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Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Vida azarosa de Lope de Vega Astrana Marín, Luis Lope de Vega Carpio. Cuadro del insigne pintor toledano Luis Tristán, discípulo del Greco. (Museo del Ermitage, Leningrado.) A ANTONIO S. DE LARRAGOITI, gran poeta y gran amigo. Con todo fervor, Luis Astrana Marín. -7-

170297887 Astrana Marin Luis Vida Azarosa de Lope de Vega

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Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Vida azarosa de Lope de Vega Astrana Marín, Luis

Lope de Vega Carpio. Cuadro del insigne pintor toledano Luis Tristán, discípulo del Greco. (Museo del Ermitage, Leningrado.)

A ANTONIO S. DE LARRAGOITI, gran poeta y gran amigo. Con todo fervor, Luis Astrana Marín.

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Prólogo

O sentimos o no sentimos, o somos o no somos.

Lope de Vega. (Los españoles en Flandes.)

He considerado muchas veces cuánto daña al buen nombre y a la gloria (¡oh mundo de hipocresías!) la franqueza y el corazón abierto. Hay hombres que deben su reputación a no abrir jamás sus labios; y otros, elocuentes hasta en el silencio, que la han perdido por decir a todos cómo sienten. Si se me pidiera mi opinión, no la daría, con seguridad, en favor de los mudos. El mundo está lleno de cautos, de cucos y de discretos -si en eso consiste la discreción-, y así va el mundo. Sea ejemplo Lope de Vega, cuya vida escribo. Los apocados preferirían recortada su pluma y sin vuelos su corazón. Rebasó los límites de la fecundidad, amó demasiadamente. Excediose en todo. Se horrorizan ante las terribles confesiones de sus cartas al duque de Sessa. Merecen borrarse. Sienten aversión por el sacerdote que se conduce sacrílegamente. Celebrarían un genio a su medida, como si fuera posible la medida en el genio. En el siglo pasado, los descubridores de su correspondencia amorosa avergonzábanse de exhibirla, y parte de ella fue publicada encubierto el editor con un seudónimo. Cuando vieron, en fin, que sus obras estaban llenas de su vida, y que su vida llenaba y daba de sí mundos, no vacilaron en reafirmar su calificación de monstruo, sino que la voz significa también prodigio. Según esto, debiera aconsejársele a los genios más recato en su correspondencia particular. Me recuerda la observación de un crítico ante el Otelo de Shakespeare. «He aquí (decía) una obra excelente, porque enseña a las mujeres a saber guardar la ropa blanca». Era la moral que extraía de la tragedia: a la verdad, si Desdémona no pierde su

pañuelo, los celos del moro no hubieran tenido razón de ser. Así, si Lope no escribe sus cartas al duque de Sessa, no cabe duda que pasara por un modelo de virtud. Pero perdió su pañuelo, que han encontrado esos celosos Otelos de la moral pública, y es la prueba flagrante de su irredimible transgresión. Pues «o sentimos o no sentimos, o somos o no somos», como él dice. Si aceptamos al genio, ha de ser con esas condiciones: que siente por encima de nosotros y crea una Naturaleza para sí. Leed, si no, a los discretos. Aquí llegaba yo con mi prólogo e iba a darle remate, cuando un amigo mío, sensato y de buenas letras, me sorprendió en mi estudio y preguntome qué estaba escribiendo. Yo le contesté cómo me ocupaba en trazar una preparación a la Vida azarosa de Lope de Vega. Y él, sentándose a mi lado, dijo: -Me entusiasma Lope. Era un hombre en todo y por todo. -No lo creían así sus contemporáneos -le contesté. -¿Cómo es eso? -repuso, extrañado. -Porque venían muchos de fuera a desengañarse de si era hombre. Alcanzó la categoría de un mito. -¡Ah! Recuerdo, en efecto, haber leído que se enseñaba en Madrid a los forasteros, como en otras partes un templo o un palacio. Y dime, como persona ¿qué tal era? -Excelentísimo. -¿Simpático? -Muy simpático. -¿Y arrogante? -Muy arrogante. Oye este retrato que hace de sí en la comedia La inocente Laura:

Con ningún bueno me igualo, mas tampoco me condeno; digo bien de lo que es bueno y disimulo lo malo. Siempre callo entre los necios y entre sabios hablo poco, parezco en mis cosas loco y discreto en mis desprecios. Amor me enseñó a escribir y hartas veces a llorar; no tengo, por no buscar; ni sirvo, por no mentir. -9- Y aunque yo ignorante sea, sé de los sabios que trato, conocer un mentecato a mil pasos que lo vea. No traigo jamás testigos

de mi vida, aunque es proceso; trato verdad, y por eso tengo muy pocos amigos.

-¡Soberbio! ¡Qué naturalidad! ¿Y es cierto que tenía muy pocos amigos? -Estaba lleno de envidiosos; pero hacía un culto de la amistad, invitando a sus amigos sin tasa en el regalo, y aun a todas aquellas personas que a sus ojos eran de merecimientos. El famoso capitán Alonso de Contreras cuenta que, sin, haberle hablado en su vida, le llevó a su casa, diciéndole: «Señor capitán, con hombres como vuesa merced se ha de partir la capa». Y lo tuvo por camarada suyo más de ocho meses, dándole de comer y vestir. -Ahora recuerdo que en una comedia suya dice:

Nunca tengo mejor día que el que hay huéspedes en casa.

-Sí, en El cuerdo loco, por boca del personaje «Belardo», que es él mismo.

-Gran corazón y sencillez en un hombre tan mimado por la fama. ¿Sería vanidoso? -¿Has conocido tú a poeta alguno que no lo sea? Digo, tal vez haya que exceptuar a Cervantes, que se llamaba «Adán de los poetas». Pues sí, Lope era vanidosillo. -¡Bien podía, compadre; bien podía! Y como todo caballero de entonces, sabría tirar a las armas. -Un excelente espadachín, discípulo del maestro Pablo de Paredes. A ello le ayudaba ser hombre valeroso, muy robusto, gran andador y ágil de fuerzas. Tuvo desafíos, alguno sangriento para su contrario. Esgrimir y danzar bien eran las prendas más estimadas en los jóvenes de su tiempo; y él, como tantas otras, las poseía a la perfección. Dibujaba admirablemente. -No lo sabía. ¿Se conservan dibujos suyos? -Sí, en las ediciones de sus obras, y algunos van firmados: el retrato de Alfonso VIII en la Jerusalén conquistada. Su padre, como bordador, pintaba, y él invirtió gran parte de su hacienda en libros y cuadros. -10- -¿Era caritativo? -Mucho. No se acercó a él pobre a quien no socorriera. Lee esto que dice su amigo Francisco de Quintana: «Llegó una vez un sacerdote pobre; llamó a su puerta; no había en casa quien respondiese; salió él mismo y vio que el que llamaba (sobre pobre, sacerdote y ciego) llevaba la indecencia de un

asqueroso sombrero. Miró si tenía qué darle, no se halló con cosa considerable, y, llevado de su piedad, quitose el sombrero que tenía en la cabeza y púsoselo al pobre. Súpose necesariamente este suceso, porque no pudo salir de casa con los amigos que le asistían (testigos fieles de esta verdad), hasta que uno de ellos hizo diligencia para que le llevasen otro». -Y esta figura, que con tan bellos rasgos resalta, noble, generosa, caritativa, grande (sin tocar su excelsitud de escritor), ¿cómo se compagina con sus raptos, adulterios y amores sacrílegos, que tú habrás descrito con tu mejor prosa? -Era algo superior a su voluntad. Ese mismo hombre, revestido de ornamentos sacerdotales, se desmayaba al alzar en la misa, y solía verter tantas lágrimas, que, algunas veces, oficiando, se vio obligado a suspender el sacrificio. -¿Posiblemente? -La pura verdad. Rehuía por ello celebrar en público, y lo hacía en el oratorio de su casa. -Y este espíritu de excepción, lleno de contradicciones, ¿cómo era tan supersticioso y creía en el influjo de los astros sobre el destino? -He ahí la medida de su grandeza: su duda y su inquietud. Apenas nacido, le hacía el horóscopo, le levantaba la figura o, como si dijéramos, le echaba la buena ventura, su cuñado, el astrólogo Luis de Rosicler. Erit (decía) modesto vultu, imaginativo, licet alacri, fideli, pudibundo et liberali, procerae staturae, plenique gestus, comis, ingeniosus, prudens, peritus, poëta... Y en todo acertó, si no eres malicioso y pones algún reparo a lo de pudibundo. Lope, igual que Shakespeare, se vale del misterio como elemento dramático y en cuanto puede actuar de móvil de las acciones humanas. Y ¿acaso el misterio no nos cerca? ¿Hay algún hombre libre de superstición? ¿Podrías explicar muchos azares de tu vida? -Yo no creo en eso. Lo que ocurre es que siempre he tenido mala suerte. -¿Ves? Sin darte cuenta aceptas el hado. Ayer se creyó en la astrología; hoy también por muchos. Y no es más disparatada la astrología que otras embaucaciones modernas. Como muy bien dice Hamlet a Horacio; «en la tierra y en el cielo -11- hay más de lo que sueña nuestra pobre filosofía». ¿Qué mucho que tuviera aceptación entonces la astrología judiciaria, si religiosos graves creían en las brujas? Desde Lope hasta su bufonesco criado «Candil», la tendencia a creer en lo maravilloso es una disposición general y constante de nuestro ser. Bacon, que era un gran filósofo, creía en la virtud profética de los sueños (ya en la antigüedad negada por Séneca), y no rechazaba la astrología ni la alquimia. ¿Era Maquiavelo un soñador? Pues creía, como Benvenuto Cellini, en el influjo de las estrellas, igual que antado San Agustín. El insigne Guicciardini no era tampoco un superficial, y escribió: «Que hay seres aéreos que juegan con los hombres, lo sé por experiencia». Pues ¿y Erasmo? ¡El escéptico puro! Con seriedad afirma que el demonio quemó un pueblecito de Alemania el Jueves Santo de 1483. Vengamos a Hobbes. ¡El férreo materialista! Pues sentía miedo al oír hablar de apariciones y le aterraba quedarse solo en

las sombras nocturnas. A Quevedo mismo, que se le cita como excepción, le he cogido yo en un renuncio, hablando de la conjunción máxima del año 1603 y de sus poderosas influencias, que presidieron el nacimiento de Mastrili. En nuestros días ¿no hemos visto a Wells y a Maeterlinck apasionados por lo misterioso, y a científico tan alto como Edisson construir un aparato para el sondeo del mundo espiritual? ¿Y ha de extrañarnos que todo el siglo de Lope fuese una inmensa campana de Velilla? La Iglesia había prohibido que se dijera que los astros podían forzar el libre albedrío, pero no que pudiesen inclinarlo. -Basta. No te pongas pesado. Me convences. No quería confesarte que yo mismo soy muy supersticioso. Dejemos eso, y dime ahora: ¿hay anacronismos y errores geográficos en las obras de Lope? -Sí, y graciosísimos. Imagínate al hermano de don Pedro el Justiciero usando reloj de bolsillo, a Belgrado hecha capital de Hungría o al Ebro desembocando en la mar astúrica. -¡Ja, ja! Serían morcillas de los cómicos. Los conozco muy bien. Dicen que no sabía latín. -Eso no es cierto. Lo conocía perfectamente y aun lo escribía con elegancia. Su cultura era enorme. -¿No ocasionó algún disgusto con sus comedias? A pesar de su fama, ¿no le silbaron nunca? -Le silbaron varias veces, y en 1616 se sintió ofendida la familia que sirve de fábula a Los Porceles de Murcia; pero él dio cumplida satisfacción. Era muy correcto, y según Pérez de Montalbán, «discreto en las conversaciones, modesto en las -12- risitas, atento en los actos públicos, importuno en los negocios ajenos, descuidado en los suyos propios, apacible con su familia, juglar con los amigos, mesurado son los señores, generoso con los forasteros, galante con las mujeres y cortesano con los hombres». -¡Sobre todo galante con las mujeres! Tengo entendido que no se podía hablar mal de ellas en presencia suya. -Habían sido muy buenas y muy malas con él, y él dijo lo más bueno y lo más malo de ellas. -No recuerdo qué escribió una vez de los frailes. Tenía sal. Espera a ver... -Míralo en este libro de cartas: «No quiero pendencias fraileras, porque desde mozo anduve huyendo de competir con ellos; y acuérdome que poniéndome temor en que un grande de España servía una dama que yo merecía, le dije a una amiga suya: 'Yo no temo en competencia sino fraile, músico o alcalde'». -¡Excepcionalmente grande y simpático, pese a todos los judíos que se han metido con él! Ya le daban matracas en Toledo. Antisemita puro, decía en El niño inocente de la Guardia:

Dura nación que desterró Adriano. y que por nuestro mal viniendo a España,

hoy tanto oprime y daña al imperio cristiano.

-Duplicas mi admiración por Lope, compadre. ¿Qué dirán de esto los medievales y medio tontos? -Yo no me ocupo de vidas presupuestarias. Como Lope, cerco de una muralla de libros a mis envidiosos. Y cuando me molestan, les doy un palo. ¿Sabes el cuento de Lope? Guardaba un cristiano viejo el monumento del Jueves Santo, y acercándose a él un hombre que tenía fama de judío diole un golpe con la alabarda, y quejándose al cura y él riñéndole, respondió: «Señor licenciado, o guardamos o no guardamos». Así yo tal respondo: «O sentimos o no sentimos, o somos o no somos». Pues digo igual que Lope a Ruiz de Alarcón: «Tengan por cierto los envidiosos que han de tener su golpe de cuándo en cuándo, y más si tienen por qué no llegar al monumento». -Bien, bien. Una pregunta todavía. Lope, con su portentosa fecundidad, apenas tendría tiempo para corregir. -No abundan, en efecto, las tachaduras en sus originales. -13- Sin embargo, a veces enmendaba mucho, y en La Dorotea dice: «Yo conocí un poeta de maravilloso natural, y borraba tanto, que sólo él entendía sus escritos y era imposible copiarlos; y ríete, Laurencio, de poeta que no borra». Con esto se marchó mi amigo, y yo terminé, naturalmente, mi prólogo, que iba para estirado. Muchos trataron la vida de Lope; pero Lope, ninguno. Fueron historiadores de su vida; él, de su alma. Se leen sus acciones, no sus intentos; los sucesos, no su causa. Escribieron el poeta, no escribieron el hombre; lo que de él se sintió, no lo que sintió él; lo que vieron todos, no lo que él procuró (en cuanto fue posible) que no se viese. Yo escribo la vida que de sí escribió Lope.

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Nota

Agotados hace tiempo los ejemplares de la edición primera, a demandas del público sale a luz la segunda. En ella se han hecho importantes correcciones, adiciones y supresiones. Por novelesca que parezca esta Vida azarosa de Lope de Vega, nada es obra de la fantasía, como algunos espíritus aguados han supuesto. El rumbo teatral, las solemnidades y fiestas, las costumbres, el ambiente, la guerra literaria, las confesiones íntimas del poeta, el auto de fe que se describe, todo es rigurosamente histórico, sacado de papeles coetáneos, del epistolario del Fénix, de las relaciones del tiempo, etc., etc.

Incluso detalles menudos, como la luna llena que brilla en la noche de la muerte del dramaturgo, son absolutamente verdaderos.

Madrid, primavera de 1939. Año de la Victoria.

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Casa en que nació Lope, en la Calle Mayor, según el Plano de Madrid, de Texeira (Siglo XVII).

Casa de la Calle Mayor, en que nació Lope, tal como hoy se conserva.

-17- Ya estos delitos míos corren con mi nombre, gracias a mi fortuna; que no me han hallado otra pasión viciosa fuera del natural amor, en que yo, como los ruiseñores, tengo más voz que carne.

Lope de Vega. 1616.

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- I -

La Montaña.-Los padres del dramaturgo.-Su estancia en Valladolid.-Aventura amorosa de Félix de Vega y traslado a la nueva corte.-Lope, hijo de los celos.-El taller del bordador.

Dos valles de la Montaña, los de Carriedo y Toranzo, tienen la gloria de haber sido cuna de dos de nuestros más preclaros escritores, Lope de Vega y don Francisco de Quevedo. No muy lejos y junto a Santillana, aparece la casa solariega de otro ingenio singular, don Pedro Calderón. En las deliciosas praderías de estos risueños valles radicaron antiguamente las casas de don Francisco y de Lope. De los testimonios de la tradición y de lo respetado por la injuria del tiempo, apenas queda nada. Desapareció el solar de Vega; hundiéronse Cereceda y Bárcena. Sólo es eterno allí lo fugitivo: el río Pas, que baña de sudoeste a noroeste los setos y matas de sauce, zarza y avellano.

La Naturaleza ha hecho de estos valles fraternos, sumidos al pie de la alta cordillera, hoces y llanuras pintorescas y agrestes. Sobre la vertiente sur, subiendo hacia Carriedo, despuntan dos o tres caseríos diseminados, con labranza y ganado ovejuno. Allá suelen bajar las águilas a hacer presa en gansos y recentales. Montaña arriba, acebales espesos, donde se crían jabalíes. Desde la cima de la cordillera, un panorama extenso y magnífico: la carretera de Santander a Burgos, paralela al Pas; robles añosos; a otro lado, alisos y chopos robustos, molinos, ruinas de antiguos caserones; y en las lejanías, alguna alquería de pasiegos, algún poblado perdido entre castaños. Hacia el Oriente los valles se esfuman, abriéndose en abanico. El cielo es lácteo y el aire huele fuertemente a nogal. Fue achaque común en España, durante los siglos XVI y XVII, para ostentar nobleza, llamarse hidalgo «de casa y solar montañés», -20- porque la sangre más noble procedía de estas montañas de Asturias. El sustentar semejante vanidad obligaba a muchos hidalgos a sustentarse muy pobremente, si carecían de medios de fortuna, ya que la calidad de noble perdíase al ejercer oficios mecánicos. Gran parte del ocio y decadencia de aquellos tiempos obedece a esta locura; el hidalgo pobre rehusaba trabajar, teníalo a deshonra, prefería vivir de bajos expedientes y aun en ocasiones daba en ladrón. En vano los azotaba el gran satírico:

Que es mi casa solariega mucho más que no las otras, pues que, por no tener techo, la da el sol a todas horas.

Nuestro mismo Lope se pagó de esta debilidad, atribuyéndose el escudo de Bernardo del Carpio, con sus diecinueve torres, al que puso la leyenda: «De Bernardo es el blasón: las desdichas mías son», que le acarreó aquellas burlas de Cervantes en el Quijote:

No indiscretos hierogli- estampes en el escu-; que cuando es todo figu-, con ruines puntos se envi-.

O el desenfadado soneto de Góngora, que principia:

Por tu vida, Lopillo, que me borres las diez y nueve torres de tu escudo; pues aunque tienes mucho viento, dudo que tengas viento para tantas torres.

Y llevaban razón, a tenor de las ideas del siglo; porque -como veremos más adelante- Lope, sobre no usar don, estaba entonces casado con doña Juana de Guardo, hija de un carnicero rico de la corte. No obstante, insistía con el duque de Sessa: «Nací hombre de bien, de un pedazo de peña en la Montaña». Mas en una sátira le decía cierto envidioso de su gloria:

Lope de Vega se llama por la Puerta de la Vega; mas él al Lasso se pega, porque el jubetero clama. Pastorazo de Jarama, -21- hurtó lo Carpio a Bernardo; y al buen Vega, ya Begardo o bigardo, se añadió lo Félix, y se nació de su troncho como cardo.

No se dejó arrastrar por estas exterioridades sin fundamento su padre, Félix o Felices de Vega. Y si realmente venía de casta de hidalgos, viéndose pobre, reaccionó contra los prejuicios del tiempo, y antes quiso perder aquella calidad vana que dejar de trabajar; y así, supo ennoblecerse por el trabajo, pues se hizo bordador, y uno de los más célebres. Positivamente, Félix de Vega era oriundo de un lugar del mencionado valle de Carriedo, cerca de Santander. Sobre la fecha de su nacimiento, sobre su juventud y familia no hay pormenor alguno. El primer indicio que se encuentra data de 1554, en cuyo año, a 10 de octubre, es bautizado en Valladolid un hijo suyo y de su mujer Francisca Hernández, a quien ponen el nombre de Francisco. Esta Francisca Hernández procedía también del valle de Carriedo. En documentas posteriores se la llama Francisca Fernández Flores y Francisca del Carpio; y como el propio Lope intitula un soneto a su padre: «A la muerte de Félix de Vega Carpio», no sabemos si el apellido Carpio, de que tanto se ufanaba el poeta, procedía de la línea

paterna o materna. Sólo aparece un don Miguel del Carpio, tío suyo, inquisidor de Sevilla, en cuya casa dice Lope que pasó algunos de los primeros días de su niñez. Sea lo que fuere, la partida bautismal de Francisco nos muestra que Félix de Vega y su esposa residen en Valladolid en 1554. ¿Qué les ha impulsado a abandonar el Valle de Carriedo? Sin duda la pobreza del país. Un bordador fino, como Félix, no habría podido desenvolverse con holgura en aquellas montañas astures. La misma partida denota que ejerce entonces el oficio: uno de los padrinos del infante, Jerónimo de Bruselas, es bordador. Nada se sabe ya de la estancia de Félix a orillas del Pisuerga. La villa es grande y hermosa, con muchas y muy buenas casas. «Tiene una gran plaza -dice un escritor del tiempo- la plaza Mayor, alrededor de la cual están todos los oficios y mercaderes, que son muchos. En circuito de esta plaza se hallan más de quinientas puertas y dos mil ventanas... Es pueblo de encantamiento, que a cuantos forasteros entran en él les encanta y enamora; de tal manera, que ninguno querría salir de él, y todos a una voz le loan de ser el mejor, más regalado -22- y apacible que han visto, loándole todos más que a sus mismas tierras, sin hallarse sólo uno que repugne a esta voz común de cuantos le han visto, principalmente habiendo estado en él despacio». Empero el clima es insalubre. Valladolid va poco a poco despoblándose, decayendo, y todas estas calamidades se ven coronadas por los horrores de la peste. Félix de Vega debió de instalar su taller de bordado en la plaza Mayor, al que concurren bellas mujeres. Prendado de una, huye con ella a Madrid, donde acaba de trasladarse la corte; su esposa, enterada, corre celosa tras los fugitivos... Pero lo que aconteció nos lo va a narrar su futuro vástago:

Tiene su silla en la bordada alfombra de Castilla el valor de la Montaña, que el valle de Carriedo España nombra. Allí otro tiempo se cifraba España; allí tuve principio; mas, ¿qué importa nacer laurel y ser humilde caña? Falta dinero allí, la tierra es corta; vino mi padre del solar de Vega: así a los pobres la nobleza exhorta. Siguiole hasta Madrid, de celos ciega, su amorosa mujer, porque él quería una española Elena, entonces griega. Hicieron amistades, y aquel día fue piedra en mi primero fundamento la paz de su celosa fantasía. En fin, por celos soy, ¡qué nacimiento! Imaginadle vos, que haber nacido de tan inquieta causa fue portento.

Esta aventura, ¿no dijérase, más que del padre, del hijo? Es de Félix, pero anuncia a Lope, que la hará buena en otras. Talis pater, qualis filius; mas con la ventaja que va de un gran poeta a un bordador. El hijo de los celos sabrá luego sentirlos fieramente. Sólo en esto saldrá a su madre, Francisca. Todo lo demás que fue Lope se agazapaba en germen en su padre. Era Félix de Vega hombre culto, de temperamento ardiente y de gustos refinados, poeta a ratos y pintor. La pintura y dibujo formaban entonces parte de su oficio. Lo material del bordado ejecutábase, principalmente, por mujeres. Los bordadores tan sólo las dirigían. Hallábase a la sazón muy floreciente esta industria, que ponía a los bordadores en contacto con reyes y príncipes, magnates, prelados y personas ricas y de rango social. De las grandes exenciones que gozaban los artífices del bordado se -23- expresa así Cristóbal Suárez de Figueroa: «No pagan pecho ni alcabala, ni en tiempo de alojamiento les pueden echar soldados. Es arte limpísima y por muchos respetos digna de no pocas honras y alabanzas. Fueron en ella únicos Covarrubias y Rosales, bordadores de la santa iglesia de Toledo. Sin estos, Juan del Castillo y Juan Pérez, que trazaron y bordaron los mejores ornamentos del Escorial. También merecen ser nombrados por insignes Luis de Rosicler, Felices de Vega...». Y después adiciona, explicando arte tan favorecido: «Es de notar por cosa admirable se labra con una aguja pequeña perfectísimamente un rostro, mezclando en él cincuenta géneros de seda, todas de una color y cada una diferente. Aventájase en esto a la pintura, por ser más natural encarnación la de la seda que la de las colores térreas; requiérese en esta labor particular advertencia, porque en cayendo la puntada, no se quita; diferente del pintor; que está siempre enmendando lo que hace». Cuando Félix abandona el Pisuerga es sin duda un consumado artífice. La venida a la nueva corte no debió de verificarse hasta fines de 1561 o enero de 1562. Además de Francisco, Félix había tenido en su mujer, con precedencia a la aventura que hemos narrado, una niña, de nombre Isabel, que fue confirmada en Madrid (hechas las paces con su esposa) a 6 de julio de 1562, cuatro meses antes del nacimiento de Lope. Esta hermana mayor del dramaturgo debió de nacer en Valladolid hacia 1558. Félix de Vega estableció su taller de bordado en la calle Mayor, junto a la Puerta de Guadalajara, en la casa que corresponde al número 50 actual. Comprendía la Puerta de Guadalajara la parte sur de dicha calle entre la cava de San Miguel y la calle de Milaneses. Era sitio de gran concurrencia, que compartía su celebridad con San Felipe, el Prado y Atocha. Allí, en los antiguos portales (hoy calle de Ciudad Rodrigo), abundaban las tiendas de los mercaderes y se reunían los ociosos y noveleros; discutíase de las guerras y de las paces, se trataban los negocios, fijábanse los bandos y las pragmáticas. En uno de sus entremeses

decía Miguel de Cervantes: «Las mañanas se le pasan en oír misa y en estarse a la Puerta de Guadalajara murmurando, sabiendo nuevas, diciendo y escuchando mentiras». Pronto cobró crédito el taller de Vega, y Félix, que luego tuvo otros dos hijos, Juan y Juliana, entabló conocimiento con personas de relieve.

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- II -

Madrid en 1561.-Nacimiento y niñez de Lope de Vega.-El misticismo de Félix y el padre Obregón.-Lope, protegido del obispo Manrique.-Los estudios en Alcalá de Henares.-Abandono de la carrera sacerdotal y primeros amores.

Ved aquí a Madrid convertido en corte a mediados de 1561. ¿Qué pudo mover a Felipe II a esta determinación de transformar en centro de la gran monarquía española un páramo sediento, en medio de una llanura azotada por todos los huracanes, bajo la sierra cubierta de nieve, y abrasada por un implacable sol? Desconócese a punto fijo. La medida no fue del agrado de muchos; pero era preciso acatar la voluntad del omnímodo rey. La nobleza, la política, la magistratura, toda la enorme máquina burocrática y cuanto a su sombra bullía, no hallaron con facilidad acomodo. Era Madrid una población que, si no insignificante, de ninguna manera podía competir con París o Londres, ni estaba en disposición de ascender repentinamente al rango de corte. De suerte que una transformación completa hubo de verificarse en los primeros años, a fin de que desde tan angosto recinto pudiera irradiar la gobernación a casi todo el universo. Las calles ofrecíanse estrechas y serpenteantes, como todavía se ven en aquellos sitios de los barrios bajos donde aún flaquea la urbanización. Las casas, en su mayoría, no contaban sino un solo piso; mas pronto hubieron de levantarse, para alquilar el principal. No existían aceras, ni había alumbrado propiamente dicho; apenas rodaba coche alguno. La villa, a las diez de la noche, dormía ya, envuelta en sombras. Nadie transitaba por las calles, como no fuera caso de urgencia, ni se encontraba sino la ronda de alguaciles y corchetes. Aún no había aparecido la figura del sereno. La noche, pues, desde las diez, quedaba entregada únicamente a las gentes de mal vivir, a los ladrones, a las prostitutas, a los vagabundos y a los espadachines y asesinos. Reinaba gran silencio, comoquiera que -25- desde la puesta del sol todo pregón y grito prohibíase rigurosamente. Poco después cerraban las tiendas, tiendas de pobre aspecto exterior, que de ningún modo recuerdan las de modernos escaparates, y casi todas en el centro. A las ocho venía la cena, y el vecindario recogíase. Tal cual

farol de aceite empotrado en alguna esquina o saledizo estratégico, tal cual lámpara alumbrando la imagen de una hornacina, eran el solo alivio de la obscuridad en la noche matritense. Algún trasnochador solitario en busca de la aventura galante; algún médico presuroso, para asistir a algún enfermo de peligro; algún muerto, en fin, en alguna encrucijada. Raro era el reloj de torre en esta época; de suerte que al toque de queda sólo respondían, ya de madrugada, las alegres campanas de maitines. Si la gente no trasnochaba, levantábase, empero, al rayar el día. «Amaneció Dios, y levantámonos», es la frase corriente en los escritos de entonces. Entraba el sol por el camino de Alcalá, como un estudiante más que afluyera de Compluto. Las altas crestas del Alcázar, de Nuestra Señora del Buen Suceso, del Colegio de Atocha, de la Trinidad, del Corpus Christi, del Monasterio de la Victoria, de San Felipe, de San Basilio, del Salvador y San Juan parecían de oro bruñido. Los carros que venían de Sevilla y entraban por la Puente Segoviana; los de la Mancha, por el camino de Toledo, que subían por el Matadero y San Lorenzo, de Gallera; los de Valencia, los de Alcalá, eran los primeros ruidos que despertaban la nueva corte. Porque si la noche quedaba sumida en el mayor silencio, el día de Madrid era por demás agitado y bullicioso. Gentes de todas partes de la tierra, que se expresaban en todos los idiomas conocidos. La diversidad de razas y de trajes ponían una nota pintoresca y de subido color en la Babel del Manzanares. Hoy apenas podemos darnos cuenta de la fastuosidad, de la riqueza, del banquete que se ofrecía a los ojos contemplando en un día sereno y apacible el Madrid de fines del siglo XVI, en una mañana clara, en que la multitud llenaba plazas y calles. El mundo moderno se ha vuelto negro y pardo, como si invitara la hopalanda miserable de un judío. Todo vestido varonil es ahora obscuro y tristón, uniforme y uniformado. Cierto que posee más bellezas el mundo moderno que el antiguo; pero cierto que este contaba también con su encanto y que en muchas cosas aventajaba al de hoy. Las costumbres, sin embargo, eran todavía duras y la vida diaria dejaba mucho que desear. -26- Esta corte, hecha demasiado apresuradamente, nutríase con los despojos de Toledo, que para siempre quedó desolada. Nada menos que veinte mil funcionarios públicos, que es tanto como decir veinte mil palaciegos, siguieron a los reyes en su marcha a Madrid, automáticamente transformada en la ciudad de los empleos y los favores, adonde había de acudir como enjambre la turbamulta de pretendientes, holgazanes, mendigos, hampones, inválidos y rameras, podre que en pocos meses se adueñó de todo. Por el sistema centralizador de Felipe II, la corte atrajo en seguida a muchas ruedas de la máquina administrativa provinciana. A los pocos años no se cabía ya. Se construyó entonces a toda prisa y desordenadamente, con una desigualdad en la edificación que aún es origen de trastornos; y como faltaran viviendas, llegose a la incautación de los pisos segundos.

Naturalmente, la nobleza disfrutó de la regalía de aposentos y pudo gozar de sus palacios sin mezcla de molestos intrusos. La anárquica alineación de las calles dejó afeado a Madrid. Por supuesto, la limpieza no era, en verdad, recomendable. Sin caridad alguna para con el pobre transeúnte se arrojaba desde las ventanas las peores inmundicias; y como (entonces y ahora) Madrid era una población donde apenas llueve en el año, formábanse en las calles montones inmensos de polvo, que a la llegada de las lluvias convertíanse en charcos y fangales imposibles de transitar. La población, con sus diez mil viviendas, hallábase limitada de Oriente a Occidente por la Puerta de Alcalá hasta el Puente de Segovia y el Real Alcázar; y de Norte a Sur, desde la Huerta del Conde de Nieva, corriéndose horizontalmente a la ermita de Santa Bárbara, hasta el Matadero y Hospital de Aragoneses, o sea, hasta la Ronda de Valencia. Quedaban extramuros, por la parte oriental, entre descampados, el monasterio de Recoletos Agustinos, en terrenos de lo que es hoy Biblioteca Nacional; el monasterio de San Jerónimo, San Blas y Nuestra Señora de Atocha; al Poniente, la que fue Huerta de Luche, entre las ermitas del Ángel de la Guarda y San Isidro, al otro lado del Manzanares. La edificación no llegaba por aquella parte, ni con mucho, hasta el río, tan seco y pobre de caudal como siempre, y objeto de las vayas de cuantos acababan de abandonar Toledo y traían acostumbrados los ojos al padre Tajo. Las casas eran tan chicas, que cuarenta años más tarde escribía un viajero, Wilhelm Neumair von Rampsla: «Tienen -27- los españoles casas tan pequeñas, que una persona a caballo puede tocar con la mano los tejados». Pero Madrid creció prodigiosamente, y pronto la calle Mayor, la Puerta del Sol y el Prado de San Jerónimo cobraron aspecto de gran urbe. Alzáronse muchos edificios de piedra, muchos templos, muchos palacios; en el Alcázar introdujéronse continuas reformas hasta modificar su aspecto medieval. Habilitáronse, en fin, «corrales» más amplios que los antiguos, para la representación de comedias; y todo, poco a poco, fue adquiriendo tinte cortesano y de refinamiento. Lo mudable se transformó en fijo y permanente. Y en seguida las fiestas, la suntuosidad y pompa del culto católico, tradicionales en la Casa de Austria; la gala, ostentación y magnificencia de las solemnidades; las procesiones, en especial la del Corpus Christi; las manifestaciones públicas de fe, los autos, las exequias fúnebres, las canonizaciones y translaciones. Imaginaos aquel Madrid abigarrado en un día de sol esplendoroso. La festividad echa a la calle a una muchedumbre hirviente; las fachadas se adornan de tapices, las mujeres se agolpan a las ventanas; pasa la procesión, en que toma parte la corte y la nobleza, la burguesía y la plebe; largas hileras de monjes, corporaciones de artesanos, regidores, alcaldes, hermandades; y el sonar de las trompetas, y las danzas y los gritos de estridor, y los cantos litúrgicos mezclados al repique incesante de las campanas.

El provinciano que arriba a Madrid montado en su macho, tras pasar la noche anterior en la mísera venta, donde, a poco que se descuidase, le darían gato por liebre, sin duda sufriría el vértigo al contemplar aquel bullicio, aquel ajetreo constante de la nueva corte. Como arriba decimos, las costumbres, si dulcificadas después, eran duras y no habían perdido su medieval rudeza. La vida interior del hogar, la vida doméstica, desarrollábase en una especie de clausura y confinamiento. No era recato, sino residuos de herencia árabe. Las mujeres apenas se mostraban en público, y permanecían cubiertas y veladas, a no haber amistad o mucha confianza. La misma disposición de las viviendas favorecía esta actitud. Las vistas a la calle eran siempre protegidas por fuertes rejas; las ventanas no abundaban tampoco. Todo, las casas chicas y apretadas unas contra otras; las calles, tortuosas y tétricas; los callejones, angulosos, evidenciaba un residuo de ambiente medio moruno. No hay que decir que -28- los judíos se confundían ya con la gente cristiana, y que los moriscos aún no habían sido expulsados. Por natural contraste, cuando la mujer salió de su encierro, dio en galanterías y afeites, y surgieron los discreteos y la vida de relación, al punto bien libre y desembozada. Dos o tres veces al año había corridas de toros, aunque nada de común tenían con las actuales; pero Pío V las prohibió en 1567 bajo pena de excomunión. Es imposible desarraigar una costumbre, y ocho años más tarde Gregorio XIII redujo la prohibición a los clérigos, y al fin, a instancias de Felipe II, se derogó todo en los últimos meses de su reinado. El fantasma escurialense, por contraste, añoraba la alegría. Las diversiones menudeaban. A las multitudinosas, como juegos de cañas, de sortija y fiestas de moros y cristianos, sucedía el de la gallina ciega. Días de gran holgorio eran los de Carnestolendas, no exentos de muchos desmanes, y espectáculos de rudeza primitiva. Fiesta, en cambio, típica, poética, saturada de ambiente profano y hechiceresco, era la de primero de mayo o de «Santiago el Verde», en el Sotillo, a la entrada de la Puerta de Toledo, y que correspondía exactamente a la del «Midsummer» de Londres. Las músicas y bailes cobraron asimismo gran incremento. La vihuela y el arpa eran los instrumentos por excelencia, y la alemana y la gallarda las danzas más de moda. La gallarda bailábase con el sombrero en la mano izquierda. También tenía mucha aceptación el pie de gibao. Cuando ya la corte se asentó definitivamente y el tráfico se estableció con todo el mundo, el vicio plantó también sus reales, y los burdeles y casas de juego se multiplicaron con terror de los doctos censores de la moral pública. Pronto llovieron pragmáticas con prohibiciones. Nadie las hacía caso. Fijábanse en la Puerta de Guadalajara; las arrancaban los mozalbetes, atábanlas a la cola de los canes y las prendían fuego. El lujo en el vestir adquirió caracteres de ruina. En ninguna corte del mundo se vestía tan lujosamente como en Madrid. El traje ordinario de todo caballero era la ropilla o juboncillo ajustado, cuello abierto y almidonado, calzón corto, medias de seda, capa hasta la cintura y gorra o chambergo. El vestido corriente de la mujer era el verdugado, fino de

talle y de gran vuelo en las caderas, con su aditamento de cofia. El peinado revistió mil formas y complicaciones. La pauta de todo la daban el rey y la reina. A la manera como los monarcas querían, así habían de vestir sus vasallos. El grande imitaba las ceremonias del rey, y el pequeño las del grande. -29- ¡Madrid por demás extraño y pintoresco el del último tercio del siglo XVI, cuando el excesivo dominio de España barruntaba su caída! Madrid en que pronto el hidalgo había de gastar su fortuna. Madrid en que apuntaba la vida picaresca y se preparaba ya la sopa gratuita en los conventos; en que sólo se tomaba algo caliente al mediodía, y la cena pasábase en pláticas entre pan y queso a secas, o su poco de olla podrida. Madrid en que únicamente vivía el arredrado al dosel del rey, el burócrata o el eclesiástico. Madrid lleno de embelecos y mentiras, pleitos y noblezas falsas, mayorazgos raídos y hambre al trote, en que sólo faltaban para envenenarle los noticieros de Indias, los capitanes de Flandes y los arbitristas políticos. Madrid cancerado de tullidos de alma y de cuerpo; pero alegre, generoso, culto, sobrio y frugal, que no admitía en su seno a los borrachos. Madrid ampuloso hasta en sus fórmulas de cortesía, pero hospitalario y acogedor. Madrid paradójico; corte por su buen clima, teniendo el peor clima de España. Madrid, que comenzaba la época de decadencia más rápida y espantosa que se conoce, y que iba a crear en breve la literatura más grande del mundo. En este Madrid nacía Lope de Vega Carpio el 25 de noviembre de 1562, o sea el 5 de diciembre, según la Corrección Gregoriana. La llegada del nuevo vástago, en el ambiente de respeto y seriedad que había impreso a su taller de bordador Félix de Vega, frecuentado por graves personajes de la corte, aquieta en el enamoradizo montañés sus hábitos de libertinaje y aventura; y como estos temperamentos ardientes propenden siempre a la extremidad, mal avenidos con las medias tintas y prosas de la vida, un cambio profundo se opera en todo su ser, y pasa sin transición, de aquellos devaneos constantes, a las prácticas de la piedad y de la devoción más puras. Ha tenido la suerte de conocer a uno de los varones de moral más severa y virtudes más acrisoladas. Es su amigo, su maestro y su confidente. Se llama Bernardino de Obregón, hombre reputado en el siglo también, como él, de natural fogoso y expansivo, pero a quien los desengaños de la vida hicieron variar de repente su conducta, y trocar su traje de cortesano expansivo y bullicioso por el tosco sayal del monje. Atravesaba un día la calle de Postas. Un barrendero, distraído, salpicó de lodo su ropilla brillante. Obregón volviose rápidamente y abofeteó con furia a aquel hombre, que, en vez de responderle en forma adecuada, se contentó con decirle: «Doy -30- a vuesa merced mis más humildes gracias por la bofetada con que me honra y a la vez castiga mi falta; pídole perdón». El cortesano quedó sorprendido y confuso: un pobre barrendero le daba una alta lección de cortesía, de humildad y de caridad. Retirose avergonzado. No supo qué responder. Meditó. Al poco tiempo se entregaba fervorosamente

a la práctica de ejercicios espirituales; después, a la asistencia de enfermos en los hospitales de Madrid; más tarde abandonaba el mundo y fundaba una orden religiosa: la Congregación de los Hermanos Obregones. Este venerable varón (nacido en las Huelgas de Burgos en 1540) fue el ángel tutelar en el taller de Félix de Vega, el director de conciencias, el guía seguro y confortante. A imitación suya, según un autor del tiempo, el bordador artífice «siguió sus loables ejercicios con notable ejemplo, sin faltar del hospital de la corte, donde él y sus hijos hacían las camas, barrían y limpiaban los tránsitos, lavaban los pies y las manos a los pobres, y a los que iban convaleciendo, consolaban, regalaban y vestían». Las continuadas prácticas piadosas, el asiduo trato con el beato Obregón, engendraron en él un vehemente misticismo, como en todas las almas atormentadas capaces de elevarse a un grado heroico de perfección. Recordaba Félix su juventud borrascosa, su abandono del hogar, sus infidelidades con la esposa modelo, su vida vana, derrochada en fútiles peripecias de amor; y acendrándose más su virtud, exhalaba su arrepentimiento en estrofas poéticas saturadas de ardor religioso, que a su muerte encontró Lope y que (¡cariño filial!) el gran poeta tenía por mejores que sus versos:

Efectos de mi genio y mi fortuna, que me enseñastes versos en la cuna, dulce memoria del principio amado del ser que tengo, a quien la vida debo, en este panegírico me llama ingrato y olvidado; pero, si no me atrevo, no fue falta de amor, sino de fama, que obligación me fuerza, amor me inflama. Mas si Félix de Vega no la tuvo, basta saber que en el Parnaso estuvo, habiendo hallado yo sus borradores. Versos eran a Dios, llenos de amores; y aunque en el tiempo que escribió los versos no eran tan crespos como ahora y tersos, ni las musas tenían tantos bríos, mejores me parecen que los míos.

-31- Supo ser buen padre Félix y supo ser buen hijo Lope. Y seguramente fue Lope lo que quiso haber sido Félix. Si en el orden de la Naturaleza cada ser engendra su semejante, en ningún padre como en Félix se cumplió más puntualmente la regla, ni en ningún hijo como en Lope se confirmó. Almas gemelas, «almas tormentosas (dice un autor), padre e hijo estuvieron

siempre mucho más arriba o mucho más abajo de ese equilibrio, de ese tranquilo nivel de los términos medios». Es difícil, sin embargo, que se den estas analogías entre padres e hijos, o que se transmitan de unos a otros directamente. Por lo común, la gran obra de los padres es destruida por los hijos, y son pocos los ejemplos en que de aquellos a estos se trasladen las virtudes o el saber. Sin duda Félix y Lope eran dos temperamentos de excepción. De excepción y, a la vez, iguales. Presintiéndolo quizá el célebre dramaturgo, no se podía firmar mejor que cuando, enlazando los dos nombres, se firmaba Lope Félix. El espíritu de su padre anidaba en él. Y este espíritu de ya madurado misticismo paterno fue el que respiró Lope en sus primeros años. Poco se sabe de la infancia de dos grandes hombres. Del nuestro escribe su primer biógrafo y amigo, Pérez de Montalbán, en su Fama póstuma: «Iba a la escuela; excediendo considerablemente a los demás en la cólera de estudiar las primeras letras; y como no podía, por la edad, formar las palabras, repetía la dicción más con el ademán que con la lengua. De cinco años leía en romance y latín; y era tanta su inclinación a los versos, que mientras no supo escribir, repartía su almuerzo con los otros mayores, porque le escribiesen lo que él dictaba. Pasó después a los Estudios de la Compañía, donde en dos años se hizo dueño de la Gramática y la Retórica, y antes de cumplir los doce tenía todas las gracias que permite la juventud curiosa de los mozos, como es danzar, cantar y traer bien la espada». Los Estudios de la Compañía de Jesús o Teatinos, en que se educó casi toda la nobleza de Madrid; estaban en lo que es hoy Instituto de San Isidro. Su inauguración oficial verificose el 18 de octubre de 1572, y luego de sostener los jesuitas larga controversia con el maestro de Cervantes, Juan López de Hoyos, director del Estudio de la villa, que se opuso tenazmente, y con sólidas razones, a que aquellos se establecieran. Contra las fantásticas aseveraciones de Pérez de Montalbán, el hijo de Felices de Vega, ni de cinco años leía romance y latín, ni en dos se hizo dueño de la gramática y de la retórica. Estudió -32- cuatro cursos, desde 1573-74 hasta 1577-78, y tuvo por maestros a los padres Juan Ruiz, de mayores o arte poética; Pedro Vázquez, de medianos o sintaxis; Juan de Jara, de menores o de las partes de la oración, pretéritos y géneros, y Juan Alonso, de mínimos, o sea de los ínfimos rudimentos de declinar y conjugar. Al principio no hubo clase de retórica; pero en seguida se estableció. Su viveza y despejo natural causaron pronto la admiración de sus profesores, y en las representaciones teatrales que a cargo de los alumnos celebraba el Colegio, distinguíase asombrosamente: primeros brotes de su genio dramático, que pugnaba ya por manifestarse. El joven Lopito, durante las vacaciones, parece que visitaba en Sevilla a su tío el inquisidor don Miguel del Carpio, mientras se ejercitaba ya en la composición. Fue, pues, un caso de precocidad; y se cuenta que, muy niño todavía, tradujo del latín el poema de Claudiano De raptu Proserpinae y a los once o doce años comenzó a garrapatear comedias. Estas dotes

llegaron a oídos de un alto dignatario eclesiástico, don Jerónimo Manrique de Lara, que luego fue obispo de Cartagena (a quien aquel había dedicado unas églogas y la comedia La pastoral de Jacinto), y tomó a su cargo la educación universitaria del joven, acogiéndole primero como paje y después enviándole a Alcalá, donde la familia de los Manriques había instituido el Colegio de Santiago. Lope mismo lo confirma:

Criome don Jerónimo Manrique; estudié en Alcalá, bachillereme, y aun estuve de ser clérigo a pique. Cegome una mujer, aficioneme; perdóneselo Dios, ya soy casado: ¡quien tiene tanto mal, ninguno teme!

Retrato tradicional de Lope de Rueda, el famoso actor poeta, predecesor del «Fénix».

Y el biógrafo aludido prosigue: «Viéndose ya más hombre y libre del miedo de su padre, que ya había muerto, ambicioso de ver mundo y salir de su patria, se juntó con un amigo suyo, que hoy vive, llamado Hernando Muñoz, de su mismo genio, y concertaron el viaje, para cuyo intento cada uno se previno de lo necesario; fuéronse a pie a Segovia, donde compraron un rocín en quince ducados, que entonces no sería malo, por el valor que tenía el dinero; pasaron a La Bañeza, y últimamente a Astorga, arrepentidos ya de su resolución, por verse sin el regalo de su casa; y así, determinaron volverse por el mismo camino que llevaron; y faltándoles en Segovia el -33- dinero, se fueron entrambos a la platería, el uno a trocar unos doblones y el otro a vender una cadena. Pero apenas el platero (escarmentado quizá de haber comprado mal otras veces) vio los doblones y la cadena, claro está, pensó lo peor, pero lo posible, y dio parte a la justicia, que luego vino y los prendió; mas el juez, que debía de estar bien con su conciencia, habiéndoles tomado su confesión y viendo que decían entrambos verdad, porque decían una misma cosa, y que su culpa era mocedad, y no delito, y, en efecto, que su modo, su hábito y su edad no daban indicio de otra cosa, les dio libertad y mandó que un alguacil los trujese a Madrid y los entregase a sus padres, con los doblones y la cadena».

Don Jerónimo Manrique de Lara, primer protector de Lope y muy amigo de su tío Don Miguel del Carpio. Fue profesor ilustre de la Universidad de Alcalá de Henares, arcediano de Carmona, inquisidor de Barcelona, vicario general de Lepanto (1571), obispo de Cartagena (1583-1591) y Ávila

(1591-1595), donde murió de inquisidor general. Hijo del cardenal Don Alonso Manrique (hermanastro del célebre poeta Jorge Manrique), tuvo hijos sacrílegos y gran enemistad con los jesuitas. Encargó a Lope la comedia San Segundo. (Cuadro de Antonio Stella, en la catedral de Ávila.)

Ignoramos con exactitud la fecha de esta aventura, que, de haber fallecido el padre de Lope, sería posterior a agosto de 1578, o sea, cuando el joven contaba dieciséis años. Mas a esta edad no era fácil haber hecho en Alcalá el bachillerato en Artes. Acaecería anteriormente. Cuatro años, pues, debió de asistir a las aulas de Compluto, si es cierto que estudió en ellas. No se halla su matrícula. En todo caso, aquel ambiente ejercería en él poderoso influjo. Serían frecuentes sus escapadas a Madrid, por la proximidad, y allí viviría la vida escolar clásica, llena de peripecias y lances, que le adiestrarían en el conocimiento del mundo. ¡Oh vida de Alcalá! Mateo Alemán decía de ella: «¿Dónde se goza de mayor libertad? ¿Quién vive vida tan sosegada? ¿Cuáles entretenimientos, de todo género de ellos, faltaron a los estudiantes y de todo mucho? Si son recogidos, hallan sus iguales; y si perdidos, no les faltan compañeros. Todos hallan sus gustos como los han menester. Los estudiosos tienen con quién conferir sus estudios, gozan de sus horas; escriben sus liciones, estudian sus actos, y, si se quieren espaciar, son como las mujeres de la montaña: dondequiera que van llevan su rueca, que aun arando hilan. Dondequiera que se halla el estudiante, aunque haya salido de casa con sólo ánimo de recrearse por aquella tan espaciosa y fresca ribera, en ella va recapacitando, arguyendo; confiriendo consigo mismo, sin sentir soledad. Que, verdaderamente, los hombres bien ocupados nunca la tienen. Si se quiere desmandar una vez en el año, aflojando al arco la cuerda, haciendo travesuras con alguna bulla de amigos, ¿qué fiesta o regocijo se iguala con un correr de un pastel, rodar un melón, volar una tabla de turrón? ¿Dónde o quién lo hace con aquella curiosidad? Si quiere dar una música, salir a rotular, a dar una matraca, gritar una cátedra o levantar en los aires una guerrilla por sólo antojo, sin otra razón -34- o fundamento, ¿quién, dónde o cómo se hace hoy en el mundo como en las escuelas de Alcalá? ¿Dónde tan floridos ingenios en artes, en medicina y teología? ¿Dónde los ejercicios de aquellos colegios teólogo y trilingüe, de donde cada día salen tantos y tan buenos estudiantes? ¿Dónde se halla un semejante concurrir en las artes los estudiantes, que, siendo amigos y hermanos, como si fuesen fronteros, están siempre los unos contra los otros en el ejercicio de las letras? ¿Dónde tantos y tan buenos amigos? ¿Dónde tan buen trato, tanta disciplina en la música, en las armas, en danzar, correr, saltar y tirar a la barra, haciendo los ingenios hábiles y los cuerpos ágiles...? ¡Oh dulce vida de los estudiantes! ¡Aquel hacer de obispillos, aquel dar trato a los novatos, meterlos en rueda, sacarlos nevados, darles garrote a las arcas, sacarles la patente o no dejarles libro seguro ni manteo sobre los hombros! ¡Aquel sobornar votos, aquel

solicitarlos y adquirirlos, aquella certinidad en los de la patria, el empeñar de prendas en cuanto tarda el recuero, unas en la pastelería, otras en la tienda, los Escotos en el buñolero, los Aristóteles en la taberna, desencuadernado todo, la cota entre los colchones, la espada debajo de la cama, la rodela en la cocina, el broquel con el tapadero de la tinaja! ¿En qué confitería no teníamos prenda y taja, cuando el crédito faltaba?». He aquí la vida que viviría Lope, con la prestancia de su figura (pues era mozo guapo y arrogante) y el caudal de su ingenio. Allí la poesía tenía también sitio y asiento propio. Las orillas del Henares, deleitosas y apacibles, sombreadas de altos árboles (álamos de corteza blanquizca), sembradas de lujuriante verdura, cantaban una eterna primavera; y allí había recodos gratos, propicios a la aventura galante, cuyos secretos sólo llevaba la corriente de plata del río. ¿Fue aquí donde a Lope cegó primeramente una mujer, interrumpiendo su vocación eclesiástica? No lo sabemos con seguridad. Dondequiera que fuese, debió de acontecer años después de la muerte de su padre. En aquel hogar cristiano, purificado y santificado por la piedad del beato Obregón, ocasionaría profundo disgusto la transgresión de Lope. Cesó, por tanto, la protección del bondadoso obispo Manrique. Y vienen algunos años de silencio, una laguna en su vida, en que no sabemos dónde se halla, ni qué hace; en que, quizá desplazado del hogar, vaga sin rumbo fijo, desconcertado, solo, con el corazón envenenado de suspiros de mujer, y la cabeza llena de versos. Acaba de cumplir diecinueve años, y es entonces cuando principia a picarse de la farándula y la carátula, -35- y se asocia a cómicos y gentes de vida rota, frecuenta los corrales de comedias y tal vez él mismo oficia de actor... y aun de actriz. Una sátira lo dice:

Cuando fue representante, primeras damas hacía...

Pero ¿quién es esta mujer, que así ha trastornado su inteligencia? A falta de otros datos documentales, no hay más remedio que acudir a las confesiones autobiográficas reveladas en La Dorotea. «Fernando» (que es el propio Lope), al morir su padre y volver a la corte, se vio favorecido por una señora, parienta suya, rica y liberal, que tenía una hija de quince años y una sobrina de diecisiete, la edad del joven poeta. La pereza y la vida relajada distrajéronle de sus estudios, pero más que nada el amor de la sobrina, que se llamaba «Marfisa». Sin duda su señora parienta no le codiciaba para esposa ni galán de la moza, por cuanto al poco tiempo buscáronla marido, un «hombre mayor», un hombre maduro, un abogado grave.

Y se celebró el sacrificio, el casamiento, uno de esos casamientos en que no interviene el corazón. Lope narra melancólicamente: «el día que el referido jurisconsulto la llevó a su casa, hice la salva a su boca, porque no le matase el veneno que llevaba en ella, con el disgusto de la violencia; y lloramos los dos detrás de una puerta, mezclando las palabras con las lágrimas, tanto, que apenas supiera quien nos miraba cuáles eran las lágrimas o las palabras». El poeta ha sufrido el primer desengaño amoroso, y quizá abandona la casa de su tía, donde todo le trae el recuerdo de la recién desposada. Y en tanto, ¿qué es de su hogar? El taller de bordado ha debido de venir a menos, o tal vez desaparecido, como no lo regentase su cuñado Luis de Rosicler, Sicler o Ciquel, casado con su hermana Isabel, hombre extraño, francés de nacimiento, bordador y muy dado a la astrología, que fue perseguido por la Inquisición. Allí quedarían acompañando en su viudez a Francisca Fernández, la buena y bondadosa Isabel, mujer santa según los que la conocieron; Juliana, que ya sería una moza, pues frisaría en los diecisiete años; Juan, el menor de los varones, y aquel otro, el mayor, Francisco, quizá ausente, que pasa fugaz por estas vidas y del que apenas se sabe sino que acompañó a Lope, como abanderado -36- o alférez, en 1588, en la desastrosa expedición de la gran Armada, de la que nunca había de volver... Lope anda huido, si acaso no fue arrojado del hogar. Ingrato a la acogida que le dispensara el obispo Manrique, no puede solicitar de él ningún valimiento. El bienaventurado Bernardino de Obregón execraría a aquel hijo, que en vez de atender a su casa en ruinas, la abandonaba, seducido por las mujeres, atento sólo a los bancos de los corrales de comedias y a la existencia azarosa y miserable de los faranduleros. En cuanto a la madre, le bastaría con meditar que salvó a su progenitor, y que, como sufrió a aquel, habrá de prepararse a sufrir a este. Y Lope es el hombre que se encuentra sin carrera, que «ahorcó los hábitos»; pero no se detiene mucho en considerar su situación. Sigue un impulso secreto, que le impele hacia adelante sin calcular sus consecuencias. Es su destino. Nace para vivir la vida más intensa que se ha conocido, y para escribirla. Y para vivirla y escribirla, fuerza es que la haya de sentir. Y a ella se arroja como el que se arroja a una hoguera que ha de calcinarle. Esta imaginación exaltada, calenturienta, con el ímpetu de los veinte años mal cumplidos; este temperamento fogoso, vigoroso, viril, arrebatado, fulgurante; este cerebro atiborrado de rimas, de imágenes, de ritos, de fórmulas extrañas; este corazón ancho como una nave de gran porte, hinchadas siempre las velas por el viento de la pasión; que en todo ha de hallar motivos para enamorarse, de la blancura de una mano, de la brevedad de un pie, de la melodía de una voz, del clavel de una boca, de la púrpura de una sonrisa, del oro o del hierro de unos cabellos y del cielo de unos ojos, no es un espíritu vulgar para encerrarse en los estrechos límites de un hogar monótono. Años atrás poseía para él el atractivo de sus primeros conocimientos con las mujeres, aquellas bordadoras madrileñas que

contemplara en el taller de su padre. La vida libre y pícara de Alcalá le ha abierto otros horizontes. Quiere vivir su vida. Y en tanto, para vivir hay que vivir. Mas ¿de qué vivirá? No se sabe, no se le conoce oficio ni ocupación alguna. Tal vez buscase refugio y acomodo en casa de algún pariente o amigo: tal vez entrara de secretario de algún señor. Ante su presencia y arrogancia, ante el atractivo que ejercía su persona, no se le mantendrían cerradas todas las puertas. Empero Lope, si había abandonado los estudios universitarios y decidido vivir su vida, no era un mozo atolondrado -37- para entregarse a la holganza o dar a su existencia un rumbo picaresco. Con una alta concepción de la vida, que no le abandonó jamás, fueron aquellos años errantes un libro abierto, de donde extrajo su mejor cosecha la juventud y la observación. La permanencia en Alcalá tal vez habría matado su espíritu libre, que había de llevar la revolución a la escena española, como probablemente Shakespeare, su par y sin par, se hubiese malogrado en las aulas de Oxford o Cambridge. Eran la Naturaleza y la pasión, que no se estudian en las universidades, lo que necesitaba vivir, para conocer; eran los móviles de las acciones humanas lo que requería estudio profundo y atento. Con sus cuatro cursos de Artes le bastaba para decir (y lo dijo) lo que antes de él no había sabido decir nadie, por cursos que tuviera. El pozo artesiano es obra del hombre; pero la fuente pura nace al pie de la montaña. Sentirá toda su vida el haberse entregado a estudios embarazosos, como lo confiesa a «Amarilis»:

Apenas supe hablar, cuando, advertido de las febeas musas, escribía con pluma por cortar versos del nido. Llegó la edad y del estudio el día, donde sus pensamientos engañando lo que con vivo ingenio prometía, de los primeros rudimentos dando notables esperanzas a su intento, las artes hice mágicas volando. Aquí luego engañó mi pensamiento Raimundo Lulio, labirinto grave, rémora de mi corto entendimiento. Quien por sus cursos estudiar no sabe, no se fíe de cifras, aunque alguno de lo infuso de Adán su ingenio alabe. Matemática oí, que ya importuno se me mostraba con la flor ardiente cualquier trabajo, y no admití ninguno. Amor, que amor en cuanto dice miente, me dijo que a seguirle me inclinase: lo que entonces medré, mi edad lo siente. Mas como yo beldad ajena amase,

dime a letras humanas, y con ellas quiso el poeta Amor que me quedase. Favorecido, en fin, de mis estrellas, algunas lenguas supe, y a la mía ricos aumentos adquirí por ellas. Lo demás preguntad a mi poesía, que ella os dirá, si bien tan mal impresa, de lo que me ayudé cuando escribía.

-38- Como veremos después, estudió matemáticas, el astrolabio y la esfera en la Academia Real. Ávido siempre de saber; recogió enseñanzas de Juan Bautista Labaña, de Ambrosio Ondériz, de su cuñado Luis de Rosiquel y del maestro Juan de Córdoba, entre otros. Pero su libro principal fue el de la Naturaleza. Y en poesía, Vicente Espinel. Ninguno expresa bien lo que no ha vivido o no ha sabido vivir. Los primeros versos de Lope son ya perfectos porque han sido vividos y han sido sentidos. El corazón sabe bien arrancar al cerebro la perfección de la forma y la excelencia de la imagen cuando ha hecho verter lágrimas a los ojos y ha vibrado a impulsos de una pasión. El desengaño de «Marfisa» (ignoramos su nombre verdadero) le adentra más y más en su arte. Sus cualidades refinadas, la pintura que aprendiera en el taller de bordado, su conocimiento de la música, se afinan más aún, y logran el dibujo en el verso y el acorde en la rima. Con observación aguda taladra en los corrales el secreto del arte de representar; nota la rudeza de la comedia primitiva, su informe estado, atascada por las reglas clásicas. Allí está todo por hacer, y él lo hará. Allí reside lo que ambiciona su corazón, lo que solicita su instinto, lo que le lleva el alma. Una corriente contenida se precipita después con mayor furia. Ya no está solo, ya no está perdido, porque se ha encontrado a sí y a su arte. El corazón ahogado de suspiros sabrá dar también salida franca a su perdido amor. Un nuevo amor le resarcirá de su otro amor. Es su fórmula amatoria. «Para huir de una mujer (dirá años adelante al duque de Sessa) no hay tal consejo como tomar la posta en otra, y trote o no trote, huir hasta que diga la voluntad que ha llegado donde quiere, y que no quiere lo que quería». Pondrá esta fórmula en práctica muchas veces.

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- III -

Nacimiento del teatro español.-Los «juegos» escolares.-Rudimentos del auto.-La primitiva comedia.

El teatro español nace de los «juegos» escolares. ¿Qué eran los «juegos» escolares? Diríase que el nombre no cuadra a la cosa. Son los «juegos» escolares la primera manifestación del teatro público, el instante en que el teatro de lengua latina sale del templo y rompe los lazos y estrechos canceles que le unen a la liturgia. Estamos a fines del siglo XI, en una España fuertemente oriental: el rey, casado con una mora; el cortejo, compuesto de sabios y literatos muslimes; la moneda, acuñada en tipos de líneas árabes; los cristianos, vistiendo a usanza moruna; mas la reconquista avanza y se inicia la descomposición de los reinos del sur. Toledo cae en poder de Alfonso VI, que la convierte en el centro de donde va a irradiar la cultura árabe y judía al resto de España y Europa. Pronto se desarrollarán las Universidades y las hablas rústicas; las costumbres, sin embargo, no han perdido su dureza; aún predomina el latín. Cuando nos imaginamos la riqueza, rumbo y boato del teatro moderno; los amplios recintos, la iluminación, el escenario, las decoraciones, los actores mismos, ¿cómo es posible retroceder con el pensamiento tantas y tantas revoluciones del sol hasta dar con los humildísimos y rudimentarios «juegos» escolares? Nada de esto había en ellos. Ni tablas, ni compañías de actores, ni mujeres. Ni siquiera la noche entraba en consorcio con la representación. Era un teatro sin teatro. Ved. Es la festividad de la Epifanía, o la de los Santos Inocentes, o la de Navidad, o la Resurrección, o bien la del Patrón del pueblo. Los estudiantes de la localidad, previo el oportuno permiso, han ensayado sus «papeles» y van a proceder a la representación. Es un número más de los festejos. Ya está elegido el local. La afluencia de espectadores hará insuficiente el interior de ningún templo. Además, suele haber bulla y escándalo. Unos piensan en los claustros contiguos; -40- otros, en el atrio del cementerio: es amplísimo; habrá concurso numeroso. ¿Qué comedia va a representarse? ¿Qué drama? Propiamente no hay comedia ni drama: pasajes bíblicos, rudamente dialogados; pero en el pueblo se prefiere un episodio de la vida del santo Patrón de la localidad. ¿Trajes? No hay trajes. Cada cual representará con su propio traje, el mejor que lleve. ¿Y los personajes femeninos? No abundan, y cuando los hay, los muchachos los fingen a maravilla. En cuanto a consueta, ni existe ni lo han menester: poseen los escolares una memoria feliz. Va a comenzar la representación. No la preceden toques de clarín, músicas ni ninguna clase de anuncio. En el pueblo se sabe la hora y el sitio, y esto basta. ¿Telones, cortinas, cielos? No hay más cielo que el raso de la Naturaleza, ni luz que la del día. La concurrencia se esparce. El escenario es el reducido sitio que dejan libre para que se muevan los

actores. Todo el mundo está en pie, o se encarama y recuesta como puede. Ya a la mayoría de los espectadores se les resiste el latín. Dejan pasar con celo la comedia bíblica. La historia del Patrón parece se representará en romance. Y viene, y los vítores resuenan pronto en el espacio. De vez en vez, sin acercarse mucho, pasa mirando de reojo la figura de un viejo judío envuelto en su hopalanda de barragán. Otras, si la población es reconquistada o fronteriza y cuenta con elemento árabe, moros latinados o ladinos, o enaciados, o bien abundan los renegados y mozárabes, pueden verse asistiendo a la representación, con la protesta del musulmán puro, que sabe que el espectáculo se halla expresamente prohibido en el Alcorán.

Quizá la fiesta termine con una de aquellas canciones que recordaba el Arcipreste:

Sennores, dat al escolar que vos vien demandar,

que siempre fueron muy pedigüeños los estudiantes. Parte del siglo XI y todo el XII duraron los «juegos» escolares, expresión teatral ingenua de aquellos tiempos de hierro, en que la presión cristiana iba asestando el golpe de muerte al poderío musulmán; eran derrotados los almorávides y se pasaban a sangre y fuego los alrededores de Carmona, Córdoba, Sevilla y Jerez, hasta que abortó la preponderancia de los invasores en el segundo período de los reinos de taifas. No duró más aquella clase de teatro. El crecimiento de las -41- lenguas romances hizo que el pueblo prefiriese las representaciones escénicas en habla vulgar, que en seguida ampararon las cofradías y gremios. De modo que las piezas latinas, incomprensibles ya para la masa, quedaron relegadas a los ejercicios literarios entre los escolares, y al despuntar el siglo XIII surgió con potencia el drama religioso en romance y el celebérrimo «auto», de tan venerable abalorio. En cuanto la lengua vulgar se desprende del latín, halla su mejor cobijo en el teatro religioso. Quien conozca el famosísimo «Misterio» de Elche (no obstante las profundas revisiones que ha sufrido), se dará cuenta cabal de cómo fueron estas representaciones medievales que prepararon el esplendor del auto sacramental. Lástima es que nos falten casi todos los textos de esta clase de literatura, que poco a poco fue ensanchando los ciclos primitivos de Navidad y Pascua. Sábese positivamente que el público se aficionó de tal manera a los «misterios», que poblaciones enteras acudían a presenciarlos. Las iglesias, los claustros de las catedrales y de las abadías apenas podían contener a la muchedumbre. Autores y actores eran exclusivamente

clérigos. Pocas muestras pueden darse de arte tan rudimentario, empero algo se vislumbra en el Auto de los Reyes Magos, de que se conserva un interesante trozo. Con poca cosa, a la verdad, conformábanse nuestros abuelos. Eran las costumbres bien sencillas; sencillo había de ser el espectáculo. Los Reyes Magos vienen de Oriente, no se sabe de qué sitio particular, dónde moran, dónde gobiernan. Melchor, Gaspar y Baltasar (que ya ostentan estos nombres) han visto la estrella milagrosa, nuncio del nacimiento de nuestro Salvador. Los recursos escénicos no pueden ser más sobrios. No se presentan juntos los monarcas. Cada uno siéntese atraído por la estrella, y van apareciendo aisladamente. Hay un encanto sublime en lo que hablan. El poeta ha sabido expresar maravillosamente esta emoción, esta atracción irresistible, esta soberanía que ejerce el cielo sobre estos soberanos. Con galanura singular relata cada uno, glosando el texto evangélico de San Mateo, su visión interior. Por fin se reúnen los tres; la misma estrella que los prendió individualmente, los enlaza e impulsa a caminar juntos. El diálogo, de una ingenuidad arrebatadora, descubre en el autor anónimo cierta destreza teatral, por cuanto apuntan rastros de crítica y aun toques sorprendentemente reales. Allá van a Belén, allá van guiados por lo invisible en lo que ven, -42- por la mágica estrella, a adorar al Dios recién nacido y a ofrecerle el incienso, el oro y la mirra. Mas he aquí un contratiempo, revelador del sentido dramático del poeta; he aquí de repente, al llegar a Jerusalén, que el brillante explorador de su ruta, la estrella divina y encantada, desaparece. ¿Qué harán? ¿A quién recurrir en aquel país extraño? ¿Habrá sido todo un sueño? Pero no; ellos saben bien que el Salvador ha nacido. No queda otro recurso a los reyes que visitar al rey. A Herodes acuden. Dígales Herodes dónde ha nacido el nuevo Rey. El de Judea les recibe no sin desconfianza, pero cortés. ¿Ha nacido un Rey? ¿Y allí en sus dominios? Pues este Rey sin duda viene a arrebatarle la corona. ¿Qué Rey es éste? Conviene tomar precauciones. La verdad, él no sabe dónde puede haber nacido tal Rey. ¿Qué dicen? ¿Rey de reyes? ¿Cómo? ¿Rey de ellos? ¡Ah! Pues... Sí, es posible. Que vayan ellos a buscarle y vuelvan tan pronto como lo encuentren, porque Herodes, generoso y sumiso, les acompañará a adorarle también. Herodes se inquieta; tres reyes por un lado y otro en perspectiva son para pensar en Roma... Algo traman los judíos, que con sus pleitos turban la paz de la República. Y en seguida convoca en secreto a los sabios de Israel. Preciso es que le informen de lo que han anunciado las Escrituras sobre la llegada del Mesías. Comienzan los rabinos la discusión. Y aquí acaba la obra, o por mejor decir, el fragmento del «Auto de los Reyes Magos». ¿Cómo concluía? Es difícil preverlo. Las escenas no pasan de cinco, menos tal vez de la mitad del poema, que quizá terminase con la llegada de los Magos ante el pesebre del Niño Dios. Naturalmente, el procedimiento artístico es rudo; empero en eso estriba su encanto, su milagro de sencillez. Esta primera manifestación del auto fue saliéndose poco a poco de la

liturgia católica y creando, por decirlo así; una rama aparte, que pronto abortó en los aludidos «juegos» de escarnio. Alboreaba un mundo nuevo. Las costumbres eran muy libres, una mezcla extraña de obscenidad y devoción; en el fondo, un brote de sátira social. Y así surgieron aquellas parodias burlescas, a menudo sacrílegas, de los oficios eclesiásticos, representaciones profanas que, por inverosímil que parezca, tuvieron a veces por sitio de acción los mismos templos, contra las que truenan las leyes del tiempo y los cánones de los Concilios. Allí cobraron fisonomía propia y desarrollo particular los histriones, los juglares, los remedadores, los facedores de los zaharrones, clérigos por lo general. De esto a las -43- escenas de diablerías, de tabernas y mesones, no había más que un paso. Es curioso notar cómo en todas estas manifestaciones artísticas, más o menos toscas, se desenvuelve el elemento satírico apenas cobran sabor popular indígena. Tanto el repertorio de los juglares como los debates, disputas, sermones jocosos y monólogos dramáticos están saturados de sátira y parodia. Los dos teatros, el religioso y el profano, se influyen mutuamente, aunque al final corran por opuestos cauces. Bastará recordar las fiestas eclesiásticoburlescas del tipo de la de los «locos» o del «obispillo». El pueblo, morigerado, satisfacíase tan sólo con las danzas en coro y las pastorelas. A pesar del crecimiento del teatro profano, contra cuyas extralimitaciones se alzó constantemente la ley, hasta el punto de que las Partidas llaman «enfamados» a los histriones y juglares, no decayó de ningún modo el drama litúrgico, antes cobró variedad, movimiento y rapidez, de las representaciones públicas. El auto castellano vivió todavía encerrado en el templo; pero en los grandes «misterios» cíclicos del siglo XV se representa ya íntegra la vida de Jesús, con abundante riqueza de contrastes, episodios hábilmente combinados y caracteres perfectamente definidos. Un desarrollo enérgico hará posible que el auto, sacrificando algo de la intimidad del templo, salga al aire libre. Un siglo adelante, ni la influencia del Renacimiento le sirve de estorbo. Arraigado fuertemente en el pueblo, lo elevarán los ingenios profanos a su época de mayor esplendor. ¿Quién sospecharía que semejante prodigio de arte sagrado había de tener su iniciación en aquellos candorosos «tropos» de Navidad, lindas interpolaciones dialogadas que desde fines del siglo IX se introducían en dos «responsorios» del oficio divino? De unos a otros va la diferencia del que va cargado de flores al que va cargado de frutos: aquel viene galano y lleno de esperanzas; este, no menos galano, pero rico en realidades. Lo primero hay que advertir, cuando se trata de nuestros autos viejos, que estos nada tienen que ver con los sacramentales. La palabra «auto» no significa aquí sino pieza dramática en un acto. Estamos en la transición del teatro religioso a la comedia francamente pública y profana. Es curioso el proceso. La pobreza de recursos dramáticos del auto, falta de movimiento en la intriga, argumento ceñido a los asuntos bíblicos, así

del Antiguo como del Nuevo Testamento y espíritu aún medieval, engendran el deseo de buscar nuevos cauces, mayor variedad y desenvoltura, fisonomía, por decirlo así, más risueña. -44- Aparecen entonces unos tipos secundarios que animan notablemente la acción, desentenebrecen las escenas sombrías y amenizan el elemento teológico: unas veces son pastores; otras, pajes. Queda rota la aridez. Incluso se templa ya la rigidez del verso. Ciertas obras, como el Robo de Digna, no solamente aparecen escritas en quintillas fáciles, sino que, a momentos, interviene la prosa. El auto, en fin, aporta un descubrimiento sensacional, que después revolucionará el teatro público: la introducción del «bobo», que más tarde se convertirá en «gracioso» y dará origen a célebres creaciones en Lope de Vega y a los geniales «fools» o locos (bufones) de Shakespeare.

Aunque sólo fuera por esto, merecerían veneración nuestros viejos autos. En el arte, como en la Naturaleza, nada se pierde, todo se transforma, unas cosas traen a las otras y se influyen mutuamente. El auto, al introducir el «bobo», no hizo otra cosa que llevar a las tablas el «pastor de la égloga». He aquí cómo la poesía lírica comenzaba por infundir vigor y novedad en el arte naciente. Ya el teatro pudo moverse con holgura y caminar sin andaderas: el «bobo» abría insospechados horizontes; por un lado se oreaba de sabor popular; por otro, establecía el «contraste», la diferenciación profunda entre los tipos escénicos; en una palabra, el «carácter». Desde ese momento, el auto no podía nutrirse exclusivamente de temas bíblicos ni de leyendas y vidas de santos; surge el «coloquio», y de aquí el «entremés». El auto entonces divídese en dos ramas, según el asunto sea sagrado o profano; una tira a la «comedia» pública; otra, a las alegorías o «farsas», rudos «misterios» primitivamente, como la Residencia del hombre, pero que al correr del tiempo engendran los «autos sacramentales». El milagro estaba hecho: de la nada salía un mundo. Lo relativo imponíase una vez más; de lo secundario nacía lo verdaderamente principal; la función creaba el órgano. Y he aquí ahora levantarse el famoso Torres Naharro. Trae la luz y trae el «sistema». Para él «comedia no es otra cosa sino un artificio ingenioso de notables y finalmente alegres acontecimientos, por personas disputado». No se haría mejor ni más sencilla definición hoy. Trae también una «moral», no una moral restrictiva y pacata; una moral igualmente sencilla y sana: un «decoro». «El decoro -dice- en las comedias es -45- como el gobernalle en la nao». ¿A qué más? Él no pide en las comedias sino un «decencia». Basta con ello. ¿Queréis ver (si todavía algo rudo) cuán prodigioso es el arte de Torres Naharro? Escuchad esta anticipación o preludio de Calderón de la Barca, pero resuelta humanamente: la Comedia Himenea. Febea es una linda doncella, que vive en compañía de su hermano el marqués. Las gracias de la dama han cautivado a Himeneo. Sueña en hacerla suya. Los amores, como no pueden vivir ocultos, han llegado a oídos del marqués, que tiene un excelentísimo confidente en su paje Turpedio. Febea,

cediendo a las amorosas instancias del galán, promete introducirle en su casa cuando llegue la noche. El marqués, enterado de la cita, proyecta dar muerte al seductor; empero los prudentes consejos de su paje le disuaden de la tremenda venganza. Es preferible vigilar, aguardar los acontecimientos. Llega la noche, y con ella Himeneo, que entra en casa de Febea, guardando mientras la calle dos criados suyos de toda confianza, Boreas y Elisio. Acude, naturalmente, el marqués; los dos criados, al advertir su presencia, desaparecen, muertos de miedo (¡el miedo en los criados, que todavía se explota en la escena de nuestros días!) dejando libre la entrada. El marqués busca furioso, con la espada desnuda, a Himeneo. Huye Febea de la persecución de su hermano; mas se sobrepone y le ruega que no dé muerte al galán. El marqués, como un futuro héroe calderoniano, replica que ella es la causante, y que a ella es a quien procede matar, a fin de borrar su afrenta. No se turba Himeneo, que sabe disculpar a Febea y calmar al marqués. Éste, entonces, generoso y comprensivo, autoriza la boda de los amantes. Positivamente el mismo asunto, manejado por Calderón, hubiera acabado en tragedia. Dos circunstancias se habrán advertido, que avaloran esta producción, perteneciente al tipo de comedias que el propio Torres Naharro llamaba «a fantasía»; primera, que en ella aparece ya el clásico «punto de honor»; segunda, que es el precedente más antiguo de nuestras comedias «de capa y espada». Algunas piezas de Torres Naharro terminan con un villancico; mas el «bobo» no aparece propiamente aún, y el efecto cómico se busca de una manera rudimentaria y bilingüe. Es en la Comedia Rubena, de un contemporáneo suyo, Gil Vicente, donde hallamos perfectamente definida la figura del «bobo» y donde, a la par, se echan los fundamentos de la comedia -46- de magia, con sus hadas y hechiceras; donde cada escena o acto va precedida de su prólogo y donde se mezclan canciones de cuna y de mozas del campo, conjuros, ensalmos, supersticiones. ¡Qué riqueza! Rubena, poseída de la mayor inquietud, quiere substraerse al oprobio de que conozcan el fruto de sus amores ilícitos, una hija. Bajo el nombre de Cismena, es educada por una hechicera y luego ahijada de una noble cretense, que la deja heredera de una inmensa fortuna... Fue Gil Vicente un genio, honra de Portugal y de España, con una visión del teatro, que hoy mismo puede pasar por modernísima. A él también se deben, con el Auto de la Sibila Casandra, los primeros gérmenes del auto simbólico calderoniano. De manera que vemos cómo, poco a poco, del ingenuo auto antiguo emanó la comedia, y cuánto desarrollo y rapidez adquirió en seguida, que con sólo Torres Naharro y Gil Vicente cobró el sello propio y característico que ya no había de abandonar.

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- IV -

El teatro español a la llegada de Lope.-Farsas primitivas.-Época de transición.-Vida de los actores.-Desarrollo de la escena y actitud de nuestro poeta.

Mientras Lope tantea su nuevo arte, entre las indecisiones de toda innovación, a la ruda comedia primitiva va ganando terreno la farsa. Esta distínguese ya de aquella desde sus albores. Incluso se desarrolla con más rapidez, quizá por su léxico popular, por su colorido, por su animación picaresca. Desde muy antiguo se ridiculizan en ella el galán enamorado, los judíos casamenteros, los jueces, los hidalgos de gotera, las gitanas, los negros, los médicos malos, los labradores licenciosos; pero la comedia procura en seguida asimilarse tan rico caudal y nutrir con él su parte episódica. De modo que al advenimiento de Lope de Rueda, la comedia había adquirido el mismo carácter con que la conocemos hoy. Los procedimientos eran todavía toscos, la escena, pobre; empero la medula, igual. Cierto que las comedias complicadas no tenían muchos asiduos y que, en general, se preferían los coloquios pastoriles; pero esto era en plena plaza o calle. No alcanzó Lope a conocer a Lope de Rueda; mas Cervantes, que lo vio de muchacho, nos cuenta exactamente el estado en que entonces se hallaba el arte escénico, donde privaban los diálogos eglógicos y los entremeses, con sus figuras de negra, bobo, rufián o vizcaíno. Sólo la tramoya había adelantado un poco. «El adorno del teatro (escribe) era una manta vieja, tirada con dos cordeles de una puerta a otra, que hacía lo que llaman vestuario, detrás de la cual estaban los músicos, cantando sin guitarra algún romance antiguo». No había para más; pero pronto se les dio guitarra a los pobres cantantes, se les sacó de detrás de la manta, y los farsantes tuvieron buenos vestidos. Desaparecieron las barbas postizas en los papeles que no debían llevarlas, y tímidamente, algunos años adelante, junto a la manta vieja, apareció la figura de una mujer. ¿Qué eran aquellos coloquios pastoriles? Veamos la Disputa -48- y cuestión de amor. Ha surgido Lope de Rueda de por entre la manta, en compañía de otro farsante. Son dos pastores, Salucio y Petronio, prendados de dos pastoras, Leónida y Silvia. Las quintillas suenan a plata en labios del batihoja excelso. El lamentar continuo, la cuita callada. ¿Qué sucede? Para desgracia de los dos pastores, se halla trocada la elección: la novia del uno ama al otro, y por el contrario. Antes de consumirse en una estéril porfía, acuden al dios del Amor. Nadie como él puede lograr el trueque de gustos; pero, ¡ay!, el dios del Amor sufre también, atrozmente, de amor: Diana le ha despojado de sus flechas, y, por ende, atádole a un árbol: en tan triste situación se halla. ¿Qué podrá hacer por los

atribulados pastores? Libertadores suyos, pretenden que sea su libertador. En fin, promete venir en su auxilio.

Pedro de Morales, «autor» de comedias ilustre, amigo de Cervantes y de Lope.

Empero ¿qué voluntades ha de mudar, la de los pastores o la de las pastoras? Trance difícil. No hay acuerdo entre ellos y ellas: como en la vida. Entonces Cupido, diestro en las lides de amor, deja que el Tiempo de ágiles pies resuelva la dificultad.

El «corral» del Príncipe en 1670. (Reconstitución de J. Comba, al parecer, de un dibujo contemporáneo, hoy perdido.)

A la comedia primitiva acompañaba el «paso» como la sombra al cuerpo. Risueñas eran aquellas comedias, aunque su arte rudimentario las privara a menudo del desarrollo preciso para que adquiriesen un fuerte interés. Procuraron, en consecuencia, hallar este por el lado francamente cómico. Algo breve, ameno, que cautivara la atención de los espectadores. Y surge el «paso», injerido en la comedia, incrustado a la fuerza, para que entretenga unos instantes. Naturalmente, la acción se interrumpe, la comedia se corta, a veces en el episodio de mayor intensidad reanudarase luego. El éxito del «paso» no falla ni se gasta; si la comedia es floja, como solía acontecer, allí está el mejor «paso» de la farandulilla para socorrerla; si la comedia -49- día resiste bien, cualquier «paso» de regular aceptación podrá interpretarse.

El célebre dramaturgo Juan de la Cueva, predecesor inmediato de Lope. (Gabinete de Estampas de la Bibliot. Nacional de Madrid.)

Por ejemplo: el de La tierra de Jauja. Mediada la Disputa y cuestión de amor, cuando los dos pastores se encuentran atado a Cupido, sale un simple, «Mendrugo», que nada tiene que hacer en la obra. Los anteriores personajes se han retirado o permanecen en la escena, a voluntad. A las pocas palabras, ya sabe el público que se está representando el «paso». Mendrugo atraviesa la escena con una cazuela de comida. Dice que la lleva a su mujer, presa en la cárcel. De improviso tópase con dos ladrones, que conociendo se las hallan con un mentecato, comienzan a embaucarle, hablándole de Jauja y sus soñadas grandezas. Allí miel y pasteles a todo alcance, allí ríos de leche, puentes de manteca, etc. Y todo ¿por cuánto? Por nada, absolutamente. De balde y como a pedir de boca. El simple se emboba cada vez más con el relato de aquellos granujas; y cuando le ven medio desmayado en éxtasis, arramblan con la cazuela y dejan al pobre papanatas con dos palmos de narices.

Andrés de Claramonte, «autor» de comedias y dramaturgo renombrado.

Ríen los espectadores la burla, retírase el boto y continúa la representación de la comedia. Gigantonas, valientes, criadas, esclavas negras, lacayos, moros, judíos, nigromantes eran los tipos más corrientes en el «paso». La aceptación del género (por lo común tratábase de lindas impresiones de carácter realista) hizo que estos «pasos» se escribiesen fundiéndolos con la misma comedia; es decir, logrando una acción secundaria dentro de la principal. Mas he aquí en pleno auge el siglo de Oro. «Todo el mundo se ha hecho español», exclaman desde la otra Península. Parece -50- que va a realizarse el pensamiento que lustros atrás expusiera Hernando de Acuña ante Carlos V:

Un monarca, un imperio y una espada.

Nicolás de los Ríos, «autor» de comedias y actor donairoso.

El teatro tiene ahora su sede más culta en las universidades y en los colegios. Totus mundus agit histrionem! Todo el mundo se ha vuelto cómico. De estos centros docentes saldrán luego los mejores actores y poetas. Salamanca y Alcalá ejercen de incubadoras del arte histriónico. Hombres graves como fray Luis de León compondrán también sus comedias. El Renacimiento, aunque un poco tarde, influye poderosamente en el teatro. Las grandes salas de las casas nobles albergan a las compañías. No hay sitio donde no se represente su farsa de moros y cristianos. Los municipios encargan al poeta de la localidad tal comedia para tal festividad, tal auto para el día del Corpus Christi. En ventas y mesones atosigan a los viajeros los bululús y los ñaques. Pícaros, titiriteros, estudiantes fregones de los de mantellina, bachilleres por cualquier universidad menor, como la de Sigüenza, se dan a la recitación pública por algo de pan, algo de vino y algo de queso, el chilindrón legítimo del engaño del hambre. Crecen los corrales no sólo en la corte, sino también en las capitales de tráfico, allí donde abunda gente de la carda, jaques, izas, «cañones» y demás gurullada adscrita al finibus terrae (la horca) o al apaleo de sardinas (galeras). Madrid, Toledo, Segovia, Sevilla, Málaga, son los lugares predilectos. El diestro de «ballesta y morros» lo mismo «tira de la jábega» que representa él solo una comedia haciendo todos los papeles. Del hidalgo al pordiosero, nadie existe que no se aficione a la carátula. -51- España entera domina el mundo, y a la vez en la comedia. Época de transición y barullo, rica en innovaciones, que pronto recogerá y ampliará

Lope de Vega, avasallándolo todo y alzándose con la república cómica. ¡Qué lejos ya los tiempos ingenuos de Juan del Encina, de Gómez Manrique, de Lucas Fernández! De Juan del Encina había venido la luz, la chispa genial primera del verdadero teatro español, con las églogas y las farsas, avance feliz de las «representaciones» y «momos» de Gómez Manrique. Ni rastros quedaban de los diálogos y autos de Lucas Fernández, que tan bien retratara a las clases humildes y a los ermitaños y a los santeros.

Alonso Riquelme, «autor» de comedias, muy amigo de Lope.

Ahora la comedia seguía otros rumbos. La moda italiana iba a introducirse. No eran muy del agrado del público los papeles de mujer interpretados por hombres. Decíase que ya algunas mujeres habían osado aparecer sobre las tablas. Y he aquí al buen Timoneda, tipo extraño de editor, poeta y librero, obtener aplauso en los corrales valencianos (que luego se extendió a los de toda España) con unas farsas, pasos y entremeses compuestos no sin sal, donaire y garbo. Dondequiera posaba un «autor» sus plantas, fuera patio, corral, posada o venta, allí se exhibía a los espectadores la musa retozona y fresca del antiguo zurrador de pieles. -«¡Urruá, urruá, que en la venta está!». -Vean vuesas mercedes este famoso Paso de los ciegos. Y aparecía palpando las paredes un ciego avaro. Receloso, espiaba el menor ruido del viento, y, paso entre paso, olfateaba antes que tentaba una caja donde escondía un talegón de reales. Todas las noches se gozaba en contarlos, pieza por pieza. Estaban cabales. Y tornaba a contarlos. Equivocábase. Faltaba una pieza de a real. Y otra vez volvía al recuento. Cada equivocación engendraba en él un nuevo gozo. Cierto día óyelos contar un vecino suyo, pónese en acecho, da con la caja y arrambla -52- con el talegón de reales. Aquí son de narrar las tribulaciones del ciego avaro, sus maldiciones, sus pesias aforrados en por vidas... Dábase a los diablos; empero no daba con el talegón. Convencido, al fin, del robo, allá va a la calle, donde se encuentra con otro ciego amigo suyo, ante el cual se lamenta del despojo de que ha sido víctima. «A mí no me roba nadie», le dice el segundo ciego. «¿Cómo es posible?», replica el avaro. A lo que aquel responde: «No me pueden robar, porque siempre traigo los dineros escondidos aquí en el bonete». Pero el ladrón del vecino, que iba bonita y quedamente siguiendo al avaro, se acerca con sigilo al ciego y le arrebata el bonete. ¿Qué cree el ciego? Que le ha robado el otro ciego. Pues que sí y que no y qué sé yo, los dos ciegos se lían a palos, hácense andrajos las ropas, muélense los huesos como cibera y entablan mano a mano una batalla que podía competir con la de Lepanto, que en aquellas horas se estaría riñendo.

Antonio Granados, «autor» de comedias, que se distinguía haciendo los galanes de las de Lope

Risa arrancada de un modo bien cruel al público; pero eran tiempos de dureza de costumbres. Además, no dejaba el «paso» de tener su moraleja: dos viejos ladinos, avarientos ambos; la avaricia castigada a golpes de bastón... Y si al público no le gustaba, era lo mismo. -¡Vaya otra vez eso de la venta! Y el cantor de la compañía, farándula, gangarilla, garnacha o lo que fuese, volvía a entonar: -«¡Urruá, urruá, que en la venta está!...». Entonces apenas había función en que no se representase algo de Juan de la Cueva, que calzaba puntos más altos, comedias y tragedias inspiradas en asuntos tomados de Ovidio, Virgilio, Séneca y otros autores de la antigüedad. A la risa sucedía el tono grave. Muchas veces se hizo en las tablas la Muerte de Virginia, que provocaba a compasión y llanto. La cazuela velábase de luto. No había mujer que no -53- derramase una lágrima ante los infortunios de la doncella. Y el caso no era para menos. Virginia resiste con repugnancia los asaltos amorosos del decenviro Apio Claudio. Este, furioso de despecho, manda a un criado suyo, tal Marco Claudio, que la rapte sea como fuere, a viva fuerza, en medio de la calle, fingiendo que es esclava suya, y la conduzca a su tribunal. Así se verifica. Acusada falsamente, el decenviro ordena sea reducida a estrecha prisión, con la sentencia de que se entregue a Marco Claudio. No ha lugar a ello, porque en la misma corte de Justicia su padre la mata a puñaladas. Pero el Senado descubre poco después la infamia de Apio, y lo condena a muerte. El desesperado suicídase en la prisión y es su cuerpo arrojado al Tíber.

Mateo de Salcedo, «autor» de comedias, que representó frecuentemente el repertorio de Lope.

Tragedia, en verdad, ruda y desagradable; pero afín, igualmente, con la dureza de costumbres. Del mismo corte era El infamador, en que el personaje Lencino, desdeñado por Eliodora, pretende, con ayuda de unos rufianes, abusar de ella. Esta se defiende valerosamente y mata a uno de ellos. Acusada, como Virginia, parece que va a sufrir la misma condena atroz; empero felizmente se descubre la verdad; es libertada y Lencino termina su vida en el cadalso. Las tintas pecan de sombrías, sanguinarias; la piedad se halla ausente del autor, que dijérase tiene cierta complacencia en pintar seres malvados, como si ejercieran sobre él una especie de maleficia. El arte de Cueva, precursor inmediato de Lope, adolecía de irregular, desordenado, arbitrario y aun absurdo; carecía de moral; rendíase sólo a los caprichos de una fantasía febril, turbulenta. Grande a momentos y con sentido cabal de lo dramático, sus indudables bellezas no atenuaban sus evidentes defectos, especialmente su tosquedad. Anticipaba un Marlowe que se frustró; y pues sus obras eran muy aplaudidas, no cabe duda que su auditorio, que en seguida regeneraría

Lope, participaba de la índole de su arte grosero y bárbaro. -54- La comedia así, titubeando caóticamente, tocaba el límite máximo de su época de transición. En cuanto al oficio histriónico, seguía siendo irregular, cuando no trashumante. Bien que de allí a poco hubiera doce compañías reales o de título, autorizadas por el Consejo de Castilla, constituían una plaga las llamadas «de la legua». En cualquier patio de casa, mesón o lugar cercado con pared, se armaba el tinglado.

Agustín Solano, «autor» de comedias muy celebrado.

Hasta 1587 no aparecieron actrices en forma habitual; y cuenta que en esto aventajábamos a la escena inglesa. Los papeles de mujer eran representados por adolescentes. De ahí la sátira en que se acusa a Lope de que antes de pasarse a la poesía, había sido actor e interpretado primeras damas. ¡Quién sabe! La vida de los cómicos era por demás infeliz. Por todas partes tropezaban con dificultades y cortapisas. Ocho clases de -55- compañías señala Agustín de Rojas en su Viaje entretenido. La denominada propiamente «compañía» componíase de diez y seis actores y catorce figurantes. Su repertorio llegaba hasta cincuenta comedias y su principal sitio de acción eran los corrales de las grandes poblaciones. A la compañía seguía en orden la «farándula», que constaba de cinco o seis personas menos. Con parecido número venía a constituirse la «bojiganga». La «garnacha» no reunía ya sino unos ocho individuos, entre ellos una mujer y un muchacho. A la «garnacha» sucedía el «tambaleo», formado por cinco hombres y una cantante. A este la «gangarilla», que no podía permitirse el lujo de llevar una mujer; integrábanla un muchacho, que hacía los papeles de ella, y tres o cuatro hombres. Más reducido era el «ñaque»: sólo dos de ellos; y finalmente, la última expresión del arte de Roscio era «bululú», un pobre diablo que recitaba monólogos por villas y aldeas.

Miguel Ramírez, «autor» de comedias, que trabajó en las de Lope.

Los teatros abundaban. De no pocos apenas han llegado noticias a nuestros tiempos. Madrid contaba con cuatro: el «Corral del Sol», el de la «Pacheca», el de Puente y el de la «Cruz»; mas sólo sobrevivieron este y el del «Príncipe». El de la «Pacheca» se inauguró en 1574; el de la «Cruz» y el de Puente (este en 6 de septiembre, por Jerónimo Velázquez), en 1579, y el del «Príncipe», en 1582. En 1579 conociose en Sevilla el famoso «Corral de Doña Elvira», y cuatro años antes el de «Don Juan». En Toledo funcionaba, desde 1576, el «Mesón de la Fruta», que se abrió un año más tarde que el «Corral de la Puerta de San Esteban», de Valladolid. Poco tiempo después adquieren celebridad el «Corral de la Olivera», de Valencia; el «Mesón del Carbón», de Granada; la «Cárcel vieja» de Córdoba, y otros en Barcelona, Zaragoza, etc.

Estos «corrales», por privilegio especial, los explotaban diferentes hermandades o cofradías, que los arrendaban a los empresarios para con el producto atender a los hospitales. Como el negocio fuese lucrativo, las mismas hermandades adquirieron después terrenos y los edificaron por su cuenta. Los de -56- Madrid corrían a cargo de las Cofradías de la Soledad y de la Pasión, que en seguida hubieron de dar participación al Hospital General. En ellos representaron las mejores compañías de la época, a cuyo frente estaban Quirós, Cisneros, Ganassa, Juan Granados, el aludido Jerónimo Velázquez, Gálvez, Rivas, Salcedo, Hernán González, Saldaña, Alonso Rodríguez y otros.

Juan Ruiz de Mendi, conocido actor, padre de la famosa Jusepa Vaca.

La forma de los corrales era variada, comoquiera que había de ajustarse a la disposición de los edificios, porque, en puridad, aquellos no eran otra cosa sino patios que daban a las casas vecinas; ahora, los de la Cruz y el del Príncipe, como construidos ex profeso, mostrábanse redondeados en el fondo y rectilíneos en el escenario, con mucha semejanza a los teatros de hoy. En lo que existía total diferencia era en la disposición de la sala. La palabra «palco» desconocíase entonces; no había palcos propiamente dichos, sino que hacían las veces de ellos, con la irregularidad normal, las ventanas de los edificios contiguos, provistas por lo común de celosías o rejas, que disfrutaban los dueños de ellos mediante el pago de cierta cuota anual a las Cofradías; pero como al fin estos vinieron a poseer los inmuebles, se encargaron también de arrendarlas. Las ventanas del último piso llamábanse desvanes, y las inferiores o inmediatas, aposentos. Debajo de estos, que, junto con las barandillas, eran las localidades preferentes y más caras, extendíase una serie de asientos en semicírculo, o sea las gradas, y delante de estas el patio, amplio y descubierto, con algunas filas de bancos; frente a la escena, otro lugar sin ellos, destinado a los espectadores de a pie, que llamaban «mosqueteros» por el mucho ruido y bulla que metían; y, por fin, al fondo, un aposento mucho mayor, que decían la «cazuela», y reservábase a las mujeres, que asistían a la representación separadas de los hombres. Juan de Zabaleta, en El día de fiesta por la tarde (Madrid, 1659), nos ofrece una pintura magistral y mágica, en ese estilo suyo tan cortado y tan moderno, de lo que era la «cazuela» -57- en nuestro antiguo teatro. No hay sino seguirle para evocar toda su vida, su movimiento y su color. Los días de fiesta, por lo general, había comedia nueva. Los hombres asistían a ella después de comer; pero las mujeres se les anticipaban, medio en ayunas, entretenidas en arreglarse para la función. Como se comía muy temprano (poco después del mediodía), a fin de hacer tiempo, los hombres mataban una hora en la Puerta de Guadalajara o en las gradas de San Felipe, oyendo las noticias de guerras y paces que arribaban de Indias, de Flandes o de Italia. Las mujeres, que se habían concertado con sus amigas o vecinas para ir al «corral», almorzaban ligeramente,

reservando para la noche la comida meridiana, y salían a misa. Desde allí encaminábanse a la Cruz o al Príncipe.

Melchor de Villalba, «autor» de comedias.

Cerca de una hora, o quizá algo más, faltaría para dar comienzo a la función; pero ellas, por coger buen lugar, entraban al teatro y se dirigían a la «cazuela», bien que aún no hubiese nadie en la puerta que cobrase. Si se trataba de mujeres honestas, de las que no iban exclusivamente por lucirse y llamar la atención, tomaban la medianía, lugar desahogado y cómodo. Si lo contrario, las mozas desenvueltas, busconas o «traídas» de señores, se arrellanaban en la delantera. Y todavía otras, de condición no menos procaz, no contentas con ocupar la delantera, sentábanse en el pretil de la «cazuela» misma. A poco rato y con la entrada de más mujeres, las peripuestas en la medianía, que creíanse bien acomodadas, quedan como en un hoyo. Faltan aún los «mosqueteros» y los que han de permanecer en gradas, aposentos o barandillas. Son las mujeres solas las que van irrumpiendo en el local; tantas, que comienzan las apreturas y barrúntanse las protestas. Algunas duélense de haber -58- empleado medio día en aderezarse para sufrir aquella incomodidad. Pero ya están allí los cobradores; hay que pagar. Una mujer saca su pañuelo de entre el faldón del jubón y el guardainfante, desanuda con los dientes una esquina, donde guarda el dinero (como muchas de nuestras aldeanas hoy), extrae un real sencillo y lo entrega al cobrador, quien le devuelve diez maravedises. Otra damita, que lleva en el pecho, envueltos en un papelillo, los diez cuartos de su entrada, los da también al cobrador, que prosigue su tarea. La que sacó la moneda de real, no le parece bien anudar en el pañuelo los diez maravedises, y pide a un vendedor, que pasa cerca, una medida de avellanas. Como no vale más de dos cuartos, ¿qué hacer con el ochavo que le resta? Ella, caritativa y gentil, lo desliza en el pecho para, a la salida, socorrer a un pobre. En la «cazuela» rechina el chasquido de las avellanas, y el suelo se pone que es un asco con la lluvia de cáscaras. Otras mujeres compran agua, frutas diversas, aloja, dulces. Todo es bullicio y movimiento. No queda sitio vacío. Algunas entran tarde y a veces dialogan con sus amigas, por lejanas que estén, diciéndolas que se acerquen y coloquen al lado. Las tales, entonces, ábrense paso sin miramiento alguno, pisando las basquiñas y los mantos de las que se apartan, que las insultan, mientras se levantan para sacudir sus prendas. A esto van llegando los hombres, en derechura de sus bancos o gradas. Bien se nota, porque los dadivosos mandan unas empanadas a las vistosas y presumidas, sentadas en el pretil de la delantera muy orgullosas de facciones. El runrún de la «cazuela» crece por instantes. La comida y bebida ha soltado la lengua de las mujeres, que ponen como digan dueñas (y tales de ellas lo son) a todo individuo que cruza. Allí son de ver las risas, las

carcajadas, los mohínes, los chismes y las murmuraciones. Ya no cabe en la «cazuela» un alma, chica ni grande. Se halla al completo, apretadas las mujeres hasta sacarse zumo, cuando hete aquí llegar al portero, en funciones de acomodador, seguido de cuatro mujeres tapadas y lucidas, que le han cohechado con ocho cuartos, diciendo al conclave femenino que procure espacio a las damiselas. Resístense las otras; empero las intrusas, mujeres de rejo y desplante, déjanse caer sobre las que están sentadas. Inmediatamente surge un estrépito enorme, gritos, denuestos y síntomas de guerra, que hacen temer un «aquí fue Troya» en tanta -59- hermosura. Al fin se restablece la calma y se hacen unas y otras amigas, cambiándose dulces y frutas y diciéndose que todo aquello lo pagan unos bobos que se lo han regalado: al cabo los hombres, enemigos comunes de las mujeres.

Juan de Morales Medrano, «autor» de comedias, marido de la gran actriz Jusepa Vaca

Pero apenas sosegado el femenil rifirrafe, promuévese un tremendo alboroto en la puerta de la «cazuela». Ciertos mozuelos sostienen duro altercado con los cobradores, por pretender pasar de balde a unas amiguitas. Hay palos, bofetones; y algunos, envalentonados, echan mano a las espadas, reculando hacia la «cazuela». Helos ya dentro a los reñidores, mientras las pobres mujeres huyen desatinadas en medio de una gran confusión, cayendo unas sobre otras, en mezcla con los escandalosos, que, ciegos por acometerse, no reparan en cortesías. Al tumulto suben los hombres del patio a separar a los unos y socorrer a las otras, y con la precipitación, encuéntranse todos, que convierten la desdichada «cazuela» en campo de Agramante. Por fin aparece la justicia (perezosa como en todos los tiempos), y los alguaciles y corchetes sacan detenidos a los revoltosos. Las infelices, asustadas, salen de sus rincones adonde las retrajo su miedo, o levántanse magulladas las que no pudieron huir, y ocupan sus sitios. Cada una el que primero encuentra, porque es tarde en entretenerse en otra cosa y va a dar comienzo la función. Suena la guitarra y todo queda sosegado. Si la comedia es buena, no hay mujer que lamente lo sucedido, aunque el alboroto le haya costado alguna joya. Como las funciones se daban de día y era preciso aprovechar la luz natural, no había otro tejado que una especie de cobertizo en torno a las paredes, que resguardaba de la intemperie a los espectadores de las gradas, bancos, cazuela y aposentos cuando no eran interiores. Sólo los pobres «mosqueteros», -60- o sea, las localidades más ínfimas, se hallaban desposeídos de aquella ventaja, y hablan de aguantar las inclemencias a pie firme, aunque si llovía o picaba mucho el sol corríase un gran telón de angeo que algo les amparaba. No hay que decir que, arreciada la lluvia, buscaban cobijo más adentro, lo que empeoraba los naturales incidentes; de donde si hacía mal tiempo, no se daba la representación (igual que ahora en las corridas de toros: «si el tiempo no

lo impide»), o si, comenzada, la lluvia persistía, suspendíase aquélla. En el escenario, un poco más alto que el piso de la sala, solían sentarse algunos hidalgos jóvenes, o por privilegio de la sangre o por amistad con el «autor». Dentro de la sala, como antes apuntábamos, vendíase agua, frutas, aloja, dulces, etc. La orquesta colocábase debajo del escenario, sin sitio especial, y componíase, a tenor de la importancia de la compañía, de seis o siete músicos, que luego fueron aumentándose. Los instrumentos eran guitarras, violines, oboes y chirimías. Como entonces el arte, más puro, no buscaba la ilusión óptica, las decoraciones no existían y el adorno del escenario reducíase a unas cortinas que hacían el oficio de paredes. Ni había otro mobiliario que unas mesas y unas sillas. Mas como alboreara ya la comedia de espectáculo, pronto vinieron las «apariencias», y hubo telones pintados con perspectivas, bufetes, doseles, escritorios y aun tapices y alfombras. Los cambios escénicos producíanse simplemente con levantar una cortina, mostrando la nueva escena, y pasando los actores de un lado a otro, a la vista del público. La función se anunciaba en la fachada exterior del corral, en caracteres pintados con almagre, o en hojas de papel escritas a mano (los prospectos son cosa moderna), y daba principio a las dos de la tarde en otoño e invierno, a las tres en primavera y a las cuatro en verano. Solía durar de dos a dos horas y media. También había en algunas ocasiones representaciones matinales. No estaba el oficio, volvemos a decir, exento de trabas. Al comienzo sólo se autorizaban las representaciones en domingos o días festivos; luego se extendieron a los martes y jueves y aun a los quince o veinte días sucesivos que precedían al martes de Carnaval. El miércoles de Ceniza tornaban a cerrarse y ya no se abrían hasta la Pascua. También se cerraban con motivo de muerte de reyes o príncipes y de calamidades públicas. El arte era odiado por el clero y sufría constantes persecuciones -61- por las juntas de teólogos. Igual que en Inglaterra con los puritanos. Tres toques de clarín anunciaban el principio de la representación. Esta comenzaba por la loa, seguía la comedia, dividida desde Cervantes (se atribuye él la innovación, pero tuvo predecesores) en tres jornadas; entre la primera y segunda se hacía el entremés, y entre la segunda y tercera cantábase la jácara. Luego se suprimió la loa y reemplazose por la jácara, y entre las jornadas primera y segunda se introdujo el baile, especie de entremés cantado y bailado.

Firmas de la conocida actriz Josefa Vaca de Mendi, hija de Juan Ruiz de Mendi y de Mariana Vaca.

La riqueza del vestuario llegó a ser grande; pero nada se representaba con trajes de época. En esta impropiedad, el teatro de Lope y el de Shakespeare eran iguales. En lo que discreparon profundamente fue en el sueldo de los actores, aquí

siempre mezquino, aunque el teatro gozase de tanto favor por parte del público. Como ahora sucede, en España hubo en todo tiempo exceso de comediantes. Las rivalidades, competencias y antagonismos embarazaban la profesión. Menudeaban las disputas y desavenencias; el trasiego de cómicos era continuo; la vida, por demás azarosa. Cual más -62- cual menos, todo actor llevaba dentro de sí al «caballero del milagro». Era príncipe de la profesión el arriba referido Agustín de Rojas, suma y compendio de cuantas vicisitudes y «milagrerías» podía arrostrar un buen farandulero, que comenzaba en soldado como él, para caer prisionero en Francia, correr en corso contra navíos ingleses, peregrinar cielo y tierra, cometer homicidios y acogerse a sagrado.

Antonio de Villegas, «autor» de comedias, que representó muchas de Lope.

Cuéntase de este por antonomasia «caballero del milagro», que, cercado en la Iglesia de San Juan, de Málaga, por haber muerto a un hombre, conoció a una hermosa dama, que se prendó de él y dio por su libertad toda su hacienda, consistente en trescientos ducados. Rojas se fue a vivir con ella; y como careciera de recursos para sustentarla, disfrazábase de noche y salía a pedir limosna, fiado en sus buenas artes de cómico. No producía esto lo suficiente, y se ayudaba escribiendo a bajo precio sermones. En fin, robaba capas, asolaba huertas, tiraba de la jábega y cometía mil desaguisados. Huyó de allí y dio con sus huesos en la ciudad del Betis, sin saberse cómo ni de qué vivía. Hallándose en Granada prohibieron las comedias. Entonces... puso una tienda de mercería, y no le fue mal. Sentó la cabeza al correr de los años, casose en Valladolid, dejó a los cómicos, se hizo escribano real y se metió a escribir de política. Poco faltó para que aquí tuviera su peor traspiés. Su Buen Repúblico fue mandado recoger por la Inquisición: lo que le faltaba para coronar su vida aventurera. A la llegada de Lope al teatro, la escena española es tan confusa y desbaratada como hemos visto. Imperan el desarreglo y la tosquedad. La tragedia se circunscribe a una acumulación de episodios sangrientos, sin finalidad y sin arte alguno, torpes reminiscencias clásicas, ausentes de la vida del momento. Mayores progresos llevaba la comedia, aunque sin salir completamente del estado de embrión. -63- Es Lope quien, con mirada genial, descubre los elementos del arte nuevo de hacer comedias, y quien, con su modo de ver la tragicomedia, señala el camino que habrá de emprender el drama moderno. No asombra Lope sólo por la cantidad; asombra más todavía por la variedad. Fuera de su cultivo en los otros órdenes de la literatura (en los que siempre quedará como el excelso romancista y el narrador sugestivo), abordó todo cuanto puede abrazar una acción dramática. Y así, le fue familiar lo popular como lo erudito, lo histórico como lo novelesco, lo nacional como lo extranjero, lo religioso como lo profano, lo fantástico como lo real. ¡Qué desbordante riqueza! Lope lo es todo, lo tocó todo:

erigiose en padre indiscutible del teatro español. Porque Lope, antes que nada, es español hasta la medula. Y lo que primero previó fue que, para echar los cimientos de un arte genuinamente español, era imprescindible acudir, por un lado al pueblo, y por otro a la Crónica general, a las viejas leyendas medievales. Lope empezó, pues, por rendir su tributo de admiración al pasado, por recoger cuantos elementos eran aprovechables de él: los vetustos misterios, las anticipaciones de la Celestina, las églogas de Encina, las fulgurantes creaciones de Vicente, las comedias italianas de Rueda, las tragedias lúgubres de Virués y Argensola: el sabor nacional y romántico en cierne de Juan de la Cueva, en una palabra. Y por abordarlo todo, es su arte un algo admirablemente caótico, maravillosamente imperfecto y unidamente deshilvanado, en que, si siempre triunfa el poeta, siempre vacila el dramaturgo, pronto a caer. Grande hasta en los errores, los suyos son como los del genio. No sólo forjó un teatro para sí, sino que dio de sí un teatro. Porque él dio a Calderón y a Alarcón y a Tirso, y a Rojas Zorrilla, que no hubieran existido sin él. Y todo lo que es el teatro español, de él se deriva; y lo que sea, a él se referirá. Su voz resuena como un eco a través de las épocas, y no hay ninguna para la que no haya anticipado un caso, un problema, una posición ante ta vida. Ninguna conquista filosófica, política o social coge desprevenido a este intuitivo sobrehumano. Ni aun siquiera las saturnales de una revolución. Las más lacerantes congojas del alma moderna, los más obscuros complejos, las mayores osadías de concepción se encuentran en germen en Lope, que ha bajado con la chispa de su arte a los abismos de la conciencia como don Quijote a la Cueva de Montesinos. -64- Y, sin embargo, se ha dicho y escrito (¡qué profundo yerro!) que las comedias de Lope son como una rueda de atanor, en que los arcaduces se hinchen siempre de la misma agua, y que carece de psicología. No diré yo que en las comedias de Lope se advierta un estudio tan hondo de los caracteres como el que revelan los análisis acabados de las de Shakespeare. En éste tampoco se nota la destreza dramática, la técnica teatral lopista. Ambos reflejan un momento bien distinto de dos bien distintas nacionalidades, la inglesa y la española. Los dos son raciales, románticos, con la misma libertad de acción, con la misma visión de la intriga, con idéntica forma de mezclar lo trágico y lo cómico, con igual mano segura para provocar el conflicto y desplegar los resortes de la pasión. Del nudo al desenlace, todas las comedias de Shakespeare son mejores que las de Lope; del arranque hasta el nudo, algunas comedias de Lope aventajan a las de Shakespeare. Se ha dicho por eso, con razón, que los primeros actos de Lope son insuperables y sin rival. Shakespeare, es cierto, profundiza más en el hombre; es más psicólogo, penetra más en los móviles de la acción; Lope, en cambio, le sobrepuja en el manejo de la intriga, despierta más el interés y mueve más al aplauso. Shakespeare, como inglés, había de reflejar el carácter inglés; Lope, como

español, el español. Pero Lope es más español que Shakespeare inglés. Por ello Lope pierde como nacional lo que Shakespeare gana como universal. ¡Lope nacional! En ningún autor dramático del mundo cobra lo nacional el soplo vivificador de Lope. Y es lo nacional de más recia savia, del tronco del Romancero. Por ello escribirá una vez: «¡Y soy tan de veras español!...». Su comedia recorre un inmenso panorama, que abarca la vida nacional española desde las luchas con el Imperio romano hasta las últimas relaciones que llegan de Italia, de las Indias o de Flandes. Nada se escapa a su percepción. Es a la vez cronista, filósofo, dramaturgo y poeta. Lejos su concepción risueña de la vida de las brumas tediosas, del desengaño, del pesimismo desolador, desgarrador y torturante de las comedias shakespearianas. Ya sabemos que hemos de morir. Todo lo ve de color de rosa, porque todo lo ve con los ojos del amor. Ante un conflicto pasional que pide sangre, en lugar de la espada o el veneno, él emplea las armas de los celos, el aliciente de la sospecha, la solución o la expiación por el amor.

Sevilla.-Barrio de Triana, puente sobre el Guadalquivir, castillo y Torre del Oro. (Grabado de fines del siglo XVI.)

El puerto de Sevilla varios lustros después. (Grabado del siglo XVII.)

Y sobrevienen esas escenas maravillosas entre galán y dama, con intervención del gracioso; esos discreteos inimitables en las -65- rejas, entre flores, a la luz de la luna, o en la margen de los arroyos, todas vividas y gustadas, regustadas y saboreadas por él. El teatro de Lope de Vega es la vida libre del mundo narrada por Don Juan.

Mateo Alemán. Amigo de Lope y testigo en Sevilla (1604) de Micaela de Luján.

Un arte así, tan nacional, tan personal (que no de otro modo eran, han sido y son los españoles), forzosamente no había de sujetarse a reglas. De aquí su preceptiva, que es su falta de preceptiva:

Y cuando he de escribir una comedia, encierro los preceptos con seis llaves; saco a Terencio y Plauto de mi estudio, para que voces no me den; que suele dar gritos la verdad en libros mudos; y escribo por el arte que inventaron los que el vulgar aplauso pretendieren; porque, como las paga el vulgo, es justo hablarle en necio para darle gusto.

Sin embargo, sabía Lope, secretamente, que ese era el camino. Conoció su mérito, y deploró la precipitación con que viose obligado a escribir. Discretamente nos lo revela, y cómo cuando quiso escribir como quería no tuvo vida para escribir, en estos versos cincelados:

Mas cuando un hombre de sí mismo siente que sabe alguna cosa, y que podría comenzar a escribir más cuerdamente, ya se acaba la edad, y ya se enfría la sangre, el gusto, y la salud padece avisos varios que la muerte envía; de suerte que la edad, cuando florece, no sabe aquello que escribió pasando; y, cuando supo más, desaparece.

Pero el mejor drama de Lope, el drama que no llegó a escribir, es su propia vida.

-66-

- V -

Aventuras y relaciones.-Amores con Elena Ossorio.-Prisión, proceso y destierro de Lope de Vega.

El taller de Félix de Vega no ha podido resistir a la muerte del bordador. La virtuosa Isabel y su fantástico esposo viven aparte. Francisca Hernández y sus hijos abandonan la calle Mayor y adquieren una casita en la de Majaderitos, junto al convento de la Victoria. Es a la entrada de la primavera de 1583. Ya han comenzado a abrirse los corrales y la llegada de las golondrinas inunda de nuevo gozo el aire de la corte. Más movimiento en esta, que con la reciente anexión de Portugal aumenta la diversidad de caras y trajes. Lope es ahora el hijo pródigo que vuelve al hogar. Sus versos y primeras

comedias levantan a sus veintiún años un murmullo de admiración pocas veces conocido. Esto le crea amistades de calidad entre los hidalgos jóvenes, que también componen comedias y escriben versos a sus «Filis» y «Floralbas» por pura afición. Él mismo se pinta entonces como «un barbilindo que todo su caudal son sus calcillas de obra y sus cueras de ámbar, esto de día; y de noche broqueletes y espadas, y todo virgen, capita untada con oro, plumillas, banditas, guitarra, versos lascivos y papeles desatinados». Entre sus jóvenes amigos, todos alocados mancebos, se cuentan Claudio Conde, Melchor de Prado, don Miguel Rebellas, don Luis de Vargas, don Félix Arias Girón. La vida de casi todos, hijos de personas principales, circunscríbese a divertirse y enamorar. Algunos unen su afición a Venus y a Apolo con el fervoroso culto a Marte, y serán luego capitanes valerosísimos. Lope, lleno de orgullo, para alternar con ellos les hablará de vez en cuando de su origen montañés, y dará también sus comedias a los representantes, sin percibir ningún emolumento y sólo por distraer su ociosidad, como simple deporte. Adquirirá deudas, fingirá algún pleito de mayorazgo, mentirá -67- cien veces, porfiará, jugará, jurará, y, en fin, no le faltará ninguna condición para tenerse por caballero.

Una de las varias firmas que empleó Lope de Vega en distintas épocas de su vida.

Cómo se las arregla para sustentarse, no se sabrá nunca; pero se acuchillará por las noches con sus compañeros, rondará las calles obscuras, llevará músicos y cantores, alborotará y andará a estocadas con alguaciles y corchetes. Por la mañana, a misa y a las gradas de San Felipe; por la tarde, al Prado, al Príncipe o a la Cruz, donde sus comedias principian a aplaudirse. Una gran cosecha de lindos romances, que luego pasarán al Romancero, ocupará asimismo sus horas de solaz. Nuevos éxitos hacen temer que aquel adolescente avasalle a todos los poetas que escriben para el teatro. Trae una forma nueva, una frescura, una lozanía, que redoblan la admiración. Las damitas concurrentes a la «cazuela» oyen y aprenden embelesadas sus discreteos amorosos, que repetirán a sus amantes; los «autores» le solicitan, sus amigos se lo disputan y agasajan. Él, en tanto, no curado todavía de «Marfisa», va buscando, sin que lo encuentre, un nuevo amor. Entre sus amistades, muchas de jóvenes sedientos de gloria, se habla de la próxima expedición contra las islas Terceras. Le invitan. De allá puede volver hecho alférez o capitán. No había pensado nunca en la honra de las armas. Pero pues tantos sueñan con ella, él será uno de tantos. Y con la escuadra española al mando de don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, parte de Lisboa el 23 de junio de aquel año. Ya es sabido el fin venturoso de aquella empresa. De regreso a la patria, otra vez al cultivo de las musas, a la galantería, a la asistencia a los corrales. El del Príncipe se había inaugurado en el año anterior y estaba de moda. Pues asistirá con preferencia al Príncipe.

De las compañías que por entonces gozaban de mayor aplauso era una la del toledano Jerónimo Velázquez. Este Velázquez -68- había sido en su juventud solador; pero hombre entendido en cuestiones de teatro, dejó el oficio, y con ayuda de unos ahorros, se hizo representante y vistió las galas de farandulero. No le fue mal, ni parece que, como tantos otros, llevó aquella vida miserable que hacía exclamar a Agustín de Rojas:

Porque no hay negro en España, ni esclavo en Argel se vende, que no tenga mejor vida que un farsante, si se advierte.

Presentaba bien la escena, mudaba frecuentemente de repertorio y se rodeó de excelentes actores. Pero la mejor obra de Velázquez era una hija llamada Elena Ossorio, de singular gracia y hermosura. No representaba. Vivía con él en unión de su esposa Inés Ossorio y de otro hijo, Damián Velázquez de Contreras, que seguía la carrera de leyes. Esto indica lo desahogado de su posición. Tenían casa propia en Madrid a la entrada de la calle de Lavapiés. Ver Lope a Elena Ossorio y quedarse enamorado de ella, parece que fue todo uno; porque, como dice en La Dorotea, «no sé qué estrella tan propicia a los amantes reinaba entonces, que apenas nos vimos y hablamos, cuando quedamos rendidos el uno al otro». Y tras alabar sus prendas físicas, añade: «Esto en cuanto al paramento visible; que el talle, el brío, la limpieza, la habla, la voz, el ingenio, el danzar, el cantar, el tañer diversos instrumentos, me cuesta dos mil versos; y es tan amiga de todo género de habilidades, que me permitía apartar de su lado para tomar lección de danzar, de esgrimir, de las matemáticas y otras envidiosas ciencias: que en entrambos era virtud estando ciegos». Empero la dama no era soltera; pertenecía desde marzo de 1576 a un farsante llamado Cristóbal Calderón. Por causas que se desconocen, la pareja no fue feliz, y el marido andaba de continuo ausente, a la sazón quizá en América, si bien aparece más tarde enrolado en distintas compañías provincianas. Lope se entregó a Elena con toda la fogosidad de su temperamento y de su juventud. No vio Velázquez con malos ojos aquellos amoríos, por un lado a causa de la escasa moral de los histriones; pero principalmente por tratarse de quien iba desplazando a cuantos escribían comedias, y estaba tan solicitado por sus compañeros y rivales de la farándula. Tener el poeta en casa no era cosa despreciable. Lope, pues, sin oficio ni beneficio, y a falta de oro y joyas -69- con que obsequiar a su amada, se convirtió en proveedor absoluto de la compañía de Velázquez. Y surgieron a destajo las comedias, avivadas por

aquella pasión sin freno, encendidas, arrebatadas y en número tal que enriquecieron pronto a Velázquez.

El maestro Vicente Espinel, célebre poeta y músico, profesor de Lope y amante, antes que él, de Elena Ossorio.

Ardiendo en aras de aquella insólita belleza, Lope volcó su alma, además, en infinitos romances, llamándose en unos «Zaide» (los moriscos) y en otros «Belardo»:

Gallardo pasea Zaide puerta y calle de su dama... Alzó la cabeza y vido a su Zaida a la ventana...

Así idealizaba, transformándola en ajimez, aquella ventana con reja de la calle de Lavapiés, testigo de tantas escenas de amor, con su cortejo de celos:

En competencia del día sale Filis con la aurora, del tálamo aborrecido huyendo la cama odiosa...;

y aun imaginándose verdadero esposo:

Llegó Belardo a la villa y de su suegro a la casa; sale a tenerle el estribo, mientras de la yegua baja, Filis, abiertos los brazos, marido y señor le llama; él, señora y dulce esposa...

Estas relaciones, con las naturales vicisitudes e intermitencias,

prolongáronse hasta fines de 1586. Durante ellas, Lope compuso más de veinte comedias para la compañía de Velázquez, -70- y cantidad infinita de versos a «Filis». Su reputación creció de modo que dos años antes había ya colaborado en el Jardín espiritual de Fr. Pedro de Padilla y en el Cancionero de López Maldonado; y en el año precedente de 1585, le saludaba así Cervantes en La Galatea:

Muestra en un ingenio la experiencia que en años verdes y en edad temprana hace su habitación así la ciencia, como en la edad madura, antigua y cana: no entraré con alguno en competencia que contradiga una verdad tan llana, y más si acaso a sus oídos llega que lo digo por vos, Lope de Vega.

A la entrada de 1587 el poeta emprende un viaje a Sevilla para visitar a su tío don Miguel del Carpio. Cuando regresa, a fines de abril, un cambio parece haberse verificado en la casa de Velázquez. Su adorada se le muestra fría y ceremoniosa. «Díjome un día con resolución que se acababa nuestra amistad, porque su madre y deudos la afrentaban, y que los dos éramos ya fábula de la corte, teniendo yo no poca culpa, que con mis versos publicaba lo que sin ellos no lo fuera tanto».

Juan Bautista Labaña, portugués, matemático y cosmógrafo, maestro de Lope.

Pero otras, y bien poco nobles, eran las causas. Ella misma las dice: «Esa tirana, esa tigre que me engendró..., hoy me ha reñido, hoy me ha infamado, hoy me ha dicho que me tienes perdida, sin honra...; respondile, pagáronlo mis cabellos. Ves aquí los que estimabas, los que decías que eran los rayos del sol... Aquí te traigo los que me quitó; que los que quedan, ya no serán tuyos; de otro quiere que sean; a un indiano me entrega; el oro la ha vencido». -71- El poeta se desata entonces en aquel romance:

Muchos cabellos, amiga, por mi respeto te faltan...

Y ardiendo en celos y sintiéndose morir, prorrumpe en otro:

De una recia calentura, de un amoroso accidente, con el frío de unos celos, Belardo estaba a la muerte...

¿Quién era aquel indiano que por obra y gracia de la mujer de Velázquez iba a suplantar a Lope en el corazón de Elena Ossorio? No venía, en verdad, de las Indias. El nombre de indiano tomábase también en la acepción de adinerado y ostentoso. «Don Bela» le llama Lope, apodo que encubre la figura de un sobrino del célebre cardenal Granvela: don Francisco Perrenot, conde de Cantecroix, hombre de vida agitada, de buen entendimiento y de recia complexión, diestro en las armas y con noticia de letras y lenguas. Contaría a la sazón unos veintinueve o treinta años. Por todas razones, rival temible, que componía también versos refinados y gustaba de la pintura y de la música. Este caballero vio a Elena Ossorio tocar el arpa y recitar versos, y al momento, como Lope, quedó amartelado de ella. No dio comedias a su padre; pero sí la envió riquísimos presentes, búcaros dorados, tapices de Londres, que cegaron a Inés Ossorio, su madre. Aceptó Elena los amores de Perrenot, cohechada por los obsequios; pero no con tanto gusto que desdeñara al pobre Lope. Velázquez seguía haciendo la vista gorda. En cuanto al marido, continuaba ausente... Y sucedieron unas escenas en que al más sublime poema de amor entre Elena y Lope, se junta la prosa más vil que cabe imaginar. La situación económica del poeta era en aquellos días apuradísima. Vencido por su rival, cerradas para él las puertas de la casa de Velázquez, de acuerdo con «Celia», la criada, aceptaba cínicamente la ayuda de «Dorotea» (Elena), «por modo de sufragio», que le remitía alguna cadena para sus galas, algunos escudos de la bolsa de Perrenot... «Llegaba (dice) a su puerta en hábito de pobre a las diez horas todas las noches. Salía Celia a darme limosna, y en el -72- pan o el dinero traía el papel que me daba, y le llevaba el que yo traía. Muchas veces podía hablarla echándome en el suelo debajo de la reja de su ventana, que confinaba con la tierra, lo que podía ocupar tendido en ella un hombre. Salía Dorotea, y ocupando en pie toda la reja, me hablaba, levantando yo el rostro al resplandor de su hermosura. En ese sitio me hallaba don Bela algunas noches, y, sin hacer caso de mí, llamaba seguro y entraba confiado. ¡Mirad a lo que me había traído mi fortuna! Que en una casa donde había sido señor absoluto cinco años, apenas me concedían lugar para reclinar el cuerpo las piedras de la calle, donde me servía de dosel la reja».

Don Luis de Vargas Manrique, «Lisardo», poeta, amigo y compañero de travesuras juveniles de Lope.

No sabemos cuánto duraría esta azarosa situación, que en todo pronosticaba ruptura. No tardó en sobrevenir, o porque Elena comenzara a mostrársele indiferente y fría, o porque su madre se opusiera, o porque Lope notara, como parece, que su partido iba declinando. Sólo le abrasaba pensar que se había enamorado de Perrenot. Y meditó una terrible venganza. ¡Abajo la familia del complaciente Velázquez! El hombre iba a suceder ahora al galán. Otra vez pondría en práctica su idea favorita: «Para huir de una mujer...». Y comenzó a cortejar a doña Isabel de Urbina o de Alderete. Pero habían sido tan públicos los amores del poeta con la Ossorio, que la dama no le acogió con entusiasmo. Era también un inconveniente (que sentaba mal en los Urbinas, en su padre, el conocido escultor, y en sus hermanos Diego Ampuero de Urbina, regidor de Madrid, Pedro y Ana María) el ningún caudal de Lope. Doña Isabel, joven educada regaladamente, deploraba que su galán no fuera bien vestido, con garzotas y puntas, ni la hiciese la corte hollando su calle con un brioso corcel. Le amaba, sin embargo, y sentía celos de que reanudara sus relaciones -73- con Elena. Lope la disuadía, hablándole del martelo de la hija de Velázquez con Perrenot; que él no se acordaba ya de ella, y que no hiciera caso de murmuraciones, sino que le quisiese, aunque la Ossorio se llevase la fama. No convencían, naturalmente, estas razones a doña Isabel; y entonces Lope Protestaba que aborrecía a Elena y que sólo su «Belisa» era la dueña de su corazón:

¡Mal haya el fingido amante, lisonjero y mentiroso, que juzgó mi voluntad por la voz del vulgo loco; y a mí, necio, que dejé por el viejo lodo el oro, y por lo que es propio mío lo que siempre fue de todos ¡El cielo me condene a eterno lloro, si no aborrezco a Filis y te adoro!

Claudio Conde, íntimo amigo de Lope y compañero de calaveradas juveniles.

¡Si el cielo le hubiera cogido la palabra!

Pero sonaba la hora de sentar un poco la cabeza. Había que buscarse una colocación. Y la encontró, entrando de secretario de don Pedro Dávila, marqués de las Navas. Ya desde hacía seis meses negábase a dar ninguna comedia a Velázquez, que, para tenerle propicio, afectaba una calculada neutralidad. Todas sus obras dramáticas eran ahora para Porres, que en la competencia que sostenía con Velázquez, presagiaba a éste un golpe fatal. El favorito del público huíasele para siempre. Además, Porres se las pagaba. Mas no sólo había que herirle en la hacienda. Al pícaro de Velázquez había que herirle también en la honra. El alto aire silba con furia en las ventanas de la cárcel de Corte. Hace mucho frío. Las campanas de la vecina torre de Santa Cruz tañen a la oración y todo queda en sombras y en silencio. «Ave, María, gratia plena...». Son las seis de la tarde del 29 de diciembre de 1587. El Angelus da fin. -74- Lope ha sido preso hace tres horas en el corral de la Cruz. Representaba la compañía de Velázquez. Comenzó el espectáculo poco después de las dos. Llegó el poeta principiada la función, despertando las miradas del patio, por entrar tarde. Dirigiose a la grada, donde le aguardaban unos amigos, y antes de sentarse dijo: -Esta es la hora que Velázquez dice que no quiere que entre en su comedia; y yo le tengo de decir que, aunque le pese, pagando medio real tengo de entrar.

Jerónimo Velázquez, «autor» de comedias, padre de Elena Ossorio.

Echó a un lado la espada, acomodose y exclamó: -Vieja es la comedia, y más propia de ayer, día de Inocentes. ¿Quién le proveerá ahora a Velázquez? Por Dios, que mejor estaríamos ahí al lado, en el Príncipe, oyendo a los italianos, y que me pesa de haber venido. Pero por dalle pesadumbre... Calló, y sin prestar atención a la obra, volvió la vista a la «cazuela», donde tropezó con muchos ojos de mujeres que le miraban. Acabó en seguida la primera jornada; y al ir a comenzar el entremés, entró en el patio el alguacil Diego García, con dos corchetes; dirigiose a Lope, y poniéndole una mano encima del hombro, dijo: -Vuesa merced sea preso, señor Lope de Vega. Éste no contestó, sino dirigiéndose a los amigos, repuso: -Vean vuesas mercedes. Cosas de Velázquez. Sé que ha ido a quejarse de mí al señor alcalde Espinosa. Y encarándose con el alguacil: -Vamos -dijo. La detención causó el natural revuelo en la sala. Bancos, gradas, aposentos, «mosqueteros» y mujeres de la cazuela, quedáronse llenos de estupor. Salió Lope del patio con la justicia, acompañado de algunos amigos.

-75- Un espectador de las localidades vecinas preguntó a un don Amaro Benítez, con quien conversaba: -¿Sábese por qué se lo llevan? A lo que este replicó: -Por lo del romance. -No lo entiendo. -Habrá como diez días -dijo Benítez-, estando yo en el corral del Príncipe, un don Andrés, hijo de un médico, que suele andar con un hijo del corregidor, sentados en un banco don Luis de Vargas y yo, leyonos don Andrés un romance a modo de sátira que decía mal de Elena Ossorio... -¿De la hija de Velázquez? -De la hija de Velázquez y de Ana Velázquez, su sobrina, y de otra doña Juana de Ribera, que no la conozco. Y luego, como don Luis de Vargas lo leyó, dijo: «Este romance es del estilo de cuatro o cinco que solos lo podrán hacer; que podrá ser de Liñán y no está aquí, y de Cervantes, y no está aquí; pues mío no lo es, puede ser de Vivar o de Lope de Vega aunque Lope de Vega no dijera tanto mal de sí, si él lo hiciera». Y a esto uno de los que estaban oyendo, dijo: «Ande vuesa merced; que eso suele ser estilo: que el que hace una cosa como esta suele nombrarse el primero». No hablamos más en ello, porque comenzó la comedia. Y después, habrá seis o siete días, estando yo en el mismo corral, entró Lope de Vega, y haciéndole yo lugar, porque entró tarde, le dije que había oído decir ser suyo un romance que empezaba:

Los que algún tiempo tuvistes memoria del Lavapiés...

Y Lope de Vega me contestó: «¿A quién lo ha oído decir vuesa merced?». Yo le dije: «Por ahí lo dicen, y helo oído a tantos, que me lo hacen creer, porque aseguran que es vuestro estilo». A esto me respondió que votaba a Dios que cualquiera que me lo hubiese dicho mentía, porque no era él hombre que hacía semejantes cosas, y que se mataría a cuchilladas con ellos, aunque fuese amigo o enemigo. Y dijo más: que no faltaba sino que yo le viniese a decir eso, porque ya se había quejado de él el alcalde y estaba mandado hacer información de ello. Yo le repuse que me perdonase, porque como lo decían tantos, había entendido que era suyo, aunque lo tenía por hombre honrado y que no decía mal de «naide». No tratamos más de ello, hasta ahora que vi entrar al alguacil. -¿Y vuesa merced cree que sea suyo el romance? -76- -Es cosa pública que él le ha hecho y que no está bien con el Velázquez. Pero silencio, que empieza el entremés.

Elena Ossorio, la célebre «Filis», amante de Lope.

La justicia subió la calle de la Cruz, atravesó la plazuela del Ángel, siguió la calle de Atocha, y entregó en la cárcel al preso. Y mientras los amigos avisaban de lo que sucedía, en casa del poeta, al buen Juan de Vega su hermano y a su madre Francisca Hernández, comenzose a tomar declaración a los testigos. Aquel día declararon Rodrigo de Sayavedra, actor de la compañía de Velázquez, y el licenciado Alonso Ordóñez, abogado y antiguo compañero de Lope en el estudio de los Jesuitas. Los dos, principalmente el primero, depusieron gravemente contra él. Dijo aquél que estando en casa de Velázquez vio en poder de su hijo, el doctor Velázquez de Contreras, unos papeles, en dos pliegos: el primero con unos versos en latín macarrónico, que decían: «Sátira primera contra el doctor Damián Velázquez», hablando mal de él, del querellante su padre, de su madre Inés Ossorio, de su hermana Elena y de su prima Ana, todas ellas mujeres casadas y muy honradas; y el segundo pliego con un romance, que trataba de la calle de Lavapiés y satirizaba a las mismas personas y a una doña Juana, y las infamaba de prostitutas y otras cosas feas, y que la letra y el lenguaje le parecían verdaderamente de Lope de Vega, un poeta de la corte, porque él tiene muchos papeles suyos y conoce bien su letra. Añadía que sin duda eran de él, porque desde hacía seis meses había dado en mostrarse enemigo a Velázquez y hacerle malas obras en sus ganancias, quitándole los compañeros y procurando que se fuesen con otros comediantes. Y en fin, que lo creía muy capaz de ello, y llovía sobre mojado, porque acostumbraba hacer semejantes sátiras y jactarse de ellas, como un soneto que había compuesto contra la compañía de Cisneros, y que a él mismo le había dicho que haría cuanto daño pudiese a Velázquez y a su casa. En parecidos términos declaró el licenciado, diciendo haber -77- visto hacía dos meses un soneto contra el hijo de Velázquez, en el cual le aconsejaban que no tratase de abogacía por ser hijo de cómico; que mejor fuera se ocupara de cosas farandúlicas y que no tenía necesidad de abogar, porque su hermana ganaba para todos. Después vio otras dos sátiras, en que se infama al mismo doctor, diciéndole que no sabe nada en su facultad y que consentía que su hermana fuese conocidamente mala; y otra, tratando de alcahuete a Jerónimo Velázquez, su padre, consentidor, igualmente, de que su hija fuese prostituta conocida y su mujer alcahueta; y que la letra le parece ciertamente de Lope de Vega, pues a él mismo se la ha oído recitar dos veces.

Diego Velázquez, padre de Ana Velázquez, tío de Elena Ossorio.

Al siguiente día deponen otros testigos. Cristóbal Fernández dice que estando hace unos veinticinco días en casa de doña Juana de Ribera, en Lavapiés, entraron allí Lope de Vega, su amigo Melchor del Prado y otro hombre que no conoce; y doña Juana de Ribera dijo que había tenido

noticias de una sátira, que se holgaría de verla; y entonces rogó a Lope de Vega que la recitase, porque él la sabía. El cual dijo que diría de ella lo que se acordase y comenzó a recitar un romance satírico en el que iba infamando a Elena Ossorio, Ana Velázquez y a la misma doña Juana de Ribera. En él decía que había tres mujeres en la calle de Lavapiés que formaban una escuadra; a la una hacía capitán, a la otra alférez y a la otra sargento. Que sospechó que la sátira la había hecho el propio Lope de Vega, y que doña Juana le mostró un billete que le había dado Melchor de Prado, en el cual iban muchas bellaquerías contra Ana Velázquez, diciendo que trataba con representantes, y otras cosas de infamia; y que por esto y ser Melchor de Prado tan amigo de Lope de Vega, cree que la sátira y el billete los hicieron con ánimo de infamar a Elena Ossorio y Ana Velázquez, por quererlas mal. Otro testigo, Pedro de Alvarado, afirma que se acuerda que la sátira decía que Elena Ossorio era la capitana

hija de la Santa Inés;

-78- y el alférez, doña Juana, en estos términos:

el alférez doña Juana, que el don se puso después que supo que era parienta del conde Partinumplés, y a mí me dijo un inglés que la vio sus blancas piernas por dos varas delantés,

y otras razones. En cuanto a Ana Velázquez, a la que llamaba sargento, decía:

puta después de nacida, puta antes y después,

y otras muchas palabras feas de que no se acuerda.

Por último, el alguacil Gonzalo del Castillo declara que vio en poder de Vera, músico de la compañía de Velázquez, una sátira contra las personas mencionadas, que entre otras cosas decía que Ana Velázquez se ponía a su ventana para quitar los percances que podían caer a Elena Ossorio por su madre; que si le cocaran un medio real, llevaría a su hija a cualquier parte, y otras cosas de infamia contra Ana Velázquez, que se echaría con cualquiera por cualquier dinero, y contra doña Juana de Ribera. Con estas declaraciones, y otras, como las de Jusepe Enríquez de Ercilla y el licenciado Castaño, que citaron, respectivamente, algunos versos de los sonetos contra el doctor Damián Velázquez y su hermana Elena Ossorio, el acusado no tenía escapatoria. Pero ¿de qué tenor eran unas y otras composiciones? Veámoslo. El soneto «Contra Cisneros el representante y su compañía» decía así:

Ludeña el hablador, lanzón de viña; el renegado Celio, español crudo; Solano, barbullón, cuerpo de embudo; Jerónimo Rodríguez, grita y riña. Tres niños, uno hermoso y dos con tiña; Jaraba, dulce, y el tiplón, barbudo; Villalba, hermafrodita; Aguirre, engrudo; Morales, muerto; Moralicos, niña. Francés hereje, el capitán Pelona; Páez, con pujo; su mujer, Santana, y las fianzas de unos carboneros. Dichos de bobo y gracias de fregona, vestidos y alzacuellos de Mariana, trajeron a la corte a don Cisneros.

-79- La sátira contra Elena Ossorio, su prima y doña Juana de Ribera, de que ningún testigo recordaba con fidelidad sino tal cual verso suelto, y que aquel don Andrés había recitado en el corral del Príncipe a don Amaro Benítez y a don Luis de Vargas, rezaba íntegramente:

Los que algún tiempo tuvistes noticia de Lavapiés, de hoy más, sabed que su calle no lava, que sucia es; que en ella hay tres damas que, a ser cuatro como tres, pudieran tales columnas hacer un burdel francés. La capitana de todas,

hija de la sabia Inés, aunque quien es no se sabe, Espinel dirá quién es, o su antiguo coronista el poeta magancés, conocido por Belardo como Juan de Leganés Las virtudes desta dama por quien anduvo turlés, sus romances las celebran como el dotor don Andrés. El alférez, doña Juana (que el don se puso después que supo que era parienta el conde Partinoplés), el sobrenombre Rivera: un linaje montañés tan antiguo, que se acuerda de aquel profeta Moisés. Es puta de dos y cuatro, y a mí me dijo un inglés que la vio sus blancas piernas por dos varas delantés. El cabo de escuadra honrado Anilla Velázquez es, antes puta que nacida, como lo sabe el marqués. Estase el pobre librero hecho venado montés, y la bellaca en su reja, como ramera cortés, por no dejar a su prima perroquiano o feligrés, aunque ser hechura suya -80- es lo mejor de su arnés. A cuantos piden su cuerpo se lo da por interés; hizo profesión de puta: ¡ved qué convento de Uclés! Empreñose de un farsante, enamorada al revés; malparió la pobrecilla, antojada de otros tres. Otros dicen que la tuvo sujeta, que es harto, un mes, porque es mulato en la cara

y en la pieza torrontés. Enamorole la barba del bobo del entremés, como a otra vecina suya dar panarrilla tras pies. Tiene tan gran delantera, que se le junta el envés, por más que se lo defienda zumaque fina o ciprés. Si «San Ginés» representa, se ha de echar con San Ginés, y, aunque le tenga su prima, se le mete de través. Dicen que agora la tiene el alguacil calabrés, aunque nacido en Granada y en la color cordobés; y como aqueste no pudo, echolo a su guardanés. Con Prado y con Valdivieso dicen que fue descortés. Sabe también el oficio de agradar al ginovés; que agarra más al que coge que el pulpo ni el cientopiés. Chapines del valenciano y barros del portugués, abanicos del guantero y cortes del milanés la tienen, letor amigo, en el punto que la ves. Y si no, prueba a buscalla, con medio real que la des, y llevártela ha su madre cuando más seguro estés. Estas son las tres que ensucian el barrio de Lavapiés.

Página final, autógrafa, de la célebre comedia de Lope. La dama boba o Comedia boba.

Emblema de la Expostulatio Spongiae contra el enemigo de Lope, Pedro de Torres Rámila. El escarabajo (Torres) muere al pie de un rosal (Lope). La leyenda latina dice: «Produce la muerte con su aroma». Y abajo, en los dos versos: «Cuando el audaz escarabajo irrumpió en los huertos de Vega, sucumbió vencido por el perfume de la fragante rosa».

-81- En cuanto al soneto contra el doctor Damián Velázquez, tampoco tenía desperdicio:

Licenciado, dotor o cazalegas, hijo del padre Vela recitante, al viejo deste nombre semejante, que en pleitos jarandúlicos alegas; tú, que con arrogancia el brazo juegas encima de un rocín, también farsante, que en teatro salió con brío pujante, y encima ta bragada causa bregas, ¿por qué con altiveza, siendo baja tu genealogía soladora, quieres dar que reír a tantas gentes? Dé tu ignorancia ciencia «veladora», sabiendo que eres juncia, y que trabaja la bella Filis para los parientes.

La palabra «veladora» es un cruel retruécano, por no vigilar a don Vela (Perrenot), amante de su hermana. No se ha podido encontrar la sátira contra el mismo doctor en versos de latín macarrónico (algunos de los cuales citó el testigo licenciado Pedro de Moya); pero sí los sonetos contra Jerónimo Velázquez y su hija Elena, a que aluden otros testigos. Dice el primero:

Un solador se ha vuelto caballero porque mudó de oficio con cordura, y subió por los grados de ventura y halló la suya en ser farandulero. Vale mejor que no con ser cantero; y mientras tan dorado siglo dura, fabrica casas, por tener segura su posada, el compuesto majadero. Tiene un dotor de ropa de cachera con pasamanos de oro, graduado, y un Calderón para que juegue Elena,

una niña más blanda que la cera, con quien Belardo estuvo malcasado y ya la repudió por no ser buena.

El consagrado a Elena Ossorio es como sigue:

Una dama se vende a quien la quiera. En almoneda está. ¿Quieren compralla? Su padre es quien la vende, que, aunque calla, su madre la sirvió de pregonera. -82- Treinta ducados pide y saya entera de tafetán, piñuela o añafalla, y la mitad del precio no se halla, por ser el tiempo estéril en manera. Mas un galán llegó con diez canciones, cinco sonetos y un gentil cabrito, y aqueste respondió ser buena paga. Mas un fraile la dio treinta doblones, y aqueste la llevó. Sea Dios bendito, muy buen provecho y buena pro-le haga.

No cabe imaginar mayores atrocidades en el furor de un amante despechado. Aquella noche apenas pudo el poeta conciliar el sueño. La frialdad del calabozo, tan desapacible para su vida de regalo; la obscuridad, y, más que nada, el recuerdo de los desdenes de Elena Ossorio, le desvelaron. Remordíale, sin embargo, su proceder con una familia en cuyo seno, durante cuatro años seguidos, había tenido tanto ascendiente. Y mucho de su gloria ¿no se debía, precisamente, al odiado Velázquez? Pero no, no era Velázquez; era la infame Inés Ossorio quien tenía la culpa de que las cosas hubieran llegado a aquel extremo; la celestinesca mujer de Velázquez, que entregara su hija tan desvergonzadamente al extranjero Perrenot. Esto era lo que le roía el alma; lo que le hacía rabiar de celos. Una de aquellas noches en que se disfrazaba de mendigo debió haber muerto a estocadas al miserable rival. Pudo hacerlo impunemente. Y Elena se lo hubiera agradecido. Porque Elena le quería; de ello estaba seguro, y Velázquez no le tuvo nunca aversión. Su maldita mujer gozaría ahora viéndole preso. Entre estos pensamientos, maldiciendo su desdicha, apercibiendo venganzas,

desconcertado el reloj de su cabeza, fue entrando poco a poco el resplandor lácteo del amanecer. Serenose. Lo importante ahora era salir bien del proceso. A pesar del odio de aquella familia, no creyó nunca que Velázquez llegara a solicitar su prisión, ni menos que la consiguiese ante la Justicia. ¡Si habría mediado en ello la influencia de Perrenot! Y otra vez la máquina de sus pensamientos, impulsada por la cólera de su corazón, como cuervo que retorna a la casa infecta, volvía a insinuarle la imagen de cien ojos de los celos. Serenose nuevamente. Se le había olvidado. Allí estaba el cordial de todas sus amarguras. En el pecho tenía el billete -83- de la nueva amada, la dulce doña Isabel de Urbina. Lo sacó y quiso leerlo; pero la luz no brillaba todavía con intensidad bastante. Lo besó, lo dobló, apretolo contra su corazón y volvió a guardarlo en su pecho. Por la mañana entraron a verle, llevándole un baúl, Juan de Vega y Luis de Rosicler. No le intimidó ya pasar el año nuevo en la cárcel.

Cristóbal Calderón, comediante, marido de Elena Ossorio.

A 2 de enero el Tribunal pidió más pruebas; y Lope, como menor de veinticinco años (aunque en realidad los había cumplido en noviembre anterior), presentó la petición de un curador ad litem en la persona de Diego de Izmendi. El 9 de enero le llamaron a declarar. Dijo que hasta entonces había servido al marqués de las Navas de secretario; pero que al presente residía con sus padres a la portería de los carros de la Victoria, porque el marqués se hallaba en Alcántara y no quiso acompañarle. Que estudió Gramática en el colegio de los Teatinos, y en la Academia Real oyó matemáticas, el astrolabio y la esfera desde hacía dos o tres años. Es significativo por demás que no aludiese a sus estudios en la Universidad de Compluto. Al preguntarle si vivía de escribir comedias y si las hacía, respondió que no vivía de ellas, sino que las hacía por entretenimiento, como otros caballeros, y que había hecho algunas y dádolas a Velázquez y otros autores para que las representasen; que de esto y no de otra cosa conocía a Velázquez desde hacía más de cuatro años, a quien algunas veces, como muchos, visitó; que conocía también a Elena Ossorio y que la había hablado en casa de su padre las veces que hubo de entrar allí en conversación, como otros, y que sabía era casada y teníala por mujer muy honesta, opinión que mantuvo siempre. Asimismo dijo que conocía al doctor Velázquez y a Ana Velázquez. -84- Preguntado si paseaba de ordinario por los barrios de Lavapiés, contestó que de un año a aquella parte no los paseaba como anteriormente cuando visitaba a Velázquez, y que el no ir ahora obedecía a que éste había estado fuera de la corte; que una vez en Cuaresma le convidó a comer con

toda su compañía; que no le ha vuelto a visitar últimamente, pero sí Velázquez a él muchas veces y se han hablado siempre que se han encontrado, pues son muy amigos, Respecto de estar ahora encontrados, dijo que porque las comedias que antes solía darle, se las da a Porres; a causa de que, estando en Sevilla, no se las pidió y llegó primero el otro representante; que él no percibe por ellas ningún género de interés, sino que las escribe por gusto, a ratos ociosos, y así, las da a quien le parece.

Pedro Martínez, librero, esposo de Ana Velázquez.

Al preguntarle por qué habla mal de Velázquez y de sus cosas, lo niega y dice que siempre le ha honrado y defendido, alabando a su compañía de ser la que mejor representa. Llegó la pregunta referente al romance. A ella repuso que tenía noticias de él por haberle visto en poder de un estudiante llamado Jusepe Enríquez; pero que no se acordaba de lo que contiene, porque sólo le oyó leer una vez, estando presentes el licenciado Moya, Francisco de Sala y Melchor de Prado, quien dijo le había hallado en el portal de su casa hacía unos veinte o veintidós días. No tomó copia de él, ni se acuerda sino de cuatro versos porque aluden a él. Se le mandó que los escribiese, y los escribió así:

Conocido por Belardo como Juan de Leganés.

Y luego aseguró que no recordaba más versos. Que también ha oído el romance en el juego de trucos de la casa de Ruiz en la calle de las Dos Hermanas y en la comedia. A su juicio, el autor es el alguacil Castillo, que ha perseguido mucho -85- a Ana Velázquez, a quien tiene por mujer honrada. Sabe de otra sátira en versos macarrónicos, que empieza: «In doctorem Damianum Velázquez satira prima», porque la vio en poder del licenciado Moya, quien dijo se la habían echado por las aberturas de las puertas. En cuanto a él, en su vida ha hecho verso macarrónico ni latino, porque aunque entiende latín y sabe hablarlo, nunca hizo versos latinos ni macarrónicos ni obra suya que no sea en castellano. Sobre quién sea el autor, lo ignora, y que el atribuirle la sátira Velázquez obedece a que no le ha dado las comedias, cosa que le ha sido de mucha descomodidad.

Alonso de Cisneros, «autor» de comedias notabilísimo, en cuya compañía trabajaba Diego Díaz, esposo de Micaela de Luján.

A esto le presentaron la letra del romance y de la sátira, y con gran

despreocupación afirmó que le parecía del licenciado Ordóñez, sin duda sabedor de que había declarado contra él. La deposición del poeta, poco ducho en asuntos judiciales, se contradecía en algunos puntos, y por otra parte no desvirtuaba los cargos de los testigos. Por si fuera poco, en la ratificación de estos verificada el 15 de enero, ampliábanse las pruebas y se agravaba más su situación. El Jusepe Enríquez, que él citaba, manifestó nuevamente haber oído a Lope de Vega hablar mal de Elena Ossorio y Ana Velázquez, y decirle que Elena estaba envejeciendo. Cristóbal Fernández agregó a lo dicho, que Lope no tenía comodidad ni oficio ni trato ninguno de que sustentarse. Todo el mundo depuso contra Lope. Y siéndole contrarias las pruebas, el Tribunal, inflexible, lo declaró culpable y condenó: «en cuatro años de destierro de esta corte, y cinco leguas (no lo quebrante, so pena de serle doblado), y en dos años de destierro del reino, y no lo quebrante so pena de muerte; y en que de aquí adelante no haga sátiras ni versos contra ninguna persona de las contenidas en los dichos versos y sátiras y romance, -86- ni pase por la calle donde viven las dichas mujeres». Pero, dictada ya la sentencia, el proceso se enreda, complica y agrava más por culpa del propio Lope y para su desgracia. La prisión, en lugar de servirle de sedante, le ha exasperado.

Don Juan Tomás Perrenot, sobrino del cardenal Granvela y hermano de don Francisco, el rival de Lope en sus amores con Elena Ossorio.

No obstante, en aquellas noches de insomnio alternaba con la imagen de la nueva novia el recuerdo de tantas horas felices con Elena. ¡Su sola sombra era tan rica en deleites! Recordaba sus celos, sus desvaríos, sus furores. Hasta aquel día en que tuvo que ponerle las manos en su cara, por haberle alabado a un caballero joven, «tan bizarro en la plaza como valiente en los toros», y que ella alguna vez le reprochaba dulcemente: «Pusísteme la mano en el rostro... Si querías herrarme, para que supieran que era esclava tuya, ¿de dónde has imaginado que yo reparo en que todos lo sepan? Lo que ahora te pido es que vengas a ver el rostro que ofendiste, para saber cuál está más encendido: o el tuyo con la vergüenza de lo que hiciste, o el mío, con las señales que me dejaste». Y a continuación sentíase perdonada, diciéndole: «La misma noche me dabas tu daga para que yo me vengase de la agresora de tan injusto delito». Recordaba cómo la conoció. Era el día de la boda de «Marfisa», en que un amigo le manifestara que Elena quería verle, porque en las conversaciones en que se habían hallado le cayó en gracia su persona y su donaire. Aquel día se vistió lo más galán que pudo, y fue a verla con todas las circunstancias de pretendiente: mesura, olor, aseo. ¡Cómo le curó de «Marfisa»! Recordaba la noche en que, con más amor que discreción, llamó a su puerta, y salió a abrirle el propio Perrenot con la daga en la mano, tirándole una cuchillada de resolución que, por fortuna, vino sólo a clavarse en la cuera blanca que traía suelta. La fineza de aquel cariño,

en que ella mil veces, observándole triste y pobre, se quitaba las galas y joyas, hasta quedar casi desnuda, hasta aprender labor, que no sabía, para sustentar las cosas más domésticas. La vergüenza sentida cuando, no pudiendo cubrir aquellas hermosas manos con diamantes, las bañaba -87- en lágrimas, que ella tenía por mejores piedras para sortijas que las que él había vendido y despreciado... El tiempo en que ya se borró «Marfisa»; la noche en que fingiendo la necesidad de ausencia por haber muerto a un hombre, «Marfisa» le entregó todo el oro de que era poseedora... Recordaba su regreso de Andalucía y la reconciliación con Elena, las rondas y músicas a su puerta, la intimación de Perrenot a desalojar aquellos lugares... Recordaba la furia con que cruzó su acero con el rival, hasta dejarle herido. Y luego cuando Elena bajó al Prado con su amiga y se cubrió el rostro, y al oír su historia se reconciliaron otra vez. La necesidad, para reafirmar su amor, de volver a amar a «Marfisa», ya viuda, sin dejar a Elena, para que «Marfisa» le curara de Elena como Elena le había curado de «Marfisa». La acusación de imprudente, que le destierra de su corazón, y ahora quiere desterrarle del mundo. Y después... El odio le consumía. ¡De tener allí el naipe en que la retratara Felipe de Liaño, estaría rompiéndole un mes seguido! Luego, con intermitencias y reacciones, cedía su furia. No.

El doctor Damián Velázquez de Contreras, hermano de «Filis».

¿Cómo era posible olvidarla? Todo le traía su recuerdo. Hasta la reja misma de la prisión. No podía mirarla sin que a su memoria acudiese aquella otra reja, más baja, de la calle de Lavapiés. Y cogiendo la pluma, escribía:

...Arrimado está a una reja que hace más fuerte la cárcel, pena ha tiempo de traidores, castigo ya de leales... Y dijo: «Siempre padezco por leal y por amante...». Hallo viva la memoria de mis bienes y mis males, y todo porque no pueda, ingrata, desengañarme; -88- pues con quererte en naciendo, pienso que te quise tarde. A otra reja me vi asido, más baja, porque alcanzase las promesas de tu boca, puesto que ya no se guarden. ¿Cómo quieres, di, que crea que el aire se las llevase,

estando los dos tan cerca que apenas pasaba el aire?...

Y sin fuerzas, desfallecido, desvelado, tendíase en el lecho como inconsciente, mientras en la noche mortal los minutos pagaban puntualmente su deuda a las horas.

Diego López de Alcaraz, «autor» de comedias, ingeniosísimo, casado con Magdalena Ossorio.

No pasaba día que no le visitara en la prisión su inseparable amigo Claudio Conde, que andaba también entre las mallas de la justicia. Figura singular la de este joven, una de las cabezas más traviesas y desquiciadas de Madrid. Teníanlos casi por hermanos, y en verdad lo eran, si no por fuero de sangre, por fuero de desafueros. Galán, aventurero, espadachín, bohemio, jugador, avalentonado, y gracioso, no hay que decirlo. Era hijo de Pedro Conde, natural de Valladolid, y de doña Isabel de Dueñas, ambos a la sazón difuntos. Un día, no hacía tres meses aún, salía por la Puente Toledana, caballero en un macho ensillado y enfrenado, que cogió a un alquilador para un viaje de mucha urgencia, según él. Iba a la Ciudad Imperial, donde dejaría la bestia en casa de unos deudos del alquilador. Y hala, hala, sin rumbo fijo, aflojó las riendas al macho para que fuese por donde le sugiriera su instinto. Allá hombre y cabalgadura, de mesón en mesón y venta en venta, por poco recorren las siete partidas del infante don Alfonso de Portugal. Por acá entro y por acullá salgo, sin conocer a nadie ni importársele nada de nada, el fanfarrón Claudio Conde se creyó dueño del espacio infinito. Al fin se dio cuenta de que no tenía necesidad de hacer ningún viaje y de que el macho era un estorbo. El alquilador se consumía de pesadumbre y mandole buscar por -89- toda España. Pero ¡ojos que te vieron ir!; apareció el caballero; mas del macho y de los arreos no se supo en la vida; y el alquilador entabló proceso contra el tutor del joven, reclamando el valor del animal. Entre Lope y Claudio concertose un ardid terrible contra Elena Ossorio. El belitre del marido andaba, parece, por Toledo: se lo habían asegurado a Claudio Conde. Pues lo más conveniente era que Lope fingiese una carta de Elena Ossorio, y hacerle saber a esta, por conducto de sus amigas que, si no le perdonaba y sacaba de la prisión, la remitiría al marido. Llovieron a la vez nuevos sonetos y romances de la musa inagotable de Lope contra la familia de Velázquez. Claudio Conde avisó de mañana a doña Juana de Ribera que el encarcelado quería hablarla. Mujer ligera de cascos, que quizá en secreto amase al poeta y odiara a Elena Ossorio, no tuvo inconveniente en acudir a la prisión el jueves 4 de febrero.

Rodrigo de Saavedra, cómico de la compañía de Jerónimo Velázquez y testigo que más perjudicó a Lope en el proceso contra este.

Lope la acogió con gentileza, la colmó de caricias, y la confió un gran secreto: había recibido un billete de Elena, en que esta le decía, entre otras cosas: «Si me viese libre, me casaría con vos». Se lo entregaba en prueba de confianza, con la recomendación de que no lo enseñase a nadie. Bien conocía Lope la condición de la mujer. Apenas esta llegó a su casa, le faltó tiempo para mostrarlo a sus amigas, que lo eran también de Elena. Una de ellas, María de Robles, le afeó su conducta; se trabaron de palabras las dos mujeres; agarráronse de los cabellos. María arrancó el billete de las manos de doña Juana y comenzó a rasgarlo con los dientes; pero esta logró quitárselo y volvió a guardarle. Marchose María, y de allí a poco regresó con Elena. Pidiéronle la carta a la Ribera, quien se negó a entregarla, diciendo que tenía obligación de devolvérsela a Lope. -90- Las tres mujeres armaron una barahúnda de todos los diablos, capaz de hundir entero el barrio de Lavapiés. Aquella misma tarde volvió doña Juana a la prisión, avisada por Claudio Conde. Contó lo sucedido. Lope advirtió la imprudencia y le pidió a voces la carta. Ella le dijo que estaba hecha pedazos. Pero el poeta, a viva fuerza, viendo que no quería quemarla en presencia suya, le introdujo la mano en el pecho, se la quitó e hizo pedazos. Al día siguiente, Jerónimo Velázquez, Damián y Elena Ossorio comparecían ante el alcalde Espinosa, declarando que Lope seguía escribiendo sátiras contra ellos y había fingido una carta de Elena para que doña Juana de Ribera, «mujer enamorada, amiga de él», la publicara amenazándole que si no le perdona y hace soltar libremente, la enviará a su marido para que le corte la cabeza. Entonces el alcalde mandó que un alguacil registrara los papeles del poeta. Entró el alguacil en la celda del preso a las diez de la noche, «el cual (dice el proceso) estaba acostado y desnudo en la cama; y luego el dicho alguacil le tomó de la mano y le sacó fuera del aposento, en camisa, con una capa que este testigo le dio, y le echó en el patio de la cárcel, y quedando él fuera, se cerró el dicho aposento, y el alguacil miró los vestidos y baúl y cama del dicho Lope de Vega». No se halló nada, sino (¿cómo habían de faltar?) muchas cartas de mujeres, ajenas al asunto. La hora, la violencia (milagrosamente no cogió una pulmonía) enfurecieron a Lope, que contó al alguacil la entrevista con doña Juana de Ribera y la rotura de la carta, añadiendo: «Yo quise bien a Elena Ossorio, y le di las comedias que hice a su padre, y ganó con ellas de comer, y por cierta pesadumbre que tuve, todas las que he hecho después las he dado a Porres, y por esto me sigue; que si yo le diera mis comedias, no se querellara de mí». Y al guardián de la cárcel: «Yo he querido bien a Elena Ossorio y tratado con ella cuatro años. Pues no me persiga el señor alcalde, que juro a Dios que la traté, y que esto es verdad y es público». Tomose entonces declaración a María de Robles y a doña Juana de Ribera,

que narraron sus entrevistas. En virtud de lo cual los alcaldes proveyeron lo siguiente: «Confirman la sentencia de vista en grado de revista, con que los cuatro años de destierro de esta corte y cinco leguas sean ocho, demás de los dos del reino; y los salga a cumplir desde la cárcel los ocho de la corte y cinco leguas, y los del reino dentro de quince -91- días; no los quebrante, so pena de muerte los del reino, y los demás de servirlos en galeras al remo y sin sueldo, con costas». Sentencia dura y exagerada. ¡Perrenot!... Era el 7 de febrero de 1588. La familia de Velázquez había triunfado en toda la línea. El poeta, que no pudo por menos de descubrir a última hora su corazón, lo sentía desgarrarse de rabia y despecho. Afectando serenidad y energía, desdeñaba así a Elena Ossorio:

Filis, las desdichas mías traen, por ajenos daños, de mi destierro los años, de tu venganza los días. Ya no te afliges ni cansas ni estás de mi gloria triste; Filis, venciste, venciste: ¡gracias a Dios que descansas!... Rabiosa quedas herida, de mí sólo el pecho lleno; ¡ay, Dios, quién fuera veneno para quitarte la vida! Dirás que contenta estás; pues yo sé que, aunque lo doras, algunas lágrimas lloras y algunos suspiros das. Esta es arrogancia clara; mas, así me guarde Dios, que, aquí, para entre los dos, bien quisieras que te amara... Los diez años cumplirelos, que bien los he menester para saberme esconder de tus engaños y celos. Y deme el tiempo enemigo, donde agora me llevare, con las mujeres que hallare, más ventura que contigo. Y más que conmigo a ti con los hombres, porque vengas a tiempo que alguno tengas que me haga bueno a mí. Y si no hay mejor alguno de todos, plegue a los santos,

Filis, que destierres tantos que no te quede ninguno. -92- Que te aseguro de mí que me parto consolado en que, si voy desterrado, a lo menos voy de ti.

¡Qué lejos estaba de sentirlo! El corazón le estallaba, a punto de desfallecer. Claudio Conde, sosteniéndole en los brazos, amoroso y fraterno en su infortunio, como Benvolio a Romeo en la tragedia inmortal, mitigaba su llanto con dulces consejos que le traían a la memoria una felicidad más pura y bien cercana: «¡Calla! Un fuego apaga otro fuego. Una pena se calma con el sufrimiento de otra pena. Un amor clama otro amor. Coge en tus ojos una infección nueva, y desaparecerá el violento veneno del mal antiguo». Pero él musitaba inconsolable una redondilla compuesta la noche precedente:

¿Qué me queréis, alegrías, si me venís a alegrar? Pues sólo podéis durar hasta saber que son mías.

-93-

- VI -

Nuevas aventuras.-Rapto de doña Isabel de Alderete.-Lope en Valencia.-Travesuras de Claudio Conde.-Matrimonio de Lope por poderes.-Abandono de su mujer y embarco en la Armada invencible.-Regreso de la desgraciada expedición.

No había tiempo que perder. La sentencia era conminatoria: Lope tenía que

salir de la corte desde la cárcel y comenzar a cumplir el destierro del reino dentro de los quince días de su abandono de ella. Y ¿a dónde ir? La palabra «reino» quería decir el reino de Castilla. Claudio Conde y los demás amigos, Melchor de Prado, don Luis de Vargas, don Félix Arias Girón, le alentaban, pero sin decidirse, acerca del rumbo que debía tomar. Fue Gaspar de Porres, el «autor» de comedias, su empresario entonces, quien dio la solución: lo más conveniente era que marchase a Valencia, donde el teatro estaba muy floreciente y en importancia literaria seguía inmediatamente a Madrid. Él mismo, que tenía allí asuntos, se ofreció a acompañarle. Claudio Conde se adhirió y le hizo igual ofrecimiento. Inseparables ambos, lo que fuese del uno sería del otro. No sabemos el lugar en que se verificase esta reunión, desde luego a unas leguas de la corte, o por lo menos extramuros, adonde el alguacil lo conduciría desde la cárcel. Quedaba, empero, un grave problema por resolver, el de su novia, doña Isabel de Alderete, que, afectada por la desgracia, ni un solo día dejó de escribirle a la cárcel. La familia de los Urbina, bien acomodada, llevaba con disgusto aquellos amores de doña Isabel con un poeta sin oficio ni beneficio; y enterada de la prisión de este, de sus andanzas, travesuras y amoríos, se negó rotundamente al desposorio, y aún amenazó a la novia con encerrarla en un convento. Así, la ausencia forzosa del desterrado iba a dar fin a la situación. No era hombre Lope para dejarse una amada gimiendo de pasión por él. Había necesidad de raptarla y llevársela a Valencia. -94- Pero ¿cómo? Intentar verse él con ella para proponérselo era exponerse a caer de nuevo en las garras de la justicia y perderse para siempre.

Firma de doña Isabel de Alderete o de Urbina, «Belisa», primera esposa de Lope.

Aquella cabeza llena de locuras, Claudio Conde, meditó un plan diabólico. No era, desde luego, posible verse el poeta y su amada. Pero allí estaba él. Entrevistose con la dueña, una tal Ana de Atienza, y con un alguacil, íntimo amigo suyo y de Lope, tal Juan de Chaves. De concierto los tres, el alguacil se presentó en casa de doña Isabel a hora en que menos gente había en ella y la prendió en nombre de la justicia, o diciendo quizá que iba de parte del Santo Oficio, percances entonces frecuentes. La sorpresa no dio lugar a la meditación, ni nadie pudo de momento sospechar la treta. La familia, por otra parte, ignoraba que Lope, aquel mismo día, 8 de febrero, había sido excarcelado. Sacó el alguacil a las dos mujeres de la casa, componiéndoselas de modo con Claudio Conde, que, sin que nadie lo advirtiese, fueron a parar al refugio de Lope, en un lugar de las riberas del Tajo. Comenzó a hacer averiguaciones la familia de doña Isabel, y al convencerse de que no estaba presa ni Lope en la cárcel, sospechó lo ocurrido, e incoó

proceso por rapto contra el poeta, el alguacil y Ana de Atienza. Fuera de Madrid y en lugar secreto los fugitivos, no era fácil dar con ellos. La familia pensó, cuerdamente, que el único remedio estribaba en el matrimonio, y por ahí enderezó, aunque más tarde, sus pasos. El favor que al poeta acababa de prestar Claudio Conde no lo olvidaría jamás. Dio el galán a doña Isabel palabra de casamiento, no bien se modificara aquella situación embarazosa, y tras unos días de felicidad, que le compensaron de los cuarenta y dos de cárcel, marcharon a Valencia secretamente, en -95- unión de Claudio Conde y de Gaspar de Porres, que encargó al poeta escribiese cada dos meses una comedia para su compañía. A pesar de aquellas dos semanas de ventura y supremos transportes, no abandonó Lope Madrid sin un dejo de tristeza, que expresó de este modo:

Hermosa Babilonia, en que he nacido, para fábula tuya tantos años; sepultura de propios y de extraños, centro apacible, dulce y patrio nido; cárcel de la razón y del sentido, escuela de lisonjas y de engaños, campo de alarbes con diversos paños, Elisio entre las aguas del olvido; Cueva de la ignorancia y la mentira, de la murmuración y de la injuria, donde es la lengua espada de la ira, a lavarme de ti me parto al Turia; que reír el loco lo que el sabio admira, mi ofendida paciencia vuelve en furia.

No hay momento en la vida de Lope, vicisitud, cambiante, esfuerzo, estado, alegría o dolor, risa o lágrimas, infortunio o ventura, amor u odio, que no haya exhalado en versos. A mediados de marzo, Gaspar de Porres dejaba instalados a Lope y a su amante en Valencia, en unión del travieso Claudio. Porres, que hacía temporadas con sus huestes histriónicas en la ciudad del Turia, presentó el poeta a sus compañeros dramaturgos Francisco Tárrega y Carlos Boyl, que ya le conocían y admiraban, y a otros que comenzaban entonces, como Gaspar de Aguilar y Guillén de Castro. Todos acogieron complacientes al madrileño, que si no acabó comedia alguna, compuso por aquellos días muchos romances. Pero Lope tenía que recatarse, a causa del nuevo proceso, de índole más delicada que el pasado (el delito de rapto se castigaba con la pena de muerte), y vivía medio oculto. La justicia le buscaba, y no hubiera

tardado de caer en sus manos, cuando una nueva locura de Claudio Conde vino a empeorar la situación. A mediados de abril, al mes poco más o menos de estancia en Valencia, era encarcelado y sentenciado a pena gravísima. Lope entonces, viendo en peligro la vida de su amigo fraternal, no vaciló en arriesgar la suya; y no se sabe cómo, si apelando a la astucia o a la violencia, consiguió sacarle de las -96- Torres de Serranos, pagándole así la piedad y largas finezas que le debía. Vino entonces para ellos el momento trágico. No había otro remedio que huir inmediatamente. Pero ¿a dónde? A Madrid era imposible. A otro sitio, nada fácil. Pronto la justicia se pondría en movimiento. Y caer ahora en sus manos envolvía para los dos la muerte. Y ¿qué hacer con Isabel?

El famoso pintor Diego de Urbina, abuelo de doña Isabel de Alderete.

Horas de angustia. Ni podían salir, ni podían quedarse. De nuevo la Imaginación exaltada y aventurera de Claudio Conde halló la solución. Una mujer con ellos en aquel trance constituía un estorbo y un grave peligro, porque no se podrían mover desembarazadamente. Era preciso enviar con su familia a Isabel, en unión de los documentos necesarios para consolarla: o sea, un poder de Lope a Luis de Rosicler, a fin de que en su nombre efectuase en Madrid el casamiento. Esto aplacaría a sus deudos y detendría la acción de la justicia. En cuanto a ellos, la ocasión era pintiparada: salir ocultamente de Valencia y alistarse en la armada que el rey prevenía contra Inglaterra. Un resultado feliz podría ocasionar el indulto de todos los procesos. Precisamente el ardor religioso y patriótico encendía a la sazón todos los corazones de España. De los más apartados puntos de la Península corrían a embarcarse en la expedición. Ni súplicas, ni llantos, ni exhortaciones, ni congojas de la desgraciada Isabel movieron a Lope a apartarse del plan concebido. Redactado el documento y cartas para Luis de Rosicler y otras personas, llevaron a la dama y a su dueña a lugar seguro, y en alguno de los carros que partían para Madrid la dejaron abandonada a su dolor.

Autógrafo del reparto del acto primero de la comedia de Lope Del monte sale quien el monte quema, firmada en Madrid el 20 de octubre de 1627, y estrenada por la compañía de Heredia.

A los quince días, ocultándose las más veces, comiendo en paradores y ventas, caminando por la noche, disfrazados quizá, -97- sorteando el encuentro con la justicia, los dos «malas cabezas» dieron con sus huesos en Lisboa a principios de mayo.

Una página autógrafa de la comedia de Lope Del monte sale quien el monte quema.

A 10 del mismo mes, doña Isabel de Alderete, hija de Diego de Urbina,

escultor, y de Isabel de Alderete, se casaba en Madrid con Lope de Vega Carpio por poderes otorgados a Luis de Rosicler, y era testigo su hermano Juan de Vega.

Diego de Urbina, conocido escultor, padre de doña Isabel de Alderete.

Y en tanto la desposada, ya encinta, lloraba su infortunio y la ingratitud y ausencia de su marido. Lope, arcabuz al hombro, paseaba con marcial apostura las calles de Lisboa y entregábase a nuevos amoríos de la más liviana calidad. Cínicamente los narra años después al duque de Sessa: «Llegando yo, mozuelo, a Lisboa, cuando la jornada de Inglaterra, se apasionó una cortesana de mis partes, y yo la visité lo menos honestamente que pude. Dile unos escudos, reliquias todas de los que había sacado de Madrid, a una vieja madre que tenía, la cual, con un melindre entre puto y grave, me dijo así: 'No me pago cuando me huelgo'». Con más cinismo todavía pónese a recordar a su reciente desposada en este bellísimo romance:

De pechos sobre una torre que la mar combate y cerca, retirando las fuertes naves que se van a Ingalaterra, las aguas crece Belisa llorando lágrimas tiernas, diciendo con voces tristes al que se parte y la deja: Vete, cruel, que bien me queda en quien vengarme de tu agravio pueda...

-98- Pero la imagen de Elena Ossorio, de su «Filis», no se le iba de la imaginación. Isabel no había logrado borrarla. Antes ahora acrecía, al considerar su amor imposible ya. Todavía tres años después, atormentado y arrepentido, exclamaba:

¡Ay, amargas soledades de mi bellísima Filis, destierro bien empleado del agravio que la hice!...

A Lisboa, donde había de reunirse el grueso de la Armada, fueron afluyendo gentes de toda España y sus dominios. El puerto y la ciudad presentaban un aspecto jamás soñado. Ciento treinta naves, con dos mil cuatrocientas treinta piezas de artillería y treinta mil hombres de mar y tierra era el nublado que iba a descargar Felipe II sobre las costas de Inglaterra. Lope recoge así el momento:

Cubre la undosa margen de Ulisipo generosa, marcial, ilustre gente de las varias naciones que a Filipo imperio reconocen obediente. Yo entonces con las musas participo de la menor edad adolescente; dejo los libros y las doctas sumas, y una pluma troqué por muchas plumas. Ceñí en servicio de mi rey la espada, antes que el labio me ciñese el bozo; que para la católica jornada no se excusaba generoso mozo; ciudad Neptuno presumió la armada, y los Tritones, con alegre gozo, tentaban por las quillas, de ovas llenas, si besaban las tablas las arenas. Rompen los aires cajas y trompetas, y parece que tiros y arcabuces por la región del Norte son cometas con truenos graves y con breves luces; en las gavias las flámulas inquietas están llamando a respetar las cruces, y como el fin es de la fe la gloria, en sombras aparece la victoria.

Se apresuran los días de la partida. Falta poca gente por llegar; pero entre los nuevos venidos es grata sorpresa para Lope y Claudio Conde encontrar alistado como «aventurero», con ocho criados, a don Luis de Vargas, capitán de infantería; -99- y como «entretenido», con un criado, al forzudo don Félix Arias Girón. Ya están juntas las cuatro cabezas más desquiciadas de Madrid. Es de esperar superen ahora por mar sus hazañas y bravuconerías terrestres. ¡Dura gente para el abordaje! Otro grato encuentro parece que tiene Lope en Lisboa, su hermano Francisco, que ha seguido la carrera de las armas y a quien ha tantos años que no ve. Juan se quedó en la corte, al lado de su madre.

Gaspar de Porres, famoso «autor» de comedias, amigo de Lope.

Todos decidieron embarcarse juntos en el galeón San Juan, donde iba el valeroso Martínez de Recalde, almirante general de la flota. Era la nave que seguía en importancia al galeón San Martín, que arbolaba la insignia del incapaz duque de Medinasidonia, capitán general de la expedición. La Armada levó anclas el 29 de mayo y corrió el desgraciado éxito que es sabido. A bordo del San Juan, Lope, más diestro con la pluma que con la espada, compuso su poema épico La hermosura de Angélica. Que el enamorado, como Anacreonte, prefiere su lira amorosa a la de Homero con las cuerdas llenas de sangre. No siente la expedición, ni le sugiere ningún canto de verdadera fuerza épica. Su trompa va envuelta en rizos de mujer, y le interesan más sus suspiros que los arcabuzazos. Sobre las aguas, entre las jarcias, bajo las banderas, traduce a Turpino y sólo piensa en sus amores y desengaños:

Famosa armada de estandartes llena, partidos todos de la roja estola, árboles de la fe, donde tremola tanta flámula blanca en cada entena; -100- selva del mar, a nuestra vista amena, que del cristiano Ulises la fe sola te saca de la margen española contra la falsedad de una sirena, id y abrasad el mundo, que bien llevan las velas viento y alquitrán los tiros que a mis suspiros y a mi pecho deban. Segura de los dos podéis partiros, fiad que os guarden y fiad que os muevan: ¡tal es mi fuego, y tales mis suspiros!

No otro es su estado de ánimo. Si empuña el arcabuz, ¡ved con qué lo ataca!, con los versos a Elena Ossorio, que sigue sin desprendérsele de la imaginación:

Allí, de Filis desterrado, intento de sola su verdad acompañado, mudar a mi cuidado de cielo y de elemento, y el cisne amor, efecto de su espuma, cortó las aguas sin mojar la pluma.

Mas luego a Marte en mi defensa nombro, y paso entre la gente castellana, la playa lusitana el arcabuz al hombro, volando en tacos del cañón violento los papeles de Filis por el viento.

Por eso confesó siempre que nada hizo entonces con la espada y que sólo pasó «algunas congojas». A 31 de julio el San Juan tuvo un encuentro con seis galeones ingleses, de que resultó desaparejado, con el estay derribado y daños de importancia. A 2 y 3 de agosto, estando en retaguardia, sostuvo duros combates. Al día siguiente, unido a otras naves de España, cercó al navío almirante inglés, que estuvo a punto de rendirse. Ya es sabido que en 10 de agosto se declaró la tempestad que dispersó a la Armada. El San Juan, con alguna parte de ella, fue arrojado al Norte, y hacia mediados de septiembre navegaba por las costas de Irlanda. Después chocó con otra nave, que hubo de hundirse, y por fin, maltrecho y con la tripulación desfallecida, arribó a La Coruña, en busca de bastimento, a mediados de octubre de aquel infausto año de 1588. En uno de los combates del San Juan dicen que sucumbió el hermano de Lope. La noticia es de Pérez de Montalbán: «en un encuentro con algunos buques holandeses, el hermano de -101- Lope recibió un balazo y murió». Pero como Pérez de Montalbán sea tan poco digno de crédito, tenemos la referencia por fabulosa y aun el hecho del embarque de aquel en la Armada que los extranjeros, por ironía, llamaron Invencible. Quizá muriese en otra circunstancia, en otra expedición, y Pérez de Montalbán, que tanto fantaseó sobre la vida de Lope, trabucase los tiempos. De otro modo es imposible que el poeta, en tantas alusiones como hace a aquella expedición, callase la muerte de su hermano y se contentase con decir que «pasó algunas congojas».

Firmas de Luis Siquel, Rosiquel o Rosicler, francés, cuñado de Lope, bordador y astrólogo afamado.

Sea lo que fuere, Lope, pues, desembarcó con los demás amigos en La Coruña, pasaría por Madrid a ver a su madre, esposa y hermanos, aun quebrantando el destierro (confiesa haberse visto obligado a entrar en la corte y otras partes), y marchó después a la ciudad imperial, seguramente a negocios de su mujer, que, con gran sorpresa suya, le aguardaba dulce y amorosa.

Mas ¿quién pudiera imaginar que hallara

al volver de la guerra tierna esposa?...

Era imprudente prolongar la estancia en Castilla; y así, arreglados sus asuntos, trasladose de nuevo con su mujer y criados a Valencia, ya más serio y formal, y sin la compañía del revoltoso Claudio Conde.

-102-

- VII -

El retorno a Valencia.-Época de quietud.-Nuevas comedias.-Lope, secretario de don Francisco de Ribera y del duque de Alba.-Residencia en Alba de Tormes.-Trágica muerte de don Diego de Toledo.-Fallecimiento de doña Isabel.

Era llegada para Lope la hora del reposo y la meditación. No más amoríos ni «Filis» ingratas. El escarmiento ¿domaría su natural impulsivo? Había que reflexionar y que estudiar. Doña Isabel no fue tarda para el perdón; pero conociéndole sin dada, le vigilaba y espiaba, mostrábasele desdeñosa y esquiva para más atraerle, y, en fin, empleaba con él todas las artes y encantos de que son capaces las mujeres cuando quieren retener al que aman. Sino que Lope conocía esos resortes de la astucia con mayor perfección. Había aprendido a su costa y lo escribiría después, que «tienen las mujeres no sé qué simpatía con algunos animales: providencia, con las hormigas; mudanza, con los camaleones; veneno, con las víboras; alma, con los gatos, y aquello de resbalarse cuando quieren, con las anguilas del Tajo». ¡Estaba tan reciente la herida de Elena Ossorio! Ignoramos la cuantía de la dote de doña Isabel; pero no parece fuera desdeñable, si atendemos a que su padre era escultor muy conocido y reunió cierta fortuna. Así, pues, la esposa de Lope, como de familia de gran condición, habíase criado regaladamente. Todo indica que el poeta gozó esta vez en Valencia de posición desahogada y vivió con quietud. Con relativa quietud, naturalmente. Porque a todo trance deseaba volver a la corte; y así, apenas asentado en aquel benéfico clima, tierra fértil, centro comercial culto y rico, y no obstante la acogida hospitalaria que tuvo, Lope dirigió una extensa carta en tercetos a don Fernando de Vega y

Fonseca, presidente del Consejo de Indias, suplicándole intercediera por -103- él, a fin de que se le alzase el destierro. De ella parece inferirse que Fonseca hizo gestiones cerca de la familia Velázquez para que lo perdonaran; pero no fue atendido, y el poeta confiaba sin duda conseguir su propósito por un medio más alto:

Hará Madrid entonces competencia con esta Vega, honor del suelo hispano, a los fértiles campos de Valencia. Dará el almendro el fruto más temprano y vestirase de hojas el sarmiento, antes que anuncie Progne su verano. Y al son del olmo que sacude el viento, sin envidiar las tórtolas amadas, libre de aquel antiguo perdimiento, aunque con pocas cuerdas mal templadas y con indigna voz, del valor vuestro mis atrevidas alas abrasadas, cantaré cómo sois protector nuestro; y si por dicha el instrumento llega a ser en vuestro honor sonoro y diestro, el monte Olimpo envidiará la Vega.

Pero, como había sido una condena resultado de un proceso instruido a instancia de parte, si esta no perdonaba, era inútil cualquiera otra gestión. Con el trágico desastre de la Invencible se esfumó toda esperanza de indulto. Resignose, pues, y trató de emplear la lira en empresas de más inmediato provecho. Tenía que mantener a su esposa. En lo sucesivo ya no escribiría por amor al arte. Valencia le brindaba amplio campo para un observador tan sagaz y curioso como él. Ciudad originalísima, si opulenta, abigarrada, mezcla de medievalismo árabe y de renacimiento italiano, con fuerte savia provenzal, florecían en ella las ciencias y las artes con gran esplendor. El antiguo reino había captado y asimilado admirablemente el espíritu y el habla de Castilla, tan arrolladores desde los comienzos de aquella centuria. No desapareció la lengua vernácula, relegada a la intimidad del hogar o a las clases humildes; pero entre la gente culta dominaba ya y era preferido el castellano. La literatura catalana, en plena decadencia, había sido barrida en esta absorción hasta el extremo de que cuando algún escritor usaba su idioma vernáculo (y eran reducidísimos en número) solía justificarse en los prolegómenos. Una reacción breve, inspirada en los modelos de Ausías March y de Jaime Roig, no logró sino atención efímera. Los grandes maestros castellanos, extendidos profusamente -104- por

las prensas valencianas, impusiéronse de un modo radical, dieron el tono y aun crearon rivales. Surgía otra Castilla o una continuación de ella con idéntico espíritu universal. El principio fue de imitación servil, naturalmente; pero pronto las formas castellanas adquirieron nueva lozanía y color, que vinieron a enriquecerlas: era la divina luz y la gracia de Levante, aportadas por la tierra de los trovadores. De ahí la anticipación de Valencia en imprimir los primeros romanceros castellanos. La Universidad estaba floreciente y acababa de reorganizarse. Bajo la gobernación del virrey, marqués de Aitona, la ciudad había crecido; los palacios y casas señoriales competían con los de la corte. La alegría, el bullicio, la diversidad de razas de la numerosa población flotante, el prodigio de la huerta, eran para los ojos de Lope, habituados al yermo de la región central, un banquete de colores único, sólo saboreado ligeramente en su primer viaje. Las costumbres, diferentes también; más libertad en todo y más holgado el apetito. En la retina de Lope, fina retina de pintor, quedó pronto captado aquel suelo y aquel cielo, lleno el uno de transparencias dulces, exhalador el otro de aromas penetrantes. El gusto y la vista, el oído y el olfato, el tacto mismo, reñían allí una batalla de delicadezas y refinamientos a quién vencerá, y todos obtenían victoria. Porque nunca podía saberse si la flor vencía al fruto, o el fruto a la flor, o el color al perfume, o el sabor al tacto. Y el oído disponía de un coro de orquestas continuo, de pájaros y de canciones. ¡Imaginad a un enamorado, aunque herido (pero Lope se complace en sangrar de amor), en medio de esta exaltación sensual, rodeado de flores, que es tanto como de mujeres, porque aquí la mujer es otra flor! En seguida se hará poéticamente hortelano, y dará trébol a las niñas, albahacas a las casadas, lirios y verbena a las viudas, toronjil a las mozas, y claro está, cardos a las melindrosas y ajenjo a las feas. En El Grao de Valencia dice así una castellana que llega de Toledo a la costa valentina (¿y en quién cuadra mejor que en doña Isabel de Alderete?):

Aquí todo el año entero parece sereno abril, pues tenéis árboles mil más copiosos por enero. Allá crisola el setiembre todo le que mayo muda, pues pregúntale si suda al escarchado diciembre. -105- Sin duda que aquesta tierra debe de ser paraíso donde el cielo, en parte, quiso mostrar el poder que encierra.

Lope estudia cuidadosamente toda la riqueza de este suelo con su luz, sus costumbres, su folklore y sus contrastes: experiencia que aprovechará en obras como El bobo del colegio, Los locos de Valencia, Don Lope de Cardona, etc., donde recoge cantares populares, tradiciones, fiestas, y hasta algunos personajes hablan en lengua vernácula. Otra nota característica ofrecía entonces Valencia, y eran sus moriscos, aún no expulsados, pero medrosos ante la hostilidad político-religiosa, que buscaban generalmente en la huerta su refugio. En toda España había moriscos, por lo común fundidos y mezclados con los cristianos, sin rasgos apenas que los diferenciase, pues solían encubrir su condición. En Valencia, no; allí conservaban en lo externo su fisonomía árabe o pseudo árabe, por cuanto de árabes no tenían ya ni el nombre, ni conocían su idioma. Míseros restos de ellos y tan españoles como los demás, eran industriosos y trabajadores, y la expulsión (en 1609 y 1610) fue un grave error de Felipe III, a que su padre; más prudente, no se decidió nunca. Pues los moriscos habían hecho de Valencia un jardín y de su huerta un vergel. Por la riqueza ambiente, el intenso tráfico, lo jocundo de la tierra y el carácter expansivo de sus naturales, la afición al teatro desarrollose mucho en Valencia. Ya desde siglos atrás la rica imaginación valenciana daba inusitado relieve y pompa a las primeras manifestaciones rudimentarias teatrales, y sus «entramesos», «rocas» o «muntanyas» y sus «fallas» (aún subsistentes) constituían espectáculos de una policromía y magia incomparables. De igual manera el auto aguijó la curiosidad del pueblo. Pero los valencianos no se satisfacían del todo; miraban la corte; por lo que ellos se perecían era por la comedia. La comedia entraba de lleno en sus gustos, en su carácter democrático, en su franqueza y en su paganía. Y ved a Lope, el genio de la comedia, caer en Valencia, precisamente. Precisamente cuando nace el gusto por la comedia en Valencia y cuando acaba de nacer la comedia de sus manos. El poeta popular, una vez más, se anticipará al pueblo y vibrará con él al unísono. No es coincidencia. Es ley. Va a Valencia porque va a llevar la comedia allí. Y llega la comedia, que es él. Lope buscó en seguida a sus amigos de la otra vez, al canónigo -106- Tárrega y a Gaspar de Aguilar, esforzados en encauzar la afición naciente por la comedia. Celebraron el retorno de quien tanto ponderaban los «autores» que periódicamente venían a representar en el «Corral de la Olivera», local amplio y bien dispuesto, o en el modesto «Santets». Era un caso de prodigio difícilmente explicable. Le llevaron a las academias, parnasillos y reuniones literarias, donde se habló de los nuevos rumbos del arte. A su lado, a su fuego, revivió Valencia entonces una era poética que ya no había de extinguirse. Disputábanse su amistad otros poetas más jóvenes que él, como don Guillén de Castro y Bellvis, ansiosos de conocer

las novedades cortesanas. Muy pronto los romanceros comenzaron a recoger el fruto de aquellas conexiones con las musas y se imprimía la Flor de varios romances nuevos y canciones, recopilados por Andrés de Villalta, natural de Valencia. Las compañías de Ossorio y de Quirós hicieron buenas temporadas teatrales. Este último, que llevaba en su repertorio comedias del gran madrileño, trabajó allí con sus huestes desde 24 de enero hasta 21 de junio de 1589. Con esto y la excelente acogida dispensada por los valencianos, a Lope fue haciéndosele más tolerable el destierro. Pero, como antes decimos, ansiaba el retorno. Cada dos meses escribía una comedia para Gaspar de Porres, que iba a recoger desde Madrid una persona de su confianza. Allí compuso varias para él y otras para el representante Quirós. Dondequiera que anduviesen los «autores», siempre se dirigían a Valencia pidiéndole alguna, que, naturalmente, le abonaban. El mismo Porres le había anticipado en Toledo dinero a cuenta. Aquel año feliz sólo fue enturbiado en 21 de septiembre por el fallecimiento en Madrid de Francisca Fernández, a quien sepultaron en la Victoria. A principios de 1590, Lope, cumplidos los dos años de destierro fuera del reino de Castilla, levantó su casa de Valencia y trasladose a Toledo para seguir cumpliendo los demás. Aparte las comedias, de su estancia a orillas del Turia nos dejó recuerdo perdurable en muchos romances bellísimos, entre ellos el que principia:

Hortelano era Belardo en las huertas de Valencia, que los trabajos obligan a lo que el hombre no piensa...

-107- Y aquel otro, inspirado en la contemplación de las ruinas de Sagunto:

Mirando está las cenizas de aquel saguntino fuego...

Suspiró el poeta al saludar los muros de la Toledo imperial. Estar en Toledo era como estar en Madrid. Y por Madrid pasaba algunas veces, aunque en secreto. No podía olvidar tantos y tan buenos amigos. Claudio Conde seguía con sus trastadas. Arias Girón, desafiando a todos con sus enormes

fuerzas; don Luis de Vargas, con su afición a las musas. En cuanto a Melchor de Prado, andaba hecho un nuevo Macías y acababa de ocurrirle un trance bien singular. Enamorado de cierta casquivana Isabel Baptista, y como sus dádivas no pasaran de requiebros, esta se entregó a un genovés rico, que hablaba en reales y galanteaba en doblones, y envió noramala al pretendiente. Melchor montó en cólera y quiso vengar el agravio en los culpables; pero frustrose su intento, y entonces, desesperado, trató de ahorcarse en plena Puerta del Sol. Se le seguía proceso por tentativa de suicidio. A espaldas de sus aventuras y amoríos, las comedias de Lope seguían su curso ascendente y gozaban a la sazón de la máxima popularidad. Empero el fruto de ellas, además de sumamente irregular, no era seguro siempre; los «autores», por lo común, acababan en prisión por deudas y desbandábanse las compañías. Lope, en la Ciudad Imperial, buscose la protección de don Francisco de Ribera, hijo de don Pedro de Ribera, que luego fue marqués de Malpica. Debió de entrar de secretario suyo. Por documento fechado en Toledo el 19 de julio de 1590, «Lope de Vega Carpio, criado del señor don Francisco de Ribera, vecino desta dicha ciudad», toma en alquiler una casa de la calle de la Sierpe. Se ve, pues, que fija aquí su vecindad en compañía de su mujer doña Isabel de Urbina. Por otro documento de 21 de mayo de 1591, Lope, «vecino de la villa de Madrid, estante al presente en esta muy noble ciudad de Toledo», reconoce y se obliga a pasar cierta deuda a un mercader; pero ya no se dice criado de don Francisco de Ribera. Poco tiempo sin duda permaneció al servicio de este, en cuyo obsequio escribió el soneto siguiente, que figura en sus Rimas:

Mientras el Austro rompe el pardo lino y Scila suele dar voces dispares juntando al cielo los distintos mares, es Bóreas santo y Júpiter divino. -108- No llora, antes se alegra, el peregrino sobre la lumbre de los patrios lares; no llanto, plata ofrece a los altares el que del indio Gange a Cádiz vino. Gracias a Dios que la paloma escucho, pues de oliva tu frente coronada, podrás poner en paz los elementos. Reales esperanzas tardan mucho; de la virtud al premio hay gran jornada; mejor es no llevar merecimientos.

Ignoramos la fecha justa en que Lope dejara la secretaría de Ribera; pero pronto, en el mismo año de 1591 pasa al servicio del duque de Alba, don Antonio Álvarez de Toledo. Ello trajo por consecuencia que se hubiera de trasladar a Alba de Tormes, donde radicaba la casa solariega: En su Filomena da noticia de este cambio:

Dije en los altos montes, y los sotos y valles más remotos se alegraron de verme; y el Tajo, donde duerme con sueño más profundo, surtiendo plata y perlas el parabién me daba; la envidia me miraba, monstruo el mayor del mundo, pesándole de veras, con ojos retorcidos; yo siempre con modestia sufriendo su molestia, alegré los pastores bien nacidos; y fui favorecida, cuando más perseguida, de aquel a quien el Tormes humilla entre pizarras el arrogante pecho que ciñen sauces y intrincadas parras; y del valor divino satisfecho, y las hazañas a la luz conformes de aquel Alba primera que ya es planeta de la quinta esfera, paga tributos fértiles y opimos Ceres en blanco pan, Baco en racimos.

Allí fijó su residencia con su mujer; y como las ocupaciones de la secretaría (preso el duque por lo que se dirá) le daban ancho margen, pudo tranquilamente, libre del tráfico de Toledo -109- y en consorcio con las delicias del campo, trazar con detenimiento y sin el agobio de los actores la mucha labor que tenía pensada. Era el duque de Alba nieto del gran duque Fernando Álvarez. Su padre, don Diego Álvarez de Toledo, casó con doña Brianda de Beaumont, hija del cuarto conde de Lerín, gran canciller y condestable de Navarra. Por la muerte de su tío el duque don Fadrique, heredó don Antonio los estados de la casa de Alba. De suerte que poseía los títulos de quinto duque de Alba

y Huéscar, marqués de Coria, conde de Lerín, Salvatierra, Piedrahíta y Barco de Ávila, señor de Valdecorneja, etcétera, sin contar el de gentilhombre de cámara de Felipe III, que ostentó después, y caballero del Toisón de Oro. Cuando Lope de Vega entra a su servicio, vive en su casa de Alba de Tormes con su hermana doña Antonia (que luego casó con el marqués de Cuéllar) y don Diego de Toledo, su hermanastro, hijo bastardo del conde de Lerín y una desconocida, el cual había nacido en 1573. Joven de rara hermosura, gallardo y apuesto, el duque complaciose en rodearle de la misma ostentación que si fuera su legítimo hermano. Por el ascendiente de Lope y el fausto tradicional de la casa, Alba de Tormes, la residencia ducal, se convirtió en una pequeña corte, en una academia consagrada al arte, a las fiestas, a las excursiones, a los torneos literarios para distraer la ociosidad. Lope daba la pauta, gozaba de la confianza de la familia e intervenía directamente en los asuntos privados del duque, anticipando (aunque de bien distinto modo) la norma de secretaría que años más tarde ejerció con el duque de Sessa. Empero no nos engañemos: a pesar de este ascendiente, era un criado más, y estaba asalariado, a razón de cuatrocientos ducados al año, que le pagaba Francisco de Gante, tesorero del duque. Sin embargo, Lope, que todo lo poetizaba, hacía aparecer a don Antonio más como compañero que como amo, y aun le atribuía versos de felicitación, tal otro Anfriso dando la bienvenida a Apolo. Quizá tuviera el prócer inclinación a las letras, y no dudaríamos de la paternidad de sus versos si no nos constara de modo indubitable que a hombre de tan pocas luces como el duque de Sessa y a una analfabeta como Micaela Luján, les inventó luego el «Fénix» composiciones que no procedían sino de su propia minerva. Así después hizo firmar poesías a Clara Antonia de Nevares, que apenas contaba ocho años. Véase cómo saluda el duque de Alba la llegada al Tormes de su secretario: -110- Belardo, que a mi tierra hayáis venido y a ser uno también de mis pastores, grande ventura fue de mis amores, pues no los cubrirá tiempo ni olvido. Mis penas sé que habéis encarecido; pero corto quedáis, que son mayores; bien es verdad que las hará menores la causa por quien yo las he sufrido. No compiten las voces desconformes del Sátiro con vos, ni sin aviso juzgue Midas el canto dulce sólo. Tajo os escuche y mi famoso Tormes. A Apolo llaman el pastor de Anfriso; si soy Anfriso yo, vos sois mi Apolo.

Se publicó este soneto por el mismo Lope en La Arcadia, con el epígrafe de «Anfriso a Lope de Vega». Quien conozca su estilo y cuánto gustaba de llamarse Apolo, tendrá por segura su alabanza propia. La proximidad del callado refugio de Alba de Tormes con Salamanca, llevaría con frecuencia a nuestro dramaturgo a este emporio del saber. Su comedia El dómine Lucas prueba lo muy enterado que se hallaba de las costumbres estudiantiles y vida intensa de la ciudad. Debemos suponer por ello que el forzado retiro de Alba de Tormes, por grato que fuera, le melancolizaría. A su lado convivió con él, recibiendo consejos, correcciones y sugerencias poéticas, un joven hidalgo, al que apenas (como se dice) apuntaba el bozo, Pedro de Medina Medinilla, sevillano, vate delicadísimo, de precoz y aguda inteligencia, que estaba al servicio de don Diego de Toledo. Un suceso, no nada inusitado en la época (ni único en la familia de los duques), que levantó ruido en la corte de Madrid y aun en todo el reino, había turbado la tranquilidad de la casa de Alba. Don Antonio, que desde 1599 trataba su casamiento con doña Catalina Enríquez de Rivera (sin contar otros que se le ofrecieron), al fin, contra la voluntad del rey, se desposó en 23 de julio de 1590, en Guadalajara, con doña Mencía de Mendoza y Enríquez, hija del duque del Infantado. A los ocho días de firmadas las capitulaciones por los contrayentes, Felipe II mandó que un alcalde de corte llevase preso a don Antonio a la Mota de Medina, y a los casamenteros (los almirantes de Aragón y de Castilla, los duques de Pastrana y de Alenquer, etc.), a diferentes lugares. Don Antonio estuvo preso tres años, desde 31 de julio de 1590 hasta primeros de mayo de 1593. -111- Los incidentes de las negociaciones que precedieron al matrimonio, el fiasco sufrido por la novia desairada y demás conflictos sentimentales, hallaron eco en la pequeña corte de Alba por las plumas de Lope y de Medinilla: inspirados romances, que luego vieron la luz pública -varios, si no todos- en el Romancero general. Es particularmente lindo uno de Medina «A la prisión del duque de Alba y celos de su dama», de aquel mismo año de 1591. La dilatada ausencia de don Antonio abrió largo paréntesis a su secretario, que pudo mejor consagrarse a las musas; y quizá la felicidad y el sosiego a su esposa doña Isabel. Después de las vicisitudes y desgracias anteriores, gozaría por fin de la apacible tranquilidad del campo. Mientras duró el destierro del duque, Lope parece que no escribió ninguna comedia, sino sólo poesías; ni podía negociarla, tan alejado de los «autores». Su cargo, más que de secretario y encargado de la correspondencia de don Antonio; más que de su favorito, privado y gentilhombre, sería el de confianza de toda la familia, al cuidado de la hermana menor del duque y del joven don Diego.

A la felicidad de su esposa hemos puesto arriba un quizá. ¿Conoció Lope algún otro amor durante su estancia en Alba de Tormes? ¿Quién puede dudar que lo conoció, conociéndole? Es «Amarilis», que vive en Salamanca. Una «Amarilis» (no sabemos su verdadero nombre) que se le muestra esquiva, por quien pena, llora y quiere morir y a quien llama «divino imposible mío» en una composición, al parecer, suya, donde pide al Tormes:

...Para tu curso en llegando a la insigne y noble cerca de la ciudad que en España es la más antigua en letras. Y pues no las llevas mías, sino lágrimas por ellas, letras de sangre te doy, que con el agua se muestran. Y pues centellas parecen, bien podrá ser que las vea, como de noche en el agua se suelen ver las estrellas. Oh claro Tormes! Mi dolor te mueva; y pues vas a mi bien, mi mal le lleva...

Nada más sabemos de esta hermosísima «Amarilis», a quien pinta como «gloria y honor de aquellas selvas» el hombre «más solo que tiene el mundo». -112- Pero semejante soledad, producida por el largo destierro y prisión del duque, íbase a convertir en alegría y bullicio, ante la sentencia en favor de don Antonio, que acababan de pronunciar los jueces nombrados por el Pontífice a propuesta del rey Católico. Corría la primavera de 1593; el duque era excarcelado y anunciaba su regreso y restitución, con su esposa doña Mencía, a Alba de Tormes. En el pueblo se le preparaba un recibimiento triunfal, con prólogo de fiestas en su honra. Lope meditaba la poesía de circunstancias: el extenso panegírico de salutación al duque. Era sábado, 15 de mayo, cuando fina la granazón en las cebadas y el campo se va volviendo rubio, mientras cae sobre los trigos la bendición de Dios. La gente del pueblo abandonó las faenas agrícolas, en que ya relucían las hoces, para sumarse al contento general. Algunos mozos, por orden de don Diego de Toledo, regresaron al campo para escoger seis bravos toros, uno de los cuales se proponía rejonear. Entre cantos y músicas y algazara transcurrió la noche, preludio de las solemnidades por venir. Un repique general de campanas saludó al domingo. Luce espléndido el sol, y hombres y

mujeres sus mejores vestidos. Tras la misa hay limosnas y ofrecimiento, y a la tarde, procesión. ¡Gran alegría será presenciar por la noche las muchas luminarias y los fuegos de artificio bajo la luna llena! Lope, supersticioso y astrólogo, que ha visto la boda del duque nacer con tan mala estrella, revuelve en su alma dramática el contraste con aquel gozo. Explora el cielo. El sol está en Géminis: dos hermanos abrazados. Sí, porque ahora vuelven a unirse y se abrazarán don Antonio y don Diego. Por aquí no amenaza ningún peligro: sólo calor en las cosas inferiores. ¿Y la luna? Desde el sábado reina plenilunio. En los plenilunios está la oposición. ¡Desgracia! Porque ahora la luna está en la cabeza del Dragón y no en la cola. Se incuba el eclipse, y el presagio es funesto. Se alterarán el aire y sus cualidades. Pronto el cielo se cubrirá de nubes, con frialdad. ¿Qué nuevo infortunio se cierne en la casa de Alba?

Auto de fe en la Plaza Mayor de Madrid en el siglo XVII. (Cuadro de Rizzi, Museo del Prado.)

Nada, sin embargo, turba el ambiente. Llega la noche y es cálida y serena, propicia a las músicas, a los cánticos y a los amantes. En una noche como aquella, con la luna en lo alto, había desceñido a Elena Ossorio. El recuerdo atormentador, junto con la sobreexcitación astrológica, hace pasar la fiesta por los ojos de Lope como una visión de fantasmagoría. La gente se congrega en la plaza y forma animados corrillos. Atruenan el espacio los vivas al duque. Arden las hogueras, y -113- chicos y grandes saltan por entre las llamas, que proyectan resplandores siniestros. Se canta, se baila, se toca la vihuela. ¡La pólvora! El gentío muda de lugar, y al estruendo de los fuegos de artificio, de las voces y del entusiasmo desbordante, las aguas del Tormes retiemblan bajo los luceros.

Lope de Vega con el hábito de caballero de la Orden de San Juan. (Cuadro de la Colección Lázaro Galdeano.)

Don Diego de Toledo aparece sobre su hermoso caballo «Jazmín», entre amigos y criados, y galopan fugaces, ganando al viento una carrera, con antorchas encendidas. Lope sigue la figura gentil del mancebo, los ojos interrogadores. Las luminarias duran hasta el amanecer. El día del lunes, 17, despunta lácteo, ribeteado de nubes cárdenas. La mañana transcurre triste y fría. Los seis castizos toros han sido ya encerrados para la corrida de la tarde, y se comienza a engalanar y disponer la plaza. Pero no luce el sol. La gente se malhumora y frunce el ceño. Toros sin sol es fiesta sin alegría, manto azul sin galón. Cuando Lope sale a presenciar cómo aderezan la plaza, el día es ya pardo, lluvioso y encogido, y su alma profética experimenta un estremecimiento. Algunos viejos pronostican que lloverá, y sería mejor suspender la fiesta. Los amigos de don Diego, con Lope, Medinilla y varios criados, le

aconsejan la dilate para el día siguiente. Se ha levantado viento y algunas gotas aisladas son nuncio de tempestad. Don Diego se niega resueltamente a diferir la corrida y manda que se acabe de arreglar todo. El secretario del duque insiste, sin conseguir nada. Pero cuando queda solo don Diego, le acomete una repentina inquietud. A la verdad, el día está desapacible y tristón. No obstante, ¿qué importa? Su corazón también lo está por los desdenes de su amada. ¿Qué proeza realizaría para ganar su afecto? ¿Obedecerá su esquivez a que es bastardo? Dicen que las ramas del árbol bastardo no alcanzan altura... Esta idea le acongoja. ¿Qué culpa ha tenido de nacer bastardo? Reflexiona en su vida. La Naturaleza le ha dotado de todos sus dones: arrogancia, hermosura, riqueza, cuanto puede apetecer la juventud. Mas es bastardo y no conoció las caricias de una madre. Había pensado poco en ello. Sin embargo, hoy durmió en el mismo lecho en que muriera, mozo como él, su padre el condestable de Navarra. ¿Por qué lo recuerda ahora? Hace días, asistiendo al funeral de un monje en el convento de San Francisco, fue a arrodillarse sobre un hábito franciscano. ¿Por qué? La noche precedente, al dejar la música y la fiesta, oyó ruido de cadenas junto a la muralla, y crujir de hierros en el aire. ¿Por qué? Fue corriendo a ver lo que era, y halló todo en silencio y en quietud. Después notó que un -114- hombre iba tras él disciplinándose, y que exhaló un suspiro ronco. Pretendió reconocerle, recelando algún mal agüero, y se lo estorbaron de improviso un sacerdote con luz y otras personas. ¿Por qué? En fin, ha tenido que cambiar de cama, y soñó que acosaba tantos toros en el toril, que casi le ha despertado el ruido. Siente, además, que no asistan su gran amigo el conde de Peñaranda y su primo don Rodrigo de Paz, a quienes había invitado por carta. Se quiere sobreponer. Aunque le dominan la angustia y la zozobra, nuevamente rechaza la suspensión del espectáculo que le proponen los que cada vez notan más tedioso el día. Recuerda su éxito y entrada arrogante en las pasadas fiestas de Lerín. Desecha, al cabo, todo temor y previene su vestido. Es ya la hora, y la plaza está dispuesta. Pero no acude gente, ante la amenaza de lluvia. Sólo de tarde en tarde asoma algún hombre. Don Diego, con Lope, Medinilla y otros caballeros amigos, se acomodan en un balcón. Sigue la plaza desierta. Mal y tarde, acuden por fin algunas familias nobles, y un vulgo escaso. Contrista a don Diego la falta de damas, y Lope, que aborrece los toros, insiste aún en la inoportunidad del festejo. Don Diego, fiado en la fuerza de sus veinte años, promete rejonear un toro; los caballeros quieren acompañarle a caballo y conciertan que sea el tercer cornúpeto. Verán correr los dos primeros desde el balcón. El séquito anuncia que disparará la artillería. Debió de advertir don Diego la presencia de su amada en algún sitio. Al punto se desliza en busca de su caballo. Nadie lo ve; pero Lope le descubre lejos, calzado ya el acicate y el borceguí, y le grita: -¡Aún es temprano, señor! Don Diego se le encara, diciéndole:

-Si lo merezco y si por mi suerte salgo bien de la empresa, por darle gusto al duque mi señor, habéis de hacerle un romance famoso. Ya no era posible detenerle. Los caballeros, sorprendidos, sólo le aconsejan que aguarde un tanto. Promete hacerlo. Pero he aquí saltar al primer toro; todas las miradas afluyen a él. Se levanta un griterío ensordecedor; y don Diego, aprovechándose del embebecimiento, entra de golpe jinete en la plaza. Vistoso va el doncel, que huyendo de la costumbre y adoptando los bizarros atavíos soldadescos, ha dejado la gorra y la calza tudesca y marcha en derechura al toro con el rejón en la mano. -115- Lleva sombrero negro con cordón de oro y plumas blancas, capa blanca y negra, borceguíes bayos, medias azules, ligas blancas, regalo de su dama; jubón blanco y negro, coleto de ante con diez cintas de nácar, calzón de iguales colores, acuchillado sobre tela de plata, y ancha hoja de Toledo al cinto, con rica guarnición. El caballo es «Jazmín», el fino overo, bellamente enjaezado. El toro, a la vista del grupo, retrocede y escarba la arena. Lope, enfebrecido de fatales presagios, contempla desde el balcón la estampa bravía del animal:

Negro era el toro y de color tiznado, erizado de cerro y lomo altivo; corto de pies, de manos apartado, los ojos grandes como fuego vivo; de espeso remolino coronado; de mirar espantoso y vengativo; como un erizo levantado el vello; de cuernos altos y arrugado el cuello.

Por fin, la fiera se arranca echando espuma; duda un instante; el caballo bate los pies, y, al movimiento, el aire vuela el sombrero del rejoneador, que intenta alcanzarlo. Ahora su vista se cruza con la de su dama. El toro acomete entonces y don Diego, apresuradamente, le clava el rejón; pero como no logra descabellarlo, el caballo recibe una cornada, y, al sentirse herido, da un bote fatal. La punta del garrochón, que tenía don Diego frente a su cara, le entra por el ojo derecho. Desplómase el mozo exánime, soltando las riendas, mientras el toro vuelve a embestir y derriba con furia al caballo y al jinete. Un grito de horror resuena en toda la plaza. Lope, Medinilla, los amigos, caballeros y criados abandonan los balcones. Las gentes de abajo se echan al ruedo, apartan al toro y levantan al joven, más muerto que vivo. Le llevan aprisa a casa del contador Arcos. Lope, renegando de la fiesta:

Fiesta mortal! ¡A tu inventor primero maldiga el cielo con su mano eterna! ...¡Bárbaros españoles, inhumanos, más crueles que idólatras y scitas!,

llega tembloroso a casa del contador, y halla a don Diego moribundo. Se encontraron tarde las medicinas; empero la ciencia (mayormente entonces) nada pudo hacer: el rejón, tras atravesar -116- el ojo, había tocado la masa encefálica del pobre caballero; así dijo el médico del duque, Enrico Jorge Enríquez. En los tres días que aún vivió, Lope no se separó de su lado. Tres veces le oyó decir «Jesús», y ya no habló más. Le cortaron la cabellera rubia, que tanto estimaba; trajeron una espina de la corona de Cristo, el brazo de Santa Teresa de Jesús, reliquias de santos, de mártires, de confesores y de doncellas; le cubrieron con la imagen de la sábana santa; rogaron los conventos, se organizaron procesiones, hiciéronse votos y promesas, se multiplicaron las oraciones y los ayunos. Don Diego no volvía en sí. ¡En la imaginación del poeta la Luna seguía ejerciendo su maléfico influjo en la cabeza del Dragón! Ya sólo se trató de salvar el alma del joven. Falto de habla, ¿cómo podría dar una señal de arrepentimiento? Un religioso pidió al moribundo que le tocara la mano; este parece que se la apretó, y aquél absolviole. Pero un teólogo docto allí presente preguntó al clérigo cómo podía dar así la absolución a un hombre difunto o casi difunto. Arguyeron los dos, enfrascándose en una discusión teológica, y el religioso convenció a su rival. Mientras agonizaba, Lope puso en las manos de don Diego una cruz y una vela encendida, sujetándoselas con la suya, y entre rezos rindió su tributo a la muerte. A medianoche, sin luces, en silencio, envuelto en un paño obscuro le llevaron en hombros a enterrar. Se cumplió el mal agüero; se cumplió a los cinco días; a los cinco días le abren la sepultura en el mismo sitio en que se arrodilló sobre el hábito franciscano; va vestido con él. Y sucedió aún que el escribano se negó a dar fe del depósito, si no veía el cadáver; y entonces Lope, alzando la triste mortaja y para que aquel le conociese (aunque le conocía y no ignoraba la tragedia), dijo: «Yo doy fe de que este es don Diego». Tan desgraciado fin tuvo la breve vida y juventud floreciente del hermano del duque, capitán de caballos, que peleó contra los moriscos en Jaca. El suceso corrió en mil versiones diferentes por toda la Península, con dolor general y asociado a supersticiones y pronósticos. Lo registra Zapata en su Miscelánea, y, sobre todo, lo describe maravillosamente el propio Lope

de Vega en una Elegía. Alba de Tormes quedó sumida en la consternación. El duque recibió la noticia en Guadalajara y apresuró su regreso para poner en seguridad a su inconsolable hermana doña Antonia. -117- A su llegada, Lope había compuesto otra poesía en honor del difunto, un bello soneto, que acaba así:

No menos envidiosa de tal vida, porque su intento no saliese en vano, la muerte disfrazó su imagen fiera. En fiesta y en placer vino escondida; y así, le hirió más con su propia mano que con otra más flaca no pudiera.

Seguramente la musa de Medinilla no permanecería ociosa ante el desastre de su señor. No hubo modo de consolar al duque. Encerrado en su dolor pasó varios meses en un decaimiento mortal, sin dejarse ver, abandonando sus asuntos, lúgubre e inconsolable. Medina quedó en la casa por la fidelidad y cariño con que sirviera a don Diego; y Lope, que ante aquella desolación nada tenía que hacer en la secretaría, volvió al cultivo de sus comedias. En 29 de octubre de aquel año firmó el manuscrito de El favor agradecido y comenzó El maestro de danzar, destinado a Melchor de Villalba; y en el de 1594, El leal criado (24 de junio), La comedia de San Segundo (12 de agosto), Laura perseguida (12 de octubre). El dómine Lucas y otras obras menores, como los dos sonetos para el Retrato del perfecto médico, del citado Enrico Jorge Enríquez, portugués, galeno del duque. A los finales de 1594 y principios de 1595 pertenece la novela pastoril La Arcadia, imitación de la de Sannazaro, de La Diana de Montemayor y de La Galatea de Cervantes. Nada más a propósito que aquel ambiente pastoril del rústico albergue de Alba de Tormes para cantar los campos de pizarra salmantinos. Los amores del duque, su soledad, la vida allí en consorcio con la Naturaleza libre, prestábanse bien a mezclar sucesos reales con fingidos y dar entrada al elemento de la superstición y de la astrología, que tan gratos le fueron siempre por sentimiento propio y por influjo de su cuñado Luis de Rosicler. Así, dice en su Égloga a Claudio:

Sirviendo al generoso duque Albano, escribí del Arcadia los pastores, bucólicos amores ocultos siempre en vano,

cuya zampoña de mis patrios lares los sauces animó del Manzanares.

Y en la segunda parte de La Filomena: -118- Allí cubrí con áspera corteza príncipes generosos, almas nacidas en los ricos paños de la mayor nobleza, iguales a los reyes poderosos, que no villanos bárbaros y extraños.

Y es el defecto de la novela, llena de sensiblería, pobre de argumento, y de lenguaje no menos absurdo y convencional. Pero era la moda. Toda Europa hallábase poseída de un extraño furor pastoril, engendrado por la falsa idealización de la vida campestre. La Aminta del Tasso, El Pastor Fido de Guarini y el As you like it de Shakespeare, con la referida Arcadia de Sannazaro, los modelos del género, pruébanlo a satisfacción. No parece que los Belardo, Anfriso, Anarda, Felisarda y demás personajes de la novela de Lope arrancaran al duque su negra melancolía. Ni tampoco las canciones y músicas del célebre Juan Blas de Castro, que para el mismo objeto se llamó a Alba de Tormes. Años adelante, en el Elogio, que trazara el «Fénix» en la muerte de aquel músico, recuerda la vida que allí hacían:

Cuando en la fe de una amistad conformes y con un dueño a su servicio atentos, cuya Alba a nuestra vida amanecía, las islas celebrábamos del Tormes y aquilatabas tú mis pensamientos con dulce voz, que el aire suspendía, ¡cuán lejos deste día estábamos los dos entretenidos! Yo dando a tus acentos mis oídos, y tú dándome a mí números graves, cual suele con envidia de las aves dar lición Filomena a las corrientes de arroyuelos discípulos y fuentes, sin ver que un mismo fin juntas procura

el Alba clara con la noche oscura.

Inútil todo. Los versos, las músicas, las deliciosas estancias en la sierra, en los magníficos jardines de «La Abadía», finca del duque en las lindes de Extremadura, no lograban sino ensombrecer más el ánimo de don Antonio. El infortunio se contagiaba. A mediados de año enfermó gravemente doña Isabel; a poco sucumbía su hija Antonia, sacada de pila por la hermana del duque. Desde la muerte de don Diego, o más bien desde el casamiento de su excelencia con doña Mencía, la felicidad había huido de las riberas del Tormes. -119- Cerca de un año, hasta la entrada de 1595, duró la enfermedad de doña Isabel, que no se resolvió sino con el fallecimiento, de sobreparto de la niña Teodora. También esta bajó a la tumba antes del año. A los siete de destierro (y bajo el destierro todavía), la desventura aventaba el hogar de Lope. De nuevo la Égloga a Claudio nos suministra confesiones autobiográficas:

Mi peregrinación áspera y dura Apolo vio pasando siete veces del Aries a los Peces, hasta que un Alba fue mi noche oscura. ¿Quién presumiera que mi luz podía hallar su fin donde comienza el día? Yo vi mi pobre mesa en testimonio cercada y rica de fragmentos míos, dulces y amargos ríos del mar del matrimonio, y vi pagando su fatal tributo de tan alegre bien tan triste luto. ¿Quién me dijera entonces, quién pensara que, al fin de tanto mar, tanta tormenta, la víctima incruenta pusiera sobre el ara?

La infeliz «Belisa», la infortunada doña Isabel de Urbina, que por seguir la vida azarosa de Lope había sacrificado su bienestar, su hogar acomodado, su familia y el esplendor de la corte, moría obscuramente en solitaria tierra. El clamor de Medina por la esposa de su amigo se desató en una elevada

Égloga, de la que son estos versos:

Si algún pastor curioso quisiere entre sus buenos saber quién fue su Elisa, esta pastora, lo más está dudoso; mas, diciendo lo menos, fue noble, fue discreta, fue señora...

No obstante la inconstancia de Lope y su versatilidad, sintió en lo más profundo de su corazón esta pérdida. Al año justo y a pesar de sus nuevas experiencias amorosas, la llora así en un romance primaveral:

Belisa, señora mía, hoy se cumple justo un año que de tu temprana muerte gusté aquel potaje amargo. -120- Un año te serví enferma, ¡ojalá fueran mil años!, que así enferma te quisiera continuo aguardando el pago. Sólo yo te acompañé cuando todos te dejaron, porque te quise en la vida y muerta te adoro y amo. ¡Y sabe el cielo piadoso, a quien fiel testigo hago, si te querrá también muerta quien viva te quiso tanto! Dejásteme en tu cabaña por guarda de tu rebaño con aquella dulce prenda que me dejaste del parto; que, por ser hechura tuya me consolaba algún tanto, cuando todos te dejaron, contemplaba tu retrato; pero durome tan poco, que el Cielo, por mis pecados, quiso que también siguiese muerta tus divinos pasos.

Tampoco se apartan de su recuerdo sus dos niñas difuntas, según este soneto, afectado y retórico:

Para tomar de mi desdén venganza, quitome Amor las niñas que tenía, con que miraba yo, como solía, todas las cosas con igual templanza. A lo menos conozco la mudanza en los antojos de la vista mía; de un día en otro no descanso un día: del Tiempo huye lo que tiempo alcanza. Almas parecen de mis niñas puestas en mis ojos, que baña tierno llanto. ¡Oh, niñas, niño Amor, niños antojos! ¡Niño deseo, que el vivir me cuestas! Mas ¿qué mucho también que llore tanto quien tiene cuatro niñas en los ojos?

Expresión de dolor que nos parecería hoy ridícula y cerebral, si no fuera fruto del tiempo. Como otro soneto a su nena Teodora, con su epitafio latino: -121- Mi bien, nacido de mis propios males, retrato celestial de mi Belisa, que en mudas voces y con dulce risa mi destierro y consuelo hiciste iguales. Segunda vez de mis entrañas sales; mas pues tu blanco pie los cielos pisa, ¿por qué el de un hombre en tierra tan aprisa quebranta tus estrellas celestiales? Ciego, llorando, niña de mis ojos, sobre esta piedra cantaré, que es mina donde el que pasa al indio, en propio suelo halle más presto el oro en tus despojos, las perlas, el coral, la plata fina; mas, ¡ay!, que es ángel y llevolo al Cielo.

Hoc Urbina iacet saxo Teodora sepulta, quae Theodori almo martiris orta die, exactis nondum complevit mensibus annum cum petiit superas, non reditura, domos. Cui monumenta parens haec moestus uterque dicavit, angelicos coetus dum colit illa polo.

Finaliza el abril de 1595. La riente primavera, que tanto mal ha traído a Lope, tampoco disipa el humor sombrío del duque, ya displicente con su secretario. A nuestro poeta se le hace allí la vida odiosa. ¡Quiere abandonar Alba de Tormes! Pero ¿a dónde ir? Sobre él pesa aún la sentencia de destierro. Un memorial pidiendo al rey que se le alce, no logra su fin. Añora la corte. Allá le será más fácil negociar su soltura. Nada le queda, ni nada le queda que hacer en los estados de Alba. Y sobreviene la ruptura con el duque. ¿Por qué motivo? ¿Tiene abandonadas sus funciones? Al desabrimiento de don Antonio, cualesquiera que fuese sus causas, parece que se unió la introducción de un nuevo secretario. Lope nos revela el hecho discreta, pero dolorosamente, al final de La Arcadia, donde «Belardo» dice a su zampoña: «Suspended el desentonado canto, rústica zampoña mía, que con el amor de Anfriso (el duque) habéis excedido vuestra natural rudeza. Él perdone, y vos quedad colgada, no en los altos puestos de suntuosos palacios, que no sois digna de los oídos de los príncipes, ni en las escuelas graves de los hinchados filósofos, que las cosas más fáciles ponen en disputa, ni menos en las academias de cortesanos sutiles, donde el ornamento del hablar casto desprecia la utilidad de la sentencia, sino en estos duros robles, robustas hayas y solitarios tejos; entre estas desiertas vegas, cuyas márgenes fueron los primeros brazos de un nacimiento humilde, -122- y donde si el aire os toca, pueda alzar la coronada frente de verdes ovas mi patrio Manzanares, a ver si su pastor vuelve a las riberas amigas, de donde ya se aleja por seguir nuevo dueño y nueva vida. Que más vale, cuando se perdió algún bien, huir del lugar en que se tenía, que no velle tan cerca de que otro dueño lo posea y que el ejercicio de una memoria triste vaya consumiendo el alma. Ya no será la mía Tántalo de mis deseos, pues voy donde mis ojos me den el agua que mis desdichas me niegan. La fortuna llevo dudosa; pero ¿qué puede suceder mal a quien en su vida tuvo bien? El que yo tenía perdí, más porque no le merecía gozar que porque no le supe conocer; pero consuélome con que voy seguro de mayor desdicha...». Y que Lope se sintió defraudado del duque lo confirma con entera claridad este párrafo de una carta escrita años después al duque de Sessa: «Hartas veces he pensado cuán mal empleé mis escritos, mis servicios y mis años en

el dueño de aquellos pensamientos de La Arcadia». El poeta decidió, pues, abandonar Alba de Tormes. Pedro de Medina Medinilla y Juan Blas de Castro, destruida la pequeña corte literaria, nada tampoco tenían que hacer en aquellas agostadas riberas. Los tres se encaminaron a Madrid. Pedro no consiguió fortuna en la corte, y ansioso de aventuras y de gloria, pareciéndole estrecha su nación, dejó la pluma por la espada y se embarcó de soldado, a los veinte años de edad, para América, de donde no volvió ni se supo más de él. Lope, muchos años más tarde, le incluyó en el Laurel de Apolo (1630), con el presentimiento de su muerte:

¿A qué región, a qué desierta parte, a qué remota orilla, ¡oh, Pedro de Medina Medinilla!, llevó tu pluma el envidioso Marte? ¿Qué bárbaro horizonte, poeta celebérrimo de España, qué indiano mar, qué monte tu lira infelicísima acompaña? Pero ¿cómo si fuiste nuestro Apolo, no acabas de volver a nuestro polo? Mas pues tu sol del indio mar no viene, ¡ay, Dios, si noche eterna le detiene!

Y en una nota agrega: «Perdiose en él el mejor de aquella edad».

Vida azarosa de Lope de Vega - Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Vida azarosa de Lope de Vega Astrana Marín, Luis

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- VIII -

Más amores.-Doña Antonia de Trillo.-Cierre de teatros.-Segundo matrimonio de Lope.-Micaela de Luján.-Nueva visita a Valencia y nuevo amor.-Fiestas reales.-En Sevilla.-«El peregrino en su patria».-El Sastre de Toledo.

Mal pagado por el duque de Alba y entristecido de este nombre (que en vez de aurora y amanecer se cambiaba para él en noche sombría), Lope saludó de nuevo los muros de su Madrid. ¿Acariciaba sentimientos vengativos contra la ingratitud y proceder de don Antonio? Podría colegirse de cierto soneto suyo, que comienza:

Albano, a nadie ofendas en tu vida; y si ofendieres, teme iguales daños; no te fíes del curso de los años; mira que el ofendido nunca olvida...

Empero «en el curso de los años» Lope tuvo muchas lisonjas y encarecimientos para la casa de Alba. En El aldegüela, en Las grandezas de Alejandro; en Los prados de León, en el canto XV de La hermosura de Angélica, ascendientes y descendientes de aquel linaje (incluido el propio don Antonio) son pujados hasta las nubes. No obstante lo solitario de su arribada, dejando bajo la arena salmantina sus más dulces prendas, Madrid esperaba a Lope con nuevos atractivos para consolarle de su viudez. Volvió a frecuentar los teatros. Sintió gozo al hallarse con su hermana Isabel, su cuñado y su sobrino Luis, mozo de veinte años, que pintaba y escribía versos y después celebró la Arcadia de su tío. Ya tenía levantado el destierro. ¿Cómo? De una manera bien insólita y extraña. Si Lope no había podido olvidar a Elena Ossorio, tampoco Elena había podido olvidar a Lope. Menos esta que él. Jerónimo de Velázquez, por otra parte, estaba arruinado desde que no representaba comedias suyas. -124- Elena, calculadora o enamorada, meditó. Lope acababa de quedarse viudo; su marido, enfermo desde hacía mucho tiempo, yacía medio agonizante. Dos viudos que se habían querido tanto... Además, podía prestar un gran favor a su antiguo enamorado. Y entablaron negociaciones. A 18 de marzo de 1595 Velázquez presentaba una petición de indulto a los alcaldes, diciendo: «que por cuanto él se querelló y acusó criminalmente a Lope de Vega en razón de decir había hecho cierta sátira contra Elena Ossorio, su hija, y otras personas, el año pasado de ochenta y siete u ochenta y ocho, ante los señores alcaldes del crimen de ella, y fue condenado en diez años de destierro en esta forma: los ocho años de ellos de esta corte y cinco leguas y los dos del reino, según se contiene en la dicha sentencia, a que dijo se refiere, el cual en cumplimiento de ella salió a cumplir el dicho destierro y ha cumplido los ocho años, y ahora

por servicio de Dios Nuestro Señor y por la voluntad que tiene de servirle como cristiano, tiene por bien de perdonarle al dicho Lope de Vega de todo el delito que cometió y por el que le tiene acusado ante los dichos señores alcaldes, y le remite y perdona y consiente y tiene por bien que el susodicho libremente pueda entrar en esta corte, no embargando el dicho destierro que le falta por cumplir». Lope acogió la petición y la unió a otra suya solicitando, pues apartaba la querella el ofendido, le alzasen los alcaldes el destierro que le faltaba y le diesen licencia para poder entrar y andar libremente en la corte. Abrieron los alcaldes información para determinar si había cumplido puntualmente los años que decía de destierro. Declararon en favor Gaspar de Porres y otros testigos, y le fue levantada la pena. Entretanto, bajó a la tumba en 30 de mayo, Cristóbal Calderón, el marido de Elena. Esta quedaba libre; pero Lope no picó el anzuelo. Habían transcurrido ocho años. La belleza de Elena estaba extinguiéndose. Lope se vengó ahora, dejando que las cosas murieran por sí. Aquella herida, como todas, curó con el auxilio del tiempo. Amores desconocidos, nuevas experiencias solicitaba su corazón. Todo menos volver atrás el curso de su vida. Cuando una pasión comienza a caer, justamente acaba de caer. Y he aquí tropezarse con una viudita apetecible, doña Antonia de Trillo, mujer rica, que había casado con un barcelonés, de nombre don Luis Puche. El matrimonio se celebró en la parroquia de San Sebastián el 28 de enero de 1582; pero don Luis Puche murió a los pocos años. Ella era hija del alférez -125- Alonso de Trillo y de doña María de Laredo, y tenía una hermana, doña Catalina, monja en el monasterio de Santa Inés en Écija. Alonso de Trillo, viudo de su esposa, dejó su cargo de alférez de la guardia española de Lisboa y se vino a vivir en sus últimos años a Madrid, al lado de su hija, donde falleció el 23 de abril del año precedente de 1595. Poseía esta señora, gran aficionada a gente de iglesia, unas casas en la calle de las Huertas, frente a la del Príncipe, esquina a la plaza del Matute. En ellas se jugaba, y como no faltasen las «flores de corte», o sea los gariteros, «ciertos», entretenidos, «estadistas», «pagotes», tahures y rufianes, que asolaban entonces Madrid, hubo allí frecuentes pendencias y desafíos de los que vivían de cobrar un triste real de barato.

Doña Antonia de Trillo, viuda de don Luis Puche, a la que procesaron por amancebamiento con Lope.

Mirad con quién fue a amancebarse Lope. Alguien (quizás algún rufián que hubiese tenido que ver antes con doña Antonia) los delató aquel mismo año de 1596, y se abrió proceso contra ellos por concubinato. Se ignora el resultado de esta causa, que entre las comedias y dramas de la vida de Lope tiene el lugar de la jácara o del entremés. Ahora, como las penas con que se castigaba tal delito solían ser las de destierro, nada de extraño tendría que lo hubiera sufrido otra vez. Sin

embargo, ninguna alusión se halla en sus obras sobre inconvenientes que le causara el trance. A doña Antonia de Trillo le importaba defenderse y negaría los hechos. Además, no era probable que en aquel asunto, como en el de Elena Ossorio, mediara la influencia de ningún otro Perrenot. Debió de ser absuelto. Consta que en el verano, otoño e invierno residió en Madrid. No era Lope hombre de suerte. A todos estos disgustos por sus trapisondas de amante empedernido, sin voluntad ni deseos de tenerla, venía a agregarse una nueva desgracia. Con motivo del fallecimiento de doña Catalina, duquesa de Saboya, -126- hija de Felipe II, el rey suspendió en 6 de noviembre de 1597 las representaciones dramáticas en los teatros de Madrid. El poeta, que no contaba con otros medios de vida, cogió el portante y se largó a Toledo; y como la vida histriónica fuese allí más reducida que en la corte, pensó, al tiempo que se ayudaba con su repertorio, escribir y publicar algunos poemas. En Toledo (entonces con Universidad), donde tenía muchos amigos; donde el cardenal arzobispo don Bernardo de Sandoval y Rojas celebraba academias y protegía a los escritores, el ambiente literario era propicio. Hervía la ciudad en ingenios, como si quisiera resucitar la grandeza pasada, forasteros unos, naturales otras. Allí se encontraba de paso Miguel de Cervantes, buen amigo suyo entonces todavía. Decidió componer La Dragontea sobre las piraterías y trágico final del Drake (había sucumbido en 5 de enero del año anterior) y algunos otros poemas, ya empezados, en tanto se reanudaban las representaciones en Madrid. Pero los teólogos y moralistas, que odiaban el teatro, se aprovecharon de la suspensión para solicitar del rey que fuera definitiva y en todas partes. Don Pedro de Castro, arzobispo de Granada, apretó con bravura, elevando una exposición, que Felipe II remitió al Consejo. Se decía que los abusos introducidos en los espectáculos cómicos resultaban ya intolerables. No sólo en las comedias imperaba la irreligiosidad y la desenvoltura más libres, sino que los bailes, intermedios y canciones con que los sazonaban, constituían desvergonzados ataques a la moral pública. El Consejo sometió asunto tan grave a la consulta de tres reverendos, experimentados y doctísimos teólogos: García de Loaisa, fray Diego López y fray Gaspar de Córdoba. Y esta trinca profunda, estos tres luminares de sabiduría, redactaron un extenso y documentado informe, pletórico de citas de la Sagrada Escritura y personas de gravedad, en el que acumularon cuantas razones se podían alegar contra las comedias, y concluyeron que a rajatabla debía prohibirlas Su Majestad en todos los reinos de España para bien de sus súbditos y defensa de la fe católica. Con lo cual Felipe II ordenó que así se hiciera, por real provisión del Consejo fechada en Madrid a 2 de mayo de 1598, que firmaron los licenciados Rodrigo Vázquez de Arce, Núñez de Bohorques, Tejada, Juan de Acuña y Alonso de Anaya. Se había acabado el teatro. Deshiciéronse en toda España las compañías. Y hubiera durado toda la vida la prohibición, de haber durado siempre la vida del rey. Pero en 13 de septiembre se murió el rey, Dios le perdone. Cesó la pesadilla. Subió al trono Felipe III. Un ansia de libertad y de alegría saludó la

aurora del nuevo -127- reinado. Pasado el luto, era difícil mantener la prohibición; y para ir levantándola, que comenzó por Portugal, se aprovecharon en 17 de abril de 1599 las bodas del rey con doña Margarita de Austria, y las de su hermana del rey, la infanta Isabel Clara Eugenia, con el archiduque Alberto; y al fin, un año más tarde, en 19 de abril de 1600, el duque de Lerma nombró una Junta para ver de dar satisfacción a los deseos de que se alzara el entredicho. El dictamen de los teólogos fue accediendo; pero las libertades del teatro sufrieron rudo empuje y cortapisa. La Junta autorizaba durante un año, como prueba, las representaciones cómicas, establecía la previa censura por un teólogo y alguna otra persona entendida; quienes, además de examinar el manuscrito, debían ver a solas representar la pieza; se nombraba un juez de teatros; reducíanse a cuatro las compañías; vedábanse las bailes deshonestos, la asistencia de clérigos y frailes, y que representasen mujeres, sin otras restricciones. Menos mal que el Consejo modificó el dictamen, consintiendo que actuaran mujeres y que se permitieran las comedias en las Universidades en tiempos de vacación; y respecto del número de compañías, se fue tolerando su aumento... hasta otra nueva prohibición. De modo que estuvieron cerrados los «corrales» de comedias desde principios de noviembre de 1597 hasta mediado el año de 1600.

Don Luis Puche, primer esposo de doña Antonia de Trillo.

No se hizo ilusiones nuestro poeta cuando vio en Toledo dilatarse la apertura de los teatros de Madrid, y que se encomendaba el asunto a una junta de teólogos. Supuso que pronto se prohibirían en toda España. Los «autores» andaban inquietos. Situación difícil la suya. Era preciso volver a las dichosas secretarías sin honra ni provecho. Iba y venía de Toledo a la corte, indeciso, meditando alguna resolución, con los cuadernos de La Dragontea. Felizmente conoció, quizá en Madrid, a don Pedro Fernández Ruiz de Castro, marqués de Sarria, -128- después conde de Lemos (con el tiempo inmortal protector de Cervantes), joven de veintidós años, culto y aficionado a las letras. Por el nombre de Lope y la afabilidad y gentileza proverbiales en don Pedro, este debió de acoger sus servicios con encanto. Mas ¿qué secretaría era posible con aquel mozo, que, aunque no le faltase vanidad por su alcurnia y su acceso al duque de Lerma (con una de cuyas hijas se casó), carecía de negocios? El poeta no debió de ver muy substanciosa la secretaría, y con nombre de ella entró a servir francamente al marqués en oficio mixto de secretario, criado que tira gajes o ayuda de cámara. Envanecido con la lisonja (era el flaco de Lope) o gustoso de sus genialidades, Sarria le dejó hacer. Y la verdad es que llegaron a profesarse mutuo afecto. Años adelante, en la «Epístola» publicada en la Filomena, el antiguo secretario no tiene inconveniente en declarar la condición íntima y servil de sus servicios:

Señor Excelentísimo, si todos cuantos conocen vuestro entendimiento

por voz, por pluma o por distintos modos, dejan el generoso nacimiento que bastaba a ilustraros como parte de menos levantado fundamento, y alaban el divino ingenio, el arte la fuerza superior a la fortuna que el influjo astronómico reparte, y aquel hallar sin repugnancia alguna lo sutil de las cosas ocultado a quien libros y escuelas importuna, ¿qué hará quien decir puede que ha llegado al ara del altar divino vuestro, corrido el velo y la deidad tocado? El dulce trato del discurso nuestro (perdonad el lenguaje) os tuvo y quiso por señor, por Apolo y por maestro. Y desde ahora, príncipe, os aviso que me escuchéis sin arte y sin gobierno, que amor me da palabras de improviso. Mostrara yo con vos cuidado eterno; mas haberos vestido y descalzado me enseñan otro estilo humilde y tierno.

Y después de los dulces consonantes, le dice en una carta en prosa vil: «Ya sabéis cuánto os amo y reverencio, y que he dormido a vuestros pies como un perro».

Correcciones autógrafas de Lope en el manuscrito de la comedia del «Sastre de Toledo» Mientras yo podo las viñas. (Biblioteca Nacional de Madrid, ms. 16613, fol. 15 r.)

A tener el marqués correspondencia amorosa, aquí estaba -129- el prólogo o germen de la posterior secretaría con el duque de Sessa. Pero de menesteres humildes pueden salir medianas obras. Y viene La Dragontea, dedicada al príncipe don Felipe, que aparece en mayo de 1598 en Valencia, en casa de Mey, con una aprobación de fray Pedro de Padilla, suscrita en Madrid a 9 de diciembre de 1597.

Fuente y Puerta del Sol. (Grabado del siglo XVII.)

La Dragontea no obtuvo el éxito que el poeta esperaba, sin duda por su ampulosidad, artificio y exceso de alegoría. Posee bellas estrofas de

encendido amor nacional; mas el conjunto del poema épico, sacado, como es sabido, de la relación hecha por la Audiencia de Panamá, resulta desmayado. No resolvería su situación económica. En cuanto al Príncipe, ni le dio las gracias. El teatro, evidentemente, producía más que el libro, sino que era forzoso acomodarse a la hora impuesta.

Pablo Moreno, músico del rey, segundo marido de doña Antonia de Trillo.

¿Y si tentara fortuna con un buen casamiento, cosa que a menudo sucedía en la corte? Por marzo de aquel año de 1598 conoció a una doncella que debía de estar muy bien dotada. Llamábase doña Juana de Guardo y era hija de Antonio de Guardo, rico abastecedor de carne y pescado en la villa, y de María de Collantes, su mujer. Los negocios marchaban soberanamente, y aun llegaron a ensancharse más, pues figura unas veces como «obligado del abasto de las carnecerías y tablas francas de corte»; otras, como «arrendador de la sisa del tocino salado»; otras, de la «compañía abastecedora del pescado», y otras como socio principal de los «obligados del tocino fresco». Además, gozaba de la exclusiva de la segunda tabla de corte. ¡Oh, iba a casarse con la hija de un carnicero! ¡Él, poeta; él, nacido en la Montaña, del linaje de los Carpio, con diecinueve torres en su escudo! ¿Qué se diría? ¿Las espirituales redondillas, las dulces décimas, la gallarda «otava rima» de La Dragontea, mezcladas con el tocino fresco? ¿El soneto al lado de la truchuela? ¿La lira revuelta con la merluza? Meditó. Era duro... Pero al tratar a la muchacha, aunque feílla, no le -130- pareció mal; y como ante una mujer perdía la cabeza, la requirió, al fin, de amores. Olía bien doña Juana, y no a la miserable carne de cerdo que expendía su progenitor. La dio palabra de casamiento y fue en busca de Antonio Guardo a su casa de la calle de la Concepción Jerónima. ¿En cuánto dotaba a la joven? Guardo recibiole con cara de cochino, y le gruñó cosas de números... ¿Qué oficio tenía? ¿Poeta? ¿Se estaba burlando? ¿Secretario del marqués de Sarria? ¡Valiente negocio! Lo que necesitaba él era un yerno que administrase el tocino de sus saladeros o llevara la cuenta del pescado que tenía en los puertos. Si entendía de ello, trato concluido. Lope se vio en mayor vergüenza que ningún azotado. Dos o tres veces estuvo a punto de sacar la espada. Salió bufando. Doña Juana, enamorada de Lope, se esforzó en hacer comprender a su padre la profesión de su novio, hombre de relieve en las letras. Guardo sabía de tocino, y que no le hablasen de coplas. No le parecía mal como persona el señor Vega; pero ¿qué aportaba al contrato? Doña Juana le dijo que Lope prometía quinientos ducados en arras. ¡Prometía! ¿Dónde estaban? En conclusión, que no autorizaba la boda con aquel... ¿cómo decía, poeta?, con aquel poeta. En el fondo había otra cosa más grave. A Guardo le importaba tres cominos que Lope fuese poeta, secretario u oidor de chancillería. Hombre de avaricia atroz, veía que al casarse doña Juana no podría dilatar ya más, como hasta entonces, la división y adjudicación de los bienes relictos de su esposa. Sentó mal a la hija esta determinación, acedada con el proyecto

de Guardo de contraer nuevo matrimonio, como hizo, con Sabina Núñez, y habló a su padre de la institución de herederos hecha por su madre en el testamento y de la necesidad de que se cumpliese. Guardo se allanó entonces a entregarle su dote, con tal de que no se procediera a la partición, y la autorizó a casarse o a ahorcarse. A toda prisa, pues, a regañadientes del tocinero, con sola una amonestación y sin padrinos (recuerda el casamiento de Shakespeare con Ana Hathaway), doña Juana y Lope celebraron su desposorio el 25 de abril en la iglesia de Santa Cruz y se velaron el 3 de mayo en la ermita de San Blas. Fue uno de los testigos el íntimo amigo del poeta, Juan de Piña. Aportó la novia al matrimonio, como dote, 22.382 reales de plata doble. Parecería hallarse aquí la clave del casamiento, como supusieron los enemigos de Lope, porque si doña Juana no era ni noble ni hermosa, ¿qué otro incentivo podía tener para el poeta sino sus dineros? -131- Don Luis de Góngora, envidioso siempre, le decía, burlándose a la vez de su boda y de las diecinueve torres de su escudo:

No fabrique más torres sobre arena, si no es que, ya segunda vez casado, nos quiere hacer torres los torreznos.

Y sin embargo, Lope no cobró nunca, ni se sabe que exigiera a su suegro, la dote de su mujer. Tal vez obedeciese todo a la avaricia de Guardo, que, casado en segundas nupcias, no se preocupó de doña Juana. Pero Lope pudo llevarlo a los tribunales. Así pues, o Lope era desprendido y no nada ambicioso y se casó con aquella mujer por sus prendas de honesta, hacendosa y equilibrada, o, reconocida su equivocación y la ruindad de su suegro, optó por resignarse y reservar las primicias de su corazón para Micaela de Luján. Como poeta, posiblemente exageraría la hermosura de esta, de Elena Ossorio, de la Urbina y de otras. Así lo da a entender cierto soneto en elogio de doña Juana, en que si discretamente reconoce su ausencia de atractivos, se siente satisfecho con que a él le parezca hermosa:

Bien puedo yo pintar una hermosura y de otras cinco retratar a Elena, pues a Filis también, siendo morena, ángel Lope llamó y es nieve pura. Bien puedo yo fingir una escultura que disculpe mi amor, y en dulce vena convertir a Filene en Filomena, brillando claros en la sombra obscura.

Mas puede ser que algún lector extrañe estas musas de amor hiperboleas, y viéndola después, se desengañe. Pues si ha de hallar algunas partes feas, Juana, no quiera Dios que a nadie engañe: basta que para mí tan linda seas.

Si, era fea, no cabe duda; pero Lope, que sabía transformar por rica alquimia las cosas más vulgares en las más preciosas, hallaría tal vez en doña Juana el símbolo de la virtud, del hogar humilde y silencioso, sereno y plácido; de esos hogares en que basta «una mesa de pan bien abastada», porque la alegría abunda en ellos, y es la mujer buena y candorosa y saludables los hijos; esos hogares de bendición, propicios al trabajo, como los de los jornaleros, en que si hay pobreza hay -132- virtud, y si no hay hermosura hay felicidad, y que él ha cantado de una manera divina:

Cuando Carlillos, de azucena y rosa vestido el rostro, el alma me traía, cantando por donaire alguna cosa, con este sol y aurora me vestía. Retozaba el muchacho, como en prado cordero tierno al prólogo del día. Cualquiera desatino mal formado de aquella media lengua, era sentencia, y el niño a besos de los dos traslado...

Llamábanme a comer; tal vez decía que me dejasen, con algún despecho: así el estudio vence, así porfía. Pero de flores y de perlas hecho, entraba Carlos a llamarme, y daba luz a mis ojos, brazos a mi pecho. Tal vez que de la mano me llevaba me tiraba del alma, y a la mesa al lado de su madre me sentaba...

Buscad un hogar mejor. Pero esto fue al cabo de los años. A raíz de su matrimonio, se encuentra con estos dramas: que no logra cobrar la dote ni la herencia de su mujer, dilatadas por Guardo con mezquinas cantidades a cuenta; que su esposa misma es de salud muy endeble. Cerrados los teatros en todas partes, no tiene otros ingresos que los de la negra secretaría del marqués de Sarria. Y ahora ha de atender a un hogar. Desesperado, se marcha otra vez a Toledo con su señor, que también gusta de las orillas apacibles del Tajo y de la fresca sombra de los cigarrales. Han pasado tres meses de su boda, tiempo suficiente para cansarse de la hija del carnicero, sin gracias y enferma. Es a 14 de agosto, sol ardiente en Virgo, víspera de la Asunción de la Virgen. Las tardes en la Imperial Ciudad se deslizan monótonas desde que en mayo se clausuraron los corrales. Por Zocodover sacuden su pereza los cómicos. El Mesón de la Fruta, donde trabajaba la compañía de Baltasar de Pinedo, el histrión de los gestos famosos, ha quedado mudo. Disueltas las huestes por el «autor», la situación de algunos actores les fuerza a permanecer en Toledo, en busca de cualquier oficio que les redima. No falta quien se halle preso por deudas. Almoneda fue de los carros y vestidos de los pobres comediantes. La hermosísima primera dama, Micaela de Luján, codiciada -133- de señores, entretiene su cesantía en alguna fiesta a que es invitada. Lope la conoce en aquella tarde estival y queda deslumbrado. ¿Amó hasta entonces su corazón? Es la pregunta que se formulaba ante toda nueva pasión amorosa. El mejor amor, siempre el último. Micaela de Luján será la «Camila Lucinda», que suena tan dulce en las Rimas del poeta. Mujer de excepcional hermosura, rubia, de ojos azules, había representado escasas veces en la corte y estaba casada con un obscuro actor llamado Diego Díaz, adscrito a la compañía de Alonso de Cisneros. Lope cuenta cuándo la conoció:

Era la alegre víspera del día que la que sin igual nació en la tierra, de la cárcel mortal y humana guerra para la patria celestial salía..., cuando amor me enseñó la vez primera de Lucinda, en su sol, los ojos bellos y me abrasó como si rayo fuera.

La actriz no sabía firmar; de donde la pasión de Lope se explica por su distinción natural, su espíritu refinado y por su avasalladora belleza, que tanto contrastaba con la fealdad de su mujer doña Juana de Guardo.

Lope hizo un culto de su hermosura, escribía versos que la daba a firmar, para que pasase por mujer instruida. Era, pues, Micaela la personificación de la ingenuidad modelada por la Naturaleza y libre de la contaminación del artificio moral y social. Este amor, después tan duradero, fue el más difícil de Lope, en el sentido de que su adorada no se le rindió sino luego de un largo asedio. Años más tarde lo recordaba:

Tú sola mereciste mi desvelo, y yo también, después de larga historia, con mi fuego de amor vencer tu hielo.

Pero ¿de dónde era Micaela de Luján? La Barrera conjeturó muy cuerdamente, deducido de la Epístola a Lucinda, serrana, escrita por Lope en Toledo en 1603 e inserta al año siguiente en El peregrino en su patria, que debía de ser de un lugar cercano a Sierra Morena. Rebate esta opinión don José María de Cossío, a quien sigue el alemán Vossler, dándole por cuna Espinosa de los Monteros, según el siguiente pasaje de Los esclavos libres: -134- BELAIDA: De dónde eres?

LUCINDA: Española.

BELAIDA: No era la arrogancia en vano. ¿De qué parte?

LUCINDA: De Castilla.

BELAIDA: ¿De qué lugar?

LUCINDA: De Espinosa de los Monteros.

BELAIDA: Es villa por sus hidalgos famosa.

ARBOLÁN: (Su hermosura maravilla.)

BELAIDA: ¿Tienes padre?

LUCINDA: Un capitán.

BELAIDA: ¿De qué apellido?

LUCINDA: Luján.

Relaciona Cossío esto con otro pasaje de La hermosura de Angélica, y dice: «Hablando el poeta del viaje que a la Montaña, su patria, emprende Solidena desde Sevilla, adonde acudiera a participar en el concurso de hermosura, en el que a todas vence Angélica, tras de enumerar cuanto vio en Toledo y cuanto pudo ver en Madrid, escribe:

Vio el clima tan piadoso a gente sabia, y a la marcial, que en esto se le rinda lo más que ha descubierto remo o gavia del Tajo a la laguna Temerinda; y por decir que vio también la Arabia, vio aquel lugar donde nació Lucinda tantos años después, porque la viese quien como yo la amase y lo escribiese.

¡Oh, patria mía, quién hallar pudiera puesto que a mí por tanto amor me cuadre, de tu alabanza, si alguien no dijera que me adelanto en cosas de mi padre!

«Creo (termina el señor Cossío) que este pasaje corrobora el transcrito de Los esclavos libres, y no deja lugar a duda sobre el lugar del nacimiento de Micaela Luján». Los pasajes de fantasía reproducidos (el segundo es francamente inaceptable) no prueban nada, ante la carta en verso del propio poeta a Micaela de Luján («Le leyó esta carta que en sentimiento de su ausencia había escrito, viniendo a negocios de su hacienda, de Sevilla a la corte».-El Peregrino, lib. III, pág. 220), donde dice: -135- Llegué, Lucinda, al fin, sin ver el sueño en tres veces que el sol me vio tan triste, a la aspereza de un lugar pequeño, a quien de murtas y peñascos viste

Sierra Morena, que se pone en medio del dichoso lugar en que naciste.

Y por eso La Barrera conjeturó muy bien que dicho lugar podría ser Valdepeñas, el Viso, Torrenueva, Santa Cruz de Mudela u otro de aquella comarca. Incluso la Epístola se dirige por Lope «A Lucinda, serrana»; y que esta es Micaela de Luján y no la fantástica de la comedia Los esclavos libres, se infiere de su mismo contexto, como veremos después. Sea, empero, como fuere, Micaela contaría a su encuentro con Lope unos veintisiete o veintiocho años, y era madre, por lo menos, de tres niñas. Su marido andaba a menudo ausente, no en divorcio, sino por necesidades de la profesión, aunque ahora, a causa del cierre de teatros, se había reunido con ella en Toledo. Esto podría explicar (a pesar de ser complacientes los farsantes) la indiferencia o desdén con que la cómica acogió al principio las solicitaciones amorosas de nuestro poeta. Por aquellos días, pasado noviembre, sale a luz La Arcadia, dedicada a don Pedro Téllez Girón, duque de Osuna (1574-1624), después celebérrimo virrey de Sicilia y Nápoles, gran amigo y protector de Quevedo. El prócer, que en el año anterior había dado a Lope un soneto para La Dragontea, llevaba la vida más escandalosa que pueda imaginarse. Desterrado de Sevilla, se ocultó en la Puebla de Cazalla, prendiéronle en Arévalo y luego en Peñafiel. Burló a sus guardianes, o los cohechó, rompió sus cadenas, huyó a Francia y en París produjo tan formidable alboroto, que tuvo que escapar a Flandes. Sentó plaza de soldado raso, y tal fue su heroísmo, que pudo recorrer todos los grados de la milicia. Muy célebre regresó a Madrid, lleno de heridas... y de deudas. Hombre extraordinario (el mejor capitán de su tiempo), poeta él mismo, estimuló mucho a Lope y una vez le envió quinientos escudos desde Nápoles. Significativa parece esta dedicatoria de La Arcadia, de una obra en que se cantan los amores del duque de Alba, don Antonio, como ya dijimos en páginas precedentes. Allí la novia desairada, doña Catalina Enríquez de Rivera; allí, la que era su esposa, doña Mencía de Mendoza: boda deshecha con la primera, que le costó el destierro, y casamiento con la segunda, origen de tantos disgustos y de la trágica muerte de su hermano. Ahora, el duque de Osuna se había casado precisamente con doña Catalina. ¿Venganza de Lope de Vega por el mal comportamiento -136- del de Alba? No; pero prueba de ninguna estimación a este duque era dedicar La Arcadia al marido de la otra. Ya desde octubre estaba el poeta de regreso en Madrid, donde halló a su mujer mejor de salud (y a su suegro peor de intenciones), y había gestionado el privilegio de impresión de La hermosura de Angélica, que venía escribiendo desde el año 1588, aunque no se publicó hasta 1602. Al imprimirla (se puso a la venta en 1603), incluyó, además, la primera parte

de las Rimas y reprodujo La Dragontea. Los padres se enamoran de los hijos feos. Año de 1599: el luto de la corte va a dar fin. El nuevo rey se casa; la infanta, matrimonia; ábrense las caras al regocijo. El marqués de Sarria ordena a su secretario, ayuda de cámara, adjunto, confidente o adlátere, se disponga a seguirle a Valencia. Hará de poeta oficial, y encargado de describir las fiestas de las dobles nupcias a su madre la virreina de Nápoles, que no puede asistir. Maldito si Lope tiene ahora ganas (ni por huir de este frío loco de febrero) de marchar a Valencia. Gocen los espíritus superficiales de la templanza primaveral y del anticipado abril. Su alma es de plomo, aunque vaya a Valencia; y seria ligera e ingrávida, con el mes más crudo, si fuese a Toledo a rendir a la desdeñosa Micaela de Luján. La noche más dura toledana, al lado de «Lucinda», es preferible a la más dulce y temperada bajo los azahares levantinos. Pero las órdenes de su señor son terminantes. Hay que partir enseguida para la costa a esperar a Margarita de Austria y al archiduque Alberto: asistencia obligada en el cortejo nupcial del rey. Lope, al fin, se resigna. Incluso acepta, a modo de liberación, el abandono de la corte. La avaricia e intransigencia de Guardo le hacen enojoso el hogar, no obstante ciertas palabras misteriosas y dulces que le susurra ruborosamente doña Juana... Pero el corazón es ya de Micaela, que sigue en Toledo con Diego Díaz, viviendo en la estrechez de sus últimos ahorros. Pronto quedará libre, porque el marido medita en marcharse a América. ¡Y estar atado él ahora a la hija del tocinero! ¡Y lo peor es que sus enemigos creen que la boda ha sido para él un negocio redondo! En un instante de mal humor traza aquel soneto:

Sirvió Jacob los siete largos años...,

que acaba:

¡Ay de aquel alma a padecer dispuesta, que espera su Raquel en la otra vida y tiene a Lía para siempre en esta!

-137- Duro, duro lenguaje para su pobre mujer. Y peor el siguiente:

¡Ay del que tiene, por su mal consejo,

el remedio imposible de su vida en la esperanza de la muerte ajena!

¿Por la misma doña Juana? ¿Por Diego Díaz? Se repondrá, sin embargo, de tan enfermizos pensamientos, los deplorará sinceramente. En esta situación desesperante, sigue con el marqués el cortejo real rumbo a las costas valencianas. Siempre abandona a Madrid con algún pesar; pero siempre tornadizo y voluble, acaba optimista. Los muchos caballeros que parten a las fiestas; la compañía de Melchor de Villalba, que con premura ha reorganizado sus huestes, autorizado para quebrantar en Valencia, por excepción, el entredicho que pesa sobre las representaciones teatrales; el fausto y riqueza de la jornada; la nueva visión de unas riberas de tan gratos recuerdos para él; la vanidad de su cargo oficioso de poeta de la corte: todo es parte a mitigar su frenesí e imponer una tregua a su corazón. Le aguarda trabajo poético, porque las solemnidades durarán hasta mayo. En Denia ha dispuesto el marqués de igual nombre (o más bien duque de Lerma), ya omnímodo valido del rey, unas fiestas costosísimas, prólogo de las bodas en honor del joven y vacío Felipe III y de la simpática y sesuda Isabel Clara Eugenia. Don Francisco de Sandoval inaugura así su funesta privanza, acallando con regocijos la triste situación económica del país, sobre el que en seguida caerán nuevos arbitrios y aun tendrán que abrirse suscripciones de donativos voluntarios. Comienzan los festejos el 12 de febrero. El rey hace su entrada bajo soberbio arco triunfal, a la vez que disparan las baterías de mar y tierra, precedidas de tambores y clarines. Por la noche hay fuegos de artificio, entre vivas al rey, a su hermana y al valido. El día 13 aguarda a los convidados un fantástico almuerzo, servido en una gruta marina; después representan los farsantes de Villalba. El día 14 se dispuso un simulacro de combate contra el turco; y el 15 un torneo, con intervención de Lope, presentado a los paladines. De nuevo actuaron Villalba y sus huestes el día 16. El 17 salió el rey para Oliva (cuyo condado había de dar Lerma a don Rodrigo Calderón), y el festejo consistió en un fingido asalto de los caminantes por bandoleros en disfraz de moriscos. Lope describe -138- al pormenor estos seis días en una relación en octavas pomposas, titulada Fiestas de Denia, publicada en Valencia en el mes de mayo y remitida a la virreina de Nápoles, doña Catalina de Zúñiga, condesa de Lemos. Entre la alegría, la algazara y el esplendor detonante, no oculta su aflicción por la ausencia y desdenes de Micaela de Luján, patentizados en la octava última:

Señora, perdonad si no he pintado con más sutil pincel tan ricas fiestas; que este mi dulce y inmortal cuidado me tiene alma y vida descompuestas. Para un celoso ausente y olvidado, las mejores del mundo son molestas; que adonde todo el mundo alegre vino, yo sólo fui, llorando, peregrino.

No cometamos la candidez de imaginar que esto pudo escribirse por doña Juana. Terminadas las fiestas en Denia, el rey no demoró ya más su entrada a la ciudad del Turia. Celebrábanse aquellos viajes con gran solemnidad y pausa. El virrey, conde de Benavente, desde principios de año dispuso en Valencia todo lo preciso para que el acontecimiento dejara memoria imborrable. En 6 de enero comenzaron a romper la muralla para hacer el portal del real, mientras repicaban las campanas de la «Seu». Al día siguiente, el puente viejo quedó derruido, y los trabajos de engalanar con todo aparato y gasto a Valencia no cesaron un instante. En camino la comitiva, Felipe III cursó un despacho, desde Los Hinojosos, a la ciudad, con fecha 26 de enero, en el que decía: «He deliberado celebrar mi casamiento en esa mi ciudad de Valencia para donde voy caminando, y espero llegar con mucha brevedad con la voluntad de Dios; y por haceros merced os doy cuenta de ello por el contento que sé que tendréis de la demostración de amor que hago con ese mi reino, que es la que me tiene muy merecida su antigua fidelidad, y no menos los presentes que con tanto cuidado, aparato y gasto, como me ha escrito el ilustre conde de Benavente, mi lugarteniente y capitán general en ese mi reino, os apresuráis para solemnizar este acto, de que os doy las gracias que tan justamente se os deben», etc. El 2 de febrero por la mañana comenzaron a entrar más de cincuenta carros de su majestad, y a la tarde, por mar, el marqués de los Vélez. El 13 llegó el duque de Nájera, y el mismo -139- día la guardia de arqueros del rey, que volvió a salir y se aposentó en Ruzafa. Una fecha más tarde presentose el arzobispo de Sevilla, y sucesivamente fueron arribando otros personajes. Entró don Felipe con gran pompa en la ciudad el viernes 19 de febrero, entre las tres y las cuatro de la tarde, por el portal de San Vicente. Durmió aquella noche en el convento de Jesús, y, a la mañana, él y su alteza oyeron allí misa y almorzaron. Después, con la misma ostentación, trasladáronse a la catedral, donde adoraron el «Lignum crucis», y luego al palacio real. Entraron bajo palio, por la puerta nueva de los Leones. En tal momento, el baluarte saludó con un cañonazo, los arqueros del rey

dispararon sus pistolas, y el baluarte contestó con fuego de mosquetes y toda la artillería pesada. La salva se repitió el sábado, domingo y lunes siguientes al amanecer, al mediodía y a la noche. Era Carnaval y el rey quiso festejarlo vistiéndose de máscara. Recorrió disfrazado las calles con un grupo de caballeros de su corte, y asistió al sarao que se hizo en casa del conde de Benavente. Prosiguen y se redoblan los festejos (desfiles militares, trompetas y tambores, salvas de tierra y mar, músicas, bailes y fuegos de artificio), que adquieren la cumbre de su brillantez el 23 de febrero, martes de Carnestolendas. Va a celebrarse ante el palacio el espantable y nunca visto duelo entre «Carnaval» y «Cuaresma». Al filo de las dos de la tarde rebosa de gente la explanada. Óyese galopar de caballos y van saliendo por el portal del real, sobre soberbios alazanes, dieciséis jinetes disfrazados, con ropas turquesas de seda y oro, de diferentes colores, y tan ricamente como la fantasía pueda soñar. Son todos jóvenes de la nobleza: duques, condes, el marqués de Sarria, sus hermanos, el de Cerralbo, etc. Caracolean un instante; y en lindo orden, de dos en dos, continúan la marcha, que abren dos mascarones ridículos, precedidos por los atabales y trompetas del rey, que van tañendo a buen son. Estalla una lluvia de vítores, y más cuando conocen de cerca los semblantes y trazas de los dos bizarros duelistas. El de bermejo es Lope. Aparece vestido de Estefanello Botarga (un célebre repentista), hábito italiano, en figura de pimiento, rojo de arriba abajo, con calzas y ropilla seguidos, y ropa larga de levantar, de chamelote negro, con una gorra de terciopelo llano en la cabeza. Monta una mula baya, ensillada a la jineta, con petral de cascabeles. De los arzones de la silla, del cuello y cintura, del propio vestido, penden -140- muchos conejos, pollos, perdices y otros suculentos comestibles de aves y caza, simbolizando el Carnaval. Su antagonista, un bufón del rey, marcha a su izquierda en traje de Ganasa (el famoso farandulero), y también de su mula cuelgan toda clase de provisiones de ayuno: terrible carga de pescado fresco, abadejos, merluzas, congrios, langostas y sardinas. Simboliza la Cuaresma, y, triste coro cuaresmal, lleva, por ende, un a modo de turbante en la cabeza, formado con círculos de madera delgada, y de ellos pendiendo infinitas anguilas, sardinas saladas y otros pescados comunes. ¿Quién ganará la lid? Sólo faltan hortalizas (que no les tiran los muchachos por respeto al rey), para que aquello sea la Nabal... Entre las risas y asombro de la multitud, el cortejo, en correcta formación, sale de la ciudad por el portal del real, llega al cabo y borde del mismo puente, a vista del palacio, y se detiene. Acto seguido, Lope-Botarga destácase y pica de espuelas a su mula, que se clavan en los conejos y las gallinas, y avanza (tan veloz como se lo permiten el trote cochinero de su mala bestia y el bosque de comestibles) hacia las ventanas del palacio. Párase, y, con una gentil reverencia, se quita su gorra de terciopelo y saluda al rey y a la infanta en correcto toscano. Allí no es más que Estefanello Botarga, que improvisa un largo epitalamio en honor de

Felipe e Isabel y de Margarita y Alberto, a quienes esperan. Pero Botarga se desdobla y surge Lope, recitando como él sabe hacerlo, un bellísimo romance en la mejor lengua de Castilla, que ha compuesto en loor del monarca. El rey acecha por las celosías, junto a su alteza. En el mismo balcón y celosías, más apartados, hállanse las damas de la infanta, muy apuestas, y otros caballeros principales de la corte y de palacio en los demás balcones. Todos han oído muy bien al famoso poeta. Felipe III y su hermana se sienten complacidos, aunque no respondan; la gente del pueblo ha trocado sus risas por el silencio ante las elegancias y discreciones del mascarón. Y el caballero Botarga, despidiéndose de su majestad y alteza con la reverencia debida, tras aquella media hora que ha durado su actuación, pica otra vez de espuelas a la mula entre los conejos y las perdices y se reintegra a su puesto, a la bajada del puente. Allí dice a los caballeros que el rey les da licencia para que entren corriendo con sus ligeros corceles a proseguir la fiesta y regocijo. Ellos al punto, echando por delante la música de ministriles, atabales y trompetas, que les tañían a buen son de escaramuzar, galopan ordenadamente a vista de su majestad -141- y alteza. Pasan delante y se separan un buen trecho. Entonces el «Carnaval» y la «Cuaresma». Lope y el bufón, que permanecían en el puente, corren al son de atabales y trompetas, los dos en sus sendas mulas enjaezadas y los petrales de cascabeles, y van a parar, con el mal trote de sus animales, debajo de los balcones de palacio, provocando la risa de todos. Lope tampoco puede contenerla cuando cabalga junto al truhán. Cargados de carne y de pescado, son la imagen perfecta de su malditísimo suegro. ¡Antonio Guardo está allí patente, con toda su tienda, en las dos mulas! A continuación los caballeros, especialmente el marqués de Sarria, el conde de Cerralbo, el de Gelves y otro hermano suyo, vuelan apuestos con sus caballos enjaezados a la jineta, los caparazones de las sillas de terciopelo de diversos colores, todos bordados de oro y plata. Recorren el campo y carrera, y llaman la atención las perlas y aljófar finísimo de las guarniciones. Otros jinetes traen caparazones de brocado de tres altos, con las cabezadas de los frenos de rica plata y cascabeles de lo mismo, y los petrales de igual brillantez que los caparazones. Alegra el tintineo repetido de los infinitos cascabeles de plata fina, que hacen suave son en la carrera y se engarzan a la música de los ministriles, las trompetas y los atabales. Ahora revuelven sus caballos, ahora corren sus carreras por todo el campo del real, y ahora jugando y escaramuzando a modo de encamisada, causan contento a la multitud, al rey y a los grandes que están en los balcones, al pueblo, al aldeano, al huertano y al morisco, que en su vida vieron cosa semejante. Ha transcurrido una hora larga. Los caballeros, los mascarones y los músicos recógense a una parte del campo. Les toca su vez a los hidalgos de Valencia. El 28 de febrero jura el rey en la catedral a las tres y media de la tarde. Los nobles siguen llegando. El 24 de marzo entra en la ciudad el viejo duque del Infantado, con su luenga y blanca barba, que se aposenta

en casa del marqués de Terranova y viene gastando por el camino más de dos mil ducados al día, según murmuraciones. Después acude el almirante de Castilla, acompañado del rey de Marruecos. Y en tanto, ¿se mitiga la tristeza de Lope? ¿No se contagia del regocijo general? ¿Qué menester tan grave le ocupa, que mientras su amo el marqués de Sarria sale con el de Denia en 29 de marzo para Vinaroz, deja que le acompañe su buen amigo y confidente el contador Barrionuevo y él se queda en Valencia? Un nuevo amor sin duda le entretiene. Aquel hijo suyo fraile, -142- Vicente Pellicer, en el mundo Fernando, que profesó en el convento de Monte Sión, a quien dedica en el año 1614 sus Revelaciones y llama dulcemente «tierno mancebo», debió de ser fruto de alguna conexión amorosa por estos días. El apellido Pellicer es bien valenciano. ¿Quién fue la amante? Sólo documentos, hoy no conocidos, pueden contestar a la pregunta. Por dondequiera que anduvo el poeta, allí dejó hijos. En Madrid, en Alba de Tormes, en Toledo, en Sevilla, que sepamos. Raro sería, coincidiendo la edad de ese hijo con su estancia a orillas del Turia, que en Valencia no hubiese dejado un testimonio de sus galanteos. ¿Amor éste fugaz? En unas fiestas de inusitada pompa por un doble desposorio real, ante una Naturaleza lujuriante como la valenciana, desbordada la alegría, el Sol en Aries (para su comprensión astrológica), don Juan Tenorio Lope de Vega -superior en todo a Don Juan- no podía permanecer ocioso. Ya le vimos desarrugado el ceño, y, aunque bajo una máscara, en su mejor humor. Mas he aquí las naves hamburguesas, procedentes de la gentil Italia, en el puerto de Tortosa: 25 de marzo de 1599. No está la Luna en la cola del Dragón; pero de aquel enlace real se engendrará la ruina de España. La que ajena a los vaivenes del mundo, ayudando a hacer las camas de los enfermos en el hospital de Gratz, jamás pensó en ceñirse el emblema de la soberanía, llega a Murviedro el martes santo, 8 de abril. Sale el rey a recibirla, y permanece con ella en Sagunto el resto de la Semana Santa y algunos días más, en espera del retorno del archiduque Alberto, que ha subido hasta Madrid con cuarenta caballos, a despedirse de la emperatriz su madre. Juntos ya todos en Murviedro, la reina Margarita hace su entrada en Valencia a 18 de abril, a las once de la mañana. Viene a caballo, por el portal de Serranos, seguida de su madre, a caballo igualmente, y de la duquesa de Gandía con otras damas y un cortejo ostentoso. Contar los nobles caballeros castellanos; los grandes de la corte, los extranjeros, las riquísimas libreas y los muchos criados y pajes sería añadir luz al sol. En este acompañamiento deslumbrante va nuestro Lope, y allí ve la bizarría de su amo el marqués. Riquísimo es su vestido e incomparable su librea: gorros de terciopelo negro con toquillas de seda y plumas blancas, encarnadas y azules; bohemios de terciopelo encarnado, guarnecidos con ocho fajas en azul y blanco; ropillas de raso, jubones de lo mismo, bermejos, con trencillas azules y blancas; los tafetanes de las calzas de raso rojo, y las medias calzas de seda encarnada y zapatos blancos. Nueve lacayos y diecinueve pajes. -143- Avanza la comitiva hacia la «Seu», donde se celebrará la ceremonia del doble enlace. Su majestad recibe a la

reina en la puerta de los Apóstoles.

Tocan los clarines al alborada; los remos se mueven, retumba el agua, cuando Margarita, que es alma santa, viene al dulce puerto de su esperanza.

Esto escribe Lope, espiritualizando el casorio, en su auto sacramental Las bodas entre el alma y el amor divino, que los cómicos de Villalba representan en una plaza pública. Durante la ceremonia del enlace, el rey no permitió que estuvieran presentes sino los grandes de Castilla, cosa que se prestó a murmuraciones y molestó a los jurados de Valencia. Todo el día fue de fiesta y regocijo en la ciudad, y tal que no volverá a verse en el transcurso de los siglos. A la mayor corona de la tierra asiste el lujo más fabuloso. Las calles, engalanadas con ricos aderezos e innumerables ornamentos e invenciones, estrechas por las muchas carrozas de cuatro y de seis caballos; la hermosura de los vestidos de tanto príncipe, tanto noble, caballeros e hidalgos, pajes y criados; gente llegada de todos los confines de la tierra... Y todavía la noche sobrepuja al día con sus músicas, alboradas y luminarias dentro y fuera de la ciudad. En palacio hay baile de gala. El rey danza con Margarita una «alta» y «baja», y lo mismo el archiduque con Isabel. Corren la gracia y el donaire. El rey saluda con la gorra en la mano y responden con igual cortesía las damas y los caballeros. Descubierto y de rodillas, Alberto pide a Felipe licencia para danzar con Margarita. Después el rey y su hermana bailan juntos una gallarda y pavana. Abajo, el pueblo, arremolinado a las puertas, escucha y se divierte. Lope está con el pueblo, como para él nacido. Lope ha preparado a cuatro ciegos valencianos, buenos músicos y cantores, y helos aquí, sobre los bancos de la puerta de Palacio templar sus violines y rabeles, y dar al aire, con mucha concordancia y tono pastoril, el romance que el poeta les ha compuesto: -144- A las bodas venturosas de Felipe el de Madrid lo mejor del Manzanares vino a Valencia del Cid...

Larga polifonía en medio de la noche, con sus estribillos, y cita de los principales caballeros que asisten a las fiestas. Y después, para despedirse, y en tono de lamentación, los mismos pobres ciegos vuelven a cantar. Es un soneto triste, en que se pone en boca del rey (bien ajeno a semejante consideración) la remembranza de «un futuro terror» entre el fausto de sus bodas:

Hombre soy como eres; no te espante de oír la majestad y el poderío, pues de ambas cosas sólo el uso es mío, como lo fue de otros monarcas antes. Provincias grandes, reinos importantes sujeta este gallardo y justo brío; mas si al morir no pueden dar desvío, ¿qué son, puesto que fuesen de diamantes? Del uno al otro polo al mundo abarco y sujeto mejor que Atlante al cielo sobre hombros de mi claro nombre y marca. Y aunque, cuando el vibrar, la espada y arco señalo, están temblando el mar y el suelo, a mí me hace temblar sola una Parca.

Luego de otros divertimientos, zalemas y agasajos a los monarcas, se pensó en el retorno a Madrid. Unos lo verificaron y otros quedáronse aún varios días. Partieron los cómicos de Villalba, que habían representado allí la comedia Dido y Eneas, del poeta local don Guillén de Castro. El 4 de mayo salía el rey de la playa del Grao con veinte galeras rumbo a Barcelona. El 22 de julio regresaba, dejando embarcados a la infanta y al archiduque para sus tierras. Por fin, el 24 salió para Denia a las cuatro de la mañana. Mucho antes Lope y el marqués su amo estaban en la corte ya.

El jardín de Lope de Vega, en la casa de la Calle de Francos (hoy de Cervantes), en obras de restauración. (Mayo de 1935).

Así fueron las famosas fiestas valentinas. El duque de Lerma, que tan maravillosamente dispuso todo, había afianzado para largo tiempo su privanza, y podría decir que las mercedes hay que sacarlas de los reyes una a una como los juncos. El recién desposado Felipe escribirá a Rodrigo

Vázquez de Arce, presidente del Consejo de Castilla: «El conde de Miranda me ha servido muy bien en esta jornada y en otras muchas ocasiones, de que estoy muy satisfecho; he -145- puesto los ojos en él para darle el oficio que vos tenéis: mirad qué color queréis se dé a vuestra salida, que ese mismo daré». La impudicia de la carta revelaría maldad, si no encubriera estupidez. El fiel servidor del difunto Felipe II contestó dignamente: «Señor, muy bien es que Vuestra Majestad premie los servicios de los Grandes de Castilla, para que con esto los demás se animen a servirle (!): el color que mi salida ha de tener es haber dicho verdad y servir a Vuestra Majestad como tengo obligación».

La casa en que vivió y murió Lope de Vega en la Calle de Francos (hoy de Cervantes), en arbitraria restauración.

Se inauguraba la era del favoritismo y la injusticia. Esta es la España que va a vivir desde ahora Lope de Vega. A primeros de mayo salió impreso su Isidro. En julio debía de permanecer en Madrid, donde el día 26 es bautizada su hija Jacinta, que se malogró en la infancia. Consta que él estaba en la corte positivamente el 7 de agosto; pero pronto trasladose a Chinchón, pues a 20 de dicho mes firma allí el autógrafo de su comedia El blasón de los Chaves de Villalba. Supónese con fundamento que el hallarse en aquella villa obedecería a que don Luis Jerónimo Fernández de Cabrera, primogénito del conde de Chinchón, debió de invitar al marqués de Sarria a pasar en sus posesiones el resto del verano. La vuelta de Lope al cultivo teatral explícase por el rumor de que pronto serían abiertos otra vez los «corrales», después de las fiestas pasadas. En tanto, Diego Díaz surca el Océano, camino de América. Micaela de Luján ablanda ya su pecho y acepta el amor de Lope, que por estos idus principia. Un año ha durado el asedio. Promete una larga pasión. Lope se entrega a la hermosa serrana de ojos azules, y la canta, con una exaltación y un delirio de que no hay precedentes:

Belleza singular, ingenio raro, fuera del natural curso del cielo; Etna de amor, que de tu mismo yelo despides llamas entre mármol paro. Sol de hermosura, entendimiento claro; alma dichosa en cristalino velo; norte del mar, admiración del suelo, émula al sol como a la luna el faro. Milagro del autor del cielo y tierra; bien de naturaleza el más perfeto; Lucinda hermosa, en quien mi luz se entierra, nieve en blancura y fuego en el efeto, paz de los ojos y del alma guerra: dame a escribir, como a penar, sujeto.

-146- El Petrarca será más sentimental y depurado; pero Lucinda no cede a Laura en encarecimiento:

Ángel divino, que en humano y tierno velo te goza el mundo, y no consuma el mar del tiempo, ni su blanca espuma cubra tu frente en su nevado invierno. Beldad que del artífice superno imagen pura fuiste en cifra y suma, sujeto de mi lengua y de mi pluma, cuya hermosura me ha de hacer eterno. Centro del alma venturosa mía, en quien el armonía y compostura del mundo superior contemplo y veo. Alba Lucinda, cielo, sol, luz, día: para siempre al altar de tu hermosura ofrece su memoria vil deseo.

Aquel otoño de 1599 y parte del invierno tiene Lope frecuentes estancias en Toledo al lado de Micaela de Luján; y como trece o catorce años antes con «Filis», sucédese pronto cantidad infinita de versos en alabanza de «Lucinda», que no tardará en competir en celebridad poética con Elena Ossorio. La hermosura de Angélica, cuya publicación ha quedado suspendida, va creciendo y nutriéndose de la inspiración que le infunde la belleza de Micaela de Luján. En febrero de 1600 termina la comedia La contienda de Diego García de Paredes. Su mujer doña Juana, en tanto, conténtase con su nena Jacinta. El poeta, con todo, estaba intranquilo. Eso de acompañar constantemente a don Pedro Fernández de Castro, personaje de mucha movilidad y agitación no poco caprichosa, le traía bastante molesto. Tenía desatendida su casa. Los gajes no valían la pena. El trabajo era mucho, vano y servil. El corazón le tiraba por otro lado cerca de la Luján. Hacia la primavera de 1600 dimitió el puesto de secretario y enseguida corrió a unirse con Micaela. Los teatros iban a abrirse, por fin, al cabo de tres años de clausura. Con los teatros en funciones, nada temía él, soberano y único señor de la escena cómica. En junio comenzaron ya a reorganizarse las antiguas compañías. Cuatro al principio, mas ya crecerían en número. Uno de los primeros «autores» que dio señales de vida fue el famoso Pinedo, que

inmediatamente contrató a Micaela de Luján. Los pobres histriones que paseaban su aburrimiento y su miseria por Zocodover, saludaron con lágrimas en los ojos su corral del Mesón de la Fruta. Las peticiones de comedias -147- a Lope, así en Madrid como en Toledo, se multiplicaron. Fortuna que no había permanecido ocioso.

Baltasar de Pinedo, «autor» de comedias eminente, en cuya compañía trabajaba Micaela de Luján.

La política, sin embargo, venía a entorpecer sus planes; o, más que la política, la insaciable sed de riquezas del duque de Lerma, que, mediante donativos cuantiosos, no tuvo inconveniente en trasladar la corte de Madrid a Valladolid, para, luego, por el mismo expediente vergonzoso, volverla de Valladolid a Madrid. A 11 de enero de 1601 salían ya los príncipes rumbo a la ciudad del Pisuerga. Quedó la antigua corte desolada, cerrados los palacios, levantada toda la enorme máquina de la monarquía. El mundo de la política, de la literatura y del arte trasladose a Valladolid. Lope no lo siguió. Prefirió viajar en alas de aquel amor trashumante de Micaela de Luján, que llevaba camino diferente. Necesitado de dinero, a 13 de febrero le anticipó mil reales Gaspar de Porres, deuda que este, en 25 de junio, daba poder para cobrar al mercader Gonzalo Sánchez. Gran parte, pues, de aquel año de 1601 anduvo Lope por Madrid, Toledo y los sitios en que representaba «Lucinda», de quien ya tenía descendencia. Escribía más comedias y le representaban otras. En 20 de marzo y fechada en Madrid, hay una «Obligación de Baltasar de Pinedo, autor de comedias, de no representar ni dejar representar una comedia que tiene Baltasar de Porres, también autor de comedias, intitulada La hermosa Alfreda, so pena de pagarle quinientos reales, que fue el precio que le costó de la persona que la compuso, de quien dicho Gaspar de Porres la hubo, más las costas, daños y perjuicios». La obra es de Lope, y el documento, sumamente interesante, pues nos indica la cantidad que solía cobrar por una comedia el primer poeta dramático del tiempo. Lope debió de pasar parte del verano en Toledo; después regresó a Madrid; volvió a Toledo, donde se hallaba aún en 10 de enero y en 25 de dicho mes, nuevamente -148- en su patria. Con esta fecha extiende poder al ropero Gregorio Alonso para que le abone Pedro Jiménez de Valenzuela, en Toledo, cuatrocientos reales que le debe, y con ellos se cobre de ciertas prendas que le ha adquirido: «un vestido de mezcla, de hombre, calzón, ropilla y capa, y un vestido de raja, de mujer, de mezcla, ropa y basquiña, guarnecido de terciopelo, nuevo, y un manteo de raja azul, con seis ribetes de terciopelo, todo nuevo, en cuarenta y seis ducados». Sin duda la deuda de Jiménez de Valenzuela precedía de alguna obra teatral que le había escrito Lope, pues el tal era «autor» o empresario. A principios de 1602, las exigencias del oficio histriónico, tan irregular, lleno de azares y movible, obligaron a la compañía de Pinedo, y con ella a Micaela de Luján, a ir a representar desde Madrid a Sevilla. Era lejos para que la siguiera Lope, que expresa así el dolor por su

ausencia, confiado al «arroyo aprendiz de río»:

Fugitivo cristal, el curso enfrena, en tanto que te cuento mis pesares; pero ¿cómo te digo que te pares, si lloro y creces por la blanda arena? Ya de la sierra, que de nieves llena te da principio, humilde Manzanares, por dar luz al que tienen tantos mares, mi sol hizo su ocaso en la Morena. Ya del Betis la orilla verde adorna en otro bosque de árboles desnudos, que en agua dan por fruto plata en barras. Yo triste en tanto que a tu margen torna de aquestos olmos, a mis quejas mudos, nidos deshago y desenlazo parras.

Esto dice al Manzanares, y he aquí lo que pide al Guadalquivir:

Así en las olas de la mar feroces, Betis, mil siglos tu cristal escondas, y otra tanta ciudad sobre tus ondas de mil navales edificios goces; así tus cuevas no interrumpan voces, ni quillas toquen, ni permitan sondas, y en tus campos tan fértil correspondas, que rompa el trigo las agudas hoces; así en tu arena el indio margen rinda y al avariento corazón descubras más barras que en ti mira el cielo estrellas; -149- que si pusiere en ti sus pies Lucinda, no por besallas sus estampas cubras, que estoy celoso y voy leyendo en ellas.

Creyó Lope que la temporada teatral sevillana sería breve; pero al notar que se prolonga, desazónase, y, por fin, no pudiendo aguantar más sin Micaela, se dirige a la ciudad del Betis. Mucho tiempo había transcurrido, desde que visitaba a su tío don Miguel del Carpio, «de clara y santa

memoria», sin ver a Sevilla. La llegada del gran dramaturgo produjo impresión en aquellos medios literarios. Un poeta, probablemente su amigo don Antonio Ortiz Melgarejo, le saludaba así:

¿Quién es este pastor que de Castilla al sacro Betis muda sus ovejas, esparciendo a los aires tristes quejas en busca de su ausente pastorcilla?... Si del Tibre desciende, será el Tasso; Sannazaro, si baja del Sebeto, y si del Manzanares viene, es Vega...

Pero otros vates, envidiosos de su fama y conocedores de sus relaciones ilícitas con la Luján, le insultaron en sonetos satíricos, especialmente en una obra rufianesca, tal vez de la pluma de Alonso Álvarez de Soria:

-Lope dicen que vino. - No es posible. -¡Vive Dios, que pasó por donde asisto! -No lo puedo creer. - ¡Por Jesucristo, que no os miento! - Callad, que es imposible. -¡Por el Hijo de Dios, que sois terrible! -Digo que es chanza. - ¡Andad, que voto a Cristo, que entró por Macarena! - ¿Quién lo ha visto? -Yo lo vide.-No hay tal, que es invisible. -¿Invisible, Martín? Eso es engaño; porque Lope de Vega es hombre, y hombre como yo, como vos y Diego Díaz. -¿Es grande?-Sí, será de mi tamaño. -Si no es tan grande, pues, como es su nombre, cágome en vos, en él y en sus poesías.

Nótese la alusión de mala índole al pobre esposo de Micaela, Diego Díaz, que a la sazón andaba por el Perú, y al deseo de Lope, en los primeros días, de pasar inadvertido, para aposentarse junto a la Luján. Semanas después, y luego de representar los autos del Corpus, la compañía de Pinedo -150- salió para Granada. Acompañó a «Lucinda» su amante, que fue muy festejado por los poetas de la ciudad, Mira de Amescua, Agustín de Tejada, Juan de Arjona, etc.

A todos ellos devolvió sus finezas en las Rimas aquel mismo año. A Mira de Amescua le decía:

Viendo que iguala en su balanza Astrea los rayos y las sombras desiguales, Dauro no ha reparado en las señales de la extranjera Vega que pasea. Mas ya que el oro que la dais emplea en mis arenas, a la Libia iguales, florecerán mi vega sus cristales, y vos mi ingenio, de mi mundo idea... Y así, en tanto que al patrio Tajo vuelvo, serán entre las márgenes del Dauro las flores vuestras y la vega mía.

No era posible prolongar más su estancia, y, dejando a la Luján en Sevilla, hacia septiembre regresó a Toledo, donde criaba y educaba a sus hijos Micaela. De aquí sus visitas frecuentes. Acometido de la soledad de ausencia, con el pensamiento en Sevilla, escribe:

Cubran tus aguas, Betis caudaloso, las galeras de Italia y españolas; de Sevilla a Triana formen solas por una y otra margen puente hermoso. Las naves indias con metal precioso más hinchadas que de aire sus ventolas, tu pecho opriman, libres de las olas del mar era la Bermuda riguroso. Apenas des lugar para los barcos, y en el mejor Lucinda sin memoria honre tus fiestas con igual presencia. Diviértase en tus salvas, triunfos y arcos, mientras que tengo yo por mayor gloria peñas del Tajo y soledad de ausencia.

Poco después, su amigo y confidente el contador Gaspar de Barrionuevo le escribe comunicándole alguna indisposición de la comedianta, a lo que le responde:

Gaspar, si enferma está mi bien, decilde que yo tengo de amor el alma enferma, y en esta soledad desierta y yerma lo que sabéis que paso persuadilde. -151- Y para que el rigor temple, advertilde que el médico también tal vez enferma, y que segura de mi ausencia duerma, que soy leal, cuanto presente humilde. Y advertilde también, si el mal porfía, que trueque mi salud a su accidente, que la que tengo el alma se la envía. Decilde que del trueco se contente; mas ¿para qué le ofrezco salud mía?, que no tiene salud quien está ausente.

Vuelto Lope a Madrid (a excusarse con doña Juana de la necesidad de aquellos viajes para colocar sus comedias...), aquí escribió El cuerdo loco, fechado en 11 de noviembre, y El príncipe despeñado, que data a 27 de dicho mes. Esta calendación es sumamente interesante: nos asegura el tiempo que, en general, tardaba en escribir una comedia: quince días. El 23 de diciembre hállase otra vez en Toledo, pero de paso ya para Sevilla. Llevaba el privilegio de impresión de La hermosura de Angélica, obtenido en Valladolid en 20 de octubre. El nuevo año de 1603 lo pasó junto a Micaela. Consta su estancia a orillas del Betis en 3 de enero. Trabajaba allí la compañía de Baltasar de Pinedo, que unida a la de Porres hizo los autos del Corpus. Lope (padre de un hijo más con la comedianta) vivió entonces las horas más felices de su vida:

Yo no espero la flota, ni importuno al cielo, al mar, al viento por su ayuda, ni que segura pase la Bermuda sobre el azul tridente de Neptuno. Ni tengo yerba en campo, o rompo alguno con el arado en que el villano suda, ni del vasallo que con renta acuda provecho espero en mi favor ninguno. Mira estas yedras que con tiernos lazos, para formar sin alma su himeneo, dan a estos verdes álamos abrazos; y si tienes, Lucinda, mi deseo, hálleme la vejez entre tus brazos,

y pasaremos juntos el Leteo.

Se hospedaba ahora en casa de la poetisa doña Ángela Vernegali, amiga de Micaela y muy bella también, a quien dedicó la segunda parte de sus Rimas, en agradecimiento por -152- haber padecido en Sevilla dos enfermedades peligrosas y deber la salud a los solícitos cuidados de aquella dama. Como en el año anterior, después del Corpus y las representaciones que solían seguir a los autos, Micaela y Lope salieron con la compañía de Pinedo a la ciudad de Granada, y allí fueron regiamente aposentados en casa de don Álvaro de Guzmán. Años adelante lo recordaba el poeta: «Dijéronme en llegando que el agua de Xenil era tan delgada, que a todos los forasteros destemplaba luego, y era causa de grandes enfermedades. Era yo huésped de don Álvaro de Guzmán, y roguele me librase de tales pronósticos; y el buen caballero, que todos los Guzmanes son buenos, mandó que nos diesen siempre vino puro y que sólo se pegase el frío de la nieve de la cantimplora». En el otoño, y también como en el año precedente dejando a la Luján en Sevilla, marchó a Madrid a negocios de su hacienda. Halló a su mujer delicada; y como eran forzosas sus visitas a Toledo, el clima más sano y los continuos viajes muy costosos, trasladó a doña Juana a la imperial ciudad. Verdaderamente, en Madrid, cada día más muerto, nada tenía que hacer. En Toledo, y con el corazón puesto siempre en Micaela (sus hijos menores estaban en Sevilla), compuso y remitió la célebre Epístola a Lucinda, llena de confesiones autobiográficas referentes a sus amores. Preciso es dar a conocer lo más importante de ella. Siempre, además, es un regalo gustar versos de Lope, en este caso bellísimos:

Serrana hermosa, que de nieve helada fueras, como parece en el efeto, si amor no hallara en tu rigor posada; del sol y de mi vista claro objeto, centro del alma, que a tu gloria aspira, y de mi verso altísimo sujeto... Hoy que a estos montes y a la muerte llego, donde vine sin ti, sin alma y vida, te escribo, de llorar cansado y ciego; pero dirás que es pena merecida de quien pudo sufrir, mirar tus ojos con lágrimas de amor en la partida... A la ciudad famosa que dejabas la cabeza volví, que desde lejos sus muros con sus fuegos me enseñaba... Mas como los amigos, desto ajenos,

reparasen en ver que me paraba, en el mayor dolor fue el llanto menos. -153- Ya, pues, que el alma y la ciudad dejaba y no se oía del famoso río el claro son con que sus muros lava, adiós, dije mil veces, dueño mío, hasta que a verme en tu ribera vuelva, de quien tan tiernamente me desvío. No suele el ruiseñor en verde selva llorar el nido, de uno en otro ramo de florido arrayán y madreselva, con más doliente voz que yo te llamo, ausente de mis dulces pajarillos, por quien en llanto el corazón derramo... Lucinda, sin tu dulce compañía y sin las prendas de tu dulce pecho, todo es llorar desde la noche al día. Que con sólo pensar que está deshecho mi nido ausente, me atraviesa el alma, dando mil ñudos a mi cuello estrecho. Que con dolor de que le dejo en calma y el fruto de mi amor goza otro dueño, parece que he sembrado ingrata palma. Llegué, Lucinda, al fin, sin ver el sueño en tres veces que el sol me vio tan triste a la aspereza de un lugar pequeño, a quien de murtas y peñascos viste Sierra Morena, que se pone en medio del dichoso lugar en que naciste... Bajé a los llanos desta humilde tierra, adonde me prendiste y cautivaste, y yo fui esclavo de tu dulce guerra. No estaba el Tajo con el verde engaste de su florida margen, cual solía cuando con esos pies su orilla honraste... Así ha llegado aquel pastor dichoso, Lucinda, que llamabas dueño tuyo, del Betis rico al Tajo caudaloso... Tú conoces, Lucinda, mi firmeza, y que es acero el pensamiento mío con las pastoras de mayor belleza. Ya sabes el rigor de mi desvío con Flora, que te tuvo tan celosa, a cuyo fuego respondí con frío. Pues bien conoces tú que es Flora hermosa, y que, con serlo, sin remedio vive

envidiosa de ti, de mí quejosa. Bien sabes que habla bien, que bien escribe y que me solicita y me regala, por más desprecios que de mí recibe... -154- Aquestos nidos de diversos lazos, donde agora se besan dos palomas, por ver mis prendas burlarán mis brazos... Donde si espero de mis versos fama, a ti la debo, que tú sola puedes dar a mi frente de laurel la rama donde, muriendo, vencedora quedes.

No deja de parecer extraño que esta carta en verso se dirija a una mujer que no sabía firmar. Posiblemente los celos de Micaela serían por doña Ángela Vernegali. Al poeta se le hace ahora odioso Toledo, como antes Madrid, y corre a Sevilla para pasar las Navidades con su amor. El 31 de diciembre suscribe allí la dedicatoria a don Pedro Fernández de Córdoba, marqués de Priego, de El peregrino en su patria. Los amantes, que vivían en la collación de San Vicente, recibieron la triste noticia (para ellos liberadora) del fallecimiento en el Perú de Diego Díaz de Castro, el marido de Micaela, acaecido a mediados del año precedente. La trajo un sevillano que regresó de América, portador de 800 ducados que el infeliz histrión dejaba en herencia a su mujer e hijos. La viuda, como todos ellos eran menores, presentó a 10 de enero de 1604 un pedimento para la información de cómo había sido casada legítimamente con el Diego Díaz, de cuyo matrimonio tuvieron por hijos a Agustina, Dionisia, Ángela Jacinta, Mariana, Juan y Félix, y que se la nombrase tutora y curadora de los mismos con facultad para recibir y administrar la hacienda. Se la instituyó seis días más tarde, y ella, en nuevo escrito, ofreció por fiador de la tutela «a Lope de Vega, residente en esta ciudad, que es persona abonada para hacer la dicha fianza en cantidad de más de 1.000 ducados», y por testigos a un Simón González y al célebre Mateo Alemán, quien declaró conocer a Lope de Vega (como que era gran amigo suyo) «hombre rico y abocado para ser fiador de la dicha Micaela de Luján..., porque le conoce este testigo por bienes suyos propios dos pares de casas en la villa de Madrid, que valdrán estando allí la corte de Su Majestad 2.000 ducados, poco más o menos». ¡No se quedaba corto el autor de Guzmán de Alfarache, y a novela picaresca olía todo! Porque la arrogante Micaela confesaba frescamente que el mayor de sus hijos, Agustina, tenía catorce años, y el menor, Félix, tres meses. Y no mentía, por cuanto había recibido aguas bautismales en 19 de octubre de 1603. No mentía sino en atribuirle aquel hijo (y como tal lo inscribió)

al pobre esposo difunto... y estante cuatro años ya en América. La justicia no -155- reparó en ello, y la viuda alegre pudo otorgar carta de pago, en 26 de febrero, al depositario de la herencia, reducida, tras los gastos, a unos 7.938 reales, que algo aliviarían el luto. Una epístola en tercetos escrita entonces por el poeta al contador Gaspar de Barrionuevo, ausente de Sevilla, en las galeras de España, con el almirante marqués de Santa Cruz, nos proporciona nuevas noticias autobiográficas. Quéjase de que sólo le haya escrito aquel en dos ocasiones; le incita a que deje tanto mar y vuelva al lado de las damas, y le narra la vida deliciosa junto al Betis:

Pan de Sevilla regalado y tierno, masado con la blanca y limpia mano de alguna que os quisiera para yerno; jamón presunto de español marrano, de la sierra famosa de Aracena, adonde huyó del mundo Arias Montano. Vino aromatizado, que sin pena beberse puede, siendo de Cazalla, y que ningún cristiano le condena. ¿Agua del Alameda en blanca talla dejáis por el bizcocho de galera y la zupia que embarca la canalla? ¿Es mejor la crujía en que tan fiera la veis pasar a tantos miserables, que esta famosa espléndida ribera? ¿Son esos oficiales más tratables que estos vuestros amigos? ¿Son mejores que este Arenal esa cureña y cables?...

Después le dice cómo pensó que el marqués de Santa Cruz le concedería permiso para estar un mes siquiera en Sevilla:

Viniendo yo de la desierta villa donde nací, como otras cosas viles que arroja Manzanares en su orilla, en Malagón hallé el famoso Aquiles, fénix de aquel que, de su Cruz armado, hizo mil pueblos de África serviles. Hablele en vos, y como honrar profesa las sombras de las letras con notable favor...

El hijo de don Álvaro de Bazán aseguró a Lope que daría licencia a Barrionuevo; pero, por lo visto, no había cumplido su promesa. Pónele en antecedentes de que acaba de publicar un nuevo libro, El peregrino en su patria, y se queja de que -156- en Zaragoza se haya impreso un tomo de Comedias a su nombre, que por seis versos suyos tiene cien ajenos. Y pide a su amigo, por favor, si ve pasar a Italia aquel esportón de necedades, que diga la verdad: tales comedias no son suyas:

Pues si tienen allí tantos autores versos y pasos, no las llamen mías: impriman norabuena sus errores

Termina la carta con un pasaje de mucho interés. En sus campañas navales por la costa africana, había adquirido Barrionuevo un esclavillo, llamado Hamete, el cual (sin duda por hospedarse en Sevilla el contador en la misma casa que Lope) acompañaba frecuentemente a las hijas de Micaela:

Mariana y Angelilla mil mañanas se acuerdan de Hametillo, que a la tienda las llevaba por chochos y avellanas. Y Lucinda os suplica no se venda sin que primero la aviséis del precio. Quedaos con Dios, Gaspar, y no os ofenda este discurso tan prolijo y necio.

Ahora, Mariana y Angelilla ¿eran hijas de Lope? Parece que, de lo contrario, no hubiera tenido este recuerdo. Mas, a no haber gemelos, resulta muy difícil su atribución, computado el tiempo en que conoció a la Luján. Además, entre Mariana y Ángela vino al mundo Jacinta; y luego de estas tres, Juan y Félix. Tal vez la lista que presentó Micaela al pedir ser nombrada tutora y curadora no guardase riguroso orden cronológico, sino que señaló a su hija mayor la primera y a Félix el último, que contaba tres meses, y no se preocupó (ni era necesario) del orden de los restantes. Aun así, no se soluciona. Barrionuevo, y con él su esclavillo, faltaban ya varios meses de Sevilla. Lógicamente hemos de descartar un año

del tiempo en que Hamete llevaba a las niñas a comprar chochos y avellanas a la tienda. ¿Qué menos habían de tener que cuatro o cinco años entonces? Y restado uno... Yo no me persuado a que Mariana y Angelilla fueran hijas de Lope. De ellas no vuelve a saberse nada, a excepción de esta última, en que, llamándosele Ángela Díaz de Luján, figura como testigo en Toledo, en octubre del año entrante de 1605, en el bautizo de la hija del autor de comedias Alonso Riquelme, a la que se pone por nombre, precisamente, Ángela y es padrino nuestro poeta. -157- Actuó, pues, la niña de Micaela, de comadre. ¿Puede ser éste otro dato más en apoyo, de la paternidad de Lope? No. Volviendo a El peregrino en su patria, acedósele a los émulos y enemigos del «Fénix» la jactancia de la portada y la reproducción del escudo con las diecinueve torres. Especialmente, la figura de la Envidia, representada en el grabado sobre el pedestal de la izquierda, en actitud de querer atravesar con la daga un corazón. Velis nolis, Invidia, rezaba el pedestal; y en el del Peregrino, este letrero: Aut unicus aut peregrinus, que, a quien entendiese, venía a decir: «Envidia, quieras o no quieras, Lope es o único o excepcional». A Cervantes mismo le sentó aquello malamente, y no se lo perdonaría -con otras muchas cosas- en los preliminares del Quijote. Y así a otros varios en la corte, en Toledo, en Córdoba. En la propia Sevilla, Alonso Álvarez de Soria (que pronto había de ser ahorcado por motejar con poca limpieza al Asistente) escribió una décima de cabos rotos -de los que parece era el inventor- contra don Juan de Arguijo, por alabar la obra lopiana:

Envió Lope de Ve- al señor don Juan Argui- el libró del Peregri- a que diga si está bue-; y es tan noble y tan discre-, que estando, como está, ma-, dice es otro Garcila- en su traza y compostu-; mas luego entre sí ¿quién du- no diga que está bella-?

Lope, envidiado, discutido, atacando a sus émulos en todos los frentes y encendiendo la guerra literaria, tomó con los caniculares el camino de Toledo, tal vez en compañía de la Luján. A poco, trasladó de domicilio a su esposa, porque en 10 de agosto alquila una casa (que habitará desde primero de septiembre) en el callejón de San Justo por 68 ducados. Allí, en otra casa, de la parroquia de la Magdalena, vivirá la Luján. Ya se había hecho a esperar la infeliz doña Juana de Guardo, soportando con

resignación las ausencias y extravíos de su esposo, aunque no le faltarían a él razones, ardides y pretextos para consolarla y engañarla. Ahora doña Juana estaba encinta y próxima al parto (mal de salud siempre), cuyo fruto había de malograrse. Y ahora ella y la Luján vivirán juntas y al mismo tiempo en el corazón de Lope. Tiene dos -158- mujeres y alternará los hijos. Sus amigos le gasajan: el joven Medinilla, Valdivielso, Chacón, Castellanos... Este Castellanos es el famoso «Sastre de Toledo». Merece una pequeña disquisición tan extraordinario personaje. Durante tres siglos no se supo quién fuera el «Sastre de Toledo», cuyas comedias citan siempre en son de mofa sus contemporáneos, ni menos su amistad con Lope. Creíase que Agustín Castellanos era un poeta normal, contertulio suyo, a tenor de algunos versos dedicados al Fénix con su nombre de pila y de aparecer como testigo en la fe bautismal de Marcela. Empero resulta de documentos recientes no sólo indubitable la amistad entre el «Sastre» y Lope, sino que este corregía sus grotescamente célebres comedias. ¡Un episodio pintoresco más, que nos tenía reservada la vida de Lope! El «Sastre de Toledo» era, pues, un auténtico sastre de la ciudad imperial, que, sin saber leer ni escribir, escribía comedias. Oigamos a sus contemporáneos. Cristóbal Suárez de Figueroa dice en El Pasajero: «Sastre conocí que, entre diversas representaciones que compuso, duraron algunas quince o veinte días. Este fue el que llamaron de Toledo: sin saber leer ni escribir, iba haciendo coplas por la calle, pidiendo a boticarios y a otros donde había tintero y pluma, se las notasen en papelitos». Y Quevedo en la Perinola: «Me acuerdo de haber leído en una comedia del 'Sastre de Toledo' esta copla al pelo de una dama:

Si de aqueste pelo apelo, pelícano vendré a ser: la piel del diablo, Riselo; y, pues tercio en su querer, quiero ser su tercio-pelo».

Cervantes, Tirso de Molina, don Esteban Manuel de Villegas, etc., zahieren también las comedias del «Sastre» y truenan contra el hecho de que en los teatros se admitan obras de gente tan lega e ignorante. Ahora bien, como Castellanos era sastre de teatros y correveidile de Lope, tengo para mí que este, con su buen humor, dio en la diablura de llevarle su descabellada afición y corregirle sus comedias, para burlarse de los otros autores dramáticos. No será la primera vez que emplea semejante treta y procedimiento. Así, el «Sastre de Toledo» vino a convertirse poco menos que en un seudónimo de Lope. Mucho debió de reírse este con la polvareda de protestas que en los mentideros de su tiempo levantaban los engendros

del «Sastre». Las maldiciones al intruso que quitaba de comer a muchos buenos poetas se unían al corriente juramento de ¡«Por el ánima -159- del sastre»! Y que los enemigos del Fénix estaban en el secreto de que lo protegía, lo prueba el que gran número de bromas contra el «Sastre» tiran al tejado de Lope. No se sabe la cantidad infinita de versos que produjo el «Sastre». Los poetas se mordían los puños, pues llegó lo insólito (y aquí se verá la mano zumbona del Fénix), y es que en la justa poética celebrada en 1605 en Toledo, con ocasión de las fiestas para honrar el nacimiento de Felipe IV, el asendereado «Sastre» obtuvo el primer premio, consistente en un «Agnus Dei» de oro, por unas octavas reales bellamente escritas... por Lope, sin duda, que fue el alma del certamen. Asimismo le fueron premiadas unas liras, y poco después consiguió otros laureles. ¡Broma pesada, derrotar aquel oficial de la aguja a muchos ilustres ingenios! Pero lo pintoresco de la personalidad del «Sastre» (que confiesa no saber leer ni escribir) estribó en las comedias. Seis de ellas consta que fueron compradas a buen precio por los «autores» de compañías y se representaron con aplauso. La intervención del Fénix en estas obras se deduce del manuscrito de la intitulada Mientras yo podo las viñas, conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid, núm. 16613, lleno de correcciones, supresiones y adiciones autógrafas de Lope. Esta protección otorgada al «Sastre» puede radicar en atenciones, reconocimientos o favores que le debiera, algunos de índole bien particular, por cuanto al proporcionar casa a Micaela de Luján, Castellanos sale fiador en los dos contratos y la acompaña en la otorgación de las escrituras (28 de julio de 1604 y 20 de agosto de 1605). Desde 1610 se pierde el rastro entre Lope y el «Sastre», o por desavenencias o por el traslado del primero a Madrid. Pero retrocedamos a nuestro Fénix. Su humor optimista no le abandona jamás. A 14 de agosto de 1604 escribe a Valladolid un gallardo billete a un médico amigo suyo, carta célebre por sus alusiones molestas para Cervantes, que entonces, por los negocios que tenía en el reino de Toledo, hacía largas estancias en la ciudad imperial, donde mostraba el manuscrito del Quijote. Dice así: «Yo tengo salud y toda aquella casa. Doña Juana está para parir, que no hace menores los cuidados. Toledo está caro, pero famoso, y camina con propios y extraños al paso que suele. Las mujeres hablan, los hombres tratan; la Justicia busca dineros; no la respetan, como la entienden. Representa Morales; silba la gente; unos caballeros están presos porque eran la causa desto; pregonose en el patio que no pasase tal cosa; y así, apretados los toledanos por no silbar, se peen, que para el alcalde mayor ha sido notable descrédito, porque estaba este día sentado en el patio. -160- Aplacó esto porque hizo La rueda de la Fortuna, comedia en que un rey aporrea a su mujer, y acuden muchos a llorar este paso, como si fuera posible. Morales no me habla, porque me envió un pavo y no le quise recibir; y, a la verdad, yo no tenía puerta por donde entrase, porque está hecha a medida de carneros, vaca y conejo a la noche, y si hay gallina mal para el dueño, que alguien está enfermo en casa... De poetas no digo; ¡buen siglo es este!; muchos están en cierne para el año que viene; pero

ninguno hay tan malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a Don Quijote. Dicen en esta ciudad que se viene la corte para ella. Mire vuesa merced por dónde me voy a vivir a Valladolid; porque, si Dios me guarda el seso, no más corte, coches, caballos, alguaciles, músicas, rameras, hombres, hidalgos, poder absoluto y sin putas disoluto, sin otras sabandijas que cría el Océano de perdidos Lotos de pretendientes y escuela de desvanecidos. Vmd. viva, cure y medre, y ande al uso; no cumpla cosa que diga, ni pague, si no es forzado, ni favorezca sin interés, ni guarde el rostro a la amistad..., no más por no imitar a Garcilaso en aquella figura correctionis, cuando dijo: «A sátira me voy mi paso a paso». Cosa para mí más odiosa que mis librillos a Almendárez y mis comedias a Cervantes. Si allá murmuran de ellas algunos que piensan que las escribo por opinión, desengáñeles vmd., y dígales que por dinero». Aquí escribió entonces La prueba de los amigos y Carlos V en Francia, fechadas, respectivamente, en 12 de septiembre y 20 de noviembre. A la firma autógrafa precede una M, inicial de la persona amada: Micaela, según la costumbre introducida por los Reyes Católicos. Aquel año tiene para el estudio de Lope el interés de haberse comenzado en Valencia la publicación de sus comedias, que hasta después de fallecido prosiguieron, tirándose la última parte (XXV) en Zaragoza, 1647. El éxito fue tan completo, que de sólo la parte primera se conocen catorce ediciones hasta 1626. Sin ausencias notables de Toledo, encargose de organizar allí a fines de mayo de 1605, la justa poética que se celebró con motivo del nacimiento del príncipe de Asturias, después Felpe IV, a que antes hemos aludido. Presentó un «Soneto de Lucinda, serrana». La compañía de Pinedo hizo el día 22 en el salón del Ayuntamiento su comedia El catalán valeroso, y en ella trabajó Micaela de Luján. En agosto estuvo unos días en Madrid, viaje de gran trascendencia en su vida, porque fue cimiento de su amistad con el duque de Sessa.

El estanque pequeño del Buen Retiro. (De un grabado del siglo XVII.)

La ermita de San Antonio en el Buen Retiro. (De un grabado del siglo XVII.)

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- IX -

Lope, secretario y consejero del duque de Sessa.-Se esfuma Micaela de Luján.-Aparece Jerónima de Burgos.-Galanteos del duque.-Residencia

definitiva de Lope en Madrid.-Lance sangriento.-Crisis de misticismo.-Muerte de doña Juana y de su hijo Carlos.

Cuando Lope entabla amistad con el duque de Sessa, don Luis Fernández de Córdoba y Cardona y Aragón, que había nacido en Baena el 25 de enero de 1582, alternaba este mozo de veintitrés años sus amores con sus aficiones literarias. El gran ascendiente dramático de Lope debió de cautivarle. La Barrera dice de él que «era sobre todo extremado en amores; y llevado sin duda de su misma afición literaria, tenía especial placer en seguir con sus diferentes amigos una correspondencia adornada siempre con las flores de la poesía y las galas del bien decir. Buscó, pues, y halló en el fénix Lope de Vega Carpio el amigo, el consejero, el secretario íntimo que, tan discretamente, con su fecundo y admirable ingenio y su larga experiencia en los tratos de amor, podía complacerle, y de él se sirvió con ilimitada confianza y amistad por espacio de muchos años, correspondiendo con el más apasionado afecto a su rendido y humilde cariño, y recompensándole pródigamente con todo género de honras, dádivas y favores». El retrato es exacto; pero más que secretario literario, guía y consejero, fue Lope el secretario de amores del duque. Esta secretaría de amores, a la moda del tiempo, era la cosa más fría y afectada. Los nobles escribían a sus amadas en un lenguaje ampuloso y fuera de toda naturalidad y afecto verdadero, como quiera que se dejaba al arbitrio de tercera persona. Por su parte, las damas seguían igual norma. Quien examine la correspondencia entre galanes y damas de boato del siglo XVII le parecerá que aquellos billetes no van dirigidos a seres humanos, sino a habitantes de la Luna. Frases alambicadas, conceptos retóricos, imágenes cultas, forman el más extraño género epistolar, ausente de toda emoción, que pueda -162- imaginarse; una ficción monstruosa, en que faltan el sentimiento y el genuino estilo amoroso. Conoció en seguida Lope que el cerebro de su amigo y señor era una concha vacía, o más bien una nuez sólo llena de manías y extravagancias, y procuró servirse de este espíritu fatuo, alabando desmesuradamente sus vanidades y locuras. Manejado a su antojo, el duque se pavoneó con su secretario a nada que este le dijera que no había en el mundo otro príncipe como él. Lope le hubiera hecho su hazmerreír, si no advirtiera, al mismo tiempo, que este maniático, en el fondo, era un buen hombre, de condición generosa y espíritu franco. En frenesí pasional, allá se andaban uno y otro, y fue muchas veces el duque, para rubor suyo, quien tuvo que aconsejarle y encaminarle. Pero dos hombres que coinciden en su pasión favorita, de por fuerza han de perdonarse mutuamente sus faltas. De suerte que unas veces se sirvió y se burló Lope del duque, y otras veces se burló y se sirvió el duque de Lope, dado que propendían a una misma locura. El poeta regresaba a Toledo en los últimos días de agosto de 1605, y allí seguía viviendo con su esposa y con Micaela de Luján, que a mediados de

octubre daba a luz a Marcela, bautizada en 22 del mismo mes como «hija de padres no conocidos», pero sirviendo de testigos y padrino tres poetas íntimos de Lope, Valdivielso, el antiguo pretendiente desdeñado por Ana Velázquez y ahora capellán, Agustín Castellanos (el pintoresco Sastre ya aludido) y Martín Chacón. La pobre Marcela, que heredó algunos de los dones poéticos de su padre, fue bien desgraciada. A los dieciséis años, como veremos después, tomó el hábito en las Trinitarias con el nombre de Sor Marcela de San Félix. Otros hijos seguirían igual sendero monástico, como fray Luis de la Madre de Dios, que quizá fuese aquel Félix, no Lope Félix, nacido en Sevilla en 1603... Vuelta la corte a Madrid en febrero de 1606, Lope, aunque hiciese viajes a ella, continuaba en Toledo con su mujer y su querida. De documentos todavía inéditos, que me facilita mi amigo el docto escritor don Francisco de B. San Román, jefe del Museo Arqueológico de Toledo, consta que aquí nuestro poeta y el «autor» Alonso Riquelme celebran juntos varios contratos con pueblos de la provincia de Toledo para representar comedias de Lope de Vega en 1606. De doña Juana tuvo un hijo entonces, Carlos Félix, bautizado en Toledo el 28 de marzo. Como el duque estuviese en Madrid y todo se trasladase otra vez a ella, Lope regresó a su patria a fines de aquel -163- año, con doña Juana y con Micaela. A 28 de enero de 1607 esta tuvo otro hijo de Lope, que se llamó como su padre. Actuó de padrino la célebre actriz Jerónima de Burgos. Con tantos hijos y tantos escándalos, doña Juana de Guardo posiblemente llegaría a conocer la incalificable conducta de su esposo. Este es el año en que parece romper sus amoríos con Micaela de Luján. Se ignoran sus causas. También se ignora dónde, cómo y con quién acomodó anteriormente el poeta los muchos hijos habidos de su amante; pero por un arriendo que hace en 22 de octubre de ciertas casas en la calle de Fúcar, es de sospechar que fue para instalar allí a ellos.

Jerónima de Burgos, celebérrima actriz (la Roma), creadora feliz de los mejores tipos de mujer del teatro de Lope.

La actividad literaria debió de ser por entonces poco intensa. Sólo conocemos dos producciones suyas, El príncipe despeñado y La batalla de amor. Ya la influencia del duque de Sessa comenzaba a marcarse. En 1608, al terminar La Jerusalén conquistada, Lope se denomina «familiar del Santo Oficio de la Inquisición». Por ella sabemos también que a fines del año anterior y en los principios de este se había ausentado de la corte. Cobraron a la sazón incremento las academias literarias. Lope dirigió a la de Madrid en 1609 su Arte nuevo de hacer comedias desde tiempo, en que explica su preceptiva libre. Ya en los versos del poeta el nombre de «Camila Lucinda» está desplazado y sabe más a un eco que a una cosa viva. Pero ella sigue viviendo en Toledo, al parecer sola. Y el eterno enamorado, para quien amar es una necesidad imperiosa,

endereza ahora sus dardos hacia la famosa «Roma» o Jerónima de Burgos. Todavía pasa temporadas en Toledo, no sabemos con qué fin, ni qué hace allá. Seguramente al olor de los «autos», en consorcio, como otros años, con el «autor» Riquelme. Un extraño fervor religioso va invadiéndole y en el verano de 1609 -164- ingresa en Madrid en la Congregación de Esclavos del Santísimo Sacramento. Algo, que desconocemos, del fin de sus amores con Micaela de Luján, quizá justifica la crisis de sentimiento que en él está operándose. En tanto, veamos la vida de su nuevo señor el duque, que se pavonea ante sus amadas con los versos de puño y letra de su secretario; que hacerla buena un noble es cosa de mal tono. El lance que le ocurre en 23 de julio de 1609 retrata bien la época y el carácter de sus galanteos. Conozcamos el principio de sus locuras por la pluma de un contemporáneo, Luis Cabrera, en sus Relaciones: «Sucedió, jueves, 23 del pasado, que el duque de Sessa se salió a medianoche con su mulatillo, que tañía y cantaba, y un pajecillo, a tomar el fresco, y fue a parar a la plazuela de la Duquesa de Nájera, y de una ventana pidieron al músico que tañese y cantase. El duque se lo mandó, y en esta ocasión llegó el de Maqueda con el de Pastrana y Barcarrota, que venían del Prado, y el de Maqueda se enfadó de la música, porque el conde Villamor, que posa allí, había dado otras en aquella plazuela; y como tenga una hermana, le pesaba; y así, se despidió de los que iban con él y entró en casa y se armó y tomó un broquel, y con dos o tres se fue para el que tañía y quebrole la guitarra en la cabeza, y echó mano contra el de Sessa, sin conocerle. Y estándose acuchillando, se le quebró la espada al de Sessa en el broquel del contrario, y el de Maqueda le dio una grande cuchillada en la cabeza, hacia el lado izquierdo, y otra en el rostro, que le baja por el carrillo de la misma parte y le llega a cortar el labio inferior; y en esto el pajecillo alzó voz, diciendo que era el duque de Sessa, su señor. Hecho el daño, lo dejó el de Maqueda y los que con él habían salido y se entraron en su casa; y el de Pastrana y Barcarrota, que habían entendido el desabrimiento con que había quedado el de Maqueda, dieron vuelta por allí para ver lo que había sucedido; y hallaron al de Sessa sentado en el umbral de una puerta, cubierta la herida del rostro con un pañuelo, y sin conocerle, le preguntaron si estaba herido. El cual les dijo que sí lo estaba, que él le curaría y que le había quedado media espada para vengarse de cobardes gallinas. Con lo cual se fueron, y el duque a su casa a curarse. El cual se acuchilló como valeroso caballero, solo y con la espada que traía de ordinario en la cinta...; ni el de Maqueda, si le acometió sin conocerle, hizo la demostración que fuera justo con él, pues supo quién era con lo que el paje publicó; y el de Sessa no dio lugar al mismo que cantase por ofenderle, ni entre ellos había disgusto ninguno, y el de Maqueda -165- estaba aquí de secreto... Estaba en Torrijos con pleito homenaje, cumpliendo la reclusión de seis meses, de la sentencia del Consejo de Órdenes por el caso pasado, y así se volvió allá al amanecer, y tras él partió un alcalde; y pasó adelante, que no se sabe si fue a Portugal o a Valencia, y se mandó ocuparle el Estado y poner cuerdas en su casa al de

Pastrana, y el de Barcarrota se recogió en San Jerónimo y le fue a sacar un alcalde, y sin topar con él se salió del Monasterio y se ha ido fuera de aquí, aunque no se hallaron en la pendencia. El de Sessa hasta ahora va con mejoría en la cura de sus heridas».

Pedro de Valdés, «autor» de comedias, casado con Jerónima de Burgos.

Después el duque hizo las amistades con el de Maqueda por intervención del condestable, del cardenal de Toledo y de los duques del Infantado, de Alba, de Osuna y otros. Lope supo la noticia en Toledo y consoló y felicitó a su amo. Pronto le tendría en la corte. En 1610 se instala definitivamente en Madrid. El 7 de septiembre adquiere la casa de la calle de Francos, donde vivirá hasta su fallecimiento. Lope adquirió el inmueble a Juan Ambrosio Leva, mercader de lanas, en precio de 9.000 reales, 5.000 al contado y los 4.000 restantes pagaderos en dos plazos de a cuatro meses. Otorgó la escritura Juan de Obregón y fueron testigos Gaspar de Porres, Pedro Meléndez y Antonio de Caira. Pesaba sobre la finca un censo perpetuo anual de 1.054 maravedises y dos gallinas a favor del cura y beneficiados de la iglesia parroquial de Santa Cruz de Segovia. Este censo lo habían impuesto ellos, como poseedores del solar (que les fue cedido en -166- 1570), cuando lo vendieron en 1578 a Inés de Mendoza, viuda de Juan Pérez, vecino de aquella ciudad, para edificar la casa. Compró después el edificio el capitán Juan Villegas de Nuncibay, y de este pasó a sus herederos en los últimos años del siglo XVI. La casa, en fin, salió a pública subasta, y en 10 de febrero de 1600 fue rematada en el aludido Juan Ambrosio Leva. Al pasar a poder de Lope, lindaba por la parte de arriba con casas de Juan de Prado; por la de abajo, con las de Juan Sánchez, alguacil de corte, y por la espalda, con el convento de jesuitas que en el año anterior había mandado construir el duque de Lerma, bajo la advocación de San Antonio, en la calle del Prado, y a cuya iglesia trasladaron el cuerpo de San Francisco de Borja. Tenía la casa, de una superficie de 5.300 pies cuadrados, zaguán, sala, alcoba, cocina y un oratorio pequeño, todo doblado de bovedillas -techo corriente en las casas de entonces-, más un corral, con cobertizo (se ve en los planos de Wit y Texeira), que servía de palomar, a teja vana, y servicios de desvanes bajos, a teja vana también. Constaba de piso bajo con puerta a la calle, y principal con dos ventanas, sin reja alguna en la fachada. Sufrió revocos y arreglos en distintas épocas y una ampliación y reforma, en el siglo XVIII, que la transformó completamente: los desvanes bajos, con su puerta a la calle, especie de cochera, sucios y de mal aspecto, derribáronse, y sobre ellos se edificó para ensanchar la casa casi en el doble, con lo cual se hermoseó el edificio. Así ampliado, le fue abierta la entrada por esta parte, pusiéronsele rejas, con más cuatro balcones, y toda la antigua techumbre hubo, naturalmente, de substituirse por el nuevo tejado con sus cuatro luceras, de que antes carecía. Se construyó también en la parte posterior. Del corral, cambiado por el poeta

en jardín «más breve que cometa», hízose un miserable y reducido patio. Nada apenas quedó con su precedente fisonomía, ni nadie se preocupó de respetarla. Segunda vez se arregló y revocó a principios del siglo XIX. De suerte que la restauración emprendida con motivo del tercer centenario resultó poco menos que estólida, por desconocimiento de estos antecedentes, si aspiraba a devolver a la casa el carácter y estructura que tuvo cuando Lope. Para ello hubiera sido preciso haber derribado casi la mitad de la finca por la parte que mira a la calle de San Agustín, levantar de nuevo los desvanes bajos (que pudieron dedicarse a museo) y reconstruir el cobertizo que servía de palomar. Con esto y el jardín: pájaros, flores y libros lopistas. ¿Empresa difícil? No. Y ¿qué menos merece el «Fénix»? -167- La casa que se quiso restaurar (?) en nada se parece al domicilio que ocupó. ¡Qué diferencia a lo hecho por Inglaterra en Stratford con las dos casas de Shakespeare! También la en que este murió pertenecía a quienes no sabían darle uso adecuado; pero por un acto del Parlamento pasó a ser «propiedad de la nación inglesa». Lope (volviendo a él) suspiró al verse con casa puesta en Madrid. Toledo le molestaba ya. Por eso en 30 de junio de aquel año de 1610 decía desde allí al duque: «Hacía tanta falta, señor excelentísimo, a esta galera, donde mi fortuna quiere que viva...». Mas no bien instalado, sus vecinos de la espalda presumen que aquellos terrenos y sus colindantes les pertenecen. Ha tropezado con los jesuitas. En 22 de diciembre dice al de Sessa: «Hasta agora no nos han quitado la casa estos Padres; que las de los lados son las que más han menester; y aunque entraron con cohetes, no quieren que sea a fuego y sangre; poco a poco se irán extendiendo; que las religiones, como no se mueren, tienen con el tiempo estrecha correspondencia y alcanzan adonde quieren. Finalmente, cuando me quiten mi casilla, mi quietud, mi güertecillo y estudio, me queda vuestra excelencia, que este bien no me le pueden quitar ni el poder, ni el tiempo, ni la codicia, ni la muerte...». No le quitaron nada estos vecinos. Más parece que le preocupaban las vecinas: «Olvidábanseme las vecinas, que creo no sólo me tienen por poltrón, sino por potroso: tal es la castidad en que me han visto, y tan poca la que yo veo en ellas, que podía la villa poner una cadena y golpe al principio desta calle, si no fuera por agraciar otras muchas que vuestra excelencia conoce, no nombrando partes...». Y acaba con una décima terrible. ¡Siempre el mismo! Jerónima de Burgos, desde abril de aquel año actúa en la compañía de Riquelme y es la actriz preferida del público. Lope trabaja con más ahínco que nunca en sus comedias. Su gloria toca ya el punto sublime, y contra ella agítanse más los envidiosos y los émulos. No hay corral en toda España donde no se le rinda tributo. Jerónima contribuye a esta exaltación. Sabe bien la historia de Lope y sabe infundir, por ello, la verdadera alma a sus heroínas. Lope se siente irresistiblemente atraído; pero refrena su corazón. No más experiencias pasadas. Parece que va a hacer un alto en su vida, a arreglarla, a enaltecerla. Su corazón está libre; su hogar es feliz, con su mujer, su hija y su niño Carlos. Pero... y aquí el pecho se le oprime: tiene otros hijos, muchos

hijos, que no cobija bajo -168- el mismo techo. Se sobrepone, sin embargo. Están atendidos. Un día vendrá de unión para todos. Mientras tanto, cante en su jardín esta dulce pareja, que habrá ramas para los demás ruiseñores. Porque en su casa, «por su mano plantado, tiene un huerto»:

Que mi jardín, más breve que cometa, tiene sólo dos árboles, diez flores, dos parras, un naranjo, una mosqueta. Aquí son dos muchachos ruiseñores; y dos calderos de agua forman fuente por dos piedras o conchas de colores.

Y arrebatado con esta suprema esperanza de una ventura para todos próxima, escribe al doctor Porres:

Ya, en efecto, pasaron las fortunas de tanto mar de amor, y vi mi estado tan libre de sus iras importunas, cuando amorosa amaneció a mi lado la honesta cara de mi dulce esposa, sin tener de la puerta algún cuidado...

Que doña Juana de Guardo era una santa es tan verdad como que Lope era poeta. Y encerrado en su casa, que sobre el dintel de la puerta tenía esta inscripción, que aún puede verse,

Parva propria, magna. Magna aliena, parva.

sucedíanse las comedias con aquella facilidad natural con que sus naranjos daban naranjas y sus rosales rosas. De un tirón salieron aquel año La hermosa Ester, La buena guarda, cuyo papel de hortelana había reservado a la «amiga del buen nombre» (Jerónima) y El Caballero del Sacramento, que

era él, como esclavo de la cofradía trinitaria, desde el 24 de enero. Durante 1611 su hogar se ve azotado por varias calamidades. Primeramente cae enferma doña Juana de dolencia grave, larga e importuna; después, en junio, el duque de Sessa es desterrado de Castilla. ¿Por qué? ¿Nuevo lance? Cabrera vuelve a decir en sus Relaciones, con fecha 2 de julio: «Mandose a los primeros del pasado que saliese de la corte el duque de Sessa y se fuese a sus tierras, por la necesidad que tenían sus vasallos de gobierno -169- y por haber tratado mal de palabra cierta noche a un alguacil que iba de ronda y quiso reconocer a los criados que él llevaba, porque los vio un broquel, que es prohibido para traer de noche; y, aunque hubo réplica, obedeció. Salió a los ocho del dicho hacia Valladolid, a los lugares del Estado de Poza; y también se ha querido decir que no gustaban de la merced que el Príncipe le hacía, que se aficionaba mucho y holgaba le viese de ordinario y le pedía algunas niñerías de que se gusta en aquella edad, y se le mandó que no entrase en el aposento de Su Alteza». Lope le escribe a punto de partir: «Vuestra Excelencia, señor, sea servido, por el amor que me debe, de avisarme dónde va y cuándo quiere que le vaya a ver..., que si no fuera por esta familia pobre, a cuyo sustentillo debo acudir, ya estuviera a caballo para seguir a Vuestra Excelencia... Aquí se mueven fiestas... Toros habrá mañana en el Prado y juegos de cañas de capa y gorra...». En carta posterior, ya el de Sessa en Valladolid: «Los toros, señor, dicen que fueron buenos». Y el aludido Cabrera, en sus Relaciones y a 16 de junto: «Los toros fueron razonables, mataron cinco o seis hombres (!) e hirieron muchos». Vuelve a escribir Lope al desterrado, aludiendo a los corrimientos que sufre su mujer, en 6 de julio: «La casilla y familia están de servicio de su dueño, que es Vuestra Excelencia, aunque la pobre Juana con sus dolores». El poeta consuélase de estos infortunios y contratiempos hablando de su hijo Carlos, que ya anda con calzones. Como el duque está ausente y la enfermedad de doña Juana no cede, los gastos aumentan y se ve obligado a vender una casa en la calle de la Victoria, a la puerta de los carros del monasterio, sin duda la casa de la calle de Majaderitos que perteneció a su madre. Mejora por fin la esposa; pero entonces Carlitos enferma de calenturas. Una epidemia asuela aquel año a Madrid, año trágico por todos extremos, en que si la gente asiste por el verano al Prado y hay abundancia de fruta y de mujeres y de asistencia a la comedia a ver a Morales y a Jusepa Vaca, comienza a despoblarse España con la expulsión de los moriscos. Lope sigue despachando a distancia la correspondencia amorosa del duque, no dándose abasto a redactar epístolas a las muchas Jerónimas, Floras y Jacintas, amantes de su atrabiliario señor. En verdad, el oficio nada tiene de apetecible. ¡Si él consiguiera el cargo de cronista real que tiene solicitado! Pero no llega nunca. Por el contrario, agrávase la dolencia de doña Juana, y, por si faltara poco, a consecuencia del fallecimiento de la reina doña Margarita de Austria en 3 -170- de octubre, se cierran los teatros, que también los súbditos tienen que sufrir las desgracias de sus reyes. Lope escribe al duque: «Yo he

despedido a las musas por el ausencia de las comedias; falta me han de hacer, que al fin socorrían tanta enfermedad como mi casilla padece». A pesar del año, no se mantuvo ocioso, pues había compuesto Barlán y Josafá, La discordia en los casados y El mejor mozo de España, que dedicó a aquel alguacil de corte llamado Vergel, satirizado luego por el conde de Villamediana. El cierre de los corrales apresuró Los pastores de Belén, consagrado a Carlitos, como si presintiera que pronto había de perderlo. Junto al lecho de doña Juana, la melancolía le ganaba por la mano. No siempre podía ver a los otros hijos, cuyo recuerdo le traía a la memoria todo el drama amoroso de tantos años vividos indignamente. En estos instantes de angustia la imagen de su padre se le representaba, revolviendo las retortas de su ser, y volvía a sus crisis de misticismo, que ya, como su padre también, se iban exhalando en versos. Y mientras el duque, ocioso en su destierro, comenzaba a recoger y coleccionar su correspondencia, él le remitía sus Soliloquios de un alma a Dios, ingresado ya (26 de septiembre) en la Orden Tercera de San Francisco. Los Pastores de Belén reflejaban su estado de ánimo, su frecuentación de la Sagrada Escritura. A primeros de diciembre da noticia al prócer de haber sido quemados por la Audiencia de Madrid unos homosexuales por el delito nefando, y cómo se despobló la corte para presenciar el horrible suplicio. Jamás en entrada alguna de principal se vio mayor número de coches, mulas, caballos y rocines; ni asistió tal concurso de gente a la salida de los reos por la Puerta de Alcalá, lugar del brasero, donde sin respetar a damas ni señoras, el vulgo arrojó lodo e inmundicias sobre aquellos desdichados. Pocos días más tarde, en otra carta al mismo, aparecen estos párrafos significativos por demás: Sólo puedo decir a Vuestra Excelencia que por ser amigo de un hombre que ofende con su desdicha a un poderoso, estaba en cuenta de perdido; si bien tan inocente de sus disgustos como Vuestra Excelencia sabe de mis pasos, dirigidos ya a tan diferentes fines». A pesar de la crisis mística, o para explicarlo por contraste, nuevas faldas debió de haber aquí por medio y andar la persona ofendida sospechosa de Lope. Un gravísimo lance, ocurrido escasas fechas después, el lunes 19 de diciembre, a las ocho de la noche, que pudo costar la vida al poeta, y objeto de todas las conversaciones cortesanas, aclarará más el asunto. He aquí cómo refiere el caso Luis Fernández-Guerra -171- en su Don Juan Ruiz de Alarcón: «Súpose haber sido acuchillado Lope de Vega, salvando milagrosamente la vida. Pasó de este modo. La hermandad de los esclavos del Santísimo Sacramento, fundada en el convento de Descalzos de la Santísima Trinidad, a espaldas del palacio del duque de Lerma..., debía elegir oficios el día 27 para durante el año de 1612. Quiso Lope añadir al aplauso de su inmensa popularidad y fama, el realce de ser uno de los cuatro consiliarios a quien se encomendaba anualmente el gobierno de la Congregación, compuesto de lo más lucido, eclesiástico y seglar de la corte. Sabía que nadie hace mejor sus cosas que uno mismo; que no hay en los negocios tan buenos auxiliares como el secreto y cautela, y poseía el arte de conseguir que le rogasen con lo propio que deseaba. A las dos

horas de anochecido, y envuelto en su capa hasta los ojos, tanto por el frío como porque no le conocieran, se fue a los Descalzos, y obtuvo la seguridad de la elección, visitando al P. fray Agustín de San José y al P. fray Alonso de la Purificación, uno de los fundadores de la Cofradía, ambos en ella por demás influyentes. Volvíase por la calle de Francos arriba, cuando comienzan a llover sobre él cuchilladas y mandobles, sin que pudiera desenvolverse ni meter mano a la espada. «No me hirieron (decía a los condes y marqueses que le visitaban el martes), y los que ven mi capa lo juzgan a milagro; antes la persona que intentó lo que digo, cayó en unas piedras y dejó allí mucha sangre. De donde se entiende que yo estaba inocente, y él engañado». Pero a la gran suma de poetas que entró en su aposento con la mayor gana de hablar, hizo advertir que necesitaba de silencio y reposo». De que Lope no saliera herido no se sigue sino que debía de ser mejor espadachín que el otro. Parecerá aventurado; pero bien pudo suceder que persiguiese a aquellas horas (las menos a propósito para visitar a frailes trinitarios y sí a mujeres) a alguna casada de por aquellos contornos, las calles del Niño, de las Huertas, de Cantarranas; y apercibido el esposo, que ya padecía disgustos y andaba en sospechas, acudiese en defensa de su honor. El mismo recato de Lope lo sobrentiende. Consideremos sólo que el «sempiterno amancebado» no dispone ahora ni de la Luján, por ausente y reñida con él; ni de su mujer, por enferma. Fábula amorosa del mundo, necesitaba de un apoyo espiritual, así para encubrirse como para satisfacerse. Buscaba sincerarse. Tal vez la locura de su pasión dejaba un cadáver en las sombras de la noche. ¡Sangre, de todos modos, para el remordimiento! Al año siguiente, 1612, -172- sus Cuatro soliloquios, que publicó en Salamanca, descubrían ya una verdadera crisis aguda de misticismo. Véase sólo el epígrafe: Cuatro soliloquios delante de un Crucifijo, pidiendo a Dios perdón de sus pecados... Es obra importantísima para cualquier pecador que quisiera apartarse de sus vicios y comenzar vida nueva. Veremos si él cumplió lo que predicaba. Ahora, que no era aún sacerdote, no tenía rubor en publicarlos bajo su firma. Después, cuando lo fue y los amplió, sintió vergüenza, y corrieron con el anagrama de «Gabriel Padecopeo». Más infortunado que el año anterior fue el presente, en que, a la entrada, él propio anduvo bastante mal de salud. Ni las academias, ni el trato con los amigos, ni la correspondencia con el duque desterraban su melancolía. Doña Juana tuvo un mal parto; él se lastimó un brazo a fines de febrero. «Creo (le decía al duque en una carta) que si me preguntase a mí mismo qué mal tengo, no sabría responderme, por mucho tiempo que lo pensase». Con todo, y además de algunas poesías de carácter místico, que luego incluyó en sus Rimas sacras, compuso la comedia El bastardo Mudarra. De nuevo arreció la enfermedad de doña Juana, que salió para Toledo a reponerse. Ya el duque había cumplido su destierro y en abril volvía a la corte. ¿Para arrepentirse de sus descalabros? No; lo que ansía es volver a ellos y a que su poeta le despache pronto la correspondencia y los papeles

de Flora. Se inquieta, si no le tiene a su disposición. En tanto, doña Juana parece aliviarse y decide regresar. Lope sale a esperarla a Pinto: «Vuestra Excelencia me perdone por vida de lo que más quiera; que yo salí a recibir a doña Juana, de quien ya la vejez me ha hecho galán, y de viña en viña llegué hasta Pinto, donde hallé por correr los toros, y al marqués de Peñafiel en la fiesta. Habíamos de partir en acabándola, y fue la tempestad de suerte, que creen que quedará todo el campo destruido. Al amanecer saldrá de aquí el portador, porque la escuridad, piedra y agua no permiten otro remedio a su cuidado y el mío. Vuestra Excelencia nos disculpe a los dos con que lo hace el cielo, que le guarde muchos años. Doña Juana besa los pies de Vuestra Excelencia, y Carlos ha hecho grandes fiestas a su doblón, que por ser de tales manos, se le habemos de poner en los dijes». Llegados a Madrid, en otra carta le pide el coche al duque, porque doña Juana hace a su madrastra una fiesta y quiere ir con él. Y por lo que sigue del billete vemos que Lope continuaba -173- sin entenderse con su padre político: «Querría (doña Juana) llegar a buen tiempo para gozar el que quede hasta la noche; yo la pasaré de las peores de mi vida, que también voy allá, porque entre suegros no puede haber hombre con entendimiento que la pase buena...». Una noche de mediados de mayo estuvo el duque en casa de Lope. Al regresar a su domicilio (que siempre tropezaba el de Sessa con todas las cuchilladas que se repartían por Madrid) le acometieron ciertos espadachines, infiriéndole unas heridas por equivocación. Sintiolo mucho el poeta, mayormente por la circunstancia de acabar de rendirle visita. Tenía estrellas contrarias. Se repuso aquél a poco, aunque parecía cosa de detenimiento. Algún alivio ocasionó a su secretario, cuya sensibilidad tornadiza sabía hallar pronto el equilibrio; pero un rudo golpe vino, por fin, a anonadarle. A últimos de aquel mes cayó Carlitos enfermo de tercianas dobles, y en primero de junio bajaba a la tumba. Lope desahogó su dolor en una tierna poesía:

Este de mis entrañas dulce fruto, con vuestra bendición, ¡oh Rey eterno!, ofrezco humildemente a vuestras aras... Y vos, dichoso niño, que en siete años que tuvistes de vida no tuvistes con vuestro padre inobediencia alguna, curad con vuestro ejemplo mis engaños, serenad mis paternos ojos tristes, pues ya sois sol, donde pisáis la luna... Pues a los aires claros del alba hermosa apenas salistes, Carlo mío, bañado de rocío, cuando, marchitas las doradas venas, el blanco lirio, convertido en hielo,

cayó en la tierra, aunque traspuesto al cielo.

El tiempo de dolor, todavía suspendido en los astros, no había doblado su maléfico influjo. El 13 de agosto de 1613 engarzaba en sus cifras fatídicas la vida resignada y humilde de doña Juana de Guardo, muerta de sobreparto de Feliciana. La difunta, buena siempre con Lope, no quiso abandonar este mundo sin dejarle algo de sí propia, una imagen de su honestidad que fuera el único consuelo de su vejez.

-174-

- X -

Más amores.-Lope, sacerdote.-Más amores.

Muerta doña Juana, nuestro enamorado Don Juan vuelve los ojos a Jerónima de Burgos. Pero ¿y aquella crisis de misticismo? Los manjares del convite de duelo a poco sirven de fiambres en la mesa nupcial. Penetrad en el insondable abismo del corazón del poeta. No corrido el mes del óbito, él corre con el cortejo real a las fiestas de Segovia, Lerma y Burgos. Y en 23 de septiembre escribe al duque: «Yo, señor, lo he pasado bien con mi huéspeda Jerónima; aquí he visto los señores rondar mi casa; galanes vienen; pero con menos dinero del que habíamos menester, sacando el de Cantillana. Ya me mandan bajar al coche... Jerónima está presente al escribir a Vuestra Excelencia y me manda le envíe muchos besamanos». ¿Qué pensar de quien así procede? ¿Ha tomado la vida por otro escenario, en que cada uno representa su papel y a él le corresponde el de bufón? ¿O acaso es el loco, el juguete de la Fortuna? Tiene una cara y una careta. La cara, para Jerónima de Burgos; la careta, para escribir aquel mismo año los Contemplativos discursos de Lope de Vega, a instancia de los Hermanos Terceros de Penitencia del seráfico San Francisco. El mismo se espanta, y a los comienzos de 1614 toma la resolución más trascendental de su vida: recibir órdenes sagradas, como había hecho su amigo el toledano Gaspar de Barrionuevo. Va a castigarse a sí propio. Ordenarse es ordenar su vida, poner orden en su desorden. Veremos por dónde empieza. Antes de ser buen padre de almas, antes de ser buen padre espiritual, lo será temporal. Y en efecto, recoge todos sus hijos, legítimos y adúlteros, y, en espantable mezcolanza, los lleva a

vivir juntos bajo su mismo techo. Ordenado esto, ya puede ordenarse. ¿Qué ha sido, en tanto, de Micaela de Luján? Consta documentalmente que todavía a principios de 1613 vivía sola en Toledo en el callejón -175- de Córdoba. No hay más rastros de ella y parece no haber muerto en la Ciudad imperial. Pero volvamos a Lope. Si juzgamos inestable su conducta, ¿no podrá argüirnos con la inestabilidad de las cosas humanas? Junta a todos sus hijos, como buen padre. Pues ahora, además de padre, les dará cura propio que los confiese.

A principios de marzo, es ya clérigo de menores y en 15 de igual mes marcha a Toledo para ordenarse de Epístola y de Evangelio. Se fija en los hábitos: aquello no está mal: va a correr otra aventura. Se mira al espejo: se ve galán. ¿Cómo descomponer su figura arrogante, a pesar de sus cincuenta y dos años? No piensa tocarse al físico. ¡Y tiene la desfachatez de presentarse al obispo sin quitarse el bigote, y aun de hacer con su apellido de Troya un retruécano aludiendo al famoso caballo! Véase lo que le escribe al duque. No tiene desperdicio: «Llegué, presenté mis dimisorias al de Troya, que así se llama el obispo, y diome Epístola, para que Vuestra Excelencia sepa que ya me voy acercando a capellán suyo, ¡y sería de ver cuán a propósito ha sido el título!, pues sólo por Troya podría ordenarse hombre de tantos incendios; mas tan cruel como si hubiera sido el que metió en ella el caballo; porque me riñó porque llevaba bigotes, y con esta justa desesperación yo me los hice quitar; de suerte que dudo que Vuestra Excelencia me conozca; aunque no me atreveré a volver a Madrid tan rapado...». Pero ¿va a Toledo a recibir órdenes, o porque está allí Jerónima de Burgos con la compañía de Pinedo? Pues a continuación dice: «Aquí me ha recibido y aposentado la señora Gerarda (Jerónima) con muchas caricias». ¡Un ordenado de Epístola, que el mismo día de la tonsura se aloja con una comedianta! Jerónima no pararía de reír al verle en hábitos, naturalmente; pero él no debió de inmutarse poco ni mucho; antes prefirió que le vieran con ella, según se desprende de su correspondencia con el duque. El de Sessa frunce el ceño, afligido de que lleve la despreocupación a tal grado, de que se conduzca con tan imperturbable e inconsciente audacia. Lope intenta calmarle con otra misiva, fecha 23 de marzo. ¡Y véase cómo lo arregla!: «Parece, señor, que Vuestra Excelencia, como entre ringlones, me da a entender que siente que me entretienen aquí las mismas causas que allá daban sospechas; pues no me haga Vuestra Excelencia tiros con pólvora sorda, que le prometo que tuviera por deslealtad encubrirle mis pensamientos, indigno -176- de las mercedes recibidas... Lo cierto es que yo querría concluir, señor Excelentísimo, con mis órdenes; y pues ya tengo Epístola, no dilatar las demás, por no estar con este cuidado... Mi vida es esta; y los pasos, de la posada a la iglesia; rezar dos horas, que ya me obligan, y a la noche hablar un rato, mientras llega la del sueño, con algún amigo; y porque quien todo lo niega todo lo confiesa, también me divierto de mis tristezas con la amiga del buen nombre». Basta.

En otro billete de abril le comunica que ya está ordenado de Evangelio; y en otro, más tarde: «La tal persona (Jerónima) está fresca y buena». Todavía permaneció en Toledo hasta primeros de junio, mientras en Madrid Lopito y Marcela, los hijos de la Luján, caían enfermos. Lopito estaba al cuidado del ama de llaves, Catalina. Regresado a la corte, dijo su primera misa en el Carmen Descalzo. A todo esto Feliciana hallábase sin bautizar. Lope quería que fuese madrina, como lo había sido de Lopito en 1607, Jerónima de Burgos. Mas esta viose obligada a salir con la compañía de Pinedo. La ceremonia se celebró en Madrid el 16 de junio de 1614 y tuvo en la pila a Feliciana, María de Guardo. A nadie convenció el nuevo estado del dramaturgo. No se le vio variar de vida. Sus escándalos eran tan del dominio público, que el sacerdote Lope de Vega llegó a no encontrar cura que lo confesase, ni menos que quisiera darle la absolución. Avergonzado y acongojado (¿es presumible?), lo manifiesta al duque; pero sin revelar las verdaderas causas, sino atribuyéndolo a que le escribe las cartas de amor para sus queridas. Lope buscaba con esto lo que al fin consiguió: que el duque le confiriese una de las prestameras de Alcoba, en la diócesis de Córdoba, aunque luego no rindió sus provechos con puntualidad.

La casa de Lope de Vega en la calle de Francos, tal como era en el siglo XVII y aparece en el Plano de Madrid, de Texeira. A la izquierda, el jardín. Al fondo, el cobertizo que servía de palomar. Delante, a la derecha, el servicio de desvanes bajos a teja vana.

Véase su situación por estos párrafos de cartas: «Señor Excelentísimo, no se canse en venir aquí a la noche...; que como cada día confieso este escribir estos papeles, no quisieron el de San Juan absolverme, si no daba la palabra de dejar de hacerlo, y me aseguraron que estaba en pecado mortal... No había osado jamás decir esto a Vuestra Excelencia por mi amor inmenso y mis infinitas obligaciones, trampeando cada día lo mejor que podía el modo de confesarme; ya ha llegado a no ser posible menos...». «Yo hablé a aquella persona, señor Excelentísimo, y me dijo resueltamente buscase otro -177- confesor, con tanta cólera como si le hubiera dicho que fuera hereje...».

Escudo de armas del duque de Sessa

Debió de encontrar, al fin, un confesor de manga ancha, quizá fray Martín de San Cirilo, a quien Lope dedicó sus Rimas sacras, pues el poeta siguió con la correspondencia amorosa del duque y con todo lo que se irá viendo en esta verdadera historia, y ninguna dificultad de orden eclesiástico le ocurrió después. Ni dejó las comedias, pues compuso entonces El premio de la hermosura, que se representó el 3 de noviembre de 1614 en el jardín del duque de Lerma, con asistencia del príncipe. Celebrose aquel año la beatificación de Santa Teresa de Jesús, y Lope

formó parte del jurado calificador del certamen, al que concurrieron algunos poetas de fama, entre ellos Cervantes y Espinel. Encauzada su vida por el lado sacerdotal, meditaba en el provecho que de ello podía venirle. Con la «prestamera» no había que contar. El brazo eclesiástico no estaba tan tierno y propicio como él hubo de imaginarse. Evidentemente, había dado un mal paso y hecho un malísimo negocio; pero no era posible retroceder. Recordaba sus años escolares en Compluto, cuando ahorcó los hábitos. ¡De qué cordura había dado muestras, a pesar de su mocedad! ¿Cómo ahora, hombre maduro, había caído en aquel lazo? Vínosele entonces a la memoria el obispo Manrique, de quien siempre se manifestó agradecido y al que guardaba devota veneración. Había oído decir que don Jerónimo dejó instituidas dos capellanías en Ávila. Buena ocasión de pretender una. Y allá marchó a negociarla en el verano de 1615. Pero no podía abandonar el teatro. Nació para él. Era su amor y en él estaban sus amores. Los escrúpulos sacerdotales fueron en su ánimo voluble y tornadizo reduciéndose a cenizas poco a poco. Además, aquello no le daba para vivir. Era otro mundo, en que, para medrar, había que intrigar también. Ya era viejo para empezar este noviciado en un ambiente que desconocía. Claramente vio que no saldría jamás de pobre cura de misa y olla... ¡Hum! ¡Arriba la imaginación! Hizo cuenta que todo había sido un sueño. Cada uno puede tornar a ser feliz si da el tiempo por no pasado. Y al teatro volvió otra vez y a la frecuentación de la vida de la farándula con más ímpetu que antes. Él creaba para sí un mundo; allá los locos con este. ¡Y ya podía hablar el mundo! Se enteró en Ávila de que el famoso Sánchez representaba en Segovia. Finó aprisa el asunto de la capellanía y a Segovia -178- se marchó. En la compañía de Sánchez estaba la actriz Lucía de Salcedo, que él llamaba «la Loca», y con «la Loca» inauguró otra serie de locuras y aventuras disparatadas. Sánchez se aprovechó de la situación e hizo que allí compusiera para él la comedia El mayor imposible. Pero algún disgusto con Sánchez, quizá por sus amoríos con «la Loca», le hizo abandonar la ciudad castellana y regresar a la corte. Propuso entonces dar sus comedias a Alonso de Riquelme. Sánchez creyó que se vengaría representando obras de Luis Vélez de Guevara y otros; mas el público prefería las de Lope e iba a ver a Riquelme, dejando vacíos los «corrales» de Sánchez. Intentó este una reconciliación, y como el poeta la rechazara, Sánchez habló al duque de Sessa para que Lope se acordara de él. Este le previno, diciendo que Sánchez le había dado notables pesadumbres, y así, había que proteger a Riquelme, a quien debía entregar una carta para el corregidor de Toledo, que no le dejaba representar. Toledo, a pesar de todo, seguía con su empaque de antigua corte, y Lope con sus escapatorias a ella, que traían inquieto al duque. ¿Qué tenía su secretario en Toledo? ¿Por qué huía de Madrid? Otra aventura difícil de descifrar. Había de nuevo que reconvenirle. Lope trató de sincerarse desde la ciudad imperial: «Yo, señor Excelentísimo, llegué aquí huyendo de las ocasiones en que la lengua de una mujer favorecida infame pueda poner a un

hombre de mi hábito. Y respondiendo también a la objeción tácita de que no se huye bien del peligro acercándose a él... digo que siendo, como fue, testimonio, no le puede correr mi conciencia, aunque no quede libre mi reputación...; pues plegue a Dios, señor, que si después de mi hábito he conocido mujer deshonestamente, que el mismo que tomo en mis indignas manos me quite la vida sin confesión..., ¡y créame que no le encubriera pensamiento...!; no hay más causa a mis ausencias que huir la persecución de una mujercilla que escribe aquí me persigan, como lo han hecho, dándome vayas de noche en cuadrilla judíos de esta ciudad con quien ella tiene conocimiento...». No creemos se trate de Micaela de Luján, tal vez ya difunta. Y lo más cínico de la carta es que en ella comienza reprendiendo suavemente al duque por continuar sus amores con Jacinta... En octubre de 1615 acompañó a su amo a Burgos con motivo de las grandes fiestas que se hicieron para celebrar el matrimonio de la infanta doña Ana de Austria, hija mayor de Felipe III, con Luis XIII de Francia, y el de la hermana -179- de este, Isabel de Borbón, con el príncipe de Asturias. En una donosa carta de Quevedo al duque de Osuna, fecha en Madrid a 21 de noviembre, nárranse aquellas fastuosidades y dice que el duque de Sessa «vino con gran casa, caballeriza y recámara, e hizo entrada de zabuco en el pueblo; trajo consigo a Lope de Vega». Aquel año escribió Los ramilletes de Madrid y El galán de la Membrilla, que representó Sánchez, sin duda reanudada ya la amistad entre ellos. Pasaba Lope a la sazón grandes pesadumbres con un literato joven que poco antes había terminado sus estudios en la Universidad de Alcalá y de quien se contaba que tenía una memoria tan prodigiosa como la de Séneca el padre. Llamábase Luis Remírez de Arellano2 y era natural de un pueblecito de la diócesis de Cuenca, Villaescusa de Haro, cuna de felices ingenios, y de donde era oriundo otro varón eminentísimo, el padre Gabriel Vázquez, de quien él había oído contar maravillas cuando le llevó a Compluto don Jerónimo Manrique. El memorioso Remírez había dado en una gracia del diablo, que consistía en aprenderse de memoria las comedias que estrenaba Lope, escribirlas y entregárselas a los cómicos, que por este arbitrio, y como no existiera entonces propiedad intelectual, no necesitaban comprárselas. ¡Era lo que le faltaba al poeta en aquella época tan necesitado de dineros! Ya lo había hecho con otras comedias, y ahora los actores le alababan la habilidad para que les copiase El galán de la Membrilla. Pues cata que lo intenta, y he aquí el gran escándalo a que dio origen, según lo narra Cristóbal Suárez de Figueroa en su Plaza universal, publicada en aquel mismo año: «Hállase en Madrid al presente un mancebo grandemente memorioso. Llámase Luis Remírez de Arellano, hijo de nobles padres y natural de Villaescusa de Haro. Este toma de memoria una comedia entera de tres veces que la oye, sin discrepar un punto en traza y versos. Aplica el primer día a la disposición; el segundo, a la variedad de la composición, y el tercero, a la puntualidad -180- de las coplas. De este modo encomienda a la memoria las comedias que quiere. En particular

tomó así La dama boba, El Príncipe perfecto y La Arcadia, sin otras. Estando yo oyendo la de El galán de la Membrilla, que representaba Sánchez, comenzó este autor a cortar el argumento y a interrumpir el razonado tan al descubierto, que obligó le preguntasen de qué procedía semejante aceleración y truncamiento y respondió públicamente que de estar delante (y señalole) quien en tres días tomaba de memoria cualquier comedia, y que de temor no le usurpase aquélla, la recitaba tan mal. Alborotose con esto el teatro, y pidieron todos hiciese pausa, y, en fin, hasta que se salió de él Luis Remírez no hubo remedio de que se pasase adelante». Quejose amargamente Lope en los prólogos de sus comedias y aun acudió a los Tribunales; pero le quitaron la razón, diciendo que las obras eran de dominio público. De suerte que al saqueo de que ya venía siendo víctima por parte de los «autores» y «mercaderes de libros», sucedía el de aquel mancebo «de la gran memoria», y aun de un pariente de este, don Juan Remírez de Arellano, que llamaban «Memorilla». Lope tronaba furioso contra el desafuero, como quiera que no estaba aún bien definida la propiedad intelectual, ni garantizaba al escritor sino la venta del privilegio de representación e impresión de sus obras. En la Trezena parte de sus comedias se dolía así: «A esto se añade el hurtar las comedias éstos que llama el vulgo, a uno 'Memorilla', y al otro 'Gran memoria', los cuales, con algún verso que aprenden, mezclan infinitos suyos, bárbaros, con que ganan la vida vendiéndolas a los pueblos y autores extramuros, gente vil, sin oficio, y que muchas veces han estado presos. Yo quisiera librarme deste cuidado de darlas a luz; pero no puedo, porque las imprimen con mi nombre, y son de los poetas duendes que arriba digo. Reciba, pues, el lector esta parte lo mejor que ha sido posible corregirla, y con ella mi voluntad, pues sólo tiene por interés que lea estas comedias, menos erradas, y que no crea que hay en el mundo quien pueda tomar de memoria una comedia, viéndola representar, y que, si le hubiera, yo le alabara y estimara por único en esta potencia, aunque le faltara el entendimiento...». Lope erraba en creer que los aludidos memoriosos eran gente vil, sin oficio, y que habían estado en la cárcel; se trataba, por el contrario, de caballeros nobles y de posición; pero se picó de modo con la burla del mancebo «de la gran memoria» (que era cierto la tenía y brillantes dotes intelectuales), -181- que apeló al insigne magistrado y jurista, doctor Gregorio López Madera, del Consejo Supremo de Su Majestad, diciéndole en la dedicatoria de su comedia La Arcadia: «Espero, entre otras cosas, que quien ha escrito y impreso (si bien en tan distintas y altas materias), se dolerá de los que escriben, y que ahora tendrá remedio lo que tantas veces he intentado, desterrando de los teatros unos hombres que viven, se sustentan y visten de hurtar a los autores las comedias, diciendo que las toman de memoria de sólo oírlas, y que éste no es hurto, respeto de que el representante las venda al pueblo, y que se puede valer de su memoria, que es lo mismo que decir que un ladrón no lo es porque se vale de su entendimiento, dando trazas, haciendo llaves, rompiendo rejas,

fingiendo personas, cartas, firmas y diferentes hábitos. Esto no sólo es en daño de los autores, por quien andan perdidos y empeñados; pero lo que es más de sentir, de los ingenios que las escriben. Porque yo he hecho diligencia para saber de uno estos, llamado «el de la gran memoria», si era verdad que la tenía, y he hallado, leyendo sus traslados, que, para un verso mío, hay infinitos suyos llenos de locuras, disparates y ignorancias, bastantes a quitar la honra y opinión al mayor ingenio en nuestra nación y las extranjeras, donde ya se lee con tanto gusto. Pues si aquel gran poeta quebró al ollero los vasos porque cantaba mal sus versos, ¿qué harán los que ven contrahacer los suyos de oro en barro?... Al ilustrísimo arzobispo de Toledo, don Bernardo de Rojas, oí un sermón, entre los dos coros, y se le envié al día siguiente, escrito en verso, como anda impreso en mis Rimas sacras. Esto es posible, porque no se obliga a la memoria a las mismas palabras, sino a las mismas sentencias, y es más fuerza del ingenio que suya... Pero estos que en un acto de comedia ponen innumerables desatinos, ¿qué memoria tienen? Vuesa merced mande, pues, poner remedio, por buen principio de su protección, a este abuso...». López Madera, compañero de Gil Remírez, que conocía a su sobrino Luis Remírez de Arellano, a quien hubo de premiar en Toledo en el certamen celebrado con motivo de la creación de la capilla de Nuestra Señora del Sagrario (junto con Góngora, Espinel, Jáuregui, Cristóbal de Mesa, Torres Rámila, Tribaldos de Toledo. Valdivielso y otros), López Madera, digo, a la sazón corregidor de la ciudad imperial y juez de aquel certamen, desoyó las razones de Lope, con lo que este ya no insistió. Para mayor desgracia suya, cuando fue a imprimir La dama boba no halló el original, que había entregado -182- a Jerónima de Burgos, la cual andaba ausente por los corrales de provincia. Tuvo que recurrir a la copia (hoy se ve que es fiel) que de memoria había transcrito Luis Remírez. Debieron por esto de hacerse muy amigos, porque nuestro paisano lo fue también de Pérez de Montalbán, quien le elogia como poeta y le llama «el de la feliz memoria». Remírez, al compilar sus Avisos para la muerte (1634), abrió el libro con una poesía que le entregó Lope: «Cercado de congojas...», y después colaboró en honor del difunto en la Fama póstuma. Muy prolífico fue Lope en el año entrante de 1616, pues compuso las comedias siguientes: El sembrar en buena tierra, la segunda parte de El príncipe perfecto, Al pasar del arroyo. Quien más no puede y el auto sacramental La isla del sol. La primera fue escrita para Sánchez, o más bien para Lucía de Salcedo, que había de representar el papel de «Celia». Porque Lucía de Salcedo era la mujer que reinaba ahora en su corazón. Semejante a aquella «Marfisa», su primera novia, por la que ahorcó los hábitos, la Salcedo lograba las primicias del naufragio de su honestidad como sacerdote. El devaneo con Jerónima de Burgos tal vez no pasó de platónico, contra todas las maledicencias. Con Lucía inauguraba sus amores sacrílegos. Pero «la Loca» le había salido ingrata, le trataba con dureza y aun tenía sospechas de su infidelidad, Le bastaron las tres semanas de estancia en Segovia el año precedente para conocer su condición. No era ni

bella, ni notable, ni espiritual; sino eso, una «loca», una excéntrica, enredadora y bravía, lo menos a propósito para la afectación de su recato. Si le interrogaran el porqué de su amor, no habría sabido contestar. Necesario era dar fin a aquella locura. En diciembre había prometido al duque salir de sus enredos: «De los de mi 'Loca' salí cuando a Vuestra Excelencia dije, famosamente. Ella se ha consolado; que lo que poco duele poco memoria cuesta; y yo estoy tan contento, que, para decirlo en una palabra, no me acuerdo que Dios la haya hecho. He ganado reputación, tiempo, hacienda, pasos; que todo era mal empleado en tan infeliz sujeto. Tendré buenas Pascuas en gracia de Vuestra Excelencia». Pero vuelve «la Loca» a Madrid a principios de 1616 y las relaciones se reanudan, aunque con burlas, displicencias y desdenes de ella, que desesperan a Lope. Lucía extraña un poco al cura, y se ríe a sus anchas. Y cuando este medita, enfurecido, cobrarse de aquel proceder, la Salcedo sale en marzo para Zaragoza con la compañía de Jerónimo Sánchez, sin dignarse decirle adiós. Le ha sacado bonitamente la comedia -183- El sembrar en buena tierra. ¡Título bien inadecuado! Porque está sembrando en el terreno amoroso más estéril de su vida. No se descompone el viejo galán, y le escribe. No responde la ingrata a sus apasionados billetes. ¡Malhaya quien fía en amores de cómicas, que, conforme se vienen, por fáciles, lo mismo se van! Quisiera ignorar su nombre. ¡Que la resequen los vientos furiosos del Moncayo o perezca en el Ebro! Pero poco a poco, y según avanzan los días, la ausencia vivifica su amor; y su pensamiento emprende a cada instante celosas peregrinaciones hacia ella, reflejadas en sus billetes al duque: «Prometo a Vuestra Excelencia, señor, que me ha llegado al alma el suceso de anoche; y que, como yo estoy tan tierno en los míos, confirmo lo que anoche venía diciendo a Vuestra Excelencia de la correspondencia de estrellas, pues en mi vida tuve peor día que ayer, faltándome carta de aquella persona, a quien ya otros pensamientos habrán movido el ánimo a ingratitud». Y en otro, de fecha inmediata: «Deseé hablar a Vuestra Excelencia anoche, y cuidando que ya no viniera, fui a una casa a preguntar por unas cartas, que, siendo día de ordinario para Aragón, no las tuve, y quise creer que vendrían en pliego ajeno: que tal estoy, que me alegro de engañarme por algún tiempo».

«Porque con la voluntad no hay andar probando estilos, porque es pasar por los filos los dedos a la amistad. Para deciros verdad, lo que aborrecí presente, quiero ausente, porque ausente es mayor el bien de amor; que el sol parece mayor cuando se va al Occidente».

«Lívida se fue de aquí, a quien tanto aborrecía, y agora se pasa el día pensando en ella, y no en mí. ¿Quién pudo mudarme así, siendo cosa tan distinta? Pero, si se pega amor, sin duda que vos, señor, me pegáis el de Jacinta».

Ya van coincidiendo en amores. Y sigue la carta: «Vuestra Excelencia debe de pensar que todo es...; pues sepa que los ausentes, sobre desdichados, estamos en el río del olvido, -184- donde, si no es tristezas, no nos visitan otros amigos. Cinco ordinarios hace hoy que no he tenido carta de Aragón; y como mi voluntad siempre consistió en el agradecimiento, estoy de suerte, que si hallase la tal persona acaso en la calle, no le volvería el rostro. Puedo lo que quiero conmigo; y como en esta ocasión no tengo gustos que me hagan sangre en la memoria, he hallado fácilmente perdón de palabras veniales, que con agua bendita de otra conversación se quitan; y así, en mis mocedades nunca se me dio nada de querer, porque sabía que estaba en mi mano el olvidar...». Nuestro poeta es hipócrita de pecados, y no le creemos lo que dice, cuando él propio se desmiente pocos días después, a la entrada de mayo: «Cartas tuve de Aragón: estoy contento sin saber por qué. Dios nos deje servirle; que ni hay con la voluntad sagrado en las causas, ni templanza en la opinión». ¡Por fin se ha acordado de él, en dos meses, Lucía de Salcedo! Y a este billete siguen otros, desde la costa catalana, con frases de ferviente amor. ¡Dulce «loca»! Pero ¿quién era aquella Lucía de Salcedo? Estaba casada desde l602 con un Pedro Jiménez de Valenzuela, representante y quizá de la misma condición complaciente que la mayoría de ellos. Lope tiene noticias de que el conde de Lemos regresa echado de Nápoles, y trae consigo en su bajel a la compañía de Sánchez, que le viene divirtiendo desde Barcelona y desde allí se trasladará a Valencia. Y a Valencia corre como un loco para recibir a «la Loca». Sale repentinamente de Madrid a 26 de junio y le deja una carta al duque de Sessa en que dice: «Voy a Valencia por aquel hijo mío fraile descalzo; estaré aquí con la mayor brevedad que me sea posible». Y de paso le añade que escriba al virrey. El duque se queda perplejo. Tiene ya que convertirse en consejero de Lope.

Su pobre secretario ha perdido la cabeza. Faldas hay seguramente de por medio. El hijo fraile jamás hubiera sido causa para abandonar tan precipitadamente Madrid «en medio de los caniculares» y sin despedirse siquiera. Sí, faldas hay. Y le reconviene. La contestación no tarda en venir... el 6 de agosto (el conde de Lemos había arribado a Valencia el día 4 a las siete de la tarde), y de este tenor: «Vuestra Excelencia, señor, ha estado cerca de perder un criado, si bien no de los más antiguos, el que más le ha deseado servir de cuantos ha tenido: dieciesiete días ha estado en una cama, con tan recias calenturas, que entendí que era el último tiempo de mi vida... Como he podido he llegado hasta -185- palacio a ver al conde, a quien pesó mucho de verme en tanta flaqueza, porque estoy tan desfigurado, que yo mismo no me conozco; hízome mucha merced y me sentó a su lado en público... Ayer llegó aquí «la Loca», que ha venido con Sánchez y toda la compañía con el conde desde Barcelona, en las galeras; en mar y tierra les ha oído las comedias que tenían, algunas de las cuales me ha celebrado apasionadamente... «La Loca» ha venido a verme, y dice que escriba a Vuestra Excelencia que aquí tiene una esclava; así lo hago y le suplico crea que no fue causa de mi jornada (!), pues ha un mes que estoy aquí y ella en Barcelona. Mi hijo viene mañana, deseosísimo de que le lleve; ya lo tengo negociado, aunque he perdido algo de la resolución, porque ha de ser con padre compañero». Más tarde se ve obligado a reconocer que, en efecto, le ha inducido a aquel viaje Lucía Salcedo... Y ¿de quién había habido aquel hijo fraile francisco, que formaba pareja con su otro hijo trinitario? Ya dejamos dicho que en el mundo llamábase Fernando Pellicer y en la orden tomó el nombre de Vicente. Fruto de amores en Valencia en 1599. Es inútil hacer más conjeturas. Los hijos de Lope aparecen así, repentinamente, y luego desaparecen sin dejar huella de sus sandalias, envueltos en su tosco sayal. El duque, espantado, aunque ya de nada tenía que espantarse, le vuelve a escribir; torna a reconvenirle. Su ausencia ha levantado en Madrid un huracán de murmuraciones. Lope en septiembre, de regreso, le contesta, francamente cínico, que si sabe lo que le arrancó de Madrid con tanta brevedad como descomodidad en medio de los caniculares, ¿para qué le dice que el conde de Lemos le obliga a tan desigual demostración de su humor e imaginación? «La verdad es que yo la he tomado por cubierta de este desatino». Verdadera calificación. Porque aquel «desatino» era el más lamentable, entre tantos, hasta entonces. A la edad de cincuenta y cuatro años, sacerdote, célebre por su gloria, provoca entre los cómicos de Sánchez el escarnio y la burla, como saben que a Valencia va sólo por unirse a Lucía de Salcedo, y no ven en él sino al viejo libidinoso. Enfermo y lleno de achaques, le recibe su antiguo amo el conde de Lemos, a quien cuesta trabajo el reconocerle. ¡Todo qué distinto a aquellos días de arrogancia moza en que sacaba a Claudio Conde de la Torre de Serranos! ¡O a aquellos en que hacía de Botarga en las fiestas de las bodas reales! Y más lamentable aún la convivencia con los histriones y -186- las

galanterías con la comedianta, frente a la imagen acusadora de aquel hijo, fraile infeliz. Con todos se traslada a la corte, y allí prosigue la aventura. Suspira por que llegue la noche tibia del verano agonizante; y cuando Madrid se cubre de sombras, envuelto en su traje talar, corre a la casa de Lucía Salcedo, y en el umbral de su puerta, vecina al Prado, desata con la cómica la madeja de sus seniles sueños amorosos, como treinta años antes junto a la reja de Elena Ossorio a la entrada de Lavapiés. Y en la noche sólo hay una diferencia: que entonces buscaba la luna como para competir con su gentileza, y ahora busca la sombra obscura, que se funde con el color de sus hábitos, avergonzado y tembloroso de que le descubra la luz, como un criminal bajo la acusación de un terrible requerimiento. Pero quiere ver a su amor a plena claridad del día. La plaza Mayor arde en fiestas: hay toros y cañas. Él alquila un balcón con «la Loca»; y para que su presencia no despierte la murmuración, hace que les acompañe Marcela y les sirva de señuelo. Lamentable aquel año en la vida de Lope, si otros peores no le siguieran; aquel año, en que su vecino y rival, Miguel de Cervantes, honesto y digno, pobre y solo, se dirigía también al conde de Lemos, pero ¡de qué manera más distinta! Y abandonado, entre cuatro míseras paredes de un desván, bajaba a la tumba el 23 de abril (no murió en este día, que fue el de su entierro, sino en el precedente, o sea el día 22)3.

Vida azarosa de Lope de Vega - Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Vida azarosa de Lope de Vega Astrana Marín, Luis

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- XI -

Últimos amores.-Doña Marta de Nevares Santoyo.-Roque Hernández de Ayala.-Nacimiento de Antonia Clara.-El gran drama de Lope.

Aquel amor de Lucía de Salcedo se había presentado bajo malos auspicios. A pesar de la atracción que ejercía sobre Lope, presagiaba mal fin. La correspondencia de estrellas era contraria. No concordaba el «tema de genitura», ni la «interrogación» de ambos amantes. No se entendían. Preciso fuera que hubiesen tenido en su nacimiento a la Luna en la «parte» duodécima, consagrada a los Peces, y en «dignidad» de Venus. Mas alguna

estrella saturnal se oponía a la Luna, en vez de Venus, que miraba ceñuda y de trino a Marte. La imaginación astrológica del poeta hallaba esa explicación a los sinsabores, veleidades, celos, enredos y disgustos de la cómica. Intervino la madre de ella. Era una casa de locos. Riñen por fin. El duque de Sessa, no menos loco, le hace, en cambio, ver clara su locura. ¡Loco, un loco te aconseja! ¡Una «Loca» te pierde! Lope quiere disculparse, y pues está en Toledo, dice que ha ido a llevar como exvoto los grillos de esta pasión, a semejanza de los que colgaban los cautivos en los muros de San Juan de los Reyes: «No hice más que llevar aquellas viles cadenas de Argel, tan bajo, al templo de una imagen que habíame sacado de él, suspendiendo mis penas con su entendimiento». ¿Quién le saca de aquella pasión? Una nueva pasión va a ser su heredera. Hay que seguir fiel a la consigna: «Para huir de una mujer...». Y añade al duque: «¡Malos años para 'la Loca' y para sus ojos; que a sus ingratitudes y bajezas hubiera yo de corresponder con mis verdades y mi hábito! Ello se ha hecho gallardamente; y yo sólo quisiera agora ahorcar aquel necio amor en medio de la plaza; y, donde todos le vieran, como a -188- los que dicen por bando, ponerle un rótulo que dijera: Por infame. ¡Cruces me hago de mi desatinada imaginación!...». Pero a «la Loca» sobrábale malicia, mayormente llevada de los celos y del despecho, para perseguir a sol y a sombra a Lope, ya envuelto en otro amor: «Lo que Vuestra Excelencia dice en su papel, en razón de mi gusto y reputación, pudiera alterarme, si no me hubiera advertido Diego de Valdarce de la materia, cuya sustancia se resuelve toda en que aquella 'Loca' habla al sobrino del Presidente, y él escribió un papel tan discreto como se esperaba de tan gran caballero. Esto ha mucho que pasó, y Vuestra Excelencia lo sabe della, que ya sé que la habla. A mi no me toca nada este pensamiento celoso, quizá de entrambos; porque a la tal, que pasó, ya no estimo; al caballero no conozco, y a la señora que hacen sujeto de mi gusto no le debo una mano, y de tenerle voluntad, ocho años. No debo nada a la ociosidad de la corte, donde el que más piensa que tiene secreto su gusto, es más murmurado que las cosas más públicas. Y cuando en esto fuera culpado por mi reputación, años y oficio, tal está el mundo, que pues al Cardenal le levantan..., siendo persona santísima y en tan alto grado de dignidad..., bien puede un hombre de ruin calidad consolarse que le levanten ese testimonio. Yo me entretengo allí un rato, oyendo hablar y cantar, para aflojar, como dicen, el arco (aunque esto parece pulla); que querría esa 'Loca' quitarme este entretenimiento a mí, y a ella esta pesadumbre, y parécele que es buen camino decirle a Vuestra Excelencia y a todos sus imaginaciones bellacas, tan ignorantes como ella. Yo quiero como a una monja, y hablo con más imposibles que por rejas de locutorio. Desvélese quien quisiere y hablen en mí..., como hablan en los grandes; que no es mucho que, si en el mar de la murmuración se pierden bajeles de alto bordo, se anegue mi barquilla, tan miserable que apenas se ve en las aguas, y que por cosa inútil la pudieran perdonar las olas de la ociosidad y los vientos de la envidia. Con esto, Vuestra Excelencia

descanse, señor mío, de ese cuidado; y le suplico, no hable en él, que, aunque Valdarce es tan bien intencionado, podrá creer lo que quisiere, y yo estoy inocente de todo...». Explicaciones, excusas, palabras, viento. «Yo quiero como a una monja...». De dos en celda, podría agregarse. Todos los juegos de amor que hasta el presente ha padecido, son juegos de niños ante la pasión que va a seguir. El temperamento erótico de Lope estallará ahora con su fuerza máxima. La loa, la jácara, el entremés, el baile, la comedia y aun la tragicomedia se han representado en su corazón con -189- «Marfisa», con Elena, con Antonia, con Micaela, con Jerónima, con Lucía. La fiebre devoradora del amor, flojos los lazos de la prudencia y debilitado su dominio por la vejez, le arroja a la hoguera del drama, en que ha de consumirse. Los parapetos de la razón han sido derribados por el aturdimiento. Miedo, juicio, circunspección, consideraciones, respeto propio, se ven ahogados por una irresistible concupiscencia. Ni siquiera un momento mantendrá disputa entre la fría conciencia y la pasión ardiente. El olvido de todo presidirá su ser.

El doctor Matías de Porres, hijo de Gaspar de Porres, amigo de Lope.

«Yo estoy perdido (escribe al duque de Sessa a fines de 1616), si en mi vida lo estuve, por cuerpo y alma de mujer: y Dios sabe con qué sentimiento mío, porque no sé cómo ha de ser ni durar esto ni vivir sin gozarlo». Los locos se contagian mutuamente su locura. A la postre el duque se ha contaminado de la locura erótica del poeta. Ya no habrá más reconvenciones ni consejos. El duque ahora, insuficiente mental siempre, sigue ávido la carrera desenfrenada de Lope, llevado no sabemos de qué obscuros y morbosos instintos. Sin duda aquel cerebro privilegiado ama de manera distinta a los demás mortales. Hay que aprender a amar así. El duque quiere convertirse en imitador, en discípulo, en ayuda, en cómplice. Y le pide con premura sus cartas, para gustar en ellas la esencia del amor que Lope ha destilado, como en alambiques infernales, en el corazón de sus queridas. Lope tendrá ya quien le lisonjee sus afanes eróticos, quien le estimule en sus nuevos amores, quien le aplauda la baja degradación en que ha caído. Y pensando que el duque hallará extraños incentivos en abono de su conducta, encarga ¡a su hija Marcela! que recoja para el prócer la correspondencia amorosa de entre sus papeles. Y sigue escribiéndole. «¡Válame Dios, señor! ¿En qué hemos de parar los dos, Vuestra Excelencia por lo alto y yo por -190- lo bajo? Mas miento, que yo ya he parado; y por vida de Vuestra Excelencia, porque yo no tengo otra vida que estimar, o si no Dios que me quite luego la mía, si no estoy en el estado que pintaré aquí, pasando muy lindas mañanas en los brazos de un sujeto entendido, limpio, amoroso, agradecido y fácil, cuya condición, si no mienten los principios, parece de ángel. Ni a solas ni acompañado me acuerdo de aquella bajeza, a lo menos desde que supe las suyas. Escríbenme, sienten, veo, entretengo mis pensamientos; he hallado,

finalmente, también médico a mis heridas, que desde una legua se me ve el parche; trabajo y cuidado me costaron estos principios; pero como me resolví, todo se hizo a pedir de boca». Esta mujer que ha substituido a «aquella bajeza» (Lucía de Salcedo) es doña Marta de Nevares Santoyo. Lope la ha conocido en un jardín, en una fiesta poética que ella presidía. Madrileña, oriunda de Alcalá, a los trece años la casaron con Roque Hernández de Ayala, un montañés rústico, de las montañas de Asturias, hombre de zafios modales, ocupado en negocios, e incapaz de apreciar la gentileza de su mujer. Era hija de Matías de Nevares Santoyo, de Alcalá de Henares (pariente del esposo de la tía de Quevedo), y de doña Mariana de Cepeda. El casamiento se verificó en Valladolid por estar allí a la sazón la corte y pertenecer Nevares Santoyo a la servidumbre de Palacio. El contraste entre los esposos era bien singular. Lope pinta a Roque diciendo que «comenzaba a barbar por los ojos y acababa en los dedos de los pies». Doña Marta, en cambio, tenía: «ojos verdes ('dos vivas esmeraldas'), cejas y pestañas negras y cantidad de cabellos rizos y copiosos, boca que pone en cuidado los que la miran cuando ríe, manos blancas, gentileza de cuerpo». Cultísima, bellísima, espiritual, poetisa y aficionada a la música, poseía todo aquello que Lope hubiera querido ver junto en alguna de sus esposas o de sus amantes. Imaginaos la atracción invencible que desde el primer momento ejercería en el poeta, que, ciego de amor, le dice: «Si vuesa merced hace versos, se rinden Laura Terracina; Ana Bins, alemana, Safo, griega, Valeria, latina y Argentaria, española. Si toma en las manos un instrumento, a su divina voz e incomparable destreza el padre de esta música, Vicente Espinel, se suspendiera atónito; si escribe un papel, la lengua castellana compite con la mejor, la pureza del hablar cortesano cobra arrogancia, el donaire iguala a la gravedad y lo grave a la dulzura; si danza, parece que con el aire se lleva tras sí los ojos, y que con los chapines pisa los deseos». En su arrebato, la eleva hasta las nubes: -191- Canta Amarilis, y su voz levanta mi alma desde el orbe de la luna a las inteligencias, que ninguna la suya imita con dulzura tanta. Desde su numen luego me trasplanta a la unidad, que por sí mismo es una; y cual si fuera de su coro alguna, alaba su grandeza cuando canta. Apártame del mundo tal distancia, que el pensamiento en su Hacedor termina mano, destreza, voz y consonancia. Y es argumento que su voz divina algo tiene de angélica substancia, pues a contemplación tan alta inclina.

Innumerables fueron las composiciones poéticas que la dedicó y que celosamente recogía después el duque. Muchas no han llegado hasta nosotros. Nada, pues, faltaba a doña Marta para dejar rematado a Lope, ni a éste para dejarse rematar por ella. Verá el contraste con las amadas anteriores por él embellecidas. ¿Quién había poseído aquella ternura, aquella sensibilidad física y moral? Aquella era en verdad, y así la bautizó, la décima musa, hecha carne, cantada por los antiguos trovadores. Coincidía esto con la época de sus mayores disputas literarias. Tres nombres solos ocupaban su imaginación. Su amor, «Marcia Leonarda» (doña Marta), que era su musa; su odio, el loco «Marsías» (Góngora); su admiración, «Apolo» (Quevedo):

No viva el coro de las Nueve solo, pues décima será Marcia Leonarda; Coridón, Marsias; y Francisco, Apolo.

Doña Marta de Nevares no era ya una niña. Aunque en todo el apogeo de su hermosura, contaba veintiséis años. Sólo había la dificultad del marido. La turbulenta pasión de Lope se exasperaba ante este obstáculo. No sabemos cómo, merced a qué artificio (¡tantos poseía y había empleado su rica imaginación en la escena!), logró engañar a Roque, introducirse en su hogar y fingir la dirección espiritual del alma que ambicionaba para sí propio. Los amores de Lope, por intrincados y pasionales que hubieran sido, por matices, cambiantes, desengaños, celos y desdenes que hubiesen experimentado, nunca tuvieron una oposición que los avivara. La familia de su primera esposa cedió sin resistencia ante el rapto consumado; Guardo estaba deseando -192- desprenderse de su hija, para gozar más tranquilo de unas segundas nupcias; en cuanto a los pobres maridos de las comediantas, eran unos complacientes histriones, que, más que se apartaban, brindaban con su mujer. Sólo cuando «Marfisa» se le atravesó aquel grave jurisconsulto; pero no tuvo tiempo para meditar su venganza, porque a la celebración de la boda siguió su encuentro con Elena Ossorio. Aquel rústico de Roque Hernández no se dejaría arrebatar buenamente la mujer. Era, además, celosísimo, condición que a Lope le encendía la sangre. «Yo no he cerrado mis ojos en toda la noche (escribía al duque), ni aun he querido comer, que he estado con tantas desesperaciones, que he pedido a Dios me quitase la vida... Yo nací en dos extremos, que son amar y aborrecer; no he tenido medio jamás».

La confesión no podía ser más sincera. (Es la clave de toda su vida.) Allí mismo estaba en el extremo de amar. Como un novicio del amor, sufre de celos, de insomnio, de inapetencia; piérdese en ansias, en temores, en esperanzas y suspiros. Insulta con groseros motes al esposo, y llámale «el viñador». Consigue ganar la voluntad de doña Marta; empero no consigue aún ganar sus brazos. A título de guía espiritual, la pasea por Madrid. Es su capellán. A cada momento pide el coche al duque. La lleva en él a San Isidro, a cumplir la promesa de que Marcela haya salvado la vida, que sufrió de viruelas y debió de quedar desfigurada: causa quizá (con otras) de su retiro al claustro. La convida a cenar en su domicilio, y ruega al duque se pase por él, si quiere gozar un rato de música, y que le envíe platos dulces y manteles y toallas. Si el marido espía, sírvese de un amigo (Juan de Piña) que les invita en su casa, para así verla sin que aquel sospeche. Un día escribe ya sin rebozo: «Me muero de celos de sucesor». Y otro: «Ello es estrella mía; yo pienso rogar a las canas que me enseñen dónde vive la prudencia...».

Una página del libro de Lope La Filomena (1621), que perteneció a su enemigo Don Luis de Góngora. Al margen de la octava central éste apostilla: Si lo dices por ti Lopillo, eres un hidiota sin arte ni juicio. Debajo de la plana aparece esta anotación manuscrita del célebre bibliógrafo Gallardo: «La nota marginal es autógrafa de Góngora; quien aludió también a esa octava al dezir en aquel soneto contra las obras de Lope: 'Y con La Filomena un idiota'».

La adúltera se rinde por fin al sacerdote. Los amantes, impúdicos, intentaron más adelante destruir al marido, acusándole de sevicia y entablando doña Marta el divorcio. Las personas que la conocen quedan tan asombradas que ninguna quiere prestar declaración. Ella se abate; Lope, afligido, ni come ni duerme. «Mucho he pasado (dice); doy gracias a Dios que se ha lucido, pues tuvimos sentencia en favor, y la mandan amparar en su dote, dando la fuerza por bien probada». Y añade con cinismo: «Ríome mucho de que una mujer pruebe bofetones y coces para decir que su marido la forzó a firmar escrituras... Resta ahora la apelación al Consejo por la parte -193- contraria, donde hay que temer... Festejado habemos la sentencia en favor...».

Locutorio de la iglesia de las Trinitarias, por donde Lope conversaba con su hija monja. En este altar solía decir misa el poeta, mientras Marcela oraba dentro.

La infamia prospera. Está del lado de los amantes. En las ausencias de Roque, el poeta se deslizaba furtivamente en su hogar, sito en la calle del Infante. El duque sigue con interés el fin de la aventura, y reclama de su secretario y amigo más cartas de amores. Este le envía las de «la Loca», de la que dice que habló veinte días con ella «y lo he pagado en mis

descendientes como pecado original». Pero él quiere correspondencia fresca; las cartas a «Amarilis» esto es, a doña Marta. Ella se resiste a revelar el proceso e incidencias de aquella pasión bastarda; pero hay que complacer al duque. ¡Marcela correrá con el encargo!

Fray Lucas de Montoya, reputado escritor y famoso predicador de la Orden de los Mínimos.

Y llega la terrible confesión. Doña Marta está encinta. Lope solicita del duque que sirva de padrino, porque el trance se acerca. Gran consuelo es que Roque esté ausente. «Por acá nos amamos a lo burdo, porque dicen las mujeres que en los brazos lo grosero es lo mejor». Llegan los prólogos del parto. «Esta noche no he dormido, aunque me he confesado; malhaya amor, que se quiere oponer al cielo». Esta carta revela tan al desnudo el pensamiento y alma de Lope, que merece transcribirse: «Amor, definido de filósofos, es deseo de hermosura, y de los que no lo somos es deleite añadido a la común naturaleza de los hombres; que bien vemos que sin amor apetece el hombre el ayuntamiento y brazos de la mujer; pero añadiéndole la falta de la voluntad, que yo llamo costumbre, aquel desenfado conocido hace que no pensemos que en otra novedad se hallara a gusto, -194- siendo todo lo que no conocemos mejor que todo lo conocido, como se ve por manifiesto ejemplo en lo que habemos querido, que no nos parece que es como lo que queremos. Vuestra Excelencia no se fatigue, que yo sé que es tan cuerdo que no le hace que siga su gusto, donde ahora el hábito y lo que le cuesta le inclinan a pensar que es el último bien; que fuera de esto es triste caso andar a conocer voluntades nuevas, nuevas sábanas, nuevos alientos y, por decirlo a lo pícaro, nuevos tómalo, mi vida. Aquí se ríe Vuestra Excelencia y dice: de vicio está este poeta. Pues, rey mío, apéese Vuestra Excelencia de la divinidad de su sangre, y, humillando el estilo, sepa que en llegando a la verdad de ser hombres, hay muchas partes en nosotros en que convenimos y aun con las animales; que sólo en lo esencial del alma, con los ángeles». Toda la clave del obrar amoroso de Lope se encierra en esas líneas, de una gran verdad humana; pero que de ninguna manera disculpan su proceder, no ya como sacerdote, mas ni aun como hombre, que, según vemos, infama, burla y vende al infeliz Roque Hernández, para curarse en su esposa de las heridas de Lucía de Salcedo. A 12 de agosto de 1617 doña Marta, después de tres días de sufrimientos, da a luz una niña. Lope lo participa al duque, diciendo que desde el día anterior no ha visto a la parturienta, por no dar que sospechar. Al pobre Roque (entretenido a veces en copiar las comedias de Lope para el duque) le hacen tragar la niña, que es bautizada el 26 de aquel mes, con el nombre de Antonia Clara, en la parroquia de San Sebastián, como hija legítima suya y de su mujer doña Marta de Nevares Santoyo. Dura debió de parecerle al de Sessa aquella superchería, pues no quiso actuar de padrino, menester que llenó su hijo don Antonio, el joven conde

de Cabra. Terminada la ceremonia, Lope escribe esta atrocidad: «Grandes cosas hay estos días: no se puede escribir; pero puédese hablar, y para todo veré esta tarde al caer el sol a Vuestra Excelencia, y aun creo llevaré conmigo al padre putativo de la niña, que iba a decir al puto». Doña Marta se restablece y dispónese a oír la misa de parida. Lope pide al duque su coche. Tampoco este se lo envía y mándale el suyo su hijo, el mencionado conde de Cabra. Pero Lope le escribe, volviendo a insultar al pobre esposo: «La fiesta fue en Atocha, no tan lucida como pudiera ser sin la cara de su marido, que por la mayor parte la tiene espantadiza este linaje de hombres». ¡Y cómo había de tenerla! -195- Sin embargo (hay un sin embargo), de creer a Lope, las prendas del esposo no eran nada recomendables. Tratábase (parece) de un pillo, que vivía a costa de su mujer. ¿Esto era así, o habla el odio de Lope? Sea como fuere, el marido acabó por saber (aunque siempre se enteran tarde) el adulterio de su dulce esposa. Y aquel hogar, donde ya había entrado el diablo, se convirtió en infierno y se deshizo, como arriba se insinuó. Tenía Roque Hernández un sobrino llamado Diego de Miranda. No se le ocultaron al mozo las relaciones de Lope con su tía, y pensó que antes de revelárselas a Roque (que ya no las podría remediar), era mejor pescar en aquel río revuelto, cobrarse diente por diente, y comenzó a cortejar a Marcela. Se enteró Lope de las intenciones del asedio y reparó la insolencia sin miedo a sus años y hábito. Pero el mozo vengose y puso al corriente a su tío de aquel criminal adulterio. Poeta y esposo tuvieron una explicación que acabaría desastrosamente. Las relaciones, por tanto, cobraron un carácter de violencia. Hacia el estío de 1618 los esposos separáronse por fin. El poeta dibuja la fisonomía moral del cónyuge ofendido, en sus cartas al duque. Roque (dice) trata de hacer a su mujer todo el daño que puede. No aportó nada al matrimonio y siempre vivió de ella. Ni las joyas ha tenido seguras. Últimamente alzose con cuarenta mil reales, pensando dejarla en camisa, y en siete meses no le ha entregado un solo maravedí. Por temor a un delito de estelionato a que la impulsó el belitre, hubo de huir de la casa y vendió lo poco que le quedaba para atender a la manutención de su madre, de su ama y de su sirvienta. Roque, en fin, se vio abandonado por su mujer y trató de raptar a la niña Antonia, a quien tal vez creyera verdaderamente hija suya. Para ello acudió al propio duque de Sessa, afirmando que se proponía denunciar a Lope ante el presidente de Castilla. Sucedieron amenazas, enredos, escándalos, con todo el cortejo de disgustos que trae aparejada una separación conyugal, Ocultó Lope a la esposa; mas el marido, en connivencia con su cuñado Estrada, hace el último esfuerzo por apoderarse de Antonia, que legalmente le pertenecía, quizá con el encubierto propósito de que la madre iría tras la criatura, y, por no verse ausente de ella, consentiría en reanudar con él la vida del hogar. Pero hacia fines de aquel año o principios de 1619, el honrado, -196-

o pícaro, o bueno, o malo de Roque, de todos modos ultrajado, bajó a la tumba, dejando libres a los adúlteros. La alegría salvaje de Lope ante su muerte es algo monstruoso, expresada así, sin respeto a las cenizas del difunto, en la dedicatoria de La viuda valenciana, que dirigió a su propia mujer: «¡Bien haya la muerte! No sé quién está mal con ella, pues lo que no pudiera remediar física humana, acabó ella en cinco días con una purga sin tiempo, dos sangrías anticipadas y tener el médico más afición a su libertad de vuesa merced que a la vida de su marido. Puedo asegurarle que se vengó de todos con sola la duda en que nos tenía si se había de morir o quedarse: tanto era el deseo de que se fuese; no porque él faltase, pues siempre faltó, sino porque habiendo imaginado que nos dejaba, fuera desesperación el volver a verle». Y tras este insulto a su cadáver, incapaz de ninguna alma cristiana ni pagana, lleva la osadía hasta firmar: «su capellán y aficionado admirador, Lope de Vega Carpio». ¡Siente aún celos del esposo difunto, cuyos pecados, si los tuvo, merecerían el perdón por sólo este ultraje y tratamiento! Ha dado fin el acto primero del gran drama de la vida de Lope. La severa justicia invisible caerá sin compasión sobre los culpables.

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- XII -

El teatro de Lope.-Su valor universal.-Comedias novelescas, de enredo y legendarias.-Crónicas dramáticas.-La religión, las costumbres y la mitología.-Facilidad prodigiosa de Lope.

Dejémosle ahora en ese acto de su vida y consideremos su valor universal literario. Ya ha hecho su obra, para quedar como un poeta excelso y la figura más grande del teatro, a excepción de Shakespeare. Los dos llenan el mundo. No son dos mundos distintos, sino un mundo mismo teatral, del que Lope es el exterior y William el interior. Aquel la risa; este la sonrisa. El primero deslumbra, el segundo conmueve. Complétanse en cuanto falta a Shakespeare un poco de la intriga y de la alegría de Lope, parte de su optimismo y algo de su concisión. En cambio, adolece Lope de escasa psicología, de inconsistencia de pensamiento, de ligero estudio de los caracteres y de poca concentración. En la escena de Lope hay acción, pero no la vida que en la de Shakespeare. Los tipos de Lope se agitan, pero no alientan como los del inglés; aquellos gimen, en tanto estos sienten. Les comparamos como comediógrafos. Como trágicos, Lope no existe al lado

de Shakespeare. La tragedia de Shakespeare es un huracán que avienta como remolinos todas las figuras trágicas de Lope, que se disuelven en el aire.

Pero aún le queda una ventaja a Lope, cuya excelsitud está en la comedia: la agudeza, la finura, la elegancia. Aquí no tiene rival. Los discreteos amorosos de Lope, el suspiro a flor de labios, la sentencia maligna, el tiroteo de galanuras: en todo ello excede a Shakespeare, que no se prodiga aquí, ni la índole de su idioma lo permite como la del nuestro; y cuando se prodiga, v. gr. en Romeo y Julieta, aparece ya el trágico, y entonces, puestas en juego sus potencias sobrenaturales, todos los genios son pigmeos suyos y (para usar una expresión de Hamlet) dejará al monte Osa como una verruga. Otra cualidad de Lope que contrasta con Shakespeare es el -198- esplendor del verso en su riqueza de rimas. Lope tiene más imperio que Shakespeare en los consonantes. Shakespeare, en sus Poemas y Sonetos juega con la rima como Hércules con su clava; pero en el teatro, aparte de sus primeras comedias, hace poco uso de la rima; abundan las escenas en prosa (sus dos más geniales, en Macbeth y en El rey Lear, en prosa están) y prodiga el verso libre. Lope, por el contrario, se complace en envolverse en dificultades de rima por el solo gusto de resolverlas; emplea una variedad de metros prodigiosa, que cincela maravillosamente. Desde luego, ningún teatro del mundo registra tal tesoro, ni existe poeta que pueda comparársele en esta facilidad. Él supo establecer cierta relación entre los metros y los sentimientos; y así, pide que el dramaturgo los emplee del siguiente modo:

Acomode los versos con prudencia a los sujetos de que va tratando. Las décimas son buenas para quejas; el soneto está bien en los que aguardan; las relaciones piden los romances, aunque en octavas lucen por extremo; son los tercetos para cosas graves, y para las de amor, las redondillas.

Quizá parezcan estrechos límites; pero pruébelos quien quisiere, y se convencerá de la verdad de Lope, bien que él no dice que se sigan siempre con absoluto rigor. ¡Lástima grande que no se contentara con escribir sólo cuarenta o cincuenta comedias, y no que «en horas veinticuatro pasaran de las Musas al Teatro» esbozos que requerían mayor estudio, reposo y meditación! Esta fiebre le ganó por la mano. Aun en las obras trazadas con quietud no puede resignarse a excluir la precipitación y vehemencia. Compone el primer acto

con tan robusta armazón como Shakespeare: nada falta que no se halle escrupulosamente medido y observado; incluso es más ágil que William; su justeza asombra. Cierra la jornada, y la sola exposición constituye una obra maestra. Aún se mantiene así durante las primeras escenas del acto segundo; pero a medida que avanza, una secreta prisa le impele a seguir adelante. Empuja, precipita a los personajes, más que los hace andar; o crea otros, trastornando sobre la marcha el plan primitivo. Ahora que es cuando Shakespeare redondea el carácter de la personalidad dramática, que ya avanzará firme y sin esfuerzo, él lo descentra, a fin de engendrar la sorpresa y cautivar la atención, para que -199- el espectador se despiste y no adivine el enredo y menos el desenlace; es yuxtaponer otra exposición; y entonces los tipos se mueven no según su psicología propia, sino a su capricho, como autómatas. Ya la prisa se ha apoderado de él, y acabará el tercer acto como se le antoje, bien o mal; y si no ve el fin, lo dejará para una segunda parte, que por lo común no se acordará de escribir nunca: obra, muchas veces, menos de intelecto que de voluntad. Lope no aguzó cuanto fuera menester el sentido de la perfección, aunque, como Shakespeare, gozara en sucederse a sí mismo. Verdaderamente, acierta Cervantes al calificarle de «monstruo de Naturaleza»: monstruo por lo coloso de su arte y monstruo, por su monstruosidad. Penetremos en esta selva inmensa, en este laberinto de las comedias de Lope, que se abre con El verdadero amante y se cierra con Las bizarrías de Belisa. Aterra el número. No hay una clasificación definitiva. ¿Cómo es posible que escribiera tanto? Cierto que dice:

Y yo las escribí de once y doce años, de a cuatro actos y de a cuatro pliegos.

La más antigua que a este respecto nos queda es Los hechos de Garcilaso de la Vega y moro Tarfe, la sola que nos resta de cuatro actos. Bien; pero contando los versos de todas, lo caben muchos a cada día y aun a cada hora. Sin duda escribía durmiendo. Lo maravilloso es que durmiendo escribió más que la mayoría velando. Todo el teatro moderno viene de él. Pero él también, que tanta luz dio, tomó luces de los demás, unas veces de la Biblia (la eterna inspiradora); otras, de las leyendas hagiográficas, de las supersticiones, del Romancero, de las novelistas y cuentistas italianos (Bandello, Boccaccio, Giraldi, Cinthio, Porto) o de los historiadores clásicos, como Ovidio, Herodoto, etc. Evidentemente, el genio de Lope, hecho a atropellar por todo, trató mejor los asuntos de invención propia que los extraños. Así vemos cómo desfloró el argumento de Romeo y Julieta en sus Castelvines y Monteses, que tanto

irritaba a Víctor Hugo. Empero la mano diestra del dramaturgo acertó a dar relieve singular a muchas de sus comedias sacadas de novelas italianas o cuentos orientales. ¿Conocéis El halcón de Federico? El fondo de ternura que -200- frecuentemente sorprendemos en Lope resalta con reconcentrada melancolía en este joyel, más que joya, del género. Preséntanos con caracteres simpáticos a una dama de brillante posición llamada Jovena. Federico es un caballero muy pobre, que la adora secretamente, pero a quien la escasez de medios impide abordarla. Al fin, como había de suceder, Jovena se casa con otro. Él, melancolizando sus infortunios, retírase a una humilde casita, único patrimonio que le queda. Los días transcurren míseros y tediosos. Un halcón solamente constituye su felicidad, un halcón sin rival, a quien quiere como a nadie en el mundo. A los pocos años, Jovena pierde a su esposo, y, con un hijo mozalbete, se instala en una quinta próxima a la casita humilde de Federico. El muchacho entabla pronto amistad con el caballero, quien le muestra el halcón, lo más preciado de aquella morada. Afines los sentimientos de ambos, el mozalbete cobra al ave el mismo cariño que Federico. Esta pasión, manejada por Lope, imprime en el ánimo una emoción dulcísima. Enferma el mozalbete, y no hay medicina para él. Sólo sueña con el halcón, que pide a su madre. Jovena, llevada de su amor por el adolescente y venciendo la natural repugnancia, se decide a visitar a Federico y pedirle el halcón. Pero antes, para triunfar en su solicitud, se insinúa con él y se ofrece en matrimonio. Federico, que quiere obsequiar a su huéspeda y no tiene con qué, mata al pájaro, y luego de comer de él los dos, Jovena se lo demanda para su hijo enfermo. El pobre caballero, lleno de aflicción, se ve obligado a confesar que es el halcón lo que se han comido. Fallece el adolescente, y la viuda, considerando las pruebas de afecto de Federico, que sacrificó en su honor lo que más preciaba, cumple su promesa y se casa con el caballero. El asunto, como se ve, no plantea problema alguno, ni pasa de una futilidad, de un capricho de imaginación; lo interesante es asistir a esa mezcla deliciosa de melancolías y ternuras que combina magistralmente el temperamento exquisito de Lope. De otro orden es La difunta pleiteada, que se inspira, como la anterior, en una novela del extraño monje Mateo Bandello (un fraile de casta lopista), pero con toques de carácter tan real, que hacen pensar en algún sucedido del tiempo. Su final debió de ser muy del agrado de Lope, no por lo que riñe contra el romanticismo, sino por ser aficionado a los desenlaces sorprendentes, imposibles de adivinar por el espectador. Se trata, como si dijéramos, de un aspecto insospechado del -201- principal episodio de Romeo y Julieta, con dejos remotos de un cuento de Masuccio di Salerna. Isabela y Manfredo se quieren; pero por disposición del padre de la dama, esta contrae matrimonio con Leandro. No bien celebrada la boda, Isabela sufre un desmayo, y como tarda en volver en sí, la creen muerta y la entierran en la bóveda de una capilla. Manfredo, al igual que el amante de Verona, cuando conoce la noticia del fallecimiento

de su amada, corre a la sepultura, decidido a morir allí. Abre la tumba, quiere encerrarse en ella, y al ir a besar el objeto de su amor, advierte que hay calor en sus labios. Recobra Isabela el sentido y huyen los amantes. Buena ocasión para contraer matrimonio: Isabela ha muerto para el mundo y ya nadie la identificará. En efecto, dispónese la boda; pero Leandro, poco temeroso de difuntos, reconoce en la novia a su mujer, y así como se entabla pleito por divorcio, él lo entabla por la validez de su anterior casamiento. Y lo gana y hay que devolverle Isabela, con la natural decepción del público, que habría preferido el triunfo de Manfredo.

Cristóbal de Avendaño, excelente «autor» de comedias, esposo de la insigne actriz María de Candau.

El caso de enterrados vivos, y más la superchería sobre ellos, se ha dado en todos los lugares y épocas; pero éste de hacer que prevalezca la dura realidad impuesta a unos amantes, apenas ofrece sino este ejemplar. La prueba era fuerte, como todos los desenlaces antipáticos; pero Lope sabe resolver el conflicto con insuperable maestría. -202- Lope, a semejanza de los autores de su tiempo, cuando trató asuntos de índole extranjera inspirose en sus libros y no directamente en la realidad. Viajó algo, pero poco; apenas saltó de nuestras costas, si se exceptúa, como hemos visto, la expedición a las islas Terceras y su embarco en la Invencible. Su nombre traspasó pronto las fronteras, mas no su persona. Sus comedias llegaron a Italia, a Francia, a Inglaterra, a los Países Bajos; empero él no tuvo asiento ni estancia en ninguna de estas naciones, ni supo de sus naturales otra cosa que las noticias suministradas por las Relaciones contemporáneas, que suplían, aunque muy deficientemente, el periodismo actual. Todo aquello que mira al ambiente, al color, a la psicología de otros países, lo adquirió por referencia. Esto que decimos de Lope, sin dificultad puede aplicarse a otros escritores coetáneos. Sin duda el español peregrinaba, pero más por la dura necesidad que por el ánimo de aprender. La política y la religión imponían igualmente muchas restricciones. Cultivábanse las lenguas clásicas; poquísimo las modernas. ¿Para qué?, se dirá. ¡Si todo el mundo hablaba español! Aun en aquellas faltaba sólida instrucción a muchos de nuestros ingenios. Cervantes poseía limitadas nociones de latín, y nada de griego; Lope, contra sus fantásticos estudios universitarios, sabía poco más de latín que Cervantes y el mismo griego. Sólo conocían uno y otro a fondo el italiano y algo de francés; mas el inglés y el alemán (fuera de algunos vocablos y locuciones sueltas) les eran totalmente ajenos. Con todo, Lope llegó a poseer bien el latín y su cultura general puede calificarse de portentosa. Una comedia contemporánea, cuya acción se localizase en Francia o Inglaterra, habría carecido de ambiente. Lope trazó algunas obras sobre historia extranjera, entre las que sobresalen La imperial de Otón, tomada

de la Historia imperial y cesárea de Pedro Mejía, y El gran duque de Moscovia y emperador perseguido. La primera es una de sus más hondas producciones. Rodulfo de Habsburgo hereda el trono del emperador Guillermo; pero no lo reconoce el rey Otocar de Bohemia, quien se dispone a enviar un ejército contra él. Intervienen algunos monjes y magnates, y logran la reconciliación de ambos soberanos. Rodulfo perdona a Otocar, y éste se compromete a rendirle, en secreto, vasallaje. Lope consigue un efecto teatral excelente cuando, arrodillado Otocar ante Rodulfo, se abre la tienda y presencia el acto humillante de pleitesía todo el ejército. Esto conturba mucho al rey de Bohemia, resentimiento -203- que crece al volver a su palacio y ver que su esposa, Etelfrida, le reprende por haberse sometido al emperador. Se impone la ruptura de relaciones. Declarada la guerra, muere en la batalla Otocar; pero Rodulfo, siempre magnánimo, que puede apoderarse de la nación, declara rey a Wenceslao, hijo de Otocar, y le ofrece en matrimonio a su hija. La otra comedia escenifica un sucedido semejante al del pastelero de Madrigal, con motivo de la ascensión al trono de Rusia por el falso Demetrio.

Fernán Sánchez de Vargas, «autor» de comedias, que representó las de Lope.

En ninguna de las dos aparece el alma de los distintos países. Justo es también confesar que en las comedias extranjeras de asunto español impera el mismo defecto. Ni en La batalla de Alcázar ni en la lúgubre Tragedia española, de Kid, se ve nuestra psicología por parte alguna. Más personal era Lope en las comedias de enredo. En ellas prestó singular relieve a los caracteres femeninos, exquisitamente varios y extraordinariamente ricos, suaves, delicados, llenos de una cualidad sobresaliente: el respeto a la mujer. ¡Cómo el teatro desmiente su vida! El colorido y movimiento de estas comedias, su alegría, su profusión de contrastes, juegos escénicos y yuxtaposición de episodios, las hacen únicas en el mundo. Ved El acero de Madrid. Lisardo arde en amores por Belisa; Belisa por Lisardo. Se han visto primero en la iglesia, y quedáronse prendados y prendidos en la misma llama. Pero los enamorados no pueden verse. Lo dificulta una terrible «carabina» (claro que Lope no emplea esta palabra, sino la de dueña), que no deja a Belisa ni a sol ni a sombra. Esta dueña, Teodora, es mujer enemicísima del amor. Lo odia: no se puede contar con su complicidad. Los enamorados se desesperan -204- e imaginan los más diabólicos ardides para burlar la vigilancia de la «carabina». Por fin Belisa, sin que esta pueda advertirlo, deja caer al suelo un billete. En él se dan instrucciones a Lisardo sobre el proyecto que han de poner en práctica para allanar todas las dificultades. Consiste en que la dama se finja enferma, a fin de que puedan visitarla un médico y su ayudante, que no serán otros sino Lisardo y su criado Beltrán. El ardid surte el afecto

apetecido. Lisardo receta a Belisa «tomar el acero» (agua ferruginosa por las mañanas y paseos largos), acompañada del médico. De esta manera consiguen hablarse sin intromisión de la «carabina», de la terrible, rígida y pacata «carabina» enemiga del amor, que ahora, a la chita callando y por virtud del mágico artificio de Lope, acepta las ficticias pretensiones amorosas de un redomado tunante, amigo de Beltrán, llamado Riselo, que la entretiene... Todo acaba de la mejor manera, tras la explosión de los consabidos celos entre la novia del pícaro Riselo (el gracioso) y la vieja verde y enternecida doña Teodora. Cuadro prodigioso de sal y de gracia. Es posible que la parte histórica y legendaria del teatro de Lope alcance mayor valor literario que ninguno de los temas abordados por él, con ser tantos y tan multitudinosos. Lope, como ya dijimos en páginas precedentes, era un enamorado de España, y parece que, como Shakespeare en su cielo histórico, quiso enseñar la historia de su país a través de su rico temperamento: pedagogía que, en cierto modo, derívase de Juan de la Cueva. En efecto, Juan de la Cueva fue el primero que entrevió este aspecto interesante de la dramática, mayormente tratándose de un pueblo como el español, cuya historia no cede a ninguna en intensidad y grandeza. Nada, pues, como los anales españoles para forjar un teatro; y así, Lope acudió a la Crónica general según el texto de Ocampo, que interpretó genialmente, ya en el aspecto geográfico y popular, ya en el artístico, legal y genealógico, o bien en el ambiente regional o en el color local. Por ello escribió con razón Menéndez y Pelayo que las comedias históricas en que Lope toma de la Historia un nombre o un hecho y pone lo demás de su cosecha, suelen ser muy superiores «a aquellas en que se sujeta a la pauta de una crónica y no quiere perder ninguno de sus datos, pues simplifica la acción, encadena mejor los incidentes y ahonda más en los caracteres, como se observa en Los Tellos de Meneses... Peribáñez -205- brotó, como en otras comedias de Lope, de un cantar o de un fragmento de romance. Este contacto con la musa popular fue siempre benéfico para la inspiración de Lope, que se engrandecía con él, al paso que se asfixiaba en la imitación puramente erudita». ¿Puede inferirse de aquí que, en este aspecto, Lope se anticipó al Romanticismo? No cabe duda. Pero si Lope, al dramatizar, del plomo vil de las leyendas supo extraer oro purísimo, no es menos cierto que la característica de su labor es el respeto a la historia. De aquí que acoja, sin atenuarlos, muchos rasgos antipáticos y aun horribles, muchas conductas poco loables, como se ve en El testimonio vengado o en la propia Estrella de Sevilla. De aquí también que se enamore de esos acontecimientos populares, extraños a las ideas generales de la época, como Fuente ovejuna, en que han visto los rusos una chispa comunista. Para Lope todo lo que hay en la Naturaleza (y a esta norma ajustó su vida) es bello y es bueno, si el pensamiento lo acepta como tal. Presenta al mundo unas veces como es, y otras como debiera ser. Todo lo acoge; nada rechaza. Y así (en El caballero de Olmedo, en El infanzón de Illescas) pudo amalgamar las situaciones más solemnes y conmovedoras con los tonos

del más llano realismo. Es imposible milagro mayor que el de Lope, al recoger, con tan inimitable objetividad y franqueza, la poesía heroica y caballeresca de la España del Medievo; ni hay dramaturgo que haya sabido pintar tan sugestivamente aquella vida entre guerrera, campesina y pastoril. Y por no salirse de la Naturaleza, adquieren sus trozos líricos ese encanto irresistiblemente natural de la existencia rústica. En la interpretación de la Historia Lope se inclina frecuentemente del lado épico, y al tratar las leyendas no suele alterar los datos tradicionales. Un ejemplo tenemos en La desdichada Estefanía, que se funda en un episodio del Libro de los linajes, de don Pedro de Portugal. Doña Estefanía es hija natural del emperador Alfonso VII. Casada con Fernán Ruiz de Castro, nada altera la paz de aquel matrimonio. El caballero puede realizar largos viajes sin sospecha alguna sobre la fidelidad de su mujer. Durante uno de ellos, la camarera de doña Estefanía acude una noche a la huerta citada con su galán. Ha dejado durmiendo a su señora y tiene la mala ocurrencia de asistir a la cita echando sobre sus hombros la mantellina de esta. La escena se repite varias noches, no con tanto disimulo que no la noten dos escuderos -206- de Ruiz de Castro, que toman a la camarera por la propia doña Estefanía. Al regreso del caballero, los dos escuderos le comunican sus sospechas. Este, entonces, con gran cautela, finge un nuevo viaje y se oculta, para comprobar por sus ojos la verdad de la revelación. Como todas las noches y mientras la espía Ruiz de Castro, aparece la camarera cubierta igualmente con la mantellina, acude el galán, los sorprende el caballero, huye la criada, y Ruiz de Castro, que no la ha conocido, créela su esposa, y, ciego de furor, da muerte al amante. En seguida corre a la habitación de su mujer, a la que halla durmiendo con su niño; pero imagina que es todo ficción y la mata a puñaladas. Descubierto el engaño, porque la camarera fue encontrada oculta y confesó su delito, Ruiz de Castro manda quemarla, y arrepentido de haber dado muerte a su esposa, llora su infortunio y se viste de monje. Preséntase a Alfonso VII, narra consternado el trágico fin de su hija, y éste le da por leal y por bueno, reconociendo la nobleza de su proceder y lo disculpable de su error. La obra obtuvo un éxito grande y fue imitada (como casi todas las de Lope) por varios ingenios. Junto a la fantasía, la realidad; al lado de la leyenda, la historia. Los dos conceptos se enlazan alguna vez, como quiera que siempre hay algo de leyenda en la historia y de historia en la leyenda. En los grandes autores dramáticos la una constituye la salsa de la otra. En arte nada rectilíneo es verdadero; nada verdadero es rectilíneo. La mezcla: he ahí el secreto; pero que lo secundario no invada los dominios de lo principal, que la salsa no sea lo fuerte del plato. Sin duda la leyenda es el lunar de la historia; pero ¿qué belleza perfecta existe sin lunares? Cuádrale por eso magníficamente a la realidad histórica un poco de leyenda, o, como si dijéramos, de fantasía: templa los efectos, es el sedante de la pasión, contribuye poderosamente a la armonía de los

contrastes, sin la cual es imposible el equilibrio general. Lope fue tan soberanamente combinador (porque en combinar estriba la esencia del arte dramático), que en todas sus crónicas pone al servicio de la historia un destello, un hálito de leyenda; unas veces, un episodio; otras, un personaje; otras, una derivación, una escapada extraña, una exploración imaginativa a lo que no fue y pudo ser, prendido siempre en el hilo sutil de lo verosímil. No siempre la historia es una lección -207- de moral, sino por el contrario; el arte del dramaturgo consiste en hallársela. ¿Qué sería del poeta, si, al acometer la escenificación de la historia, no gozara de libertad, y hubiera de atenerse a la realidad de los hechos? ¿Cómo podría escenificarse el reinado de Enrique IV de Inglaterra sin que los espectáculos de sangre y de crueldad no llenaran de horror y repugnancia a los espectadores? Pues este milagro lo hizo Shakespeare. ¿Cómo? Saliéndose de la historia. Creando los tipos de Falstaff y sus asociados. Ofrece, así, simpática la figura del usurpador, excusa las orgías del príncipe, su hijo, para presentarlo después como símbolo del monarca justiciero y cristiano, y traza a la vez el carácter cómico más excelso en la dinastía del sentido común, si exceptuamos a Sancho Panza. Ha falseado, ciertamente, la Historia; pero, en compensación, nos ha dado a Falstaff. No ha existido Falstaff; pero él le ha dotado de vida más potente que la que la Historia concede al rey Enrique. He aquí la grandeza del dramaturgo: superar la historia. No tiene estatuas el rey Enrique IV de Inglaterra; pero las tiene Falstaff.

Manuel de Vallejo, «autor» de comedias, que llevó a la escena muchas de Lope.

Así Lope. ¿Quiérese ver lo extraordinario de Lope como cronista dramático? Pensad tan sólo en lo que abarca su ciclo; más de cincuenta obras, de las cuales diez y seis son diez y seis perlas del más puro oriente. Prescindamos de las comedias sobre historia clásica, como Contra valor no hay desdicha o El esclavo de Roma. Lope coge la acción desde el periodo visigótico hasta la época de Felipe IV. Desde el primero hasta el reinado de Sancho el Mayor, tenemos El último godo y Las famosas asturianas; desde Alfonso V de León hasta Jaime el Conquistador, hallamos El mejor alcalde, el rey, La desdichada Estefanía y La judía -208- de Toledo; desde Fernando II hasta la muerte de don Pedro el Justiciero, La estrella de Sevilla, Lo cierto por lo dudoso y El rey don Pedro en Madrid; desde Enrique II hasta los primeros años de los Reyes Católicos, Porfiar hasta morir, Peribáñez y el comendador de Ocaña, El caballero de Olmedo y Fuenteovejuna; de la época de los mismos reyes, Los comendadores de Córdoba y El mejor mozo de España; del tiempo de Carlos V, y Felipe II, La serrana de la Vera y El alcalde de Zalamea; y en fin, contemporáneas, El marqués de las Navas, etc. Esta clasificación se extiende a otras muchas comedias, algunas de circunstancias, para probar que ningún tiempo dejó de serle familiar. Y en

torno de tantas obras, si no creó un Falstaff, dio aliento a un sinnúmero de tipos y caracteres, encarnación genuina de la gracia discreta, de la socarronería castellana, del buen sentir del pueblo español, de las virtudes raciales. No creó un Falstaff, porque el tipo del caballero fanfarrón, mentiroso, cobarde y borracho no se daba en nuestra caballería. Ese caballero no podía representar al más ínfimo de nuestros hidalgos. Ni se habría tolerado. Se daba el pícaro, pero no en la clase de caballero, sino excepcionalmente, y más propio de la novela, que hacía de él un género aparte; y así, de ella hubieron de salir el Lazarillo, el Guzmán de Alfarache y el Buscón, que nada tienen que envidiar individualmente a Falstaff. Lope, pues, acomodó a su gusto la Historia; es decir, la presentó según su temperamento, mas sin falsearla jamás. No hizo en este orden ninguna concesión al público. De haber querido hacerla, de haber querido, coincidiendo con Shakespeare, satirizar al hidalgo, a poca costa forjara el prototipo gemelo de Falstaff, cuando en Lo cierto por lo dudoso delinea así a un matón andaluz:

¿Y qué es ver tanto matón, muy erguido y puesto al olio, con sombrerazo de a folio, ostentando el espadón, con retorcido bigote y como inspirando asombro, mirar por cinta del hombro asomándose al capote; ir chorreando pendencia, y hacerse lugar, diciendo: -Apártense; ¿no están viendo que aquí va la omnipotencia?

Retrato de Lope estampado al frente de La hermosura de Angélica, con otras diversas rimas (Madrid, 1602).

El duque de Alba, don Antonio Álvarez de Toledo, de quien fue secretario Lope en los años 1591-1595. (Estampa de la Biblioteca Nacional de Madrid.)

-209- Que Lope no falsea la Historia, sino que la modifica para el mayor interés dramático, patentízalo en otra comedia, El mejor alcalde, el rey, producción de una belleza tan imponente como Fuenteovejuna. Es el mismo

caso de venganza, en esta colectivo, en aquella individual. Los desmanes de Fernán Gómez de Guzmán en Fuenteovejuna no son superiores al despojo de tierras que, según la Crónica general, realiza el infanzón tiránico de Galicia. Empero Lope no ha querido repetirse, y substituye hábilmente este despojo por el rapto de Elvira, una linda gallega aldeana. Es bien conocido el argumento. Su novio, Sancho, pide justicia ante Alfonso VII del rapto cometido por el infanzón don Tello, padrino de la boda que estaba a punto de celebrar con Elvira. El monarca le entrega una carta en la que ordena al infanzón entregue inmediatamente a la novia. Este, sin lograr aún sus deseos con ella, niégase a cumplir el mandato real. Insiste Sancho ante el rey, solicitando mande a un alcalde enérgico que obligue al infanzón; pero el soberano va en persona a Galicia; inquiere cómo don Tello ha consumado ya su infamia; entonces le encarcela, le obliga a casarse con Elvira después de dotarla con la mitad de su fortuna, y acto seguido manda darle muerte. Es impresionante la pintura que hace Lope de los atropellos y tiranías de los nobles de la Edad Media, personificados en don Tello. Donde Lope de Vega entronca más su teatro con el sentir del Renacimiento es en las comedias mitológicas. Y eso que el teatro le debió al Renacimiento mucho menos de lo que se supone. Bastará para ello considerar que éste fue más latino que griego. Hubo época en que se creyó que la literatura latina aventajaba a la griega, no sólo en el aspecto lírico, sino también en el dramático. Hoy, con mayor conocimiento de las reliquias que han dejado las edades en uno y otro idioma, aquilatamos perfectamente cuánta es la superioridad del teatro griego sobre el romano, a un extremo, que, fuera de algún fragmento de carácter genuino y propio, el teatro latino, sin excluir las grandes tragedias de Séneca, incomparables por otros conceptos, es un teatro de imitación. Al declinar Grecia y Roma, con el triunfo de la austera religión cristiana sobre el ya fláccido Paganismo, la estrella de la mitología siguió la suerte de la poesía erótica y convival: se ofuscó primero, para cubrirse por completo después. El Cristianismo, predicando la existencia de un solo Dios, a la -210- vez que el desprecio a la carne, ahuyentó el ánimo de la lectura de los poetas líricos y dramáticos paganos. Las grandes convulsiones guerreras contribuyeron a destruir aquel arte. Las invasiones bárbaras acabaron la obra. Por lo que a España mira, en la parte dominada por los árabes era imposible la existencia del teatro, expresamente prohibido en el Alcorán. De suerte que, a no ser por el cuidado de los monjes en las regiones cristianas, todo el teatro griego habría desaparecido. Aun así, nos faltan muchas obras de primera importancia de Esquilo, de Sófocles, de Eurípides, como de los líricos (a excepción de un poco de Píndaro y Baquílides) Terpando, Alcmane, Alceo, Simónides, etc. Más de diez centurias (duro letargo) durmieron los trágicos de Grecia y Roma durante la noche profunda del Medievo. En la aurora del Renacimiento, cuando el humanismo resurgente comenzó a levantar a la vida tantas obras sepultas en el polvo de las bibliotecas; cuando los estudiosos revolvieron estos sagrados depósitos en busca de tesoros de la civilización griega o

latina, a sus ojos se ofreció un mundo nuevo (que sólo conocían confusa y superficialmente) con la Mitología. En seguida la imitación tornó a restituirla a todas las ramas de la literatura. Allí se encerraba una fuente de inspiración en cuanto puede abarcar el arte. Las leyendas mitológicas fueron, pues, inmediatamente explotadas por poetas y dramaturgos. Los antecesores de Lope de Vega tentaron con ellas buena fortuna en el teatro. Ahora, cuando leemos en la soledad de nuestro estudio las comedias y dramas de entonces, cuajados de juramentos y alusiones a las divinidades paganas, comprendemos lo imbuidos que se hallaban en la Mitología aquellos espectadores, y cómo en el tiempo presente caería en el vacío cualquiera clase de referencia a un mundo en el que no podían creer. Lope, que todo lo trató, no podía, naturalmente, substraerse a la moda y al influjo del tiempo. A la sazón, el mundo mitologizaba, por decirlo así. Y cuanto más culto, más y mejor. No ya en el teatro público, en el particular del colegio, en las Universidades (donde, por lo común, se formaban los autores y los actores), respirábase un ambiente de mitología pagana, todo lo falsa y libresca que se quiera, pero mitología al fin. Cultivado este estudio desde las escuelas, los espectadores se hallaban preparados en los corrales para percibir las más intrincadas citas mitológicas. Hoy estas comedias nos aburren, porque no las entendemos, y, aunque las entendiéramos no las sentiríamos; entonces parecían cosa corriente. -211- Sin duda la comedia más importante de Lope en este aspecto es El marido más firme, que escenifica la leyenda mitológica de Orfeo. El tema no podía ser más tentador. Había dado la vuelta a Europa y acuciaba el ingenio de los poetas. Lope cogió la célebre leyenda, y (como de costumbre) le añadió, a fin de aumentar su interés, algunas invenciones propias. Para Lope, Orfeo es «el marido más firme». Casado con la ninfa Eurídice, tiene la desgracia de verla difunta. Orfeo, atribulado, la sigue al Hades, y allí, merced al arte arrebatador de su lira, consigue que Plutón le permita sacarla de los infiernos. Pero éste se la otorga con la condición de que no ha de volver la vista atrás para contemplarla, hasta que uno y otro lleguen al mundo superior. Sucedió que a Orfeo le picó la curiosidad, la inquietud o el amor de volver la cabeza para contemplar a su mujer, y, como Plutón le había pronosticado, vio a su esposa aprisionada en las regiones infernales. Entonces Orfeo, desesperado, insulta a las mujeres tracias; pero ellas se vengan terriblemente, despedazándole en las fiestas en honor a Baco. Y la comedia recoge hermosamente el final de que su cabeza flota siempre sobre las aguas del Hebro, y su lengua helada repite todavía el nombre adorado de su Eurídice. Gustó mucho la comedia con su final tan romántico. El esposo modelo, fraguado por quien nunca había sido modelo de esposos, era admirado en todas partes. Surgieron en seguida imitadores, entre otros don Juan de Jáuregui y el doctor Pérez de Montalbán (aunque el verdadero autor parece

Lope), con extensos poemas narrativos sobre la desgracia de Orfeo. Pero... ¡bueno era don Francisco de Quevedo para soportar teorías de maridos fieles! ¿Orfeo desgraciado por perder a su mujer, como pretendían Lope, Jáuregui y Montalbán? Y los puso en ridículo en aquel celebérrimo romance que principia:

Orfeo por su mujer cuentan que bajó al infierno; y por su mujer no pudo bajar a otra parte Orfeo...

Los enemigos del gran don Francisco devoraron en silencio la vaya; pero Lope (que a tantos maridos había burlado) sin duda la rió y festejó. La vena religiosa, con ser extensa, carece de sinceridad en Lope. A pesar de sus hábitos sacerdotales, siempre estuvo el -212- Fénix demasiado al servicio de los tres enemigos del alma; Que esta era la «ocupación continua y virtuosa» que irónicamente le aplaudía Cervantes. No podía convencer Lope como poeta religioso; menos como poeta religioso-dramático. No poseyó nunca verdadero fervor religioso. Calcó «a lo divino» la famosa jácara de Quevedo sobre el Escarramán. En sus Rimas sacras remedó los sonetos dedicados a cantar la belleza de Micaela de Luján. Por esta despreocupación en tratar materias religiosas, la Inquisición mandó recoger su comedia La conversión de San Agustín. Duro trance para un familiar del propio Santo Oficio. Avergonzado. Lope, elevó el siguiente memorial al Consejo de la Suprema: «Lope de Vega Carpio, familiar del Santo Oficio de la Inquisición, digo: que de haber Vuestra Alteza mandado recoger una comedia que yo escribí de La conversión de San Agustín, por haber tenido algunos argumentos indecentes para representar en parte pública, me ha resultado grande nota en mi honor y reputación, hablando en mí diversas personas con diversos juicios, por lo cual: Suplico humildemente a Vuestra Alteza que, con su acostumbrada benignidad, se sirva de que, tildando y borrando todo lo que pareciere convenir que sea quitado y borrado, se me vuelva la comedia, para que yo la vuelva a escribir y poner en el modo que es bien que esté para poderse representar, que luego la volveré a Vuestra Alteza para que en ella se haga la censura y calificación que antes; que desta suerte se entenderá claramente la verdad y yo quedaré restituido en mi honor y buena opinión, y Vuestra Alteza favorecerá un criado suyo tan deseoso y cuidadoso de servir ese santo Tribunal, a cuyos pies me postro humildemente, pidiendo esta merced por algunos, aunque pequeños, servicios y por los que pienso hacer lo que tuviere de vida», etc. Empero el Tribunal, enfadado sin duda con él, contestó en 21 de octubre de

1608 con un terrible: «Que no ha lugar», dejando al poeta en mala situación e incluyendo su comedia en el índice de las prohibidas. Esto no obstante, la obra se publicó en 1623, en la Parte XVIII de sus comedias, con el título de El divino africano; mas no es la misma, sino que debió de rehacerla por completo, pues no aparecen en ella, ni podían, los «argumentos indecentes» de que habla en el memorial. ¿Hizo modificar a Lope su condición este traspiés y escándalo? Escenificó, ciertamente, buena parte del Flos sanctorum del padre Rivadeneyra; empero injirió, por lo común, en sus -213- comedias un conflicto de pasión humana, a fin de infundirles interés y variedad. De donde, si perdieron en sinceridad religiosa, ganaron como obras profanas. De muy distinto valor es este aspecto dramático de Lope. Abundan los trabajos circunstanciales, meras improvisaciones por lo general, de relativa importancia, con motivo de canonizaciones o fiestas en honor de santos. Sólo a veces los presiden análisis depurados y profundos. Nada menos que tres comedias escribió sobre el Patrón de Madrid. En otras dramatiza las vidas de San Pedro Nolasco, San Diego de Alcalá o episodios referentes a la tragedia del Niño de la Guardia, que tanto fatigó la pluma de escritores contemporáneos. A ellas hay que agregar las referentes a San Julián de Cuenca, San Martín, San Agustín, San Adrián, San Basilio, San Francisco, San Ildefonso, San Jerónimo, San Jorge, San Benito de Palermo, San Nicolás, San Pablo, San Roque; etcétera, unas conservadas y otras perdidas. Pero a ningún santo consagró tanta atención, devoción y reverencia como a San Isidro Labrador. Fue su santo favorito. Y no podía acontecer de otro modo, tratándose de un santo madrileño y siendo el «Fénix» el madrileño más enamorado de Madrid. A su regreso de Alba de Tormes y poco después de abandonar el servicio del duque don Antonio, por el tiempo de sus amores con doña Ana de Trillo, pensó ya en pergeñar un poema sobre la vida del Patrón matritense. El asunto de la beatificación iba ya muy adelantado, y en el verano de 1596 Lope dio palabra a fray Domingo de Mendoza de escribir el Isidro y guardar en su composición «la gravedad, gusto y preñez de nuestras castellanas y dulces redondillas». En seguida fray Domingo, para que el poeta se documentase, le entregó copia de varios papeles dispuestos para la beatificación del futuro santo. No se descuidó Lope, y desde noviembre de aquel año hasta principios del entrante trazó su poema, que se publicó dos años después con el siguiente título: Isidro, poema castellano de Lope de Vega Carpio, secretario del marqués de Sarria. En que se describe la vida del bienaventurado Isidro, labrador de Madrid y su patrón divino. La obra obtuvo un éxito considerable, aunque se criticó por algunos émulos, y pronto se multiplicaron sus ediciones. Esto exasperó a los envidiosos: particularmente a don Luis de Góngora y al catedrático de Alcalá Pedro de Torres Rámila, que en la Spongia zahiriera insidiosamente al Isidro. Lope se defendió en La Filomena (1621), en cuya segunda parte, contestando a Torres, -214- dice del Isidro que cayó «en un villano pozo», aludiendo a Andrés del Pozo, granadino, sacerdote y poeta notable (alabado por

Cervantes), que había escrito, quizá en Italia, otro poema intitulado también Isidro, donde atacaba el de Lope y que, al decir de los enemigos de este, era superior al del «Fénix». Por desgracia, desconocemos el Isidro del doctor Andrés del Pozo. El de Lope de Vega, todo en quintillas, es muy extenso, y en sus diez cantos conserva un delicioso perfume popular, sólo afeado a veces por sus digresiones, ampulosidades y amaneramientos de orden erudito. Menéndez y Pelayo, dice de él con razón: «Hay mucho fárrago y broza, pero pueden entresacarse fragmentos admirables». El poema, esencialmente descriptivo, toca lo misterioso, lo fantástico, lo extraordinario y aun lo místico, sin abandonar la realidad cotidiana. El lirismo escasea; pero el crudo realismo y la variedad de contrastes ofrecen a menudo pinceladas fuertes y armoniosas. Un ejemplo de quintillas en que se compara a San Isidro con San Isidoro de Sevilla:

...Allí zapato de seda que adornar de cruz se pueda como obispo y patriarca, y aquí la grosera abarca que el fuerte cordel enreda. Allí una delgada pluma, aquí un azadón grosero; allí en la iglesia un lucero y aquí un labrador, que en suma fue en la cuenta como el cero.

Corre el año de 1620. En 19 de mayo verificase con gran pompa la beatificación de San Isidro. Lope es nombrado fiscal o director del certamen o justa poética que con tan solemne motivo se celebrará. Hay premios de importancia y concurren los más afamados poetas españoles. El lugar elegido es la iglesia parroquial de San Andrés, donde a la sazón reposan las cenizas del santo. El templo arde en luces, en magníficas colgaduras y ricos tapices. El cuerpo del bienaventurado, encerrado en una urna de plata labrada, colócase en el centro de la capilla mayor. Al festival asiste la nobleza, el clero y el pueblo. El «Fénix», sentado ante una mesa frente a los jueces, leyó unas cédulas burlescas, salpicadas de donaires, y pronunció el discurso inaugural, en verso, que encomia el inmenso gentío congregado. -215- Nueve fueron los certámenes. El hijo del dramaturgo, Lopito de Vega y Luján, presentó una composición, que, si no era del padre, prometía grandemente. Pero la promesa mejor fue la de un joven de veinte años, que concurrió con un soneto y unas octavas. Firmábalas don Pedro Calderón, que lustros más tarde había de heredar el cetro dramático de Lope. Este, con el seudónimo de «El maestro Burguillos»

(un loco de la corte), enderezó una poesía jocosa a coda uno de los certámenes, seguida de algunas décimas; clausuró el acto y distribuyó los premios. Poco después recogía todas las composiciones en un volumen con este título: Justa poética y alabanzas justas que hizo la insigne villa de Madrid al bienaventurado San Isidro en la fiesta de su beatificación, recopiladas por Lope de Vega Carpio... A 28 de agosto de aquel año, el Ayuntamiento respondía a una petición del poeta para que se le pagara el certamen que la villa hizo e imprimió por la beatificación de San Isidro, acordando se le entregase la suma de trescientos ducados. Tras la beatificación, no tardó en venir la canonización en virtud de un decreto del Papa Gregorio XV. Se celebró en 1622 y hubo igualmente justa poética. Por acuerdo del mismo Ayuntamiento, fechado en 13 de abril, fueron encargadas a Lope dos comedias del santo, que nuestro autor compuso e intituló La niñez de San Isidro y La juventud de San Isidro, cada una con su loa. Ambas se representaron, respectivamente, por las compañías de Vallejo y Avendaño, en la plaza de Palacio, con asistencia de Sus Majestades. La loa de la segunda comedia principiaba:

Cuándo será más feliz un reino, es llano problema: que cuando la religión más levantada se vea; y cuándo más desdichado, divinas y humanas letras dicen que cuando los hombres menos respeto la tengan...

Lope, como en la justa de la beatificación, presidió también esta de la canonización, verificada en 28 de junio; recitó diversas composiciones y pronunció el discurso inaugural. Una idea de la importancia del certamen la dará el hecho de que inscribiéronse nada menos que ciento treinta y dos poetas. El primer premio del primer asunto (unas canciones) lo ganó el propio Lope; el segundo, don Francisco López de Zárate, y el -216- tercero don Pedro Calderón, que ya iba al alcance de las grandes figuras. Obtuvieron premio en los demás temas Guillén de Castro, Mira de Amescua, Quintana, Montalbán, Jáuregui y otros. Por cierto, a esta justa y a la precedente concurrió el gran «Tirso de Molina», y no consiguió laurel alguno. Lope cerró la fiesta leyendo un romance en elogio de los concurrentes y la justicia del Tribunal calificador. Y poco después, como en la otra ocasión, mandó imprimir la Relación de las fiestas que la insigne villa de Madrid hizo en la canonización de su bienaventurado hijo y patrón San Isidro, con las comedias que se presentaron y los versos que en la justa

poética se escribieron. De nuevo el Ayuntamiento, por acuerdo de 4 de abril de 1623, le recompensó con 3.300 reales. Y no fueron estas las únicas obras que Lope consagró a la reverencia que sentía por el Patrón matritense. Ya en 1617 en la Parte VII de sus comedias, aparecía impresa la intitulada San Isidro, labrador de Madrid, datante de unos años atrás. Por ende, en la Biblioteca Nacional, Catálogo de mss. de Paz y Melia, número 545, se conserva otra, atribuida a Lope, rotulada San Isidro Labrador de Madrid y Victoria de las Navas de Tolosa por el Rey don Alfonso. No es seguro que le pertenezca. Del amor con que el «Fénix» concebía todo lo dedicado a San Isidro, y cómo lo asociaba al sentimiento de la patria, bastará con citar sus propias expresiones en el arriba mencionado poema: «Disculpa tengo deste atrevimiento por la dulzura del amor de la patria, y por la devoción deste Labrador suyo, que todos los que en ella nacimos tenemos por padre». Y así, le canta:

Más huelgo de haber nacido pobre en tu tierra, abatido entre los pies de la gente, que en otra alguna altamente honrado y favorecido.

Se compadecía la sencillez rústica del humilde Labrador con la naturaleza franca, natural y espontánea de Lope. El poeta del pueblo siente al santo popular. Y por eso lo crea pobre y candoroso, y se recrea en él, por recrearse en sí. Y establece con él una misma relación de estrechez de vida. Al cantarle le reza, y al rezarle le canta. Empero si no convence Lope como poeta religioso, a la menor -217- comedia de este género no dejó de señalarla con su garra de león. Tocó cuidadosamente los asuntos del Antiguo y Nuevo Testamento. Sus mejores comedias en este orden son, sin duda, La creación del mundo y El nacimiento de Cristo. En la primera, inspirada seguramente en la Victoria Christi, de Bartolomé Palau, aborda la historia de Adán, el pecado de nuestros primeros padres, la aparición de la muerte, el fratricidio de Caín y el final de este por la saeta de Lamech. La muerte lo señorea todo en admirable antítesis con la vida: muere Abel mediante sangre inocente; muere Caín, expiando la culpa por medio de sangre culpable. Con que el nexo de unión es el pecado original. En la segunda, o sea El nacimiento de Cristo, menudea lo alegórico y pastoril, a la manera de los primitivos autos. Lope nos muestra un retablo rico de color y matizado de expresiones felices en que frecuentemente el poeta aventaja al comediógrafo. De sus vidas de santos quedará como incomparable exponente su Barlán y

Josafá. El argumento arranca de la leyenda de Buda, que reprodujo en su Libro de los Estados el infante don Juan Manuel; pero Lope se atuvo al arreglo cristianizado de la novela religiosa de San Juan Damasceno, bien que pudiese ver la exposición arábiga de la leyenda en el referido Flos sanctorum. La comedia, en que Lope añadió bastante de inventiva propia, ofrece el interés de haber influido no poco en La vida es sueño de Calderón, donde la sombra discreta del autor de Fuenteovejuna se refleja en algunos pasajes. Todavía debió este al Flos sanctorum otra comedia, quizá la mejor de sus vidas de santos, Lo fingido verdadero, bella escenificación de la conversión y martirio de San Ginés. En fin como buen catador de argumentos, sacó la leyenda de Margarita la Tornera (que tanto había de inspirar a ingenios posteriores) en La buena guarda o La encomienda bien guardada. Ya es sabido que el tema tratose primeramente por Cesáreo de Heirsterbach y pasó al falso Quijote; pero Lope puso en ella tanta vida y pasión, que no ha sido obscurecida modernamente ni por Zorrilla ni, en tiempo más cercano a nosotros, por Mauricio de Maeterlinck. La importancia de todas estas comedias reside en haber dignificado Lope su estructura, sacándolas del informe estado medieval en que las habían dejado sus antecesores, y abriendo el camino a las nuevas normas que les imprimieron principalmente Mira de Amescua y don Pedro Calderón. Es indudable que, aun en los autos, nada habría sido este -218- sin el precedente de Lope, como el propio Lope sin los que fueron antes que él. Tenemos el testimonio en El viaje del alma, variante magnífica de la trilogía de las tres Barcas de Gil Vicente. Ved qué golosina para el espíritu. Surca el ancho mar la nave del Deleite. A bordo emprenden su viaje de salvación el Alma, la Memoria y el Albedrío. Se imaginan dirigirse al cielo; pero la nave marcha pilotada por Satanás: el infierno es inminente. Pronto se anuncia la llegada a una ignota región. ¿Cuál es este mundo nuevo? Satanás calla; inútil preguntar. Hay que apresurarse. Por fin se da el barco a la vela; queda la Memoria adormecida. El Entendimiento, desde la orilla, les aconseja que no partan; pero desoyen sus consejos. Por fortuna, distinguen la galera de la Penitencia, gobernada por Cristo, y a ella se traslada el Alma. La versificación, la destreza dramática, acusan siempre en estas obras la mano genial de Lope; empero, como decimos, carecen de fervor verdadero, de fe religiosa profunda y acendrada; son más cerebrales que íntimas, más profanas que sagradas, más humanas que ascéticas. El centro y el cetro de Lope estaban en otra parte. En ningún sentido pueden admitir comparación producciones no inspiradas directamente en la realidad con aquellas de costumbres, como El perro del hortelano y La hermosa fea, vividas y sentidas por Lope. Las primeras son artificiosas, falsas, las segundas, espontáneas, naturales, rebosantes de observación y de experiencia, gritos de pasión sin freno. En vez de prestar voz a fantasmas, y de retórica a alegorías; en vez de sofistiquerías y misticismos vanos, Lope prefiere juntar, por ejemplo, la

vanidad y el amor y arrojarlos a la hoguera del corazón de Diana, enamorada de su secretario Teodoro y ardiendo de celos por Marcela. Este conflicto de El perro del hortelano, en que Diana no quiere que Teodoro se case con Marcela, a quien él ama; ni con ella, por desigualdad de clase; pero que lo quiere sólo para sí; esta lucha terrible de las dos mujeres despliega todas las poderosas y nativas facultades del dramaturgo.

Y es aquí donde impera como príncipe y soberano señor de la acción dramática. Por eso estas obras poseen un hálito de eternidad más fuerte aún que la vida exterior de las palabras, y el tiempo no ha puesto en ellas ninguna arruga. -219- ¿Cuánto escribió Lope y cómo pudo escribir tanto? En su «Égloga a Claudio» (a su amigo Claudio Conde), datante de 1632, tres años antes de morir, confiesa haber escrito mil quinientas comedias; pero Montalbán en la Fama Póstuma (1636) le atribuye mil ochocientas y más de cuatrocientos autos. Esto sin contar las obras no dramáticas. Positivamente nos son conocidos unos 730 títulos de comedias y unos 50 de autos. De esta labor se conservan hoy unas 470 comedias. Sin embargo, menudea lo apócrifo, porque para todo se ha tomado el nombre de Lope, y mucho se ha perdido definitivamente. Debió de escribir de doce a catorce horas diarias. ¿Dónde halló tiempo para su vida turbulenta de galanteador, quien declara que a cada día cabíanle cinco pliegos de papel? Es algo prodigioso e inconcebible; y, como decía Cervantes, todavía más extraño que todas sus comedias las viese representar u oyese decir que lo habían sido. «Aun la pluma (escribe Montalbán) no alcanzaba a su entendimiento, por ser más lo que él pensaba que lo que la mano escribía. Hacía una comedia en dos días, que aun trasladarlo no es fácil en el escribano más suelto. Y en Toledo hizo en quince días continuados quince jornadas, que hacen cinco comedias». El propio Montalbán refiere un caso en que fue testigo de su facilidad asombrosa: «Hallose en Madrid Roque de Figueroa, 'autor' de comedias, tan falto de ellas, que estaba el corral de la Cruz cerrado, siendo por Carnestolendas; y fue tanta su diligencia, que Lope y yo nos juntamos para escribir a toda prisa una, que fue La Tercera Orden de San Francisco, en que Arias representó la figura del santo con la mayor verdad que jamás se ha visto. Cupo a Lope la primera jornada y a mí la segunda, que escribimos en dos días, y repartiose la tercera a ocho hojas cada uno; y por hacer mal tiempo, me quedé aquella noche en su casa. Viendo, pues, yo que no podía igualarle en el acierto, quise intentarlo en la diligencia; y para conseguirlo, me levanté a las dos de la mañana, y a las once acabé mi parte; salí a buscarle, y hallele en el jardín, muy divertido con un naranjo que se le helaba; y preguntando cómo le había ido de versos, me respondió: 'A las cinco empecé a escribir; pero ya habrá una hora que acabé la jornada; almorcé un torrezno, escribí una carta de cincuenta tercetos, y regué todo este jardín, que no me ha cansado poco'. Y sacando

los papeles, me leyó las ocho hojas y los tercetos». -220- Preguntará ahora el lector: hombre que escribió tantas comedias, ¿no acabó riquísimo? Siempre vivió necesitado. El referido Montalbán dice que «era el poeta más rico y más pobre de nuestros tiempos: las dádivas de los señores y particulares llegan a 10.000 ducados; lo que le valieron las comedias, contadas a 500 reales, 80.000 ducados; los autos, 6.000; la ganancia de las impresiones, 1.600, y las dotes de entrambos matrimonios, 7.000, que hacen más de 100.000 ducados. Mucho, no obstante, hay que rebajar de estas cifras. Ya hemos visto que, a lo menos la dote de su segunda mujer, no la cobró nunca; los impresores le pagaron tarde y mal; la mayoría de las comedias dejábanselas a deber los autores de compañías. Él, por su parte, cuéntase que era muy generoso y caritativo. Si a ello agregamos los distintos hogares que hubo de mantener, los muchos hijos que educar y el derroche a que tantas amantes le obligarían, nos explicaremos su penuria. Al fallecimiento de su segunda mujer consta que esta tenía empeñadas las alhajas a su padre. A su fallecimiento propio, hallábase entrampado con el librero Montalbán. A no ser por las finezas del duque de Sessa, no habría podido vivir.

-221-

- XIII -

Guerra literaria

Un creador como Lope, célebre desde su juventud, cuyo nombre (según el gran Quevedo) era universalmente «proverbio de todo lo bueno, prerrogativa que no ha concedido la fama a otro nombre», ¿qué más gloriosa recompensa podía alcanzar sino merecer infinitos adversarios y envidiosos? En la dedicatoria de su comedia El verdadero amante, mencionada páginas anteriores, disuade a su hijo Lopito de que se dedique a las letras, en estos dolorosos términos: «Yo he escrito novecientas comedias, doce libros de diversos sujetos, prosa y verso, y tantos papeles sueltos..., que no llegará jamás lo impreso a lo que está por imprimir; y he adquirido enemigos, censores, asechanzas, envidias, notas, reprensiones y cuidados». Y cuando lo dice (1619), está en pleno apogeo la guerra literaria que sostiene desde finales del siglo XVI. De dos órdenes son los ataques que le dirigen, literarios y personales. Tres legiones marchan contra él, unas veces aislada, otras conjuntamente: preceptismo aristotélico, gongorismo y tristeza de la gloria ajena.

Positivamente, Lope no inició ataque contra ningún poeta. El público le prefirió en el teatro, por su novedad, desde el primer momento. Solicitado por los «autores», insensiblemente se convirtió en dictador, al que cuadraba, más que censurar a nadie, mirar a todos con aire paternal y benevolente desde las alturas. Así, pudo aludirse y decir en su comedia Las paces de los reyes:

FILENO¿Que hay a quien tu vida pese?

BELARDOEs la envidia mal nacida.

FILENODales buen palo.

BELARDOEn mi vida hice mal aunque pudiese...

FILENOAhora bien, con la paciencia viene el remedio.

BELARDOYa tarda.

-222- Sólo acosado se defendió Lope; de donde todo ataque suyo es respuesta, en ocasiones tardía; y mucha disculpa tiene que, al no ceder sus émulos, se impacientara. Y ¿cómo habían de ceder, si la mayor parte de los poetas quería vivir del teatro y él los barrió, «alzándose con la monarquía cómica» (en dicho de Cervantes) y bastándose él solo para proveer a todas las compañías de España? ¡Y cobraba quinientos ducados por cada comedia! Era insufrible, sencillamente. Los desterrados devoraron como pudieron la derrota. Todos eran inferiores a él. ¿Qué iban a oponerle? Sólo sátiras personales, que no tocaban al fondo de su obra. Pero los dómines pedantes, los clasicistas que no comprendían sino el arte de imitar, los catedráticos (¡piel de asno catedrática!), aferrados todavía a las unidades aristotélicas, se espantaron de aquel arte popular y libre como la Naturaleza, de Lope, de aquel hombre que osaba escribir «sin sujeción a las reglas». ¿Cuándo se había visto semejante cosa? ¿Y Plauto? ¿Y Terencio? ¿Y Séneca? Aunque Séneca se olvidara alguna vez de Aristóteles... Pero ¿y los griegos? Todo lo que no fuera escribir como los griegos y los latinos era reprobable y había que proscribirlo de la escena. Lope era un corruptor, cuando no un ignorante. Después de Sófocles y Eurípides, nada quedaba por escribir ni innovar. «Lo que siempre se hizo, siempre se haga». Y, sobre todo, las reglas... El primero de categoría en dar la voz de alarma fue Alonso López Pinciano, «médico cesáreo», como se hacía llamar, autor de un espantable poema, El Pelayo, en versos perversos. Este matasanos, comentarista de Aristóteles,

no podía sufrir el desprecio en que se tenían «las reglas» de su ídolo sobre las unidades. Y en su Philosophia antigua poética (1596), sin nombrar a Lope, sostenía que «la comedia se puede representar como que la acción della haya acontecido en tres días, y la de la tragedia en cinco, a lo más largo...; y de aquí se puede colegir cuáles son los poemas a do nasce un niño, y cresce, y tiene barbas, y se casa y tiene hijos y nietos». El varapalo apuntaba a El hijo venturoso, El nacimiento de Ursón y Valentín y otras comedias de Lope. Este lo dejó pasar en silencio, así como otras censuras de seudoeruditos y profesores resfriados. Contentábase con desdeñar a «los gramáticos, que Dios confunda». En cuanto a los poetas puros, que no se cuidaban del teatro, le vieron con indiferencia apoderarse de él. Hasta le agradecieron que lo dignificase poéticamente. Pero cuando, tras adueñarse de la escena, contemplaron que les presentaba también -223- batalla en su terreno, aprestáronse a la sátira para defenderse. El primero de todos, y más famoso, don Luis de Góngora, contestó con esta andanada a un señor que, al publicarse La Dragontea, le remitió un ejemplar solicitando su juicio:

Señor, aquel Dragón de inglés veneno, criado entre las flores de la Vega más fértil que el dorado Tajo riega, vino a mis nanos; púselo en mi seno. Para ruido de tan grande trueno es relámpago chico; no me ciega. Soberbias velas alza; mal navega; potro es gallardo, pero va sin freno. La musa castellana bien la emplea en tiernos, dulces, músicos papeles, como en pañales niña que gorjea. ¡Oh planeta gentil, del mundo Apeles, rompe mis ocios, porque el mundo vea que el Betis sabe usar de tus pinceles!

El ataque todavía es comedido; la envidia no pasa de emulación. El Guadalquivir competirá con el Tajo. Cuando el cordobés publique, callará el madrileño. Seguramente no volverá a repetir con otro poema. Cierto que le teme en su fecundidad; pero escribir comedias no es como escribir poemas... aun patrióticos. Mas he aquí que aquel mismo año de 1598 sale La Arcadia pomposamente, con un escudo de diecinueve torres en la portada y la leyenda: «De Bernardo es el blasón; las desdichas mías son». ¿Cómo? ¿Lope, el humilde vástago de un bordador, el poeta que acaba de casarse con la hija de un carnicero, lleva su insolencia hasta presumir de hidalguía y apropiarse el escudo

(ficticio, por lo demás) del héroe de Roncesvalles? Y don Luis, ciego de ira, le dirige este soneto:

Por tu vida, Lopillo, que me borres las diez y nueve torres del escudo, porque aunque todas son de viento, dudo que tengas viento para tantas torres. ¡Válgante los de Arcadia! ¿No te corres de armar de un pavés noble a un pastor rudo? ¡Oh tronco de Micol, Nabar barbudo! ¡Oh brazos Leganeses y Vinorres! No le dejéis en el blasón almena; vuelva a su oficio, y al rocín alado en el teatro sáquele los reznos. -224- No fabrique más torres sobre arena, si no es que ya, segunda vez casado, nos quiere hacer torres los torreznos.

Acabáronse las contemplaciones. El rencor de Góngora, hombre bilioso, durará toda la vida. Lope, en cambio, le tenía estimación. Habíale conocido, aunque no simpatizasen, cinco años antes en Salamanca, en una escapada que hiciera desde Alba de Tormes; leía sus versos y sabía largamente de sus estudios por Liñán, compañero de patios salmantinos. Sabía que allí estudió poco y jugó a los naipes mucho; que derrochó una fortuna y que, mal aplicado, no logró aprobar los cánones; se le indigestaban las «Clementinas» y la «Instituta» y volviose en 1530, mohíno, a Córdoba, destruyendo las ilusiones de su padre, don Francisco de Argote. Quedose de racionero en la catedral, aunque muy orgulloso y pagado de su nobleza, no obstante la humildad de su beneficio y hallarse arruinado. Lope, desde el potro de su fama, despreció a aquel seudo curilla ladrador. No merecía la estimación que había dispensado a algunos romances y letrillas suyos, todavía por imprimir, ni su afecto personal. Otro de tantos envidiosos. En cuanto a las pullas por el escudo, él, de todas suertes, era un Carpio, era un montañés, era hijo de un honrado bordador, sin que en su nobleza malas lenguas hubiesen interpuesto al obispo don Jerónimo Manrique (no a su señor, el de Lara, sino al otro), como en la de don Luis. Estos ataques de unos poetas a otros leíanse especialmente en las academias, que, a imitación de las de Italia, comenzaron entonces a funcionar en algunas poblaciones importantes de nuestra Península. Seguían el ejemplo de las de Madrid, donde en 1592 funcionaba ya la de los

«Humildes». Las hubo pronto en Valencia, Zaragoza, Barcelona, etc. En este mismo año de la publicación de La Arcadia se estableció en Sevilla la que se cree fundó el amigo de Cervantes, don Juan de Ochoa Ibáñez. Como este era dramaturgo, quizá tuviese animadversión a Lope; y así, cuando el «Fénix» parte de Madrid a Sevilla en 1602 a unirse con la Luján, los académicos de Ochoa le saludan con algunas composiciones mordaces, entre ellas el soneto «Lope dicen que vino. No es posible», ya inserto en otro lugar, y el que principia:

Vengas, Lope, con bien, Vega apacible...

Juego de cañas en la Plaza Mayor de Madrid en tiempo de Lope de Vega. (Cuadro de la Colección Beistegui.)

Retrato de Lope de Vega grabado en cobre por Pedro Perret, que figura al frente de los Triunfos divinos, con otras rimas sacras (Madrid, 1625). Las letras de la orla son un pensamiento de Séneca: «Admiramos más sinceramente a distancia».

-225- Se ha supuesto en tan malévola acogida la mano de Cervantes, yerro engendrado de creerle aún en Sevilla en 1602, y hasta en prisión. Por razones que no son de este libro, es indubitable que el insigne Miguel ni estaba ya en la ciudad del Betis ni en ella sufrió la segunda prisión que le inventan los escritores sevillanos, en su afán de ver escrita allí la primera parte del Quijote: fuerte error proveniente de la lectura malintencionada de un documento... No hubo tal prisión, ni en Sevilla ni en ningún otro sitio, y el documento se refiere a la primera, de 1597.

El gran poeta don Luis de Góngora, eterno envidioso de Lope.

Probablemente en 1602 son todavía amigos Lope y Miguel, por cuanto en La hermosura de Angélica se incluye (en los preliminares de la segunda impresión de La Dragontea), un soneto del alcalaíno. Pero la enemistad debió de tener comienzo muy poco después, a la aparición de El peregrino en su patria. Lope enmudecía a todos los ataques. Excusábase desde su altura. Se ve por la carta a don Juan de Arguijo: «Cuestión sobre el honor debido a la poesía», publicada en la misma Hermosura de Angélica. Góngora espiaba en tanto, y no bien supo de la nueva obra, por sólo zaherir a Lope, remedó las rimas de uno de sus sonetos en otro sin sal ni

donaire, pelmazo y frío, como puede verse:

Embutiste, Lopillo, a Sabaot en un mismo soneto con Ilec, y echándosele a cuestas a Lamec, le diste un muy mal rato al justo Lot. Sacrificaste al ídolo Behemot, quémete a mal soplón Melquisedec, y traiga para el fuego Abimelec sarmientos de la viña de Nabot. -226- Guárdate de las lanzas de Joab, de tablazos del arca de Jafet y leños de la escala de Jacob. No te entremetas con el rey Acab, ni en lugar de Bethlem me digas Bet, que con tus versos cansas aun a Job. Y este soneto a buenas manos va. ¡Ay del Alfa y Omega y Jehová!

Eran únicamente ganas de molestar. Siguieron otros ladridos. Todavía Lope se contiene. Para armarse más de razón, rodeará a sus adversarios de una montaña de volúmenes. Los cercará y sitiará. Les tiene preparado un veneno terrible: no criticarlos, sino alabarse él propio. No lo podrán digerir. Y lanza a la calle El peregrino en su patria, con aquella portada que ya citamos en otro sitio, y el grabado de la Envidia en actitud de atravesar un corazón, bajo la leyenda (en latín para mayor claridad): «Quieras o no quieras, Envidia, Lope, es o único o muy raro», junto con otras inscripciones no menos molestas. Y, por supuesto, campeando bien visible, el asendereado escudo de Bernardo del Carpio con sus diecinueve torres. Que rabiasen. Y un retrato arrogante y fachendoso. Y, por si algo faltaba, el satírico más grande de todos los tiempos, azote feroz de poetas chirles, don Francisco de Quevedo, a su lado, con un soneto, diciéndole:

La envidia su verdugo y su tormento hace del nombre que cantando cobras, y con tu gloria su martirio crece...

Si eso le decía el que, a juicio suyo, era «príncipe de los líricos» y al

que inmediatamente saludaría Justo Lipsio como «gloria suprema de los españoles», podían seguir envidiándole. Efectivamente, no digirieron el veneno los envidiosos. Tan fuerte era la dosis. Góngora mismo quedó como atontado, sin saber qué decir por esta vez. Además, el cordobés acababa de enemistarse con Quevedo en Valladolid, que le había zurrado de lo lindo, y era como encontrar la horma de su zapato. Malos adversarios, que desde ahora harían causa común, y cada uno de ellos valía más que él. Sólo un hombre nobilísimo. Miguel de Cervantes, mal aconsejado sin duda, no pudo aguantar la osadía y jactancia de Lope, y salió al palenque, cuando con él no iba nada: -227- Hermano Lope, bórrame el sone- de versos de Ariosto y Garcila-, y la Biblia no tomes en la ma-, pues nunca de la Biblia dices le-. También me borrarás la Dragonte- y un librillo que llaman del Arca- con todo el Comediaje y Epita-, y, por ser mora, quemarás la Angé-. Sabe Dios mi intención con San Isi-; mas quiérole dejar por lo devo-. Bórrame en su lugar El Peregrí-. Y en cuatro lenguas no me digas co-; que supuesto que escribes boberi-, las vendrán a entender cuatro nacio-. Ni acabes de escribir la Jerusa-; bástale a la cuitada su traba-.

Lope se desconcertó. Hasta entonces había conservado las mejores relaciones con Miguel, que databan de veinte años atrás, nada menos, de los tiempos en que se veían en casa de Jerónimo Velázquez, ¿Le guardaría algún oculto rencor por haber tenido que dejar las comedias? ¡Y borraba de un plumazo toda su producción!... ¡Cómo! ¿Aquel poetastro miserable y obscuro de La Galatea, que andaba leyendo por los corrillos una novela extravagante, se atrevía con él? ¡Ahora vería! Y ciego de furor, desde Toledo, le remitió una carta a Valladolid, con un real de porte (para que gastara dinero), en la que iba la siguiente enormidad.

Yo que no sé de los, de li ni le- ni sé si eres, Cervantes, co, ni cu-, sólo digo que es Lope Apolo, y tú frisón de su carroza y puerco en pie.

Para que no escribieses, orden fue del cielo que mancases en Corfú; hablaste, buey; pero dijiste mu. ¡Oh, mala quijotada que te dé! ¡Honra a Lope, potrilla, o guay de ti! que es sol, y, si se enoja, lloverá; y ese tu Don Quijote baladí de culo en culo por el mundo va vendiendo especias y azafrán romí, y al fin en muladares parará.

Los dos genios se apostrofaban como dos héroes homéricos. No esperaba Cervantes semejante contestación, como sabía que Lope eludía las censuras. Ni era para tanto. Pero el «Fénix», -228- al perder por primera vez la paciencia, perdía también los estribos. Quedó consternado Cervantes. No lo olvidaría jamás. Diez años después, aún lo recuerda en la «Adjunta» del Viaje del Parnaso: «Estando yo en Valladolid, llevaron una carta a mi casa, para mí, con un real de porte: recibiola y pagó el porte una sobrina mía, que nunca ella le pagara... Diéronmela, y venía en ella un soneto malo, desmayado, sin garbo ni agudeza alguna, diciendo mal de Don Quijote, y de lo que me pesó fue del real, y propuse desde entonces de no tomar carta con porte».

Firma del inmortal Miguel de Cervantes.

Pintiparada se le ofreció al Manco inmortal la ocasión para el desquite. Precisamente iba a imprimir el Quijote. Enderezaría los preliminares contra el dramaturgo procaz. Mientras los escribe, todavía Lope le pondrá como digan dueñas en la famosa carta de 14 de agosto al médico vallisoletano, que en otro lugar quedó transcrita Cervantes se burla ingeniosamente en el prólogo, de la erudición de Poliantea de que hace gala Lope en La Arcadia, el Isidro y El peregrino en su patria. Tiene por fingidas (en lo que no andaba descaminado) muchas de las poesías laudatorias, prohijadas a personajes ilustres, que se hallan en estos libros y en La hermosura de Angélica. Le reprocha las supersticiones de la astrología y la mezcla de lo humano y lo divino: todo sin nombrarle, naturalmente. Y no contento, le asesta crueles dardos en los versos de cabo roto de «Urganda la Desconocida», donde alude a los «indiscretos hieroglíficos» que estampaba en el escudo de Bernardo; se mofa de su hidalguía, de sus quejas de la Fortuna; le advierte que no se meta en dibujos ni en saber vidas ajenas; que se ocupe sólo de cobrar buena fama, imprimiendo necedades; que no tire piedras al vecino, siendo así que tiene de vidrio el tejado; y, en fin, que le deje en paz, pues es

hombre de juicio y no pierde el tiempo, como él, en sacar a luz papeles para entretener doncellas, que es escribir a tontas y a locas. -229- Todavía le trae inquieto la leyenda de El Peregrino, de que Lope se crea «único y solo», «único o raro» (unicus aut peregrinus), y hace que Amadís de Gaula diga a Don Quijote:

Tendrás claro renombre de valiente; tu patria será en todas la primera; tu sabio autor, al mundo único y solo.

La divisa de Lope no le corresponde más que a él. Y no pararon aquí las censuras. Cervantes llevaba aún clavada la espina de las comedias. Lope le había desterrado de los «corrales»; le había alejado de su profesión, le había obligado a huir a Andalucía y a vivir de miserables comisiones, donde consumió su existencia en trabajos, peticiones y antesalas, para no crear sino ingratitudes, odios, excomuniones, vejaciones y cárceles. Tristes despojos escénicos eran La Numancia y los Tratos de Argel, con otras que yo no querían los «autores». Por imposición del «boquirrubio». Era la hora de hablar claro, para que no dijese en El Peregrino: «que las comedias en España no guardan el arte y que él las prosiguió en el estado que las halló, sin atreverse a guardar los preceptos». A ello argüiría: «Estas que ahora se usan, así las imaginadas como las de historia, todas o las más son conocidos disparates y cosas que no llevan pies ni cabeza, y con todo eso, el vulgo las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que las componen y los actores que las representan dicen que así han de ser porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera». Toda la obra lopesca salía malparada de la pluma de Cervantes. Y donde la crítica no alcanzaba, llegaría la burla, como el episodio en que Don Quijote toma por ejércitos enemigos dos rebaños de carneros, fina caricatura de aquel pasaje de La Arcadia en que Dardanio va mostrando a Anfriso los retratos de varias personas... Así saciado y vengado, remataba con este elogio socarrón: «Y que esto sea verdad, vese por muchas e infinitas comedias que ha compuesto un felicísimo ingenio destos reinos, con tanta gala, con tanto donaire, con tan elegante verso, con tan buenas razones, con tan graves sentencias, y, finalmente, tan llenas de elocución y alteza de estilo, que tiene lleno el mundo de su fama». ¡A ver qué decía ahora Lope!:

Si de llegarte a los bue-, libro, fueres con letu-, no te dirá el boquirru-

que no pones bien los de-.

-230- Lope no perdió la serenidad. ¡Se arrepentiría el potroso! Aunque aquel libro de caballerías, novelón pesado, el Quijote, no lo leería nadie. ¡Ya había llovido desde La Galatea! ¿Quién se acordaba de aquel vejestorio, sin amistades, siempre malhumorado y descontentadizo? Y en esto se equivocó de medio a medio nuestro buen Lope, tan ciego en no ver la grandeza de su rival, como ciego Cervantes en pensar que en el teatro hubiera podido competir con él. La razón de Lope está en que no dio motivo a Cervantes (a quien le debía encomios) para de repente zaherirle. Y la razón de Cervantes abónala el extremado orgullo y jactancia de Lope, que había que castigar. Eran dos colosos disputándose la hegemonía de las letras.

El doctor Pedro de Torres Rámila, catedrático de la Universidad de Alcalá y enemigo acérrimo de Lope.

Entre estas fuertes espadas pretendió introducir su incipiente tizona un pobre enfermo de epilepsia, Julián de Armendáriz, poeta salmantino italianizante, con aficiones a la dramática, que apenas recibió los primeros elogios de Lope, se volvió furiosamente contra él, diciendo pestes de sus poemas. Tampoco llevaba bien su consagración el capitán valenciano Andrés Rey de Artieda, hombre instruido, compañero de Cervantes en Lepanto; ni tampoco otros más, que le mordían solapadamente, y de los cuales decía en las Rimas a Gaspar de Barrionuevo:

Piensa esta pobre y mísera caterva que leo yo sus sátiras, ¡qué engaño!, bien sé el aljaba sin tocar la hierba.

Pero como las censuras arreciaran, especialmente contra las obras teatrales, pensó en la necesidad de dar una explicación -231- defendiendo la irregularidad de su método y la inobservancia de la preceptiva aristotélica. En el ínterin, y fiel a su propósito de circuir a sus adversarios de una montaña de libros, en 1609 sacaba a luz su epopeya Jerusalén conquistada. He aquí, tras algunos años de silencio, surgir otra vez Góngora, mortificándole con un soneto en la disparatada pronunciación que daban al castellano los negros de las colonias portuguesas:

Vimo, señora Lopa, su Epopeya, e per Diosa, aunque sa mucho legante, que no hay negra poeta que se pante, e, si se panta, no sa negra eya. ¡Corpo de San Tomé con tanta Reya! ¿No hubo (cagayera fuse o fante) morenica gelosa, que en Levante as musas obrigase aun a peeya? ¿Turo fu Garcerán? ¿Turo fu Osorio? Mentira branca certa prima mía do rey de Congo canta don Gorgorio, la hecha si, vos tuvo argentería, la negrita sará turo abalorio, corvo na pruma, cisne na armonía.

¿Qué diablos decía el cordobés? ¿Estaba loco? No; no lo estaba aún. Estaba en Madrid, de paso para Galicia. Y aprovechaba el viaje para hablar mal de sus enemigos. También hablaría mal de Galicia. La primera sátira sería para Lope. Le contaron que don Francisco de Quevedo había terminado su traducción y comento de Anacreonte. No logró verla; empero como era su otro enemigo, la segunda sátira sería para él y aun enlazaría en ella a Lope:

Anacreonte español, no hay quien os tope que no diga con mucha cortesía que ya que vuestros pies son de'legía, que vuestras suavidades son de arrope. ¿No imitaréis al terenciano Lope, que al de Belorofonte cada día sobre zuecos de cómica poesía se calza espuelas y le da un galope?...

No era Quevedo tan paciente como el autor de La Arcadia, y cogiendo la pluma, la arrojó así al corazón del racionero andaluz: -232- ...Poeta de bujarrones y sirena de los rabos... Caballero, porque nunca

has caído de tu asno, escoba de la basura de las ninfas del Parnaso... Racionero dicen que eres, mas yo irracional te hallo... ¿Quién te mete con los griegos, aun no siendo tú troyano?... Y al pobre Lope de Vega te lo llevaste de paso sólo por llamarse Lope, de tu consonante esclavo. ¿Qué te movió a poner lengua en dos ingenios tan raros, sin ser bacines ni pullas, que son vínculo a tus labios?... Y advierte que ni Quevedo ni Lope harán de ti caso para honrarte con respuesta, que fuera grande pecado...

Era un romance terriblemente largo, salpicado de atroces insultos, en que se le mentaba hasta la familia, como para buscar al autor y matarse con él:

Y advierte que si respondes a estos versos, mentecato, que te aguarda por respuesta otro romance más largo.

A poco Góngora sufre un síncope. Y Quevedo, fingiendo ser otro el que escribía, terminaba así:

Y para adelante digo que te enmiendes de tus cargos, y pues eres manicorto, no seas tan lengüilargo.

Con Quevedo no podría. Tantearía el terreno a ver el modo de quedarse en Madrid y arrebatar el cetro poético a Lope. Escribiría asimismo comedias. Empero gastó los dineros y tuvo que volver, fracasado, rabo entre piernas, a Córdoba:

¡Arroyos de mi huerto lisonjeros! ¿Lisonjeros? Mal dije, que sois claros. Dios me saque de aquí y me deje veros.

-233- Lope respiró; mas el cordobés, terquísimo, volvería a la palestra. Por ende, continuaban las censuras de los pedantones contra sus obras teatrales, por no seguir las reglas clásicas, y crecía prodigiosamente el renombre de Cervantes. Entonces dirigió a la Academia de Madrid su Nuevo arte de hacer comedias deste tiempo, que insertó en sus recientes Rimas.

Luis Tribaldos de Toledo, insigne cronista y latinista, amigo de Lope.

Esta Academia de Madrid había sucedido a la que en el año anterior se juntaba en casa del Presidente de Castilla. Era su protector don Félix Arias Girón, y en ella, según muchos años después decía Lope en la dedicatoria de su Laurel de Apolo, «laurearon con grande aplauso de señores e ingenios a Vicente Espinel, único poeta latino y castellano de aquellos tiempos». Por cualquier motivo celebrábanse academias, de muchas de las cuales no han quedado pormenores. Las cuestiones que se trataban en ellas, por lo general poéticas, morales y científicas, no dejaban de herir susceptibilidades. Todas engendraron guerras literarias. En 1611 se inauguró la del conde de Saldaña, don Diego de Sandoval, que tuvo su primera reunión el 19 de noviembre. En 1612 funcionaba la Selvaje o El Parnaso a expensas de don Francisco de Silva. Después se abrieron la Imitatoria, la Peregrina, la Mantuana, continuación de la de Madrid, y la del Colegio Imperial de la Compañía de Jesús. También lograron auge, aunque efímero, las de provincias. La de los Ociosos, en Zaragoza, apareció hacia 1606. Para combatirla creose en 9 de junio de 1608 La Pítima contra la Ociosidad. En fin, en Huesca apareció otra, inaugurada el 14 de agosto de 1610. Las academias fracasaron. Cristóbal Suárez de Figueroa, gran enemigo de Lope, escribía en su Plaza universal de todas las ciencias y artes (1615): que procuraron imitar a los italianos «años pasados algunos ingenios de Madrid, juntándose con este intento en algunas casas de señores, mas no consiguieron su fin... No sólo ocasionaron menosprecios y demasías, sino

también peligrosos enojos y pendencias, siendo causa de que cesasen tales juntas con toda brevedad». Lo mismo había -234- dicho antes Cristóbal Mesa, otro enemigo del «Fénix», en una epístola inserta al final de su Patrón de España (1612), hablando de príncipes y señores:

Si alguno dellos hace una academia, hay sectas, competencias y porfías más que en Inglaterra o en Bohemia. Algunas hemos visto en nuestros días que mandádoles han poner silencio, como si escuelas fueran de herejías.

Lope corrobora en sus cartas todo lo antecedente. Asistió a la primera reunión de la de Saldaña, donde llevó una canción fúnebre: «llamamos a las seis y vino a las diez; salieron tales los poetas, de hambre, cansancio, frío, lodos y quejas; que no sé si habrá segunda; aunque me hicieron secretario y repartieron sujetos. En 30 de noviembre: «La academia del sábado fue razonable... En ella estuvieron Feria, Pastrana, don Antonio de Ávila y otros de menor jerarquía. No se disputó nada, porque era fiscal el de Saldaña, y es más bienintencionado que el rector de Villahermosa...». Aludía a Bartolomé Leonardo de Argensola, a la sazón en Nápoles con el conde de Lemos. No gustaba Lope, mucho de academias y dejó de asistir a la de Saldaña. A principios de febrero de 1612, habla de otra. «Hoy ha comenzado (dice) una famosa academia, que se llama El Parnaso, en la sala de don Francisco de Silva: no hubo señores, que aún no deben de saberlo; durará hasta que lo sepan». En 2 de marzo: «Las academias están furiosas; en la pasada se tiraron los bonetes dos licenciados; yo leí unos versos con unos antojos de Cervantes, que parecían huevos estrellados mal hechos». ¿Habían reanudado, entonces, la amistad? No debieron de pasar de las naturales relaciones de cortesía, propias de personas educadas. La guerra entre ambos no cesó nunca. En conclusión, en abril escribe (todas estas cartas son al duque de Sessa): «Sólo me cuentan de las academias, donde acuden todos los señores y muchos de los poetas... Esta última se mordieron poéticamente un licenciado, Soto, granadino, y el famoso Luis Vélez; llegó la historia hasta rodelas y aguardar a la puerta. Hubo príncipes de una parte y de otra; pero nunca Marte miró tan opuesto a las señoras musas». Lope tenía en esta academia el sobrenombre de El Ardiente, en verdad justo y significativo. Pero volvamos a la Academia de Madrid. En su Nuevo arte de -235- hacer comedias, el «Fénix» no respondía claramente a las objeciones hechas a su arte. El tono ligero y humorístico de la composición lo indica. O no se dio cuenta de la importancia del asunto, o trató de soslayarlo. Lejos de

arrostrar con valentía la defensa de sus comedias libres, teme pasar por ignorante a los ojos de los preceptistas clásicos:

que lo que a mí me daña en esta parte es haberlas escrito sin el arte; no porque yo ignorase los preceptos... mas porque, en fin, hallé que las comedias estaban en España en aquel tiempo, no como sus primeros inventores pensaron que en el mundo se escribieran, mas como las trataron muchos bárbaros

A poco canta la palinodia, cuando dice:

...yo he escrito algunas veces siguiendo el arte...;

pero, por fortuna, declara que el fin de la verdadera comedia es

imitar las acciones de los hombres.

Se ve, pues, que en él riñen el poeta intuitivo, libre y popular, y el poeta artístico, culto y educado en la tradición clásica. A nuestro juicio y no siendo armonizables las dos tendencias, logró hallar la mejor solución: pensar como clásico y proceder en la práctica según su instinto innovador. Así, llamará bárbaro y vil al público; pero en sus aplausos cifrará su gloria, aunque ante los ojos de los doctos, discretos y refinados afecte desdeñarla. Ahora, esta posición, al parecer contradictoria, era peligrosísima y sus enemigos se aprovecharán de ella. Los ataques continúan, a veces francos, a veces envueltos en panegíricos irónicos. Cristóbal de Mesa, alabado en Italia por Torcuato Tasso y Jerónimo Gagliardi, se encontró a su regreso a Madrid con que Lope acaparaba todos los encomios, con mengua de sus trasnochados poemas épicos. Soslayó embozadamente su oposición a la Jerusalén conquistada en

sus Rimas (¿también pretendía el «Fénix» la palma en la epopeya?), y se dolió de que el dinero fuese para el género cómico. Estas censuras, sin embargo, iban doradas en elogios como llamarle -236- «español Terencio». Mas Mesa, que vivió sin fortuna y se hizo clérigo, debió de resignarse con su suerte. El que no se resignaba, allá en su rincón cordobés, era el sempiterno maldiciente y difamador Góngora. En 1611 tuvo noticia de que Lope había ingresado en la Orden Tercera de San Francisco; dos meses después quemaban en Madrid a unos homosexuales (se dijo que pertenecían a esta congregación) por el delito nefando. Y juntando infamemente ambos sucesos, dirigió a su rival un soneto repugnante, cuya bellaquería no hemos de calificar:

¿Qué humanos ojos quedarán enjutos, señor Lope de Vega, si es de veras que lo están en Madrid las delanteras y que al envés se pegan los tributos? Dícenme que terceros disolutos, cual suelen las livianas y ligeras mujeres dar de putas en terceras, aquestos, de terceros, dan en putos. Si esto es verdad, aconsejarle quiero que su ingenio tercero y peregrino en cosa que es tan vil no dé ni tope. Porque, si da en ser puto, de tercero, tomando lo nefando por divino, dirán luego en Castilla: «Esto es de Lope».

Combatido ya tan indignamente, el gran comediógrafo no descendió a tan bajo terreno. Con ocasión de publicar los Pastores de Belén, Juan de Piña le consolaba así:

Lope, vos sólo en el mundo y sólo en el cielo Apolo, sois el sol, y vos el solo sin primero ni segundo.

Y otro buen amigo, entusiasta y discípulo suyo, el toledano Baltasar Elisio de Medinilla (que tan desgraciada muerte había de tener), le

consagraba este bellísimo soneto:

Si a la boca del Tiempo, que devora duros bronces y mármoles, la Fama robó tu nombre, y con ilustre llama renace cada día con la aurora, ¿qué importa que la envidia finja ahora niebla, ¡oh Lope!, a tu gloria, que derrama océanos de luz, donde se inflama, y espléndida por ti más te decora? -237- Vence escribiendo, imítate a ti mismo, pues no has dejado a quién; que a la serena virtud la detracción en vano ofende. Mas ¿cómo ya te ofenderá su abismo, si, como a si la envidia se condena, la verdad en sí propia se defiende?

El racionero cordobés cambió de táctica. Con sátiras personales no conseguiría tirar a Lope de su pedestal, ni abajar la temerosa reputación de Quevedo. Había que escribir algo, que enfrentar a los dos titanes. Líricamente sus romances y letrillas estaban ya superados por don Francisco: no le faltó talento para verlo claro. Por aquí nada había que hacer. Para la historia y la novela carecía en absoluto de dotes... Meditó: ¿Y darle la batalla al león en su propia guarida? ¿Y escribir comedias en competencia con Lope? ¡Ese era el camino! Con ellas volvería a Madrid. Precisamente, había terminado Las firmezas de Isabela, que daría a la estampa, como tanteo, y estaba acabando El doctor Carlino. Leyó pasajes a sus amigos, que no parecieron mal; pero al compararlas con las de Lope, así con las que había visto como con las que a la sazón andaban impresas, se desilusionó. Las firmezas de Isabela ¿podían compararse con El casamiento en la muerte, El testimonio vengado, La bella malmaridada o El gallardo catalán? Cierto que él sentíase capaz de mejorar aquellos versos. Pero allí había algo inasequible a él: la manera teatral, el argumento, el juego y choque de caracteres, que constituían el todo, que Lope dominaba con la práctica de tantos años... Juzgó descabellado el proyecto de darle aquí la batalla. ¿Entonces?... No veía la solución. Torturábase. Había que pensar en algo... De todas suertes, en la poesía. Pero de otro modo. Alguna cosa rara... Devanábase los sesos inútilmente. Aquel mismo año de 1611 aparecían póstumas las Obras de don Luis Carrillo y Sotomayor, joven poeta paisano suyo, natural de Montilla, fallecido en el Puerto de Santa María en 22 de enero de 1610, a los 27 años de edad. Góngora leyó ávidamente las poesías del noble cuatralbo. Sabía, de algunos

años atrás, que el aristócrata predicaba un estilo nuevo. Sus constantes viajes marítimos le habían puesto en comunicación con los poetas de Italia y de Inglaterra, afanoso siempre de conocer aquellas novedades literarias y gustos que armonizaban con su temperamento puro y exquisito. Allí mismo, en sus Obras, estaban no sólo sus poesías con el estilo nuevo, sino también la preceptiva de su descubrimiento: -238- el Libro de la erudición poética. ¡Y el autor era difunto!

El doctor don Tomás Tamayo de Vargas, escritor ilustre, amigo de Lope.

Examinó el contenido. Efectivamente, Carrillo sostenía, en primer término, la necesidad, de acuerdo con el viejo Horacio, de odiar y apartarse del profano vulgo; de imitar la agudeza y elocuciones de los poetas antiguos; de buscar lo extravagante y raro, las fuentes puras y las nuevas flores; los lugares altos, no pisados de otro, de Lucrecio; el lenguaje culto, diferente del ordinario y común, y las traslaciones, que son «grandísimo adorno a las palabras»; el poema, en fin, ha de ser escondido, no obscuro; ahora bien, siendo la obscuridad vicio, conviene tener presente que no es obscuro aquello «a lo que el vulgo da tal nombre». Carrillo, en carta de 7 de julio de 1607, escribía: «Mi opinión ha sido imaginada días ha y despacio». Y consultadas sus obras, en las que seguía el nuevo sistema, con el licenciado Francisco Cascales y otro amigo, que parece ser don Diego de Saavedra Fajardo, estos respondiéronle haciendo objeciones a su apología del cultismo y censurando su «demasiado cuidado en la prosa» y su «confusión» y obscuridad afectada en el verso. Góngora vio el cielo abierto. Aquello era lo que él buscaba. Muerto el autor, se apoderaría y apropiaría de su idea. Las poesías de Carrillo no las conocía apenas nadie. Anduvo siempre en la mar, y los tres años últimos, gravemente enfermo, no salió de casa, melancólico y tísico. Tenía, pues, la clave para desbancar a Lope, o, al menos, para rivalizar con éxito. A su posición de poeta «popular» él opondría la «culta». Le sobresaltó una circunstancia. En los preliminares del libro había elogios de Quevedo al difunto, prueba de una gran amistad. Don Francisco estaría en el secreto, sin duda. ¡Siempre había de tener mala suerte con Quevedo! No obstante, él sabría contrahacer, disfrazar y exagerar la doctrina de Carrillo. El asunto era presentar algo raro, para desesperación -239- de Lope. Nada hace tantos prosélitos como la novedad, buena o mala, y el mundo se enamora de lo que menos entiende. En noviembre de 1612 Góngora enviaba a sus amigos de Madrid la Fábula de Polifemo y Galatea, escandaloso plagio de la Fábula de Acis y Galatea de don Luis Carrillo, y dedicada, como la de este, al conde de Niebla. Le copiaba, aparte el tema, imágenes y palabras y exageraba terriblemente las traslaciones en un cerrado hipérbaton. Al principio pasó inadvertida, entre risas y vayas; y los que desconocían el libro del cuatralbo (mal editado por cierto) y no penetraban en las intenciones del cordobés, creyeron que éste se había vuelto loco. Contribuyó a la rechifla el propagar el obscuro poema un quidam famélico de la corte, Andrés de

Almansa y Mendoza, correveidile de don Luis, personaje regocijado, del que hace una de las más agudas sátiras El Passajero, de Cristóbal Suárez de Figueroa. Quevedo le llamaba «el negro en duda y mulato de contado». De manera que, para que todo fuera obscuro en el Polifemo, el monstruo tenía sólo un ojo, el poema iba consagrado al conde de Niebla y la divulgación corría a cargo de un anochecido de semblante. Se leyó entre carcajadas en la Academia de Madrid, junto con una salada imitación de don Alonso de Castillo y Solórzano, que empezaba:

Estas que me dictó rimas burlescas...

Cayó en el vacío; pero a mediados de 1614 Góngora volvió a remitir un nuevo poema, todavía más obscuro y vacuo, la primera Soledad. Lope, que en el año anterior había recibido otro soneto insultante del racionero (con motivo de hacer gestiones para entrar a dos hijos suyos en religión), apenas se ocupó de estas locuras de don Luis, atareado como se hallaba con su ordenación de sacerdote. Sólo desde Toledo, al encontrarse en la plaza de Zocodover con Andrés de Mendoza, dice al duque de Sessa que le parece oír su relación «en la prosa diabólica con que le tiene engañado el cordobés su padre». Mendoza se consideraba hijo espiritual de don Luis, y la alusión muestra que Lope conocía los ennegrecidos poemas de su rival. Extendidos estos con la rapidez de todas las modas, desde el año entrante el mundo literario se dividió en dos bandos, de «claros» y «obscuros». Góngora había conseguido su propósito de ser jefe de secta y agrupar en torno suyo a los peores adversarios -240- de Lope. De un lado, el cultismo», representado por don Luis; de otro, el «conceptismo», capitaneado por Quevedo, defensor con Lope del estilo «claro y cierto de Castilla». Independientes, pero también contra Lope, los preceptistas, aristotélicos, que igualmente huían de lo popular como de lo novedoso, sabihondos pedantes, incapaces de crear. Solo y sereno en medio de la borrasca, Miguel de Cervantes Saavedra.

Don Jerónimo Antonio de Medinilla y Porras, caballero de la Orden de Santiago, traductor de la Utopía de Tomás Moro.

Miguel pasa por la mayor amargura, después de su cautiverio en Argel. Un bellaco, que oculta su nombre, que finge su patria (o a él se lo parece), encubierto con el nombre de «Alonso Fernández de Avellaneda», ha publicado un falso Quijote en Tarragona, para substraerle la ganancia de la Segunda parte, que está componiendo. Miguel lo hojea y lee: «En los medios nos diferenciamos, pues él tomó por tales el ofender a mí, y particularmente a quien tan justamente celebran las naciones más extranjeras, y la nuestra

debe tanto, por haber entretenido honestísima y fecundamente tantos años los teatros de España con estupendas e innumerables comedias, con el rigor del arte que pide el mundo y con la seguridad y limpieza que de un ministro del Santo Oficio se debe esperar». ¡Ya está aquí Lope! ¿Tanto tiempo ha tardado en tomar venganza de la Primera parte? Pero, a la verdad, el estilo no parece suyo, sino más bien de un aragonés, por la ausencia de partículas. ¿Y confiesa que se siente ofendido? Pues aquí le llama «soldado tan viejo en años como mozo en bríos» ¡y le compara con el castillo de San Servando; allá le echa en cara su falta de amigos; acullá le moteja de malhumorado! ¿Quién podrá ser, que así le conoce? Sea quien fuere, toma la defensa de Lope contra él. Si no es Lope, será un íntimo amigo suyo.

La expedición a las Islas de los Azores en 1583, donde intervino Lope de Vega a la edad de veintiún años. (Fresco del Monasterio del Escorial.)

La cárcel de corte. Aquí (años antes de que el edificio fuera restaurado tal como aparece) sufrió prisión Lope de Vega, por sus sátiras contra su amante Elena Ossorio y su familia, y por su intervención en el fracaso de la comedia de Alarcón, El Antecristo. (Grabado de fines del siglo XVII.)

Cervantes sigue leyendo: «Yo le escribo más largas arengas que las que Catilina hizo al senado de Roma..., más agradables -241- episodios que Lucano ni Ariosto pudieron escribir en su tiempo, ni en el nuestro ha hecho Lope de Vega a su Filis, Celia, Lucinda, ni a las demás que tan divinamente ha celebrado, hecho en aventuras un Amadís, en gravedad un Cévola, en sufrimiento un Pirineo de Persia, en nobleza un Eneas, en astucia un Ulises, en constancia un Belisario, y en derramar sangre humana un bravo Cid Campeador». ¡Qué a fondo conoce, qué bien recuerda el fingido historiador tordesillesco los personajes de las obras de Lope! No puede ser sino de sus labios... Todavía lee, en el capítulo XI: «El segundo arco era todo de damasco blanco bordado, y sobre lo alto dél estaba el prudentísimo rey don Felipe II, riquísimamente vestido, y a sus pies este famoso epigrama del excelente poeta Lope de Vega Carpio:

Philipo Regi, Caesari invictissimo... Catholici Caroli succesori...».

¡Horrendos versos latinos, con la medida de una octava real! Pero ¿dónde había leído aquello? Ahora recordaba: en La hermosura de Angélica. ¡Qué a

punto también la tenía el tordesillesco! Sin embargo, esos dos versos discrepaban, pues allí dedicábanse a Felipe III:

Philipo Tertio, Caesari invictissimo... Catholici secundi sucessori...

Era, pues, indudable que «Avellaneda» no había tomado aquella octava real latina de La hermosura de Angélica, sino de alguna redacción precedente, no publicada, y por tanto, de mano de Lope. Allí había intervenido de un modo directo. Cervantes indagó y nada pudo sacar en limpio sobre quién fuera el osado. Algún joven, pues tanto le motejaba de viejo. Unos dijéronle si sería Albión, el hijo de Lupercio Leonardo de Argensola; otros, que don Alonso de Castillo y Solórzano; otros, que un religioso dominicano. Para él estaba patente el influjo de Lope en el Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que contiene su tercera salida y es la quinta parte de sus aventuras; y así, tanto le daba que fuera este o el otro de sus amigos. Ya en el año anterior se había permitido zaherirle en La dama boba o Comedia boba, aunque el pasaje suprimiose en la representación. Pero cuando supo que Castillo y Solórzano era de Tordesillas y con Avellanedas en su familia, le entró mala sospecha. ¿Sería él? -242- Cervantes contestó gallardamente a «Avellaneda» en la verdadera Segunda parte, sin conocerle aún; le calificó de asno, mentecato y atrevido; y a la censura de tomar por medios el ofender «a quien tan justamente celebraban las naciones más extranjeras», repuso con ironía: «Y si él lo dijo por quien parece que lo dijo, engañose de todo en todo; que del tal adoro el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y virtuosa». Ya hemos visto cuál era la de Lope en estos años de 1614 y 1615, en que comunica al duque de Sessa que, por escribirle su correspondencia amorosa, no encuentra quien le confiese ni dé la absolución, y que «contra la salud de mi alma, he ido continuando un negocio que está ya en punto que vuestra Excelencia deje su casa: no quiero parte de eso, sino servirle en cosas lícitas». Esto sin contar los amores con Lucía de Salcedo, que quizá no llegara a conocer Cervantes, ni menos los posteriores azarosos y trágicos con doña Marta de Nevares. ¡Qué hubiera dicho! Cervantes había elogiado a Lope en el Viaje del Parnaso, aunque en forma poco expresiva y un si es o no es irónica:

Llovió otra nube el gran Lope de Vega, poeta insigne, a cuyo verso o prosa ninguno le aventaja ni aun le llega.

También es equívoco el encomio, en la misma Segunda parte del Quijote, de La hermosura de Angélica: «Un famoso poeta andaluz [Luis Barahona de Soto] lloró y cantó sus lágrimas, y otro famoso y único poeta castellano [Lope] cantó su hermosura». Lo de «famoso y único» es clara pulla al unicus aut peregrinus de la leyenda de El peregrino en su patria. Sin embargo, Miguel, pocos meses antes de la fechoría de «Avellaneda», exaltaba la gloria del «Fénix» en el Prólogo de las Ocho comedias y ocho entremeses: «Dejé la pluma y las comedias, y entró luego el monstruo de Naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzose con la monarquía cómica. Avasalló y puso debajo de su jurisdicción a todos los farsantes; llenó el mundo de comedias propias, felices y bien razonadas, y tantas, que pasan de diez mil pliegos los que tiene escritos; y todas, que es una de las mayores cosas que pueden decirse, las ha visto representar o oído decir, por lo menos, que se han representado; y si algunos, que hay muchos, han querido entrar a la parte y gloria de sus trabajos, todos juntos no llegan en lo que han escrito a la mitad de lo que él solo». No fue Lope para con Cervantes ni irónico ni a destiempo -243- expresivo. Sencillamente franco. Las alabanzas que hizo de él nos parecen hoy frías no sino porque vemos tan prócer su figura. En Las fortunas de Diana dice de las Novelas ejemplares: «En España también hay libro de novelas, dellas traducidas al italiano y dellas propias en que no faltó gracia y estilo a Miguel de Cervantes». El Quijote no le gustó nunca, y hemos de lamentarlo, aunque le excusan un poco los ataques de su rival. En su comedia Amar sin saber a quien aparece este diálogo:

LEANDRADespués que das en leer, Inés, en el Romancero, lo que a aquel pobre escudero te podría suceder.

INÉSDon Quijote de la Mancha (perdone Dios a Cervantes) fue de los extravagantes que la corónica ensancha.

Pero no por ello dejó de aquilatar la excelsitud poética de su antagonista, en estos versos del Laurel de Apolo, nada fríos, como se ha imaginado, sino rotundos para la época, mayormente tratándose de un adversario, y desde luego los más elocuentes y elogiosos de entonces. ¿Qué más puede decirse de Cervantes como poeta?:

En la batalla donde el rayo austrino, hijo inmortal del águila famosa, ganó las hojas del laurel divino al rey del Asia en la campaña undosa, la fortuna invidiosa hirió la mano de Miguel Cervantes; pero su ingenio en versos de diamantes los del plomo volvió con tanta gloria, que por dulces, sonoros y elegantes, dieron eternidad a su memoria, porque se diga que una mano herida pudo dar a su dueño eterna vida.

Por el mismo tiempo de los dimes y diretes entre Lope y Cervantes con motivo de las dos segundas partes del Quijote, bullen dos escritores que les odian por igual; o por mejor decir, que aborrecen a todo hombre de letras que no sea cada uno de ellos. Son don Esteban Manuel de Villegas y el doctor Cristóbal Suárez de Figueroa, autores, respectivamente, de las Eróticas y de El Pasajero. Tipos característicos del envidioso -244- y despechado, atrabiliarios y no sin talento, el primero habla «del mal poeta Cervantes» y aconseja a un mozo de mulas que se dedique a escribir para el teatro; el segundo tiene por paja todo le que se publica, se burla de las dedicatorias del Manco inmortal, que, desamparado, acababa de morir; ataca la obra de Lope, así como su vida pública y privada, y se alía con sus enemigos aristotélicos.

El gran dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón, famoso por sus corcovas y su enemistad con Lope.

A esto don Luis de Góngora, que había enviado a Lope la décima «Dicho me han por una carta»... contra sus amores sacrílegos con la Nevares, le tienta el demonio a los cincuenta y seis años y se traslada a Madrid en la primavera de 1617. Viene decidido a ganar con su presencia la batalla iniciada entre «claros» y «obscuros», a punto de perderla por el Antídoto de don Juan de Jáuregui. No le valdrá ahora a Lope, aunque intente atraérsele con otro soneto como aquel:

Canta, cisne andaluz, que el verde coro...,

sospechoso por lo encomiástico. Don Luis busca en la corte casa vecina a la de su rival, y se instala en la calle del Niño a todo lujo, con coche y criados. Sólo él sabe que está arruinado y no podrá sostener aquello; pero quiere deslumbrar y arrebatarle el laurel al mimado de la fama. Se rodea de jóvenes exquisitos, de pedantones y lindos, de señores que se desmayan ansiosos de extrañezas y novedades, de reconditeces y modos de hablar revesados y obscuros, propios para creyentes e iniciados. Lope, sumergido hasta las trencas en su pasión por doña Marta, arrebolado de júbilo, feliz y glorioso, mira desde el Olimpo a la patulea amadamada y chirle, que, con su hierofante, está siendo azotada -245- cruelmente por Quevedo, embajador extraordinario de Nápoles, y ríe de satisfacción. ¿Están locos? En un certamen celebrado en Toledo el año anterior decía Góngora en una poesía Al favor que San Ildefonso recibió de Nuestra Señora:

en tantos la aclamó plectros dorados... docto conculcador del venenoso helvidiano áspid, no pequeño... y absorto en la de luz región primera se libra tremolante, inmóvil pende...

¡Y después le suplicaba a la Virgen que hiciera crecer «el escuadrón ovante»! Lope aprovechó estar escribiendo su comedia El capellán de la Virgen para hacer decir a un personaje, «Mendo», que dialoga con «Nuño»:

Oye por Dios un traslado, si es que de versos te agradas, porque yo soy un poeta fantástico, con lenguaje diabólico, de un linaje que aquel sólo lo interpreta que tiene la contracifra... Inés, tus bellos, ya me matan, ojos, y al alma, roban pensamientos, mía, desde aquel triste, que te vieron, día, con tan crueles, por tu causa, enojos. Tus cabellos, prisiones de amor, rojos, con tal, me hacen vivir, melancolía, que tu fiera, en mis lágrimas, porfía, dará de mis, la cuenta, a Dios, despojos.

Creyendo que de mí, no, Amor, se acuerde; temerario, levántase, deseo de ver a quien, me, por desdenes, pierde. Que es venturoso, si se admite, empleo, esperanza de amor, me dice, verde, viendo que, te, desde tan lejos, veo.

El soneto fue muy aplaudido. Era el primer ataque de Lope contra los «cultos». Andrés de Mendoza debió de escribir al racionero, comunicándole la nueva, por cuanto este remitió a sus amigos de Madrid la siguiente pueril quintilla:

Dicen que ha hecho Lopico contra mí versos adversos; mas si yo vuelvo mi pico, con el pico de mis versos a este Lopico lo pico.

-246- Y contestó a Mendoza con una epístola en que llamaba al «Fénix» hereje y alumbrado (!). Este le repuso enderezándole cierta carta «echadiza», como proveniente de un quidam portugués, en la que loa el «inaccesible ingenio» de don Luis (buena pulla), le recuerda los muchos agravios que de él ha sabido soportar con moderación Lope, y le asegura que el soneto de El capellán de la Virgen no va por él, sino contra algunos mochuelos que en Madrid «le imitan bárbara y atrevidamente». La burla sacó de quicio a Góngora y fue lo que decidió su traslado a la corte. La guerra entre ellos no cesaría ya un instante, a lo largo de los nueve años que siguieron hasta fines de 1626, en que Góngora (como era de esperar) perdió el juicio. Una mañana sus adeptos escribieron con almagre debajo de la ventana del estudio de Lope este rótulo: «Viva don Luis de Góngora». El dramaturgo, con el seudónimo de «El maestro Colindres», respondió así en las preliminares de la Décima parte de sus comedias:

Lope, por haceros treta, dicen que en vuestra ventana amaneció una mañana rotulado un gran poeta. Bien sé que no os inquieta

ver que en almagre componen, y digo, aunque me perdonen vuestras musas y sus quejas, que hacen horca vuestras rejas, pues pesas falsas os ponen.

Otro adversario, bien ingenioso, surgía contra su fama: don Juan Ruiz de Alarcón, el mejicano tan famoso por sus comedias como por sus corcovas. No acudía en socorro de don Luis, sino que era también enemigo de don Luis. Pretendía el cetro de las palmas cómicas y tampoco toleraba la dictadura del «Fénix». Irritable y envidioso, se atrevió, nada menos, a herirle desde su propia jurisdicción, desde las tablas, y no como quiera, sino atacando su vida privada en la comedia Los pechos privilegiados (acto III, esc. 3):

¡Aquí de Dios! ¿En qué engaña quien desengaña con tiempo? Culpa a un bravo bigotudo, rostriamargo y hombrituerto, que en sacando la de Juanes, toma las de Villadiego...

-247- Con otros cuatro versos (que señalamos en otro lugar), alusivos a doña Marta de Nevares Santoyo. ¡El osado corcoveta, que no levantaba tres palmos del suelo, motejaba a Lope de cobarde! Y prevalido de su inferioridad física, siguió atacándole en otras comedias: en Las paredes oyen y en Quién engaña más a quién. Entonces cogió la pluma don Antonio Hurtado de Mendoza y en su comedia Más merece quien más ama salió en defensa de Lope, y por boca del criado «Burón» (acto II, escena 3) puso en ridículo al mejicano. El cual, viendo que el interesado no le respondía, cuarta vez volvió a la carga en Los empeños de un engaño, relatando la clase de secretaría que llevaba con el duque de Sessa. Era ya demasiado. El jabalí, enfurecido, se atreve al mismo león. Lope aprovechó el prólogo de su comedia Los españoles en Flandes y crucificó a Ruiz de Alarcón en estos términos: «Cuánto nos debamos guardar de los que señaló la Naturaleza, nos muestran varios ejemplos y la experiencia... Por eso decía Platón que cualquiera semejanza de animal que había en los hombres, tales eran las costumbres que imitaban... Hay poetas ranas en la

figura y en el estrépito... Aristóteles, en la Historia de los animales, dice que son las ranas de las lagunas enemigas de las abejas... Sin esto, a los gibosos pinta el mismo filósofo con mal aliento; y da por causa que, intercluso, se pudre... Pues mal aliento claro está que ha de inficionar cuanto tocare hablando. Es cosa ordinaria de tales hombres (si hombres se han de llamar) la soberbia y el desprecio. Guardaba un cristiano viejo el monumento un jueves santo; y acercándose a él un hombre que tenía fama de judío, diole un golpe con la alabarda, y quejándose al cura, y él riñéndole, respondió: «Señor licenciado, o guardamos o no guardamos». Así yo tal vez respondo: «O sentimos o no sentimos, o somos o no somos». Tengan por cierto los envidiosos, que han de tener su golpe de cuando en cuando, y más si tienen por qué no llegar al monumento». Demasiado terrible se nos antoja hoy esta defensa; hiere nuestra sensibilidad. Pero merecida la tuvo por sus tercos insultos y provocaciones el jorobado. Ni chistó ni mistó. Por añadidura, y con tanto donaire como falta de piedad y caridad, cierto ingenio, bajo la rúbrica de «Un hijo de Sevilla», escribió el entremés Los corcovados, lleno de zumba contra Alarcón (unos corcovados conspirando para hacer la revolución del mundo), que representaron con aplauso estrepitoso los actores Pedro de Valdés y Miguel Ramírez. -248- Fue el entierro del corcoveta. Desde entonces salió a silba por estreno. Tuvo que dejar de escribir para el teatro. De célebre se califica en los anales escénicos la primera representación de El Antecristo, con que aquél se despidió de las tablas. Nárrala así Góngora en carta a Hortensio Félix Paravicino, fecha 19 de diciembre de 1623: «La comedia, digo el Antechristo de don Juan de Alarcón, se estrenó el miércoles pasado. Echáronselo a perder aquel día con cierta redomilla que enterraron en medio el patio, de olor tan infernal que desmayó a muchos de los que no pudieron salirse tan aprisa. Don Miguel de Cárdenas hizo diligencias, y a voces invió un recado al vicario para que prendiese a Lope de Vega y a Mira de Mescua, que soltaron el domingo pasado, porque prendieron a Juan Pablo Rizo, en cuyo poder se encontraron materiales de la confección». De aquí se infiere una nueva prisión de Lope, durante cuatro días, por culpa de Juan Ruiz, que debió de atribuirle el fracaso de su obra, y que, como se ve, era inocente. Algunos meses antes, en el mismo año de 1623, con motivo de una Relación sobre las fiestas de los conciertos hechos entre el príncipe de Gales y la infanta María, en que Alarcón se valió de plumas ajenas, Lope había dicho:

¿Pedirme en tal relación parecer? Cosa excusada, porque a mí todo me agrada, si no es don Juan de Alarcón.

Pero retrocedamos a 1617. Año fatídico, en que parece que todos sus émulos se habían conjurado contra Lope. En el verano salió a luz un extraño libro, todo en latín y todo contra él y sus obras: Spongia se intitulaba, y era su autor un repetidor de gramática de la Universidad de Alcalá, Pedro de Torres Rámila, natural de Villarcayo, que se encubría con el anagrama de Trepus Ruitaus Lamira. ¡Los gramáticos otra vez en su camino! Torres, negro de rostro, pequeño de estatura y bizco, pululaba en las vacaciones por Madrid, en amistad con Suárez de Figueroa, Manuel Ponce, Mártir Rizo y otros literatos y poetas, algunos de los cuales habían sido condiscípulos suyos en las aulas complutenses. Concurrió sin éxito a algunos certámenes. Sus pobres condiciones literarias no conseguían poner su nombre a la altura de su ambición, y azuzado su natural malintencionado y satírico por envidiosos de -249- Lope, decidió escribir contra él un libelo que fuera sonado y le sacara del anónimo. No se sabe dónde fue impreso, ni aun si fue impreso; tal vez en Alcalá. Ciertos ejemplares corrieron con mala intención a nombre del mencionado Mártir Rizo, que, aunque como clasicista discrepase del arte libre de Lope, fue siempre su amigo y admirador. Las censuras todas de la Spongia eran del orden pedante, gramático y aristotélico. El autor confesaba haberla escrito en latín (un latín también pedante e inextricable) y exagerado el rebusco de vocablos escondidos, a fin de que Lope no la entendiera ni pudiese contestarla. Calificaba al gran poeta de «metrificador» y a sus versos de «malolientes»; reprobaba La Dragontea, La Arcadia, El Isidro, La hermosura de Angélica, y especialmente la Jerusalén conquistada. La Dragontea era un libelo antipatriótico, vergüenza de España; La Arcadia carecía de valor; el Isidro lo había superado Pozo; La hermosura, resultaba inarmónica; La Jerusalén, una epopeya pedestre, insípida y sin pulimento. Toda la obra poética de Lope era un deshonor de la elocuencia española. Y en cuanto a sus comedias, un hatajo de tonterías y sandeces. Ni Lope tenía cultura ni sabía latín, pues solicitaba el auxilio de Baltasar Elisio de Medinilla y de Miguel Cejudo en esta lengua. Le recordaba los ataques de Góngora; criticábale que se hubiera burlado de los versos del cordobés en una de sus comedias; le anticipaba que sería vapuleado por cierto varón docto (don Francisco de Amaya) que a la sazón escribía contra el Antídoto de Jáuregui; y en fin, calumniaba a su familia, reíase de su pobreza y achacaba su mala fortuna y el que no hubiese alcanzado un puesto de relieve en la corte, al peso de piedra de su ingenio. Todavía no se satisfizo el gramático, sino que deseoso ya a llamar la atención a todo trance, la emprendió contra don José Antonio González de Salas, el P. Juan Luis de la Cerda, Luis Tribaldos de Toledo y el venerable P. Juan de Mariana, cuyos libros tildaba de pesados y mentirosos.

Mientras Lope afilaba la pluma contra el insolente, el grande historiador anticipose con un epigrama en griego (al maestro, cuchillada), fechado en 6 de diciembre 1617, donde acusaba a Torres Rámila de borrico, estúpido, presuntuoso, vacuo, ignorante, plagiario, zoilo, infame y digno de la horca. Nada más. Le sepultó con el peso de su autoridad para toda la vida. Inutilizole literariamente. Y a Mariana se unió Vicente Mariner. No era necesario que contestara Lope; empero ofensas tan grandes reclamaban castigo, y le dirigió dos terribles sátiras, -250- con alusiones mordaces a Suárez de Figueroa y Manuel Ponce, que la una comienza:

Yo, Juan Martínez, oficial de Olmedo...,

y la otra:

Tú, que para la sátira primera...

¡Pobres padres de Torres! Él, sastre, morisco y ladrón; ella, cortesana, bruja y soletera. Mas no bastaba, y sus amigos decidieron responder con la Expostulatio Spongiae, cumplida defensa del «Fénix», toda en latín, y recopilación (vertida a este idioma por don Francisco López de Aguilar y el caballero francés Simón Chauvel o Xabelo) de los mejores elogios tributados por distintos ingenios a Lope. Contenía también un lindo «Oneiropaegnion». Se tiró la edición en Madrid, aunque decía Tricassibus (Troyes), en 1618, y apareció firmada con el seudónimo de «Julius Columbarius». Lo más interesante de ella es el epílogo de Columbario», donde habla de la fama que gozaba Lope como erudito, de su comunicación con Francisco Solórzano, de la correspondencia latina que sostenía con hombres eminentes de Francia, Italia y otras naciones, y de sus estudios en la Universidad de Salamanca (?), que le valieron felicitaciones y aplausos... En el «Oneiropaegnion», escrito por el maestro Alfonso Sánchez, se defiende la preceptiva libre del poeta, diciendo que su arte vivo y nuevo es una creación que no debe someterse a reglas anticuadas. Mientras se confecciona este hinchado panegírico (algunas veces fantástico), que se regalará a los escritores, el «Fénix» publica, a principios de febrero, su Triunfo de la fe en los reinos del Japón. Consagra el prólogo «al Tito Livio Español» (Mariana), ataca a Torres Rámila y se lamenta de que «las musas andan tan desconocidas, que en

nuestra propia lengua parecen extranjeras». Góngora percibe la alusión, ve complacido crecer el número de adversarios de su rival y saluda al nuevo libro con la misma intención que a todos los suyos:

Después que Apolo tus coplones vido, salidos por la boca de un pipote, insolente poeta tagarote, en su délfico trono lo ha sentido, -251- La satírica Clío se ha corrido en ver que la frecuente un necio zote, y de que tantas leguas en un trote la hayas hecho correr. Crueldad ha sido. Deja las damas, deja a Apolo, y tente; pide perdón al pueblo que enojaste, que, aunque corrido el cortesano bando, no corras tanto, corredor valiente, que si un sombrero por correr ganaste, mira no ganes un jubón trotando.

Esto nos vuelve otra vez a la guerra cultista. Son tres frentes en los que, a un mismo tiempo, combate Lope. A su lado ahora Jáuregui, parece prestarle apoyo con su Antídoto contra las Soledades. Pero versátil y poco firme en sus juicios, nadará entre dos aguas. No le tiene, además, estimación. Traductor del Tasso, habla mal de la Jerusalén conquistada; acepta el título que algún burlón le da de «príncipe de los poetas españoles» y se imagina gran escritor de comedias. El Antídoto ha levantado muchas contradicciones (y en los ataques va envuelto Lope) de don Francisco de Amaya, de don Francisco Fernández de Córdoba y otros. En cierto modo, no le conviene la ayuda de Jáuregui. Lope debe contestar a Góngora por sí. Conoce la crítica de Pedro de Valencia; sus alabanzas y sus reparos al racionero. Coincide con ella: empero hay una frase, donde puede estar la clave de aquel estilo, que no logra descifrar: es aquella en que le dice que rechace lo juvenil y las travesuras y apetitos de lo ajeno. ¿A quién aludirá? ¿Al savonés Gabriello Chiabrera? Lope no sabía de la obra de don Luis Carrillo, ni de que este había sido muy amigo de Pedro de Valencia. Y al leer otro pasaje de la carta del cronista a Góngora: «no se deje llevar de los italianos modernos», sufrió una ofuscación, creyendo que lo decía todo por Stigliani y por Chiabrera; y por eso apuntó:

mas, porque no conozcan por insulto los hurtos del Stillani y del Chiabrera, escribe en griego, disfrazado en culto.

Lope era, ante todo un artista creador, y no un crítico; y así, caminaba inseguro en sus censuras contra los culteranos. Bastaba que sintiese y manifestase su disconformidad, sin precisión de razonarla. Por ello, cuando dirige al duque de Sessa su Papel de la nueva poesía o «Carta a un señor de estos reinos», habla de que todo el fundamento de la secta es -252- «el trasponer» y «el apartar tanto los adjuntos de los substantivos»; y que las exornaciones y figuras de Góngora «nunca fueron imaginadas ni hasta su tiempo vistas, aunque algo asombradas de un poeta en idioma toscano, que, por ser genovés, no alcanzó el verdadero dialecto de aquella lengua». Nada tenía que ver Góngora con Chiabrera, y todo con Carrillo. En las academias eran el solo motivo de discusión las nuevas teorías, y sucedíanse las disputas agrias y los ataques a Lope, según se deduce de varias cartas de este al duque de Sessa: «Estos días he pasado mal, con los de la nueva poesía. No sé qué ha de ser de mí; pero leerele a Vuestra Excelencia, cuando lo vea, una carta que le escribí, y no se la he dado, ni copiado del original, porque me arrepentí de haberla escrito y estudiado, conociendo que disponía mi quietud a las arrogancias y desvergüenzas de sus defensores». Y en otra posterior: «La carta verá Vuestra Excelencia, señor...; la que trata de Góngora no se ha copiado, que es de tres pliegos, y no tengo oficial más de mi pluma». Indudablemente, no quería que conociesen su letra. Era la «Carta» o «Papel» antes mencionado, en que habría de confesar al duque que «hay algunos que a las cosas del ingenio responden con sátiras a la honra, valiéndose de la ira donde les falta la ciencia». El odio de Góngora tenía, naturalmente, sus alternativas, que no siempre se halla tirante el arco. En la primer entrevista de 1617 no debieron de quedar muy amigos. Poco después dice Lope al duque: «Otra vez me he visto con el de Góngora, que acaso le hallé por la tarde con el Almirante: está más humano conmigo; que le debo de haber parecido más hombre de bien que lo que él me imaginaba». Sin embargo, que no se ilusionase. Dio por entonces (1618 ó 1619) un loco, llamado Valsaín, en apedrear todos los días -quizá instigado- las ventanas del «Fénix»; y Góngora le envió la siguiente décima:

En vuestras manos ya creo el plectro, Lope, más grave, y aun la violencia suave que a los bosques hizo Orfeo;

pues cuando en vuestro museo, por lo blando y cebellín cerdas rascáis al violín, no un árbol os sigue o dos, mas descienden sobre vos las piedras de Valsaín.

-253- «A tener paciencia de pintor (decía Lope) me enseñó primero Apeles y después mis padres». En 1620 llegaba a Madrid, echado de su virreinato de Nápoles, el celebérrimo duque de Osuna. Lope, que le era deudor de mercedes (le había remitido el año anterior quinientos escudos desde Parténope), le saludó con una canción:

Humilla, oh mar Tirreno, las vencidas ondas, que reverberan en las nubes...

Un fanático de Góngora, el arriba referido Pérez de Amaya, rábula pedante e indigesto, escribió contra la poesía un Examen crítico, necio y deslavazado, que corrió de mano a principios de 1621. Lope contestó al ataque el mismo año en La Filomena, en la «Epístola al licenciado Francisco de Rioja». La Filomena nos retrotrae a sus luchas contra Torres Rámila, a quien había desafiado públicamente (en el terreno literario) López de Aguilar, Lope, en la segunda parte de esta obra, describe la contienda entre el Ruiseñor (él mismo) y el Tordo (Torres Rámila). Son sus padrinos: el Gallo (Simón Chauvel), el Águila (López de Aguilar), el doctor Peña Castellanos y Luis Tribaldos de Toledo. Lope defiende su arte; Torres, su gramática. Vence el Ruiseñor. El «Fénix» se aplaca; y así, con nobleza, cuando en el año entrante las sátiras que ha escrito contra Torres pueden ser un inconveniente para que a éste le sea concedida una beca en la Universidad de Alcalá, Lope, generoso, declara en la información abierta, que no tiene mal concepto de él, que ha oído decir que es bien nacido y que las sátiras son cosas inciertas. Lope quería estar a buenas con todo el mundo. Contrariamente, Góngora, apenas apareció La Filomena, volvió a sus insultos. Se incluía en el libro el poema La Andrómeda o fábula de Andrómeda y Perseo. En una octava real decía Lope:

Allí del diestro pie, que en vez de acero calzaba un nácar transparente y puro, salió una fuente clara, y con ligero paso, buscó por verde yerba un muro. Aquí bebió primero el docto Homero, y Virgilio, después; aquí, seguro de no tener igual...; pero no es justo decir quién es, por no causar disgusto.

-254- Góngora tomó la pluma y escribió al margen del folio 98: «Si lo dices por ti, Lopillo, eres un idiota sin arte ni juicio». Se conserva este ejemplar, con la apostilla autógrafa, más una nota bene del famoso bibliógrafo don Bartolomé José Gallardo, en la Biblioteca Nacional de Madrid, signatura R. - 3074. El dardo, naturalmente, no había de llegar a Lope; pero sí un soneto del racionero contra toda su labor:

«¡Aquí del Conde Claros!», dijo, y luego se agregaron a Lope sus secuaces: con La Estrella de Venus, cien rapaces, y con mil Soliloquios sólo un ciego; con la Epopeya, un lanudazo lego: con La Arcadia, dos dueñas incapaces; tres monjas, con La Angélica, locuaces, y con El Peregrino, un fray borrego. Con el Isidro, un cura de una aldea; con Los Pastores de Belén, Burguillo, y con La Filomena, un idiota. Vinorre, Tifis de La Dragontea; Candil, farol de la estampada flota de las Comedias, siguen su caudillo.

No era posible atraerse al racionero. En 1623 lo intentó nuevamente, dedicándole su comedia Amor secreto. La soberbia de don Luis continuó sin ceder. En cuanto a Jáuregui, también se resistía. Le premió en 1620 en el certamen para la beatificación de San Isidro, donde Lope actuó de fiscal, así como en otras dos justas, una en loor de la canonización de dicho santo y otra celebrada en el Colegio Imperial; le alabó en La Filomena;

Jáuregui, sin embargo, no sólo no se congraciaba con él, sino que se pasaba al bando enemigo, publicando en 1624 su Orfeo, de tendencias culteranas. Góngora no le agradeció la apostasía y Lope perdió la paciencia y escribió otro Orfeo, que dio a firmar a su discípulo Juan Pérez de Montalbán. Montó en cólera el pintor, viéndose entre dos fuegos, y pergeñó cierta Carta del licenciado Claros de la Plaza al maestro Lisarte de Llana, donde censuró aviesamente la Jerusalén conquistada, y un Discurso poético contra Góngora y contra Lope. Este deshizo sus censuras en un Anti-Jáuregui (que corrió manuscrito con el seudónimo de «Luis de la Carrera»), y el tenaz, por fin, se rindió y alabó al «Fénix» en la aprobación de los Triunfos divinos. La amistad desde entonces ya no sufrió eclipses. -255- En 1627, el racionero bajaba a la tumba. Lope consagró a la muerte de su terrible rival el soneto que empieza:

Despierta, ¡oh Betis!, la dormida plata...

Pero otros envidiosos quedaban, como el amadamado gongorista (después falsificador genealógico) don José Pellicer de Osau Salas y Tovar, que en su Fénix le llamaba «lobo» y en sus Lecciones solemnes le apostrofaba por viejo. Y otros aún, que mordían en la sombra y satirizaban su vida íntima, como cierto anónimo bellaco en unas décimas:

En cas de Marta encerrado Lázaro está, y lo peor es que diciendo el Señor: exi foras!, no ha bastado. El rey no quiere el pecado, ni Roque que Marta coque a quien su mujer4 emboque, vieja y ciega como está; pero no aprovechará con Lopillo rey ni Roque. Cuando fue representante primeras damas hacía; pasose a la poesía por mejorar lo bergante; fue paje, poco estudiante, sempiterno amancebado. Casó con carne y pescado, fue familiar y fiscal

y fue viudo de a-rrabal, y sin orden ordenado... Hoy el público truhán, harpía que fue carnero, sin ser águila o cordero, se ha metido con San Juan. Su intento es ir al Jordán; que el hábito de su pecho es el hábito que ha hecho de apóstata de oraciones, aunque el tao a los bufones les toca ya de derecho.

El deslenguado conocía a fondo su vida. ¡Qué cara le costaba su gloria!

Vida azarosa de Lope de Vega - Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Vida azarosa de Lope de Vega Astrana Marín, Luis

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- XIV -

El hogar de Lope.-Estocadas nocturnas.-Marcela, monja.-Disgustos con Lopito.-Ceguera, locura y muerte de doña Marta de Nevares.

El hogar de Lope ha ido despoblándose. A algunos de los pajarillos que cantaban en su jardín les ha sorprendido la alborada bajo la escarcha de la muerte. Los árboles y el naranjo sobre que posaban son ahora ceros desnudos y desolados donde poco antes gorjeaban gentiles ruiseñores. El garrotillo los tronchó en plena infancia. De los hijos de sus esposas o amantes sólo sobreviven Marcela, Lope, Feliciana, Antonia Clara y esos dos monjes que, semejantes a espectros, se proyectan, calada la capucha, entenebreciendo más todavía los últimos años apesarados y melancólicos del poeta.

Estos dos frailes, que no sabemos cómo crecieron ni dónde se educaron; estuvieron siempre ausentes de su hogar. Lope recuerda a uno de ellos en un poema de sus Rimas sacras:

¡Oh tú, Vicente humilde, que dichoso dejaste al mundo el nombre de Fernando la seda por sayal del amoroso Francisco, humano serafín, trocando! Pues con descalzos pies al glorïoso palio corres, los suyos imitando, oye de quien te dio tantos favores el número de penas y dolores...

Representación al aire libre en la explanada del Palacio Real de Madrid, a la entrada del Príncipe de Gales, el domingo 26 de marzo de 1623. «En cinco partes (dice una relación contemporánea) hubo tablados, donde, mientras duró el pasar el acompañamiento, representaron cinco «autores» de comedias, que fueron Morales, Antonio de Prado, Vallejo, los Valencianos y Valdés, aderezados ellos y las comedias lucidamente; y en llegando el palio, cesaban en la comedia y hacían un baile, porque el príncipe gustaba de verlos». Aparecen, bajo palio, Felipe IV, y a su derecha, Carlos Estuardo, príncipe de Gales (más tarde rey, decapitado por Cromwell); detrás, el Conde-duque y el embajador de España en Londres, conde de Gondomar. (Grabado alemán de aquellos días.)

El hogar despuéblase más aún. Marcela profesa de monja e ingresa en el convento de Trinitarias descalzas (del que luego fue abadesa) el 12 de febrero de 1622. La mezcolanza sacrílega en la casa del poeta, donde acabó por alojarse doña Marta; la imprudente ocupación por su padre en recoger la correspondencia amorosa de sus mancebas (entre ellas su madre) han debido de asquearla e inducirla a buscar en un ambiente puro el bálsamo que cura las almas heridas. ¿Qué podía -257- ofrecerle a un honrado galán la bautizada como «hija de padres no conocidos»? Con el fino ingenio que tuvo, de por fuerza había de pensar en el claustro.

Iglesia y convento de las Trinitarias. Aquí yacen los restos de Miguel de Cervantes y aquí profesó y está enterrada Sor Marcela de San Félix.

Fue gran pena. Porque iba para toda una dama de calidad, que hubiera consolado los últimos años de Lope. Gentilísima, instruidísima, espiritual, gustaba de vestir con elegancia. De su condición, sus prendas

y sus gustos hablan elocuentemente las cartas de su padre al duque: «A Candil he buscado para que lleve este papel a Vuestra Excelencia, viendo que no vienen per él, y por el deseo que tengo de saber el suceso del pleito, que debe de ser la causa deste olvido. Si ha sido como yo deseo, Marcela pide en albricias a Vuestra Excelencia doce varas de tafetán de gurbioncillo para ropa y sayas, con ochenta y seis varas de molinillos de seda, el cual dice que antes de ahora Vuestra Excelencia le había prometido. Si el suceso del pleito no ha sido el que es razón, esto queda por no dicho, y la niña a merced del verano, cuya calor excusa lindamente el vestido a los que no saben dónde hay honra». Lope, viéndola con afición a la poesía, le había dedicado El remedio en la desdicha, y don Guillén de Castro la primera parte de la segunda edición de sus comedias.

Sor Marcela de San Félix (Marcela de Vega y Luján) hija de Lope, monja trinitaria.

Otra carta de aquel, sin fecha, pero probablemente de 1621, habla de un lance por defender a su hija, cuya belleza provocaba sin duda pendencias y malos deseos en los galanes: «Señor, yo he tenido grandes disgustos; porque una noche destas, a las doce, me quisieron matar; valiome mi advertimiento y el mostrar ánimo. He sabido la causa, que procede de aquel pícaro [¿Diego de Miranda?] que quería por fuerza inquietar mi casa por esta niña. De todo deseo hablar a Vuestra Excelencia, que ya sabe que yo no le puedo encubrir lo más adentro del alma y de los pensamientos. Pienso que esta tarde iré a besar esos pies y a lo que digo; con que no paso adelante en este, porque son cosas tan pesadas que no las sufre el papel...». Lope quería que Marcela contrajese matrimonio. Algo que -258- se nos huye debió de influir en su radical determinación de apartarse del mundo. En una epístola a doña Marta, publicada en La Filomena, le anuncia Lope:

Marcela, con tres lustros, ya me obliga a ofrecérsela a Dios, a quien desea, si Él se sirviere que su intento siga.

Tomado el velo en las Trinitarias, vuelve a recordarla en estos términos de otra epístola a su amigo don Francisco de Herrera Maldonado, que vale por la mejor relación del acontecimiento:

Marcela, de mi amor primer cuidado, se trató de casar, y libremente una noche me dijo el desposado. Yo, viendo que era término prudente

examinar mejor su pensamiento, que hay cosas que gobierna el accidente, hice mis diligencias, siempre atento a no quitarle el gusto, si tenía en la verdad del alma fundamento; mas creciendo sus ansias cada día, determineme a dársela a su esposo, que con tan grande amor la pretendía. Era galán, discreto, rico, hermoso, altamente nacido, y con un padre que no es menos que todopoderoso. Yo os juro que, por parte de su madre, toca en sangre rëal, y que es tan buena, que no hay gloria y virtud que no le cuadre. Es madre de tan altas gracias llena, que las dispensa Dios por ella al mundo: lirio, rosa, ciprés, palma, azucena. Con esto yo (si bien rigor profundo apartarla es de mí) las escrituras tierno concierto, y concertado fundo. Las esposas de Dios, las almas puras, que aquí llaman Descalzas Trinitarias, que andan descalzas, pero van seguras, advertidas de cosas necesarias y adornando su templo mi cuidado de ricas telas, de riquezas varias, previenen a la boda el desposado, supuesto que él estaba prevenido, si bien las hace siempre disfrazado. Visten un niño, que, de sol vestido, (no digo bien, que él viste al sol) y luego se suena en voz alegre que ha venido. -259- Sale Marcela, y perdonad, os ruego, si el amor se adelanta; que quien ama, juzga de los colores como ciego. No vi en mi vida tan hermosa dama, tal cara, tal cabello y gallardía: mayor pareció a todos que su fama. Ayuda a la hermosura la alegría, al talle el brío, al cuerpo, que estrenaba los primeros chapines aquel día. Madrina, de la mano la llevaba la señora marquesa de la Tela, que, pues no la deshizo, hermosa estaba. No pudo encareceros a Marcela hipérbole mayor que su hermosura;

si a la envidia deslumbra, al sol desvela. Aunque iba nuestra novia tan segura, el marqués de Povar fue en su guarda, honrando su modestia y compostura; pero mejor el ángel de la guarda, que la llevaba a su divino esposo, para quien años dieciséis la guarda. Iba el duque de Sessa, generoso, y otros señores, de quien siempre he sido honrado, no por bueno, por dichoso. Cantó las letras tierno y bien oído el canario del cielo, de su canto dulce traslado, Florïán florido, Ponce y Valdés; que encareceros cuánto extremaron sus gracias, fuera agora contar las luces al celeste manto. Sonaba el arpa de Anfión sonora, entre mis versos, dulces por llorados, que no por ayudados del aurora. Estaba de la puerta en los sagrados umbrales el esposo, que tenía una niña en los brazos regalados. Niño el esposo, y niña le traía, que gusta Dios para tratar de amores de disfrazarse en tanta niñería. Y como si ella le pidiera flores, cubierto dellas el divino infante a desmayos de amor le dio favores. Aquel descalzo templo militante estaba con las velas encendidas, y los vetos del tálamo delante. Marcela, las dos rosas encendidas, y bañada la boca en risa honesta, mirome a mí, para apartar dos vidas. -260- Y el alma, a tanta vocación dispuesta, con una reverencia dio la espalda a cuanto el mundo llama aplauso y fiesta; y ofreciéndole al niño la guirnalda de casta virgen, abrazó su esposo, besándole los ojos de esmeralda. Cerró la puerta el cielo a mi piadoso pecho, y llevome el alma que tenía; de que no fueron mil estoy quejoso. Bañome en tierno llanto de alegría, que mis pocas palabras y turbadas con sentimiento natural rompía.

Volvimos a la iglesia, y, despojadas las galas de la novia, piedra y oro, las vi en sayales toscos transformadas. Cortados los cabellos, que el decoro tienen de la hermosura, sin cabellos (testigo de las vírgenes el coro), asió a su esposo la ocasión por ellos y se la tuvo un año por tan suya, que apenas nos quedó reliquia dellos. Pidiome luego a voces que concluya el casamiento; así con él se hallaba, porque el deseo del contento arguya. Y la que yo tan tiernamente amaba, que más galán que padre, en oro y seda su persona bellísima, engastaba; como la rosa que marchita queda cayó en sí misma al espirar el día, perdió la pompa la purpúrea rueda. Sobre unas pajas ásperas dormía, y descalza y desnuda, en pobre mesa, el alma por los ojos descubría, fundando el fin de tan gloriosa empresa en darle el velo, y que a su dulce esposo besase los sagrados pies profesa. Peinaba el vellocino luminoso con rayos de oro el sol, y el prado en flores bañaba alegre el céfiro amoroso, cuando por dar descanso a sus temores (que aún no pensaba verse en gloria tanta) pintó la iglesia de oro y de colores. Lo poco que la fábrica levanta, con varios hieroglíficos y versos a las máquinas altas se adelanta. Gradas de tela, flores, vasos tersos, forman altar vistoso relevados, en oro iguales y en labor diversos. -261- Sustentaban las piras de los lados los dos mejores primos, el lucero y el sol, del alba hermosa acompañados. En medio estaba el cándido cordero, que disfrazado al desposorio vino, a quien la novia recibió primero. El dulce Hortensio, Hortensio peregrino, elocuente Crisóstomo segundo, Crisólogo español, Tulio divino, predicó tan valiente y tan profundo,

que nunca vi más rico al dulce esposo, ni con menos valor pintado el mundo. Fue el coro de la música famoso, y celebró con devoción la misa un caballero docto y generoso. En claveles, en gloria, en cielo, en risa bañado el dulce esposo, trujo el velo, de las aras espléndida divisa. Allí postrada en el sagrado suelo, sus exequias penúltimas cantaron, tan triste el mundo cuanto alegre el cielo. Todas una por una la abrazaron, fuéronse con su esposo, y a la mesa con el divino Niño la sentaron. Allí Marcela vive, allí profesa: lejos del loco mundo y sus engaños, del cielo sigue la divina empresa. ¡Oh santos, oh floridos desengaños! Pues tan hermosa virgen, tierna y casta, consagra al Dios de amor dieciséis años.

Y ¿a quién sino a Dios podía consagrárselos honestamente? La pobre, que escribía lindos versos, expresa así, dulcemente sus únicas aspiraciones:

...desnudez, pobreza, olvido de toda cosa criada, y un insaciable deseo de ser más pura y más santa. Que la celda material ha de servir como caja que guarde la interior celda donde el esposo descansa. Que si faltase el espíritu y la oración en el alma, más que santa religiosa será mujer encerrada.

-262- Sólo le queda un varón en el hogar, Lopito. Se le marchará también.

Lopito sale al padre. Es díscolo, testarudo, voluntarioso, rebelde a su autoridad. Se aficiona también a los versos, pero el poeta le desengaña en la dedicatoria de El verdadero amante: «Ya que tenéis edad y comenzáis a entender los principios de la lengua latina, sabed que tienen los hombres para vivir en el mundo, cuando no pueden heredar a sus padres más que un limitado descanso, dos inclinaciones: una a las armas y otra a las letras... Vos me habéis entendido, y en razón de la inclinación que fue el principio de esta carta, no tengo más que os advertir; si no os inclinásedes a las letras humanas, de que tengáis pocos libros y esos selectos..., y si por vuestra desdicha vuestra sangre os inclinare a hacer versos (cosa de que Dios os libre), advertid que no sea vuestro principal estudio, porque os puede distraer de lo importante, y no os dará provecho... No busquéis, Lope, ejemplo más que el mío, pues aunque viváis muchos años no llegaréis a hacer a los señores de vuestra patria tantos servicios como yo, para pedir más premio; y tengo, como sabéis, pobre casa, igual cama y mesa, y un huertecillo, cuyas flores me divierten cuidados y me dan conceptos... Yo he escrito novecientas comedias, doce libros de diversos sujetos, prosa y verso, y tantos papeles sueltos de varios sujetos, que no llegará jamás lo impreso a lo que está por imprimir; y he adquirido enemigos, censores, asechanzas, envidias, notas, reprensiones y cuidados; perdido el tiempo preciosísimo, y llegada la non intellecta senectus, que dijo Ausonio, sin dejaros más que estos inútiles consejos...». El muchacho presentó una poesía en 1620 en el certamen con motivo de la canonización de San Isidro y ya le llamaban Lope el Mozo; pero abrazó la carrera de las armas y se unió en Italia, con el grado de alférez, al ejército del marqués de Santa Cruz, donde se distinguió luchando, contra holandeses y turcos. De regreso a Madrid, el padre le recomienda al duque de Sessa, pero alguna calaverada del joven oficial le obliga a encerrarlo en un reformatorio. «Con los disgustos de Lopito no he podido, señor, acabar esto que Vuestra Excelencia me ha mandado. Él queda ya, con harto dolor mío, en los Desamparados; que quien me dijera que a esto me había de obligar, pensara yo que estaba loco; pero porque no lo seamos entrambos, él por falta de castigo y yo por sobra de pesadumbre, bien es que allí se temple por algunos días y yo descanse». Acrecen los disgustos entre padre e hijo, y éste tiene que pasar por el bochorno de recurrir a doña Marta si quiere obtener -263- benevolencia de su progenitor. Mas no la consigue. Y Lope escribe, queriendo sincerarse ante el duque: «No supe que tal papel se escribía, porque lo hubiera estorbado para excusar a Vuestra Excelencia la memoria deste perdido, que ya no tiene de hombre más que la apariencia, y aun esa tan gastada, a fuerza de sus desatinos y necedades, que apenas le conozco cuando acaso le veo. Mi aborrecimiento fue justo y justísimo mi desamparo... La Madre de la Piedad, que así llamo yo a esta señora (a doña Marta), se opuso a mis iras con valerse de Vuestra Excelencia, y no se engañó, pues se les ha lucido a ella la intercesión y a él el remedio. Mas no lo será de sus locuras, pues ahora dice que se quiere volver a Italia, y en un hora tiene dos mil años de nuevas

resoluciones».

Fray Hortensio Félix Paravicino, famoso predicador culterano, amigo de Góngora.

Desesperado el muchacho, abandona Madrid, dejando tranquilo al iracundo padre, y se embarca en una expedición para pescar perlas en la isla Margarita, de donde no volverá. Al lado de Lope sólo quedan su concubina y sus dos hijas, las hermanastras Feliciana y Antonia. Nuevos infortunios se ciernen sobre él. Pero, en tanto, siéntese feliz con sus comedias, con sus murmuraciones literarias y, sobre todo, con sus visitas a la calle del Infante, donde todavía vive doña Marta y crece en años y hermosura Clara Antonia. Su dicha es tan inmensa, que, como de costumbre, la magnificará en consonantes:

El parabién me daban los pastores del Tajo, Manzanares y Jarama, refiriendo en sus versos mis amores aquellos que a Helicón fueron por fama; parecíame a mí que hasta las flores, que riza el prado sobre verde lama, «¡Viva el constante Elisio!», me decían, que duplicados ecos repetían. -264- Lo mismo el valle humilde, el arrogante monte aplaudir en alta voz pretende, cual suele el vulgo bárbaro ignorante, con víctor celebrar lo que no entiende, si en las fuentes miraba mi semblante cuando encendido el sol velos desprende, me parecía hermoso, ¡qué locura!, y era que imaginaba en su hermosura. Como sucede que, ganando un hombre, todos le lisonjean y le admiran, parece más discreto y gentilhombre y es gracia cuanto dice a los que miran; y como suele repetir su nombre los que al barato de su dicha aspiran, así dieron aplauso a mis favores aves, pastores, árboles y flores.

Pero esos solamente... Sus amores eran la comidilla de la ciudad. Góngora, Ruiz de Alarcón y otros poetas dirigíanle crueles pullas. El corcovado le decía:

...Culpa a un viejo avellanado, tan verde, que al mismo tiempo que está aforrado de martas anda haciendo magdalenos.

Aludía a su asiduidad a la calle del Infante, alternada con las solemnidades religiosas en el convento de la Magdalena. Sin embargo, sumergido en aquella pasión sacrílega, no estaba Lope para reparar ni preocuparse de censuras, ni quería a su lado congojas. Su felicidad era un bien difusivo; que todos gozasen de ventura. Así, años después, cuando el duque vuelve de su segundo destierro de la corte a causa de sus amores con doña Jusepa y halla que por instigación de su poderoso rival la amante ha sucumbido en circunstancias sospechosas, Lope acude a levantar su ánimo, poco a poco caído en un abatimiento cercano a la muerte. Y he aquí cómo consuela al majadero: «Admírome mucho que en tiempo de tan excesivos calores, Vuestra Excelencia trate de hacer testamento; que si bien ningún discreto le guardó para con la calentura, casi es lo mismo la que tiene el tiempo; alabo el pensamiento, estimo el ejemplo, y en caniculares es alta materia del estado de la salud acordarse de la muerte. Sólo no querría que este impulso procediese de la melancolía, porque si Vuestra Excelencia, señor, da en hipocondríaco, todos somos perdidos... Gran seso dan los sucesos; no hay que culpar los años, que en Vuestra Excelencia son muy pocos, y no le ha -265- puesto ceniza en un cabello la cuaresma de los desengaños. Justo es sentir; pero, señor, dio un hombre en Salamanca en decir que no podía salvarse. Lleváronle a un religioso, gran letrado, y dijo que lo miraría despacio. Volviéronsele otro día, y díjole que era verdad, que estaba condenado para siempre, porque él lo había hallado así en sus libros. El hombre entonces, llorando, dijo: 'Pues, padre, ¿y la sangre de Dios?'. A quien el fraile replicó: 'Pues, perro, si sabes eso, ¿para qué dices que no te puedes salvar?'. Largo es el cuento; la aplicación es breve. Pues, señor duque, ¿y la sangre del Gran Capitán? ¡Cuerpo de tal! ¿El valor no ha de tenerse asimismo en todo acontecimiento? A fe que si yo estuviera con más salud, que no había de estar Vuestra Excelencia ocioso, que de eso nace estar triste». Lope debió de mirar muchas veces la tristeza como una especie de imperfección. Quizá por no faltarle tristeza (a lo menos esa profunda, consubstancial con el alma del sabio), tratase de ahuyentarla. En los años que siguen al nacimiento de Antonia Clara (que su padre llamaba Clarilis), los hogares de Lope y de doña Marta, uno en los dos y

los dos en uno, son teatro de frecuentes fiestas, a las que asiste el duque y los amigos y familiares del «Fénix»; el notario Juan de Piña con su mujer y su hija doña Cecilia (madrina de Antonia), don Francisco López de Aguilar y sus deudos; doña Leonor, hermana de doña Marta, que cantaba muy bien, y su esposo el músico Estrada, excelente laudista; la familia del comediante Prado y actores y actrices de la intimidad del poeta. Algún amorío del duque, cada vez más atraído por su secretario, nacería de estas reuniones. Se cantaba, se bailaba; y doña Marta, centro de la fiesta, además de cantar primorosamente, tocaba la vihuela, y lo hacía a la perfección. Tal vez un concurrente maligno, un cómico mordaz, subrayó con ironía las habilidades de doña Marta. Esta sufrió mal la crítica del osado y amenazó con no volver a cantar. Pero Lope la consoló con un soneto:

Dejaba a un sauce el instrumento asido Amarilis con justo sentimiento de un cabrero mordaz, que de su acento con vana presunción habló atrevido. Viole en las ramas el pastor Leonido, y dijo, conociendo el instrumento, al dueño ausente, con piadoso intento, no menos lastimado que ofendido: -266- No por villanos rústicos nos prives de tu sonora voz, por más que intente la pena que de bárbaros recibes; canta y alaba al cielo eternamente, pues eres de sus coros mientras vives, con voz divina humana pretendiente.

Estas reuniones caseras, aunque se reanudaron pronto, suspendiéronse por el fallecimiento de doña Leonor, la hermana de «Amarilis», acaecido en la vecina calle de Cantarranas el 16 de noviembre de 1621. De verdadero idilio pueden calificarse los casi cinco años que desde la muerte de Roque Hernández hasta 1623, gozan juntos su viuda y el poeta. Pero aquel año, en que Madrid ardió en continuos festejos por la llegada del príncipe de Gales, doña Marta, cuya vista iba debilitándose, comenzó a sentir los primeros síntomas de la ceguera, que repentinamente dejarían en la obscuridad (marzo de 1628) aquellos ojos en que se miraba extasiado el viejo clérigo. Fue como cosa de magia, como castigo de magia, y a magia, poco menos, quería atribuirlo su astrólogo adorador, sospechando que alguna enemiga encantadora,

...con los hechizos que sabía, y un pastor extranjero le enseñaba, que en la luna caracteres ponía, los espíritus fieros invocaba, las bellas luces donde yo me vía y en los hermosos ojos respetaba de Amarilis el sol, cegó de suerte, que se pudo vengar de amor la muerte.

Duro trance para el poeta: herirle el Destino en lo que más amaba; dejarle a obscuras lo que le iluminaba y encendía. Parece que doña Marta, aun aficionada como era a los versos, hubiera preferido a Lope menos dramaturgo que poeta; y, más que poeta, novelista. Como él se miraba en sus ojos, cediendo a sus instancias compuso varias novelas, que le dedicó. A vivir Cervantes, habría éste sido aún más peligroso rival. Es posible que a doña Marta disgustase ver siempre la casa llena de cómicos y al poeta constantemente de corral en corral. Aquellas amistades no tenían a Lope en la alta reputación que se merecía; no gozaba de influencias en la Corte; no se reunía, como ella quisiera, con señores y caballeros de la nobleza; ni siquiera en su pecho brillaba la cruz -267- de ninguna de las cuatro grandes órdenes militares; por ello, cuando pretendía ser cronista del rey, nadie le ayudaba. Si para él era la décima musa, ella quisiera contemplarle en la más elevada cima del Parnaso. ¡Y ahora estaba condenada a no leerle! Se llamaron médicos, y no pudieron sanarla; se apeló a los curanderos, con igual resultado negativo. Encendía Antonia velas a Santa Lucía y encargaba novenarios. Nada. Doña Marta sólo llegó a distinguir un tenue resplandor, esa obscuridad que «ven» los ciegos, seguramente más mental que física. Y se alzaba de su aposento y andaba a tientas toda la casa, desesperada, cayendo y levantándose, derribando los muebles, llorando de sus ojos sin luz. Y palpaba los libros, y los cuadernos en que escribía Lope, y los acariciaba y luego los arrojaba con furor. Cogía entonces por azar la vihuela, y con aquella voz divina que estremecía de emoción, entonaba antiguas canciones, hasta que las cinco cuerdas o se rompían o le ensangrentaban las manos. Así, a los cinco años de felicidad siguieron cinco de inquietud, y a los cinco de inquietud tres de dolor; tres en que Lope vivió contemplando aquellas dos gemas extintas, consolándola como era posible y llorando también con ella; tres mortales años, y al final de los tres, los tres perros desatados de la locura, que hacen presa triple en las potencias del alma y desgarran los sentidos del cuerpo.

Lope la sigue delirante:

Aquella que gallarda se prendía y de tan ricas galas se preciaba, que a la aurora de espejo le servía y en la luz de sus ojos se tocaba, furiosa los vestidos deshacía; y otras veces, estúpida, imitaba, el cuerpo en hielo, en éxtasis la mente, un bello mármol de escultor valiente.

Tres meses así, hasta dejar reducida a ruinas su hermosura; y al final, la cura de su demencia, no de sus ojos, ¡para que tenga conciencia de su castigo, ahora que llega la muerte! Doña Marta de Nevares falleció el 7 de abril de 1632. Lope, discretamente, hizo que los gastos del entierro corriesen a cargo de su amigo el librero Alonso Pérez. El hogar de la calle de Francos seguía despoblándose. Al año siguiente, 18 de diciembre de 1633, Feliciana contraía matrimonio -268- con Luis de Usátegui, oficial de la secretaría del Consejo de Indias. Lope se quedaba solo con su hija Antonia y la vieja criada Lorenza Sánchez. El drama de su vida despeñábase a la catástrofe final. Pero corremos al mercado antes que nuestro caballo.

-269-

- XV -

La hija predilecta.-Segunda crisis de misticismo.-Dificultades económicas.-Nuevas locuras del duque.

El largo proceso de la tragedia de Amarilis habría sido difícilmente soportado por Lope sin la dulce existencia de Antonia Clara. La décima musa dejaba sucesión. Muy niña aún, el poeta advirtió en Antoñica un despejo y vivacidad nada corrientes. Salía a Marcela; aventajaría a Marcela, como doña Marta a Micaela de Luján; rubias y hermosas; pero más espiritual Amarilis. Antonia Clara, pues, tendría la gracia, finura e

ingenio de esta, y el garbo, presencia y arrogancia de Camila Lucinda. Para afinar las dotes incipientes de la mozuela, Lope puso a contribución cuanto podía sugerirle su entusiasmo enternecido. Como concentró en su madre una pasión más ardorosa que en ninguna de sus mujeres, así rodeó a esta hija de un cariño y una solicitud mayores que los que sintiera por sus otros vástagos:

Cómo fue de mis manos regalada, sábelo el monte, el valle, el soto, el río, y aun la fénix, si vale, imaginada: era su gusto solamente el mío.

Lope, con más hijos bastardos que naturales, acostumbrado al doble hogar, tan expansivo de pecho, sumaba razones especiales para esta singular afección; al fin la madre era una desgraciada; la niña, su más pequeño hijo, el postrero ya; la separación impuesta por la moral del mundo; su propio sacrilegio; el tener que pasar por sobrina suya... Cuando llegó la ceguera de la Nevares y, por último, tuvo que recogerlas, forzosamente a aquel inocente ser había de circuirle de una ternura máxima:

Cuanto del Sur al Polo de Calisto es plata, es perla, es oro, le ofreciera, si fuera rico yo como bienquisto.

-270- Que en el legítimo hogar se mezclen los frutos de sus queridas y que entre naturales y bastardos reine la concordia, duro trance es, duro esfuerzo fue. Pero Lope era entonces seglar, y los bastardos ofrecían ilustres ejemplos de consideración para su convivencia con sus medio hermanos. Antonia Clara, no. Era hija de un sacerdote, y no podía ser hija de sacerdote. Había de ser la sobrina del cura. Legalmente, tampoco hija, pues lo era de Roque Hernández. Su situación allá se andaba con la de Marcela, bautizada como «de padres no conocidos». Si a ésta no la pudo casar dignamente, mal podría casar (aun siendo sacerdote) a la que no querría pasar (como no pasó) por la superchería de aparecer como hija de quien no era. ¡Imaginaos la amargura del «Fénix» ante tanto galimatías filial! No creamos, porque el testamento de Lope no aluda a Antonia Clara, que este silencio equivalga casi a una maldición. En un testamento anterior, cuando tiene nueve años y medio la niña, tampoco se menciona, ni el bastardo Lopito, que aún vive, sino sólo Feliciana, su hija legítima.

El drama, pues, de los bastardos, y mayormente de los bastardos sacrílegos, era atroz ante la ley. Así lo vería Lope, como había podido experimentarlo con Marcela, con Lopito, con sus dos hijos frailes; y ante el negro porvenir de su hijita menor, no es extraño que la ciñera de una ternura sin límites, asociada al natural remordimiento. Y a esto la niña crecía (bien incierta de su cierto destino), robando a todos con sus gracias los corazones. Recibe la educación e instrucción corrientes en una muchacha de la clase media, restringidas por la severa moral del tiempo y que se circunscriben a leer y a escribir, a contar, a las labores y al baile, más la enseñanza de las prácticas religiosas. Antaño, como hasta hace poco, la educación de la mujer no tendía sino a prepararla para el casamiento. De los adelantos y bella disposición de la niña se hace lenguas su padre en sus cartas al duque. Como Feliciana sólo le lleva cuatros años, cuando la una tiene ocho y la otra doce, la bastarda corre al lado de la legítima, y juntas juegan y triscan por el barrio. En la casa de la calle de Francos asisten a la capilla de su padre; le ven también decir misa en la vecina iglesia de las Trinitarias, donde se quedó Marcela; Antoñica no lo recuerda; pero Feliciana, muy bien. ¿Y aquellos tipos extraños de cómicos y cómicas, a qué irán a casa de Feliciana? La vecindad sentirá un dejo de compasión por aquellas criaturas. En Feliciana, la pobre, desprovista de atractivos, no ve Lope destello del entendimiento de Marcela, ni, así, -271- esperanzas de ayuda en la correspondencia amorosa del duque. La prontitud de Antonia para aprender los versos le descubre, en cambio, cierta afinidad con la enclaustrada. ¿Habrá aquí otra poetisa en ciernes? Y Lope, nunca dueño de sí y por halagar a doña Marta, al publicar en 1625 sus Triunfos divinos, inserta en los preliminares, como de «Doña Antonia de Nevares Santoyo», un soneto dedicado, nada menos, a la verdadera reina de España, es decir, a doña Inés de Zúniga y Fonseca, la esposa del Conde-duque.

Firma de Lope con el frey de la orden de San Juan.

Cierto que Clarilis sólo cuenta ocho años; pero ya sabe leer. ¿Sabía acaso Micaela de Luján? Pues también le atribuyó sonetos. ¿Y ha de ser Antoñica inferior? Tampoco sus otros hijos. En aquella casa todos son poetas, pues lo es por todos el padre. Y así, firma otro soneto Feliciana, y otro Lopito Félix, que tiene dieciocho años. En fin, puesto a prohijar, hasta el prólogo del libro finge, haciendo que lo suscriba un «don Luis de la Carrera», que no es otro sino él mismo. Esta falta de seriedad no sería muy del agrado de la condesa de Olivares, ni habría de librar acrecentamientos en la persona del «Fénix». Por otro lado, los Triunfos remedan torpemente a los del Petrarca. Pero los impulsaba un secreto móvil. La crisis de misticismo que a Lope acometiera en 1614 y que, con ceguedad suicida, le llevó al sacerdocio sin que le despojase de su pasión amatoria, como herencia paterna que a espacios de tiempo se reproduce,

recrudécese en esos Triunfos divinos, que coinciden con su ingreso, a 29 de junio de 1625, en la Venerable Congregación de sacerdotes naturales de Madrid, y que envía al duque de Sessa con su hijo: Lope, recién venido de Italia, va a besar la mano a Vuestra Excelencia, como a verdadero señor suyo y mío, y lleva ese libro de Triunfos divinos, nuevamente impreso, y dedicado a mi señora la condesa de Olivares... Reciba Vuestra Excelencia bien a Lope, -272- no por hijo mío, mas porque ha de heredar mi esclavitud, y porque sepa que no ha de librarse de Lopes». Eran, pues, una reproducción de poesías religiosas, glosas, odas, romances y otras rimas sacras, con algunos sonetos profanos, la mayoría dadas a conocer en anteriores recrudescencias místicas, pero que ahora le sitúan en la misma línea de unción. Por eso recuerda sus Meditaciones de la Via Crucis, sus Rimas sacras, su Romancero espiritual y especialmente aquellos Cuatro soliloquios, de 1612, que iniciaron su resolución de hacerse cura. Entonces era seglar, y podía pedir a cara descubierta el perdón de sus pecados: «Señor, perdonad, y no castiguéis los delitos de mi juventud. Mirad que los caminos del mancebo parecieron al mayor sabio imposibles de ser entendidos... ¡Oh, ciega afición de una miserable y frágil hermosura! Si me quitaras de ver la de mi Dios... y por haberte amado locamente nos viéramos los dos en el infierno entre tanta diversidad de fealdades abominables, yo blasfemara entonces de ti y tú de mí... Acuérdome, dulcísimo Jesús, que cuando yo alguna vez, en mis tiernos años, me acordaba de vos, me causaba notable alegría el veros niño en brazos de vuestra hermosa madre; deleitábame la historia de vuestro nacimiento: el veros, Señor mío, en un portalico de hielo, encogida vuestra grandeza a los términos y primeras líneas de la humana naturaleza... Mas después, Señor, que fui hombre, y hombre tan malo..., no os he buscado en los tiernos pasos de nuestras niñeces..., sino sudando sangre en la oración de aquel huerto...». Pero al presente era sacerdote, viejo y todavía amancebado; y así, al publicar en 1626 una refundición, con adiciones, de aquella obra, no se atrevió a autorizarla con su nombre claramente. No tuvo valor para aparecer a campo descubierto adoctrinando a los oídos piadosos. Y los Soliloquios amorosos de un alma a Dios, aparecieron como «escritos en lengua latina por el muy reverendo padre Gabriel Padecopeo, y en la castellana por Lope de Vega Carpio». Hipocresía pueril, porque los entendidos descifraron fácilmente el anagrama de Gabriel Padecopeo. Y él mismo lo descubrió en su Égloga a Claudio Conde:

Lloré las Rimas del amor humano, canté las Rimas del amor divino, compuse El peregrino; y en néctar soberano bañado, disfracé con anagrama los Soliloquios de mi ardiente llama.

El entierro de Lope de Vega a su paso ante el convento de las Trinitarias. Sor Marcela contempla desde la reja de su clausura el cadáver de su padre. (Cuadro de Ignacio Suárez Llanos, pintado en 1862, existente en el Museo Municipal de Madrid.)

Iglesia de San Sebastián. Donde yacen Lope de Vega, su padre, su hermana Isabel y doña Marta de Nevares Santoyo. (Por los azares de la guerra civil, esta iglesia está hoy casi totalmente destruida.)

-273- Descúbrese en esta obra un pasaje muy significativo, que pudiera aludir al desastroso fin de alguna de las amantes del poeta: «¡Ay de mí (exclama, dirigiéndose a Dios), que os negué mil veces, por confesar locuras y desatinos a las fingidas hermosuras de la tierra, donde no puede haber verdad ni consistencia! Y eslo esto tanta, que ha pocos días que quisisteis vos que una de las que me agradaron viniese a morir adonde yo la viese, tan miserable, que no sólo había perdido la hermosura, mas también el entendimiento, para que viese yo el fuego que me pareció luz, tan fea y abominable ceniza, que me abriese más de veras los ojos a la contemplación de nuestra común miseria...».

Firmas de doña Feliciana Félix de Vega Carpio (hija de Lope y de doña Juana de Guardo) y de su marido Luis de Usátegui.

Sería inútil, sin otros datos, echar a volar la fantasía sobre quién fuera esta amada de Lope, tan miserablemente muerta, sin hermosura y loca, espejo exacto de cómo había de ver el poeta sucumbir luego a doña Marta. ¿Micaela de Luján? Después de los Soliloquios, la crisis de misticismo, agudizada en 4 de febrero de 1627, en que Lope redacta su primer testamento, se resuelve en la Corona trágica (historia fría de -274- la reina de Escocia, María Estuardo), que salió impresa en septiembre. Un mes más tarde, el 19 de octubre, Lope bautizó en la iglesia de San Sebastián a una hija de su gran amigo el celebrado actor Antonio de Prado, y fue madrina Antonia. Este Prado merece dos palabras por las constantes relaciones que tuvieron él y su familia con la del «Fénix» y que se continuaron en sus hijos. Debió de ser pariente de aquel Melchor de Prado, el atrabiliario farsante y poeta, amigo de la mocedad de Lope, que, por hallar a su novia con un genovés, se colgó de un garabito en la Puerta del Sol. Antonio de Prado, o más bien García de Prado, gozó fama de ser uno de los mejores actores y «autores» de compañías de la primera mitad del siglo XVII. Matrimonió tres

veces; la primera con doña Ana de Ribera, hija de un médico toledano, mujer muy hermosa y muy blanca, según los cronistas del tiempo, y a quien Antonio no permitió trabajar en la escena. La boda fue objeto de sátiras. Doña Ana murió envenenada en Sevilla. Nuevamente casó Antonio con doña Francisca de San Miguel, primera actriz, de la que tuvo a Sebastián Luis y a María, la niña que apadrinó en 1627 Antonia Clara. En este mismo año Prado representó en Palacio la comedia de Lope La vizcaína. Tercera vez casó Antonio con Mariana Vaca de Morales, hija de su antiguo amigo y compañero Juan de Morales Mediano y la célebre histrionisa Jusepa Vaca. Le nació de ella, entre otros, una hija, Bárbara Josefa, que también bautizó Lope, según veremos después. Llevó Prado, como todos los farsantes, una vida muy azarosa, tan pronto próspero, tan pronto encarcelado por deudas, y falleció en 14 de abril de 1651 en la calle de las Huertas, en casa de un pintor. Prendado de su arte, el duque de Neuburgo, cuando visitó en Madrid a su pariente Felipe IV, se lo llevó a Alemania en marzo de 1625, para que enseñara la lengua española a sus pajes; pero regresó al año siguiente. No ha de extrañar, pues, que, por las relaciones de la familia Prado con Lope, Antonia Clara (que toda la vida continuará esa amistad, bien patente en su testamento) fuese madrina de la hija del famoso actor en 1627, cuando sólo contaba diez primaveras. Un año más tarde, la mocita, que canta y baila con primor, se ensaya de poetisa por su cuenta. Mas parece disfraz de petición -como tantos otros- de Lope, quien hace creer al duque, desterrado en Baena, en carta de 8 de enero de 1628, que la muchacha «ha vuelto la letra de Góngora»: -275- ¡Ay, que muero de celos de aquel andaluz! Háganme, si muriere, la mortaja azul,

de esta manera:

¡Ay, que al duque le pido aceite andaluz! Pues que no me le envía, cenaré sin luz.

Y añade: «Mire Vuestra Excelencia si Antonia puede desafiar las musas». Y

a continuación (verdadero objeto de la misiva): «Aquí, señor, está todo en peor estado que solía, porque, si había algunos celajes de remedio, ya se han divertido entre las nubes de tantas variedades. Ni hay sustento, ni vestido, ni dinero». La situación del poeta es mala por entonces, o, mejor dicho, sigue siendo mala, pues hasta el aceite que don Francisco López de Aguilar, su amigo, había prometido traer de Andalucía a Feliciana y Antonia, lo pide al duque, en vista de la tardanza de aquél en regresar a Madrid. Pero el de Sessa, enfrascado y enfangado cada vez más en sus amoríos, ahora en competencia con un alto personaje (que ha logrado le destierren a sus estados, por una casquivana doña Jusepa), atiende poco a su secretario e iniciador en tales devaneos. Va mostrando con él una actitud indolente y remisa. Presume de poder volar con alas propias. Además, el poeta está viejo, y sus hábitos no son lo más a propósito para que le acompañe en sus aventuras. Ya no es 1615, en que entraron juntos con tanta ostentación en las fiestas de Burgos por los mutuos casamientos entre España y Francia. En la jornada regia de 1626 a Aragón y Cataluña -rica y numerosa de gentes de letras- prescindió de él. Lope, dolorido, se queja así, en una carta de 4 de marzo: «Yo conozco, señor excelentísimo, que no merezco que mis dichas permanezcan, pues menos merecidas de mí no las agravia mi fortuna; mas ¿cómo puedo dejar de sentir, por mucho que no lo tema, la memoria de aquellos tiempos en que Vuestra Excelencia no caminaba, ni aun a Alcalá, sin Lope? Que yo no sea ya bueno para esto, pase; y váyase a Cataluña el duque de Sessa; pero sin decir que se va, fuerte linaje de aborrecimiento, vergüenza de tantos favores y lástima de tantos años». -276- El poeta, a pesar suyo, habrá de reconocer la verdad de aquel verso de su implacable enemigo, el cisne de Córdoba: a

¡Malhaya el que en señores idolatra!...

Fortuna que se había resignado anticipadamente en su bella «Epístola a fray Plácido de Tosantos, obispo de Oviedo»:

Mi huertecillo me dará concetos sacados de las frutas y las flores, de la contemplación dulces efetos. Ya es tiempo de recelos y temores, no de humanos favores, que ya es tarde, ni tengo yo fortuna de favores. Hacen alto los años; y el alarde de tantos pensamientos engañados, a la vista del fin, paró cobarde.

Las grandezas de prósperos estados no son el mayor bien, y, si hay alguno, gozáronle los menos ocupados. No he visto alegre de su bien ninguno...

Sólo sentía que las obras de estos últimos años: La niñez del padre Rojas, ¡Ay, verdades, que en amor!..., El Brasil restituido, Sin secreto no hay amor, El piadoso aragonés, Amor con vista y otras, con ser tantas, no le hubieran sacado de apuros. No contaba segura sino la pensión en Galicia de dos cientos cincuenta ducados anuales, garantizada por Su Majestad, que había obtenido por intercesión del Conde-duque. En cuanto a los honores por la Corona trágica... Tarde llegaban los honores, sin ayuda de costa. En carta al duque de Sessa le dice: «Ayer me envió Su Santidad un breve, en que me hace gracia de un hábito de San Juan. Ya le despaché a Malta para que el gran maestre le confirme. ¿Qué le parece a Vuestra Excelencia de estas cosas? ¡Anda buena la locura! Dicen que mandará que aquí me le dé alguna persona de la religión, o que mandará que vaya por él a Malta; y si esto ha de ser así, no me mate Dios hasta que vaya a Malta». Bueno estaba para ir a Malta quien a 20 de septiembre de 1627 escribía al mismo duque: «Señor Meridoy, mi buen vecino, murió, y yo no sé lo que Dios hará de mí. No quería dejar a esta pobre niña [Feliciana] enredos, ya que no tengo más hacienda que esta casilla y mis librillos. He pagado después que metí monja a Marcela, trescientos y cincuenta ducados, y las monjas, para labrar, quieren su dinero». El duque -277- se enfada, abrumado por tantas peticiones. En 6 de diciembre Lope lo suaviza una vez más: «Vuestra Excelencia, señor, se desenoje, que necesidades precisas fueron la causa, y no me mate con veneno tan cruel como el desprecio, que yo no he sido desleal con Vuestra Excelencia. Ojalá así hubiera servido a Dios, que guarde muchos años al duque mi señor, como deseo y pido cada día en mis sacrificios, aunque indigno sacerdote». Véase cómo la situación del poeta llegó al extremo de fingir los versos de Antoñica, para pedir disimuladamente aceite al duque. En medio de estos pesares, la Corona trágica, que parecía simbólica, suministró al «Fénix» la satisfacción de verse nombrado por Urbano VIII doctor en Teología en el Collegium Sapientiae, con la cruz de la orden de San Juan. Desde entonces, por ello, el que en dicha obra se firmaba «capellán de San Segundo en la iglesia de Ávila», donde dice que había predicado un día «como un Demóstenes» (!), pudo anteponer a su nombre un pomposo y honorífico frey. Pero estas vanidades no le resuelven nada, y quiere marchar a Baena con el duque, donde radica la prebenda que le había concedido. En verdad, sólo le faltaba aquella ausencia de don Luis para acabar de fastidiarle. El prócer le contiene.

Transcurre malamente aquel invierno. En loa umbrales de la primavera de 1628, meses de marzo y abril. Lope enferma de gravedad, según carta al desterrado: «Ya tiene Vuestra Excelencia, gracias a Dios, a Lope de Vega, que hasta hoy no le tenía; así se dudó de mi vida. Truje en pie este negro mal, que negro debe de ser, pues Vuestra Excelencia me receta negras, más de veinte días con grande trabajo y pena; tanto, que entendí que me había vuelto don Juan de Alarcón; y al fin caí en la cama hoy hace dieciocho días, de una hinchazón tan dolorosa que me encendía en terribles calenturas, y me causó tantos males, que ya me lloraban las musas domésticas y extrañas. Sea Dios alabado, su Santísima Madre y San Isidro, que estoy en puerto de claridad, que en abril, y no pocos años, mucho había que temer». Al mes entrante vuelve Lope a exponer sus necesidades al mismo; y por otro billete de junio sabemos que Antonia y Feliciana «crecen en personas y gracias» y fueron vestidas de labradoras a la fiesta de la Cruz de mayo. Poco después, en julio, el clérigo es nombrado capellán mayor de la congregación de sacerdotes de Madrid, que aún subsiste, y a la que pertenecía, como ya apuntamos, desde 1625. Hay que agregar -278- que por aquellos días, y coincidiendo con la crisis de misticismo de su viejo amante, doña Marta, ciega ya y bajo el peso de sus transgresiones, se vuelve muy devota e ingresa en la Orden tercera de San Francisco, de la que también era terciario Lope desde septiembre de 1611. Su monstruoso adulterio inducíales sin duda a este cobijo. El hogar de la calle del Infante se traslada pronto a la casa de la calle de Francos. Una carta del poeta al «discreto de Palacio», al dramaturgo cortesano don Antonio Hurtado de Mendoza, nos vuelve a la realidad teatral: «Estos días se decretó en el Senado cómico que Luis Vélez, don Pedro Calderón y el doctor Mescua hiciesen una comedia, y otra en competencia suya el doctor Montalbán, el doctor Godínez y el licenciado Lope de Vega, y que se pusiese un jarro de plata en premio. Respondí que era este año capellán mayor de la Congregación, y que para el que viene aceptaba el desafío. Grande invención, solemne disparate, desautorizada cosa, gran plato para el vulgo». Al fin le es levantado en septiembre el destierro al duque, por haber caído gravemente enfermos de tercianas dobles su mujer y su hermano el marqués de Poza, que no por otra consideración. El de Sessa vuelve de Andalucía mohíno; y a los tres días de alzado el destierro, muere sospechosamente su amante doña Jusepa. Pero alégrase el secretario, que ya le tendrá en Madrid y podrá auxiliarle, como siempre. Ahora habrá de hablarle clarísimo. Su situación resulta insostenible; se siente viejo, no debiera escribir ya para el teatro; debe asignarle un sueldo, que garantice aquella, hasta entonces, servidumbre irregular. Y así, a poco de regresar el exiliado, no repuesto aún del desenlace trágico de sus amores, Lope le dirige la carta siguiente, todo un poema... mendicante y bajuno: «Días ha que he dejado de escribir para el teatro, así por la edad, que pide cosas más severas, como por el cansancio y aflixión de espíritu en que me ponen. Esto propuse en mi enfermedad, si de aquella tormenta libre

llegaba a puerto; mas, como a todos les sucede, en besando tierra, no me acordé del agua. Ahora, señor excelentísimo, que con desagradar al pueblo dos historias que le di bien escritas y mal escuchadas, he conocido o que quieren verdes años o que no quiere el cielo que halle la muerte a un sacerdote escribiendo lacayos de comedias, he propuesto dejarlas de todo punto, por no ser como las mujeres hermosas, que a la vejez todos se burlan de ellas, y suplicar a Vuestra Excelencia reciba con público nombre a su servicio un criado que ha más de veinticinco años que le tiene secreto; porque sin su favor no podré salir con victoria -279- de este cuidado, nombrándome algún moderado salario, que, con la pensión que tengo, ayude a pasar esto poco que me puede quedar de vida. El oficio de capellán es muy a propósito. Diré todos los días misa a Vuestra Excelencia, y asistiré asimismo a lo que me mandare escribir y solicitar de su servicio y gusto. La dificultad no lo es, pues con pasarme de la merced al vos y escribirme en los libros, está vencida. Las que Vuestra Excelencia me hacía todos los años, mayores son que lo que puede señalarme; luego comodidad será reducirlo a número determinado, y que sepan que Vuestra Excelencia es mi dueño, si algunos lo ignoran, y que tuvo la casa de Sessa otro Juan Latino blanco, más esclavo que el negro. A la grandeza de Vuestra Excelencia no aumenta un capellán la costa de la casa, ni la reformación del estado presente; y yo, con la libertad del tiempo, le podré mejor emplear en servirle, sin que vayan y vengan los criados, pues estaré siempre a la vista. Esta resolución no es nueva, que, como he dicho, primero la dispuso larga consideración que la ejecutase la pluma. Mas si por algunas de las que me entiendo no hallare efecto este pensamiento en el gusto de Vuestra Excelencia (como puedo temer de mi dicha), habré ganado la honra de este ofrecimiento, y deberé a mi necesidad más que a mi obligación, pidiendo perdón a Vuestra Excelencia de este atrevimiento, que jamás se niega cuando no se acierta en lo que se pide». Muy bajo había caído Lope, al pretender cambiar con el duque, como un mozo de mulas, la merced con que siempre hubo de tratarle, por el vos, cuando años antes se expresaba con esta gallardía en la «Epístola al doctor Angulo»:

Lo tengo por mejor que a las paredes, digamos que tapices, arrimado, de sus figuras esperar mercedes. El vos con la ración adjetivado, súfralo un turco; mi razón no quiere que la vuelva ración ningún ducado.

Pues acababa de pedirlo.

El duque, generoso (hagámosle esta justicia), archivó la carta y no dio oídos a aquella locura; antes se emocionó, volvió a abrir los brazos a su viejo poeta, desarrugó el ceño que contra él tenía y, sin el vos humillante, siguió dispensándole, acrecentadas, sus mercedes. Desde aquel día fueron más amigos. Alguien creerá que ni el duque podía llegar a más, ni Lope a menos... Era el ardid, simplemente el ardid. -280- A la entrada de las Carnestolendas de 1629, el «Fénix» quiere festejar en su propia casa a su protector por los tiempos de ventura que se suceden. El bullicioso Carnaval promete un olvido consolador de los pasados meses de tribulaciones. Los días son ya más largos; y las noches, propicias a la diversión dentro del hogar, a los juegos de la sortija, de la gallina ciega, a los disfraces y a los cánticos, a los saraos y a todo género de animación.

El licenciado Cristóbal de Guardo, hermano de doña Juana de Guardo, segunda mujer de Lope.

Lope ha compuesto en unas horas, en una mañana, dos piececitas caseras: una loa, prólogo de la fiestecilla, y una égloga, que intitulará «Antonia». Su objeto no es otro sino alegrar al duque con la desenvoltura y gracias precoces de su hija menor. Esta «echará» la loa, como se decía; y en la égloga le acompañarán la buena Feliciana, próxima a sus diez y seis abriles, y un tercer personaje, un «Gregorillo», que debió de hacerlo algún mozalbete, hijo de tal amigo o cómico. Ya está todo dispuesto, a prima hora de la tarde, para que vengan los amigos, no los de gravedad y estado, sino los de la intimidad: las familias de López de Aguilar y Juan de Piña, los doctores Pérez de Montalbán y Quintana, el licenciado Villena y algunos otros. Todo lo preside el duque, y allí también se hallará presente Amarilis, con la tragedia ya de no poder ver, sino sólo oír a su hija. Ante el auditorio, tan reducido como selecto, sale Antonia peripuesta y ufana, ágil y lista como una cendra, vestida de «Sacristán Cordobilla», con su sotana y bonetillo. La niña recita suelta y desenfadada el romance, que se trae bien sabido, y lo matiza a pedir de boca, con sal y garbo. El argumento es inocente, como cumple; pero, para su sazón, el pícaro del loísta hace que el sacristán abandone kiries y altares y se meta a «autor de la legua». Y he aquí una linda ocasión para zarandear o aplaudir (según pertenezcan al bando de amigos o enemigos -281- de Lope) a los dramaturgos y comediantes más afamados de la época. Y como entonces traía entre ojos a Ruiz de Alarcón, a costa de este corrieron las mayores burlas. Desahogado el poeta, el sacristanejo de retablo, vuelto a la realidad, despídese así:

Con esto voy a vestirme, que Feliciana me espera.

Dios os dé mil aleluyas, después de santas cuaresmas; que el sacristán Cordobilla no pide por la comedia dineros: ya está pagado; Dios guarde al duque de Sessa.

-¡Vítoor, vítoor! -exclaman a coro los circunstantes. Y entre una lluvia de palmas, la niña saluda, se inclina y desaparece corriendo. De los ojos sin luz de doña Marta ruedan líquidas perlas. La égloga, sin otra finalidad que aprehender al duque, tiene, como hemos dicho, tres personajes y «una voz», especie de oráculo, que pronostica a Antonia toda clase de venturas. ¡Oráculo bien falaz! El argumento son recuerdos entrelazados de las vidas amorosas y turbulentas de Lope y del duque; alusiones veladas, paréntesis cortados, sólo comprensibles por ellos, bajo una fábula externa pastoril, al parecer innocua; pero muy significativa y cuidada. Era el ensayo seguro para la atracción del duque. Y también aquí doña Marta tuvo ocasión de suspirar y emocionarse. Remató la fiesta con unas canciones y danzas a cargo de Antonia. La chiquilla, trasunto de la madre en la delicia de la voz (aquella voz que, más granada, será un día la causa de su rapto), cantó y bailó primorosamente, con la ingenuidad y travesura de sus doce primaveras. El prócer quedó admirado, hechizado y uncido otra vez a la voluntad de Lope. Aquella casa le retiene de modo irresistible, y en adelante la visitará a menudo; allí pasará largos ratos en conversación con el viejo poeta y sus amigos, y aun comerá y cenará algunos días. Y las muchachas, que le cobran afecto y simpatía y le saben ángel tutelar de todos, redoblarán sus mimos y atenciones por que anhele aquellas horas felices. La melancolía que se apoderaba del ánimo del clérigo, tiene un respiro: volverá a escribir para el teatro; no puede abandonar las musas, ni olvidar el rumbo y tropel de su nombre. -282- Lo que sea menester, Antoñica y Feliciana lo solicitarán del duque. Y éste lo halló tan de su agrado, que todos en aquel hogar tuvieron ya carta franca para recurrir a él, incluso la vieja sirvienta Lorenza Sánchez. En la placidez de una reconciliación tan gozosa, escribió Lope el poema en silvas Isagoge a los reales estudios de la Compañía de Jesús y dio fin en el otoño al Laurel de Apolo, en que trabajaba hacía cuatro años. Especie del Viaje del Parnaso de Cervantes, elogió en él a más de trescientos poetas, entre ellos al propio Cervantes; pero parar Tirso de Molina, Calderón y otros sólo tuvo alabanzas frías y corrientes. Sin embargo, supo ver la grandeza de fray Luis de León, de Quevedo y de algunos más. En 1630, en que alcanza Calderón el triunfo enorme de La vida es sueño,

nuestro «Fénix» parece inclinado a ir recogiendo y resumiendo su vida. Sabido es que los españoles han sido refractarios a legar a la posteridad sus recuerdos en forma de «Memorias» y que nuestra literatura es sumamente pobre en este pormenor. Lope arde en ansias de hacer confesiones íntimas, y a este respecto comienza a redactar por entonces la Égloga a Claudio y La Dorotea, principio de sus «Memorias», que coronará más tarde, completando el tríptico, con su égloga Filis y su Huerto deshecho, canto verdadero de cisne, con que (aunque no sea su última composición) da su adiós a la vida. Su imaginación, sin embargo (como suele acontecer a estas alturas de la edad y del arte) no ha perdido nada de su resplandor ni de su potencia. Es más serena que nunca. Prúebalo su bellísima comedia La noche de San Juan, estrenada por la compañía de Cristóbal de Avendaño la noche clásica de 24 de junio de 1631 en las magníficas fiestas que ofreció el Conde-duque a Sus Majestades y real familia en los jardines del conde de Monterrey. Difícilmente se podrá escribir nada tan lindo, fino y aéreo sobre la gran noche mágica como este cuadro genial, que sólo admite parangón con el Midsummer-night dream de Shakespeare. Por quererla llevar hasta la perfección clásica y para demostrar que en el teatro todo le rendía vasallaje, sujetó su comedia a las reglas de unidad, lugar, acción y tiempo. Escrita reposadamente, confirmaba así, ante un auditorio distinguido, de lo que habría sido capaz, si en vez de más de mil comedias, hubiera trazado tan sólo cincuenta con sosiego, y no verse obligado a lo que después deplora ante Claudio Conde: -283- Del vulgo vil solicité la risa, siempre ocupado en fábulas de amores; así grandes pintores manchan la tabla aprisa; que quien el buen juicio deja aparte, paga el estudio como entiende el arte. Hubiera sido yo de algún provecho si tuviera Mecenas mi fortuna; mas fue tan importuna, que gobernó mi pluma a mi despecho; tanto, que sale (¡qué inmortal porfía!) a cinco pliegos de mi vida al día.

¡La tragedia común del escritor español, para que también en esto sea Lope el español representativo! Por lo demás, la explicación no le disculpa; que sin Mecenas se han hecho obras inmortales. Sin Mecenas y sin Aristóteles. En primero de agosto de aquel año concluía El castigo sin venganza,

inspirado en un cuento de Mateo Bandello, drama que sólo tuvo una representación «por causas que al lector le importan poco», según dijo al imprimirla. Lope la consagra al duque en estos términos: «Mas como suele el que cultiva flores enviar al dueño del jardín algunas, como en reconocimiento de que son suyas las que quedan, así yo me atrevo a enviar a Vuestra Excelencia las de este asunto, indicio de que reconocen las demás que de todas es señor, como del que las cultiva. En los amigos, los presentes son amor; en los amantes, cuidado; en los pretendientes, cohecho; en los obligados, agradecimiento; en los señores, favor; en los criados, servicio. Este no va a solicitar mercedes, sino a reconocer obligaciones, de tantas como he recibido de sus liberales manos en tantos años que ha que vivo escrito en el número de los criados de su casa». El duque le sigue fiel y admite estas cortesías. No deja de asistir a la casa de Lope y este multiplica sus esfuerzos, con el regalo de manuscritos y papeles de la intimidad para que no le causen enojo las continuas peticiones de sedas, vestidos, objetos, viandas, coche para algunas visitas, etc. Ya no son solamente las recomendaciones antiguas, los apoyos jurídicos, las testamentarias, el pago de la dote para el ingreso de Marcela en las Trinitarias, o las lamentaciones sobre el mal estado de su ropa talar, como otrora:

Mi sotana sin reparos tiene, por ser de provecho, cuatro bocas en el pecho, mas todas para alabaros. -284- Y no es por importunaros el hablar de mi sotana, pues tengo por cosa llana, según es agradecida, que si os alaba rompida, mejor os alaba sana.

Ahora son cosas tan precisas y perentorias, que la casa de Lope depende por completo de las liberalidades del duque. A 12 de agosto de 1631 y con ocasión de cumplir Antonia trece años, Lope, celebra caseramente la fiesta onomástica con unas hermosas quintillas en honor de la joven, en quien ya apunta espléndida la mujer, a la vez que se marchita la hermosura de doña Marta:

Ella y su madre en despojos Venus y Cupido, bellos, truecan efectos y enojos,

pues Venus quedó sin ellos después que le dio sus ojos. Mas si con ellos herir Venus pudiera y mirar como sus gracias oír, ni hubiera que desear ni hubiera más que pedir.

Pero la ceguera de Amarilis no tiene ya remedio, y el padre habrá de consolarse con el espejo viviente de la hija:

Su hermosura celestial a vivir un siglo venga; mas es cosa desigual el desearte que tenga lo que le ha de estar tan mal. Estarse en sus trece ofrece bendición más generosa, aunque porfía parece; porque siempre fuera hermosa si se quedara en sus trece.

Cifra fatídica esta del 13 para el supersticioso Lope; mes fatídico este de agosto para él. En 13 de agosto de 1613 murió su esposa doña Juana de Guardo. Un mes de agosto falleció su padre; un mes de agosto le será raptada su hija; otro mes de agosto él mismo bajará a la tumba. Antonia, nacida en agosto, caminará con mala estrella. ¿Ha leído su padre el porvenir en los astros y, al verla crecer tan linda, quiere detener -285- el curso del tiempo y atajar la carrera de su hermosura? No bien cuente más años, le ha de sobrevenir

lo que ha de estarle tan mal.

¡Alma suya profética! Mas no sólo le sobrevendrá mal a ella en cuanto avance un punto, sino a

todos. Pocas semanas después, la ceguera de su madre resuélvese en trágica locura. El espejo en que se miraba Feliciana ha caído roto en mil pedazos. Estaba la muchacha arreglándose los cabellos y, supersticiosa, quedó sumida en la desolación. Avisos, presagios. Desde entonces el hogar del poeta, hasta que sucumbe doña Marta, en abril del año entrante (como ya se narró), es de continua inquietud, zozobra y llanto; y el siguiente, de duelo y de dolor. Un suceso, no obstante, viene a devolverle la alegría y el humor jocundo. Antonio de Prado ha tenido una hija en su tercera esposa, Mariana Vaca, y solicita, como en otra ocasión, de su buen amigo Lope que la bautice. Es a 20 de diciembre de 1632. Bateo de rumbo. Todo el mundo farandulesco asistirá. Actuarán de padrinos el viejo y glorioso actor Pedro de Morales (que tan amigo de Cervantes fue) y su hija Doña Jacinta, poetisa, casada con el médico Matías de Porres, el hijo de Baltasar, el que le encargaba a «Belardo» comedias en los años mozos. Lope está entre su gente, soberano señor del tiempo y del espacio. Poeta de los cómicos y su cura de almas, porque de otra clase seglar no hay quien le encargue una mala misa, una mala boda ni un mal bautizo. Ya está dentro de la iglesia de San Sebastián. Pero oigámosle a él la relación, tal como se la hace a un cortesano en una carta estupenda: «Preguntome vuesa merced si había sido cura del bautismo de Prado, y no pude responderle por la confusión de los coches. Digo, señor, que sí, porque mi obispado cae en aquella provincia. Prado compitió en colgaduras, cama, aparador y brasero con la casa de Lerma; yo no con el conde de Lemos, que la gracia que tuvo seglar traslada a sacerdote divinamente. Salí de la sacristía con mi sobrepelliz y capa, que parecía al San Blas del camino de Atocha; llegué donde estaba la tal niña abriendo camino por tanta gente, que había convidado Prado en la comedia, que dieron conmigo dos veces en el suelo. Hallé a la señora doña Jacinta de Morales, madrina, como un ángel, y a su padre con la niña, que parecía el santo Simeón, tan envuelto como ella en las mantillas; y como no descubría más de la cabeza, parecía a -286- don Juan de Alarcón cuando va al estribo de algún coche. Comencé mi oficio, y la tropa de los mozos dieron en responder volo a cada palabra; claro está que no dirían por la niña. Fue forzoso exorcizarlos para que callasen; y en la pila fue tanta la confusión, que habiéndonos lavado los padrinos y yo, no hubo en qué limpiarnos, y el teniente cura nos sirvió la toalla con la manga de la sobrepelliz. Finalmente, se derramó la sal; mas, como no era el bautismo de Mendozas, no importó nada. Yo fui luego a ver a la parida, que hallé acostada, tan para otro tal acontecimiento, que así les pareció a todos, dormidilla de ojos y despierta de boca, donde había muy buenos fiadores de la risa. Enviome Prado parte de la colación cuando vino de Palacio; y la parida, otro día el mazapán, con que mis doncellas Feliciana y Antonia alcanzaron parte de tanta grandeza. Perdone vuesa merced la frialdad de la relación, que a fe que no estoy para gracias, viendo después de dos años la poca que he merecido en tan justa pretensión con tantos servicios. Pecados míos son. Dios los castiga. Paciencia...».

La alegría de la relación, escrita para lisonjear a un poeta cortesano, acaba en un dejo de amargura. Lope no tiene favor con los poderosos. Tantos infortunios le tornan nuevamente sombrío. El año de 1633 no ahuyenta su melancolía y desgana. Se acabaron las fiestas y las visitas del duque. En tan triste situación de ánimo traza la Elegía a la muerte de don Jerónimo de Villaizán y la égloga Amarilis. Más tarde, el de Sessa auséntase de la corte. Otro contratiempo. La casa, sin embargo, vuelve a recobrar su fisonomía, aunque velada y discreta, en aquel estío, con los coloquios de amor entre Feliciana y Luis de Usátegui. Lope se repone, entre tantas alternativas, y aun se sobrepone de la pérdida de doña Marta, fijo en la contemplación de su Antonia. Feliciana se irá; empero allí queda la luz de seis ojos: su hija, su nueva musa, su consejera, su secretaria. De Lope Félix ha tiempo que carece de noticias. Volverá hecho todo un señor capitán. Los afanes de la guerra templan el natural rebelde de la juventud. Medita dedicarle una obra. En cuanto a sus hijos en religión, fray Vicente, fray Luis, sor Marcela... Su imaginación la ocupa principalmente, la absorbe, Antonia Clara. Clarilis tiene ya dieciséis años. Si antes se podía quedar en sus trece, mejor ahora en sus dieciséis. Si entonces no hubiera qué desear en ella, hoy es toda ella de desear. La sobrina del cura (para las malas lenguas, hija) es doblemente adorable -287- por el prodigio de su hermosura, primera flor de abril, y por su espiritualidad y por su entendimiento. Su espiritualidad es el perfume de su belleza. Su entendimiento, la garantía de su espiritualidad. Se levantaba temprano para ayudar a su padre en las tareas literarias. Y la aurora no amanecía en la casa de Lope hasta que Antonia Clara traía el día y la luz de la inspiración para escribir. La risa de la aurora, la aurora en la risa, su presencia alegraba las cosas, como si renaciesen a un aire de gracia en el silencio frío e inefable del primer albor. Sentada en el escritorio frente a su padre, con los cuadernos delante de sí, abiertas las hojas, cuya blancura inútilmente intentaba competir con la azucena de sus manos, ella escribía lo que él le dictaba; ¡que hasta el alma quería hablar por ella! Y la escena interrumpida, el coloquio pastoril, la dulce estancia, o los discreteos de la dama y el galán, las travesuras del gracioso, los sufrimientos del amor desdeñado, los trasportes de la pasión, todos los resortes que mueven las acciones humanas, todas las experiencias de quien tanto amó, continuaban su desarrollo hasta las últimas consecuencias bajo la letra desigual y fina de Antonia. Lope, arrobado, tomaba de los ojos de ella su inspiración y se la devolvía, quintaesenciada, para su copia en caracteres; y como la luna refleja su imagen más pura en las aguas, así él, al recibir de los ojos de ella sus conceptos, reflejaba con luz más pura su inspiración. Muchos días transcurrieron así, muchas horas de la mañana, en esta colaboración, en esta creación y recreación de Lope, hasta que se preparaba para el sacrificio de la misa, oficiando en algún hospital, en la iglesia de las Trinitarias o en su capilla propia. Lo humano y lo divino, lo profano y lo sagrado alternaron de este modo en su vida desde

su ordenación de sacerdote. Como antes Marcela, el consorcio de Antonia Clara con los papeles de su padre era sumamente peligroso en aquella edad; y extraña que hombre tan experto en instintos femeninos, permitiese a la joven esta comunicación con argumentos teatrales, propicia, por lo menos, a una curiosidad que cualquier padre hubiera evitado. Marcela derivó al claustro. Feliciana, al matrimonio. Antonia Clara, más dotada de encantos que las otras dos hijas, infinitamente más codiciable, con una tara en su nombre, ¿qué destino tendría cuando se le revelase su condición? A quien en La mayor virtud de un rey habla de escribir: -288- La mujer más cobarde, en llegando a querer, y más doncella, su honor y el de sus padres atropella;

y en otro lugar:

Tener hijas, o sean feas o hermosas, es triste suerte: feas, no las quiere nadie; hermosas, todos las quieren;

a quien había de escribir esto, hay que culparle de poco celoso de la virtud de una hija hermosa, que así la expone, haciéndola medio colaboradora y claro testigo de los planes amorosos de sus comedias, a que se despierten en ella inquietudes, afanes e instintos, como aconteció. La misma tendencia de Lope a convertir todo espectáculo de la vida en materia de arte, implicaba un riesgo. Si es moral o inmoral, permitido o reprobable alabar la hermosura de una hija, el suceso de Lope servirá de ejemplo. Véase cuán lindamente el poeta recoge el instante en que sorprende a su hija, suelto el cabello, desnudos los hombros y ligera de ropa: A doña Antonia Clara de Nevares saliendo una mañana al descuido Soneto

Quien amanece al sol, quien al sol dora, dejando libre discurrir el pelo por el blanco marfil, y debe al cielo

las rosas que la noche le colora, parece, con las gracias que atesora, que a la Naturaleza dio desvelo, y que en las luces del celeste velo buscó ella misma su primera aurora. Si sois Amor, para buscar despojos en hábito de niña, hoy cesa, hoy para cuanto de su rigor causaba enojos. Que si fuérades vos, Antonia Clara, la niña de las niñas de sus ojos, rompiera el arco Amor, mirar bastara.

Y aún fuera esto loable y tolerable como encomio de una muchacha de pocos años. Pero cuando Antonia Clara ejerce -289- la secretaría de su padre, éste sigue pregonando su hermosura. Después del casamiento de Feliciana y para descoger un poco la soledad del hogar, ya a principios de 1634, Antonia asiste a festejos y gusta, naturalmente, de que le alaben su hermosura y su voz. La mujer de diecisiete años, culta y despertada a la vida con el ímpetu de la naturaleza de quien procede, no tendrá en su padre, que se mira en ella, más que complacencias y tolerancias. Sabe del vivir, que lo ha aprendido en los libros, y quiere vivir. Y ahora sí que va a cumplirse el deseo de Lope, de que se quede en sus trece. Porque, muchacha desenvuelta, mimada y consentida, hará su pecadora voluntad. ¿Qué es, en tanto, del duque? ¿Ha sentado su cabeza amorosa a los cincuenta y dos años? Entonces, la secretaría de Lope no tiene ya objeto. Después de la tragedia de doña Jusepa, ¿no renovará sus galanteos con otras Jacintas y otras Floras?... La locura del duque le acompañará hasta la tumba, y antes acabará la vida su secretario, que le falte materia para redactar sus billetes de amor. Ni contratiempos, ni destierros, ni la propia muerte le impedirán proseguir sus lamentables aventuras. La de este año es digna de que la cuente quien la va a contar, el peregrino ingenio de don Francisco de Quevedo Villegas. Dice así (y valga por soberano broche del capítulo), en carta al duque de Medinaceli, de 4 de mayo: «Cuatro noches ha que en la plaza de Barrionuevo donde vive Alfonso Cardoso, saliendo de una casa (que el cuento dirá la que era), al duque de Sessa le tiraron dos estocadas, viniendo con un criado. No le tocaron; y él, como es sesa hembra, y no seso macho, armó diálogo con el criado, diciendo: '¿Viste si me tiraron dos estocadas?'. Él respondió: 'No lo vi'. Él dijo: 'No me las debieron de tirar a mí; se me antojaría'. ¡Lindo antojo! La noche siguiente se vino con el criado y otro mozo de cámara a la propia plazuela, por la callejuela de las casas de Tomás de Angulo. A la esquina de la plaza vio dos hombres arrebozados, pasó adelante, y a la esquina de la casa de Barrionuevo vio otros tres. Aquí ya

despertó; apercibiose; cerraron con él y sus dos criados los cinco; él se defendió hasta que le derribaron en el suelo. Un criado suyo dicen se echó encima dél para defenderle (cosa de Tisbe); dejáronle por muerto. Él, de mortecino, se fue a su casa; echose en la cama, y por prudencia admirable y guardar la reputación de la señora, dice que está con gota, enfermedad increíble en hombre -290- tan escurrido. La verdad es que le dieron una estocada en un lado, que le topó en una costilla; no le ha salido gota de sangre, y hoy dicen se siente mal dispuesto. Y porque su fineza en el recato se lograse, amaneció en las monjas de Pinto, de zabullida, mi señora la marquesa de la Hinojosa, mujer de don Rodrigo Pimentel. ¡Buena anda esta jerarquía!». ¡Y bueno el duque mentecato!

-291-

- XVI -

Estampa de la época.-El auto de fe en que intervino Lope, narrado en la taberna de Lepre.

Los jaques (en el aguafuerte de la penumbra) tenían ya los labios de hierro, a puras libaciones, y sus gaznates de yesca resecaban la sed borrascosa. Corrían las tazas del Yepes de mano en mano con los dedos en figura de gavilán. En un rincón zurría la vihuela y una «marca» despizcábase en un rastreado. Afuera, en la calle del Lobo, esquina a la de las Huertas, el huracán de enero barría con furia chimeneas y tejados y agitaba el ramo airón de la lujosa taberna de Juan Lepre. Menudearon las pláticas de guerra en jerga jacarandina. ¡Todos habían estado en la Naval! Alzaban su voz los pendencieros: -¿Te apitonas conmigo? No me gusta la liebre. -Ni a mí la mujer del gallo. -¡Déjela vuizé venir! -¡Berrearemos con la de Juanes! Un jayán andaluz se atribuía hazañas de un paisano suyo, de oírlas en coplas:

Discípulo soy del guro, que jamás enjibo el cambio, y que en la bola y salud entraba con red de payo.

Irrumpieron tres bravos con Luis Vélez, a tiempo que anochecía. Dos de ellos decíanse capitanes, aunque lo desmintieran sus vestidos. Impusieron silencio con sola su presencia. Calló la gurullada. Y ellos, arrojando sobre una mesa sus «sierpes» de más de la marca (brillantes y con tantas rejas como un locutorio de monjas), dijeron sucesivamente: -¡Quiera Dios que no te necesite! Y se sentaron. Vélez pidió Alaejos, y los otros, Coca. Venían bizarros de ademán y gesto, andando a lo columpio, con -292- mareta, agobiados de espaldas, derribados de ojos, bigotes buidos a lo cuerno, barbas a la turca; las caras, cubiertas de cicatrices, como buenos acuchillados; fajados por los lomos con las capas; los sombreros, empinados sobre las frentes, con las alas delanteras subidas, y coleto de ante. En volandas los jarros, Vélez inició el brindis, y los demás hicieron la razón: ¡Beban ucedes! -No se habla en otra cosa -dijo uno de ellos, que a la cuenta era alférez en Milán- sino en el viaje de Su Majestad para prevenir contra el inglés la costa del Andalucía.

Luis Vélez de Guevara, famoso por el boato y tropel de sus comedias.

-Si al rey nuestro Señor, Dios le guarde, se le une tanta gente como hoy en el auto de fe, será brava jornada. -Malos días para nosotros -dijo, acercándose, Lepre-; que, por mis entenados y difuntos, el más ruin paniego y vinoso no ha asistido a la taberna ni ayer, sábado, ni hoy, festividad de la insigne mártir Santa Inés. ¡Dios guarde a vuesas mercedes! -¿No estuvistes vos ayer en la procesión? -preguntó Luis Vélez. -No estuve. -Pues a fe que lo siento, maese; que podríades hacer una relación a estos capitanes, que son forasteros y acaban de llegar a la corte. -Cualquiera podría hacerla, que nadie en Madrid habrá dejado de presenciarla. -¡Reinas, vaya eso de la vida airada! -dijeron más adentro. Y otros, al cantor: -¡Abre la boca y garla, que parece que sornas! -¡Callen y beban los borrachos! -exclamó Lepre. -¡Callen y naden debéis decir! -respondieron. -Se me quejan del vino, y sin razón -dijo Lepre, volviendo -293- de apaciguar a los alborotadores-. Si vuesas mercedes quieren oír lo sucedido en el auto de fe, mi yerno Melchor de Lora, que ha ido a presenciarlo, no tardará en venir; que, si no ha vuelto, será porque no haya concluido. -¿Tan tarde? -repuso Vélez-. Es ya noche cerrada. Del fondo de la taberna llegaron los sones de la jácara de moda:

Ya se salen de Alcalá los tres de la vida airada: el uno es Antón de Utrilla, el otro Rivas se llama, el otro, Martín Muñoz, sombrerero de la fama. Camino van de Madrid, adonde la corte estaba. Llevan bravos ferreruelos, por toquillas llevan bandas, unas con cairel de oro y otras con cairel de plata. Y en la Venta de Viveros...

A duras penas pudieron Lepre y sus criados hacer callar a los cantores. Luis Vélez y los capitanes tenían ya las manos sobre las espadas y dagas, cuando asomó por la puerta, envuelto hasta los ojos, don Francisco de Quevedo. Vélez corrió a su encuentro, presentando al alférez y a los capitanes. -Seidor -fue la respuesta. Inmediatamente llegó Juan Pablo Mártir Rizo, rubicundo y claudicante, y después Anastasio Pantaleón de Ribera, don Francisco López de Aguilar y Manuel Ponce. -Don Francisco de Quevedo nos contará la quema del hereje -dijo Vélez a los capitanes. -No asisto a esos espectáculos -repuso, desembozándose el santiaguista-, ni mi señor el duque de Osuna los permitió en Italia. Hay ya hombres, ambiciosos de posteridad, que tienen a gala dejarse quemar vivos; y así, a todo hereje que, figurero, lo busca, la Inquisición debiera quemarlo con el mismo secreto que lo prende. Pienso proponérselo al Conde de Olivares o al Presidente de Castilla, y decirles el inconveniente político que resulta de celebrarse estas quemas en la corte, donde nunca se hicieron, y con tal solemnidad. -Pero el duque de Osuna, ¿cuándo sale de la prisión? ¿Qué trazas lleva, tan larga ya, a juicio de vuesa merced? -intervino el cojo Juan Pablo. -294- -Malas -contestó el satírico-. Da en presumir que su conciencia vale por todos los testigos, y desprecia las acusaciones. Pero como las leyes y los jueces no se gobiernan por conciencias, mucho temo que venga a quedar desabrigado y sin respuesta a las calumnias. -¡España perderá el mejor capitán del siglo! -opinó el alférez.

Firma autógrafa del inmortal don Francisco de Quevedo, gran amigo del «Fénix».

-Y mayormente que le acusa un juez tan duro e inflexible como el señor Garcipérez de Araciel -exclamó Ponce. -A mí «Lácrima Christi». -A mí de Rivadavia. -A mí de Yepes. -A mí de Pinto. -No hay de Pinto, señor Manuel Ponce. -Pues de Ocaña. -¿Nadie bebe del mismo vino? A mí -dijo Quevedo- de San Martín. O, si no, de Alaejos:

Los paños franceses no abrigan lo medio que una santa bota de lo de Alaejos.

-Vuesa merced es de mi opinión -exclamó Vélez-. «Vino de Alaejos, no lo quiero lejos». «Vino de Alaejos, bueno para mozos y mejor para viejos». -Sí, pero habiéndolo, prefiero el San Martín. Porque, como decía el vizcaíno: «Bueno Dios, bueno Santa María; mas vino de San Martín, ventaja le llevas». -Me quedo con mi Alaejos:

Ocaña, San Martín, Yepes y Pinto castrenses suyos son, como peculio, calabriando a veces blanco y tinto.

-295- -¿Quién se mete con Yepes? -terció López de Aguilar:

Donde Yepes estuviere, muera quien otro bebiere; que si Dios lo consintiere, haré allí mi habitación.

-¡Ah, Juan Lepre -añadió-, dad aquí a los señores capitanes el santo Yepes, mejor que el santo olio, y arrojad esa Coca a la basura! ¡Traed anchovas y no os olvidéis del alcaparrón! ¡Ved aquí un escudo! -Contad vos ahora, Juan Pablo -dijo voseándolo familiarmente Quevedo- a estos señores la quema del infeliz. -Igual pueden contarla Anastasio Pantaleón, Aguilar o Ponce. -Bien, pero yo os lo pido a vos. -Pues que me ahorquen, si me he enterado. Fue cosa rápida. El gentío ha sido mucho; el frío, intenso. Al llegar el reo a la Puerta de Alcalá... -Oh, no, no, no. Habéis de hacer a estos señores el relato de todo el proceso. -¿Queréis que oficie de Mendocilla? ¿Soy yo negro, o mulato, o culto? No tengo memoria como Luis Remírez. Mejor satisfará Manuel Ponce, que prepara una relación; o Aguilar, que es gran amigo de Lope de Vega. -Todos lo somos. Aunque Ponce... Pero ¿a cuento de qué viene a colación el buen Lope? ¿Es que asistió al acto como familiar? -Estenme atentos vuesas mercedes -dijo Ponce-. Sepan los señores capitanes que el hereje que acaban de quemar vivo llamábase Benito Ferrer, catalán, vecino de Camporredondo y hebreo por línea paterna. -Materna -corrigió Anastasio Pantaleón. -Eso es, materna. Pues el tal, como anduviera vagamundo y se fingiese sacerdote, el vicario de Madrid mandó prenderle. Y estando preso y oyendo misa, mientras el sacerdote celebraba tan inefable misterio y en el instante de alzar, bajó de donde estaba y, tomándole la hostia consagrada, con manos sacrílegas, la hizo pedazos y pisoteó. -¡Qué horror! -dijeron todos, santiguándose. -Todavía acompañó su acción de palabras afrentosas, que no me atrevo a referir. -Permítame vuesa merced -interrumpió Quevedo-; aquel hombre estaba loco. -296- -Eso pareció; pero juzgaron fingida su locura. Mandó entonces el señor inquisidor general, don Andrés Pacheco, llevar a Toledo el hereje sacramentario, donde ha permanecido dos años y cuatro meses en las cárceles secretas de la Inquisición. -Y ¿cómo tanto tiempo? -preguntó uno de los capitanes. -Era preciso, para examinar su causa con el seso, madurez y caridad que merecía.

Juan Pablo Mártir Rizo, notable escritor, amigo de Quevedo.

-Y también -agregó Juan Pablo- para dar tiempo a granjearle el alma. -Sí, pues aun amonestado varias veces, él, pertinaz, lejos de arrepentirse, pretendía repetir el acto. -Y consultada al Consejo de la santa y general Inquisición la gravedad del asunto y novedad de las circunstancias...

-Hacéis perfectamente de coro, Juan Pablo. Se determinó, en consecuencia, que en esta corte, adonde se perpetró el delito, fuese el castigo, y señalose la fecha de hoy, domingo, 21 de enero de 1624. Venido de Toledo el inquisidor apostólico, don Gonzalo Chacón, se comenzaron ayer los preparativos... Pero ¡por el ánima del sastre!, que el ruido de la taberna es espantoso. ¡Silencio! -¡A ver esos bellacos! -clamó, levantándose, Luis Vélez-. Señor Juan Lepre, tenéis por casa un burdel. Los capitanes y el alférez se levantaron asimismo, acariciando las dagas. Eran farsantes y picarones, que canturreaban con unas mozas del partido por lisonjear a ciertos hidalgos. Callaron al fin. Manuel Ponce prosiguió: -Quedó dispuesto el tablado en la Plaza Mayor. Digo tablado, como teatro y corral que había de ser de la tragedia. Parece que lo estoy viendo: grande, capaz, majestuoso. Bien lo quisierais, Vélez, para vuestras comedias de rumbo. -¿Quién corrió con el aderezo? -Cuatro comisarios del Santo Oficio: Sebastián y Pedro de -297- Aguilar, Juan de Montalbo y Juan de Cuéllar, familiares. Cumplieron con su obligación. Allí vierais el Tribunal, de dosel carmesí, con las armas reales orladas de olivas y espada. -Símbolos de justicia y misericordia. Pero os olvidáis del reo. -A eso iba, Juan Pablo. Y si os parece mal la relación, continuadla vos, que para mí fuera más gustoso entretenerme con estos apetites.

Don Francisco López de Aguilar, íntimo amigo del «Fénix».

-Seguid con la relación -dijo Quevedo- sin descuidar el avisillo. Y aun podéis choclároslo con las anchovas. -Me contenta la penadilla. Pues el reo fue traído a Madrid; y examinado por personas doctas y religiosas, le descubrieron ignorante. Él, soberbioso y engreído, o tal dicen al menos, despreció toda advertencia. No le importaba morir quemado. ¡Y ved por qué extraño contraste era ayer día del mártir San Sebastián! Tarde espléndida de sol, en que enero parecía traer anticipada la recámara de junio, rarezas de este clima infernal de Madrid, tras las pasadas nieves decembrinas. Convocada universalmente esta gran corte, la justicia impidió todo tránsito rodado, para que no hubiese estorbo al curso de la procesión. Aparecieron las calles rica y cuidadosamente engalanadas. Reuniose el gentío frente a la casa del inquisidor general, quien mandó fuesen todos al monasterio de doña María de Aragón, junto a ella, y que de allí saliesen en la forma y orden que para ello dio. Viendo morir mi ropilla con tantos empujones por las apreturas, ajado el cuello y desgarrada su guarnición, comenzando a sentir que me sacaban zumo, aparteme y guarecí debajo el dintel del portal de un carpintero, quizá de familia penitenciada, porque no holgó. Vi pasar entonces una milicia de doscientos soldados, precedida de una cruz, que llevaban el monte de encinas, zarzas y otras leñas para el castigo. Asomó

el carpintero la cabeza, con el martillo -298- en la mano, y quedó con el brazo arriba, suspenso por el terror. La sierra del aprendiz atascó sus dientes, rechinando, en el tronco que cortaba, y el semblante del mancebo compitió con el amarillo de la madera. Pasada la tropa, desfiló el estandarte de la fe con las armas reales e insignias del Santo Oficio, que llevaba don Diego de Barrionuevo, caballero de la orden de Santiago; y las borlas, Juan Lorenzo de Villanueva y Rafael Cornejo, secretarios de Su Majestad en los Consejos de Castilla y Aragón. Iban acompañados de muchos caballeros y familiares, de puestos lucidos, con bastones negros. Seguía otro centenar, todos con sus hábitos, y en el pecho el sello del patriarca Santo Domingo. Era de ver el ornato de sus personas, imponente y lujoso; en sus manos, las velas apagadas, en sentimiento por haberse extinguido en el reo la lumbre de la fe. Venían a continuación setecientos religiosos de todas las órdenes, y, en postrero lugar, la de Santo Domingo, que llevaba por remate, levantada, la cruz verde. Aclarado el desfile y más tolerables las apreturas, abandoné mi refugio e incorporeme a la procesión. Seguía a la cruz el resto de los familiares, comisarios, consultores y calificadores, donde iba lo grave del estado sacerdotal y religioso. Venía después, cerrando la procesión, don Juan de Santa Cruz, alguacil mayor de la Inquisición de Toledo, ricamente vestido con galas ostentosas, acompañado de don Álvaro Pérez de Araciel, comisario de corte, hermano del señor Garcipérez, del Consejo Real; del maestro Sebastián de Mesa y del doctor Juan de la Peña Nisso, curas de San Yuste y San Miguel. Este último tercio de la procesión era gobernado con bastones por Lope de Vega y el licenciado Luis Patral de Olmedo. Marchaba el antiguo «Belardo» grave y ceremonioso; compuesto, pero natural; atento al buen orden; el continente, agradable; y en el rostro, nevadas las sienes, una marcada expresión de profunda tristeza. Sonrió don Francisco López de Aguilar y continuó Manuel Ponce: -Pasó la procesión por Santo Domingo el Real y su plaza, descendió a los Ángeles, a las Descalzas Reales, San Martín y San Ginés, subiendo luego a la calle Mayor y calle Nueva de la Plaza, por donde entró al tablado. Yo corté a escape; por Santa Catalina y Santiago, a la Puerta de Guadalajara, y llegué a tiempo de ver colocar la santa cruz en medio de cuatro blandones con hachas encendidas, braseros, pomos y flores, cuya guarda quedó a los religiosos de Santo Domingo. -299- Y como empezara a cerrar la noche y yo anduviera desfallecido y hambriento, me abrí paso como pude por entre aquel enjambre y entré a reparar mis fuerzas en un bodegón. -Y ¿qué fue de la tropa? -preguntaron los capitanes. -Haría como se acostumbra. Los soldados pasarían con su cruz al lugar del suplicio, que esta imperial villa tiene fuera de la Puerta de Alcalá, a la izquierda, dos tapias en alto de trece varas en cuadro, que se terraplena muy bien. Allí pondrían el monte de encinas y zarzas... Y si vuesas mercedes no lo han por enojo, después se irían adonde Dios fuere servido, a cenar o a ahorcarse, que me canso.

Firma de Manuel Ponce, el narrador de la mayor parte de este capítulo.

-No os amostacéis, Manuel Ponce -dijo Quevedo-, y restauraos con vuestro Ocaña, que habréis de proseguir. «Vino de Ocaña, lo mejor de España». «Vino de Ocaña, quien lo bebe luego salta». Vino con más canas que nuestro Lope, pues ya lo encomia el Cancionero de Baena:

Sabet llanamente que yo vos emplaso con este portero que vos porná plaso, para que vengades pagar el ornaso que todos comistes con vyno de Ocaña.

Yo también «vos emplaso», Ponce. -¡Siempre tan docto, don Francisco! Pues continuaré. -Sí, continuad -dijo el otro don Francisco-, aunque pidáis cien cubas de Falerno y tenga yo de empeñar mi tienda y mis pasteles para pagarlo, que la relación es famosa. A López de Aguilar alegrábasele ya la vista. -Toda la noche de ayer -siguió Ponce- invirtieron los religiosos de Santo Domingo en la guarda de la Cruz, y este gran pueblo en adorarla y festejarla. Emulación del día en -300- luces y concurso. Era la noche una joya negra resplandeciente. Finalizada la ceremonia, el señor inquisidor, acompañado del secretario y alguacil mayor, entró a la cárcel a comunicar al reo la determinación de su causa. Le advirtió de su ceguera y del poco tiempo que le quedaba de vida, y le amonestó con caridad no se perdiese, ni fiase de su ignorancia su salvación. A pesar de sus desdenes, le obligó a tomar la cruz que aborrecía, encomendó su reducción a los religiosos que se quedaron con él, y se retiró con sentimiento de que todo sería inútil. Amaneció hoy, domingo, dispuesto lo necesario para el auto de fe. Fueron nombrados los comisarios de la Congregación para el gobierno del tablado y dar lugares a las órdenes religiosas, nobleza, familiares y ministros. En el altar dispuesto al pie de la cruz, limpio, decente y majestuoso, dijéronse veinte misas y una cantada por frailes dominicanos. La placidez y claridad del día, aun dentro de los rigores de la estación, ha traído a la corte muchos forasteros. No se ponderen las fiestas del año pasado con motivo de la venida del príncipe de Gales. Ni en los toros y cañas del lunes, 21 de agosto, en que entró Su Majestad, estuvo tan concurrida como hoy la Plaza Mayor. Jamás vi repartidos por las ventanas tantas señoras y señores, grandes, títulos, consejeros, etc.; ni nunca, abajo, semejante aglomeración del pueblo, que no bastó a despejarle ninguna humana diligencia. Llegaron los soldados con el reo. Junto a él venía Pedro de Salazar, alcalde de la cárcel del Santo Oficio, galán y lustroso. Cercaban al infeliz religiosos de todas las órdenes, instándole

a su conversión, y fray Manuel de Mola, dominico, que trabajó con él treinta horas continuas. No podré encarecer a vuesas mercedes, señores capitanes, la lástima y piedad que me produjo su presencia. Venía el pobre a caballo... -¿Qué decís? -interrumpió Luis Vélez-. Eso es imposible. Todos los penitenciados he visto marchar a pie. -Sí, tal es la costumbre; pero éste, por orden particular, venía a caballo. -Dice verdad Manuel Ponce -ratificó Anastasio Pantaleón-; así venía, probablemente porque fuese visto y el cansancio no estorbase su redención, o quizá por temor del concurso. -Llevaba coraza y hábito de llamas, como relajado -prosiguió Ponce-, y tras él, el alguacil mayor de la Inquisición. No bien entró el reo en la plaza, se alzó un ruido y griterío ensordecedor, con voces de «¡Muera! ¡Muera!». Un energúmeno que se hallaba a mi lado parecía arrojar las entrañas -301- por la boca; pero a muchos ojos acudieron las lágrimas y en dos o tres ventanas vecinas algunas mujeres se desmayaron. Entraron después, severos, lucidos, pomposos, cien familiares a caballo, y luego la villa. Cada caballero regidor llevaba a su mano derecha los ministros eclesiásticos, comisarios, abogados, consultores y calificadores de fuera y del consejo de la santa y general Inquisición. Aparecía en penúltimo lugar don Juan de la Cueva, fiscal de Aragón, con el estandarte de la fe. Y, por fin, el inquisidor don Gonzalo Chacón, lleno de gravedad, en medio del corregidor don Juan de Castilla y de Félix de Vallejo, el corregidor más antiguo. Subidos al tablado y colocados en la grada más alta, debajo del dosel, dio principio el auto de solo este hombre. Se pregonó que nadie se atreviera a ofenderle. Ocupó el púlpito fray Cristóbal de Torres, con una oración breve y docta; y acto seguido, el secretario Luis de Montalbo Morales pidió a don Juan de Santa Cruz trajese al reo a oír sentencia. Fue el momento de intensísima emoción. Pusieron al pobre sobre dos gradas en alto, en la mitad de los tablados... ¡Dadme de beber! Con fuerte, clara e inteligible voz, comenzó diciendo ser hebreo por parte de madre, y expulso de dos religiones descalzas. Confesó su delito, abajó el tono, trabucaba los términos, deteníase sin atar el discurso, miraba extraviado y balbucía incoherencias... ¡Dadme de beber! Me pareció que estaba loco. Retiráronle. El Tribunal afirmó ser su locura fingida para evadirse de la pena; y, conclusa su causa, se relajó al brazo y justicia seglar. En virtud de la remisión, los licenciados Justino de Chaves y don Juan de Quiñones, tenientes de Madrid, como a hereje pertinaz, le condenaron a quemar vivo, ante Francisco Testa, escribano más antiguo del Ayuntamiento. Despobláronse las ventanas, quedó vacío el tablado. Caía la noche mortal. Oí gritos y bajé a la plaza. Llevábanse los soldados al reo al lugar del suplicio. Iríamos detrás unas setenta mil personas, que no debió de quedar un alma en los hogares. La calle Mayor y gradas de San Felipe, la Puerta del Sol y calles afluentes, balcones, ventanas y tejados aparecían llenos de curiosos, atisbando al lúgubre destello de algunas antorchas. Helaba y habíase alzado viento. Pretendí escabullirme; mas fui impelido a seguir

adelante. Azotaba el Bóreas. Enfilamos por Nuestra Señora del Buen Suceso, calle de Alcalá arriba, hasta las Vallecas; bajamos a las Carmelitas Descalzas y atravesamos la Puerta de Alcalá. Llegó el reo vivo al brasero, cosa bien nueva; y habiéndole dado fuego por partes, el resplandor de las llamas... Levantose en la taberna un alarido disforme. Reñían los -302- «jacos» por unas mujercillas, sacando allí mismo los aceros. Rodaron mesas y tazas, y, a puros golpes, hiciéronse andrajos las ropillas. Anastasio Pantaleón y Manuel Ponce pusieron pies en polvorosa. Gateaban por el suelo Aguilar y Juan Pablo. Un jarro a la aventura levantó un jeme en la cholla de Vélez. Cerraron contra los alborotadores Quevedo y los capitanes, en un torbellino de tajos y reveses. Las izas, terciadas las mantillas al brazo y abiertas las navajas, gritaban viendo al alférez matar a palos las luces. Y mientras Quevedo tenía a raya a los jácaros, los capitanes, destruyéndolo todo con las espadas, rajaron con las dagas los pellejos de vino, produciendo una verdadera inundación. Quedó hecha una pecina la taberna. -¡Ténganse a la justicia! ¡Favor al rey! -gritaban en la calle alguaciles y corchetes. Todos en tropel buscaron la salida, lidiando con la ronda, y huyeron a retraerse al Corpus Christi. Algunos rufianes hallaron sombreros y capas que nadie había perdido.

Vida azarosa de Lope de Vega - Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Vida azarosa de Lope de Vega Astrana Marín, Luis

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- XVII -

Recuerdos.-Luchas de Lope.-Su concepto del arte.-Rapto de Antonia Clara.-El huerto deshecho.-Trágico fin de Lopito.-Muerte de Lope de Vega.

Aquel naranjo no había podido resistir a la helada. En vano Lope lo regaba y volvía a regarlo. Sus hojas ovaladas y verdes afrontaron la entrada del invierno; pero ya no daría más azahar. Sentose, cansado, sobre el brocal del pozo y miró adentro. La verdad, que el caldero era un pícaro servilón; bajaba y bajaba, humillándose hasta el

fondo, extraía el agua que había menester y quedábase afuera. ¡Buen cortesano! Ni exponía, ni exponíase. La cuerda, en vez de servirle de horca, le ayudaba a no caer. Dominaba en el agua, en la tierra y en el aire... Él quiso también haber dominado en el otro elemento, acercose a la hoguera y pereció en su llama. Toda su vida había estado dentro del fuego; no se aprovechó de su calor, y consumiose en él. Tan sencillo símil le trajo a la memoria su existencia pasada. Como su naranjo, ya era inútil el riego: no daría más azahar, ni menos más frutos. Nuestras vidas son árboles; nuestros corazones, sus flores; nuestras obras, sus frutos. Tenemos vida y corazón, y a veces no producimos más que hojas. No estaba satisfecho ni de su vida ni de su obra, y todo lo había dado al corazón. Desde la muerte de doña Marta ni sus mejores amigos lograron arrancarle su negra melancolía. En vano don Francisco López de Aguilar le recordaba sus luchas antiguas por imponer la supremacía de su arte, los émulos y envidiosos que pretendieron cortarle el paso, y cómo había triunfado de todos; los felices instantes de guerras literarias, con sus sobresaltos e inquietudes, réplicas y contrarréplicas, libelos, panegíricos, censuras, vejámenes, cartas echadizas y toda clase de matracas a que siempre fue aficionado el irritable gremio de Apolo. Había entrado Lope barriendo -304- del teatro a la turbamulta de los poetas y tuvo que suscitar recelos y rencores. ¡Cuántas cosas sucedidas en aquellos últimos treinta años afluían a la imaginación! Lope entonces se animaba, alzaba el busto gallardamente, encendíanse sus ojos vivaces y parecía de momento olvidar su estado de ánimo. Si acaso entraba Juan de Piña, aquel conquense tan ingenioso, que había asistido a todas sus horas de felicidad o de amargura, la conversación se hacía ya alegre y risueña, como si los tres fuesen aún jóvenes. Y tocaba a su colmo cuando alguna vez don Francisco de Quevedo, doblando la esquina de la calle del Niño, penetraba en la de Francos, arrastrando la espada, con su paso menudo, la roja cruz de Santiago sobre el pecho, y se introducía en el portal. Pérez de Montalbán, que le conocía en el paso, si estaba en la casa, se escabullía por las habitaciones y desaparecía discretamente; y si llegaba cuando el severo señor de la Torre de Juan Abad se hallaba dentro, asomaba con temor su cara de lechuza y salíase a la calle espantado, cosa que hacía reír a carcajadas a Juan de Piña. Aquella tarde Quevedo venía a despedirse, porque había levantado la casa y marchaba a Medinaceli con el duque, donde acabaría de concertar su proyectado matrimonio con doña Esperanza de Aragón. Esto fue motivo de vayas en la tertulia, a las que hizo coro don Francisco, a pesar de ser a su costa, matizándolas con sus sales. Lope le acusó de abjurar de sus doctrinas sobre los casamientos, y el caballero santiagués dijo que se mantenía hereje y que ya lo estaba padeciendo, porque sus enemigos habían enviado un infame soneto a su futura mujer. Y lo leyó, sospechando que debía ser de Pellicer y Osau,

molesto por la Perinola. ¡Que siempre tenían que padecer a la caterva de escritorcillos chirles! Y recordó los muchos que a él y a Lope les habían ladrado toda la vida. A López de Aguilar vínosele entonces a las mientes la Spongia de aquel pedante gramático de Alcalá, que pretendió pasar una esponja por todas las producciones de Lope y borrarlas del dominio del arte. ¿Dónde andaría ahora? No se había vuelto a saber de él en lo menos seis años. Parece que gozaba de un curato en Helechosa de los Montes. ¡Lindo vareamiento habían llevado el Torres Rámila y sus secuaces con la Expostulatio Spongiae! Todavía Lope se acordaba de sus sátiras contra el pedante, sobre todo del sonsonete famoso:

sastre fuiste y serás eternamente.

-305- La culpa correspondía al bellaco de Suárez de Figueroa, eterno maldiciente y envidioso de los que triunfaban. Allá se fue a Italia y ojalá no volviera. También sabía atacó a Quevedo. El santiaguista se echó a reír y dijo que le apodaba el «antojicojo», epíteto frío y sin gracia de que él no había hecho cuenta, sabedor de que el doctor tuvo que huir niño del hogar paterno, amarillo de cólera y envidia por las ventajas de un hermanito suyo. Tales personas no pueden ofender.

Firma de Lope en sus últimos años.

Juan de Piña se preguntaba si habían sido tan torpes que creyeran la Expostulatio Spongiae impresa en París, cuando corrió con el lindo fraude López de Aguilar. Lope, recobrado su humor, echó una ojeada retrospectiva por otros enemigos: el Pinciano, que mordía sordamente sus comedias, aferrado a las reglas clásicas; Julián de Armendáriz, a quien envenenaban sus aplausos, poeta temprano, que, como muchos, se agostó pronto; Rey de Artieda, que orgulloso se anteponía un «micer», simulaba alabarle y encubiertamente le zahería; Cristóbal de Mesa, que, por haber conocido al Tasso, creyose otro tal y no admitía sino lo que llegaba de Italia; el petulante y vanidoso riojano don Esteban Manuel de Villegas, que se imaginó ser un sol que al surgir apagaba a todas las estrellas poéticas... Aquí dijo Quevedo que el tal no era pariente suyo, ni le tocaba nada, ni por lo de Villegas ni por lo anacreóntico; porque el primero que tradujo a Anacreonte había sido él. Lope citó con amargura a otro enemigo que valía por todos, sublime, gracioso y de ingenio, autor de aquel extravagante Don Quijote, que andaba en lenguas de la fama, de quien nada quería decir porque sabía que don Francisco de Quevedo, allí presente, había sido su amigo y le era muy

aficionado. Aprovechó su Quijote para decir mal de él, y no le perdonaría -306- nunca lo de «la ocupación continua y virtuosa». Aunque todo lo borra el tiempo y ya no le guardaba rencor alguno. Dios perdonara a Cervantes por haber hecho más locos que cuerdos con aquel malaventurado hidalgo de la Mancha, que traía a medio mundo al retortero. Tampoco olvidaba al gran cisne de Córdoba, eterno pretendiente en corte, sempiterno garitero y jugador, murmurador universal de las glorias ajenas, probable judío, que había introducido la secta de los obscuros en el claro y cierto idioma de Castilla. ¡Loco tunante! Un día le envió la siguiente décima:

Dicho me han por una carta que es tu cómica persona sobre los manteles mona y entre las sábanas marta. Agudeza tiene harta lo que me advierten después: que tu nombre del revés, siendo Lope de la haz, en haz del mundo y en paz pe-lo desta marta es.

Nunca pudo atraérsele ni aun elogiándole. Pero allí estaba Quevedo, que lo había enterrado bajo la losa de sus sátiras:

...Yace aquí el capellán del rey de Bastos, que en Córdoba nació, murió en Barajas, y en las Pintas le dieron sepultura.

¡Loco tunante! Con sus aduncos y poros y su nocturnar y sus aves palustres. Más loco que aquel loco que había dado en la extraña manía de apedrearle todos los días su puerta. En otra ocasión le remitió un soneto que comenzaba:

Patos del aguachirle castellana, que de su rudo origen fácil riega, y tal vez dulce inunda vuestra Vega, con razón Vega por lo siempre llana...

a que hubo de contestar:

la Vega es llana, e intrincado el Soto;

y aquel otro soneto, tan frecuentemente repetido, que mató a las cavernosas Soledades y al tuerto Polifemo, que hasta en los personajes de sus poemas había escasez de luz: -307- -Boscán, tarde llegamos. ¿Hay posada? -Llamad desde la posta, Garcilaso. -¿Quién es?-Dos caballeros del Parnaso. -No hay donde nocturnar palestra armada. -No entiendo lo que dice la criada. Madona, ¿qué decís?-Que afecten paso, que ostenta limbos el mentido ocaso, y el sol dipinge la porción rosada. ¿Estás en ti, mujer?-Negose el tino el ambulante huésped.-¡Que en tan poco tiempo tal lengua entre cristianos haya! Boscán, perdido habemos el camino; preguntad por Castilla, que estoy loco, o no habemos salido de Vizcaya.

¡Loco tunante! Y aún estaba haciendo más locos. Pero ya murió. Perdió la memoria. Marchó a Córdoba. Allí acabó de perder el juicio. Dijo bien Quevedo:

Fuese con Satanás, culto y pelado: ¡mirad si Satanás es desdichado!

Recordó después al pintor Jáuregui, que porque los mosqueteros le silbaban

sus ridículas comedias, diciéndole que si quería aplausos los pintara, le echaba a él la culpa. Al fin luego rectificó y quedose en amigo. Quevedo tomó la palabra para añadir que el tal Jáuregui estaba entonces pintando un famoso cuadro de Diego Moreno, cosa que se rió a borbotones por los demás, y que era donde verdaderamente resplandecía su habilidad y su arte. Una risa argentina estalló entonces de una de las ventanas que daban al huerto. Era de Antonia Clara, que, apoyada sobre el alféizar, oía la conversación, mostrando en la blancura de sus dientes un relámpago de lirio injerto en el capullo de rosa de su cara. Había entendido perfectamente la pulla de Quevedo y no pudo reprimirse. Su padre la ordenó que viniese; y ella entonces, desenvuelta y graciosa, cimbreándose de gentileza, con el milagro de hermosura de sus dieciséis años cumplidos y un gesto picaril, se acercó a los reunidos, recitando, como cuando era niña:

...Solicité los poetas; híceme amigo de Lope, porque somos de una tierra... -308- Compré comedias famosas de Montalbán y de Mescua...; las de don Juan de Alarcón todas me salieron tuertas, que, aunque es letrado en derechos, nunca las hizo derechas...

Y corrió como loca, desapareciendo entre risas en el interior de la casa. Su hija le había adivinado, porque, precisamente, iba a cerrar la lista de sus últimos enemigos con el corcoveta. Otros más se le interpusieron en el camino, que no valía la pena recordar, y otros más alboreaban... Ya en vena de conversación y confidencialmente les anunció su deseo de retirarse de la escena. Estaba cansado. Acababa de cumplir setenta y un años. Pocas comedias escribiría ya, y no con otro fin sino que se acordaran de él. Los gustos del público cambiaban; necesitaba renovación, obras de jóvenes. En don Pedro Calderón veía un sucesor digno, que amenazaba alzarse con la comedia. Fuera bien llegado. Él preparaba ahora la publicación de sus Rimas humanas, y con esto y algunas cosillas, su Antonia Clara y sus flores, no ambicionaba más. Había hecho lo que había podido, no lo que quisiera. Forzado a escribir aprisa para vivir, cuando llegó la edad de conocer que pudo haber hecho algo de consideración, vino la vejez y se perdió el gusto y el entusiasmo. Ya en una ocasión se había

dolido de que lo trazado sin otro intento que agradar momentáneamente al vulgo de los corrales, pasara con severidad a la censura de los aposentos. Hablaba verdad:

Necesidad y yo, partiendo a medias el estado de versos mercantiles, pusimos en estilo las comedias: yo las saqué de sus principios viles, engendrando en España más poetas que hay en los aires átomos sutiles.

Su obra, además, reflejaba su vida, y por ello era sincera. Como su vida, pecaba de precipitada, de loca, de ausente de rumbo fijo, de turbulenta. Nadie lo sabía mejor que él. Pero su vida había sido así. Y la comedia humana no distaba mucho de su vida. ¡La comedia de su vida! ¡Más bien la tragedia, el drama! Había vivido mucho y presenciado muchos espectáculos desvanecidos, muchos sucesos dolorosos; las mujeres, muertas; los hijos, ausentes; los amigos, sucumbiendo a mano airada, -309- como el pobre Baltasar Elisio de Medinilla, o en accidentes fatales, como aquel gallardo mozo, don Diego de Toledo, en el regocijo de unas fiestas; vidas rotas, reputaciones caídas, el desastre de la Armada, la ruina española, príncipes en prisión, ministros decapitados, y hasta en el teatro el escándalo y el sacrilegio junto a conversiones penitentes, como la de la Baltasara. ¿Qué podía ofrecerle de nuevo el mundo? Lope era sincerísimo en la intimidad y descubría el pecho a los amigos. López de Aguilar y Juan de Piña callaban. Les había contaminado su melancolía. Sólo Quevedo, estoico puro, que sabía disimularla, les volvió a la realidad del estrépito mundano, aventurando algunos chistes e ingeniosidades y diciendo que bien preparaban con aquellas tristezas a un hombre que estaba a punto de contraer matrimonio. Allá les convidaba en Cetina. Pero en el fondo también se le desgarraba el alma: aquel casamiento le apartaría de sus hijos naturales con la Ledesma. Y reprimió un suspiro. Rieron todos al fin. Las campanas de las Trinitarias, dulce refugio de Marcela, tocaron a la oración y despidiéronse. Lope indicó a Quevedo cuánto estimaría que la licencia de impresión de sus Rimas humanas fuera suscrita por él. Algunos meses más tarde, en 24 de mayo de 1634, Lope daba su adiós a la escena, diciendo en los últimos versos de Las bizarrías de Belisa:

Senado ilustre, el poeta que ya las musas dejaba,

con deseo de serviros volvió otra vez a llamarlas para que no le olvidéis. Y aquí la comedia acaba.

La comedia y su vida. ¡Con qué amargura y tristeza escribiría estos versos! La melancolía ha ido agudizándosele. A veces siente deseos de huir, de viajar, para ver si destierra de sus pensamientos la imagen de doña Marta, que le persigue por todas partes, que no le deja vivir en reposo:

Resuelta en polvo ya, mas siempre hermosa, sin dejarme vivir, vive serena aquella luz, que fue mi gloria y pena, y me hace guerra, cuando en paz reposa. -310- Permíteme callar sólo un momento, pues ya no tienen lágrimas mis ojos, ni conceptos de amor mi pensamiento.

El poeta, al fin, se resigna. Doña Marta ha muerto; pero su verdadera imagen está allí, con él, rediviva en Antonia Clara. A mediados de agosto, en una fiesta, verificada no se sabe dónde (quizá en el propio hogar del dramaturgo, como otras veces, para festejar el cumpleaños de su hija), Antonia cantó, hechizando sin duda a la concurrencia. Su gentileza, su voz y su hermosura prendieron al punto en uno de los asistentes, don Cristóbal Tenorio y Azofeijo de Villalta, caballero de la orden de Santiago y ayuda de cámara de Su Majestad. Hijo de una familia de hidalgos pobres de Morón, había nacido en esta villa en junio de 1600; y como sus padres, Pedro Fernández de Azofeijo y doña María Villalta (el apellido Tenorio lo tomó de su abuelo materno) viesen en el muchacho aplicación y su hacienda fuera poca, le enviaron a Madrid, donde muy joven entró al servicio del conde de Olivares. Debió de acaecer ello hacia 1616. Astuto, sutil, reservado y ausente de escrúpulos, aprendió pronto al lado del conde la manera de hacerse grato por el disimulo, el espionaje y la intriga, pestes de los poderosos y medio infalible de medrar en aquel ambiente corrompido de la corte austríaca de los últimos Felipes. Desde el humildísimo puesto de paje del ayo del príncipe, cuando don Gaspar de Guzmán, al advenimiento de Felipe IV, se convirtió en dueño

absoluto de España, su favorecido Tenorio fue nombrado ayuda de cámara del rey. Y habiendo prometido el monarca al alcalde de casa y corte don Juan de Aguilera un hábito de la orden de Santiago para quien matrimoniase con su hija, don Cristóbal Tenorio solicitó y obtuvo su mano, y así alcanzó la prebenda. Este albor de su encumbramiento nos pinta ya su índole moral. Deslizado tan tortuosamente y a título de esposo en la citada orden de caballería en 1625, le fue fácil en adelante librar los más sabrosos acrecentamientos. Y tanto se le anticipaban las mercedes, que mientras se tramitó el expediente del hábito, con fecha 15 de mayo de aquel curso, le eran concedidos cuatrocientos ducados de renta anuales; y seiscientos más, en agosto de 1632, al vacar, por muerte de otro ayuda de cámara, los novecientos que tenía este asignados. Digno compinche del granuja José González, de Carnero, Contreras y demás facinerosos de la camarilla del Conde-duque, que retrata Quevedo en La isla de los Monopantos, -311- todavía, después del fallecimiento de Lope, en 1635, le era entregada la administración de la encomienda mayor de Castilla, que valía quinientos ducados de renta; ostentaba el cargo de tesorero de la orden de Santiago y nombrábale el rey, en 1642, comendador de Torres y Cañamares, con renta igualmente crecida. Alcahuete y soplón mayor de la corte, un satírico le denomina «atalaya de las salas». En fin, su bellaquería fue tal, que debiéndole todo al Conde-duque, cuando éste en 1643 cayó de la privanza, se apartó de su lado, siguió en Palacio y no cejó en su avaricia -resistiendo la deshecha borrasca que acompañó a todos los amigos del Conde-duque-, hasta conseguir el último ascenso en los ayudas de cámara: la secretaría de audiencia, en 1653. Murió dos años más tarde, a primeros de septiembre, arruinado y casado en segundas nupcias con doña María Suárez de Deza.

Alfonso Pérez, librero, amigo de Lope y padre del doctor Juan Pérez de Montalbán.

He aquí el Tenorio (y no puede parecernos hoy más justo el apellido) que en 1634, a los treinta y cuatro años de su edad y viudo ya de su primera mujer, se enamora en una fiesta de los encantos de Antonia Clara. El bajuno intrigante, el astuto soplón, el chismoso de Palacio, que, por sus ardides y malas artes, de famélico hidalguillo de Morón ha subido hasta prenderse la roja cruz de Santiago con la venera orlada de diamantes, empleará todos los recursos de su infame experiencia lacayuna para seducir a la hija de Lope y atropellar la honra del glorioso poeta. Fácil era la conquista, sin embargo. Fino él, arrogante y dineroso, con la prestancia del palaciego, la joven se le rendirá cuando le jure casarse con ella y coheche a la vieja criada, con oro, en su favor. Siempre que las mujeres piensan, llevadas de la codicia, -312- más derechamente caen en lo peor y son engañadas. Antonia se ve ya la dama de calidad, introducida en el mundo aristocrático, señora del ayuda de cámara del rey, caballero santiaguista con tantos ducados de renta y las mayores mercedes por venir. Unas hermanas fatídicas, las brujas o las parcas, que

si tientan algunas veces a los hombres (susurrándoles en el ávido oído los círculos de oro con que prometen coronarles las potestades ultraterrenas), más veces tientan a las mujeres, le insinúan a la joven sueños de grandeza fastuosa: títulos y honores, joyas y galas, coches y criados, como ha visto en las comedias de su padre, donde la transgresión no impide nunca que todo acabe en casamiento. Y aquella imaginación de diecisiete años, saturada del mundo irreal, fantástico y de color de rosa que a menudo revivió al dictado de Lope, donde todo es posible y nada lleno de amargura, donde triunfa al cabo la virtud, acepta el amor que le ofrece el galán. Ella también quiere vivir como las heroínas de aquellas comedias que tan lindamente suspiran de amor por sus amantes. ¿Acaso no es así la vida? No se detiene a reflexionar. En sus venas mozas brinca por herencia, arrolladoramente, la sangre paternal. Ama con el ímpetu que Lope amó. Con Lorenza y sin Lorenza (esto no lo vio el padre) hubiera caído de todas suertes. La celestina remacha el clavo, ansiosa también de un mundo mejor, que la liberte de la vida estrecha del hogar mísero de Lope. Ella no necesita, como la clásica tercera de Fernando de Rojas, apelar a diabólicos actos, recuestos y ardides para subyugar un corazón que de por sí cede. Su oficio consiste en procurar a todo trance que el poeta no ventee por medio alguno este amor. Así, es preciso que se mantenga en secreto y se resuelva lo antes posible. Por enamorada que se halle, la joven ha de inquirir la razón de este secreto y de esta extraña premura. Entonces viene la tremenda revelación. A solas con Antonia, Lorenza le narra la tragedia de su nacimiento. Ella no es sobrina, como cree, sino hija natural y sacrílega del cura, que se introdujo capciosamente, como capellán, en casa de su madre. Y si sabía que es hija, no lo es como Feliciana, porque su padre era ya sacerdote cuando conoció a doña Marta. Es hija y no es hija tampoco, pues legalmente está bautizada como legítima de Roque Hernández, esposo aún de su madre cuando ella vino al mundo. Lorenza lo sabe muy bien; sirvió al encubrimiento. Allí la única heredera es Feliciana, Antonia ante la ley es una huérfana, tachada, además, por las gentes, de hija del cura. Como Marcela, que avergonzada de -313- que se le huyesen los galanes, se metió monja. El mismo destino le aguarda, si no se aprovecha rápidamente de aquella ocasión. Su hermosura tiene cautivado al caballero. Antonia oye, anonadada. Ya sospechaba algo, porque su padre siempre la llamó hija. Pero se imaginó que era un epíteto de ternura. Se arrasa al fin en lágrimas. Y Lorenza, sobre aquel fuego, aún puede añadir, para convertirlo en incendio, la verdad escandalosa de la vida de su padre, con negros pormenores: todos sus hijos de adulterio están ausentes de él. Terminada su obra terrible, la vieja sirviente apenas necesitó sino esperar que diera su fruto.

Juan de Piña Izquierdo, amigo inseparable de Lope.

Antonia Clara no tuvo en quien descargar mejor su pecho que en su

enamorado. Tenorio le propuso la fuga con todas sus consecuencias. Por su influjo en la corte, nada se podía temer. Se casaría con ella. Legalmente era hija de Roque Hernández de Ayala. La calmó, prometiola un mundo de felicidad a su lado. Sería la mejor dama de la corte. Los Nevares Santoyo recobrarían su antiguo esplendor enlazados con los Tenorios y Villaltas. Él era viudo y no había de pensar en otro amor, ni vivir sino para ella y conforme a su rango. Pero nada con Lope, ni con sus cómicos ni sus amistades. Todavía la muchacha duda, vacila, teme, se inquieta y riñe una batalla en su interior. Es su padre, y ya anciano; atroz ingratitud. Le ama; empero ¿qué puede esperar de él? Si le abandona, morirá de pena. Y si permanece, ¿cuál será su destino? Mas si su padre logra verla casada, como sucederá en seguida, con un caballero como don Cristóbal, ¿no se apresurará a perdonarla y será el más bello desenlace de este historia de amor? ¡No haberle revelado su nacimiento! ¡Hija de Roque Hernández! -314- Menudean sus entrevistas en secreto con Tenorio. Ama profundamente, y, aunque turbada, se decide al fin. Lope nota algo indefinible en su hija, cierta inquietud mal disimulada, mayor compostura en el atavío, mudanza de genio; pero cree que son accidentes inseparables de la mocedad, y no les da importancia. Le parece adivinar el motivo de aquellos cambios de humor. La llama y le comunica que ha pensado buscarle novio; ya tiene edad para casarse; le propondrá alguno. Antonia le contesta (ocupado como tenía el corazón) que no desea casarse por el momento. El padre, intuitivo, y viendo que por aquí no descubre la causa de la alteración de su hija, se desconcierta un poco. La insinúa si le agradará el claustro. Ella lo rechaza igualmente, con su punta de ceño. Lope medita, recela; allí hay algo que no percibe; aquello no es natural, y se pone al acecho; pero nada descubre. La persistencia de la joven en el cambio de humor, acaba por contrariarle. Sigue espiando; desespérase; todo inútil; Antonia y Lorenza, prudentes, no dejan entrever el menor asomo de la situación y de sus planes. El viejo clérigo se pierde en conjeturas; incluso piensa si, como doña Marta estuvo loca, serán síntomas de perturbación mental; desecha la idea por burda. Pero su alma profética, siempre en él tan vigilante, le hace sospechar algo. Entonces se irrita, amenaza; él dará con la causa de todo. Temerosas Antonia y Lorenza de alguna decisión radical (y la criada recordaba el caso de Lopito), disimularon la mayor naturalidad y sosiego, a la vez que concertaban la rápida huida con lo que Lope (que habría terminado por descubrir el asunto) se tranquilizó y confió. Convenido el instante y avisado Tenorio, Antonia y Lorenza aprovecharon una tarde la ausencia del «Fénix», despojaron a toda prisa la casa y huyeron con el raptor. Llegó Lope al anochecer y halló desierto el domicilio; llama, y sólo el eco responde a sus llamadas. Presintió el suceso. Al entrar en su cuarto ve saqueados los muebles; las pocas prendas respetadas, esparcidas;

objetos sin valor del aderezo de Antonia, tirados acá y allá, signos de una fuga precipitada; todas las cosas de valor, las joyas, plata y oro, todo se lo llevaron las fugitivas, hasta Lobillo, el perro. A la deshonra unen el robo. La Naturaleza se venga diente por diente; pero no fue tan atroz el rapto de doña Isabel de Urbina por Lope. El poeta, como siempre, nos cuenta su infortunio, en una égloga en que dialogan dos pastores, Elisio y Silvio. Encubre los personajes. «Elisio» es él propio; «Filis», Antonia Clara; «Lidia», la tercera, y «Tirsi», el raptor. -315- Es una poesía desesperada y emocionante. El montañés «Rosardo» (Roque Hernández), esposo de «Marbelia» (doña Marta) le dejó de ésta a la niña Filis, de edad de tres meses, a la cual rodeó de los mayores cuidados, por ser el alma de sus ojos:

Crecía Filis, y mi amor crecía; que esto de ser platónico y honesto, más parece que amor filosofía. ¿Qué cosa no aprendió? Si bien dispuesto su entendimiento a toda ciencia y arte, de planetas benévolos compuesto, ninguna supe generosa parte de cuantas constituyen aquel brío, que con la honestidad términos parte, que Filis no aprendiese en daño mío, pues tantas gracias fueron el escollo en cuyas peñas se rompió el navío...

El tiempo en que es raptada (agosto), la edad, el nombre del raptor, las circunstancias y la condición social de este detállanse así:

El mes que con espinas se corona... había visto diez y siete veces Filis, y el sol por su inmortal camino la distancia del Aries a los Peces, cuando por mi desdicha y su destino, Tirsi la oyó cantar en una fiesta, Tirsi, zagal del mayoral Felino.

«Felino» es Felipe IV, y con la palabra «zagal» alude a la dependencia palatina del raptor. Lope culpa del rapto más al oro entregado a la codicia de Lidia (Lorenza) que a la pasión de Filis, y relata sus sospechas de este tenor:

Pues como viese yo tanta mudanza en Filis de la vida que solía pasar con menos ceño y más templanza, y que cuando casarla proponía, ningún pastor del Tajo le agradaba, porque ocupado el corazón tenía; que cuidadosa del cabello andaba, y que sin fiesta ni ocasión alguna de las secretas galas se adornaba, y que con más mudanzas que la Luna por las líneas de plata de los cielos ya se mostraba fácil, ya importuna, -316- abrí tos ojos a tener desvelos, porque fue su traición con tanto engaño, que me pesaba de que fuesen celos.

Es de una congoja y una emoción insuperables el momento en que Lope llega a la casa y la encuentra vacía:

Mis penas eran ya menos profundas, cuando una noche, al desuncir los bueyes que desataba ya de las coyundas, pensando que los techos de los reyes no igualaban con Filis mi cabaña, aunque a dos mundos promulgasen leyes, pregunto por mi Filis. ¡Cosa extraña!, que el eco me responde solo y triste y con mi propia voz me desengaña. Pálido el rostro, la color se viste de la turbada sangre, como suele el que al rigor de la sentencia asiste. No hay desdicha que el alma no revele, y así mi temeroso pensamiento no mira engaño donde el miedo apele. Cubriose entonces de un humor sangriento el corazón; las lágrimas heladas no me dejaban ver el aposento.

Las luces de los ojos eclipsadas, pedí favor al llanto, porque hay penas que matan vidas, de no ser lloradas. Tan frío hielo me ocupó las venas, que, como la llamaba y respondía el aire en un jardín entre azucenas, fingiendo mi dolor falsa alegría dije (¡qué tierno amor!, ya le condeno): «¿Eres tú quien responde, Filis mía?». Cual suele en cuadros de jardín ameno descomponer los lazos y labores súbita tempestad de horrible trueno, romper las varas y trocar las flores desconociendo sus primeras plantas y en ramas jaspes confundir colores, así de las reliquias, y no santas, confuso estaba el suelo, y mi recelo, ¡oh, cuántas veces me lo dijo!, ¡oh, cuántas! Yo, triste entonces, convertido en hielo, ya los rotos aljófares cogía, ya los cabellos que dio el peine al suelo; ya la negra sandalia que cubría el blanco pie de Dafne más ingrata, a quien amor y no interés seguía; -317- ya la roseta que los lazos ata, ya las de su cabeza, cuando hicieron en florido jardín sendas de plata; ya las cosas que el rostro compusieron y ocultan las mujeres con cuidado tan grande, de partírsele tuvieron; ya lo que no pudieron por pesado, o porque no les dio lugar el miedo, que corre menos cuando va cargado. Sólo decirte de la Circe puedo que el aposento mismo se llevara, si para conducirle hubiera enredo. Ninguna cosa Lidia perdonara, si venciera el temor su atrevimiento. ¡Ay Dios, si a Filis sola me dejara! Y siendo el que rabió mi sentimiento, el mastín del ganado vigilante, también a la crianza desatento, se fue con ellas; pero no te espante, si pensó que su vida me pagara callar los pasos del secreto amante.

Después Lope nos suministra estos datos sobre el raptor:

¡Oh victoria del oro poderoso, que, en fin, de Lidia Filis conducida, la goza en paz sin la pensión de esposo!... Y habiendo la fortuna levantado de Tirsi el primitivo fundamento, Filis cruel le llorará casado. Cuando enmudece la Justicia, es necio el que la pida: yo a callar me obligo. ¡Oh Filis! Si estás cerca de un desprecio, ¿para qué quiero yo mayor castigo?

Algunos otros pormenores completan el cuadro: que Lope sólo pensaba en ella, que a sus instancias escribía, que tomaba conceptos de la luz de sus ojos... Lo más interesante de la revelación es que, como el raptor pertenecía a la alta corte, resultaba inútil que el poeta acudiese a la justicia. Ni podía, sino a título de denunciante de un rapto, porque legalmente Antonia Clara no era hija suya. Por la calidad célebre de la persona de Lope, el rapto fue la comidilla y murmuración de Madrid. El clérigo, inocentemente, para zafarse, y con una despreocupación inconcebible, negaba que fuese hija suya. -318- El pastor Silvio le dice:

Algunos por tu sangre la tenían.

Y responde Elisio:

De engendrar a criar no hay diferencia: tan engañados como yo vivían.

Y luego:

Criele como pájaro inocente; que si supiera que el traidor tenía por padre un cuervo de su nido ausente, no le criara por desdicha mía.

Reniego imperdonable. Más piadosa con la memoria paterna, con orgullo y con la misma despreocupación (que también parecía heredada), Antonia Clara confiesa sin rebozo en su testamento (2 de octubre de 1664) ser «hija legítima de Lope de Vega y de doña Marta de Nevares, su mujer». ¡Abajo las leyes humanas, el rubor y las hipocresías sociales! Esa era la verdad desnuda. ¡Valeroso temple de señora! La pobre Feliciana, la hija legítima, que representa en el hogar de Lope la fealdad honesta y humilde, tiene que atender a su anciano padre y a su esposo. La casa de la calle de Francos sigue desolada, despojada, huérfana y viuda, como otra Jerusalén. Sobre ella llora también la noche y su lágrima sobre su mejilla, y son enlutados todos los caminos que conducen a ella. Y el viejo poeta, semejante a Jeremías, como ave solitaria, busca los rincones más escondidos para dar rienda libre a su dolor. Pasó el ardiente estío, y volaron en letra las grullas; vino la fructífera otoñada, y sucedió el ronco invierno. No volvería más la fugitiva; no volvió más. Feliciana arreglaba la casa y retornaba al lado de Luis de Usátegui. Quedaba solo el poeta con sus tristezas y su jardín. Era lo único que le habían dejado; sólo el jardín no padeció despojo. Las flores y los arbustos sentían más piedad que su sangre. ¡Sangre bastarda, -319- al fin! Secose el naranjo; pero no sus otros árboles; allí estaban sus dos parras, sus plantas de clavel y de geranio, sus tallos de evónimo, su perenne mosqueta en flor... Una noche todo el jardín quedó arrasado por la tempestad. Hasta los elementos se le mostraban contrarios. ¿Cómo oponerse ya a los designios de la Naturaleza? El mismo viento conspiraba contra él. Y en silencio, como cuando el propio viento se aplaca para dar entrada a la lluvia, lloraba su «Huerto deshecho», dulcemente:

A un tiempo nos quejamos: él con la voz de que le roba el viento las flores y los ramos, y yo de ver que en su furor violento

no respetase Júpiter airado la verde oliva y el laurel sagrado... No bien la blanca aurora los jazmines del pie puso en la plata del coturno que dora..., cuando salí por ver qué fruto alcanza la fe con que sembré tanta esperanza. No siente más fatigas mísero labrador... que yo mi inútil huerto, robado como Hespérides de Alcides... Un árbol, cuyo fruto desatados corales imitaba, volvió la pompa en luto, vengándose un jazmín que le envidiaba.

Arrancan llanto las palabras del poeta; pero cuando nos lo imaginamos sacerdote; cuando vemos que él solo tiene la culpa de las desgracias que le afligen; cuando pensamos que él también ha sabido dejar huertos deshechos y hogares vacíos, a padres en lágrimas, a hijos en el abandono, a esposos en el abatimiento, en la desesperación y aun en la muerte, si no disculpamos la ingratitud de Antonia, si vemos las manos de la gran justicia invisible, que arrojan al dramaturgo en medio de la hoguera de su propio drama. En adelante ya no vivió; se sobrevivió. Y como las desgracias sucédense siempre eslabonadas y ladran las unas en los talones de las otras, para hacerle vivir difunto, vino la postrera. Lopito, el gentilísimo Lopito, tan cruelmente abandonado, -320- moría en las Indias, sirviéndole de sepulcro un lejano mar. No llegó la noticia hasta la primavera de 1635. Lope aún tuvo alientos para llorarle en una égloga piscatoria, cuya frialdad no indica que se sintiera culpable de su triste fin. Pero por dentro iría la llaga. «Viéndole tan triste, Alfonso Pérez de Montalbán (escribe Montalbán, su hijo) le convidó a comer el día de la Transfiguración, que fue a 6 de agosto, y después de haber comido, estando todos tres discurriendo en varias materias, dijo que era tanta la congoja que le afligía, que el corazón no le cabía en el cuerpo, y rogaba a Nuestro Señor que se la templase con abreviarle la vida». En efecto, no sosegaba. Y más por la huida de Antonia que por la muerte de Lopito. Porque, como dice en la égloga Filis citada anteriormente,

La vida se perdona al homicida, y aun el honor, con ser de tanto precio; pero la ingratitud jamás se olvida.

Y como no la olvidara, dio en reinar en ella. El largo tiempo transcurrido, casi un año, sin contraer matrimonio, hacía improbable la reparación por parte del raptor:

Ya me parece que las quejas siento; que ser su esposa es pensamiento vano, porque ha mucho que dura el pensamiento.

Supo, al fin, que el santiaguista, cansado de la manceba, proyectaba otra boda. Su oprobio era ya irremediable. Pasaba los días taciturno, melancólico, sombrío. Se nutría con lo estrictamente preciso para no morir. Si salía a la calle, parecíale que todos le señalaban con su dedo tenso y acusador. El sueño acabó por huir de sus párpados, constantemente abiertos, en una angustia sin tregua:

Baja la noche, y cuanto ilustra y dora Febo, descansa en tierra y mar; yo sólo ni descanso a la noche ni a la aurora. Vase otra vez al contrapuesto polo, y vuelve a hallarme triste y desvelado. ¡Oh, nunca para mí naciese Apolo!

«¡No dormirás más!», parecía gritarle una voz interior, como a «Macbeth» en la tragedia sublime. Lope ha quitado también el sueño a padres, a hijos, a esposos. Por tanto, Lope -321- no dormirá más. Inútilmente, hora tras hora, busca algún remedio para el sueño. ¡Lope no dormirá más! Se le ha huido el día, al que no quiere ver para que no descubra su afrenta, y se le ha huido la noche, porque

A quien no ha de dormir, nunca anochece.

El 17 de agosto fue para él un nuevo torcedor. Recordaba las solemnidades caseras con motivo del cumpleaños de Antonia Clara. Aquel año faltaba el lindo «Sacristán Cordobilla» de otros tiempos, la mejor flor de su jardín, marchita y encenagada ya. Los amigos no lograron mitigar su congoja. Seis días más tarde, con el pie en el sepulcro, aún tuvo alientos para escribir el poema La edad de oro y un soneto a la muerte de un noble portugués. Su carrera literaria había terminado. Moríase de pena. Lo presentía en su corazón: «No saldré de esta», pensaba. Amaneció el día 24, madrugando él al día en el prolongado insomnio de la noche. Era la festividad de San Bartolomé. Rezó con el alba, a las cuatro, el oficio divino y dijo misa en su oratorio particular. Al desvestirse, notó más ingrávidas las prendas sacerdotales, más ligera la casulla, más laxos el manípulo y el cíngulo. Quitose la blanca estola de seda por última vez, el alba y el amito. Había vuelto a rogar a Dios, en el santo ofertorio, que le abreviase la vida, según su voluntad, y se apiadase de sus pecados, para que su alma fuera sana, salva y perdonada. Después de lo solemne de la hora, quedó más puro y tranquilo, como si algo le elevara por encima de la tierra. No tomó el desayuno. Reía la mañana fresca de agosto, inundado de sol el jardín, que había repuesto un poco desde la noche de la tempestad. Las clavellinas rojas y los tulipanes, los geranios y los alhelíes enviaban su perfume en ofrenda a la vida. Lope vaciló. El espíritu estaba dispuesto; pero la carne flaqueaba. ¡Qué hermosas las flores! Cogió una regadera y, ausente de todo, regó complacido, de arriba abajo, el jardín. Después le pareció reprobable el haber cedido a aquella ociosidad y, tomando unas disciplinas, castigó su flaca y rebelde carne. Encerrose en su estudio, y a mediodía sintió frío, o por el frescor de la madrugada, o por el agua de las flores o por el esfuerzo realizado o por todas las cosas a la vez. Comió poco, unos huevos duros y unos fideos; que era viernes, aunque, por padecer una afección a la vista (¡de aquella labor ciclópea de escribir tantos años!), tenía licencia para comer carne. -322- Indispuesto a la siesta, pero cortés en todo momento, se dirigió al seminario de los Escoceses, donde le invitaran para oír unas conclusiones de medicina y filosofía, que durante cuatro días defendió el doctor Fernando Cardoso, o más bien Isaac Cardoso, el célebre filósofo y judaizante. Allí estaba Felipe IV, y allí tal vez, entre el cortejo real, el infame raptor. Los olores de la iglesia, la apretura de la gente, el calor sofocante, la consideración de su desdicha y lo mal que se hallaba, produjéronle un desmayo repentino. Acudieron al punto en su ayuda y condujéronle dos caballeros a la habitación del doctor don Sebastián Francisco de Medrano, muy amigo suyo, que vivía dentro del seminario mismo. Como no se repusiera sino débilmente, trasladáronle a su casa en una silla. Iba febril, pálido, sudoroso y sin fuerzas. Acostáronle y llamaron a los médicos, uno de ellos el licenciado Felipe de Vergara, que le recetaron una purga; y después, como la calentura no cediera (y para

acabar de destruirle), le sangraron. La fatiga del pecho apenas le dejó aquella noche respirar. Ahogábase. Otra noche en vela, y otro día y otra noche después, extenuada, con los ojos abiertos. Le rodearon sus amigos íntimos, con Feliciana y Luis de Usátegui. Todos presintieron el triste final. Al día siguiente, domingo, pasó a verle, por ser amigo suyo y cruzar casualmente por la calle, el doctor Juan de Negrete, médico de cámara de Felipe IV. Le examinó, recibiendo una impresión pesimista; y para que el moribundo lo llevara mejor, le dijo que le diesen en seguida el Santísimo Sacramento, «porque servía de alivio al que había de morir y de mejoría al que había de sanar». Lope, que entendió esta receta de médico político, repuso: «Pues vuesa merced lo dice, ya debe de ser menester». Y para meditar en el trance, se volvió del otro lado. El doctor advirtió al despedirse que se hallasen prevenidos, porque le quedaban pocas horas de vida. Recibió con fortaleza el Viático. Por fin le visitaba Su Divina Majestad. Se le iluminó el semblante. Aunque indigno; a las alturas había llegado su voz. Un religioso allí presente se atrevió a preguntarle si tenía alguna cosa que le diese cuidado. Lope dicen que dijo «que no, que nada le daba pena». Eso refiere el doctor Francisco de Quintana, su amigo y testigo presencial... ¡De ella se moría! Llegó la hora de hacer testamento. Estaban junto al doliente, entre otros, el escribano Francisco de Morales; el médico, Felipe de Vergara; Juan de Prado, platero de oro; el licenciado José Ortiz de Villena, presbítero; don Juan de Solís y Diego de Logroño. Tras las generales acostumbradas, ordenó -323- que su cuerpo difunto fuese vestido con las insignias de la orden de San Juan. Dijo que de la dote de su mujer doña Juana de Guardo hizo de arras quinientos ducados, de que es deudor a doña Feliciana Félix del Carpio, su única hija, a la cual le ofreció cinco mil ducados de dote, «comprendiéndose en ellos lo que a la dicha mi hija le tocase de su abuelo materno»; y añade que, por haber estado él alcanzado, no ha pagado ni satisfecho por cuenta de la dote maravedís ni otra cosa, aunque ha cobrado de la herencia de su suegro algunas cantidades. Mandó se pagaran estos mil ducados y nombró por albaceas al duque de Sessa y a su yerno Luis de Usátegui. Suplica a Su Majestad y al Conde-duque hagan merced a su referido yerno, y nombra por heredera universal a su hija Feliciana. Singular parecerá que en sus últimos instantes se acordara del rey y del privado, favorecedores de don Cristóbal Tenorio, contra el cual no logró de ellos justicia. Tras firmar su testamento, descansó un poco; pero agravándose más, trajéronle la Extremaunción. Llamó a la pobre Feliciana y la bendijo, dulce y sereno. Ya habían avisado a la monja, que rezaría por su padre, deshecha en dolor. De la otra hija de pelícano no se supo nada. ¡Y a ella, sin embargo, afluían todos los pensamientos! Después, Lope se despidió de sus amigos. Iba a anochecer. Apretó entre sollozos sus manos. Le consolaba Valdivielso. Encargó al duque de Sessa el amparo de Feliciana, y dirigiéndose a Juan Pérez de Montalbán, le dijo:

-Doctor, la verdadera gloria es ser bueno: yo trocara cuantos aplausos he tenido por haber hecho un acto de virtud más en esta vida... Se fatigaba. Quiso reposar. Reclinó la cabeza. Pensamientos hasta entonces no pensados acudían en tropel a su imaginación. ¡Noche! Conduce en tus alas obscuras al hermano de la Muerte, para que vierta un suave bálsamo confortador sobre el poeta que tan bien te ha cantado. Aquieta el airecillo juguetón que hace curvar las tiernas ramas del anís flexible, y enfrena las aguas del Manzanares y del Tajo, las del Tormes y del Turia, las del Genil y las del olivífero Betis. Las náyades, Noche, quieren soñar con el poeta en el silencio líquido de su -324- última noche y tejer su corona con lágrimas. Perdónale, Noche, y encúbrele otra vez. Y tú, Luna, que ahora brillas en todo tu creciente y mañana ascenderás al plenilunio, asóciate a la Noche y a Perseo y Andrómeda, y a la Lira y al Cisne, fulgentes al Norte, mientras el Dragón, corriéndose a Occidente en su cortejo a la Polar, se interpone entre ella y el Boyero. Platea los rubios maizales, madura las moras y acalla con tus rayos venustos la última cancioncilla veraniega de los mozos tendidos sobre la ardiente tierra que cubren las parvas. Aduerme la Naturaleza sobre la mitad del mundo, y que los malos sueños no turben con pesares al poeta, que esta noche se despide de las cosas amadas. Así, ¡oh Noche!, baña en el agua bendita del mejor sueño a tu soñador, y no dejes percibir hasta la aurora otra música que la del giro de las estrellas. No fue la noche piadosa con él. Amaneció el Señor a lunes, 27. La respiración, fatigosa, le impedía formar las palabras. Pero la enfermedad no se le atrevió al entendimiento, que tuvo despejado hasta el instante mismo de expirar. No sentía temor a la muerte. Se hallaba familiarizado con ella. Si en la vida somos caminantes y no moradores, ¿por qué tanto miedo a morir? ¿No es dejar una posada, que, con lo confortable de su albergue, nos impide ganar el punto a que vamos? Y en tan larga carrera, ¿parecerá beneficiosa la lentitud de la jornada? Ya transcurrieron veloces los días, agrio su perfume, a semejanza de las naves cargadas de fruta, y el momento de la muerte esperaba en codiciosa herencia nuevo señor. El alma sentíase enferma de estas barreras mortales. Sólo había que hallarse prevenido, y él lo estaba. Era ley, no pena. Sí, pero ¡morir!... ¡Dejar esta vida, esta luz, este calor, esta maravillosa inteligencia!... ¡Apagarse de pronto y quedarse después yerto, y luego ser encerrado en una cavidad fría, abandonado y solo, para allí pudrirse, mientras continuaba el estrépito del mundo, la hermosura de las cosas creadas, bajo millares de revoluciones del Sol!... ¡Horrible, demasiado horrible!... ¿Y si más allá de la muerte no había nada, si la misma muerte era nada, y si el morir era sólo tornar al estado de antes de nacer? ¡Más horrible aún!... Eso no era posible... Nada vuelve a lo que ha sido, ni el Tiempo retrocede jamás... Sí, pero ¡morir!... ¡Oh, que el miedo a la muerte no nos arrebate la

memoria de lo que somos y de lo que hemos de ser! Cristiano creyente, se arrepentía de esta vacilación. ¡Oh, tremenda -325- duda! ¡Perdón, Señor! Recordaba a Lucrecio. Para vergüenza suya, un pagano y ateo le iba a adoctrinar: «¿Por qué, mortal, con tantos extremos tiemblas, temes y lloras la muerte? ¿Por qué? Si la vida pasada te fue dulce y agradable, que no te sucedió desgracia alguna, ¿por qué, harto de vida y enfadado de ella, no te apartas de buena gana y con ánimo igual no admites la quietud? Y si todo te fue azares, desdichas y trabajos, ¿por qué quieres añadir más?». Con él hablaban aquellas palabras. Tras la lucha, se resignó. Redobló sus alientos. En mar dificultoso había navegado, sobre una galera de adversidades y de angustias. Tocaba ya el puerto. Pues cuanto más breve fuera el viaje, menos borrascas tenía que sufrir. Como el navío engolfado -meditó- surca montañas de cristal (escarchado panteón de espuma), y huye de los edificios de la tierra, así se aleja el tiempo en su rápido curso, y desde la juventud se está tan sólo entre dos aguas. Ahuyentemos el temor de la muerte, ya que no podamos ahuyentar la muerte. Él había amado la vida y visto ser cosa tan veloz, que se acaba cuando se goza. Pasó lo que fue; y lo que era, iba a dejar de ser en seguida. Veía ahora la muerte como lo más dulce, como lo más oleosamente aplacador. ¡Sentía en sus párpados ese instante de belleza en que la Deseada no vuelve a tener aquella luz aurífera en los ojos, ni el cielo aquel índigo de festejo! Cesó el trajín de sus potencias, para sólo pensar en Dios. Desde muy temprano estuvieron presentes el duque de Sessa, sus inseparables amigos Juan de Piña y don Francisco López de Aguilar, ya sacerdote; Valdivielso, el doctor Francisco de Quintana, Pérez de Montalbán y otros. Orando fervorosamente ante un crucifijo, con los nombres de Jesús y María en los labios, entregó Lope de Vega su alma al Creador. ¡En un nombre de mujer, el dulcísimo de María, exhalaba su último aliento! Eran las cinco y cuarto de la tarde, bochornosa, como de agosto, y a la hora en que el sol, en descenso, proyectaba esa luz de nostalgia, amarillenta y triste, de los días inmediatos a septiembre. Las calles de Francos, del Niño, de San Agustín, de Cantarranas y de León, solitarias y adormecidas bajo el calor de la siesta, fueron cobrando bullicio y animación. La mala nueva se extendió rápidamente por Madrid. Lope, como se le llamó comúnmente, acababa de fallecer. El viejo poeta, padre del teatro, cuyo nombre había sido proverbio universal de todo lo bueno, dejaba de existir. Desde el vecino mentidero de representantes -326- hasta la más humilde morada, se sintió la muerte de Lope, cuando doblaron las campanas de muchas iglesias al atardecer. Llenose la casa de gente, a ver el cadáver. No se podía dar un paso por las calles cercanas. No se habló de otra cosa en la corte. No se hallaba un semblante sin muestras de dolor. Toda la noche lució la luna llena. A la mañana siguiente, a las once, se celebró el entierro, grandioso y sin precedentes, a costa del duque de Sessa. Madrid entero se echó a la calle, aunque no hubo invitaciones. Llegaron innumerables cofradías con luces,

religiosos y clérigos, la orden de los caballeros del hábito de San Juan, la de terciarios franciscanos, la congregación de los familiares del Santo Oficio y la de sacerdotes de Madrid, que llevaron a hombros el féretro. La concurrencia fue tan enorme, que estaba la cruz de la parroquia en San Sebastián y no había salido el cuerpo de la casa mortuoria. Por las calles afluentes tampoco podía darse un paso. No hubo balcón ni ventana ni coche vacíos. Iba el cadáver de Lope vestido con el hábito de San Juan. Al final del acompañamiento aparecían Luis de Usátegui y su sobrino Luis Fernández de Vega, de luto. En medio, el duque de Sessa, con muchos grandes señores, títulos y caballeros. Solicitó permiso Marcela para que la comitiva pasase por el convento de las Trinitarias. Lentísimamente y con mucha dificultad por la aglomeración, el fúnebre cortejo tomó la calle de Francos, llegó a la de San Agustín y ascendió a la de Cantarranas. Allí Marcela, arrasada en llanto, contempló desde la verja de su clausura los restos de su padre. El entierro continuó por la calle de León, plazuela de Antón Martín y calle de Atocha, a la iglesia de San Sebastián. Esperaba la real capilla, con música. Colocose el féretro pobre el túmulo levantado y comenzó la misa de «requiem» con gran solemnidad. Terminada y dicho el último responso, la gente prorrumpió en ayes y clamores al ver quitar del túmulo el cuerpo para trasladarle a la bóveda. Antonio de Herrera, escultor del rey, vació en cera la cabeza del dramaturgo. La gente desfiló contristada y silenciosa. En los ojos de muchos apuntaron las lágrimas. Los amigos de Lope despidiéronse mudos de aflicción y pena. Allí quedaba para siempre la gala y la alegría del teatro, el creador de mundos populares, en el tercer nicho de la bóveda, bajo el altar mayor. En la misma iglesia yacían su padre, su hermana Isabel y doña Marta. -327- Un documento coetáneo, descubierto por el muy erudito académico don Agustín G. de Amezúa, dice así: (corregida la mala lectura de una palabra y en transcripción moderna): «Año de 1635. A 27 de agosto murió Lope de Vega. Hízose su entierro con gran aplauso a costa del duque de Sessa, compitiendo sobre traer su cuerpo a San Sebastián los familiares del Santo Oficio, los caballeros de San Juan, la Congregación de los Sacerdotes de Madrid y los Terceros. Trajéronle los sacerdotes. Predicó en las honras del duque el maestro fray Ignacio de Vitoria, agustino; en las que le hicieron los comediantes, fray Francisco de Peralta, dominico, y en las que le hicieron en San Miguel los sacerdotes, el doctor Francisco de Quintana. La villa de Madrid pidió licencia para hacelle honras en forma de villa, y se lo negó el Consejo: gran necedad». Y al margen (por donde se ha venido en conocimiento del nombre del raptor): «Lope murió de pena de que Tenorio le sacó una hija». La negativa del Consejo muestra que, sin duda a causa de su vida irregular, la persona de Lope (combatida, además, por muchos envidiosos y émulos de su gloria en sus últimos años), no gozaba de predicamento en las esferas oficiales. Pero «gran necedad», como dice el historiógrafo, fue llevar esta ojeriza hasta más allá de la muerte.

Pasado el novenario, imprimiéronse los tres sermones de los religiosos aludidos, más una Oración fúnebre del doctor Fernando de Cardoso. Después, el amigo y discípulo del «Fénix», Juan Pérez de Montalbán, preparó su Fama Póstuma, donde incluyó una biografía, no poco lamentable, del dramaturgo, y ciento cincuenta y tres panegíricos de otros tantos escritores, la mayoría de escaso relieve. Apareció esta obra en 1636, y aunque en ella figuran Luis Vélez de Guevara, don Francisco de Rojas, Solís y otros, faltan los principales ingenios: don Francisco de Quevedo Villegas, don Pedro Calderón de la Barca, Tirso de Molina, don Juan Ruiz de Alarcón, Mira de Amescua, don Alonso de Castillo Solórzano, don Esteban Manuel de Villegas y muchos más, algunos positivamente enemigos de Lope; pero casi todos con ceño sólo contra Montalbán, como Quevedo. Uno de los colaboradores de la Fama, don José Pellicer de Salas y Tovar, poco estimado de Lope y a su vez censor malévolo del «Fénix», emite sobre él este juicio: «Gozó sin litigio Lope la fama en la mocedad; aguardábanle las contradicciones para la vejez. Ninguno se atrevió a competirle; todos le tributaron obediencias, hasta que la modestia se transformó en atrevimiento y la desconfianza se -328- descaró a temeridad». Y más adelante: «Hicieron oposición a las excelentes prendas de Lope algunos enemigos poderosos, que le obligaron a naufragar peregrino varias veces». En el mismo año publicáronse en Venecia unas Essequie poetiche, ovvero lamento delle muse italiane in morte del signor Lope de Vega, bajo los auspicios del embajador español en aquella república, don Juan Antonio de Vera, conde de Roca. Fue el colector Fabio Franchi, quien dice vino a Madrid (primeramente en 1630) con el principal objeto de conocer a Lope, «come quello dell illustre gaditano, che venne a Roma sol per vedere Tito Livio». Constan dichas Exequias de ciento cuatro composiciones en prosa y verso, tributo de Italia al gran poeta popular español. El cadáver de Lope fue sepultado en la parroquia de San Sebastián en concepto de depósito, mientras el duque de Sessa construía un suntuoso mausoleo de mármoles y bronces, según se dejó decir en el soneto siguiente, que no sabemos quién le escribiría:

¡Oh Lope, ingenio todo admiraciones y admiración de los ingenios!, vive; vive a mi fe, que pira te apercibe en mi dolor, a eternas duraciones. Verás constantes mis veneraciones, que en láminas del alma, el alma escribe, y de mi amor, en oblación, recibe el corazón nevado en corazones. ¡Quién pudiera tu ingenio merecerte (oh fama de ti mismo), por pagarte lo que sin él no puedo, no, deberte! ¡Quién pudiera tu espíritu heredarte, para honrarte a finezas de la muerte tanto cuanto en la vida supe amarte!

Luego veremos cómo nada de esto cumplió.

-329-

- XVIII -

Rastros de las amantes.-Feliciana, Antonia Clara y Marcela.-Últimos descendientes.-Extravío de los restos de Lope de Vega.-Final.

Y al correr de los años, ¿qué se había hecho de Elena Ossorio? ¿Y qué fue de Antonia Clara? Diremos antes de otras mujeres, que no sobrevivieron al poeta. Sea la primera de todas la primera en su amor: «Marfisa». De «Marfisa» apenas sabemos nada, ni siquiera su nombre. Pudo llamarse María Fernández. Pudo llamarse de otro modo. «Criámonos juntos 'Marfisa' y yo, como habéis oído; y aunque es verdad que fue el primer sujeto de mi amor en la primavera de mis años, su malogrado casamiento y la hermosura de 'Dorotea' me olvidaron a un tiempo de sus méritos, como si jamás la hubieran visto mis ojos». ¿La volvieron a ver? Ella, después de enviudar de aquel grave jurisconsulto, volvió a casarse con un hombre de letras, que salió con un honroso oficio fuera de España; reenviudó pronto de nuevo, y al fin, matrimonió por tercera vez con un militar español. La dio mala vida y matola de celos de un amigo suyo. De doña Antonia de Trillo hay noticias más concretas. También contrajo segundas nupcias, antes de 1601, con cierto Pablo Moreno, músico, criado de Su Majestad, el cual falleció en 14 de marzo de 1623. La doble viuda vivió con alguna comodidad el resto de sus días, pues conservó las casas de la calle de las Huertas, que hacían esquina a la plaza del Matute. Murió en 6 de octubre de 1631, en un cuarto de otra casa de la misma calle; y como no dejó hijos ni descendientes legítimos forzosos, pues falleció muy pronto una hija que tuvo con Puche, distribuyó parte de sus bienes en distintas mandas y encargó a su confesor, Agustín de Guadalajara, clérigo de menores, que dispusiera del remanente de su hacienda conforme se lo había comunicado. No parece que Lope, tras el escandaloso proceso que por amancebamiento se les formara -330- en 1596, y cuyo resultado se ignora, reanudase sus relaciones con ella. Igual con Elena Ossorio. Aquel odio de Lope (luego de tanto amor), que aún duraba en 1593, cuando compuso su comedia El dómine Lucas:

... perjura, infame rama del linaje Ossorio,

debió de extinguirse a raíz del perdón de Jerónimo de Velázquez, en 1595. Como Lope no picara el anzuelo que le tendió al quedarse viuda, las relaciones permanecerían rotas para siempre. Ni odio ni amor. Sólo cuando uno de ellos subsiste puede esperarse alguna avenencia. Ella perdió a su madre en 25 de abril de 1606, y a su padre en 28 de mayo de 1613. Su hermano, el doctor Damián Velázquez de Contreras, contra los dicterios de Lope sobre su insuficiencia en leyes, hizo carrera en las Indias. Trasladose allí antes de 1599 y volvió en 1620 para concertar el casamiento de su hija Jerónima con el licenciado Melchor de la Cueva y arreglar la hacienda que tenía en Madrid. Regresó a América en 1620, tras dejar nombrada a Elena administradora de sus bienes. Fue Damián consultor del Santo Oficio, alcalde mayor de La Habana y fiscal e inquisidor apostólico de Cartagena de Indias. Desde allí enviaba a menudo dinero a su hermana. Además, ella poseía por privilegio real de 26 de octubre de 1600, un juro de veinte mil maravedises anuales sobre la renta de los puertos secos entre Castilla y Aragón, sin contar una casa en la calle de la Greda y dos en la de Lavapiés, más otra contigua, de su hermano, que administraba. Estas tres últimas eran las casas que compró Jerónimo Velázquez en la calle aludida: dos juntas, cuyas espaldas daban a la calle de la Comadre, y la otra enfrente. La en que vivió Elena hacía esquina a la calle de Valencia. Bien por la administración de los bienes del doctor Damián, bien por la herencia de sus padres, ora por el fruto de sus galanteos, o como quiera que fuese, la ex amante del poeta pasó su vida en desahogada posición. Y aun le entraron pujos de señorío, pues acabó firmándose «doña» Elena Ossorio desde 1625. Mucho sonreiría Lope al verla así transformada. Y ella, cuando contemplase la gloria, ascendida hasta la categoría de mito, de su antiguo galán, no podría reprimir una satisfacción profunda, viéndose inmortalizada en sus versos. La historia de sus amores y sus odios era del dominio general. -331- Sí, ya anciana, conoció La Dorotea, removería las cenizas de su juventud, y alguna chispa acaso iluminase su viejo corazón. Tal vez se encontraron muchas veces. Tal vez se hablaron. Quién sabe si, entre las lágrimas que se vertieron en la muerte de su poeta, se desprendió alguna de aquellos ojos. Elena sobrevivió casi dos años a Lope, pues falleció el 25 de enero de 1637, octogenaria. Volviendo a la familia del dramaturgo, apenas sabemos de los frailes, sus hijos, del trinitario fray Luis de la Madre de Dios, hermano de Marcela,

que en la biografía que de ella trazaron las monjas, se le llama «religioso benemérito de nuestra sagrada descalcez»; ni menos del franciscano fray Vicente (Fernando Pellicer en el mundo), hijo de ignoramos qué madre. A uno de ellos, juntamente con otra hija, y al amigo de Lope, don Francisco López de Aguilar, se refiere con aviesa intención un soneto que dirigió al «Fénix» don Luis de Góngora:

Antes que alguna queja luterana convierta a Hernandico en mochilero, y antes que algún abad y ballestero le dé algún saetazo a Sebastiana procuradles, hoy antes que mañana, como padre cristiano y caballero, a la una un seráfico mortero y al otro una domínica campana. Si os faltare la casa de los locos, no os faltará Aguilar, a cuyo canto salta Pan, Venus baila, Baco entona. Él se aprovechará de vuestros cocos, de su rabazo vos, que es todo cuanto se pueden dar un galgo y una mona.

Pero si Hernandico parece identificable con Fernando Pellicer, ¿quién era Sebastiana? ¿Otra hija de Lope, que precedió a Marcela en el claustro? Probablemente, porque Góngora no había de inventar semejante nombre, y la fecha del soneto, en que Lope comienza a hacer gestiones para entrar en religión a Fernandico y a su hija (hacia 1613), excluye a Marcela y a Feliciana. El poeta se pasó la vida sembrando el mundo de comedias y de hijos, y no debe extrañarnos otro más, ni que a su muerte dejara descendencia desconocida. El único vástago legítimo, doña Feliciana, al fallecer su padre, se trasladó a la calle de Francos desde la de la Verónica, -332- donde vivía con su esposo. Ambos publicaron en septiembre y octubre, respectivamente, de aquel año de 1635, las partes Veintiuna y Veintidós de las comedias de Lope, por él mismo preparadas; y en julio de 1637, a costa del duque de Sessa, La Vega del Parnaso. A pesar de esto, no parece que el prócer favoreciera mucho a Feliciana, contra el encargo de Lope en su testamento. Tampoco Felipe IV cumplió su promesa de agraciar con un oficio a la persona que matrimoniase con la hija del dramaturgo. Ella, pues, y Luis de Usátegui, cuyo vanísimo y pomposo cargo de «oficial de la secretaría del Real Consejo de las Indias de la provincia del Perú» le

producía bien poco, vivieron con notable descomodidad. Muerto el gran poeta, nadie se acordó ni de él ni de su familia. Su propio editor y caro amigo, Alonso Pérez de Montalbán, apretaba en su testamento, en 29 de diciembre de 1649, por la cobranza de ciertas deudas: «Ítem, declaro que yo tengo una casa en la calle de los Majadericos, que compré de Lope de Vega Carpio, la cual tengo pagada mucho más de lo que vale, porque, después de muerto el dicho Lope de Vega, me pusieron pleito sus hijas, diciendo que... yo no podía comprar la dicha casa siendo del dote de su madre, y me pusieron una demanda..., y por evitar pleitos les di quinientos ducados a ciertos plazos..., y no me han entregado la escritura; mando que el día que yo fallezca se venda la casa... Ítem declaro que yo he tenido muchas cuentas con Lope de Vega Carpio, que sea en gloria, y de todas ellas me quedó debiendo dos mil reales...; mando que se cobren...». La avaricia del librero no le hacía recordar, ni aun en el lecho de muerte, lo mucho que había ganado con las obras de Lope. Pero de estas y otras pretensiones de Pérez de Montalbán supo defenderse valerosamente Feliciana. Tuvo dos hijos con Luis de Usátegui, doña Agustina, que profesó en el convento de la Encarnación de Arévalo, y Luis Antonio, bautizado el 31 de julio de 1369. Feliciana falleció, viuda, en 6 de junio de 1657, nombrando por tutora, curadora y administradora de la persona y bienes de su hijo a su hermana Antonia Clara. Esto indica que la hija predilecta de Lope y causante de su muerte, se fue a vivir al cabo con su hermana, arrepentida sin duda de su negro proceder. Al fallecimiento de Luis de Usátegui, Feliciana quedó muy pobre, hasta el punto de tener que ir vendiendo los muebles de la casa. Antonia le ayudó y alhajó de nuevo la morada de la calle de Francos. Una cláusula del testamento lo muestra: «Ítem declaro que todos los bienes muebles que al presente están en la dicha mi casa, -333- donde vivo, son y pertenecen a la dicha doña Antonia de Vega, mi hermana, y que en ellos no tengo parte ni derecho, que antes la dicha mi hermana me ha hecho merced y buena obra de servirme de ellos de mucho tiempo a esta parte...». La lega, en fin, el quinto de sus bienes. Luis Antonio (el segundo nombre le fue impuesto por su tía), menor de dieciocho años, se hallaba entonces en Barcelona al servicio del marqués de Mortara. Hizo carrera en la milicia, heredó luego a Antonia, y en 1674, siendo capitán de infantería en los estados de Milán, y hallándose en Madrid, vendió en 13 de julio la casa de la calle de Francos a la traviesa cómica, divorciada de Luis Ortiz, Mariana Romero. En don Luis Antonio Usátegui y Vega se extinguió, pues, a lo que parece, la línea legítima (ya femenina) del dramaturgo inmortal. En cuanto a Antonia Clara... Mucho, naturalmente, se han ensañado los biógrafos con ella. No sólo por su conducta entregándose a aquel auténtico Tenorio, sino por su vida posterior. Sin embargo, si no admite disculpas el abandono de su padre y su huida con el raptor, en lo demás sólo se puede proceder por conjetura. Don Cristóbal Tenorio, hombre de probada ruindad, la engañó, indudablemente, al no casarse con ella; empero no hay prueba que la abandonara. Antonia mantuvo excelentes relaciones con su

familia y sobrevivió nueve años a su raptor. Falleció soltera, en su casa de la calle de Francos, el 3 de octubre de 1664, nombrando heredero universal de sus bienes a su citado sobrino Luis Antonio de Usátegui, con mandas para distintas personas afectas a Lope. Su testamento es interesante (misterioso en algunas cláusulas), y nos trae recuerdos de la vida del poeta. Comienza llamándose, nada menos (ya lo hemos comentado) «hija legítima de Lope Félix de Vega y de doña Marta de Nevares, su mujer». Deja por testamentarios a Pedro de Prado (de la conocida estirpe de «autores») y doña Jacinta de Morales, hija del famoso actor Pedro de Morales y de la no menos famosa actriz Mariana Vaca, que tantas obras representaron de Lope. A esta doña Jacinta, viuda, le dona una reliquia de dos imágenes; a Mariana Vaca, su sobrina (que no hay que confundir con la anterior), renombrada también en la escena, hija de Juan de Morales Medrano y de la célebre Jusepa Vaca, unas aguaderas de plata, etc.; a su hermana sor Marcela, treinta ducados para un velo y todas las imágenes de bulto que hay en su casa, dos niños Jesús, el San Juan, una imagen de Nuestra Señora, el San Isidro y el cofre con todas las figuras que se ponen en el altar del Nacimiento la noche de Navidad, -334- imágenes que pertenecieron a su padre y que en su mayoría consérvanse aún en el convento de las Trinitarias. Hace también otros legados a su sobrina Agustina, la monja de Arévalo, y a una Mariquita Díaz por identificar. Confiesa tener varias deudas de importancia, muestra evidente de una espléndida posición venida a menos. Debe al referido Pedro de Prado 2.850 reales, más seis doblones de a dos y cien ducados de vellón, y diversas cantidades fuertes a don Jacinto de Lemos, a don Pedro de Monforte y a la ministra del convento de las Trinitarias. Pero sin contar la parte que le corresponde en la propiedad de la casa de la calle de Francos, las joyas entregadas en prenda de sus débitos revelan una riqueza casi fastuosa. En efecto, posee fuentes de plata, palancanas, aguaderas y bandejas del mismo metal, cuatro sortijas de diamantes y rubíes, una de ellas con diecisiete de los primeros; un rosario de coco guarnecido de oro, con unos hábitos de Calatrava de oro por extremos, balajes guarnecidos de piedras preciosas, una caja de retrato de oro con un cerco de diamantes y rubíes, piedras bezoares, búcaros, con filigrana de plata, ricos vestidos de peñasco de Valencia y seda, guardapiés de Damasco, una pluma de oro, diamantes y porcelana, tasada en doscientos ducados de plata... ¡Arruinó a Tenorio! No cabe duda, le arruinó, porque consta que, a pesar de la inmensa fortuna acumulada por tantas donaciones reales, murió pobre. Le arruinó. Se ha supuesto, deducido de esa venera de Calatrava remate de oro del rosario, que confiesa poseer, si sería fruto de martelo con algún cruzado por tal orden; si acabaría en una de aquellas damas cortesanas de celosía y pajecillo, que sólo recibían visitas de gente rica y principal, nobles, genoveses o indianos, como aquel don Vela que cohechó a la madre de Elena Ossorio. Yo no me persuado a esto; el rosario pudo pertenecer a doña Marta. El hecho de que Tenorio muriera arruinado es bastante explícito; y el de que ella tuviese las joyas en empeño, demostración de que el galán

había fallecido y Antonia seguía una vida retirada. A mayor abundamiento, queda un apartado por demás significativo. Es aquel en que ordena le digan tres mil misas de alma, más doscientas por el ánima de su padre y otras cien por quien tuviere alguna obligación. Por don Cristóbal Tenorio, sin duda, a quien había querido y de quien conservaba, a pesar de todo, un grato recuerdo. Murió como cristiana, pidió que la amortajasen con el hábito de San Francisco, profesa de la Orden Tercera, y encargó, -335- finalmente, su sepultura en la iglesia del convento de las Trinitarias, donde vivía sor Marcela de San Félix. Se enamoró de un hombre, y lo arrostró todo por él, en el hervor alocado de una juventud seguramente mal dirigida. Acarreó la muerte de su anciano padre. Grave fue su falta, Pero su amor a la familia y su conducta piadosa hacen resaltar patente su arrepentimiento y mueven al perdón. Todas estas vidas, tan agitadas, tan azarosas, que llenan la carrera vital de Lope, que nacen de su primer impulso borrascoso y mueren con él, se prolongan en un sentido de purificación, aromadas por el ejemplo de Marcela. Marcela sola ha sabido vivir su vida, ni trágica ni vulgar. Marfisa, Elena, Isabel, doña Antonia, Micaela, doña Juana, Lucía, doña Marta, Feliciana, Antonia, todas ellas estuvieron más allá o más acá del punto de su deber o de su equilibrio. Unas consintieron, otras dejaron consentir; ninguna, o por débil o por fuerte, podía crear felicidad en torno suyo. Marcela se apartó a tiempo. Había participado del desorden que rodeaba a su padre; su belleza suscitaba querellas y estocadas nocturnas; gustaba de galas y atavíos. Un día vio el peligro seguro, y, asqueada, quiso vivir para sí. Su padre le había dicho en la dedicatoria de El remedio en la desdicha: «Dios os guarde y os haga dichosa, aunque tenéis partes para no serlo». Lo sería. Lo fue. En el convento de las Trinitarias, donde dejó imborrable recuerdo de virtuosa, se conserva un grueso manuscrito en 4.º, de 560 páginas, todo él autógrafo, de Poesías de la R. Madre Sor Marcela de San Félix. En él hay breves piezas dramáticas que compuso para representarse ante la comunidad con motivo de profesiones de monjas. En una loa, en que ella misma hizo el papel de escolar, recuerda su origen:

Yo soy un pobre estudiante, tentado de ser poeta, cosa que por mis pecados me ha venido por herencia; porque ello es que qualis pater, talis filius, etcétera...

Abundan los romances lindísimos: al jardín del convento, a la soledad de

las celdas, a un pecador arrepentido, y otros de carácter ascético, algunos encabezados con pasajes de prosa robusta. Era excelente poetisa y literata, indudablemente, y -336- cobró fama y autoridad dentro y fuera del claustro. «Pobre de mí (decía a las religiosas), que he venido a hacer más ruido que hacía en el mundo, donde era una desvalida que no merecía que me mirasen a la cara». Repartió las horas del convento en los ejercicios de piedad y el cultivo de la poesía. Sobrevivió treinta y seis años a su padre, falleciendo, octogenaria, en 9 de enero de 1688. Fue dos veces ministra de su convento. En otro manuscrito que conservan las Trinitarias, de biografías de varias religiosas de la orden, se halla la Vida de sor Marcela, donde se lee al final: «Tal fue la madre Marcela de San Félix, nacida en Madrid, cuyos progenitores nos ha ocultado el olvido o el misterio; sólo ha quedado memoria de haber sido muy cercana consanguínea del P. Fr. Luis de la Madre de Dios, religioso benemérito de nuestra sagrada descalcez, y del famoso poeta español don Félix de Vega, que en los últimos años de su vida venía a decir misa a la iglesia de las madres, por atención a su virtuosa parienta». Ignoraban las monjas que Marcela era de Toledo y no de Madrid, e ignoraban también (o fingían ignorarlo) que el parentesco de Lope no podía ser más consanguíneo. Resta agregar que además de decir misa allí con frecuencia, desde la profesión de su hija, apenas hubo solemnidad o nombramiento de prelado que el gran poeta no celebrase con sus versos. En las Trinitarias no sólo había una parte de su ser, sino una parte también de su arte, que prolongaba su espíritu. Las aficiones poéticas de Antonia, en que tanto confiara, se malograron. Sólo heredó su espíritu Marcela. Corrió el tiempo de ágiles pies. ¿Qué fue de los restos de Lope de Vega? Que España ha sido indiferente y olvidadiza en los despojos de sus grandes hombres no habrá que ponderarlo. Apenas se conservan las cenizas de ninguno; queremos decir de modo que puedan reconocerse. Unas se han perdido, otras, ignóranse (que tanto vale); algunas, como las del Cid, fray Luis de León, etc., se controvierten. ¡Y si tan sólo el olvido tocara a la persona! Los huesos de las tres figuras más grandes de nuestras letras, Cervantes, Lope de Vega y Quevedo, no pueden recabarse hoy. Todos yacen mezclados con los de otros difuntos. La pérdida de los de Quevedo se explica, enterrados fuera de Madrid, en un lugar de la Mancha. Pero ¿cómo en la corte, la sede de las letras, en consorcio con el mundo intelectual, en la capital de España, han podido perderse las cenizas de Cervantes y de Lope de Vega? Y no a -337- causa del mucho tiempo transcurrido, sino que se perdieron inmediatamente, cuando aún alentaban familiares y amigos de los finados. Ya hemos visto que Lope fue sepulto en la Iglesia de San Sebastián, en el tercer nicho de la bóveda, debajo del altar mayor. La noticia es de su discípulo, el doctor Pérez de Montalbán. Otro tanto asegura en sus Anales de Madrid León Pinelo, historiador contemporáneo. A pesar de referencia tan indubitable, no se comprende cómo don Ramón de Mesonero Romanos, en su Nuevo manual histórico-topográfico-estadístico y descripción de Madrid

(1854) y posteriormente en El antiguo Madrid (1861), dijera que Lope fue sepultado en el segundo nicho del tercer orden. He aquí sus palabras: «La iglesia parroquial de San Sebastián, tan poco notable bajo el aspecto artístico como importante por su extendida y rica feligresía, ya dijimos que compartió esta con la de Santa Cruz cuando se construyó en 1550, tomando la advocación de aquel santo mártir por una ermita dedicada al mismo, que hubo más abajo, hacia la plazuela de Antón Martín. El cementerio contiguo a esta parroquia, que da a la calle de las Huertas y a la ya mencionada de San Sebastián (antes llamada del Viento), era uno de los padrones más ignominiosos de la policía del antiguo Madrid; y así permaneció hasta la construcción de los cementerios extramuros, en tiempo de los franceses. Recordamos haber escuchado a nuestros padres la nauseabunda relación de las famosas «mondas» o extracciones de cadáveres que se verificaban periódicamente, en una de las cuales fueron extraídos de la bóveda, confundidos y arrumbados, los preciosos restos del gran Lope de Vega, que yacían sepultados en ella en el segundo nicho del tercer orden, no de la Orden Tercera, como dice algún documento, donde buscándole nosotros hace pocos años, con el difunto cura de aquella parroquia señor Quintana, hallamos la lápida que dice estar enterrada en aquel sitio la señora doña N. Ramiro y Arcayo, hermana del vicario que fue de Madrid». Mesonero Romanos, buen escritor, pero poco docto, que llenó de inexactitudes sus historias anecdóticas, topográficas y estadísticas de Madrid, todavía amplió en la primera serie de su Panorama matritense el error sobre el «segundo nicho del tercer orden», escribiendo acerca de la monda o extracción de restos verificada en la iglesia de San Sebastián en 1805, que «según nuestros cálculos y noticias, llevó envueltos en ella los preciosos restos de Lope de Vega». Tales «cálculos y noticias», que no concreta en qué se apoyan, resultan una lamentabilísima -338- equivocación, según recientes investigaciones. Y ha sido conveniente desvanecer las fantasías de Mesoneros Romanos, porque, sin examinarlas a fondo, las aceptaron los biógrafos posteriores. En efecto, Lope fue enterrado debajo del altar mayor de la referida parroquia, en el tercer nicho, en calidad de depósito, mientras el duque de Sessa construía aquel suntuoso sepulcro que dijo le preparaba:

...que pira te apercibe en mi dolor, a eternas duraciones.

Naturalmente, estos depósitos se hacían mediante una cantidad anual, que iba renovándose; un verdadero alquiler. Oigamos aún al duque:

¡Quién pudiera tu ingenio merecerte (¡oh, fama de ti mismo!), por pagarte

lo que sin él no puedo, no, deberte!

Pues bien: al año de ser enterrado su cariñoso amigo (28 de agosto de 1636), el que «tanto en la vida supo amarle» se negaba a pagar el alquiler de la sepultura, «trayendo de palabras de hoy para mañana» (tal consignan las cuentas de fábrica) al mayordomo de la parroquia. Tenía el duque fama de tramposo, libidinoso, necio y trapisondista. No es mucho, pues, que a la par, fuera ingrato. En resumen: que no pagó aquel año, ni pagó los siguientes. Y murió sin pagar, contra las continuas exhortaciones de la parroquia a que lo hiciera. No sólo murió sin pagar, sino que en su testamento nada dijo sobre que se pagara. Reclamaba la parroquia la suma del depósito, y los herederos del duque no quisieron abonar lo atrasado ni correr con los gastos de lo venidero. ¡A ellos con Lope de Vega! ¿Qué les importaba? La paciencia de los acreedores se agotó, y ya la parroquia (iban a cumplirse veinte años) amenazó, si no se la pagaba, con exhumar y arrojar al osario de la bóveda (no a otro sitio) los restos del «Fénix». Como no se satisficiera lo adeudado, debió de cumplirse la amenaza. En 1658 se exime al mayordomo de su cargo, prueba indudable de ello. Por las cuentas de mayordomía de fábrica se ve que los sepultureros Pedro de Cárdenas y Pedro Fernández de Castedo -339- (¡cómo vienen a la memoria los grave-diggers de Hamlet, que encuentran la calavera de Yorick!) reciben «por los ahondamientos que han hecho en ciento setenta y ocho sepulturas hasta lo firme de la tierra, desde Navidad de mil seiscientos cincuenta y cuatro hasta San Juan de este año de seiscientos cincuenta y ocho, a razón de cuatro reales cada uno», la cantidad de 672 reales. Ignórase por qué sitio comenzarían su monda los sepultureros. Si siguieron el orden de los nichos, siendo de los primeros el de Lope, quizá fuese a parar al osario de la bóveda en los últimos días de 1654 o a principios de 1655. Como la capilla de Nuestra Señora de la Novena no se construyó hasta 1664, ni la capilla vieja tenía más de seis sepulturas, y esas para sus congregantes, y el osario y cementerio de la calle de las Huertas sólo se destinaba a los de la Cofradía de la Sacramental, los restos de Lope no pudieron echarse sino al osario de la bóveda, donde reposan, sin duda, pues de aquí no se han sacado restos para ningún otro lugar. Por tanto, como no pudieron llevarse al cementerio de la calle de las Huertas (error de Mesonero), no corrieron la triste suerte de que, al suprimirse el cementerio a primeros del siglo XIX, se uniesen a los que se transportaron en espuertas y carros, mezclados en macabra confusión, a los nuevos camposantos extramuros de Madrid. Un pensamiento nos asalta. ¿No pudo suceder que la piedad de algún aficionado del poeta, sabiendo que iban a desaparecer sus restos, intercediese y lograse que se dejara intacta su tumba? Debiera procederse

a una excavación en aquel sitio, que lo dilucidaría. Lo lamentable de este asunto es que ni entre los escritores del tiempo, ni entre la infelicísima familia de Lope se levantara una sola voz, si no para erigirle un monumento, a lo menos para pagar lo adeudado a la parroquia y evitar el desahucio del nicho. Pero corrían malos vientos entonces para España. Desquiciábase la gran monarquía. Se habían perdido Portugal y el Brasil, guerreábase en Cataluña, andaba revuelta Andalucía, Italia y Flandes; se perdía todo. La gran España, la luminosa España de los primeros tiempos de Lope no volvería jamás. Iba a sucederle la tétrica España de los finales de Felipe IV. ¿Quién se había de acordar de Lope? «A últimos de febrero de 1644 (escribe Luis Fernández-Guerra en el prólogo a las Comedias escogidas de Moreto) el Consejo Real y Cámara de Castilla reduce el número de las compañías de farsantes, reforma sus trajes, establece una previa y rápida censura, manda que en -340- adelante no se puedan representar comedias de inventiva propia de los que las componen, sino historias y vidas de santos, y condena los libros de Lope de Vega, que tanto daño habían hecho a las costumbres». Era una cruzada contra el teatro y contra su creador. El mismo año, por decreto de 7 de octubre, y con motivo de la muerte de Isabel de Borbón, ciérranse los locales de comedias. Sólo se permitieron los autos del Corpus. Dos años después, por el fallecimiento del príncipe Baltasar Carlos, la prohibición fue definitiva. Dispersáronse los actores: unos cambiaron de oficio, otros marcharon a la guerra. No quedó compañía alguna. A la llegada del Corpus, el Consejo pedía cómicos para las danzas; y como no los hallase, comisionaba a alguaciles y corchetes para que los prendieran y embargaran sus bienes, a fin de obligarles a trabajar aquellos ocho días. Mas no hubo autos sacramentales, ni aquel año ni en el de 1647. Temerosos aún los censores de que pudiera volver el pasado orden de cosas, no cesaban en memoriales y libros de arreciar en sus campanas, señalándole al rey los inconvenientes del teatro, causa de todas las calamidades públicas. ¡Aquel Lope de Vega! Don Gaspar de Villarroel, arremetía así contra el dramaturgo en 1656: Mille comoedias fertur composuisse Unus, quibus plura peccata invexit in orbem quam mille daemones. ¿Quedaba algo todavía? Pero el cierre de los teatros ocasionó la ruina de los hospitales, que los explotaban. Se permitieron entonces, débilmente, no las comedias, sino algunas representaciones de autos en los «corrales», por un mes, en los días siguientes al Corpus; y a los pocos histriones que restaban se les autorizó luego (para que no se murieran), a dar «particulares» en casas de nobles, embajadores, conventos y aun en Palacio. El arte agonizaba al mismo tiempo que la nación. Lope de Vega no podía ser comprendido ya. Su nombre era tea de discordia. A su muerte seguía el silencio; a la incomprensión, el menosprecio. Después... Plagiado, mutilado, disfrazado, desfigurado, refundido, se le despojó con saña, y sobre su túnica teatral se echaron suertes... Pero las Edades le rehabilitarían en su inmortalidad, despertando su

culto, y una nueva liturgia entonaría otra vez el viejo cántico: Creo en Lope Todopoderoso, Poeta del cielo y de la tierra... -341- Tal fue la vida de este varón singular, grande en sus yerros y grande en sus aciertos, extremado en sus amores y extremado en sus odios. Virtuoso, sin conocer el término medio de la virtud, y vicioso sin alcanzar el del vicio. Monstruo de Naturaleza y monstruo en la Naturaleza. Su vida fue su amor. Vivió de lo que había gozado, y murió de lo que había vivido. Y su comedia fue su drama.

Fin de la obra