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1 Los Invictos William Faulkner LA EMBOSCADA 1 Detrás del ahumadero, Ringo y yo levantamos aquel verano un mapa viviente. Aunque Vicksburg no era más que un manojo de astillas de la pila de leña y el río sólo un canal escarbado en la apiñada tierra con la punta del azadón, aquello (río, ciudad y terreno) tenía vida, poseyendo incluso, en miniatura, la apreciable aunque pasiva obstinación con que la topografía supera a la artillería, y contra la cual la más brillante de las victorias y la más trágica de las derrotas no son sino el tumultuoso estrépito de un momento. Para Ringo y para mí aquello tenía vida, a pesar del hecho de que el terreno, cuarteado por el sol, absorbía el agua más rápidamente de lo que nosotros podíamos sacarla del pozo, y la misma puesta en escena de la contienda era una inacabable y casi desesperada prueba en la que corríamos sin parar, jadeando, con el chorreante cubo entre el pozo y el campo de batalla, los dos obligados primero a unir fuerzas y emplearnos contra un enemigo común, el tiempo, antes de que pudiéramos producir y mantener intacto como un paño, como un escudo entre nosotros y la realidad, entre nosotros, los hechos y el destino, el modelo de una furiosa victoria imitada y resumida. Parecía que aquella tarde nunca conseguiríamos llenarlo, calarlo lo suficiente, porque hacia tres semanas que ni siquiera había habido rocío. Pero por fin quedó lo bastante empapado, al menos con suficiente aspecto de mojado, y podíamos empezar. Justamente estábamos a punto de comenzar. Entonces, de repente, apareció Loosh ahí parado, observándonos. Era hijo de Joby y tío de Ringo; allí estaba (no sabíamos de dónde había salido; no le habíamos visto asomar ni presentarse), de pie bajo la ardiente y monótona luz del sol de primeras horas de la tarde, con la cabeza descubierta y un poco inclinada, un poco ladeada pero firme y sin torcer, como una bala de cañón (a la que se parecía) apresurada y descuidadamente alojada en cemento, con los ojos algo enrojecidos en los ángulos internos, como se ponen los ojos de los negros cuando han estado bebiendo, mirando hacia abajo, a lo que Ringo y yo llamábamos Vicksburg. Luego vi a Philadelphy,

William Faulkner - Los Invictos

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William Faulkner

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  • 1Los InvictosWilliam Faulkner

    LA EMBOSCADA

    1

    Detrs del ahumadero, Ringo y yo levantamos aquel verano un mapa viviente. Aunque

    Vicksburg no era ms que un manojo de astillas de la pila de lea y el ro slo un canal

    escarbado en la apiada tierra con la punta del azadn, aquello (ro, ciudad y terreno) tena

    vida, poseyendo incluso, en miniatura, la apreciable aunque pasiva obstinacin con que la

    topografa supera a la artillera, y contra la cual la ms brillante de las victorias y la ms

    trgica de las derrotas no son sino el tumultuoso estrpito de un momento. Para Ringo y

    para m aquello tena vida, a pesar del hecho de que el terreno, cuarteado por el sol,

    absorba el agua ms rpidamente de lo que nosotros podamos sacarla del pozo, y la misma

    puesta en escena de la contienda era una inacabable y casi desesperada prueba en la que

    corramos sin parar, jadeando, con el chorreante cubo entre el pozo y el campo de batalla,

    los dos obligados primero a unir fuerzas y emplearnos contra un enemigo comn, el tiempo,

    antes de que pudiramos producir y mantener intacto como un pao, como un escudo entre

    nosotros y la realidad, entre nosotros, los hechos y el destino, el modelo de una furiosa

    victoria imitada y resumida. Pareca que aquella tarde nunca conseguiramos llenarlo,

    calarlo lo suficiente, porque hacia tres semanas que ni siquiera haba habido roco. Pero por

    fin qued lo bastante empapado, al menos con suficiente aspecto de mojado, y podamos

    empezar. Justamente estbamos a punto de comenzar. Entonces, de repente, apareci Loosh

    ah parado, observndonos. Era hijo de Joby y to de Ringo; all estaba (no sabamos de

    dnde haba salido; no le habamos visto asomar ni presentarse), de pie bajo la ardiente y

    montona luz del sol de primeras horas de la tarde, con la cabeza descubierta y un poco

    inclinada, un poco ladeada pero firme y sin torcer, como una bala de can (a la que se

    pareca) apresurada y descuidadamente alojada en cemento, con los ojos algo enrojecidos

    en los ngulos internos, como se ponen los ojos de los negros cuando han estado bebiendo,

    mirando hacia abajo, a lo que Ringo y yo llambamos Vicksburg. Luego vi a Philadelphy,

  • 2su mujer, al otro lado de la pila de lea, agachada, con una brazada de astillas ya recogida

    entre su codo doblado, mirando a la espalda de Loosh.

    -Qu es eso? -pregunt Loosh.

    -Vicksburg -contest.

    Loosh se ech a rer. All se qued, rindose sin ruido, mirando las astillas.

    -Ven aqu, Losh -dijo Philadelphy desde la pila de lea. En su voz tambin haba algo raro,

    apremiante, temeroso quiz-. Si quieres cenar, ser mejor que me traigas un poco de lea.

    Pero no distingu si era premura o temor; no tuve tiempo de extraarme o de pensarlo,

    porque Loosh se agach de repente, antes de que Ringo o yo pudiramos movernos, y de un

    manotazo ech por tierra las astillas.

    -Ah tenis vuestra Vicksburg -dijo.

    -Loosh! -exclam Philadelphy.

    Pero Loosh se puso en cuclillas, mirndome con aquella expresin en la cara. Entonces yo

    no tena ms que doce aos: no saba lo que era el triunfo; incluso desconoca la palabra.

    -Y os dir otra que no conocis -dijo-. Corinth.

    -Corinth? -dije. Philadelphy haba soltado la lea y vena rpidamente hacia nosotros.

    -Eso tambin est en Mississippi. No est lejos. Yo he estado all.

    -Lo lejos no importa -dijo Loosh.

    Pareci entonces que estaba a punto de recitar un salmo, de cantar; all en cuclillas, con el

    ardiente y montono sol sobre su frreo crneo y el achatado sesgo de su nariz, no nos

    miraba ni a m ni a Ringo; era como si sus ojos, enrojecidos en los ngulos, se le hubieran

    vuelto del revs en el crneo y fuese el blanco y liso anverso de las rbitas lo que veamos.

  • 3-Lo lejos no importa -repiti Loosh-. El caso es que est en el camino.

    -En el camino? En qu camino?

    -Pregunta a tu pap. Pregunta al amo John.

    -Est en Tennessee, combatiendo. No puedo preguntarle.

    -Crees que est en Tennessee? No tiene nada que hacer ahora en Tennessee.

    Entonces Philadelphy le agarr del brazo.

    -Cllate la boca, negro! -exclam ella, con aquella voz tensa y grave-. Ven ac y

    recgeme un poco de lea!

    Luego se marcharon. Ni Ringo ni yo les miramos alejarse. Nos quedamos ah parados,

    sobre las ruinas de nuestra Vicksburg y la tediosa escarbadura de azadn, que ya ni siquiera

    tena aspecto hmedo, mirndonos calladamente.

    -Qu? -dijo Ringo-. Qu ha querido decir?

    -Nada -contest. Me agach y levant Vicksburg otra vez-. Ya est.

    Pero Ringo no se movi; slo me miraba.

    -Loosh se ri. Tambin habl de Corinth. Se ri tambin de Corinth. Crees que sabe algo

    que ignoremos nosotros?

    -Nada! -dije-. Supones que Loosh pueda saber algo que mi padre desconozca?

    -El amo John est en Tennessee. Quiz no lo sepa l tampoco.

    -Crees que estara all lejos, en Tennessee, si hubiese yanquis en Corinth? Crees que si

    hubiera yanquis en Corinth no estaran tambin all mi padre, el general Van Dorn y el

    general Pemberton?

  • 4Pero era consciente de que slo hablaba por hablar, porque los negros saben cosas, las

    conocen; habra sido necesario algo ms fuerte, mucho ms fuerte que las palabras para que

    sirviera de algo. As que me agach, cog un puado de polvo con las dos manos, y me

    levant: Ringo segua de pie, sin moverse, slo mirndome, y as sigui incluso cuando

    arroj el polvo.

    -Soy el general Pemberton! Yaaaii! Yaaii! -aull, mientras me agachaba, coga ms

    polvo, y lo volva a tirar. Ringo segua sin moverse.

    -Est bien! -exclam-. Esta vez har yo de Grant, entonces. T puedes ser el general

    Pemberton.

    Pues era urgente, ya que los negros saben. Lo acordado era que yo fuese el general

    Pemberton dos veces seguidas y Ringo fuera Grant; luego yo tendra que hacer una vez de

    Grant, para que Ringo pudiera ser el general Pemberton, o no querra seguir jugando. Pero

    precisamente ahora era urgente, aun cuando Ringo fuese un negro, porque Ringo y yo

    habamos nacido el mismo mes, y ambos nos alimentamos del mismo pecho y dormimos y

    comimos juntos durante tanto tiempo, que llamaba yaya a mi abuela, lo mismo que yo, y

    hasta puede que l ya no fuera negro, o que yo tal vez ya no fuese un chico blanco, o que ni

    siquiera siguisemos siendo personas ninguno de los dos: los dos ltimos invictos, como

    dos mariposas nocturnas, como dos plumas flotando por encima del huracn. As estbamos

    ambos; no vimos en absoluto a Louvinia, mujer de Joby y abuela de Ringo. Estbamos

    frente a frente, apenas a un brazo de distancia el uno del otro, mutuamente invisibles entre

    las furiosas y paulatinas sacudidas del polvo que arrojbamos, gritando: Muerte a los

    bastardos! Matadles! Matadles!, cuando la voz de ella pareci descender sobre nosotros

    como una enorme mano, aplastando hasta el polvo que habamos levantado, mientras nos

    hacamos ya visibles el uno al otro, manchados de polvo hasta los ojos y todava a punto de

    lanzarlo.

    -Eh, Bayard! Eh, Ringo!

  • 5Se qued a unos diez pies de distancia, con los labios an abiertos por los gritos. Observ

    que no llevaba el viejo sombrero de padre, que se pona encima del pauelo de la cabeza

    incluso cuando sala de la cocina slo para recoger lea.

    -Que palabra era sa? -dijo-. Qu os he odo decir? Pero no esper contestacin, y

    entonces not que ella tambin haba estado corriendo.

    -Mirad quin viene por el camino grande! -dijo.

    Nosotros -Ringo y yo- corrimos como uno solo, saliendo con una zancada de la petrificada

    inmovilidad, por el patio de atrs y alrededor de la casa, hasta donde estaba yaya, en lo alto

    de los escalones de la entrada, y adonde Loosh acababa de llegar desde el otro lado, dando

    la vuelta a la casa y detenindose, mirando al camino, hacia el portn. En la primavera,

    cuando padre vino a casa, Ringo y yo corrimos entonces por el camino para encontrarnos

    con l, y volvimos, yo montado en un estribo con el brazo de mi padre rodendome, y

    Ringo agarrado al otro estribo, corriendo junto al caballo. Pero esta vez no lo hicimos. Sub

    los escalones y me puse al lado de yaya, mientras Ringo y Loosh se quedaban al pie de la

    galera, y miramos cmo el garan de padre entraba por el portn, que ahora no se cerraba

    nunca, y suba por el camino de entrada. Les observamos: el enorme y enflaquecido caballo

    casi del color del humo, ms claro que la costra de polvo que se le haba pegado en la

    hmeda piel al atravesar el vado que haba a tres millas, subiendo por el camino con una

    marcha firme que no era ni al paso ni al trote, como si la hubiera mantenido durante todo el

    camino desde Tennessee porque existiese una necesidad de abarcar tierra que prohibiera el

    sueo y el descanso y relegase algo tan trivial como el galope a ciertos lmites aislados de

    una perpetua e inspida vacacin; y mi padre, tambin mojado por el cruce, con otra costra

    de polvo en las ennegrecidas botas y los faldones de su guerrera gris, curtida por la

    intemperie, con sombras ms oscuras que en la pechera, en la espalda y en las mangas,

    donde los deslustrados botones y los deshilachados galones de su rango de coronel

    brillaban apagadamente, y el sable que penda suelto pero rgido a su costado como si fuera

    demasiado pesado para dar tumbos o estuviera incorporado, quizs, al propio muslo

    viviente y no recibiese del caballo ms movimiento del que reciba l mismo. Se detuvo;

    nos mir a yaya y a m, en el porche, y a Ringo y a Loosh, abajo.

  • 6-Hola, miss Rosa -dijo-. Hola, chicos.

    -Hola, John -dijo yaya.

    Loosh se acerc y agarr la cabeza de Jpiter; mi padre desmont ceremoniosamente,

    mientras el sable chocaba sorda y pesadamente contra su pierna y la bota mojada.

    -Cepllalo -dijo mi padre-. Dale un buen pienso, pero no lo lleves a pastar. Que se quede en

    el cercado... Ve con Loosh -dijo, como si Jpiter fuese un nio, dndole una palmada en el

    flanco cuando Loosh se lo llevaba.

    Entonces pudimos verle bien. Me refiero a padre. No era grande; era simplemente por lo

    que hacia, por lo que sabamos que hacia y haba estado haciendo en Virginia y en

    Tennessee, por lo que nos pareca tan grande. Haba otros adems de l que estaban

    haciendo cosas, las mismas cosas, pero tal vez fuese porque l era el nico que conocamos,

    a quien siempre habamos odo roncar por la noche en una casa tranquila, a quien habamos

    visto comer, a quien habamos escuchado cuando hablaba, de quien sabamos cmo le

    gustaba dormir, qu le apeteca comer y cunto le agradaba hablar. No era alto; pero, de

    algn modo, pareca ms bajo todava a caballo que a pie, porque Jpiter era grande y,

    cuando se pensaba en padre, uno crea que tambin era grande, de manera que cuando se

    imaginaba a padre montado en Jpiter, era como si se dijese: Juntos sern excesivamente

    grandes; es increble. De modo que uno no se lo crea y, adems, no era as. Se aproxim a

    los escalones y comenz a subirlos con el sable, pesado y plano, al costado. Entonces

    empec a oler aquello de nuevo, como cada vez que volva, como aquel da de la primavera

    pasada en que sub por el camino montado en un estribo: el olor de su ropa, de su barba y

    tambin de su cuerpo, que yo tena por el olor de la plvora y de la gloria, el de los elegidos

    por la victoria, pero ahora s que no es as; ahora comprendo que slo era la voluntad de

    resistir, un sarcstico e incluso chistoso rechazo a engaarse a si mismo, lo cual ni siquiera

    se acerca a ese optimismo por el que se considera que lo que est a punto de sucedernos es,

    posiblemente, lo peor que podamos sufrir, subi cuatro escalones, golpeando el sable contra

    cada uno de ellos (as era realmente de alto), luego se detuvo y se quit el sombrero. Y a

    eso me refiero: a que hacia cosas ms grandes que l. Pudo haberse puesto a la misma

    altura que yaya, y slo habra tenido que inclinar un poco la cabeza hacia ella para que le

  • 7diera un beso. Pero no lo hizo. Se detuvo dos escalones ms abajo, con la cabeza

    descubierta y la frente alzada para que ella la rozara con sus labios, y el hecho de que

    tuviera entonces que inclinarse un poco, no disminua para nada la ilusin de altura y talla

    que l conservaba, al menos, para nosotros.

    -He estado esperndote -dijo yaya.

    -Ah -dijo padre. Luego me mir a m, que segua mirndole a l, lo mismo que Ringo, que

    segua abajo, al pie de los escalones.

    -Has cabalgado aprisa desde Tennessee -dije.

    -Ah -repiti padre.

    -Tennessee le ha hecho adelgazar -dijo Ringo-. Que es lo que comen all, amo John?

    Comen lo mismo que la gente de aqu?

    Entonces lo dije, mirndole a la cara mientras l me miraba a mi:

    -Dice Loosh que no has estado en Tennessee.

    -Loosh? -dijo padre-. Loosh?

    -Entra -dijo yaya-. Louvinia te est poniendo la comida en la mesa. Tienes el tiempo justo

    para lavarte.

    2

    Aquella tarde construimos el corral de troncos. Lo hicimos hondo, en la caada del arroyo,

    donde no podra encontrarse a menos que se supiera donde buscar, y no poda verse hasta

    llegar a las nuevas estacas, cortadas a hachazos, y rezumantes de savia, zigzagueando entre

    la propia vegetacin del bosque. Todos estbamos all -padre, Joby, Ringo, Loosh y yo-,

    padre con las botas puestas todava, pero sin la guerrera, de manera que por primera vez

  • 8vimos que sus pantalones no eran de los confederados, sino de los yanquis, de un fuerte y

    flamante pao azul que ellos (l y su escuadrn) haban capturado, y tampoco llevaba el

    sable. Trabajamos aprisa, talando los arbolillos -sauces y robles, arces de pantano y

    castaos enanos- y, sin apenas esperar a mondarlos, arrastrndolos con los mulos y a mano

    tambin por entre el barro y las zarzas, hacia donde aguardaba padre. Y aquello tambin era

    grande: padre estaba en todas partes, con un arbolillo debajo de cada brazo, yendo entre los

    matorrales y las zarzas casi ms de prisa que las mulas, clavando las estacas en su sitio,

    mientras Joby y Loosh seguan discutiendo sobre cul de los extremos del tronco haba que

    poner. As era: no es que padre trabajara ms aprisa y ms duramente que cualquier otro,

    aun cuando alguien parezca ms grande (a los doce aos, al menos; para m y para Ringo a

    los doce, en todo caso) quedndose quieto y ordenando Haced esto o lo otro a quienes

    estn trabajando; era la manera en que lo hacia. Cuando se sent en su sitio de siempre a la

    mesa del comedor y hubo terminado la carne de cerdo, las verduras, la torta de maz y la

    leche que le trajo Louvinia (mientras nosotros mirbamos y aguardbamos, al menos Ringo

    y yo, esperando la noche y la conversacin, el relato), se limpi la barba y dijo:

    -Ahora vamos a construir un corral nuevo. Tambin tendremos que cortar las estacas.

    Cuando dijo eso, Ringo y yo tuvimos probablemente la misma visin. All estaramos todos

    -Toby, Loosh, Ringo y yo-, al borde del barranco, formados para una especie de orden, una

    orden que no participaba de codicia alguna, no ansiaba el ataque ni la victoria, sino ms

    bien esa pasiva aunque dinmica afirmacin que debieron haber sentido las tropas de

    Napolen, y, frente a nosotros, entre nosotros y el barranco, entre nosotros y los troncos

    rebosantes de savia que estaban a punto de convertirse en inertes estacas, mi padre. Iba

    montado en Jpiter; llevaba la capa gris con alamares de coronel; y, mientras le

    observbamos, desenvain el sable. Lanzndonos a todos una ltima y comprensiva mirada,

    lo blandi, al tiempo que hacia girar a Jpiter mediante el freno acodado; su cabello

    ondeaba bajo el tricornio, el sable se agitaba y resplandeca; sin chillar, pero con voz fuerte,

    grit: Al trote! A medio galope! Carguen! Luego, sin tener siquiera que movernos,

    pudimos verle y seguirle a la vez: el hombrecillo (que conjuntamente con el caballo

    aparentaba exactamente la talla adecuada, porque eso era todo lo grande que necesitaba

    semejar y, a los doce aos, ms grande de lo que la mayora de la gente tendra esperanzas

  • 9de parecer) iba erguido en los estribos por encima de aquel rayo menguante de color de

    humo, bajo el arco y los mil destellos del sable con el que los arbolillos escogidos,

    cortados, mondados y desmochados, saltaban a las bien arregladas hileras, necesitando

    solamente que los transportaran y colocaran para convertirse en una cerca.

    El sol se haba ido de la hondonada cuando acabamos la cerca, es decir, cuando dejamos a

    Joby y a Loosh para que colocaran los tres ltimos travesaos, pero segua luciendo arriba,

    en la ladera del prado, cuando la atravesamos cabalgando: yo detrs de padre en una de las

    mulas, y Ringo en la otra. Pero se haba ido hasta de los pastos cuando dej a padre en casa

    y volv al establo, donde Ringo ya haba atado un ronzal a la vaca. As que volvimos al

    corral nuevo con la ternera siguindonos, escarbando en el suelo y aguijando a la vaca cada

    vez que se paraba a arrancar un buche de hierba, y la cerda trotando delante. Ella (la cerda)

    era la que se mova con lentitud. Pareca ir ms despacio que la vaca, incluso cuando sta se

    detena y Ringo se encorvaba por la tirante sacudida del ronzal y se pona a gritarle, de

    modo que ya era bastante de noche cuando llegamos al cercado nuevo. Pero all todava

    quedaba mucho espacio para pasar ganado. Aunque no nos habamos preocupado de eso.

    Los metimos dentro: las dos mulas, la cerda, la vaca y la ternera; pusimos a tientas el

    ltimo travesao, y volvimos a casa. La oscuridad era completa entonces, incluso en el

    prado; podamos ver la lmpara de la cocina y la sombra de alguien movindose a travs de

    la ventana. Cuando entramos Ringo y yo, Louvinia estaba cerrando uno de los grandes

    bales del desvn que llevaban cuatro aos sin bajarse, desde la Navidad que pasamos en

    Hawkhurst, cuando no haba ninguna guerra y an viva to Dennison. Era un bal grande y

    pesado incluso cuando estaba vaco; no estaba en la cocina cuando salimos a construir el

    corral, de modo que debieron bajarlo en cualquier momento durante la tarde, mientras Joby

    y Loosh estaban en la caada y no quedaba nadie para llevarlo hasta abajo, salvo yaya y

    Louvinia, y luego padre, ms tarde, despus de que volviramos a casa en las mulas, as que

    aquello tambin formaba parte de la urgencia y tambin de la necesidad; tal vez fue

    tambin padre quien baj el bal desde el desvn. Y cuando entr a cenar, la mesa estaba

    puesta con los cuchillos y tenedores de la cocina en lugar de los de plata, y el aparador (en

  • 10

    el que se guardaba la vajilla de plata desde que yo tena memoria, y donde haba

    descansado desde entonces excepto los martes por la tarde, cuando yaya y Louvinia y

    Philadelphy solan limpiarlo, aunque nadie, salvo yaya, quiz, saba por qu, pues jams se

    haba usado) estaba vaci.

    No tardamos mucho en comer. Padre ya haba comido una vez, a primera hora de la tarde,

    y, adems, eso era lo que Ringo y yo estbamos esperando: porque despus de la cena, con

    los msculos relajados y el estmago lleno, llegaba el momento de la charla.

    En la primavera, cuando vino a casa aquella vez, esperamos como lo hacamos ahora, hasta

    que se sent en su butaca de siempre, con los leos de nogal crujiendo y crepitando en el

    hogar mientras Ringo y yo nos acurrucbamos a cada lado de la chimenea, bajo la repisa,

    por encima de la cual el mosquete que haba capturado y trado de Virginia hacia dos aos,

    reposaba en dos clavijas, cargado, engrasado y listo para usarlo. Entonces escuchamos.

    Olmos: los nombres, Forrest y Morgan y Barksdale y Van Dorn; las palabras, como

    brecha y marcha, que no tenamos en Mississippi, aunque contbamos con Barksdale,

    y con Van Dorn hasta que algn marido le mat, y el general Forrest que pasaba a caballo

    cierto da por South Street, en Oxford, desde donde le observaba, a travs de una ventana,

    una jovencita que grab su nombre en el cristal con el diamante de su anillo: Celia Cook.

    Pero nosotros slo tenamos doce aos; no escuchbamos esas cosas. Lo que oamos Ringo

    y yo eran el can, las banderas y los gritos annimos. Eso era lo que nos disponamos a or

    aquella noche. Ringo me aguardaba en el vestbulo; esperamos hasta que padre se hubo

    acomodado en su butaca, en el cuarto que l y los negros llamaban el Despacho: padre,

    porque all estaba su escritorio, donde guardaba la semilla de algodn y de maz, y en esa

    habitacin sola quitarse las embarradas botas y sentarse en calcetines mientras las botas se

    secaban en la chimenea, y a donde los perros podan ir y venir impunemente a echarse en la

    alfombra, ante el fuego, o simplemente a dormir en las noches fras; no s si fue madre, que

    muri al nacer yo, quien le dio esa dispensa antes de morir y yaya lo aprob despus, o si

    fue la propia yaya quien le dio permiso una vez que muri madre; y los negros lo llamaban

    Despacho, porque tenan que ir a aquella habitacin para presentarse ante el vigilante (que

  • 11

    se sentaba en una de aquellas sillas rectas y slidas y adems se fumaba uno de los cigarros

    de padre, pero con el sombrero quitado), y juraban que no era posible que fueran ellos

    quienes l (el vigilante) deca, ni que hubieran estado donde l afirmaba; y yaya lo llamaba

    Biblioteca, porque haba una estantera de libros que contena un Coke Upon Littleton, un

    Josefo, un Corn, un volumen de informes sobre Mississippi fechado en 1848, un Jeremy

    Taylor, unas Mximas de Napolen, un tratado de astrologa de mil noventa y ocho

    pginas, una Historia de los Hombres Lobo de Inglaterra, Irlanda y Escocia, incluyendo

    Gales, por el reverendo Ptolemy Thorndike, M.A. (Edimburgo) y F.R.S.S., las obras

    completas de Walter Scott, las de Fenimore Cooper y las de Dumas, en rstica y tambin

    completas, a excepcin de un volumen que a padre se le cay del bolsillo en Manassas (en

    la retirada, segn dijo).

    Ringo y yo volvimos, pues, a acurrucarnos, y esperamos en silencio mientras yaya cosa

    junto a la lmpara de la mesa y padre se sentaba en su butaca de siempre, en el sitio

    acostumbrado, las embarradas botas cruzadas y estiradas hasta las viejas marcas de tacones

    junto a la yerta y vaca chimenea, mascando tabaco que le haba dado Joby. Joby era mucho

    ms viejo que padre. Demasiado viejo para quedarse sin tabaco slo por causa de la guerra.

    Haba venido a Mississippi con padre, desde Carolina, y haba sida su criado personal

    durante todo el tiempo que estuvo educando y preparando a Simn, el padre de Ringo, para

    que le sustituyera cuando l (Joby) se hiciera demasiado viejo, lo cual debi de haber

    ocurrido, sin embargo, algunos aos atrs, si no hubiera sido por la guerra. De manera que

    Simn se march con padre y todava estaba en Tennessee con el ejrcito. Esperamos a que

    padre empezara; aguardamos tanto que, por los ruidos que venan de la cocina, supusimos

    que Louvinia casi haba terminado: as que pens que padre estaba dando tiempo a que

    Louvinia terminase y viniera a escuchar tambin, de modo que dije:

    -Cmo se puede combatir en las montaas, padre?

    Y eso era lo que l esperaba, aunque no en la forma en que Ringo y yo pensbamos, porque

    dijo:

  • 12

    -No se puede. Simplemente, hay que hacerlo. Ahora, chicos, corred a la cama.

    Subimos la escalera. Pero no hasta el final; nos paramos y nos sentamos en el ltimo

    rellano, justamente fuera del circulo de la luz que vena de la lmpara del vestbulo,

    espiando la puerta del Despacho, escuchando; al cabo de un rato, Louvinia cruz el

    vestbulo sin mirar hacia arriba y entr en el despacho. Les omos a ella y a padre:

    -Est preparado el bal?

    -Si, seor. Est preparado.

    -Entonces, dile a Loosh que coja el farol y las palas y me espere en la cocina.

    -S, seor -dijo Louvinia.

    Sali; volvi a atravesar el vestbulo sin mirar siquiera a las escaleras, cuando ella sola

    seguirnos hasta arriba, quedarse en la puerta de la alcoba y regaarnos hasta que nos

    acostbamos: yo en la misma cama, y Ringo en el jergn de al lado. Pero aquella vez no

    slo no se preguntaba dnde estaramos, sino que ni siquiera pens en dnde no deberamos

    estar.

    -S lo que hay en ese bal -susurr Ringo-. Es la plata. T que crees?

    -Chisss! -dije. Podamos or la voz de padre, hablando con yaya. Al rato volvi Louvinia y

    cruz el vestbulo otra vez. Seguimos sentados en el descansillo de arriba, y omos la voz

    de padre, que hablaba con yaya y Louvinia.

    -Vicksburg? -musit Ringo.

    Estbamos en la parte oscura; yo no poda verle ms que las rbitas de los ojos.

    -Que ha cado Vicksburg? Quiere decir que ha cado al ri? Y el general Pemberton con

    ella?

    -Chisssss! -repet.

  • 13

    Seguimos sentados muy juntos en la oscuridad, escuchando a padre. Acaso fueran las

    sombras, o quiz volvamos a ser las dos mariposas nocturnas, las dos plumas, o tal vez se

    llega a un punto en que la credulidad, firme y serenamente, declina de modo irrevocable,

    porque de repente apareci Louvinia encima de nosotros, zarandendonos hasta

    despertarnos. Ni siquiera nos rega. Nos sigui escaleras arriba y se qued en la puerta de

    la alcoba; no encendi la lmpara, y tampoco hubiera podido saber si nos habamos

    desnudado o no, aunque hubiese prestado la debida atencin para sospechar que no lo

    habamos hecho. Quiz estuvo, como Ringo y yo, escuchando lo que nosotros cremos or,

    aunque saba que no era as, del mismo modo que saba que nos quedamos dormidos un

    rato en las escaleras. Ya lo han sacado, ahora estn en el huerto, cavando, me deca a m

    mismo. Porque existe el punto en que la credulidad declina; en alguna parte entre el sueo y

    la vigilia cre ver o so que vi el farol en el huerto, bajo los manzanos. Pero no s si lo vi o

    no, porque ya haba amanecido, llova, y mi padre se haba ido.

    3

    Debi cabalgar bajo la lluvia, que segua cayendo durante el desayuno y tambin a la hora

    de comer, de modo que pareca que no podramos salir de casa para nada, hasta que yaya

    dej por fin de coser, y dijo:

    -Muy bien. Ve por el libro de cocina, Marengo.

    Ringo vino de la cocina con el libro, y l y yo nos echamos en el suelo, boca abajo,

    mientras yaya lo abra.

    -Qu vamos a leer hoy? -pregunt.

    -Lo del pastel -contest.

  • 14

    -Muy bien. Qu clase de pastel?

    Pero no necesitaba preguntarlo, porque Ringo ya estaba respondiendo antes de que ella

    terminara de hablar.

    -Pastel de coco, yaya.

    El siempre deca pastel de coco, porque nunca habamos logrado averiguar si Ringo haba

    probado o no el pastel de coco. Habamos comido alguno antes de Navidad, y Ringo trataba

    de recordar si en la cocina haban tomado un poco, pero no poda acordarse. De cuando en

    cuando, para que se decidiese, trataba de ayudarle, de que me dijese a qu saba y cmo era,

    y a veces casi se decida a arriesgarse, antes de cambiar de idea. Porque deca que quiz

    prefiriese simplemente haber probado el pastel de coco aunque no se acordara, en vez de

    saber con seguridad que no lo haba hecho; y que, si se equivocaba al describirlo, jams en

    la vida probara el pastel de coco.

    -Creo que un poco ms no nos har dao -dijo yaya.

    La lluvia ces a media tarde; lucia el sol cuando sal a la galera de atrs seguido de Ringo,

    que empez a decir A dnde vamos?, cosa que repiti despus de pasar por el

    ahumadero, desde donde yo vea el establo y las cabaas: A dnde vamos ahora? Antes

    de llegar al establo descubrimos a Joby y a Loosh al otro lado de la cerca de los pastos,

    subiendo las mulas del corral nuevo.

    -Qu vamos a hacer ahora? -dijo Ringo.

    -Vigilarle -contest.

    -Vigilarle? Vigilar a quin?

    Observ a Ringo. Me miraba fijamente, con las rbitas de los ojos grandes y tranquilos,

    como la noche anterior.

  • 15

    -Hablas de Loosh. Quin nos ha dicho que le vigilemos?

    -Nadie. Pero lo s.

    -Es que lo soaste, Bayard?

    -Si. Anoche. Estaban mi padre y Louvinia. Mi padre hablaba de vigilar a Loosh, porque l

    sabe.

    -Sabe? -dijo Ringo-. Qu sabe?

    Pero tampoco necesitaba preguntarlo; al instante siguiente se contest l mismo,

    mirndome con sus redondos ojos tranquilos, parpadeando un poco.

    -Ayer. Vicksburg. Cuando la derrib. l ya lo saba entonces. Igual que cuando dijo que el

    amo John no estaba en Tennessee y, efectivamente, el amo John no estaba all. Sigue; qu

    ms te revel el sueo?

    -Eso es todo. Que le vigilramos. Que l se enterara antes que nosotros. Mi padre dijo que

    Louvinia tambin tena que vigilarle: aunque fuera su hijo, ella tena que ser un poco ms

    honrada todava. Porque, si le vigilbamos, segn lo que hiciese podramos saber cundo

    estara a punto de ocurrir.

    -Cundo estara a punto de ocurrir el qu?

    -No lo s.

    Ringo exhal un profundo suspiro.

    -Entonces, as es -dijo-. Si te lo hubiera dicho alguien, podra ser mentira. Pero, si lo

    soaste, no puede ser mentira, porque all no haba nadie para decrtelo. As que vamos a

    vigilarle.

    Les seguimos cuando engancharon las mulas al carro y bajaron ms all de los pastos,

    donde haban estado cortando lea. Escondidos, les espiamos durante dos das. Entonces

  • 16

    nos dimos cuenta de que Louvinia haba mantenido todo el tiempo una estrecha vigilancia

    sobre nosotros. Unas veces, mientras estbamos ocultos, observando cmo cargaban el

    carro Joby y Loosh, la oamos llamarnos a gritos, y tenamos que escabullirnos y luego

    echar a correr para que nos viera llegar desde otra direccin. Otras veces nos encontraba

    justo antes de que tuviramos tiempo de dar un rodeo, y Ringo se esconda detrs de m

    mientras ella nos regaaba.

    -Qu diabluras estis haciendo ahora? Estis tramando algo. Qu es?

    Pero no se lo decamos; la seguamos de regreso a la cocina, y cuando ya estaba dentro de

    casa nos movamos discretamente hasta que volvamos a perdernos de vista, para luego

    echar a correr otra vez hacia el escondite y vigilar a Loosh.

    De esa manera, aquella noche estbamos rondando la cabaa donde viva con Philadelphy,

    cuando sali. Le seguimos hacia abajo, hasta el corral nuevo, y le vimos montar la mula y

    marcharse. Echamos a correr, pero cuando nosotros llegamos al camino, slo pudimos

    distinguir el paso largo de la mula perdindose en la lejana. Pero habamos avanzado un

    buen trecho, porque hasta las llamadas de Louvinia sonaban tenues y vagas. A la luz de las

    estrellas, miramos el camino, detrs de la mula.

    -All es donde est Corinth -dije.

    No volvi hasta el da siguiente, despus de oscurecer. No nos apartamos de casa y

    vigilamos el camino por turno, para que Louvinia estuviera tranquila en caso de que se

    hiciera tarde antes de que l volviera. Se hizo tarde; nos acompa a la cama y volvimos a

    escaparnos; al pasar justamente por la cabaa de Joby, se abri la puerta y, de algn modo,

    surgi Loosh de la oscuridad justo al lado de nosotros. Estaba tan cerca de m que poda

    tocarle, y l no nos vio en absoluto; de repente, pareci quedarse sbitamente suspendido

    contra la puerta iluminada, como si le hubieran recortado en lata en el acto de correr, y se

    meti en la cabaa, con lo que se cerr la puerta y volvi la oscuridad casi antes de que nos

  • 17

    disemos cuenta de qu era lo que habamos visto. Cuando miramos por la ventana, estaba

    de pie ante el fuego, con la ropa desgarrada y embarrada por haberse escondido de los

    vigilantes en pantanos y tierras bajas, y de nuevo con aquella expresin en la cara que

    pareca embriaguez y no lo era, como si no hubiese dormido en mucho tiempo y no quisiera

    hacerlo todava, mientras Joby y Philadelphy, inclinados frente a la lumbre, le miraban:

    Philadelphy con la boca abierta y tambin con la misma expresin en el rostro. Entonces vi

    a Louvinia, de pie en la puerta. No la omos venir detrs de nosotros, pero all estaba, con

    una mano en el quicio de la puerta, mirando a Loosh, y otra vez sin el sombrero viejo de

    padre.

    -Quieres decir que van a liberarnos a todos? -pregunt Philadelphy.

    -Si -contest Loosh en voz alta, echando la cabeza hacia atrs; ni siquiera mir a Joby

    cuando ste exclam:

    -Cllate, Loosh!

    -Si! -dijo Loosh-. El general Sherman va a limpiar la tierra y toda la raza ser libre!

    Entonces Louvinia atraves el pavimento de dos zancadas y le sacudi fuerte en la cabeza

    con la mano abierta.

    -!Oye, negro idiota! -exclam-. Crees que hay suficientes yanquis en el mundo entero para

    vencer a los blancos?

    Corrimos a casa sin esperar a Louvinia; tampoco nos dimos cuenta entonces de que vena

    detrs de nosotros. Entramos precipitadamente en la habitacin donde estaba yaya, sentada

    junto a la lmpara, con la Biblia abierta en su regazo; torci el cuello y nos miro por encima

    de las gafas.

    -Vienen hacia ac! -grit-. Vienen a liberarnos!

    -Cmo? -dijo ella.

  • 18

    -Les ha visto Loosh! Estn ah mismo, en el camino. Es el general Sherman y va a

    liberarnos a todos!

    Nos quedamos mirndola, esperando para ver a quin ordenara descolgar el mosquete: si a

    Joby, porque era el ms viejo, o a Loosh, porque l les haba visto y sabra contra qu

    disparar.

    Entonces se puso a chillar ella tambin, con voz alta y fuerte como la de Louvinia.

    -Oye, Bayard Sartoris! Todava no ests en la cama? iLouvinia! -grit.

    Entr Louvinia.

    -Sube a estos nios a la cama, y si esta noche les oyes hacer ms alboroto, te doy permiso,

    mejor dicho, te exijo que les des unos azotes.

    No tardamos mucho en acostarnos. Pero no podamos hablar, porque Louvinia iba a dormir

    en la colchoneta del pasillo. Y Ringo tena miedo de subirse a la cama conmigo, as que me

    baj al jergn con l.

    -Tendremos que vigilar el camino -dije.

    Ringo gimote.

    -Me parece que tendremos que ser nosotros.

    -Tienes miedo?

    -No mucho -dijo-. Slo que deseara que el amo John estuviera aqu.

    -Pues no est -dije-. Tendremos que ser nosotros.

    Vigilamos el camino durante dos das, tumbados en el bosquecillo de cedros. De cuando en

    cuando, Louvinia nos llamaba a gritos, pero le decamos dnde nos hallbamos y que

  • 19

    estbamos levantando otro mapa, y, adems, ella poda ver la arboleda desde la cocina.

    Aquello era fresco, umbro y tranquilo; Ringo se pasaba durmiendo la mayor parte del

    tiempo, y yo tambin me echaba alguna siesta. Tuve un sueo: era como si estuviese

    mirando la vivienda y de pronto desaparecieran la casa y el establo y las cabaas y los

    rboles y todo, y contemplase un sitio raso y vaco como el aparador, mientras se hacia

    cada vez ms oscuro, y luego dejase sbitamente de verlo; delante de m pasaba una especie

    de atemorizada multitud de pequeos personajillos: padre, yaya, Joby, Louvinia, Loosh,

    Philadelphy, Ringo y yo; entonces, Ringo solt una exclamacin ahogada y mir al camino,

    en cuyo centro, montado en un brioso caballo bayo y mirando la casa a travs de unos

    gemelos de campaa, haba un yanqui.

    Durante largo rato nos quedamos all tumbados, mirndole. No s qu habamos esperado

    ver, pero supimos inmediatamente lo que era; me acuerdo de que pens: Parece

    simplemente un hombre; luego, Ringo y yo nos miramos fijamente y gateamos hacia atrs

    sin recordar cundo empezamos a arrastrarnos, y despus echamos a correr por el prado,

    hacia la casa. Nos pareci correr durante una eternidad, con las cabezas hacia atrs y los

    puos apretados, antes de llegar a la valla, saltarla y entrar corriendo en casa. La mecedora

    de yaya estaba vaca, junto a la mesa donde descansaba su costura.

    -Rpido! -dije-. Empjala hacia ac!

    Pero Ringo no se movi; sus ojos parecan pomos de puerta mientras yo arrastraba la

    mecedora, me suba a ella y empezaba a descolgar el mosquete. Pesaba unas quince libras,

    aunque el peso no importaba tanto como su longitud; cuando qued suelto, mosquete,

    mecedora y todo lo dems se vino abajo con tremendo estrpito. Omos a yaya incorporarse

    en la cama, en el piso de arriba, y luego su voz.

    -Quin anda ah?

    -Rpido! -dije-. Aprisa!

    -Tengo miedo -dijo Ringo.

    -Oye, Bayard...! -dijo yaya-. Louvinia!

  • 20

    Cogimos el mosquete entre los dos, como un tronco de lea.

    -Quieres ser libre? -dije-. Quieres ser libre?

    Lo llevamos de aquel modo, como un tronco, uno por cada extremo, corriendo. Pasamos el

    bosquecillo a todo correr hacia el camino, y nos agachamos detrs de las madreselvas justo

    cuando el caballo doblaba la curva. No omos nada ms, acaso por nuestra propia

    respiracin o, quiz, porque no esperbamos or nada ms. Tampoco volvimos a mirar;

    estbamos demasiado atareados amartillando el mosquete. Habamos practicado una o dos

    veces antes, cuando yaya no estaba y Joby iba a revisarlo y a cambiar el fulminante de la

    oreja del arma. Ringo lo sostuvo mientras yo coga el can con las dos manos, en alto, y

    me levantaba cerrando las piernas en torno a l, para deslizarme hacia abajo, sobre el

    percutor, hasta que son el resorte. Eso era lo que hacamos, estbamos demasiado

    ocupados para mirar: el mosquete se iba apoyando en la espalda de Ringo a medida que l

    se agachaba, con las manos en las rodillas y jadeando.

    -Tira a ese bastardo! Trale!

    Entonces qued ajustada la puntera, y cuando cerr los ojos vi al hombre y al brioso

    caballo desvanecerse en humo. Retumb como un trueno e hizo tanto humo como un

    milln de arbustos incendiados; o relinchar al caballo, pero no vi nada ms. Ringo lanz un

    gemido.

    -Santo Dios, Bayard! Es todo el ejrcito!

    4

    La casa no pareca hacerse ms prxima; slo estaba all, suspendida ante nosotros,

    flotando y aumentando gradualmente de tamao, como algo perteneciente a un sueo,

    mientras oa los lamentos de Ringo detrs de m y, ms lejos todava, los gritos y el ruido

  • 21

    de los cascos. Pero por fin llegamos a casa; Louvinia estaba justo al pasar la puerta, con el

    sombrero viejo de padre encima del pauelo de la cabeza y la boca abierta, pero no nos

    detuvimos. Entramos corriendo en la habitacin donde estaba yaya, de pie junto a la

    mecedora vuelta a colocar en su sitio, con una mano en el pecho.

    -Le hemos disparado, yaya! -grit-. Le hemos disparado a ese bastardo!

    -Cmo?

    Me mir, con la cara casi del mismo color que su pelo, contra el que brillaban las gafas por

    encima de la frente.

    -Qu has dicho, Bayard Sartoris?

    -Le hemos matado, yaya! En el portn! Slo que tambin estaba todo el ejrcito, que no lo

    habamos visto, y ya vienen.

    Se sent; se dej caer en la mecedora, rgidamente, con la mano en el pecho. Pero su voz

    era ms firme que nunca.

    -Qu ha pasado? T, Marengo! Qu habis hecho?

    -Le hemos disparado a ese bastardo, yaya! Le hemos matado!

    Para entonces ya estaba all Louvinia tambin, an con la boca abierta y una cara como si

    alguien le hubiera echado ceniza. Pero la expresin de su rostro no era necesaria: omos las

    sacudidas de los cascos al deslizarse en el barro y una voz que gritaba:

    -Algunos de vosotros dad la vuelta por la parte de atrs!

    Miramos y les vimos pasar a caballo por la ventana con sus guerreras azules y los rifles.

    Luego, omos botas y espuelas en el porche.

    -Yaya! -dije-. Yaya!

  • 22

    Pero pareca que ninguno de nosotros pudiera moverse en absoluto; simplemente nos

    quedamos ah parados, mirando a yaya, que tena la mano en el pecho, una expresin

    cadavrica en el rostro y un tono como de ultratumba en la voz:

    -!Louvinia! Qu es eso? Qu estn tratando de decirme?

    As fue cmo sucedi: una vez que el mosquete decidi dispararse, todo lo que iba a ocurrir

    despus tratara de incorporarse simultneamente al estampido. An poda escucharlo, los

    odos me seguan pitando, de manera que yaya y Ringo y yo, todos, parecamos hablar

    desde muy lejos.

    -Pronto! Aqu! -dijo ella.

    Y entonces Ringo y yo nos acurrucamos uno a cada lado de ella, con la barbilla encima de

    las rodillas, pegados a sus piernas, mientras los duros picos de la mecedora nos machacaban

    la espalda y sus faldas se extendan sobre nosotros como una tienda de campaa, y los

    pesados pasos entraban ya y, segn Louvinia nos cont despus, el sargento yanqui blanda

    el mosquete delante de yaya, diciendo:

    -Vamos, abuela! Dnde estn? Les vimos correr hasta aqu!

    No podamos ver; simplemente seguamos en cuclillas, en una especie de tenue luz gris,

    con aquel olor de yaya que tenan sus ropas, su cama, su habitacin y todo lo suyo, y los

    ojos de Ringo que parecan dos platos de budn de chocolate, pensando ambos, quiz, que

    yaya jams en la vida nos haba dado azotes salvo por mentir, y eso incluso cuando la

    mentira no se deca, slo por quedarse callado, y que primero nos dara unos azotes y luego

    hara que nos arrodillramos y ella misma se arrodillara con nosotros para pedir al Seor

    que nos perdonara.

    -Se equivocan ustedes -dijo-. No hay nios en esta casa ni en sus alrededores. Aqu no hay

    absolutamente nadie, excepto mi criada y yo, y la gente de las cabaas.

  • 23

    -Quiere decir que niega haber visto antes este mosquete?

    -Efectivamente.

    Lo dijo con toda tranquilidad; no hizo el menor movimiento, sentada muy tiesa en el borde

    de la mecedora para que sus faldas siguieran extendidas sobre nosotros.

    -Si duda de mi, puede registrar la casa.

    -No se preocupe por eso; voy a hacerlo... Manda arriba a algunos muchachos -orden-. Si

    encontris alguna puerta cerrada, ya sabis lo que tenis que hacer. Y di a los chicos de la

    parte de atrs que registren todo el establo, y tambin las cabaas.

    -No encontrarn ninguna puerta cerrada -dijo yaya-. Al menos, permtame preguntarle...

    -No pregunte nada, abuela. Qudese callada. Ms valdra que hubiese hecho sus preguntitas

    antes de mandar fuera a esos dos diablillos con este fusil.

    -Hubo...?

    Omos cmo se apagaba su voz y luego volva a alzarse, como si yaya estuviera tras ella

    con una fusta, hacindola hablar.

    -Est... eso... al que...?

    -Muerto? Si, demonios! Se rompi el espinazo y tuvimos que pegarle un tiro!

    -Que... tuvieron que... pegarle un tiro?

    Yo tampoco saba lo que era estar pasmado de espanto, pero as estbamos los tres, Ringo,

    yaya y yo.

    -Si, por Dios! Tuvimos que pegarle un tiro! El mejor caballo de todo el ejrcito! El

    regimiento entero apostaba por l para el prximo domingo...

  • 24

    Dijo algo ms, pero no lo escuchamos. Tampoco respiramos, mirndonos fijamente el uno

    al otro en la penumbra gris, y estuve a punto de gritar yo tambin, hasta que yaya dijo:

    -No lo hicieron... No lo hicieron... Oh, gracias a Dios! Gracias a Dios!

    -No lo hicimos -dijo Ringo.

    -Calla! -dije.

    Como no tenamos que haber hablado, era como si hubisemos debido retener el aliento

    durante mucho tiempo sin saberlo, y que ya podamos soltarlo y respirar otra vez. Quiz

    fuera por eso por lo que, cuando entr el otro hombre no le omos en absoluto; fue tambin

    Louvinia quien lo vio: un coronel de ojos grises y penetrantes, con una barba corta y clara,

    que se quit el sombrero y mir a yaya sentada en la mecedora con la mano en el pecho.

    Pero se dirigi al sargento.

    -Qu es esto? -dijo-. Qu ocurre aqu, Harrison?

    -Aqu es a donde corrieron -dijo el sargento-. Estoy registrando la casa.

    -Ah! -dijo el coronel. No pareca nada enfadado. Slo que tena un tono fri, seco y

    agradable-. Con autorizacin de quin?

    -Bueno, alguien de esta casa hizo fuego sobre tropas de los Estados Unidos. Supongo que

    eso es autorizacin suficiente.

    Nosotros slo pudimos or el ruido; fue Louvinia quien nos dijo que blandi el mosquete y

    golpe el suelo con la culata.

    -Y mataron un caballo -dijo el coronel.

    -Era un caballo de los Estados Unidos. Yo mismo he odo decir al general que si tuviera

    bastantes caballos, no andara siempre preocupndose de si habra o no alguien para

    montarlos. Y llegamos aqu, cabalgando tranquilamente por el camino, sin molestar a nadie,

  • 25

    adems, cuando esos dos diablillos... El mejor caballo de todo el ejrcito; el regimiento

    entero apostaba...

    -Ah! -dijo el coronel-. Ya veo. Y bien? Les han encontrado?

    -Todava no. Pero esos rebeldes son como ratas cuando se trata de esconderse. Ella dice que

    aqu no hay un solo nio.

    -Ah! -repiti el coronel.

    Louvinia cont cmo mir entonces a yaya por primera vez. Dijo que pudo ver cmo

    bajaban sus ojos del rostro de yaya a donde se extendan sus faldas, quedndose all durante

    un minuto completo, para volver luego a la cara de ella. Y que yaya le devolvi mirada por

    mirada, mientras le menta.

    -Debo entender, seora, que no hay nios en esta casa ni en sus alrededores?

    -No hay ninguno. seor -dijo yaya.

    Louvinia cont que l volvi a mirar al sargento.

    -No hay nios aqu, sargento. Evidentemente, el disparo parti de algn otro sitio. Puede

    llamar a los hombres y hacer que monten.

    -Pero; coronel, vimos correr a dos chicos hasta aqu! Todos nosotros les vimos!

    -Es que no acaba de or decir a esta dama que no hay nios aqu? Dnde tiene las orejas,

    sargento? O es que en realidad quiere que la artillera nos alcance, teniendo an que cruzar

    la caada de un riachuelo a menos de cinco millas?

    -Bueno, seor, usted es el coronel. Pero si yo fuera el coronel...

    -Entonces, indudablemente, yo sera el sargento Harrison. En cuyo caso, creo que debera

    preocuparme ms por conseguir otro caballo para respaldar mi apuesta, que por una anciana

    dama sin nietos -Louvinia dijo que entonces su mirada se pos ligeramente en yaya y se

  • 26

    retir en seguida-, sola en una casa en la que, con toda probabilidad, y para su placer y

    satisfaccin, me da vergenza decirlo, espero... no volver a poner los pies jams. Haga

    montar a sus hombres y en marcha.

    Seguimos agazapados, sin respirar, y les omos salir de casa. Escuchamos al sargento

    llamar a los hombres del establo y alejarse a caballo. Pero no nos movimos todava, porque

    el cuerpo de yaya no se haba relajado en absoluto, y de ese modo supimos que el coronel

    segua all incluso antes de que hablara con un tono seco, enrgico, duro, con un deje de

    burla detrs de l.

    -De manera que no tiene usted nietos. Es una lstima, porque dos chicos podran disfrutar

    en un sitio como ste: deportes, pesca, el juego de disparar, tal vez el ms excitante de

    todos los juegos, y no lo es menos por ser, quizs, insuficiente en las proximidades de esta

    casa. Y con un fusil... un arma de gran precisin, por lo que veo.

    Louvinia dijo que el sargento haba dejado el mosquete en el rincn, que el coronel lo

    miraba entonces; nosotros no respirbamos.

    -Aunque tengo entendido que ese arma no le pertenece a usted. Y es mejor as. Porque si

    ese arma fuera suya -que no lo es-, y tuviera usted dos nietos o, mejor dicho, un nieto y un

    compaero de juegos negro -que no los tiene-, y si sta fuese la primera vez -que no lo es-,

    a la prxima podra salir alguien gravemente herido. Pero qu estoy haciendo? Poner a

    prueba su paciencia, entretenindola en esa incmoda mecedora, mientras pierdo el tiempo

    soltando un sermn apropiado nicamente para una dama con nietos, o un nieto y un

    compaero negro.

    Ya estaba a punto de marcharse l tambin: podamos saberlo incluso bajo la falda; esta vez

    fue la propia yaya quien habl:

    -Pocos refrescos puedo ofrecerle, seor. Pero, s un vaso de leche fra despus de lo que ha

    cabalgado...

    Pero no respondi durante largo rato; Louvinia dijo que slo contemplaba a yaya con sus

    penetrantes ojos claros y mantena el profundo silencio transparente, lleno de burla.

  • 27

    -No, no -dijo-. Se lo agradezco. Est usted traspasando los lmites de la mera cortesa, y

    haciendo un verdadero alarde.

    -Louvinia -dijo yaya-, conduce al caballero al comedor y srvele lo que tengamos.

    Ya haba salido de la habitacin, porque yaya empez a temblar, y sigui temblando, pero

    sin relajarse todava; podamos orla jadear.

    -No le matamos! -susurr-. No hemos matado a nadie!

    Fue el cuerpo de yaya el que nos advirti de nuevo; pero esta vez pudimos casi sentir cmo

    miraba la extendida falda de yaya, donde estbamos agazapados, mientras le daba las

    gracias por la leche y le deca su nombre y su regimiento.

    -Quiz sea mejor que no tenga usted nietos -dijo-. Porque, sin duda, desear vivir en paz.

    Yo tengo tres hijos, sabe? Y ni siquiera he tenido tiempo de llegar a ser abuelo.

    Entonces no haba burla alguna en su voz, y Louvinia cont que estaba de pie en la puerta,

    con el reluciente cobre en el azul ail, el sombrero en la mano y su pelo y barba claros,

    mirando a yaya sin ninguna burla.

    -No voy a disculparme; los imbciles claman contra el viento o el fuego. Pero permtame

    decirle que espero que no llegue usted a tener de nosotros un recuerdo peor que ste.

    Luego se march. Omos sus espuelas en el vestbulo y en el porche, y despus al caballo,

    desapareciendo en la lejana, apagndose, y luego yaya se relaj. Se recost en la mecedora,

    con la mano en el pecho y los ojos cerrados, mientras gruesas gotas de sudor le corran por

    la cara; de repente, empec a gritar:

    -Louvinia! Louvinia!

    Pero entonces abri ella los ojos y me mir. Luego mir un momento a Ringo, y volvi a

    mirarme a m, jadeando.

    -Bayard -dijo-. Qu palabra empleaste?

  • 28

    -Palabra? -dije-. Cundo, yaya?

    Entonces me acord; no la mir: segua recostada en la mecedora, mirndome y jadeando.

    -No la repitas. Has maldecido. Has dicho una palabrota, Bayard.

    No la mir. poda ver los pies de Ringo.

    -Ringo tambin la ha dicho -no contest, pero notaba que segua mirndome; de pronto,

    aad-: Y t dijiste una mentira. Dijiste que no estbamos aqu.

    -Lo s -repuso ella. Se movi-. Ayudadme a levantarme.

    Se levant de la mecedora, apoyndose en nosotros. Ignorbamos lo que trataba de hacer.

    Simplemente nos mantuvimos tiesos mientras se apoyaba en nosotros y en la mecedora,

    junto a la cual se dej caer de rodillas. Ringo se arrodill primero, y a continuacin yo

    tambin, mientras ella peda al Seor que la perdonase por haber dicho una mentira. Luego

    se levant; no tuvimos tiempo de ayudarla.

    -Id a la cocina a buscar un barreo de agua y el jabn -dijo-. Coged el jabn nuevo.

    5

    Era tarde, como si el tiempo se nos hubiera escapado mientras permanecamos atrapados,

    enredados en el estampido del mosquete, y estuviramos demasiado ocupados para darnos

    cuenta de ello; el sol brillaba casi a la misma altura de nuestras caras mientras estbamos en

    la galera de atrs, escupiendo, enjuagndonos el jabn de la boca, dando vueltas y vueltas

    al cazo de calabaza, escupiendo directamente al sol. Durante un rato, con slo respirar

    podamos hacer pompas de jabn, pero pronto preferimos solamente escupir. Luego, hasta

    eso pas, aunque no el impulso de hacerlo, mientras a lo lejos, hacia el norte, veamos un

    distante montn de nubes, tenues y azules en la base, con un tinte cobrizo del sol en la

  • 29

    cresta. Cuando padre vino a casa en primavera, tratamos de saber algo de montaas. Por fin

    seal el montn de nubes para explicarnos a qu se parecan las montaas. De manera que,

    desde entonces, Ringo crea que el montn de nubes era Tennessee.

    -All estn -dijo, escupiendo-. All est. Tennessee, donde el amo John suele combatir.

    Tambin parece enormemente lejos.

    -Demasiado lejos para ir solamente a luchar contra los yanquis -dije, escupiendo tambin.

    Pero ya haba desaparecido todo: la espuma, las cristalinas, ingrvidas, iridiscentes

    burbujas; incluso el sabor.

    RETIRADA

    1

    Por la tarde, Loosh detuvo el carro junto a la galera de atrs y desenganch las mulas; a la

    hora de cenar habamos cargado todo en el carro, salvo la ropa de cama con la que

    dormiramos aquella noche. Yaya subi entonces al piso de arriba y, cuando volvi a bajar,

    llevaba el vestido de seda negro de los domingos y el sombrero, y su rostro ya tena color y

    los ojos le brillaban.

    -Vamos a irnos esta noche? -pregunt Ringo-. Crea que no bamos a salir hasta maana.

    -No -contest yaya-. Pero hace ya tres aos que no he salido a ninguna parte; supongo que

    el Seor me perdonar por prepararme con un da de antelacin.

    Se volvi (estbamos en el comedor, con la mesa puesta para cenar) hacia Louvinia.

    -Diles a Joby y a Loosh que estn preparados con el farol y las palas tan pronto como hayan

    acabado de comer.

  • 30

    Louvinia puso la torta de maz en la mesa y, al salir, se detuvo y mir a yaya.

    -Quiere decir que va a llevar ese pesado bal hasta Memphis con usted? Lo va a

    desenterrar de donde ha estado escondido y seguro desde el verano pasado y va a llevarlo

    hasta Memphis?

    -Si -dijo yaya-. Voy a seguir las instrucciones del coronel Sartoris segn creo que me las

    dio.

    Estaba comiendo; ni siquiera mir a Louvinia. Louvinia se qued parada en la puerta de la

    despensa, mirando a la nuca de yaya.

    -Por qu no lo deja aqu, donde est bien escondido y yo puedo cuidar de l? Quin iba a

    encontrarlo, aunque ellos vivieran otra vez? Es por el amo John por quien han puesto la

    recompensa; no por un bal lleno de...

    -Tengo mis razones -dijo yaya-. Haz lo que te he dicho.

    -Muy bien. Pero cmo es que quiere desenterrarlo esta noche, sino se marcha hasta

    maa...?

    -Haz lo que te he dicho -repiti yaya.

    -S, seora -dilo Louvinia.

    Sali, Mir a yaya, que coma con el sombrero descansando en la misma coronilla de la

    cabeza, mientras Ringo me miraba por detrs de la silla de yaya, haciendo girar un poco los

    ojos.

    -Por qu no dejarlo escondido? -dije-. Ser ya demasiada carga para el carro. Joby dice

    que ese bal debe pesar unas mil libras.

    -Mil disparates! -exclam yaya-. No me importa que pese diez mil libras.

    Entr Louvinia.

  • 31

    -Estn preparados -dijo-. Me gustara que me dijera por qu va a desenterrarlo esta noche.

    -Anoche so con ello -dijo yaya, mirndola.

    -Oh! -exclam Louvinia. Ella y Ringo parecan exactamente iguales, salvo que los ojos de

    Louvinia no giraban tanto como los de l.

    -So que estaba asomada a la ventana y un hombre entraba en el huerto y se diriga a

    donde est eso y se quedaba all, sealndolo con el dedo -dijo yaya. Mir a Louvinia-. Un

    negro.

    -Un negro? -dijo Louvinia.

    -Si -dijo yaya.

    -Va a decirnos quin era?

    -No -dijo yaya.

    Louvinia se volvi hacia Ringo.

    -Ve a decirle a tu abuelito y a Loosh que cojan el farol y las palas y vengan ac.

    Joby y Loosh estaban en la cocina. Joby, sentado detrs del fogn con un plato en las

    rodillas, comiendo. Loosh, sentado en el arcn de madera, con las dos palas entre las

    rodillas, pero al principio no le vi, le tapaba la sombra de Ringo. La lmpara estaba encima

    de la mesa y vi la sombra de la cabeza inclinada de Ringo y su brazo, que se mova de un

    lado a otro, mientras Louvinia permaneca de pie entre nosotros y la lmpara, con las

    manos en las caderas y los codos hacia afuera, llenando la habitacin.

    -Limpia bien esa chimenea -dijo.

  • 32

    Joby llevaba el farol, yaya iba detrs de l, y luego Loosh; vea el sombrero de ella, la

    cabeza de Loosh y las hojas de las dos palas por encima de su hombro. Ringo iba

    resollando detrs de m.

    -Con quin crees que so? -pregunt.

    -Por qu no se lo preguntas a ella? -dije. Ya estbamos en el huerto.

    -Ja! -dijo Ringo-. Preguntrselo yo? Apuesto a que si ella se quedara aqu, ni un yanqui ni

    nadie se atrevera a tocarlo, ni siquiera el amo John, si lo supiera.

    Entonces Joby y yaya se detuvieron, y mientras yaya sostena el farol en alto, Joby y Loosh

    desenterraron el bal de donde lo haban escondido aquella noche del verano pasado

    cuando padre estaba en casa y Louvinia se qued en la puerta del dormitorio sin encender

    siquiera la lmpara y Ringo y yo nos acostamos y despus yo me asom o so que me

    asomaba a la ventana y vi (o so que vi) el farol. Luego, con yaya an llevando delante el

    farol, y Ringo y yo ayudando los dos a cargar el bal, volvimos a casa. Antes de llegar,

    Joby empez a girar hacia donde estaba el carro.

    -Metedlo en casa -dijo yaya.

    -Lo cargaremos ahora mismo y nos evitaremos tener que manejarlo otra vez por la maana

    -dijo Joby-. Ven ac, negro -le dijo a Loosh.

    -Metedlo en casa -repiti yaya.

    As que, al cabo de un momento, Joby se movi en direccin a la casa. Le oamos resollar,

    diciendo Ah! a cada pocos pasos. Una vez en la cocina, solt violentamente el extremo

    del bal.

    -Ah! -exclam-. Ya est, gracias a Dios!

    -Subidlo arriba -dijo yaya.

  • 33

    Joby se volvi y la mir. Todava no se haba enderezado; medio agachado, se volvi y la

    mir.

    -Cmo? -dijo.

    -Subidlo arriba -repiti-. Lo quiero en mi habitacin.

    -Quiere decir que va a llevarlo arriba para luego volver a bajarlo por la maana?

    -Alguien tiene que hacerlo -dijo yaya-. Vas a ayudar, o lo subimos Bayard y yo solos?

    Entonces entr Louvinia. Ya se haba desvestido. Pareca tan alta como un fantasma, en una

    sola dimensin como la funda de una almohada, ms alta en camisn que la funda de una

    almohada; silenciosa como un fantasma sobre sus pies descalzos, que eran del mismo color

    que la sombra sobre la que se alzaba, de manera que pareca no tener extremidades, con las

    dos filas de uas extendidas, ingrvidas y plidas, como dos hileras de plumas vagamente

    sucias sobre el suelo, a un pie por debajo del borde del camisn, como si no estuvieran

    conectadas con ella. Se adelant, apart a Joby de un empujn y se agach para levantar el

    bal.

    -Quita de ah, negro -dijo.

    Joby profiri un gruido y luego ech a un lado a Louvinia.

    -Qutate, mujer -dijo. Levant su extremo del bal y luego se volvi para mirar a Loosh,

    que no haba soltado el suyo-. Si vas a ir sentado encima, levanta los pies -dijo.

    Lo subimos a la habitacin de yaya, y Joby ya lo estaba dejando en el suelo otra vez cuando

    yaya hizo que l y Loosh retiraran la cama de la pared y corrieran detrs el bal. Ringo y yo

    volvimos a ayudar. No creo que le faltara mucho para pesar mil Libras.

    -Ahora quiero que todo el mundo se vaya inmediatamente a la cama, para que podamos

    salir maana temprano -dijo yaya.

  • 34

    -Que se lo cree usted -dijo Joby-. Que todo el mundo se levante al amanecer y se har

    medioda antes de que nos pongamos en marcha.

    -No te preocupes por eso -dijo Louvinia-. Haz lo que te dice miss Rosa.

    Salimos; dejamos a yaya junto a la cama, que ahora estaba bastante apartada de la pared y

    en una posicin tan inadecuada que cualquiera se habra dado cuenta en seguida de que all

    se ocultaba algo, aunque el bal, que tanto Ringo y yo como Joby creamos entonces que

    pesaba mil libras, hubiera podido ser escondido. Tal como estaba, no hacia ms que

    proclamarlo. Yaya cerr la puerta detrs de nosotros, y entonces Ringo y yo nos paramos

    en seco en el pasillo y nos miramos. Desde que poda recordar, jams haba habido llave,

    por dentro o por fuera, en ninguna puerta de la casa. Sin embargo, omos girar una llave en

    la cerradura.

    -No saba que hubiera una llave que encajara ah, y menos an que diera la vuelta -dijo

    Ringo.

    -Y eso es otro asunto tuyo y de Joby -dijo Louvinia. Ella no se haba detenido; ya se estaba

    echando en el camastro y, cuando la miramos, empez a tirar de la colcha tapndose la cara

    y la cabeza.

    -Id a acostaros.

    Fuimos a nuestra habitacin y comenzamos a desnudarnos. La lmpara estaba encendida y

    entre las dos sillas se extenda nuestra ropa de los domingos, que nosotros tambin nos

    pondramos para ir a Memphis.

    -Con quin crees que so ella? -pregunt Ringo. Pero no era necesario contestarle; saba

    que Ringo se dara cuenta de que no hacia falta.

    Nos pusimos la ropa de los domingos a la luz de la lmpara, junto a la cual tomamos el

    desayuno y escuchamos a Louvinia en el piso de arriba mientras quitaba de la cama de yaya

    y de la ma las sbanas con las que habamos dormido y enrollaba el jergn de Ringo y lo

    llevaba todo abajo; al despuntar el da, salimos hacia el sitio en que Loosh y Joby ya haban

  • 35

    dejado las mulas enganchadas al carro, y donde Joby se ergua vestido con lo que l

    tambin denominaba su ropa de los domingos: la vieja levita y el rado gorro de castor de

    padre. Luego sali yaya (an con el sombrero y el vestido de seda negra, como si hubiera

    dormido con ellos, pasando la noche en pie, tiesa y rgida, con la mano en la llave que haba

    sacado no se saba de dnde para cerrar su puerta por primera vez, segn las noticias que

    tenamos Ringo y yo), con el chal sobre los hombros y llevando la sombrilla y el mosquete

    que haba descolgado de las clavijas de encima de la chimenea. Tendi el mosquete a Joby.

    -Toma -dijo. Joby lo mir.

    -No vamos a necesitarlo -dijo.

    -Ponlo en el carro -dijo yaya.

    -No. No necesitamos nada parecido. Estaremos en Memphis tan pronto que nadie tendr

    tiempo de enterarse de que vamos por el camino. De todos modos, confi en que el amo

    John haya limpiado bien de yanquis la distancia que hay de aqu a Memphis.

    Esta vez yaya no dijo nada en absoluto. Se qued ah parada, sosteniendo el mosquete hasta

    que, al cabo de un rato, Joby lo cogi y lo meti en el carro.

    -Ahora ve por el bal -dijo yaya.

    Joby todava estaba colocando el mosquete dentro del carro; se detuvo, volviendo un poco

    ligeramente la cabeza.

    -Qu? -exclam. Se volvi algo ms, sin mirar an a yaya, que segua en los escalones,

    mirndole; l no nos miraba a ninguno de nosotros; sin dirigirse a nadie en particular, dijo:

    -No se lo haba dicho?

    -No recuerdo que alguna vez se te ocurriera algo y no se lo contaras a alguien al cabo de

    diez minutos -dijo yaya-. Pero, ahora, a qu te refieres exactamente?

    -No importa -dijo Joby-. Ven ac, Loosh. Trae a ese chico contigo.

  • 36

    Pasaron delante de yaya y siguieron su camino. Ella no les mir; era como si hubiesen

    desaparecido no slo de su vista, sino tambin de su pensamiento. Evidentemente, as lo

    crey Joby.

    El y yaya eran de ese modo; parecan un hombre y una yegua, una yegua de pura sangre,

    que soporta al hombre slo hasta cierto limite, y el hombre sabe que la yegua aguantar lo

    justo y, cuando llega ese punto, se da cuenta exactamente de lo que va a ocurrir. Y entonces

    sucede: la yegua le da una coz, no con maldad, sino slo lo suficiente, y el hombre, como

    sabe lo que iba a venir, cuando ha sucedido o cree que ya ha sucedido, se alegra, de manera

    que se tumba o se sienta en el suelo y maldice un poco a la yegua porque piensa que ya se

    ha terminado, que todo se ha acabado, y entonces la yegua vuelve la cabeza y le da un

    mordisco. As eran Joby y yaya, y yaya siempre le hostigaba, no con severidad: slo lo

    estrictamente necesario, como ahora; l y Loosh casi estaban cruzando la puerta y yaya

    segua sin mirarles siquiera, cuando Joby dijo:

    -No se lo digo. Y creo que ni usted puede discutirlo. Entonces, sin mover nada ms que los

    labios, mientras segua mirando ms all del carro que aguardaba como si no fusemos a

    ningn sitio, y Joby ni siquiera existiera, yaya dijo:

    -Y vuelve a arrimar la cama a la pared.

    Esta vez Joby no contest. Se qued absolutamente quieto, sin volverse para mirar a yaya,

    hasta que Loosh dijo a media voz:

    -Vamos, papi, sigue.

    Siguieron adelante; yaya y yo nos quedamos al fondo de la galera y les omos sacar a

    rastras el bal y empujar otra vez la cama hasta donde haba estado el da anterior; les

    omos bajar las escaleras con el bal: los torpes y pausados golpes, resonantes como en un

    atad. Luego salieron a la galera.

    -Ve a ayudarles -dijo sin mirar atrs-. Recuerda que Joby se va haciendo viejo.

  • 37

    Metimos el bal en el carro, al lado del mosquete y la cesta de comida, y subimos -yaya en

    el pescante junto a Joby, con el sombrero en la misma coronilla de la cabeza y el parasol

    levantado aun antes de que el roci empezara a disiparse- y nos pusimos en marcha. Loosh

    ya haba desaparecido, pero Louvinia an segua al borde de la galera con el sombrero

    viejo de padre encima del pauelo de la cabeza. Luego dej de mirar atrs, aunque notaba

    que Ringo, sentado a mi lado encima del bal, se volva a cada pocas yardas, hasta que

    pasamos el portn y salimos al camino de la ciudad. Despus llegamos a la curva donde el

    verano pasado habamos visto al sargento yanqui en el brioso caballo.

    -Ya ha desaparecido -dijo Ringo-. iAdis, Sartoris; hola, Memphis!

    Empezaba a salir el sol cuando tuvimos Jefferson a la vista; pasamos delante de una

    compaa de tropas que acampaba en un prado junto al camino, y tomaba el desayuno. Sus

    uniformes ya haban dejado de ser grises; casi eran del color de hojas muertas, y algunos de

    ellos ni siquiera llevaban uniforme, y un hombre que vesta un par de pantalones azules de

    los yanquis con una franja amarilla de caballera, como los que padre trajo a casa el verano

    pasado, nos hizo seas con una sartn.

    -Eh, Mississippi! -grit-. Hurra por Arkansas!

    Dejamos a yaya en casa de la seora Compson, para despedirse de ella y pedirle que se

    acercara por casa de vez en cuando y cuidara de las flores. Luego, Ringo y yo seguimos en

    el carro hasta el almacn, y ya salamos con el saco de sal cuando el to Buck MacCaslin

    cruz la plaza renqueando, agitando el bastn y vociferando, y, detrs de l, el capitn de la

    compaa que habamos adelantado mientras desayunaba en los pastos. Eran dos; me

    refiero a que haba dos MacCaslin, gemelos, Amodeus y Theophilus, slo que todo el

    mundo les llamaba Buck y Buddy, salvo ellos mismos. Eran solteros, y tenan una gran

    plantacin de tierra de aluvin a unas quince millas de la ciudad. Haba en ella una enorme

    casa colonial construida por su padre, de la que deca la gente que segua siendo una de las

  • 38

    casas ms elegantes del pas cuando la heredaron. Pero ya no lo era, porque to Buck y to

    Buddy no vivan en ella. Jams la haban habitado desde que muri su padre. Vivan en una

    casa de troncos de dos habitaciones con una docena de perros, ms o menos, y tenan a sus

    negros en la mansin. Ya no quedaban ventanas y un nio poda abrir cualquiera de las

    cerraduras con una horquilla del pelo, pero todas las noches, cuando los negros volvan de

    los campos, to Buck o to Buddy solan meterles en la casa y cerrar la puerta con una llave

    casi tan grande como una pistola de arzn; probablemente, seguiran cerrando la puerta de

    entrada mucho despus de que el ltimo negro hubiera escapado por atrs. Y la gente deca

    que to Buck y to Buddy lo saban, y que los negros saban que ellos lo saban, slo que era

    como un juego con sus reglas: ni to Buck ni to Buddy deban atisbar por la esquina trasera

    de la casa mientras el otro cerraba la puerta, ninguno de los negros tena que escapar en

    modo tal que le vieran, aun cuando fuese por un inevitable accidente, ni escaparse en

    cualquier otro momento; hasta se deca que los que no podan salir mientras cerraban la

    puerta, se consideraban a s mismos, voluntariamente, como fuera del juego hasta la noche

    siguiente. Despus, solan colgar la llave en un clavo junto a la puerta y volvan a su casita

    llena de perros para cenar y jugar una partida de pquer mano a mano; y se afirmaba que

    ningn hombre del Estado o del ri se habra atrevido a jugar con ellos aun en el caso de

    que no hicieran trampas, pues tal como lo jugaban entre ellos, apostndose mutuamente

    negros y carros cargados de algodn, el mismo Dios se habra defendido contra uno, pero

    contra los dos a la vez incluso l habra perdido hasta la camisa.

    Pero haba algo ms que eso respecto a to Buck y to Buddy. Padre deca que estaban

    adelantados a su tiempo; que no slo posean, sino que tambin ponan en prctica ideas

    sobre las relaciones sociales que quiz seran populares cincuenta aos despus de la

    muerte de ambos. Tales ideas eran acerca de la tierra. Crean que la tierra no era propiedad

    de las personas, sino que las personas pertenecan a la tierra y que la tierra les permitira

    vivir en ella o fuera de ella y disfrutarla slo en la medida en que se comportaran, y que si

    no se portaban bien, las despedira con una sacudida, como un perro que se quita las moscas

    de encima. Seguan una especie de mtodo para llevar la contabilidad que deba ser an

    ms complicado que el tanteo de las apuestas que se hacan entre si, y por el cual todos sus

  • 39

    negros llegaran a ser libres, no con libertad regalada, sino ganada, no comprndola con

    dinero a to Buck y to Buddy, sino lograda con trabajo en la plantacin. Slo que haba

    otros adems de los negros, y sa era la razn por la que to Buck cruzaba la plaza

    renqueando, agitando el bastn hacia m y vociferando, o al menos lo que haca que to

    Buck cojeara y gritara y blandiera el bastn. Un da cont padre que de repente se dieron

    cuenta de que si el pas se divida alguna vez en feudos particulares, ya fuera por los votos

    o por las armas, ninguna familia podra contender con los MacCaslin porque todas las

    dems familias slo podran reclutar a sus primos y parientes, mientras que to Buck y to

    Buddy ya dispondran de un ejrcito. Lo formaran los pequeos labradores, la gente a

    quien los negros llamaban basura blanca: hombres que no haban posedo esclavos y que

    vivan, algunos de ellos, peor aun que los esclavos de las grandes plantaciones. Ese era otro

    aspecto de las ideas que to Buck y to Buddy tenan acerca de los hombres y de la tierra, de

    las cuales deca padre que an no estaban extendidas, y por las que to Buck y to Buddy

    convencieron a los blancos para que mancomunaran sus sembrados de pobre e

    insignificante tierra junto con los negros y la plantacin de los MacCaslin, prometindoles a

    cambio nadie saba exactamente qu, salvo que sus mujeres e hijos tenan zapatos, cosa que

    no todos haban tenido antes, y muchos de ellos hasta iban a la escuela. De todos modos,

    ellos (los blancos, la basura) consideraban a to Buck y to Buddy como la misma

    Divinidad, de manera que cuando padre empez a reclutar su primer regimiento para

    dirigirse a Virginia y to Buck y to Buddy fueron a la ciudad para alistarse y los otros

    decidieron que eran demasiado viejos (pasaban de los setenta), por un momento pareci

    como si el regimiento de padre tuviera que librar su primera batalla en nuestras mismas

    praderas. Al principio, to Buck y to Buddy dijeron que formaran una compaa con sus

    propios hombres en oposicin a los de padre. Luego se dieron cuenta de que aquello no

    detendra a padre, as que entonces to Buck y to Buddy apretaron realmente las clavijas a

    padre. Le dijeron que si no les dejaba marchar, los soldados rasos que constituan el slido

    bloque de votos de la basura blanca que ellos dominaban, no slo obligaran a padre a

    convocar una eleccin especial de oficiales antes de que el regimiento saliera de los prados,

    sino que tambin degradaran a padre de coronel a comandante o, quizs, a capitn. A padre

    no le preocupaba cmo le llamaran; le habra dado igual ser coronel o cabo, con tal que le

    dejaran dar rdenes, y probablemente no le habra importado que el mismo Dios le hubiera

  • 40

    degradado a soldado raso; era la idea de que en los hombres que l mandaba pudiera estar

    latente el poder, por no decir el deseo, de agraviarle de aquella manera. As que llegaron a

    un acuerdo; al fin decidieron que se permitira marchar a uno de los MacCaslin. Padre y to

    Buck y to Buddy cerraron el trato con un apretn de manos y lo cumplieron; al verano

    siguiente, despus de la segunda batalla de Manassas, cuando los soldados degradaron a

    padre, los votos de MacCaslin le apoyaron, se retiraron del regimiento junto con padre,

    volvieron a Mississippi con l y formaron su caballera irregular. De modo que tena que

    marcharse uno, y entre ellos decidieron cul haba de ser: lo resolvieron de la nica forma

    posible mediante la cual el triunfador pudiese estar seguro de que se haba ganado ese

    derecho y el perdedor tener la certeza de que le haba derrotado un adversario mejor que l;

    to Buddy mir a to Buck, y dijo:

    -De acuerdo, Philus, viejo zopenco hijo de puta. Saca las cartas.

    Padre cont que aquello fue magnifico, que lo presenci gente que jams haba visto nada

    igual en cuanto a frialdad y despiadada habilidad. Jugaron tres manos de pquer cerrado,

    las dos primeras dadas por turno para que el ganador de la segunda repartiese la tercera; ah

    se sentaron (alguien haba extendido una manta y el regimiento entero miraba), el uno

    frente al otro, con sus dos viejas caras que no se parecan tan exactamente entre si como se

    asemejaban a algo que uno recordaba al cabo del tiempo: el retrato de alguien que haba

    muerto hacia mucho y al que con slo mirarle se saba que haba sido predicador cien aos

    atrs en algn sitio como Massachusetts; se quedaron all sentados e igualaron

    correctamente las posturas con las cartas boca abajo sin que, por lo visto, les miraran

    siguiera el dorso, de moda que tuvieron que dar cartas ocho o diez veces antes de que los

    jueces pudieran estar seguros de que ninguno de ellos conoca verdaderamente la mano que

    tena el otro. Y perdi to Buck: as que ahora to Buddy era sargento en la brigada de

    Trennant, en Virginia, y to Buck vena renqueando por la plaza, agitando el bastn hacia

    m y aullando:

    -!Voto a Dios, se es! Es el chico de John Sartoris! El capitn se acerc y me mir.

    -He odo hablar de tu padre -dijo.

  • 41

    -Que ha odo hablar de l? -grit to Buck. Pero la gente ya haba empezado a pararse en la

    acera para escucharle, como hacia siempre, sonrindose de modo que l no pudiera verlo.

    -Quin no ha odo hablar de l en este pas? Pregunte alguna vez a los yanquis por l.

    Por Cristo!, reclut de su propio bolsillo el primer maldito regimiento de Mississippi, y lo

    llev a Virginia y vapule a los yanquis a diestra y siniestra antes de descubrir que lo que

    haba comprado y pagado no era un regimiento de soldados sino una asamblea de polticos

    y de imbciles. De imbciles, repito! -grit, sacudiendo el bastn hacia m y mirando

    airadamente con sus feroces ojos llorosos, semejantes a los de un viejo halcn, mientras la

    gente le escuchaba y sonrea a lo largo de la calle, donde l no pudiera verlo, y el

    desconocido capitn le contemplaba con cierta curiosidad porque nunca haba odo hablar a

    to Buck; y yo no dejaba de pensar en Louvinia, con el sombrero viejo de padre puesto, y de

    desear que to Buck acabase y se callara para que nosotros pudiramos seguir nuestro

    camino.

    -Imbciles, repito! No me importa si aqu hay personas que an afirman ser parientes de

    los hombres que le eligieron coronel y le siguieron, a l y a Stonewall Jackson, hasta llegar

    a la distancia de un escupitajo de Washington sin apenas perder un solo hombre, y luego, al

    ao siguiente, cambiaron de parecer y votaron para degradarle a comandante y elegir en su

    lugar a un tipo abominable que ni siquiera saba por qu extremo del rifle se disparaba hasta

    que John Sartoris se lo ense.

    Dej de gritar con tanta facilidad como haba empezado, pero los gritos estaban ah mismo,

    esperando comenzar de nuevo tan pronto como encontrara algo ms que vocear.

    -No dir que Dios os guarde a ti y a tu abuela en el camino, muchacho, porque, por Cristo!,

    no necesitis la ayuda de Dios ni de nadie ms; lo nico que tienes que decir es: Soy el

    chico de John Sartoris; corred al caaveral, conejos, y luego ver cmo huyen los hijoputas

    de barrigas azules.

    -Es que se marchan, se van de aqu? -pregunt el capitn.

  • 42

    Entonces to Buck empez a aullar de nuevo, entregndose a los gritos con facilidad, sin

    tener siquiera que tomar aliento.

    -Marcharse? Por Satans! Quin va a cuidar de ellos por aqu? John Sartoris es un

    maldito imbcil; votaron para que abandonara su propio regimiento particular en atencin a

    l, para que pudiera irse a casa y cuidar de su familia, sabiendo que si l no lo hacia,

    probablemente no lo hara nadie de por aqu. Pero aquello no iba con John Sartoris, porque

    John Sartoris es un tremendo y maldito cobarde egosta, que tiene miedo de quedarse en

    casa, donde los yanquis podran atraparle. Si, seor. Tiene tanto miedo que necesita reclutar

    otra partida de hombres para que le protejan cada vez que se acerca a cien pies de una

    brigada yanqui. Explora el pas de arriba abajo, buscando yanquis para luego eludirles:

    pero, si yo estuviera en su lugar, habra vuelto a Virginia y enseado a ese nuevo coronel lo

    que es combatir. Pero John Sartoris no. Es un cobarde y un imbcil. Lo mejor que puede

    hacer es esquivar a los yanquis y huir de ellos hasta que tengan que poner precio a su

    cabeza, y ahora debe mandar a su familia fuera del pas: a Memphis, donde el Ejrcito de la

    Unin quiz cuide de ella, porque no parece que su gobierno ni sus conciudadanos vayan a

    hacerlo.

    Entonces se qued sin aliento, o sin palabras, en todo caso, ah parado con la barba

    manchada de tabaco, temblando, mientras le chorreaba ms tabaco de la boca y agitaba el

    bastn hacia mi. De modo que levant las riendas; slo habl el capitn, que no me perda

    de vista.

    -Cuntos hombres tiene tu padre en su regimiento? -pregunt.

    -No es un regimiento, seor -contest-. Calculo que tendr unos cincuenta.

    -Cincuenta? -dijo el capitn-. Cincuenta? La semana pasada hicimos un prisionero que

    dijo que tena mas de mil. Dijo que el coronel Sartoris no combata; que slo robaba

    caballos.

    Pero a to Buck le quedaba suficiente aire para rerse. Pareca una gallina, dndose

    palmadas en la pierna y agarrado a la rueda del carro como si estuviera a punto de caerse.

  • 43

    -Eso es! Ese es John Sartoris! l captura los caballos; cualquier imbcil puede salir y

    atrapar a un yanqui. Estos dos condenados chicos lo hicieron el verano pasado... bajaron al

    portn y volvieron con un regimiento, y ellos slo... Cuntos aos tienes, chico?

    -Catorce -dije.

    -Todava no tenemos catorce -dijo Ringo-. Pero los cumpliremos en septiembre, si vivimos

    y no pasa nada... Creo que yaya estar esperndonos, Bayard.

    To Buck dej de rerse. Dio un paso atrs y dijo: -Adelante. Os queda mucho camino.

    Hice girar el carro.

    -Cuida de tu abuela, chico, o John Sartoris te desollar vivo. Y si l no lo hace, yo lo har!

    -Cuando el carro estuvo derecho, ech a andar a su lado, renqueando-. Y cuando le veas,

    dile que he dicho que deje tranquilos a los caballos durante una temporada y mate a los

    hijoputas de barrigas azules! Que les mate!

    -Si, seor -contest, y seguimos adelante.

    -Ese mala lengua ha tenido suerte de que yaya no estuviera aqu -dijo Ringo.

    Ella y Joby nos estaban esperando a la puerta de los Compson.

    Joby tena otra cesta con una servilleta por encima, de la que sobresalan el cuello de una

    botella y algunos esquejes de rosal. Entonces Ringo y yo nos sentamos otra vez en la parte

    de atrs y l se volva a cada pocos pasos, diciendo:

    -Adis, Jefferson! Hola, Memphis!

    Despus de llegar a lo alto de la primera colina, mir hacia atrs y, esta vez con

    tranquilidad, dijo:

  • 44

    -Suponte que nunca acaben de combatir.

    -Muy bien -contest-. Supongmoslo. -No volv la vista.

    A medioda nos paramos en un arroyo y yaya abri la cesta, sac los esquejes de rosal y se

    los tendi a Ringo.

    -Despus de beber, moja las races en el arroyo -dijo-. Las races, envueltas en un pao, an

    tenan tierra; cuando Ringo se agach hacia el agua, le vi pellizcar un poco de barro y

    empezar a guardrselo en el bolsillo. Entonces levant los ojos, vio que le estaba mirando e

    hizo como si fuera a tirarlo. Pero no lo hizo.

    -Supongo que puedo guardarme barro, si quiero -dijo.

    -Pero no es barro de Sartoris -dije.

    -Lo s -dijo-. Pero es ms duro que el barro de Memphis. Ms slido que el que t tienes.

    -Qu te apuestas? -dije. Me mir-. Qu te juegas?

    -Qu te juegas t? -contest l.

    -Ya lo sabes -dije. Se hurg en el bolsillo y sac la hebilla que desprendimos de la silla del

    yanqui cuando matamos el caballo el verano pasado.

    -chamela aqu -dijo. As que me saqu del bolsillo la caja de rap y le vaci la mitad de la

    tierra (era algo ms que tierra de Sartoris; tambin era Vicksburg: en ella estaban los gritos

    de guerra, las formaciones de batalla, las fatigadas armas, lo ltimo inconquistable) en la

    mano.

    -Lo s -dijo-. Es de detrs del ahumadero. Te has trado un montn.

    -Si -contest-. He trado lo suficiente para que dure.

  • 45

    Remojbamos los esquejes cada vez que nos detenamos y abramos la cesta, y al cuarto da

    an quedaba algo de comida, porque al menos una vez por da nos detenamos en casas del

    camino y comamos en ellas, y la segunda noche cenamos y desayunamos en la misma

    casa. Pero ni siquiera entonces entr yaya a dormir. Se hizo la cama en el carro, junto al

    arcn, y Joby durmi debajo del carro con el rifle al lado, como cuando acampbamos en el

    camino. Slo que no solamos hacerlo exactamente en el camino, sino metidos un poco en

    el bosque; a la tercera noche, yaya estaba en el carro y Joby y Ringo y yo debajo de l,

    cuando aparecieron unos caballos y yaya dijo:

    -Joby! El rifle!

    Alguien desmont, le quit el rifle a Joby, encendieron una antorcha y vimos el color gris.

    -Memphis? -dijo el oficial-. No pueden ir a Memphis. Ayer hubo un combate en Cockrum

    y los caminos estn llenos de patrullas yanquis. No s cmo demonios -excseme, seora

    (detrs de m, dijo Ringo: "Ve a buscar el jabn")- han llegado tan lejos. Si yo fuera usted,

    ni siquiera intentara volver, me detendra en la primera casa que encontrara y ah me

    quedara.

    -Creo que seguiremos adelante -dijo yaya-, tal como nos dijo John... el coronel Sartoris. Mi

    hermana vive en Memphis; all vamos.

    -El coronel Sartoris? -dijo el oficial-. Se lo dijo el coronel Sartoris?

    -Soy su suegra -dijo yaya-. Este es su hijo.

    -Por Dios, seora! No puede dar un paso ms. No comprende que si les capturan a usted y

    a este muchacho, casi podran obligarle a presentarse y entregarse?

    Yaya le mir; estaba sentada en el carro y llevaba el sombrero puesto.

    -Evidentemente, mi experiencia con los yanquis ha sido diferente de la suya. No tengo

    motivos para creer que sus oficiales -supongo que seguir habiendo oficiales entre ellos-

    molesten a una mujer y dos nios. Se lo agradezco, pero mi hijo nos ha ordenado que

  • 46

    vayamos a Memphis. Si hay alguna informacin que mi conductor deba saber, le

    agradecera que le diera instrucciones.

    -Entonces, permtame que les d escolta. O, mejor an, hay una casa a una milla de

    distancia; d la vuelta y espere all. El coronel Sartoris estuvo ayer en Cokrum; creo que

    podr encontrarle y llevarle hasta usted.

    -Gracias -dijo yaya-. Dondequiera que el coronel Sartoris est, sin duda se hallar ocupado

    en sus propios asuntos. Creo que seguiremos hasta Memphis, tal como nos orden.

    De modo que se marcharon, y Joby volvi debajo del carro y puso el mosquete entre

    nosotros, pero, cada vez que me daba la vuelta, chocaba con l, as que le hice apartarlo y l

    trat de ponerlo en el carro, junto a yaya, y ella no se lo permiti, de manera que lo apoy

    contra un rbol y nos dormimos: luego, tomamos el desayuno y seguimos adelante,

    mientras Ringo y Joby miraban detrs de cada rbol que pasbamos.

    -No vais a encontrarles detrs de cada rbol que pasemos -dije.

    No les encontramos. Habamos dejado atrs una casa incendiada, y estbamos pasando por

    otra en la que un viejo caballo blanco miraba desde el otro lado de la puerta de la cuadra,

    cuando distingu a seis hombres corriendo por el campo de al lado, y luego vimos una nube

    de polvo que vena de un sendero que cruzaba el camino.

    -Parece como si esa gente tratara de que los yanquis se apoderen de sus animales,

    hacindolos correr as, de uno a otro lado del camino a plena luz del da -dijo Joby.

    Emergieron de la nube de polvo al galope, sin vernos en absoluto, cruzando el camino, y

    los primeros diez o doce ya haban saltado la zanja con pistolas en la mano, como cuando

    uno corre con un tronco de lea para el fogn en equilibrio sobre la palma de la mano; y el

    ltimo sali de la polvareda con cinco hombres corrien