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SISTEMA NACIONAL de IMPRENTAS MÉRIDA Colección Oswaldo Trejo rednacional deescritores deVenezuela COMO UN GORRIÓN Myriam Anzola

Como un gorrión de Miriam Anzola

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Como un gorrión es un relato a dos voces. Cuenta la historia de dos mujeres en una. Por un lado presenta el guión explícito de la vida de la hija, bailarina de ballet, que alterna entre dos espacios, uno tópico: su vida, tan vida como la de Alicia Alonso, Anna Pavlova, o Margot Fonteyn, y otro utópico ilustrado por La Bella Durmiente,Coppelia, Giselle o Carmen. Realidades que son fantasías y fantasías que no son otra cosa que realidades. En otro sentido, presenta implícita la vida de la madre, recreada en el latido vital de la hija desde los versos de una canción de Serrat. Omnipresente siempre, actuando el único papel que se les permite a las madres, llegado un determinado momento de la vida de los hijos: el papel de espectadora. Una espectadora que desde siempre anticipa el final del espectáculo, deseando que llegue al anhelado final feliz.

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Como un Gorrión

Myriam Anzola

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Imagen en portada © Hermes Leonardo Pérez Zapata

[email protected]/T

Técnica: Tinta china40 x 58 cm

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Ukumarito (voz quechua), representación indígena del oso frontino, tomada de un petroglifo hallado en la Mesa de San Isidro, en las proximidades de Santa Cruz de Mora. Mérida – Venezuela.

Imagen en portada © Hermes Leonardo Pérez Zapata

[email protected]/T

Técnica: Tinta china40 x 58 cm

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El Sistema Nacional de Imprentas es un proyecto impulsado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura a través de la Fundación Editorial el perro y la rana, con el apoyo y la participación de la Red Nacional de Escritores de Venezuela, tiene como objeto fundamental brindar una herramienta esencial en la construcción de las ideas: el libro. Este sistema se ramifica por todos los estados del país, donde funciona una pequeña imprenta que da paso a la publicación de autores, principalmente inéditos. A través de un Consejo Editorial Popular, se realiza la selección de los títulos a publicar dentro de un plan de abierta participación.

Todo lo narrable, entre el testimonio y la ficción, trinchera, resumen último de la tradición oral merideña, muestra del ara y no del pedestal. Parte de ello quisiera ser esta Colección Oswaldo Trejo, a la vez hijo de aquellas palabras y creador de nuevas sintaxis, merideño universal al que rendimos homenaje, cuya singular obra, junto a otras muy diversas propuestas narrativas venezolanas, nos recuerda que la historia de nuestra literatura, y aun el vuelo metafórico del cuento de nuestra calle, está difundiéndose y multiplicándose, reapareciéndose ahora, en nuevos tiempos..

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Fundación Editorial el perro y la ranaRed Nacional de Escritores de Venezuela

Imprenta de Mérida. 2010Colección Oswaldo Trejo

Como un GorriónMyriam Anzola

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© Myriam Anzola© Fundación Editorial el perro y la rana, 2010

Ministerio del Poder Popular para la CulturaCentro Simón Bolívar, Torre Norte, Piso 21, El Silencio,

Caracas-Venezuela 1010Telfs.: (0212) 377.2811 / 808.4986

[email protected]@elperroylarana.gob.ve

http://www.elperroylarana.gob.ve

Ediciones Sistema Nacional de Imprentas, MéridaCalle 21, entre Av 2 y 3. Centro Cultural Tulio Febres Cordero, nivel sótano

Mérida – [email protected]

Red Nacional de Escritores de Venezuela

Fundación para el Desarrollo Cultural del Estado Mérida – FUNDECEM

Consejo Editorial PopularDaniel ArellaEver Delgado

Fabiola FonsecaGonzalo Fragui

Guillermo AltamarHermes VargasJosé Antequera

José Gregorio GonzálezJoel Rojas

Karelyn BuenañoLuis Manuel Pimentel

María Virginia GuevaraSimón Zambrano

Stephen Marsh PlanchartWilfredo SandreaYesyka Quintero

Edición y correcciónMaría Virginia Guevara

Diseño y diagramaciónYesYKa Quintero

ImpresiónYesYKa Quintero

Carlos Barillas

Montaje ArtesanalCarlos Barillas

Yesyka QuinteroCarolina Peña

Depósito Legal: LF40220108002060ISBN: 9789801410577

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A Isabel Cristina

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PRESENTACIÓN

Como un gorrión es un relato a dos voces. Cuenta la historia de dos mujeres en una. Por un lado presenta el guión explícito de la vida de la hija, bailarina de ballet, que alterna entre dos espacios, uno tópico: su vida, tan vida como la de Alicia Alonso, Anna Pavlova, o Margot Fonteyn, y otro utópico ilustrado por La Bella Durmiente, Coppelia, Giselle o Carmen. Rea-lidades que son fantasías y fantasías que no son otra cosa que realidades.

En otro sentido, presenta implícita la vida de la madre, recreada en el latido vital de la hija desde los versos de una canción de Serrat. Omnipresente siem-pre, actuando el único papel que se les permite a las madres llegado un determinado momento de la vida de los hijos: el papel de espectadora. Una espectado-ra que desde siempre anticipa el final del espectáculo, deseando que llegue al anhelado final feliz.

Myriam Anzola

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LA LLEGADA

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Nació prematura, casi para cumplir los ocho meses de gestación. De una manera bastante fortuita diría yo. La prematuridad fue la consecuencia de que a la madre, su obstetra la mandase a caminar todas las noches, al menos una hora, para que el o la bebé se “encajara” y estuviera dispuesta para el parto.

Así, en una histórica caminata, la madre dis-traída cayó en un hueco del pavimento lleno de agua y cemento, que pretendía ser a corto plazo un matero de la urbanización. La despistada gestante quedó incrustada en la mezcla ante la atónita mirada de su marido y de un transeúnte, al que le parecía absolutamente inconcebible observar a una embarazada de ocho meses literalmente “sembrada” en el prospecto de matero, ante lo cual ambos, transeúnte y marido, tuvieron que hacer fuerza: despegarla del pegoste y devolverla al estadio de una suerte de sirena en plena preñez, al de una joven madre en la dulce espera.

Confabulada con el frío, la guruita merideña les advertía a todos que, en vista de las extrañas circunstancias, era mejor irse a casa a ver televisión y a estarse quietecitos. Pero inevitablemente más o menos a una hora de sucedido el incidente, y sin aviso ni protesto, se iniciaron las contracciones, y en la madrugada se desató el particular proceso de parto de la pequeñísima Isabel.

Sin querer armar mucha alharaca, a las tres de la mañana, la sorprendida parturienta despertó al

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marido para decirle que estaba con “contracciones”, y que fuera de inmediato a buscar a Patricia, su comadrona, una partera uruguaya con quien se había preparado para el parto psicoprofiláctico y que la atendería durante el trance.

El futuro padre, nervioso como era, voló de la cama para ir exactamente a la dirección equivo-cada, a buscar a la mujer equivocada, en la casa equivocada, por lo que tardó en el intento casi dos horas mientras despertaba a un considerable número de vecinos de una urbanización, que no era precisamente la de la partera, pero en la que encontró a infinidad de ciudadanos dispuestos a conversar sobre el hecho, y sobre todo a vecinas del sector de lo más decididas a colaborar con el desesperado padre que urgentemente solicitaba auxilio para su mujer que estaba dando a luz.

Mientras tanto, la impaciente encinta esperaba con ansiedad a que la buscaran para ir a cumplir su cometido, pero ya cerca de las cinco de la mañana, con el temor de dar a luz sola, decidió despertar a la muchacha que la ayudaba en la casa (que por cierto, tenía igual tiempo de embarazo que ella y dos escasos días de haber llegado a casa) para decirle que se iba a la clínica y que allí en el cuarto quedaba su hijo mayor para que se ocu-para de él.

Lo de mayor, era un decir porque en realidad se trataba de un pequeñito de escasísimos dos años

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de edad. Pero, obligada por las circunstancias y sin más preámbulo, se montó en su carro, canastilla a cuestas, y se fue rumbo a la clínica.

Mientras manejaba su Opel Ascona, por el ca-mino pensó que era demasiado desolador llegar íngrima a la clínica y entre emocionada y confusa, desvió la ruta hacia la casa de su hermano, a quien despertó a cornetazos. El hermano y la cuñada salie-ron despabilándose sin entender mucho la extraña situación a esas horas de la madrugada. Entonces ella explicó: —Estoy dando a luz…,¿me acompañan a la clínica?—¡Claro! Pero… ¿y el padre?—¡Ah! no sé qué le pasó, se fue hace como dos horas a buscar a la partera y no lo voy a esperar más. —Bueno, déjanos vestirnos y vamos. —¡No! —gritó la atribulada madre—,¡ni lo piensen!, tengo las contracciones seguiditas…

Dicho lo cual, hermano y cuñada empija-mados se montaron en el carro para llevarla a cumplir con la tarea pendiente en el preciso ins-tante en que reapareció el marido con la partera, para ordenar:—¡No señor!, no vamos a ninguna clínica hasta que Patricia, (la partera), te revise.

La futura madre contestó:—¡Chico, pero si estoy dando a luz!

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—Pues si es así, que ella te revise, además, ¿qué vamos a hacer con dos carros? ¡Hay que llevar el tuyo a la casa.

Dicho lo cual se enrumbó en su Fairmont hacia la casa. Ella, por no discutir, e infiriendo que el retraso y la polémica podrían ser infinitos, decidió montarse en el carro e irse a su casa acelerando a 100 km por hora, seguida de cerca por el carro del marido con la partera, y más atrás por el del hermano con la cuñada, quienes lucían cada uno su mejor cara de sorpresa y su pijama.

Al llegar a la casa la partera realizó el requerido examen, para dictaminar: “¡ocho centímetros, efecti-vamente estás que coronás petisa, tenés ocho centíme-tros!”. Y ella, “¿no se los dije?, ¡estoy dando a luz!”.

La muchacha de la casa, igual de embarazada que la madre en cuestión y aterrada con la inminencia del parto ajeno, con el bebé que debía cuidar, y con su propia inminencia de parto a corto plazo, decidió poner sus barbas a remojar y expresó:—¡Ay doñita, yo como que también me puse mala!

A lo que el futuro padre respondió en alta e inteligible voz:—¡Ningún doñita, no señora, aquí nadie más va a dar a luz! Dénos más bien un café.

Por lo que todo el mundo se puso a tomar café dejando el trabajo de parto en “stand by” por

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unos veinte minutos tras los cuales la desesperada alumbrante dijo:—¡Bueno!, tenemos dos opciones o nos vamos ¡YA!, o busco una tijera y la rifo a ver a quién le toca cor-tar el cordón…

Dicho lo cual cada quien corrió a su puesto. La partera, al asiento trasero del jeep, el padre al volante, la madre al sitio del copiloto, el hermano y la cuñada a quitarse la pijama, y la parturienta número dos a su reposo absoluto hasta nuevo aviso.

Llegaron a la clínica en donde los esperaba el médico que no tuvo ni el mínimo tiempo de preparación. Poniéndose los guantes logró recibir a la pequeñita de 3kg con 200g que lloraba desen- frenada con la esperanza de poner un poco de or-den al tan desorganizado entorno familiar al que le tocó llegar.

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LA CRIANZA

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La chiquilla resultó algo temperamental durante los primeros meses, mantenía una hipertonía acentua-da en sus músculos, lo que resultaría una impronta biológica de lo más conveniente para configurar a una futura bailarina.

Empezó a gatear a los cinco meses, con la ve-locidad de quien tiene un destino definido al cual llegar puntualmente. A veces la madre la perseguía convencida de que esa firme decisión de marchar a cuatro patas con tan inusitada velocidad tenía algún objetivo preciso, para encontrarse con que de pronto la gateante volteaba la cabeza, la mira-ba a los ojos, y arrancaba en dirección contraria con la misma firmeza de carácter.

Más o menos con igual ímpetu arrancó a ca-minar a los 11 meses. Lo hacía con una gracilidad particular, siempre a extrema velocidad, eso sí. Con frecuencia en puntillas, cosa que preocupaba a la madre, experta en patologías neurológicas, sin embar-go todo parecía reducirse a un cierto “estilo” motor, y a un afán hiperprecoz por el ballet, bromeaban al-gunos, lo que le hacía comentar a sus amigas:—Esta niñita no camina, en realidad “modela”.

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LA SENTERÉTA

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Resultaba agotador seguirle el ritmo. Porque, por si fuera poca la energía incontenible de su paso, éste siempre iba acompañado de una jerga infantil in-contenible a la que nadie podía sustraerse de escu-char divertido y de hacer algún comentario. Era así, que apenas abrir los ojos la niñita desde la cuna, se oía un indescifrable discurso que parecía decir: “Buenos días, me desperté, y no estoy dispuesta a permanecer ni un solo instante más en este encie-rro”. Y en medio del indescifrable garabato verbal se oía algo como: “mtápaquetitíteeétu áto”.

Descubrió que ese vocablo “áto” le resultaba de extrema utilidad ya que hacía que los adultos le entregaran una prenda de vestir duplicada, que se ponía en ambos pies y que era la propia “patente de corzo” para emprender sus interminables cami-natas. Sin ese prerrequisito parecía que los adultos no aprobaban ni la bajaban de la cuna, ni la libera-ción del cautiverio. Una vez descubierta esta con-vención, no había forma de acostarla en la noche sin meterle dentro de la cuna su par de “átos” que le garantizarían perder el menor tiempo posible al levantarse para salir del cuarto.

Otro acuñamiento interesante que la madre nunca llegó a comprender en su dimensión se-mántica fue la “senteréta”, una especie de como-dín para nombrar todo o nada, pero que irrumpía dentro de la jerga de la criatura con una frecuencia notoria. Era común escucharle:

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—¿Túnoteétaquimitenéuuásentereta?A lo que la madre le decía:—¿Qué quieres? ¿Cuál es la senteréta?

Para recibir la respuesta:—Tanometeétusiquelasenteréta

Y la madre:—A ver, ¿dónde está la senteréta?

Y la niña, clara y precisa:—Aiia —señalando con el dedito índice.

Y la madre:—Para verla, pues, llévame, vamos a buscarla.

Por lo que la niña respondía contundente:—Nootéelasenderetasistáalláquetitínoteélasente-retamía… ¿pé?

Ese “¿pé?” era un signo pragmático inequívoco de propiedad de la razón, y un franco intento de explicarle a un adulto primitivo e incomprensivo que las cosas estaban perfectamente claras para la pequeña interlocutora. Porque además iba siem-pre acompañado de un ademán en que lanzaba ambas manitos hacia adelante como significando: “¿Entiendes? o ¿acaso no está claro?”.

Así que cualquier explicación que se le pidie-ra o cualquier reclamo pendiente, siempre tenía argumentación sustentada con un “¿pé?” tan defi-nitivo que a cualquiera le hacía asumir su inelu-dible estupidez ante algo que resultaba prístino en la mente de una niña de 20 meses.

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“SOPITA NO”

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Por otra parte era terriblemente desganada. Mes a mes en el control pediátrico la balanza marcaba por debajo del percentil del peso esperado, cosa que al pediatra no parecía mortificarle, ya que como se podía apreciar vivamente era una niñita sana, ágil de cuerpo y de mente; por lo que cada comida era un debate materno-filial para ver quién con-vencía a quién.La madre se acercaba con un:—¡Mmm! ¡Esta sopita sí está rica!

Para escuchar un:—Topita no.

Y la madre:—Sí, cómetela que está sabrosita.

Y ella:—Topita no.

La madre insistente:—La sopita te pone fuerte y linda…

Y a cambio:—Topita no.

La madre persuasiva:—¡Ay! entonces vas a ser flaquita y no vas a tener fuerza en las piernas…

Y se oía:—Topita no.

La madre ya desesperada alzando la voz:—Sí señorita, sopita; sí…

Y la reiteración: —Topita no ¿pé?

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Cuando aparecía la contundencia del ¿pé?, ¡ya no había ya nada que hacer!

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“¡AHÍ VIENE TITÍ!”

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Con la ropa también tenía sus preferencias particu-lares, siempre quería vestido, y si era ligerito mejor. Nada de lazos y extravagancias. Un día fueron a comprar zapatos y en cada par que se probaba la madre preguntaba:—¿Te gustan?

Y la niña: —No.

Y la madre escogía otros:—Estos sí son lindos, ¿verdad?

Y ella:—No.

Al fin explicó: —¡Ke sénen mamá! Yo kéo que sénen mamá, ta-patos ke sénen, ke las pesónas cuando oigan los tapatos, digan: ¡ahí yéne Tití!

La madre quedó anonadada recordando sus paradojas. De pronto cayó en cuenta de cómo se había esmerado toda la vida en comprar zapatos con suela de balatá o de goma, ¡cuánto odiaba ella los zapatos que sonaran al caminar! En realidad tenía años comprando el mismo modelo de Kickers y el requisito para escoger sus zapatos era preci-samente ¡que no sonaran al caminar! Así se podía andar rápido y pasar de lo más desapercibida con ellos en el silencio de la marcha. La pequeña en cambio pedía “que sénen” al caminar…y que la gente dijera: “¡Ahí viene Tití”.

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EL CLUB DE 2º GRADO

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Por otra parte era una niñita muy activa, ¡incesan-temente activa! Tanto así que en el preescolar las maestras le tenían toda la paciencia del mundo para escucharle los interminables cuentos, repletos de fantasías inconscientes y de atroces mentiras de lo más conscientes, así llegaba un momento en que ni ella misma sabía cuándo decía la verdad y cuando estaba inventando, con frecuencia la maestra tenía que fruncir el ceño y decirle:—¿Sí?, ¿y cuándo fue eso? o ¿quiénes fueron? o ¿dónde fue?

Por lo que la fértil narradora, sospechando que el fantástico cuento podía ser constatado en su ve-racidad para ponerla en evidencia, enseguida me-joraba la versión y la adaptaba de tal manera que confundiera a cualquier interlocutor o posible tes-tigo de la farsa.

Prematuramente también se convirtió en líder innegable de todos los grupos de niñitas a los que le tocó pertenecer, cosa fácil de prever, considerando su capacidad de expresión, su ingenio y su destreza de maniobra social, difícil de comparar con la de cualquier avezado profesional del mercadeo, la di-námica grupal o la psicoterapia de apoyo, según lo requirieran sus incipientes amistades.

Muestra de ello fue un episodio en segundo grado cuando organizó un club de niñitas para el que se requería un presidente que debía resultar

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algún varón, porque las niñas eran demasiado pe-leonas. Ninguno de los niños del salón calificaba para el exigente rol de presidir una organización de unas cuatro mocosas de ocho años con unos niveles de exigencia de lo más particulares. Busca-ban a alguien que mostrara dominio del grupo, a quien pudieran respetar, que además fuera lindo y simpático. Después de un paneo por toda la pri-maria del colegio, a ella se le ocurrió:—¡Ya sé!; que sea el papá de los López.—Pero: ¿cómo? —Dijeron las demás niñitas—. ¿No ves que es un señor Titír?—¡Qué importa! —contestó—. Dijimos que fuera simpático, lindo y que nos pudiera mandar y él es todo eso.

A la hora de la salida con paso decidido se dirigió a informar al sorprendido “papá de los López”, (que de paso era un tipo serio, silencioso e introvertido) que había sido nombrado Presidente del Club de Niñas de 2º grado.

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EL BALLET

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A los cuatro años inició sus clases de ballet. Desde el primer día se incorporó a las sesiones como si ese fuera su ambiente natural, su hábitat, el espacio vital en el que debía estar. Los primeros días logró tomar un ritmo moderado y abandonó su apuro particular. Aunque no podía sostener las posturas mucho tiem-po, Elizabeth, su primera maestra, le decía:—Descansa un poquito cuando quieras y sientas que tu cuerpo te lo pida.

Con el tiempo las clases cada vez más duras se convertían en un placer. La maestra, exigente como todas las maestras de ballet, no podía disimular cierta predilección, parecía hacerle mucha gracia el esfuerzo y el tesón de la niña. Sin embargo, no dejaba de vociferar para obtener de cada niñita una buena coordinación de movimientos, una correcta colocación de cuerpo, cabeza, brazos y piernas, pero además velaba por desarrollarles resistencia y buen gusto.

Día a día se fue compenetrando más y más con la ejercitación, aspiraba lograr el completo dominio de la técnica clásica desde lo más simple hasta las formas más complejas en el trabajo de la punta y la media punta.

En la casa pretendía dominar el espacio escé-nico de la sala, el comedor y de su cuarto, donde experimentaba desde todos los ángulos e inventaba inéditas variaciones que atentarían contra la lógica

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de cualquier coreógrafo racional. Sin embargo, no había duda de que sus juegos la ayudaban a pro-curar su densidad interpretativa y sobre todo a au-mentar su ya aguda creatividad.

Pasaron los años de la primaria y el ballet le des-pertó un significativo aprecio por los valores estéticos y culturales, el buen gusto y el refinamiento para perfilarse como la artista que aspiraba llegar a ser.

Su primera maestra, por su parte le ayudó a desarrollar el amor a la práctica, al trabajo y sobre todo a tener la disciplina necesaria. A veces a gritos y a veces con paciencia, insistía en el dominio y control del equilibrio para que tuviera luego un mejor centro en los giros en punta y media punta.

Le sacaba el jugo con trabajo de piernas, en adagios en la barra y el centro a pie plano y relevé. Le exigía en los saltos desde los más pequeños hasta los grandes, manteniendo la correcta posición del cuerpo y las piernas. Se oía con insistencia:—Vamos, hay que fortalecer esos pies. Esas piernas parecen de alfeñique, y eso que todavía están en media punta ¿cómo van a poder hacer puntas?

La niña por su parte, se esmeraba con los relevés de forma continua, primero en la barra y después en el centro de la sala trabajando cada vez más, igual insistía en lograr la rapidez de las piernas en los saltos, primero simples y después más exigentes. Así sentía que ampliaba su capacidad artística, ejecutando

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movimientos más coordinados dependiendo de la música que utilizaba la estricta Elizabeth.

Empezó entonces a fantasear con su futuro de prima bailarina. Al dormir soñaba con hacer una representación en el Palais de Petit Borbon, el pri-mer ballet teatral que se conociera como la historia de Circe.

Se veía a sí misma interpretando un adagio con una serie de movimientos y posturas sostenidas, con aplomo y pose serena, en la que se sentía plena de belleza y armonía. De pronto ya no era una mi-núscula aprendiz sino una espigada bailarina que lanzaba la pierna 90º con un salto de altura y un desplazamiento corporal al croisée o al effacée y a todos los arabescos para ejecutar un coupe y culmi-nar magistralmente con el grand jeté.

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LA BELLA DURMIENTE

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Una de las primeras películas que vio en el cine fue La bella durmiente cuando tenía cinco años. Al salir de la película, tres avezadas espectadoras menores de un lustro comentaban con la madre de Isabelita lo que más les había gustado de la película: una de las primitas dijo sin dudar:—La princesa Aurora.

Y la otra:—Las haditas.

Isabel sin titubear y con un sonoro suspiro, exclamó:—¡A mí, el Príncipe Felipe!

La madre para canalizar el entusiasmo, le explicó que había un ballet sobre La bella durmiente en el que se escenificaba esa misma obra. Repenti-namente la niña entró en un silencio inusitado, en poquitos minutos quedó transportada a otra dimen-sión. A través de sus ojos se podía presenciar como en un microfilm todo lo que ocurría en su cabeza: Era el bautizo de la Princesa Aurora y llegaban al palacio las hadas del bosque a regalarle sus dones como la belleza, la generosidad, la elocuencia, el encanto, la alegría y el temperamento. Finalmente llegó el Hada de las Lilas que le ofrecía bondad. Luego llega al palacio la malvada Hada Carabosse y anuncia que al cumplir Aurora (que era ella ¡por supuesto!) los 16 años, se pincharía el dedo y mo-riría. Por fortuna, el Hada Madrina o Hada de las

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Lilas, que todavía no había dado su bendición, ad-virtió que no podía anular el conjuro de Carabosse pero sí disminuir su poder y por lo tanto, Aurora no moriría sino que caería en un sueño profundo durante 100 años hasta que un apuesto príncipe la despertara con un beso.

Al salir de la avenida donde se encontraba el cine, ya la pequeña entraba al primer acto, en que se festejaba el cumpleaños 16 de la Princesa Aurora; que ¡evidentemente! era ella misma con el pelo largo (pues ella lo tenía cortito en ese momento) y do-rado; (ella lo tenía castaño, pero ¡total! –pensaba– esos eran nimios “detalles” que el maquillaje podía subsanar en el teatro. El Rey presentó a la princesa cuatro príncipes de diferentes partes del mundo que vinieron a pedir la mano de la Princesa.

Allí bailó con ellos el famoso Adagio de la Rosa, y se convertiría en la mejor prima bailarina del mundo. Cuando apareció una extraña viejita que regaló unas flores a Aurora, la muchacha descubrió que había algo dentro; un huso, con el que empezó a jugar y bailar hasta que se pinchó el dedo. La extraña no era otra que la malvada Carabosse disfrazada, que reía al ver que el conjuro surtía efecto, pues Aurora se desplomaba. Aparece el Hada de las Lilas para cumplir su promesa y toda la corte cae en un profundo sueño.

Mientras atravesaba la avenida de regreso a la urbanización en que vivía, Isabel entró de lleno en

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el segundo acto en que: El Príncipe Desiré estaba de cacería cuando aparece el Hada de las Lilas y le muestra la imagen de Aurora. Se veía entonces preciosa, en medio de un bosque lleno de ninfas, be-llísima, toda princesa, toda luz. El Príncipe ineludi-blemente, ¡claro!, se enamora de ella y decide seguir al Hada de las Lilas hasta el palacio donde duerme la princesa y la despierta con un beso.

Y con el recuerdo del beso aún sensible en sus labios, y al cruzar hacia la casa una vez que se apearon las primitas, de quienes ni siquiera se per-cató que habían desaparecido del carro, se introdujo triunfal en el tercer acto en el que: Se festejaban las bodas de Aurora y Desiré en el palacio real con un divertissement, donde bailaban las Joyas (Rubí, Es-meralda y Zafiro), el Pájaro Azul y la Princesa Flo-rina y también personajes de los cuentos infantiles como el Gato con Botas y la Gatita Blanca, y Ca-perucita Roja y el Lobo Feroz. El ballet terminó con su gran pas de deux de Aurora (ella, insuperable) y Desiré seguido de un apoteosis donde se une toda la corte.

Entonces triunfante y altiva se bajó del Opel, mostrando el más absoluto desprecio hacia sus –a su juicio– elementales hermanos varones y hacia el padre desprevenido que le preguntó:—¿Cómo te fue?

Contestó desenfadada:—Muy bien, ¡por supuesto!

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COPPELIA

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A los ocho años le tocó protagonizar Coppelia en su incipiente escuela de ballet. Ya tenía porte de bailarina, con una delgadez conveniente, un grácil cuello y una carita con pretensiones de artista. Pare-cía calcular sus movimientos para resultar siempre dentro de los cánones de una exigente estética que ella misma se imponía.

A la madre, ya entonces, le recordaba una es-trofa de la letra de “Como un gorrión” de Joan Ma-nuel Serrat:

…es menuda como un soplo,

con el pelo marrón

con un aire entre tierno y… ¿triste?

(quizás no! , más bien pícaro)

… como un gorrión.

Le gusta andar por las ramas,

ir de balcón en balcón, sin que nadie le eche

mano,

como un gorrión…

La madre como su más fanática admiradora, iba a todos los ensayos para sentarse en primera fila a aplaudir desenfrenada a su Swanilda que tras-tabillaba en unas piernecitas aún endebles para la fortaleza que exigía el ballet.

Llegada la presentación y ataviada de rojo la peti-te bailarina apareció en su primer acto con su figurita altiva contenida de entusiasmo: La acción transcurría

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en una aldea donde vivían, entre otros, la traviesa Swanilda, su novio Franz y el juguetero Coppelius. Este último habitaba en una misteriosa casa donde guardaba sus creaciones, desconocidas para el resto: muñecas de tamaño humano. Sin resistir la curiosi-dad, Swanilda y sus amigas entran un día a la casa de Coppelius dispuestas a averiguar qué oculta allí el juguetero. Después de curiosear por todas partes, Swanilda decide suplantar a Coppelia, la muñeca fa-vorita del artesano. Ante el asombro de sus ojos, el doctor Coppelius ve maravillado cómo su creación preferida toma vida hasta convertirse en un ser huma-no. Swanilda, después de divertirse un rato, le confiesa la verdad, y el juguetero casi no soporta la desilusión. Finalmente y rescatada por su novio, Swanilda huye de la casa de Coppelius. Posteriormente y durante las bodas de ambos, Coppelius los perdona y el pueblo queda feliz con el nuevo matrimonio.

En la escena cada paso era sentido como el único, cada giro como un logro. El pequeño teatro de provincia y su profesora se veían transformados en personajes de un gran teatro europeo, mientras ella vivía con intensidad la versión original de Marius Petipá con la música de Léo Delibes y el libreto de Charles Nuitter.

Una sonrisa le llenaba el rostro y resultaba un poema para el público, siempre condescendiente con las presentaciones de ballet infantil, por lo que entusiasta aplaudía a rabiar.

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Para la madre espectadora, nunca Swanilda alguna tuvo mejor interpretación. Inigualable por ninguna Margot Fonteyn, o por alguna pretendida Alicia Alonso; con lo cual culminada la obra irrumpió tras bastidores a darle un abrazo fuerte a su minúscu-la bailarina que día a día cambiaba su temperamento a la zaga de la disciplina que le exigía el ballet.

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CARMEN

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La adolescencia llegó como las viruelas locas, como una de esas enfermedades infecto contagiosas por las que había que pasar inevitablemente con todas sus consecuencias: malestar general (de toda la fa-milia), fiebres altísimas intermitentes con escozor (para todos), antipatía (hacia la humanidad), auto-suficiencia (alternativa con inseguridad profunda), desplantes inmotivados, más antipatía, música in-soportable (Flans, Shakira, Servando y Florentino) ¡a más de 100 decibeles!, y lo peor de todo (a diferen-cia de la mayoría de las adolescentes) ni mutismo ni ensimismamiento alguno, muy por el contrario, verborrea indetenible y argumentación incuestio-nable para cualquier coartada. Una verdadera pe-sadilla para una pobre madre que pretenda vivir en equilibrio con el universo.

Ese insufrible período de la pubertad, al cual no todas las familias sobreviven con una salud mental integral, fue superado por la niña, no tanto por la madre, sin mayores secuelas, como no fueran las que suceden siempre al primer amor.

Por esos días la adolescente fue a presenciar Carmen, esta vez no en su teatro de provincia, sino en la capital, con un montaje fastuoso en un teatro y con un elenco internacional.

Iniciado el espectáculo, automáticamente se identificó con la protagónica Carmen, se trans-portó al escenario y ya no quiso bajar de allí. No percibió a la protagonista de la manera prejuiciada

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como la perciben quienes la presentan como mujer fatal, diabólica, coqueta, seductora; ella en cam-bio, la identificó con el concepto de una mujer apasionada que encontraba en la sociedad que la rodeaba un estrecho marco de comportamiento. La coreografía y el libreto eran del maestro cuba-no Alberto Alonso, sobre la novela de Próspero Merimée, un novelista romántico francés. El ballet había sido creado por Alonso a pedido de la baila-rina rusa Maya Pliseskaya.

La música para la célebre Carmen fue elaborada en principio por Georges Bizet y posteriormente fue sometida a arreglos de Rodion Schedrin, marido de Pliseskaya, quien tenía una profunda condición expresiva y se ponía fácilmente al servicio de la acción dramática y del intenso universo del senti-miento humano. Al inicio la orquesta toca el tema del destino, y Carmen entra alegre y sensual.

El personaje, que encierra en sí a una mujer irre-verente, con actitudes de franca oposición y desafío a una sociedad estructurada en normas prejuiciosas, la atrapó desde un principio.

Carmen, ha escogido a don José, a quien le tiende un lazo al lanzarle una flor. Luego la músi-ca se torna dramática, profunda, para la entrada de un personaje que representa al Destino, lo que da lugar a que la escena se torne extraña, rompiendo la alegría del juego del amor y la sensualidad.

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La protagonista se torna burlona, desdeña los anuncios de la lectura de cartas de una gitana, que presagian días aciagos que desde ya, marcan des-conocidos y temerosos destinos.

Desde el foro, los gritos acompañan a las ci-garreras que vienen peleando, y en el centro de la riña, es Carmen, que envuelta en la furia, corta el rostro de una de sus compañeras, formándose un tumulto, que es sofocado por la guardia. Carmen es apresada junto a varias de sus compinches. Utili-zando sus encantos y la admiración y debilidad que don José tiene por ella, aprovecha para seducirlo y convencerlo que le permita escapar de la prisión.

Don José, entre arrepentido y satisfecho, asu-me su culpa. Mientras el destino, que otra vez aparecerá en escena, confirmará sus predicciones. Carmen libre, se entrega a don José.

Mientras se desarrollaba el espectáculo, Isabel lo vivía con furtivas escapadas mentales a su esce-nario original en una Mérida cada vez más remota, a sus incipientes amores, a sus vanas actuaciones semi-infantiles para regresar intempestivamente a la fuerza de la impecable representación de la prima ballerina que le penetraba cada sentido.

En la segunda parte entra el Torero Escamillo, que había triunfado en la corrida de toros de la tarde. Carmen ilusionada con el torero y con la entrada de él y su danza reafirma sus sentimientos; pues, el halo de triunfo, fama y fortuna contagian su alma.

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Escamillo baila para ella y ejerce en la prota-gonista una instantánea seducción. La entrada del destino, reafirmará que las cartas están echadas y que Carmen se encuentra en una encrucijada, en-tre dos caminos: la sensualidad por el amor y la ternura. Sin embargo, carmen se encontrará con el sargento don josé y caerán en un torbellino, donde se canta al amor.

Ya para esta altura, la novel espectadora sollo-zaba inconsolable posesionada por el personaje, su pasión era una sola con la de la excelsa ejecutante, ni siquiera se sentía ya sentada en su butaca, com-penetrada con la artista se disponía a “su propia” tercera salida.

Súbitamente, el ámbito cambia: una plaza de toros. El triunfo del torero resuena en la plaza. Por un lado escamillo, que le produce un temblor inte-rior que no acierta a definir y que le ciega ante la realidad; por el otro don José, que le conduce a la ternura, a la paz interior.

Don José, muerde sus celos; mientras el torero, saborea el triunfo. Con la entrada nuevamente del destino, la muerte aparece en un cuchillo que fla-mea desde lo alto, se hunde en el pecho de Carmen. Su mano acompaña a la hoja metálica que le quita la vida, buscando el rostro de don José, que ve mo-rir a su amada.

Mientras el público prolongaba su ovación de pie, ella tomaba una de las más importantes de-

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cisiones de su vida: Irse a la capital a audicionar como bailarina.

A la distancia, la madre enterada de la inmi-nente decisión de 19 escasos años de vivencias recién cumplidos, después de mucho argumentar, capituló impotente rememorando de nuevo el go-rrión de Serrat:

…nació libre como el viento,

no tiene amo ni patrón,

y se mueve por instinto

como un gorrión.

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LA FÉRREA FORMACIÓN DE BAILARINA

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La decisión parecía no tener vuelta atrás. Al llegar a la capital, inició su formación en una escuela cuyos niveles de exigencia no tenían parangón alguno con los de su escuelita originaria.

Oía a la madame a viva voz exigir: —¡Vamos!, pierna doblada lentamente en fondu –con el pie de trabajo que señala en el tobillo. —¡Enderece la pierna y extienda a la vez la otra en el aire!: la mirada al frente, devant, derriére yyy…segunda. —Fondu adelante, el derrière cou-de-pie. y uno y dos…ahora développé. —¡Vamos!, pierna elevada al nivel de la rodilla y despacio, yyy…uno yyy…dos.—Posición abierta en l’air y sostenida. —Vamos, yyy uno, yyy dos…yyy tres.

Todos los días, dos o tres horas mínimo, sin tregua, en un ambiente de difícil competencia e indiferencia por las vicisitudes de cada una de las integrantes. Empezó a sentir en carne propia los desplantes de las más avanzadas y las zancadillas de las que estaban más o menos a su nivel.

Con la misma intensidad empezó a entender la dedicación y el deseo de superación que se desataba en el afán de cada aspirante a bailarín o bailarina para llegar a serlo. Escribía a la madre, que ahora sentía tan ajena al nuevo escenario en que le tocaba ejercer:

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Aquí se ve de todo mamá: Están las que confían en la magia y llevan amuletos y hacen rituales medio extraños para que las cosas salgan bien, otras hacen promesas y hasta bruje-rías. Otras rezan plegarias comunes y corrientes e imploran a Dios, a la Virgen y a la Madre María de Nazareth o a cualquier santo, que las ilumine y las proteja –en baja voz– antes de salir a escena. En los ensayos, todas continúan más de lo que pue-den, aún cuando sus piernas no den más y tiem-blen desenfrenadamente. Muchas o mejor dicho, ¡casi todas!, han sido humilladas por profesoras y bailarines, pero continúan luchando aunque todo parezca perdido, como si siempre existiera una última oportunidad, convencidas de que la vida gira en unas puntas sobre un escenario. Tienes que verles los pies magullados dentro de las zapatillas rotas, gastadas, a veces enrojecidas por la sangre y el esfuerzo. Pero nadie se queja, porque final-mente el dolor pasa, el sudor se seca, el cansancio se acaba, y a cambio queda la esperanza viva de lograr lo mejor la próxima vez. También muchas veces viven la satisfacción plena del logro casi como un milagro, entonces demuestran una arro-gancia implacable hacia los demás como si fueran seres superiores. El espíritu y la determinación de alcanzar la cima parece infinito en las que tienen talento, eso lo tengo que aprender, ahora entien-do que al éxito se llega no sólo superando a las

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demás sino sobre todo superándose una misma, y apostando toda el alma cada vez que se sube al escenario, para abrir el corazón al aplauso…

La madre que podía anticipar una metamorfosis ineludible tarareó en muy baja voz:

...y no le vende al alpiste

su color ni su canción

por ahí busca su lechuga

como un gorrión,

y le da pena el canario,

pero no envidia un halcón,

le gusta volar bajito

como un gorrión

y tutearse con las nubes

y dormir en el rincón

donde no llegan los gatos

como un gorrión.

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GISELLE

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La gran ciudad implicaba también la primera gran presentación. Al fin vivió la oportunidad de parti-cipar en Giselle, mientras padecía un episodio si-milar al de la mágica protagonista. Giselle dentro del ballet tenía historial y rango. Había marcado el inicio de la era romántica.

El tema: un amor entre un hombre mortal y un ser fantástico, con la victoria del amor puro sobre la maldad, con un contraste marcado entre ambos actos, el uno realista, y el otro con elementos sobrenaturales; episodios muy valorados por el Ro-manticismo que le dio origen a la obra.

En Giselle había otra característica de tradi-ción. Representaba para una bailarina lo que el rol de Hamlet para un actor teatral. Toda artista aspiraba darle su propia interpretación: una bai-larina podía encarar el papel de Giselle dentro de una amplia gama de posibilidades que iban des-de acentuar una tierna melancolía hasta ejecutar un intenso apasionamiento.

La historia esencial de Giselle era la de una joven campesina enamorada a quien le fascinaba bailar, y que en el segundo acto a pesar de las Wilis, especies de hadas, decide ayudar a su amado a evitar un fatal destino. En la escena de la locura se podía enfatizar tanto la actuación como el baile.

El papel, por todo lo que significa y por las po-sibilidades que ofrece, tanto técnicas como histrió-nicas, ha sido interpretado, prácticamente por todas

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las grandes bailarinas desde su creación, por lo que interpretarlo representaba un reto desmesurado de una historia, que por lo rápido que le tocaba ser vivida, mostraba una apariencia improvisada.

En una aldea de la Renania medieval, Hilarión, guarda de caza, ama a Giselle y tiembla de celos por Loys, bajo cuyos simulados andrajos de pue-blerino paupérrimo se encuentra el duque Albrecht. Éste aparece para encontrarse con Giselle tras haber ocultado su espada en el bosque y tras haber aleja-do a su escudero en el afán de hacer pasar desaper-cibido su estatus de nobleza. La joven sale de casa y seducida por los halagos, acepta el tierno galanteo de Loys, que jura amarla para confortarla de la ne-gativa de una margarita que ella había deshojado. Hilarión declara más tarde su amor a Giselle, pero ella lo rechaza. Entonces éste jura venganza.

Durante la ejecución, sus pasos se esmeraban por lograr la mayor precisión, mientras su mente volaba desde la realidad de la escena, hasta su re-ciente pasado, en el que la esperaban amores que debían pasar a ser meros recuerdos.

Renania se convertía en la selva nublada an-dina, Hilarión, en su imberbe enamorado celópata de profesión, Loys en el ingenuo músico que otrora había dejado entendiendo en su ciudad y que portaba una maltratada guitarra que jamás lo abandonaba… Cada elemento tenía su homólogo dentro de la recién abandonada escenografía de su

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espacio real, de su Mérida natal, que ahora parecía utópica, mientras el escenario del teatro se convertía en el único verdadero y anhelado lugar.

Dan comienzo las fiestas campesinas de la vendimia, a las que Giselle se une con entusias-mo no sin el temor de su madre por su vulnerable estado de salud, pues desde niña había tenido mucha debilidad corporal. Mientras esta danza tiene lugar, la madre de Giselle relata cómo jóve-nes muertas durante aquellas danzas se convier-ten en villis, blancos fantasmas que vagan por los bosques al claro de la luna. Se interrumpen las fiestas para acoger al príncipe de Curlandia y a su hija Bathilde, que llegan de regreso de una ca-cería con su séquito. Giselle danza para la prin-cesa, que le da un collar y vuelve a partir con los suyos, reanudándose la fiesta campesina.

En escena se había compenetrado de tal ma-nera con el personaje que la fusión la convertía en una unidad total con Giselle, no era otra que ella, viviendo su trama y dibujando un porvenir ineludi-blemente marcado.

Su mente irreverente se escapaba a otras vendi-mias, a otras verbenas de años recientes, las del co-legio en Mérida, fiestas de la comunidad de padres para recabar fondos. Vividas con la misma intencio-nalidad adolescente que las de Giselle en sus remo-tos bosques. Bathilde se transformaba en Fabiola, su pequeña contrincante de protagonismos y com-

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petencias blindada por el folclórico Pancho, padre amantísimo, que lejos de ser soberano de Curlandia apenas podía hacer esfuerzos por aparentar ser el discreto alcalde de Alto Chama, un pequeñísimo suburbio urbano.

Las madres de las niñas del colegio podían emu-lar a las mujeres de la lejana aldea, prácticamente sin ninguna diferencia, ni histórica ni argumentativa. Las Vills, a las amigas de adolescencia, casi siempre dispuestas a traiciones que pudieran asemejar los mágicos sortilegios del bosque de Renania.

En el argumento, al llegar Albrecht, Hilarión lo desenmascara en su noble condición, mostrando la espada que ha encontrado escondida en el bosque, y llama de nuevo con el sonido del cuerno a los dignos cazadores y a la princesa Bathilde, prome-tida de Albrecht. Éste, con fingida desenvoltura y justificándose como simple deseoso de distracción entre las danzas campesinas, toma a Bathilde del brazo y se la lleva, sin cuidarse de Giselle. Giselle, al comprender el engaño, cae en la locura y deli-ra inciando pasos de danza entre los consternados presentes, para finalmente atravesarse con la espa-da y morir en brazos de su madre ante un Albrecht atónito y desesperado.

Simbolismos menos dramáticos evocaban ras-tros de su vida sentimental y la hacían apropiarse a plenitud de la dimensión afectiva que requería el papel. Para este momento Albrecht, parangona-

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ba a su apuesto Marcel merideño, siempre celado por Sebastián, su permanente Hilarión, quien efec-tivamente insistía en desenmascarar al primero, mostrando cualquier signo de engaño, análogo a la espada, objeto mágico calificante de la versión original. Fabiola transportada en Bathilde sería en-frentada con fuerza en el segundo acto.

Este se inicia a medianoche, en las proximida-des de la tumba de Giselle, se entrevé a Hilarión que pasa entre los árboles que la rodean. Aparece entonces Myrtha, reina de las Villis, quien evoca a su corte de fantasmas femeninos para recoger, dan-zando, a su nueva compañera, Giselle, que se in-clina ante la reina y se une a la espectral danza que mantienen sus mágicas compañeras. Se oyen unos pasos y las Villis se desvanecen: es Albrecht, que viene a esparcir lirios sobre la tumba de la mucha-cha amada demasiado tardíamente. Súbitamente en escena aparece la imagen de Giselle. Albrecht, alucinando, la sigue por entre los árboles. Entra Hi-larión y es rodeado inmediatamente por las Villis, que lo impelen hasta la muerte tras una danza loca. Al retorno de Albrecht, Myrtha lo condena a sufrir la misma suerte que habían sufrido todos aquellos que caen bajo el poder de las Villis, pero Giselle lo protege junto a la cruz implorando en vano a la gélida reina. Condenado a bailar hasta el extremo, Giselle lo sostiene con amor desesperado hasta que las primeras luces del alba imponen la retirada de

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los espectros. Giselle sigue, al fin, a sus compañe-ras hacia el reino de las sombras, tras haber enca-minado a su amado hacia la luz y la vida.

Fantasía y realidad se convirtieron en espacios alternativos para su mente volátil e infinita. Bailar era el aspecto más genuino de su vida y no una simple ficción para ser abandonada una vez que terminara el acto. El simbolismo de la heroína, análogo a su pro-pia interioridad, le otorgó para siempre una alianza entre pasión y reflexión. Su vida misma se desarro-llaba en una isotopía asumida como ficticia si con-venía a sus intereses, a su alma y a su trama.

Cada nueva presentación devenía en algo si-milar; cada actuación la transformaba en otra cosa. El cambio se desencadenaba desde el proceso de preparación para la presentación, llegaba al clímax en la interpretación, la puesta en escena, y en la re-sonancia del público. Luego declinaba y se asenta-ba en sus soledades pasado el intenso ajetreo, todas estas circunstancias se confabulaban para forjar el espíritu de un oficio que exigía la perfección como único destino.

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OTRAS VIDAS, OTRAS HISTORIAS

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El ballet representó el marco que le otorgó senti-do a su vida. En el afán de trazar su recorrido hacia el futuro recreó paradigmas, estilos, escuelas, que debían nutrir su ser de bailarina para darle ple-na significación a sus más diversas vivencias. En cada clase emulaba el ejemplo de las grandes, de las eternas.

Soñaba con reproducir la danza de Isadora Duncan con sus movimientos libres y fluidos que expresaban emociones internas, inspiradas en fe-nómenos naturales como vientos y olas, siempre fascinante recreando los ideales de la antigua Grecia sobre el cuerpo humano y la belleza. Se imaginaba como ella vestida siempre con su túnica transpa-rente, con los pies, brazos y piernas desnudos y su largo cabello suelto.

Otras veces recreaba a Alicia Markova, famo-sa por la ligereza de sus movimientos, la delicade-za de su expresión y su gracia interpretativa, o se compenetraba en la danza de la Fonteyn embria-gada de sensibilidad musical. Quería adoptar la inspiración excepcional de una Alexandra Danilova envidiosa de su pureza técnica y su poder intepre-tativo o de la calidad poética de una Pavlova, con-servadora permanente de la dimensión estética, por la que moría de admiración ante la perfección de sus movimientos. Sin duda no tenía todo lo de todas, pero se esmeraba en cultivar algunos rasgos de cada una de acuerdo a la ocasión.

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Las veneraba por ser todas excelsas, todas be-llas, todas mujeres apasionadas con corazones mostrados a través de la armonía de unos brazos y unas piernas destinados a elevar a los hombres y las mujeres del mundo al estadio más sublime de la realización artística.

Un día saliendo de una práctica en el teatro, una bailarina veterana le preguntó:—Yo tengo una escuela de danza, ¿no te gustaría dar clases de ballet a niñas pequeñas?

Ella contestó:—No señora, la verdad es que no tengo tiempo…—Bueno, piénsalo…—le manifestó la extraña e interesante mujer.—En todo caso aquí tienes mi teléfono. —Insistió.—Bueno, muchas gracias, señora. —Respondió confundida.

Salió del teatro como siempre, tratando de olvi-dar la proposición que no estaba entre sus planes. La imagen de la mujer se entrometía, como una intrusa insistente, cada cierto tiempo en su cabeza. Días des-pués llegando al teatro para su práctica, se acercó al salón de clases de las niñitas más pequeñas. Se enter-neció viendo piernitas endebles, quintas posiciones incompletas, bracitos semiarqueados que casi no al-canzaban a posarse por encima de unas cabezas de incipientes, moñitos rebeldes y que con demasiada frecuencia lucían ligeramente torcidas. Escuchó:

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—¡Vamos!, hay que fortalecer esos pies. Esas piernas parecen de alfeñique. Y eso que todavía están en media punta, ¿cómo van a poder hacer puntas?

Un escalofrío de recuerdos le recorrió la co-lumna vertebral. Entonces una niñita rubia de ojos almendrados se le acercó para preguntarle:—¿Tú tamién edes una bailallina?

Y ella divertida le dijo: —Sí, mi amor, yo soy bailarina y…— iba a decir “como tú”, pero la niñita se adelantó:—¡Ah …, etoces vas a sed igual que yo! —Dijo con un triunfalismo que le resultaba familiar.

Intempestivamente (como siempre) se deci-dió. Buscó en la cartera el papelito que había ol-vidado con el número telefónico y llegó a su casa a marcarlo.

Apenas una semana después, tenía frente a sí treinta pequeñas almas ataviadas con mallas y za-patillas, todas soñando con ser princesas, hadas, mariposas, flores…¡bailarinas! Demostrando una simulada autoridad les dijo:—¡Vamos!, las bailarinas caminan derechito y no se cansan. Arriba los brazos.—Primera posición, yyy uno yyy dos…Plié, cuello erguido, pancita adentro yyy…uno…

Las niñitas hacían su mejor esfuerzo luchando contra la motricidad espástica y desarmónica de

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los primeros años de vida. Ella hacía el suyo para resultar convincente: —Tienen que comer muchísima sopa para que tengan fuerza para bailar. Caminen derechito como bailarinas. Cabeza al frente y cuello erguido yyy uno…yyy dos…

Sonrió confiada en que alguna de ellas se-ría como alguna de las grandes, como la Alonso, la Pavlova, la Markova, o quizás como todas, de acuerdo a la ocasión, de acuerdo a la trama que les tocara vivir.

Así como nos toca a todas, y a cada una de las mujeres, protagónicas todas, artistas de la vida, to-das únicas, todas irrepetibles y finalmente todas las mismas: vulnerables ante los más nimios problemas cuando se trata de un corazón maltratado. Fuertes, indelebles, ineludibles, capaces de las más férreas decisiones, dispuestas a sobreponerse y reverberar con el brillo del fuego más incandescente cuando se trata de un corazón enamorado.

En la distancia, la madre resignada ante su ím-petu de libertad la imaginaba a ella volandera, sin abandonar otros presagios y esperanzada en los más hermosos augurios de su tarareo:

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Pajarillo pardo que en la carrera de San Bernardo

dejó su nido, seco y vacío,

quizá algún niño ya lo robó,

pajarillo errante que bebes agua de los estanques

y de mi mano jamás comió.

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Índice

Presentación 9

La llegada 11

La crianza 19

La senteréta 23

“Sopita no” 27

“¡Ahí viene Tití!” 31

El club de 2º grado 35

El ballet 39

La bella durmiente 45

Coppelia 51

Carmen 57

La férrea formación de bailarina 65

Giselle 71

Otras vidas, otras historias 79

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Se terminó de imprimir en octubre de 2010en el Sistema Nacional de Imprentas

Mérida - VenezuelaLa edición consta de 500 ejemplaresimpresos en papel Ensocremi 55gr

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Como un gorrión es un relato a dos voces. Cuenta la historia de dos mujeres en una. Por un lado presenta el guión explícito de la vida de la hija, bailarina de ballet, que alterna entre dos espacios, uno tópico: su vida, tan vida como la de Alicia Alonso, Anna Pavlova, o Margot Fonteyn, y otro utópico ilustrado por La Bella Durmiente,Coppelia, Giselle o Carmen. Realidades que son fantasías y fantasías que no son otra cosa que realidades. En otro sentido, presenta implícita la vida de la madre, recreada en el latido vital de la hija desde los versos de una canción de Serrat. Omnipresente siempre, actuando el único papel que se les permite a las madres, llegado un determinado momento de la vida de los hijos: el papel de espectadora. Una espectadora que desde siempre anticipa el final del espectáculo, deseando que llegue al anhelado final feliz.

Myriam Anzola (Mérida, 1954)Actual Directora del Instituto Universitario Tecnológico de Ejido. Fué Directora de la Escuela de Educación de la Universidad de Los Andes. Técnica Superior Universitaria en Terapia del Len-guaje del Instituto Venezolano de Audición y Lenguaje (IVAL- Instituto Universitario), Caracas. Licenciada en Letras, Magíster en Lingüística y Doctora en Educación de la Universidad de Los Andes. Magister en Informática Educativa de la Universidad de Hartford, Connecticut. Profe-sora Asociada del Departamento de Pedagogía en las cátedras de Sociolingüística y Desarrollo del Lenguaje. Investigadora del Nivel II del PPI-FONACIT y del PEI–ULA. Ha sido Representante del Ministerio de Educación Superior ante el Consejo Universitario de la Universidad de Los Andes. Presidenta de la Fundación Museo de Ciencia y Tecnología y Subdirectora de FUNDA-CITE-Mérida. Ha publicado numerosos artículos en revistas nacionales e internacionales, y varios capítulos en libros sobre sus temas de investigación. En su haber literario se destacan los relatos de seis módulos literarios publicados por IRFA Fe y Alegría: El planeta de la salud, Los mejores momentos, El Diario de Ana Cristina, Historia de Höpewe, Proyectos y La historia de las ideas, y los libros: Gigantes de alma, Serendipity, Un recorrido por el mundo de las ideas y Mañana es posible, sobre temas de educación y pobreza; y una Una alumna perdida, que es una novela autobiográfica. Como un Gorrión, a decir de la autora, es un relato “a dos voces” en el que se recrea la vida de una joven bailarina.