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COCKTAIL/COCTEAU Frederic Strauss ME QUEDO CON VOSOTROS* R eencontrar a Jean Cocteau cineasta es de entrada, aceptar perderse en un labe� rinto de identidades donde el poeta nos conduce al periodista, el periodista al dandy mundano, el dandy mundano al opióa- n_o, el opióm�no al pintor y el pintor al poeta, sm que el emga del hombre Cocteau ese hilo de Ariadna viviente, parezca poder de�enredar- se. Tantos rostros, tantos espejos donde Coc- teau, como los personajes de sus películas se re- fleja para mejor desaparecer. «Un cockta' de los Cocteau», ironizan los surrealistas, molestos por ese «tocarlo todo» en el que el arte consiste en no obedecer a ninguna regla («No he querido nunca pertenecer a una escuela porque las es- cuelas empiezan en pie y terminan sentadas») y no pretender dictarla jamás («Por nada en el mundo quisiera que pudiera creerse que me pongo coo ejemplo y pido que se me siga. El Testamento de Oeo es la ejecución de un terre- no que me resulta propio y que sería stidioso si se convirtiera en género»). Presente siempre en todos los entes creati- vos, «invisible a erza de debilidad y mons- truosamente visible por esta razón»' como él mismo se describía, Cocteau se ha dxpuesto a las críticas, diana ideal al abrigo de errores y de contradicciones. Es esta lta de conrt lo que nos llega de Cocteau porque nos habla del ci- neasta, de un ancotirador de la cinematograa en el que la intransigencia es la única y más be- lla manera de mantener el diálogo con los de- �s: «No ay que hacer nunca nada para el pú- bhco» decia Cocteau antes de citar esta ase de Goethe: «Cuanto más se encierra uno en sí mis- mo, más se arriesga a encontrar almas aterna- les». Moral de un cineasta, que sabiendo su pre- sente abocado al estrépito de la polémica y del malentendido, se dirige al turo. Cocteau ha sido escuchado: su vida tura acompaña desde hace no pocos años el presente de numerosos cineastas. EL TIEMPO NO EXISTE Un día de 1953, Cocteau envió un juguete a uno de su ahijados. Genial equivocación: el ni- ño se convirtió en coronel. El sentido común del tiempo y de la duración le ha ltado siempre magníficamente a Cocteau. Lo que asombra de su� películas es precisamente que el tiempo no existe... Trenzado, condensado estirado el t�epo traviesa Oeo y El staento de Óeo sm edtrse en una escala conocida de duración 54 y en Los padres terribles como en El águila de dos cabezas, _ donde se rompe el turo y resurge el pasado, pierde de nuevo, bajo una apariencia más miliar, todo anclaje. Es el tiempo de una vida, el espacio de unas horas o el instante infi- nito de la muerte. Y len qué época? «Coo les guste» decía Cocteau. Extraño en el presente el cineasta hubiera podido contentarse con e¿tar por delante de su tiempo pero su punto de re- rencia no está en la modernidad demasiado re- lativa. Es la eternidad, esa parte del absoluto que reconocía en Picasso cuya pintura sabía «ir más aprisa que la belleza» para alcanzar una li- bertad sobre la que el tiempo no tiene poder. En Dey, donde las películas guardan como sueños tantos recuerdos de Cocteau, hay el mis- mo des o de escapar a la razón del tiempo. Asig� nar al simple presente la visita al Hotel de las Locuras dramáticas de Sangre de un poeta o la encrucijada de la milia de Tres plazas para el 26 sería traicionar el secreto y disipar la magia. Más allá de los homenajes directos (Piel de burro y la cita llida de Parking), es sin duda en el co- razón de esta ga temporal donde ha tenido lu- gar el reencuentro entre los dos cineastas-. Las películas de Cocteau rara vez llegan a tiempo, las de Dey, igualmente, están siempre un po- co aladas de la realidad de la cual surgieron. Ni adelantadas ni retrasadas, las películas pertene- cen, según Cocteau, a la única actualidad capaz de durar: la inactualidad. HAY QUE CREER EN EL SUEÑO «Lo que hace lta es vivir juntos el mismo sueño, y es eso lo que hace el cinematógra. Salvo que no es un sueño lo que les enseñan incluso si creen que es un sueño: es un sueñ� que se ha dormido de pie», decía Cocteau. «Ha- gamos un sueño»: tres palabras que tienen el poder evocador y la simplicidad del eterno «Era- se una vez», tres palabras que abren la puerta de la imaginación por donde el cineasta se desliza como un ladrón, dejando a otros la tarea de en- trar con pesadas llaves (en particular las del psicoanálisis del que Cocteau ha desconfiado siempre). «Dormido de pie», arrancado a la imaginería del sueño, el sueño deja de ser lo contrario a la realidad y es su lado arbitrario. Coger una rosa, borrar con su mano el gesto de una boca: en La Bella y la Bestia y La sangre de un poeta bastan estos gestos cotidianos para metamorsear el orden de las cosas. El sueño es un derrapaje im- previsible y violento. La reina de El águila con d ? s caqezas tal v z no sueña cuando ve al rey, diez anos despues, repentinamente reencarna- do. Pero, tal vez también no hace sino soñar o bien es ella misma quien es soñada coo' la Princesa de Oro. Oro: «Iré hasta �quel que da estas órdenes». La Princesa: «Mi pobre amor... él no vive en ningún sitio. Unos creen que piensa en nosotros, otros que él nos piensa.

COCKTAIL/COCTEAU · sente abocado al estrépito de la polémica y del malentendido, se dirige al futuro. Cocteau ha sido escuchado: ... 26 sería traicionar el secreto y disipar la

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COCKTAIL/COCTEAU

Frederic Strauss

ME QUEDO CON VOSOTROS*

Reencontrar a Jean Cocteau cineasta es de entrada, aceptar perderse en un labe� rinto de identidades donde el poeta nos conduce al periodista, el periodista al

dandy mundano, el dandy mundano al opiórna­n_o, el opióm�no al pintor y el pintor al poeta, sm que el emgrna del hombre Cocteau ese hilo de Ariadna viviente, parezca poder de�enredar­se. Tantos rostros, tantos espejos donde Coc­teau, como los personajes de sus películas se re­fleja para mejor desaparecer. «Un cocktail' de los Cocteau», ironizan los surrealistas, molestos por ese «tocarlo todo» en el que el arte consiste en no obedecer a ninguna regla («No he querido nunca pertenecer a una escuela porque las es­cuelas empiezan en pie y terminan sentadas») y no pretender dictarla jamás ( «Por nada en el mundo quisiera que pudiera creerse que me pongo corno ejemplo y pido que se me siga. El Testamento de Orjeo es la ejecución de un terre­no que me resulta propio y que sería fastidioso si se convirtiera en género»).

Presente siempre en todos los frentes creati­vos, «invisible a fuerza de debilidad y mons­truosamente visible por esta razón»' como él mismo se describía, Cocteau se ha dxpuesto a las críticas, diana ideal al abrigo de errores y de contradicciones. Es esta falta de confort lo que nos llega de Cocteau porque nos habla del ci­neasta, de un francotirador de la cinematografía en el que la intransigencia es la única y más be­lla manera de mantener el diálogo con los de­rn�s: «No �ay que hacer nunca nada para el pú­bhco» decia Cocteau antes de citar esta frase de Goethe: «Cuanto más se encierra uno en sí mis­mo, más se arriesga a encontrar almas fraterna­les». Moral de un cineasta, que sabiendo su pre­sente abocado al estrépito de la polémica y del malentendido, se dirige al futuro.

Cocteau ha sido escuchado: su vida futura acompaña desde hace no pocos años el presente de numerosos cineastas.

EL TIEMPO NO EXISTE

Un día de 1953, Cocteau envió un juguete a uno de su ahijados. Genial equivocación: el ni­ño se convirtió en coronel. El sentido común del tiempo y de la duración le ha faltado siempre magníficamente a Cocteau. Lo que asombra de su� películas es precisamente que el tiempo no existe... Trenzado, condensado estirado el t�ernpo �traviesa Orfeo y El Testalnento de Órjeosm rnedtrse en una escala conocida de duración

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y en Los padres terribles como en El águila de dos cabezas,_ donde se rompe el futuro y resurgeel pasado, pierde de nuevo, bajo una apariencia más familiar, todo anclaje. Es el tiempo de una vida, el espacio de unas horas o el instante infi­nito de la muerte. Y len qué época? «Corno les guste» decía Cocteau. Extraño en el presente el cineasta hubiera podido contentarse con e¿tar por delante de su tiempo pero su punto de refe­rencia no está en la modernidad demasiado re­lativa. Es la eternidad, esa parte del absoluto que reconocía en Picasso cuya pintura sabía «ir más aprisa que la belleza» para alcanzar una li­bertad sobre la que el tiempo no tiene poder.

En Derny, donde las películas guardan como sueños tantos recuerdos de Cocteau, hay el mis­mo desé:o de escapar a la razón del tiempo. Asig� nar al simple presente la visita al Hotel de las Locuras dramáticas de Sangre de un poeta o la encrucijada de la familia de Tres plazas para el 26 sería traicionar el secreto y disipar la magia. Más allá de los homenajes directos (Piel de burro y la cita fallida de Parking), es sin duda en el co­razón de esta fuga temporal donde ha tenido lu­gar el reencuentro entre los dos cineastas-. Las películas de Cocteau rara vez llegan a tiempo, las de Derny, igualmente, están siempre un po­co alejadas de la realidad de la cual surgieron. Ni adelantadas ni retrasadas, las películas pertene­cen, según Cocteau, a la única actualidad capaz de durar: la inactualidad.

HAY QUE CREER EN EL SUEÑO

«Lo que hace falta es vivir juntos el mismo sueño, y es eso lo que hace el cinematógrafo. Salvo que no es un sueño lo que les enseñan incluso si creen que es un sueño: es un sueñ� que se ha dormido de pie», decía Cocteau. «Ha­gamos un sueño»: tres palabras que tienen el poder evocador y la simplicidad del eterno «Era­se una vez», tres palabras que abren la puerta de la imaginación por donde el cineasta se desliza como un ladrón, dejando a otros la tarea de en­trar con pesadas llaves ( en particular las del psicoanálisis del que Cocteau ha desconfiado siempre).

«Dormido de pie», arrancado a la imaginería del sueño, el sueño deja de ser lo contrario a la realidad y es su lado arbitrario. Coger una rosa, borrar con su mano el gesto de una boca: en La Bella y la Bestia y La sangre de un poeta bastan estos gestos cotidianos para metamorfosear el orden de las cosas. El sueño es un derrapaje im­previsible y violento. La reina de El águila con d?s caqezas tal v�z no sueña cuando ve al rey, diez anos despues, repentinamente reencarna­do. Pero, tal vez también no hace sino soñar o bien es ella misma quien es soñada corno' la Princesa de Orfeo. Orfeo: «Iré hasta �quel que da estas órdenes». La Princesa: «Mi pobre amor ... él no vive en ningún sitio. Unos creen que piensa en nosotros, otros que él nos piensa.

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Otros que duerme y que nosotros somos su sue­ño ... su mal sueño».

El cine de Cocteau está obsesionado por un sueño que vive siempre más allá de las aparien­cias del onirismo, un sueño en el que la lógica no depende de ningún inconsciente, rebelde a la interpretación. Sin decoro, el sueño impone cru­damente su propia verdad. «Somos ebanistas. Esto afecta a los espíritus cuando después vie­nen y quieren hacer girar la mesa».

Es la misma magia que encontramos en Lla­mas de Adolfo Arrieta ( que acaba de realizar Los Caballeros de la mesa redonda de Cocteau) donde el sueño, desembarazado de las formas tradicionales de su puesta en escena, no explici­ta y no justifica jamás su existencia: Caroline Loeb amaba a un bombero escapado de su loca imaginación o del cuartel vecino, que había en­trado simplemente por la ventana de su habita­ción para mostrarle el mundo bajo otro ángulo. Arrieta y Cocteau creen que la realidad se nos puede escapar y saben que, de ese vuelo sólo el sueño puede ser responsable. El sueño hipnoti­za lo real.

LA POESIA ES EL OLVIDO

Cocteau poeta siempre ha sido contemplado con sospecha por el cineasta que no ha dejado de denunciar la falsedad de la ecuación donde se le quería encerrar: Cocteau no utilizaba el cine para hacer poesía, es la poesía quien le utilizaba para hacer cine. El poeta no era pues el super-yo del cineasta. Cocteau no ha dudado en formular hasta el infinito este deseo de estar a merced de la poesía así como los personajes de sus pelícu­las estaban a merced del sueño, (se encuentra en la mayoría de sus escritos y sus entrevistas) sin duda porque en justicia lo consideraba como su más extraña pero también más esencial para­doja. «Radiguet me enseña el gran método. El de olvidar que se es poeta y dejar que el fenó­meno se realice sin darnos cuenta», escribía él, o bien aún, «jamás seré mi maestro. Estoy he­cho para la obediencia [ ... ] Es esta participaciónpasiva lo sorprendente. Decido y no decido.Obedezco y dirijo. Es un gran misterio».

NO TEMAS NI A LA AUDACIA NI A LA LOCURA, ESTO ACONSEJABA COCTEAU A LOS JOVENES CINEASTAS

Las historias que nos narran las películas de Cocteau trazan los retratos de víctimas sublimes de la poesía: La Bestia, un hombre encerrado en la trampa de un universo fabuloso, el poeta so­brepasado por su creación en La sangre de un poeta, Stanislas de El águila de dos cabezas, con­denado por tener aspecto de salir de un cuadro y el mismo cineasta, en El testamento de O,feo, atravesado por una lanza en el momento en que, volviendo la espalda a una estatua, iba a olvidar los poderes de la poesía.

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Es precisamente por el rechazo, la ignorancia o el olvido de la poesía que estos personajes seconvierten, inocentemente, en modelos poéti­cos para el cineasta. Sin duda habría que estarciego para no ver la poesía de las películas deCocteau, pero hay que estar ciego, en sus pelí­culas, para reencontrarla en su camino.

La verdad de la poesía es un vacío en la me­moria, su mentira es su propia enunciación. En dos películas, Carax ha experimentado esta dua­lidad estética, tan pronto captando la pureza poética en la vuelta de un plano, tan pronto pro­pulsándola ante la escena para iluminarla con toda su experiencia. En el arte de la poesía, Ca­rax parece ver cada vez más claro. La silueta de Cocteau, reconocida en un café de Mala sangre. lNo hubiera estado más en su sitio en el de Chi­co busca chica?

LO MARAVILLOSO ES UN ORDEN

Según Cocteau, lo maravilloso debe «atacar

«El testamento de O,feo» (1960), de lean Cocteau.

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por sorpresa al cineasta». Podemos tomar esta metáfora marcial al pie de la letra: en las pelícu­las de Cocteau lo maravilloso tiene el rigor de un plano de guerra. Desde el Tribunal de Or­feo a la arquitectura geométrica del Testamento de O,feo, las peligrosas reglas de la partida de cartas de Sangre de un poeta a las que la Bestia impone a la Bella, siempre es el orden quien ha­ce brotar lo maravilloso, armado de precisión para escapar de lo bonito y de algunos otros tó­picos delicados o románticos a los que se tiene tendencia a conducirle. (Hay que leer el diario de rodaje de La Bella y la Bestia para hacerse una idea de la rabia y la lucha de Cocteau contra las imprecisiones artísticas, emblemas de magia hoy muy antiguos cuyo uso le costaba prohibir­se a Alekan).

El orden y la preocupación por las reglas son como la confesión del pudor de Cocteau para quien lo maravilloso estaba en principio asocia­do al espectáculo de un universo interior, al re­conocimiento de sus dioses y sus demonios, a

Cocteau en el rodaje.

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una cuestión de intimidad, en definitiva. Ha­ciendo del cine, como él decía, un simple vehí­culo de lo maravilloso, negando a las imágenes el derecho a forzar el sentido y a caricaturizar la forma, Cocteau ha conseguido preservar su ima­ginería de la banalización del simbolismo. El alumno Dargelos, las estatuas, los espejos: las mitologías personales de Cocteau siempre están intactas. Estas han atravesado sus películas a buena distancia de los códigos de representa­ción y de los escollos de la divulgación. El ci­neasta jamás ha querido acabar con el secreto, y todo su respeto por lo maravilloso se lee en su manera de haberlo respetado.

Difícilmente se puede dejar de pensar en Pa­radjanov al reponer las películas de Cocteau. Su imaginería barroca se libera a través de una eco­nomía de la forma y un equilibrio de los colores que retiene, como en Cocteau, la fórmula silen­ciosa de lo maravilloso. La imagen de la sangre de una granada cayendo para dibujar Armenia al comienzo de Sayat Nova podría ser invención de Cocteau. Lo maravilloso nunca es naif.

(HUIR DE LAS IDEAS RECIBIDAS DE CUY A ENSEÑANZA REBOSA EL CINE)

LO IRREAL ES REALISTA

Después de Cocteau pocos cineastas se han aventurado a atravesar los espejos. Se adivina, es verdad, su desconfianza ante una imagen tan fuerte que no puede reponerse de ahora en ade­lante sin pasar por el recuerdo. Pero de golpe, los espejos, se han convertido en objetos feti­ches del manierismo: se filman escenas enteras donde se reflejan las teorías narcisistas del man­do. Es el genio de la óptica de Cocteau: haber visto inmediatamente en los espejos el proble­ma planteado a su ojo de espectador (lqué hay detrás?), y no una idea de puesta en escena ofre­cida a su inspiración de cineasta. Desde enton­ces, el secreto de lo que esconden los espejos sólo podía ser el sueño de un espectador: una imposible profundidad abriéndose sobre un mundo desconocido. Y los trucajes inventados por el cineasta no podían confundirse a las má­quinas de los laboratorios, era preciso que fun­cionasen en el mismo momento del rodaje, ante los ojos del equipo, el primer público.

En Cocteau, todo nos conduce al placer de la vista y a la felicidad de la magia de un cine de infancia. Evidentemente no es difícil compren­der cómo vuela Cegeste en El testamento de Or­feo o cómo un collar de perlas se transforma en cuerda en las manos de una de las hermanas de la Bella. Cocteau no ha hecho jamás un misterio de sus juegos de manos y valoraba su preciosa fragilidad: «O bien cuida demasiado su trabajo o bien no lo cuida lo suficiente. Raramente se en­cuentra en el hueco que cojee con gracia».

La transparencia no puede romper el encanto de estos trucajes cuyos efectos se sitúan en la

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frontera indeterminada del artificio mecánico y de la mirada visual. La belleza no se resuelve. Ese momento impreciso en que el imposible se transforma en una acción real es siempre formi­dable en Cocteau. Con los medios de a bordo, cuyo poder fue el único en comprender, su mi­rada vuelve a visitar el mundo donde acorralaba al azar, a la escucha de la magia que pudiera sur­gir: en el rodaje de El testamento de Orfeo, se es­cucha el motor de un avión a reacción en el mis­mo momento en que la lanza de la estatua atra­viesa el cuerpo de Cocteau. El efecto es sobre­cogedor.

Es este arte de constuir lo fantástico lo que nos llega todavía cuando, en ciertos cineastas americanos, Spielberg y Coppola sobre todo, la tecnología reencuentra un poco de inocencia. Es Nastasja Kinski caminando sobre un hilo en Onefrom the heart, o la luz de la antorcha del niño de ET cuando avanza en la noche con la misma fas­cinación que Cocteau caminaba ante lo desco­nocido, lo visible y lo invisible.

LOS CUERPOS SON SENTIMIENTOS SIN RESOLVER

La sangre de un poeta originalmente era un proyecto de dibujos animados. Cocteau cambia de opinión y en lugar de inventar sus personajes con cuerpos de tinta y de papel, hace llegar a se­res de carne ante su cámara. La diferencia final­mente es bastante pequeña: los cuerpos se mue­ven en La sangre de un poeta con una libertad que no es de su mundo, tan dúctiles como silue­tas de cartón. La vida se dispara, haciendo girar a todo lo que se mueve (lo vivo) y todo lo que está condenado a no moverse (la materia muer­ta) con el manejo de las formas.

Igual que había reconocido en los espejos la clave de sus fobias de espectador, Cocteau iden­tificó desde su primera película, a las estatuas como al cuerpo enigmático que, en el cine, po­día tomar el relevo de sus dotes de dibujante. En La sangre de un poeta, las estatuas comien­zan a moverse y a hablar; más tarde en La Bellay la Bestia y El testamento de Orjeo, estas matan. Dar vida a estos cuerpos de piedra no tenía nada de fantasía. La libertad de los objetos siempre es seria en Cocteaú. Semejantes a fantasmas reves­tidos con los despojos de sus propias vidas, los seres de contornos imprecisos a los que da for­ma el cineasta sólo están atados al mundo por una frágil presencia (metamorfosis del cuerpo del poeta en La sangre de un poeta, prodigiosa li­gereza de Cegeste) y a menudo dolorosa (sufri­miento del Príncipe en la fantástica piel de la Bestia, rigidez hierática de la Princesa que in­tenta desesperadamente resistirse a la pasión de la otra vida). Estos cuerpos animados de con­trastes nos invitan como en Los caníbales de Manoel de Oliveira, a desconfiar de las aparien­cias, su belleza se desvanece, en Cocteau, tras los subterfugios. Deslumbrado por los cuerpos,

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el juego de Cocteau con la carne y la materia ha sido, en el fondo, una danza con la muerte, combate de la seducción sobrenatural con la verdad del amor. Las historias de amor más be­llas son las historias de amor imposibles y son las únicas que nos narran las películas de Coc­teau. Sólo Truffaut se ha apoderado en El hom­bre que amaba a las mujeres, La habitación verde o La mujer de al lado, de tal sentimiento de fas­cinación por un cuerpo y en haber hecho unatortura que tan sólo la muerte, como en El águi­la de dos cabezas, puede resolver. Aburrimientomortal de la inmortalidad decía Cocteau al finalde La sangre de un poeta: la muerte es para él,como para Truffaut, una manera de alcanzar laeternidad apaciguada de un sentimiento.

HAY QUE DESOBEDECER

«No temas ni a la audacia ni a la locura», eso es lo que aconsejaba Cocteau a los jóvenes ci­neastas. Huir de las ideas preconcebidas de las que el cine rebosa ( «Cuando se sale de un lado hay que entrar en otro: falso, sin ninguna im­portancia»), desobedecer a todos los principios de puesta en escena que oponen «al accidente, al imprevisto, a la anarquía un muro infranquea­ble». No hacía falta mucho más para que Coc­teau se convirtiera en uno de los padres espiri­tuales de las películas «underground» y, más ge­neralmente, del margen estético o económico del cine. Almodóvar, con La ley del deseo y, en menor medida, Spike Lee con She's gotta have ithan prolongado el libre albedrío estilístico de Cocteau. (Habría que citar también -y el re­cuerdo del célebre festival del Cine Maldito aún no está lejos- las películas que probablemente nunca veremos en Francia: Lookingfor Langsto­ne de Isaac Julien, estudio poético -entre otras cosas del cuerpo masculino o Chameleon Streetde W endel B. Harris, construido en gran parte alrededor del universo de La Bella y la Bestia.Películas independientes que son manifiestos en favor de la identidad negra u homosexual). Pero decididamente Cocteau no se ha dejado caer en la trampa de ninguna etiqueta y, mien­tras que el margen de la vanguardia se convierte en una nueva forma de convenio, él le opone la audacia de la tradición con el clasicismo de Lospadres terribles. «Hago esto contra el conformis­mo anti-conformista», declara el día de su entra­da en la Academia Francesa. Del margen al cen­tro, Cocteau hace de vínculo entre todos los de­seos del cine. Su libertad es un principio de ..-.,. puesta en escena ofrecido a la inspiración �de los cineastas de cualquier futuro. ,..,.

* Las citas de Jean Cocteau están extraídas de La difi­cultad de ser (Ediciones du Rocher), Opio (Ediciones Stock), Entrevistas sobre cine (Ediciones Ramsay y Poche Cinema) y Los cuadernos de cine, n. 0 108 y 109 de junio y julio de 1960.