Yudt_Revolucionarios 2016

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    7820039 HISTORIA DEL MUNDO ACTUAL (2013-2014)

    Profa. Dra. María Dolores Muñoz Dueñas

    Plaza del Cardenal Salazar, 3. 14071 Córdoba. España, [email protected]

    Un año más, considero un “deber de memoria” inaugurar la sección de artículos deprensa con el artículo sobre los revolucionarios occidentales europeos de laPosguerra, casi un testamento intelectual del gran historiador británico Tony Judt

    GUÍA DOCENTE: “1. Contenidos prácticos”I Historia y Memoria, de la Posguerra a la Globalización

     ACTIVIDAD

    Lectura, comentario oral en la clase del grupo correspondiente.El comentario escrito, obligatorio por esta vez, se entregará al final de la clase(febrero, jueves 25)

    DOCUMENTO 

    Revolucionarios  

    TONY JUDT (enero, domingo 21 de 2010)

     Yo nací en Inglaterra en 1948, suficientemente tarde, porunos años, para no tener que hacer el servicio militarobligatorio, pero a tiempo para los Beatles: tenía 14 añoscuando sacaron Love me do. Tres años después aparecieronlas primeras minifaldas, y yo era lo bastante mayor comopara valorar sus virtudes y lo bastante joven como paraaprovecharlas. Crecí en una época de prosperidad, seguridad

     y confort y, por tanto, al cumplir 20 años, en 1968, merebelé. Como tantos jóvenes pertenecientes al baby boom, fuiconformista en mi inconformismo.

    No cabe duda de que los sesenta fueron una buena épocapara ser joven. Todo parecía estar cambiando a una

     velocidad sin precedentes, y el mundo parecía dominado porla juventud (una observación verificable si se ven lasestadísticas). Por otro lado, al menos en Inglaterra, el cambiopodía ser engañoso. Los estudiantes nos oponíamosruidosamente al apoyo que el Gobierno laborista daba a laguerra de Vietnam de Lyndon Johnson. Recuerdo al menosuna de aquellas manifestaciones en Cambridge, después deuna conferencia de Denis Healey, entonces ministro de

    Defensa. Perseguimos su coche hasta las afueras de laciudad, y un amigo mío, hoy casado con la Alta

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    Representante de Asuntos Exteriores de la UE, saltó al capó ygolpeó con furia las ventanillas.

    Sólo que, cuando Healey se alejaba, nos dimos cuenta de lotarde que era; la cena en el comedor de la universidadempezaba en cuestión de minutos y no queríamosperdérnosla. Mientras volvíamos al centro, me tocó trotar allado de un policía de uniforme que había estado vigilando lamultitud. Nos miramos: "¿Cómo le parece que ha estado la

    manifestación?", le pregunté. Como si fuera una pregunta delo más corriente -sin ver en ella nada extraordinario-, mecontestó: "Oh, creo que ha estado bastante bien, señor".

    Es evidente que Cambridge no estaba maduro para larevolución. Tampoco lo estaba Londres: en la famosamanifestación de Grosvenor Square, ante la embajadaestadounidense (de nuevo a propósito de Vietnam; comotantos de mis contemporáneos, me movilizaba sobre todocontra las injusticias cometidas a miles de kilómetros dedistancia), apretado entre un aburrido caballo de la policía y

    unas vallas, sentí algo húmedo y caliente que me corría por lapierna. ¿Incontinencia? ¿Una herida que sangraba? No fuitan afortunado. Me había estallado en el bolsillo una bombade pintura roja que pretendía arrojar contra la embajada.

    Esa misma tarde, yo tenía que cenar con mi futura suegra,una señora alemana de instinto impecablementeconservador. No creo que su opinión de mí, ya bastanteescéptica, mejorara cuando llegué cubierto desde la cinturahasta el tobillo por una sustancia roja y pegajosa; ya se habíaalarmado al saber que su hija salía con uno de esos

    izquierdistas desaliñados que gritaban "Ho, Ho, Ho ChiMinh" y a los que había visto con cierta repugnancia portelevisión esa tarde. Lo único que sentí yo, por supuesto, fueque se tratara de pintura y no de sangre. Oh, épater labourgeoise.

    Para vivir una revolución de verdad, desde luego, uno iba aParís. Como muchos de mis amigos y contemporáneos, fuiallí en la primavera del 68 para observar -para respirar- laauténtica historia. O, al menos, una representaciónincreíblemente fiel de la auténtica historia. O, tal vez, en las

    escépticas palabras de Raymond Aron, un psicodramarepresentado en el mismo lugar en el que, en otro tiempo, la

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    auténtica historia había formado parte del repertorio. Dadoque París había sido verdaderamente un escenario derevolución -gran parte de nuestra interpretación visual deltérmino deriva de lo que sabemos sobre los sucesos que allíocurrieron en los años 1798-1794-, a veces era difícildistinguir entre la política, la parodia, el pastiche... y larepresentación.

    En cierto sentido, todo era tal como debía ser: verdaderos

    adoquines, problemas reales (o suficientemente reales paralos participantes), violencia real y, de vez en cuando, víctimasreales. Sin embargo, desde otro punto de vista, a todo aquelloparecía faltarle algo de seriedad: incluso en aquellosmomentos me costaba mucho creer que bajo los adoquinesestaba la playa (sous le pavés la plage), y todavía más queuna comunidad de estudiantes descaradamenteobsesionados con sus planes de verano -recuerdo lo muchoque se hablaba, en medio de intensos debates ymanifestaciones, de ir a pasar las vacaciones a Cuba-pretendiera seriamente derrocar al presidente Charles de

    Gaulle y su Quinta República. De todas formas, con suspropios hijos en las calles, muchos comentaristas francesesaparentaban creer que podía suceder y estaban, porconsiguiente, nerviosos.

     Al final, no ocurrió nada serio y todos volvimos a casa. En sumomento, me pareció que Aron había sido innecesariamentedespectivo; era su dispepsia, provocada por el entusiasmoadulador de algunos de sus colegas, que se sentíanarrebatados por los sosos clichés utópicos de sus atractivospupilos y estaban deseando unirse a ellos. Hoy tendería a

    compartir su desprecio, pero entonces me pareció excesivo.Lo que más parecía molestar a Aron era que todo el mundoestaba divirtiéndose y, a pesar de su inteligencia, no eracapaz de ver que, aunque divertirse no es lo mismo que hacerla revolución, muchas revoluciones han comenzado entre

     juegos y risas.

    Uno o dos años después visité a un amigo que estudiaba enuna universidad alemana; Gottinga, creo recordar. Resultóque, en Alemania, "revolución" significaba algo muy distinto.Nadie se divertía. A ojos de un inglés, todos parecían

    indescriptiblemente serios y alarmantemente preocupadospor el sexo. Eso era una cosa nueva: los estudiantes ingleses

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    pensaban mucho en el sexo, pero lo practicaban muy poco,mientras que los estudiantes franceses eran mucho másactivos (o al menos me lo había parecido), pero mantenían elsexo y la política separados. Salvo por el llamamientoocasional de "haz el amor y no la guerra", su actividadpolítica era intensamente -absurdamente- teórica y seca. Laparticipación de las mujeres -si es que la había- se limitaba ahacer café y compartir la cama (y aparecer como accesorios

     visuales a hombros de los varones para posar ante los

    fotógrafos de prensa). No es de extrañar que poco despuésapareciera el feminismo radical.

    En Alemania, por el contrario, la política tenía que ver con elsexo, y el sexo, en gran medida, con la política. Mesorprendió descubrir, mientras visitaba a un colectivo deestudiantes alemanes (todos los estudiantes alemanes queconocí parecían vivir en comunas, compartiendo grandespisos y las parejas respectivas), que mis contemporáneos dela Bundesrepublik se creían verdaderamente su propiaretórica. Me explicaban que abordar las relaciones sexuales

    de manera despreocupada y sin ningún tipo de complejo erala mejor forma de liberarse de cualquier ilusión sobre elimperialismo americano y representaba una limpiezaterapéutica del legado nazi de sus padres, que caracterizabande sexualidad reprimida disfrazada de arrogancianacionalista.

    La idea de que una persona de 20 años en Europa Occidentalpodía exorcizar la culpa de sus padres despojándose (ydespojando a su pareja) de ropas e inhibiciones -deshaciéndose metafóricamente de los símbolos de la

    tolerancia represiva- me pareció, desde mi perspectiva deizquierdista empírico inglés, algo sospechosa. Qué suerte queel antinazismo exigiera -hasta el punto de definirse enfunción de ellos- orgasmos en serie. Claro que, pensándolo

     bien, ¿quién era yo para quejarme? Un estudiante deCambridge cuyo universo político estaba limitado porpolicías respetuosos y la limpia conciencia de un país

     victorioso que no había sido ocupado no era quizá el másapropiado para juzgar las estrategias purgativas de otros.

    Tal vez no me habría sentido tan superior si hubiera estado

    más al tanto de lo que estaba sucediendo a unos cuantoskilómetros al este. ¿Cómo de hermético debía de ser el

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    mundo de la guerra fría en Europa Occidental para que yo -estudiante aventajado de historia (!), judío originario deEuropa del Este, que hablaba varios idiomas y había viajadomucho por mi mitad del continente- ignorase por completolos cataclísmicos acontecimientos que estabanproduciéndose en Polonia y Checoslovaquia en esa mismaépoca? ¿Me atraía la revolución? Entonces, ¿por qué no fui aPraga, sin la menor duda el lugar más apasionante de Europaen aquel momento? ¿O a Varsovia, donde mis coetáneos

    corrían peligro de expulsión, exilio y cárcel por sus ideas ysus ideales?

    ¿Qué dice de las falsas ilusiones del Mayo del 68 el hecho deque no pueda recordar ni una sola alusión a la Primavera dePraga, ni mucho menos al levantamiento estudiantil dePolonia, en nuestros serios debates radicales? Si hubiéramossido menos provincianos (cuarenta años después, resultadifícil transmitir el grado de intensidad con el que podíamosllegar a discutir la injusticia de los horarios de cierre de launiversidad), habríamos podido dejar una huella más

    duradera. En cambio, sólo sabíamos hablar hasta altas horasde la noche de la Revolución Cultural china, las revueltas enMéxico e incluso las sentadas en la Universidad de Columbia.Salvo por algún que otro alemán despreciativo, satisfecho deconsiderar al checo Dubcek como otro renegado reformista,nadie hablaba de Europa del Este.

    En retrospectiva, no puedo evitar pensar que perdimos unaoportunidad. ¿Marxistas? Entonces, ¿por qué no estábamosen Varsovia debatiendo los últimos fragmentos delrevisionismo comunista con el gran Leszek Kolakowski y sus

    alumnos? ¿Rebeldes? ¿Por qué causa? ¿A qué precio? Inclusolos escasos conocidos míos que tenían la mala suerte depasar una noche en la comisaría solían estar de vuelta encasa para la hora de la comida. ¿Qué sabíamos nosotrossobre el valor que hacía falta para soportar semanas deinterrogatorios en las prisiones de Varsovia, seguidas decondenas de cárcel de uno, dos o tres años para estudiantesque se habían atrevido a pedir las cosas que nosotrosdábamos por descontadas?

     A pesar de nuestras ostentosas teorías sobre la historia, no

    fuimos capaces de reconocer uno de sus hitos fundamentales.Fue en Praga y Varsovia, en aquellos meses de verano de

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    1968, donde el marxismo acabó consigo mismo. Fueron losrebeldes estudiantiles de Europa Central quienes despuésdebilitaron, desacreditaron y derrocaron no sólo un par deregímenes comunistas ruinosos, sino la propia idea delcomunismo. Si nos hubiera preocupado un poco más eldestino de las ideas que manejábamos con tan pocasinceridad, tal vez habríamos prestado más atención a lasacciones y las opiniones de quienes se habían educado bajosu sombra.

    Nadie debe sentirse culpable por haber nacido en el lugarapropiado y el momento oportuno. En Occidente fuimos unageneración afortunada. No cambiamos el mundo; más bien,el mundo se avino a cambiar para nosotros. Todo parecíaposible: a diferencia de los jóvenes de hoy, nunca tuvimos lamenor duda de que íbamos a tener un trabajo interesante y,por tanto, no sentíamos la necesidad de desperdiciar nuestrotiempo en nada tan degradante como la "escuela denegocios". Casi todos acabamos trabajando en la educación oen la administración pública. Dedicamos nuestras energías a

    hablar de lo que no funcionaba en el mundo y cómocambiarlo. Protestamos contra las cosas que no nosgustaban, e hicimos bien. Desde nuestro punto de vista, almenos, fuimos una generación revolucionaria... Qué lástimaque nos perdimos la revolución.