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Maximalismo moral y Estado. Minimalismo moral y sociedad internacional Una aproximación crítica a Michael Walzer ALFONSO MONSALVE SOLORZANO Universidad de Antioquia, Colombia Introducción Este trabajo pretende argumentar cuatro tesis: la primera, que la teoría de Michael Walzer sobre el Estado-nación, tal como el filósofo norteamericano la ha defendi- do en sus últimos trabajos, especialmente en Thick and Thiii, no logra resolver el problema de un tratamiento justo para las minorías culturales de un país. En se- gundo lugar, que su concepción del Estado-nación entra en contradicción con su propia teoría de la igualdad compleja. Tercero, que la solución propuesta por Kymlicka, la idea de un Estado multicultural, podría dar una salida a algunos de los problemas planteados por Walzer. Finalmente, la construcción de un Estado, en particular en las democracias del Sur, implica, además del reconocimiento de las diferencias culturales, un mínimo de redistribución económica y social. Reco- nocimiento de la diversidad y acuerdo sobre la distribución precisan de un con- senso político, en una acepción libre y laxa de la teoría rawlsiana. 1. Igualdad compleja y autodeterminación En Esferas ele la justicia (1983), Michael Walzer expuso una pieza clave de su teoría de la igualdad compleja: la sociedad humana es una comunidad que dis- tribuye bienes cuyos valores no dependen de su propia naturaleza, sino que son relativos a su significación social dentro de unos parámetros culturales e históri- cos. Al tratar el problema de la argumentación moral y su relación con el relati- vismo, Walzer introdujo en Thick and Thi/i, sin embargo, una ligera precisión: esa significación social no puede ser incompatible con una idea minimalista de justicia (1994b, p. 26). Ahora bien, una sociedad con bienes significativamente diferentes debe poseer distribuciones relativamente autónomas, de manera que se evite, o al menos limite, el predominio de un bien sobre otro. Este es el principio de la igualdad compleja. Así, por ejemplo, no se podría usar legítima- mente el monopolio del bien dinero para incidir indebidamente en el ejercicio del poder político, ni el poder político para acceder a otros bienes que dependan del mérito o para acumular ilícitamente riqueza. 70 RIFP / 1 o (1997) pp. 70-89

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  • Maximalismo moral y Estado. Minimalismo moral y sociedad internacional Una aproximación crítica a Michael Walzer

    ALFONSO MONSALVE SOLORZANO Universidad de Antioquia, Colombia

    Introducción

    Este trabajo pretende argumentar cuatro tesis: la primera, que la teoría de Michael Walzer sobre el Estado-nación, tal como el filósofo norteamericano la ha defendi-do en sus últimos trabajos, especialmente en Thick and Thiii, no logra resolver el problema de un tratamiento justo para las minorías culturales de un país. En se-gundo lugar, que su concepción del Estado-nación entra en contradicción con su propia teoría de la igualdad compleja. Tercero, que la solución propuesta por Kymlicka, la idea de un Estado multicultural, podría dar una salida a algunos de los problemas planteados por Walzer. Finalmente, la construcción de un Estado, en particular en las democracias del Sur, implica, además del reconocimiento de las diferencias culturales, un mínimo de redistribución económica y social. Reco-nocimiento de la diversidad y acuerdo sobre la distribución precisan de un con-senso político, en una acepción libre y laxa de la teoría rawlsiana.

    1. Igualdad compleja y autodeterminación

    En Esferas ele la justicia (1983), Michael Walzer expuso una pieza clave de su teoría de la igualdad compleja: la sociedad humana es una comunidad que dis-tribuye bienes cuyos valores no dependen de su propia naturaleza, sino que son relativos a su significación social dentro de unos parámetros culturales e históri-cos. Al tratar el problema de la argumentación moral y su relación con el relati-vismo, Walzer introdujo en Thick and Thi/i, sin embargo, una ligera precisión: esa significación social no puede ser incompatible con una idea minimalista de justicia (1994b, p. 26). Ahora bien, una sociedad con bienes significativamente diferentes debe poseer distribuciones relativamente autónomas, de manera que se evite, o al menos limite, el predominio de un bien sobre otro. Este es el principio de la igualdad compleja. Así, por ejemplo, no se podría usar legítima-mente el monopolio del bien dinero para incidir indebidamente en el ejercicio del poder político, ni el poder político para acceder a otros bienes que dependan del mérito o para acumular ilícitamente riqueza.

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    La justicia distributiva requiere, por tanto, demarcaciones en las que las comunidades asentadas en territorios y con jurisdicción sobre ellos «se distribu-yan el poder entre sí y eviten, tanto como puedan, compartirlo con alguien más» (Walzer, 1983, p. 44). En las circunstancias actuales, esta idea de justicia exige la existencia, entre otras instituciones, de Estados concebidos como unida-des de distribución autónoma {ibíd., p. 44). La autodeterminación desempeña, por ejemplo, una función central en la política de inmigración de un país. En efecto, toda comunidad ya formada —y que, por tanto, no cuestiona, según Walzer, la pertenencia de sus miembros actuales— es libre de decidir si admite o no extraños y, si lo hace, decidirá a quiénes recibe y con qué criterios, ya que es libre de configurar el tipo de comunidad que desea ser. En este sentido, la capacidad de autodeterminación de la comunidad es clave para su propio pro-yecto de construcción o, mejor dicho, no podrá haber un proyecto propio de Estado como comunidad política si este principio no se cumple.

    En la acepción de Walzer los Estados funcionan de manera similar a un club: ponen restricciones a la admisión, pero una vez dentro todos poseen igua-les derechos. Además, como las vecindades, los Estados permiten el libre des-plazamiento dentro de su territorio y, como las familias, generan obligaciones para con los nacionales emigrados, los descendientes de esos nacionales y los inmigrantes {ibíd., pp. 48-54). El Estado es la expresión política de una comuni-dad y como tal debe ser el lugar de su provisión de bienes, es decir, el espacio donde se fijan las obligaciones sociales. En primer lugar, sus miembros se de-ben unos a otros. El Estado como expresión de la comunidad política debe ser por ello capaz de generar el reconocimiento de sus miembros, debe «ser digno de ser amado» {ibíd., p. 75). Esto es posible, según Walzer, por el papel que la comunidad política desempeña en la vida de sus componentes. Es categórico al afirmar que «nunca ha existido una comunidad política que no cumpliera o intentara cumplir con las necesidades de sus miembros tal y como éstos entien-den tales necesidades. Y no ha existido nunca una comunidad política que no comprometiera su fuerza colectiva, su capacidad de dirigir, presionar y forzar ese proyecto» {ibíd., p. 78). En este sentido, toda comunidad es una forma de Estado de bienestar {ibíd., p. 79).

    Sin embargo, el concepto de Estado está ligado aquí a una clase muy específica de comunidad. Walzer, en realidad, superpone las comunidades lin-güísticas, culturales y religiosas con el Estado. El Estado del que habla es, por tanto, un Estado-nación etnoculturalmente homogéneo. El Estado como comu-nidad política, dice Walzer, «es probablemente lo más cerca que podemos lle-gar al mundo de los significados comunes. Lengua, historia y cultura se dan juntos para producir una conciencia colectiva» {ibíd., p. 41). Precisamente por esto el bien primario que el Estado distribuye a los no nacionales es la pertenen-cia a la comunidad y una de sus funciones primordiales consiste en garantizar la supervivencia cultural de sus miembros, no sólo su supervivencia física (Walzer

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    1995a, p. 247). Los derechos de admisión y exclusión, como se dijo más arriba, son consiguientemente una expresión básica de la capacidad de autodetermina-ción del Estado. Garantizar la supervivencia física de sus miembros es un argu-mento moral que justifica plenamente la existencia del Estado-nación etnocultu-ral y la solidaridad que éste engendra. Asegurar la supervivencia cultural de sus componentes es un argumento que nos sitúa, por el contrario, ante el problema de la legitimidad de los pares etnicidad/ciudadanía y ciudadanía/cultura, es de-cir, ante el problema de una moralidad «densa» que permita tener en cuenta las particularidades de estas relaciones en cada comunidad política.

    A diferencia de los Estados nacionales, la moralidad de la sociedad interna-cional es, en la terminología de Walzer, «tenue». Esto quiere decir que el concep-to de la autodeterminación en dicha esfera también lo es. Las consecuencias de este supuesto son importantes, ya que «el minimalismo moral no sugiere una sola unidad política como la mejor. No hay una tribu ideal. La autodeterminación no tiene tema absoluto. Ciudades, naciones, federaciones, sociedades de inmigrantes: todas pueden y han de ser gobernadas por sus propios miembros» (1994b, pp. 68-69). La cuestión clave, dado el entrecruzamiento de las distintas tribus —su cercanía y, en ocasiones, su cohabitación—, es el tipo de autodeterminación que se requiera en cada caso para que las miñonas que resulten de estas formaciones estatales no sean víctimas de la intolerancia, la persecución y la negación de sus derechos. Este es un peligro evidente, porque los nacionalismos pueden producir fanáticos que deseen realizar actos de conquista sobre sus vecinos y enemigos. Los peligros del nacionalismo pueden evitarse, según Walzer, si se logra que los pueblos vecinos vivan dentro de sus propios y modestos lindes. «Cada tribu den-tro de sus propios límites: este es el equivalente político de la tolerancia para cada iglesia o secta. Lo que lo hace posible — âunque todavía difícil e incierto— es que los límites no necesitan enceirar en cada caso la misma clase de espacio» (Walzer, 1994b, p. 79). El problema con los fanáticos nacionalistas, sigue Walzer, es que buscan convertirse en autoridades políticas, reemplazando a las autoridades impe-riales que los obligaron a vivir en común. Poner límites a sus aspiraciones es un asunto muy complejo, como se ha visto en el caso de la antigua Yugoslavia. En las democracias las minorías pueden protegerse mediante una Constitución, pero esta solución no está disponible en todos los casos de complejidad etnocultural. Quizá la solución sea una federación o una confederación presionada intemacio-nalmente con medidas económicas y, «cuando sea absolutamente necesario, con una fuerza de intervención en nombre del mínimo moral» {ibícL, p. 80).

    Esto nos remite al problema general del tratamiento justo que las minorías deben recibir en cualquier Estado. Este trato depende de una doble distinción. La primera se refiere a la forma en que estas miñonas están asentadas en el territorio, lo que permite distinguir entre minorías territorialmente concentradas y minorías dispersas. La segunda alude a la similitud cultural con la mayoría y discierne, por tanto, entre comunidades radicalmente diferentes y aquellas tan

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    sólo marginalmente diferentes. En términos generales, las minorías territoriales demandan distintos grados de autonomía territorial, mientras que las segundas buscan con mayor frecuencia una autonomía funcional (Walzer, 1994b, p. 73). Este tratamiento para las miñonas territoriales abarca, según el caso, desde la secesión hasta las distintas formas de compartir un Estado común: federaciones, Estados neutrales, fórmulas de autonomía funcional o regional, Estados neutra-les con una pluralidad cultural reconocida y una ciudadanía común, Estados-na-ción con minorías autonómicas, Estados consociados, repúblicas religiosas, etc. Las minorías dispersas desarrollan, por su parte, pretensiones más limitadas con respecto al Estado, normalmente formas de ciudadanía que les permitan expre-sar su diferencia, ya sea a través de asociaciones voluntarias o de subsidios estatales para sus escuelas y centros culturales.

    De las consideraciones anteriores se desprende que no hay razones a prio-ri para oponerse a los nacionalismos. La cooperación europea, por ejemplo, surge después de que los Estados nacionales hayan ejercido democráticamente su soberanía. Además, la posibilidad del nacionalismo parece ser la democracia. Sólo regímenes predemocráticos (como la Rusia zarista) o antidemocráticos (como la Unión Soviética) pudieron imponer la unidad de las repúblicas ex so-viéticas. Si ahora esos mismos pueblos echan a caminar en la vida política, lle-garán «marchando en posiciones y bajo las órdenes tribales de su propio maxi-malismo moral, con sus propias lenguas, memorias históricas, costumbres, creencias y compromisos. Una vez que han sido convocados, una vez que ha-yan llegado, no será ya posible hacerles justicia en el contexto del viejo orden político» {ibíd., p. 65). Lo cierto es que los movimientos nacionalistas que lo-gran configurar una comunidad política autónoma buscan siempre un lugar y un reconocimiento como Estados nacionales en la sociedad internacional, la más tolerante de todas (Walzer, 1995b, p. 11).

    2. Tolerancia y dominación

    Haciendo suya una serie de objeciones suscitadas tras la aparición de Esferas de la justicia, Veit Bader ha cuestionado expresamente la noción de Estado mane-jada por Walzer, particularmente en lo que se refiere al papel de las fronteras con respecto a los inmigrantes provenientes del Tercer Mundo. Para el filósofo liolandés, el concepto de soberanía estatal entendida como monopolio y unifica-ción de poderes se enfrenta con cuatro paradojas: a) el proceso de intemaciona-lización frente al nuevo tribalismo y la implosión de algunos Estados; b) la idea de la soberanía indivisible frente a la creciente delegación interna y extema de las funciones del Estado; c) la concepción de la soberanía unitaria frente a la transferencia de poderes a autoridades jurídicas y monetarias internacionales, y d) la práctica de la soberanía absoluta frente a las condiciones internacionales que permiten la intervención extema.

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    Las críticas de Bader se dirigen contra los supuestos de la teoría clásica de la soberanía estatal compartidos, según él, por todos los pensadores comunita-ristas (Bader, 1995, pp. 217-218). Estos teóricos superponen, en primer lugar, las comunidades lingüísticas, culturales y religiosas con el Estado. Ésta es una manera de legitimar la dominación existente porque, de hecho, tales comunida-des no son armónicas, no siempre coexisten pacíficamente y a menudo están en conflicto. El Estado-nación, en su concepción etnocultural, es o puede ser una forma de perpetuar la dominación. La legitimidad del Estado como defensor y reproductor de la diversidad cultural, tal y como es defendida por Walzer, es lo único que le permite validar éticamente una poh'tica de fronteras cerradas: bajo el supuesto de que producirán la estabilidad necesaria para que la cultura nacio-nal se reproduzca y posibilite la especificidad cultural (ser francés, por ejemplo, como ser distinto a X). El problema de semejante cierre consiste, obviamente, en que no toda especificidad cultural es a priori defendible (las sociedades racistas, sexistas o clasistas no lo son, y muchos de esos elementos siguen per-viviendo en las culturas occidentales). El Estado-nación puede convertirse en un muro de protección para prácticas sociales regresivas y, en la medida en que así fuese, dejaría de ser éticamente justificable.

    Su legitimidad también queda cuestionada si se tiene en cuenta que históri-camente el capitalismo ha sido un enemigo de la diversidad cultural en dos frentes: hacia dentro porque ha impuesto formas de homogeneización lingüísti-ca, religiosa y educacional para borrar otras culturas; hacia fuera porque se convirtió en la mitología desarroUista de los colonialismos e imperialismos a gran escala que llevaron a la extinción, sumisión o adaptación forzosa de los pueblos y culturas «nativos». Las ideologías estatal-nacionales pueden transfor-marse, bajo nuevas condiciones, en el soporte de una dominación neocolonial por parte de los países occidentales más desarrollados. Por último, Walzer habla como si todos los Estados fuesen naciones o comunidades homogéneas, cuando lo cierto es que no es así. Existen Estados con pluralidad de lenguas y comuni-dades lingüísticas repartidas por varios Estados. Entre estas últimas, los lazos generados por mundos de significado común son, con frecuencia, más fuertes que los vínculos con sus respectivos Estados.

    El Estado, por último, no ha sido nunca históricamente una conjugación de lo que Walzer ha definido metafóricamente como vecindarios, clubes y familias. No se trata una asociación democrática de consenso horizontal, sino de un conjunto de instituciones verticales, de membresía forzada, basadas en el monopolio de la violencia. Los Estados, estrictamente hablando, no son aso-ciaciones, sino instituciones, y aun los Estados-nación más culturalmente ho-mogéneos y democráticos cuentan con divisiones de clase más o menos pro-fundas. La homogeneidad con que Walzer imagina el Estado-nación puede esconder (y de hecho muchas veces esconde) la injusta desigualdad distributi-va interna. No es cierto entonces que el Estado satisfaga, dada su esencia

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    comunal, las necesidades de sus miembros, ni que sea siempre un Estado be-nefactor.

    Algunas de las críticas de Bader son sin duda incorrectas o ya han sido respondidas por Walzer. En primer lugar, frente a la afirmación de que el Esta-do está siendo desbordado por mega-Estados (la Unión Europea, etc.) o micro-Estados (autonomías, sistemas federales, etc.), Walzer ha señalado que lo que está en crisis es la configuración de los Estados actuales, pero no el concepto mismo de Estado: los nuevos ordenamientos que surjan cumplirán esencialmen-te las mismas funciones que los Estados vigentes (Walzer, 1995a). En segundo lugar, Walzer reconoce (aunque problemáticamente, como se verá) la heteroge-neidad con la que se enfrentan los Estados-nación y recomienda distintos grados de autodeterminación, según sea el caso. También admite la existencia de mo-delos estatales distintos a los Estados nacionales, si bien recuerda que estos úl-timos son mayoría en el mundo (Walzer, 1994a; 1994b; 1995a y 1995b). Por último, Walzer ha intentado mostrar que el Estado-nación posee una clase de tolerancia distinta a la del Estado cívico. Las relaciones entre democracia y to-lerancia son, en este sentido, variables. Aunque la población de los Estados na-cionales no siempre sea homogénea, suele existir en los mismos un grupo par-ticular dominante con una historia y cultura propias, es decir, una nación que busca permanecer y reproducirse como tal mediante la utilización del Estado. Éste no es, pues, una institución neutra, sino un instrumento político para la reproducción de un determinado grupo nacional. Si se trata, además, de un Estado democrático, es posible que tolere las minorías, pero la probabilidad del reconocimiento de una autonomía regional para las mismas, en caso de que estén territorialmente ubicadas, disminuirá en la misma proporción en que la mayoría nacional dispersa en el seno de ese territorio autónomo tienda a sentir-se extranjera. Los Estados-nación etnoculturalmente definidos poseen una sola fuente de tolerancia, la que surge desde la mayoría, y ésta se pierde cuando se pone en cuestión la lealtad de la minoría o cuando su mera existencia sea vista como peligrosa por la mayoría. La tolerancia, por tanto, no se plantea necesaria-mente con respecto a los grupos minoritarios, sino hacia los individuos de esos grupos. En cuanto grupos, las minorías pueden llegar a gozar del derecho de crear formas asociativas de índole cultural, pero no necesariamente de formas jurídicas de poder. La lengua es aquí un punto crucial. En los modernos Estados nacionales existe siempre una presión objetiva para que las distintas minorías lingüísticas usen el idioma de la nación dominante y se asimilen. Por su parte, las minorías lingüísticas políticamente militantes suelen reaccionar buscando una dignificación de su lengua mediante su uso público en las escuelas, los documentos administrativos, etc. El reconocimiento de una lengua minoritaria como segunda lengua oficial representa en este contexto un éxito político en toda regla.

    Walzer también ha analizado las limitaciones de los denominados Estados

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    liberales cívicos o neutrales, tal y como se autorrepresentan los que él denomina «Estados de inmigrantes» (Walzer, 1995b, pp. 19-24). Estados Unidos constitu-ye un caso paradigmático de esta tipología: en su seno existen diferentes grupos etnoculturales, pero ninguno dominante y con una base territorial definida. Sal-vo en el caso de los esclavos negros o de los habitantes de los territorios con-quistados, los primeros colonos y los inmigrantes llegaron de sus países de origen individualmente o por familias y se dispersaron por el territorio. Si se agruparon, lo hicieron en números relativamente pequeños en ciudades, regio-nes o departamentos mezclándose con otros grupos. Por lo tanto, «ninguna cla-se de autonomía territorial es posible» para esos grupos, afirma Walzer.' En este modelo de Estado culturalmente plural y políticamente liberal se espera de los grupos étnicos y religiosos que se sostengan por sí solos, sin ayuda pública. Esta separación entre el ámbito de lo público y de lo cultural respalda la imagen del Estado como una institución tolerante, autónoma y culturalmente neutra. El Estado mantiene, por consiguiente, la garantía de los derechos jurídicos y consi-dera a los ciudadanos como individuos, no como miembros de grupos. Desde este punto de vista, la diferencia se entiende como una opción libre de cada grupo cultural y se impide que ninguno de ellos pueda ejercer el control del espacio público ni monopolizar sus recursos. En el terreno educativo, la ense-ñanza de la historia del país se intenta realizar desde una perspectiva «cívica» y, si se ofrece la historia de las distintas comunidades culturales, se procura hacer-lo con criterios equitativos.

    Con todo, aunque el Estado se declare neutral, semejante neutralidad es siempre una cuestión de grado, porque de hecho algunos grupos resultan más favorecidos que otros —como lo fueron, por ejemplo, en Estados Unidos du-rante los años cincuenta los grupos confesionales, dada la política estatal del momento de estimular públicamente el ingreso en las distintas iglesias. En este tipo de Estados se está dando cada vez más la apelación a una doble identidad, diferenciando lo cultural de lo político. Así, a manera de ilustración, muchos estadounidenses descendientes de inmigrantes italianos se declaran «italoameri-canos». Sin embargo, su «italianidad» es puramente cultural, carece de efectos políticos, mientras que la «americanidad» representa una identidad política sin pretensiones culturales. Un caso muy distinto es el de los Estados contemporá-neos plurinacionales que, con diverso grado de estabilidad, mantienen la coexis-tencia forjada por la historia. Walzer califica a estos Estados de «consociati-vos». En su seno, los distintos grupos nacionales no son tolerados por un poder político trascendente y único: han de tolerarse unos a otros y acordar entre sí los términos de su coexistencia, ya que las sociedades consociativas se basan nece-sariamente en el respeto mutuo o, al menos, en el respeto entre sus élites diri-gentes. Walzer teme, no obstante, que estos Estados puedan colapsarse dando origen a Estados-nación ordinarios si la desconfianza y el temor surgen entre los grupos constitutivos.

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    Los distintos regímenes de tolerancia cultural están íntimamente emparen-tados con la concepción del liberalismo a que se asocien. Siguiendo a Charles Taylor (1994a), Walzer reproduce su conocida distinción entre dos tipos de liberalismo. Por un lado, un liberalismo comprometido con la defensa de los derechos individuales y con la neutralidad religiosa y cultural del Estado {libe-ralismo 1). Éste será indiferente a las metas colectivas de sus ciudadanos que no tengan que ver con las libertades individuales, la seguridad física y el bienes-tar de los mismos. Por otro lado, cabe concebir un liberalismo que admita el compromiso del Estado con «la supervivencia y el florecimiento de una nación, cultura o religión particulares, o de un (limitado) conjunto de naciones, culturas y religiones, en la medida en que los derechos básicos de los ciudadanos que tienen diferentes compromisos, o que no los tienen en absoluto, estén protegi-dos. Este tipo de liberalismo 2 es opcional, y una de sus opciones es el liberalis-mo 1» (Walzer, 1994a, pp. 139-140). Para Walzer, el liberalismo 2 es preferible cuando los «gobiernos se interesan por la supervivencia cultural de la mayona de la nación y no pretenden ser neutrales con respecto a la lengua, la historia, la literatura, el calendario y hasta las costumbres menores de la mayona» {ibíd., p. 140). Esto es lo que hacen, por ejemplo, los gobiernos francés, noruego u ho-landés: persiguen reproducir franceses, noruegos y holandeses, respectivamente. Aunque exista desde largo tiempo una mayoría nacional establecida y se genere una tensión entre la política oficial para reproducirla y los esfuerzos de las miñonas por mantenerse, esto no sena una razón para rechazar el modelo del liberalismo 2, ya que las miñonas existentes no necesitan el mismo grado de protección para sus culturas {ibíd., pp. 141-142).

    En Thick and Thin Walzer insiste en esta misma idea: las obligaciones del Estado frente a los requerimientos de sus minorías dependen más de criterios políticos (la fortaleza o debilidad de la sociedad civil en cada caso) que de principios morales. Sólo en el caso excepcional de que los grupos minoritarios sean severamente discriminados poseen sus pretensiones una fuerza moral, ya que «las mayorías no tienen la obligación de garantizar la supervivencia de las culturas minoritarias» {ibíd., pp. 73-74). El liberalismo I es, en cambio, preferi-ble para Walzer en el caso de las sociedades de inmigrantes. El Estado se presenta en éstas como una institución neutral. Por supuesto, también aquí de-berán tolerarse prácticas religiosas o culturales, todas del dominio de la esfera privada, y al igual que en el caso del Estado-nación etnocultural, primará la protección de los individuos frente a la coerción que puedan ejercer sobre éstos los valores de sus culturas o religiones.

    Los principales proyectos políticos modernos de tolerancia son, pues, para Walzer, el del Estado-nación etnoculturalmente definido y el de los Estados consociativos. En ambos modelos «individuos y grupos se liberan de la perse-cución y de la invisibilidad» (Walzer, 1995b, pp. 33-34). Cuando los miembros de estos grupos deseen abandonar la práctica de sus tradiciones religiosas o

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    culturales por resultarles inaceptables o poco atractivas, el derecho a la protec-ción de la opción individual prevalecerá sin duda sobre los valores colectivos del grupo. Sin embargo, para que un individuo se libere no es menester que se despoje (ni despojarlo) de sus lazos familiares y religiosos, de su comunidad ética en definitiva, ni hay que desnudarlo de toda identidad para que pueda participar en una sociedad democrática. Una alternativa distinta, afirma Walzer, sería la de «proveer al grupo como un todo con una voz, un lugar y una poética propias» {ibíd, p. 34). Frente a las concepciones de izquierda que pensaron la deseabilidad de un modelo de inclusión a través de la lucha de clases, lo que se necesita, dice Walzer, es una lucha por los límites, es decir, por la autodetermi-nación. La tolerancia actúa aquí mediante la separación que nos permite el auto-rreconocimiento como miembros de un grupo, pero que también genera la coo-peración con los otros a partir de ese reconocimiento.

    Las sociedades de inmigrantes, afirma Walzer, ofrecen un modelo contra-rio, posmodemo, de identidad: una sociedad sin demarcaciones, que no asegura o no posee identidades singulares y que, por tanto, dispersa la diferencia. Los individuos se mezclan, pero esta mezcolanza no asegura una identidad común. La influencia del grupo sobre los individuos es leve, pero no inexistente. Esto tiende a producir individuos ambiguamente identificados, recíprocamente influi-dos y un «multiculturalismo instalado no sólo en la sociedad como un todo, sino en todas y cada una de las familias y, aún más, en todos y cada uno de los individuos. Aquí la tolerancia comienza en casa, donde frecuentemente hemos de hacer la paz cultural, religiosa y ética con nuestras esposas, parientes poh'ti-cos e hijos y con nuestros yoes separados o divididos» {ibíd., p. 37). Es más sencillo, concluye Walzer, tolerar la alteridad si reconocemos lo otro en noso-tros, pero «dudo que este reconocimiento sea suficiente por sí mismo o en su forma puramente moral. No vivimos en un mundo de extraños todo el tiempo, ni hallamos la alteridad del otro solos cara a cara, sino colectivamente, en situa-ciones en donde la moralidad tiene que ser secundada por la política» {ibíd., p. 38). Desde esta perspectiva, las versiones moderna y posmodema de la toleran-cia se superponen sin que la segunda reemplace a la primera, ya que socialmen-te subsisten características de una y otra acepción: siguen existiendo límites identitarios, pero son borrosos a causa de los cruces; nos reconocemos como algo, pero ese algo es incierto; los grupos con una identidad fuerte, poblicamen-te manifiesta incluso, coexisten con la gradación de las lealtades individuales {ibíd., pp. 38-39). Por consiguiente, la tolerancia ha de responder a estas duali-dades de tal manera que sus distintas versiones puedan acomodarse:

    La autodeterminación tiene que ser a la vez política y personal. Las dos están relacionadas, pero no son lo mismo. La vieja comprensión de la diferencia que ligaba los individuos a sus grupos autónomos o soberanos será resistida por los disidentes y por aquellos individuos ambivalentes. Sin embargo, cualquier nueva

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  • Maximalismo moral y Estado

    interpretación apoyada exclusivamente en los disidentes será resistida por los hombres y mujeres que luchan por establecer, elaborar, revisar y aprobar una tradición cultural o religiosa común. Por lo tanto, la diferencia tiene que ser doble-mente tolerada con alguna combinación de resignación, indiferencia, curiosidad y entusiasmo [ibíd., pp. 39-40].

    Para Walzer, aun los entusiastas de las diferencias, entre los que se cuenta, tendrán que luchar contra las diferencias culturales o personales que causan dificultades, pues ser tolerante no significa aceptar el odio, la crueldad o situa-ciones de práctica opresiva dentro de los grupos. Si la aproximación de las culturas, concluye, es un proyecto posmodemo, cuanto más cercanamente vi-van, más problemáticos serán los límites de la tolerancia (ibíd., p. 40).

    Hasta aquí la réplica de Walzer. Las respuestas, sin embargo, no son clara-mente satisfactcMÍas. Por un lado Walzer defiende la autodeterminación de los grupos, de manera que se garantice a las distintas miñonas la autonomía territo-rial o funcional que precisen para construir sus identidades desde el ámbito de su propia cultura. Por otro lado denuncia al individuo mermado que resultaría de una visión liberal sin anclajes Culturales. Sin embargo, también afirma que los Estados-nación no tienen el deber moral (si acaso el político) de proteger a las culturas de las minorías nacionales con el fin de garantizar su supervivencia, ni de posibilitar a las minorías dispersas las prácticas y los derechos jurisdiccio-nales sobre sus miembros que pueden ayudarlas a insertarse en la nueva socie-dad sin renunciar a sus identidades culturales. Si el principio de autodetermina-ción, basado en el principio de la igualdad compleja, es tan razonable como parece serlo, entonces los Estados nacionales que contengan sociedades hetero-géneas no serán un proyecto éticamente viable.

    Vista desde Ja perspectiva de las teorías de la democracia, la filosofía que alimenta este modelo de Estado-nación etnocultural sería la versión rousseauniana del gobierno de la mayoría, justamente criticada por su riesgo de desembocar en una tiram'a, en este caso contra las minorías culturales. Esto, sin duda, implica la violación del principio walzeriano de la igualdad compleja. En efecto, permitiría que en una sociedad democrática hubiese una religión oficial, la de la mayoría, protegida y financiada por el Estado, aunque se respetase la libertad de culto. Esto supondría una clara discriminación política contra las minorías religiosas. Además, contrariamente a lo que sostiene Walzer, el Estado-nación sí fija parámetros de pertenencia aconJes con la particular visión del bien común de la cultura mayori-taria, de manera que al nacer o al inmigrar se pertenece o no a ese gmpo, con las ventajas y desventajas comparativas que de ahí se derivan. Una distribución inicial de este tipo es asimétrica y éticamente ilegítima, porque discrimina a las minorías sobre la base del monopolio de la identidad por parte de la cultura mayoritaria. Esta circunstancia se aprecia claramente en el caso de la denegación de la ciuda-danía a los descendientes de inmigrantes largamente asentados en el país, como

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    ocurre en Alemania con los hijos de trabajadores turcos. La cultura mayoritaria cuenta así con el apoyo del Estado y se presenta como un bien público necesitado de una protección oficial. Esto sucede porque, a pesar de la afirmación — f̂alsa en los hechos— de que en la comunidad política todos tienen los mismos derechos, el monopolio de la identidad colectiva por las mayonas y su apoyo en el aparato del Estado las sitúa en una posición de ventaja. En unos casos esta desigualdad se manifiesta como una presión a la asimilación, como cuando se reconocen dere-chos individuales a los miembros de las minorías, pero no a éstas como tales. En otros, negándoles a estos mismos individuos la ciudadanía y las ventajas que ella confiere. La discriminación contra las minorías también tiene su expresión en las políticas migratorias, por ejemplo cuando se impide o limita el ingreso en el país de individuos de una determinada cultura y se privilegia a otros afines a la cultura dominante.

    La teoría de la igualdad compleja, aplicada a este contexto, posibilitaría el reconocimiento de las minorías como grupos, asignándoles derechos poh'ticos y culturales que las reafirmasen en el espacio público y les permitiese decidir sobre su supervivencia como colectivo diferenciado o su inserción plena en la sociedad, según sea el caso. Estas metas, sin embargo, no se pueden lograr en el marco de tolerancia del Estado-nación descrito por Walzer en Thick and Thin y en su comentario a Taylor. En este marco, como ya se vio, los estados toleran individuos distintos, pero no grupos distintos con pretensiones de derechos a la defensa de su cultura. Sobre este punto parece finalmente que no existen esta-dos democráticos que se ajusten a la descripción del Estado-nación de Walzer. Por ejemplo, ni en Francia ni en Holanda existen iglesias oficiales, porque la neutralidad del Estado frente a los distintos cultos es allí un axioma. Está claro que hay expresiones culturales básicas de la mayoría que no pueden privilegiar-se políticamente, e incluso que son desestimadas por la mayoría misma.

    Las dificultades de orden teórico hasta aquí expresadas y las incompatibili-dades lógicas a las que conduce su resolución, tanto como la ilegitimidad ética que conlleva un modelo que permite la dominación, harían rechazable esta ver-sión del Estado-nación etnoculturalmente definido, puesto que implicaría una •forma de tolerancia inaceptable. Si mi hipótesis es cierta, la igualdad compleja sería incompatible con la defensa de la tolerancia en el Estado-nación etnocultu-ral, al menos si éste funciona con las características que le adscribe Walzer. Pero hay otro problema. Si lo anterior es correcto, constituye un error situar en la misma categoría de tolerancia, como hace Walzer, a los Estados-nación etno-culturales y a los consociativos, porque estos últimos operan sobre la base del pleno reconocimiento del otro como grupo, el respeto mutuo, la convivencia pacífica y la cooperación. Los posibles mega-Estados, como la Unión Europea, funcionarían como consociaciones y no como Estados-nación. Por todas estas razones, la crítica de Bader a la concepción walzeriana del Estado-nación y su concepción correspondiente de tolerancia tiene cierta validez.

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    3. Will Kymlicka y las diferencias de reconocimiento entre las minorías

    Una posible salida a esta incompatibilidad consistina en reemplazar el concepto de Estado-nación por el de Estado multinacional, en el caso de que existan en su seno minorías nacionales, y de Estado multicultural, si posee minorías inmi-grantes y/o nacionales (Kymlicka, 1995a, 1995b y 1996). Esta solución que Kymlicka propone tiene la ventaja de reconocer el papel de la cultura en la conformación de todo Estado, superando de paso el mito de que el Estado liberal cívico es culturalmente neutro y permitiendo, a la vez, reconocer las pretensiones de las distintas clases de minorías.

    Kymlicka introduce el concepto de cultura societaria con esta finalidad. Se trata de «una cultura territorialmente concentrada basada en un lenguaje compartido que se usa en un amplio rango de instituciones societarias, tanto en la vida pública como en la privada, en escuelas, medios de comunicación, el derecho, la economía, la administración, etc. La participación en las culturas societarias proporciona el acceso a formas de vida significativas en el rango completo de las actividades humanas, que incluyen la vida social, educativa, religiosa, recreacional y económica, abarcando las esferas pública y privada» (Kymlicka, 1995b, p. 4). Un hecho característico de la formación de los Estados ha sido precisamente que su construcción histórica tuvo lugar por la vía de la unificación nacional de un territorio sobre la base de una cultura dominante que impuso su lengua y favoreció a un grupo etnocultural concreto frente a otros, ya fuera de grado o por la fuerza. Pero más allá del componente violento y agra-viante que este proceso tuvo y de las razones de otro orden que pudieran adu-cirse para justificarlo (Kymlicka, 1996, pp. 13 y ss.), el resultado es que el entramado social e institucional necesario para el funcionamiento de esa socie-dad como Estado se ha realizado convirtiendo a la cultura dominante en cultura societaria. De ahí extrae Kymlicka otra consecuencia importante: la de que la neutralidad estatal frente a la cultura es un mito, porque incluso los Estados que se proclaman como tales (Estados Unidos, por ejemplo) privilegian una deter-minada cultura societaria frente a otras (en este caso, en inglés). Walzer com-prende mal, pues, las características del liberalismo 1 al presentarlo como un profundo divorcio entre el Estado y la etnicidad debido a su supuesta neutrali-dad frente a la lengua, la historia, etc. de los grupos que lo componen (Walzer 1995b, pp. 3-4).

    En realidad, la concepción walzeriana del liberalismo 1 es la autocom-prensión del liberalismo que defiende el Estado neutral. Si Kymlicka acierta en su argumento, la crítica de Bader a Walzer es inadecuada, porque del hecho histórico de que los Estados se hayan formado elevando una cultura concreta a la categoría de cultura societaria no se sigue necesariamente la inexistencia de otras culturas de este tipo en su seno merecedoras también de la protección estatal. Reconocer su estatus societario sería completamente justo. Se trata, en

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    definitiva, del derecho a un reconocimiento igualitario que se deriva del hecho de una discriminación fáctica. En otras palabras, un Estado puede defender una o, si las hay, varias culturas societarias.

    Con los elementos disponibles podríamos ahora intentar una clasificación de las miñonas siguiendo a Kymlicka, quien, a su vez, desarrolla y clarifica las ideas de Walzer. En primer lugar podemos considerar a las miñonas nacionales, las cuales están geográficamente asentadas en el momento de la conformación del Estado al que se incorporaron (Kymlicka, 1996, p. 16). Esta incorporación ftie, en algunos casos, voluntaria, pero la mayona de las veces se llevó a cabo mediante actos de conquista, colonización o intercambio de territorios entre imperios. Tie-nen, por tanto, un origen distinto al de los grupos mayoritarios y pueden haber desarrollado formas de gobiemo previas, con tradiciones, historia y lenguaje pro-pios, que se remontan a épocas anteriores a la formación de dicho Estado. Es el caso, por ejemplo, de los catalanes en España, de los quebequeses en Canadá y de las distintas etnias que tienen asiento en el territorio colombiano.

    En ocasiones, las minorías nacionales son objeto de discriminación econó-mica, social y política, resultado de su falta de reconocimiento o del falso reco-nocimiento cultural, como ocurre con los kurdos en Turquía, Irán e Irak o con las naciones indígenas en Colombia, en México y en Perú (donde podrían cons-tituir la mayoría de la población). Puede suceder también que estén asentadas en distintos Estados, como ocurre con el caso anteriormente citado de los kur-dos. Los Estados que tienen esta clase de minorías son denominados por Kymlicka Estados multinacionales (Kymlicka, 1995; 1996).

    Las minorías dispersas, por el contrario, están conformadas por inmigran-tes o sus descendientes, pueden ser significativas en número, poseer tradiciones culturales distintas a las de la mayoría y carecer de un asentamiento territorial específico, aun cuando hayan tenido tiempo suficiente para haberse reproducido generacionalmente en el nuevo país y haber replicado, de alguna manera, aspec-tos importantes de su cultura. Un ejemplo entre tantos es el de los turcos en Alemania. Kymlicka se refiere a estas minorías como grupos étnicos o de inmi-grantes (Kymlicka, 1996, pp. 14 y ss.). A los Estados que poseen uno u otro tipo (o ambos) de minorías, Walzer los denomina multiculturales. Ahora bien, ¿a qué clase de derechos podrían aspirar estas minorías?

    Según Kymlicka, cuando se habla de derechos relacionados con el multi-culturalismo es preferible hablar de derechos diferenciados de grupo (group-dif-ferentiated rights), no de derechos colectivos supuestamente opuestos a los de-rechos individuales (Kymlicka, 1995a, pp. 45-48). La razón de esta precaución es que tales derechos diferenciados no siempre tienen como titulares a los pro-pios grupos. «Muchos de estos derechos no suponen la primacía de las comuni-dades sobre los individuos. Más bien están basados en la idea de que la justicia entre grupos requiere que a los miembros de grupos diferentes les sean acorda-dos derechos diferentes» {ibíd., p. 47). Lo que sí es un hecho, dice, es que la

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    justicia entre miembros de distintos grupos en un Estado multicultural y demo-crático requiere alguna forma de ciudadanía diferenciada según el grupo, es decir, una ciudadanía multicultural que conceda a cada ciudadano los derechos que le corresponden de acuerdo con las particularidades del grupo etnocultural en el que está inserto dentro del Estado. La libertad y la igualdad en cuanto bienes sociales sólo son posibles en una sociedad democrática que permita el reconocimiento de las diferencias de los grupos y las identidades culturales de los individuos en su seno. Reproduciendo la fórmula de Kymlicka, se trata de garantizar la libertad y la igualdad entre los grupos tanto como la libertad y la igualdad dentro del grupo {ibíd., p. 51).

    En esta línea, Kymlicka distingue entre dos clases de protecciones para los grupos. La primera los protege contra el disenso interno impidiendo, por ejem-plo, que sus miembros se resistan a seguir las prácticas tradicionales importan-tes. La segunda protege a los grupos contra las decisiones extemas de otros grupos (Kymlicka, 1995, pp. 35 y ss.). Las restricciones internas, tal y como Kymlicka califica al primer tipo de protecciones, no pueden violar los derechos fundamentales de la persona y son inaceptables en una sociedad democrática. Aunque teóricamente esto sea claro, sus connotaciones políticas presentan se-rios problemas que sólo en la práctica pueden ser resueltos. Por ejemplo, la Constitución colombiana de 1991 reconoce algunos derechos de autogobierno a las comunidades indígenas territorialmente asentadas, derechos que incluyen la administración de justicia a sus miembros dentro del marco general de la Cons-titución y las leyes. En ese contexto, los indígenas paeces del sur del país deci-dieron, tras un juicio a su usanza, castigar con sesenta latigazos, colgar durante un tiempo breve y expulsar de la comunidad, con la pérdida de derechos que esto implica, a unos indígenas acusados de haber participado junto con la gue-rrilla en el asesinato de un dirigente de esa comunidad. Los implicados, la De-fensona del Pueblo y organizaciones defensoras de los derechos humanos inter-pusieron un recurso de tutela (amparo) ante los organismos del poder judicial alegando la violación que se había cometido contra ios derechos fundamentales de esos indígenas. Para ello apelaron a la Constitución y a las leyes del país que prohiben las penas judiciales que signifiquen torturas o castigos inhumanos. Este caso será decidido finalmente por la Corte Constitucional, ya que la comu-nidad paez, acogiéndose a su interpretación de la Constitución, insiste en juzgar a sus miembros de acuerdo con sus propios procedimientos.

    En las situaciones aquí presentadas confluyen tres clases de derechos dife-renciados: derechos de autogobierno, derechos poliétnicos y derechos especiales de representación (Kymlicka, 1995a, pp. 26 y ss.). Los derechos de autogobier-no son formas de reconocimiento de autonomía territorial. Sin embargo, el fe-deralismo, su ejemplo más frecuente, tan sólo constituye para Kymlicka un derecho diferenciado de grupo si una minoría nacional se convierte en mayoría en uno de los territorios de la federación. En este caso nos encontraríamos con

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    un verdadero derecho colectivo culturalmente delimitado cuya determinación implica una cierta forma de diferenciación con respecto al grupo mayoritario. Los derechos poliétnicos, por su parte, consisten en el reconocimiento de pasos efectivos para erradicar la discriminación y el prejuicio contra los grupos étni-cos. Estos derechos reivindican los valores de la herencia étnica y las costum-bres propias de sus culturas. Sin embargo, no son estrictamente culturales, pues buscarían en realidad garantizar el ejercicio de los derechos comunes de ciuda-danía por parte de los miembros de estos grupos. Dada la especial vulnerabili-dad de estos grupos, su participación en el proceso político no suele ser signifi-cativa, ni tampoco su acceso a las oportunidades en la distribución de los bienes frente a la mayoría. Para paliar esta situación se concede, en algunos casos, derechos de especial representación. Se trata de un tipo de medidas que el Esta-do asume para garantizar la igualdad de oportunidades entre los ciudadanos. Como puede apreciarse, los tres tipos de derechos diferenciados aludidos son en realidad derechos políticos en los que la cultura sólo juega un papel como crite-rio de demarcación.

    La clasificación propuesta permite ver las diferencias esenciales entre las dos clases de minorías reseñadas, pero de paso permite apreciar también las limitaciones que implica. En el primer caso, resolver democráticamente la cues-tión nacional en un Estado implica reconocer el hecho diferencial mediante una fuerte dosis de autodeterminación territorial que incluya medidas públicas para la supervivencia de su cultura. En otras palabras, significa permitir que la cultu-ra de la minoría nacional se convierta en societaria en su territorio. Ello requiere medidas que fomenten el uso público de la lengua en la Administración pública y en el empleo, su inserción en el ciclo educativo completo, medidas en defini-tiva que permitan replicar las condiciones requeridas para la reproducción cultu-ral en una sociedad moderna {ibíd., p. 8 y 1995b, pp. 9-10).

    Kymlicka, coincidiendo con Walzer, cree que los grupos inmigrados se encuentran más dispuestos a la integración que las minorías nacionales porque son grupos cuyos individuos decidieron abandonar voluntariamente su propia cultura y carecen de una concentración territorial y de las instituciones requeri-das para generar una «sociedad lingüísticamente paralela a la sociedad princi-pal» {ibid., p. 16). Además, como acaba de verse y dadas las necesidades de las sociedades industrializadas, tal cultura es prácticamente imposible de realizar en el Estado moderno, por lo que han de acomodarse, en lo posible, a su nueva situación en el país anfitrión adoptando su idioma, etc. Lo que sí cree pertinente es que la nueva generación de inmigrantes aprenda su lengua materna como una manera de facilitar su integración a la sociedad receptora (Kymlicka, 1995b, pp. 9 y 12).

    Personalmente pienso, yendo más allá, que ciertos usos públicos de la lengua de grupos suficientemente representativos y con el interés manifiesto por hacerlo permiten su mejor integración en la sociedad política, manteniendo ras-

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    gos culturales cuasi-societarios que no tienen por qué llevar a la separación, sino a la preservación de identidades culturales distintas que pueden enriquecer a la sociedad en que se inscriben.̂ En cualquier caso, Kymlicka es consciente de que algunos grupos de inmigrantes podrían llegar a buscar derechos de auto-gobierno. Concretamente piensa que éste podría ser el caso de los turcos resi-dentes en Alemania y sus descendientes si ese gobierno persiste en negarles la ciudadanía (Kymlicka, 1995b, nota 8, p. 7). La autodeterminación de los grupos de inmigrantes tomaría entonces la forma de un reconocimiento de derechos políticos que les posibilite reproducir razonablemente elementos culturales im-portantes para la formación de su identidad, tales como la religión, las tradicio-nes, el folclor y los rituales de cohesión, pero también el uso público de su lengua, en el caso de que sea exigido y posible y, eventualmente, algún tipo de derecho de autogobierno. En este punto es pertinente retomar la clasificación anterior para mirar si cubre todas las posibilidades o, en caso contrario, si es necesario detallaría más.

    Debido a circunstancias históricas, como ha ocurrido con la disolución de la Unión Soviética o de Yugoslavia, después de una secesión una mayoría na-cional puede convertirse en minoría en el nuevo Estado. Llamémoslas minorías étnicas recientemente dispersas. Esta situación, como se sabe, ha producido enormes conflictos. La solución de Walzer, ya se vio, es la autodeterminación. Pero, ¿de qué tipo? No se trata de una minoría de inmigrantes, porque ya estaba allí cuando se formó el nuevo Estado. Por otra parte, es una minoría étnica, a veces significativamente numerosa, que puede no estar territorialmente concen-trada en el nuevo país. Siguiendo la clasificación de Kymlicka, ¿puede recono-cérsele derechos culturales o sólo poliétnicos, es decir, derechos tendentes a una integración política igualitaria? Mi hipótesis —que es compatible con la teoría de Kymlicka— es que una minoría de este tipo podría reivindicar el derecho a convertir su cultura en co-societaria. Un Estado-nación podría ser desastroso, a pesar del deseo de la mayoría. Se trataría de un Estado bi- (o poli) étnico en el que la autodeterminación funcional serviría para reproducir cosocietariamente la(s) cultura(s) minoritaria(s) junto con la de la mayoría.

    Existen, adicionalmente, minorías compuestas por grupos étnicos presentes en el momento de la creación de un Estado desde hace ya muchas generacio-nes, pero que sin embargo fueron excluidos de ese proceso y carecen de un asentamiento territorial específico, tal y como ocurre con los afrocolombianos, quienes eran esclavos en el momento del nacimiento del país.̂ Los llamaré grupos étnicos fundacionalmente excluidos. Sus reivindicaciones dependen de su homogeneidad, de su representatividad, del nivel de integración y de su fuer-za política. En cualquiera de los casos, las miñonas han de poder decidir autó-nomamente sobre los asuntos que les atañen como comunidad cultural dentro del marco de un Estado más amplio.

    Todo ello debe estar sometido, sin embargo, a las siguientes condiciones.

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    En primer lugar, están las limitaciones que se desprenden de la preeminencia del núcleo de los derechos y libertades individuales básicos comunes sobre los derechos de grupo, ya insinuadas por Walzer y formuladas por Kymlicka. Estas limitaciones se resumen en poder rechazar libremente las restricciones internas de sus grupos, aun cuando ello implique en algunos casos tener que asumir las consecuencias jurídicas que se siguen de haber ejercido el derecho a separarse formalmente de la comunidad. En segundo lugar, la autodeterminación de cada grupo ha de ser compatible con la autodeterminación de los demás grupos en el marco jurídico del Estado. Esta condición refiere el acuerdo al campo de la política y está, por tanto, emparentada con la idea del consenso superpuesto de la que habla Rawls.

    4. Igualdad compleja, política de reconocimiento y condiciones materiales de existencia

    Como ha señalado Bader, los procesos de construcción de los Estados-nación han estado cruzados por situaciones claramente inequitativas que han conducido a conflictos de clase. Las conquistas de los trabajadores no han sido casi nunca conseguidas incruentamente, y aun en las sociedades más ricas de hoy existen grandes núcleos de pobreza extrema. Como consecuencia del neoliberalismo imperante, en su seno se ha deteriorado el nivel de vida de importantes sectores de la población. El desmonte paulatino del Estado de bienestar y el ajuste eco-nómico interno que implica el recorte real de los ingresos de los trabajadores, con el argumento de ajustar la economía a la competitividad internacional que genera la globalización del mercado, muestra a las claras que el Estado no es, como piensa Walzer, una estructura de beneficio común, sino que los intereses egoístas de los más ricos se imponen casi siempre sobre las necesidades de la mayoría. Esto se agudiza cuando la globalización impone marcos más amplios, como la Unión Europea o el Tratado de Libre Comercio, para sobrevivir a la competencia. A esto se suma el hecho de que los sectores más desprotegidos corresponden muchas veces a las minorías nacionales o a los emigrantes, por lo que la discriminación cultural se acompaña de una discriminación económica, social y política. En síntesis, cada vez hay menos solidaridad institucional y so-cial entre los distintos grupos sociales, y lo que se nota más bien es el acuerdo entre los grupos nacionales económicamente más fuertes para hacer recaer el peso del ajuste sobre los más débiles.

    La igualdad compleja supone una distribución mínima necesaria. Esta distri-bución, en una sociedíud democrática, habría de garantizar los derechos igualitarios de ciudadam'a y los derechos a la diferencia Los derechos igualitarios ciudadanos requieren un acuerdo político sobre unos parámetros mínimos de distribución, no sólo sobre los derechos civiles y políticos. Se trata del derecho al trabajo y a la seguridad social, a la educación y a formas democráticas de gobierno que permi-

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    tan la participación de los individuos y de los grupos en la toma de decisiones. Pero los derechos de diferencia también son asunto de acuerdo poKtico, ya que los individuos habrán de interactuar en el doble nivel de lo que es común a todos y en el de lo que sólo a ellos compete dentro del marco general. De aquí se sigue que el consenso necesario para construir un Estado multinacional o multicultural es ftindamentalmente político. Ésta es la idea básica de Rawls, aunque en su concep-ción los alcances del acuerdo están limitados a la garantía de los derechos civiles y políticos básicos, presupuesto el mínimo socioeconómico necesario para que funcione.'' El objetivo básico de la construcción nacional es alcanzar ese consenso, pero para obtenerlo no puede concebirse la comunidad como análoga a una fami-lia o a un vecindario o un club. Por el contrario, deben salir a flote las grandes contradicciones y antagonismos entre los diferentes grupos internos para negociar un acuerdo nacional, un verdadero propósito común que permita el trabajo coope-rado dentro del Estado. Ese acuerdo tiene como presupuestos el desarrollo de la economía para que haya bienes que distribuir y formas democráticas de manejo del Estado que respeten las distintas identidades culturales. Tal acuerdo proveerá las razones para «amar al país» de las que habla Walzer. Un cierto mínimo, adecuado a los tiempos, de satisfacción de las condiciones materiales de existencia de todos sus habitantes permitirá limar asperezas y mejorará las posibilidades del reconocimiento entre los distintos gmpos étnicos, regionales y culturales, porque muchas veces las desigualdades socioeconómicas han estado ligadas histórica-mente a pertenencias culturales, étnicas o regionales concretas. En los países del Tercer Mundo, semejante acuerdo no puede ser sólo sobre las separaciones cul-turales, sobre la autodeterminación, en el sentido walzeriano. Debe girar tam-bién sobre la inclusión de los ciudadanos en el campo de los derechos civiles, po-líticos y socioeconómicos, tal como han mantenido tradicionalmente los pensado-res marxistas.

    NOTAS

    1. En el contexto americano, una excepción obvia la constituyen Quebec y los pueblos nativos conquistados.

    2. Kymlicica argumenta, por ejemplo, que de los hispanos, sólo los inmigrantes ilegales mexicanos, siempre bajo la expectativa de regresar a su país, se niegan a aprender inglés, mien-tras los demás hispanos lo hacen. No creo que ello sea así en todos los casos: en el Estado de la Florida (pero también en otros Estados como California) residen miles de hispanos de distintos ongenes y condición de inmigrantes que reivindican el derecho a usar el español en situaciones públicas y a que sus hijos lo aprendan en las escuelas públicas. La fuerza en el uso de esta lengua ha llegado a preocupar seriamente a los grupos anglopariantes hasta el punto de que en varios Estados de la Unión se han aprobado leyes sobre el uso exclusivo del inglés como lengua pública y existe un grupo de presión denominado «English oniy» trabajando en ese sentido. El uso público de la lengua no iría contra la inclusión política de los inmigrantes, sino que, por el contrario, la facilitana desde un plano distinto, acrecentando los valores de la tolerancia y refor-

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    zando la adhesión a los valores políticos que lo permiten. Si como el propio Kymlicka afirma (1996, pp. 8 y 9), la decisión sobre qué lenguas tendrán un uso piíblico es en realidad la decisión sobre qué culturas sobrevivirán societariamente, entonces la negación del uso público de las lenguas de los inmigrantes constituidos y parcialmente concentrados implica la condena a muerte de su cultura, que en este caso es la del 10 % de la población total.

    3. Los afrocolombianos no proceden de una misma cultura y están dispersos por el territo-rio. No obstante, hay concentraciones importantes en el departamento (provincia) del Chocó y, en general, en la costa pacífica; en ciudades de la costa atlántica como Cartagena y en San Andrés y Providencia. Pero adicionalmente, mientras que estos últimos tienen un asiento territorial exclusi-vo —en el que por efectos de la emigración interna se han convertido en minon'a— y son anglófonos, los afrocolombianos continentales son castellanoparlantes. Kymlicka habla de los afronorteamericanos (toe. cit.), y muestra los intentos hechos por clasificarios ya sea como mino-rías nacionales, ya sea como grupos de inmigrantes. En realidad, dice, no son ni lo uno ni lo otro. Sus reivindicaciones específicas se encaman en derechos civiles, económicos y sociales que tienden a integrarlos en la sociedad norteamericana como una minon'a con condiciones muy específicas, dada la segregación racial, y no a separarlos culturalmente o a buscar derechos del tipo de los inmigrantes voluntarios.

    4. Recuérdese que Kymlicka señala que bastaría agregar como bien primario el derecho a la identidad, dentro del listado de Rawls, para ampliar el consenso.

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    Alfonso Monsalve Solórzano es autor del libro «La teoría de la argumentación» (Mede-llín, Editorial de la Universidad de Antioquía, 1992) y coeditor, junto con Francisco Cortés, de «Liberalismo y comnnitarismo» (Valencia, Alfons el Magnániín, 1996).

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