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Memorias de un loco y otros textos de juventud Gustave Flaubert Obra reproducida sin responsabilidad editorial

Memorias de un loco y otros textos de juventud¡sicos en Español...recovecos del corazón humano, ni de los hábitos medievales, ni de Dios, ni del diablo, sino que habla de un loco,

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Memorias de un locoy otros textos de

juventud

Gustave Flaubert

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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MEMORIAS DE UN LOCO

Mémoires d’un Fou,(1837 - otoño 1838),Revue Manche, 1900.

A ti, mi querido Alfred1,dedico y confío estas páginas

Contienen un alma entera.¿La mía?, ¿la de otro? En unprincipio quise hacer una novelaíntima, en la que el escepticismofuera llevado a los últimosextremos de la desesperación;pero, poco a poco, mientras ibaescribiendo, la impresiónpersonal se abrió paso a travésde la fábula, el alma zarandeó lapluma y la venció.

1 Alfred Le Poittevin.

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Prefiero pues dejarlo en elmisterio de las conjeturas; lo quetú no harás.

Únicamente creerás quizásen muchos lugares que laexpresión es forzada y el cuadrosombrío por capricho; no olvidesque es un loco quien ha escritoestas páginas, y, si la palabraparece a menudo sobrepasar elsentimiento que expresa, es que,por lo demás, ha cedido bajo elpeso del corazón.

Adiós, piensa en mí y pormí.

I

¿Por qué escribir estas páginas? ¿Para quésirven? —¿Qué sé yo? A mi juicio, es bastantenecio ir a preguntar a los hombres el motivo desus acciones y de sus escritos. —¿Sabéis acaso

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por que habéis abierto las miserables hojas quela mano de un loco va a trazar?

¡Un loco!, horror. ¿Qué eres tú lector? ¿Enqué categoría te sitúas?, ¿en la de los necios oen la de los locos? —Si te fuera dado elegir, tuvanidad preferiría aún la última condición. Sí,una vez más, pregunto en verdad ¿de qué sirveun libro que no es instructivo, ni divertido, niquímico, ni filosófico. ni agrícola, ni elegiaco,un libro que no procura ninguna receta ni paralas ovejas ni para las pulgas, que no habla ni deferrocarriles, ni de la Bolsa, ni de los íntimo»recovecos del corazón humano, ni de loshábitos medievales, ni de Dios, ni del diablo,sino que habla de un loco, es decir del mundo,este gran idiota, que gira desde hace tantossiglos en el espacio sin avanzar un paso, y queaúlla y babosea, y se desgarra a sí mismo?

Sé tan poco como tú lo que vas a decir,pues no se trata de una novela, ni de un dramacon un plan fijo, o una idea única premeditada,

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con jalones para hacer serpentear elpensamiento por avenidas trazadas a cordel.

Mi única intención es poner sobre el papeltodo lo que me pase por la cabeza, mis ideas,mis recuerdos, mis impresiones, mis sueños,mis caprichos, todo lo que acontece en elpensamiento y en el alma; risa y llantos, loblanco y lo negro, sollozos surgidos primerodel corazón y extendidos semejantes a unapasta en períodos sonoros, y lágrimas diluidasen metáforas románticas. Me duele, sinembargo, pensar que voy a romper la punta deun paquete de plumillas, que consumiré unabotella de tinta, que voy a aburrir al lector yque también yo me aburriré; tan habituadoestoy a la risa y al escepticismo que, desde elprincipio al fin, parecerá una broma continua, ya la gente que le gusta reír, al final podrá reírsedel autor y de sí misma.

Se vera cómo se debe creer en el plan deluniverso, en los deberes morales del hombre,en la virtud y en la filantropía —palabra que

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deseo hacer inscribir en mis botas, cuando lastenga, con el objeto de que todo el mundo la leay la aprenda de memoria, incluso las miradasmás bajas, los cuerpos más pequeños, másrastreros y más cercanos al arroyo.

¡Sería un error y ver en ello algo distinto alas expansiones de un pobre loco! ¡Un loco!

Y tú, lector, ¿acabas tal vez de casarte o depagar tus deudas?

II

Voy a escribir pues la historia de mi vida.—¡Qué vida! Pero, ¿he vivido? Soy joven, notengo arrugas en el rostro, ni pasión en elcorazón. —¡Oh!, ¡cuan apacible fue, cuan dulcey feliz, tranquila y pura parece! ¡Oh!, sí,apacible y silenciosa, como una tumba cuyocadáver sería el alma.

Apenas he vivido: no he conocido nada elmundo, es decir, no tengo amantes, niaduladores, ni criados, ni dotaciones; no he

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ingresado (como se dice) en la sociedad, puessiempre me ha parecido falsa y sonora, cubiertade oropeles, engorrosa y afectada.

Por lo tanto, mi vida no consiste en hechos;mi vida es mi pensamiento.

¿Cuál es pues este pensamiento que ahora,a la edad en que todo el mundo sonríe, es feliz,en la que uno se casa, ama, a la edad en quetantos otros se embriagan de todos los amores yde todas las glorias, cuando brillan tantas lucesy los vasos están llenos en el festín, me lleva ahallarme solo y desnudo, frío a todainspiración, a toda poesía, sintiéndome morir yriendo cruelmente de mi lenta agonía, —comoeste epicúreo que se hizo abrir las venas, sebañó en un baño perfumado y murió riendo,como un hombre que sale ebrio de una orgíaque le ha fatigado.

¡Oh!, ¡cuan largo fue este pensamiento! Medevoró por todas sus caras semejante a unahidra. Pensamiento de duelo y de amargura,

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pensamiento de bufón que llora, pensamientode filósofo que medita...

¡Oh!, ¡sí!, ¡cuántas horas han transcurridoen mi vida, largas y monótonas, pensando,dudando!

¡Cuántos días invernales, cabizbajo antemis tizones blanqueados por los pálidos reflejosdel sol poniente, cuántas veladas de estío, porlos campos, en el crepúsculo, mirando cómohuyen y se despliegan las nubes, cómo sedoblan las espigas bajo la brisa, oyendo cómose estremecen los bosques y escuchando a lanaturaleza que suspira durante las noches!

¡Oh!, ¡cuan soñadora fue mi infancia! ¡Quépobre loco era sin ideas fijas, sin opinionespositivas! Miraba fluir el agua por entre laespesura de los árboles que inclinan suscabelleras de hojas y dejan caer flores, desde micuna contemplaba la luna sobre su fondo deazur que iluminaba mi habitación y dibujabaformas extrañas en las murallas; tenía éxtasisante un sol radiante o una mañana primaveral,

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con su neblina blanca, sus árboles floridos, susmargaritas en flor.

También me gustaba —y ése es uno de mismás tiernos y deliciosos recuerdos— mirar elmar, las olas burbujeando unas sobre otras, eloleaje rompiéndose en espuma, extendiéndosesobre la playa y gritando al retirarse sobre losguijarros y las conchas.

Corría por las rocas, cogía la arena delocéano que dejaba esparcirse al viento entremis dedos, mojaba unas cuantos algas yaspiraba a pleno pulmón aquel aire salado yfresco del océano, que os impregna el alma detanta energía, de tan poéticos y ampliospensamientos; miraba la inmensidad, elespacio, el infinito, y mi alma se perdía anteeste horizonte sin límites

¡Oh!, pero no es allí donde se encuentra elhorizonte sin límites, el inmenso abismo. ¡Oh!,no, un abismo mucho mayor y más profundo seabrió ante mí. Este abismo no es tempestuoso;

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si hubiera en él una tempestad, estaría lleno —¡y está vacío!

Yo era alegre y risueño, amaba la vida y ami madre. ¡Pobre madre!

Aún recuerdo mis pequeños regocijos alver a los caballos corriendo por el camino, alver el valió de su aliento, y el sudor inundandosus atelajes; me gustaba el trote monótono ycadenciado que hace oscilar las ballestas; yluego, cuando se paraban, todo enmudecía enlos campos. Se veía salir el vaho de sus ollares,el carruaje sacudido quedaba fijado sobre susballestas, el viento silbaba contra los cristales; yera todo...

¡Oh!, cómo abría también los ojos ante lamultitud vestida de fiesta, alegre, tumultuosa,gritona, mar de hombres borrascosa, máscolérica aún que la tempestad y más necia quesu furia.

Me gustaban los carros, los caballos, losejércitos, los trajes de guerra, los redoblantes

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tambores, el ruido, la pólvora, y los cañonesrodando sobre el adoquinado de las ciudades.

De niño, amaba lo que se ve; adolescente, loque se siente; como hombre, ya no amo nada.

Y, sin embargo, ¡cuántas cosas tengo en elalma, cuántas fuerzas intimas y cuántosocéanos de cólera y amores entrecruzan,estallan en este corazón tan frágil, tan débil, tanhundido, tan hastiado, tan agotado!

¡Me dicen que vuelva a la vida, que memezcle con la multitud!... ¿Y cómo puede darfrutos la rama desgajada?, ¿cómo puedereverdecer la rama que ha sido arrancada por elviento y arrastrada por el polvo? Y ¿por quétanta amargura siendo tan joven? ¿Qué sé yo?Tal vez era mi destino vivir así, cansado antesde haber llevado la carga, jadeante antes dehaber corrido...

He leído, he trabajado en el ardor delentusiasmo, he escrito. ¡Oh!, ¡qué feliz eraentonces!, ¡cuan alto ascendía mi pensamientoen su delirio, a estas regiones que los hombres

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desconocen, donde no hay mundos, niplanetas, ni soles! Poseía un infinito másinmenso, si es posible, que el infinito de Dios,donde la poesía se mecía y desplegaba sus alasen una atmósfera de amor y de éxtasis; y luegoera preciso descender de estas regionessublimes a las palabras, —¿y cómo transcribiren palabras esta armonía que se eleva en elcorazón del poeta, y los pensamientos degigante que hacen doblegar las frases, comouna mano fuerte e hinchada hace reventar elguante que la cubre?

De nuevo ahí, la decepción; ¡pues tocamosa tierra, a esta tierra de hielo, donde todo fuegomuere, donde toda energía se debilita! ¿Através de qué peldaños descender de lo infinitoa lo positivo?, ¿por medio de qué gradación lapoesía se rebaja sin romperse?, ¿cómoempequeñecer este gigante que abraza elinfinito?

Entonces tenía momentos de tristeza ydesesperación, sentía mi fuerza que me

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destrozaba y esta debilidad que meavergonzaba, pues la palabra no es más que uneco lejano y debilitado del pensamiento;maldecía mis sueños más queridos y mis horassilenciosas pasadas en el límite de la creación;sentía algo vacío e insaciable que me devoraba.

Hastiado de la poesía, me lancé al campode la meditación.

Al principio me quedé prendado de esteestudio imponente que el hombre se proponepor objetivo, y que quiere explicárselo, yendohasta disecar las hipótesis y a discutir sobre lassuposiciones más abstractas y a ponderargeométricamente las palabras más vacías.

El hombre, grano de arena arrojado alinfinito por una mano desconocida, pobreinsecto de débiles patas que, al borde delabismo, quiere agarrarse a todas las ramas, quese apega a la virtud, al amor, al egoísmo, a laambición, y que hace virtudes de todo ello parasostenerse mejor, que se aferra a Dios, y que sedebilita todos los días, afloja las manos y cae. ..

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Hombre que quiere comprender lo que noexiste, y hacer una ciencia de la nada; hombre,alma hecha a imagen de Dios, y cuyo geniosublime se detiene ante una brizna de hierba yno puede resolver el problema de una mota depolvo.

Y el hastío me invadió; acabé dudando detodo. Joven, era viejo; mi corazón tenía arrugas,y al ver viejos aún vivos, llenos de entusiasmoy de creencias, me reía amargamente de mímismo, tan joven, tan desengañado de la vida,del amor, de la gloria, de Dios, de todo lo queexiste, de todo lo que puede existir.

Tuve, no obstante, un horror natural antesde abrazar esta fe en la nada; al borde delabismo, cerré los ojos; —caí.

Me alegré, ya no podía padecer otra caída.Estaba frío y apacible como la losa de unatumba. Creía encontrar la felicidad en la duda;¡cuan insensato era! A causa de ella, uno sedesliza en un vacío inconmensurable. Este

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vacío es inmenso y eriza los cabellos de horrorcuando alguien se aproxima al borde.

De la duda de Dio» desemboqué en la dudade la virtud, frágil idea que cada siglo haerigido como ha podido sobre el andamio delas leyes, más vacilante aún.

Más tarde os contaré todas las fases de estavida taciturna y meditabunda, pasada junto alfuego, de brazos cruzados, con un eternobostezo de fastidio, solo durante el día entero, ydirigiendo de vez en cuando mis miradas haciala nieve de los tejados vecinos, hacia la puestade sol con sus rayos de luz pálida, al pavimentode mi habitación o hacia una calavera amarilla,desdentada, y gesticulando sin cesar, encima demi chimenea —símbolo de la vida y, como ella,fría y escarnecedora.

Quizás más adelante leas todas lasangustias de este corazón tan abatido, tanlastimado de amargura. Sabrás las venturas deesta vida tan apacible y tan trivial, tan repletade sentimientos, tan vacía de hechos.

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Y, seguidamente, me dirás si no es todoirrisión y una broma, si todo lo que se canta enlas escuelas, lo que se expresa en los libros,todo lo que te ve, se oye, se dice, si todo lo queexiste. ..

No termino de tanto que me amargadecirlo. ¡Bueno!, sí, por último, ¡todo ello no espiedad, humo, nada!

III

Fui al colegio a partir de los diez años, ytempranamente adquirí una profunda aversiónhacia los hombres. Ésta sociedad de niños estan cruel para sus víctimas como la otrapequeña sociedad, la de los hombres.

Igual injusticia de la multitud, igual tiraníade los prejuicios y de la fuerza, igual egoísmo,pese a lo que se haya dicho acerca deldesinterés y la fidelidad de la juventud.¡Juventud!, edad de locura y de sueños, depoesía y de estupidez, sinónimos en la boca de

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personas que juzgan el mundo sanamente. Meofendieron por todos mis gustos; en la clase,por mis ideas; en los recreos, por misinclinaciones de salvajismo solitario. Desdeentonces, fui un loco.

Allí lo pasé pues solo y aburrido,atormentado por mis maestros y burlado pormis compañeros. Mi humor era burlón, eindependiente, y mi mordaz y cínica ironía norespetaba menos el capricho de uno solo que eldespotismo de todos.

Aún me veo, sentado en los bancos de laclase, absorbido en mis sueños sobre el futuro,pensando en lo más sublime que laimaginación de un niño puede soñar, mientrasel pedagogo se burlaba de mis versos latinos,mientras mis compañeros me mirabanmofándose. ¡Qué imbéciles!, ¡ellos, reírse demí!, ellos, tan débiles, tan vulgares, con uncerebro tan estrecho; de mí, cuyo espíritu seahogaba en los límites de la creación, que mehallaba perdido en todos los mundos de la

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poesía, que me sentía superior a todos ellos,que recibía goces infinitos y que tenía éxtasiscelestes ante todas las revelaciones íntimas demi alma.

Yo, que me sentía tan grande como elmundo y que uno solo de mis pensamientos, sihubiera sido de fuego como el relámpago,habría podido reducirme a cenizas, ¡pobre loco!

Me veía joven, con veinte años, rodeado degloria; soñaba en lejanos viajes a las regionesdel Sur; veía el Oriente y sus inmensosdesiertos, sus palacios que pisan los camelloscon sus campanillas de bronce; veía las yeguasbrincando hacia el horizonte rojizo a causa delsol; veía olas azules, un cielo puro, una arenaplateada; sentía el perfume de esos océanostibios del Midi; y luego, junto a mí, bajo unatienda, a la sombra de un áloe de anchas hojas,alguna mujer de piel bronceada, con la miradaardiente, que me rodeaba con sus dos brazos yme hablaba la lengua de las huríes.

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El sol se hundía en la arena, los camellos ylos jumentos dormían, el insecto zumbaba ensus ubres, el viento del atardecer pasaba junto anosotros.

Y, una vez llegada la noche, cuando estaluna plateada arrojaba sus pálidas miradassobre el desierto, las estrellas brillaban en elcielo sereno, entonces, en el silencio de estanoche cálida y perfumada, soñaba en gocesinfinitos, voluptuosidades que pertenecen alcielo.

Y seguía siendo la gloria, con suspalmadas, con sus fanfarrias hacia el cielo, suslaureles, su polvareda de oro arrojada a losvientos; era un teatro brillante con sus mujeresaderezadas, diamantes refulgentes, un airepesado, pechos palpitantes; luego unrecogimiento religioso, palabras devoradorascomo un incendio, llantos, risas, sollozos, laebriedad de la gloria, gritos de entusiasmo, elpataleo de la multitud, ¡qué! —vanidad, ruido,nada.

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Cuando niño soñaba en el amor; de joven,en la gloria; y hombre, en la tumba, —eseúltimo amor de los que ya no tienen ninguno.

También percibía la antigüedad de lossiglos pasados y de las razas enterradas bajo lahierba; veía la banda de peregrinos y deguerreros andando hacia el calvario,deteniéndose en el desierto, muriendo dehambre, implorando a ese Dios que iban abuscar, y, fatigada de sus blasfemias, andandosiempre hacia este horizonte sin límites;despula, cansada, sin alíenlo, llegando al finalde su viaje, desesperada y vieja, para abrazaralgunas piedras amias, homenaje del mundoentero.

Veía a los caballeros cabalgando sobre loscaballos con armaduras de hierro al igual queellos; y los lanzazos en los torneos; y el puentede madera descendiendo para recibir al señorfeudal que vuelve ton mi espada enrojecida yalgunos cautivos sobre la grupa de sus caballos;la misma noche, en la oscura catedral, toda la

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nave adornada con una guirnalda de pueblosque ascienden hacia la bóveda, en los vitrales,y. en la noche de Navidad, toda la vieja ciudad,con sus tejados puntiagudos cubiertos de nieve,iluminándose y cantando.

Pero era Roma lo que me gustaba, la Romaimperial, esta bella reina revolcándose en laorgía, ensuciando sus nobles vestiduras con elvino del desenfreno, más orgullosa de susvicios que de sus virtudes. ¡Nerón! Nerón consus carros de diamante volando en la arena,con sus mil carruajes, sus amores de tigre y susfestines de gigante.

Lejos de las clásicas lecciones, Roma, metransportaba a tus inmensas voluptuosidades,tus iluminaciones sangrientas, tus diversionesabrasadoras.

Y, mecido en estas vagas ensoñaciones,estos sueños en el futuro, arrebatado por estepensamiento aventurero escapado como unayegua desbocada, que atraviesa los torrentes,escala los montes y vuela en el espacio,

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permanecía horas enteras, con la cabeza entrelas manos, mirando el suelo de mi sala deestudio, o una araña proyectando su tela sobrela tarima de nuestro maestro. Y cuando medespertaba, con la mirada estupefacta, se reíande mí, el más perezoso de todos, que nuncatendría una idea positiva, que no mostrabainclinación por ninguna profesión, que seríainútil en este mundo donde es preciso que cadauno vaya a tomar su parte del pastel, y que enfin nunca sería bueno para nada, —todo lo máspara hacer de él un bufón, un exhibidor deanimales, o un hacedor de libros.

(Aunque de una salud excelente, mi tipo decarácter, perpetuamente ofendido por laexistencia que llevaba y por el contacto de losdemás, había ocasionado en mí una irritaciónnerviosa que me hacía vehemente y exaltado,como el toro enfermo por la picadura de losinsectos. Tenía sueños, pesadillas horribles.)

¡Oh!... ¡Qué época tan triste y tediosa! Aúnme veo errante, solo por los largos corredores

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blanquecinos de mi colegio, mirando cómodesplegaban el vuelo de las cúpulas de laiglesia los búhos y las cornejas, o bien tendidoen estos lóbregos dormitorios iluminados por lalámpara, cuyo aceite se helaba. Durante lasnoches, escuchaba largo rato el viento quesoplaba lúgubremente en los espaciosos cuartosvacíos, y que silbaba en las cerraduras haciendotemblar los cristales en sus marcos; oía el pasodel celador de ronda que andaba lentamentecon su linterna, y, cuando pasaba junto a mí,simulaba estar dormido y en efecto me dormía,medio en sueños, medio en llantos.

IV

Tenía visiones espantosas, para volverseloco de terror. Estaba acostado en la casa de mipadre; todos los muebles se hallabanconservados, pero todo lo que me rodeaba, sinembargo, estaba impregnado de un tinte rojo.Era una noche de invierno y la nieve

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desprendía una luminosidad blanca en mihabitación. De pronto, la nieve se fundió y lashierbas y los árboles adquirieron un tinte rosa yquemado, como si un incendio hubierailuminado mis ventanas; oí ruidos de pasos,subían la escalera; un aire caliente, un vaporfétido ascendió hasta mí. Mi puerta se abrió porsí sola, entraron. Eran muchos, tal vez siete uocho, no tuve tiempo de contarlos. Había depequeños y grandes, cubiertos con barbasnegras y rudas, sin armas, pero todos sujetabanuna hoja de acero entre los dientes, y como seacercaron en círculo alrededor de mi rima, susdientes se pusieron a crujir y fue horrible.

Separaron mis cortinas blancas, y cadadedo dejaba una huella de sangre; me miraroncon grandes ojos fijos y sin párpados; tambiényo los miraba, no podía hacer ningúnmovimiento, quise gritar.

Entonces me pareció que la rasa sedesprendía de sus fundamentos, como si lahubiera levantado una palanca.

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Me miraron así largo rato, luego sesepararon, y vi que todos tenían un lado de lacara sin piel y que sangraba lentamente. Mequitaron toda la ropa, y toda estabaensangrentada. Se pusieron a comer, y el panque despedazaron rezumaba sangre que raíagota a gota; y se pusieron a reír como el estertorde un moribundo.

Luego, cuando desaparecieron, todo lo quehabían tocado, los artesonados, la escalera, elsuelo, todo estaba de color rojo debido a ellos.

Tenía un sabor amargo en el corazón, mepareció que había comido carne, y oí un gritoprolongado, ronco, agudo, y las ventanas y laspuertas se abrieron lentamente, y el viento lashacía golpear y gritar, como una canciónextraña de la que cada silbido me desgarraba elpecho como un estilete.

En otra ocasión, estaba en un campo verdey ornado con flores, a lo largo de un río; —mimadre andaba junto a mí por el lado de laorilla; cayó. Vi cómo burbujeaba el agua, cómo

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se agrandaba y desaparecían los círculos derepente. —El agua volvió a retomar su curso, yluego ya no oí más que el ruido del agua quepasaba por entre los juncos y curvaba las cañas.

De pronto, mi madre me llamó: “¡Socorro!...¡socorro!, ¡ay pobre hijo mío, socorro!, ¡auxilio!”

Me tendí boca abajo sobre la hierba paramirar, no vi nada; los gritos continuaban.

Una fuerza invencible me pegaba a latierra, y oía los gritos: “¡Me ahogo!, ¡me ahogo!,¡auxilio!”

El agua se deslizaba, se deslizaba límpida,y esta voz que oía desde el fondo del río mellenaba de desesperación y de rabia...

V

Así es cómo era, soñador, despreocupado,con el humor independiente y escarnecedor,forjándose un destino y soñando en toda lapoesía de una existencia llena de amor,

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viviendo también de mis recuerdos, tantoscomo pueden tenerse a los dieciséis años.

El colegio me resultaba antipático. Sería unestudio curioso esa profunda aversiónmanifestada al instante por el contacto y lafricción entre los hombres. Nunca me hagustado una vida reglamentada, con un horariofijo, una existencia cronometrada, donde espreciso que el pensamiento se detenga a toquede campana, donde todo si* remonta deantemano a siglos y generaciones. Estaregularidad, sin duda, puede convenir a lamayoría, pero para el pobre niño que se nutrede poesía, de sueño y quimeras, que piensa enel amor y en todas las sandeces, suponedespertarlo incesantemente de este sueñosublime, supone no dejarle un momento dereposo, supone asfixiarlo devolviéndolo anuestra atmósfera de materialismo y sentidocomún, por la que siente horror y aversión.

Andaba solo, con un libro de versos, unanovela, poesía, cualquier cosa que hiciera

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estremecer a este corazón de hombre joven,virgen de sensaciones y tan descoso deexperimentar.

Recuerdo con qué voluptuosidad devorabaentonces las páginas de Byron y de Werther; conqué transporte leí Hamlet, Romeo, y las obrasmás candentes de nuestra época, en fin todasesas obras que funden el alma en delicias o lahacen arder de entusiasmo.

Me alimenté, en consecuencia, de estapoesía áspera del Norte, que resuena tan biencomo las olas del mar, en las obras de Byron. Amenudo, a la primera lectura reteníafragmentos enteros, y me los repetía a mímismo, como una canción que os ha encantadoy cuya melodía os persigue siempre.

Cuántas veces no he dicho al principio del“Giaour”: Ni una gola de aire, o bien en “Childe-Harold”: Antaño en la antigua Albión, y: ¡Ohmar!, siempre te he amado. La insipidez de latraducción francesa desapareció ante los solospensamientos, como si éstos hubieran tenido

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un estilo por sí mismos independientemente delas propias palabras.

El carácter de esta pasión abrasadora,unido a una ironía tan profunda debía ejercergran impacto sobre una naturaleza ardiente yvirgen. Todos estos ecos desconocidos en lasuntuosa dignidad de las literaturas clásicastenía para mí un perfume de novedad, unincentivo que me atraía sin cesar hacia estapoesía gigantesca que os da el vértigo y os hacecaer en el abismo sin fondo del infinito.

Me había deformado el gusto y el corazón,como decían mis profesores, y entre tantosseres con inclinaciones innobles, miindependencia de espíritu me había hechoconsiderar el más depravado de todos; eradegradado al rango más bajo por la propiasuperioridad. Apenas me concedían laimaginación, es decir, según ellos, unaexaltación del cerebro próxima a la locura.

He ahí cuál fue mi ingreso en la sociedad, yla estima que me atraje.

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VI

Si calumniaban mi carácter y misprincipios, no atacaban mi corazón, pues enaquel entonces era bueno, y las miserias ajenasme hacían derramar lágrimas.

Recuerdo que de niño, me gustaba vaciarmis bolsillos en los de un pobre. ¡Con quésonrisa acogían mi paso y qué placer tenía yotambién en hacerles un bien!

Es una voluptuosidad, que ignoro desdehace tiempo pues ahora tengo el corazónendurecido, las lágrimas se han secado. Pero,¡malditos los hombres que me han vueltocorrompido y malo, con lo bueno y puro queera! ¡Maldita esta aridez de la civilización quereseca y debilita todo lo que se eleva al sol de lapoesía y del corazón! Esta vieja sociedadcorrompida que lo ha echado todo a perder y loha consumido todo, ese viejo juez codiciosomorirá de marasmo y de agotamiento sobre

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estos montones de escombros que llama sustesoros, sin poeta para cantar su muerte, sincura para cerrarle los ojos, sin oro para sumausoleo, ya que lo habrá derrochado todopara sus vicios.

VII

¿Cuándo pues tendrá fin esta sociedaddegradada por todos los desenfrenosespirituales, corporales y anímicos?

Entonces, sin duda reinará una alegríasobre la tierra, cuando muera este vampiromentiroso e hipócrita al que llamancivilización; se abandonará la capa real, el cetro,los diamantes, el palacio que se derrumba, laciudad que cae, para ir al encuentro de la yeguay de la loba.

Tras haber pasado su vida en los palacios yhaber desgastado sus pies sobre el adoquinadode las grandes ciudades, el hombre irá a moriren los bosques.

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La tierra se secará a causa de los incendiosque la han quemado, y se hallará cubierta porla polvareda de los combates; el soplo dedesolación que ha pasado sobre los hombreshabrá pasado sobre ella, y no dará más quefrutos amargos y con espinas, y las razas seextinguirán en la cuna, como las plantasazotadas por los vientos que mueren antes dehaber florecido.

En efecto, será preciso que todo acabe y quela tierra se consuma a fuerza de ser pisada;pues la inmensidad finalmente debe estar hartade este grano de polvo que hace tanto ruido yturba la majestad de la nada. Será preciso queel oro se agote a fuerza de pasar de mano enmano y de corromper; será preciso que estevapor de sangre se apacigüe; que el palacio sederrumbe bajo el peso de las riquezas queoculta, que la orgía termine y que uno sedespierte.

Entonces, se producirá una inmensa risa dedesesperación, cuando los hombres vean este

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vacío, cuando se deba abandonar la vida por lamuerte, por la muerte que come, que siempreestá hambrienta. Y todo crujirá paraderrumbarse en la nada, y el hombre virtuosomaldecirá su virtud y su vicio aplaudirá.

Algunos hombres todavía errantes en unatierra árida se llamarán mutuamente; irán alencuentro unos de otros, y retrocederán deespanto, horrorizados de sí mismos, y morirán.¿Qué será entonces el hombre, él que ya es másferoz que las bestias salvajes y más vil que losreptiles? ¿Adiós para siempre, carrosdeslumbrantes, fanfarrias y reputaciones; adiósal mundo, a estos palacios, a estos mausoleos, alas voluptuosidades del crimen, y a los gocesde la corrupción! La piedra raerá de prontoderribada por sí sola, y la hierba crecerá debajo.Y los palacios, los templos, las pirámides, lascolumnas, mausoleo del rey, tumba del pobre,cadáver del perro, todo esto se hallará a lamisma altura, bajo el césped de la tierra.

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Entonces, el mar sin diques se romperácalmado en las orillas e ira a bañar sus olassobre la ceniza de las ciudades humeantes aún,los árboles crecerán, verdecerán, sin una manopara cortarlos y destruir los; los ríos fluirán enprados ornados, la naturaleza será libre, sinhombre para violentaría, y esta raza seextinguirá pues era maldita desde la infancia.

¡Triste y asombrosa época la nuestra!¿Hacia qué océanos corre este torrente deiniquidades? ¿Adonde vamos en una noche tanprofunda? Los que quieren palpar este mundoenfermo se retiran rápidamente, horrorizadospor la corrupción que agita en sus entrañas.

Cuando Roma se sintió agonizante, almenos tenía una esperanza, detrás del sudarioentreveía la Cruz radiosa, brillando sobre laeternidad Esta religión ha durado dos mil añosy he aquí que se agota, que no basta, y es objetode burla; he ahí que sus iglesias se derriban, ysus cementerios llenos de muertos desbordan.

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Y nosotros, ¿qué religión tendremos? Sertan viejos como somos, y andar todavía por eldesierto como los hebreos que huían de Egipto.

¿Dónde estará la Tierra prometida?Lo hemos probado todo y renegamos de

todo sin esperanza. Y además una extrañaavidez se ha apoderado de nuestra alma y de lahumanidad, hay una inquietud inmensa quenos roe, hay un vacío en nuestra multitud;sentimos a nuestro alrededor un frío sepulcral.

La humanidad se ha puesto a manejarmáquinas, y viendo el oro que manaba de ellas,se ha exclamado “Es Dios”. Y ese Dios, ella selo come. ¡Hay! —es que todo ha terminado,¡adiós! ¡adiós!— vino antes de morir. Cada unose precipita allí donde le impulsa su instinto, elmundo hormiguea como los insectos sobre uncadáver, los poetas pasan sin tener tiempo paraesculpir sus pensamientos, tan pronto como losarrojan sobre hojas, las hojas vuelan; todo brillay todo resuena en esta mascarada, bajo susrealezas de un día y sus cetros de cartón; el oro

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circula, el vino mana, el desenfreno frío levantasu vestido y remueve... ¡horror!, ¡horror!

Y luego, sobre todo ello hay un velo delque cada uno coge su parte y se oculta lo másque puede. ¡Irrisión! ¡Horror! ¡Horror!

VIII

Hay días que me invade un cansancioinmenso y allí donde voy me envuelve unaburrimiento sombrío como una mortaja; suspliegues me enredan y me molestan, la vida mepesa como un remordimiento. ¡Tan joven y tancansado de todo, y cuando los hay viejos ytodavía llenos de entusiasmo! ¡Y yo estoy tanabatido tan desencantado! ¿Qué hacer? ¿Mirarpor la noche la luna que arroja sobre misartesonados sus rayos temblorosos como ungran follaje, y, durante el día, el sol dorando lostejados vecinos? ¿Esto es vivir? No, es lamuerte, sin el reposo del sepulcro.

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Y yo tengo pequeñas alegrías para mí solo,reminiscencias infantiles que siguenreconfortándome en mi aislamiento comoreflejos de sol poniente a través de los barrotesde una cárcel: nada, la menor circunstancia, undía lluvioso, un sol radiante, una flor, unmueble viejo, me evocan una serie de recuerdosque pasan todos confusos, borrosos comosombras. Juegos de niños sobre la hierba entremargaritas en los prados, detrás de la encinaflorida, a lo largo de la viña con los racimosdorados, sobre el musgo oscuro y verde, bajolas anchas hojas, las frescas sombras;evocaciones tranquilas y risueñas, como unrecuerdo de la infancia, pasáis junto a mí comorosas marchitas.

¡La juventud, sus fervientes transportes,sus instintos confusos del mundo y delcorazón, sus palpitaciones de amor, suslágrimas, sus gritos! Amores del hombre joven,ironías de la edad madura. ¡Ay!, a menudovolvéis con vuestros colores oscuros o tiernos,

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huyendo empujadas las unas por las otras,como las sombras que pasan corriendo sobrelos muros en las noches invernales. Y yo mesumo frecuentemente en éxtasis ante elrecuerdo de cierto buen día pasado hace muchotiempo, día enloquecedor y alegre conestallidos y risas que aún vibran en mis oídos, yque aún palpitan de alegría, y que me hacensonreír de amargura. Se trataba de ciertacarrera con un caballo saltarín v cubierto deespuma, cierto paseo muy ensoñador bajo unaamplia avenida cubierta de sombra, mirando elagua deslizándose por entre los guijarros; o lacontemplación de un bello sol resplandeciente,con sus haces de fuego y sus aureolas rojas. Ytodavía oigo el galope del caballo, sus ollareshumeantes; oigo el agua que fluye, la hoja quetiembla, el viento que curva las espigas comoun mar.

Otros son taciturnos y fríos como díaslluviosos; recuerdos amargos y crueles quetambién vuelven; horas de calvario pasadas

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llorando sin esperanza, y luego riendoforzosamente para expulsar las lágrimas queocultan los ojos, los sollozos que ocultan la voz.

¡He permanecido durante muchos días,muchos años, sentado sin pensar en nada, o entodo, sumergido en el infinito que yo queríaabrazar y que me devoraba!

Oía caer la lluvia en los desaguaderos,sonar las campanas llorando; veía el solponiéndose lentamente y la nocheavecinándose, la noche sosegante que osapacigua, y luego el día reaparecía, siempreigual, con sus hastíos, su mismo número dehoras para vivir, y que yo veía morir conalegría.

Soñaba en el mar, los viajes lejanos, losamores, los triunfos, todas ellas cosas abortadasen mi existencia —cadáver antes de habervivido.

¡Ay de mí! ¿Nada de todo eso estaba pueshecho para mí? No envidio a los demás, ya quecada uno se lamenta del fardo cuya fatalidad le

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abruma; los unos lo echan antes de que laexistencia termine, otros lo llevan hasta el final.Y yo, ¿lo llevaré?

Apenas vi la vida, una inmensa aversiónnació en mi alma; he llevado todos los frutos ami boca, me han parecido amargos, los hedespreciado y he ahí que me muero de hambre.¡Morir tan joven, sin esperanza en la tumba, sinestar seguro de quedarse dormido, sin saber sisu paz es inviolable! ¡Echarse en los brazos dela nada y dudar de si os recibirá!

Sí, me muero, ¿acaso es vivir ver su pasadocomo el agua fundida con el mar, el presentecomo una jaula, el futuro como un sudario?

IX

Hay cosas insignificantes que me hansorprendido enormemente y que siempreconservaré como la marca de un hierrocandente, aunque sean triviales y tontas.

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Nunca olvidaré una especie de castillo2 nolejos de mi ciudad, y que íbamos a ver amenudo. En él habitaba una de estas viejasmujeres del siglo pasado. En su casa todo habíaconservado el recuerdo pastoril; aún veo losretratos empolvados, los trajes azul cielo de lohombres, y las rosas y los claveles arrojadossobre los artesonados con pastoras y rebaños.Todo tenia un aspecto viejo y sombrío; losmuebles, casi todos de seda bordada, eranespaciosos y cómodos; la casa era vieja;antiguas fosas, entonces plantadas demanzanos, la rodeaban, y las piedras que sedesprendían de vez en cuando de las antiguasalmenas iban a rodar hasta el fondo.

No lejos estaba el parque, plantado degrandes árboles, con alamedas sombrías,bancos de piedra cubiertos de musgo, medioderribados, entre los ramajes y las zarzas.

2 El castillo de Mauny, cerca de Rúan.

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Había una cabra paciendo, y cuando se abría laverja de hierro, se escapaba por entre el follaje.

Los días de buen tiempo, pasaban algunosrayos de sol a través de las ramas y doraban elmusgo, aquí, y allá.

Era triste, el viento se infiltraba en estasanchas chimeneas de ladrillos y me dabamiedo, por la noche sobre todo, cuando losbúhos lanzaban sus gritos en los espaciososgraneros.

A menudo, prolongábamos nuestras visitashasta bastante tarde en la noche, reunidosalrededor de la vieja hostelera, en una gran salarevestida de losas blancas junto a una ampliachimenea de mármol. Aún veo su tabaquera deoro provista del mejor tabaco de España, supequeño perrito con largos pelos blancos y subonita patita, envuelta en un hermoso zapatode tacón alto adornado con una rosa negra.

¡Cuánto tiempo hace de todo esto! Lahostelera ha muerto, sus perritos también, su

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tabaquera se encuentra en el bolsillo delnotario; el castillo sirve de fábrica, y el pobrezapato ha sido arrojado al río.

(Tras tres semanas de interrupción)...Estoy tan hastiado que siento una

profunda desgana por continuar, tras haberreleído lo que precede.

¿Pueden divertir al público las obras de unhombre aburrido?

Sin embargo, voy a esforzarme en recrearmás a uno y otro.

Aquí empiezan verdaderamente lasMemorias...

X

Aquí están mis más tiernos y a la vez máspenosos recuerdos, y los abordo con unadevoción completamente religiosa. Se hallanvivos en mi memoria y casi calientes aún para

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mi alma, de tanto que la ha hecho sangrar estapasión. Es una gran cicatriz en el corazón quedurará siempre, pero en el momento de narraresta pagina de mi vida, mi corazón palpitacomo si fuera a remover ruinas queridas.

Ya son viejas estas ruinas; al andar en lavida el horizonte ha desaparecido por detrás, y¡cuántas cosas desde entonces!, pues los díasparecen largos uno a uno, desde la mañanahasta la noche, tero el pasado parece rápido,por lo mucho que el olvido empequeñece elmarco que lo ha contenido.

Para mí, todo parece estar ocurriendo aún.Oigo y veo el temblor de las hojas, veo hasta elmenor pliegue de su vestido; oigo el timbre desu voz, como si un ángel cantara junto a mí —voz dulce y pura, que os exalta y que os hacemorir de amor, voz que tiene un cuerpo, tanbella es, y que seduce como si hubiera unhechizo en sus palabras.

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Decirte el año preciso me sería imposible;pero entonces era muy joven, tenía, creo,quince años; este año fuimos a los baños de marde..., pueblo de Picardía3, encantador con suscasas hacinadas unas sobre otras, negras, grises,rojas, blancas, expuestas a los cuatro vientos,sin alineamiento y sin simetría, como unmontón de conchas y de guijarros que la mareaha arrojado sobre la costa.

Hace unos años, nadie venía aquí, pese aque su playa tenga una longitud de medialegua y una ubicación envidiable; pero, desdehace poco, ha vuelto a ponerse en boga. Laúltima vez que estuve, vi cantidad de guantesamarillos y de libreas; incluso se proponíaconstruir una sala de espectáculos.

Entonces todo era simple y salvaje; apenashabía sino artistas y gente del país. La orillaestaba desierta y, con la marea baja, se veía unaplaya inmensa con una arena gris y plateada

3 Alusión, de dudosa exactitud geográfica, a Trouville.

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que resplandecía al sol, completamentehúmeda aún por las olas. A la izquierda, habíaunas rocas contra las que el mar golpeabaperezosamente, en sus días de sueño, sussuperficies ennegrecidas de algas; luego, a lolejos, el océano azul bajo un sol ardiente, ymugiendo sordamente romo un gigante quellora.

Y de regreso al pueblo, se hallaba elespectáculo más pintoresco y más animado.Redes negras y corroídas por el agua en losumbrales de las puertas, los niños por todaspartes medio desnudos, andando sobre unguijarro gris, el único pavimento del lugar,marinos con sus trajes rojos y azules; y todoello simple en su gracia, ingenuo y robusto,todo eso impregnado de un carácter de vigor yde energía.

A menudo iba solo a pasearme por laplaya. Un día el azar me condujo hacia el lugaren el que ella se bañaba. Era una playa, no lejosde las últimas casas del pueblo, frecuentada

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más especialmente para este uso; hombres ymujeres nadaban juntos, se desvestían en laorilla o en su casa, y dejaban su capa sobre laarena.

Ese día, había quedado una encantadorapelliza roja a rayas negras en la orilla. La mareaascendía, el borde estaba festoneado deespuma; una ola más impetuosa ya habíamojado las franjas de seda de esta capa. Lasaqué para colocaría en un sitio más alejado; latela era suave y ligera, se trataba de uncapuchón.

Aparentemente me habían visto, pues elmismo día durante el almuerzo, y como todo elmundo comía en una sala común en lahospedería donde nos hallábamos alojados, oí aalguien que me decía:

—Señor, os agradezco vuestra galantería.Me giré; era una joven mujer sentada con

su marido en la mesa de al lado.—¿Cómo? —le dije yo inquieto

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—Por haber recogido mi capa; ¿no habéissido vos?

—Sí, Señora, proseguí yo perplejo.Me miró.Yo bajé los ojos y enrojecí. ¡Qué mirada, en

efecto!, ¡qué bella era aquella mujer! Aún veoaquella pupila ardiente bajo una ceja negrafijándose en mí como un sol.

Era grande, morena, con magníficoscabellos negros que le caían en trenzas sobre loshombros; tenía nariz griega, ojos abrasadores,cejas altas y admirablemente arqueadas, su pielera ardiente y como aterciopelada con oro; eradelgada y fina, se veían venas de azurserpenteando sobre aquella garganta morena ypúrpura. Añadirle una pelusilla masculina yenérgica capaz de hacer palidecer las bellezasrubias. Se le habría podido reprochar excesivarobustez o más bien una negligencia artística.Por lo demás, las mujeres en general laencontraban de mal tono. Hablaba lentamente,tenía una voz modulada, musical y dulce...

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Llevaba un vestido fino, de muselinablanca, que dejaba al descubierto los contornossuaves de su brazo.

Cuando se levantó para salir, se puso unacapota con un solo nudo rosa; la ató con unamano fina y rolliza, una de esas manos con lasque se sueña mucho tiempo y que se abrasaríaa besos.

Cada mañana iba a verla mientras sebañaba; la contemplaba de lejos bajo el agua,envidiaba la ola suave y apacible que golpeabasus costados y cubría de espuma este pechopalpitante, veía el contorno de sus miembrosbajo los vestidos mojados que la cubrían, veíacómo latía su corazón, cómo se hinchaba supecho; contemplaba maquinalmente su pieposándose sobre la arena, y mi miradapermanecía fija sobre la huella de sus pasos, ycasi habría llorado al ver cómo el oleaje losborraba lentamente.

Y luego, cuando volvía y pasaba junto a míy yo oía el agua chorreando de sus vestidos y el

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roce de su andar, mi corazón latía conviolencia; entornaba los ojos, la sangre se mesubía a la cabeza, me sofocaba. Sentía estecuerpo de mujer medio desnudo pasando juntoa mí con el perfume de las olas. Sordo y ciego,habría adivinado su presencia cuando pasabaasí, pues en mí se producía algo íntimo y dulce,que se ahogaba en éxtasis y gratospensamientos.

Todavía creo ver el lugar donde me hallabaamarrado en la orilla; veo las olas acudiendo detodas parten», rompiéndose, extinguiéndose;veo la playa festoneada de espuma, oigo elruido de las voces confusas de los bañistashablando entre sí, oigo el ruido de sus pasos,oigo su aliento como cuando pasaba junto a mí.

Yo estaba inmóvil de estupor, como si laVenus hubiera descendido de su pedestal y sehubiera puesto a andar. Lo que sucedía es que,por primera vez entonces, sentía mi corazón,sentía algo místico, extraño, como un sentidonuevo. Estaba empapado de sentimientos

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infinitos, tiernos; era mecido por imágenesnebulosas, vagas; era más grande y a la vezmás orgulloso.

Amaba.¡Amar, sentirse joven y lleno de amor,

sentir la naturaleza y sus armonías palpitandoen uno mismo, tener necesidad de esta fantasía,de esta acción del corazón y sentirse dichoso deello! ¡Ah!, ¡los primeros latidos del corazón delhombre, sus primeras palpitaciones de amor!,¡qué dulces y extrañas son! Y más tarde, ¡cuannecias y tontamente ridículas parecen!¡Asombroso! En este insomnio, la pena y laalegría son inseparables. ¿Sigue siendo porvanidad? ¡Ah!, ¿y si el amor no fuera más queorgullo? ¿Hay que negar lo que los más impíosrespetan? ¿Habría que reírse del corazón? —¡Ay! ¡Ay!, las olas han borrado los pasos deMaría.

Primero fue un estado singular de sorpresay admiración, una sensación completamentemística en cierto modo, excluida de toda idea

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de voluptuosidad. No fue hasta más tardecuando experimenté este ardor frenético yoscuro de la carne y del alma, y que devora auno y otro.

Me encontraba ante el extrañamiento delcorazón que experimenta su primera pulsación.Me sentía como el primer hombre cuando huboconocido todas sus facultades.

En qué soñaba, seria casi imposible decirlo:me sentía nuevo y absolutamente ajeno a mímismo; una voz me había llegado al alma.Nada, un pliegue de su vestido, una sonrisa, supie, la menor palabra insignificante meimpresionaban como cosas sobrenaturales, ytenía para soñar todo un día. Seguía su rastroen el ángulo de un largo muro, y el roce de susvestidos me hacía palpitar de gozo. Cuando oíasus pasos, las noches que ella andaba oavanzaba hacia mí... No, no sabría deciroscuántas sensaciones dulces, ni qué ebriedad delcorazón, de beatitud y de locura hay en elamor.

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Y ahora, pese a reírme tanto de todo, ahallarme tan amargamente persuadido de logrotesco de la existencia, siento aún que elamor, este amor tal como lo soñé en el colegiosin conocerlo y que he experimentado mástarde, que me ha hecho llorar tanto y del quetanto me he reído, ¡hasta qué punto creo aúnque debe ser a la vez la cosa más sublime detodas o la necedad más jocosa!

¡Dos seres arrojados sobre la tierra por unazar, cualquier cosa, y que se encuentran, seaman, porque uno es mujer y el otro hombre!Helos allí sin aliento el uno por el otro,paseándose juntos por la noche y mojándosecon el rocío, mirando la luz de la luna ypareciéndoles diáfana, admirando las estrellas,y diciendo en todos los tonos: te amo, me amas,me ama, nos amamos, y repitiéndolo entresuspiros, besos; y luego vuelven impulsadosambos por un ardor sin igual, pues esas dosalmas tienen sus órganos violentamenteexcitados. ¡Y ahí los tenéis muy pronto

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grotescamente acoplados entre rugidos ysuspiros recelosos uno y otro por reproducir aun imbécil sobre la tierra, un desdichado quelos imitará! Contempladlos, más bestias en estemomento que los perros y las moscas,desvaneciéndose, y ocultando precavidamentea los ojos de los hombres su goce solitario —pensando tal vez que la felicidad es un crimeny la voluptuosidad una vergüenza.

Se me perdonará, supongo, no hablar delamor platónico, este amor exaltado como el deuna estatua o de una catedral, que rechaza todaidea de celos y de posesión, y que deberíahallarse entre los hombre» mutuamente, peroque rara vez he tenido ocasión de percibir.Amor sublime si existiera, pero que nada máses un sueño, como todo lo que es bello en estemundo.

Me detengo aquí, pues el sarcasmo delanciano no debe marchitar la virginidad de lossentimientos del hombre joven; yo, lector, mehabría indignado tanto como tú, si entonces

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alguien se me hubiera dirigido con un lenguajeun cruel. Yo creía que una mujer era un ángel...¡Oh!, ¡cuánta razón tuvo Moliere al compararlacon un potaje!

XI

María tenía un hijo; era una niña; laquerían, la abrazaban, la colmaban de caricias ybesos. ¡Cómo habría recogido uno solo de estosbesos, semejantes a perlas, dados con profusiónsobre la cabeza de esta niña en pañales!

María la criaba ella misma, y un día la videscubriendo su escote y ofreciéndole su seno.

Tenía una garganta gruesa y redonda, depiel oscura y venas de azur que se hacíanvisibles bajo aquella carne ardiente. Nuncahabía visto a una mujer desnuda hasta entonces¡Oh!, en qué éxtasis tan singular me sumió lavista de aquel seno; ¡cómo la devoré con losojos, cuánto me hubiera gustado tocarsolamente este pecho! Me parecía que, de haber

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puesto mis labios, mis dientes la habríanmordido de rabia; y mi corazón se fundía endelicias pensando en las voluptuosidades queprocuraría aquel beso.

¡Oh!, ¡cuánto tiempo he vuelto a ver a aquelescote palpitante, aquel largo cuello gracioso yaquella cabeza inclinada, con sus cabellosnegros enrollados en papillotes, hacia este niñoque mamaba, y al que ella mecía lentamentesobre sus rodillas, canturreando una melodíaitaliana!

XII

No tardamos en entablar una intimidadmayor: digo tardamos, pues personalmentecuanto a mí me habría expuesto muchodirigiéndole una palabra, en el estado en que suvista me había sumido.

Su marido procedía del medio entre elartista y el viajante de comercio; llevaba bigote;fumaba intrépidamente, era vivo, buen

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muchacho, amistoso; no despreciaba para nadala mesa, y una vez lo vi andar tres leguas parair a buscar un melón a la ciudad más próxima;había venido en su silla de posta con su perro,su mujer, su hija y veinticinco botellas de vinodel Rhin.

En los baños de mar, en el campo o deviaje, uno se habla con mayor facilidad, unodesea conocerse; poca cosa basta para iniciar laconversación, la lluvia y el buen tiempo sonmás frecuentes que en cualquier otra parte; seprotesta sobre la incomodidad de losalojamientos, sobre lo detestable de la comidade hospedería. Este último rasgo sobre todo esdel mejor tono posible. “¡Oh!, ¡la ropa estásucia! ¡Está demasiado picante; está demasiadosazonado! ¡Ay!, ¡horror!, querida.”

Si se va a pasear en grupo, se atribuye aquien más se extasía ante la belleza del paisaje.¡Qué maravilloso es!, ¡qué maravilloso es elmar! Agregad algunas palabras poéticas yenfáticas, dos o tres reflexiones filosóficas

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entreveradas con suspiros y aspiracionesnasales más o menos fuertes; si sabéis dibujar,sacad vuestro álbum de cuero, o mejor aún,hundiros el gorro hasta los ojos, cruzaros debrazos y dormiros para simular que pensáis.

Hay mujeres que he presentido cultivadas aun cuarto de hora lejos, únicamente por lamanera en que miraban las olas.

Deberéis quejaros de los hombres, comerpoco y apasionaros por una rosa, admirar unprado y moriros de amor por el mar. ¡Ay!,entonces serán deliciosos, dirán: ¡Qué jovenencantador!, ¡qué hermosa blusa lleva!, ¡quéfinas botas calza!, ¡qué gracia!, ¡qué hermosaalma! Es una necesidad hablar de este instintode ir en rebaño a cuya cabeza van los másosados, el que ha hecho en el origen lassociedades y que en nuestros días compone lasreuniones.

Sin duda, lo que nos hizo conversar porprimera vez fue un motivo semejante. Era aprimera hora de la tarde, hacía calor y el sol

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irradiaba en la sala, a pesar de los aleros.Algunos pintores, María, su marido y yo noshabíamos quedado tendidos en unas sillasfumando y bebiendo ponche.

María fumaba, o por lo menos, si un restode necedad femenina se lo impedía, le gustabael olor a tabaco (¡monstruosidad!) ¡incluso meofreció cigarrillos! Charlamos de literatura,tema inagotable con las mujeres; participécuanto pude, hablé largamente, y con ardor;María y yo éramos perfectamente del mismoparecer en materia de arte. Nunca he oído anadie sentirlo con mayor ingenuidad ymenores pretensiones; ella utilizaba palabrassimples y expresivas que resaltaban, y sobretodo con tanta negligencia y gracia, tantoabandono, tanta indolencia, que hubiérasedicho que cantaba.

Una noche, su mando nos propuso unasalida en barca. Como hacía el tiempo másbueno del mundo, aceptamos.

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XIII

¿Cómo describir con palabras estas cotaspara las que no hay lenguaje, estas impresionesdel corazón, estos misterios del alma que ellamisma desconoce? ¿Cómo deciros todo lo queexperimenté, todo lo que pensé, todo lo quegocé aquella velada?

Era una hermosa noche de verano; hacia lasnueve, subimos a la chalupa, colocaron losremos, partimos. El tiempo era apacible, la lunase reflejaba sobre la superficie indiferenciadadel agua y la estela de la barca hacía vacilar suimagen sobre las olas. La marea empezó a subiry sentimos las primeras olas meciendolentamente la chalupa. Todos estábamoscallados. María se puso a hablar. No sé lo quedijo, me dejaba hechizar por el sonido de suspalabras tal como se dejaba mecer por el mar.Se hallaba junto a mí, sentía el contorno de suhombro y el contacto de su vestido; alzaba su

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mirada al dato, puro, estrellado,resplandeciente de diamantes y mirándose enlas olas azules. Parecía un ángel, viéndola así,la cabeza erguida con esta mirada celeste.

Yo estaba ebrio de amor, escuchaba a losdos remos levantándose cadenciosamente, a lasolas golpeando los dos flancos de la barca; medejaba afectar por todo ello, y escuchaba la vozde María dulce y vibrante.

¿Acaso podré expresaros todas lasmelodías de su voz, todas las gracias de susonrisa, todas las bellezas de su mirada? ¡Oscontaré alguna vez que, esta noche llena delperfume del mar, con sus olas transparentes, suarena plateada por la luna, esta onda bella yapacible, este cielo resplandeciente, y ademásesta mujer junto a mí, era algo para hacer morirde amor! ¿Todos los goces de la tierra, todassus voluptuosidades, lo que hay de más dulce,de más exaltante? Tenía todo el encanto de unsueño con todos los goces de la verdad. Medejaba arrastrar por todas estas emociones, me

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anticipaba a ellas con una alegría insaciable, meexaltaba sin fundamento a causa de esta calmallena de voluptuosidades, de esta mirada demujer, de esta voz; me sumergía en mi corazóny hallaba en él voluptuosidades infinitas. ¡Quéfeliz me sentía!, felicidad del crepúsculo quecae en la noche, felicidad que pasa como la olaexpirada, como la orilla...

Regresamos, desembarcamos: Acompañé aMaría hasta su casa, no le dije una sola palabra,era tímido; la seguía, soñaba con ella, con elruido de su andar y, cuando hubo entrado,miré largo rato el muro de su casa iluminadopor los rayos de la luna; vi su luz brillando através de los cristales, y la mirada de vez encuando mientras volvía por la playa; luego,cuando esta luz desapareció: Duerme, me dije.Y luego, de pronto, me asaltó un pensamiento,pensamiento de rabia y de celos: —¡Oh! no, noduerme— y mi alma experimentó todas lastorturas de un condenado.

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Pensé en su marido, en este hombre vulgary jovial, y se me aparecieron las imágenes máshorrendas. Me asemejaba a estas personas a lasque se hace morir de hambre dentro de jaulas yrodeadas de los platos más exquisitos.

Estaba solo en la playa. Solo. Ella nopensaba en mí. Al mirar esta soledad inmensaante mí y esta otra soledad, más terrible aún,me puse a llorar como un niño, pues no lejos demí, a unos pasos, estaba ella, detrás de esosmuros que yo devoraba con la mirada; allíestaba ella, bella y desnuda, con todas lasvoluptuosidades de la noche, todas las graciasdel amor, todas las castidades del lumen. Estehombre sólo tenia que abrir los brazos y ella seechaba en ellos sin esfuerzos, sin demora, seacercaba a él. Se amaban, se abrazaban. Para éltodos los goces, todas sus delicias para él; miamor bajo sus pies; para él esta mujer todaentera, su cabeza, su garganta, sus senos, sucuerpo, su alma, sus sonrisas, sus dos brazos

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envolventes, sus palabras de amor; para éltodo, para mi nada.

Me puse a reír, pues los celos me inspiraronpensamientos obscenos y grotescos; entonceslos mancillé a los dos. Acumulé sobre ellos lasridiculeces mas amargas, y me esforcé enreírme de piedad por estas imágenes que mehabían hecho llorar de envidia.

La marea empezaba a descender, y detrecho en trecho se veían grandes espaciosllenos de agua plateada por la luna, espacios dearena todavía mojada cubiertos de algas, aquí yallí algunas rocas a flor de agua o, alzándosemás arriba, negras y blancas; hilillos formadosy desgarrados por el mar, que se retirabarugiendo.

Hacía calor, me sofocaba. Volví a lahabitación de mi hospedería con la intención dedormir. Seguía oyendo las olas a los lados delbote, oía cómo caía el remo, oía la voz de Maríaque hablaba; tenía fuego en las venas, todo estopasaba de nuevo ante mí, y el paseo del

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atardecer, y el de la noche por la orilla del mar;veía a María acostada, y me detenía allí, pues lodemás me hacía estremecer. Tenía lava en elalma; todo ello me fatigaba en exceso y, tendidode espaldas, miraba cómo se quemaba micandela y cómo temblaba su disco en el techo;veía el sebo deslizándose alrededor delcandelabro de cobre y la chispa negraalargándose en la llama, con un atontamientoestúpido.

Finalmente amaneció y me dormí.XIV

Tuvimos que partir; nos separamos sinpoder decirle adiós. Abandonó los baños elmismo día que nosotros. Era un domingo. Ellapartió por la mañana, nosotros por la tarde.

Partió y no volví a verla. ¡Adiós parasiempre! Partió como la polvareda que selevantó detrás de sus pasos. ¡Cuánto hepensado en ello desde detrás de sus pasos!

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¡Cuánto he pensado en ello desde entonces!,¡cuántas horas confundido ante el recuerdo desu mirada o la entonación de sus palabras!

Hundido en el carruaje, transportaba micorazón mucho más lejos del camino quehabíamos recorrido, volvía a situarme en elpasado que ya no volvería; pensaba en el mar,en sus olas, en su orilla, en todo lo que acababade ver, todo lo que había sentido; las palabrasdichas, los gestos, las acciones, la menor cosa,todo eso palpitaba y vivía. En mi corazón habíaun caos, un murmullo inmenso, una locura.

Todo había sido como un sueño. ¡Adióspara siempre a estas bellas flores de la juventudtan pronto marchitas y hacia las que más tardeuno se transporta de vez en cuando conamargura y placer a un mismo tiempo!Finalmente vi las casas de mi ciudad, volví a mihogar, todo me pareció desierto y lúgubre,vacío y hueco; me puse a vivir, a beber, a comery a dormir.

Llegó el invierno y regresé al colegio.

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XV

Si os dijera que he amado a otras mujeres,mentiría como un infame. Sin embargo, lo hecreído, me he esforzado por vincular micorazón a otras pasiones, se ha deslizado porencima suyo como sobre hielo.

De niño, se han leído tantas cosas sobre elamor, esta palabra parece tan melodiosa, sesueña tanto con ella, se desea tan fuerteexperimentar este sentimiento que os hacepalpitar en la lectura de novelas y dramas, queante cada mujer que uno ve se dice: “¿no es esoel amor?”. Uno trata de amar para hacersehombre.

No he estado exento más que ningún otrode esta debilidad infantil, he suspirado comoun poeta elegiaco, y, tras muchos esfuerzos, mequedaba completamente sorprendido deencontrarme algunas veces quince días sinhaber pensado en la que había escogido para

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soñar. Toda esta vanidad infantil se desvanecióante María.

Pero debo remontarme más lejos: he hechoel juramento de decirlo Lodo; parte delfragmento que van a leer había sido compuestoen diciembre pasado, antes de que se meocurriera la idea de hacer las Memorias de unloco. Como debía ir separado, lo había colocadoen H marco que sigue.

Ahí está, tal cual:De todos los sueños del pasado, los

recuerdos de antaño y mis reminiscencias dejuventud, he conservado un número muyreducido, con lo que me entretengo en las horasde aburrimiento. A la evocación de un hombre,vuelven todos los personajes, con sus trajes y sulenguaje, para representar su papel tal como lodesempeñaron en mi vida, y los veo actuar antemí como un Dios que se divirtiera mirando susmundos creados. Sobre todo uno, el primeramor, que nunca fue violento ni apasionado,borrado después por otros deseos, pero que

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permanece en el fondo de mi corazón como unaantigua vía romana que se hubiera recorridocon el innoble vagón de un ferrocarril; es elrelato de estas primeras pulsaciones delcorazón, de estos inicios de voluptuosidadesinfinitas y vagas, de todas las cosas etéreas queacontecen en el alma de un niño al ver los senosde una mujer, sus ojos, al oír sus cantos y suspalabras; es esta miscelánea de sentimiento yde fantasía lo que debía exhibir como uncadáver ante un círculo de amigos, quevinieron un día, durante el invierno, endiciembre, para reconfortarse, y hacermecharlar apaciblemente junto al fuego, fumandouna pipa cuya aspereza se remedia con unlíquido cualquiera.

Después que todos llegaran y se sentaran,tras proveer su pipa y llenarse los vasos, y noshalláramos dispuestos en corro alrededor delfuego, uno con las pinzas en mano, otrosoplando, un tercero removiendo las cenizas

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con su bastón, y cuando cada uno tuvo unaocupación, empecé:

—Mis queridos amigos —les dije—,tendréis la amabilidad de excusar alguna queotra cosa, alguna palabra vanidosa que surja enmi relato.

(Una adhesión de todas las cabezas meindujo a empezar.)

Recuerdo que era un jueves, por el mes denoviembre, hace dos años estaba en quinto,creo. La primera vez que la vi, estabaalmorzando en casa de mi madre, cuando entrécon un paso precipitado, como un escolar queha olido toda la semana la comida del jueves.Ella se volvió; apenas la saludé, pues entoncesera tan bobo y tan infantil que no podía ver auna mujer, de las que al menos no me llamabanun niño como las señoras, o un amigo, como lasniñas, sin enrojecer o más bien sin hacer nadani decir nada.

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Pero, gracias a Dios, desde entonces heganado en vanidad y en desfachatez, todo loque he perdido en inocencia y candor.

Eran dos muchachas, hermanas,compañeras de la mía, unas pobres inglesasque habían hecho salir de su pensionado parallevarlas al campo a airearse, para pasearlas encarruaje, hacerlas correr en el jardín y porúltimo divertirlas, sin el ojo de un vigilante queaplaca y modera las expansiones infantiles. Lamayor tenía quince, la segunda apenas doce;ésta era pequeña y delgada, sus ojos eran másvivos, más grandes y más bellos que los de suhermana mayor, pero esta otra tenía una cabezatan redonda y tan graciosa, su piel era tanfresca, tan rosada, sus dientes cortos tanblancos bajo sus labios, y todo ello quedaba tanbien encuadrado mediante mechones dehermosos cabellos castaños, que resultabaimposible no concederle la preferencia. Erapequeña y tal vez un poco gruesa, éste era undefecto más visible; pero lo que más me

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complacía en ella, era una gracia infantil sinpretensiones, un perfume de juventud queexhalaba en derredor suyo. Había talingenuidad y candor en ella que ni los másimpíos podían dejar de admirarla.

Me parece estar viéndola todavía a travésde los cristales de mi habitación, mientrascorría en el jardín con otras compañeras; aúnveo cómo su vestido de seda ondulabruscamente sobre sus talones retumbando, ycómo sus pies alzan el vuelo para correr por lasavenidas arenosas del jardín, y luego sedetienen sin aliento, se cogen recíprocamentepor el talle y se pasean gravemente charlando,sin duda, de fiestas, danzas, placeres y amores—¡pobres muchachas!

La intimidad surgió muy pronto entretodos nosotros; al cabo de cuatro meses leabrazaba como a mi hermana, todos nostuteábamos. ¡Me gustaba tanto charlar con ella!,su acento extranjero tenía algo de fino y

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delicado que hacía su voz fresca como susmejillas.

Por otra parte, en las costumbres inglesashay una negligencia natural y un abandono detodas nuestras conveniencias que podríatomarse por una coquetería refinada, pero quesólo es un encanto que atrae tanto, como estosfuegos fatuos que huyen sin cesar. A menudo,hacíamos paseos en familia, y recuerdo que undía, en invierno, fuimos a visitar a una ancianaque vivía en una zona que domina la ciudad.

Para llegar a su casa, había que atravesarhuertos plantados de manzanos, donde lahierba era alta y húmeda; una niebla envolvíala ciudad y, desde lo alto de nuestra colina,veíamos los tejados hacinados y paraleloscubiertos de nieve, y luego el silencio delcampo, y a lo lejos el ruido lejano de los pasosde una vaca o un caballo, cuya pata se hundeen los surcos.

Al atravesar una valla pintada de blanco,su abrigo se agarró a las espinas de la haya; fui

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a desatarla, me dijo: gracias, con taldesenvoltura y abandono que soñé con ellatodo el día.

Luego se pusieron a correr, y sus abrigos,que el viento levantaba tras ellas, Rotabanondulándose como una ola en descenso; sedetuvieron sofocadas. Aún me acuerdo de susalientos que susurraban en mis oídos y quesalían por entre sus dientes blancos en un vahovaporoso.

¡Pobre muchacha! ¡Era tan buena y meabrazaba con tanta ingenuidad!

Llegaron las vacaciones de Pascua, fuimosa pasarlas al campo. Recuerdo un día... hacíacalor, no se distinguía la cintura, su vestido noera entallado; nos paseamos juntos, pisando elrocío de las hierbas y de las flores de abril.Llevaba un libro en la mano; era de versos,creo; lo dejó caer. Nuestro paseo continuó.

Ella había corrido, la abracé al cuello, mislabios permanecieron pegados sobre esta piel

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aterciopelada y húmeda de un sudorembalsamados.

No sé de qué hablamos, de lo primero quese nos ocurría.

—Serás animal— dijo uno de los auditoresinterrumpiéndome.

—De acuerdo, querido, el corazón esestúpido.

Por la tarde, sentía mi corazón lleno de unaalegría dulce y vaga; soñaba deliciosamente,pensando en sus cabellos enrollados enpapillotes que encuadraban sus vivos ojos, y ensu garganta ya formada que siempre abrazabatan abajo como me lo permitía un ridículorigorista fui al campo, me adentré en losbosques, me senté en un claro, y me puse apensar en ella.

Me hallaba tendido boca abajo, arrancabalas briznas de hierba, las margaritas de abril y.cuando alcé la cabeza, el cielo blanco, azul ymate formaba encima mío una cúpula de azurque se hundía en el horizonte detrás de los

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prados reverdecientes; por casualidad, llevabapapel y lápiz, e hice unos versos...

(Todo el mundo se puso a reír.)...los únicos que he hecho en mi vida;

quizás había treinta, apenas necesité una mediahora, pues siempre tuve una admirablefacilidad de improvisación para todo tipo detonterías; aunque la mayor parte de estosversos eran falsos como declaraciones de amor,cojos como la bondad.

Recuerdo entre otros:

...cuando al atardecerFatigado, de jugar y demecerme4.

Me aguijoneaba para pintar un calor quenunca he visto sino en los libros; luego, apropósito de nada, pasaba a una melancolíasombría y digna de Anthony, aunquerealmente tuviera el alma empapada de un

4 ...quand le soir / Fatiguée du jeu et de la balançoire

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candor y un tierno sentimiento mezclado deestupidez, de reminiscencias suaves y deperfumes del corazón, y decía a propósito denada:

Mi dolor es amargo, mi tristezaprofunda,Y estoy sepultado como unhombre en la tumba5.

Los versos ni siquiera eran versos, perotuve el sentido común de quemarlos, maníaque debería atormentar a la mayoría de lospoetas.

Volví a casa y la encontré jugando en elparterre. La habitación en la que se acostaronestaba junto a la mía; las oí reír y charlardurante largo rato, mientras yo... Me dormí enseguida como ellas, pese a todos los esfuerzosque hice por mantenerme despierto lo másposible. Pues, indudablemente, vosotros habéis

5 Ma douleur est amère, ma tristesse profonde, / Et j’ysuis enseveli comme un homme dans la tombe

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hecho lo que yo a los quince años, y alguna vezhalléis creído amar con este amor ardiente yfrenético, como habéis visto en los libros.,mientras en la epidermis del corazón no teníaismás que un rasguño de esta garra de hierro quese llama pasión, y soldabais con todas lasfuerzas de vuestra imaginación sobre estemodesto fuego que apenas ardía.

¡Son tantos los amores del hombre en lavida! A los cuatro anos, amor por los caballos,por el sol, por las flores, por las armas quebrillan, por las libreas de soldado; a los diez,amor por la niña que juega con vosotros; a lostrece, amor por una gran mujer de senosrollizos, pues recuerdo que lo que losadolescentes adoran con locura es un pecho demujer, blanco y mate, y como dice Marot:

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Tetin... refaict plus blanc qu’unoeuf,Tetin de satín blanc tout neuf6.

Estuve a punto de desmayarme la primeravez que vi desnudos los dos pechos de unamujer. Finalmente, a los catorce o quince años,amor por una muchacha que viene a vuestracasa, un poco más que una hermana, menosque una amante; luego a los dieciséis años,amor por otra mujer hasta los veinticinco; luegose ama tal vez a la mujer con la que uno secasará.

Cinco años más tarde, se ama a la bailarinaque hace saltar su vestido de gasa sobre susmuslos carnosos; en fin, a los treinta y seis,amor por ser diputado, amor por laespeculación y por las condecoraciones; a loscincuenta, amor a cenar con el ministro o con elalcalde; a los sesenta, amor por la prostituta

6 Pechito relleno más blanco que un huevo. / Pechito deraso blanco todo nuevo.

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que os llama a través de los cristales y hacia lacual se dirige una mirada de impotencia, unreproche hacia el pasado. ¿No es cierto todoesto? Pues yo he padecido todos estos amores;sin embargo, no todos, ya que no he vividotodos mis años, y cada año, en la vida demuchos hombres, está marcado por una pasiónnueva, la de las mujeres, la del juego, la de loscaballos, la de las botas finas, la de los bastones,la de los lentes, la de los carruajes, la de loscargos. ¡Cuánta» locuras en un hombre! ¡Oh!, esobvio que no son más vahados los matices deldisfraz de arlequín que las locuras del espírituhumano, y los dos llegan al mismo resultado, elde raerse uno y otro y hacer reír algún tiempo:al público por su dinero, el filósofo por suciencia.

—¡Al grano! —inquirió uno de losauditores, impasible hasta entonces, y sin dejarsu pipa más que para lanzar sobre midisgresión, que se desviaba pe las ramas, lasaliva de su reproche

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—Apenas sé qué decir a continuación, pueshay una laguna en la historia, un verso demenos en la elegía. Pasó vano tiempo así. En elmes de mayo, la madre de estas niñas vino aFrancia a traer a su hermano. Era un muchachoencantador, rubio como ellas, con vivasmuestras de granujería y de orgullo británico.

Su madre era una mujer pálida, delgada eindolente. Iba vestida de negro; sus modales ysus palabras, su aspecto tenían un aireindolente, un poco fofo, es cierto, pero que seasemejaba al farnient italiano. No obstante, todoeso estaba perfumado de buen gusto, dejandorelucir un barniz aristocrático. Se quedó un mesen Francia.

Luego partió de nuevo, y vivimos así comosi te dos fueran de la familia, yendo siemprejuntos en nuestros paseos, nuestras vacaciones,nuestros días de asueto. Todos éramoshermanos y hermana.

En nuestras relaciones de cada día habíatanta gracia y efusión, intimidad y abandono,

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que es quizás degeneró en amor, al menos porsu parte y tuve pruebas evidentes de ello.

Cuanto a mí, puedo atribuirme el papel deun hombre moral, pues no tenía ningunapasión Y lo habría querido.

A menudo, se me acercaba, me cogía por eltalle me miraba, charlaba. ¡Encantadora niña!Me pedía libros, piezas de teatro de las que medevolví muy pocas; subía a mi habitación, yoestaba muy turbado. ¿Podía suponer tantaingenuidad? Un día se tendió en mi diván enuna posición muy equívoca; yo estaba sentadojunto a ella sin decir nada.

Ciertamente, el momento era crítico, no loaproveché, la dejé marchar.

Otras veces, me abrazaba llorando. Yo nopodía creer que me amaba realmente. Ernestestaba persuadido de ello, me lo hacía observar,me trataba de imbécil —mientras que yo eratímido e indolente a la vez.

Era algo dulce, infantil, que ninguna ideade posesión ensombrecía pero que por este

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mismo motivo, carecía de energía; sin embargo,era demasiado inocente para tratarse deplatonismo.

Al cabo de un año, su madre vino a vivir aFrancia; luego al cabo de un mes regresó aInglaterra. Sus hijas habían sido sacadas depensión y se alojaban con su madre en una calledesierta, en el segundo piso.

Durante su viaje, las veía a menudo en lasventanas. Un día, que yo pasaba, Caroline mellamó. Subí. Estaba sola, se echó a mis brazos yme abrazó efusivamente; fue la última vez,pues después se casó.

Su profesor de dibujo había ido a visitarlacon frecuencia; se proyectó una boda, seconcertó y deshizo cien veces. Su madre volvióde Inglaterra sin su marido, del que nunca másse oyó hablar; Carolina se casó el mes de enero.Un día la encontré con su mando Apenas mesaludó.

Su madre ha cambiado de domicilio y demodales, ahora recibe a jóvenes modistos y

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estudiantes en su casa, va a los bailes demáscaras y lleva allí a su hija menor.

Hace dieciocho meses que no las hemosvisto.

He ahí cómo termina una relación queprometía convertirse tal vez en una pasión conla edad, pero que se desvaneció por sí misma.

¿Es preciso decir que ello había sido ronrespecto al amor lo que el crepúsculo a la horacumbre del día, y que la mirada de María hizodesaparecer el recuerdo de esta pálida niña?

Es un fuego insignificante del que ya noqueda más que fría ceniza.

XVI

Esta página es corta, yo quisiera quetodavía lo fuera más. Ocurrió lo siguiente.

La vanidad me impulsó al amor, no, a lavoluptuosidad; ni siquiera a esto, a la carne.

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Se mofaban de mi castidad, a causa de elloenrojecía, me avergonzaba, me apenaba comosi fuera una corrupción.

Se me presentó una mujer, la tomé; y mearranqué de sus brazos completamentehastiado y amargado. Pero entonces, podíahacer el Lovelace de cafetín, decir tantasobscenidades como otro cualquiera ante un bolde ponche; entonces era un hombre, había ido acometer el vicio, tomo si fuera un deber, yluego me había jactado de ello. Tenía quinceaños, hablaba de mujeres y de amantes.

A esta mujer le cogí odio; se me acercaba, ladejaba; dispensaba sonrisas que medesagradaban tanto como una muecaespantosa.

Tuve remordimientos, como si el amor deMaría hubiera sido una religión que yo hubieraprofanado.

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XVII

Yo me preguntaba si aquéllas eran lasdelicias que había soñado, esos transportes defuego que me había imaginado en la virginidadde aquel corazón infantil.

¿Eso es todo? ¿Acaso tras este frío goce, nodebía haber otro más sublime, más vasto, casidivino, y que haga sumirse en éxtasis? ¡Oh!, no,todo había terminado, había ido a apagar en elcieno ese fuego sagrado de mi alma. ¡Oh!,María, había arrastrado al fango el amor que tumirada había creado, lo había derrochadocaprichosamente, en la primera mujer queapareció, sin amor, sin deseo, impulsado poruna vanidad infantil, por un cálculo de orgullopara no enrojecer más de una maneralicenciosa, para tener apostura en una orgía.¡Pobre María!

Estaba hastiado, un tedio profundo meinvadió el alma, sentí piedad por estas alegrías

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de un momento, y estas convulsiones de lacarne. Tenía que ser muy miserable, yo queestaba tan vanidoso de aquel amor tan alto, deaquella pasión sublime y que consideraba micorazón más vasto y más bello que los de losdemás hombres; ¡yo, ir como ellos!... ¡Oh!... no,ni uno solo lo ha hecho quizás por los mismosmotivos; casi todos han sido impulsados a ellopor los sentidos, han obedecido al instinto de lanaturaleza como un perro; pero había mayordegradación en hacer un cálculo, excitarse en lacorrupción, entregarse en los brazos de unamujer, manosear su carne, lanzarse al arroyopara levantarse y mostrar sus manchas.

Y luego me avergoncé de ello como de unavil profanación; habría querido ocultar a mispropios ojos a la ignominia de la que me habíajactado.

Me transportaba a estos tiempos en quepara mí la carne no tenía nada de innoble y enque la perspectiva del deseo me mostrabaformas vagas y voluptuosidades que mi

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corazón me creaba. No, nunca podránexpresarse todos los misterios del alma virgen,todas las cosas que siente, ni todos los mundosque concibe. ¡Cuan deliciosos son sus sueños!,¡cuan etéreos y tiernos son sus pensamientos!,¡cuan amarga y cruel es su decepción!... ¡Haberamado, haber soñado con el cielo, haber vistotodo lo que el alma tiene de más puro, de mássublime, y encadenarse seguidamente a todaslas pesadeces de la carne, toda la languidez delcuerpo! ¡Haber soñado con el cielo y caer en elcieno!

Quién me devolverá, ahora, todas las cosasque he perdido, mi virginidad, mis sueños, misilusiones, cosas todas marchitas —pobres floresque la helada ha matado antes de abrirse.

XVIII

Si he experimentado momentos deentusiasmo, se los debo al arte; y, sin embargo,¡qué vanidad es el arte!, querer pintar al

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hombre en un bloque de piedra o el alma enpalabras, los sentimientos a través de sonidos yla naturaleza sobre una tela barnizada. ..

No sé qué poder mágico posee la música;durante semanas enteras he soñado en el ritmocadenciado de una melodía o en los amplioscontornos de un coro majestuoso; hay sonidosque penetran en mi alma y voces que mefunden en delicias. Me gustaba la orquestaretumbando con sus olas de armonía, susvibraciones sonoras y este vigor inmenso queparece tener músculos y que muere al final delarco; mi alma seguía la melodía desplegandosus alas hacia el infinito y ascendiendo enespirales, pura y lenta, como un perfume que seeleva hacia el cielo. Me gustaba el ruido, losdiamantes que destellan a las luces, todas estasmanos de mujer enguantadas y aplaudiendocon flores; miraba el ballet chispeante, losvestidos rosas ondulantes; escuchaba el ruidocadencioso de los pasos al andar; miraba cómo

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se separaban débilmente las rodillas con lostallos inclinados.

Otras veces, recogido ante las obras delgenio, sacudido por las cadenas con las que nosata. Entonces, entre el murmullo de estas voces,el aullido pretencioso, ese zumbido lleno deencantos, ambicionaba el destino de estoshombres fuertes que manejan a la multitudcomo el plomo, que la hacen llorar, gemir,trepidar de entusiasmo. ¡Cuan vasto debe deser el corazón de aquellos que hacen entrar almundo en él, y cómo se aborta todo en minaturaleza! Convencido de mi impotencia y demi esterilidad, soy víctima de un odio celoso;me decía que eso no era nada, que sólo el azarhabía dictado estas palabras. Arrojaba al cienolas cosas más altas, que envidiaba.

Me había mofado de Dios, bien podíareírme de los hombres.

Sin embargo, este humor sombrío erasolamente pasajero, y experimentaba unverdadero placer en contemplar el genio

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resplandeciente en la morada del arte, comouna gran flor que abre un rosetón de perfumeante un sol estival.

¡El arte!, ¡el arte!, ¡qué bella vanidad!Si sobre la tierra y entre todas las nadas se

adora una creencia, si hay algo de santo, depuro, de sublime, algo que vaya con este deseoinmoderado de lo infinito y de lo vago quenosotros llamamos alma, es el arte. ¡Y quépequeñez! Una piedra, una palabra, un sonido,la disposición de todo eso que llamamos losublime. Quisiera algo que no tuvieranecesidad de expresión ni de forma, algo casitan puro como un perfume, casi tan fuertecomo la piedra, casi tan inasible como un canto,que fuese a la vez todo eso y nada de ningunade estas cosas. Todo me parece limitado,restringido, abortado en la naturaleza.

El hombre, con su genio y su arte, no esmás que un miserable mono de algo máselevado.

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Yo quisiera lo bello en el infinito y allí noencuentro más que la duda.

XIX

¡Oh!, ¡el infinito, el infinito, hoyo inmenso,espiral que asciende de los abismos a las másaltas regiones de lo desconocido, vieja idea acuyo entorno giramos, presos del vértigo,abismo que cada cual tiene en el corazón,abismo inconmensurable, abismo sin fondo! Envano durante muchos días y muchas nochesnos preguntaremos en nuestra angustia: “¿Quésignifican estas palabras: Dios. Eternidad,Infinito?” Damos vueltas ahí dentro llevadospor un viento de la muerte, como la hojaarrastraba por el huracán. Se diría que entoncesel infinito se complace en que nos mezamos anosotros mismos en esta inmensa duda.

Sin embargo, siempre nos decimos: “Trasmuchos siglos, millares de años, cuando todo sehabrá consumido, será preciso que haya un

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límite.” —¡Ay! la eternidad se nos aparece y letenemos miedo —miedo do esta cosa que debedurar tanto tiempo, si bien nosotros duramostan poco.

¡Tanto tiempo!Sin duda, cuando el mundo ya no exista —

¡entonces sí que desearé vivir, sin naturaleza,vivir sin hombres, qué grandeza este vacío!—,sin duda entonces, habrá tinieblas, un poco deceniza quemada que habrá sido la tierra, yquizás algunas gotas de agua, el mar. —¡Cielos!nada más el vacío... que la nada extendida en lainmensidad como una mortaja

¡Eternidad! ¡Eternidad! ¿Durará siempreesto? ¿Siempre, sin fin?

Pero, no obstante, lo que permanecerá, lamenor parcela de los escombros del mundo, elúltimo soplo de una creación agonizante, elmismo vacío deberá estar cansado de existir;todo reclamará una destrucción total. Esta ideade algo sin fin nos hace palidecer, ¡ay!, ynosotros estaremos allí dentro, nosotros los que

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vivimos ahora y esta inmensidad nos arrollaráa todos. ¿Qué será de nosotros? No seremosnada, ni siquiera un soplo.

He pensado durante mucho tiempo en losmuertos que se hallan en los ataúdes en loslargos siglos que pasan así bajo la tierra llenade ruidos, de rumores, de gritos, ellos tantranquilos, en sus planchas podridas cuyolóbrego silencio es interrumpido a veces, orapor un cabello que cae ora por un gusano quese desliza sobre un pedazo de carne. ¡Cómoduermen tendidos, sin hacer ruido, bajo latierra, bajo el césped florido!

Sin embargo, en invierno, deben tener frío,bajo la nieve.

¡Ay! si despertasen, si empezaran a reviviry vieran todas las lágrimas que se vertieronsobre su mortaja secada, todos esos sollozosahogados, todas las muecas terminadas,tendrían horror a esta vida que han llorado aldejarla, y volverían en seguida a la nada, tantranquila y tan verdadera.

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Ciertamente, se puede vivir, e inclusomorir, sin haberse preguntado ni una sola vezlo que es la vida y la muerte; pero, para quienmira cómo tiemblan las hojas, cuándo sopla elviento, cómo serpentean los arroyos en losprados, cómo se atormenta y da vueltas a lascosas la vida, cómo viven los hombres, cómohacen el bien y el mal, cómo hace rodar sus olasel mar y despliega sus luces el cielo, y sepregunta: “¿Por qué estas hojas?, ¿por quéfluye el agua?, ¿por qué la vida misma es untorrente tan terrible y que va a perderse en elocéano sin limites de la muerte?, ¿por qué loshombres dudan y trabajan como hormigas?,¿por qué la tempestad?, ¿por qué el cielo tanpuro y la tierra tan infame?” Estosinterrogantes conducen a tinieblas de las queno se sale.

Y la duda surge después: es algo que no sedice, sino que se siente. El hombre entonces seasemeja al viajero perdido en las dunas, quebusca por todas partes una pista que le lleve al

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oasis, y no ve más que el desierto. La duda, esla vida. ¡La acción, la palabra, la naturaleza, lamuerte, en todo hay duda!

La duda es la muerte para las almas; es unalepra que se apodera de las razas degeneradas,es una enfermedad que proviene de la ciencia yque conduce a la locura. La locura es la duda dela razón; tal vez es la misma razón del que loprueba.

XX

May poetas que tienen el alma toda llenade perfumes y de flores, que miran la vidacomo la aurora del cielo; otros que no tienennada más que lobreguez, nada más queamargura y cólera; hay pintores que todo loven azul, otros todo amarillo, todo negro. Cadauno de nosotros percibe el mundo desde unprisma distinto; dichoso aquel que distingue enél colores vivos y cosas alegres. Hay hombresque en el mundo solo ven un titulo, mujeres, el

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banco, un nombre, un destino, ¡locuras!Conozco algunos que sólo ven ferrocarriles,mercados o ganados; unos descubren en él unplan sublime, otros una farsa obscena.

Y es probable que ésos os pregunten qué eslo obsceno; pregunta tan embarazosa deresponder, como todas las preguntas.

Me gustaría otro tanto dar la definicióngeométrica de un bonito par de botas o de unamujer bella, dos cosas importantes. Laspersonas que ven nuestro globo como unmontón de cieno grande o pequeño, sonpersonas singulares o de difícil acceso.

Acabáis de hablar con una fe de estaspersonas infames, personas que no sedenominan filántropos, y que, sin temor a quese les llame carlistas, no votan por lademolición de las catedrales; pero muy prontoos detenéis rápidamente u os reconocéisvencido, pues son personas sin principios quemiran la virtud como una palabra, y el mundocomo una bufonada. Parten de allí para

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considerarlo todo bajo un punto de vistainnoble; sonríen ante las cosas bellas, y cuandoles habláis de filantropía, se encogen dehombros y os dicen que la filantropía se ejercemediante una suscripción para los pobres. ¡Quéinteresante una lista de nombres en unperiódico!

¡Extraña cosa, esta diversidad de opiniones,de sistemas, de creencias y de locuras! Cuandohabláis a ciertas personas, se detienen derepente horrorizadas y os preguntan: “¡Cómo!,¿negaríais esto?, ¿dudarías de ello? ¿Acaso sepuede revocar el plan del universo y losdeberes del hombre?” Y si, desgraciadamente,vuestra mirada ha dejado adivinar un sueñodel alma, se detienen repentinamente yterminan allí su victoria lógica, como estosniños espantados por un fantasma imaginario,y que cierran los ojos sin atreverse a mirar.

Ábrelos, nombre débil y lleno de orgullo,pobre hormiga que se arrastra penosamentesobre tu grano de polvo; te dices libre y grande,

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te respetas a ti mismo, tan vil durante tu vida y,para escarnio sin duda, saludas a tu cuerpopodrido que pasa. Y luego piensas que unavida tan bella, agitada así entre un poco deorgullo que tú llamas grandeza y este interésbajo que es la esencia de tu Sociedad, serácoronada por una inmortalidad. ¿Inmortalidadpara ti, más lascivo que un mono, el tigre y laserpiente, para la lujuria, la crueldad, la bajeza,un paraíso para el egoísmo, una eternidad paraeste polvo, la inmortalidad para esta nada. ¿Tejactas de ser libre, de poder hacer lo que túllamas el bien y el mal? Sin duda, para que se tecondene más deprisa, pues ¿qué sabrías hacerde bueno? ¿Hay uno solo de tus gestos que nosea estimulado por el orgullo o calculado por elinterés?

¡Tú, libre! Desde tu nacimiento, estássometido a todas las debilidades paternas; túrecibes con el día la simiente de todos tusvicios, de tu propia estupidez, de todo lo que tehará juzgar el mundo, tú mismo, todo lo que te

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rodea, según este término de cooperación, estamedida que tú tienes en ti. Naces con unpequeño espíritu estrecho, con ideas forjadas oque te forjarán, sobre el bien o el mal. Te diránque debes amar a tu padre y cuidarlo en suvejez; harás lo uno y lo otro, y no necesitabasque te lo dijeran, ¿no es así?, eso es una virtudinnata como la necesidad de comer; mientrasque, detrás de la montaña donde naciste,enseñarán a tu hermano a matar a su padreenvejecido, y lo matará, pues eso, piensa él, esnatural, y no era necesario que nadie se lomostrase. Te educarán diciéndote que debesabstenerte de amar con un amor carnal a tuhermana o a tu madre, mientras que tú, al igualque los demás hombres, desciendes de unincesto, ya que el primer hombre y la primeramujer, ellos y sus hijos, eran hermanos yhermanas; mientras que el sol se pone sobreotros pueblos que tienen el incesto por unavirtud y el fratricidio por un deber. ¿Ya ereslibre con respecto a los principios por los que

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regirás tu comportamiento? ¿Eres tú quiengobierna tu educación? ¿Eres tú quien haquerido nacer con un carácter feliz o triste,tísico o robusto, dócil o malo, moral o vicioso?

Pero en primer lugar, ¿por qué has nacido?,¿acaso lo has querido?, ¿te han aconsejado alrespecto? En consecuencia has nacidofatalmente, porque tu padre, un día, habrávuelto de una orgía, enardecido por el vino ypalabras intemperantes, y tu madre se habráaprovechado de ello, habrá puesto en juegotodos los ardides de mujer impulsada por susinstintos carnales y animales que le ha dado lanaturaleza haciendo de ello un alma, y habrálogrado alentar a ese hombre que las fiestaspúblicas han fatigado desde la adolescencia.Por muy grande que seas, primero has sidoalgo tan sucio como la saliva y más fétido quela orina; luego has experimentadometamorfosis como un gusano, y finalmentellegaste al mundo, casi sin vida, llorando,gritando y cerrando los ojos, como por odio

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hacia este sol que has invocado tantas veces. Tedan de comer, creces, brotas como una hoja; esuna gran casualidad si el viento no se te llevatemprano, pues ¿a cuántas cosas estássometido? Al aire, al fuego, a la luz, al día, a lanoche, al frío, al calor, a todo lo que te rodea,todo lo que existe.

Todo eso te domina, te apasiona; amas lahierba, las flores, y te pones triste cuando semarchitan; amas a tu perro, lloras cuandomuere; si se te aproxima una araña, retrocedesde espanto; te estremeces algunas vives almirar tu sombra, y cuantío tu propiopensamiento se sumerge en los misterios de lanada, te quedas horrorizado y tienes miedo dela duda.

Te dices libre, y cada día actúas impulsadopor mil cosas. Ves a una mujer y la amas, temueres de amor por ella, ¿eres libre deapaciguar esta sangre que bulle, de calmar estacabeza ardiente, de contener este corazón, deapaciguar estos ardores que te devoran? ¿Eres

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libre de tu pensamiento? Te detienen miltrabas. Ves a un hombre por primera vez, tedesconcierta uno de sus rasgos, y a lo largo dotu vida sientes aversión por este hombre, quetal vez habrías querido de haber tenido la narizmenos gorda. Te sientes mal del estómago yeres brutal para con aquel que habrías acogidocon benevolencia. Y de todos estos hechos sedesprenden o se encadenan, tambiénfatalmente, otras series de hechos, de los que asu vez derivan otros. ¿Eres el creador de tuconstitución física y moral? No, tú sólo podríasdirigir enteramente si la hubieras hecho ymodelado a tu antojo. ¿Te dices libre porquetienes un alma? En primer lugar, eres tú quienha hecho este descubrimiento que no sabríasdefinir. Una voz íntima te dice que sí; primero,mientes, una voz te dice que eres débil, y túsientes en ti un inmenso vario que quisierasrellenar con todas esas cosas que arrojas sobreél. Incluso, aunque creyeras que sí, ¿estásseguro de ello?, ¿quién te lo ha dicho? Cuando,

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largo tiempo combatido por dos sentimientosopuestos, tras haber vacilado mucho, dudadomucho, te inclinas por un sentimiento, creeshaber sido el dueño de tu decisión; pero paraserlo, sería preciso no tener ningunainclinación. ¿Eres dueño de hacer el bien, sitienes el gusto del mal enraizado en el corazón,si has nacido con malas inclinacionesdesarrolladas a través de tu educación? Y si túeres virtuoso, si el crimen te produce horror,¿podrás cometerlo? ¿Eres libre de hacer el bieno el mal? Como es el sentimiento del bien elque te guía siempre, no puedes hacer el mal.

Este combate es la lucha de estas dosinclinaciones y, si haces el mal, significa queeres más vicioso que virtuoso y que la fiebremás fuerte ha llevado la ventaja. Cuando doshombres se pelean, es obvio que el más débil, elmenos diestro, el menos ágil será vencido por elmás fuerte, el más diestro, el más ágil; pormucho que dure la lucha, siempre habrá unvencido. Sucede lo mismo con tu naturaleza

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interior incluso cuando lo que tú sientes comobueno la arrebata, ¿acaso la victoria es siemprela justicia? Lo que tú juzgas el bien, ¿es acaso elbien absoluto, inmutable, eterno?

Todo son tinieblas alrededor del hombre;todo es vacío, y él quisiera algo fijo; él mismogira en esta inmensidad de la ola en la quequisiera detenerse, se agarra a todo y todo lefalla; patria, libertad, creencia, Dios, virtud,tomó todo eso y todo eso le ha caído de lasmanos; es como un loco que deja caer un vasode cristal y se ríe ante todos los pedazos que hahecho.

Pero el hombre tiene un alma inmortal yhecha a imagen de Dios; dos ideas por las queha derramado su sangre, dos ideas que nocomprende: un alma, un Dios pero de las queestá convencido.

Este alma es una esencia a cuyo alrededorgira nuestro ser físico como la tierra alrededordel sol; este alma es noble, pues siendo unprincipio espiritual, sin nada terrestre, no

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podría tener nada de bajo, ni de vil. Sinembargo, ¿no es el pensamiento quién guíanuestro cuerpo? ¿No es él quien hace levantarnuestro brazo cuando queremos matar? ¿No esél quien anima nuestra carne? ¿Acaso elespíritu es el principio del mal, y el cuerpo suagente?

¡Veamos cuan elástica y flexible es estaalma! Esta conciencia, ¡cuan blanda ymanejable, con qué facilidad se doblega bajo elcuerpo que pesa sobre ella o que apoya sobre elcuerpo, que se inclina, cuan venal y baja es estaalma, cómo se arrastra, cómo adula, cómomiente, cómo engaña! Es ella quien vende elcuerpo, la mano, la cabeza y la lengua; ella esquien exige sangre y pide oro, siempreinsaciable y ávida de todo en su infinito; seencuentra en nosotros como una sed, un ardorcualquiera, fuego que nos devora, un eje quenos hace girar sobre él.

¡Eres grande, hombre! No por el cuerpo, sinduda, sino por este espíritu que te ha hecho,

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según tú, el rey de la naturaleza; eres grande,enérgico y fuerte.

Cada día, en efecto, trastornas la tierra,cavas canales, construyes palacios, encauzas losríos entre piedras, coges la hierba, la amasas yla comes; remueves el océano con la quilla detus buques y crees bello todo eso; tú te creesmejor que el animal feroz que comes, más libreque la hoja arrastrada por los vientos, másgrande que el águila que se cíeme sobre lastorres, más fuerte que la tierra de la que extraestu pan y tus diamantes, y que el océano sobre elque corres. Pero, ¡ay! la tierra que tú remueves,reaparece, renace por si sola, los canales sedestruyen, los ríos invaden tus campos y tusciudades, las piedras de tus palacios sedesensamblan y caen por sí mismas, lashormigas corren sobre tus coronal y sobre tustroncos, todas tus flotas no podrían dejar máshuella de su paso sobre la superficie del océanoque una gota de agua o el aleteo de un pájaro. Ytú mismo, atraviesas este océano de las edades

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sin dejar más huellas tuyas de las que deja tunavío sobre las olas. Te crees grande porquetrabajas sin tregua, pero este trabajo es unaprueba de tu debilidad. Estabasirremediablemente condenado a aprendertodas estas cosas inútiles a costa de tus sudores;eras esclavo antes de haber nacido ydesdichado antes de vivir. Miras los astros conuna sonrisa de orgullo porque le has dadonombres, has calculado su distancia, como siquisieras medir el infinito y encerrar el espacioen los límites de tu espíritu. Pero ¡te equivocas!¿Quién te dice que detrás de estos mundos deluces, no hay otros infinitos aún, y siempre así?¿Quizás ocurre que tus cálculos se detienen aunos pies de altura, y allí empieza una nuevaescala de hechos? ¿Comprendes tú mismo elvalor de las palabras que empleas... extensión,espacio? Son más vastas que tú y todo tu globo.

Eres grande y mueres, como el perro y lahormiga, con mayor pena que ellos; y luego, tepudres; y yo te pregunto, ¿dónde estás tú,

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hombre, cuando los gusanos te han devorado,cuando tu cuerpo se ha disuelto en la humedadde la tumba y tu polvo ya no existe?, ¿dónde sehalla igualmente tu alma?, esta alma que era elmotor de tus acciones, que entregaba tucorazón al odio, a la envidia, a todas laspasiones, esta alma que te vendía y te hacíacometer tantas bajezas, ¿dónde se halla?, ¿existeun lugar lo bastante santo para acogerla? Terespetas y le honras como a un Oíos, hasinventado la idea de la dignidad del hombre,idea que nada en la naturaleza podría tenerviéndote a ti; quieres que se te honre y tehonras a ti mismo, quieres incluso que estecuerpo, tan vil durante su vida, sea honradocuando ya no existe. Quieres que uno sedescubra ante tu carroña humana, que se pudrede corrupción, pese a ser aún más pura que túcuando vivías. ¿Reside allí tu grandeza? —¡Grandeza de polvo! ¡Majestad de nada!

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XXI

Volví allí dos años más tarde; suponéisadónde...; ella no estaba.

Su marido estaba solo, había venido conotra mujer, y se había marchado dos días antesde mi llegada.

Di vueltas por la orilla; ¡qué vacía estaba!Desde allí, podía ver el muro gris de la casa deMaría, ¡qué soledad!

Volví pues a aquella misma sala de la queos he hablado; estaba llena, pero ya no habíaninguna de aquellas caras, las mesas estabancogidas por personas que nunca había visto; lade María estaba ocupada por una anciana, quese apoyaba en aquel mismo lugar donde, tan amenudo, había descansado su codo.

Hizo unos días de mal tiempo y lluviasobre las pizarras, el ruido lejano del mar y. devez en cuando, algunos gritos de marineros enel muelle, recordé todas estas viejas rosas que el

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espectáculo de los mismos lugares hacíarevivir.

Volvía a ver el mismo océano con susmismas olas, siempre inmenso, triste ymugiendo sobre sus rocas; este mismo puebloron su montón de lodo, sus ronchas pisoteadasy sus casas de planta. Pero lodo lo que yo habíaamado, todo lo que rodeaba a Mana, la genteque pasaba junto a ella, todo eso había partidosin retorno. ¡Oh!, ¡cuánto quisiera únicamenteuno de esos días sin igual!, ¡internarme en él sincambiarle nada!

¡Cómo! ¿Nada de todo eso volverá más?Siento cuan vacío está mi corazón, pues todosestos hombres que me rodean me hacen undesierto donde muero Me acordé de estaslargas y cálidas tardes de verano en las que yohablaba sin que ella sospechase que la amaba ysu mirada indiferente me penetraba como unrayo de amor hasta el fondo de mi corazón.

¿Cómo habría podido en efecto ver que laamaba, ya que entonces no la amaba y he

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mentido en todo lo que os he dicho; era ahoracuando la amaba, la deseaba, cuantío, solo en laorilla, en los bosques o por el campo, me lacreaba allí, andando a mi lado, hablándome,mirándome. Cuando me tendía sobre la hierba,y miraba las hierbas curvándose bajo el vientoy la ola chocando contra la arena, pensaba enella, y reconstruía en mi corazón todas lasescenas en las que ella había actuado, hablado.Estos recuerdos constituían una pasión.

Si recordaba haberla visto andar por unlugar, lo recorría a mi vez; he queridoreencontrar el timbre de su voz para deleitarmea mí mismo, era imposible. ¡Cuántas veces hepasado por delante de su caía y he mirado suventana!

Pasé pues estos quince días en unacontemplación amorosa, soñando con ella. Meacuerdo de cosas lastimosas. Un día volvía,hacia el ocaso, andaba a través de los pastoscubiertos de bueyes, andaba de prisa, sólo elruido de mis pasos que frotaban la hierba; iba

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cabizbajo y mirando la tierra. Este movimientoregular me adormeció por decirlo de algúnmodo, creí oír a María andando junto a mí; mecogía del brazo y giraba la cabeza para verme,era ella quien andaba por entre las hierbas.Sabía perfectamente que era una alucinaciónque yo mismo alentaba, pero no podía dejar desonreír y me sentía feliz. Alcé la cabeza, eltiempo era sombrío, frente a mi, en elhorizonte, un magnífico sol se ponía bajo lasolas, se veía un haz de fuego elevándose enredes, desapareciendo bajo enormes nubesnegras que se deslizaban penosamente sobreéstas y un reflejo de este sol ponientereapareciendo más lejos detrás mío, en unrincón del cielo límpido y azul.

Cuando vislumbré el mar, casi habíadesaparecido; su disco se hallaba hundidohasta la mitad bajo el agua y un ligero tinterosáceo seguía extendiéndose y debilitándosehacia el cielo.

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En otra ocasión, volví a caballo costeandola playa, miraba maquinal mente las olas cuyaespuma mojaba los pies de mi yegua, mirabalos guijarros que ella hacía saltar al andar y suspies hundiéndose en la arena; el sol acababa dedesaparecer súbitamente y sobre las olaspredominaba un color oscuro, como si algonegro se hubiera cernido sobre ellas. A miderecha, había unas rocas entre las cuales seagitaba la espuma con el soplo del viento comoun mar de nieve, las gaviotas pasaban porencima de mi cabeza y veía sus alas blancasrozando de muy cerca aquella agua oscura yapagada. Nada podrá expresar lo bello que eratodo aquello, aquel mar, aquella orilla con suarena sembrada de conchas, con sus rocascubiertas de algas húmedas por el agua, y laespuma blanca que se balanceaba sobre elloscon el soplo de la brisa. Os diría muchas otrascosas, mucho más bellas y más dulces, sipudiera decir todo el amor, éxtasis, lamentos,que experimenté. ¿Podéis decir mediante

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palabras la pulsación del corazón?, ¿podéisdecir una lágrima y pintar su cristal húmedoque baña el ojo con una amorosa languidez?,¿podéis decir todo lo que experimentáis en undía?

¡Pobre debilidad humana!, con tuspalabras, tus lenguas, tus sonidos, hablas ybalbuceas; defines a Dios, el cielo y la tierra, laquímica y la filosofía, y no puedes expresar,con tu lengua, toda la alegría que te produceuna mujer desnuda... o un pudín de ciruela!

XXII

¡Oh, María! María, querido ángel de mijuventud, a ti que he visto en la lozanía de missentimientos, a ti que he amado con un amortan dulce, tan lleno de perfume, de tiernossueños, ¡adiós!

¡Adiós! Surgirán otras pasiones, quizás teolvidaré, pero permanecerás siempre en elfondo de mi corazón, porque el corazón es una

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tierra que cada pasión socava, remueve y labrasobre las ruinas de otras. ¡Adiós!

¡Adiós! ¡Y, sin embargo, cómo te he amado,cómo te habría besado, estrechado entre misbrazos! ¡Ah! Mi alma se deshace en deleitesante todas las locuras que mi amor inventa.¡Adiós!

¡Adiós! Y, sin embargo, pensaré en ti; seréarrojado al torbellino del mundo, moriré tal vezaplastado bajo los pies de la masa, deshecho enpedazos. ¿Adonde voy? ¿Qué seré? Quisiera serviejo, tener los cabellos blancos; no, quisiera serbello como los ángeles, tener la gloria, el genio,y todo depositado a tus pies, para que tú lopises. Pero no tengo nada de todo esto, y mehas mirado tan fríamente como a un lacayo o aun mendigo.

Y yo, ¿sabes que no he pasado una noche,un día, una hora, sin pensar en ti, sin volver averte saliendo de debajo de las olas, con tusnegros cabellos sobre tus espaldas, tu morenapiel con sus perlas de agua salada, tu ropa

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chorreando y tu blanco pie de uñas rosadashundiéndose en la arena, y que esta visión latengo siempre presente, y que ella murmura enmi corazón? ¡Oh, no!, todo está vacío.

¡Adiós! Y, sin embargo, cuando te vi, sihubiera tenido cuatro o cinco años más, máscoraje..., ¡oh!, no enrojecería ante cada una detus miradas. ¡Adiós!

XXIII

Cuando oigo sonar las campanas y sudoliente tañido, siento en el alma una vagatristeza, algo indefinible y de ensueño, comovibraciones agonizantes. Una serie depensamientos surge ante el lúgubre tañido dela campana cuando dobla; me parece ver elmundo en sus más hermosos días de fiesta, consus gritos de triunfo, sus carros y coronas y, porencima de todo, un eterno silencio y una eternamajestad.

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Mi alma vuela hacia la eternidad y elinfinito y planea en el océano de la duda, al sonde esta voz que anuncia la muerte.

Voz singular y fría como las tumbas y que,sin embargo, suena en todas las fiestas, y ahoraen todos los duelos; me gusta dejarme aturdirpor tu armonía, que ahoga el ruido de laciudad; me gusta en los campos, en las colinasdoradas con trigales maduros, escuchar elsonido frágil de la campana del pueblo quecanta en medio del campo, mientras el insectozumba bajo la hierba y el pájaro murmura entreel follaje.

Permanecí largo tiempo en el invierno, enesos días sin sol, iluminados con una luzsombría y macilenta, escuchando todas lascampanas tocar los oficios. De todas partessalían las voces que se elevaban al cielo ensuave armonía, y concentraba mi pensamientoen este gigantesco instrumento. Era grande einfinito; sentía en mí sonidos, melodías, ecos de

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otro mundo, cosas inmensas que moríantambién.

¡Oh campanas! Sonaréis también en mimuerte y, un minuto después, en un bautismo;sois, pues, una burla, como todo, y unamentira, como la vida, de la cual anunciáistodas las fases: el bautismo, el matrimonio, lamuerte. ¡Pobre bronce, perdido y oculto entrelas nubes, servirías igualmente en un campo debatalla, o para errar los caballos, convertido enlava ardiente!

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PASION Y VIRTUD

Passion et vertu; conté philosophique,10 de diciembre de 1837.

CUENTO FILOSÓFICO

Puedes hablar de lo que no sientes en absoluto.SHAKESPEARE, Romeo y Julieta,acto III, escena V.

I

Ya lo había visto, creo, dos veces; laprimera, en un baile en casa del ministro, lasegunda en Français, y, aunque no fuese unhombre extraordinario ni un hombre guapo, amenudo pensaba en él, cuando, por la noche,después de haber soplado su lámpara, amenudo permanecía algunos instantessoñadora, los cabellos dispersos sobre sus

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pechos desnudos, la cabeza girada hacia laventana donde la noche ponía una notamacilenta, los brazos fuera de su lecho, y elalma que flotaba entre emociones horrorosas yvagas, como los sonidos confusos que se elevanen los campos por las tardes de otoño.

Lejos de ser una de estas almasexcepcionales como se hallan en los libros y enlos dramas, era un corazón seco, un espíritujusto, y, por encima de todo esto, un químico.Pero estaba en posesión del arte de laseducción, esos principios, esas reglas, laelegancia, en fin, por emplear una palabra tancertera como vulgar, por las cuales un hombrehábil alcanza sus fines.

No se trata más que de ese método bucólicoa lo Louis XV, cuya primera lección comienzapor los suspiros, la segunda por las notasdulces y continúa así hasta el desenlace, laciencia tan bien expuesta en Faublas, lascomedias de segundo orden y los cuentosmorales de Marmontel. Pero en cuanto un

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hombre avanza hacia una mujer, la mira dereojo y la encuentra de su parecer, realiza unaapuesta con sus amigos; está casada, la farsaavanza satisfactoriamente de aquí en adelante.

Entonces se introduce en su casa, le prestanovelas, la lleva a los espectáculos, sepreocupa, sobre todo, de hacer algo asombroso,ridículo, en fin, extraño; y luego, día tras día, sepresenta en su casa con mayor libertad, seconvierte en el amigo de casa, del marido, losniños, los domésticos; por fin la pobre mujerdescubre la trampa, quiere echarlo como a unlacayo, pero éste se indigna y se revuelve, laamenaza con publicar alguna carta muy breve,pero que, interpretada maliciosamente, cobrarásu debida importancia por a quién fue dirigida;él mismo repetirá a su marido alguna palabrasacada posiblemente de algún momento devanidad, de coquetería o de deseo; se trata deuna crueldad de anatomista, pero, tal como seadelanta en las ciencias, hay cierta gente capaz

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de disecar un corazón igual que si se tratase deun cadáver.

Entonces esta pobre mujer, perdida, llora ysuplica; pleno perdón para ella, absolutoperdón por sus niños, su marido, su madre. Él,inflexible, pues se trata de un hombre, puedehacer uso de la fuerza, de la violencia, contarpor todas partes que es su amante, publicarloen los periódicos, escribirlo a lo largo de uninforme y, si es preciso, hasta probarlo.

Sometida a él, apenas viva, se avergüenzaincluso en presencia de sus lacayos que, pordebajo, bajo sus libreas, se ríen burlonamenteviéndola regresar por la mañana de casa de suamo; y entonces, cuando la halla entregada yabatida, sumida en sus lamentos, sus recuerdosdel pasado, sus decepciones amorosas, sedesentiende de ella, aparenta desconocerla, laabandona a su infortunio; incluso a veces llegaa despreciarla; pero por fin ganó su apuesta ypuede considerarse un hombre bienafortunado.

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No es pues un Lovelace, como se habríadicho hace sesenta años, sino más bien un DonJuan, lo que no deja de ser más hermoso.

El hombre que posee a fondo esta ciencia,que conoce sus contornos y repliegues ocultosno es raro ahora; ¡es tan fácil, efectivamente,seducir a una mujer que os ama, y luego dejarlaallí con todas las demás, cuando no se tienealma ni piedad en el corazón! ¡Hay tantosmedios para hacerse amar, ya sea mediante loscelos, la vanidad, el mérito, los talentos, elorgullo, el horror, el mismo temor, o bientambién mediante la fatuidad de los modales, eldescuido de una corbata, la pretensión dedesesperar, unas veces por el corte del traje,otras por la finura de las botas! Pues ¿cuántagente no ha debido sus conquistas sino a lahabilidad de su sastre o de su zapatero?

Ernest se había dado cuenta de que Mazzasonreía a sus miradas. La perseguía por todaspartes. En el baile, por ejemplo, se aburría si élno estaba. Y no se vaya a creer que él fuese tan

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novato para lisonjear la blancura de su mano nila belleza de sus sortijas, como habría podidohacerlo un alumno de retórica, sino que, anteella, difamaba a todas las demás mujeres quebailaban, sobre cada una tenía las aventurasmás desconocidas y más extrañas, y todo eso lahacía reír y la halagaba secretamente, cuandopensaba que, sobre ella, no había nada quedecir. Ante la pendiente del abismo, tomabafirmes resoluciones de abandonarlo, de novolver a verlo —pero la virtud se evapora muydeprisa ante la sonrisa de una boca que se ama.

También había visto que a ella le gustaba lapoesía, el mar, el teatro, Byron, y luego,resumiendo todas estas observaciones en unasola, había dicho: “Es una tonta, la tendré”; yella, a menudo también, había dicho al verlopartir y cuando la puerta del salón girabarápidamente sobre sus pasos: “¡Oh!, ¡te amo!”

Además de todo eso, Ernest le hizo creer enla frenología, en el magnetismo, y Mazza teníatreinta años y siempre era pura y fiel a su

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marido, reprimiendo todos los deseos quenacían cada día en su alma y que morían al díasiguiente; estaba casada con un banquero, y lapasión, en los brazos de aquel hombre,consistía en su deber para ella, nada más —como vigilar a sus criados y vestir a sus hijos.

II

Durante mucho tiempo, se recreó en eseestado de servicio amoroso y medio místico; lanovedad del placer le atraía, y jugó largotiempo con este amor, mucho más que con losotros, y acabó por aferrarse a él fuertemente,primero por costumbre, luego por necesidad.Es peligroso reírse y jugar con el corazón, puesla pasión es un arma de fuego que se dispara yos mata, cuando se creía inofensiva.

Un día Ernest fue muy de mañana a casa deMme. Willer. Su marido estaba en la Bolsa, sushijos habían salido, se encontró solo con ella, ypor la tarde hacia las cinco, cuando salió de allí,

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Mazza se quedó triste, soñadora —y no durmióen toda la noche.

Habían pasado mucho rato, muchas horas,conversando, diciéndose que se amaban,hablando de poesía, deliberando sobre el amoramplia y calurosamente, como se ve en Byron,y luego quejándose de las exigencias socialesque los ataban a uno y otro y que los separabanpara toda la vida; y además habían conversadode las penas del corazón, de la vida y de lamuerte, de la naturaleza, del océano que mugíaen las noches; en definitiva, habíancomprendido el mundo, su pasión, y susmiradas incluso se habían hablado más que suslabios, que se tocaron muy a menudo.

Era un día del mes de marzo, uno de estoslargos días sombríos y tristes que hacen que seapodere del alma una vaga amargura; suspalabras habían sido tristes, las de Mazza,sobre todo, tenían una melancolía armoniosa.Cada vez que Ernest iba a decir que la amabapara toda la vida, cada vez que se le escapaba

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una sonrisa, una mirada, un alarido de amor,Mazza no respondía; lo miraba silenciosa, consus dos grandes ojos negros, su frente pálida,boquiabierta.

Este día se sintió oprimida, como si tuvierauna mano invisible encima del pecho; teníamiedo, pero no sabía cuál era el objeto de sustemores, y se deleitaba en esta aprehensiónmezclada de una extraña sensación de amor, defantasía, de misticismo. En una ocasiónretrocedió su sillón, horrorizada por la sonrisade Ernest, que era bestial y salvaje hasta darmiedo; pero éste se le acercó al instante, lecogió las manos y las llevó a sus labios; ellaenrojeció y le dijo ron un tono de una serenidadafectada.

—¿Acaso querríais hacerme la corte?—¿Haceros la corte? ¡Mazza!, ¿a vos?Esta respuesta quería decirlo todo.—¿Me amaríais?La miró sonriendo.—Ernest, cometeríais un error.

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—¿Por qué?—¡Mi marido! ¿pensáis en ello?—Y bien, ¿vuestro marido!, ¿qué significa

esto?—Es preciso que lo ame—Esto es más fácil decirlo que hacerlo, de

modo que si la ley os dice: “Lo amaréis”,vuestro corazón se doblegaría «orno cuando sehace maniobrar a un regimiento o se dobla unabarra de acero con las dos manos, y si yo osamo...

—Callad, Ernest, pensad en lo que debéis auna mujer que os recibe como yo, desde por lamañana, sin que esté su marido, sola,abandonada a vuestra delicadeza.

—Sí, también yo os amo, será preciso queno os ame más porque tiene que ser así, y nadamás; ¿pero es sensato y justo?

—¡Ah! razonáis de maravilla, mi queridoamigo —dijo Mazza reclinando su cabeza sobreun hombro izquierdo y haciendo girar entre susdedos un estuche de marfil.

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Se le soltó un mechón de cabelloscayéndosele sobre las mejillas; se lo echó paraatrás con un gesto de la cabeza lleno de gracia yde brusquedad. Ernest se levantó varias veces,cogió su sombrero como si fuera a marcharse,luego volvía a sentarse y reanudaba laconversación.

Con frecuencia, se interrumpían ambos a lavez y se miraban largo rato en silencio,respirando apenas, ebrios y contentos de susmiradas y de sus suspiros, luego sonreían.

Por un momento, cuando Mazza vio aErnest a sus pies, postrado sobre la alfombra desu habitación, cuando vio su cabeza reclinadaencima de sus rodillas, con los cabellos haciaatrás, sus ojos muy cerca de su pecho, y sufrente blanca y sin arrugas que estaba allídelante de su boca, creyó que iba a desfallecerde felicidad y de amor, creyó que iba a tomarsu cabeza entre los dos brazos, a estrecharlacontra su corazón y a cubrirla de besos.

—Mañana os escribiré He dijo Ernest.

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—¡Adiós!Y salió.Mazza se quedó con el alma indecisa y toda

ella flotando entre extrañas opresiones, vagospresentimientos, fantasías indecibles; sedespertó por la noche; la lámpara ardía yproyectaba en el techo un disco luminoso quetemblaba vacilando sobre sí mismo, al igualque el ojo de un condenado que nos mira;permaneció largo rato hasta que se hizo de día,escuchando las horas que sonaban en todas lascampanas, oyendo todos los ruidos nocturnos,la lluvia que cae y golpea los muros y losvientos que soplan y se arremolinan en laoscuridad, los cristales que tiemblan, la maderade la cama que crujía a todos los movimientosque hacía al revolcarse sobre sus colchones, delo agitada que estaba por pensamientosabrumadores e imágenes terribles, que laenvolvían entera, enrollándola en sus sábanas.

¿Quién no ha experimentado, en las horasfebriles y delirantes, esos movimientos íntimos

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del corazón?, ¿estas convulsiones de un almaque se agita y se retuerce sin cesar bajopensamientos indefinibles, de lo llenas queestán a un mismo tiempo de tormentos yvoluptuosidades, vagas en un principio eindecisas como un fantasma? Este pensamiento,muy pronto, se consolida y se detiene, adquiereuna forma y un cuerpo, se convierte en unaimagen que nos hace llorar y gemir. ¿Quién noha visto pues, en noches cálidas y ardientes,cuando la piel quema y el insomnio nos roe,sentado a los pies de nuestro lecho, un rostropálido y soñador, y que nos mira tristemente?O bien aparece ella vestida de fiesta, si la habéisvisto bailar en un baile, o envuelta en velosnegros, llorosa; y os acordáis de sus palabras,del sonido de su voz, de la languidez de susojos.

¡Pobre Mazza! Por primera vez sintió queamaba, que esto se iba a convertir en unanecesidad, luego en un delirio del corazón, enrabia; pero, merced a su ingenuidad y a su

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ignorancia, se trazó rápidamente un futurodichoso, una existencia apacible en la que lapasión le daría la alegría, y la voluptuosidad lafelicidad.

En efecto, ¿no podrá vivir contenta en losbrazos de quien ella ama y engañar a sumarido? “¿Qué tiene que ver todo esto —sedecía— con el amor?” Sin embargo, este deliriodel corazón la hacía sufrir y se sumía en él cadavez más, como aquellos que se emborrachanplacenteramente y que las bebidas abrasan.¿Oh! qué punzantes y amargas, cierto, son estaspalpitaciones del corazón, las angustias delalma, entre un mundo de virtud que se va y unfuturo de amor que se avecina.

Al día siguiente, Mazza recibió una carta;era de papel satinado, toda perfumada de rosay almizcle; estaba firmada por una E rodeadacon una rúbrica; no sé lo que decía, pero Mazzareleyó la carta varias veces, dio la vuelta a lasdos hojas, consideró los pliegues, se embriagóde su olor perfumado, luego la enrolló en una

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bolita y la echó al fuego; el papel consumidovoló un instante, y finalmente volvió a caersesobre los morillos de la chimenea, como unagasa blanca y fruncida.

¡Ernest la ama!, ¡se lo ha dicho! ¡Oh! esdichosa, el primer paso está dado, los otros noles costarán más; ahora podrá mirarlo sinenrojecer, ya no necesitará tantas atenciones,pequeños ademanes para hacerse amar; élviene por propia iniciativa, se le entrega, supudor no está expuesto, y este pudor es el quequeda siempre a las mujeres, lo que ellasguardan incluso en el fondo de su amor másabrasador, de las voluptuosidades másardientes, como un último santuario de amor yde pasión, en donde ellas ocultan, como bajo unvelo, todo lo que tienen de brutal y defemenino.

Unos días después, una mujer cubierta conun velo cruzaba casi corriendo el Puente de lasArtes; eran las siete de la mañana.

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Iras haber dudado mucho rato, se detuvoante una puerta cochera y preguntó por M.Ernest; no había salido, subió. La escalera leparecía de una longitud interminable, y,cuando hubo llegado al segundo piso, se apoyósobre la barandilla y se sintió desfallecer;entonces creyó que todo giraba a su alrededor yque unas voces bajas cuchicheaban a sus oídossilbando; finalmente puso una manotemblorosa sobre la campanilla. Cuando oyó sutoque penetrante y repetido, resonó un eco ensu corazón, como por una repercusióngalvánica.

Al fin se abrió la puerta, era Ernest enpersona.

—¡Ah!, ¿sois vos, Mazza?Esta no respondió, estaba pálida y bañada

en sudor; Ernest la miraba fríamente, haciendogirar en el aire el cordón de seda de su bata;tenía miedo de comprometerse.

—Entrad —acabó diciendo.

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La cogió del brazo y la hizo sentar a lafuerza en un sillón. Tras un momento desilencio:

—Ernest, he venido —le dijo— para decirosuna cosa: es la última vez que os hablo; espreciso que me olvidéis, y que no vuelva averos más.

—¿Por qué?—¡Porque suponéis una responsabilidad

para mí, me abrumáis, acabaríais matándome!—¡Yo! ¿Cómo es esto, Mazza?Se levantó, corrió las cortinas y cerró con

llave la puerta.—¿Qué hacéis? —se exclamó ella con

horror.—¿Qué hago?—Sí.—Estáis aquí, Mazza, habéis venido a mi

casa. ¡Oh!, no os neguéis, conozco a las mujeres—dijo sonriendo.

—Continuad —agregó ella enojada.—Y bien, Mazza, ya basta.

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—¿Y vos tenéis la insolencia suficiente paradecírmelo a la cara, a una mujer que decísamar?

—¡Perdón! ¡Oh!, ¡perdón!—Y bien, sí, también yo te amo, más que a

mi vida; ahí lo ves, me entrego a ti.Y luego, entre los cuatro tabiques de un

muro, bajo las cortinas de seda, sobre un sillón,hubo más amor. Besos, caricias embriagadoras,voluptuosidades que abrasan que las necesariaspara volver loco o hacer morir a alguien. Yluego, cuando la hubo deshonrado, consumido,echado a perder con sus abrazos, cuando lahubo dejado cansada, destrozada, jadeante,cuando hubo estrechado varías veces su pechocontra el suyo y la vio agonizante en susbrazos, la dejó sola y se marchó.

Por la noche, en casa de Véfour, comió unacena excelente donde el champaña de buenacepa circulaba en abundancia; hacia los postres,se oyó decir en voz alta: “Mis queridos amigos,todavía tengo una.”

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Esta había vuelto a su casa, con el almaentristecida, los ojos llorosos —no por su honorque había perdido, ya que este pensamiento nola torturaba nada; habiéndose preguntadoprimero qué era el honor, y al no haber visto enel fondo más que una palabra, había hecho casoomiso—, pero pensaba en las sensaciones quehabía experimentado, y al insistir en ello, nohallaba sino decepción y amargura. “¡Oh! ¡Estono es lo que yo había soñado!”, decía.

Cuando se desprendió de los brazos de suamante, le pareció que había en ella algomagullado como sus vestidos, fatigado ydesalentado como su mirada, y que había caídode muy alto, que el amor no se limitaba aaquello, preguntándose al fin, si detrás de lavoluptuosidad, no había una mayor aún, ni sitras el placer, un goce más amplio, pues teniauna sed inagotable de amores infinitos, depasiones sin límites. Pero cuando vio que elamor no era más que un beso, una caricia, unmomento delicioso en el que se revuelcan,

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entrelazados, el amante y su amante, y luegoque todo termina así, que el hombre se levantade nuevo, la mujer se va, y que su pasiónnecesita un poco de carne y una convulsiónpara satisfacerse y embriagarse, el hastío seapoderó de su alma, como esos hambrientosque no tienen de qué comer.

Aunque ella muy pronto abandonó todavuelta al pasado para no pensar más que en elpresente que sonreía; cerró los ojos sobre lo queya no era, sacudió como si fuera una ilusión losantiguos sueños sin límites, sus opresionesvagas e indecisas, para darse toda entera altorrente que la arrastraba; y llegó en seguida aeste estado de languidez y de dejadez, a estemedio-sueño donde uno siente que seadormece, que se transporta, que el mundo sealeja de nosotros, mientras que uno se quedasolo en el barquito, donde la marea nos mece yel océano arrastra; no pensó más ni en sumarido, ni en sus hijos, aún menos en sureputación, que las demás mujeres difamaban

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en los salones y que los jóvenes amigos deErnest, encenagaban y vilipendiaban sinfundamento, en los cafés y cafetines.

Pero, así sin más, hubo para ella unamelodía desconocida hasta entonces en lanaturaleza y en su alma, y descubrió tanto enuna como en otra mundos nuevos, espaciosinmensos, horizontes sin límites; pareció quetodo había nacido para el amor, que loshombres eran criaturas de un orden superior,susceptibles de pasiones y sentimientos, quesólo servían para esto y que sólo debían viviren función del corazón. Por cuanto a su marido,lo seguía amando y le tenía mayor aprecio aún;sus hijos le parecían graciosos, pero los amabacomo te ama a los de otro.

Cada día, no obstante, sentía que amabamás que la víspera, que ello se convertía en unanecesidad de su existencia, que no habríapodido vivir sin ello; pero esta pasión con laque ella había jugado primero riendo, acabópor ser seria y triste; una vez dentro de su

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corazón, se convirtió en un amor violento,luego en un frenesí, en rabia. Había en ellatanto fuego y calor, tantos deseos inmensos,una sed tal de delicias y voluptuosidadesfluyendo en su sangre, en sus venas, bajo supiel, incluso bajo sus uñas, que se había vueltoloca, ebria, fuera de sí, y habría querido hacersalir tu amor de los limites de la naturaleza; leparecía que prodigando las caricias yvoluptuosidades, abrasando su vida en nochesfebriles y ardorosas, revolcándose en todo loque la pasión tiene de más frenético, de mássublime, se abriría ante ella una sucesión devoluptuosidades, de placeres.

A menudo, en los transportes delirantes,exclamaba que la vida no era más que lapasión, que el amor lo era todo para ella; yluego con los cabellos sueltos, la mirada fogosa,el pecho jadeante de sollozos, le preguntaba asu amante si no habría deseado al igual queella, vivir siglos juntos, solos, en lo alto de unamontaña, sobre el pico de una roca, bajo la cual

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fueran a romperse las olas, a confundirse losdos con la Naturaleza y el cielo, y a mezclar sussuspiros con los ruidos de la tempestad; ydespués lo miraba largo rato, volviéndole apedir más besos, más abrazos y se derribabaentre sus brazos, muda y desvanecida.

Y cuando, por la noche, su esposo, con elalma tranquila, la frente apacible, volvía a sucasa, diciéndole que hoy había ganado, que porla mañana había hecho una buenaespeculación, que había comprado una granja,que había vendido una renta y que podíaañadir un lacayo más a sus dotaciones, comprardos caballos más para sus caballerizas, y quecon estas palabras y estos pensamientos iba aabrazarla, a llamarla “su amor y su vida”. ¡Oh!la rabia se apoderaba de su alma, lo maldecía,rechazando con horror sus caricias y sus besos,que eran fríos y horribles como los de un mono.

Por lo tanto, en su amor, había un dolor yuna amargura, como el poso del vino que lohace más amargo y más ardiente.

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Y cuando, tras haber abandonado su casa,sus lacayos, se encontraba con Ernest, sola,sentada junto a él, entonces le contaba quehubiera querido morir cogida de su mano,sentirse sofocada en sus brazos —y luegoagregaba que ya no tenía gusto por nada, quelo despreciaba todo, que sólo lo amaba a él; porél, había abandonado a Dios y lo sacrificaba asu amor; por él, dejaba a su marido y loexponía a la ironía; por él, abandonaba a sushijos, escupía sobre todo ello caprichosamente;religión, virtud, lo pisoteaba todo, vendía sureputación a cambio de sus caricias, y era condicha y deleite que lo inmolaba todo, era paracomplacerlo que destruía todas sus creencias,todas sus ilusiones, toda su virtud, en definitivatodo lo que amaba —para obtener de él unamirada o un beso—. Y a él le parecía que ellasería más bella al apartarse de sus brazos, trashaber descansado sobre sus labios, como lasvioletas marchitas que emanan un perfumemás dulce.

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¡Oh!, ¡quién pudiera saber cuánto frenesí ydeleite hay a veces bajo los dos senospalpitantes de una mujer!

Ernest, sin embargo, empezaba a amarla unpoco más que a una chica de baja condición ouna comparsa; incluso llegó a componer versospara ella, que le entregó; además, un día, lo vicon los ojos enrojecidos, de donde concluirseque había llorado. . . o dormido mal.

III

Una mañana, reflexionando sobre Mazza,sentado en un gran sillón flexible, con sus piessobre los dos morillos de la chimenea, con lanariz hundida en su batín, contemplando lallama de su fuego que crepitaba y ascendíahacia la plancha en lenguas de fuego, se leocurrió una idea que lo dejó extrañamenteperplejo; tuvo miedo.

Al recordar que era amado por una mujercomo Mazza, que le sacrificaba, con tanta

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prodigalidad y efusión, su belleza, su amor,tuvo miedo y tembló ante la pasión de estamujer —como esos niños que huyen lejos delmar diciendo que es demasiado grande— y unaidea moral le pasó por la cabeza, ya que era unhábito que acababa de coger desde que se habíahecho colaborador del “Journal desConnaissances Útiles” y del “Musée desfamillas”; pensó, repito, que era poco moralseducir así a una mujer casada, apartarla de susdeberes de esposa, del amor de sus hijos, y queestaba mal de su parte recibir todas estasofrendas que ella quemaba a sus pies, como unholocausto. Finalmente, estaba hastiado de estamujer, que se tomaba el placer en serio, que noconcebía más que un amor entero y sinpartición y con la que no se podía hablar ni denovelas, ni de modas, ni de ópera.

En un principio quiso separarse de ella,dejarla allí y rechazarla en medio de lasociedad, con las otras mujeres deshonradas Aligual que ella; Mazza se dio cuenta de su

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indiferencia y de tu tibieza, lo atribuyó a sudelicadeza, y no hizo sino amarlo más. Amenudo, Ernest la evitaba, huía de ella, peroella sabía salirle al encuentro en todas partes,en el baile, en el paseo, en los jardines públicos,en las museos; sabía esperarlo entre lamultitud, decirle dos palabras y hacerle subirlos colores a la frente, ante toda esa gente que lamiraba.

Otras veces, era él quien venía a su casa;entraba con una frente severa, un aspectograve; la joven mujer, ingenua y enamorada, sele echaba al cuello, y lo cubría de besos; peroeste la apartaba fríamente, y luego le decía queno debían amarse más, que una vez pasado elmomento de delirio y de locura, todo debíahaber terminado entre ellos, que debía respetara su marido y velar por su hogar —y agregabaque había visto y estudiado mucho y que por lodemás la Providencia era justa, que lanaturaleza era una obra maestra y la sociedaduna creación admirable, y luego que la

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filantropía, después de todo, era una bella cosay que había que amar a loa hombres.

Y éste, entonces, lloraba de rabia, deorgullo y de amor; ella le preguntaba con la risaen los labios, pero con la amargura en elcorazón, si ella ya no le parecía bella y qué eralo que hacía falta hacer para complacerlo, yluego le sonreía, mostrándole a la vista supálida frente, sus negros cabellos, su garganta,su hombro, sus senos desnudos. Ernestpermanecía insensible a tantas seducciones,pues ya no la amaba, y si salía de su casa conalguna emoción en el alma, era como laspersonas que vuelven de ver a unos locos; y sialgún vestigio de pasión, alguna chispa deamor se encendía de nuevo en él, se apagabarápidamente con una razón o un argumento.

¡Dichosos pues aquéllos que puedenimponerse a su corazón con palabras y destruirla pasión, que está enraizada en el alma, con lamoralidad, que sólo te encuentra adherida a los

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libros como el barniz del librero y frontispiciodel grabador!

Un día, en un arrebato de furor y de delirio,Mazza le mordió en el pecho y le hundió susuñas en la garganta. Al ver que la sangrefiguraba en sus amores, Ernest comprendió quela pasión de esta mujer era feroz y terrible, queen torno a ella había una atmósfera envenenadaque terminaría por ahogarlo y provocar sumuerte, que este amor era un volcán al quehabía que echar siempre alguna cosa paramasticar y triturar en sus convulsiones, y quesus voluptuosidades, en definitiva, eran unalava ardiente que abrasaba el corazón. Porconsiguiente era preciso partir, abandonarlapara siempre —o bien lanzarse con ella a estetorbellino que nos arrastra como un vértigo, enesos derroteros inmensos de la pasión, queempieza con una sonrisa y no termina sino enuna tumba.

El prefería partir.

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Una noche a las diez, Mazza recibió unacarta; entendió las siguientes palabras:

“¡Adiós Mazza!, no volveré averos más; el ministro del Interiorme ha inscrito en una comisiónexperta que debe analizar losproductos y el mismo suelo deMéxico. ¡Adiós! me embarco en LeHavre. Si queréis ser feliz, dejad deamarme, olvidadme, sino alcontrario amad la virtud y vuestrosdeberes; es un último consejo.¡Adiós! una vez más. Os abrazo.

ERNEST.”

La releyó varias veces, consternada por estapalabra “adiós”; permaneció con los ojos fijos einmóviles sobre esta carta que contenía toda sudesgracia y su desesperación, por la que ellaveía huir y desmoronarse toda su felicidad y suvida; no derramó una sola lágrima, no dioningún grito, pero llamó a un criado, le ordenóir a buscar unos caballos de posta y ensillarlos.

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Su marido se hallaba de viaje por Alemania,nadie podía detener su voluntad.

A medianoche, partió rápidamente,corriendo a toda la velocidad que los caballosdaban de sí. Se detuvo en un pueblo para pedirun vaso de agua y siguió su viaje, creyendo quetras cada cuesta, cada colina, cada recodo delcamino, vería aparecer el mar, objeto de susdeseos y de sus celos, ya que iba a quitarle aalguien querido para su corazón. Al fin, hacialas tres de la tarde, llegó a Le Havre.

Apenas descendió, corrió hasta el extremodel espigón y miró el mar... una vela blanca sehundía en el horizonte.

IV

¡Se había marchado!, ¡se había marchadopara siempre! —y cuando ella volvió a alzar surostro inundado de lágrimas, no vio nada más...que la inmensidad del océano.

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Era uno de estos días abrasadores deverano, en los que la tierra exhala cálidosvapores como el aire inflamado de unahoguera. Cuando Mazza llegó al espigón, elfrescor salado la reanimó un poco, pues unabrisa del sur hinchaba las olas, que ibandébilmente a morir sobre la arena y agonizabansobre los guijarros Las nubes negras y densasse acumulaban a su izquierda, hacia la puestadel sol, que estaba rojo y luminoso encima delmar; hubiérase dicho que iban a estallar ensollozos. El mar, sin estar furioso, se revolcabasobre sí mismo cantando lúgubremente; ycuando iba a romperse contra las piedras delespigón, las olas saltaban por el aire y recaíancon una arenilla plateada.

Había en ello una armonía salvaje. Mazzala escuchó largo rato, fascinada por su fuerza;el ruido de esos embates tenía para ella unlenguaje, una voz; sus olas, al igual que ella,venían a morir rompiéndose contra las piedrasy a no dejar sobre la arena mojada nada más

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que la huella de su paso. Una hierba, que habíanacido entre dos ranuras de la piedra, inclinabasu cabecilla, toda llena del rocío; cada oleaje ibaestirándola de su raíz, y esta se desprendíacada vez más; al fin desapareció bajo la oleada,no se la volvió a ver más; y no obstante, ¿erajoven y llevaba flores? Mazza sonrióamargamente; la flor, tal como ella, eraarrancada por las olas en el frescor de laprimavera.

Había unos marinos que volvían, tendidosen su barca, arrastrando tras sí la cuerda de susredes, su voz vibraba a lo lejos, con el alaridode los pájaros nocturnos que se cerníanvolando con sus alas negras sobre la cabeza deMazza, e iban todos a posarse en dirección a laplaya, sobre los escombros que traía la marea.Entonces oía una voz que la llamaba desde elfondo del abismo, y con la cabeza inclinadahacia el precipicio, calculaba cuántos minutos ysegundos le harían falta para agonizar y morir.En la naturaleza todo estaba tan triste como

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ella, y le pareció que las olas emitían suspiros, yque el mar lloraba.

Yo no sé, sin embargo, qué miserablesentimiento de la existencia le aconsejó vivir, yque en la tierra todavía había felicidad y amor,que no debía hacer sino aguardar y esperar, yque volvería a verlo más adelante; pero cuandola noche cayó y la luna apareció en medio desus compañeras, como una sultana en el harénentre sus mujeres, y que nadie vio, comotampoco las burbujas del oleaje, que brillabasobre las olas como la espuma en la boca de uncorcel —cuando el ruido de la ciudad empezó adisiparse en la niebla, junto con sus luces que seapagaban—, Mazza inició el regreso.

Por la noche —eran quizás las dos— abriósus ventanas y miró afuera. Se encontraban enuna llanura y el camino estaba bordeado deárboles, las claridades nocturnas al pasar através de sus ramas los asemejaban a fantasmasde formas gigantescas, que corrían todosdelante de Mazza y movían su cabellera

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desgreñada a merced del viento que silbaba porentre sus hojas. En una ocasión, el carruaje sedetuvo en medio del campo, se había roto untiro; era de noche, sólo se oía el rumor de losárboles, el aliento de los caballos jadeando desudor, y los sollozos de una mujer que llorabasola.

De madrugada, vio alguna gente que ibahacia la ciudad más próxima, llevando almercado fruto» completamente cubiertos demusgo y de follaje verde; además cantaba, ycomo el camino ascendía e iba al paso, pudooírla largo rato “¡Oh!, cuánta gente dichosahay!”, se decía.

Era un domingo, en pleno día; en unpueblo, a unas horas de París, en la plaza de laiglesia, a la hora en que todo el mundo salía deallí, hacía un sol espléndido que resplandecíasobre el gallo de la iglesia, e iluminaba sumodesto rosetón. Las puertas que se hallabanabiertas, permitían a Mazza ver desde el fondode su carruaje, el interior de la nave, y los cirios

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que brillaban en la oscuridad, sobre el altar;miró la bóveda de madera pintada de azul, ylos viejos pilares de piedra desnudos yblanqueados, y luego todas las hileras debancos donde se exhibía una población entera,abigarrada de vestidos de color; oyó el órganoque cantaba, y entonces el pueblo se transformóen un gran oleaje, y salieron. Varios de ellosllevaban manojos de flores falsas y mediasblancas; vio que se trataba de una boda, sedieron unos cuantos disparos de fusil en laplaza, y los casados salieron.

La nuera llevaba un gorro blanco y sonreíamirando el extremo de las presillas de sucinturón, que eran de encaje bordado; el esposoandaba a su lado; veía a la multitud con un airefeliz y daba apretones de manos a varios. Era elalcalde de aquella tierra, que era posadero ycasaba a su hija con su adjunto, el maestro de laescuela.

Un grupo de niños y de mujeres se detuvofrente a Mazza para mirar la bella calesa y el

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abrigo rojo, que colgaba de la portezuela; todossonreían y hablaban alto. Cuando hubo hechoel relevo de caballos, volvió a encontrar en losconfines de aquella tierra, al cortejo que entrabaen la alcaldía, y la sonrisa le vino a la bocacuando vio que la espuma de sus caballos caíasobre los novios, y que la polvareda de su pasoensuciaba sus trajes blancos; sacó la cabeza yles lanzó una mirada de piedad y de envidia,pues, de miserable, había pasado a ser malvaday celosa. El pueblo, entonces, por odio a losricos, le respondió mediante injurias y lainsultó, arrojando piedras sobre el emblema desu carruaje.

Durante largo rato, por el camino, mediodormida por el movimiento de las ballestas, elsonido de los cascabeles y el polvo que sepegaba a sus negros cabellos, pensó en la bodadel pueblo y el ruido del violín que precedía alcortejo, el sonido del órgano, las voces de losniños que habían hablado a su alrededor, todo

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junto resonaba en sus oídos como el zumbidode una abeja o el silbido de una serpiente.

Estaba fatigada, el calor la abrumaba, bajoel cuero de su calesa; el sol daba de cara; ladeóla cabeza sobre sus cojines y se durmió. Sedespertó en las puertas de París.

Cuando se ha dejado el campo y laspraderas, y uno se encuentra de nuevo en lascalles, el día parece sombrío y cubierto, comoestos teatros de feria que son lúgubres y estánmal iluminados. Mazza se introdujo con deleiteen las calles más tortuosas; se embriagó delbullicio y del rumor que la sacaban de suensimismamiento y la devolvían al mundo;veía rápidamente, y a modo de sombras chinas,todas las cabezas que pasaban por delante desu portezuela; todas le parecían frías,impasibles y pálidas; miró con asombro, porprimera vez, la miseria que va con los piesdescalzos sobre los muelles, el odio en sucorazón y una sonrisa en la boca, como paraocultar los agujeros de sus harapos, miró a la

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multitud que se precipitaba en los espectáculosy en los cafés, y todo este mundo de lacayos yde grandes señores que se exhibe, como unabrigo de color en un día de gala.

Todo el conjunto le pareció un inmensoespectáculo, un gran teatro, con sus palacios depiedra, sus tiendas iluminadas, sus trajes degala, sus ridiculeces, sus espectros de cartón ysus realezas de un día. Aquí, la carroza de labailarina menosprecia al pueblo, y allá, elhombre se muere de hambre, viendo montonesde oro detrás de los cristales; por todas partesrisa y lágrimas, por todas partes la riqueza y lamiseria, por todas partes el vicio que injuria lavirtud y le escupe a la cara, como el chalgastado de la prostituta que al pasar, roza lasotana del cura. ¡Oh!, en las grandes ciudadeshay una atmósfera corrompida y envenenadaque nos aturde y nos embriaga, algo pesado ymalsano, como estas nieblas sombrías delatardecer que se ciernen encima de los tejados.

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Mazza aspiró este are de corrupción apleno pulmón, lo sintió como un perfume, ypor primera vez, entonces, comprendió todo loque había de vasto e inmenso en el vicio, y devoluptuoso en el crimen.

Al encontrarse de nuevo en su casa, le(careció que hacía mucho tiempo que se habíamarchado, por lo mucho que había sufrido yvivido en pocas horas. Paso la noche llorando,recordando sin cesar su ida y su regreso; desdeallí veía los pueblos que había atravesado, todoel trayecto que había recorrido; le parecíahallarse todavía sobre el espigón, mirando elmar y la vela que se va; recordaba también laboda con sus trajes de fiesta, sus sonrisas defelicidad; desde allí oía el traqueteo de sucarruaje sobre el adoquinado, oía también lasolas que mugían y zumbaban debajo suyo; yluego se horrorizó por la longitud del tiempo,creyó haber vivido siglos y haber envejecido,tener los cabellos blancos, de lo mucho que nosagobia el dolor, y nos roe el pesar —pues hay

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días que nos envejecen como años,pensamientos que causan muchas arrugas.

También se acordó, sonriendopenosamente, de sus días dichosos, susvacaciones apacibles en las orillas del Loira,donde ella corría por los senderos de losbosques, entreteniéndose con las flores, yllorando al ver pasar a los mendigos; recordósus primeros bailes, en los que bailaba tan bien,en los que tanto le gustaban las sonrisas gratasy las palabras amables; y luego además sushoras febriles y delirantes, en los brazos de suamante, sus momentos de transporte y derabia, en los que habría querido que cadamirada durase siglos y que la eternidad fueraun beso. Entonces se preguntó si todo estohabía desaparecido y se había borrado parasiempre —como la polvareda del camino y laestela del navío sobre las olas del mar.

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V

¡Al fin de vuelta, pero sola! Nadie más parasostenerla, nadie más para amar. ¿Qué hacer?,¿qué decisión tomar? ¡Oh!, la muerte, la tumbacien veces, sí, pese a su partida y a su hastío, nohubiera tenido un poco de esperanza en elcorazón. ¿Qué espera ha pues?

Ella lo ignoraba, únicamente tenía todavíafe en la vida; creyó aún que Ernest la amaba, undía que recibió una de sus cartas; pero sólo fueuna desilusión más.

La carta era larga, bien escrita, llena dericas metáforas y de palabras exhaustivas,Ernest le decía que era preciso que no lo amaramás, que debía pensar en sus deberes y enDios; y luego de paso le daba excelentesconsejos sobre la familia, el amor maternal, yterminaba con alguna prueba de afecto, comoM. de Bouilly o Mme. Couttin.

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¡Pobre Mazza! ¡Tanto amor, corazón yternura para una indiferencia tan fría, unatranquilidad tan razonada! Cayó en elabatimiento y el hastío. “¡Yo creía —dijo undía—, que uno podía morirse de pena!” Delhastío, pasó a la amargura y a la envidia.

Fue entonces cuando el bullicio del mundole pareció una música discordante e infernal, yla naturaleza una luirla de Dios; nada legustaba y todo le resultaba odioso; a medidaque cada sentimiento salía de su corazón, elodio entraba en él toda vez que ya no amabanada en el mundo, salvo a un hombre. Amenudo, cuando, en los jardines públicos veía aalgunas madres con sus hijos que jugaban conellas y sonreían a sus caricias, y luego a mujerescon sus esposos, amantes con sus queridas, yque toda esa gente era feliz, sonreía, amaba lavida, los envidiaba y maldecía al mismotiempo; habría querido poder darles unapatada a todos, y su labio irónico al pasar les

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echaba alguna palabra despreciativa, algunasonrisa orgullosa.

Otras veces, cuando le decían que debía serdichosa en la vida, con su fortuna, su rango,que su salud era buena, que sus mejillasestaban frescas, y que se veía que era feliz, queno le faltaba nada, sonreía a pesar de que larabia le carcomiera el alma: “¡Ah!, quéimbéciles —decía— que no ven más que lafelicidad en una frente apacible y que no sabenque la tortura arranca risa.”

A partir de entonces, tomó la vida como ungrito de dolor prolongado. Si veía mujeres quealardeaban de su virtud, como otras de susamores, se burlaba de su virtud y de susamores; cuando encontraba a gente feliz yconfiada en Dios, la atormentaba mediante unarisa o un sarcasmo; ¿los curas? los hacíaenrojecer, al pasar por delante suyo, con unamirada lasciva, y se reía en sus oídos; ¿lasmuchachas y las vírgenes? las hacía palidecercon sus cuentos de amor y sus historias

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apasionadas. Y luego uno se preguntaba quiénera esta mujer pálida y enflaquecida, estefantasma errante, con sus ojos fogosos, y sucabeza de condenada; y si a alguien se leocurría quererla conocer, no se encontraba másque dolor en el fondo de su existencia ylágrimas en su comportamiento.

¡Oh!, ¡las mujeres!, las odiaba con toda elalma, las jóvenes y las hermosas sobre todo, ycuando las veía, en un espectáculo o en unbaile, bajo el resplandor de los candelabros y delas velas, exhibiendo su escote ondulante,aderezadas con encajes y diamantes, y que loshombres presurosos sonreían a sus sonrisas,que se las lisonjeaba y ensalzaba, hubieraquerido estrujar estos vestidos y estas gasasbordadas, escupir sobre estos rostros queridos,y hundir en el cieno estas frentes tan calmadasy tan orgullosas de su frialdad. Ya no creía ennada, más que en la desdicha y la muerte.

Para ella, la virtud era una palabra, lareligión un fantasma, la reputación una

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máscara impostora como un velo que oculta lasarrugas. En cambio encontraba goces en elorgullo, delicias en el menosprecio, y escupía alpasar junto al umbral de las iglesias.

Cuando pensaba en Ernest, en su voz, ensus palabras, en sus brazos que la habíanestrechado tanto rato palpitante y perdida deamor, y que se encontraba bajo los besos de sumarido, ¡ah!, se retorcía de dolor y angustia y serevolcaba sobre sí misma, como un hombre queruge y agoniza, gritando tras un nombre,llorando por un recuerdo. Ella tenía hijos deeste hombre, tales niños se parecían a su padre,una niña de tres años, un niño de cinco, y amenudo, en sus juegos, sus risas penetrabanhasta ella; por la mañana, venían a abrazarlariendo, cuando ella, su madre, había pasadotoda la noche en vela entre tormentos inauditosy sus mejillas todavía estaban frescas de suslágrimas.

Con frecuencia, cuando pensaba en él,errante por los mares, arrojado tal vez por la

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tempestad, en él que quizás se perdía entre lasolas, solo y queriendo apagarse a la vida, y veíadesde allí un cadáver mecido en la marea,donde el buitre va a posarse, entonces oía gritosde alborozo, voces infantiles que acudían paramostrarlo un árbol florecido, o el sol que hacíaresplandecer el rocío de las hierbas. Para ellaera semejante al dolor del hombre que se caepor la calle y que ve a la multitud reírse yaplaudir.

Entretanto, ¿qué pensaba Ernest, lejos deella? A veces, es cierto, cuando no tenía nadaque hacer, en sus momentos de ocio ydesocupación, al pensar en ella, en sus abrazoscalurosos, en su grupa carnosa, en sus senosblancos, en sus largos cabellos negros, la cenatade menos —pero se apresuraba a apagar, entrelos brazos de una esclava, el fuego encendidoen el amor más fuerte y más sagrado; además,se consolaba de esta pérdida con facilidad,tensando que hacía una buena acción, que estoera comportarse como un ciudadano, que

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Franklin o Lafayette no habrían actuado mejor—ya que entonces se hallaba en la tierranacional del patriotismo, de la esclavitud, delcafé y de la templanza, quiero decir América.

Era una de estas personas en las que elentendimiento y la razón ocupan un lugar tangrande que se han comido el corazón como unvecino molesto: un mundo los separaba, puesMazza, por el contrarío, estaba sumida en eldelirio y en la angustia, y mientras que suamante se enviaba a contento en loa brazos delas negras y de las mulatas, ella se moría deaburrimiento, creyendo también que Ernest tansólo vivía por ella y experimentaba un daño delque él se burlaba con su risa bestial y salvaje; élse entregaba a otra. Mientras esta pobre mujerlloraba y maldecía a Dios, mientras llamaba alinfierno en su ayuda y se revolcabapreguntándose si Satán llegaría al fin. Ernest,quizás, en el mismo momento en que ellaabrazaba con frenesí un medallón con suscabellos, en el mismo momento quizás, se

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paseaba gravemente por la playa pública deuna ciudad de loa Estados Unidos, conchaqueta y pantalón blanco como un plantador,e iba al mercado a comprar alguna esclavanegra que tuviera brazos fuertes y musculosos,tetas colgantes y voluptuosidad por el oro.

El resto del tiempo, se dedicaba a trabajosquímicos; tenía dos inmensas carpetas llenas denotas sobre las capas de sílex y los análisismineralógicos —y por otra parte el clima le eramuy saludable, se encontraba de maravilla enesta atmósfera embalsamada de academias deexpertos, de ferrocarriles, de barcos de vapor,de cañas de azúcar y de índigo. ¿En queatmósfera vivía Mazza? El círculo de su vida noera tan extenso, sino era un mundo aparte, quegiraba en las lágrimas y en la desesperación yque finalmente se perdía en el abismo de uncrimen.

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VI

Sobre la puerta cochera del palacio habíaun paño negro colgado; estaba recogido por elmedio y formaba una especie de ojiva partida,que permitía ver una tumba y dos antorchas,cuyas llamas temblaban, como la voz de unmoribundo, al soplo del frío del invierno quepasaba por encima de esto paños negroscompletamente estrellados de lágrimasplateadas. De vez en cuando, los dosenterradores que se cuidaban de la fiesta seapartaban a un lado para dejar paso a losinvitados que llegaban uno tras otro, todosvestidos de negro con corbatas blancas, unapechera fruncida y cabellos rizados; sedescubrían al pasar junto al muerto yhumedecían en el agua bendita el extremo desu guante negro.

Era en invierno, nevaba; en cuanto elcortejo se marchó, una mujer joven, envuelta en

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un manto negro, descendió al patio, anduvo depuntillas a través de la capa de nieve que cubríael suelo adoquinado, y asomo su pálida cabezapor entre sus velos negros para ver el carrofúnebre que se» alejaba; luego apagó las velasque ardían aún; volvió a subir, se quitó elmanto que llevaba, puso a secar sus .sandaliasblancas en el fuego de su chimenea, giró lacabeza una vez más, pero no vio más que laespalda negra del último de los asistentes quedaba la vuelta a la esquina de la calle.

Cuando dejó de oír el monótono traqueteodel carro sobre el adoquinado, y todo hubopasado, los cantos de los curas, el séquito delmuerto, se echó al lecho mortuorio, se revolcócaprichosamente, gritando en sus accesos dealegría convulsiva:

“¡Llega, ahora! ¡Todo esto es para ti, para ti!¡Te espero!, ¡ven entonces! , El lecho nupcial ysus delicias son para ti, mi bienamado! ¡Para ti,para ti solo, para nosotros un mundo de amor yde voluptuosidad! Ven aquí, me tenderé en él

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bajo tus caricias, me revolearé en él bajo tusbesos.” Vio sobre su cómoda una cajita depalisandro que le había regalado Ernest. Era,como este día, un día de invierno; él llegó,envuelto en su abrigo, su sombrero tenía nieve,y cuando él la abrazó, su piel des prendía unafrescura y un perfume de juventud que hacíalos besos dulces como la aspiración de unarosa. En el medio de esta caja se hallaban susiniciales entrelazadas M y E, era de maderaolorosa; acercó su olfato y permaneció muchorato contemplativa y soñadora.

Muy pronto le trajeron a los niños; llorabany reclamaban a su padre; quisieron abrazar aMazza y consolarse con ella; ésta los hizo salircon su criada, sin una palabra, sin una sonrisa.

Ella pensaba en él, que estaba muy lejos yno volvía.

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VII

Vivió así vahos meses, sola, con su futuroque avanzaba, sintiéndose cada día más feliz ymás libre, a medida que todo lo que estaba ensu corazón se alejaba para dar cabida al amor;todas las pasiones, todos los sentimientos, todolo que encuentra lugar en un alma habíadesaparecido, como los escrúpulos de lainfamia —el pudor primero, la religión actoseguido, la virtud después, y finalmente losrestos de todo ello, que ella había tirado comolos pedazos de un cristal roto. No le quedabanada de una mujer si no es el amor, pero unamor entero y terrible, que se torturaba a símismo y quemaba a los demás—, como elVesubio que se desgarra en sus erupciones yderrama su lava hirviente sobre las flores delvalle.

Tenía hijos, sus hijos murieron como supadre; cada día palidecían más y más, se

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adelgazaban, y por la noche se despertaban enel delirio, retorciéndose en su lecho de agoníadiciendo que una serpiente les comía el pecho;pues allí había alguna cosa que los desgarrabay los quemaba sin cesar, y Mazza contemplabasu agonía con una sonrisa en los labios, queestaba llena de cólera y de venganza.

Murieron los dos el mismo día. Cuandoella vio clavar sus ataúdes, sus ojos ya notuvieron lágrimas, ni su corazón suspiros; losvio como una mirada seca y fría metidos en susféretros y cuando al fin se quedó sola, pasó lanoche dichosa y confiada, con el alma tranquilay el corazón gozoso. Ni un remordimiento, niun grito de dolor, pues partiría al día siguiente,abandonaría Francia tras haberse vengado delamor profanado, de todo lo que había sido fataly terrible en su destino, tras haberse mofado deDios, de los hombres, de la vida, de la fatalidadque la había engañado a ella por un instante,tras haberse reído a su vez de la vida y de la

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muerte, de las lágrimas y de los pesares, yhaber pagado al cielo con crímenes sus dolores.

Adiós, tierra de Europa, llena de nieblas yde glaciares, donde los corazones son tibioscomo la atmósfera y los amores tan blandos ytan débiles como sus nubes grises; ¡para míAmérica y su tierra de fuego!, su sol ardiente,su cielo puro, sus bellas noches en susbosquecillos de palmeras y de plátanos. Adiósal mundo, gracia a vos; parto, me lanzo a unnavío. ¡Anda, hermoso navío mío, correrápido!, ¡que tus velas se hinchen al soplo delviento, que tu proa rompa las olas, esquive latempestad, salte sobre las olas, y, si finalmentetuvieras que romperte, arrójame ron tusescombros sobre la tierra donde él respira!

Esta noche la pasó entre el delirio y laagitación, pero era el delirio de la alegría y de laesperanza. Cuando pensaba en él, que iba aabrazarlo y a vivir para siempre con él, sonreíay lloraba de felicidad.

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La tierra del cementerio, dondedescansaban sus hijos, todavía estaba fresca ymojada de agua bendita.

VIII

Por la mañana le trajeron una carta; estabafechada hacía siete meses. Era de Ernest. Rasgóel sello temblando, la recorrió ávidamente;cuando la huno terminado, recomenzó sulectura, pálida de terror y sin poder leer apenas.Decía lo siguiente:

“¿Por qué, señora, vuestrascartas son siempre tan pocohonestas?, sobre todo la última. Lahe quemado, habría enrojecido sialguien le hubiera puesto el ojoencima. ¿No podríais refrenar deuna vez vuestras pasiones? ¿Porqué venís sin cesar, con vuestrorecuerdo, a turbarme en mistrabajos, a arrancarme de mis

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ocupaciones? ¿Qué os he hecho paraamarme tanto?

“Insisto, señora, en que deseoque un amor sea prudente; heabandonado Francia, olvidadmepues como yo os he olvidado, amad avuestro mando; la dicha seencuentra en los caminos forjadospor la multitud; los senderos de lamontaña están llenos de zarzas y depiedras, rasgan y os desgastan conrapidez.

“Ahora vivo dichoso, tengo unacasita encantadora, al borde de unrío, y, en la llanura que ésteatraviesa, cazo insectos, recojoplantas, y cuando vuelvo a mi casa,mi negro me saluda con unainclinación hasta el suelo, y meacaricia los zapatos cuando quiereobtener algún favor; porconsiguiente me he creado unaexistencia dichosa, tranquila y

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apacible, en medio de la naturaleza yde la ciencia; ¿por qué no hacéis lomismo? ¿Quién os lo impide? Sepuede lo que se quiere.

“Por vos, para vuestra propiafelicidad, os aconsejo que no penséismás en mi, ni me escribáis más.¿Que sentido tiene estacorrespondencia? ¿Adónde nosllevará esto, cuando me diréis cienveces que me amáis y escribiréis aúnen los márgenes, otras tantas veces:te amo?

“En consecuencia, es precisoolvidarlo todo, señora, y no pensarmás en lo que hemos sido el unopara el otro; ¿no hemos tenido cadauno lo que deseábamos?

“Mi posición casi está hecha;soy el principal director de lacomisión de pruebas para las minas,la hija del director de primera clasees una persona encantadora de 17

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años, su padre tiene sesenta millibras de renta, es hija única, esdulce y buena, tiene mucho juicio ysabrá dirigir de maravilla un hogary cuidar una casa.

“Me caso dentro de un mes; sivos me amáis, tal como lo decíssiempre, esto debe agradaros, puestoque lo hago en pos de mi felicidad.

“Adiós, señora Willer, nopenséis más en un hombre que tienela delicadeza de no amaros más, y siqueréis un último favor, hacedmeenviar medio litro de ácido prúsico,que os dará con mucho gusto, bajomi recomendación, el secretario de laAcademia de las Ciencias; es unquímico muy hábil.

“Adiós, cuento con vos, no osolvidéis de mi ácido.

ERNEST VAUMONT.”

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Cuando Mazza hubo leído esta carta, dioun alarido inarticulado, como si la hubieranquemado con unas tenazas rojas.

Permaneció mucho rato consternada yasombrada. “¡Ah!, ¡cobarde! dijo al fin, ¡mesedujo y me abandona por otra! ¡Haberlo dadotodo por él y haberme quedado sin nada!¡Echarlo todo por la borda y agarrarse a unatabla, y la tabla se os escurre de las manos, yuno siente que se hunde bajo las olas!”

¡Lo amaba tanto, esta pobre mujer! Le habíadado su virtud, le había prodigado su amor,había renegado de Dios, y luego además ¡oh!,mucho peor aún, su marido, sus hijos, que ellahabía visto agonizar, morir, sonriendo puespensaba en él. ¿Qué hacer?, ¿cómo ser? Otra,otra mujer a quien va a decirle: ¡te amo! a quienbesará los ojos, los senos, llamándola su vida,su pasión; ¡otra! ¿Y ella?, ¿había tenido otromás que él? ¿No había rehusado a su marido enel lecho nupcial por él?, ¿no lo había engañado

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con sus labios adúlteros?, ¿no lo había ellaenvenenado derramando lágrimas de alegría?

Era su Dios y su vida, él la abandona trashaberla utilizado, tras haber gozado lo bastantede ella, y haber abusado lo suficiente; ¡he ahíque la aleja, la arroja al abismo sin fondo, el delcrimen y de la desesperación!

Otras veces, no podía dar crédito a sus ojos,releía esta carta fatal y la cubría de lágrimas.

—¡Oh! ¡cómo! —decía después de que eldesaliento sustituyera a la rabia, al furor—,¡oh!, ¿cómo puedes abandonarme? Pero yoestoy sola en el mundo, sin familia, sin padres,ya que te he dado familia y padres; sola, sinhonor, puesto que lo he inmolado por ti; sola,sin reputación, pues la he sacrificado bajo tusbesos, a la vista de todo el mundo que mellamaba tu amante. ¡Tu amante!, ¡de la que túahora te avergüenzas, cobarde!

“¿Y los muertos dónde están?”“¿Qué hacer?, ¿como ser? Yo tenía una sola

idea, una sola cosa en el corazón me falla; ¿iré a

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tu encuentro? Pero tú me ahuyentarás como auna esclava; si me introduzco entre las otrasmujeres, me abandonarán riéndose, meseñalarán arrogantes con el dedo, ya que ellasno han amado a nadie, ellas, ellas no conocenlas lágrimas. ¡Oh!, ¡mira!, puesto que yo aspirotodavía al amor, la pasión y la vida, me diránsin duda que vaya a alguna parte donde sevenden, a precio fijo, voluptuosidades yabrazos; y por la noche, con mis compañeras delubricidad, llamaré a los transeúntes a través delos cristales, y será preciso que, cuando vengan,los haga gozar todo lo posible, que lescorresponda por su dinero, que se vayancontentos, y que yo no me queje, aunquequiera, que me muestre feliz, que ría a todo elque venga, ¡pues habré merecido mi suerte!

“¿Y qué he hecho yo? Te he amado másque ninguna otra. ¡Oh, piedad! Ernest, si túoyeras mis gritos, quizás te compadecerías demí, de mí que no se ha compadecido de ellos,pues ahora me maldigo; me revuelco en la

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angustia, y mis vestidos están mojados a causade mis lágrimas.”

Y corría enloquecida, luego caía,revolcándose por el suelo maldiciendo a Dios, alos hombres, la vida misma, todo lo que vivía,todo lo que pensaba en el mundo; se arrancabapuñados de cabellos negros de la cabeza, y susuñas estaban rojas de sangre. ¡Oh!, ¡no podersoportar la vida! ¡Acabar arrojándose en losbrazos de la muerte como en los de una madre!¡Pero dudar aún, en el último momento, si latumba no comporta suplicios, y la nadadolores! ¡Estar asqueada de todo!, ¡ya no tenerfe en nada, ni siquiera en el amor, la primerareligión del corazón, y no poder desprendersede este malestar continuo, como un hombreque estuviera borracho y se le forzara a seguirbebiendo!

—¿Por qué has venido en mi soledad aarrancarme de mi felicidad? ¡Tan confiada ypura era, y tú viniste para amarme, y te amé!

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“Los hombres, ¡qué hermoso cuando nosmiran! ¡Tú me diste amor, ahora me lo rehúsas,y yo lo he alimentado con crímenes; ¡ya ves quetambién me mata a mí! Cuando tú meconociste, era buena, y ahora soy feroz y cruel;quisiera tener alguna cosa para triturar, paradespedazar, para ajar, y luego para echarlolejos, como a mí. ¡Oh!, ¡lo odio todo, loshombres. Dios; y a ti también te odio, y sinembargo, siento aún que daré mi vida por ti!

“Cuanto más te amaba, mas te amaba aún,como los que se alivian con el agua salada delmar v que la sed quema siempre. ¡Y ahoramoriré!... ¡la muerte! nada más, ¡qué! tinieblas,una tumba, y luego la inmensidad de la nada.¡Oh!, siento que, sin embargo, quisiera vivir yhacer sufrir tanto, como he su indo yo. ¡Oh!, ¡lafelicidad! ¿Dónde se encuentra?, pero es unsueño; ¿la virtud? una palabra; ¿el amor? unadecepción; ¿la tumba?, ¿qué se yo?

“Lo sabré.”

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IX

Se levantó, enjugó sus lágrimas, procuróapaciguar los sollozos que le destrozaban elpecho y la ahogaban, miró en un espejo si susojos estaban todavía muy rojos de llantos, seató de nuevo los cabellos, y salió para cumplirel último deseo de Ernest.

Mazza llegó a casa del químico; estaba porvenir. La hicieron esperar en un saloncito en elprimero, cuyos muebles estaban tapizados depaño rojo y paño verde; había una mesaredonda de caoba en el centro, litografíasrepresentando las batallas de Napoleón sobrelas paredes, y, encima de la chimenea demármol gris, un péndulo de oro, cuyocuadrante servía de apoyo a un Cupido quedescansaba su otra mano en sus flechas. Lapuerta se abrió exactamente cuando el péndulosonaba las dos, el químico entró. Era unhombre pequeño y delgado, con el aspecto seco

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y modales educados; llevaba lentes, tenía loslabios delgados, ojitos hundidos. CuandoMazza le hubo explicado el motivo de su visita,se puso a hacer el elogio de M. ErnestVaumont, de su carácter, su corazón, susdisposiciones, al fin le dio su frasco de ácido, lacondujo de la mano hasta el pie de la escalera;incluso se mojó los pies en el patio alacompañarla hasta la puerta de la calle.

Mazza no podía andar por las calles, detanto que le ardía la cabeza; sus mejillasestaban de color púrpura y varias veces tuvo lasensación de que la sangre le iba a salir por losporos. Pasó por calles en que la miseriallamaba la atención en las casas, como estoshilillos de color que se cuelan en los murosblanquecinos, y al ver la miseria decía: “Voy acurarme de vuestra desdicha”; pasó por delantedel palacio de los reyes y dijo, apretando elveneno entre sus dos manos: “Adiós existencia,voy a curarme de vuestras inquietudes”; alvolver a su casa, antes de cerrar la puerta, lanzó

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una mirada hacia el mundo que abandonaba, yen torno a la ciudad llena de ruido, de rumoresy de gritos: “¡Adiós, a todos vosotros!”, dijo.

Abrió su secreter, etiquetó el frasco deácido, puso la dirección y escribió otro billete;iba dirigido al comisario central.

Sonó el timbre y se lo dio a un criado.En una tercera hoja, escribió:

“Amaba a un hombre, por élmaté a mi marido, por él maté a mishijos; me muero sin remordimientos,sin esperanza, pero apenada.”

Lo colocó encima de su chimenea.“Me queda media hora, se dijo; no tardará

en venir y me llevara al cementerio.”Se desnudó, y se quedó unos minutos

mirando su hermoso cuerpo que no estabacubierto por nada, pensando en todas lasvoluptuosidades que éste había dado y en losinmensos goces que había prodigado a suamante.

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¡Qué tesoro el amor de una mujer así!Por último, tras haber llorado, pensando en

sus días que habían volado, en su felicidad, ensus sueños, en sus caprichos de juventud, yluego de nuevo en él, durante mucho rato; trashaberse preguntado qué era la muerte, yhaberse perdido en este abismo sin fondo delpensamiento, que se roe y se desgarra de rabiae impotencia, volvió a incorporarse de repente,como un sueño, absorbió algunas gotas delácido que había vertido en una taza de platasobredorada, bebió ávidamente, y se tendió,por última vez, en este sofá donde, tan amenudo, se había revolcado en los brazos deErnest, durante los transportes del amor.

XI

Cuando el comisario entró, Mazza todavíaagonizaba; dio algunos vuelcos por el suelo, seretorció varias veces; todos sus miembros se

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tensaron a un mismo tiempo, dio un gritodesgarrador.

Cuando se aproximó junto a ella, estabamuerta.

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MATTEO FALCONE,O DOS ATAÚDES PARA UN PROSCRITO7.

Matteo Falcone,ou Deux cercueils pour un proscrit. ,de Journal d’écolier

En Córcega, en una extensa campiña,tumbado de espaldas sobre un montón deheno, Albano, adormilado, acaricia a su gata ysus crías al tiempo que contempla el paso de lasnubes sobre el cielo azul y como el sol refulgeen destellos rosicler y esparce sus rayos sobre laplanicie rodeada de laderas.

Albano era un bello niño: los cabelloslargos caían en rizos sobre sus hombros, a cadasonrisa usted habría prorrumpido una voz dealegría, a cada mirada un relámpago en losojos.

7 Con el mismo título, Mateo Falcone (1829), PrósperMérimée ya había realizado con anterioridad una ver-sión (más extensa) de esta leyenda corsa.

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Al escuchar una sucesión de disparos, girósobresaltado, surgiendo de inmediato unhombre a la carrera que termina por echarsesobre el montón de heno; sus cabellosdesgreñados, sus ropas hecha jirones, su rodilladesgarrada, sangrando abundantemente ydejando tras de sí el rastro por dónde habíapasado el proscrito.

—¡Muchacho! —le imploran—, cédeme tusitio. ¡Oh! ¡Te lo ruego! ¡Deja que me esconda!

Y Albano sigue jugando con su gata.—¡Por favor! ¡Oh, apiádate! ¡Escóndeme!—¿Qué desea?—¡Deja que me oculte!Y le arrojó una moneda que, al caer, se

hundió en el heno. Mientras, el proscrito yacíaya sepultado bajo la paja.

Albano abandonó por un momento sujuguete y, tomando la moneda, acostado sobresu vientre la hacía saltar, sonriente, entre ambasmanos.

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Al cabo de cinco minutos, una docena deguardias lo rodeaban. Uno de ellos, quemarchaba a la cabeza y parecía estar al mando,se acercó a Albano y le dijo:

—¿Niño, no has visto a un hombrecorriendo por aquí? Estaba herido, y teníadesgarrada la ropa.

—¿De qué desea hablarme?—Estamos buscando a un hombre.—No he visto absolutamente nada, a no ser

una cabra que andaba buscando a su dueño;incluso retozaba con paso lento, pero lesaseguro que se hallaba en perfecto estado.¿Acaso este es el asunto que les ocupa?

—¿Os burláis de la justicia, Albano?—¿Y por qué tuvieron que despertarme?—Era necesario.—¡Váyanse todos al Diablo!—¡Oh! ¿Es así cómo tratas a la justicia del

cantón? Ten, miserable.Y fingió apuntarlo.

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—No se atreverá —dijo el niño confirmeza—, porque mi padre me vengaría, y,tenga en cuenta que mi padre es MatteoFalcone, el más intrépido cazador de Córcega yel luchador más vigoroso de todo el cantón.

El prudente oficial bajó su arma y se giróhacia sus compañeros:

—Vámonos —ordenó—, no existe forma desonsacarle nada.

Luego se volvió hacia Albano y,mostrándole un reloj, añadió:

—¿Albano, y si te lo damos a cambio?—¿El qué?—¿Lo quieres?...Y el niño permaneció mudo por algunos

instantes, vacilando entre su afán por poseerloy el rescoldo de honor que albergaba, muchomás fuerte y terrible, y que le susurraba:¡Albano, eres un cobarde!

—Si nos lo enseñas —prosiguió el oficial.Albano lanzó una mirada que se hundía

bajo el montón de heno, luego tomó el reloj y,

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posándose en el suelo, contempló cómo losrayos del sol lo hacían brillar.

Al instante llegó Matteo Falcone, padre deAlbano, que quiso informarse sobre lo que allísucedía, lo que significaban aquellos gritos yesa escena de sangre.

—Nada —le contestaron—, un preso quehuyó; se había escondido bajo este montón deheno y su hijo nos lo advirtió. Gracia a ellotiene ahora este reloj —expuso el oficialseñalándolo con el dedo.

El fugitivo fue sacado de fondo del montónde heno, sus rodillas se doblaban, sus labios sehallaba pálidos y sus ojos rojos de cólera, altiempo que sus temblorosas manos tanteabanen su cinturón como si buscase allí un puñal;mas sólo encontró una profunda herida,dejando su puño completamenteensangrentado.

Paseando sus ojos en derredor, cruzó sumirada con la de Matteo y le dijo:

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—Así, pues, me has entregado; ¡vaya,menudo cobarde estás hecho! ¿Sabes lo que yohice? Quise vengar una injuria cometida contrami hija; herí al príncipe, y su sangre resbalósobré mi cabeza para ir a mezclarse con la mía.¡Adiós! Me conducen al cadalso; ¡adiós! ¡Yasabemos que Matteo es un traidor!

—¡Oh! El rey quedará satisfecho —dijo envoz baja el oficial—; su hijo nos ha servido degran ayuda.

El montañés no dijo nada y cargó sualargada carabina.

Por la tarde, el corso pidió a Albano que losiguiera hasta detrás de la colina.

Ya había tomado su fusil y se disponía asalir, cuando su mujer pidió poderacompañarlos.

—¡No, mujer, te ordeno que te quedes!Y estas palabras encerraban un tono tan

severo e imponente que cayó desplomada sobreel banco de piedra, viendo como partían, mudade ansiedad y angustia. Un cuarto de hora

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después, oyó un disparo y el ruido que hace unbulto cayendo al agua... Agitada por un sordoestertor, cayó de bruces al suelo para, luego,incorporarse con una extraña sonrisa fruncidaen sus labios.

Al día siguiente, en Ajaccio, se procedía aretirar un niño del río. ¡Oh! ¡El pobre niño! Losbellos cabellos rubios caían sobre sus hombros,sus labios se veían tiznados de negro, susmanos, atadas por un rosario, ensortijadascomo para la oración; su pecho se encontrabaperforado por una bala y todavía podíaapreciarse su reguero sanguinolento...

Una mujer, pálida, desgreñada, hace actode presencia y, prolongadamente, sostiene fijasu mirada en el cadáver; aferrada a los barrotesde la morgue, porfía en su dolor:

—¡Oh, mi niño! ¡Mi niño!Luego cayó pesadamente al suelo

exhalando un grito de agonía...Al rato llegaba el sepulturero portando un

ataúd.

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—¡Se equivoca —advertía alguien entre lamuchedumbre—, le harán falta dos!

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SAN PIETRO ORNANO

San Pietro Ornano (histoire corsé),de Journal d’écolier

HISTORIA CORSA

I

Una soberbia fragata, bien arbolada y deesbelta línea, embocaba el puerto de Génovacon todas sus velas desplegadas. Todo en ellarevelaba señorío y autoridad, incluso su blancabandera, dejándose agitar con orgullo ymajestad por la brisa de tarde.

Se distinguía sobre el alcázar de popa unhombre que parecía ser el capitán, pese a nohaber tomado parte en maniobra alguna; sutraje era mitad griego, mitad italiano; su cabeza,bella y arrogante, estaba cubierta de largoscabellos que venían a caer en rizos sobre sushombros desnudos y morenos; un valioso

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puñal y una larga cimitarra pendían de un fajínblanquiazul, que anudaba con un lazo dorado;a la espera de tomar puerto, de cuando encuando se sacudía de sus sandalias rojas laceniza que escapaba de su alargada pipa dejunco.

Por fin atracó la nave y Ornanodesembarcó; su mirada, altiva, parecíadespreciar a toda aquella multitud queseñalaba con el dedo, con respeto y a la veztemor, a aquel hombre, un aldeano corso cuyasmanos, hasta hace bien poco, se hallabansiempre embadurnadas de brea, que no habíatenido otra educación que la de domar latempestad, de volar una santabárbara, o debombardear una ciudad; un hombre que notenía otro nombre que Pietro Ornano, otrodominio que su fragata y otros compañeros quesus marineros. Pero este aldeano, este corsario,este hombre de ademanes rústicos y salvajes,venía a Génova para imponer sus condiciones yhacer tambalear el trono del dux.

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Francia se hallaba en guerra con Génova;había encontrado en Córcega un poderosoaliado en la persona de San Pietro. Era una deestas almas vigorosas y firmes, empujada hastael exceso en las virtudes; sin otro pensamientomás que la gloria, otro ídolo que la gloria, otrareligión que la gloria; no conocía otro placerque mandar sobre sus marineros, fumar sutabaco de Italia, mirar el horizontehundiéndose bajo el oleaje y dejarse mecer porel balanceo del mar en calma, cuando el vientoapenas sopla, cuando las golondrinas vienen aposarse sobre el bauprés8.

Sin embargo, desde hacía ya algunos díasse mostraba triste; con la frente a menudofruncida; se podía adivinar en sus reiteradossuspiros y sus largos ensueños que algo leafligía el corazón y su alma se hallaba cautivade sentimientos desconocidos hasta entonces.

8 Palo grueso, aproximadamente horizontal, que sobresale de la proa de los barcos y al

que se aseguran los estayes del trinquete.

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II

Las puertas del palacio se abrieron ante elmarinero; los guardias le rindieron armas, lagran escalera fue cubierta por una alfombra, sunombre resonó en el salón del trono, y el duxmismo descendió para recibirle.

—Vine —dijo San Pietro—, para tratar convos las condiciones de la paz. Francia, mialiada, como precio por mis servicios, meconcede la potestad de reclamaros lo que se meantoje. Oíd, pues, no os pido oro ni sangre, sinoque os reclamo algo que resulta más preciadopara mí, incluso más que mi persona, más quetodos tus cortesanos, aunque todos ellos fuesenreyes, y más que tu mismo trono, por muchoque fuera el del Mundo; solicito a vuestra hija,a Vanina.

—¿A Vanina? —repitieron sordamentetodos los cortesanos reunidos.

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—¡Sí —continuó el corsario—, sí, deseopara mí a Vanina! Si mañana no tengo aVanina, ordenaré bombardear Génova, ycaeréis en la esclavitud y la desgracia. ¿Vuestrotrono?, lo pisotearé, ¿y vuestro palacio?, loconvertiré en vuestra prisión. Vos pensaba queningún sentimiento podía emocionarme, creíaque el amor no podía surgir de este corazón demarinero; ¿acaso creyó que dichas pasiones nosacuden por igual tanto el corazón de uncampesino como el de un rey? Y, sin embargo,he aquí una cabeza coronada y un corsario,donde el corsario es rey y el monarca esclavo.

—Puedes —respondió el dux— ser quienmande, pero acuérdate de mis palabras, SanPietro: jamás, jamás tendrás mi hija, te la niego;¡y si puedes conquistar este trono, si puedes, entu rabia de tigre, mancillarlo y aniquilarlo, sipuedes en tu venganza feroz incendiar estepalacio, si puedes, demonio, destrozar mi cetroy mi corona, jamás tendrás a Vanina, y Génovaserá antes tu cautiva que mi hija tu mujer! Es

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cierto que algunas veces la servidumbre puedepor la fuerza ennoblecer y alcanzar la realeza,pero su propio deshonor la envilece y echa aperder.

—Pues bien, a partir de mañana ya notendrás más a Vanina —sentenció el corsario entono solemne—; tampoco dentro de treinta díasseguirá Génova en tu poder y dentro de treintay un días, con tan solo una palabra del corsario,rodará esta cabeza.

Luego, bajó la escalinata del palacio y, conironía y desdén, girando bruscamente sobre sustalones, añadió:

—¡Es una lástima tener que quemar tanhermosa columnata!

III

Hacia medianoche, pudo versedesembarcar en la playa una docena dehombres; uno de ellos, cubierto por unamáscara negra, portaba una larga daga y una

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rica cimitarra; dos pistolas relucían en sucinturón, y el destello que producía la Luna alreflejarse en sus cañones semejaba dos estrellasa sus costados. Ayudándose de una escala decuerda, treparon el muro de los jardines deldux y ya el hombre de la máscara negra seprestaba a arrojar su escala para alcanzar laterraza, cuando una bala silbó cerca de susoídos, derribando a uno de sus compañeros...Después hubo sangre, muertos, gritos, y Vaninafue raptada.

Cuando se hallaban mar adentro, y no sedivisaban ya las luces de Génova, el hombre sedespojó de su máscara y la joven desvanecidarecuperó el sentido.

Lloró a su padre, sus esclavos, sus jardinesdesde donde le gustaba contemplar el mar alatardecer y escuchar como rompían las olas alir a morir en la orilla; lloró su bello palacio, susbaños de pórfido9 y sus cisnes del Ganges.

9 Roca de origen volcánico, cuya dureza y resistencia

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Sin embargo, cada día suponía menostedio, pesares y lágrimas, y cada vez más amorpor Ornano.

Al cabo de un mes, el corsario cumplió supromesa; con cuatro fragatas se presentó deimproviso para asediar Génova; Vanina seencontraba a su lado. Hallaron sellada laembocadura del puerto y sus muellesdefendidos; bastaron dos andanadas decañonazos y la empalizada saltó por los aires.

Había entrado, pero sin apercibiese quetras él quedaban las otras tres embarcaciones,las cuales no habían podido penetrar;hallándose así, atrapado en el puerto queacababa de sitiar, comenzó a escupirespumarajos de cólera y en su fuero internojuró que mataría con sus propias manos aquienquiera mencionase la rendición.

supera al granito y que, debido a su colorido, ha sidousada como signo de distinción desde la antigüedad.

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Un minuto antes, un hombre se habíaarrojado al mar a instancias de Vanina.

—¿Qué le ordenaste? —preguntó a Vanina.—¡Oh! Perdón, discúlpame, Ornano; pero

te quiero y le he ordenado que pida clemencia ami padre.

—¡Una carabina! —exclamó enseguida SanPietro, furioso—, una carabina para que noalcance la costa.

Pero entre el humo de los cañonesresultaba imposible distinguir al marinerozambullido. Ornano permanecía pensativo,cabizbajo, clavada su siniestra mirada sobreVanina; sus labios, pálidos y temblorosos,parecían contraerse en una risa lúgubre.

Un hombre del ejército del dux abordó lanave y solicitó parlamentar con Ornano, quien,temblando, abrió el mensaje del que se la hacíaentrega.

Vanina, apretándose contra su hombro, loleyó con avidez.

—Tu perdón —anunció ella.

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Demacrado, volcó sobre ella una miradallena de piedad y amor, y luego, dirigiéndose alemisario:

—¡Esta tarde, conocerá usted mi respuesta!

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UNA LECCIÓN DE HISTORIA NATU-RAL: EL OFICINISTA

Une Leçon d’histoire naturelle: genre Commis,30 da marzo da 1837.

De Aristóteles a Cuvier, de Plinio a M. deBlainville, se han hecho grandes adelantos en laciencia de la naturaleza. Cada sabio haaportado a esta ciencia su contingente deobservaciones y estudios; se han efectuadoviajes, se han hecho descubrimientosimportantes, se han intentado peligrosasexcursiones, de las que con frecuencia no se hatraído más que pequeñas pieles negras,amarillas o tricolores; y luego se quedabansatisfechos con saber que el oso comía miel yque tenía una debilidad por las tartas de crema.

Son descubrimientos muy grandes, loreconozco. Pero ningún hombre ha pensadoaún en hablar del Oficinista, el animal másinteresante de nuestra época.

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Ninguno, sin duda, ha realizado estudios lobastante especiales, ni ha meditado lo bastante,ni visto lo bastante, ni viajado lo bastante, parapoder hablar del Oficinista con amplioconocimiento de causa.

Se presentaba otro obstáculo: ¿cómoclasificar este animal?, pues ha dudado muchoentre el calípedes, el mono chillón y el chacal.

En definitiva, la cuestión quedó indecisa, yse dejó para el futuro la empresa de resolvereste problema junto con la de descubrir elprincipio de la especie perro.

Efectivamente, era difícil clasificar unanimal de complexión tan poco lógica. Su gorrade nutria hacía opinar por la vida acuática, asícomo su levita de largos pelos oscuros,mientras que su chaleco de lana de cuatrodedos de grueso demostraba que era un animalde países septentrionales; por sus uñasencorvadas se habría creído un carnívoro, dehaber tenido dientes. Finalmente la Academiade las ciencias había fallado por un digitígrafo:

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desgraciadamente muy pronto se dieroncuenta, de que llevaba un bastón de maderainflexible y que, en ocasiones, hacía visitas enfiacre10 para el día de año nuevo e iba a cenar alcampo en un carruaje de punto.

En cuanto a mí, a quien una largaexperiencia me ha capacitado para instruir algénero humano, puedo hablar con la confianzamodesta de un sabio zoólogo. Mis frecuentesviajes a las oficinas me han dejado bastantesrecuerdos como para describir los animales quelas pueblan, su anatomía, sus costumbres. Hevisto todas las especies de Oficinistas, desde elPortero hasta el Encargado del registro. Estosviajes me han arruinado por completo y ruegoa mis lectores que hagan una suscripción paraun hombre que ha vivido dedicado a la cienciay que por ella ha derrochado dos paraguas,doce sombreros (con sus forros de hule) y seisremontas de suelas de botas.

10 Simón, coche de punto.

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El Oficinista tiene de 36 a 60 años; espequeño, relleno, gordo y robusto; lleva unatabaquera llamada cola de ratón, una pelucarubia, lentes plateados para la oficina y unpañuelo de algodón.

Escupe con frecuencia y cuandoestornudáis os dice: “¡Jesús!” Experimentavariaciones en el pelaje según las estaciones.

En verano, lleva un sombrero de paja, unpantalón de tela amarilla que cuida depreservar de las manchas de tinta extendiendoencima su pañuelo. Sus zapatos son de piel decastor y su chaleco de dril. Invariablementelleva un cuello falso de terciopelo. En inviernopara protegerse del frío lleva un pantalón azulcon una enorme levita. La levita es el elementodel Oficinista como lo es el agua para los peces.

Oriundo del antiguo continente, está muyextendido en nuestros países. Es de costumbresdelicadas: se defiende cuando se le ataca. Lomás frecuente es que permanezca célibe y llevevida de soltero. ¡Vida de soltero! Es decir que

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en el café llama “Señorita” a la .señora delmostrador, recoge el azúcar que le queda en elplato y a veces se permite el fino puro de tresochavos. ¡Oh!, ¡pero entonces el Oficinista esinfernal! El día en que ha fumado, se sientebelicoso, destroza cuatro plumas antes deencontrar una buena, maltrata al ayudante, sele caen las lentes y hace borrones sobre susregistros, lo que no puede contrariarlo más.

En algunos casos, el Oficinista está casado.Entonces es un ciudadano pacífico y virtuoso yno tiene la cabeza anuente de su juventud.Monta su guardia, se acuesta a las nueve, nosale sin paraguas. Toma su café con leche todoslos domingos por la mañana, lee “LeConstitutionnel”, “L’Echo”, “Les Debata”, oalgún otro periódico de esta tendencia.

Es un partidario caluroso de la Carta de1830 y de las libertades de Julio. Respeta lasleyes de su país, grita “¡Viva el rey!” ante unfuego de artificio y abrillanta su tiracuellotodos los sábados por la noche.

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El Oficinista es entusiasta de la guardianacional; el corazón se le enardece al son deltambor y acude a la plaza de armas, con elcuello que le aprieta y le ahoga, tarareando:“¡Ah, no hay nada como ser soldado!”

Entretanto, su mujer no sale de casa entodo el día, ajusta los dobladillos, hacemanguitos de paño para su esposo, lee losmelodramas del “Ambigú” y aclara la sopa; essu especialidad.

Aunque casto, el Oficinista es, sin embargo,de espíritu licencioso y jovial: ya que dice“guapito” a las personas jóvenes que entran ensu oficina. Además está abonado a las novelasde Paul de Kock, que constituyen sus lecturasfavoritas, por la noche, pegado a su estufa, conlos pies metidos en sus zapatillas y el gorro deseda negra en la cabeza.

¡Hay que ver a este interesante bípedo en laoficina, copiando controles! Se ha quitado sulevita y su cuello y trabaja en mangas decamisa, o mejor dicho con el chaleco de lana.

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Está inclinado sobre su pupitre, con lapluma sobre la oreja izquierda; escribelentamente, saboreando el olor de la tinta queve placenteramente extenderse sobre uninmenso papel; canta entre dientes cuantoescribe y hace una música perpetua con sunariz; pero cuando tiene prisa, aplica con ardorlos puntos, las comas, las barras, los “fines” ylas rúbricas. Esto es el colmo del talento. Luegoconversa con sus colegas sobre el deshielo, loslimacos, el nuevo adoquinado del puerto, elpuente de hierro y el gas. Si ve que el tiempo eslluvioso a través de las gruesas cortinas que leobstruyen la luz, se exclama súbitamente:“¡Diablos!, ¡habrá un chaparrón!” Luego vuelvea su trabajo.

Al oficinista le gusta el calor, vive en unaperpetua sauna. Su mayor placer consiste enque la estufa del mostrador esté incandescente.Entonces ríe con la risa del que es feliz; el sudorde la alegría inunda su rostro, que enjuga consu pañuelo, y resopla con regularidad, pero en

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seguida asfixiándose bajo el peso de lafelicidad, no puede retener esta exclamación: “¡Qué bien se está aquí!” Y cuando se halla en elmomento álgido de esta beatitud, copia conrenovad»» ardor. Su pluma se desliza másaprisa, sus ojos se iluminan, se olvida decolocar la tapa de su tabaquera, y, transportadopor la ebriedad, se levanta de repente de susitio y vuelve de inmediato al santuario,llevando en sus brazos un leño enorme; seaproxima a la estufa, se aleja en ocasionesconsecutivas, abre la puerta con una regla,luego echa el trozo de madera exclamando:“¡Otra cerilla!” Permanece de pie unosinstantes, boquiabierto, escuchando la llamaque hace temblar la cañería produciendo unruido sordo y agradable.

Si por desgracia os dejáis la puerta abiertaal entrar en la oficina, el Oficinista se ponefurioso, sus uñas se enderezan, se rasca lapeluca, da un golpe con el pie, reniega, y oíssalir de entre los registros, los controles, los

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numerosos cuadernos de sumas y divisiones,una voz chillona que grita: “¡Cierre la puerta,diablos!; ¿no sabe leer? ¡Mire el letrero que hayencima de la puerta del mostrador! El calor seira, ¡imbécil!”

No se os ocurra llamarlo: ¡Oficinista! Decidsi no: ¡Señor Empleado!

El Empleado lleva bis unas largas, y uno desus pasatiempos más agradable., consiste enlimarlas con su lija. Por la mañana el Empleadolleva su panecillo en el bolsillo, abre su pupitre,coge su gorra de grandes ribetes verdes yespera que el mozo le traiga su pontón demantequilla salada o su queso cotidiano.

Cuando el día empieza a oscurecer, elEmpleado se regocija en gran manera al ver quese entreabre la puerta del mostrador y ver queentra la persona que debe encender losquinqués. Pues el quinqué supone para elburócrata un largo tema de conversación, dedistracción y un motivo de disputa entre él ysus semejantes. Apenas está encendido, ya mira

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si la mecha es buena, si no se alarga; luegocuando ha alzado el botón a una alturadesmesurada, cuan do ha roto cinco o seiscampanas de cristal, entonces se lamentaamargamente de su suerte y a menudo, con eltono de las más viva tristeza, dice que la luz lehiere la vista, y es para protegerse que llevaesta enorme gorra, la cual proyecta su sombraen el papel de su vecino. El vecino declara quele es imposible escribir sin verse y le quierehacer sacar su gorra. Pero el astuto Oficinista sela hunde aún más sobre las orejas, y cuida deponer el barboquejo.

Todos los domingos va ni espectáculo, secoloca en el anfiteatro o en la galería; silba allevantarse el telón y aplaude el vodevil. Si esjoven, se va a jugar su partida de dominó en losentreactos. Algunas veces pierde, entoncesvuelve a su casa, rompe dos platos, ya no llamaa su mujer mi esposa, olvida Azor, comeávidamente el cocido recalentado de la víspera,sala con furor las judías y luego se duerme en

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sus sueños de control, de deshielo, del nuevoadoquinado y de sustracciones.

Creo haber dicho todo lo que se puededecir sobre el Oficinista en general, o cuandomenos siento que la paciencia del lectorempieza a agotarse.

Todavía conservo en mis carpetasnumerosas observaciones sobre las diversasespecies de este género, tales como el Portero,el Encargado de los impuestos, el Aduanero —que en ocasiones se eleva hasta el rango demaestro de estudios, se lanza a la literatura yredacta carteles y folletines—, el Viajante decomercio, el Empleado del Ayuntamiento yotros mil más.

Ese es el fruto de mis noches en vela de mivida estudiosa. Pero si algún día vienentiempos mejores, si las borrascas políticas quetienden a aumentar disminuyen, ¡y bien!entonces podré reaparecer en escena y publicarla continuación de esta clase de zoología,

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inmenso escalón social que va desde el Porterohasta el Cajero del agente de cambio.

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VIDA Y TRABAJOS DEL R. P. CRU-CHARD11

Vie et travaux du RP Cruchard,1873

POR EL R.P. CERPET DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

Dedicado a la Señora Baronesa Dudevant,de soltera Aurore Dupin12

11 El texto es obra de los años maduros. En respuesta a lasquejas de su gran amiga, que le reprocha sus humoresdemasiado agrios o melancólicos, Flaubert escribe estedivertimento, "sólo para sus ojos", en el que crea estepersonaje, Cruchard, con bibliografía imaginaria in-cluida. Asimismo, se puede constatar que, en su co-rrespondencia con George Sand, Flaubert firma a me-nudo con dicho seudónimo, como lo atestigua la cartafechada el 23 de abril de 1873, firma de la siguientemanera: «Gustave Flaubert. Autrement dit le R P Cru-chard des Barnabites, directeur des Dames de la Désil-lusion»

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Bartolomé Denys Romain Cruchard nacióen Maniquerville-lès-Quiquerville, diócesis deLisieux. Su madre, una pobre campesina, lotrajo al mundo, de pronto y sin dolor en unlagar de sidra —donde ella trabajabaentonces— de modo que Cruchardacostumbraba a decir: “Nuestro Señor nació enun establo y yo en un lagar”, broma que nodejaba de repetir cuando explicaba el catecismoa los niños pequeños. Sus primeros años notuvieron absolutamente nada notable;transcurrieron en el campo guardando ganado,sin sospechar que uno de nuestros más grandespontífices había tenido principios tan modestos.Pero en lugar de vagabundear, como habríanpodido hacer otros, él pasaba el tiempocantando cánticos bajo los árboles mientrasesculpía, con una navaja, diferentes pequeñosobjetos piadosos en madera. Entretenido enestas ocupaciones lo sorprendió un día

12 Aurore Dupin era el verdadero nombre de George Sand

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Monseñor Cuisse, Obispo de la Diócesis, y elsanto prelado, observando semejante candor,no pudo contener las lágrimas. Así que,habiendo hecho unas preguntas al jovenCruchard y satisfecho de sus respuestas, loconfió al cuidado del Señor Cura deMauquonduit, y tres años después, lo admitióen el número de los becarios que mantenía élmismo en el seminario de Lisieux. Pero yadesde el principio Monseñor vio que susesperanzas se frustraban de manera singular.Cruchard, a pesar de su aplicación seguíasiendo el último de la clase, y parecía (pordecirlo de alguna manera) bobo. De modo queiban a echarle del seminario, y sus padres, quebajo la protección de Monseñor habíanconcebido sueños de fortuna, estabandesesperados cuando a Cruchard se le ocurrióir de peregrinación a Hoqueuville, paraimplorar la ayuda de la Santa Madre de Dios.Volvió al seminario; era día de redacción.Cruchard fue el primero. A partir de entonces,

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la vida de Cruchard en el seminario no fue másque una serie de triunfos. No había año en queno obtuviese todos los primeros premios y eleco de sus éxitos se propagó lejos por suparroquia. Gozaban viendo a aquel joven, queeludiendo los elogios y confinado en su celda,se entregaba con ardor al doble cultivo de lasletras sagradas y profanas. Fue al final de sucurso de Retórica cuando compuso, para elreparto de premios del seminario, una tragedialatina titulada La Destrucción de Sodoma. El temaera escabroso. Cruchard supo esquivar lospeligros, e incluso extremó tanto la decenciaque era muy difícil reconocer de qué se trataba.Sin embargo, motivos de disciplina (u otros talvez) impidieron su representación, y Cruchard,tenemos que confesarlo, se sintió muydisgustado. Fue una razón para lanzarse alestudio de la Lógica. Su amor por Santo Tomásde Aquino se hizo tan fuerte que empleaba unaparte de sus noches en leer y releer a este autor,y como siempre tenía algún volumen en el

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dormitorio bajo la almohada, uno de suscamaradas decía con agudeza que dormía conel “ángel de las escuelas”13. Gracias a estetrabajo perseverante y también, no hay queolvidarlo, a la protección de aquélla de quienhabía ya recibido los favores, debutó como untrueno, predicando en la iglesia catedral deBayeux, donde durante una cuaresma laprovincia estuvo pendiente de sus labios. Notenía la suavidad de Bourdaloue ni quizás ladelicadeza de Massillon; se acercaba más aMascaron por el colorido, a Cheminais por lagracia y al Padre Bridaine por la vehemencia14;si incluso hay algo que reprochar a laelocuencia de Cruchard es de ser, a veces, unpoco demasiado fuerte, y para emplear laexpresión asiática, defecto perdonable a los

13 “El ángel de las escuelas” es el sobrenombre atribuidoa Tomás de Aquino

14 Flaubert compara aquí al protagonista del relato condistintos predicadores célebres de los siglos XVII yXVIII

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grandes talentos, y en la que el príncipe de losoradores latinos se acusa a sí mismo de habercaído, después de una demasiado larga estanciaen la isla de Rodas. La elocución, en Cruchard,estaba a la altura de su estilo; dotado de unavoz sonora, fulminaba y como un nuevo Isaías,habría tenido que desnudarse —pues confrecuencia se vio obligado al bajar del púlpito acambiarse hasta tres veces seguidas desobrepelliz, de tan bañado que estaba de sudor.Su pecho se encontraba pronto debilitado ycomo quemado del fuego de su elocuencia.Cruchard tuvo que pensar en tomarse algúndescanso. Aprovechó pues la ocasión del Sr.Marqués de Grefforens, embajador ante el reyde Nápoles, quien aceptó llevarlo consigo, parahacer un viaje por Italia. Una vez quedesembarcó en la tierra del viejo Evandro15,Cruchard se entregó con todo entusiasmo a las

15 Personaje mitológico, hijo de Mercurio y civilizadordel Lazio

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Bellas Artes —Numismática, Pintura,Antigüedades; ¡estudia, anota, lo devora todo!Hasta querer aprender el árabe de un renegadoque había conocido en la antigua Parténope eincluso en esta ocasión sus enemigos hicieroncorrer el rumor de que Cruchard había estado apunto de tomar el turbante. Cruchard no sedignó contestar a tan infame calumnia, pero élmismo sintió que su afición a las letras lellevaba muy lejos, y al cabo de tres años,habiéndose apresurado para volver a Francia,solicitó y obtuvo el curato de Manicamp que,poco importante por lo demás, le dejó todo eltiempo libre para dedicarse a sus trabajos, delos que citaremos los más importantes;

-De la Torre de Babel, 3 vol.inf-

-La Autenticidad de laRevelación demostrada pordiferentes inscripciones descubiertasentre los Salvajes de América delNorte, seguida de un diccionario y

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de una gramática de la lengua deesos pueblos.

-El Ateísmo vencido, enrespuesta a diferentes artículos delSr. B. , 2 vol. inf.

-Architofel, o los peligros de laambición, novela publicada bajoel velo del anonimato.

-Las Picardías de Calvino,dedicado a los de de la R. P. R.

-Diablo y Jansenio, diálogo enel gusto de Erasmo

-Del peso, del interior, de lacapacidad y de la estructura del arcade Noé y del número de animalesque allí estuvieron reunidos y que severán magnificados por nuevosgrabados, Leyde.

-Manual de oración sacado delos Padres Griegos con lasreferencias a las reglas de SanIgnacio.

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-Vida de Monseñor Cuisse, 8vol. inacabada

A pesar de estos trabajos que publicaba sin in-terrupción, Cruchard habría permanecido des-conocido si una circunstancia extraordinaria nole hubiera llamado a un escenario más amplio.La favorita de un gran príncipe reinaba enton-ces en Francia, y para liberar de ella a su Señor,un ministro hábil, profundo político (perfecta-mente informado por *** —se comprenderá elescrúpulo que nos impide decir su nombre)tuvo la idea de llamar al Padre Cruchard a Pa-rís, a fin de proponérselo como director a estapersona ilustre. Un ambiente tan nuevo noasombró a Cruchard. En medio de las pompasde Versalles conservó aquel viril sosiego quellevaba en el campo y pronto consiguió seraceptado en la corte por su carácter simpático ysu trato agradable –de tal modo que encon-trándose en una comida en casa del Sr. Duquede Laroche-Guyon, se comió él solo una pavacon tres gazapos, y Monseñor de Chavignolles

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(el mismo cuyo sobrino tuvo un fin tan trágicoen las galeras de Malta y que, aunque era ungran hombre de guerra, no vivía más que deproductos lácteos) se asustó de su apetito yexclamó: “¡Padre Cruchard, usted es el primerteólogo del mundo y el primer tenedor del Re-ino!” Seis meses después, la favorita habíaabandonado la corte y, como Luisa de la Mise-ricordia16, se preparaba a edificar el mundo porsus virtudes después de haberlo afligido porsus faltas. Desde entonces, todas las grandesdamas suspiraban por tener por director al Pa-dre Cruchard. Muchas de esas ilustres munda-nas no le dejaban, por así decirlo en todo el día.Altezas le reclamaban a cada minuto. Para queacudiese más pronto, Madame de Lavillac leenviaba su silla y Mlle. de Brichauteau confesa-ba que no podía cenar sin él. Sin embargo, Cru-chard se reservaba más particularmente para

16 Nombre adoptado por Mademoiselle Vallière cuandoingresó en la orden del Carmelo

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las Visitandinas o, mejor, para las Damas de laDesesperación, que no son sino una de sus ra-mas. Tan pronto llegaba, todas se precipitabancomo ciervas sedientas para beber las ondasrefrescantes de su palabra. Mientras él vivió,ellas no quisieron a otro y se valieron de milartificios para conservarlo. El propio Señor Ar-zobispo de París fracasó en ello; era un afectosemejante al de las recién conversas para Mon-señor de Cambrai y al de las Carmelitas paraM. de Bérulle. Por fin, les parecía imposiblerecibir la gracia de otro modo que por el canalde Cruchard. ¡Cómo sabía amar! ¡cómo conocíalos corazones! Hábil en las pasiones, distinguíasus raíces, podía echar justo en medio el anclade Salvación o sorteando sus yerros hacerlesllegar a buen puerto. “No os atormentéis por elpecado, les decía, esa preocupación es fermentode orgullo. Las caídas no son todas peligrosas ylos vicios se transforman a veces en otros tantosescalones para subir al cielo”. A ejemplo delbienaventurado San Francisco de Sales, llamaba

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a la cátedra “la burra”. Abordaba incluso a suspenitentes preguntándoles con una sonrisa:“¿Cómo va la burra?” y no quería que fuesenmuy duros con ese pobre animal. Por fin, laspersonas más piadosas convenían en que leshacía hacer cada día progresos infinitos en laperfección y otras, que habían sentido más pla-cer en las entrevistas del Padre Cruchard queen los abrazos de sus amantes. Pero si fue unpoco blando respecto a la moral, bastante paraser tachado de molinismo17, en cuanto al dog-ma se mostraba inflexible, no admitiendo quepudiese haber ningún mérito fuera de la Iglesia,y cuando se objetaba con los sabios de la Anti-güedad, decía: “Estoy seguro de que Dios lesconcedió la gracia, antes de su muerte, dehacerlos cristianos de una manera o de otra”.Desde San Epifanio no hubo hombre que deverdad se mostrase más indignado contra la

17 doctrina del padre Luis Molina, teólogo y jesuita espa-ñol del siglo XVI, sobre el libre albedrío y la gracia

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herejía. La simple idea de herejía le ponía fuerade sí y no podía descubrir un jansenista (sonsus propias palabras) “sin que le diesen ganasde estrangularlo”. En los últimos años de suvida, Cruchard, había engordado tanto, que yano salía de su gabinete, y sus facultades, tene-mos que reconocerlo, estaban notablementedisminuidas. Conservaba sin embargo su inal-terable alegría, de la que dio una última mues-tra minutos antes de morir, pues dijo bromean-do con su apellido: “Siento que el Cántaro se vaa romper por completo”. Permítanme, desta-cando por mi parte este último rasgo, afirmarcon todos los que tuvieron contacto contigo“que tú eras, Ô Cruchard, un jarrón elegido”.