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Soliloquio del bosque

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Primera lectura

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Soliloquio del bosque

Primera lectura

A Sara

A la soledad de un bosque...

"Es más alto el silencio", escribí en el último papel, y lo ensarté en una rama delgada que bajaba de un árbol. Yo tenía veinte años y era una tarde de mayo. Había salido del pueblo por calles solitarias al sol de mediodía ("un hombre en un remolino"), y caminando absorto me había adentrado finalmente en un bosque de castaños, El Palomar, y en su brisa apacible dejaba volar mis pensamientos, escuchando sólo mis pasos sobre las hojas secas, y el eco al fondo del canto de los pájaros.

Venía de mi soledad y me internaba en la soledad aún mayor del bosque. Pero bajo el manto de temblorosas hojas, tenue como la luz dorada y verde que anegaba el aire, sentí la extraña presencia de la palabra, una voz que habla sobre todos los seres, que entre sí hablan y se escuchan. Fui escribiendo papeles como cartas en botella de náufrago, y colgándolos de las ramas; pequeños poemas

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dirigidos a una amada casi inexistente, sólo posible, que pudiera pasar por aquel camino y me reconociera, y los recogiera. Las palabras surgían del anhelo del amor de un joven que se aleja preguntándose por su soledad, por la lejanía: ¿de dónde brota la lejanía? Y hacia ella me dirigí con el pensamiento, escuchando la voz que habla en el bosque.

El discurso del hombre se vuelve canto cuando deja hablar al bosque, y ambos sueños se confunden en una voz sola: los árboles hablan, el hombre escribe versos que deja en las ramas, como hojas al sol. El sol inunda el soñar del bosque y del poeta: nadie. Nadie pasa por ese camino, y las hojas permanecen calladas en la luz, cantando su sueño que nadie escucha: el afán de ser vistos, de ser escuchados, la necesidad de encontrarse, de volver, y la infranqueable lejanía de los seres que se miran estar en su belleza, que les es propia pero no suya, sino de los otros. El hablar del poeta se torna gesto, acto, silencio de árbol: la poesía reside en el paso, en la mirada, la palabra es el vuelo de un pájaro que describe curvas en el aire, líneas que se disipan no bien han sido dichas. Permanecen las cosas como un paisaje en que posarse, los pájaros que vuelan y se posan, pero las palabras se disipan, se pierden en el olvido como las curvas en el aire del vuelo de los pájaros.

La palabra que yo buscaba es el silencio: decir el silencio lleno de las cosas siendo juntas, mostrándose en su belleza que no les pertenece, que saben que no es suya, que han robado o que de pronto encuentran en sus manos abiertas. Este paseo o soliloquio es una meditación sobre el silencio, pero la palabra misma no aparece en ningún momento a lo largo de sus páginas. El preámbulo, "A la soledad de un bosque…", describe el hecho que daría lugar luego al pequeño cuaderno -que fue pensado como un objeto, como un paraje, antes que como un texto-, y le señala la dirección a la mirada: la lejanía, el andar sumido en sombra sobre la hojarasca, el soñar, el canto desde la palabra, el acto mismo como lugar de la poesía, el silencio al final del canto; y el espacio bañado en luz -el sol que lo alumbra- como recinto del silencio y de la poesía. ¿Quién canta? El hombre y el bosque. Y sobre ellos, ¿nadie? Nadie, afirma la última línea.

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Ésta es, quizá, la pregunta más honda de la existencia humana: ¿no hay nadie ahí? ¿Hay alguien en ese espacio? La respuesta a esta pregunta es también el acto más básico del pensar de cada uno: algunos sentirán que ahí hay alguien, otros que nadie; unos sienten que están ahí los otros, y otros que sólo ellos mismos; o que ni siquiera ellos, nadie en este espacio.

¿De dónde procede esta respuesta? ¿Dónde obtiene cada uno la evidencia de quién hay ahí, una respuesta que rige nuestros actos y pensamientos aunque nunca haya sido formulada la pregunta, aunque no se haya pensado siquiera en ello?

¿Quién es éste que pregunta y que se responde, y de dónde, de qué región de sí obtiene la evidencia de su respuesta?

¿Cómo podríamos nosotros ser "alguien", sin el fondo de un alguien anterior? ¿Y cómo podemos situarnos frente a las cosas, desde nuestro interior, si no es como frente a un alguien, en el exterior?

La afirmación del poeta, "nadie", es más bien una pregunta dejada en el aire, que ya se ha respondido en su contradicción; pues el poeta dice: "nadie", al tiempo que deja escrita la palabra para alguien. He ahí su soledad, desde la que viene al bosque, buscando quizá otra soledad como la suya, con palabras y gestos. Esa esperanza que lo trae, esa búsqueda que desde el bosque lo llama, es la poesía.

El poeta se sabe de la poesía. Dirán: la poesía es eso que hace el poeta, poemas más o menos luminosos, mejor o peor construidos. Pero antes que eso, incluso a veces contra eso, la poesía es una luz en la mirada que quiere ser compartida, un saberse poseído el poeta por una palabra que busca ser dicha, y un darse a una voz que no es suya, sino de todos y quizá de nadie. ¿La poesía es región, es voz, es estado del poeta? Antes que palabra es gesto, y antes que gesto es luz que inunda al poeta, búsqueda. Una luz nueva, viva, que procede del poeta pero no es una operación suya, la recibe. Como la noche estrellada de enero cayendo sobre nosotros al salir al campo, aquel día en El Hornillo Viejo, con mi amigo Manuel Alcalde... Un manto vivo que envuelve la noche, una seda blanca

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que cae sobre el campo, un estremecimiento de haber salido de sí, enamorado... Un enamoramiento.

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1 Llévame adonde quieras...

El primer paso del poeta en el bosque es una invocación al amor, a la poesía, una entrega. Una declaración de lo que ansía, amor y libertad: "Llévame adonde quieras". El corazón se ha entregado y mi voluntad ya no es mía, sino de lo que ansío. El deseo y la voluntad se mezclan en el verbo querer. Empleamos esta misma palabra cuando hablamos de cosas tan distintas como querer hacer esto, querer tener aquello, o simplemente querer a alguien. El querer hacer se refiere a la voluntad; el querer tener se refiere al deseo; el simple querer a alguien se refiere al amor.

La voluntad es un dominar sobre lo interior. El deseo lo es de dominio sobre lo exterior. Pero el amor no es dominio sino entrega de lo interior a lo exterior, y esa entrega es libertad (de lo interior y de lo exterior).

Entrega de la voluntad, que ya no es mía, está poseída por una fuerza superior que ha liberado al yo de sí mismo, ha aligerado su peso (encadenándolo a otro).

Entrega del deseo, que ya no es de dominio (en el buen amor), sino de libertad del otro, de su plenitud, no para mi dominio, sino para su exaltación.

La entrega es para la libertad en el amor, "llévame adonde quieras": no importa a dónde, sino que tú lo quieras. Ser llevado, libre y obediente como el humo al viento. La naturaleza se muestra aquí, en esta metáfora, como un acto de amor, de entrega y liberación. La invocación del primer paso del Soliloquio es a una celebración, expresada en las palabras himno, fiesta, indulto, danza; la imagen que se ha buscado para pensar esa celebración, para comprenderla, es lo material en su extremo más sutil, cuando deja casi de serlo: el evaporarse, el fuego, el soplo... ¿Cuál es el sentido global del párrafo, que comienza como una entrega? Es el descubrimiento de un camino, y al mismo tiempo el primer paso de ese caminar: ser como la materia, como la naturaleza cuando se libera,

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indultada por el calor, que une y vivifica a los seres, escapan en el fuego como un pájaro. El ansia de fusión con la naturaleza, el reconocer en ella, más allá de nuestros ojos adormecidos por la costumbre, un corazón tan vivo como el mío, como el nuestro: las cosas están vivas, el fuego, el humo, el calor, son formas de ser que tiene el mundo, en que mi corazón se reconoce y a las que invoca como metáforas de lo que él quiere ser, pero también como semejantes. La libertad es del crecer, la obediencia es a un soplo: la naturaleza y yo somos el mismo afán. El calor, en su equidad, es una metáfora del amor en que los corazones arden, se ensanchan como al calor los cuerpos, se funden. Lo que importa aquí, en esta metáfora, es la semejanza del poeta con la naturaleza, del espíritu y la materia. Lo que ha encontrado el poeta, y su primer paso, entregado, en ese camino, es una secreta identidad del bosque -el mundo- y su espíritu -su forma de ser-.

Las formas de ser son variaciones de una esclavitud liberada, como si los seres -y también el poeta-, congelados y distantes, fueran indultados (de sí mismos, quizá) hacia la libertad, de la que aquí es símbolo el fuego; y el calor es puesto como el que concede el indulto en su equidad, el que libera a todos por igual, la fuente de la liberación, el espacio común donde pueden arder o congelarse los seres.

Crecer es el signo de la libertad, pero no se puede crecer si no es en otro. La obediencia es el signo de la verdad del otro, de su respeto: de su amor. Crecer y obedecer, libertad y amor, tienen su origen y posibilidad en la semejanza, y esto es lo que encuentra el poeta como uno que se ha enamorado, una recién descubierta semejanza. Se entra aquí en el bosque, y es con él esta semejanza, con el mundo.

Los temas, en esta primera página, son el querer (como voluntad, como deseo y como amor) y la libertad; el poeta y la naturaleza (el bosque); y la semejanza. Tras el preámbulo inicial, que como en una obra de teatro sitúa el lugar de la acción y traza su sentido adelantando encubiertamente el desenlace, esta primera página da el tono del discurso y presenta al personaje en su ensoñación, un poeta entregado a la reflexión sobre las formas de ser del mundo, de entre las que elige y ansía el fuego, el calor, por su enigmática naturaleza de

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liberación, que encuentra semejante al canto, a un himno. Como un aedo que corriera trayendo una noticia, la breve página concluye con una frase de largo período que gira sobre esas dos ideas, las de entrega y libertad, buscando los conceptos en palabras que les son próximas, para terminar con la imagen concreta de un pájaro escapándose de prisión. La entrada es a un sueño compartido de liberación, no sabemos exactamente de qué ni hacia dónde, sino sólo que un poeta ha dado el primer paso de un camino no trazado en un bosque.

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2 Distraído de la mano el pensamiento...

El pensamiento se ha soltado de la mano, como cuando al principio del sueño sentimos que las ideas se escapan del control de la razón, o como un niño que se detiene de pronto a mirar algo que ha visto en el suelo. El pensamiento sigue su curso, sin que nosotros -la mano- lo conduzcamos. ¿De dónde surge el pensamiento?; ¿qué lo mueve a ir de aquí para allá?; ¿qué hilo lo mantiene unido en cada uno de sus pasos, desde el origen, pues cuando se interrumpe no nace como de la nada, sino que retoma el paisaje donde se encontraba, para reiniciar el camino? Pero, ¿qué es el pensamiento?

Aquí se ha distraído de la mano, ha seguido su propio curso, se ha liberado de ser conducido por el hábito de lo ya pensado, lo ya sabido. Digamos que se ha despertado, pues es un despertar a algo nuevo el pensar, algo que estaba allí pero no había sido visto. Y sin embargo ese despertar tiene la forma de un sueño, por su extrañeza, pues no camina por parajes conocidos; y por su forma inesperada de surgir, adormecido el guardián del intelecto en el arrullo de la sombra de los árboles, su encantamiento de luz y de frescor.

Y el pensamiento, ahora él solo (el narrador se queda atrás, contemplando la escena), "ha parado su ojo fijo en la acción del caminar". Es el andar el objeto de la reflexión, el caminar cotidiano irreflexivo, que ahora es contemplado con extrañeza. Y en ese caminar, el primer párrafo de los tres que completan la página destaca el significado de los vértices, las líneas del espacio que ordenan, gobiernan misteriosamente los pasos, "como por obra de amor". Los pasos no se dan sin orden o al azar. Más acá del destino que orienta la dirección del caminar, cada paso es "hechizado" por el entorno mismo que pisa, y que tiene la forma de líneas, vértices que tienen un significado: las fuerzas que se distribuyen en el espacio, regiones que se recogen en un ángulo, líneas que se abren a regiones, una relación oculta, intuida, entre lo preciso y lo abierto, entre lo limitado y lo ilimitado, entre la forma y el fondo. El andar, nuestro más cotidiano gesto, es

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una relación casi inconsciente, pero sentida y sabida, con un orden del mundo que habla en torno nuestro, un mundo sentido como vivo, un espacio lleno de significado, que habla a nuestros pasos y recibe de ellos respuesta.

En cada línea o vértice hablan lo cerrado o lo abierto; el peso de las regiones, su fuerza, se distribuye como una geometría de ángulos de densidad del ser, que el paso percibe, sensible el caminar a ese juego de campos entre lo limitado y lo ilimitado. Lo finito y lo infinito de los filósofos, lo par y lo impar, dijeron los griegos. Sin pensarlo, sin verlo siquiera, pero sabiéndolo y sintiéndolo, el que camina -ahora sin embargo perdido sobre la hojarasca, sin los vértices o ángulos de la ciudad, de la que acaba de salir- deja que los ángulos gobiernen sus pasos, o más bien es hechizado por ellos, sin ofrecer resistencia.

Es naturalmente una neurosis -los psicólogos tendrán un nombre para ello-, ¿pero cuál de nuestros comportamientos rutinarios, en nuestro descuidado trato con el mundo, no lo es, es decir, no se basa en costumbres, suposiciones, pretensiones e ideas no enteramente razonadas sobre nosotros y el mundo?

Conscientemente se ha elegido un comportamiento oculto a los ojos de los demás, pero común a todos -en una forma o en otra- como punto de inicio de la reflexión: una superstición en la que se hace patente que el vivir -en este caso andar- es un escuchar y hablar, un estar inmerso en un vivir mayor, que es anterior incluso a la palabra, y este escuchar y hablar es sólo metáfora de algo más básico: andar, es decir, poner el pie en el mundo.

Dije tres párrafos, y me he referido sólo al primero: nuestros pasos están gobernados por los vértices. En el segundo y en el tercero se destaca en cada paso un significado sexual y religioso, respectivamente. Sexual se entiende aquí como una relación entre dos que crean un espacio de reunión en el que quieren darse y tenerse. Es una descripción del peso como beso entre mundo y pie, ambos entregados en las aristas y el paso. Religioso es entendido aquí como un acto íntimo de oración, de reconocimiento del andar al espacio que lo permite y acoge: hay algo en ello de alabanza y también de súplica o conjuro, no reglado, naturalmente, ni siquiera de modo personal, sino de un modo oscuro o latente.

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Lo que importa de ello es que el mundo está vivo, y en esa vida, en medio de ella, se mueve nuestra vida, aun sin saberlo, en el mero andar. Señalar la sexualidad y la religión como dos ámbitos de esa relación entre mi vida y la vida del mundo es retrotraerlas a lo más hondo nuestro, anterior a las ideas o a la razón y presente en nuestros actos, antes que en nuestra conciencia. Al mismo tiempo se señalan esos dos ámbitos -sexualidad y religión, o de manera más abstracta relación con lo finito y relación con lo infinito- como los dos campos vitales, prerracionales, desde los que surgirán después nuestras ideas y nuestras supersticiones.

El hecho de reparar en un acto cotidiano, gestual y no intelectual, y además en un aspecto anómalo, tangencial, casi patológico, de este acto, da a la meditación un carácter de inusual, de extrañeza, de partir de un paisaje conocido y familiar a otro nuevo, pero que estaba ahí desde el principio y ahora se mira con ojos extrañados. Y esto no de una forma pretendida o como resultado de algún método de indagación, sino como un hallazgo casual del pensamiento en su deambular libremente mientras camino.

Los temas que se han dejado señalados son el pensamiento, su nacer (¿de dónde brota la palabra…?); su naturaleza (¿es un mirar, un hablar?); su forma de ir trazando un camino, rodeando los objetos, parando su atención, formulando una pregunta como el que encuentra algo oscuro, un no saber, o afirmando una respuesta como el que encuentra un espacio abierto y entra, así se entra en una idea… El pensamiento que se suelta de la mano; lo finito y lo infinito, lo abierto y lo limitado, y su relación con el paso: es decir, lo que en nuestra vida hay de universal y de particular, y cómo el acto de vivir (el paso), los junta, los trae a ambos a lo presente, es el lugar en que se encuentran lo universal y lo particular. Es también el tema (quizá) del yo de cada uno y el yo al fondo en que se da, como en un diálogo consigo mismo, en una extraña lógica de la inclusión (una relación de pertenencia que hace de ese diálogo soliloquio, y que es una relación de finito a infinito…). Algo oscuro; como oscuro es el componente sexual y religioso de nuestro comportamiento y de nuestras ideas, y lo que en ello se muestra de la estructura de nuestra existencia; es decir, el tema de la naturaleza participada del yo y su enraizamiento en lo real, de forma prerracional. Y por

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último el tema de la comunicación del pensar, su posibilidad, pues aquí el lector -nadie- es conducido por el pensamiento de otro a un recinto común, ese objeto oscuro que resplandece en cada acto del pensamiento: la comunidad del pensar y el diálogo.

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3 Hay un temor escondido...

La atención, que en la página anterior se puso en el caminar y el paso, centra ahora su objetivo, sin salir del mismo lugar (el caminar), en el tiempo, que aquí es "cada uno de nuestros minutos". No hay ahora narración ni preámbulo situacional, la meditación abre directamente el tema del tiempo, y sobre él trata toda la página; pero no es el tiempo en sí mismo el objeto de la reflexión , sino el temor, la superstición, el tiempo como fuente de valor, el tiempo como sentido, y la esperanza humana, o su desesperanza.

"Cada uno de nuestros minutos": la reflexión se ha vuelto sobre el que medita, del que aquí se destaca una nota esencial, visible en cada paso: "nuestros minutos". El tiempo no se designa con un término abstracto, válido para todos, el bosque y el que camina, sino que está referido a cada uno como algo suyo, y muy concreto: nuestros minutos. Pero lo que se mira ahora de cada minuto es el temor que esconde, y la superstición que en ese temor se aloja. El poeta está mirando dentro de sí, en cada paso suyo, y encuentra un temor, que aloja una superstición. La superstición no está tratada aquí como un conocimiento degradado, no se ve despectivamente desde una posición racional, sino como algo que acompaña el modo de ser, inconsciente, del que camina, un gesto no pensado pero que expresa su sentirse en el mundo, en camino. Lo llama de manera general superstición, pero es creencia no reflexiva, interiorizada, en el significado de las fuerzas circundantes y en la eficacia de ciertas operaciones muy básicas (el culto secreto de la retina) para orientarse y comunicarse con esas fuerzas.

Lo que esconde cada minuto es un temor. El tiempo mismo es la fuente del temor, y la superstición (ese gesto oculto y su eficacia) nace de ese temor (en él se aloja) y pretende equilibrarlo, ajustarlo al tiempo: es la respuesta, del temor, al tiempo.

¿Dónde se fija ahora el pensamiento, para encontrar esa relación entre el

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temor y el tiempo? En la retina, en su culto secreto (la superstición): una callada confabulación del paso, la mirada y la respiración que, cerrando los ojos con un hondo suspiro de apropiación en ciertos pasos, retienen (de aquí la retina, de aquí la detención del tiempo) los árboles, el cielo, "la luz de esta hora"; y esto así por "si desapareciera", y si no lo hiciera "desaparecería". El aparecer y desaparecer son la evidencia del tiempo en que están inmersas las cosas, que comparten no obstante "la luz de esta hora"; y el poeta está también inmerso -aunque sea por simpatía, por identificación con el resto de las cosas- en esta evidencia del aparecer y desaparecer, aunque en tiempos verbales del campo de lo posible: "si desapareciera", "desaparecería".

El culto -de la retina- consiste en hacerse cargo de la luz de esta hora llevándola para siempre, y al tiempo protegerse a sí misma, para llevarla para siempre. El idolatrado -por decirlo así, es decir el objeto de adoración- es el sol, su luz en esta hora.

El rito se efectúa en los ojos, que en los colores -es decir, en lo sensible y concreto- establecen -o encuentran, no se determina ni cuestiona aquí- valores que dan significado a sus ritos secretos -sus creencias, su situarse en el mundo- y que se fundan en el tiempo.

El tiempo es la fuente del valor, probablemente no sólo del valor íntimo del mirar y del caminar, sino también del valor social de los objetos y las tareas (y quizá también de su precio).

Pero el tiempo se vive en nosotros como un pequeño temor en cada uno de nuestros minutos. Resolvemos el temor en cada paso, con pequeñas -o grandes- supersticiones, pero el tiempo permanece y el pequeño temor se vuelve espanto cuando no es cada minuto el que miramos, sino el extremo del tiempo, como un cordón que baja a un pozo. De minuto a minuto no puede evitar la inteligencia pasar en un instante al extremo, y allí buscar su sentido, sobrecogido quizá por el temor de que sea absurdo.

El tema central es el tiempo; no el tiempo como parámetro físico, no el tiempo de las transformaciones, ni el tiempo interrogado en sí mismo para

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formar de él un concepto, sino el tiempo ya de algún modo comprendido y asumido como constitutivo esencial de cada paso del que camina, que se expresa en forma de temor, de un saberse precario, pero también llamado a salvar a las cosas (la luz de esta hora). Aquí tiempo es precariedad y anhelo de salvación (del yo y de las cosas), salvación que lo es contra el tiempo ("para siempre").

De ese juego entre precariedad y anhelo -juego porque participan en él fuerzas opuestas que se disputan un predominio, la fuerza de lo concreto y efímero contra lo que permanece a salvo y estable- de ese juego nace "la superstición" como un intercambio de favores con lo real; superstición porque tiene un componente de culto, de petición y de ofrenda, que establece zonas de valor, regiones de lo sagrado (en sentido muy amplio, porque no hay aquí conceptualización, sino una oscura operatividad, una gestualidad llena de supuestos). Es decir, que desde esa vivencia del tiempo como su precariedad en mitad de su anhelo, el caminar y el mirar encuentran valores: el de lo naciente y venidero, el de llevar para siempre. El tema es por tanto, junto al del tiempo vivido, el del valor y el de la gestualidad del yo en relación al valor (es decir, la superstición, en sentido muy amplio). No me refiero al valor en relación con la estructura de la decisión humana, sino a algo anterior: al valor como experiencia básica de donde surge su mirar, su atención, su gestualidad al andar: es decir, al fondo de donde brotarán, más tarde, las palabras, las ideas.

Los temas son: el tiempo, las supersticiones (los prejuicios y el modo de mirar) y el valor. Es decir, el lecho vivo, anterior a la razón, en que se apoya nuestra conciencia. Vivo porque teme, recibe y proyecta su tiempo en un tiempo mayor, que le antecede como el espacio antecede al caminar (si bien el paso antecede al camino, en una extraña lógica de la precedencia): el vivir del caminante está inmerso en un vivir mayor y anterior, en el que se abre como parte suya. Pero es un vivir hecho de temor y de confianza, de presencia y de inminencia: una especie de vivir vegetal, o animal, aún no racional, un vivir que es calor, dureza o blandura, espacio, la noción más básica de la inmersión de lo vivo en el vivir. De ello importa que el fondo sobre el que se da lo vivo, y de donde brota, está vivo, y que de ese lecho táctil, vegetal, sensitivo, surgen nuestra atención y nuestra conciencia, distintos en cada uno como el lugar de

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donde nacen sus palabras. ¿De dónde brotan el mirar, y el decir, de cada uno?

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4 A obsesivas rutinas se entregan...

Ahora desde lejos, se ven esos gestos de los hombres -el poeta se distancia y se toma a sí mismo como muestra entre aquellos hombres- que se han encontrado en el caminar y en el mirar, como obsesivas rutinas, es decir comportamientos en los que están cautivos ("se entregan"). Y estos raros gestos (por extraños, cotidianos pero habitualmente inadvertidos) ocupan sin ser examinados la mayor parte de su tiempo. Pero aquí salta el pensamiento de nuevo y se dirige como pregunta directa no ya a esos gestos del hombre, sino a algo que está presente en ellos, cautivándolo, y que permanecía sin embargo oculto en la relación del paso con los vértices, pero que se ha destacado en la consideración de la retina y los colores: ¿qué es el tiempo?

El tiempo ahora se entiende como lo que abarca a todas las cosas; no es, como en la página anterior, el tiempo de "cada uno de nuestros minutos", sino el tiempo referido al campo, la tarde, el mundo ("este remolino petrificado", es decir, esta realidad que me incluye y que oculta el tiempo -"petrificado"- pero que está plenamente sujeta a él como un remolino al movimiento).

El que habla ahora se dirige a un tú que no sabemos quién es: "Considera conmigo…". Se retoma el tono apelativo de la primera página ("llévame adonde quieras..."), que después se había tornado en un discurso neutro, no apelativo, teniendo por sujeto a un nosotros (en la página 2) o a un hombre en tercera persona (en la 3); pero aquí se vuelve a dirigir a un tú: "considera conmigo", y en un tono de aproximación, de acercamiento ("conmigo"). Es una llamada a un recinto más íntimo, más atento… No sabemos si el que habla es el pensamiento al poeta o el poeta al lector. Fue el poeta el que dijo inicialmente "llévame", probablemente a la poesía, al pensamiento, que se soltó de la mano y siguió su curso, abrió el camino poniendo la atención sobre el andar y sobre el mirar; y ahora se detiene y parece ser él, el pensamiento, el que se dirige al poeta y se pregunta con él por el tiempo desde los raros gestos de los hombres, ¿qué es el

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tiempo?

Para buscarlo no va al concepto abstracto del tiempo ya entendido, separado de las cosas, ni al ya utilizado que se encuentra en el reloj, sino que mira hacia donde lo ha encontrado oculto, entrañado en el andar y en el mirar, en el temor y el culto de los pasos y de la retina: en el campo, en la tarde. Y ahí encuentra, entre todo lo que le es propio, lo que le es necesario, común: algo que le es obligado como una condición suya -del campo y la tarde- y que lo obliga, le impone condiciones. Lo más íntimo porque le es obligado y lo obliga: la extensión.

No sólo la extensión es necesaria para que haya un campo (le es obligado), sino que la extensión impone una cierta forma de ser de ese campo (lo obliga). La extensión ha comparecido en nuestros pasos, gobernándolos en forma de vértices, ángulos que ordenan el caminar; y ha mostrado su vinculación con el tiempo en la memoria de la mirada a lo lejano, a los árboles, al cielo, a la luz de esta hora que adora la retina, donde los colores valen tiempo. En la extensión está contenido el tiempo (en cuanto andamos, miramos, tememos y adoramos, y el campo se ofrece como una extensión abierta a los caminos).

La extensión aparece aquí como un rasgo patente en el mundo, que no necesita ser aclarado, su referencia se capta intuitivamente, como un color: el azul, el verde, que no han de ser explicados para ser comprendidos, sino indicados, aunque encierran significados implícitos que podrían ser analizados, y que son comprendidos de forma callada (la hora de luz azul y verde es naciente y venidera). La extensión del mundo se refiere en principio al espacio como su manera intuitiva de ser captada (y que puede explicarse como un estar abierto a otro, como un físico darse a la mirada desde fuera); pero no necesariamente se reduce, la extensión, al aspecto espacial del mundo, porque el mundo incluye la mirada, la memoria, el ser cualitativo de los espacios que se abren o cierran en los vértices, y que son también comprendidos en la extensión del mundo: un estar fuera unos de otros, mirándose, un estar abiertos -pero no sólo espacial- para ser mirados. Lo más íntimo del mundo, lo que no puede dejar de ser suyo, por muy diferentes que sean las formas que adopte, es esta extensión, propia de

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su naturaleza.

De esta extensión que se ofrece como lo más propio y general del mundo (el campo, la tarde), y que se entiende en primer término como espacialidad -pero no sólo-, se dice inmediatamente, sin transición de pasos lógicos, que es "la condición del ser". Aparece bruscamente la palabra ser, a la que no se había llamado a la reflexión sobre el bosque, los pasos, la mirada… Ya en la segunda línea de la página 1 se había dicho: "De las maneras de ser que tiene el mundo…", pero allí el sujeto eran el mundo y sus maneras; aquí sin embargo el ser se convierte en el sujeto de la enunciación, toma casi por su fuerza el protagonismo de la reflexión. No es un ser sustantivado, sin embargo, no un ser con mayúscula, sino el ser ambiguamente aludido como acto -verbo- común a todas las formas aparecidas en la reflexión (los pasos, el campo, el caminar en la tarde, el bosque, la mirada…), es decir el ser como acción; y por otra parte el ser como el ámbito común de todos ellos, que entendemos como un espacio, de forma intuitiva pero metafórica (pues ese darse unos a otros no es un mero estar unos junto a otros).

Es el ser como verbo y sustantivo (acción y ámbito), y de él se dice que su "condición" es "extensión". Condición podría entenderse aquí como exigencia previa, y en ese caso interpretarse esta frase en un sentido materialista: es necesaria una extensión para que en ella se dé el ser que así entendemos como corporeidad, materia. Pero ya se ha dicho que el ser aquí designa la acción y el ámbito del darse de los cuerpos, y también de los pasos, la mirada, el significado de los vértices y los colores..., el ser no se refiere sólo a los cuerpos, sino también a sus actos y relaciones, al ámbito del darse y a los significados, no estrictamente corpóreos. Y por otra parte "condición" no significa aquí exigencia previa, sino constitución propia, como cuando decimos de un niño que es, en lo físico, de condición o constitución fuerte, o en referencia a lo moral, que tiene una buena condición, que es de buena condición…

Que la condición del ser sea extensión quiere decir aquí que lo más general y propio del mundo que se da a la mirada, incluida ella misma, es ese estar fuera unos de otros mirándose, un estar abiertos, no sólo espacial, para ser

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mirados. Y se toma la extensión como una metáfora visualmente intuitiva de esa condición de estar abierto de la acción y el ámbito del ser.

Acerca de este ser se trazan, a modo de versos, las cinco líneas del centro de la página, que van de los sujetos: condición-solución-ejecución, a los atributos: extensión-distancia-cambio-movimiento-tiempo. La primera serie, la de los sujetos, expresa esa comprensión del ser como problematicidad que es explícita ya en las metáforas de las últimas líneas: la fuga del ser de una tensión, la dolencia incurable, la fiebre de la tarde… La segunda serie, la de los atributos, encierra la vinculación en el ser entre la extensión y el tiempo, en dos direcciones: la relación de cada ser consigo mismo, a la que alude el concepto de cambio; y la de cada ser con los otros, a la que alude el de movimiento, cuyo origen común se señala en la distancia, la tensión entre ser y no ser.

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5 Adentrarse solo en un bosque...

Extensión y distancia se han señalado como condición del ser y del estar (ser varios); en ellas tienen su origen el cambio y el movimiento, como liberación o sanación de un "siniestro mal, de gravedad extrema" que aqueja al campo. Y por otra parte el supuesto -y también la forma de darse- del movimiento y el cambio, entraña tiempo. Hay una vinculación entre el tiempo, por el que se preguntaba, y la extensión y la distancia, que es lo común y obligado a ese remolino petrificado que es el mundo, entre todo cuanto pertenece a él o le es propio. El tiempo comparte su origen con la extensión y la distancia, que son condición del ser y del estar ("ser varios"). Pero en este ser y estar hay una tensión ("dolencia incurable") que se señala como el origen más remoto del cambio y el movimiento, y aun antes que eso como el origen de la extensión y la distancia. ¿En qué sentido extensión y distancia se vinculan en un origen anterior con el tiempo? Hay una tensión, una lucha de la que la extensión -y la distancia- y el tiempo son el resultado, no sabemos si como campo de batalla o como territorio ya conquistado; no sabemos de qué modo el campo, la tarde, revelan o resuelven esa tensión que late en ellos, sabemos sólo que de esa tensión brota la extensión como un des-ser, se dice, un dejar de ser, entendemos, que entraña tiempo y distancia, y que esta última es vivida como una "fiebre en que se ahoga la tarde".

El ser del mundo, que aparece como campo extenso y cambiante en el tiempo, es un des-ser: una fuga del ser de la tensión del no ser. La tensión que está en el origen del tiempo, por el que preguntábamos, es una tensión del no ser que acompaña de alguna manera al ser. En las últimas líneas de la página 4 se habla de la "tensión del no-ser" y de la "tensión del ser". Una tensión es un conflicto, una pugna, la fuerza resultante del encuentro de dos fuerzas opuestas. Se emplea aquí la metáfora de la tensión, que es una experiencia física, para designar lo que subyace a la extensión física; se emplea como juego de palabras, en primer lugar, pero también como un esquema lógico de explicación de los fenómenos: a todo fuera corresponde un dentro, a todo exterior un interior, y a

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toda extensión una tensión previa, de la que es resultado. El concepto mismo de tensión procede de la experiencia física del contacto entre los cuerpos, de la percepción de lo duro desde lo blando, la autopercepción del músculo contra sí mismo o contra algo.

La tensión ha de ser el resultado de la aplicación de una fuerza sobre o contra otra, y esa percepción de la oposición es la tensión. Ser y no ser se oponen como la más básica expresión de una tensión: la afirmación y su negación (al ser y al no ser se refiere ese principio lógico y ontológico, el de no contradicción: no es posible ser y no ser a un tiempo, y en el mismo sentido; o también: un juicio no puede ser verdadero y falso, a un tiempo y en el mismo sentido).

Ha aparecido, bruscamente también, el concepto de no ser. No ha sido buscado, ni se le ha encontrado por sí mismo, entre los objetos del mirar o del caminar, sino que ha venido como de la mano del ser, que revela, en su des-ser, la fuga de una tensión que tiene en su origen el no ser. Esta palabra, no ser, aparece sólo una vez en la página, pero es el último referente al que remite la reflexión sobre el tiempo, la extensión, la fiebre de la tarde… El no ser es el origen de la tensión con que se responde a la pregunta por el tiempo y la distancia. El no ser ha aparecido como compañero del ser, pero con ellos se designa no un ente separado de las cosas, sino lo más general de ellas mismas, el acto de darse mutuamente y el ámbito en que se dan las cosas, y que también ha sido designado como el campo, la tarde, el mundo. Es decir, en el darse de las cosas (a la mirada, a los pasos) hay un ser y un no ser que están en el origen de su extensión, y por tanto del tiempo.

Ahora es el ser, y el no ser, abstrayendo aún más los conceptos, lo que viene al primer plano de la reflexión, que partió del andar y el mirar (en las páginas 2 y 3), y preguntó por el tiempo (en la página 4), pero fue conducida a los conceptos de extensión, distancia, y finalmente a los muy generales de ser y no ser. Pero el marco de la reflexión sigue siendo el bosque, a cuya sombra el caminante se deja llevar por la hojarasca, entregado a sus pensamientos, como el humo, hacia la lejanía…

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Nos lo recuerda en la primera línea de la página 5: entra solo en un bosque, y entrará cantando, bromea, pues este adentrarse solo en lo desconocido y sombrío tiene para el que camina la ambigüedad de una sonrisa, de la atracción hacia un lugar oscuro, hacia una trampa.

La trampa aquí es perderse en los conceptos, ser atrapado por ellos, perder de vista la poesía que buscaba y ser capturado por los ensalmos de la razón y de la prosa, de su lenguaje. Entrará cantando. Y su forma de cantar es, a propósito del ser y el no ser, el álgebra, la ciencia especulativa basada en la función de la igualdad, la equivalencia, la similitud, la semejanza que reduce siempre los aspectos a aquél que se puede igualar (por ejemplo la cantidad), y con esa reducción hacer operaciones sin que se pierda el equilibrio de los conceptos, la igualdad inicial.

Lo que va a tratar por álgebra es la cuestión de si las cosas (se refiere a cuanto ha comparecido en su reflexión previa) son causas o efectos, y declara desde el principio que demostrará que son efecto, y no causa. Pretenderá hacerlo en las páginas 5 y 6. En esta página 5 pone las bases de su discurrir cantando por álgebra, a partir de los conceptos de algo, de ser y de no ser. En la siguiente, la 6, relacionará estas ecuaciones sobre algo, ser y no ser, con los que antes aparecieron como extensión, cambio y tiempo, dando lugar a los nuevos de forma y efecto. Lo hará cantando en forma de pasos lógicos, enlazados y numerados del 0 al 3 y del 4 al 12.

Los conceptos de que se parte son ser y algo, y sus negaciones respectivas, no ser y no algo. La melodía de esa canción -de ese juego- es un álgebra donde los conceptos son intercambiables a los dos lados de una igualdad. La operación básica es la de la igualdad o equivalencia, que es quizá la primera exigencia de la lógica (y que permanece en sus últimas derivaciones en la ética y la política: la exigencia de la justicia y la igualdad). La palabra "ser" se refiere aquí a lo más general del aparecer de las cosas, sin atender a sus diferencias, el darse unas en otras, el campo. "Algo" significa aquí cualquiera de esas cosas en cuanto diferente de las otras, pero la palabra algo se refiere indistintamente a cualquiera de ellas o de sus aspectos. Ser y algo son palabras de una máxima abstracción,

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que ignoran la peculiaridad de cada cosa y designan un aspecto de todas ellas: "ser", el aspecto más general, en el que todas confluyen; "algo" el aspecto también general, pero en que se diferencian unas de otras. Esta diferencia entre ser y algo está implicada en la relación entre lo general y lo particular, la identidad y la diferencia, la unidad y la multiplicidad, que a su vez remiten a un concepto anterior, una relación que permite estas dicotomías: la semejanza. La semejanza se basa en una igualación que omite -abstrae- ciertos rasgos diferenciales y a partir de esa reducción afirma la simetría, respecto de un eje común, de elementos que son distintos, pero ahora semejantes. La igualdad puede ahora transcurrir como un álgebra, balanceándose en el principio de no contradicción.

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6 Creía que las cosas reposaban...

En el concepto de "algo", cualquiera de las cosas que están presentes al pensamiento, en cuanto que perteneciendo al todo del mundo mantienen sin embargo una peculiaridad sólo suya que los separa del conjunto, los delimita sobre ese fondo; en el concepto de "algo" confluyen en tensión los de ser y no ser. El modelo de pensamiento, el esquema con que se piensa esa relación es el de una superficie limitada sobre un fondo, en el plano, o un cuerpo limitado, en el espacio. El concepto de ser corresponde al plano en su conjunto, que incluye la superficie limitada, el algo que participa así del ser, y el fondo sobre el que se destaca, que es, respecto de esa superficie limitada, su no ser. De modo que todo ser limitado implica un no ser (su fondo), y es al tiempo un no ser de las otras superficies limitadas: en este esquema, cada superficie limitada es y al mismo tiempo no es (en un doble sentido: en cuanto que por limitarse ya no es el resto, y en cuanto que por sí misma su ocupación del ser constituye a un tiempo el no ser de las otras superficies limitadas).

En la noción de límite entre ser y no ser, que es la forma de pensar la constitución de un algo, se da la confluencia de dos conceptos que se oponen entre sí como un sí y un no, al mismo tiempo: es y no es. Esa superficie limitada, cualquier algo, es y no es: participa del fondo, está incluido en él, pero en ese mismo acto se excluye -se destaca sobre el fondo-. Por el mismo acto con que arrebata para sí una parte del ser, arrastra para sí -y para los otros- su no ser, siempre más abarcador.

Pensado el algo en sus límites bien definidos, excluyentes, su ser es arrebatado para sí de otros. Pero también puede pensarse el algo como ganando su ser con otros, en límites no excluyentes o no bien definidos, según el mismo modelo de figuras sobre un fondo: como un ser compartido, en un fundido de imágenes; o transfundido en parte, como en el aparecer o el darse en otro, como en un espejo; o permaneciendo entrañado en otro, como en una raíz común o en

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una memoria compartida. En todos los casos, arrebatado o compartido su ser, hay en cada algo una tensión con su no ser, la que lo constituye como algo, distinto del todo de lo demás.

Este modelo del cuerpo limitado sobre un fondo o superficie, pero sin límites excluyentes, sino como un fundido o transfundido, corresponde a la vida desde su manifestación más primitiva, y hasta donde podemos pensarla: la constitución de una membrana que establece un dentro y un fuera, un algo finito en la extensión de lo infinito, pero que ahora -en lo vivo- convierte eso infinito en algo suyo, se despierta a él; con el límite lo infinito del fondo aparece en algo, y en ese acto gana para sí su no ser. El algo es una pugna entre ser y no ser, y en el fondo de lo vivo está también esa pugna o tensión, pero ahora su interior despierta hacia su no ser; la relación entre lo vivo y la vida en la que emerge, o entre algo y el ser en el que se destaca, se piensa -no sé si hay otra forma- según un esquema de fondo y forma, como una inclusión: no hay algo sin ser, y no hay vidas sin vida; y algo y vidas implican, en su constitución, el no ser respecto de lo que los antecede como ser, como vida.

Pero el "algo" no está citado aquí todavía como vivo, sino como hallazgo del pensamiento que encuentra, en su deambular, una característica general pero diferenciadora de cuanto puede ser mirado, incluido el pensamiento mismo: la existencia de límites con que cada cosa se destaca sobre el resto como su fondo. El algo es concebido desde su exterioridad justo como una tensión (una convivencia de opuestos) entre lo que es y lo que no es: esa tensión es la que lo constituye como tal algo, sin que pueda precisarse desde él la prioridad de su ser o de su no ser. Pero el algo es un concepto anterior a lo vivo, que lo incluye. Es decir, lo vivo es ya algo, a lo que se añade -a su ser concebido desde la exterioridad- que en ese algo hay un interior, en que el no ser que ha traído al constituirse se revela y se transforma como mundo vivido. Lo que importa aquí es que entre lo concebido como "algo" y como "vivo" hay una continuidad, su común referencia mutua de lo interior y lo exterior, de su ser y su no ser, y su común pertenencia al seno del ser. Interior ahora despierto en lo vivo, pero latente o dispuesto antes en todo algo. De lo que puede derivarse que el algo ha de estar en alguna medida vivo, en cuanto interior, para que pueda darse en él lo

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vivo, que es ya algo en cuanto se da en un límite; y que lo vivo no es un fenómeno emergente o casual sobre un fondo mudo o inerte del ser, sino que ese fondo en que se despierta ha de ser ya vida, antes de ser la vida de algo, como el fondo sobre el que algo se destaca ya es, sin ser algo.

Sea como fuere esta relación entre el algo y lo vivo, o entre el ser y la vida, en la que me he extraviado en las últimas líneas, las páginas 5 y 6 no se refieren aún a lo vivo, sino al concepto más general de algo, en lo que se ha encontrado una tensión entre ser y no ser. La página 6 empieza declarando una perplejidad: "me equivocaba". Que las cosas no son lo que parecen es el más primitivo hallazgo de la filosofía, e incluso antes que un hallazgo es una condición, una actitud: la del asombro en que el pensamiento cae cuando abandona la seguridad de la mirada acomodada en la costumbre. Las cosas ruedan por nuestro pensamiento, o más bien el pensamiento por ellas, como si fueran sabidas, ya juzgadas y sentenciadas. Pero algo les da un vuelco, o quizá el pensamiento salta por detrás de ellas, o en su interior, y de pronto lo sabido se vuelve turbio, y una luz mayor las revela con más justicia. "Creía que las cosas reposaban en su sitio, cada una dejándose llevar por el tiempo: me equivocaba". La costumbre, quizá el lenguaje o más dentro todavía de mí, la lógica, no sabemos por qué caminos, han construido en torno a mí un mundo de objetos estables y consistentes sobre los que reposa confiadamente mi creencia, como una mirada puesta en la exterioridad de las cosas. Pero el pensamiento siempre arrastró a la mirada más allá, al interior, al horizonte, al envés de las cosas, como un perro que alerta a su amo, con un testimonio distinto, para arrancarlo de su creencia. Los seres no son lo que son, y en esto hay una contradicción patente, que resalta aún más si decimos que son lo que no son. Que los seres -así los llamábamos- sean lo que no son sólo puede deberse a que su ser no se da en ellos, sino en otro: son "lo que quieren ser, lo que dicen ser: son efectos". Algo, en cuanto que está limitado, destacado sobre un fondo, no tiene otra diferencia que sea propiamente suya que justo aquello que no es: el fondo. Y desde ese fondo -que él no es- puede ser comprendido, percibido: visto. Lo que tienen de suyo los seres es lo que no son, pues, siguiendo con el modelo de un espacio limitado contra un fondo, lo que vemos como interior de ese espacio limitado

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sigue estando incluido en el fondo: en la misma medida en que el fondo es, él también es. Pero lo que lo diferencia es el fondo que él no es. En un organismo vivo, ese fondo que no es es justo el que se revela, de algún modo transformado, en el interior, como mundo percibido: aún más ahí ese algo vivo es lo que no es. El no ser del algo abstracto, lo más propio suyo, es su exterioridad. El no ser del algo vivo, lo más propio suyo, es su interioridad en la que se revela ese no ser como algo suyo. Pero en ambos casos los seres no son lo que son, no son en sí, sino en otro (en cuanto que están separados como "algo"), no son causa sino efecto: no son concebidos por lo que tienen de ser, sino por darse en su no ser: lo que quieren ser, lo que dicen ser. La oscura relación causa-efecto es introducida aquí desde la noción de algo como tensión entre ser y no ser, en los pasos 0-3 de la página 5. Haciendo un juego con las palabras se va enlazando el final de cada frase con el principio de la siguiente en nueve pasos más, que pasan por los conceptos de tensión, tender, diferencia (espacial y de valores), producir, manifestación, forma, extensión, efectuarse, efecto y des-ser. Hay un paralelismo implícito entre los pares de conceptos tensión-extensión y causa-efecto, que se refieren al espacio y al tiempo, respectivamente. La relación entre ser y no ser de algo, que se revela en un plano espacial como extensión y como distancia entre seres distintos, se traslada en estos nueve pasos a la perspectiva dinámica, temporal, del cambio de un ser respecto de sí mismo, y del ser en otro, es decir, de la producción de efectos (que exige tiempo): efecto es aquí el resultado del cambio en un ser respecto de sí mismo, y el ser en otros. La palabra forma engloba todos esos aspectos, estáticos o dinámicos, en que los seres salen de sí o son en otros, es decir, son y no son.

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7 La maleza: la malicia...

El bosque abre vericuetos al pensamiento, caminos engañosos, quizá sin salida, extraviados. Pero el pensamiento los sigue, los explora, y aquí se adentra en un camino que ha abierto el concepto de forma como el lugar en que ser y no ser confluyen en una tensión aún no comprendida, sino sólo señalada; pues ser y no ser se han empleado como expresión de una tensión que aparece en la comprensión de "algo", cada una de las cosas del mundo -el bosque y yo, que camino-, que se ha visualizado con las metáforas del espacio y la extensión, y la más oscura de la relación de causa y efecto que implica al tiempo. Pero ser y no ser en sí mismos, más allá de señalar su tensión y exponerla mediante metáforas espaciales y temporales, no han podido ser tratados. Ser y no ser "luchan" en "algo", y algo -su forma, su manifestación, su extensión o efecto- es, de algún modo que queda por precisar, el modo en que esa tensión se resuelve. Si ser y no ser pueden ser comprendidos sin su referencia a algo, sin metáforas espaciales (como extensión) o temporales (como efectos), o si son previos a toda posibilidad de algo, o consecuencia derivada de algo, o puras abstracciones vacías, trampas del entendimiento, todo esto queda por examinar. Lo que el pensamiento ha visto, y esto en un deambular distraídamente por el bosque, es que en el andar y en el mirar se esconden temores y adoraciones en las que late secretamente el tiempo. Y preguntadas las cosas por su tiempo, se han mostrado como distantes, afectadas de una tensión irreductible (el pensamiento no puede ir más allá en su afán de comprenderlas) entre lo que son y lo que no son, que parece ser el lugar (no mucho más podemos decir sobre ello) de donde brota la inquietud de la tarde, y de un modo aún más misterioso, su esplendor y belleza.

¿No yerra este poeta solitario que se aparta a un bosque en busca quizá de amor y de poesía? ¿No habría de buscarlos más en la vida trenzada de todos, en esa tupida tela de afectos y desafectos que nos ovilla, nuestro vivir juntos? Pero en la dirección completamente opuesta extravía su búsqueda de amor en la

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soledad, y de poesía en los conceptos, hacia la lejanía, lo que más nos une.

Y se pregunta ahora -y éste es el vericueto- por el hecho físico de que los cuerpos se dilaten por el calor, o la relación entre tiempo y temperatura. Es decir, fenómenos básicos de la naturaleza, que la ciencia mide, pero no puede -quizá- explicar sin un recurso a la metafísica, es decir a la referencia al ser y el no ser; conceptos éstos de una máxima generalidad y que dejan en penumbra lo que designan, a diferencia de los que emplea la ciencia en su descripción del mundo. Por ejemplo, considerar un objeto en cuanto compuesto de materiales, reconocibles o todavía no, y describir las características y proporciones de esos materiales y sus reacciones es tarea de la química. Considerar ese mismo objeto en cuanto que se relaciona con otros en magnitudes perceptibles como la velocidad o el peso, y medir esas relaciones, es tarea de la física. Describir las proporciones en sí mismas, numéricas o geométricas, es tarea de la matemática, que auxiliará a las anteriores en sus descripciones, cuantificando la observación y estableciendo regularidades numéricas de fenómenos distintos. Hasta aquí el lenguaje ha sido un recurso suficiente como el sustituto del índice que señala el objeto al que se refiere, que ha sido concreto, identificable, y lo que esas ciencias han hecho es indicar procesos y proporciones y encontrar en ellos semejanzas que pueden expresarse mediante un lenguaje que señala su significado como un dedo inequívoco, lo cual incluye al lenguaje matemático. Pero la química, la física y la matemática solas no pueden plantear siquiera, con sus instrumentos de medida, la pregunta por el hecho mismo de la regularidad o de la semejanza, sin referirse a un concepto anterior, el de ser y sus modos.

Si el objeto que consideramos está además vivo habremos de describir ahora sus aspectos físicos y químicos, pero con eso no queda recogido -señalado- lo más peculiar de ese objeto como vivo, que no es lo cuantificable de sus materiales y sus relaciones, señaladas desde el exterior, sino un darse a sí mismo interiormente que se escapa de los recursos de ese lenguaje que indica lo concreto observable, incluido el lenguaje matemático. De ahí el riesgo de la biología de caer en un reduccionismo físico-químico que ignora su objeto propio de estudio: el objeto como vivo, no como mezcla de sustancias materiales que produce además comportamientos observables. Si el concepto de materia es

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ostensivo, se obtiene por señalar su objeto, clasificarlo, medirlo y manejarlo, el concepto de vida puede también verse reducido a un examen de organismos vivos, su clasificación y manejo, pero la vida misma se resiste a ser tratada como algo que pueda señalarse con el dedo, y que por tanto quede plenamente identificado o comprendido con el mero uso de la palabra vida, cuando señala a algo que se mueve o se alimenta. La biología sola no puede plantear siquiera la pregunta por el hecho mismo de la vida, sin un recurso al concepto de ser y sus modos, que ella ya da por supuesto.

Si del objeto consideramos su darse a sí mismo en un interior que diferencia de lo exterior a sí, quizá fuera la tarea de la psicología la descripción de este referente (no podemos ahora hablar de objeto, porque ignoraríamos su forma propia de ser). Pero si nos ocupamos de ese objeto no ya en cuanto material que se compone de sustancias identificables y se relaciona con otros en proporciones medibles, y parece darse a sí mismo en una conciencia de sí y del entorno; si lo consideramos no ya en relación a eso, sino en relación a su ser, y tratamos de comprender qué significa esta palabra, qué aspecto designa, cuáles son las modalidades de eso que designa la palabra ser, que nos incluye a nosotros, que estamos tratando de comprender en lo posible ese objeto, los problemas teóricos se multiplican, porque el dedo que señala en la dirección del ser no indica ahora a un objeto preciso, sino en todas las direcciones. Pero el objeto, material, vivo, conocido, antes que todo eso es una forma de ser en el seno de un ser mayor, del que obtiene su significado último y en él nosotros su comprensión, a la que no podemos renunciar si queremos ir más allá de nuestro propio dedo, hacia lo que indica. Es decir, si no queremos reducir las cosas a lo que nosotros señalamos en ellas, ignorando de ese modo nuestro no saber, como si no tuvieran más significado -más ser- que aquello que sabemos -o creemos- de ellas.

La filosofía, englobando a las ciencias ostensivas que tienen ya determinado su objeto, y compartiendo con ellas el mismo mundo y el mismo designio de comprenderlo, tiene sin embargo además este afán, esta ambición de preguntar a las cosas no sólo por su composición o su estructura reconocibles, sino por su modo de ser ellas en el conjunto del ser, aún no determinado, y al

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que pretende remontarse en la metafísica, y a partir de ella en la teoría del conocimiento, en la lógica, la ética y la estética, la política y la antropología, es decir, en la pregunta acerca de la verdad, el lenguaje, el bien y la belleza, la justicia y el ser humano: qué son, en el seno del ser.

Y aquí vemos al poeta, extraviado en su vericueto, preguntándose por el significado metafísico -relativo al ser- de los fenómenos del espacio, el tiempo, el calor, la luz y la transformación de las cosas en un mundo. Una especie de física desbordada, especulativa, que recurre no sabemos hasta qué punto en serio o en broma al lenguaje de las fórmulas físicas -como antes lo hizo al de la lógica y las matemáticas- para tratar de explicar, en los términos de los conceptos que han ido apareciendo en su alucinada reflexión (los de algo, ser, no ser, forma, transformación, extensión…), el fenómeno de la dilatación de los cuerpos, la aceleración de los cambios por el calor o su retardación por el frío. Es decir, el significado metafísico de la temperatura y su relación con el tiempo. El calor como concepto general donde pueden darse diferencias de temperatura se equipara al de espacio, donde pueden entenderse los de extensión y distancia: es decir, el fondo desde el que pueden comprenderse las formas que constituyen los entes separados y sus transformaciones y cambios. Lo que aquí se ha visto es que esos cambios -la transformación, el tiempo- no son ajenos a una pugna entre ser y no ser, aún no comprendidos, y que la celeridad o lentitud del tiempo está vinculada a esa pugna, del mismo modo que el calor y el frío están vinculados a la extensión en el espacio. Pero el calor del que aquí se habla no es sólo el calor físico, sino la metáfora de una experiencia vivida cotidianamente; pues los conceptos que va transitando el pensamiento en este discurrir han surgido de lo vivido: el calor (o el amor) es el fondo, relativo al ser y al no ser, sobre el que nuestros afectos se despliegan o se aovillan, y sobre el que sentimos como una tensión el alma dilatada en los días cálidos o congelada en los días fríos, amada o sola.

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8 En espesa fronda se interna...

La reflexión ha conducido al poeta, desde sus pasos y su mirada, al tiempo, al ser y no ser en la consideración más general de las cosas, y se ha desviado en la vinculación del tiempo con aspectos básicos del mundo, como el calor y la temperatura, en los que encontró una manifiesta semejanza con su propio modo de ser. Ahora da un giro sobre sí y se pregunta por el percibir: ¿qué es percibir? Lo hace conducido por la referencia a la percepción en el concepto de temperatura. De nuevo el narrador se describe como siguiendo al pensamiento, que se adentra aún más en el bosque, en la "espesa fronda" de la percepción, es decir, de sí mismo, pues no son ya los objetos del entorno lo que mira el pensamiento, sino el propio mirar: ¿qué es percibir?

Se abre en esta página una exploración de los modos de ser -entre los que ha de concebirse el percibir, al que llegará ya en la página 14-, que el pensamiento ordena mediante una metáfora espacial: esferas concéntricas, como las órbitas de los planetas en torno al sol o las capas de electrones en torno al núcleo atómico. Esta figura geométrica se hace corresponder con la serie de "las manifestaciones de algo", que son, según se dijo, modos en que algo resuelve o libera una tensión entre ser y no ser, es decir, los modos en que algo aparece en el mundo y ante el pensamiento. Cada esfera representará uno de esos modos, las formas de ser del mundo, de las que en la primera página se decía que era el humo la que el corazón ansiaba, por su libertad y obediencia a un soplo, pero que ahora serán tratadas como conceptos generales. Si ser es el concepto más general que puede aplicarse a cualquier algo, las formas de manifestarse algo serán también concebidas como verbos o acciones básicas, formas de ser: estar, tener, poder, hacer, que se relacionan por el momento con propiedades físicas tangibles o visibles (el volumen, el peso, la dureza, el movimiento…). No se cierra la lista, sino que se deja abierta en puntos suspensivos, a modo de muestra del procedimiento que va a seguirse. Los verbos se han elegido como básicos no sólo por la frecuencia de su uso, sino porque son las operaciones elementales

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que pueden ser atribuidas a algo, pensadas desde el algo que nosotros mismos somos. La serie está aquí iniciada, y se irá completando y ordenando en las páginas siguientes, a medida que avance la reflexión.

Para responder a la pregunta "¿qué es percibir?", el pensamiento propone la consideración del "algo" percibido, y en este algo se destacan ahora sus manifestaciones como aspectos suyos: algunas cualidades están en él, otras las tiene, o las puede, o las hace… El algo que se considera -el concepto más abstracto de cualquier cosa distinta- no es sólo una región acotada sobre un fondo, sino que aparece lleno de matices diferenciadores que aquí son asociados a verbos, es decir, a esferas de manifestación de ese algo que surge o permanece, se abre paso en el mundo.

Recuerda esta categorización -salvando todas las distancias- a las tablas de categorías de Aristóteles y de Kant. Estas dos últimas han sido derivadas de los tipos de juicio, y se refieren igualmente a las formas de atribuir el ser a algo (como cantidad, como cualidad, como relación…) o a las formas en que el entendimiento piensa sus objetos (como posibilidad, relación, necesidad…). Aquí, en el Soliloquio, también están pensadas las formas de ser a partir de un orden de palabras -cómo podríamos si no pensar-, pero no desde los modos de predicar algo de un objeto dado al pensamiento, sino a partir de la experiencia del algo que nosotros somos (y de ahí la utilización de verbos reconocibles como actos nuestros), según los modos de manifestarse ese algo, el algo que somos, destacándose sobre el fondo del mundo.

No se ha propuesto con ello una tabla acabada de categorías o maneras de pensar y referirnos al ser de las cosas, pero se ha dispuesto al pensamiento para comprender los modos en que algo se manifiesta, interpretados como formas en que resuelven una tensión que viene del fondo de ellas y que no obstante persiste a su través; tensión que hemos comprendido como una lucha o encuentro (aquí se nos escapa el referente, y con él la palabra adecuada) entre ser y no ser, y cuyas manifestaciones describiremos como formas de ser: estar, tener, hacer, querer, poder, deber. Conceptos casi tan generales como el de ser, pero que le dan un contenido reconocible como experiencias básicas; esta secuencia será la

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que se despliegue en las páginas siguientes, y en ella casualmente aparecen, en torno al eje central del verbo hacer, las nociones que la metafísica ha venido transitando como un péndulo, en su afán de comprender la naturaleza del mundo en su máxima generalidad: el mundo como sustancia, como fenómeno, como acción, como voluntad, como poder, como tránsito o juicio, como finalidad.

¿Cuáles son las categorías según Aristóteles? Substancia, cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, posición, posesión, acción, pasión.

¿Cuáles son, según Kant?

Las de cantidad: unidad, pluralidad y totalidad.

Las de cualidad: realidad, negación y limitación.

Las de relación: sustancia/accidentes, causa/efecto y acción recíproca.

Las de modalidad: posibilidad/imposibilidad, existencia/inexistencia y necesidad/contingencia.

Las dos tablas han sido obtenidas a partir de los modos de hablar o de decir el ser de las cosas; la de Kant, de los tipos de juicio o modos de relacionar conceptos:

Las de cantidad, de los juicios universal (todo A es B: unidad), particular (algún A es B: pluralidad) y singular (este A es B: totalidad).

Las de cualidad, de los juicios afirmativo (es cierto que A es B: realidad), negativo (A no es B: negación), e infinito (A es no B: limitación).

Las de relación, de los juicios categórico (A es B: sustancia/accidentes), hipotético (si A es B, es C: causa/efecto), y disyuntivo (A es B o C...: acción recíproca).

Y las categorías de modalidad, de los juicios problemático (A puede ser B: posibilidad), asertórico (A de hecho es B: existencia), y apodíctico (A necesariamente es B: necesidad).

Lo que puede ser dicho o comprendido de algo, los modos en que

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podemos comprenderlo o decirlo, esto son las categorías. Y Aristóteles y Kant las despliegan a partir del examen de los juicios, de nuestros modos de referirnos a ello. Es decir, de los modos en que algo se nos manifiesta (como sustancia o accidentes, como unidad o pluralidad, o causa o efecto, etc.). En la base de ambas categorizaciones está la comprensión de algo, en sus manifestaciones, como destacándose sobre un fondo, y sus variaciones posibles, según una lógica booleana. Aristóteles piensa esas variaciones desde lo real mismo, que se muestra según esas modalidades; Kant las piensa desde el lenguaje, a partir de la comprensión que él nos permite tener de lo real, que en sí mismo permanece oculto. En el Soliloquio -salvadas tantas distancias- se piensan estas manifestaciones desde el algo que yo mismo soy, en términos de verbos que se incluyen como esferas y representan acciones reconocibles en nuestra experiencia; pero la lógica subyacente parece similar en todo caso, y no se ve cómo pueda ser de otra forma: las variaciones posibles de algo destacándose sobre un fondo.

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9 La más próxima al centro...

Las manifestaciones de algo -es decir, los modos en que algo se da o puede ser pensado- han sido dispuestas como esferas concéntricas que representan verbos, conceptos que designan acciones, de tal modo que cada esfera incluye en su interior otras esferas y es a su vez incluida por otras más abarcantes. Que las esferas sean concéntricas implica o indica la unidad y la continuidad de los modos de manifestarse algo: unidad en cuanto que todas se refieren al mismo algo, y cada una de ellas incluye a las anteriores sin poder prescindir de ellas; continuidad en cuanto que cada esfera es una manifestación de la misma tensión en algo entre su ser y su no ser, o dicho de otro modo, de su finitud.

Las esferas representan verbos, es decir acciones. Las palabras con las que designamos el mundo son fundamentalmente sustantivos y verbos. Los sustantivos designan objetos de la experiencia sensible o del pensamiento; los verbos designan acciones de esos objetos. Objetos y acciones son el núcleo de nuestra experiencia y de nuestro pensamiento. Adjetivos y adverbios designan cualidades o modalidades de aquellos objetos y acciones, respectivamente. Y toda una estructura gramatical -basada probablemente en una lógica de fondo y forma, al modo del álgebra booleana- ordena el discurso y le da plasticidad -capacidad de adaptarse al mundo de la experiencia y del pensamiento- mediante determinantes, nexos y translaciones funcionales (es decir, artículos, conjunciones, preposiciones, y la destacada capacidad de cualquier palabra de desempeñar la función de otra: sustantivación, adjetivación, etc.). Los pronombres pueden ocupar el lugar de los sustantivos, designando con un término general a todos los de su clase, como el personal "yo" o el indefinido"algo".

El algo es pensado como el sustantivo más general -el más universal-, sin ninguna caracterización diferenciadora salvo la de estar destacado sobre un fondo, del que a un tiempo participa y se excluye. Ente es la palabra tradicional,

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o cosa; pero quizá estas expresiones remiten al más neutro "algo" como lo más general, y tienen connotaciones particulares ("ente" es algo siendo, o en cuanto que es; "cosa" es algo en cuanto que objeto o instrumento) que las han hecho ser preteridas para esta ocasión.

Ni siquiera en el algo se incluye la referencia a otro algo, sino sólo la referencia a estar destacado sobre un fondo, en el que se incluye y del que se excluye a un tiempo, en una extraña lógica de la pertenencia.

El verbo ser indica cualquiera de las manifestaciones de algo, ya sea al pensamiento o a la sensibilidad; incluye en su concepto las acciones y las pasiones (verbos) de cualquier objeto (sustantivos) conocido o no. No podemos indicar con esta palabra algo preciso, porque ignoramos cuál es la extensión que indica, es decir, con ella designamos los objetos y sus acciones, pero con ellos no agotamos todo el sentido de la palabra, porque ellos son sólo una forma en que a nosotros nos es dable o pensable el ser, pero no somos sus dueños ni poseemos en la palabra su totalidad, como cuando designando el mar no pensamos que nos refiramos sólo a lo que alcanza nuestra vista. Si los otros verbos indican acciones de los sustantivos, el verbo ser no indica necesariamente una acción distinta del sustantivo mismo del que se dice que es esto o aquello, sino que es un verbo de atribución, sin aparente significado propio; y cuando se sustantiva en el ser designa aquel aspecto de la totalidad que incluye cada diferencia en un concepto más abarcante: el ser. Tan abarcante que no es posible observarlo desde fuera: este ser que es el todo no puede salirse de sí.

No sabemos qué es ser sino porque nosotros somos, pero este saber es totalmente precario, porque nuestro ser aparece oscuro e insondable, sin perfiles precisos, y porque no podemos extrapolarlo a lo que las otras cosas son. Pero quizá, a tientas, aun con la limitación del lenguaje, podemos indicar con la palabra en esa dirección, como lo hacemos cuando señalamos inequívocamente a algo que no alcanzamos a ver tras el horizonte o cuyos límites desconocemos, aunque para ello tengamos que ser conscientes de nuestra ignorancia y de que se trata de un horizonte.

Sobre ese fondo del ser, cuya extensión ignoramos, podemos comprender,

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destacado, y ahora sí nítido -el pensamiento descansa como el que agarra un tronco en el mar- podemos comprender el algo. Algo es un pronombre que representa cualquier sustantivo, dejando indeterminada su especificidad, pero teniéndola presente. También es un adverbio, cuando indica una parte del todo. Sus antónimos son totalidad y nada. Algo se opone a todo y a nada. Todo es la suma o el conjunto de los algos; nada es la negación de algo. Entre todo y nada: algo. Y aquí el pensamiento sí se mueve con comodidad, porque tiene un referente visual. El algo es conceptualmente manejable porque es el objeto directo de nuestra experiencia, y de nuestro pensamiento. Y nuestro pensamiento se construye a partir de las palabras (sustantivos, verbos) con que designamos los objetos y acciones que aparecen a la mirada, a los sentidos en general; pero el pensamiento abstrae de todos los objetos y acciones su rasgo más general, presente en todos, y los designa con un solo término: algo.

Y aquí el poeta, el pensamiento, yo, preguntando qué es percibir, ha partido de la consideración de algo y sus manifestaciones y, sirviéndose de una imagen espacial, pues ha llegado al algo a través de su extensión, y el espacio le ha servido de modelo para pensarlo, nos ha pedido que imaginemos esferas concéntricas, a cada una de las cuales ha hecho corresponder un verbo que representa los modos de manifestarse algo, es decir, de dirimir o liberar una tensión entre su ser y su no ser.

La primera esfera, dice, es la del estar, y aclara, ya avanzada la página, que se refiere al "estar del ente en el mundo, o sea el estar de las manifestaciones en el ente". El estar lo entiende en dos sentidos, que sin embargo son de algún modo que habrá que desentrañar equivalentes: como el mero estar de un algo en sí mismo y, añade, como el estar de ciertas manifestaciones (propiedades, podemos entender), en el algo. El primer sentido, el estar de algo en sí mismo, es más intuitivamente claro. Lo concebimos como un permanecer de algo dentro de sí, como un sereno aparecer sobre el fondo, como está la piedra, el árbol, el animal dormido. Más oscuro es "el estar de las manifestaciones en el ente", de las que puso como ejemplo en la página anterior el volumen. Que el volumen está en algo indica su interioridad, una relación en el espacio de cada cosa consigo misma, que en los objetos materiales pensamos como su figura interna o

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volumen.

El estar es el modo de ser, envidiado por el poeta, de las piedras, de los árboles, dóciles en su estar en el centro de un entorno cambiante. El día pasa, la noche pasa, la lluvia y el viento, el sol con sus mil matices, las estaciones, y la piedra y el árbol están, mansamente desplegados al universo, abiertos pero simplemente abiertos.

Estar no es hacer algo: aquí la relación entre ser y no ser está inmediatamente cumplida y, por decirlo así, fijada (si bien no resuelta); permanece nítida, no hay una laboriosidad que haya de obtener resultado, pues no consiste en una relación con otro, sino en un permanecer en los propios límites (una identidad). Hay sin embargo una distancia que se manifiesta ya en este algo, en su estar, una distancia entre el algo y todo otro ser y no ser. Esta distancia, dice, "implica una diversidad de entes distintos".

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10 Se deciden por fin a acudir...

Ahora se mira de cerca ese concepto en su palabra: estar. La palabra se presenta como extraña, con peculiaridades que reclaman ser observadas con los instrumentos de la lingüística, que acude atraída por el ruido de esta "selvática fiesta". Es la misma palabra estar la que requiere ser examinada, porque su estructura gramatical, su modo de relacionar el sujeto con los complementos de ese verbo, de esa acción, es peculiar. El verbo estar se ha señalado como la forma más simple, más elemental de aparecer las cosas ante nosotros, aun antes de hacer nada, con una quietud y mansedumbre que parecen bastar a la plenitud de las cosas, quietas unas junto a otras, en el sereno paisaje. El estar de las cosas. Este estar de los árboles, las piedras, los montes, la pequeña rama en el suelo, la hoja en la rama, es mirado por el poeta con nostalgia y asombro; desde fuera, desde su inquietud contempla el mero estar de las cosas y les pregunta: ¿cómo es vuestro estar?; ¿puedo yo también estar, como vosotras, viendo pasar el día, la noche, la lluvia, desde esa mansedumbre, desde esa plenitud del simple estar?

Hay una zona oscura en la página 9, un problema quizá entrevisto pero que parece haberse resuelto de una manera meramente verbal, sin una verdadera comprensión de los términos. Es decir, es una afirmación que debiera haber sido más bien una pregunta: el estar, se dice allí, es una "extensión primera que supone ya una distancia entre el impulso del ser y el no ser absolutos y su ejecución en 'algo' (entre)". ¿Qué quiere decir que el estar de algo supone una distancia entre el impulso de lo absoluto (el ser y el no ser) y su ejecución en algo? ¿Qué son el ser y el no ser absolutos, y a qué se refieren "el impulso" y "la ejecución"? Y en esta distancia entre el impulso y su ejecución se dice encontrar, haciendo un juego con las palabras ente y entre, un indicio o una razón ("lo que implica") de que haya "una diversidad de entes distintos".

Se podría estar dando a entender que el ser y el no ser absolutos, de los que no tenemos comprensión ninguna, desde sus campamentos previos se

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concitaran para generar un algo, y de paso muchos algos, dotándolos de extensión como primer atributo, y por tanto de su estar. ¿Pero es esto lo que se pretende decir en este inicio de la página 9? Se trataría en ese caso de una afirmación no justificada, quizá intuida o basada en algún prejuicio de la razón, sobre el origen del ente y del cosmos, como si esa primera extensión del estar procediera directamente de alguna operación conjunta, creadora, del ser y el no ser, previos y absolutos (no limitados aún por algo ninguno). Pero no es del origen del ente de lo que se está hablando aquí, sino del estar como modo privilegiado de ser por su proximidad a lo absoluto, que no queda sin embargo esclarecido.

La ambigüedad se debe a que se roza en este pasaje la cuestión mayor de la relación entre el ser y el ente, e incluida en ella la de la relación entre lo universal y lo particular, y la diversidad ordenada de los entes; es decir, la cuestión de cómo es posible que en la vida de cada hombre esté de algún modo presente la vida de todo hombre, que cada uno conozca el amor (el único amor, pero cada vez único también) en una persona distinta; que en cada árbol estén figurados -representados, de algún modo presentes- todos los árboles. Y en el fondo de esta cuestión, la del origen del mundo (en su diversidad y prodigalidad incalculables) desde la unidad del ser (en su ubicuidad e inalterabilidad intangibles…).

Este fondo se roza en el pasaje, pero no es a él a lo que se refiere, sino al estar. En el estar de algo ya hay esa distancia que supone ser algo que está: una distancia doble: respecto del ser o no ser absolutamente, porque el estar de algo ya ha sido sacado de ese fondo sobre el que es y no es; y porque el estar implica también un no estar de otros, y un no estar en otros. Pero en el estar mismo no hay una referencia activa a esos otros, sino que el estar en sí mismo considerado es permanecer en los propios límites, y por eso su modelo es la piedra en su estar, por más que nosotros podamos entenderla como situada en un lugar entre otros: el estar no es aquí el ocupar un espacio localizable en relación a otros, como podríamos entenderlo desde fuera, sino el de algún modo permanecer referido a sí, no en lucha con los otros o el entorno, sino -por decirlo de algún modo- ensimismado en su propio caudal. El estar también puede ser dinámico:

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estar creciendo, estar corriendo, estar atacando…; con verbos de movimiento puede referirse a una acción dirigida a otro, pero el estar mismo hace referencia a un permanecer dentro de sí.

Es de este estar del que se dice que supone ya una distancia al ser y no ser, y una diversidad de entes distintos, sin que con ello se haga alusión a la génesis del estar de algo, o a su producción (desde la nada o desde otros entes); sino más bien a que ese estar de algo, aún sólo su mero estar, ya supone una distancia, una primera lejanía de los entes, respecto del ser y el no ser absolutos (sin mezcla de su opuesto, hasta donde esto pueda entenderse), y entre sí. Si bien tal distancia no es todavía ruptura, pues no hay en el estar una acción hacia otros entes, ni siquiera una huida hacia un ser otro en el tiempo, sino un permanecer en la proximidad del propio ser y el propio no ser, como asumiéndolos. Es el estar en sí de las cosas que envidia el poeta, que mira desde fuera el sueño de la piedra, la quietud del árbol en el bosque.

El ente y su estar no son sin embargo diferentes, se dice en la página 10, la tensión y su efecto -el ser y no ser de algo y su mero, su simple estar- no están separados por una acción que los haga diferentes, y aquí se encuentra la razón de que el verbo estar sea copulativo, al modo del verbo ser, es decir, que no tenga complemento directo sino atributo, como el verbo ser: soy feliz, estoy contento (es decir, que el estar, como el ser, se refieren al sujeto mismo, a diferencia de otros verbos que indican las acciones del sujeto, que pueden recaer sobre sí mismo o sobre otros).

Del mismo modo, algunas manifestaciones o propiedades están en algo (son atributos suyos, podríamos decir, y los pensamos como aquellos aspectos de las cosas que les pertenecen en sí, como el volumen o la figura), mientras que las otras manifestaciones (las que se dan en otro o en su relación con otro, como el color, el olor o la dureza) las hace o las puede algo, en lo cual se encuentra ya una distancia mayor entre el algo y su manifestarse, que en el simple estar.

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11 En la segunda esfera...

Cuando pensamos en el estar de algo no diferenciamos entre algo vivo o inerte, incluso material o inmaterial, objeto de los sentidos o del pensamiento. Algo es la denominación más general de las formas de ser, cualquiera de ellas que pueda ser pensada, e incluso las que no puedan ser pensadas en su concreción, sino como mero lugar del pensamiento (pues es cierto que estamos constreñidos a pensar sólo aquello que pueda darse al pensamiento, lo que no nos impide pensar que esto sea una limitación de nuestro pensamiento, y no del ser: para nosotros ser sólo puede significar poder ser pensado -esse est percipi-, pero el pensamiento puede comprender y aceptar su limitación, como la mirada puede aceptar que no todo es visible desde un campo de visión, ni materialmente -por la perspectiva- ni ontológicamente -porque hay aspectos no visibles de las cosas y sin embargo reales, por ejemplo su historia o su destino-).

El estar de algo es un mero reposar en sí, permaneciendo en su ser y no ser, que parecen ahí aquietarse, darse mutuamente una tregua o aceptarse. El tiempo parece haberse parado, o si pasa hay algo que permanece, es el estar de las cosas referidas a sí mismas, el quedarse en ellas por debajo del paso del tiempo: el árbol está ahí, a pesar de sus cambios, bajo la luna o ahora bajo el sol, todo el tiempo de su existencia, durante años viendo girar las estrellas en torno suyo, caer la lluvia, las heladas, las horas y los días. Nosotros también estamos así, en un centro quieto del universo, todos los días de nuestra existencia, viendo girar el mundo en nuestro derredor, viendo y sintiendo cambiar nuestro cuerpo, los paisajes, las personas. Sólo a veces caemos en la cuenta de ese nuestro estar, que de todas formas permanece en nuestro centro, como una piedra lamida por el viento durante siglos, quieta en una loma, en el centro del paisaje. Sólo a veces reparamos en nuestro estar, pero siempre estamos, como el que está dormido y al mismo tiempo sueña.

Pero esta forma de ser, la más próxima al centro de aquellas esferas (un

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centro imaginario, creado por la imagen de las esferas, pero desconocido en sí mismo pues señala el lugar vacío en el que no hay manifestación de algo, es decir, en el que no hay un objeto para el pensamiento pero quizá sin el cual no puede haber pensamiento; pues el fondo sobre el que pueden pensarse las cosas en sí mismo no puede pensarse sino sobre otro fondo: sin ese fondo no puede haber pensamiento, pero el pensamiento no puede darse ese fondo como objeto; y así, el centro de las esferas remite al ser y no ser como condiciones de la comprensión de algo pero no comprensibles en sí sino como algo; de ahí que ese centro, como el fondo, pueda señalarse, pero no quizá pensarse, es decir, abarcarse, verse en su totalidad, como un algo); esta forma de ser, decíamos, la del estar, no resuelve aquella tensión. La segunda esfera representa el tener.

¿Qué significa tener, para el algo? Pensamos el algo como que es (y con ello, a un tiempo, no es); como que está (y con ello permanece en sí, está referido a sí); y como que tiene. Tiene por ejemplo propiedades suyas: hablamos de que tiene un tamaño -es grande o chico-, corporeidad, consistencia, color… Son aspectos que le atribuimos aunque realmente se dan en otro, es decir, es otro el que percibe su color, o le atribuye magnitud, consistencia…; hablamos así de las propiedades que algo tiene pero sin discriminar si esas propiedades se dan en el algo o en la manifestación del algo a otro, sino que descuidadamente hablamos de lo que algo tiene como suyo, que le corresponde, o le pertenece, o lo acompaña. También decimos que tiene propiedades en el sentido de posesiones fuera de sí, en otros objetos sobre los que ejerce un poder o influencia; es el tener como dominio, por ejemplo cuando pensamos que el sol tiene planetas, o la tierra un satélite. La palabra tener se emplea a veces como pertenencia y a veces como posesión: así, un árbol tiene ramas y hojas, tiene un tamaño o un color, y tiene también tierra para alimentarse, tiene en sus ramas nidos, y luz o aire en torno para respirar.

Las maneras de emplear y concebir el vínculo del tener podrán ser variadísimos, en función de los tipos de objeto y los modos de relacionarse perteneciéndose o poseyéndose (la dificultad se multiplica si se considera que el pensamiento establece ad libitum los objetos recortándolos en la realidad en combinaciones infinitas, pues se lo permite así su capacidad de atención, como

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cuando consideramos en un árbol sólo una hoja, y en la hoja el dibujo de los nervios, y en el dibujo el camino que recorre la savia, que ahora bebe la mariposa, que vuela con alas blancas…, ¿dónde recortar la unidad?). Tenerse aparece así como un campo en que la inteligencia puede establecer casi a su gusto las relaciones de pertenencia; y tener aparece como un concepto tan versátil que puede ser aplicado a una infinidad de aspectos y de operaciones de las cosas, sobre otras cosas o sobre sí mismas. Es decir, un concepto demasiado amplio como para que podamos pensarlo en la unidad, referida a algo, de un modo de manifestarse algo.

Y sin embargo, este paseante del bosque, absorto en su deambular sobre las cosas, ha centrado su atención en la idea misma de algo, y en ella encuentra que su estar es la manera más simple o primera de manifestarse, y que ese estar es un mantenerse en los propios límites o permanecer; y que al estar le sigue, como segunda manera de manifestarse, el tener, que es, de manera muy general, salvando todas esas dificultades de la versatilidad del término, un exceder los propios límites y extenderse más allá (de sí mismo o en otro): crecer. En el tener hay una referencia de algo a otro, incluso cuando ese otro son propiedades o partes del mismo algo, y no un algo distinto; por ejemplo, un árbol tiene un nido o el nido un pajarillo, pero también el pajarillo tiene pico, o todavía plumón. En cualquier caso, tener es estar referido a otro, sobre el que se extiende un cierto dominio (o dependencia), como el que tiene el pájaro sobre su pico, o el árbol respecto de su nido.

Con toda esta variabilidad y complejidad de los usos del tener, que aquel poeta seguramente no ignora, se fija sólo en que tener, para algo, es estar referido a otro algo, aunque sea en sí mismo, y por eso, afirma, "implica ya una diferencia entre entes", diferencia que deriva de que los algos cruzan entre sí sus manifestaciones: esta "acción de tránsito entre la tensión" de ser y no ser y su manifestación (su extensión, su des-ser) hace del verbo tener ("verbo activo") un verbo transitivo.

Dos superficies tiene la esfera del tener: la del haber (la interior) y la del poseer (la exterior). El verbo haber, más próximo a la esfera del estar, es la

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expresión de lo que hay en algo (también es el auxiliar del tiempo: el pasado es un haber, un tener, pero un tener que obliga; el futuro también es un haber, un cierto haber que obliga como una condición que lo otro -o la propia naturaleza- impone, como cuando decimos "ha de..." o "habrá de…”). La superficie del poseer es la exterior, la convexa porque da hacia lo otro, al dominio sobre lo otro. Poseer es tomar a otro como propio, someterlo al propio designio. El poseer, como el haber, también es un tener que se extiende hacia el pasado como memoria, en la medida en que podemos falsearlo, y hacia el futuro como posibilidad, en la medida en que somos libres.

En estas dos superficies de la esfera del tener arraigan los conceptos (y los fundamentos metafísicos) del deber y del poder. A esto se refiere la alusión en la página 11 al "haber de ser y poder ser". El tener incluye el deber y el poder, muy próximos al estar primario, pero ya referidos al manifestarse de los algos unos a otros.

La gravitación es un modo de tenerse los entes extensos unos a otros, que se da según cierta medida. Este tenerse se libera o exterioriza en una nueva esfera, la del puro hacer, que se manifiesta en lo vegetal.

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12 Aquí nos salta a la cara...

Dispuestas como esferas en torno a un mismo centro (la tensión entre su ser y su no ser), las manifestaciones de algo exteriorizan -y con ello resuelven, liberan- esa tensión. ¿De qué manera queda "liberada" o "resuelta" esa tensión, y de qué manera permanece, o se renueva? ¿Qué sucede con la tensión en cada extensión, o cómo se lleva a cabo esa referencia mutua de ser y no ser que hemos llamado tensión, y en la que encontramos la fuente (el centro) de donde brota la extensión del mundo, y con ella su distancia, no sólo espacial sino ontológica, en las distintas esferas o maneras de manifestarse algo? ¿En qué sentido se ganan o se pierden el ser y el no ser en las manifestaciones de algo, y qué puede enseñarnos esto sobre la naturaleza misma de aquel ser y no ser cuya tensión manifiestan?

¿Qué gana algo con tener, con poder, con ser sentido, o qué pierde, y qué tiene que ver esto con su ser o su no ser? ¿En qué sentido son reales el ser y el no ser de algo, en cualquiera de sus manifestaciones -representadas como esferas-, más allá del algo mismo que simplemente comparece o no ante el pensamiento, y de dónde esa necesidad o inclinación a confrontarlo, referirlo a un ser y no ser desde los que se pretende comprender, y aun juzgar y justificar su comparecencia? ¿Qué hay de ser y no ser en algo, y qué nuevo ser y no ser en cualquiera de sus manifestaciones?

¿Por qué se pretende juzgar el algo -su sentido, su despliegue, su eficacia- desde dos conceptos previos, no bien delimitados ni comprendidos, y quizá sólo accesibles desde la misma comprensión de algo y como expresiones suyas: su ser y su no ser?

La larga pregunta ha ido cerrando un círculo, dos: ¿de qué manera resuelve, manifestándose, el algo una tensión entre ser y no ser?, y: ¿cómo hablar, y por qué, de ser y no ser como instancias anteriores a algo, desde las que se pretende comprenderlo en el despliegue de sus manifestaciones?

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La segunda pregunta parece previa, porque la primera la da por respondida, y puede aún simplificarse: ¿en qué sentido ser y no ser son anteriores a algo?, o también: ¿con qué autoridad -con qué fundamento, desde dónde- imponemos a algo su referencia a un ser y un no ser?

Pero, ¿qué comprensión podemos tener de ser y no ser, si no es desde algo? ¿Y cómo podríamos concebir algo -sin ninguna determinación de qué algo, sino cualquier algo- sin referirnos a que es y no es? Y más aún, ¿cómo pensar algo sin referencia a lo que es y lo que no es, es decir, sin referirnos a qué algo?

Giramos en un círculo: algo sólo puede concebirse por su referencia a un ser y un no ser; el ser y el no ser no pueden concebirse si no es referidos a un algo.

El algo se nos hace patente, y podría no requerir más explicación: podemos utilizarlo sin más, movernos entre todos los algos de nuestra experiencia, no referirlo a instancia previa alguna. Así es, en una actitud pretendidamente afilosófica (movernos sin más entre las cosas), o en aquellas propuestas filosóficas que reniegan de la metafísica y de la cuestión del ser -pero sin renunciar del todo a ella-, como la existencialista, en sentido amplio (no preguntar a las cosas por nada más allá de sí mismas), y otras formas de lo que podríamos llamar en general cosismos (ya sean los materialismos, crasos para el consumo o utópicos para la producción; ya los misticismos de lo presente inefable y sus formas, meditativos o de la espontaneidad, por esbozar apenas un panorama posible).

Nuestra segunda pregunta, que parecía previa, era: ¿tiene algún sentido la palabra ser desvinculada de su referencia a algo, es decir, más allá de lo que en relación con algo se dice que es o no es? ¿Qué decimos con la palabra ser, si no la limitamos a algo predicando de eso lo que es y lo que no es?

Y sin embargo, cuando algo adviene al ser, y antes no era, ya había ser, que ahora lo acoge; y cuando algo deja de ser, aún permanece el ser, del que desaparece; y cuando algo participa del ser, con su presencia, en cierto modo es

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y en cierto modo no es, y esto podemos decirlo desde un ser que lo rebasa, lo excede: el algo se da en el seno del ser. Es quizá el no ser el que se concibe desde el algo como limitación suya, en el tiempo y en el espacio: tiempo y espacio pertenecen al no ser de algo. O también: es en el tiempo y en el espacio donde el algo mira (y encuentra, ahí radica) su no ser.

En el tiempo: hay un antes y un después de cada momento, y un permanecer en ese antes y en ese después que parece escapar al tiempo; y hay un antes y un después en el que otros eran y serán, pero quizá ya no este algo que ahora mira su no ser en el tiempo, que pertenece al ser de otros.

En el espacio: hay un aquí y un allí, un mío y un no mío, y un moverse y recorrer distancias; y también un centro que se desplaza y que parece escapar al espacio, porque no hay en él distancia, sino que desde él se establecen las distancias.

Sólo desde los otros algos, en el espacio y en el tiempo, percibe algo (si es que percibe, o al menos recibe) su no ser, pero siempre como el ser de otro, desde el ser de otro. El ser propio salva espacio y tiempo como centro y permanencia; su no ser lo recibe de los otros, que también son, en el espacio y el tiempo. Es del ser (de los otros) de donde procede el no ser (de este algo): si es así, el ser es anterior a cualquier algo (pues se da en su seno), y el no ser es posterior a todo algo, y también se da desde el ser, como el ser de otro.

Es del ser, mío o de otros, de donde puede proceder el ser de algo, en tanto que adviene al ser; es de otros o de mí de donde procede el no ser, en tanto ser de otro.

Es el algo mismo el que remite para su comprensión al ser y al no ser, que sin embargo no pueden sustantivarse sin caer en paradojas; y en estas paradojas excusan precisamente su negación de la metafísica aquellas actitudes afilosófica, existencialista o cosistas que señalé antes, sin renunciar ellas de todas formas a su propia metafísica no explícita, es decir, a sus supuestos acerca de qué sea el ser de las cosas. Lo que con ello se gana es quizá una disponibilidad de las cosas para nuestros fines, ya sean crasos o utópicos, individuales o colectivos; pues las

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cosas, en la medida en que se ofrecen, podemos hacerlas nuestras como si fuéramos sus últimos dueños; pero lo que con ello se pierde no podremos saberlo sin entrar en la metafísica y con ella en las paradojas del ser y el no ser que muestran las cosas, y nosotros entre ellas; ahora no como sus dueños, pero tampoco como esclavos suyos, sino como filósofos: no ya por nuestro amor a la verdad, ni siquiera a la sabiduría, sino a las cosas mismas.

Volvamos a la primera pregunta: ¿de qué manera las manifestaciones de algo resuelven o liberan una tensión entre su ser y su no ser? En tanto que manifestar es ser o aparecer en otro, de donde le viene a algo su no ser; y en tanto que, siendo ser y no ser las atribuciones más generales e indeterminadas de algo, en su manifestación está mostrándose, y con ello liberándose, la tensión de su ser y su no ser.

¿Qué sucede con la tensión en cada extensión, y en qué sentido se ganan o se pierden el ser y el no ser en las manifestaciones de algo; y qué puede enseñarnos esto sobre la naturaleza misma de aquel ser y no ser cuya tensión manifiestan? Que la tensión abre el ser a su no ser; que el ser gana en su no ser un ser nuevo, que así ha crecido (en un expandirse), pero que con ello no decrece su no ser, sino que crece por delante y le precede como su propia sombra; que la tensión entre ser y no ser no puede resolverse en un mismo nivel ontológico, sino desde esferas distintas, que se incluyen unas a otras, generando espacios, formas de ser, organismos, donde esta manifestación se efectúa pero engendra una nueva tensión en algos nuevos. Es la organización de los algos, su ordenarse en esferas, lo que nos dice que ser y no ser no conviven como atributos prescindibles entre sí o indiferentes en el algo, separados, sino que por su estructura los algos manifiestan un ordenarse del ser hacia el no ser, para ganar en él algo, es decir, del ser hacia el ser, ganándolo de su no ser, en otro, liberando con ello aquella tensión.

Que esto sea así, o que sea mero malabarismo de los conceptos, queda por dilucidar, a la espera de algún criterio que nos permitiera evaluar desde fuera la validez del discurso, como cuando preguntamos a otro si confirma desde más arriba lo que creíamos ver, o pedimos a uno más sabio que resuelva nuestra

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disputa. Por el momento aquí nos ha conducido la especulación sobre las esferas de manifestación de algo, que en la página 11 se situaba en el tener, en el que encontraba los modos del haber y del poseer, y en ellos los fundamentos del deber y del poder; y que veía en la gravitación una manifestación del tenerse unos a otros los entes, y en lo vegetal una exteriorización de ese tenerse que ya constituye una nueva esfera: la del "puro hacer". Es decir, el poder es una forma del tener, la más exterior (el haber es la otra, más interior), y por fuera de ella, el puro hacer (un hacer interior, no el hacer sobre algo otro), cuya expresión, se dice, es lo vegetal. En esta página 12, y en la siguiente, la 14, se explorará esa esfera del hacer y se concluirá la respuesta a la pregunta que se hiciera en la página 8: ¿qué es percibir?

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14 Sensación: una manera de manifestarse...

El tenerse de lo que está se exterioriza en una nueva esfera, la del puro hacer, que se efectúa y manifiesta en lo vegetal: así terminaba la página 11. ¿En qué sentido es lo vegetal un "puro hacer"? Los árboles están como dormidos, quietos, blandos al viento o a la lluvia, pero próximos al estar de la tierra, de la piedra. Y sin embargo las plantas, sobre todo algunas, gesticulan, parecen hacer cosas: trepan, avanzan, crecen, se giran. ¿Qué quiere decir que lo vegetal es un "puro hacer"? ¿Por qué hay ya ahí, en lo vegetal, un hacer, y en qué es distinto del hacer, por ejemplo, de lo animal?

Este puro hacer es la exteriorización del tenerse unos a otros (en la gravitación, en la luz, en el calor, emerge lo vegetal como un puro hacer en que este tenerse se manifiesta, se exterioriza); no es aún el hacer de un organismo ya constituido, que lleva a cabo operaciones sobre sí mismo o sobre otros organismos, o sobre el entorno: éste es ya un hacer algo con algo, un construir, un utilizar, un disponer. Pero lo vegetal, aun despierto a su entorno, vivo y asimilándolo, hace su hacer en sí mismo, como en sueño, es un organizarse en el que lo exterior se manifiesta como un hacer -ahora nuevo-, exterior al tenerse de lo que está.

Del tenerse unos a otros (gravitándose, iluminándose, dándose el calor de la transformación, pero todavía sólo teniéndose) brota el hacer: ¿cómo es esto posible? ¿Cómo surge un hacer desde el mero tenerse unos a otros? Pero, ¿qué es un "hacer"? Para hacer, el algo ha de estar constituido, y llevar a cabo operaciones con elementos suyos sobre otros elementos, suyos o no, transformándolos y al tiempo transformándose. Hacer sólo lo puede algo que ya está y tiene elementos o recursos para hacerlo. Pero en el seno del tenerse unos a otros los entes surge un hacer que ya no es un mero tenerse, como en la gravitación o el darse calor aproximándose, incendiándose o congelándose en la distancia, sino que ahora, en el estar juntos de lo húmedo y lo cálido, de la tierra

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y del sol, surge una nueva forma de ser que ya no es un mero estar o tener, sino un hacer. El hacer se efectúa en un algo nuevo, es un tipo de ente ahora distinguible de los que meramente están, o tienen, y se distingue porque hace, pero su hacer es todavía silencioso, cercano al estar de la piedra y al tenerse de la luz o de la lluvia.

¿De dónde brota este hacer? Del único lugar del que podría hacerlo: del tenerse de los entes unos a otros (no del tener de un algo aislado, pues un tener así no entra en tensión con su no ser, sino que se extiende hasta donde alcance su poder: el tener de algo aislado, que podemos concebir como un haber o un poseer, incluso el mero poder sobre otros, que es una forma del tener, es un modo de manifestarse algo que si no encontrara el límite de su no ser no se detendría ni engendraría otra manifestación en que esa tensión con su no ser se liberara). Es del tenerse unos a otros -y del no tenerse-, de donde ha de brotar el hacer.

El tenerse unos a otros de los entes, diversos en su estar, hace diferente la tensión (de su ser y no ser) de su extensión o manifestación (p. 11); (en adelante me referiré al texto del Soliloquio indicando sólo el número de la página, y sólo cuando ésta sea distinta que la de la referencia anterior). Este hacer de los entes en su tenerse es un nuevo modo de exteriorizar la tensión de su ser y no ser, que encuentra ahora su extensión -o manifestación- en lo interior: lo vivo es la exterioridad (ahora interior) en que se libera o manifiesta el tenerse de lo que está, en el hacer (ese interior).

La manifestación de los entes en su tenerse "implica ya una diferencia entre entes" (p. 11) (la del estar "implica una diversidad de entes distintos" (p. 9), lo que hacía del estar un verbo copulativo, frente al transitivo tener; "estar no supone hacer algo, razón por la cual la tensión no es diferente de su extensión"). Pero en el tenerse, que no es todavía un hacer, sino un estar en otro, mutuamente, hay ya sin embargo un ser diferentes los entes (unos respecto de otros y cada uno respecto de lo que tiene), que expresa el verbo en su transitividad, pues el tener indica "una acción de tránsito entre la tensión y su des-ser" (p. 11).

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De esta diferencia de los entes respecto de los otros y de sí mismos surge, como una exterioridad suya, lo interior como un puro hacer: es decir, lo interior es ahora la exterioridad de la diferencia de los entes en su tenerse; el tenerse de los entes en su diferencia se libera en el puro hacer lo interior.

¿Por qué puro hacer? Porque no es todavía el hacer de algo, sino el hacerse de algo; no es el hacer de un organismo constituido, sino el hacerse del constituirse un organismo. Es en la diferencia entre los entes, y en determinadas condiciones -que la ciencia investiga-, donde surge, como una exterioridad suya, lo interior, la vida. Y esto interior se da en un algo nuevo que ha sido llamado "la esfera del puro hacer", lo vegetal, porque no es todavía un hacer de algo, sino un hacerse algo interior respecto de la exterioridad del tenerse unos a otros los entes en su diferencia. La diferencia parte siempre de la facticidad del algo, que es siempre éste y no otro (aunque en el concepto pueda ser cualquiera); pues son todos semejantes en su ser pero desemejantes en su no ser, y por tanto cada algo es diferente de los demás y sin embargo semejante. Y de esa diferencia, como liberación de la tensión de su ser y su no ser, surge como exterioridad suya, ahora integrándose, lo interior: la vida. Hay en la vida un partir de la facticidad de este algo vivo, que es único, hacia la integración en la unidad de lo que es diverso: la universalidad, una acuciante presencia que llama desde la semejanza. Una prodigiosa síntesis de lo particular y lo universal se da en cada acto en lo vivo, de modo que éste es de algún modo cualquiera y todos, pero siempre al mismo tiempo sólo éste, que llama desde la desemejanza.

¿Es la vida (lo interior en que se libera, se manifiesta la tensión del ser y no ser de los entes en las diferencias de su tenerse), un fenómeno nuevo, emergente de un seno inerte, que no lo reconocería como propio, por casual, inesperado, innecesario, extraño al lugar del que brota? La vida no es un fenómeno extraño, ni siquiera distante del mero estar, ni del tenerse, sino un momento del mismo fenómeno. La vida, si de alguna parte procede, ya estaba allí, y no como mera posibilidad suya, no como mera potencialidad casual, sino como interior ya lleno, al que se abre cada vida. El lugar del que brota la vida está vivo. El árbol está, como la piedra; y la piedra vive la vida del árbol; en el árbol viven la lluvia, el sol y la tierra, pero todos ellos viven desde una vida

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anterior, en la que se abren. El vivir de los seres es un abrirse interiormente de lo externo a su interior que ya estaba ahí, antes de su estar y de su tenerse mutuamente, y que aquí ha sido señalado como fondo del ser, incomprensible para nosotros si no es desde el no ser de algo.

¿Pues cómo podría la vida, el puro hacer que se constituye como interioridad, abrir una interioridad en lo externo, si no es porque lo externo ya procede de una interioridad? ¿Y cómo podría la vida alumbrar eso exterior -en su interior- si no es porque ya está dado a la luz en un interior mayor, iluminado? Alumbrar aquí es abrir los ojos, enfocar con un haz de luz lo que permanecía a oscuras. Iluminado es bañado en luz: ¿cómo podría lo vivo abrir los ojos y ver, si no es en el seno de lo iluminado?, ¿cómo surgir a la vida, si no es en el seno de lo que vive? Engendrar es algo más que una imagen para comprender el modo en que nace la vida de la vida, del modo habitual; es la expresión de que la vida sólo puede ser generada -engendrada- desde la vida: sólo el que tiene vida puede darla, y sólo en el seno de lo vivo puede alumbrarse una vida.

En las páginas 12 y 14 (escondí en este salto una pequeña broma para mi tío Quini, que siempre bromeaba con nosotros saltándose la cifra; en aquellos días pasábamos muchas horas juntos trabajando en la Confitería, mi padre y él, mis hermanos y yo; en una casa suya contigua que hacía de almacén para sacos de harina y azúcar, me había cedido una habitación en el piso de arriba en la que yo escribía, al terminar aquellas tardes de pasteles y mazapanes, las cavilaciones del Soliloquio; este salto de página era un recordatorio, secreto, de todo aquel mundo); en las páginas 12 y 14 se precipitan, como en una ráfaga de viento, como llevadas de una comprensión súbita, once frases que parten del concepto de acción y van al concepto de yo, a través de los de intención, experiencia, sensación, signo, entendimiento y símbolo. La sensación es un modo de extenderse -manifestarse- el ente diverso que se da en la esfera de la acción, en la que se describe la intención como primera manifestación de algo no estrictamente física, sino "anímica"; jugando con las palabras se vincula intención con tensión para mostrar que tanto lo físico como lo espiritual (lo referido a la intención) proceden de la misma fuente. Y siguiendo con el paralelismo, experiencia (en relación con el espíritu) se relaciona con extensión

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(en lo físico), y entendimiento (la nueva tensión) con la acción de tender signos entre sensaciones, y entre los signos símbolos. En el centro de este simbolizar, el yo: una manifestación nueva del mismo origen que las anteriores.

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15 En la exterioridad del mundo...

La página 12 se abría con una sorpresa: en el examen del tenerse unos a otros los entes se encontró que su exteriorizarse se efectúa en el "puro hacer" lo interior de lo vegetal, y con ello "nos salta a la cara como una gota de sangre el concepto de acción, de proceso" (p. 12). Si hay en lo vegetal una manifestación del puro hacer de los entes, que se abren ahora en un interior, la atención recae en el concepto mismo de acción, que corresponde ya a un algo constituido como vivo, como organismo. No podría atribuirse una acción al mero tenerse unos a otros de los entes, quizá, del que brota no obstante ese "puro hacer" (no hacer algo con algo, ya constituidos, sino el puro hacer algo vivo desde el mero tenerse: el hacer un interior vivo como exterioridad del tenerse). Pero en ese nuevo algo ya constituido puedo mirar lo que en él hay de su estar y su tener, o atender a lo que lo constituye como interior vivo, su hacer. Lo vivo pertenece a la esfera del hacer, pero este hacer brota, como manifestación suya, del tenerse unos a otros los entes en su diferencia, de manera que hay una continuidad de origen entre los entes y sus manifestaciones: si hay seres vivos es desde el tenerse de los entes, y esto desde su estar, y esto desde un cierto ser y no ser insondables, que afloran también en lo vivo.

Y en ese examen de lo vivo nos salta a la cara como gota de sangre el concepto de acción. La gota de sangre alude aquí al dolor de lo vivo, que se muestra ya en la primera mirada como inmanejable saltándonos a la cara; pero ahora el poeta atiende a algo que ha dejado al descubierto, inesperadamente, el mismo concepto de acción: la intención. No hay acción sin intención, y esta intención (se juega aquí con el recuerdo de la palabra tensión, con que se había designado el centro del que brota el manifestar su ser y no ser los entes, pero ahora con un componente interior y no ya físico, pues la intención es el sentido y objeto de la acción de un ser vivo) es una manifestación no física: anímica. Es decir, la acción misma puede comprenderse en términos físicos, observables y medibles, pero la intención que está en su base es un modo de referirse el agente

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a sí mismo y a su objeto que no tiene consistencia corpórea.

Pero la intención supone una nueva tensión, cuya extensión se cumple en la experiencia, que aquí se entiende en sentido muy amplio como aquel hacer que ha ganado la vida (referido a lo estrictamente humano o personal sería aquel saber ganado para la vida). La intención se describe como una tensión que subyace a la acción, y cuyo entrelazado constituye un mundo que es designado como "espíritu". Que las intenciones sean algo anímico, y que su mundo sea el del espíritu, quiere decir que alma y espíritu son conceptos relativos al hacer, y por tanto a los seres vivos; pero la intención de estos actos no hace más que extender, manifestar lo que ya de otro modo se había manifestado en la extensión física y en el estar de los entes, de modo que lo que ahora es llamado alma y espíritu, en los entes físicos se mostraba como el tenerse unos a otros de las transformaciones físicas: no es que lo anímico brote como una novedad, algo inédito y no prefigurado, o que lo meramente físico esté exento de alma o espíritu, sino que lo físico o tangible y lo espiritual o interior, el mundo de las intenciones, son manifestaciones de un mismo origen, remiten a una común realidad en cuyo seno se dan como transformación o manifestación suya (queda aquí abierto el problema de la trascendencia o no de ese mismo origen, y su concepto, hasta ahora señalado sólo como una tensión entre ser y no ser).

La experiencia, se dice al final de la página 12, se efectúa en una "nueva forma del ser: la sensación", y con ello se toca la cuarta esfera tras las del estar, tener (haber y poder) y hacer: sentir.

La sensación es una manifestación del ente físico que se efectúa en un modo nuevo de ser algo: lo animal. La diferencia entre animal y vegetal la marca la capacidad de sentir que se da en lo animal, aunque ha de haber ya en él un aspecto vegetal, el del "puro hacer" como constituirse de un organismo, interior respecto del tenerse unos a otros los entes. Pero no se dice que lo animal proceda de lo vegetal, como extensión suya, sino que ambos son manifestación, en una interioridad, del tenerse los entes unos a otros. Podemos pensar ahora que el "puro hacer" se refiere al constituirse de un interior, y la sensación se refiere al darse aquello exterior en ese interior, transformado; pero tanto en lo vegetal

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como en lo animal pueden encontrarse, en distinto grado, el constituirse de un interior y el darse en él lo exterior, transformado, de modo que la diferencia entre lo vegetal y lo animal es quizá de grado, porque ya en toda interioridad hay un percibir lo exterior, un darse o hacerse presente lo exterior, que es sensación en la medida en que se da a una conciencia, que en cierto modo en cuanto unidad todo organismo tiene: la que integra sus partes, si bien hay en esto una diferencia de grado entre animales y vegetales.

La sensación es vinculada con el ente físico del que procede mediante signos (señales; las sensaciones en sí mismas no son signos, sino transformaciones, manifestaciones del ente físico, pero pueden ser tomadas como signos, mediante la memoria y la inteligencia). La capacidad de elaborar e interpretar signos supone una inteligencia desarrollada, pero esa misma inteligencia se encuentra ya en la capacidad de ser susceptible a estímulos externos, tomarlos para sí como sensaciones u organizarlos como percepción de objetos identificables, labor atribuible a la experiencia. La inteligencia no es el resultado, azaroso o meramente adaptativo, de una disposición orgánica que la produzca, sino que es condición de dicha disposición orgánica, que ha de ser ganada por la experiencia para la inteligencia de lo que en todo caso ya estaba allí, como inteligible, para ser entendido.

De tensión se obtuvo intención, y siguiendo con el juego de las palabras de ellas se obtiene tender (que es dirigirse a), que como una red para capturar la realidad se aplica a los vínculos simbólicos (signos de signos); este tender símbolos entre percepciones y mundo se denomina aquí entender, y a la intención que lo procura, entendimiento, que alude a una realidad anímica, espiritual ("tensión no física").

La capacidad de elaborar e interpretar símbolos corresponde a un ser donde se dan estas capacidades (sentir, percibir, entender), que brotan todas del mismo lecho de los seres en su tenerse y su hacer, como manifestación suya; pero en este ser que conjuga esas capacidades con el hecho de ser también un algo entre otros, en su estar, su tener y su hacer, el centro en que los símbolos se juntan es designado como yo, sin que se diga nada sobre su naturaleza en sí

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mismo, salvo la destacada capacidad de ser centro, como centro era la tensión inicial de ser y no ser desde las que se abrieron las esferas del manifestarse o liberar aquella tensión. El yo es ahora una manifestación del ente diverso, un modo de "extenderse adonde no alcanzan ni su estar, ni su tener, ni su puro hacer ni su sentir" (p. 14). Su origen está en el mismo lugar del que brotan las manifestaciones de algo, pero ahora él es un nuevo centro. En el yo se manifiesta, en la exterioridad del mundo físico, la tensión del ser algo en una esfera nueva: la del conocer; el ser en que se efectúa "llámase conciencia" (p. 15), de la que se dice que es una "simbólica tensión", es decir, aquella misma tensión de ser y no ser pero ahora constituida por símbolos que se refieren, entre otras cosas, a sí mismo como cuerpo y como centro de intenciones. Nada se dice -ni se excluye- de la sustancialidad de este yo, salvo que repite el modelo de los algos primeros en sus esferas del des-ser, que ahora, referidas a la experiencia, se llamarán por lo mismo del deseo.

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16 De las esferas de su deseo...

La temática del Soliloquio parece estructurarse en torno a conceptos que van describiendo un trayecto, en grupos de tres a seis páginas:

La Poesía, la soledad:

Preámbulo

1 Invocación

2 Los pasos

3 La mirada

El ser, el no ser, la forma:

4 El tiempo

5 Algo

6 Forma

7 Transformación

El bosque ante el yo, las formas de ser:

8 Percibir: las esferas.

9 Estar.

10 El verbo estar.

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11 Tener (lo físico, lo vegetal).

12 Sentir (lo animal).

14 Entender (lo humano).

El yo ante las cosas, la lejanía:

15 El yo

16 El tener del yo

17 Lo moral

18 Deseo y entendimiento

19 Santidad y arte

La creación, la transfiguración:

20 El bosque y la obra.

Lo alto:

21 Lo angélico

22 La armonía, la música

23 Los ángeles

Lo interior:

24 Lo interno

25 Lo divino

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26 Las esferas

Lo inefable:

27 El viento

¿Hasta qué punto es éste un recorrido que ha sido planificado, pretendido de antemano, o es el resultado espontáneo de una reflexión que va abriendo un camino? La estructura temática no le ha sido indicada previamente al curso del pensamiento. El cuaderno fue concebido como una secuencia de páginas sueltas, numeradas, que describen un trayecto desde la soledad del poeta hacia la identificación con el bosque en la obra, a partir de las hojas mismas que el poeta escribe; pero incluso esto queda diluido en la meditación, que avanza impulsada por el caminar mismo hacia espacios que el bosque abre, como si cada página diera a la siguiente de manera imprevista, originada por una pregunta más. Las páginas que se refieren a la situación narrativa, y esto muy fugazmente, son sólo las del preámbulo, la 1 y la 20: la entrada, la invocación y la identificación del bosque con la obra; y quizá la 27, al alejarse el poeta del bosque, en que se escucha la risa del viento como una burla de todo lo dicho. Todas las otras van siguiendo un hilo de interrogantes, los que entonces y hoy reclamaron mi atención: la poesía y la extravagancia de lo poético (los cuatro primeros); el mundo como transformación, el tiempo (del 4 al 7); la relación entre lo físico, lo vegetal y lo animal, y la naturaleza viva del mundo (del 8 al 14); el conocimiento, la sustancialidad del yo y sus manifestaciones: el deseo, lo moral, la santidad, el arte (del 15 al 19); la obra como transformación real, como gesto, su humildad de bosque, la relación entre la obra y el autor (el número 20); la realidad de lo superior al hombre, el mundo como ámbito de existencia abierto a lo superior, a lo angélico y divino, el prodigio, el valor del mundo (del 21 al 23); lo divino como misterio, presencia, interior, lo divino como certeza y confianza que permanece no obstante oculto, aun moviéndonos en su seno (del 24 al 26); y por último lo inefable de lo real, la brevedad del tiempo y del espíritu, lo poético

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como apenas apresable: lo fugaz de lo real y su belleza (el número 27).

Un programa de meditación y de estudio que este pequeño Tratado sobre la lejanía traza de manera casual, como se piensa en un paseo de dos o tres horas, el tiempo en que puede leerse, con la intención de dejar señalados al pensamiento temas que habrán de ser meditados más tarde.

En la página 15 se abre una reflexión acerca del yo, que ha aparecido como un modo de extenderse el ente diverso a donde no alcanzan "ni su estar, ni su tener, ni su puro hacer ni su sentir" (p. 14), es decir, un ente en el que se manifiestan el estar de la piedra, el puro hacer de lo vegetal y el sentir animal, y que a su vez es un algo que repite el modelo de los algos primeros en su manifestar la tensión entre su ser y su no ser. Esta reflexión sobre la conciencia, el yo y sus manifestaciones se extenderá hasta la página 19.

"De las esferas de su deseo", comienza diciendo, "la más próxima al yo, ente de acción, representa el tener". El yo es un ente de acción, pertenece a la esfera del hacer, en la que se había constituido, como exterioridad del tenerse de los entes, el sentir animal -como un modo de darse los entes a y en la interioridad de ese nuevo ente vivo que en su puro hacer se llamó lo vegetal-; y a la acción de juntar sensaciones con signos de sensaciones, y de tender vínculos simbólicos entre percepciones y mundo, se llamó entender; la intención del ente que ejecuta esta acción -de entender- fue caracterizada, en continuidad con la meditación precedente, como tensión no física, entendimiento, que designa una acción, y por metonimia la capacidad de realizarla. El centro donde se juntan los símbolos -signos de signos- "se llama yo" (p. 14). El acceso al yo se ha producido desde la exterioridad del mundo físico, como una acción de tender signos y símbolos y la capacidad o facultad de llevar a cabo esta acción, cuyos productos -los símbolos- confluyen en un centro: el yo. Es decir, el yo es un ser de lejanías, de distancia, y un ser de acción: su constitución es desde el origen un darse de los entes en él, y este darse pertenece a la esfera del hacer; y él mismo, el yo, cuyo darse en él los entes es acción, es, dentro de esa acción, intención, espíritu, centro.

¿Cuál es la sustancialidad del yo, en qué consiste el yo en sí mismo?

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Pensamos la sustancialidad al modo del estar de los algos primeros, como entes que están en sí mismos, en un modo de ser no referido a otros. El modelo de sustancialidad, para el pensamiento, es el estar de la piedra, justamente lo que pensamos como su interior, lo que experimentamos como dureza o impenetrabilidad y conceptualizamos como materia, que podemos señalar con el dedo. Es el permanecer referido a sí de algo en el antes y el después, que parece escapar al tiempo, en un centro que se desplaza entre el aquí y el allí de los entes que parece escapar al espacio, lo que concebimos como sustancialidad, prototipo del ser frente al no ser que viene de los otros, extendiédose ellos sí en el espacio y en el tiempo, en el allí y en el después, como en un mar real de insustancialidad. Es decir, el modelo de realidad es el estar de la piedra, su interior permanecer en el tiempo y ser centro en el espacio. Pero el yo es un ente de acción, constituido desde el hacer de los entes en su tenerse, estableciendo vínculos simbólicos entre sensaciones y mundo, signos de signos, es un ser de intenciones, pertenece al mundo del espíritu (el ámbito de las intenciones de la acción): ¿cuál es su sustancialidad? Este yo es al mismo tiempo un cuerpo, se da en un cuerpo, un algo que repite las manifestaciones de los algos primeros, su estar, tener, hacer y sentir, pero el yo en sí mismo es el centro de ese nuevo mundo de símbolos en que los entes precedentes se manifiestan, y él a sí mismo en cuanto ente. El yo es centro y permanencia, y en ese sentido es a su vez modelo de la sustancialidad de la piedra: su estar referido a sí mismo (su poder decir "yo") lo coloca de algún modo fuera del espacio y del tiempo, permaneciendo entre los otros entes, como su centro, de algún modo fuera del no ser. Y sin embargo es un ente de acción; su estar, el estar de su cuerpo, puede pensarse como el de cualquier otro cuerpo, y así es cuando duerme, en cuanto que permanece en sí mismo, como un árbol o una roca; pero el yo no encuentra forma de permanecer en sí sino refieriéndose a sí como algo otro que tiene, se escapa de sí mismo y no encuentra su sustancialidad. La obtiene por otro lado a través de la memoria, de la expectativa, como el conjunto de las experiencias, o a través de la reducción del yo al cuerpo, en el espejo, en la identidad del nombre o la fotografía; pero el yo, que es interior, ¿cómo encuentra su interior, su sustancialidad?

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En la página 16 se señalan estas paradojas del yo y su relación consigo mismo y con los objetos de su percepción, acentuando el carácter de "ser de distancias" del yo: su más inmediata manifestación es tener, que frente a la unidad del estar impone una rotura entre sujeto y objeto, y un subsiguiente modo de efectuarse en la producción de lo útil, incluido el yo mismo, que choca con una cierta naturaleza insondable del yo, inmanejable para sí mismo: su ser dado.

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17 Una fundamentación metafísica...

Del yo se ha dicho en la página 16 que su forma más simple de efectuarse es tener. Siendo un ente de acción, centro donde se juntan los símbolos, su naturaleza no es la extensión física, que sin embargo sí se da en su cuerpo, sino lo que en la página 12 se denominó experiencia: "la extensión referida al mundo de las intenciones, es decir, del espíritu". Pero el yo es al mismo tiempo un cuerpo (que está, que tiene, que hace y siente) y un algo no físico, pero sí sustancial en el sentido -eminente- de que puede referirse a sí mismo como centro y permanencia desde los que el espacio y el tiempo quedan de algún modo abolidos para sí, para el yo, pero a los que están sometidos los otros entes, que cambian y son diversos. ¿No puede el yo estar, como la piedra, como el árbol, mansamente permaneciendo mientras alrededor todo gira? ¿Por qué es el tener su forma más simple de efectuarse?

El estar es un permanecer dentro de sí (hasta donde esto puede ser concebido), como cuando de algo, ya sea quieto o en movimiento, decimos que está: aquí o allí, de este modo o del otro, haciendo esto o aquello, en el estar hay siempre un mantenerse referido a sí; el estar en sí mismo no es una acción que diferencie al algo de su manifestación (p. 9), lo que hace de éste un verbo copulativo (p. 10), a diferencia de los transitivos tener (p. 11), hacer o sentir.

Concebido así el estar, el yo debería ser ese algo prototipo del permanecer referido a sí, de algún modo a salvo del espacio y del tiempo, en los que se despliega ante él su no ser, el ser de otros que son aquí o allí, antes o después, pero siempre desde un centro que, aun desplazándose él mismo y cambiando entre las cosas, puede sin embargo referirse a sí mismo de modo eminente como conciencia: el yo. De los otros objetos podemos pensar que están, en la medida en que se refieren a sí mismos y permanecen en sus propios límites, por similitud con esta capacidad del yo de referirse a sí mismo y reconocerse en el cambiante curso de las cosas, estableciendo desde ese centro las distancias; y sin embargo

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sólo de modo alegórico podríamos atribuirles un yo, pues no son -que sepamos- entes de conciencia, ni tampoco se da en ellos, como sí en el yo, la capacidad de establecer relaciones simbólicas; pero el árbol, la piedra, la nube, en su estar, son comprendidos a semejanza del permanecer referido a sí del yo, y por eso podemos atribuirles un alma y comunicarnos con ellos no sólo como cuerpos físicos. ¿Quiere esto decir que no tienen alma? No: quiere decir que el yo interpreta el estar o el hacer de los otros entes por similitud con los suyos propios, pues de otro modo no sería posible comunicación alguna; pero también que si es posible esa comunicación -entre el yo y los otros entes- es por su afinidad desde un origen común, y en la medida en que comparten modos de manifestarse: el estar, el tener, el hacer, el sentir… El alma y la piedra no se son extraños; distantes, sí, pero afines, y hay en el modo de ser de cada uno algo semejante en todos que los comunica y los hace compartir un mundo.

Y sin embargo, del yo, que es prototipo de la capacidad de referirse a sí mismo -identidad- desde la que concebimos el estar de los entes, se dice que su forma más simple de efectuarse es tener (p. 16); el yo es también un estar, contenido en todas las otras esferas, "que, aun siendo extensión de lo que está, guardan nostalgia de esa proximidad a lo absoluto" (p. 9); ese estar del yo es el permanecer referido a sí como centro. Pero el yo no es en sí mismo una extensión física (aunque sí lo sea su cuerpo, el algo físico en que se da y que él mismo en cierto modo es, sin que sin embargo pueda reducirse a él, sino que siente como algo suyo que tiene, en una difusa mezcla, al mismo tiempo la más transparente, de pertenencia y posesión); y su estar es un referirse a sí simbólico, en el que el simbolizar mismo es ya tender vínculos entre percepciones y mundo, es decir salvar distancias -y al mismo tiempo establecerlas-. El yo no puede señalar un lugar o un tiempo de su extensión en que referirse a sí por completo; ni siquiera en toda su extensión de lugares y tiempos puede el yo, quizá, referirse a sí o encontrarse por completo. Mira con nostalgia el estar, pero hasta ese mirar es un tener y un hacer de los que él está constituido. El yo también está (no sólo como cuerpo, sino como permanencia e identidad de la conciencia), pero desde ese centro que él es está volcado, en su tender vínculos, hacia el mundo y sus símbolos, como el que duerme está volcado hacia sus sueños, ignorando quizá

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que permanece quieto, en su estar dormido. Y así, el yo se efectúa, desde ese estar que casi ignora, en la esfera del tener, que se hace aquí rotura: sujeto y objeto (p. 16).

Pero el yo, que en su origen es la acción de tender vínculos, cuyo referirse a sí es un tomar por objeto lo que es sujeto, y encontrar interpuesto un tengo (p. 16), se extiende en el efecto de su acción, en la proyección de lo útil, en lo que produce. Sus acciones son ahora un instrumento para esa producción -de la objetivación de sí mismo-. ¿Pero cómo puede un instrumento aplicarse sobre sí mismo? El yo se encuentra a sí mismo en sus proyecciones: "con sus ojos un hombre no puede verse más que en los ojos que lo ven" (p. 16). Pero si es así, si el yo es insondable para sí mismo, pues no puede referirse a sí completo en ningún lugar de su extensión (estar), ni tenerse o poseerse a sí mismo por completo, en virtud de su ser dado (tener), y el verse a sí mismo ha de darse en otros ojos que lo ven, ¿qué hay de la libertad?, ¿qué lugar queda para la libertad? "Ninguno es dueño de sí", termina la página 16, como conclusión de esa rapidísima secuencia de enunciados enlazados acerca del yo, siete frases alucinadas que paran en seco en esa negación de la libertad. Pero no ser dueño de sí no es no ser dueño de sus actos. El yo se encuentra a sí mismo como algo dado, incompleto en cualquier lugar de su extensión, viéndose en los ojos que lo ven, y objetivado en sus productos; y en todos esos sentidos el yo es algo condicionado; pero su poder volver sobre sí mismo y decir sí o no a sus actos, éste es el inmenso espacio de su libertad, pues, a lo largo de su extensión, en su experiencia, se hace a sí mismo en sus actos; pero sólo en cierta medida, pues el yo es siempre algo más que sus actos.

Y si ninguno es dueño de sí, ¿cuál o quién es el dueño, a quién obedece? ¿Desde dónde le viene su querer, su mirar, lo más suyo como un designio o un destino? El problema de la gracia -lo dado- y de la libertad del yo sobre sí mismo, está aquí señalado, sin llegar a convertirse en pregunta; pero la pregunta, por el tono de perplejidad o contundencia de la afirmación, "ninguno es dueño de sí", queda insinuada: ¿qué es de la libertad, y quién es su dueño?

La perplejidad o la contundencia acerca de la libertad abre paso, ya en la

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página 17 a la cuestión de lo moral, para lo que se propone "una fundamentación metafísica", es decir, una justificación desde el modo en que se ha concebido el yo como manifestación de una tensión entre ser y no ser. Lo moral -no la moral, ésta o aquélla-, es entendido aquí como un sistema en que se articulan los valores, una jerarquía de conceptos y principios estables desde los que se orientan y se juzgan los actos. Y para ello se busca -o se propone- un fundamento metafísico, es decir, anclado en la tensión entre ser y no ser de la que brotan el yo mismo, y las formas anteriores de la exterioridad que es el mundo. En ella, en esa tensión de ser y no ser, tiene su origen el ámbito de valores y valoraciones referidos a los actos humanos que concebimos como lo moral, pero que está ya prefigurado -pues tienen el mismo origen y fundamento- en la naturaleza física y sus transformaciones, aquí encontradas en las relaciones entre transferencias de calor, temperatura y tiempo, que son puestas en paralelo con las de efectivo des-ser (cumplimiento del deseo), placer y, una vez más, el tiempo.

Placer, deseo, tiempo, miedo, vergüenza, culpa: se despliegan en una oscura implicación entre conceptos, no desentrañada, sino apenas indicada mediante una fábula, la de una conspiración contra el yo de la que resulta una vergüenza para el placer, y un rencor de sí mismo, la culpa, que parece ponerse en el centro de lo moral, pero cuya relación con el placer no llega a esclarecerse (se dice allí que el yo, emborrachado por el placer y el tiempo, se entrega a ellos, y mientras duerme le clavan el puñal del miedo; pierde quizá con ello el yo su libertad, su capacidad de liberación de sí mismo -su valor, su valentía-, pues centrando sobre sí su propio actuar como si fueran su tiempo y su placer su sentido, es atravesado por el miedo -a atreverse, a perderse-; el placer está en el origen de este miedo y de la culpa, que cercan el actuar del yo que se hace a sí mismo en cada acto, y de ahí quizá la tradicional y extraña vinculación entre placer y vergüenza -el sentimiento básico de lo moral como norma y espejo en que el yo se mira a sí mismo-).

Pero no son la norma y la vergüenza la fuente de lo moral, pues ellos brotan ya de algo anterior; ni son deseo y placer el referente mismo de lo moral y sus juicios, pues ellos son sólo los modos de la efectiva manifestación del yo;

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es un cierto ponerse al servicio de ellos lo que constituye el objeto de lo moral, cuyo origen remoto es un saber relativo al ser y al no ser que el hombre encuentra en su interior como experiencia de libertad o esclavitud, amor o egoísmo, prefigurados ya en la naturaleza física y en sus transformaciones en forma de calor y tiempo, luz o tinieblas, lo alto o lo bajo; sobre esa experiencia, y aún más al fondo sobre un saber que viene de las transformaciones físicas, ahora convertidas en un andamiaje de símbolos, levantan los hombres los edificios de "su amor, su religión, sus argumentos (su ideología [tachado])".

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18 Ente de acción... Urdimbre de símbolos...

Lo moral ha aparecido ante la mirada del paseante inmediatamente después de la primera caracterización del yo, que ha chocado abruptamente con la cuestión de la libertad: "ninguno es dueño de sí". Lo moral no ha esperado a manifestarse como una consecuencia de otros aspectos culturales de la vida humana, como el resultado de alguna intención o necesidad, social o personal, de regular la vida conjunta de unos hombres con otros, al modo en que las leyes de la lógica o de la naturaleza rigen el crecimiento de los árboles en un bosque. Antes que un resultado, lo moral ha sido visto como un "saber del hombre [que] brota de su interior" (p. 17), es decir, un saber acerca de su constitución misma, anterior a su conciencia, un saber que se refiere al origen del que él mismo es manifestación, como manifiesta -a ese origen- el resto de la naturaleza: "lo caliente se eleva sobre lo frío, lo libre está arriba y lo oprimido abajo, la gloria es liberación, amor, luz; y la esclavitud pecado, egoísmo, tiniebla quieta" (p. 17).

Lo moral (el valor) es inseparable de lo aquí llamado metafísico, es decir, referido al ser y a su comprensión; pero no en cuanto teoría o conceptualización elaborada acerca del ser, sino que en el mismo manifestarse la tensión entre ser y no ser, en el mismo resolver esa tensión manifestándose, o de algún modo exteriorizándose, hay inseparablemente un discurrir, un acontecer que no es ciego, que de algún modo (hay que penetrar en ese arcano) discierne entre mejor y peor, que ordena y jerarquiza la naturaleza. Lo moral en el hombre es ese arcano, de algún modo ya comprendido, del que él mismo es cifra, y es un saber que brota de su interior.

Lo moral es de manera muy general la cuestión del valor, y aquí se relaciona con conceptos como los de culpa, vergüenza, miedo, placer, tiempo… Efectivamente, estos conceptos remiten a la naturaleza metafísica del yo (el yo en cuanto manifestación de una tensión entre ser y no ser), y no meramente a cuestiones psicológicas o de origen social. ¿Pero por qué no se ha visto el origen

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de lo moral en la fuente positiva de la gracia, de la gratitud o de la piedad, que son quizá el verdadero y único sustento posible del principio moral del amor y del respeto al otro como semejante a mí o de la misma naturaleza y origen que yo, o simplemente en su otredad, desde la abundancia y gratuidad o generosidad del ser? ¿Por qué se ha asociado lo moral con la culpa, el miedo y la vergüenza, sentimientos reactivos, que tienen como referencia la norma o el daño, y con ellos se asocia el placer, en lugar de hacerlo con los de virtud, gratuidad y amor? Probablemente en esto intervieniera mi edad cuando lo escribí, y la perplejidad y rechazo que a esa edad suele sentirse ante la norma, la constricción en general, y sobre todo ante la norma moral. Pero no hay que suponer que yo no viera la necesidad que lo moral tiene de un fundamento anterior a la norma, porque aquí no se habla de una moral concreta, sino de lo moral, y es de esto último de lo que se busca el fundamento. Sobre todo porque al final de la página sí se alude a la moral concreta, cualquiera de ellas, y además al conjunto de ideas preferenciales con que los hombres organizan su vida: las ideas religiosas, las ideologías en general, que son sustituidas en el texto por la palabra "argumentos", en el sentido de que son más bien sistemas de ideas autojustificatorios -cada uno se justifica, habría escrito hoy-, e incluso las preferencias o gustos de todo tipo que llegan a ordenarse como jerarquías de valores en el plano social o individual, en las prácticas o en el pensamiento. Es decir, los sistemas de valores conceptualizados se levantan sobre ese turbio andamiaje de ideas que pretende tener su origen y apoyo en el ser, que también en el yo se da en tensión con el no ser. ¿Por qué esos conceptos negativos, miedo, culpa, vergüenza, y en el centro de ellos el placer y el tiempo? Quizá porque el valor y la norma encuentran su sustento en la precariedad del mismo yo, en su finitud (y de ahí la vergüenza como sentimiento moral básico hacia uno mismo en relación con la norma y lo que estima valioso, como si fueran su espejo). Quizá el principio del amor y de la piedad, el otro como fuente de lo moral, se sustenta en un modo de ser mayor que el yo, que hace visibles su indigencia y su dignidad (el valor del yo mismo y no su valor para algo), y funda desde allí la piedad y el respeto como sentimiento moral básico hacia el otro -quizá-, pero no es visto en primera instancia por un yo que se mira a sí mismo

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en busca de un fundamento de lo moral.

La página 18 se desarrolla en dos columnas que aparecen como paralelas, en su extensión y en el número de palabras destacadas en cada una de ellas. A la izquierda, aspectos de la vida del yo como ente de acción, productos de su deseo. A la derecha, aspectos de la vida del yo como "urdimbre de símbolos", productos del entendimiento. El deseo, se dice, "engendra"; el entendimiento "teje". Los conceptos de la columna izquierda, lo que el deseo engendra, son el erotismo, el sexo, el amor, la nutrición. Los de la columna de la derecha, que el entendimiento teje, son la superstición, la religión, el lenguaje, la poesía.

De la vida del yo se miran aquí estos aspectos por su relevancia metafísica (relativos al ser y no ser), dejándolos sólo destacados; no están elegidos al azar entre una gama variadísima de facetas de la vida humana o de productos sociales, sino que señalan, a modo de enumeración, las dos líneas de manifestación del yo y sus ámbitos culturales: el deseo y el entendimiento, las denomina, asociadas a la vida del cuerpo y a la vida simbólica. Cada una de ellas tiene como referente último un modo primitivo de relacionarse con o producir sus objetos: la nutrición, relativa al deseo, la poesía, relativa a los símbolos.

La nutrición, la necesidad de los animales de alimentarse unos de otros, es la gran objeción contra la moralidad o la justicia del mundo (y como el mundo suele considerarse impersonal y ciego, la objeción se vuelve contra la moralidad o justicia de su hipotético origen divino, del que no cabría esperar tal inmoralidad, según nuestros criterios, y en consecuencia de ello la objeción se convierte en impugnación de lo divino mismo, o de su hipótesis, en el mejor caso). En la nutrición, el bien de uno es el mal de otro en el mismo acto, repartidos al azar o con la única guía del mayor poder; a la sola vista de este aspecto -no trivial- del mundo, la idea del bien (y detrás de ella todas las ideas con aspiración universal, la verdad, la justicia, la belleza, el ser) se volatiliza como agua arrojada al fuego, y con ella también cierta idea de lo divino que pudiera ser su fuente. Visto como un cultivo biológico en que la vida de unos se sustenta en la muerte de otros en una sucesión sin destino, el mundo ofrece el espectáculo de una gota de agua de una charca bajo el microscopio. Y ése podría

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ser el aspecto definitivo del mundo, si la vida de cada uno, los que nacen y mueren, no está comprendida y preservada en una vida mayor que los englobe y de la que formen parte; quizá la vida de eso divino que se había impugnado. Pero este vivir en una vida mayor está por ver -no digamos ya por probar-, y antes de ver habría que mirar: levantar la cabeza del microscopio y mirar sobre la gota la charca, el río, la lluvia, el mar. ¿Pero hacia dónde mirar? De la inexistencia de lo divino se ha obtenido la prueba en la inmoralidad del mundo (del que no se esperaba moralidad alguna, pues se lo concibe como impersonal y ciego); y por otra parte el mundo no necesita ni se le pide origen alguno, pues que ya es; y a esto divino que se pone como origen que el mundo no necesita, se le ha exigido como garantía de su existencia una moralidad según nuestros criterios, sin llegar a mirar por otra parte qué de ello, de esa vida mayor, pueda haber oculto o patente en el mundo o en sí mismo: tomar la nutrición y sus implicaciones como su impugnación es haber renunciado ya antes a mirar, y ver sólo lo que se había querido (quizá de este modo, ante la inmoralidad e injusticia del mundo, se justifique la de cada uno ante sí mismo; más extraño resulta que desde esa impugnación se defiendan sin embargo ideales de justicia y de moralización de la sociedad tan acaloradamente -por cierto antes y más que la de uno mismo-, no se ve sobre qué fundamento, pero es esto lo que más abunda en nuestro tiempo). Quizá, con todo, el mundo no sea finalmente más que una gran charca, ¿pero cómo podríamos salirnos de él para verlo desde fuera, como en un microscopio? ¿Y cómo alcanzar a ver el océano de los navegantes sólo asomándonos con el microscopio a una gota de una charca de agua nutricia? Y de manera más general, el problema es de qué modo mirar el mundo. Sin embargo uno a sí mismo se tiene más a la mano, si es que quiere cambiar algo.

La nutrición, el hacer mío un ente que no lo era, ingiriéndolo, metabolizándolo, haciéndolo yo en el plano más físico, es un poder "cuya memoria oscuramente adoran todas las otras formas del deseo", como el erotismo, el amor y el sexo, cuya profunda significación social, moral y religiosa, tomados por separado y de manera conjunta, revela aquel mismo alcance que para la justicia del mundo y su hipotético origen divino tiene la nutrición. Y en la otra columna, de forma paralela se pone a la poesía como

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modelo de las formas de creatividad del espíritu, ahora designado como entendimiento, urdimbre de símbolos. La poesía es aquí el ámbito de la creación simbólica, del brotar de la palabra y de su recuperación en la obra, y se vuelve a presentar, como en la página 1, en términos relativos a la liberación de una esclavitud. La palabra poética incluye lo que dice ver -la belleza, la verdad, el arte y la ciencia- y lo que dice soñar -lo posible, lo imaginado, la religión, la ética-, y es un hacer o un poder al que remiten otras formas de expresión del espíritu -no se hace aquí más que relacionarlas entre sí y dejar destacado su interés-, que se instituirán socialmente como objetos culturales; y de ellos se citan la superstición, la religión y el lenguaje, que no agotan su sentido en la mera función social, ni quedan reducidos a creaciones de la imaginación humana surgidas de alguna necesidad suya, sino que están enraizadas en la constitución metafísica del hombre en el seno del ser, como el que escucha, ve y nombra, y que tienen en la poesía -la palabra que busca ser dicha, la palabra recuperada en la obra- su fuente.

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19 Por efectuarse en lo útil...

El yo se ha trazado, desde la página 14, como un centro donde se juntan los símbolos que vinculan las manifestaciones anteriores del ente diverso, su estar, su tenerse, su puro hacer y su sentir; un modo de manifestarse allí donde ellas no llegan, en su exterioridad abierta ahora en un interior vivo; un ser de acción que a su vez se manifiesta como extensión referida al mundo de las intenciones de la acción, es decir, del espíritu: como experiencia. Es el deseo el que guía a la experiencia hacia la liberación del yo, que encuentra como primera esfera de su exteriorizarse la del tener, y aquí la distancia entre la tensión y su extensión se ha vuelto rotura entre objeto y sujeto. El hacer del yo se resuelve en un producir, que hace de sus acciones mismas un instrumento, y de sus objetos, útiles. El yo vuelto sobre sí mismo se vuelve instrumento y útil para el yo; pero hay en ello una contradicción y un límite, pues un instrumento no tiene su utilidad en sí mismo, y el yo no es por completo dueño de sí.

Se revela así el yo como un ser de deseo, de acción, de distancias, cuya esfera de manifestación más próxima a su centro es el tener (pues el yo, aun sirviendo de modelo a la comprensión del estar de los entes físicos, por su permanecer como centro, no se encuentra sin embargo por completo en ninguno de los puntos de su extensión, escapándosele su estar); y este tener es un poseer que distancia al yo de sí mismo, interponiéndosele siempre un "tengo", y que ofrece, como en la esfera del tener de los algos primeros, una cara interna, cóncava, la del haber (de ser), y una cara externa, convexa, la del poseer y el poder (ser), es decir, los ámbitos del deber y del poder.

La palabra deber alude a lo que en la acción hay de obligatorio, también en el sentido moral, pero no sólo, sino a lo que viene exigido por el haber del que actúa, que le es impuesto como condicionamiento de lo ya dado (por ejemplo el pasado, pero también lo que en el presente y en el futuro hay de fuerza inexorable, no sujeta a decisión). Deber alude a ese modo de tener lo que

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hay, como obligación y como deuda. En él ancla el sentido de lo moral como obligación, como principio y norma de la acción libre.

Pero si sólo partiera lo moral de ese modo de tener, la norma sería su único contenido, y la acción no sería libre. El tener no se reduce a un haber de ser, sino que en este ente de acción que es el yo, la cara externa de ese tener, la que da a los otros entes y al futuro (y al pasado, en la medida en que podemos falsearlo), es el poseer, referido a los objetos, y el poder, referido a las acciones. Y es en este lado del tener como poder donde ancla el sentido de lo moral como valor para la acción libre. Poder y deber son inseparables, como formas del tener; son dos caras de la misma esfera, referidas siempre la una a la otra (pues el poder lo es desde un deber, y en cierto modo contra ese deber, en tensión con él; y el deber lo es por un poder, en referencia a él, como el cauce lo es por el río).

Este poder del yo es la fuente de su libertad, que siempre se da desde un haber y desde un deber, que son su cauce, que el mismo poder abre. La metáfora del río de la vida es algo más que una imagen, vincula el modo de ser del yo con el modo de ser del agua y de la tierra, y a ambos con un mismo designio del ser: la tensión entre lo que hay y lo que puede (haber) y no hay.

La acción del yo se mueve en ese límite, como el caudal de un río abre un cauce que describe y fuerza su curso. Justo en esta capacidad de referirse a sí mismo, de algún modo desdoblándose entre lo que hay y lo que puede (entre el cauce y el curso), radica la libertad, que indica una capacidad de dirigirse y rectificarse a sí mismo, es decir, un desdoblamiento, y por eso es posiblemente la libertad el fundamento de la conciencia, es decir del yo. Pero sin tal desdoblamiento no hay libertad, y este desdoblamiento no es el de dos seres que ejercen poder recíproco o alternativo, sino el de un ser que puede verse y tenerse a sí mismo. ¿No era la capacidad de dirigirse a sí mismo lo que llamábamos voluntad, ya en la lejana página 1, un querer hacer que es dominio sobre lo interior? También allí, al querer tener se llamó deseo, de dominio sobre lo exterior. Y al amor, entrega de la voluntad y del deseo, pero esa entrega, se dijo, es libertad. Voluntad, amor, deseo, libertad: ¿cuál de ellos es más profundo,

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viene desde más lejos, de la raíz que el yo comparte con todas las cosas? Allí van los filósofos a buscar la raíz del mundo, al interior de sí mismos, como un árbol, y algo suyo allí dentro los inclina hacia la voluntad o el deseo, el amor, o la libertad, más profundas aún que la verdad, la materia o las ideas.

Pero esta posibilidad de desdoblamiento que exige la libertad como dominio de sí, de lo que puede sobre lo que hay, sólo se puede dar como interioridad, a diferencia del desdoblamiento en el espejo. Interioridad que surge en medio de lo externo como su centro, como aparición suya, en la revelación de todo como externo desde un centro: el yo. Pero ese partir de una realidad fáctica hacia una realidad posible, la posibilidad de algo ya dado (el límite entre el haber y el poder) es indisociable del tiempo.

Libertad y tiempo comparten origen. El espacio es la exterioridad de unos entes respecto de otros. El tiempo es la exterioridad de un ente respecto de sí mismo. El tiempo es el salir de un ente respecto de sí mismo, hacia su ser posible: de sí a sí, en tanto el espacio es salir de sí a otro.

La interioridad -la vida-, el tiempo y la libertad comparten origen. La libertad lo es como liberación (del haber; su modo eminente es la muerte) y como poder hacer (su modo eminente es la vida, la interioridad afirmada como voluntad sobre sí misma y sobre el entorno). En la muerte la voluntad se niega -o es negada-, se desprende del entorno y aun de sí misma. La voluntad referida a lo externo al yo es el deseo (el querer hacer propio lo dado); referida a sí mismo, la voluntad del yo es el poder dirigir sus actos, el libre albedrío. Pero la libertad es un poder hacer y también un poder no hacer, un dominar y un liberarse, un vivir y un morir. Vida y muerte son formas de libertad.

En el centro de esta encrucijada (el tiempo, la vida, la libertad, la muerte, el poder, el deber, la voluntad…) se encuentra el yo. Su libertad -su capacidad de referirse a sí mismo y de liberarse en sus actos respecto de su haber, negándolo, y de su poder, afirmándolo- se encuentra comprometida precisamente desde su raíz, el deseo; pues si las formas de manifestación de algo en general fueron llamadas del des-ser, porque en ellas se resuelve una tensión entre ser y no ser, las formas en que la experiencia libera a la conciencia se llamaron "del deseo,

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motivo último por el que el yo se manifiesta" (p. 15). Pero el deseo puede, llevado por el instrumentalizar del yo y por efectuarse en lo útil, esclavizarlo, poner al yo a su servicio, en lugar de ser su modo de liberación. Ahora el yo se somete al deseo de sí, embriagado de placer y tiempo, que confabulados le clavaron el puñal del miedo. "El hacer del hombre es ahora producir" (p. 19); "mas aun en el cumplimiento de su deseo el yo persiste, y con él su infructuoso deseo, el galope del mundo agarrado a los ojos" (p. 19). Es decir, los actos humanos giran insaciablemente sobre sí mismos, viendo pasar, como en un carrusel, los objetos del mundo inalcanzables, tratando inútilmente de capturarlos, retenerlos, producirlos al par que camina.

La libertad como liberación de su haber (cuyo modo eminente es la muerte) para su poder hacer (cuyo modo eminente es la vida, la creación) es -quizá- la esencia misma del yo, de la capacidad de volver sobre sí mismo, aun antes que la inteligencia -la capacidad de tender símbolos- o la voluntad -la capacidad de querer y de poder-. Pero esta libertad que suelta al yo de su haber y lo suelta para su poder, su crear; esta libertad del yo sobre sí mismo encuentra su expresión más alta cuando ha saltado el muro del infructuoso deseo de sí y el insaciable producir; es decir, cuando se ha adentrado más acá, debería haber dicho, de lo útil: en la santidad y en el arte. Ambos quedan señalados en esta página, y apenas caracterizados, como formas eminentes de liberación del yo que deberán ser posteriormente pensadas.

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20 Por vuestra hermosura veo...

El yo adentrándose más acá de la producción de lo útil, en la creación de la obra de arte; saltando el muro del infructuoso deseo de sí mismo hacia la libertad de la obediencia, en la santidad: ¿obediencia a quién?, ¿de quién es la obra? El yo encuentra en una cierta renuncia a sí mismo su aspiración más alta, donde la acción tiene otra intención que el propio deseo de sí y la obra es otra que el mero producto útil a su deseo. No es que en la santidad o el arte no haya ya acción o producción, sino al contrario, son la acción y producción en que el yo encuentra su medida, pues de ellas obtienen las demás -obras y actos- su valor y su rango. (De ahí la admiración hacia santos y artistas que orienta nuestras ciudades con nombres de calles y monumentos, museos y templos. También militares, se dirá, médicos y maestros: pero en ellos se retiene no ya lo que hicieron para sí, sino lo que sus obras y actos trajeron como beneficio o modelo para la sociedad, a juicio de los que construyen y mantienen sus instituciones -y sus calles-). ¿De dónde obtiene el yo esa orientación, y dónde encontrará la medida de su propio cumplimiento?

Que el yo no es un ente para sí mismo (quizá ninguno lo sea, pero es la piedra la que parece haberse detenido más cerca de ello), lo devela cualquiera de sus aspectos en que nos detengamos: los órganos de los sentidos, dispuestos a un modo de darse del entorno, pero no a ellos mismos; la disposición entera del cuerpo, abierto a la comunicación con otro, necesitado de un espejo para escasamente tenerse a sí mismo como un otro; la misma naturaleza de la conciencia y del pensamiento, que se resiste a encontrarse a sí misma en su pureza, sin la mediación de un tengo, y a darse como disponibilidad pura de pensar sin contenido.

Pero este ente que no es para sí mismo, el yo, ¿de qué ha de liberarse, y hacia dónde? Por efectuarse en lo útil, su desear se convierte en un instrumentalizar, sus actos y productos no llegan a tener más valor que el de

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conseguir aquello otro para lo que son útiles, como monedas, y su hacer es ahora un producir, al final de lo cual hállase siempre el yo pues se arrastra consigo, "y con él su deseo, y esto sin fin" (p. 19). Pero hay un hacer y un producir en que el yo está entregado a su acción y a su obra no ya por aquello que le procuren para algo distinto, sino como si encerraran ellos su propio valor. "Para arrancarse el deseo de los ojos, ha de adentrarse un hombre más allá de lo útil", es decir, ha de volver a un hacer y un producir en que el acto y la obra valgan por sí mismos, y no como instrumentos para otro deseo.

Y este mirar en sus actos y obras hacia lo que en ellos vale se encuentra de forma eminente en la santidad y el arte. Pero éstos no son estados puros o excluyentes que se den de un modo continuo o completo a lo largo de la vida; ni los gestos cotidianos del vivir y procurar la vida les son contrarios o están alejados de ellos, sino que precisamente en lo cotidiano florecen y encuentran su raíz lo santo y el arte, mezclados con el vivir, y no en la excepcionalidad del museo o de la ceremonia de canonización. ¿Cómo vivir hacia ellos, cómo mantener y elevar desde lo cotidiano una vida hacia la santidad y el arte? Éste es el problema al que han tratado de dar respuesta los movimientos filosóficos, artísticos y religiosos en todo tiempo, buscando y proponiendo modelos de elevación -o de profundización- del yo en medio de la vida, y no ya sólo teorías para satisfacer la curiosidad intelectual. Aunque quizá siempre estuvieron tan lejos como lo están ahora en el tiempo: ¿cuántos pudieron participar en la Academia platónica, El Jardín de Epicuro, la ya bulliciosa Biblioteca de Alejandría? Los monasterios son hoy lo más cercano a ellos y a nosotros, pero alejados de ambos, tras el muro de la profesión de fe y de la renuncia. Más acá en el mundo, las sectas, las modas urbanas, los nacionalismos identitarios con sus ropajes intelectuales, la ostentosa exhibición de ser de izquierdas o de derechas, a toda costa y como cosa solemne, las incansables hinchadas del fútbol..., son variadas formas de inmersión en un ideario asumido como condición propia y de lo ajeno, para tenerlo ya todo pensado antes de presentarse ante los otros y ante sí mismos; enseñas de identificación social para reconocerse en medio de la soledad general -hay que retratarse, repiten-, maneras de sumergirse en el nosotros, más que propuestas de elevación. Pero esta necesidad

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-hoy como siempre- puede darse y estos modelos proponerse porque en efecto hay, entre los actos y productos del yo, algunos que son ejemplares o eminentes, en los que buscamos nuestra medida, los que venimos llamando santidad y arte. ¿De dónde obtiene el yo en ellos su orientación, si no es de sí mismo, y hacia dónde busca el yo en ellos su liberación?

La página 20 gira en esa dirección: "Por vuestra hermosura veo que sois dichosos...". De nuevo es el caminante el que se dirige a los seres del bosque para declararles su hermosura, y la fuente de su hermosura, la dicha del crecer. En ese crecer ve una semejanza con el crear, y en el crear un modo humano de crecer, nacido de la misma fuente que el bosque: "un mismo soñar a ambos confunde".

Crecer y crear comparten una misma aspiración, un mismo impulso: la manifestación del ser desde la tensión de su no ser. Comparten no sólo el origen, en un plano ideal o alusivo, sino la misma carne de su manifestarse, es decir la misma realidad: el mirar del poeta que acoge al bosque en su belleza es la obra del bosque mismo, y el poeta pide ser acogido en ella: "Acogedme también: soy lo externo de vosotros que os aúna en la belleza, vuestro gravitar en el espíritu". Las manifestaciones del ser comparten no sólo el origen, al modo de una teoría o una visión en perspectiva que las remitiera a un mismo centro, sino que comparten su materialidad, su carne: unas están hechas de otras, como en la naturaleza unos seres se alimentan de otros, se transfieren la vida, no sólo se mezclan sino que se sostienen unos a otros transfundiéndose la misma carne.

El mirar del poeta, el ver la hermosura del bosque y querer cantarla con palabras colgadas de los árboles, como hojas que el sol alumbra, es un mismo brotar desde dentro, en que el poeta se encuentra inmerso. Pero la obra debe nacer como la dicha del estar del bosque, no forzada por una intención impuesta desde fuera, como un formalismo, sino impulsada por esa misma necesidad de la que el bosque ha surgido, porque en la dicha de ese surgir se encuentra la belleza: "lo leve y desplegado, lo dichoso". Pero no somos nosotros los dueños de esa fuente, ni siquiera disponemos de ella por sólo quererlo, pues "anhelar santidad o hermosura es ya haberlos perdido, y no hay para el yo otra ciencia

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que la de la gracia". Y así pide el poeta la gracia de ser acogido, en su obra, entre los seres del bosque, dichosos "en vuestro teneros mutuamente, brotándoos desde dentro".

¿De dónde viene esta gracia? ¿De dónde a la santidad le viene la bondad y al arte la belleza, a las que el yo pide acceder y ser en ellas acogido?

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21 Así como el estar de la piedra...

Desde su ser centro, en el bosque, el poeta se sabe "lo externo de vosotros que os aúna en la belleza, vuestro gravitar en el espíritu" (p. 20). El gravitar es el tenerse unos a otros de los entes, y es ahora en el espíritu donde ese tenerse se muestra como belleza en la que se aúna "lo externo de vosotros". Pero esa belleza estaba ya ahí, aun antes de lo externo, si es que puede ser encontrada aunándose en el ser centro, la mirada del poeta.

Desde ella puede verse el tremular de los seres teniéndose unos a otros, dándose y perdiéndose, exteriorizando una tensión entre ser y no ser, sosteniéndose unos en otros como una misma carne, y abriéndose al interior como un centro vivo. ¿Por qué habría de detenerse ese mirar? ¿Por qué, más allá de lo que se ve, no podría el mirar avanzar, buscar el discurrir del sendero por el que ha venido avanzando hasta sí mismo, hasta su propio mirar? En la página 21 se mira hacia donde ya no puede verse, para imaginar lo que pueda indicarnos el camino. La mirada no se detiene en lo que ve, ¿cómo cerrar los ojos, cegar el camino al pensamiento sólo porque se hace de noche? Que de allá venga la noche, que no alcancemos a ver qué esconde, no nos puede hacer negarlo como si no hubiera más mundo, como si el mundo no fuera más que para nuestros ojos, y lo que ellos no alcancen hubiera de ser también ciego, sordo, mudo y vacío. El pensamiento se aproxima ahora al sueño, pero no se detiene, y busca entre los recuerdos de lo que ha visto las señales de lo que no ve.

Su pregunta había sido: ¿de dónde la gracia?, ¿desde dónde lo bueno y lo bello en que quiere ser acogido como uno más de los seres del bosque, su centro, que camina y puede verse a sí mismo, detrás de su pensamiento, que no se detiene? La respuesta avanza más allá de donde alcanza la mirada, pues ahora, tomándose a sí mismo como una más de las formas de ser que en el bosque se concitan, dándose unas en otras, naciendo unas de otras y transfundiéndose la misma carne del mundo a la luz de la tarde, ahora busca en sí -como centro- el

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modo en que esa misma carne del mundo pueda seguir siendo liberada, manifestando la tensión de su ser y su no ser en una exterioridad nueva, del mismo modo que antes la encontró en la distancia desde la que se miran los seres, que ahora se aúnan en la belleza.

¿Por qué habría de detenerse y terminar lo que no ha concluido, y cómo podría continuar si no es desde lo ya alcanzado, y sobre el mismo camino que lo condujo aquí? Pero ahora es en mí donde busco lo que puede ser trascendido, lo que merece ser trascendido en la constitución de un nuevo modo de ser algo que desde la exterioridad de los algos de los que procede, los integre, trascendiéndolos, también hacia la gracia.

En lo físico, la luz; de la luz, lo vivo; en lo vivo, lo simbólico: la luz de lo simbólico, la música, engendrará una nueva forma de ser, más libre y veloz, más bella y dichosa: es la esfera de lo angélico. La palabra resuena como un vuelo del pensamiento bajo la bóveda de la tarde, un batir de alas de no se sabe dónde, desde lo alto. La gracia, si viene, si ha llegado hasta aquí, si puedo pedirla porque la encuentro ante mí pero no me pertenece, si yo tampoco me pertenezco sino que me debo por entero a ella, aunque no me doy, la gracia llega desde dentro de todos, sin pertenecer a ninguno, y no se detiene. Llega la gracia como un brotarnos desde dentro, teniéndonos unos a otros, siéndonos en nuestro hacernos, aunándonos en la belleza. El pensamiento busca aquí en la música, en la luz, el rastro de nuestro origen que comparece en la belleza, ese modo en que se nos muestra lo angélico ya desde lo vivo, ya desde la luz de lo aparentemente inerte, ya desde el aparente mudo estar de la piedra. El pensamiento también enmudece, y escucha un batir de alas desde lo alto, en el silencio del bosque, casi rendida ya la luz del día al misterio de la noche.

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22 Una fundamentación metafísica...

Anochece. El bosque se ha ido fundiendo en sombras, como si cayera en un sueño. También el caminante se siente soñar; ya no son los nítidos perfiles de las ramas al sol, contra el azul del cielo, lo que retiene su mirada, sino el latir juntos de los seres del bosque, sumiéndose en la noche, en la que se adentran sus pasos. ¿De dónde la gracia? El pensar del poeta se vuelve canto: ése era su anhelo cuando vino aquí en busca de una soledad como la suya, y fue dejando este rastro de palabras escritas colgado de los árboles.

Y ahora, en la luz última de la tarde de mayo, pregunta a las cosas no por su ser ellas, claras a la luz del día, sino por su estar juntas, su entregarse mutuamente, su ocultarse en la armonía.

Una fundamentación metafísica de la armonía, se propone en esta página. Metafísica alude aquí, como en la página 17 respecto de lo moral, a lo relativo al ser y no ser de cuya tensión procede el manifestarse de los seres unos a otros, unos en otros.

Y para ese manifestarse, desde el físico estar hasta el bello gravitar en el espíritu, se busca un fundamento, un lugar en que posar la pregunta acerca de un rasgo suyo, que no pertenece a uno o a otro de los entes, sino a todos en su darse juntos, ocultándose: la armonía.

El pensamiento avanza aquí casi a tientas; pregunta a las cosas por algo que no está en ellas mismas, sino en su ocultarse unas en otras resplandeciendo en un nuevo estar juntas. La mirada se ha fijado en la armonía, pero a ella no ha llegado caprichosamente o por un salto. Viene de lo angélico, que es la esfera en la que ha de trascenderse la luz de lo simbólico, la música, se ha dicho; pues la manifestación de la tensión entre ser y no ser que se ha efectuado como formas de ser algo, en su estar, en su tenerse mutuamente, en su hacer y su sentir, y en el humano conocer, no se detiene sin haber concluido. Y en lo angélico, apenas

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intuido todavía, ya buscaba una respuesta a la pregunta por la gracia: ¿de dónde vienen lo bueno y lo bello, que el yo conoce y pide porque no son suyos?

En la música se ha encontrado la luz de lo simbólico, una metáfora aquí de la belleza que transparece en el pensamiento humano, en la creación en el sentido más amplio, artística, científica y ética; pero esa belleza transparece antes, de modo deslumbrante, en la luz misma, en los cuerpos, en la mirada. La música es una metáfora de la creación humana, pero es antes una metáfora de lo que en el mundo físico genera cuerpos sensibles, vivos, para que en ellos se alumbre lo que ya antes ha de ser vida: la luz. Y así como la luz genera su manifestación en el cuerpo vivo -para la luz-, así también "la luz de lo simbólico -la música- engendrará su propia trascendencia en una forma de ser más libre y veloz, más bella y dichosa" (p. 21), para la música (que ya ha de ser de algún modo angélica para que ella se alumbre en lo angélico, al modo como la luz ha de ser vida para que ella se alumbre en lo vivo).

Pero la belleza que transparece en el pensamiento humano y la bondad en sus acciones, cuando ello es así, no le pertenecen ni se agotan en ninguna obra ni en ningún acto, sino que los orientan a todos y dan la medida y el rango de cada uno (de los actos y las obras), y el yo las pide para ser acogido, él también, en lo libre y desplegado, en lo dichoso.

Esa belleza, esa bondad, que rigen y orientan las obras y actos humanos, aquí encontrados en la música, como luz de lo simbólico, ¿qué son, de dónde vienen?, ¿de qué manera atraviesan todas las formas del ser llevándolas, sosteniéndolas, excediéndolas y al mismo tiempo necesitándolas como un brotarse desde dentro unas a otras, unas en otras?

La pregunta es por la belleza, y por la bondad y la gracia. La mirada se ha puesto en la música como símbolo del obrar humano que se rige por ellas, en obras y actos, y cuya manifestación y trascendencia se intuye en la esfera de lo angélico. Pero esto bello y bueno que aquí se alumbra no tiene su origen en el mero hacer cosas o el actuar del hombre, como si fuera un aspecto o resultado de algún punto de vista sobre ellos, porque en tal caso no podrían ser medida del valor y rango que el yo pide para sus actos -y para sí mismo-, ni aspirar a ellos

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(si fueran producto suyo ya estarían por completo en cada acto, y el yo no tendría que pedirlos). Y por otra parte el yo los encuentra -lo bello y lo bueno- no sólo en sus actos y obras, sino dados en el mundo natural, inerte y vivo, si bien inextricablemente enlazado con lo espantoso y lo atroz, ¿cómo ignorarlo?

Pero ahora la pregunta se dirige no a aquello, lo despiadado y atroz, sino a esto: lo bello y lo bueno. El objeto que lo cifra es la música, y en ella ha puesto su mirada -distraído de la mano- el pensamiento. En la música cada sonido -una vibración rítmica- desaparece para integrarse en un nuevo sonar juntas las notas de un acorde o una melodía, simultáneamente o desplegándose en el tiempo. Y la pregunta es por el fundamento de ese poder estar juntas, transpareciendo en ellas la belleza. La belleza nos sobrecoge sobre todo en la música, pero también en los colores, en las formas; y también en los actos, las historias narradas, las teorías, las ideas, los gestos… La belleza transparece aquí y allá, mezclada también con lo horrendo, lo insulso o lo indigno, pero no preguntamos ahora por ello, sino por la belleza, en la música, por ejemplo; le preguntamos por ese aspecto, por el que cada nota de algún modo ocultándose resplandece en el todo, que llamamos armonía. ¿Cuál es, pues, el fundamento de la armonía? Se propone, como un título en la primera línea, una respuesta a modo de sugerencia -"una fundamentación"- : la armonía remite a lo metafísico -lo relativo al ser y el no ser-, y no sólo a lo físico o psicológico; es decir, la armonía no es el resultado casual de una feliz coincidencia de lo físico en su ensamblarse, ni una complacencia del espíritu en el reposo o el equilibrio, un mero apaciguamiento de la tensión de lo dispar que como en un hallazgo afortunado encaja. Desde la perspectiva de lo físico quizá baste decir que dos notas musicales, por ejemplo, armonizan cuando el número de sus vibraciones o frecuencias guardan una cierta proporción; y desde el punto de vista psicológico, podemos contentarnos con observar que el oído percibe esa proporción como estabilidad en la que descansa, entrenado por la costumbre, y eso en una determinada cultura o tradición musical. Pero aquí se propone una fundamentación metafísica, es decir, anterior a lo físico y a lo psicológico. Porque la armonía trae, en la forma de la belleza y de la expresión (de un alma que canta), algo más recóndito que el mero juego de cantidades combinándose en el oído, algo que tiene que ver con "la liberación de

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varios 'algos' en un 'algo' que los integra" (p. 22); es decir, remite la armonía a la constitución misma de los seres y a su forma de darse juntos constituyendo un nuevo ser en que transparece la belleza, traída así para el espíritu que ve o escucha, puesta como un algo nuevo en que, integrándose, los seres hablan de su ser juntos. La página 22 señala el lugar para una fundamentación, la temporalidad común en un algo nuevo, pero no desentraña, no nombra siquiera lo que en ese lugar -metafísico- trae la armonía, ni de dónde viene: la belleza. Sucedió también en la página 17, cuando buscando una fundamentación de lo moral señalaba sólo en la dirección de lo que trae, de donde viene, sin nombrarlo: el bien.

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23 Lo dicho sobre la música...

Se buscaba en la página 22 una fundamentación de la armonía, no una mera explicación de los mecanismos físicos y acústicos por los que "un acorde armónico es la coincidencia numérica de varias vibraciones en su ser-sentidas". La fundamentación dirige la pregunta al lugar más remoto que pueda alcanzar el pensamiento, al hecho por el que ello es así. Este hecho último es el fundamento, y aquí se busca el hecho por el que en la armonía, integrándose varios algos en un algo nuevo, transparece en eso nuevo, en su ser sentido, la belleza. Y se ha señalado el lugar de tal hecho, del fundamento: "es numérico, rítmico, temporal, transformacional, metafísico", es decir, se ha indicado que tiene que ver, que procede (la armonía) de la constitución relativa a su ser y no ser de los entes, sometidos al cambio, y con ello al tiempo, al ritmo, al número. Ese coincidir en que se muestra desde ellos la belleza es una manifestación (una liberación se dice aquí) de su ser y no ser que los oculta, integrándolos. Pero la palabra belleza no aparece en toda la página, y sin embargo es lo que importa, pues ¿qué hace de ese integrarse algo armónico, sino la belleza?

Sin embargo la belleza está aquí como dada por supuesto, cuando se habla de armonía como integración, y se buscan los ejemplos de la complementariedad de los colores o las armonías de los sonidos. Lo rítmico de sus elementos, las frecuencias lumínicas o acústicas, señalan al tiempo y al número como explicaciones de esa coincidencia (y tiempo y número ya hacen alusión a aspectos metafísicos, relativos a la transformación de los entes, es decir, a su ser y su no ser); pero no señalan al fundamento de la armonía: de dónde resulta que en esa coincidencia se da la belleza; armonía es liberación, se dice, y podemos entender que en ella liberan los entes una tensión entre su ser y no ser, la pregunta es por qué esa liberación se da integrándose, y por qué en esa integración se liberan para la belleza.

El problema queda formulado en las líneas 4-6 de la página 22: "hemos de

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indagar el motivo por el que esta exteriorización se desarrolla según estructuras armónicas, y no de un modo disperso o anacrónico". Y en esto común que entraña el tiempo puede darse la integración como algo bello, armónico, en la medida en que en ello transparece una recóndita unidad a la que remite, como hecho último, lo bello; sin que pueda reducirse esto último, lo bello como unidad, a un concepto matemático, lo uno vacío, la unidad de una serie, sino que al contrario, esa recóndita unidad desde la que se trae lo bello ha de estar llena ella misma de belleza, la que transparece ahora en la integración.

Pero, igual que en la página 17, sobre lo moral, se dejara solamente indicado el problema y la dirección de la indagación, aquí en la página 22, se deja también abierto el camino hacia el lugar del que procede la armonía (la belleza), pero no se recorre por completo ese camino. Precisamente el Soliloquio fue pensado como un dejar señales de un camino, para poder seguir después, desde ellas, otros caminos; pues el poeta no ha venido a demostrar nada, ni siquiera a buscar una verdad, sino a caminar detrás de su pensamiento, a cantar, si le es dada la música. No aparece, en todo el Soliloquio, la palabra ni el problema de la verdad, porque no es lo que busca ni lo que trae el caminante, sino solamente su ansia de canto y de libertad, en el bosque lleno de distancia y de silencio.

Todo lo que se dice sobre la verdad es una palabra tachada: en la página 17, "ideología" se ha tachado y sustituido debajo por "argumentos", para indicar, junto a valoraciones e ideas ("su amor, su religión…"), los edificios que levantan los hombres, con un "turbio andamiaje", sobre un saber que brota de su interior acerca del calor y el frío, la liberación y la esclavitud, el amor y el egoísmo. Pero el edificio de verdades y argumentos que levantan es una obra de ingeniería para defenderse o atacar, un castillo: cada uno se justifica. La verdad, si existe -y ha de existir-, no es nuestra ni es obra de nuestra ingeniería, ni puede ser convertida en castillo, sino en todo caso en pregunta, en humilde genuflexión o en blasfemia. El saber de un hombre brota de su interior, pero la verdad, a veces, se busca desde lo más exterior, construyéndose con argumentos lo que sólo encierra intereses; por eso valen tan poco las palabras exhibidas como un ropaje, las ideas; sobre todo las proclamadas sobre uno mismo, ridículas vistas al lado

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de los gestos, los hechos, que sí quizá encierran alguna verdad; pero ¿cómo abrirla y acceder a ella, si permanece oculta a nuestros ojos y el saber de un hombre brota -quizá sólo- de su interior?

No es la verdad lo que busca el paseante del Soliloquio, sino una canción. Y ahora se pregunta -las preguntas son pausas en la melodía, silencios- por la belleza que transparece en la armonía, que como en la música es integración, pero no al modo en que los elementos integran un conjunto que pueda ser analizado en sus componentes, sin que pierdan ni ganen nada en esa composición. La belleza es algo que se da en la integración, pero que no se reduce a ella, no es la mera integración o funcionalidad de las partes, sino que la belleza es traída en la armonía como de otra parte, como de otro mundo, al que afloran ocultándose a sí mismas pero abriéndose a su belleza las notas antes dispersas, mudas desde sí mismas pero nacidas a su propia belleza mostrándose en la armonía.

La página 23 trae el ejemplo o metáfora de la música a la imagen que le dio origen en la página 22: "el mundo se desarrolla según estructuras armónicas, y no de un modo disperso o anacrónico", y "su carácter fundamental es su temporalidad, acaso lo único común a toda exteriorización". La armonía se refiere ahora, como se presentó al principio cuando se intuyó como esfera de lo angélico, al mundo. Y en el mundo, a cualquier ámbito de su transformación: "los colores y cualquiera otra manifestación aun no sensible del ser: armonía es reintegración del ser manifiesto en varios algos diversos".

Aquí se habla -ha venido al discurso- de "reintegración del ser manifiesto en varios algos diversos", y no como hasta ahora, de integración de varios algos en un algo nuevo, ahora armónico. Y es que la belleza no es el mero organismo o conjunto de las partes, sino algo que se da en él como traído de otro mundo, pero, ¿de dónde podrían traer eso bello las partes que acceden a su belleza, ocultándose en la armonía, si no es desde sí mismas, desde lo que estaba ya allí y ahora se manifiesta, en la reintegración?

¿Cómo acuden los seres a lo bello y a lo bueno, reintegrándose el ser que manifiestan, en la armonía? ¿Cómo congrega el mundo la manifestación del ser

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en lo bello y en lo bueno, y lo conserva, y lo gana? La destrucción, el atroz devorarse y extinguirse de los seres, no los disuade de permanecer en el ser, volcados, arrastrados como por encantamiento a la armonía.

La armonía, como este ser que se reintegra en ella, aparece ya desde el estar primero de los entes, en su belleza, pero es la esfera de lo angélico la que constituye su manifestación en los ángeles, diversos como el resto de los seres. Pero así como en cada ser hay una semejanza con todos por la que son al mismo tiempo cualquiera y sólo éste; y así como ese manifestarse unos en otros se da en esferas que se contienen desde un mismo centro, así también lo angélico viene desde el centro y se da en nuestra proximidad, cercano, como el correr del agua.

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24 Algo: extensión...

En cada algo se manifiesta la tensión entre un ser y un no ser, y este manifestarse libera la tensión como exterioridad en el espacio, respecto de otros algos, y en el tiempo, respecto de sí mismo, según modos de manifestarse que se han venido conceptualizando como verbos (estar, tener, hacer, sentir, conocer, saber) representados como esferas concéntricas que describen la manifestación o exteriorización de algo. Cada una de estas esferas o modos de ser se efectúa en la exterioridad de las anteriores, que incluye: es su exteriorización o manifestación, es decir, la liberación de aquella tensión entre un ser y no ser que trae a cada algo a manifestarse; pues el algo mismo, en todas sus manifestaciones, encierra una referencia al ser y una referencia al no ser que en sí mismos permanecen oscuros, pero sin los cuales el algo no puede verse. Si tratamos de comprender qué es este ser y qué este no ser que en el algo resplandecen como la forma sobre un fondo, y a cuya tensión hemos atribuido el exteriorizarse de algo (el mundo), no lo conseguimos si no es referidos en algo, como alumbrándolo sin que podamos alcanzar la fuente de esa luz (comprender el ser o el no ser si no son el ser y no ser de algo).

Y sin embargo, a su tensión hemos atribuido todas las manifestaciones de algo, como esferas de exteriorización, no sólo haciendo un juego de palabras con el prefijo 'ex' aplicado a la experiencia más básica del cuerpo cuando se siente a sí mismo como tensión, o cuando se sitúa en un espacio como extensión, o se extiende sobre sí mismo en el tiempo, permaneciendo no obstante en sus momentos (sin lo cual no podría haber memoria); no es sólo un juego de palabras (que también), sino una mirada a los seres en su distancia, en su estar fuera unos de otros, en su lejanía, que es lo que se ha dado a pensar el caminante en este Soliloquio, ya desde su título, Tratado sobre la lejanía, como el rasgo participado por todos ellos en su conjunto, y sobre todo como la pregunta que acucia al caminante mismo en su soledad, adentrándose en el bosque.

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Cada forma se da en un nuevo algo que no sólo libera o manifiesta la tensión de los algos anteriores, exteriorizándola, sino que arrastra él mismo una nueva tensión como algo que es, y por tanto algo que no es.

Pero este ser que son los algos, y este no ser que no son los algos, y esta tensión que se da en los algos, arrastrándolos a manifestarse pero siendo traída ella misma en cada manifestación, ¿qué trae?

Si comprendiéramos el algo como una manifestación vacía de una tensión entre ser y no ser nos quedaríamos sólo en el juego de palabras, un acertijo de la realidad que busca una verdad en que apoyarse y la encuentra en ese juego de palabras infalible, tautológico, pues todo está comprendido en el sí o en el no, en el dentro o en el fuera; y puesta esta amplitud como base habremos encontrado un apoyo seguro, podremos colocar sobre ella cualquier realidad: está dentro o fuera, es o no es, como si con esto hubiéramos comprendido ya el mundo y sus avatares, o tuviéramos una verdad en que reposar nuestra pregunta y darnos por satisfechos. Pero no era una verdad lo que buscaba el caminante, sino una canción; más aún, un cantar, porque aun conducido por las preguntas y jugando con las palabras, lo que se le abre en el bosque es un vivir compartido en el que él mismo está inmerso como el que canta: "Cantan, pues pájaros son, las palabras" (p. 20). Y lo que las palabras cantan, quisieran cantar, no es un esquema desnudo del despliegue del mundo y de su misma voz, como un esquema estrófico sin poesía, por más que haya usado las palabras y jugado con ellas como fórmulas algebráicas; lo que quisiera cantar es tan frágil como la belleza del bosque en la tarde de mayo, donde un poeta solo camina colgando versos de los árboles, para alguien o quizá para nadie: "La voz de un niño bastaría para espantar este pájaro que llevo posado en la cabeza".

El ser que traen los seres no está vacío, no es algo así como una tensión de una cuerda inexistente en la que tirando el ser de una punta y el no ser de la otra, inexistentes, generaran así una ilusión de consistencia; no es el terreno de confrontación de dos fuerzas antagónicas, dos conceptos opuestos como dos imanes entre los que brota una oposición que adopta la apariencia de un nuevo ser puramente tenso, campo de fuerzas, tendencia vectorial. Está vivo, y es esto

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vivo lo que se escapa de los conceptos, pero lo que ellos no deben perder de vista. Pues lo que importa en ese ser y no ser que traen los seres, arrastrándolo consigo, hasta el mirar del poeta, aunque no sepamos por qué lo traen ni de dónde viene (y hay que decir que yo no lo sé, ni lo sabía entonces, ni quizá pueda saberlo), lo que importa no son el concepto de ser y no ser con los que hacer malabarismos para la inteligencia de las transformaciones, sino lo que el ser y el no ser encierran de bello y bueno, es decir, lo que en ellos hay de vivo. Y lo hay.

¿Qué significa aquí "lo que importa"? Lo que importa en los conceptos de ser y no ser es lo que en ellos hay de bueno y de bello, que corre el riesgo de perderse en la metáfora de la extensión y quedar reducido a la imagen de una mancha de aceite en el suelo. Lo que importa en el ser y no ser que venimos pensando como la tensión desde la que algo se manifiesta es lo que trae esa manifestación, lo que ella gana y guarda (o lo que en ella viene y se muestra, no lo sabemos), es decir, lo que en ella hay de vivo. Es también lo que importa en el sentido de lo que nos incumbe y en lo que estamos implicados: lo que nos importa del ser y el no ser es lo que ellos tengan de vivo para nosotros, lo que hagamos de ello.

¿Qué hay de lo vivo, y qué hay en ello de los que viven, y qué de ellos se gana o se guarda en eso vivo?

La página 24 retoma el sendero algebraico que iniciara el discurso sobre el tiempo y el concepto de algo, en las páginas 4 y 5. Y lo hace precisamente para negar los conceptos de tiempo y de algo sobre la misma base de la que surgieron: la tensión de ser y no ser que se manifiesta como exteriorización en esferas concéntricas efectuándose en seres que permanecen distantes unos de otros, pero hechos unos de otros en un mismo vivir que se transfunden como una carne; esta exteriorización sólo puede concluir en lo externo de todo lo externo, pues cada una de las esferas es lo externo de la anterior, y lo externo de toda esfera puede sólo pensarse como lo interno. Lo interno no puede ya ser algo, pues es la liberación de toda tensión entre ser y no ser, y si no es algo no está sometido al cambio o al tiempo. ¿Diríamos que es nada? Quizá, si no fuera

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porque es el interior de todo. Y esto interior que no es nada, ni algo, es llamado aquí lo divino, como lo que oculta el velo externo del mundo. No podríamos comprender nada de esto si no nos hubiéramos comprendido a nosotros mismos, el yo, como un centro, el interior al que se manifiestan las cosas. Y tampoco entenderíamos por qué "lo divino", si a eso interior no viéramos que lo que traen en tensión el ser y el no ser no es un mudo y vacío extenderse de los seres, sino un vivo aspirar al bien y a la belleza.

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25 Lo divino = lo interno...

¿Por qué llamarlo Dios?, protestan al unísono, desde la ciudad remota, los ateos y los creyentes, ambos fervientes guardianes del usufructo de la palabra para la cohesión social. ¿No se le ha interpuesto ya bastante, en la historia, entre los hombres, para con él sojuzgarse unos a otros, determinando qué es la verdad, cuál es su voluntad, y quién tiene autoridad para descifrarla e imponerla a los demás? ¿No ha hablado ya lo suficiente, en la historia, para que vengamos a señalarlo como un desconocido, como si no supiéramos siquiera su nombre?

Pero aquí ha venido Dios, a este Soliloquio, no desde la historia, ni por la edificación social, sino desde el interior del bosque; no como una negación de lo que en el bosque es exterioridad, sino como una afirmación de lo que en ella hay de liberación, que no termina sin concluir, de la tensión entre ser y no ser que se manifiesta en los seres del bosque, trayendo en ellos el bien y la belleza, que el poeta no finge, aunque no sepa cantarlos.

"Bajo el velo externo del mundo ocúltase su interior divino", terminaba la página 24; y a esto interior en que puede resolverse sólo como exterioridad última la manifestación de aquella tensión entre ser y no ser a que podía ser remitida la comprensión última de algo, que se visualizó como fondo y forma, dentro y fuera, y que se muestra en la naturaleza como exterioridad del espacio y del tiempo y como interioridad de lo vivo en que eso externo se manifiesta; a esto interior se lo ha llamado divino porque no es algo, porque no cambia, y por tanto es eterno, y por tanto necesario. Pero lo que no es algo, y no cambia, y es eterno y necesario, no llega a ser divino, o a merecer la dignidad de tal nombre, si no hemos visto en ello lo que en el mundo aparece como bello y bueno, y esto no se da sino en lo vivo. Lo divino no es un mero estar quieto, por perfecto que ello sea, pensamiento puro que se piensa a sí, o piedra intacta por la eternidad, o nada eterna que ni siquiera el pensamiento roce, degradándola en algo. Se ha dicho lo divino porque, siendo el interior necesario de lo que se muestra como

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exterioridad, es decir, siendo el interior que oculta el velo externo del mundo, ha de volcarse en él lo que el ser y no ser de los entes, dándose unos en otros, trae de bello y de bueno, que se manifiesta como armonía, es decir, porque no es un mero estar lejos o a salvo de todo cambio, sino al contrario, porque es un estar dentro, vivo, en toda armonía.

¿Cómo iba lo divino a ser ajeno a todo lo vivo, y no ser más bien lo que hay exigido, insinuado, o procurado en el mismo vivir? Pero no sabemos qué es eso, ni en qué relación está con los que viven, con lo bello y lo bueno que se muestra en el ser de las cosas integrándose, sobre un fondo de no ser que permanece en silencio, pero sin el que nada es pensable, y tampoco lo bello y lo bueno.

Lo divino aquí señala ese interior necesario: es necesario porque no es algo y por tanto no necesita nada, pero también porque la exterioridad que es el mundo necesita serlo de un interior. En los dos casos se afirma desde algo: desde el concepto de algo, y desde su existencia; en el primer caso negándolo como algo, en el segundo señalándolo como el interior necesario del mundo; pero lo divino es manifiesto en todo caso en el mundo, como su interior vivo en el que se vuelcan, o desde el que se vuelcan, no lo sabemos, el bien y la belleza que traen el ser y el no ser de las cosas en el mundo.

Aquí no es del concepto de Dios (no tenemos ningún concepto de Dios) de lo que se ha partido para afirmar en él su existencia, como en el argumento ontológico; sino del concepto de algo como tensión entre su ser y su no ser para afirmar que en su interior (y todo algo es exterioridad) se libera finalmente la tensión de todo ser y no ser.

Y no se ha partido del mundo para buscar en él su causa, como en el argumento cosmológico; ni de su orden y finalidad para afirmar su origen como razón o perfección suma, como en el teleológico; sino que en el mundo mismo como manifestación de algo, como exterioridad, se ha señalado su interior como exterioridad última, como necesidad. Necesidad del mundo de un interior en que la tensión de su ser y no ser finalmente se libere, manifestándose, pero no al modo en que lo contingente exige lo necesario para ser comprendido o

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justificado, como en el argumento de la contingencia, sino al modo en que lo interior está presente en lo exterior, que habla de él, y hablando de él lo busca.

¿Y el mal? ¿Y lo atroz? ¿Y la injusticia terrible del mundo y de los hombres? ¿No es ridículo este poeta hablando de la armonía del mundo y de su interior divino, apartado en un bosque, mientras no lejos se escucha un fragor de máquinas y hombres levantando y destruyendo mundos reales? ¿Y no tiene ante sí mismo, en el bosque y aun dentro de sí, un espejo de fugacidad, un teatro en que la máscara de lo bello y lo bueno (el amor sobre la cuna, el temblor de los amantes, la inquebrantable amistad de la juventud) se la van disputando actores sin futuro según suena la música, y nadie sigue el hilo de la historia? ¿No es ridículo todo ello, o espantoso, según se mire, y un ingenuo o un engreído el poeta en su delirio?

Quizá. El pensamiento parece aquí detenerse, con el caer de la tarde, a la medida de un paseo. Como un tiro de piedra, como un caminar o un mirar, quizá el pensar tiene también su alcance y su medida, y aquí llega a sus últimos pasos, se acortan, necesitan pararse y mirar atrás, buscan de nuevo un lugar en que sentarse. Y dejar que corra la brisa, mirar el último rescoldo de sol apagarse en las casas del pueblo, volver a casa.

La página 25, trayéndolo de lo divino que atravesaba la manifestación toda de los entes como su interior, ha venido a llamar a eso interior que muestra y oculta el mundo, Dios. ¿Por qué Dios, y no los dioses, si ha surgido en "lo divino"? Porque no es algo: no cambia, es eterno, es necesario. ¿Hay en el mundo, oculto o diáfano, algo así, necesario -necesitado-, eterno, que no cambia, presente en todo algo y sin embargo no reducido a ese algo? El paseante lo ha llamado Dios, y parece que deja para otro momento pensar si se trata eso de un panteísmo, o si es compatible con el creacionismo, o si es un emanatismo, o si idéntico con un ateísmo. Le basta en este momento, ya sentado en una piedra, con escribir frases cortas, intentando emparejar a Dios y el mundo, uno como desarrollo del otro, como su cumplirse o manifestación, como un origen y un destino. Otras palabras no tiene, para tan dignos huéspedes, que lo mejor de sí mismo. Y en ello encuentra quizá la razón de llamarlo Dios: ¿cómo podría eso

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interior en que se manifiesta -o al que viene a manifestar- el mundo, ser distinto, por completo distante, sordo y ciego, a ese interior que él mismo es, el poeta en el centro del mundo? ¿Cómo podría pensar en él siquiera, sino hablándole como a un tú, un alguien en cuyo interior se guarda, como en mí mismo, la memoria y el deseo de lo bello y de lo bueno, traídos en el vivir, del mundo?

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26 Las llamamos las esferas...

¿Por qué esferas? ¿Por qué no una representación de las formas del ser como segmentos en una línea, o como una secuencia de causas, o como un espacio plano de sectores yuxtapuestos, superpuestos o fundidos? La esfericidad habla de esa forma de darse el ser en todas direcciones, desde todas las distancias. Por mucho que recorriéramos el entorno de un objeto, una piedra por ejemplo, rodeándola con la mirada o el pensamiento, no agotaríamos sus perspectivas, porque está dado absolutamente, para una distancia infinita.

Cada objeto en el bosque, yo mismo que paseo, está abierto al infinito y no podríamos agotar sus perspectivas, ni poseerlo por completo, por más que giráramos en torno suyo. Pero esta forma de darse hacia todas las distancias es la esfericidad. ¿Quién podría abarcar por un momento, aunque fuera en un instante detenido, el darse de los seres del bosque unos en otros, el bosque desde la madriguera, desde el tronco, desde la nube, desde el espacio inmenso? Y sin embargo eso es el mundo, un estar de todo en todos, un darse de todos al infinito.

El poeta ahora sentado contempla en su mano abierta una pequeña piedra, rodada de los siglos; apenas emergía entre las hojas, quizá la arrastró aquí la lluvia: ¿cuál es su historia? Un mismo origen resplandece en la mano abierta, la humilde piedra olvidada, el pensar que los contempla, abriéndose él también a través de los siglos hasta nosotros, y permaneciendo aquí en nuestro ahora.

¿De qué manera, entre el origen y nosotros, entre la pequeña piedra y su mundo, se rodean, se buscan, se rechazan el ser y el no ser? ¿De qué manera están juntos, excluyéndose, fundiéndose o integrándose, o yuxtapuestos como distribuciones en un espacio? ¿Cómo podríamos pensarlos si no es en un espacio? ¿Y cómo no pensarlos también en el tiempo, emplazándose desde el origen, en el pasado, en lo posible, en lo futuro? Ser y no ser: ¿son algo más que palabras? Pero si las palabras encierran alguna verdad es en cuanto señalan al ser

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y al no ser, de ellos brota el valor mismo de las palabras; y no sólo su verdad, sino también su belleza y su bondad. No es de ellas de donde nace eso que traen sin poder agotarlo nunca.Todo lo que las palabras traen viene de allí, y sólo en esa medida obtienen ellas lo que valen.

¿Qué traen el ser y el no ser, y de dónde lo traen? ¿Por qué acudirían los seres abriéndose unos en otros si nada trajeran, si el mundo fuera un plano sin origen en el que nada viniera, sólo figuras evanescentes sustituyéndose unas a otras, yo entre ellas, como una pantalla cambiante en una habitación vacía? ¿Es el ser puro el origen, la plenitud del bien y la belleza, en el que por algún motivo, voluntario o no, necesario o no, se hubiera introducido el no ser, quizá como parte suya, o como un extraño, o rodeándolo como se rodea una esfera? ¿O es el origen el puro no ser -que ni puede pensarse- atraído por la plenitud del ser, que lo encierra como a un centro, conquistándolo hacia sí, ganándolo para lo eterno? ¿No son más que palabras? ¿Es el mundo fruto de un plan o designio, en que ser y no ser se están ganando quizá para lo bello y para lo bueno, o es una mera disputa, la más absurda y lamentable, nacida de la oposición misma, del querer y el poder sobre el no ser, que arrastra a los seres a un torbellino de nacer y morir, prevalecer aunque sólo sea un instante, por algún motivo, desde alguna perspectiva? ¿O bien no hay plan ni designio, ni tampoco disputa, sino el simple hecho de que no hay más ser ni no ser que el mundo, sólo el mundo como un hecho, nada detrás ni dentro, nadie que no aparezca ni desde donde se abran los que viven, sino sólo ellos que simplemente viven, cada uno desde su propio centro, abismado desde sí, entregado a su vida y abocado a morir?

Lo que traen los seres desde esa tensión que encontramos en su centro es la belleza y el bien de este darse unos en otros, en una misma carne, transfundiéndose la vida; y con ello también, como si le fuera inseparable, el espanto y el mal de perderse unos a otros, en distinta carne, arrebatándose la vida.

El poeta mira en torno las estrellas, las absortas nubes, los pájaros cobijándose entre las ramas, la pequeña piedra en su mano: todos abriéndonos desde un mismo origen, pues que compartimos mundo. Y a esa luz ya tenue

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dibuja en un papel círculos o esferas conteniéndose unas a otras, y entre ellas escribe algunas palabras que han venido acudiendo al discurso. Forma es la palabra elegida para indicar el darse de las cosas unas en otras (como esta luz, este olor a tierra mojada, esta brisa en la cara). Dios es la palabra elegida para indicar lo que traen y de donde vienen (el anhelo de bien y de belleza). Mundo (un mismo origen abriéndose hasta nosotros) es la palabra elegida para indicar el lugar de este anhelo, de esta búsqueda: "el mundo es la forma de Dios".

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27 Por entre las hojas el viento...

Después de anotar la palabra Dios, el caminante dirigió la mirada de nuevo al bosque, al rastro de blancos papeles que flotaba en la penumbra, esperando mansamente la noche como el campo todo, y tras la noche el nuevo día. Un fragor súbito de hojas bajó desde las ramas altas de los árboles, y le pareció oír la risa del viento escapándose de las palabras. Es más alto el silencio, pensó, y volvió a casa por caminos de tierra entre olivos, a la luz de la luna.

Cuando regresó pocos días después a aquel lugar, permanecían en las ramas las hojas escritas, y reconoció en ellas los rápidos trazos de su mano, pero aquellos signos le parecieron ruinas o extraños tatuajes tallados en el tronco de plata de los castaños, palabras. Callar es privilegio de Dios, pensó. Nadie parecía haber pasado, ni quizá pasaría por allí antes de que el viento o la lluvia se las llevara como a hojas secas. Pero aun si alguien las leyera, ¿qué valor ganarían con ello? ¿No sería igual que si un viento las arrastrara lentamente al olvido, borrándolas como borran un sueño los afanes del día? Volvió sobre sus pasos leyendo lo que allí había escrito, y vio que lo que más importa no había sido siquiera preguntado, como si se hubiera dejado para una ocasión mejor, quizá porque se hacía de noche, o confiando en que habría de volver por aquel camino algún día. Preguntar es privilegio nuestro, pensó: ¿qué será de nosotros, y qué del valor de cada uno? Aunque nada de ello nos pertenezca, sí la pregunta. Podemos renunciar a ella pero no impedirla, de tal modo nos pertenece.

Había venido trazando teorías sobre el conjunto de los seres como quien pone piedras en hilera, pero ahora no son los conceptos, sino nosotros mismos los que venimos junto a los otros, los que hemos procurado y amasado juntos nuestra vida, en una disposición o en otra, en este mismo tramo del presente en medio de la eternidad. ¿Qué valdrá el dolor de cada uno? ¿Cómo habrá de restituirse, con qué justicia, el daño causado? ¿Dónde encontraremos a los que quisimos, en qué abrazo final que no habíamos dado? Y si nada de ello hay,

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como un hecho, ¿qué bien podría sustentar como un fundamento lo moral, el valor del otro, y el valor mismo de la vida, de cada vida, y aun el valor de un mundo? ¿Pero cómo podríamos nosotros siquiera buscar desde nuestra vida la condición del valor de un mundo?

Si el yo es sólo un ente de acción, como se ha venido caracterizando desde la página 16, y una urdimbre de símbolos, como se dijo en la página 18; si su ser no consiste más que en un hacer, y en un entendimiento que teje hilos de palabras que se disipan en el viento no bien han sido dichas, no hay que esperar para él otro destino que el de sus propias acciones mientras vive y el de sus palabras y pensamientos que se esfuman en el aire desplazadas por otras: ser como ellas borrado por el tiempo, y con él su valor, pegado a sí mismo.

Pero no es esto lo que el yo espera y sabe de sí: sus palabras no agotan ni abarcan sus hechos, ni los hechos agotan o abarcan al yo que los realiza. El yo permanece, como referencia estable, a lo largo de toda la extensión de sus momentos, sin que pueda reducirse a ninguno de ellos, ni a su conjunto, pues en este último caso no se daría íntegro en ninguno de sus momentos, sino sólo en el conjunto; y sin embargo, aunque no podamos encontrarnos completos en ninguno de ellos, sí que en cada uno somos íntegramente, es decir, yo, el que permanece como referencia estable a lo largo del tiempo. Y este yo actúa y dice, bien o mal, verdad o falsedad, pero en ningún caso se reduce a sí mismo en alguna de sus acciones o ideas o palabras, y ni siquiera en el conjunto de todos sus actos, pensamientos o discursos: somos más de lo que hacemos, pensamos o decimos.

¿Qué es eso que somos, y por lo que preguntamos qué será de ello? La pregunta es ahora por el ser nuestro, pero no nos bastará para ella una metáfora del ser que lo reduzca a espacio acotado, ni siquiera a fondo desde el que emerja como presencia una silueta y que por eso pudiera ser conceptualizado como forma, algo en que un ser y un no ser confluyen, ya sea en el espacio o en el tiempo, considerado en sí o volcado en los otros seres, arracimados como un sistema de espejos que contuviera su propia imagen multiplicada, siendo una el aparecer de la otra y resultando imposible en esa infinita proliferación encontrar

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la primera, la del origen y verdadera. No es un ser que pueda ser pensado con metáforas, el que encierra la pregunta, ni que se ofrezca a sustitución alguna, sino un ser vivido, abierto a lo infinito, una presencia inefable ahí al fondo, sin límites, inabarcable como un mundo por sí mismo.

Todo lo que sabemos de ese yo y el de los otros es que es centro, interior donde se abre un mundo, el mismo que abriéndolo somos, que trae hasta nosotros y por nosotros el bien y la belleza. Hasta nosotros sin que con ello acabe, pues no ha concluido. Por nosotros porque llega a la luz cuando abrimos los ojos, viene al mundo en nuestra música y nos llama con su anhelo para darnos la medida del valor de nuestros actos. Pero esa luz ya estaba ahí, si pudo y quiso ser vista, antes del mundo y de los ojos, y en ella encuentran su valor, y su confianza.

El modo en que procura el yo el valor para sus actos y palabras, y los pone en obra, se llamó aquí santidad y arte. ¿En qué se funda dicho valor? Sólo puede fundarse en el valor del yo, ¿pero puede el yo desde sí mismo fundar su propio valor, sin un bien que lo exceda, tomándose como un mundo que pudiera abarcarse a sí mismo, absoluto para sí? Pero el yo no es fundamento de sí mismo, ni aun percibe su límite, sino que se es dado. ¿De dónde obtiene el yo su valor? No de sí mismo pues estaría cerrado, y el yo es interioridad abierta en que se manifiesta el mundo cada vez como su centro, que encuentra siempre interpuesto un tengo porque no se reduce a sí mismo, ni se encuentra por completo en ninguna de sus manifestaciones, sean actos o movimientos de la conciencia, o productos ideales o materiales: el yo es interior, anterior a todo eso, centro que salva el espacio y el tiempo, desde el que se establecen ellos. ¿De dónde el valor del yo? Él lo obtiene -y con él sus actos y obras- del bien y la belleza que el mundo trae en su ser y no ser. Su ser y no ser (del yo) lo obtiene (su valor) del mundo del que es interior. El valor del mundo viene de su interior como el bien y la belleza que anhela, como vida, la misma que somos. El valor del mundo será el que traiga, también por nosotros, la vida para el bien y la belleza.

De nosotros ha de ser lo que ya es: la vida como interior y centro que se

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da y se gana en los que viven; y que no ha de perderse, pues no ha concluido, en los que mueren: en la vida entran, como alguien que soñaba ignorando que dormía, y ahora a la luz de todos se despierta.

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Contraportada

Salí de Cazalla por la cuesta que baja por la Fuente del Judío, y atravesando el Llano de Los Morales y su alta arboleda por el estrecho sendero de polvo que lo cruza, llegué a la carretera que lleva a la Ermita de la Virgen del Monte. A pocos metros por ella un camino de tierra se desvía a la derecha, y subiendo una pequeña loma aparece al fondo, derramándose por las laderas, el bosque de castaños. Llaman a aquel paraje El Palomar, y hasta él continúa el camino abriéndose entre olivos y allí lo bordea hacia la cima del monte; pero adentrándose en él, ya sin senderos, desde su interior puede verse tras la maraña de troncos el pueblo de paredes blancas bajo un cielo añil, y oírse a veces el sonido lejano de las campanas.

La tarde era de mayo, el ramaje estaba cubierto de hojas verdes que filtraban una luz dorada, y en aquel aire tibio lleno de fragancias pareció pararse el tiempo hasta el anochecer, y mientras dejaba vagar mis pensamientos iba escribiendo notas en hojas sueltas que colgaba de las ramas. Eran poemas breves que hablaban de amor y de soledad, y que se iban convirtiendo, en cada hoja, en un diálogo entre aquel poeta y el bosque, y finalmente en la voz del bosque mismo.

A los pocos días volví por aquel lugar y los poemas seguían en los árboles, iluminados a ratos por rayos de sol, hablando en el silencio. Probablemente nadie los había leído, ni vendría a leerlos nunca.

Sobre aquel hecho fui componiendo en los meses siguientes una miniatura literaria, poema en prosa o reflexión filosófica, y finalmente edité en fotocopias un cuaderno manuscrito de treinta páginas que plegué y grapé yo mismo, y que regalé a mis amigos y a algunos conocidos. De los cien ejemplares que llegué a editar, en dos tamaños, unos pocos los dejé en depósito en las librerías de Sevilla que entonces frecuentaba (Padilla, La Roldana, Montparnasse, Antonio Machado, ninguna de ellas existe ya hoy), y durante

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algunos días pude verlo, con su portada verde de cuaderno infantil, en los escaparates junto a libros de autores que yo admiraba -los libros tenían entonces más importancia, eran más reales asomados a las calles que los libros hoy, un poco perdidos en librerías inmensas o en la red insondable-. En pocas semanas se vendieron, y con la recaudación del depósito, cinco o diez ejemplares en cada librería, menos el quince por ciento del librero, cubrí el gasto de las fotocopias. Se vendieron a cincuenta y a cien pesetas, dependiendo del tamaño.

Aunque durante años no volví a leerlo, ya en aquellos días pensaba que habría de volver sobre él, y que el primer y verdadero sentido de una obra literaria -muchas veces el único, como quizá sea el caso- es el cultivo del propio espíritu, mantener un diálogo con uno mismo a través del tiempo; y esto más cuando las ocasiones de dialogar con alguien sosegadamente, sin prisas ni prejuicios, son algo tan raro en nuestro agitado mundo.

El cuaderno traza un camino, deja señalados lugares para la meditación. Treinta años después vuelvo a aquel sendero con el muchacho que fui para pensar lo que dejó anotado; regreso con el pensamiento a aquella tarde y leo aquellas notas de entonces con el mismo impulso, el de un paseo de dos o tres horas. Su carácter de soliloquio no se pierde con ello, sino que se confirma con una distancia de treinta años, pues aquel caminante, al que escucho, y yo, al que hablaba, somos el mismo.

Llamo Primera lectura a este regreso, además, porque no concluye con ella. Si el cuaderno de 1983 era la voz de un hombre que extraviado en un bosque se convierte en árbol, aquel cuaderno es el tronco, y esta Primera lectura de 2013 son las ramas del mismo árbol; mi intención es que las hojas lleguen no más tarde de 2023, si el tiempo le sigue siendo favorable; y las flores y los frutos, la última lectura, en torno al año 2033. Cincuenta años son una medida de tiempo razonable para un árbol, y para un libro.

Invito al lector, si algún día pasa alguno por estas páginas, a recorrerlas como si paseáramos juntos a la sombra del bosque, pensando y abriendo senderos mientras caminamos, éstos y otros que puedan sugerirle a él sus pasos.

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Dejo en esta hoja escrito un saludo para ti en ese día, lejano amigo.

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Índice de temas

A la soledad de un bosque 5

La soledad 7

El silencio 8

Nadie 8

La poesía 9

1 Llévame adonde quieras 11

Libertad y amor 12

La voluntad 12

La entrega, la obediencia, la naturaleza 12

La semejanza 13

Los personajes 13

El tono del soliloquio 14

Situación 14

2 Distraído de la mano el pensamiento 15

El hilo del pensamiento 16

El andar 16

Los pasos 16

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Page 147: Soliloquio del bosque

La superstición 17

Sexualidad y religión 17

Lo finito y lo infinito 18

El yo en el mundo y la lógica de la inclusión 18

La comunidad del pensar 19

3 Hay un temor escondido 20

Tiempo y temor 21

El culto de la retina 22

Valor y tiempo 22

El extremo del tiempo 22

La salvación 23

El vivir 23

De dónde brotan el mirar y el decir 24

4 A obsesivas rutinas se entregan 25

Obsesivas rutinas 26

A quién 26

El tiempo y el mundo 27

Tiempo y extensión 27

El ser 28

Cambio, movimiento y tensión entre ser y no ser 29

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Page 148: Soliloquio del bosque

5 Adentrarse solo en un bosque 30

La tensión de ser y no ser 31

El no ser 32

El álgebra 33

Causa y efecto 33

Ser y algo 34

Semejanza, equivalencia y álgebra 34

6 Creía que las cosas reposaban 35

Fondo y forma 36

Lo vivo y la vida 37

El algo y lo vivo 37

El asombro 38

Efectualidad 38

Forma 39

7 la maleza: la malicia 40

Ser y no ser 41

Extravíos del pensamiento 41

Tiempo y temperatura 42

Física y metafísica 42

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Page 149: Soliloquio del bosque

Biología 42

Filosofía 43

Física y especulación poética 44

8 En espesa fronda se interna 45

Percibir 46

Esferas de manifestación 46

Verbos 46

El centro de la tensión 47

Algo como manifestación 47

Categorías 47

La lógica booleana 49

9 La más próxima al centro 50

Unidad y continuidad de las esferas 51

Morfología lingüística y morfología del ser 51

Algo, ente y ser 52

Estar 53

10 Se deciden por fin a acudir 55

La palabra estar 56

El estar y la diversidad del ente 56

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Page 150: Soliloquio del bosque

Lo universal y lo particular 57

El estar y la distancia 58

El estar y lo permanente 58

El estar y la unidad 58

11 En la segunda esfera 59

Nuestro estar 60

El centro de las esferas 61

Tener 61

Pertenencia y posesión 61

El tener y la diferencia 62

Haber y poseer 62

Deber y poder 63

Pasado y futuro 63

La gravitación 63

12 Aquí nos salta a la cara 64

La tensión y su extensión 65

Ser y algo 65

El no ser 67

Espacio y tiempo 67

La manifestación 68

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Page 151: Soliloquio del bosque

El ordenarse en esferas del ser 68

Tener y puro hacer 69

14 Sensación: una manera de… 70

Lo vegetal 71

El hacer y el puro hacer 71

La diferencia 72

Lo interior 72

La vida 73

Engendrar 74

De la acción al yo 74

15 En la exterioridad del mundo 76

La acción 77

La continuidad de las esferas 77

El dolor 77

La intención 77

Experiencia 78

Espíritu 78

Lo anímico 78

La unidad de lo físico y lo espiritual 78

La trascendencia o no del origen 78

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Page 152: Soliloquio del bosque

La sensación 78

Lo animal y lo vegetal 78

Signos 79

Entendimiento 79

El yo 80

El deseo 80

16 De las esferas de su deseo 81

Estructura del Soliloquio 82

Los temas para la reflexión 84

El yo 85

Sustancialidad del yo 86

Atemporalidad e inespacialidad del yo 86

El ser dado del yo 87

17 Una fundamentación metafísica 88

El tener del yo 89

El estar del yo 89

Afinidad y comunicación del yo con los entes 90

El yo como centro 90

Sujeto y objeto 91

La libertad 91

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Page 153: Soliloquio del bosque

La gracia 91

Lo moral 92

18 Ente de acción… Urdimbre de símbolos… 94

El saber de lo moral 95

Lo metafísico en lo moral 95

Lo moral, la norma y la gracia 96

Deseo y entendimiento 97

Los productos de la cultura 97

La nutrición y el bien 97

Amor, sexo, erotismo 98

Poesía, religión, lenguaje 99

19 Por efectuarse en lo útil 100

La liberación del yo 101

Deber y poder 101

Lo moral como obligación 102

Deber y libertad 102

Libertad y conciencia 102

Libertad y tiempo 103

Libertad, vida y muerte 103

Santidad y arte 104

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Page 154: Soliloquio del bosque

20 Por vuestra hermosura veo 105

Obras y actos 106

La orientación del yo 106

Lo cotidiano y lo extraordinario 107

El cultivo del espíritu 107

Dicha y hermosura 108

Crecer y crear 108

El bosque y la obra 108

21 Así como el estar de la piedra 110

La misma carne 111

El pensamiento y el sueño 111

La belleza 112

Lo angélico 112

La música 112

La noche 112

22 Una fundamentación metafísica 113

La armonía 114

Música y luz 115

La gracia 115

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Page 155: Soliloquio del bosque

El fundamento de la armonía 116

La belleza, el bien 117

23 Lo dicho sobre la música 118

Integración y belleza 119

La unidad 120

Verdad 120

Saber 120

Armonía y mundo 121

El ocultarse y el mostrarse 121

Mundo y otro mundo 121

Proximidad de lo angélico 122

24 Algo: extensión 123

Algo, ser y no ser 124

La lejanía 124

El juego de palabras 125

La verdad y el canto 125

Lo vivo 126

Lo que gana o lo que guarda lo vivo 126

Lo interno 126

Lo divino 127

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Page 156: Soliloquio del bosque

25 Lo divino = lo interno 128

La palabra Dios 129

Dios desde el interior del bosque 129

El interior vivo 129

Lo necesario 130

El mal y el engreído poeta 131

La medida 131

Dios y lo divino 131

Dios y el yo 132

26 Las llamamos las esferas 133

La esfericidad 134

El origen 134

Lo infinito y esta pequeña piedra 134

El ser y el no ser 134

El mundo 135

El anhelo 136

Las palabras y las piedras 136

Mundo, forma, Dios 136

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Page 157: Soliloquio del bosque

27 Por entre las hojas el viento 137

Lo inefable 138

El olvido 138

La pregunta 138

El yo íntegro y nunca completo 139

El ser y no ser nuestros 140

El valor del yo 141

El valor del mundo 141

La vida y los que viven 141

La luz de todos y el despertar 141

Contraportada 142

El bosque 143

La edición 144

El soliloquio 144

Al lector 144

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