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Día del Prisionero de Guerra Testimonio de sobreviviente 30 Aniversario 1985 - 2015

Día del Prisionero de Guerra

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Testimonio de sobrviviente 4 de Octubre 30 Aniversario 1985 - 2015

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Día del Prisionero de Guerra

Testimonio de sobreviviente

30 Aniversario1985 - 2015

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El 4 de octubre de 1985, a las seis y treinta de la mañana, me en-contraba cerca de la puerta de ingreso del Pabellón Británico del penal de Lurigancho, Lima, donde estábamos recluidos los

prisioneros de guerra del Partido Comunista del Perú. Me había acerca-do a ella después de la lectura de citas y agitación que todas las mañanas realizábamos a las seis y quince. Repentinamente, el compañero vigilante de turno comunicó que se acercaba un grupo de guardias republicanos, que él acababa de verlos por la ventanita de la puerta. “Comuniquen de inmediato al delegado, parecen Llapan Atic”, dijo. Cuando asomé por la ventanita, vi que era una tropa de policías con uniforme moteado, pa-samontañas negras y armados de fusiles y granadas que colgaban de sus correas. No había duda, eran loa Llapan Atic, del cuerpo antisubversivo de la Guardia Republicana. Era la primera vez que venían, pues el penal estaba bajo control del INPE. Como un fogonazo de luz vino a mi men-te la advertencia del Partido: prepararse para enfrentar el genocidio que trama el Estado y su gobierno contra los prisioneros de guerra. Por eso difundían tanto la falacia de que el partido dirige la guerra popular desde las prisiones.

Los policías se agruparon en el terral que separaba el Pabellón Británico de la cocina del penal. “¡Venimos a realizar una requisa, abran la puerta!”, vociferó el oficial al mando del operativo. “No tenemos ningún problema con que ingresen, pero deben estar presentes los fiscales”, respondió el de-legado, quien acababa de llegar. “Tienen diez minutos para abrir la puerta, de lo contrario, aténganse a las consecuencias”, gritó amenazante el ofi-cial. “Le reiteramos, para que ingresen deben estar presentes los fiscales; nada amerita que procedan sin ellos”, respondió con firmeza el delegado. En este punto se cortó el trato y sobrevino un silencio tenso.

En ese instante corrió la orden del partido, en voz baja: “Todos a sus pues-tos de combate”, “Todos a sus puestos de combate”. A toda prisa me dirigí a mi cuadra, a armar mi lanza. Atravesé el pequeño patio, ingresé por la puerta de acceso al pabellón propiamente dicho y continué por el pasa-dizo que terminaba en la cuadra del fondo del primer piso, que abarcaba todo el ancho del pabellón. Allí nos concentramos quince combatientes. Era nuestro puesto de combate.

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Prisioneros exigen presencia de la fiscalía y respeto a sus derechos

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Todo el contingente se desplazaba hacia su respectivo puesto de acuerdo al plan del Partido. El escenario para el combate en el primer piso era el siguiente: Una vez que se ingresaba al pabellón en sí, a la izquierda estaba la escalera que conducía al segundo piso. En cada flanco del pasadizo ha-bía cuatro cuartos; el primero de la derecha era el baño y el primero de la izquierda, el almacén; a cada uno de éstos le seguían tres cuadras o celdas del mismo tamaño. Las cuadras del flanco del almacén tenían ventanas hacia el pasadizo, y los del flanco del baño hacia el terral que separaba el Pabellón Británico y la cocina del penal. La pared del fondo daba a La Pampa y no tenía ventanas, de modo que la cuadra grande sólo tenía ventana hacia el terral. El almacén y las cuadras que le seguían colindaban con el patio del pabellón, y no tenían ventanas hacia éste. Al otro lado del patio. Otro terral, que ya era parte de La Pampa, nos separaba del pabe-llón 12, ocupado por presos comunes.

Los quince compañeros, armados de lanzas, ubicados y atentos en nues-tros puestos, vimos que un grupo de combatientes había cubierto la puer-ta de ingreso al pabellón con el bloque de cemento reforzado con fierros que habíamos construido para nuestra defensa, y lo estaban trancando con una barra gruesa de fierro, introduciéndola por argollas empotradas a los costados. Después de unos minutos, tras algunos movimientos en el exterior, lanzan granadas lacrimógenas por las ventanas que dan al terral. Rápidamente, la cuadra se llena de humo. Protegemos nuestras manos con toallas mojadas, recogemos granadas y las devolvemos por las venta-nas. Otros compañeros las meten en baldes con agua o las cubren con tra-pos mojados, pese a ello continúa contaminándose el aire; algunos com-pañeros vomitan: nos estaban atacando con bombas vomitivas. Algunos combatientes cubren las ventanas con cartones y frazadas, para contener el ingreso de las granadas. Los gases dificultan nuestra respiración y la-grimeamos contra nuestra voluntad. Atenuamos estos efectos cubriendo nuestras bocas y narices con toallas mojadas con vinagre, agua y orines. Prosigue el ataque, así como también nuestra resistencia. El tiempo vuela. Pese a nuestros esfuerzos, ingresan más granadas y el aire se torna más denso e irrespirable aún. Nuestra resistencia continúa, respondiendo en oleajes al ataque. Todas las partes expuestas del cuerpo me arden, y el aire ya es insoportable para entonces. En eso, llega la orden de replegarnos al segundo piso.

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A defenderse de la represión

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Ordenadamente, los quince compañeros subimos por las escaleras del ducto que comunica con el segundo piso (ducto similar tenías todas las cuadras). Nos ubicamos en la cuadra del fondo, que funcionaba como hemeroteca y sala de televisión. La distribución de cuartos del segundo piso era similar al del primero, con la diferencia de que encima del alma-cén estaba la cocina, la cuadra intermedia se había acondicionado como enfermería y encima del baño estaba una cuadra pequeña.

Los Llapan Atic reanudan el ataque con granadas, especialmente al se-gundo piso. Entonces, escuchamos los primeros disparos de fusil. Nos pegamos a las paredes, cuidándonos del rebote de las balas. Yo me pongo al costado de la ventana que da hacia el terral. Las balas impactan en el techo y la pared, y rebotan sin herir a ninguno. Por la ventana, vemos que el oficial gesticulando y agitando el brazo, comunica algo a los francoti-radores apostados en el techo de la cocina del penal y a los policías que están en el terral. En eso, me impacta una piedra pequeña en la frente; me toco y mi mano se mancha de sangre. Compruebo que es una herida leve, y permanezco en mi puesto. Continúan los disparos y las bombas entran por las ventanas. Devolvemos algunas lacrimógenas y vomitivas, y neutra-lizamos parcialmente otras.

En estas circunstancias comunican que han muerto compañeros en el pri-mer piso por disparos de los repuchos. (Después nos enteraríamos que és-tos habían ingresado al patio pequeño empleando escaleras; luego habían disparado a través de los agujeros del bloque de refuerzo de la puerta.) “¡Gloria a los héroes caídos! ¡Viva la revolución!”, escuchamos la voz de mando de la agitación, y repetimos embravecidos la consigna. “¡Compa-ñero José Frías Guerrero!”, “¡Presente!”, respondemos vibrando de emo-ción… La agitación continúa unos diez minutos, , enseguida, entonamos El guerrillero… En ese momento, me reafirmo en la ideología del prole-tariado, recordando los rostros sonrientes de los compañeros caídos, y me siento más unido aún al Partido; renuevo el compromiso de cumplir bien mi jornada, enfrentando el genocidio sin temor a la muerte, convencido de que es justo rebelarse y luchar por un mundo nuevo.

Continúa el desigual combate, hasta que repentinamente cesan los dis-paros. “El coronel está herido”, “El coronel está herido”, nos llega como

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un rumor. Por la ventana veo que los Llapan Atic se repliegan en grupos, hacia la cocina del penal.

Después de unos quince a veinte minutos, que parecen transcurrir con extrema lentitud, escuchamos pasos en el techo, y, después, fuertes gol-pes encima de la hemeroteca. “¡Quieren abrir un forado!”, concluimos, y centramos nuestras miradas en el área de los golpes. Aparecen rajaduras y empieza a desprenderse el tarrajeo del techo; luego caen ya trozos de concreto y ladrillo. Continúan los golpes hasta que, finalmente, consiguen abrir un forado. Inmediatamente, atacamos con nuestras lanzas a los po-licías que asoman por el hueco. Se retiran momentáneamente. Cuando vuelven a asomar, les volvemos a atacar y se retiran nuevamente, la escena se repite varias veces, hasta que dejan de asomarse. Concluimos que se han replegado del techo.

Cuando cesar los disparos, arremetemos con nuestra agitación: ¡Viva el Presidente Gonzalo!, ¡Viva el Partido Comunista del Perú, ¡Viva la Gue-rra Popular!, ¡Gloria a los héroes caídos!, ¡Viva la revolución! Agitamos intercalando con marchas y canciones, como Gonzalo es lucha armada, El guerrillero, Salvo el Poder y otras. También emplazamos al personal sub-alterno de la policía: “¡Guardia republicano, carne de cañón, no dispares contra los prisioneros de guerra!”, “¡No dispares contra el pueblo, dispara contra tus oficiales genocidas!” estos llamamientos repercuten en algunos, porque disminuye la intensidad de sus ataques. “¡Cállense la boca, terru-cos de mierda!”, “¡Cállense la boca, terrucos conchesumare!”, gritan los oficiales y se desgañitan con insultos lumpenezcos.

Se produce un nuevo silencio. Entonces los policías llaman a que depon-gamos nuestra resistencia; con altavoces nos conminan a salir del pabe-llón. Rechazamos con más emplazamientos y agitación.

Cuando cesan nuestras voces, se impone el silencio. De pronto escucha-mos nuevos movimientos, incluido el ronquido grave de un motor. Tal vez sea un camión portatropas, pienso… “¡Camaradas, están colocando dina-mita en la pared que da a La Pampa, retírense!”, nos gritan del pabellón 12. Los gritos son apremiantes. “Es la pared de la hemeroteca, hay que

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El ataque feroz de la republicana

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replegarnos a la cuadra siguiente”, ordena el mando militar. Pasamos por el boquete que semanas antes habíamos abierto en las paredes que com-partían los cuartos en cada flanco. (A través de estos boquetes podíamos desplazarnos por todos los cuartos sin usar el pasadizo; eran cuadrados, de metro y medio de lado.) No pasarían ni un minuto cuando se produce una fuerte explosión, vuelan trozos de concreto y ladrillo en todas direcciones y la cuadra se llena de densa polvareda. Nos salvamos de morir, pienso, aún aturdido.

Cuando pasan los ecos de la explosión, el mando nos ordena a cinco com-pañeros, volver a la hemeroteca para evitar que los Llapan Atic entren por el forado. Volvemos decididos a cumplir la tarea. Cuando se asienta el polvo, vemos por el forado un inmenso bloque macizo de fierro, como un cilindro cortado por la mitad. Nos ubicamos en los flancos del hue-co; entonces, el compañero Mesías Fernández coge un ladrillo, y cuando se dispone a lanzarlo, el bloque metálico desciende lentamente, dejando descubierto la cabina de un cargador frontal. Un Llapan Atic que viene al costado del chofer dispara su fusil. El compañero Mesías cae mortal-mente herido; el ladrillo se le cae de la mano, aunque con la otra sigue empuñando la lanza. Se intensifica el ataque por el boquete, con fusilería, granadas lacrimógenas y dinamita. Nos mantenemos pegados a la pared, lejos del forado, protegiéndonos de las balas y la onda explosiva, nuestra agitación se mezcla con los disparos y las explosiones.

Ante esta situación, el mando militar ordena replegarnos a la cuadra ad-yacente, en el flanco de la cocina. Nos retiramos arrastrando el cuerpo del compañero Mesías. Ya en la cuadra, el mando dispone tapar el boquete que comunica con la hemeroteca. Amontonamos mesas, colchones, latas, palos y cuanto tenemos a la mano, hasta cubrirlo completamente. Cum-plida la tarea, dos compañeros trasladan al compañero herido a la cuadra siguiente, donde funciona nuestra enfermería.

Desde el nuevo puesto de combate, nos aunamos a la agitación y al cán-tico de todo el contingente. De pronto, escuchamos voces de los compa-ñeros del flanco que da al terral. “¡El cargador frontal está arrancando las rejas de las ventanas del segundo piso!” Luego de dos o tres minu-

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El heroismo del prisionero de guerra

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tos escuchamos el impacto de un objeto metálico pesado. Entonces, los disparos y explosiones se intensifican. “¡Bombas incendiarias!” “¡Hay que apagar el fuego!”. Gritan los compañeros de enfrente. En la celda donde me encuentro, el aire es terriblemente irritante, ya es irrespirable… En esa circunstancia, desde el flanco que da al terral, anuncian la muerte de algunos de nuestros compañeros. Con renovado ímpetu, los combatientes de enfrente defienden la trinchera, arrojando ladrillos, piedras y flechas.Después de algunos minutos, la intensidad del ataque va bajando hasta cesar. El mando militar me dice que vaya a la enfermería que para me curen la herida. Son entre las dos y las dos y treinta de la tarde cuando ingreso a la enfermería. Encuentro a catorce compañeros, entre ellos tres muertos y dos heridos. Ya me habían limpiado y cubierto la herida, cuan-do se produce una fuerte explosión y, casi al mismo tiempo, ingresa vio-lentamente por la ventana una inmensa bola de fuego, seguida de humo denso; todo se cubre de gris oscuro y se me cierra la respiración. Siento un calor muy intenso y me falta aire, no puedo hablar ni pedir auxilio. A tientas busco la pared; luego, palpando, el boquete que comunica con la siguiente cuadra. Salgo cuando parece que ya estallan mis pulmones. Al-gunos compañeros me ayudan a ubicarme en una esquina de la cuadra, lo mismo que a dos más que consiguen salir. Enseguida, pese al intenso calor y al humo que sale de la enfermería, logran rescatar a tres compañeros que habían caído desmayados cerca al boquete. Tan rápido sucedieron los hechos que no pude comprobar con exactitud cuántos salimos vivos de la enfermería, pero no fuimos menos de seis; por tanto, los compañeros quemados no pudieron ser más de nueve.

A pocos minutos, el aire ya es irrespirable y el calor sofocante. Entonces, el mando militar dispone replegarnos a la cocina, último ambiente que queda en nuestro flanco. Después que pasamos por el boquete, el mando nos ordena a tres compañeros que pasemos a la cuadra del frente, a la que está encima del baño, para reforzar la resistencia. Cuando ingresamos a esta celda, comprobamos que aquí se habían replegado los compañeros que combatían en el flanco que da al terral. Ahora la orden es ingresar a la cuadra adyacente para contener el ingreso de los policías. Irrumpimos en-tre diez y quince, empuñando nuestras lanzas. Entonces, vemos, a través del siguiente boquete, ingresar a los Llapan Atic por la ventana sin rejas,

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Los prisioneros quemados en la enfermería

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uno tras otro, a un ambiente que había sido devorado por el fuego. Antes de que podamos actuar, los policías nos disparan, y nos obligan a reple-garnos a la última cuadra de este flanco. Allí veo con vida al compañero Hugo Moreno Moreno y a otro cuyo nombre no recuerdo, pero era del caso Ñaña. Los recuerdo con nitidez porque, después, ambos aparecieron en la relación de prisioneros carbonizados.

Los tres compañeros regresamos a la cocina, mientras continúan los dis-paros. De pronto, nos damos cuenta de que en la cuadra del frente pelean, cuerpo a cuerpo, compañeros con policías. Se producen más disparos y vemos que los compañeros se tiran al piso. Ingresan más Llapan Atic y nos disparan. Las balas pasan silbando por encima de nuestras cabezas e impactan en las paredes y desprenden trocitos de concreto. Nos echamos instintivamente en el piso, lo que aprovechan para ingresar a la cocina y reducirnos a golpes. Descargan su odio a patadas y culatazos, en cualquier parte de nuestros cuerpos. Nos golpean brutalmente.

Serían las tres y treinta de la tarde, cuando empezaron a sacarnos en co-lumna, a empellones, golpes e insultos. Cuando me llegó el turno y entré a la cuadra central que daba hacia el terral, me encontré con el boquete grande que había dejado la reja de la ventana arrancada. Aquí habían co-locado una escalera por la que descendían los sobrevivientes.

Ya en terral, nos hicieron pasar por un “callejón oscuro” formado por dos hileras de policías. Mientras avanzábamos, de dos en dos, nos pateaban y golpeaban con sus varas, principalmente en la cabeza y espalda. “Toma, terruco de mierda, para que te chaquetees”, decían entre risas burlonas. Finalmente, cuando llegamos al patio del pabellón, nos incorporaron a las hileras que habían formado con los compañeros echados boca abajo. Ha-bía numerosos Llapan Atic en el patio; entonces, se pusieron a caminar sobre nuestras espaldas, golpeándonos salvajemente con sus varas. Pasa-ron y repasaron agrediéndonos cobardemente… “¡A la voz de tres, todos cantan el himno nacional!”, vociferó un oficial. El silencio fue nuestra respuesta. Ante esta actitud, los policías se desataron en gritos, “¡Canten, terrucos de mierda!”, chillaban por todo el patio, golpeándonos con furia desenfranda… “¡Todos me cantan, carajo, aquí las órdenes las doy yo y us-

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tedes las cumplen!”, gritó nuevamente el oficial. Ante nuestro persistente silencio, volvieron los golpes e insultos. “¡Canten hijos de puta!”, “¡Canten terrucos de mierda!”… “Sooomos liiibreeesss...”, empiezan tres o cuatro con voz temblorosa y apagada. Cobardes de porquería, dije entre dientes, resistir el genocidio para venir a quebrarse aquí… Prosiguió la golpiza y ya nadie cantaba. Pero, ante la férrea decisión de la inmensa mayoría, los policías dejaron de golpearnos y ya no insistieron en que cantáramos.

Mientras permanecimos en el patio, siempre echados boca abajo, me per-caté de que separaron a algunos prisioneros. Entre éstos, unos se quejaban de dolor y otros, no. Por la posición en que me encontraba, no vi a quiénes ni a cuántos se llevaron; pero deduje que algunos estaban heridos de con-sideración y otros eran los que habían intentado cantar.

A eso de las cinco de la tarde, los Llapan Atic empiezan a trasladarnos hacia el Pabellón Administrativo, para entregarnos a los empleados del INPE. El traslado concluyó una hora después. Entonces, el Partido dis-puso el recuento de los sobrevivientes y que reportáramos quiénes fal-taban. También conseguimos que nuestro delegado fuera al tópico para constatar el número de heridos. Al final, faltaban más de treinta prisio-neros. Los compañeros reportaron los nombres de quienes habían muer-to por heridas de bala; éstos sumaban mucho menos que los faltantes. También informaron que algunos fueron separados después de bajar por la escalera; otros, cuando estaban en el patio y durante el traslado al Pa-bellón Administrativo. Entre los separados había heridos graves y leves. Nos preguntamos por qué se llevarían a estos últimos, pues casi todos estábamos heridos.

El día siguiente del genocidio era día de visita de familiares mujeres. Por ellas nos enteramos que el gobierno y la prensa hablaban de treinta muer-tos, todos calcinados por fuego e irreconocibles, y de veintitrés heridos. Por otra parte, algunos presos comunes nos informaron que la noche del 4 vieron a los policías amontonar cadáveres en La Pampa, y luego quemar-los. En los días siguientes, presos comunes nos entregaron costalillos con restos humanos carbonizados, que los habían encontrado diseminados en La Pampa. También nos informaron que esa noche vieron a García Pérez pasearse por áreas contiguas al Pabellón Británico, seguido de su séquito,

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en el que se encontraba Manuel Aquézolo, jefe del INPE. Estaba claro que el genocida había ido a verificar el cumplimiento de sus órdenes.

Pretendiendo ocultar su genocidio, el gobierno aprista había propalado la versión de que nos habíamos amotinado y que “los presos quemados fueron producto de una reyerta entre terroristas”, que “los mandos terro-ristas quemaron a los que querían rendirse”; y para “explicar” el incendio del pabellón había dicho: “El incendio fue producido por los terroristas”. Versión que difundieron por televisión, radio y periódicos. Para ocultar su responsabilidad en el genocidio, también habían usado a dos individuos que se habían quebrado ante la reacción; estos traidores habían “confir-mado”, por televisión, la versión del gobierno. Además, el gobierno aprista se negó a identificar los cadáveres y a entregarlos a sus deudos. Por esta razón, en el Cementerio Presbítero Maestro se levantan, ante el pueblo y la historia, treinta tumbas sin nombre que denuncia el vil genocidio del Estado y del gobierno de García Pérez. Pero, a su vez, es un monumento a la heroicidad de los combatientes forjados por el Presidente Gonzalo y el Partido en medio de la guerra popular, quienes nos dieron el Día del Prisionero de Guerra.

Al amanecer el día 5 de octubre. Flameaba nuevamente, desde una ven-tana del Pabellón Administrativo, nuestra bandera roja con la hoz y el martillo. Recibimos a nuestras visitas con júbilo revolucionario; y, con-virtiendo el dolor en fuerza, celebramos con ellas el 57 aniversario de la fundación del Partido Comunista del Perú. Hubo remoción política y presentaciones artísticas: declamamos poemas, entonamos canciones y marchas, transformando bidones plásticos en bombos. Celebración que sorprendió a los reaccionarios, porque percibían nuestro optimismo pese que aun latía tibia la sangra de los héroes del Partido y la guerra popular. Y es que se nos ha forjado en cómo afrontar estas situaciones: ponernos de pie, curar nuestras heridas, enterrar nuestros caídos, secar nuestras lá-grimas y seguir combatiendo.

De esta manera, la conquista del Día del Prisionero fue una victoria del Partico y la revolución, y prueba de que “La sangre no ahoga la revolución, sino la riega”.

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El genocidio del 4 de octubre de 1985 sólo es una muestra de la línea y política genocida del Estado contra la guerra popular. Si así actuaron en Lima, mucho mayor fue el genocidio que perpetraron en los pueblos más alejados del Perú; hasta los desaparecieron del mapa por ser pobres y haberse rebelado contra la opresión y la miseria. Estamos totalmente convencidos de que la verdad histórica se abrirá paso, ante el sistemático ocultamiento y distorsión por parte de las clases dominantes y su Estado.Han pasado veintisiete años de este genocidio. Actualmente, quedamos aún unos trescientos prisioneros políticos y de guerra, luchando por nues-tros derechos fundamentales, principalmente por nuestra ganada libertad con veinte años de prisión efectiva, y enarbolando la solución política a las consecuencias de un hecho eminentemente político que brilló ante el mundo, como es la guerra popular dirigida por el PCP. Solución que im-plica una amnistía general para civiles, policías y militares, en función de una reconciliación nacional, porque es una necesidad del pueblo, la nación y la sociedad peruana en su conjunto.

DanteOctubre 2012

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