todava ligeramente hmeda,

    camisas impecablemente blancas, anudarse corba-

    tas de lana o de seda. Se compr tres en Od

    England, y tambin un traje de tweed, camisas

    en saldos y zapatos de los que esperaba no tener

    que avergonzarse.

    36

    Luego lleg casi una de las grandes fechas de

    su vida: descubrieron el rastro de Pars. Camisas

    Arrow o Van Heusen, admirables, de largo cuello

    abotonado, que entonces no se encontraban en

    Pars, pero que las comedias americanas empe-

    zaban a popularizar (al menos, entre esa parte

    reducida de la gente que encuentra su felicidad

    en las comedias americanas), estaban all expues-tas abundantemente, junto a trenchcoats consi-

    derados indestructibles, faldas, blusas, vestidos

    de seda, trajes de cuero, mocasines flexibles. Fue-

    ron all cada quince das, el sbado por la maa-

    na, durante un ao o ms, para rebuscar en las

    cajas, en los tableros, en los montones, en las car-

    petas, en los paraguas invertidos, en medio de

    una multitud de teenagers con patillas de hacha,

    de argelinos vendiendo relojes, de turistas ameri-

    canos que, salidos de la feria del mercado Ver-

    naison (ojos de cristal, chisteras, caballitos demadera), erraban, un poco aturdidos, por el mer-

    cado Malik, contemplando, junto a los viejos

    clavos, colchones, carcasas de mquinas, piezas

    sueltas, el extrao destino de los desechos can-

    sados de sus ms prestigiosos shirtmakers. Y se

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    llevaban prendas de todas clases, envueltas en

    papel de peridico, muecos, paraguas, viejos

    tarros, bolsas, discos.

    Iban cambiando, se iban volviendo otros. Notanto por la necesidad, por otra parte real, de

    diferenciarse de las personas a las que tenanque entrevistar, de impresionarlas sin deslum-brarlas. Ni tampoco porque frecuentaran a mu-cha gente, porque estuvieran saliendo para siem-pre, les pareca, de los ambientes en que habanvivido. Sino porque el dinero semejante ob-

    servacin es forzosamente banal suscita nuevasnecesidades. Se habran sorprendido de constatar,si hubieran reflexionado un instante pero, enaquellos aos, ellos no reflexionaban nunca,hasta qu punto se haba transformado la imagen

    que tenan de su propio cuerpo y, adems, detodo lo que les concerna, de todo lo que les im-portaba, de todo lo que estaba hacindose supropio mundo.

    37

    Todo era nuevo. Su sensibilidad, sus gustos, supuesto, todo les llevaba hacia cosas que siempre

    haban ignorado. Prestaban atencin a la formaen que vestan los otros; en los escaparates sefijaban en los muebles, en los objetos de adorno,en las corbatas; soaban ante los anuncios de losagentes inmobiliarios. Les pareca comprender

    cosas de las que jams se haban ocupado; se

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    les haba hecho importante el que un barrio, unacalle, fuera triste o alegre, silenciosa o ruidosa,desierta o animada. Nada les haba preparadojams para estas nuevas preocupaciones; las des-cubran con candor, con entusiasmo, se maravi-llaban de su prolongada ignorancia. No se asom-braban, o casi no se asombraban, de pensar enello sin cesar.

    Los caminos por los que iban, los valores a losque se abran, sus perspectivas, sus deseos, susambiciones, todo esto, es cierto, les pareca a ve-ces desesperadamente vaco. No conocan nadaque no fuera frgil o confuso. Sin embargo, erasu vida, era la fuente de exaltaciones desconoci-das, ms que embriagadoras, era algo inmensa-mente, intensamente abierto. A veces se decanque la vida que llevaran tendra el encanto, lasuavidad, la fantasa de las comedias america-nas, de las presentaciones de Sal Bass; imgenes

    maravillosas, luminosas, de campos de nieve in-maculados y estriados por las huellas de los es-ques, de mar azul, de sol, de verdes colinas,de fuegos crepitantes en chimeneas de piedra, deautopistas audaces, de pullmans, de palacios, pa-saban ante sus ojos como promesas.

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    Abandonaron su habitacin y los restaurantesuniversitarios. Encontraron, en alquiler, en el n-

    mero 7 de la calle de Quatrefages, enfrente de la

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    Mosque, junto al Jardn des Plantes, un pequeoapartamento de dos habitaciones que daba a unbello jardn. Y necesitaron moquetas, mesas, sillo-nas, divanes.

    En aquellos aos se dieron por Pars intermi-nables paseos. Se paraban ante cada tienda deantigedades. Visitaban los grandes almacenes,durante horas enteras, maravillados, y ya asusta-

    dos, pero sin atreverse todava a confesrselo, sinatreverse a mirar de frente aquella especie delamentable exasperacin que iba a convertirseen su destino, en su razn de ser, en su consigna,maravillados y casi abrumados ya por la amplitudde sus necesidades, por la riqueza que se mos-

    traba, por la abundancia que se ofreca.

    Descubrieron los pequeos restaurantes de losGobelins, de las Ternes, de SaintSulpice, los ba-res vacos en los que resultaba tan agradablecuchichear, los weekends fuera de Pars, los gran-

    des paseos por el bosque, en otoo, en Rambouil-let, en Vaux, en Compigne, las alegras casiperfectas en todas partes ofrecidas a los ojos, alos odos, al paladar.

    Y as fue como, poco a poco, insertndose enla realidad de una forma un poco ms profundaque en el pasado, en el que, hijos de pequeosburgueses sin alcances, no haban tenido del mun-do sino una visin mezquina y superficial, comen-zaron a comprender lo que era un hombre de bien.

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    Esta ltima revelacin, que no fue, por otraparte, en el sentido estricto del trmino, sino elfinal de una lenta maduracin social y psicolgicacuyas sucesivas etapas les habra costado muchoesfuerzo describir, coron su metamorfosis.

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    La vida, con sus amigos, se converta a me-nudo en algo vertiginoso.

    Constituan un grupo, una pandilla. Se cono-can bien; influyndose mutuamente, haban lle-gado a tener hbitos comunes, gustos y recuerdoscomunes. Tenan su vocabulario, sus signos, sus

    manas. Demasiado evolucionados para parecersede un modo perfecto, pero, sin duda, no lo sufi-ciente todava para no imitarse ms o menos cons-cientemente, se pasaban gran parte de su vida rea-lizando intercambios. Con frecuencia les irritaba,pero an era ms frecuente que les divirtiera.

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    Casi todos pertenecan a los medios publici-tarios. Algunos, sin embargo, continuaban, o seesforzaban por continuar unos vagos estudios. Enla mayora de los casos se haban conocido enlos despachos llenos de presuncin o seudofun-

    cionales de los directores de agencia. Juntos escu-chaban, mientras garabateaban con el lpiz agre-sivamente en sus carpetas, sus recomendacionesmezquinas y sus bromas siniestras; su despreciocomn por aquellos ricachones, por aquellos ex-

    plotadores, por aquellos fabricantes de sopa, cons-

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    titua, en ocasiones, su primer terreno de entendi-miento. Pero, ms a menudo, se sentan primerocondenados a vivir cinco o seis das juntos, enlos tristes hoteles de las pequeas ciudades.A cada comida que hacan en comn, iba sur-giendo la amistad. Pero las comidas eran apre-suradas y profesionales, las cenas espantosamen-te lentas, a menos que brotase esa milagrosa

    chispa que iluminaba sus rostros contristadosde V.R.P. y haca que les pareciera memorableaquella velada provinciana, y suculenta una con-serva cualquiera que un hotelero sin escrpulosles cobraba con suplemento. Entonces se olvida-ban de sus magnetfonos, y abandonaban su tono

    demasiado educado de psiclogos distinguidos.Prolongaban la sobremesa. Hablaban de s mis-mos y del mundo, de todo y de nada, de susgustos, de sus ambiciones. Iban a recorrer la ciu-dad en busca del nico bar cmodo que debatener, y hasta una hora avanzada de la noche,ante whiskies, coacs o gintonics, evocaban, conun abandono casi ritual, sus amores, sus deseos,sus viajes, sus desaires y entusiasmos, sin extra-arse apenas, sino quedando casi encantados, porel contrario, del parecido de su historia y de la

    identidad de sus puntos de vista.

    42

    A veces, de esta primera simpata no salasino unas relaciones distantes, algunas llamadaspor telfono de tarde en tarde. Pero otras veces,menos frecuentemente, es cierto, de este encuen-

    tro naca, por azar o por deseo recproco, ms

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    o menos lentamente, una posible amistad que seiba desarrollando poco a poco. As, en el curso delos aos, se haban ido uniendo lentamente.

    Unos y otros eran fcilmente identificabas.Tenan dinero, no demasiado, pero lo suficiente

    para no tener sino episdicamente, a raz dealgn exceso, que no habran podido decir si en-traba dentro de lo superfluo o de lo necesario,una economa verdaderamente deficitaria. Susapartamentos, estudios, desvanes, dos piezas decasas vetustas, en barrios selectos PalaisRoyal,

    Contrescarpe, SaintGermain, Luxembourg, Mont-parnasse se parecan todos: en ellos se encon-traban los mismos canaps mugrientos, las mis-mas mesas de la llamadas rsticas, los mismosviejos tarros, viejas botellas, viejos sacos, viejos

    bocales, indiferentemente llenos de flores, de l-pices, de calderilla, de cigarrillos, de caramelos,de clips. En lo esencial, iban vestidos de la mismaforma, es decir, con ese gusto adecuado que, tantopara los hombres como para las mujeres, se debea Madame Express y, de rechazo, a su marido. Por

    otra parte, deban mucho a esta pareja modelo.

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    LExpress era, sin duda, el semanario al que

    hacan ms caso. A decir verdad, apenas si les

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    gustaba, pero lo compraban o, en todo caso, lo

    cogan prestado de casa de ste o de aqul,lo lean regularmente e incluso, como confesa-ban, conservaban con frecuencia algunos nmerosatrasados. Muy a menudo ocurra que no estabande acuerdo con su lnea poltica (un da de sanaclera llegaron a escribir un breve panfleto sobre

    el estilo del Teniente), y preferan con mucho

    los anlisis de Le Monde, al que eran unnime-mente fieles, o incluso las posiciones que adoptaba

    Libration, al que tenan tendencia a considerar

    simptico. Pero el Express, y slo l, correspondaa su arte de vivir; en l encontraban, cada sema-na, aun cuando pudieran con razn juzgarlas dis-

    frazadas y desnaturalizadas, las preocupacionesms corrientes de su vida cotidiana. No era raroque se escandalizaran con l. Pues, verdaderamen-

    te, frente a ese estilo en que reinaban la falsadistancia, los sobreentendidos, los desprecios ocul-

    tos, los deseos mal digeridos, los falsos entusias-mos, las seales con el pie, los guios, frente aesa feria publicitaria que era todo el Express su

    fin y no su medio, su aspecto ms necesario,frente a esos pequeos detalles que lo cambiantodo, esas pequeas cosas no caras y verdadera-

    mente agradables, frente a esos hombres de nego-cios que comprendan los verdaderos problemas,

    a esos tcnicos que saban de lo que hablaban yque lo hacan notar, esos pensadores auda-ces que, la pipa en la boca, traan por fin al

    mundo el siglo veinte, frente, en una palabra, a

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    esa asamblea de responsables, reunidos cada se-mana en forum o en tabla redonda, cuya sonrisabeatfica haca pensar que tenan todava en sumano derecha las llaves de oro de los lavabosdirectoriales, pensaban, indefectiblemente, repi-tiendo el no muy buen juego de palabras queabra su panfleto, que no era cierto que el Expressfuera un peridico de izquierdas, pero s era, sin

    ninguna duda, un peridico siniestro. Era falso,por otra parte, y ellos lo saban muy bien, peroesto les reconfortaba.

    No se lo ocultaban: eran gente del Express.Sin duda tenan la necesidad de que su libertad,su inteligencia, su alegra, su juventud, fueran, entodo momento y en todo lugar, convenientementesealadas. Le dejaban que se encargara de ellasporque era lo ms fcil, porque el mismo despre-cio que sentan por l les justificaba. Y la vio-lencia de sus reacciones no igualaba ms que a

    su sujecin: hojeaban el peridico gruendo, loarrugaban, lo tiraban lejos de ellos. A veces noacababan de extasiarse ante su ignominia. Perolo lean, esto era un hecho, y se impregnaban de l.

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    Dnde habran podido encontrar un reflejoms exacto de sus gustos, de sus deseos? No eran

    jvenes? No eran moderadamente ricos? El Ex-press les ofreca todos los signos de la comodidad:los gruesos albornoces de bao, las demistificacio-nes brillantes, las playas de moda, la cocina exti-ca, los trucos tiles, los anlisis inteligentes, el

    secreto de los dioses, los rincones no caros, las

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    diferentes opiniones, las ideas nuevas, los vestidosde moda, los platos congelados, los detalleselegantes, los escndalos de buen tono, los con-sejos del ltimo minuto.

    Ellos soaban, a media voz, con divanes Ches-terfield. El Express los soaba con ellos. Se pa-saban gran parte de sus vacaciones recorriendosubastas de pueblos, donde compraban a buen

    precio objetos de estao, sillas con asiento depaja, vasos que invitaban a beber, cuchillos conmango de cuerno, escudillas patinadas que conver-tan en preciosos ceniceros. De todas estas cosas,estaban seguros, el Express ya haba hablado ohablara.

    Al nivel de las realizaciones, no obstante, seapartaban bastante sensiblemente de las formasde compra que el Express propona. No estabantodava completamente instalados y, aunque seles reconociera gustosamente la categora de tc-

    nicos, no tenan ni las garantas, ni las pagasextraordinarias, ni las primas del personal regularque trabajaba por contrato. El Express aconse-jaba, pues, con el pretexto de sealar pequeastiendas no caras y simpticas (el dueo es comoun amigo, le ofrecer, una copa y un clubsand-

    wich mientras usted elige), oficinas en las que elgusto al da exiga, para ser convenientementeapreciado, una reforma radical de la instalacinanterior: los muros blanqueados con cal eranindispensables, la moqueta pardo oscuro era

    necesaria, y slo unas baldosas variadas de mo-46

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    saico tipo antiguo poda aspirar a reemplazarla;las vigas al descubierto eran de rigor, y la pequea

    escalera interior, la chimenea autntica, con sufuego, los muebles rsticos o, mejor todava, pro-venzales, muy recomendables. Estas transforma-ciones, que se multiplicaban por todo Pars afec-tando indiferentemente a libreras, galeras de

    arte, merceras, almacenes de frivolidades y

    de muebles, tiendas de ultramarinos incluso (noera raro ver a un antiguo tendero muerto de ham-bre convertirse en Matre Fromager, con un de-lantal azul que le daba la apariencia de ser un

    entendido y una tienda con vigas y pajas...);estas transformaciones, por otra parte, provoca-

    ban, ms o menos legtimamente, un alza de losprecios tal que la adquisicin de un vestido delana pura estampado a mano, de un twinset

    de cashmere tejido por una vieja campesina cie-ga de las Islas Oreadas (exclusivo, autntico, vege-

    tabledyed, handspun, handwoven.), o de unasuntuosa chaqueta mitad punto, mitad piel (parael weekend, para la cacera, para el coche) re-

    sultaba constantemente imposible. Y del mismomodo que miraban las tiendas de los anticuarios,pero para comprar sus muebles no contaban sino

    con las subastas de los pueblos o con las tiendasmenos frecuentadas del Htel Drouot (adonde,

    por lo dems, iban con menos frecuencia de laque hubieran querido), tambin, todos ellos, sloaumentaban sus guardarropas frecuentando asi-

    duamente el rastro o, dos veces por ao, ciertas

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    subastas de caridad organizadas por viejas ingle-

    sas en beneficio de las obras de la St. GeorgeEnglish Church, y en las que abundaban losdesechos no hace falta decir que completamen-te aceptables de diplomticos. En ocasiones sesentan un poco molestos: tenan que abrirse pasoentre una densa multitud y revolver entre un mon-

    tn de cosas horribles los ingleses no tienen

    siempre el gusto que se les suele reconocerantes de encontrar una corbata soberbia, pero sinduda demasiado frvola para un secretario de em-

    bajada, o una camisa que haba sido perfecta, ouna falda que habra que acortar. Pero, desdeluego, tena que ser aquello o nada; la despro-

    porcin, que se revelaba en todo, entre la calidadde sus gustos en cuestiones del vestir (nada erademasiado bonito para ellos) y la cantidad de di-

    nero de que disponan normalmente era un signoevidente, pero, a fin de cuentas, secundario, de su

    situacin concreta; pero no eran los nicos; antesque comprar en rebajas, como todo el mundo so-la hacer, tres veces al ao, preferan las cosas

    de segunda mano. En el mundo en que vivan eracasi una regla desear siempre ms de lo que sepoda adquirir. No eran ellos quienes la haban

    decretado; era una ley de la civilizacin, un datoreal del que la publicidad en general, las revis-

    tas, el arte de los escaparates, el espectculo dela calle e, incluso, en un cierto aspecto, el con-junto de las producciones comnmente llamadas

    culturales, eran sus expresiones ms adecuadas.

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    Se equivocaban, por tanto, al sentirse, en ciertos

    instantes, atacados en su dignidad: esas pequeasmortificaciones preguntar con un tono pocoseguro el precio de alguna cosa, vacilar, intentarel regateo, mirar de reojo los escaparates sinatreverse a entrar, sentir envidia, tener un airemezquino hacan tambin que el comercio pro-

    gresara. Estaban orgullosos de haber pagado por

    algo un precio menos caro, de haberlo obtenidopor nada, por casi nada. Estaban ms orgullosostodava (pero siempre se paga un poco caro el

    placer de pagar menos caro) de haber pagadomuy caro, lo ms caro, de golpe, sin discutir, casicon embriaguez, algo que era, que no poda sino

    ser lo ms bonito, la nica cosa bonita, lo per-fecto. Estas humillaciones y estos orgullos tenanla misma funcin, llevaban en s las mismas de-

    cepciones, la misma rabia. Y comprendan, porquepor todas partes, en torno a ellos, todo se lo haca

    comprender, porque se lo metan en la cabeza alo largo del da a fuerza de slogans, de carteles, deanuncios luminosos, de escaparates iluminados,

    que ellos estaban siempre un poco ms bajo enla escala, siempre un poco excesivamente abajo.Pero les quedaba el consuelo de no ser aquellos

    a quienes les haba tocado la peor parte, sino alcontrario.

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    Eran hombres nuevos, jvenes tcnicos quetodava no haban echado todos sus dientes, tecn-cratas a medio camino del xito. Procedan casi

    todos de la pequea burguesa, y pensaban quesus valores no les bastaban: miraban con envidia,

    con desesperacin, el bienestar evidente, el lujo,la perfeccin de los grandes burgueses. Ellos notenan pasado, ni tradicin. No esperaban heren-cia. De todos los amigos de Jrme y de Sylvie,slo uno proceda de una familia rica y bienestablecida: negociantes en paos del Norte, una

    fortuna firme y segura, inmuebles en Lille, accio-nes, una casa solariega en los alrededores de

    Beauvais, orfebrera, joyas, habitaciones comple-tas de muebles centenarios. Para todos los dems,la infancia haba tenido como marco comedores

    y alcobas estilo Chippendale o rstico normando,tal como se empezaban a concebir al comienzode los aos 30: camas de clase media con col-chas de tafetn rojo, armarios de tres puertas conespejos y dorados, mesas horriblemente cuadra-das, de pies torneados, percheros imitando cuer-

    nos de ciervo. All, por la tarde, bajo la lmparafamiliar, haban hecho sus deberes. Haban tenidoque bajar la basura, ir a por la leche, se habanmarchado dando un portazo. Sus recuerdos de

    infancia se parecan, como eran casi idnticos los

    caminos que haban seguido, su lento destacarse

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    del medio familiar, las perspectivas que parecanhaber elegido.

    Eran, por consiguiente, de su poca. Estabanperfectamente en su papel. No eran, decan ellos,completamente vctimas. Saban mantener sus dis-

    tancias. Eran despreocupados o, por lo menos,intentaban serlo. Tenan humor. Estaban muylejos de ser estpidos.

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    Un estudio a fondo habra descubierto fcil-mente, en el grupo del que formaban parte, co-rrientes divergentes, sordos antagonismos. Un so-cimetro quisquilloso y ceudo pronto hubieradescubierto diferencias, exclusiones recprocas,

    enemistades latentes. Ocurra de vez en cuandoque alguno de ellos, a consecuencia de incidentesms o menos fortuitos, de provocaciones disimu-ladas, de malos entendidos entredichos, sembrarala discordia en el seno del grupo. Entonces, subuena amistad se derrumbaba. Descubran, con

    un estupor fingido, que Fulano de Tal, al quecrean generoso, era la mezquindad en persona,que tal otro no era sino un egosta. Se producatirantez, se llegaba a la ruptura. A veces sentanun perverso placer en irritarse unos con otros.

    O bien, se establecan enfados demasiado largos,

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    perodos de distanciamiento patente, de frialdad.Se evitaban y se justificaban sin cesar de evitarse,hasta que sonaba la hora de los perdones, de losolvidos, de las reconciliaciones calurosas. Pues, afin de cuentas, no podan pasarse unos sin otros.

    Estos juegos les tenan muy ocupados, y aspasaban un tiempo precioso que, sin esfuerzo,habran podido utilizar en algo muy distinto. Pero

    eran de tal forma que, con cualquier humor quetuvieran, el grupo que formaban los defina casitotalmente. Fuera de l no tenan vida real. Te-nan, sin embargo, la prudencia de no verse dema-siado a menudo, de no trabajar siempre jun-tos, e, incluso, hacan esfuerzos para conservaractividades individuales, zonas privadas en lasque podan liberarse, donde podan olvidar unpoco, no al grupo mismo, a la maffia, al equipo,sino, naturalmente, el trabajo que subyaca a l.Su vida casi comn haca ms fciles los estu-

    dios, las partidas hacia provincias, las noches deanlisis o de redaccin de informes; pero tambinles condenaba a ello. Se puede decir que esto erasu drama secreto, su debilidad comn. Y de estoera de lo que no hablaban jams.

    52

    Su mayor placer era olvidar juntos, es decir,distraerse. Les encantaba beber, en primer lu-gar, y beban mucho, a menudo, y juntos. Fre-cuentaban el Harrys New York Bar, en la calle

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    paunou, los cafs del PalaisRoyal, el Balzar, Lippy otros. Les gustaba la cerveza de Munich, laGuiness, el gin, los ponches calientes o con hielo,los licores de frutas. A veces dedicaban veladasenteras a beber, reunidos en torno a dos mesasque juntaban para la ocasin, y hablaban inter-minablemente de la vida que les habra gustadollevar, de los libros que escribiran algn da, de

    los trabajos que les gustara hacer, de las pelculasque haban visto o que iban a ver, del porvenir dela humanidad, de la situacin poltica, de susprximas vacaciones o de las pasadas, de una sa-lida al campo, de un breve viaje a Brujas, a Anverso a Basilea. Y a veces, hundindose cada vez msen estos sueos colectivos, sin hacer nada por des-pertar de ellos, sino elevndose sin cesar en elloscon una tcita complicidad, acababan por perdertodo contacto con la realidad. Entonces, de cuan-do en cuando, una mano simplemente surga delgrupo: se acercaba el camarero, se llevaba las

    jarritas vacas y traa otras, y pronto la conver-sacin, cada vez ms densa, no trataba ya sinosobre lo que acababan de beber, sobre su borra-chera, sobre su sed, sobre su felicidad.

    Se sentan enamorados de su libertad. Les pa-

    reca que el mundo entero estaba hecho a su medi-da; vivan al ritmo exacto de su sed, y su exube-rancia era inextinguible; su entusiasmo no conocaya lmites. Haban podido caminar, correr, bailar,cantar toda la noche.

    Al da siguiente no se vean. Las parejas per-

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    manecan encerradas en sus casas, a dieta, asquea-das, abusando de cafs puros y de pastillas efer-vescentes. No salan hasta entrada la noche, ibana cenar a un snackbar caro un bistec solo. Toma-ban decisiones draconianas: dejaran de fumar,no volveran a beber, sera la ltima vez quederrochaban el dinero. Se sentan vacos y est-pidos, y en el recuerdo que conservaban de su

    fenomenal borrachera iba implcita una ciertanostalgia, una vaga irritacin, un sentimientoambiguo, como si el movimiento mismo que leshaba llevado a beber no hubiera hecho sino avi-var una incomprensin ms fundamental, unairritacin ms insistente, una contradiccin ms

    firme de la que no se podan separar.

    O bien, en casa de alguno de ellos, organizabancenas casi monstruosas, verdaderas fiestas. En lamayora de los casos tenan cocinas pequeas, aveces impracticables, y vajillas desparejadas en-tre las cuales pasaban desapercibidas algunaspiezas un poco nobles. En la mesa, vasos talladosde una extrema finura se codeaban con tarros de

    mostaza, cuchillos de cocina con cucharillasde plata grabadas.

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    Volvan de la calle Mouffetard, todos juntos,con los brazos cargados de vveres, cestas enterasde melones y albaricoques, bolsas llenas de que-

    sos, de carne, de pollos, de ostras preparadas, de

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    conservas de carne, de huevas de pescado, de bote-llas, en fin, por cajas enteras, de vino, de oporto,de agua mineral, de cocacola.

    Eran nueve o diez. Llenaban el pequeo aparta-mento, iluminado por una sola ventana que dabaal patio; un canap forrado de terciopelo radoocupaba hasta el fondo el interior de una horna-cina; tres personas se acomodaban en l, ante la

    mesa servida; los otros se haban instalado ensillas desparejadas, en taburetes. Coman y bebandurante horas. La exuberancia y la abundancia deestas cenas resultaba curiosa: a decir verdad, des-de un punto de vista estrictamente culinario, co-man de forma mediocre: las carnes asadas y las

    aves no iban acompaadas de ninguna salsa;las legumbres, casi invariablemente, eran patatassalteadas o hervidas, o, incluso, a finales de mes,como plato fuerte, pastas o arroz acompaadode aceitunas y de algunas anchoas. No eran muy

    exquisitos para elegir el men; sus platos mscomplicados eran el meln al oporto, el pltanoa la llama y el pepino a la crema. Tuvieron quepasar varios aos para que se dieran cuenta deque exista una tcnica, si no un arte, de la cocina,y de que todo lo que les haba gustado tanto

    comer no era sino productos en bruto, sin aderezoni refinamiento.

    En esto mostraban, una vez ms, la ambige-dad de su situacin: la imagen que se formabande un festn se corresponda punto por punto a

    las comidas que durante mucho tiempo haban55

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    conocido exclusivamente en los restaurantes uni-

    versitarios; de tanto comer bistecs delgados y

    coriceos, haban consagrado a los solomillos a

    la parrilla y a los filetes un verdadero culto. Las

    carnes en salsa no les atraan, y hasta desconfia-

    ron largo tiempo de los cocidos; conservaban un

    recuerdo demasiado claro de los trozos de carne

    nadando entre tres redondas zanahorias, en n-

    tima vecindad con un poco de queso seco yuna cucharada de confitura gelatinosa. En cierto

    modo, les gustaba todo lo que negaba la cocina

    y exaltaba el aparato. Les gustaba la abundan-

    cia y la riqueza aparentes; rechazaban la lenta

    elaboracin que transforma en manjares produc-

    tos ingratos y que supone un universo de cace-

    rolas, ollas, cuchillos, coladores, hornos. Pero slo

    la vista de una tienda de embutidos, a veces, les

    haca casi desfallecer, porque en ella todo est

    listo para ser consumido inmediatamente: les

    gustaban los foiegras, las macedonias adorna-das con guirnaldas de mayonesa, los rollos de

    jamn y los huevos en gelatina: sucumban a

    todo ello demasiado a menudo, y lo lamentaban,

    una vez satisfechos sus ojos, apenas haban hun-

    dido su tenedor en la gelatina realzada por unarodaja de tomate y dos ramitas de perejil, pues, al

    fin y al cabo, aquello no era sino un huevo duro.

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    Tenan, sobre todo, el cine. Y ste era, sinduda, el nico campo en que su sensibilidad lohaba aprendido todo. En l no deban nada a mo-delos. Por edad y por formacin, pertenecan a

    esa primera generacin para la que el cine fue,

    ms que un arte, una evidencia; siempre lo habanconocido y no como forma balbuceante, sino yacon sus obras maestras, con su mitologa. Y aveces les pareca que haban crecido con l, y que

    lo comprendan mejor de lo que nadie, antes deellos, lo haba comprendido.

    57

    Les gustaba el cine. Era su primera pasin; seentregaban a ella casi todas las noches. Les gusta-ban las imgenes, a poco que fueran bellas, a pocoque les arrastraran, les encantaran, les fascinaran.Les gustaba la conquista del espacio, del tiempo,

    del movimiento, les gustaba el vrtigo de lascalles de Nueva York, el torpor de los trpicos,la violencia de los saloons. No eran ni demasiadosectarios, como esos espritus obtusos que slo

    tienen un dios: Eisenstein, Buuel o Antonioni, o,an todo hace falta para formar un mundo,

    Carn, Vidor, Aldrich o Hitchcock, ni demasiadoeclcticos, como esos individuos infantiles quepierden todo sentido crtico y hablan de genia-lidad por poco que un cielo azul sea azul o que

    el rojo apagado del vestido de Cyd Charisse re-

    salte sobre el rojo intenso del canap de Robert

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    Taylor. No carecan de gusto. Tenan muchas

    prevenciones contra el llamado cine serio, queles haca encontrar ms bellas an las obras a lasque este calificativo no bastaba para hacer vanas(pero de todas formas, decan, y tenan razn,

    Marienbad.: qu mierda!), una simpata casi exa-gerada por los westerns, los thrillers, las comedias

    americanas y por esas aventuras sorprendentes,

    llenas de vuelos lricos, de imgenes suntuosas, debellezas fulgurantes y casi inexplicables, como,por ejemplo siempre las recordaban Lola, LaCroise des Destins, Les Ensorcels, Ecrit sur duVent.

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    Raramente iban a or un concierto, y menosan al teatro. Pero se encontraban sin habersecitado en la Cinemateca, en el Passy, en el Na-polen, o en esos pequeos cines de barrio elKursaal en los Gobelins; el Texas en Montparnas-se; el Bikini; el Mxico, en la plaza Clichy; el

    Alczar, en Belleville; o en otros, aun, por la par-te de la Bastille o el Quinzime, esas salas singracia, mal montadas, que pareca frecuentar slouna clientela formada por parados, argelinos, sol-terones, aficionados al cine, y que programaban,en infames versiones dobladas, esas obras maes-

    tras desconocidas de las que se acordaban desdelos quince aos, o esas pelculas consideradas ge-niales cuya lista se saban de memoria y que, des-de aos, intentaban en vano ver. Guardaban unrecuerdo maravilloso de estas magnficas veladas

    en que haban descubierto, o vuelto a descubrir,

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    casi por azar, El Corsario Rojo, El mundo le per-tenece, o Les Forbans de la Nuit, o My SisterEeen, o Les Cinq mille doigts du Docteur T. Pordesgracia, muy a menudo, es verdad que queda-ban tremendamente decepcionados. Aquellas pe-lculas que haban esperado durante tanto tiempo,hojeando casi febrilmente, cada mircoles, apenassala, la Gua de los Espectculos, aquellas pelcu-

    las que casi todo el mundo les haba aseguradoque eran admirables, por fin aparecan anuncia-das. Coincidan todos en la sala la primera noche.La pantalla se iluminaba, y ellos se estremecande placer. Pero los colores resultaban viejos, lasimgenes saltaban, las mujeres haban envejecido

    terriblemente; salan: se sentan tristes. No erala pelcula que haban soado. No era esa pelculatotal que cada uno de ellos llevaba en s, esapelcula perfecta que no habran sido capaces deagotar. Esa pelcula que habran querido hacerellos. O, ms secretamente, sin duda, que elloshabran querido vivir.

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    As vivan, ellos y sus amigos, en sus pequeosapartamentos abarrotados y simpticos, con suspaseos y sus pelculas, sus comilonas fraternales,sus proyectos maravillosos. No eran desgracia-dos. Sus jornadas estaban iluminadas por ciertas

    alegras del vivir, furtivas, evanescentes. Algunasnoches, despus de la cena, vacilaban en levan-tarse de la mesa; terminaban una botella devino, partan nueces, encendan cigarrillos. Ciertasnoches no lograban dormirse y, medio sentados,apoyados en las almohadas, con su cenicero entre

    ellos, hablaban hasta la maana. Ciertos das sepaseaban charlando durante horas enteras. Se mi-raban sonriendo en los espejos de los escaparates.Les pareca que todo era perfecto; caminabanlibremente, sus movimientos eran sueltos, el tiem-po no pareca ya atosigarles. Les bastaba estar

    all, en la calle, un da de fro seco, con muchoviento, con buenas prendas de abrigo, a la cadadel da, dirigindose sin prisas, pero a buen paso,hacia la casa de un amigo, para que el menor desus gestos encender un cigarrillo, comprar un

    cucurucho de castaas calientes, mezclarse entre

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    la multitud a la salida de una estacin les pare-ciese la expresin evidente, inmediata, de unafelicidad inagotable.

    O bien, ciertas noches de verano, caminabanlargamente por barrios casi desconocidos. Una

    luna perfectamente redonda brillaba alta en elcielo y proyectaba sobre todas las cosas una luzsuave. Las calles, desiertas y largas, anchas, sono-ras, resonaban con sus pasos sincronizados. Casisin ruido, pasaba lentamente algn taxi. Entonces

    se sentan los amos del mundo. Sentan una exal-

    tacin desconocida, como si fueran dueos desecretos fabulosos, de fuerzas inexpresables. Y, co-gindose de la mano, echaban a correr, o jugabana tres en raya, o corran a la pata coja por las ace-ras y gritaban al unsono las grandes arias de

    Cosi fan tutteo de la Misa en si.

    61

    O bien, empujaban la puerta de un restaurantey, con una alegra casi ritual, se dejaban penetrar

    por el clido ambiente, por el entrechocar de loscubiertos, el tintinear de los vasos, el ruido suavede las voces, las promesas de los manteles blan-cos. Elegan el vino gravemente, desplegaban suservilleta, y, entonces, al calor, frente a frente,

    fumando un cigarrillo que apagaran un instante

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    despus, apenas empezado, cuando llegaran losentremeses, les pareca que su vida slo sera lainagotable suma de aquellos momentos propicios,y que seran siempre felices, porque merecan ser-lo, porque saban mantenerse disponibles, porquela felicidad estaba en ellos. Se encontraban sen-tados uno frente a otro, se disponan a comerdespus de haber tenido hambre, y todas estas

    cosas el mantel blanco de gruesa tela, la man-cha azul de un paquete de gitanes, los platos deporcelana, los cubiertos ms bien pesados, lascopas para el agua, el cestillo de mimbre llenode pan recin hecho componan el marco siem-pre nuevo de un placer casi visceral, en el lmite

    del aturdimiento: la impresin, casi exactamentecontraria y casi exactamente igual a la que pro-voca la velocidad, de una formidable estabilidad,de una formidable plenitud. A partir de esta mesaservida, tenan la impresin de una sincrona per-fecta: estaban al unsono del mundo, se baabanen l, se sentan a gusto, en l, no tenan nada quetemer de l.

    62

    Acaso saban, un poco mejor que los dems,

    descifrar, o incluso suscitar, estos signos favora-bles. Sus odos, sus dedos, su paladar, como si

    estuvieran constantemente al acecho, no espera-ban sino estos instantes propicios, que la menorcosa bastaba para provocar. Pero, en los momen-tos en que se dejaban transportar por un senti-miento de calma chicha, de eternidad, no turbado

    por tensin alguna, en el que todo estaba equili-

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    brado, todo era deliciosamente lento, la fuerza

    misma de estas alegras exaltaba todo lo que enellas haba de efmero y de frgil. No haca faltamucho para que todo se derrumbara: la menornota falsa, un simple momento de vacilacin, unsigno un poco excesivamente grosero, y su felici-dad se dislocaba; volva a ser lo que nunca haba

    dejado de ser, una especie de contrato, algo que

    ellos haban comprado, una cosa frgil y lastime-ra, un simple instante de tregua que les devolvacon violencia a lo ms peligroso, a lo ms incierto

    de su existencia, de su historia.

    Lo malo de las encuestas es que no duran. Enla historia de Jrme y de Sylvie estaba escrito yael da en que tendran que elegir: o conocer el

    paro, el subempleo, o integrarse ms firmemente

    en una agencia, entrar en ella a jornada completa,hacerse de plantilla. O, si no, cambiar de profe-

    sin, encontrar otra cosa, pero esto no era sinotrasladar el problema. Pues si se admite gustosa-mente, en individuos que no han llegado todavaa los treinta aos, que conserven una cierta inde-

    pendencia y trabajen a su aire, si incluso se apre-cia a veces su disponibilidad, su espritu abierto,la variedad de su experiencia o lo que llaman su

    polivalencia, se exige, en cambio, por lo demsmuy contradictoriamente, de todo futuro colabo-

    rador, que una vez pasado el cabo de los treinta63

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    aos (haciendo as, precisamente, de los trein-ta aos un tope), d pruebas de una estabilidadsegura y que estn garantizados su puntualidad,su sentido de la seriedad, su fidelidad, su disci-plina. Los patronos, particularmente en la publi-cidad, no slo se niegan a contratar a individuosque han pasado de los treinta y cinco aos,sino que dudan en depositar su confianza en al-

    guien que, a los treinta, no ha estado jams fijo.En cuanto a seguir utilizndolos, como si noocurriera nada, slo episdicamente, resulta yaimposible: la inestabilidad no es seria; a lostreinta aos hay que estar establecido o no sees nadie. Y no se ha establecido uno si no ha en-

    contrado su puesto, si no se ha formado su rin-cn, si no tiene sus llaves, su despacho, su pla-quita.

    Jrme y Sylvie pensaban a menudo en esteproblema. Tenan todava algunos aos por de-

    lante, pero la vida que llevaban, la paz, comple-tamente relativa, que conocan, jams seran algoadquirido. Todo se ira desmoronando; no lesquedara nada. No se sentan aplastados por sutrabajo, su vida estaba asegurada, valiera loque valiera, un ao con otro, mal que bien,

    sin que ningn oficio la consumiera por s solo.Pero esto no durara.

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    No se puede seguir siendo durante muchotiempo simple encuestador. Apenas formado, elpsicosocilogo asciende de prisa a los escalones

    superiores: se convierte en subdirector o en di-

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    rector de agencia, o encuentra en alguna granempresa un ansiado puesto de jefe de servicio,encargado del reclutamiento del personal, de laorientacin, de las relaciones sociales, o de la pol-tica comercial. Buenos puestos todos ellos: susdespachos estn cubiertos de moquetas, tienendos telfonos, un dictfono, un refrigerador desaln e incluso, a veces, un cuadro de Bernard

    Buffet en una de las paredes.Jrme y Sylvie, ay, lo pensaban a menudo, y

    a veces se decan: quien no trabaja no come, s,pero quien trabaja no vive. Crean haber hechoya esta experiencia, tiempo atrs, durante algunassemanas. Sylvie se hizo documentalista en una

    oficina de estudios; Jrme interpretaba encues-tas. Sus condiciones de trabajo eran ms queagradables: llegaban cuando les pareca bien,lean el peridico en el despacho, salan a menu-do para tomarse una cerveza o un caf, e, incluso,

    sentan por el trabajo que realizaban, al prolon-garse, una simpata creciente, alentada por la vagapromesa de un puesto fijo, de un contrato buenoy regular, de un ascenso rpido. Pero no aguanta-ron mucho tiempo. Al despertar se sentan a dis-gusto; y al regresar, cada tarde, en el metro

    abarrotado, volvan llenos de rencores; se deja-ban caer, entontecidos, sucios, sobre su divn, yya no soaban sino con largos weekends, jorna-das sin nada que hacer, con levantarse tarde.

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    Se sentan encerrados, cogidos en una trampa,

    tratados como ratas. No podan resignarse a ello.

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    Todava crean que les podan suceder tantas cosasque la regularidad misma del horario, la sucesinde los das, de las semanas, les parecan una trabaque no vacilaban en calificar de infernal. Pero, contodo, era el comienzo de una buena carrera: seabra ante ellos un buen porvenir; vivan esosinstantes picos en que el jefe le considera a unocomo un joven serio, se felicita in petto por ha-

    berle aceptado, se apresura a formarle, a hacerlea imagen suya, le invita a cenar, le da un golpefamiliar en la tripa, y, con un solo gesto, le abrelas puertas de la fortuna.

    Eran estpidos cuntas veces se repitieronque eran estpidos, que cometan un error, que,en todo caso, no tenan ms razn que los otros,los que se esforzaban denodadamente, los quetrepaban, pero les gustaban sus largas jornadasde ocio, sus despertares perezosos, sus maanasen la cama, con un montn de novelas policacas

    y de cienciaficcin a su lado, sus paseos noctur-nos, a lo largo de los muelles, y la sensacin casiexaltadora de libertad que sentan ciertos das, lasensacin de vacaciones que se apoderaba de elloscada vez que volvan de hacer una encuesta enprovincias.

    66

    Saban, desde luego, que todo esto era falso,que su libertad no era ms que un seuelo. Suvida estaba ms marcada por sus bsquedas casidesesperadas de trabajo, cuando, cosa frecuente,una de las agencias que les daban empleo se hun-

    da o era absorbida por otra mayor, por sus fines

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    de semana con los cigarrillos contados, por eltiempo que perdan, algunos das, en lograr queles invitaran a comer.

    Estaban en medio de la situacin ms banal,ms estpida del mundo. Pero aunque saban queera banal y estpida, seguan en ella, sin embar-go: la oposicin entre el trabajo y la libertad noconstitua ya, desde haca mucho tiempo, como

    haban odo decir, un concepto riguroso; noobstante, era lo que les determinaba primordial-mente.

    67

    La gente que elige ganar dinero primeramente,los que dejan para ms adelante, para cuando seanricos, sus verdaderos proyectos, no estn equivo-cadas forzosamente. Los que no quieren sino viviry llaman vida a la libertad mxima, a la exclusiva

    bsqueda de la felicidad, a la sola satisfaccin desus deseos o de sus instintos, al uso inmediatode las riquezas ilimitadas del mundo Jrmey Sylvie se haban hecho este vasto programa,sern siempre desgraciados. Es cierto, reconocan,que hay individuos a los que esta clase de dilemas

    no se les plantea, o apenas se les plantea, porqueson demasiado pobres y no tienen todava otrasexigencias que las de comer un poco mejor, teneruna vivienda un poco mejor, trabajar un pocomenos, o porque son demasiado ricos desde el

    comienzo para comprender el alcance o incluso

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    el significado de semejante distincin. Pero ennuestro tiempo y en nuestros ambientes, cada vezhay ms gente que no es ni rica ni pobre: sueancon la riqueza y podran enriquecerse, y de aqunacen sus desgracias.

    Un joven imaginario que hace algunos estu-dios, cuando cumple honrosamente sus obligacio-nes militares, se encuentra hacia los veinticincoaos con las manos tan vacas como el primerda, aunque ya posea virtualmente, por su propiosaber, ms dinero del que jams haya podido de-

    sear. Es decir, que l sabe con certeza que llegarun da en que tendr su apartamento, su casa decampo, su coche, su equipo de alta fidelidad. Seencuentra, sin embargo, con que estas maravillo-sas promesas siempre se hacen esperar: pertene-cen, por s mismas, a un proceso del que tambindependen, pensndolo bien, el matrimonio, el na-cimiento de los hijos, la evolucin de los valoresmorales, de las actitudes sociales y de los com-portamientos humanos. En una palabra, el joventendr que establecerse, y a ello tendr que con-

    sagrar por lo menos quince aos.Semejante perspectiva no es reconfortante.

    Nadie se entrega a ella sin refunfuar. De modose dice el joven que est empezando que voy

    a tener que pasarme el da dentro de esos despa-

    chos encristalados en lugar de irme a pasear por68

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    los prados floridos, y voy a vivir lleno de espe-

    ranzas cuando se hable de ascensos, voy a tenerque ser un calculador, un intrigante, voy a te-ner que contener mis ansias, yo, que soaba conla poesa, con trenes nocturnos, con clidas pla-yas? Y, creyendo consolarse, cae en la trampade las ventas a plazos. Y entonces es cuando est

    cogido y bien cogido: ya no le queda sino armarse

    de paciencia. Cuando ya est al final de sus pena-lidades, ay, el joven ya no es tan joven, y, el colmode la desgracia, podr parecerle incluso que su

    vida ha pasado ya, que no era sino su esfuerzo, yno su objeto, e, incluso, si es demasiado sabio,demasiado prudente puesto que su lento ascen-

    so le habr proporcionado una sana experienciapara atreverse a sostener tales propsitos, ello nohar que sea menos cierto que ya tiene cuarenta

    aos y que la instalacin de sus dos residencias, laprincipal y la secundaria, y la educacin de sus

    hijos han bastado para llenar el escaso tiempo queno habr podido consagrar a su labor...

    69

    La impaciencia, se dijeron Jrme y Sylvie, es

    una virtud del siglo veinte. A los veinte aos,cuando hubieron visto, o creyeron haber visto, loque la vida poda ser, la cantidad de gozos queocultaba, las infinitas conquistas que permita, et-ctera, comprendieron que no tendran fuerza para

    esperar. Podan, al igual que los dems, triun-

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    far; pero lo que ellos queran es haber triunfado.Por esto eran, sin duda, lo que se ha convenidoen llamar intelectuales.

    Pues todo les deca que no tenan razn, y paraempezar, la vida misma. Ellos queran gozar de lavida, pero, en todo lo que les rodeaba, el gozose confunda con la propiedad. Queran mante-nerse disponibles, y casi inocentes, pero los aos

    pasaban de todas formas, y no les traan nada.Los otros avanzaban, cargados de cadenas acaso,pero ellos no avanzaban de ningn modo. Losotros acababan por no ver ya en la riqueza sinoun fin, pero ellos no tenan dinero en absoluto.

    Se decan que no eran los ms desgraciados.Acaso tenan razn. Pero la vida moderna excitabasu propia desgracia, mientras que disimulaba ladesgracia de los otros: los otros iban por elbuen camino. Ellos eran poca cosa: ganaban poco,hacan la guerra por su cuenta, eran unos lun-

    ticos. Es verdad, por otra parte, que en un ciertosentido el tiempo trabajaba en su favor, y quetenan del mundo posible imgenes que podanparecer exaltadoras. Estaban de acuerdo en con-siderarlo un mezquino consuelo.

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    Haban hecho de su vida algo provisional.

    Trabajaban como otros hacen sus estudios: eli-giendo sus horarios. Vagaban por las calles comoslo los estudiantes saben hacerlo.

    Pero los peligros les acechaban por todas par-tes. Habran querido que su historia fuera lahistoria de la felicidad; con demasiada frecuen-

    cia no era sino la de una felicidad amenazada.Eran bastante jvenes, pero el tiempo pasaba deprisa. El eterno estudiante es un tipo siniestro;un fracasado, un mediocre, es ms siniestro toda-va. Tenan miedo.

    Disponan de tiempo libre; pero el tiempotrabajaba tambin en contra suya. Haba quepagar el gas, la luz, el telfono. Haba que comertodos los das. Haba que vestirse, pintar de vezen cuando las paredes, cambiar las sbanas, man-dar a lavar lo ropa, dar las camisas a planchar,

    comprar zapatos, coger el tren, comprar muebles.

    A veces, lo econmico les devoraba por com-

    pleto. No cesaban de pensar en ello. Su vida afec-71

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    tiva incluso, en gran medida, dependa estrecha-

    mente de ello. Todo haca pensar que, cuando

    fueran un poco ricos, cuando tuvieran un poco

    de reservas, su felicidad comn sera indestructi-

    ble; ningn apremio pareca limitar su amor. Sus

    gustos, sus caprichos, sus imaginaciones, sus ape-

    titos se confundan en una libertad idntica. Pero

    esos momentos eran privilegiados; lo ms fre-

    cuente era que tuvieran que luchar: a las primerasseales de escasez en el dinero, no era raro que se

    alzaran uno contra otro. Se enfrentaban por cual-

    quier cosa, por cien francos derrochados, por un

    par de medias, por los platos sin fregar. Enton-

    ces, durante largas horas, durante jornadas ente-ras, ya no se hablaban. Coman el uno frente al

    otro, rpidamente, como si estuvieran solos, sin

    mirarse. Se sentaban cada uno en un extremo

    del divn, dndose a medias la espalda. Uno de

    los dos haca interminables solitarios.

    Entre ellos se alzaba el dinero. Era un muro,

    una especie de tope contra el que chocaban a

    cada instante. Era algo peor que la miseria: el

    fastidio, la estrechez, la escasez. Vivan el mundo

    cerrado de su vida cerrada, sin porvenir, sin otras

    salidas que los milagros imposibles, los sueosestpidos que no se tenan en pie. Se ahogaban.

    Sentan que naufragaban.

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    Desde luego, podan hablar de otra cosa: de

    un libro recin publicado, de un director de tea-

    tro, de la guerra, o de los dems, pero a veces

    les pareca que sus nicas verdaderas conversa-

    ciones se referan al dinero, a la comodidad, al

    bienestar. Entonces, el tono suba, la tensin se

    haca mayor. Hablaban y, al hablar, se daban

    cuenta de todo lo que haba en ellos de impo-

    sible, de inaccesible, de miserable. Se ponan

    nerviosos; todo les afectaba demasiado; se sen-

    tan aludidos, implcitamente, por el otro. Seentusiasmaban con proyectos de vacaciones, de

    viajes, de apartamento, y luego los destruan

    rabiosamente: les pareca que su vida ms real

    se revelaba en su verdadero aspecto como algo

    inconsistente, inexistente. Entonces se callaban,

    y su silencio estaba lleno de rencor; odiaban a

    la vida y, en ocasiones, tenan la debilidad de

    odiarse mutuamente; pensaban en sus estudios

    frustrados, en sus vacaciones sin alicientes, en su

    vida mediocre, en su apartamento abarrotado,

    en sus sueos imposibles. Se miraban, y se en-contraban feos, mal vestidos, sin soltura, mal-

    humorados. A su lado, por la calle, los autom-

    viles se deslizaban lentamente. En las plazas, los

    anuncios luminosos se encendan y se apagaban.

    En las terrazas de los cafs, las gentes parecan

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    peces satisfechos. Odiaban al mundo. Regresaban

    a su casa, a pie, cansados. Se acostaban sin de-cirse una palabra.

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    Bastaba que algo fallara un da, que una agen-cia cerrara sus puertas, o que les encontraran con

    demasiada edad o demasiado irregulares en sutrabajo, o que uno de los dos se pusiera enfer-mo, para que todo se derrumbara. Ante ellos no

    haba nada, y nada haba a sus espaldas. A menu-do pensaban en este tema angustioso. Volvansin cesar a l, a pesar suyo. Se vean sin trabajodurante meses enteros, aceptando, para sobre-vivir, trabajos miserables, pidiendo prestado,mendigando trabajo. Entonces vivan, a veces,instantes de intensa desesperacin: soaban con

    oficinas, puestos fijos, jornadas regulares, situa-

    ciones definidas. Pero estas imgenes invertidasquiz les desesperaban an ms: les pareca que

    no podan reconocerse en la cara, aunque fueraresplandeciente, de un sedentario; decidan queodiaban las jerarquas, y que las soluciones, mila-grosas o no, vendran de otro sitio, del mundo, de

    la Historia. Continuaban su vida bamboleante:corresponda a su pendiente natural. En un mun-do lleno de imperfecciones, no les costaba trabajo

    convencerse de que su vida no era la ms imper-fecta. Vivan al da; gastaban en seis horas lo

    que haban ganado en tres das; pedan prestado

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    con frecuencia; coman patatas fritas infames,

    fumaban juntos su ltimo cigarrillo, buscaban aveces durante dos horas un billete de metro, lleva-ban camisas arregladas, escuchaban discos es-tropeados, hacan autostop, y estaban, todavacon demasiada frecuencia, cinco o seis semanassin cambiar las sbanas. No estaban lejos de

    pensar que, al fin y al cabo, esta vida tambin

    tena su encanto.

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    Cuando evocaban juntos su vida, sus costum-bres, su porvenir, cuando, con una especie defrenes, se entregaban por entero al desenfrenode los mundos mejores, se decan a veces, conuna melancola un poco apagada, que no tenanlas ideas claras. Posaban sobre el mundo una mi-

    rada confundida, y la lucidez que presuman tenerestaba acompaada a menudo por fluctuacionesinciertas, por acomodaciones ambiguas y conside-raciones varias, que mermaban, minimizaban oincluso desvalorizaban una buena voluntad que,

    sin embargo, era evidente.

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    Les pareca que ello constitua un camino, ouna ausenc