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Marx y Engels frente a la “cuestión nacional”
por
Jorge del Palacio Martín
Dpto. de Ciencia Política y Relaciones Internacionales
UNIVERSIDAD AUTONOMA DE MADRID
Resumen: En las líneas que siguen quiero mostrar: primero, que en la teoría el
marxismo y el nacionalismo se han postulado como incompatibles por centrar sus
esfuerzos en la promoción política de dos sujetos antagónicos como la “clase” y la
“nación”. Segundo, que, sin embargo, el socialismo que tanto Marx como Engels
practicaron en el seno de la AIT se caracterizó por el apoyo coyuntural ofrecido a
aquellos movimientos nacionalistas que ellos consideraban se confundían con su idea
de progreso: es decir, aquellos que centraron sus esfuerzos en la construcción de
grandes Estados-nación que, de alguna manera, aceleraban la marcha hacia la
sociedad comunista.
Contexto del trabajo en el marco general de la tesis:
El trabajo que aquí se presenta forma parte de la tesis doctoral El PSOE y la “cuestión
nacional”, 1868-1939. En ella sostengo que en el periodo estudiado el PSOE no ha
pensado la política en términos nacionales porque a diferencia de los partidos
socialistas europeos de la época no entendió el Estado-nación como herramienta de
integración y progreso, tal y como se predicaba de las tesis marxistas. Al contrario, el
Estado -identificado con la monarquía y el gobierno oligárquico- y la identidad que de
él se derivaba se consideraron un yugo impuesto sobre las distintas nacionalidades de
la península ibérica. De aquí pretendo dar razones para explicar el tradicional afecto
del socialismo español para con los nacionalismos periféricos y su incomodidad para
con los símbolos nacionales vinculados al Estado.
Este trabajo forma parte, en concreto, del primer capítulo que llevará por título “La
cuestión nacional en los orígenes del PSOE”. En ella también se presenta una visión
de la relación entre el anarquismo de Bakunin y la “cuestión nacional” de las mismas
características así como una breve exposición de cómo las primeras secciones
españolas de la AIT fueron ganadas para la causa del anarquismo y no del marxismo.
Este último punto es importante porque el objetivo es sostener que a pesar de que el
PSOE se funda como un partido decididamente marxista, su manera de encarar la
cuestión nacional sigue siendo deudora de las ideas antiestatistas y antipolíticas de
Bakunin. Las consecuencias que dicha herencia ideológica tendrán en lo que a la
“cuestión nacional” atañe son de una importancia considerable. Sobre todo porque al
contrario que otros partidos socialistas europeos, que vieron en la construcción de un
Estado nacional fuerte una estrategia de progreso (política que a la larga terminaría
con la nacionalización de los partidos proletarios y no a la inversa), el socialismo del
PSOE –carente del matiz jacobino, ilustrado y centralista que ofrecía el socialismo
marxista frente al anarquismo- no podrá ver en España, como Estado-nación, más que
un aparato coercitivo, vinculado a la monarquía, que oprime las nacionalidades que
están bajo su yugo. Visión de la que se seguirá su tradicional afinidad para con los
nacionalismos periféricos.
Texto
La llamada “cuestión nacional” ha constituido para muchos estudiosos el
verdadero “talón de Aquiles” de la teoría marxista.1 Marx y Engels nunca abordaron
la “cuestión nacional” de modo autónomo y tampoco le otorgaron un lugar prioritario
entre sus categorías analíticas. De aquí se sigue que algunos especialistas hayan
reclamado que pese a las numerosas tomas de posición que desde el marxismo –en
cualquiera de sus versiones- se han hecho sobre el problema, no puede hablarse con
propiedad de una teoría marxista bien fijada y delimitada sobre lo nacional.2 Sin
entrar a discutir este punto, lo cierto es que Marx y Engels no fueron ajenos a los
grandes procesos de consolidación nacional que jalonaron todo el siglo XIX, ni
mucho menos a la importancia que éstos comportaban para el diseño de sus
estrategias revolucionarias. Es así que el hecho nacional -ora tratado de manera
directa, ora indirecta- cuenta entre los grandes problemas a cuya explicación y
evaluación dedicaron sus esfuerzos los fundadores del marxismo. Por lo tanto, si bien
no puede hablarse de una teoría acabada y explícitamente formulada sobre la
“cuestión nacional” en la obra de Marx y Engels, sí que hay motivos suficientes para
1 Stuart, R., Marxism and National Identity. Socialism, Nationalism and National Socialism during the
French Fin de Siècle, NY, State University of New York Press, 2006. Pág. 2
2 Haupt, G. y Löwy, M. Los marxistas y la cuestión nacional, Barcelona, Editorial Fontamara, 1980.
Pág. 11
referirse a unos lugares comunes claramente definidos que resumen la postura
marxista en lo que a la “cuestión nacional” toca. A la exposición de estos puntos de
referencia dedicaré las siguientes líneas.
A modo de adelanto anticiparé que la idea principal en torno a la cual se
articula el discurso de Marx y Engels sobre la “cuestión nacional”: lo nacional es no
es más que una problemática subalterna, una cuestión de segundo orden, cuya
solución vendrá dada por el desarrollo mismo de la lógica del capitalismo. Y es esta
idea, basada en una visión progresista de la historia, la que da todo el sentido al
siguiente pasaje del Manifiesto comunista, “Los particularismos nacionales y los
antagonismos de los pueblos desaparecen cada día más, simplemente con el desarrollo
de la burguesía, con la libertad de comercio, el mercado mundial, la uniformidad de la
producción industrial y las formas de vida que a ella corresponden”3
Esta firme convicción en el carácter contingente y pasajero de la nación como
modelo de organización política hará que Marx y Engels -y, por ende, la tradición
socialista que se inspira en ellos- entiendan el internacionalismo, expuesto a grandes
rasgos, como el rechazo de todo lo nacional por considerarlo ajeno a los intereses del
proletariado. No obstante, la realidad siempre es más compleja y veremos cómo este
rechazo hacia “lo nacional” no es óbice para que llegado el momento los marxistas
sienten alianzas con algunos movimientos nacionalistas.
No obstante, antes de seguir adelante con la exposición creo necesario dejar
sentado qué es aquello que Marx y Engels entendían por nación y otras palabras
pertenecientes a la misma serie léxica. Es decir, intentar entender a qué realidades
aplicaban términos como nación, nacionalidad o nacionalismo cuyo uso
indiscriminado puede dar pie a no pocas confusiones.
3 Marx, K. y Engels, F., Manifiesto comunista, Madrid, Alianza, 2004. Pág. 65
Cuando Marx y Engels hacen referencia a la nación manejan un concepto
moderno heredero de la tradición revolucionaria francesa: léase, un concepto
jacobino, centralista y, por tanto, de raíz ilustrada. Es decir, entienden la nación como
el pueblo organizado políticamente en torno a un estado y cuyos habitantes hacen
abstracción de sus particularidades étnicas y/o culturales a través del concepto de
ciudadanía. Uno de los ejemplos más claros de este concepto de nación reside en la
reivindicación realizada por la Asamblea Constituyente francesa en 1790 defendiendo
la ciudadanía francesa de los alsacianos afirmando que su voluntad de integrarse en la
nación francesa estaba por encima de la diferencia lingüística. Como ha señalado
Erich Hobsbawm, a pesar de la insistencia de la cultura revolucionaria francesa en la
uniformidad lingüística, a efectos prácticos no era el dominio del francés lo que
determinaba el acceso a la ciudadanía francesa. Lo que determinaba dicho acceso era,
más bien, “la disposición a adquirirla, entre las otras libertades, leyes y características
comunes del pueblo libre de Francia”.4 Se afirmaba, pues, la utilidad del francés pero
no tanto en términos de superioridad cultural como de herramienta de integración
política. Por tanto, para Marx y Engels la nación es, ante todo, una construcción de
carácter estrictamente político que puede acoger en su seno diferentes nacionalidades
y hace abstracción de las mismas a través del concepto de ciudadanía.
Este carácter eminentemente político de la nación se hace más explícito
cuando atendemos a qué entendían Marx y Engels por nacionalidad. El termino
nacionalidad comprende al menos dos acepciones en los textos de Marx y Engels. En
primer lugar, nacionalidad significa el estado de la persona nacida o naturalizada en
una nación y es este el sentido de la palabra cuando en el Manifiesto comunista se
afirma que “Se ha reprochado también a los comunistas el querer suprimir la patria, la
nacionalidad”.5 Por tanto, nacionalidad es, en una de sus acepciones, sinónimo de
ciudadanía de un país. Pero, en segundo lugar, con nacionalidad se designaba también
a las pequeñas comunidades que compartían un mismo origen étnico o cultural. Esta
distinción resulta de suma importancia porque a partir de la II Internacional y, sobre
todo, de la publicación en 1914 del opúsculo Sobre el derecho de las naciones a la
4 Hobsbawm, E., Naciones y nacionalismos desde 1780, Barcelona, Editorial Crítica, 2004. Pág. 30
5 Marx, K. y Engels, F. Op. Cit. Pág. 65
autodeterminación firmado por Lenin, la querella entre naciones y nacionalidades
adquirirá una relevancia de primer orden en la estrategia socialista. Sin embargo,
como veremos lo paradójico es que en el socialismo de la I Internacional, en el
socialismo de Marx y Engels, la formación de grandes Estados nacionales era vista
como un paso adelante en el camino hacia la revolución proletaria, mientras que las
pequeñas nacionalidades no constituían más que rémoras del pasado cuyo único
destino pasaba por la incorporación a un Estado fuerte que sirviese como herramienta
al progreso. Uno de los textos donde mejor se bosqueja la diferencia entre nación y
nacionalidad, así como el destino político que a estas últimas aguardaba en el
proyecto socialista, es en una serie de artículos que Engels escribió en 1866 para el
periódico The Commonwealth bajo el título de What have the working classes to do
with Poland?
Engels, convertido en el especialista del dúo en torno a la “cuestión nacional”,
escribió esta serie de artículos a petición de Marx. Lo que en ellos se ventilaba era la
postura que la clase obrera debía tomar frente a la independencia de Polonia. La
Internacional, en el texto inaugural escrito por el propio Karl Marx, había expresado
el apoyo de la clase obrera a la causa de la independencia polaca. Sin embargo, dicho
apoyo a la causa polaca no era unánime. Sobre todo porque los “proudhonistas” –
buena parte, junto a los llamados “blanquistas”, de los integrantes de la sección
francesa de la Internacional- alegaban que los objetivos de la Internacional debían ser
estrictamente económicos y la independencia polaca, al ser una cuestión política, al
ser una “cuestión de nacional”, en nada debía afectar al movimiento obrero. Para
entender mejor la animadversión de algunos de dichos miembros de la sección
francesa de la A.I.T. para con todo lo que desprendiese cierto aroma a independencia
nacional es necesario no peder de vista el contexto de la política francesa de las
décadas 50 y 60 del siglo XIX, donde Napoleón III – emperador “por la gracia de
Dios y la voluntad nacional”, como recordará con sorna Engels- había hecho del
“principio de las nacionalidades”, con el que alentó movimientos nacionalistas de
grupos étnicos, el ariete de su política imperial.6 El objeto, por tanto, de estos
6 Forman, M., Nationalism and the international labour movement: the idea of the nation in socialist
and anarchist theory, Pennsylvania State University Press, 1998. Pág. 53
artículos era fundamentar, de cara al futuro congreso que se debía celebrar en
Ginebra, por qué el movimiento obrero debía unirse con otros movimientos a la causa
de la independencia polaca explicando que dicho apoyo nada tenía que ver con el
“principio de las nacionalidades” proclamado por Napoleón III.
En el segundo de los artículos, publicado el 31 de marzo de 1866, Engels afirmaba
que,
“After the coup d’état of 1851, Louis Napoleon, the Emperor “by the grace of God and the national
will”, had to find a democraticised and popular-sounding name for his foreign policy. What could be
better than to inscribe upon his banners the “principle of nationalities”? Every nationality to be the
arbiter of its own fate – every detached fraction of any nationality to be allowed to annex itself to its
great mother-country – what could be more liberal? Only, mark, there was not, now, any more question
of nations, but of nationalities.
There is no country in Europe where there are not different nationalities under the same government.
The Highland Gaels and the Welsh are undoubtedly of different nationalities to what the English are,
although nobody will give to these remnants of peoples long gone by the title of nations, any more than
to the Celtic inhabitants of Brittany in France. Moreover, no state boundary coincides with the natural
boundary of nationality, that of language. There are plenty of people out of France whose mother
tongue is French, same as there are plenty of people of German language out of Germany; and in all
probability it will ever remain so. It is a natural consequence of the confused and slow-working
historical development through which Europe has passed during the last thousand years, that almost
every great nation has parted with some outlying portions of its own body, which have become
separated from the national life, and in most cases participated in the national life of some other people;
so much so, that they do not wish to rejoin their own main stock. The Germans in Switzerland and
Alsace do not desire to be reunited to Germany, any more than the French in Belgium and Switzerland
wish to become attached politically to France. And after all, it is no slight advantage that the various
nations, as politically constituted, have most of them some foreign elements within themselves, which
form connecting links with their neighbours, and vary the otherwise too monotonous uniformity of the
national character.
Here, then, we perceive the difference between the “principle of nationalities” and the old democratic
and working-class tenet as to the right of the great European nations to separate and independent
existence. The “principle of nationalities” leaves entirely untouched the great question of the right of
national existence for the historic peoples of Europe; nay, if it touches it, it is merely to disturb it. The
principle of nationalities raises two sorts of questions; first of all, questions of boundary between these
great historic peoples; and secondly, questions as to the right to independent national existence of those
numerous small relics of peoples which, after having figured for a longer or shorter period on the stage
of history, were finally absorbed as integral portions into one or the other of those more powerful
nations whose greater vitality enabled them to overcome greater obstacles. The European importance,
the vitality of a people is as nothing in the eyes of the principle of nationalities; before it, the Roumans
of Wallachia, who never had a history, nor the energy required to have one, are of equal importance to
the Italians who have a history of 2,000 years, and an unimpaired national vitality, the Welsh and
Manxmen, if they desired it, would have an equal right to independent political existence, absurd
though it would be with the English. The whole thing is an absurdity, got up in a popular dress in order
to throw dust in shallow people’s eyes, and to be used as a convenient phrase, or to be laid aside if the
occasion requires it”7
Y en el tercero y último artículo de las serie, publicado el 5 de mayo del mismo año
sentenciaba que,
“Poland, like almost all other European countries, is inhabited by people of different nationalities. The
Poles proper, who speak the Polish language, no doubt form the mass of the population, the nucleus of
its strength. But ever since 1390 Poland proper has been united to the Grand Duchy of Lithuania,
which has formed, up to the last partition in 1794, an integral portion of the Polish Republic. This
Grand Duchy of Lithuania was inhabited by a great variety of races. The northern provinces, on the
Baltic, were in possession of Lithuanians proper, people speaking a language distinct from that of their
Slavonic neighbours; these Lithuanians had been, to a great extent, conquered by German immigrants,
who, again, found it hard to hold their own against the Lithuanian Grand Dukes. Further south, and east
of the present kingdom of Poland, were the White Russians, speaking a language betwixt Polish and
Russian, but nearer the latter; and finally the southern provinces were inhabited by the so-called Little
Russians, [Ukranians] whose language is now by most authorities considered as perfectly distinct from
the Great Russian (the language we commonly call Russian). Therefore, if people say that, to demand
the restoration of Poland is to appeal to the principle of nationalities, they merely prove that they do not
know what they are talking about, for the restoration of Poland means the re-establishment of a
State composed of at least four different nationalities”8
7 Engels, F., What have the working classes to do with Poland? Marx&Engels Collected Works
8 Ibid. (la negrita es mía)
En los fragmentos extractados de estos artículos se ve, por tanto, que era un
lugar común, a mediados del siglo XIX, determinar como “nacionalidades” a las
comunidades que tenían un origen étnico o cultural común. Hágase notar que aquí el
vínculo “cultural” tiene un sentido muy cercano al biológico en un sentido simbólico:
lazos de religión, de lengua, etc. como características ligadas a un proceso de
especiación que permite dirimir, de forma objetiva, la naturaleza nacional de cada
individuo. En el texto se vislumbra, además, que la estrategia internacionalista de
Marx y Engels pasaba por apoyar la creación de grandes Estados –entendidos éstos
como entidades políticas, no culturales- en cuyo seno debían integrarse las pequeñas
nacionalidades en aras del progreso hacia la revolución proletaria.
La justificación sobre la inviabilidad política de las pequeñas nacionalidades
que fundamenta buena parte del pensamiento de Marx y Engels sobre la “cuestión
nacional” tiene su origen en la cultura política de las jornadas revolucionarias de
1848, donde nace la distinción entre naciones “progresistas” y “reaccionarias”.
Distinción a partir de la cual Engels creará su propia teoría sobre los geschichtelosen
völker: los pueblos sin historia.
Lo que subyace a la concepción engelsiana de los “pueblos sin historia” es la
filosofía de la historia de Hegel, para quien el término Welthistorische Volkgeister no
aplicaba a todos los pueblos, sino a aquellos que en mayor medida habían contribuido
al progreso de la humanidad. En la filosofía de Hegel la historia era considerada como
el despliegue y realización del Espíritu en el tiempo. Y esta realización o concreción
se materializaba a través de los pueblos, únicos actores o unidades de la historia
universal para el filósofo alemán. Ahora bien, no todos los pueblos podían contarse
entre los llamados “pueblos históricos”. En la concepción hegeliana de la historia, el
Espíritu realiza un peregrinaje infatigable de pueblo en pueblo haciendo que se
signifiquen aquéllos que con mayor profundidad han sido capaces de concebir y
revelar el Espíritu. Los signos que dan fe de la hondura con la que un pueblo es capaz
de aprehender el Espíritu mientras éste reposa en él son la generación de una cultura
floreciente, la energía para llevar a cabo grandes empresas políticas y, en el mundo
moderno – o “Germánico”, como lo llama Hegel-, la capacidad para darse un Estado.
Fue de esta vinculación orgánica entre Estado y progreso humano – Hegel dirá que
“Las transformaciones de la historia acaecen esencialmente en el Estado” 9- lo que
serviría de base a Engels para formular su particular teoría de los “pueblos sin
historia”.
Por lo tanto, cuando Engels hablaba de los geschichtelosen völker se refería a
pueblos que en el pasado no pudieron procurarse un sistema estatal y que ya no
reunían condiciones para lograr autonomía política per se. Engels participó
activamente en el ciclo revolucionario de 1848 a través de la Neue Rheinische
Zeitung, periódico que fundó junto a Marx para canalizar y dirigir la opinión de la
izquierda radical alemana. Algunos años después, en 1914, Lenin afirmaría que dicho
periódico constituía el modelo nunca superado de lo que debía ser un órgano del
proletariado revolucionario.10 A través de sus artículos Engels identificó claramente
cuales eran a su juicio los “pueblos sin historia”: los eslavos de Austria, Hungría y el
Imperio Otomano; léase, los checos, eslovacos, eslovenos, croatas, servios y
ucranianos (rutenos), así como los rumanos austriacos y húngaros.11 Las razones que
llevaron a Engels a esta conclusión hay que buscarlas en el juego de alianzas políticas
que presidió el curso de dicha revolución. Durante la llamada “primavera de los
pueblos” también los grupos de eslavos dispersados por varios países de la Europa
oriental buscaron lograr autonomía política dando lugar a cierto sentimiento de
pertenencia nacional. Lo característico de este protonacionalismo es que era de signo
conservador. Los eslavos, que veían en los terratenientes germanos y magiares a sus
verdaderos opresores, vincularon sus aspiraciones políticas a la suerte de los
emperadores de Austria y Rusia. Al ponerse del lado de la política imperial, los
pueblos eslavos pasaron a ser, para el imaginario radical de la época, títeres del
zarismo y, por ende, elementos de la contrarrevolución. Así las cosas, ser
revolucionario en 1848 –es decir, republicano y demócrata- equivalía a oponerse a las
9 Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Madrid, Alianza Editorial,
2004. Pág. 123
10 Wilson, E., Hacia la estación de Finlandia. Ensayo sobre la forma de escribir y hacer historia,
Madrid, Alianza Editorial, 1972. Pág. 206
11 Rosdolsky, R., El problema de los pueblos “sin historia”, Barcelona, Editorial Fontamara, 1981.
Pág. 8
aspiraciones nacionales eslavas.12 Engels afirmaba que “El paneslavismo es la alianza
de todas las pequeñas naciones y nacioncitas de Austria y, en segundo término de
Turquía, para luchar contra los austroalemanes, los magiares y, eventualmente, los
turcos (…) según su tendencia fundamental está dirigido contra los elementos
revolucionarios de Austria, y por ende es reaccionario desde el comienzo”13
Desde el punto de vista teórico las reivindicaciones nacionales de los eslavos
no encajaban en el cuadro de ideas del marxismo. Como se ha puesto de manifiesto,
de la veta ilustrada del socialismo de Marx y Engels florece la idea en virtud de la
cual los hombres forman parte de una comunidad única, la humanidad, que se irá
afirmando a medida que el progreso disuelva los particularismos. Desde el punto de
vista de la estrategia política, la hipotética existencia de una constelación de pequeños
Estados eslavos al servicio del zarismo ruso tampoco podía resultar del agrado de los
fundadores del marxismo,
“¡Se reclama de nosotros –diría Engels en la Neue Rheinische Zeitung- y de las restantes
naciones revolucionarias de Europa que garanticemos a los rebaños de la contrarrevolución una
existencia sin trabas pegada a nuestras puertas, y el libre derecho a conspirar y armarse contra la
revolución; que constituyamos en medio del corazón de Alemania un reino checo contrarrevolucionario
y quebremos el poder de las revoluciones alemana, polaca y magiar con puestos rusos de avanzada
intercalados en el Elba, los Cárpatos y el Danubio! No pensamos en eso… Ahora sabemos donde se
concentran los enemigos de la revolución: en Rusia y los países eslavos de Austria, y ninguna
palabrería, ninguna indicación sobre un indeterminado futuro democrático de estos países nos
impedirá tratar como enemigos a nuestros enemigos”14
Buena parte del fracaso de la ola revolucionaria de 1848 vino dado por el
choque de intereses entre las naciones “progresistas” y “reaccionarias”. Es decir, entre
las aspiraciones de alemanes, polacos y húngaros –que vinculaban sus aspiraciones
12 Hobsbawm, E., La era de la revolución, 1789-1848, Barcelona, Crítica, 2005. Págs. 148-149;
Breuilly, J., “The German National Question and 1848” en History Today, Nº 48 (5), págs. 13-20
13 Rosdolsky, R., Op. Cit., Pág. 140
14 Ibíd. Pág. 141
nacionales con la creación de Estados liberales- y los pueblos eslavos –que buscaban
el reconocimiento de su nacionalidad, así fuera aliándose con el Imperio. Para Marx
y Engels, como veremos, el hecho de que una nacionalidad sea oprimida no significa
que la revolución tenga que tomar partido por ella. Tal apoyo se daría sólo y cuando
dichos intereses nacionales coincidiesen con los del movimiento obrero. Los
fundadores del marxismo identificaron el progreso con el nacimiento de grandes
Estados nación burgueses que facilitasen, a posteriori, el fortalecimiento del
proletariado como clase. De aquí que mostrasen su simpatía para con los movimientos
de unificación y liberación de Italia, Alemania, Polonia y Hungría. Tal y como se
sigue de este razonamiento, las pequeñas nacionalidades eslavas que clamaban por
tener autonomía no podían ser sino rémoras del pasado susceptibles de ser
movilizadas políticamente por Rusia, baluarte de la Santa Alianza y reserva del
absolutismo en Europa. Engels defenderá, conforme a su visión de la historia, que los
llamados a ser actores de la política europea son las grandes naciones históricas:
Francia, España, Escandinavia, Inglaterra, Polonia, Alemania, Italia y Hungría. Todas
ellas naciones “vitales” y viables económica como políticamente que gozan de
soberanía plena –en el caso de las cuatro primeras; que buscan restablecer el lugar que
por su pasado les corresponde –como Alemania e Italia; o que han sabido resistir la
asimilación y por tanto han dado muestras de aspirar a una existencia nacional
independiente.15 El resto, como las pequeñas nacionalidades eslavas, no podían ser
sino pueblos “sin historia” o “ruinas de pueblos” (Völkerruinen). Pueblos que en su
momento no pudieron darse un Estado y que ahora, negándose a ser absorbidas por
una nación más grande, remaban contra el sentido de la historia.
Finalmente el nacionalismo, entendido como “el principio político que
sostiene que debe haber congruencia entre la unidad nacional y la política”16, será
objeto de una doble crítica por parte del marxismo. La primera, por su condición de
ideología; la segunda, por su naturaleza interclasista.
15 Gallisot, R., “Nación y nacionalidad en los debates del movimiento obrero” en Hobsbawm, E. (dir),
Historia del marxismo, Barcelona, Editorial Bruguera, 1981. Vol. 6, Pág. 144
16 Gellner, E., Naciones y nacionalismo, Madrid, Alianza Editorial, 2001. Pág. 13
Para Marx y Engels las ideologías, en tanto que conjunto de ideas sobre la
sociedad, eran mistificaciones de la realidad que no hacían sino esconder intereses de
clase. Así expresaba Marx su concepción de la ideología como reflejo de las
condiciones económicas y aspiraciones sociales de una clase en El dieciocho
Brumario de Luis Bonaparte,
“ Sobre las distintas formas de la propiedad, sobre las condiciones sociales de vida, se erige toda una
superestructura de sentimientos, ilusiones, modos de pensar y visiones del mundo diferentes y
configuradas de modo específico. La clase, en su totalidad, los crea y conforma a partir de sus bases
materiales y las correspondientes situaciones sociales. El individuo particular, que los adquiere a través
de la tradición y la educación, puede creer que representan los verdaderos motivos determinantes y el
punto de partida de sus acciones. (…) Y así como en la vida privada se distingue entre lo que un
hombre piensa y dice de sí mismo, y lo que en realidad es y hace, en las disputas históricas hay que
distinguir todavía más la retórica y las figuraciones de los partidos, de su verdadera organización y sus
verdaderos intereses, su concepto de sí mismos, de su realidad. (…) También los tories en Inglaterra
han mantenido durante mucho tiempo la ilusión de que suspiraban por la monarquía, la Iglesia y las
beldades de la vieja constitución inglesa, hasta que el día del peligro les arrancó la confesión de que
sólo suspiraban por la renta del suelo”17
En este sentido, el discurso nacionalista era un epifenómeno de la cultura
burguesa que legitimaba el dominio que esta clase ejercía sobre el proletariado a
través del Estado. Por lo tanto, el nacionalismo, al generar una visión del mundo
basada en un orden político que tuviera como actores principales a Estados-nación,
servía como catalizador de la política burguesa.
En lo que a la segunda crítica atañe, resulta importante señalar que para la
teoría marxista el nacionalismo suponía una seria amenaza para la solidaridad
17 Marx, K., El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Madrid, Alianza Editorial, 2003. Págs. 71-73
Esta idea ya había sido adelantada por Marx y Engels en el Manifiesto Comunista: “Pero no discutáis
con nosotros midiendo la supresión de la propiedad burguesa conforme a vuestras representaciones
burguesas de libertad, educación, derecho, etc. Vuestras propias ideas son un producto de las relaciones
de producción y propiedad burguesas igual que vuestro derecho no es otra cosa que la voluntad de
vuestra clase elevada a derecho, una voluntad cuyo contenido se halla dado en las condiciones
materiales de vida de vuestra clase” Marx. K. y Engels, F. Manifiesto Comunista, Madrid, Alianza
Editorial, 2004. Pág. 63
supranacional que propugnaba el internacionalismo. El nacionalismo convocaba al
sentimiento de pertenencia a una comunidad concreta esgrimiendo un discurso que
buscaba reforzar los lazos de unión que trascendían las distinciones de clase. Marx y
Engels intuían que el poder de apelación de la retórica patriótica podía desviar a los
obreros de sus verdaderos intereses de clase y atendiendo a cómo se desarrollaron la
guerra Franco-prusiana de 1871 y la Primera Guerra Mundial puede decirse que los
temores de los fundadores del marxismo tenían, cuando menos, algún fundamento.
La esencia, en última instancia, de la pugna entre el nacionalismo y el
internacionalismo se encarnaba en el duelo entre dos sujetos antagónicos llamados a
ser los actores de la política: clase versus nación.
Sin embargo, a pesar de que a priori el nacionalismo y el marxismo estaban
destinados a no entenderse dada su incoherencia teórica, la realidad es mucho más
compleja y la historia a sido testigo de la alianza positiva entre ambas ideologías.
Como se ha podido ver, siquiera de manera tentativa, en el análisis de los términos
nación, nacionalidad y nacionalismo, Marx y Engels apoyaron tácticamente el
nacionalismo en algunos contextos determinados. Lo que determinaba la simpatía de
Marx y Engels para con los nacionalistas estaba estrechamente ligado a la capacidad
de dichos movimientos para identificarse y confundirse con su idea de progreso
social. Llegados a este punto creo que merece dedicar unas líneas a la idea de
progreso que manejaban Marx y Engels.
El discurso de Marx y de Engels es un discurso ilustrado radicalizado. La
razón de ser de esta radicalización consiste en que el carácter emancipador que se
arrogó originariamente el proyecto ilustrado ya no se ciñe exclusivamente al ámbito
moral del sujeto, sino que se proyecta a lo político. En Kant el ideal de emancipación
se identificaba con el logro de la autonomía moral, encarnada ésta en la capacidad del
sujeto para legislarse; es decir, encarnada en el reconocimiento de una esfera de
acción subjetiva cuyo criterio de evaluación no reside en un agente externo al propio
sujeto.18 En Marx, que traslada la sede del proyecto ilustrado del individuo a un sujeto
colectivo como la clase obrera, el ideal de emancipación se confunde con la
consecución de una sociedad sin clases. Y al igual que para Kant el camino hacia la
salida de la “inmadurez autoculpable” del hombre pasaba por pensar de manera libre
y autónoma frente a las tutelas heredadas – de ahí la fuerza retórica de su supere
aude-, en Karl Marx el camino hacia el ideal comunista se asocia a una praxis política
de clase dirigida a la superación de las organizaciones políticas heredadas. Entre ellas,
claro está, la nación, considerada elemento característico del modo de organización
política burguesa. Como decía en La guerra civil en Francia,
“Los obreros no tienen ninguna utopía lista para ser implantada par décret du people. Saben que para
conseguir su propia emancipación, y con ella una forma superior de vida hacia la que tiende
irresistiblemente la sociedad actual por su propio desarrollo económico (…), no tienen que realizar
ningunos ideales sino, simplemente, liberar los elementos de la nueva sociedad que la vieja sociedad
burguesa agonizante lleva en su seno”19
Esta imagen de un sujeto autónomo y libre de tutelas heredadas que generó la
filosofía de la Ilustración encuentra su escenario natural en un concepto de historia
estrechamente vinculado a la noción de progreso. La idea de progreso se convirtió por
méritos propios en el idolum saeculi decimonónico. El movimiento ilustrado,
entendido éste en un sentido lato, concebía la historia universal como el progreso
constante y firme de la humanidad hacia la perfección a través de fases alternativas de
calma y de crisis.20 Para los ilustrados la raison d'être del progreso radicaba en la
vinculación entre la adquisición y gestión del conocimiento y la consecución de
mayores cotas de civilización. Marx y Engels, en tanto que hijos tardíos de la
Ilustración, también mantendrán una visión progresista de la historia en la que el
hombre supera etapas con paso firme hacia su emancipación. Sin embargo, amén de
18 “Porque siempre se encontrarán algunos que piensen por su propia cuenta (…), quienes después de
haber arrojado de sí el yugo de las tutelas difundirán el espíritu de una estimación racional del propio
valer de cada hombre y de su vocación a pensar por sí mismos” Kant, I., ¿Qué es la Ilustración?,
Madrid, Alianza Editorial
19 La guerra civil en Francia
20 Bury, J., La idea de progreso, Madrid, Alianza Editorial, 2009. Pág. 162
compartir una visión de la historia como proceso lineal hacia la emancipación, lo que
diferencia de manera definitiva la filosofía de la historia de Marx y Engels de la que
cultivaron los ilustrados es el radical determinismo teleológico que la informa. Para
los ilustrados la historia es concebida como un proceso de gradual mejora de las
condiciones materiales e intelectuales que llevan a la humanidad a mayores cotas de
civilización, pero sin que se imponga una forma determinada a esa sociedad del
futuro. Por el contrario, para los autores del Manifiesto Comunista la historia es un
proceso cerrado y predeterminado en el que a través de la lucha de clases el
proletariado llevará a la humanidad al escenario único y distinto donde será
emancipada: la sociedad comunista.
La fe de Marx en la racionalidad de sus teorías como pauta de progreso social
encuentra su origen en la filosofía de Hegel y su apología del poder demiúrgico de la
teoría cuando afirmó, en el prefacio a la Fenomenología del Espíritu (1807), que la
filosofía debía convertirse en ciencia, en saber real capaz de aprehender la realidad.21
Marx hizo de su filosofía una herramienta para desenmascarar las leyes por las que se
regía la historia para hacer de la ella algo comprensible y, por ello, predecible. La
historia para Marx, tal y como quedaba expresado desde los primeros compases del
Manifiesto comunista, no era sino la historia de lucha de clases en movimiento
imparable hacia una sociedad comunista sin clases donde el hombre, finalmente, se
verá reconciliado consigo mismo y con la naturaleza. En la narración que Marx hace
de la historia consta que cada sociedad ha generado su propio enterrador y así como
la burguesía surgió de las contradicciones del Antiguo Régimen para enterrar la
sociedad del trono y el altar, la burguesía misma había parido al sujeto que iba firmar
su sentencia. “…la burguesía no sólo ha forjado las armas que van a darle muerte; ha
creado también a los hombres que van a manejarlas, los obreros modernos, los
proletarios”22. Esta visión teleológica de la historia suponía que llegada la era de la
21 “La verdadera figura en que existe la verdad no puede ser sino el sistema filosófico de ella.
Contribuir a que la filosofía se aproxime a la forma de la ciencia –a la meta en que pueda dejar de
llamarse amor por el saber (Liebe zum Wissen) para llegar a ser saber real (Wirkliches Wissen): he
ahí lo que yo me propongo” Hegel, G. F. H., Fenomenología del Espíritu, México, Fondo de Cultura
Económica, 1966. Pág. 8
22 Marx, K. y Engels, F. Manifiesto comunista, Madrid, Alianza Editorial, 2004. Pág. 50
burguesía capitalista, el proletariado, cada vez más empobrecido y en peores
condiciones pero superior en número a una minoría acaudalada, se haría gradualmente
consciente de su papel histórico. Esto implicaría unificar sus esfuerzos en una
empresa internacional y arrogarse la tarea de hacer la revolución final que fundase un
nuevo orden donde quedasen abolidas todas las condiciones que generaron la
dialéctica de la lucha clases – la lucha entre opresores y oprimidos- a lo largo de la
historia. No obstante, a pesar del supuesto carácter científico de la filosofía de la
historia de Marx toda ella desprende un fuerte aroma a teológico. No es casual, por
tanto, que algunos autores hayan puesto de manifiesto que la filosofía de la historia
marxista es dependiente de un imaginario teológico de raíz judeocristiana y se
presenta como una lucha encarnizada entre el bien y el mal, o proletariado y
burguesía, en la que el primero –que hace las veces de pueblo elegido- conseguirá
inexorablemente su salvación con la consecución de la sociedad comunista.23
Las conclusiones que se siguen de estas concepciones son de cierta
importancia para entender cómo se materializa el concepto de progreso en el
marxismo. Que la historia para los ilustrados sea un proceso abierto e indeterminado
hacia mayores cotas de civilización convierte en progreso todo paso que abunda en
esa dirección. Sin embargo, lo que se sigue de la visión marxista de la historia, en
tanto que narración con un fin dado de antemano, es que progreso sólo es aquello que
incide en el sentido unívoco de la historia; es decir, progreso es lo que se confunde
con la afirmación de una política de clase. Llegados aquí merece preguntarse cómo
aplica lo dicho sobre el progreso a la “cuestión nacional”.
23 “No es casual que el último antagonismo entre los dos enemigos, la burguesía y el proletariado,
corresponda a la lucha final entre Cristo y el Anticristo en las postrimerías de la historia, y que la tarea
del proletariado sea análoga a la misión del pueblo elegido en la historia del mundo. La función
redentora universal de la clase oprimida corresponde a la dialéctica religiosa de la crus y la
resurrección, y la transformación del reino de la necesidad en el reino de la libertad a la transformación
de la era antigua en la nueva era. Todo el proceso histórico, tal y como está escrito en el Manifiesto
Comunista, refleja el esquema general de la interpretación judeocristiana de la historia como un
acontecer providencial de la salvación, orientada a una meta final plena de sentido” Löwith, K.,
Historia del mundo y salvación. Los presupuestos teológicos de la filosofía de la historia, Buenos
Aires, Katz Editores, 2007. Pág. 62
La primacía de la clase obrera sobre cualquier otra categoría histórica hizo que
para los padres del marxismo la nación no fuera más que una categoría transitoria que
respondía a las necesidades de desarrollo del capitalismo y cuyas particularidades se
irían desvaneciendo precisamente por el movimiento homogeneizador que generaría
la propia economía capitalista.24 Sin embargo, si bien la nación era una categoría
destinada a desaparecer con el advenimiento de la sociedad comunista, en primer
lugar el socialismo debía contribuir a apuntalar un sistema de Estados nacionales
fuertes como paso previo al comunismo. En el análisis marxista, por lo tanto, las
naciones burguesas constituían un momento ineludible entre la organización política
del Antiguo Régimen y la sociedad sin clases. De aquí que Marx y Engels apoyasen
estratégicamente los movimientos nacionalistas que buscaban la realización de
grandes entidades estatales. Ambos fueron, por ejemplo, firmes defensores de los
movimientos de unificación alemán e italiano, de su carácter modernizador y ejemplar
para otros movimientos revolucionarios. Marx se expresaba como sigue al hablar del
movimiento de unificación italiano en el New York Daily Tribune para el que fue
destacado corresponsal en Europa,
“Regarding the Piadmontese army and people as ardent champions of Italian liberty, they feel that the
King of Piedmont will thus have ample scope for aiding the freedom and independence of Italy, if he
chooses; should he prove reactionary, they know that the army and people will side with the nation.
Should he justify the faith reposed in him by his partisans the Italians will not be backward in testifying
their gratitude in a tangible form. In any case, the nation will be in situation to decide on its own
destinies, and Keeling, as they do, that a successful revolution in Italy will be the signal for a general
struggle on the part of all the oppressed nationalities to rid themselves of their oppressors, they have no
fear of interference on the part of France, since Napoleon III will have too much home Business on his
hands to meddle with the affairs of other nations, even for the furtherance of his own ambitious aims. A
chi tocca-tocca? As the Italians say. We will not venture to predict whether the revolutionists or the
regular armies will appear first on the field. What seems pretty certain is, that a war begun in any part
of Europe will not end where it commences; and if, indeed, that a war is inevitable, our sincere and
heartfelt Desire is, that it may bring about a true and just settlement of the Italian question and of
24 Haupt, G. y Löwy, M., Op. Cit. Pág. 14
various other questions, which, until settled, will continue from time to time to disturb the peace of
Europe, and consequently impede the progress and prosperity of the whole civilized World”25
A pesar de que al frente de los movimientos de unificación italiano y alemán
figurasen políticos conservadores como Cavour o Bismarck, los padres del marxismo
aplaudieron su política nacionalista pues ésta se confundía con su idea de progreso.
En el fondo de su razonamiento, para los fundadores del marxismo Cavour o
Bismarck pasaban por meros agentes del imparable desarrollo de la historia. Según
rezaba el famoso dictum marxista, “Los hombres hacen su propia historia, pero no la
hacen a su voluntad, bajo condiciones elegidas por ellos mismos, sino bajo
condiciones directamente existentes, dadas y heredadas”.26
Es interesante señalar que en la segunda mitad del siglo XIX también fue un
lugar común del progresismo liberal identificar las grandes naciones con la idea de
progreso. Para hombres como Mazzini o J. S. Mill el principio de autodeterminación
de las naciones solo aplicaba a aquellas que hubieran demostrado ser viables tanto
cultural como económicamente. No debemos perder de vista que en el imaginario
liberal, también inspirado en la idea de progreso de raigambre ilustrada, las naciones
debían por fuerza armonizar con la evolución histórica y esto sólo se daba en la
medida en que sirvieran para extender la escala de la sociedad humana. Hobsbawm ha
afirmado que para estos liberales el hecho de ser viables respondía a la capacidad de
las naciones para cumplir con tres requisitos, a los que denomina “principio del
umbral”. En primer requisito indispensable era la asociación de la nación en cuestión
con un Estado que existiese o con un pasado tangible, como podía ser el caso de
Italia. El segundo criterio era la existencia de una elite cultural reconocible como
antigua y que estuviera en posesión de una lengua vernácula con una fundada
tradición tanto literaria como administrativa. Finalmente, el tercer criterio consistía en
25 Marx, K. “On Italian Unity” (New York Daily Tribune 24/1/1859) en Marx, K., Dispatches for the
New York Tribune: Selected Journalism of Karl Marx, London, Penguin Books, 2007 (Ed. James
Ledbetter)
26 Marx, K., El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Pág. 33
una probada capacidad de conquista. En la mentalidad de la época, el poder de
conquista suponía una prueba concluyente de vitalidad nacional.27
Estos liberales creían fervientemente en que las leyes del progreso implicaban
el gradual ensanchamiento de los ámbitos de sociabilidad humana, lo que implicaba
naturalmente la absorción por parte de los estados más fuertes de las pequeñas
nacionalidades. Mazzini dio buena cuenta de su imaginario liberal cuando en 1857
trazó un mapa de Europa que tan sólo contenía doce Estados. John Stuart Mill, por su
parte, en el capítulo dedicado a la nacionalidad en su On representative government
exponía de manera clara y concisa la postura liberal que identificaba la integración de
las pequeñas nacionalidades en una unidad superior con el progreso hacia mayores
cotas de civilización. Merece la pena recordar este breve fragmento,
“Experience proves, that it is possible for one nationality to merge and be absorbed in another: and
when it was originally and inferior and more backward portion of the human race, the absorption is
greatly to its advantage. Nobody can suppose that it is not more beneficial to a Breton, or a Basque of
French Navarre, to be brought into the current of the ideas and feelings of a highly civilized and
cultivated people –to be a member of the French nationality, admitted on equal terms to all the
privileges of French citizenship, sharing the advantages of French protection, and the dignity and
prestige of French power- than to sulk on his own Rocks, the half-savage relic of past times, revolving
in his own little mental orbit, without participation or interest in the general movement of the World.
The same remark applies to the Welshman or the Scottish Highlander, as members of the British
nation”28
Además, es necesario precisar que el liberalismo más avanzado no sólo
apoyaba la creación de grandes Estados-nación por lo que pudiera significar desde su
visión del progreso en términos económicos. Detrás del apoyo a la independencia de
Polonia y Hungría, así como a los procesos de unificación de Alemania e Italia, había
otra cuestión de no poca importancia para el progresismo europeo: el
27 Hobsbawm, E., Op. Cit., Págs. 42-47
28 Mill, J.S., On liberty and other essays, New York, Oxford University Press, 1991. Pág. 431
desmantelamiento del orden político surgido del Congreso de Viena y de la Santa
Alianza. O, lo que significaba lo mismo, romper con el ordenamiento político
heredado de los poderes del Antiguo Régimen cambiando los Estados monárquicos
por Estados nacionales. Es así como ser de izquierda en la segunda mitad del siglo
XIX, ser progresista, era sinónimo de ser nacionalista.29
En este sentido, Marx y Engels sintonizaron con los objetivos de los diferentes
movimientos democráticos y nacionalistas que so capa de promover la independencia
de sus naciones estaban ayudando a borrar del mapa europeo los vestigios de la
política del trono y el altar. Sin embargo, llegados a este punto de comunión entre el
liberalismo y el marxismo es necesario señalar que ni Marx ni Engels valoraron nunca
el derecho de autodeterminación de las naciones como un principio absoluto en sí
mismo tal y como hacían los liberales. La diferencia es importante. Para Mazzini, por
poner un ejemplo, la humanidad estaba dividida en naciones de manera natural y la
política debía tratar de ajustarse a ese criterio. Para Marx, en cambio, la humanidad
también estaba dividida en naciones, mas de manera accidental y transitoria. Lo que
para Mazzini constituía el punto de llegada - léase, una Europa organizada en torno a
lo que él entendía que debían ser las naciones-, para Marx no era más que un escalón
más en el camino hacia la sociedad comunista. El apoyo a los movimientos
nacionalistas que trabajaban para la consecución, o consolidación, de los Estados-
nación que brindaron tanto Marx como Engels debe entenderse –he aquí la clave- en
términos instrumentales. En la siguiente carta de Engels a Bernstein, fechada en
febrero de 1882, queda patente lo expuesto,
“Nosotros debemos colaborar en la liberación del proletariado de Europa occidental, y todo debe
subordinarse a este objetivo. Por más interesantes que puedan ser los eslavos de los Balcanes, etc.,
pueden irse al diablo si su esfuerzo de liberación entre en conflicto con el interés del proletariado.
También los alsacianos están oprimidos, y me alegraría si pudiésemos poder desembarazarnos del
problema. Pero si en vísperas de una revolución claramente inminente intentaran provocar una guerra
entre Francia y Alemania, excitando de nuevo las pasiones de estos dos pueblos, y retrasar así la
29 Haupt, G. y Löwy, M., Op. Cit. Pág. 17
revolución, les diría: ¡Alto! No toleraremos que pongáis palos en las ruedas del proletariado en lucha.
Lo mismo vale para los eslavos”30
El caso que mejor ilustra lo expuesto es el de Polonia. El grado de adhesión a
la causa polaca fue, desde la revolución francesa, la vara de medir del ardor
revolucionario en Europa. Marx y Engels –quienes, recordemos, habían hecho
mención explícita a la causa polaca en el manifiesto inaugural de la AIT- no
desaprovecharon esta corriente cuando pudieron canalizarla hacia sus propios
objetivos.
“Otra razón de la simpatía del partido obrero por la resurrección de Polonia es su particular situación
geográfica, militar e histórica. La división de Polonia es el cemento que une entre sí a los tres grandes
despotismos militares: Rusia, Prusia y Austria. Solo la restauración de Polonia puede romper este
vínculo y liquidar de esta forma el principal obstáculo a la emancipación de los pueblos europeos”31
Sin embargo, el apoyo fue siempre coyuntural y cada vez que en el horizonte
comenzó a bosquejarse la posibilidad de una revolución rusa, la importancia de la
restauración de Polonia pasó a un segundo plano. El valor de una Polonia
independiente para la AIT se justificaba en tanto que freno al zarismo ruso,
identificado por Marx y Engels como la reserva reaccionaria de Europa. Lo que es
tanto como decir que con una Rusia liberal de fondo la restauración de Polonia
hubiese perdido su razón de ser en la estrategia del proletariado y, con ello, el apoyo a
su independencia.32
30 Engels a Bernstein, 22-25 de febrero de 1882. Citada en Gallisot, R., Op. Cit. Pág. 146
31 Ibid. Pág. 148
32 Haupt, G. y Löwy, M., Op. Cit., Pág. 19
En resumen, en estas líneas he querido mostrar cómo el pensamiento político
de Marx y Engels es puramente internacionalista, en el sentido de que trabaja,
promueve y cree en la futura superación de los lazos nacionales. También he tratado
de explicar que amén del rechazo teórico del marxismo para con todo el hecho
nacional, en la práctica apoyó de manera estratégica e interesada aquellos
movimientos nacionalistas que promovían la creación de grandes Estados-nacionales
y rechazó las reivindicaciones de las pequeñas nacionalidades. Los grandes estados
nacionales suponían, en la visión progresista de la historia de Marx y Engels,
instrumentos hacia el progreso. En este sentido sus reivindicaciones se confunden con
las del liberalismo más progresista, que también veía en los grandes Estados el
camino de la humanidad hacia mayores cotas de civilización mientras identificaba las
pequeñas nacionalidades, en cambio, con rémoras del pasado cuyas reivindicaciones
eran instrumentalizadas por las fuerzas reaccionarias. Ahora bien, lo interesante es
apuntar que el apoyo que desde el socialismo de Marx y Engels recibieron los
diferentes movimientos nacionalistas que jalonaron el siglo diecinueve fue siempre
coyuntural y supeditado al interés de su propia estrategia. El cuanto a la “cuestión
nacional”, el proletariado, tal y como lo veían los fundadores del marxismo, debía ser
un movimiento orientado a generar las condiciones de superación de las divisiones
nacionales y como tal, aunque parezca paradójico, se pusieron del lado de aquellos
nacionalismos que en su visión de la historia creaban las condiciones más propicias
para facilitar la llegada a la sociedad sin clases y, por ende, sin distingos nacionales.
Tanto es así que este apoyo estratégico a los movimientos nacionalistas más
progresistas no fue óbice para generar y afianzar una de las características más
robustas de la cultura proletaria: el desapego para con todo lo que se predica del
“hecho nacional”.