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Marx y Engels frente a la “cuestión nacional” por Jorge del Palacio Martín Dpto. de Ciencia Política y Relaciones Internacionales UNIVERSIDAD AUTONOMA DE MADRID

SIF2009 Jorge Del Palacio

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Marx y Engels frente a la “cuestión nacional”

por

Jorge del Palacio Martín

Dpto. de Ciencia Política y Relaciones Internacionales

UNIVERSIDAD AUTONOMA DE MADRID

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Resumen: En las líneas que siguen quiero mostrar: primero, que en la teoría el

marxismo y el nacionalismo se han postulado como incompatibles por centrar sus

esfuerzos en la promoción política de dos sujetos antagónicos como la “clase” y la

“nación”. Segundo, que, sin embargo, el socialismo que tanto Marx como Engels

practicaron en el seno de la AIT se caracterizó por el apoyo coyuntural ofrecido a

aquellos movimientos nacionalistas que ellos consideraban se confundían con su idea

de progreso: es decir, aquellos que centraron sus esfuerzos en la construcción de

grandes Estados-nación que, de alguna manera, aceleraban la marcha hacia la

sociedad comunista.

Contexto del trabajo en el marco general de la tesis:

El trabajo que aquí se presenta forma parte de la tesis doctoral El PSOE y la “cuestión

nacional”, 1868-1939. En ella sostengo que en el periodo estudiado el PSOE no ha

pensado la política en términos nacionales porque a diferencia de los partidos

socialistas europeos de la época no entendió el Estado-nación como herramienta de

integración y progreso, tal y como se predicaba de las tesis marxistas. Al contrario, el

Estado -identificado con la monarquía y el gobierno oligárquico- y la identidad que de

él se derivaba se consideraron un yugo impuesto sobre las distintas nacionalidades de

la península ibérica. De aquí pretendo dar razones para explicar el tradicional afecto

del socialismo español para con los nacionalismos periféricos y su incomodidad para

con los símbolos nacionales vinculados al Estado.

Este trabajo forma parte, en concreto, del primer capítulo que llevará por título “La

cuestión nacional en los orígenes del PSOE”. En ella también se presenta una visión

de la relación entre el anarquismo de Bakunin y la “cuestión nacional” de las mismas

características así como una breve exposición de cómo las primeras secciones

españolas de la AIT fueron ganadas para la causa del anarquismo y no del marxismo.

Este último punto es importante porque el objetivo es sostener que a pesar de que el

PSOE se funda como un partido decididamente marxista, su manera de encarar la

cuestión nacional sigue siendo deudora de las ideas antiestatistas y antipolíticas de

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Bakunin. Las consecuencias que dicha herencia ideológica tendrán en lo que a la

“cuestión nacional” atañe son de una importancia considerable. Sobre todo porque al

contrario que otros partidos socialistas europeos, que vieron en la construcción de un

Estado nacional fuerte una estrategia de progreso (política que a la larga terminaría

con la nacionalización de los partidos proletarios y no a la inversa), el socialismo del

PSOE –carente del matiz jacobino, ilustrado y centralista que ofrecía el socialismo

marxista frente al anarquismo- no podrá ver en España, como Estado-nación, más que

un aparato coercitivo, vinculado a la monarquía, que oprime las nacionalidades que

están bajo su yugo. Visión de la que se seguirá su tradicional afinidad para con los

nacionalismos periféricos.

Texto

La llamada “cuestión nacional” ha constituido para muchos estudiosos el

verdadero “talón de Aquiles” de la teoría marxista.1 Marx y Engels nunca abordaron

la “cuestión nacional” de modo autónomo y tampoco le otorgaron un lugar prioritario

entre sus categorías analíticas. De aquí se sigue que algunos especialistas hayan

reclamado que pese a las numerosas tomas de posición que desde el marxismo –en

cualquiera de sus versiones- se han hecho sobre el problema, no puede hablarse con

propiedad de una teoría marxista bien fijada y delimitada sobre lo nacional.2 Sin

entrar a discutir este punto, lo cierto es que Marx y Engels no fueron ajenos a los

grandes procesos de consolidación nacional que jalonaron todo el siglo XIX, ni

mucho menos a la importancia que éstos comportaban para el diseño de sus

estrategias revolucionarias. Es así que el hecho nacional -ora tratado de manera

directa, ora indirecta- cuenta entre los grandes problemas a cuya explicación y

evaluación dedicaron sus esfuerzos los fundadores del marxismo. Por lo tanto, si bien

no puede hablarse de una teoría acabada y explícitamente formulada sobre la

“cuestión nacional” en la obra de Marx y Engels, sí que hay motivos suficientes para

1 Stuart, R., Marxism and National Identity. Socialism, Nationalism and National Socialism during the

French Fin de Siècle, NY, State University of New York Press, 2006. Pág. 2

2 Haupt, G. y Löwy, M. Los marxistas y la cuestión nacional, Barcelona, Editorial Fontamara, 1980.

Pág. 11

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referirse a unos lugares comunes claramente definidos que resumen la postura

marxista en lo que a la “cuestión nacional” toca. A la exposición de estos puntos de

referencia dedicaré las siguientes líneas.

A modo de adelanto anticiparé que la idea principal en torno a la cual se

articula el discurso de Marx y Engels sobre la “cuestión nacional”: lo nacional es no

es más que una problemática subalterna, una cuestión de segundo orden, cuya

solución vendrá dada por el desarrollo mismo de la lógica del capitalismo. Y es esta

idea, basada en una visión progresista de la historia, la que da todo el sentido al

siguiente pasaje del Manifiesto comunista, “Los particularismos nacionales y los

antagonismos de los pueblos desaparecen cada día más, simplemente con el desarrollo

de la burguesía, con la libertad de comercio, el mercado mundial, la uniformidad de la

producción industrial y las formas de vida que a ella corresponden”3

Esta firme convicción en el carácter contingente y pasajero de la nación como

modelo de organización política hará que Marx y Engels -y, por ende, la tradición

socialista que se inspira en ellos- entiendan el internacionalismo, expuesto a grandes

rasgos, como el rechazo de todo lo nacional por considerarlo ajeno a los intereses del

proletariado. No obstante, la realidad siempre es más compleja y veremos cómo este

rechazo hacia “lo nacional” no es óbice para que llegado el momento los marxistas

sienten alianzas con algunos movimientos nacionalistas.

No obstante, antes de seguir adelante con la exposición creo necesario dejar

sentado qué es aquello que Marx y Engels entendían por nación y otras palabras

pertenecientes a la misma serie léxica. Es decir, intentar entender a qué realidades

aplicaban términos como nación, nacionalidad o nacionalismo cuyo uso

indiscriminado puede dar pie a no pocas confusiones.

3 Marx, K. y Engels, F., Manifiesto comunista, Madrid, Alianza, 2004. Pág. 65

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Cuando Marx y Engels hacen referencia a la nación manejan un concepto

moderno heredero de la tradición revolucionaria francesa: léase, un concepto

jacobino, centralista y, por tanto, de raíz ilustrada. Es decir, entienden la nación como

el pueblo organizado políticamente en torno a un estado y cuyos habitantes hacen

abstracción de sus particularidades étnicas y/o culturales a través del concepto de

ciudadanía. Uno de los ejemplos más claros de este concepto de nación reside en la

reivindicación realizada por la Asamblea Constituyente francesa en 1790 defendiendo

la ciudadanía francesa de los alsacianos afirmando que su voluntad de integrarse en la

nación francesa estaba por encima de la diferencia lingüística. Como ha señalado

Erich Hobsbawm, a pesar de la insistencia de la cultura revolucionaria francesa en la

uniformidad lingüística, a efectos prácticos no era el dominio del francés lo que

determinaba el acceso a la ciudadanía francesa. Lo que determinaba dicho acceso era,

más bien, “la disposición a adquirirla, entre las otras libertades, leyes y características

comunes del pueblo libre de Francia”.4 Se afirmaba, pues, la utilidad del francés pero

no tanto en términos de superioridad cultural como de herramienta de integración

política. Por tanto, para Marx y Engels la nación es, ante todo, una construcción de

carácter estrictamente político que puede acoger en su seno diferentes nacionalidades

y hace abstracción de las mismas a través del concepto de ciudadanía.

Este carácter eminentemente político de la nación se hace más explícito

cuando atendemos a qué entendían Marx y Engels por nacionalidad. El termino

nacionalidad comprende al menos dos acepciones en los textos de Marx y Engels. En

primer lugar, nacionalidad significa el estado de la persona nacida o naturalizada en

una nación y es este el sentido de la palabra cuando en el Manifiesto comunista se

afirma que “Se ha reprochado también a los comunistas el querer suprimir la patria, la

nacionalidad”.5 Por tanto, nacionalidad es, en una de sus acepciones, sinónimo de

ciudadanía de un país. Pero, en segundo lugar, con nacionalidad se designaba también

a las pequeñas comunidades que compartían un mismo origen étnico o cultural. Esta

distinción resulta de suma importancia porque a partir de la II Internacional y, sobre

todo, de la publicación en 1914 del opúsculo Sobre el derecho de las naciones a la

4 Hobsbawm, E., Naciones y nacionalismos desde 1780, Barcelona, Editorial Crítica, 2004. Pág. 30

5 Marx, K. y Engels, F. Op. Cit. Pág. 65

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autodeterminación firmado por Lenin, la querella entre naciones y nacionalidades

adquirirá una relevancia de primer orden en la estrategia socialista. Sin embargo,

como veremos lo paradójico es que en el socialismo de la I Internacional, en el

socialismo de Marx y Engels, la formación de grandes Estados nacionales era vista

como un paso adelante en el camino hacia la revolución proletaria, mientras que las

pequeñas nacionalidades no constituían más que rémoras del pasado cuyo único

destino pasaba por la incorporación a un Estado fuerte que sirviese como herramienta

al progreso. Uno de los textos donde mejor se bosqueja la diferencia entre nación y

nacionalidad, así como el destino político que a estas últimas aguardaba en el

proyecto socialista, es en una serie de artículos que Engels escribió en 1866 para el

periódico The Commonwealth bajo el título de What have the working classes to do

with Poland?

Engels, convertido en el especialista del dúo en torno a la “cuestión nacional”,

escribió esta serie de artículos a petición de Marx. Lo que en ellos se ventilaba era la

postura que la clase obrera debía tomar frente a la independencia de Polonia. La

Internacional, en el texto inaugural escrito por el propio Karl Marx, había expresado

el apoyo de la clase obrera a la causa de la independencia polaca. Sin embargo, dicho

apoyo a la causa polaca no era unánime. Sobre todo porque los “proudhonistas” –

buena parte, junto a los llamados “blanquistas”, de los integrantes de la sección

francesa de la Internacional- alegaban que los objetivos de la Internacional debían ser

estrictamente económicos y la independencia polaca, al ser una cuestión política, al

ser una “cuestión de nacional”, en nada debía afectar al movimiento obrero. Para

entender mejor la animadversión de algunos de dichos miembros de la sección

francesa de la A.I.T. para con todo lo que desprendiese cierto aroma a independencia

nacional es necesario no peder de vista el contexto de la política francesa de las

décadas 50 y 60 del siglo XIX, donde Napoleón III – emperador “por la gracia de

Dios y la voluntad nacional”, como recordará con sorna Engels- había hecho del

“principio de las nacionalidades”, con el que alentó movimientos nacionalistas de

grupos étnicos, el ariete de su política imperial.6 El objeto, por tanto, de estos

6 Forman, M., Nationalism and the international labour movement: the idea of the nation in socialist

and anarchist theory, Pennsylvania State University Press, 1998. Pág. 53

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artículos era fundamentar, de cara al futuro congreso que se debía celebrar en

Ginebra, por qué el movimiento obrero debía unirse con otros movimientos a la causa

de la independencia polaca explicando que dicho apoyo nada tenía que ver con el

“principio de las nacionalidades” proclamado por Napoleón III.

En el segundo de los artículos, publicado el 31 de marzo de 1866, Engels afirmaba

que,

“After the coup d’état of 1851, Louis Napoleon, the Emperor “by the grace of God and the national

will”, had to find a democraticised and popular-sounding name for his foreign policy. What could be

better than to inscribe upon his banners the “principle of nationalities”? Every nationality to be the

arbiter of its own fate – every detached fraction of any nationality to be allowed to annex itself to its

great mother-country – what could be more liberal? Only, mark, there was not, now, any more question

of nations, but of nationalities.

There is no country in Europe where there are not different nationalities under the same government.

The Highland Gaels and the Welsh are undoubtedly of different nationalities to what the English are,

although nobody will give to these remnants of peoples long gone by the title of nations, any more than

to the Celtic inhabitants of Brittany in France. Moreover, no state boundary coincides with the natural

boundary of nationality, that of language. There are plenty of people out of France whose mother

tongue is French, same as there are plenty of people of German language out of Germany; and in all

probability it will ever remain so. It is a natural consequence of the confused and slow-working

historical development through which Europe has passed during the last thousand years, that almost

every great nation has parted with some outlying portions of its own body, which have become

separated from the national life, and in most cases participated in the national life of some other people;

so much so, that they do not wish to rejoin their own main stock. The Germans in Switzerland and

Alsace do not desire to be reunited to Germany, any more than the French in Belgium and Switzerland

wish to become attached politically to France. And after all, it is no slight advantage that the various

nations, as politically constituted, have most of them some foreign elements within themselves, which

form connecting links with their neighbours, and vary the otherwise too monotonous uniformity of the

national character.

Here, then, we perceive the difference between the “principle of nationalities” and the old democratic

and working-class tenet as to the right of the great European nations to separate and independent

existence. The “principle of nationalities” leaves entirely untouched the great question of the right of

national existence for the historic peoples of Europe; nay, if it touches it, it is merely to disturb it. The

principle of nationalities raises two sorts of questions; first of all, questions of boundary between these

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great historic peoples; and secondly, questions as to the right to independent national existence of those

numerous small relics of peoples which, after having figured for a longer or shorter period on the stage

of history, were finally absorbed as integral portions into one or the other of those more powerful

nations whose greater vitality enabled them to overcome greater obstacles. The European importance,

the vitality of a people is as nothing in the eyes of the principle of nationalities; before it, the Roumans

of Wallachia, who never had a history, nor the energy required to have one, are of equal importance to

the Italians who have a history of 2,000 years, and an unimpaired national vitality, the Welsh and

Manxmen, if they desired it, would have an equal right to independent political existence, absurd

though it would be with the English. The whole thing is an absurdity, got up in a popular dress in order

to throw dust in shallow people’s eyes, and to be used as a convenient phrase, or to be laid aside if the

occasion requires it”7

Y en el tercero y último artículo de las serie, publicado el 5 de mayo del mismo año

sentenciaba que,

“Poland, like almost all other European countries, is inhabited by people of different nationalities. The

Poles proper, who speak the Polish language, no doubt form the mass of the population, the nucleus of

its strength. But ever since 1390 Poland proper has been united to the Grand Duchy of Lithuania,

which has formed, up to the last partition in 1794, an integral portion of the Polish Republic. This

Grand Duchy of Lithuania was inhabited by a great variety of races. The northern provinces, on the

Baltic, were in possession of Lithuanians proper, people speaking a language distinct from that of their

Slavonic neighbours; these Lithuanians had been, to a great extent, conquered by German immigrants,

who, again, found it hard to hold their own against the Lithuanian Grand Dukes. Further south, and east

of the present kingdom of Poland, were the White Russians, speaking a language betwixt Polish and

Russian, but nearer the latter; and finally the southern provinces were inhabited by the so-called Little

Russians, [Ukranians] whose language is now by most authorities considered as perfectly distinct from

the Great Russian (the language we commonly call Russian). Therefore, if people say that, to demand

the restoration of Poland is to appeal to the principle of nationalities, they merely prove that they do not

know what they are talking about, for the restoration of Poland means the re-establishment of a

State composed of at least four different nationalities”8

7 Engels, F., What have the working classes to do with Poland? Marx&Engels Collected Works

8 Ibid. (la negrita es mía)

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En los fragmentos extractados de estos artículos se ve, por tanto, que era un

lugar común, a mediados del siglo XIX, determinar como “nacionalidades” a las

comunidades que tenían un origen étnico o cultural común. Hágase notar que aquí el

vínculo “cultural” tiene un sentido muy cercano al biológico en un sentido simbólico:

lazos de religión, de lengua, etc. como características ligadas a un proceso de

especiación que permite dirimir, de forma objetiva, la naturaleza nacional de cada

individuo. En el texto se vislumbra, además, que la estrategia internacionalista de

Marx y Engels pasaba por apoyar la creación de grandes Estados –entendidos éstos

como entidades políticas, no culturales- en cuyo seno debían integrarse las pequeñas

nacionalidades en aras del progreso hacia la revolución proletaria.

La justificación sobre la inviabilidad política de las pequeñas nacionalidades

que fundamenta buena parte del pensamiento de Marx y Engels sobre la “cuestión

nacional” tiene su origen en la cultura política de las jornadas revolucionarias de

1848, donde nace la distinción entre naciones “progresistas” y “reaccionarias”.

Distinción a partir de la cual Engels creará su propia teoría sobre los geschichtelosen

völker: los pueblos sin historia.

Lo que subyace a la concepción engelsiana de los “pueblos sin historia” es la

filosofía de la historia de Hegel, para quien el término Welthistorische Volkgeister no

aplicaba a todos los pueblos, sino a aquellos que en mayor medida habían contribuido

al progreso de la humanidad. En la filosofía de Hegel la historia era considerada como

el despliegue y realización del Espíritu en el tiempo. Y esta realización o concreción

se materializaba a través de los pueblos, únicos actores o unidades de la historia

universal para el filósofo alemán. Ahora bien, no todos los pueblos podían contarse

entre los llamados “pueblos históricos”. En la concepción hegeliana de la historia, el

Espíritu realiza un peregrinaje infatigable de pueblo en pueblo haciendo que se

signifiquen aquéllos que con mayor profundidad han sido capaces de concebir y

revelar el Espíritu. Los signos que dan fe de la hondura con la que un pueblo es capaz

de aprehender el Espíritu mientras éste reposa en él son la generación de una cultura

floreciente, la energía para llevar a cabo grandes empresas políticas y, en el mundo

moderno – o “Germánico”, como lo llama Hegel-, la capacidad para darse un Estado.

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Fue de esta vinculación orgánica entre Estado y progreso humano – Hegel dirá que

“Las transformaciones de la historia acaecen esencialmente en el Estado” 9- lo que

serviría de base a Engels para formular su particular teoría de los “pueblos sin

historia”.

Por lo tanto, cuando Engels hablaba de los geschichtelosen völker se refería a

pueblos que en el pasado no pudieron procurarse un sistema estatal y que ya no

reunían condiciones para lograr autonomía política per se. Engels participó

activamente en el ciclo revolucionario de 1848 a través de la Neue Rheinische

Zeitung, periódico que fundó junto a Marx para canalizar y dirigir la opinión de la

izquierda radical alemana. Algunos años después, en 1914, Lenin afirmaría que dicho

periódico constituía el modelo nunca superado de lo que debía ser un órgano del

proletariado revolucionario.10 A través de sus artículos Engels identificó claramente

cuales eran a su juicio los “pueblos sin historia”: los eslavos de Austria, Hungría y el

Imperio Otomano; léase, los checos, eslovacos, eslovenos, croatas, servios y

ucranianos (rutenos), así como los rumanos austriacos y húngaros.11 Las razones que

llevaron a Engels a esta conclusión hay que buscarlas en el juego de alianzas políticas

que presidió el curso de dicha revolución. Durante la llamada “primavera de los

pueblos” también los grupos de eslavos dispersados por varios países de la Europa

oriental buscaron lograr autonomía política dando lugar a cierto sentimiento de

pertenencia nacional. Lo característico de este protonacionalismo es que era de signo

conservador. Los eslavos, que veían en los terratenientes germanos y magiares a sus

verdaderos opresores, vincularon sus aspiraciones políticas a la suerte de los

emperadores de Austria y Rusia. Al ponerse del lado de la política imperial, los

pueblos eslavos pasaron a ser, para el imaginario radical de la época, títeres del

zarismo y, por ende, elementos de la contrarrevolución. Así las cosas, ser

revolucionario en 1848 –es decir, republicano y demócrata- equivalía a oponerse a las

9 Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Madrid, Alianza Editorial,

2004. Pág. 123

10 Wilson, E., Hacia la estación de Finlandia. Ensayo sobre la forma de escribir y hacer historia,

Madrid, Alianza Editorial, 1972. Pág. 206

11 Rosdolsky, R., El problema de los pueblos “sin historia”, Barcelona, Editorial Fontamara, 1981.

Pág. 8

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aspiraciones nacionales eslavas.12 Engels afirmaba que “El paneslavismo es la alianza

de todas las pequeñas naciones y nacioncitas de Austria y, en segundo término de

Turquía, para luchar contra los austroalemanes, los magiares y, eventualmente, los

turcos (…) según su tendencia fundamental está dirigido contra los elementos

revolucionarios de Austria, y por ende es reaccionario desde el comienzo”13

Desde el punto de vista teórico las reivindicaciones nacionales de los eslavos

no encajaban en el cuadro de ideas del marxismo. Como se ha puesto de manifiesto,

de la veta ilustrada del socialismo de Marx y Engels florece la idea en virtud de la

cual los hombres forman parte de una comunidad única, la humanidad, que se irá

afirmando a medida que el progreso disuelva los particularismos. Desde el punto de

vista de la estrategia política, la hipotética existencia de una constelación de pequeños

Estados eslavos al servicio del zarismo ruso tampoco podía resultar del agrado de los

fundadores del marxismo,

“¡Se reclama de nosotros –diría Engels en la Neue Rheinische Zeitung- y de las restantes

naciones revolucionarias de Europa que garanticemos a los rebaños de la contrarrevolución una

existencia sin trabas pegada a nuestras puertas, y el libre derecho a conspirar y armarse contra la

revolución; que constituyamos en medio del corazón de Alemania un reino checo contrarrevolucionario

y quebremos el poder de las revoluciones alemana, polaca y magiar con puestos rusos de avanzada

intercalados en el Elba, los Cárpatos y el Danubio! No pensamos en eso… Ahora sabemos donde se

concentran los enemigos de la revolución: en Rusia y los países eslavos de Austria, y ninguna

palabrería, ninguna indicación sobre un indeterminado futuro democrático de estos países nos

impedirá tratar como enemigos a nuestros enemigos”14

Buena parte del fracaso de la ola revolucionaria de 1848 vino dado por el

choque de intereses entre las naciones “progresistas” y “reaccionarias”. Es decir, entre

las aspiraciones de alemanes, polacos y húngaros –que vinculaban sus aspiraciones

12 Hobsbawm, E., La era de la revolución, 1789-1848, Barcelona, Crítica, 2005. Págs. 148-149;

Breuilly, J., “The German National Question and 1848” en History Today, Nº 48 (5), págs. 13-20

13 Rosdolsky, R., Op. Cit., Pág. 140

14 Ibíd. Pág. 141

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nacionales con la creación de Estados liberales- y los pueblos eslavos –que buscaban

el reconocimiento de su nacionalidad, así fuera aliándose con el Imperio. Para Marx

y Engels, como veremos, el hecho de que una nacionalidad sea oprimida no significa

que la revolución tenga que tomar partido por ella. Tal apoyo se daría sólo y cuando

dichos intereses nacionales coincidiesen con los del movimiento obrero. Los

fundadores del marxismo identificaron el progreso con el nacimiento de grandes

Estados nación burgueses que facilitasen, a posteriori, el fortalecimiento del

proletariado como clase. De aquí que mostrasen su simpatía para con los movimientos

de unificación y liberación de Italia, Alemania, Polonia y Hungría. Tal y como se

sigue de este razonamiento, las pequeñas nacionalidades eslavas que clamaban por

tener autonomía no podían ser sino rémoras del pasado susceptibles de ser

movilizadas políticamente por Rusia, baluarte de la Santa Alianza y reserva del

absolutismo en Europa. Engels defenderá, conforme a su visión de la historia, que los

llamados a ser actores de la política europea son las grandes naciones históricas:

Francia, España, Escandinavia, Inglaterra, Polonia, Alemania, Italia y Hungría. Todas

ellas naciones “vitales” y viables económica como políticamente que gozan de

soberanía plena –en el caso de las cuatro primeras; que buscan restablecer el lugar que

por su pasado les corresponde –como Alemania e Italia; o que han sabido resistir la

asimilación y por tanto han dado muestras de aspirar a una existencia nacional

independiente.15 El resto, como las pequeñas nacionalidades eslavas, no podían ser

sino pueblos “sin historia” o “ruinas de pueblos” (Völkerruinen). Pueblos que en su

momento no pudieron darse un Estado y que ahora, negándose a ser absorbidas por

una nación más grande, remaban contra el sentido de la historia.

Finalmente el nacionalismo, entendido como “el principio político que

sostiene que debe haber congruencia entre la unidad nacional y la política”16, será

objeto de una doble crítica por parte del marxismo. La primera, por su condición de

ideología; la segunda, por su naturaleza interclasista.

15 Gallisot, R., “Nación y nacionalidad en los debates del movimiento obrero” en Hobsbawm, E. (dir),

Historia del marxismo, Barcelona, Editorial Bruguera, 1981. Vol. 6, Pág. 144

16 Gellner, E., Naciones y nacionalismo, Madrid, Alianza Editorial, 2001. Pág. 13

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Para Marx y Engels las ideologías, en tanto que conjunto de ideas sobre la

sociedad, eran mistificaciones de la realidad que no hacían sino esconder intereses de

clase. Así expresaba Marx su concepción de la ideología como reflejo de las

condiciones económicas y aspiraciones sociales de una clase en El dieciocho

Brumario de Luis Bonaparte,

“ Sobre las distintas formas de la propiedad, sobre las condiciones sociales de vida, se erige toda una

superestructura de sentimientos, ilusiones, modos de pensar y visiones del mundo diferentes y

configuradas de modo específico. La clase, en su totalidad, los crea y conforma a partir de sus bases

materiales y las correspondientes situaciones sociales. El individuo particular, que los adquiere a través

de la tradición y la educación, puede creer que representan los verdaderos motivos determinantes y el

punto de partida de sus acciones. (…) Y así como en la vida privada se distingue entre lo que un

hombre piensa y dice de sí mismo, y lo que en realidad es y hace, en las disputas históricas hay que

distinguir todavía más la retórica y las figuraciones de los partidos, de su verdadera organización y sus

verdaderos intereses, su concepto de sí mismos, de su realidad. (…) También los tories en Inglaterra

han mantenido durante mucho tiempo la ilusión de que suspiraban por la monarquía, la Iglesia y las

beldades de la vieja constitución inglesa, hasta que el día del peligro les arrancó la confesión de que

sólo suspiraban por la renta del suelo”17

En este sentido, el discurso nacionalista era un epifenómeno de la cultura

burguesa que legitimaba el dominio que esta clase ejercía sobre el proletariado a

través del Estado. Por lo tanto, el nacionalismo, al generar una visión del mundo

basada en un orden político que tuviera como actores principales a Estados-nación,

servía como catalizador de la política burguesa.

En lo que a la segunda crítica atañe, resulta importante señalar que para la

teoría marxista el nacionalismo suponía una seria amenaza para la solidaridad

17 Marx, K., El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Madrid, Alianza Editorial, 2003. Págs. 71-73

Esta idea ya había sido adelantada por Marx y Engels en el Manifiesto Comunista: “Pero no discutáis

con nosotros midiendo la supresión de la propiedad burguesa conforme a vuestras representaciones

burguesas de libertad, educación, derecho, etc. Vuestras propias ideas son un producto de las relaciones

de producción y propiedad burguesas igual que vuestro derecho no es otra cosa que la voluntad de

vuestra clase elevada a derecho, una voluntad cuyo contenido se halla dado en las condiciones

materiales de vida de vuestra clase” Marx. K. y Engels, F. Manifiesto Comunista, Madrid, Alianza

Editorial, 2004. Pág. 63

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supranacional que propugnaba el internacionalismo. El nacionalismo convocaba al

sentimiento de pertenencia a una comunidad concreta esgrimiendo un discurso que

buscaba reforzar los lazos de unión que trascendían las distinciones de clase. Marx y

Engels intuían que el poder de apelación de la retórica patriótica podía desviar a los

obreros de sus verdaderos intereses de clase y atendiendo a cómo se desarrollaron la

guerra Franco-prusiana de 1871 y la Primera Guerra Mundial puede decirse que los

temores de los fundadores del marxismo tenían, cuando menos, algún fundamento.

La esencia, en última instancia, de la pugna entre el nacionalismo y el

internacionalismo se encarnaba en el duelo entre dos sujetos antagónicos llamados a

ser los actores de la política: clase versus nación.

Sin embargo, a pesar de que a priori el nacionalismo y el marxismo estaban

destinados a no entenderse dada su incoherencia teórica, la realidad es mucho más

compleja y la historia a sido testigo de la alianza positiva entre ambas ideologías.

Como se ha podido ver, siquiera de manera tentativa, en el análisis de los términos

nación, nacionalidad y nacionalismo, Marx y Engels apoyaron tácticamente el

nacionalismo en algunos contextos determinados. Lo que determinaba la simpatía de

Marx y Engels para con los nacionalistas estaba estrechamente ligado a la capacidad

de dichos movimientos para identificarse y confundirse con su idea de progreso

social. Llegados a este punto creo que merece dedicar unas líneas a la idea de

progreso que manejaban Marx y Engels.

El discurso de Marx y de Engels es un discurso ilustrado radicalizado. La

razón de ser de esta radicalización consiste en que el carácter emancipador que se

arrogó originariamente el proyecto ilustrado ya no se ciñe exclusivamente al ámbito

moral del sujeto, sino que se proyecta a lo político. En Kant el ideal de emancipación

se identificaba con el logro de la autonomía moral, encarnada ésta en la capacidad del

sujeto para legislarse; es decir, encarnada en el reconocimiento de una esfera de

acción subjetiva cuyo criterio de evaluación no reside en un agente externo al propio

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sujeto.18 En Marx, que traslada la sede del proyecto ilustrado del individuo a un sujeto

colectivo como la clase obrera, el ideal de emancipación se confunde con la

consecución de una sociedad sin clases. Y al igual que para Kant el camino hacia la

salida de la “inmadurez autoculpable” del hombre pasaba por pensar de manera libre

y autónoma frente a las tutelas heredadas – de ahí la fuerza retórica de su supere

aude-, en Karl Marx el camino hacia el ideal comunista se asocia a una praxis política

de clase dirigida a la superación de las organizaciones políticas heredadas. Entre ellas,

claro está, la nación, considerada elemento característico del modo de organización

política burguesa. Como decía en La guerra civil en Francia,

“Los obreros no tienen ninguna utopía lista para ser implantada par décret du people. Saben que para

conseguir su propia emancipación, y con ella una forma superior de vida hacia la que tiende

irresistiblemente la sociedad actual por su propio desarrollo económico (…), no tienen que realizar

ningunos ideales sino, simplemente, liberar los elementos de la nueva sociedad que la vieja sociedad

burguesa agonizante lleva en su seno”19

Esta imagen de un sujeto autónomo y libre de tutelas heredadas que generó la

filosofía de la Ilustración encuentra su escenario natural en un concepto de historia

estrechamente vinculado a la noción de progreso. La idea de progreso se convirtió por

méritos propios en el idolum saeculi decimonónico. El movimiento ilustrado,

entendido éste en un sentido lato, concebía la historia universal como el progreso

constante y firme de la humanidad hacia la perfección a través de fases alternativas de

calma y de crisis.20 Para los ilustrados la raison d'être del progreso radicaba en la

vinculación entre la adquisición y gestión del conocimiento y la consecución de

mayores cotas de civilización. Marx y Engels, en tanto que hijos tardíos de la

Ilustración, también mantendrán una visión progresista de la historia en la que el

hombre supera etapas con paso firme hacia su emancipación. Sin embargo, amén de

18 “Porque siempre se encontrarán algunos que piensen por su propia cuenta (…), quienes después de

haber arrojado de sí el yugo de las tutelas difundirán el espíritu de una estimación racional del propio

valer de cada hombre y de su vocación a pensar por sí mismos” Kant, I., ¿Qué es la Ilustración?,

Madrid, Alianza Editorial

19 La guerra civil en Francia

20 Bury, J., La idea de progreso, Madrid, Alianza Editorial, 2009. Pág. 162

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compartir una visión de la historia como proceso lineal hacia la emancipación, lo que

diferencia de manera definitiva la filosofía de la historia de Marx y Engels de la que

cultivaron los ilustrados es el radical determinismo teleológico que la informa. Para

los ilustrados la historia es concebida como un proceso de gradual mejora de las

condiciones materiales e intelectuales que llevan a la humanidad a mayores cotas de

civilización, pero sin que se imponga una forma determinada a esa sociedad del

futuro. Por el contrario, para los autores del Manifiesto Comunista la historia es un

proceso cerrado y predeterminado en el que a través de la lucha de clases el

proletariado llevará a la humanidad al escenario único y distinto donde será

emancipada: la sociedad comunista.

La fe de Marx en la racionalidad de sus teorías como pauta de progreso social

encuentra su origen en la filosofía de Hegel y su apología del poder demiúrgico de la

teoría cuando afirmó, en el prefacio a la Fenomenología del Espíritu (1807), que la

filosofía debía convertirse en ciencia, en saber real capaz de aprehender la realidad.21

Marx hizo de su filosofía una herramienta para desenmascarar las leyes por las que se

regía la historia para hacer de la ella algo comprensible y, por ello, predecible. La

historia para Marx, tal y como quedaba expresado desde los primeros compases del

Manifiesto comunista, no era sino la historia de lucha de clases en movimiento

imparable hacia una sociedad comunista sin clases donde el hombre, finalmente, se

verá reconciliado consigo mismo y con la naturaleza. En la narración que Marx hace

de la historia consta que cada sociedad ha generado su propio enterrador y así como

la burguesía surgió de las contradicciones del Antiguo Régimen para enterrar la

sociedad del trono y el altar, la burguesía misma había parido al sujeto que iba firmar

su sentencia. “…la burguesía no sólo ha forjado las armas que van a darle muerte; ha

creado también a los hombres que van a manejarlas, los obreros modernos, los

proletarios”22. Esta visión teleológica de la historia suponía que llegada la era de la

21 “La verdadera figura en que existe la verdad no puede ser sino el sistema filosófico de ella.

Contribuir a que la filosofía se aproxime a la forma de la ciencia –a la meta en que pueda dejar de

llamarse amor por el saber (Liebe zum Wissen) para llegar a ser saber real (Wirkliches Wissen): he

ahí lo que yo me propongo” Hegel, G. F. H., Fenomenología del Espíritu, México, Fondo de Cultura

Económica, 1966. Pág. 8

22 Marx, K. y Engels, F. Manifiesto comunista, Madrid, Alianza Editorial, 2004. Pág. 50

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burguesía capitalista, el proletariado, cada vez más empobrecido y en peores

condiciones pero superior en número a una minoría acaudalada, se haría gradualmente

consciente de su papel histórico. Esto implicaría unificar sus esfuerzos en una

empresa internacional y arrogarse la tarea de hacer la revolución final que fundase un

nuevo orden donde quedasen abolidas todas las condiciones que generaron la

dialéctica de la lucha clases – la lucha entre opresores y oprimidos- a lo largo de la

historia. No obstante, a pesar del supuesto carácter científico de la filosofía de la

historia de Marx toda ella desprende un fuerte aroma a teológico. No es casual, por

tanto, que algunos autores hayan puesto de manifiesto que la filosofía de la historia

marxista es dependiente de un imaginario teológico de raíz judeocristiana y se

presenta como una lucha encarnizada entre el bien y el mal, o proletariado y

burguesía, en la que el primero –que hace las veces de pueblo elegido- conseguirá

inexorablemente su salvación con la consecución de la sociedad comunista.23

Las conclusiones que se siguen de estas concepciones son de cierta

importancia para entender cómo se materializa el concepto de progreso en el

marxismo. Que la historia para los ilustrados sea un proceso abierto e indeterminado

hacia mayores cotas de civilización convierte en progreso todo paso que abunda en

esa dirección. Sin embargo, lo que se sigue de la visión marxista de la historia, en

tanto que narración con un fin dado de antemano, es que progreso sólo es aquello que

incide en el sentido unívoco de la historia; es decir, progreso es lo que se confunde

con la afirmación de una política de clase. Llegados aquí merece preguntarse cómo

aplica lo dicho sobre el progreso a la “cuestión nacional”.

23 “No es casual que el último antagonismo entre los dos enemigos, la burguesía y el proletariado,

corresponda a la lucha final entre Cristo y el Anticristo en las postrimerías de la historia, y que la tarea

del proletariado sea análoga a la misión del pueblo elegido en la historia del mundo. La función

redentora universal de la clase oprimida corresponde a la dialéctica religiosa de la crus y la

resurrección, y la transformación del reino de la necesidad en el reino de la libertad a la transformación

de la era antigua en la nueva era. Todo el proceso histórico, tal y como está escrito en el Manifiesto

Comunista, refleja el esquema general de la interpretación judeocristiana de la historia como un

acontecer providencial de la salvación, orientada a una meta final plena de sentido” Löwith, K.,

Historia del mundo y salvación. Los presupuestos teológicos de la filosofía de la historia, Buenos

Aires, Katz Editores, 2007. Pág. 62

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La primacía de la clase obrera sobre cualquier otra categoría histórica hizo que

para los padres del marxismo la nación no fuera más que una categoría transitoria que

respondía a las necesidades de desarrollo del capitalismo y cuyas particularidades se

irían desvaneciendo precisamente por el movimiento homogeneizador que generaría

la propia economía capitalista.24 Sin embargo, si bien la nación era una categoría

destinada a desaparecer con el advenimiento de la sociedad comunista, en primer

lugar el socialismo debía contribuir a apuntalar un sistema de Estados nacionales

fuertes como paso previo al comunismo. En el análisis marxista, por lo tanto, las

naciones burguesas constituían un momento ineludible entre la organización política

del Antiguo Régimen y la sociedad sin clases. De aquí que Marx y Engels apoyasen

estratégicamente los movimientos nacionalistas que buscaban la realización de

grandes entidades estatales. Ambos fueron, por ejemplo, firmes defensores de los

movimientos de unificación alemán e italiano, de su carácter modernizador y ejemplar

para otros movimientos revolucionarios. Marx se expresaba como sigue al hablar del

movimiento de unificación italiano en el New York Daily Tribune para el que fue

destacado corresponsal en Europa,

“Regarding the Piadmontese army and people as ardent champions of Italian liberty, they feel that the

King of Piedmont will thus have ample scope for aiding the freedom and independence of Italy, if he

chooses; should he prove reactionary, they know that the army and people will side with the nation.

Should he justify the faith reposed in him by his partisans the Italians will not be backward in testifying

their gratitude in a tangible form. In any case, the nation will be in situation to decide on its own

destinies, and Keeling, as they do, that a successful revolution in Italy will be the signal for a general

struggle on the part of all the oppressed nationalities to rid themselves of their oppressors, they have no

fear of interference on the part of France, since Napoleon III will have too much home Business on his

hands to meddle with the affairs of other nations, even for the furtherance of his own ambitious aims. A

chi tocca-tocca? As the Italians say. We will not venture to predict whether the revolutionists or the

regular armies will appear first on the field. What seems pretty certain is, that a war begun in any part

of Europe will not end where it commences; and if, indeed, that a war is inevitable, our sincere and

heartfelt Desire is, that it may bring about a true and just settlement of the Italian question and of

24 Haupt, G. y Löwy, M., Op. Cit. Pág. 14

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various other questions, which, until settled, will continue from time to time to disturb the peace of

Europe, and consequently impede the progress and prosperity of the whole civilized World”25

A pesar de que al frente de los movimientos de unificación italiano y alemán

figurasen políticos conservadores como Cavour o Bismarck, los padres del marxismo

aplaudieron su política nacionalista pues ésta se confundía con su idea de progreso.

En el fondo de su razonamiento, para los fundadores del marxismo Cavour o

Bismarck pasaban por meros agentes del imparable desarrollo de la historia. Según

rezaba el famoso dictum marxista, “Los hombres hacen su propia historia, pero no la

hacen a su voluntad, bajo condiciones elegidas por ellos mismos, sino bajo

condiciones directamente existentes, dadas y heredadas”.26

Es interesante señalar que en la segunda mitad del siglo XIX también fue un

lugar común del progresismo liberal identificar las grandes naciones con la idea de

progreso. Para hombres como Mazzini o J. S. Mill el principio de autodeterminación

de las naciones solo aplicaba a aquellas que hubieran demostrado ser viables tanto

cultural como económicamente. No debemos perder de vista que en el imaginario

liberal, también inspirado en la idea de progreso de raigambre ilustrada, las naciones

debían por fuerza armonizar con la evolución histórica y esto sólo se daba en la

medida en que sirvieran para extender la escala de la sociedad humana. Hobsbawm ha

afirmado que para estos liberales el hecho de ser viables respondía a la capacidad de

las naciones para cumplir con tres requisitos, a los que denomina “principio del

umbral”. En primer requisito indispensable era la asociación de la nación en cuestión

con un Estado que existiese o con un pasado tangible, como podía ser el caso de

Italia. El segundo criterio era la existencia de una elite cultural reconocible como

antigua y que estuviera en posesión de una lengua vernácula con una fundada

tradición tanto literaria como administrativa. Finalmente, el tercer criterio consistía en

25 Marx, K. “On Italian Unity” (New York Daily Tribune 24/1/1859) en Marx, K., Dispatches for the

New York Tribune: Selected Journalism of Karl Marx, London, Penguin Books, 2007 (Ed. James

Ledbetter)

26 Marx, K., El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Pág. 33

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una probada capacidad de conquista. En la mentalidad de la época, el poder de

conquista suponía una prueba concluyente de vitalidad nacional.27

Estos liberales creían fervientemente en que las leyes del progreso implicaban

el gradual ensanchamiento de los ámbitos de sociabilidad humana, lo que implicaba

naturalmente la absorción por parte de los estados más fuertes de las pequeñas

nacionalidades. Mazzini dio buena cuenta de su imaginario liberal cuando en 1857

trazó un mapa de Europa que tan sólo contenía doce Estados. John Stuart Mill, por su

parte, en el capítulo dedicado a la nacionalidad en su On representative government

exponía de manera clara y concisa la postura liberal que identificaba la integración de

las pequeñas nacionalidades en una unidad superior con el progreso hacia mayores

cotas de civilización. Merece la pena recordar este breve fragmento,

“Experience proves, that it is possible for one nationality to merge and be absorbed in another: and

when it was originally and inferior and more backward portion of the human race, the absorption is

greatly to its advantage. Nobody can suppose that it is not more beneficial to a Breton, or a Basque of

French Navarre, to be brought into the current of the ideas and feelings of a highly civilized and

cultivated people –to be a member of the French nationality, admitted on equal terms to all the

privileges of French citizenship, sharing the advantages of French protection, and the dignity and

prestige of French power- than to sulk on his own Rocks, the half-savage relic of past times, revolving

in his own little mental orbit, without participation or interest in the general movement of the World.

The same remark applies to the Welshman or the Scottish Highlander, as members of the British

nation”28

Además, es necesario precisar que el liberalismo más avanzado no sólo

apoyaba la creación de grandes Estados-nación por lo que pudiera significar desde su

visión del progreso en términos económicos. Detrás del apoyo a la independencia de

Polonia y Hungría, así como a los procesos de unificación de Alemania e Italia, había

otra cuestión de no poca importancia para el progresismo europeo: el

27 Hobsbawm, E., Op. Cit., Págs. 42-47

28 Mill, J.S., On liberty and other essays, New York, Oxford University Press, 1991. Pág. 431

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desmantelamiento del orden político surgido del Congreso de Viena y de la Santa

Alianza. O, lo que significaba lo mismo, romper con el ordenamiento político

heredado de los poderes del Antiguo Régimen cambiando los Estados monárquicos

por Estados nacionales. Es así como ser de izquierda en la segunda mitad del siglo

XIX, ser progresista, era sinónimo de ser nacionalista.29

En este sentido, Marx y Engels sintonizaron con los objetivos de los diferentes

movimientos democráticos y nacionalistas que so capa de promover la independencia

de sus naciones estaban ayudando a borrar del mapa europeo los vestigios de la

política del trono y el altar. Sin embargo, llegados a este punto de comunión entre el

liberalismo y el marxismo es necesario señalar que ni Marx ni Engels valoraron nunca

el derecho de autodeterminación de las naciones como un principio absoluto en sí

mismo tal y como hacían los liberales. La diferencia es importante. Para Mazzini, por

poner un ejemplo, la humanidad estaba dividida en naciones de manera natural y la

política debía tratar de ajustarse a ese criterio. Para Marx, en cambio, la humanidad

también estaba dividida en naciones, mas de manera accidental y transitoria. Lo que

para Mazzini constituía el punto de llegada - léase, una Europa organizada en torno a

lo que él entendía que debían ser las naciones-, para Marx no era más que un escalón

más en el camino hacia la sociedad comunista. El apoyo a los movimientos

nacionalistas que trabajaban para la consecución, o consolidación, de los Estados-

nación que brindaron tanto Marx como Engels debe entenderse –he aquí la clave- en

términos instrumentales. En la siguiente carta de Engels a Bernstein, fechada en

febrero de 1882, queda patente lo expuesto,

“Nosotros debemos colaborar en la liberación del proletariado de Europa occidental, y todo debe

subordinarse a este objetivo. Por más interesantes que puedan ser los eslavos de los Balcanes, etc.,

pueden irse al diablo si su esfuerzo de liberación entre en conflicto con el interés del proletariado.

También los alsacianos están oprimidos, y me alegraría si pudiésemos poder desembarazarnos del

problema. Pero si en vísperas de una revolución claramente inminente intentaran provocar una guerra

entre Francia y Alemania, excitando de nuevo las pasiones de estos dos pueblos, y retrasar así la

29 Haupt, G. y Löwy, M., Op. Cit. Pág. 17

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revolución, les diría: ¡Alto! No toleraremos que pongáis palos en las ruedas del proletariado en lucha.

Lo mismo vale para los eslavos”30

El caso que mejor ilustra lo expuesto es el de Polonia. El grado de adhesión a

la causa polaca fue, desde la revolución francesa, la vara de medir del ardor

revolucionario en Europa. Marx y Engels –quienes, recordemos, habían hecho

mención explícita a la causa polaca en el manifiesto inaugural de la AIT- no

desaprovecharon esta corriente cuando pudieron canalizarla hacia sus propios

objetivos.

“Otra razón de la simpatía del partido obrero por la resurrección de Polonia es su particular situación

geográfica, militar e histórica. La división de Polonia es el cemento que une entre sí a los tres grandes

despotismos militares: Rusia, Prusia y Austria. Solo la restauración de Polonia puede romper este

vínculo y liquidar de esta forma el principal obstáculo a la emancipación de los pueblos europeos”31

Sin embargo, el apoyo fue siempre coyuntural y cada vez que en el horizonte

comenzó a bosquejarse la posibilidad de una revolución rusa, la importancia de la

restauración de Polonia pasó a un segundo plano. El valor de una Polonia

independiente para la AIT se justificaba en tanto que freno al zarismo ruso,

identificado por Marx y Engels como la reserva reaccionaria de Europa. Lo que es

tanto como decir que con una Rusia liberal de fondo la restauración de Polonia

hubiese perdido su razón de ser en la estrategia del proletariado y, con ello, el apoyo a

su independencia.32

30 Engels a Bernstein, 22-25 de febrero de 1882. Citada en Gallisot, R., Op. Cit. Pág. 146

31 Ibid. Pág. 148

32 Haupt, G. y Löwy, M., Op. Cit., Pág. 19

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En resumen, en estas líneas he querido mostrar cómo el pensamiento político

de Marx y Engels es puramente internacionalista, en el sentido de que trabaja,

promueve y cree en la futura superación de los lazos nacionales. También he tratado

de explicar que amén del rechazo teórico del marxismo para con todo el hecho

nacional, en la práctica apoyó de manera estratégica e interesada aquellos

movimientos nacionalistas que promovían la creación de grandes Estados-nacionales

y rechazó las reivindicaciones de las pequeñas nacionalidades. Los grandes estados

nacionales suponían, en la visión progresista de la historia de Marx y Engels,

instrumentos hacia el progreso. En este sentido sus reivindicaciones se confunden con

las del liberalismo más progresista, que también veía en los grandes Estados el

camino de la humanidad hacia mayores cotas de civilización mientras identificaba las

pequeñas nacionalidades, en cambio, con rémoras del pasado cuyas reivindicaciones

eran instrumentalizadas por las fuerzas reaccionarias. Ahora bien, lo interesante es

apuntar que el apoyo que desde el socialismo de Marx y Engels recibieron los

diferentes movimientos nacionalistas que jalonaron el siglo diecinueve fue siempre

coyuntural y supeditado al interés de su propia estrategia. El cuanto a la “cuestión

nacional”, el proletariado, tal y como lo veían los fundadores del marxismo, debía ser

un movimiento orientado a generar las condiciones de superación de las divisiones

nacionales y como tal, aunque parezca paradójico, se pusieron del lado de aquellos

nacionalismos que en su visión de la historia creaban las condiciones más propicias

para facilitar la llegada a la sociedad sin clases y, por ende, sin distingos nacionales.

Tanto es así que este apoyo estratégico a los movimientos nacionalistas más

progresistas no fue óbice para generar y afianzar una de las características más

robustas de la cultura proletaria: el desapego para con todo lo que se predica del

“hecho nacional”.