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Diálogo entre un sacerdote y un

moribundo

Marqués de Sade

Compilación, versión y notas de Mario Pellegrini Editorial Insurrexit, Buenos Aires, 1964

Editorial Argonauta, Barcelona, 1980

La paginación se corresponde con la edición impresa. Se han

eliminado las páginas en blanco.

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Sólo me dirijo a aquellos capaces de entenderme; ello me leerán sin pelig o. r

MARQUÉS DE SADE

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PRÓLOGO DE MAURICE HEINE.1 AL DIÁLOGO ENTRE UN SACERDOTE

Y UN MORIBUNDO

A Jean Paulban, amistoso homenaje.

M. H.

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El Ateo es el hombre de la Naturaleza.

SYLVAIN MARÉCHAL2

I

Quisiera haber podido citar al señor de Sade; tiene mucho ingenio, razonamiento y erudición; pero sus infames novelas “Justine” y “Juliette”, lo hacen inaceptable para una secta en la que no se habla más que de virtud. De este modo se ex- presa, en 1805, al término de su Segundo suplemento al Dic- cionario de los ateos, el ilustre astrónomo José Jerónimo le Français de Lalande.

Tal vez este buen señor se preocupaba por no contrariar en lo más mínimo a su colega del Instituto Nacional, a aquel Buonaparte que Sylvain Maréchal había osado nombrar te- merariamente cinco años antes en su Diccionario de los ateos antiguos y modernos, y que más tarde llegó a convertirse en el ungido del Señor. Sea como fuere, Napoleón estaba en el trono y el Marqués de Sade en Charenton: no era entonces falta de coraje reconocer al prisionero la razón... que la ra- zón de Estado no le reconocía.

11

La objeción de Lalande, sin embargo, habría debido parecer engañosa a todo espíritu filosófico. ¿Acaso el Barón de Hol- bach no la había previsto y refutado en su Sistema de la Na- turaleza.? (Londres, 1770, in–8º, t. II, cap. XIII, pág. 372). Frente a una labor sin defectos, no nos preocupemos por las

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costumbres del operario que la realizó. ¿Qué le importa al universo que Newton haya sido sobrio o intemperante, casto o libertino? A nosotros sólo nos importa saber si ha racioci- nado bien, si sus fundamentos son firmes, si las partes de su sistema están bien hiladas, y si su obra encierra más ver- dades demostradas que ideas aventuradas. Juzguemos, pues, del mismo modo los principios de un ateo... Sin duda, pero en el alba del siglo XIX, el ateísmo había llegado a ser una secta virtuosa, y los sectarios dejaron de compartir la indul- gencia de su maestro.

Por otra parte, los hombres que hacían entonces profesión de fe atea —estas palabras no están enlazadas sin intención— eran ya viejos en su mayor parte. Pertenecían a ese siglo XVIII del que se constituyeron en ejecutores testamentarios. En su Discurso preliminar, o respuesta a la pregunta: ¿qué es un ateo? es el mismo Sylvain Maréchal quien, en 1800, pone su obra bajo la invocación al siglo de la filosofía. No puede ser, exclamaba, que el último año del siglo XVIII —un siglo tan memorable— transcurra sin que nadie haya osado publi- car lo que todas las mentes sanas piensan y guardan para sí... ¿Pero qué ateísmo profesaban estos ateos?

12

Si bien el ateísmo tuvo representantes en todo tiempo y en todo lugar dentro de las sociedades humanas, su doctrina y su expresión distan mucho de haber permanecido invariables; sin duda el ateo moderno, nutrido de las más recientes con- cepciones físico–químicas de la materia, está más cerca del ateo medieval, alquimista por vocación, que de aquel del siglo XVIII, sentimental adorador de la Naturaleza deificada... ¿Qué es en realidad un ateo? Es un hombre que destruye ilu-

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siones dañosas para el género humano, con el fin de atraer a los hombres a la naturaleza, a la experiencia y a la razón. Es un pensador, que después de haber meditado sobre la ma- teria, su energía, sus propiedades y su modo de obrar, no ne- cesita, para explicar los fenómenos del universo y las operacio- nes de la naturaleza, imaginar potencias ideales, inteligencias imaginarias, seres ficticios, que lejos de permitirnos conocer mejor la naturaleza, no hacen más que presentarla como ca- prichosa, inexplicable, irreconocible, e inútil para la felicidad de los humanos. Esta definición del Barón de Holbach (op. cit., t. II, cap. XI, pág. 323) puede pasar por una de las más claras y explícitas que su tiempo haya proporcionado. Pero estas aparentes negaciones ¿recubren otra cosa que la concep- ción sentimental de una Naturaleza útil a los hombres y preo- cupada por su felicidad? y, algunas páginas más adelante, ¿no vamos a escuchar, como monótonas letanías, las invocaciones a esas potencias ideales, a esas inteligencias imaginarias, tan enérgicamente reprobadas bajo otros nombres? ¡OH NATU- RALEZA! Soberana de todos los seres; ¡oh vosotras! sus ado- rables hijas, virtud, razón y verdad, sed para siempre nuestras únicas Deidades; a vosotras solas son debidos todas las alaban- zas y homenajes de la tierra. (op. cit., t. II, cap. XIV, pág. 411).

II

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Esta mitología atea podía, de alguna manera, relacionarse

con la filosofía natural expuesta en el Discurso preliminar de la Enciclopedia.: ella no molestaba, ciertamente, más que a

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los filósofos académicos. En las obras publicadas bajo su nom- bre, Diderot y D’Alembert no son tiernos con el ateísmo de

que los sospechan sus peligrosos adversarios, ni con los ateos,

esos fastidiosos cuya brutal franqueza arriesga comprometer

todo. ¿Qué es entonces el ateísmo para los enciclopedistas?

En un artículo extraído de los papeles del Sr. Formey, secre- tario de la Academia Real de Prusia, he aquí como responde

este anciano pastor: Es la opinión de los que niegan la exis- tencia de un Dios autor del mundo. De modo que la simple ignorancia de Dios no sería ateísmo. Para merecer el odioso título de ateo, hay que tener la noción de Dios, y rechazarla. El estado de duda tampoco es ateísmo formal... Es justo en- tonces tratar de ateos sólo a los que declaran abiertamente que han tomado partido sobre el dogma de la existencia de Dios, y que sostienen la negativa... El ateísmo no se limita a desfigurar la idea de Dios, sino que la destruye por entero.

Aunque las mallas de esta casuística sean lo bastante abiertas

para dejar escapar buen número de ateos, con aquéllos que

rehúsan los medios de fuga que se les ofrece y se proclaman

lo que en realidad son, ¿qué debe hacerse? ¡Oh! la filosofía

los abandona; más aún, pronuncia su condenación, reclama

su ejecución... El hombre más tolerante aceptaría que el ma- gistrado tenga el derecho de reprimir a los que osan profesar el ateísmo, así como de hacerlos perecer, s no puede l berar la so i i -ciedad de otro modo... Si puede castigar a quienes hacen daño a una sola persona, tiene sin duda el mismo derecho de castiga ra aquellos que lo hacen a toda una sociedad negando que haya un Dios... Se puede mirar a un hombre de esta clase como enemigo de todos los otros, puesto que subvierte todos los fun-

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damentos sobre los cuales están principalmente establecidas su conservación y su felicidad. Un hombre así podría ser castigado por cualquiera según el derecho natural. Cuando la Enciclopedia (1751, in–f°, t. I, pag. 815 y ss.) pronuncia tal veredicto, ¿se

condenarán las circunspectas reservas de un La Mettrie o la

retractación de un Helvecio luego de la condenación de su libro

Del Espíritu.? Uno y otro pudieron temer los veredictos dicta-

dos por sus amigos según el derecho natural, tanto, por lo me-

nos, como a las anatemas del parlamento, dirigidos por sus

adversarios. No es sin razón que Sylvain Maréchal señalaba al

naciente siglo XIX (Diccionario de los ateos, París, año VIII,

in–8º, pag. 69) en qué medida el siglo XVIII con todas sus luces o sus pretensiones, sus ideas liberales o sus audacias, fue todavía servil y rutinario en sus opiniones.

III

15

Este duro juicio no tendría apelación si el Marqués de Sade

no hubiera existido o si su obra, perseguida como su persona,

no hubiese escapado en parte a la furia de sus detractores.

Doce años consecutivos de detención arbitraria son empleados

por el marqués para devorar los escritos de los filósofos, de

los historiadores, de los novelistas: un vasto trabajo de docu-

mentación y de redacción resulta de los ratos libres que le con-

cede la bondad del Rey.; y mostrará como se sirve de ellos

cuando, en posesión de la libertad que la Revolución le devuel-

ve, lanza contra los despojos de una sociedad que lo oprimía,

las páginas explosivas de La Filosofía en el Tocador, de La

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Nueva Justina y de Julieta. Es allí donde desarrolla a volun-

tad su ateísmo, y si aún no ha rechazado por completo la

concepción general de su siglo, si todavía invoca a la natura-

leza como a un personaje, ésta no es ya la amable deidad

filantrópica del Sistema de la Naturaleza, que no gozaba aún

del favor de Voltaire, sino la divinidad catastrófica que fre-

cuenta el cráter del Etna. Cuanto más he buscado sorprender sus secretos —de este modo habla el químico Almani— más la he visto ocupada únicamente en perjudicar a los hombres. Seguidla en todas sus operaciones; siempre la encontraréis voraz, destructora y malvada, siempre inconsecuente, contra- dictoria y desvastadora... ¿No se diría que su arte mortífero sólo ha querido hacer víctimas, que el mal es su único elemento, y que no es sino para cubrir la tierra de sangre, lág imas y due- rlo que ha sido dotada de la facultad creadora? ¿Que no usa de su energía más que para desarrollar sus calamidades? Uno de vuestros filósofos modernos se decía el amante de la natura- leza; y bien, yo, amigo mío, me declaro su verdugo. Estudiadla, seguidla; no veréis jamás a esta naturaleza atroz crear sino para destruir, ni alcanzar sus fines por otro medio que el ase- sinato, ni cebarse, como el minotauro, más que de la desdicha y la destrucción de los hombres. (La Nueva Justina, t. III,

pag. 62.)

16

Téngase presente que Sade es un absoluto y que no vacila

en llegar hasta el fin de su pensamiento, hasta el extremo lí-

mite de sus consecuencias lógicas. No le preocupa que estas

últimas trastornen los prejuicios, las ideas recibidas, las con-

venciones sociales, las leyes morales. No se limita a escribir,

cada vez que puede, que Dios no existe; piensa y actúa en ese

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sentido, hace testamento y muere consecuentemente; y esta in-

conmovible firmeza de su orgullo es seguramente lo que menos

se le ha perdonado3. Pero es entonces cuando alcanza la cumbre

y cuando sus imprecaciones valen por rezos. ¡Oh tú! quien, se dice, has creado todo lo que existe en el mundo; tú, de quien no tengo la menor idea; tú, a quien no conozco más que por referencias y por lo que hombres, que se engañan todos los días, pueden haberme dicho; ser extraño y fantástico al que llaman Dios, declaro formalmente, auténticamente, pública- mente, que no tengo en ti la más ligera creencia, por la exce- lente razón de que no encuentro nada que pueda persuadirme de una existencia absurda, cuya realidad no es atestiguada por nada en el mundo. Si me equivoco, cuando yo no ex s a más, i ttú vendrás a probarme mi error; y entonces, si llegas a conven- cerme de esa existencia tuya (lo que está contra todas las leyes de lo verosímil y lo razonable) tan firmemente negada por mí ahora, ¿qué puede suceder? Que tú me hagas feliz o des- dichado. En el prime caso, te admitiré, te querré; en el segun- rdo, te aborreceré. Está entonces bien claro que ningún hombre razonable puede hacer otra reflexión que ésta: ¡cómo es posible, si realmente existes, que con el poder que debe ser él primero de tus atributos, dejes al hombre en una situación tan denigran- te para tu gloria! (Historia de Julieta, t. II, pág. 318).

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El ateísmo, en un hombre de este temple, no podía revestir formas agradables y se comprende que el apacible Lalande haya retrocedido en el momento de ponerlo en su panteón. No solamente la anarquía de Sade es inconmensurable hasta con las magnitudes astronómicas; su propia concepción del hombre haría estallar la bóveda de todos los templos.

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IV

Tampoco hay que atribuir a esas temibles desconocidas los motivos de tan prudente ostracismo respecto del más riguroso de los ateos. El vicio fundamental que había podido descubrir en los escritos de Sade la virtuosa lente de Lalande, es sin duda el carácter deliberadamente anticristiano y habitualmente blas- fematorio de sus discursos. Considerar la existencia de Dios, negarla teóricamente desde un punto de vista metafísico y abstracto, pero respetando la moral corriente hasta en sus apli- caciones religiosas, y probando por sus actos que el hombre ho- nesto, aún siendo ateo, no habría de apartarse de ella en la prác- tica, tal debía ser la actitud social de los ateos dignos de figurar en el Diccionario. Lalande mismo no deja de enorgullecerse de una cortés controversia con el papa llegado a París para coronar al emperador. El papa me decía, el 13 de diciembre de 1804, que había sostenido que un astrónomo tan grande como yo no podía ser ateo. Le respondí que las opiniones metafísicas no debían impedir el respeto debido a la religión; que ella era necesaria, aunque no fuera más que una institución política; que yo la hacía respetar en mi casa; que mi párroco me visitaba; que allí encontraba auxilio para sus pobres; que había hecho hacer este año la comunión a mis parientes pe- queños; que había hecho grandes elogios de los jesuítas; que había suministrado el pan bendito a mi parroquia; y cambié de tema. (Segundo suplemento al Diccionario de los ateos, por J. Jerónimo de Lalande, 1805, in–8º, pag. 88.)

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Veamos ahora cómo Julieta relata su fabulosa entrevista con Pío VI. Fantasma orgulloso, respondí a ese viejo déspota,

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el hábito que tienes de engañar a los hombres, hace que trates de engañarte a ti mismo... Se estructuró en la Galilea una religión cuyas bases son: la pobreza, la igualdad y el odio a los ricos... Está vedado a los discípulos del culto hacer jamás ninguna provisión... Los primeros apóstoles de esta religión se ganan la vida con el sudor de su frente...Y bien, te pregun- to ahora, ¿qué relación hay entre esas primeras instituciones y las inmensas riquezas que tú te haces dar en Italia? ¿Es gracias al Evangelio o a la bribonería de tus predecesores que posees tantos bienes?... ¡Pobre hombre! ¿Y crees embaucarnos todavía?.., ¡Ah, puedan todos los pueblos desengañarse pron- to de esos ídolos papales, que hasta el presente no les han procu- rado más que trastornos, indigencia y desdichas! Que todos los pueblos de la tierra, estremeciéndose ante los terribles efectos causados durante tantos siglos por estos malvados, se apresten a destronar al sucesor; derribando al mismo tiempo esa religión estúpida y bárbara, idólatra, sanguinaria e impía que pudo admitirlos o levantarlos por un momento. (Historia de Julieta, t. IV, pág. 269–284.)

Y cuando Brisa–Testa es admitido en la Logia del Norte, en Estocolmo, ¿qué juramento pronunciará? Juro exterminar a todos los reyes de la tierra; hacer una guerra implacable a la religión católica y al papa; predicar la libertad de los pueblos; y fundar una República universal, (op. cit., t. V, pag. 119.)

19

En boca de Dolmancé, el anticristianismo no es tanto una consecuencia del ateísmo como un argumento en su favor. Todo el pasaje del III diálogo de La Filosofía en el Tocador, que citamos a continuación, presta al Diálogo entre un sacerdote y un moribundo el desarrollo de un enérgico comentario. ¿Vues-

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tra quimera teísta me aclara algo acaso? Desafío a que me lo puedan probar. Suponiendo que me equivoque respecto a las propiedades íntimas de la materia, no tengo al menos más que una sola dificultad, ¿Qué hacen ustedes ofreciéndome su Dios? No me proporcionan sino otra d cul ad más. ¿Y cómo pueden ifi tpretender que yo admita, como causa de lo que no comprendo, algo que comprendo aún menos? ¿Podré acaso valerme de los dogmas de la religión cristiana —que examinaré— para repre- sentarme vuestro terrorífico Dios? Veamos un poco como ella me lo pinta. . ¿Que veo en e D os de este cu to infame, si no . l i la un ser inconsecuente y bárbaro; que crea boy un mundo de cuya construcción se arrepiente mañana? ¡Veo sólo un ser débil que nunca puede hacer tomar al hombre el camino que le tra- za!... Me contestarás, sin duda, a esto, que si Dios lo hubiera creado así, el hombre no tendría ningún mérito. ¡Qué ton- tería! ¡Qué necesidad hay de que el hombre haga méritos ante su Dios! Si lo hubiese hecho totalmente bueno, este hombre jamás hubiera podido hacer el mal; y sólo en este caso sería obra digna de un Dios. Es tentar al hombre dejarle la elección. Pero Dios, con su premonición infinita, sabía bien lo que resultaría. Entonces, es sólo por placer que pierde la criatura que él mismo ha formado. ¡Qué Dios horrible es un Dios así! ¡Qué monstruo, qué malvado más digno de nuestro odio y de nuestra implacable venganza!... No abriguemos la menor duda: este culto indigno hubiera sido destruido sin remedio, desde su nacimiento mismo, si hubiésemos empleado contra él todas las armas del desprecio a que se hacía acreedor; pero en cambio se lo persiguió, con lo que se acrecentó más; el resultado era inevitable. Pero probemos todavía hoy cubrirlo

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de ridículo y se derrumbará. El hábil Voltaire no empleaba jamás otras armas, y es de todos los escritores el que se puede jactar de haber hecho más prosélitos.

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También el cristianismo es lo que comienza por atacar el pan-

fleto ¡Franceses, un esfuerzo más si queréis ser republicanos!, que en el V diálogo de La Filosofía en el Tocador, es leído

por el caballero. Si, por desgracia para él, el francés continúa hundiéndose en las tinieblas del cristianismo, por un lado el orgullo, la tiranía, el despotismo del clero —vicios que rena- cen permanentemente en esta horda impura—, y por otro lado la bajeza, la estrechez de miras, la chatura de los dogmas y de los misterios de esa indigna y fabulosa religión, al embotar la altivez del alma republicana, la someterían muy pronto al yugo que su energía acaba de romper. No olvidemos que esta pueril religión fue una de las mayores armas en las manos de nuestros tiranos; uno de sus primeros dogmas fue dar al César lo

que es del César; pero nosotros hemos destronado al César y no vamos a devolverle nada... Antes de diez años, por medio de la religión cristiana, de sus supersticiones, de sus pre- juicios, vuestros curas, pese a sus juramentos, pese a su pobreza, reconquistarían el terreno que usurparan un día sobre las almas; os volverían a encadenar a reyes, porque el poder de los unos siempre estuvo ligado al de los otros; y vuestro edificio republi- cano se derrumbaría falto de bases... Aniquilad, pues, para siempre todo lo que amenaza destruir algún día vuestra labor. Pensad que estando el fruto de vuestro esfuerzo reservado a vuestros nietos, es vuestro deber, e incumbe a vuestra probidad no dejarles ninguno de esos peligrosos gérmenes que podrían volver a hundirlos en el caos, del que tanto trabajo nos costó

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salir. Ya nuestros prejuicios se disipan, ya el pueblo abjura de las absurdidades católicas, ya ha suprimido los templos, ha derribado los ídolos; está convencido que el matrimonio es sólo un acto civil; los confesionarios rotos alimentan los hogares públicos; los pretendidos fieles, desertando del banquete apostó- lico, dejan a los ratones sus dioses de harina. Franceses, no os detengáis: la Europa entera, con una mano lista sobre la venda que ciega sus ojos, espera de vosotros el esfuerzo que deba arrancársela de la frente. Daos prisa... Ya no es a las rodi- llas de un ser imaginario, ni a las de un vil impostor que un republicano debe postrarse; sus únicos dioses han de ser aho- ra el coraje y la libertad. Roma desapareció cuando el cristia- nismo se predicó, y Francia está perdida si reaparece nueva- mente. Examinemos con atención los dogmas absurdos, los misterios espantosos, las ceremonias monstruosas, la moral im- posible de esta repugnante religión y veremos si ella puede convenir a una república.

¿Para qué continuar con las citas? Sin insistir en el sentido profetice de la última, creemos que ésta sola basta para diferen- ciar en sus fundamentos políticos y sociales, el ateísmo profe- sado por Sade de aquel cuya expresión timorata nos transmi- tieron sus contemporáneos.

V

22

El opúsculo del Marqués de Sade que publicamos aquí por primera vez, ofrece un doble interés de curiosidad: es, de sus obras literarias conocidas hasta el momento, la primera fechada con exactitud (1782), y también la única escrita en la misma

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forma dialogada que La Filosofía en el Tocador. Sabemos que la edición original de esta última lleva la fecha de 1795: la au- sencia de todo manuscrito vuelve incierta la época inicial de su redacción. Pero de la primera a la segunda obra, solamente los sistemas políticos han sufrido cambios apreciables: entre las dos, la Revolución ha hecho del marqués un ciudadano. Pero conviene no equivocarse: la proclama patriótica y realista del moribundo y la proclama republicana y anarquista del caballero pueden no ser en el fondo —mutatis mutandi— más que una sola y misma precaución oratoria. Es, en efecto, menos de política de lo que se trata en estos dos ensayos, que de metafí- sica y moral y particularmente de ateísmo y erotología. Este último tema, que ocupa el primer plano en La Filosofía en él Tocador, está apenas insinuado en el Diálogo.

El manuscrito inédito que nos ha suministrado el texto del Diálogo entre un sacerdote y un moribundo, se presenta como un cuadernillo con falsa tapa, de 23 hojas no recortadas de papel vergé azulado, escrito de ambos lados con la escritura tan personal del Marqués de Sade. Se componía primitivamente de 24 hojas, o sea de 6 hojas formato tellière, dobladas en cuatro y cosidas en un sólo cuaderno de 48 páginas; midiendo 173 por 227 milímetros. Pero la primera hoja falta, por haber que- dado suelta al desgarrarse la última; así lo atestiguan los dientes del papel y la disposición comparativa de las filigranas.

23

En el estado en que se halla actualmente, apareció en diver- sas oportunidades en las ventas públicas de París desde el 31 de enero de 1850, donde fue adjudicado luego del deceso de M. Villeuve, hombre de letras, por la irrisoria suma de 3,25 francos. Reaparece casi en seguida, el 25 de marzo de 1851

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en la venta de la biblioteca de M. de C***. En último lugar, es catalogado en la colección de Mme. D***, dispersada en el hotel Druot el 6 de noviembre de 1920.

El Tema de Zélonide, comedia en cinco actos y en verso libre, comienza en la página 3, primera en el estado en que se encuentra el manuscrito, para terminar en la página 9. La página 10 está reservada a una Lista de los emperadores griegos, especie de resumen de historia, en dos columnas. Pensamientos y notas históricas ocupan la página 11 y la parte superior de la 12; en el medio de la cual comienza el Diálogo. Este prosigue sin interrupción hasta el final de la página 24. La Nota, con la que termina, ocupa las primeras cinco líneas de la página 25. El resto del manuscrito contiene notas históricas y citas, así como críticas literarias y pensamientos filosóficos, algunos muy interesantes. La página 48 y última lleva el título de Página de borrador y está dispuesta, como la pág. 10, en dos columnas.

En la parte inferior de la página 47, frontal de la última hoja, se lee en el margen externo la importante mención auto- grafiada: terminado el 12 de julio de 1782. Es entonces al co- mienzo de sus 43 años de edad y al final del tercer año de cautiverio, según la orden de prisión en el castillo de Vincen- nes, cuando Sade redactó este opúsculo, tal como lo encontramos sobre su cuaderno de borrador. La escritura es firme, nítida, poco corregida. Dos notas marginales autógrafas que reprodu- cimos indican el género y el lugar de la única adición hecha por el autor. La presente edición respeta la grafía original, con excepción de los evidentes lapsus calami.; y la puntuación, ar- bitraria por cierto, se reproduce tan fielmente como la com- prensión del texto lo permite.

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VI

La muerte de un ateo no inspiró, en el siglo de la filosofía, únicamente al sombrío genio de Sade. Sobre el mismo tema, Sylvain Maréchal, el viejo pastor Sylvain del Diccionario del amor, compuso una página encantadora. Quizás pueda apre- ciarse más su amable elocuencia comparándola con la aspereza polémica que el Diálogo revela.

25

¿Toca a término su existencia? Recoge todas sus fuerzas para gozar de los placeres que le quedan y cierra los ojos para siempre, pero con la certeza de dejar un recuerdo honroso y querido en el corazón de sus deudos, de quienes recoge los pos- treros testimonios de estima y devoción. Terminado su papel, se retira tranquilamente de la escena para dejar lugar a otros actores que lo tomarán por modelo. No hay dudas de que siente vivamente verse obligado a separarse de todo lo que ama, pero la razón le dice que tal es el orden inmutable de las cosas. Además, sabe que no muere enteramente, del todo. Un padre de familia es eterno: renace, rev ve en cada uno de isus hijos; y hasta las partículas de su cuerpo: nada puede ani- quilarse. An o indestructib e de la gran cadena de los seres, ill lel hombre–sin–Dios la abarca en toda su extensión con el pen- samiento, y se consuela al no ignorar que la muerte no es más que un desplazamiento de materia y un cambio de forma. En el momen o de dejar la vida repasa en su memoria, si tiene ttiempo, el bien que ha podido hacer así como las faltas come- tidas. Orgulloso de su existencia, no se ha arrodillado más que ante el autor de sus días. Ha marchado sobre la tierra, con la cabeza en alto; con paso firme, igual a los demás seres; no

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teniendo cuentas que rendir a nadie que no fuera su conciencia. Su vida es plena como la Naturaleza: ECCE VIR. (Diccionario de los ateos, año VIII, pag. 23–25.)

Si nos atenemos al testimonio emocionado de su amigo La- lande, Maréchal no se infligió el supremo desmentido de una muerte contraria a sus convicciones. Y el mismo Sade, de un carácter tan diferente, debía dar prueba de una no menos tran- quila firmeza ante la muerte.

26

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DIÁLOGO ENTRE UN SACERDOTE Y UN MORIBUNDO

1782

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SACERDOTE

Llegado a este instante fatal en que el velo de la ilu- sión se desgarra para enfrentar al hombre extraviado con el cruel espectáculo de sus errores y de sus vicios, ¿no te arrepientes, hijo mío, de los reiterados desórdenes a que te han conducido la debilidad y la fragilidad hu- mana?

MORIBUNDO

Sí, amigo mío, me arrepiento.

SACERDOTE

Aprovecha entonces el poco tiempo que te queda para obtener del cielo, mediante esos venturosos remor- dimientos, la absolución general de tus pecados; y con- sidera que sólo por intermedio del muy santo sacramento de la penitencia te será posible obtenerla del Eterno.

MORIBUNDO

No te entiendo más de lo que tú me has compren- dido.

SACERDOTE

¡Qué!

MORIBUNDO

Te dije que me arrepentía.

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SACERDOTE

Lo he oído.

MORIBUNDO

Sí, pero sin comprenderlo.

SACERDOTE

¿Cuál es la interpretación entonces?

MORIBUNDO

Hela aquí... He sido creado por la naturaleza con inclinaciones muy vivas y pasiones muy fuertes; me ha- llo en este mundo sólo para entregarme a ellas y satis- facerlas. Como estas peculiaridades de mi ser obedecen a los designios primarios de la naturaleza o, si lo pre- fieres, son derivaciones esenciales de las intenciones que, en razón de sus leyes, ella proyecta sobre mí, sólo me arrepiento de no haber valorado suficientemente su om- nipotencia. Mis únicos remordimientos se fundan en el mezquino uso que hice de las facultades (criminales para ti, para mí las más simples) que la naturaleza me había otorgado para servirla. La he resistido a veces y me arrepiento. Cegado por la absurdidad de tus sistemas, en su nombre he combatido contra la violencia de los deseos, que había recibido por una inspiración mucho más divina, y me arrepiento. He recogido tan solo flores cuando pude hacer una vasta cosecha de frutos...

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Tales son los precisos motivos de mi pesar; estímame lo

bastante como para no atribuirme otros.

SACERDOTE

¡Dónde te arrastran tus errores, dónde te conducen

tus sofismas! Das al objeto creado toda la potencia del

creador; no ves que esta naturaleza corrupta, a la que

atribuyes la omnipotencia, ha sido el origen de las des-

dichadas inclinaciones que te han extraviado.

MORIBUNDO

Amigo, me parece que tu dialéctica es tan falsa

como tu espíritu. Me gustaría que razonases con mayor

certeza, o que me dejaras morir en paz. ¿Qué entiendes

tú por creador y qué por naturaleza corrupta?

SACERDOTE

El creador es el amo del Universo, quien todo lo ha

hecho, quien todo lo ha creado, y el que conserva todo

como resultado natural de su omnipotencia.

MORIBUNDO

He aquí un gran hombre, sin duda... Ahora bien,

dime por qué este hombre tan poderoso ha creado, en-

tonces, lo que tú llamas una naturaleza corrupta.

SACERDOTE

¿Qué mérito habrían tenido los hombres si Dios no

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les hubiera dejado su libre albedrío, y qué mérito ha- brían tenido en ejercerlo si no hubiera habido sobre la tierra la posibilidad de hacer el bien y la de evitar el mal?

MORIBUNDO

De modo que tu dios quiso hacer todo al revés úni- camente para tentar, o para probar a su criatura. ¿No la conocía, entonces, no sospechaba, pues, el resultado?

SACERDOTE

La conocía, sin duda, pero quiso dejarle una vez más el mérito de la elección.

MORIBUNDO

¿Para qué? Si ya sabía el rumbo que el hombre to- maría, ¿por qué no lo indujo a seguir el buen camino, puesto que sólo dependía de él? ¿No dices acaso, que es todopoderoso?

SACERDOTE

¿Quién puede comprender los designios inmensos e infinitos de Dios sobre el hombre, y quién puede com- prender todo lo que vemos?

MORIBUNDO

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Aquél que simplifica las cosas, amigo, sobre todo aquél que no multiplica las causas para no oscurecer aún más los efectos. ¿Qué necesidad tienes de una se-

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gunda dificultad cuando no puedes comprender la pri- mera? Y ya que es posible que la naturaleza por sí sola haya hecho lo que atribuyes a tu dios, ¿por qué quieres adjudicarle un amo? La causa de lo que no comprendes es, quizás, la cosa más simple del mundo. Perfecciona tu física y comprenderás mejor la naturaleza; depura tu razón, desecha tus prejuicios, y ya no tendrás necesi- dad de tu dios.

SACERDOTE

¡Desdichado!, confiaba en que sólo fueras sociniano4. Tenía armas para combatirte, pero bien veo que eres ateo; y ya que tu corazón rechaza la inmensidad de las pruebas auténticas que cada día recibimos de la existencia del creador, no tengo nada más que decirte. No se devuelve la luz a un ciego.

MORIBUNDO

Amigo mío, convengamos en un hecho: que el más ciego de los dos debe ser, sin duda, el que se pone una venda antes que el que se la arranca. Tú edificas, tú inventas, tú multiplicas; yo destruyo, simplifico. Tú acumulas error sobre error, yo los combato a todos. ¿Quién de nosotros es el ciego?

SACERDOTE

Entonces, ¿no tienes la más mínima creencia en Dios?

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MORIBUNDO

No. Y ello por una razón bien simple; que es perfec- tamente imposible creer lo que no se comprende. Entre la comprensión y la fe deben existir vínculos estrechos, la comprensión es el primer alimento de la fe; donde no hay comprensión, la fe está muerta. Y los que en ese caso pretendieran poseerla, se engañan. No te creo capaz de creer en el dios que predicas, porque no sabrías demostrármelo, porque no está en ti definírmelo, y en consecuencia no lo comprendes. Y como no lo com- prendes no puedes proporcionarme ningún argumento razonable en su favor. En una palabra, todo lo que está por encima de los límites del espíritu humano es o qui- mera o inutilidad; y no pudiendo ser tu dios sino una u otra de estas cosas, en el primero de los casos sería yo un loco de creer en él, un imbécil en el segundo.

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Amigo mío, pruébame la inercia de la materia y te concederé la existencia del creador, pruébame que la na- turaleza no se basta a sí misma y te permitiré otorgarle un señor; hasta entonces no esperes nada de mí, no me rindo más que a la evidencia y a ésta la recibo única- mente de mis sentidos. Donde ellos se detienen mi fe queda sin fuerza. Creo en el sol porque lo veo, lo con- cibo como el centro de reunión de toda materia inflama- ble de la naturaleza; presencio su marcha periódica sin sorprenderme. Es un hecho físico acaso tan simple como la electricidad pero que nos está vedado comprender. ¿Qué necesidad tengo de ir más lejos? ¿Habré adelan-

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tado algo con que tú construyas tu dios por encima de todo aquello? ¿Y no precisaré entonces del mismo es- fuerzo para comprender al obrero que para definir la obra?

En consecuencia, no me has prestado ningún servicio con la edificación de tu quimera, has turbado mi espíri- tu, pero no me has aclarado nada, y en lugar de reco- nocimiento sólo te debo rencor. Tu dios es una máquina que has fabricado para servir a tus pasiones, y la haces funcionar a voluntad. Pero desde el momento en que esa máquina perturba mis pasiones debes encontrar normal que la haya tumbado. Y justamente en el momento en que mi alma débil tiene necesidad de calma y de filo- sofía, no vengas a espantarla con tus sofismas, que la asustarían sin convencerla y la irritarían sin mejorarla. Amigo mío, mi alma es lo que ha querido la naturaleza que sea, es decir, el producto de órganos que ella se ha complacido en brindarme, conforme a sus designios y ne- cesidades; y como tiene idéntica necesidad de vicios y de virtudes, cuando ha deseado llevarme hacia los primeros, lo ha hecho, cuando ha querido las segundas, me ha ins- pirado los deseos consiguientes, y me he entregado a ellas sin reparos. En esas leyes de la naturaleza que responden sólo a sus deseos y a sus necesidades debes buscar la causa única de la inconsecuencia humana.

SACERDOTE

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De modo que todo es necesario en el mundo.

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MORIBUNDO

Indudablemente.

SACERDOTE

Pero si todo es necesario, entonces todo está deter-

minado.

MORIBUNDO

¿Quién te dice lo contrario?

SACERDOTE

¿Y quién puede regular todo lo que existe, sino una

mano que todo lo puede y que todo lo sabe?

MORIBUNDO

¿No es acaso necesario que la pólvora se inflame

cuando se le acerca fuego?

SACERDOTE

Sí.

MORIBUNDO

¿Y qué sabiduría encuentras en eso?

SACERDOTE

Ninguna.

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MORIBUNDO

Entonces es posible que haya cosas necesarias sin sa- biduría, y posible, en consecuencia, que todo derive de una causa originaria, sin que haya ni razón ni sabiduría en esta causa primera.

SACERDOTE

¿Adónde quieres llegar?

MORIBUNDO

A probarte que todo lo que es y lo que ves puede existir, sin que ninguna mano sabia y razonable lo con- duzca. Efectos naturales deben tener causas naturales sin que haya necesidad de atribuirles orígenes antina- turales, tal como sería tu dios, quien, insisto, debería ser explicado sin proporcionar a su vez explicación alguna. En consecuencia, desde el momento en que tu dios no sirve para nada, es perfectamente inútil. Se supone que lo inútil es nulo y que todo lo que es nulo es nada. De modo que para convencerme de que tu dios es una quimera no necesito otro razonamiento que aquél que me proporciona la certeza de su inutilidad.

SACERDOTE

Conforme a esto, me parece superfluo hablarte de re- ligión.

MORIBUNDO

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¿Por qué no? Nada me divierte tanto como el exce-

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so a que los hombres han podido llegar en materia de religión; el fanatismo y la imbecilidad son extravíos tan prodigiosos que su espectáculo, desde mi punto de vista, pese a ser horroroso es siempre interesante. Responde ahora con franqueza y sobre todo desecha tu egoísmo. Si fuera yo lo suficientemente débil como para dejarme sorprender por tus ridículos sistemas sobre la existen- cia fabulosa del ser que hace necesaria la religión, ¿ba- jo qué forma me aconsejarías que le rindiera culto? ¿Pre- ferirías que adoptase los ensueños de Confucio antes que las extravagancias de Brahma? ¿Debo adorar la gran serpiente de los negros, el astro de los peruvianos o el dios de los ejércitos de Moisés? ¿A cuál de las sectas de Mahoma quisieras que me convirtiese? ¿O cuál de las herejías cristianas sería preferible para ti? Ten cui- dado con tu respuesta.

SACERDOTE

¿Puede haber duda sobre cuál será?

MORIBUNDO

Lo que quiere decir que es egoísta.

SACERDOTE

Aconsejarte lo que creo equivale a amarte como a mí mismo.

MORIBUNDO

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No; hacer caso a semejantes errores equivale a amar- nos bien poco los dos.

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SACERDOTE

¿Pero quién puede ser tan ciego ante los milagros de nuestro divino redentor?

MORIBUNDO

Aquél que no lo ve sino como el más ordinario de los bribones y el más vulgar de los impostores.

SACERDOTE

¡Oh dioses, lo escucháis y no tronáis!

MORIBUNDO

No, amigo mío, todo está en paz, porque tu dios — sea impotencia, sea razón, sea en fin lo que tú quieras, en un ser que admito sólo un instante, nada más que por condescendencia hacia ti, o si te place, para pres- tarme a tus pequeños designios— si existe, como tu lo- cura lo pretende, no puede haber usado para conven- cernos medios tan ridículos como los que tu Jesús su- pone.

SACERDOTE

¿Cómo; acaso no son pruebas las profecías, los mi- lagros, los mártires?

MORIBUNDO

¿Cómo puedes pretender razonablemente que acepte como prueba algo que no ha sido probado? Para que

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la profecía se convierta en prueba sería preciso que, an- tes, yo tuviera la completa certeza de que ha sido hecha; pero, he aquí que al estar consignada en la historia, no puede tener para mí más fuerza que la que tienen los demás hechos históricos, extremadamente dudosos en sus tres cuartas partes. Si a esto agregamos la más que verosímil sospecha de que nos son transmitidos por historiadores interesados, tendré, como ves, todo el de- recho de dudar. ¿Quién me asegura, por otra parte, que esta profecía no ha sido hecha a posteriori; que no es sino el resultado de una muy simple política, como la que ve un reino feliz bajo el dominio de un rey justo o la helada en el invierno? Con todo esto, ¿cómo quie- res que la profecía, tan necesitada de prueba, pueda convertirse ella misma en prueba?

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En cuanto a tus milagros, ya no me engañan. Todos los pícaros los han hecho y todos los tontos han creído en ellos. Para persuadirme de la autenticidad de un mi- lagro tendría que estar seguro de que el suceso así deno- minado fuese absolutamente contrario a las leyes de la naturaleza, pues sólo lo que le es extraño puede pasar por milagro. ¿Pero quién la conoce lo suficiente para atreverse a afirmar categóricamente cuál es el punto don- de ella se detiene y cuál aquél otro en que ella es viola- da? No se necesitan más que dos cosas para acreditar un pretendido milagro: un volatinero y unas mujercitas; vamos, no pretendas encontrar otro origen a los tuyos, todos los sectarios novatos los han hecho y, lo que es

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más singular, todos han encontrado imbéciles que les han creído. Tu Jesús no ha sido más original que Apo- lonio de Tiana, y sin embargo a nadie se le ocurre tomar a éste por un dios. Por otra parte, tu argumento más débil es, sin duda, el que se refiere a tus mártires; no es preciso más que entusiasmo y resistencia para serlo. En tanto que la causa opuesta me ofrezca tantos mártires como la tuya, no estaré jamás suficientemente autorizado para suponer a una mejor que la otra. Me siento en cambio muy inclinado a suponer a las dos dignas de lástima.

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Ah, amigo mío, si el dios que predicas existiera real-

mente, ¿tendría necesidad de milagros, de mártires y

de profecías para establecer su imperio? Y si, como di-

ces, el corazón del hombre fuese su obra, ¿no sería ese

el lugar que habría elegido como santuario para su ley?

Esta ley justa, puesto que emanaría de un dios justo, se

encontraría grabada de modo irresistible dentro de to-

dos, y de un extremo al otro del mundo todos los hom-

bres, igualándose por este órgano delicado y sensible,

rendirían igual homenaje al dios de quien lo hubieran

recibido; todos tendrían una sola manera de amarlo,

una manera de adorarlo o de servirlo y se les haría tan

imposible ignorar a este dios como resistirse a la íntima

inclinación que sentirían por su culto. ¿Qué veo en el

mundo en lugar de esto? Tantos dioses como países,

tantas maneras de servir a esos dioses como diferentes

mentes o diferentes imaginaciones; ¿y esta diversidad

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de opiniones en la que estoy prácticamente imposibili-

tado de elegir, sería para ti la obra de un dios justo?

Vamos, predicante, ofendes a tu dios presentándomelo

de esta suerte; déjame negarlo del todo, pues si existe,

lo ofendo mucho menos yo con mí incredulidad que tú

con tus blasfemias. Retorna a la razón, predicante, tu

Jesús no vale más que Mahoma. Mahoma no más que

Moisés, y los tres no más que Confucio, que en cambio

dictó algunos buenos principios mientras los otros tres

desvariaban; pero en general, todos estos personajes no

son más que impostores, de los que el filósofo se ha mo-

fado, en los que el populacho ha creído y que la justicia

hubiera debido ahorcar.

SACERDOTE

Ay, esa justicia ha sido implacable sólo con uno de

los cuatro.

MORIBUNDO

Con el que más lo merecía. Era sedicioso, turbulento,

calumniador, pícaro, libertino, un farsante grosero y

un malvado peligroso; poseía el arte de arrastrar al pue-

blo y se hacía en consecuencia digno de castigo en una

situación como la que se encontraba Jerusalén entonces.

Se demostró gran juicio al deshacerse de él, y es tal vez

el único caso en que mis principios, extremadamente mo-

derados y tolerantes por cierto, pueden admitir la seve-

ridad de Témis. Disculpo todos los errores, excepto

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aquellos que pueden tornarse peligrosos para el orden

en que se vive; los reyes y sus majestades son las únicas

cosas que se me imponen, las únicas que respeto. Quién

no ama a su país y a su rey no es digno de vivir5.

SACERDOTE

Pero, a pesar de todo, tienes que admitir alguna cosa

después de esta vida; es imposible que tu espíritu no

haya intentado alguna vez atravesar las tinieblas del

destino que nos aguarda. ¿Y qué sistema puede haber-

lo satisfecho mejor que aquél que reserva una multitud

de penas para el que vive en el mal y una recompensa

eterna para el que vive en el bien?

MORIBUNDO

¿Cuál sistema? Pues el de la nada, amigo mío. Ja-

más me ha asustado, y no veo nada más consolador y

simple. Todos los otros son obra del orgullo, éste solo

lo es de la razón. De todas maneras, esa nada no es es-

pantosa ni absoluta. ¿No tengo acaso bajo mis ojos el

ejemplo de las perpetuas generaciones y regeneraciones

de la naturaleza? Nada perece, amigo mío, nada se

destruye en el mundo; hoy hombre, mañana gusano,

pasado mañana mosca; ¿no es esto existir siempre? ¿Y

por qué quieres que se me recompense por virtudes

de las cuales no he hecho mérito, o castigado por

crímenes que no he podido evitar? ¿Puedes conciliar

la bondad de tu pretendido dios con este sistema; pue-

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de él haber querido crearme solamente para darse el

gusto de castigarme, y ello únicamente a causa de una

elección en la que no me deja alternativa?

SACERDOTE

Tienes alternativa.

MORIBUNDO

Sí, según tus prejuicios; pero la razón los destruye.

El sistema de la libertad del hombre sólo fue inventado

para sostener aquél otro de la gracia, que era tan favo-

rable a vuestras ilusiones. ¿Dime qué hombre en el

mundo, viendo frente a sí la imagen del cadalso, co-

metería un crimen si fuera libre de no hacerlo? Nos

arrastra una fuerza irresistible y no somos ni por un

instante dueños de decidirnos por otra cosa que aquella

hacía la que nos sentimos inclinados. No hay virtud

que no sea necesaria a la naturaleza y, análogamente,

ni un sólo crimen del que ella no tenga necesidad. Jus-

tamente, en el perfecto equilibrio que mantiene entre

unos y otros reside toda su ciencia. ¿Podemos, pues, ser

culpables del camino al que nos arroja? No más que

la avispa que clava su aguijón en tu piel.

SACERDOTE

¿De modo entonces, que el más grande de los crí-

menes no debe inspirarnos ningún horror?

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MORIBUNDO

No es eso lo que digo; basta que la ley lo condene y que la espada de la justicia lo castigue para que deba inspirarnos aversión o terror. Pero cuando por desgracia ha sido cometido, es preciso afrontar los hechos y no entregarse a remordimientos estériles, que son totalmen- te inútiles pues no han podido preservarnos de él; y nu- los, pues nada reparan. Es absurdo entonces librarse a ellos, pero más absurdo aún temer ser castigados en el otro mundo si hemos tenido la suerte de eludir el castigo en éste. Claro está que no quiero con esto incitar al cri- men; es menester sin duda evitarlo tanto como sea posi- ble, pero hay que saber huir de él por medio de la razón, y no por falsos temores que no conducen a nada y cu- yos efectos son prontamente destruidos en un alma un po- co firme. La razón, sí, amigo mío, solamente la razón de- be advertirnos que dañar a nuestros semejantes nunca puede hacernos dichosos; y nuestro corazón indicarnos que contribuir a la felicidad ajena es el más grande goce que la naturaleza nos haya acordado sobre la tierra. Toda la moral humana está contenida en esta sola frase: hacer tan felices a los demás como uno mismo desearía serlo y nunca causarles más daño del que uno mismo quisiera recibir.

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He aquí, amigo mío, he aquí los únicos principios que debemos seguir, y no hay necesidad ni de religión ni de dios para apreciarlos y admitirlos, sólo hace falta un buen corazón. Pero siento que desfallezco; predicante, aban-

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dona tus prejuicios, sé hombre, sé humano, sin temor y sin esperanza; deja de lado tus dioses y tus religiones; todo eso no sirve más que para poner el hierro en la mano de los hombres y la sola mención de todos esos horrores ha hecho verter más sangre sobre la tierra, que todas las otras guerras y flagelos juntos. Renuncia a la idea de otro mundo, no lo hay, pero no renuncies al pla- cer de ser feliz en éste y de hacer feliz a los demás. Es la única posibilidad que la naturaleza te ofrece de du- plicar tu existencia o de extenderla. Amigo mío, la vo- luptuosidad fue siempre el más querido de mis bienes, la he glorificado toda mi vida y he querido acabar en sus brazos. Mi fin se aproxima; seis mujeres más bellas que el día están en el gabinete vecino: las reservaba para este momento; toma tu parte, procura olvidar sobre sus senos, siguiendo mí ejemplo, todos los vanos sofismas de la superstición y todos los imbéciles errores de la hipocresía.

NOTA

El moribundo llama, las mujeres entran y el predi- cante se vuelve en sus brazos un hombre corrompido por la naturaleza, por no haber sabido explicar lo que era la naturaleza corrupta.

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FANTASMAS.6

1802

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SER QUIMÉRICO y vano, cuyo solo nombre ha hecho correr más sangre sobre la superficie del globo como nin- guna guerra política lo haya hecho jamás: ¡Retorna a la nada, de donde la loca esperanza de los hombres y su ri- dículo temor osaron, por desgracia, hacer salir! Apa- reciste sólo para suplicio del género humano. ¡Cuántos crímenes se hubiera ahorrado la tierra, si se hubiese degollado al primer imbécil que se le ocurrió hablar de ti! Muéstrate, si es que existes; sobre todo, no so- portes que una débil criatura se atreva a insultarte, a desafiarte, a burlarse de ti, como yo lo hago; que ose negar tus maravillas y reírse de tu existencia, ¡vil fabri- cante de pretendidos milagros! Haz solamente uno, para probarnos que existes. Muéstrate, no en una zar- za ardiente, como se dice, te apareciste al bueno de Moisés; no sobre una montaña, como te mostraste al vil leproso que se decía tu hijo, sino junto al astro del que te sirves para alumbrar a los hombres: que a sus ojos, tu mano parezca guiarlo. Este acto universal, decisivo, no te debe costar más que todos los prestigios ocultos que, según dicen, realizas todos los días. Tu

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gloria depende de él; atrévete a hacerlo o deja entonces de extrañarte de que todos los buenos espíritus nieguen tu poder y se sustraigan a tus pretendidos impulsos, a las fábulas, en una palabra, que cuentan de ti aquellos que se ceban como cerdos predicándonos tu fastidiosa existencia y que semejantes a esos sacerdotes del paga- nismo alimentados con las víctimas inmoladas en los altares, exaltan a su ídolo sólo para multiplicar los ho- locaustos.

Sacerdotes del falso dios que cantó Fenelon: erais fe- lices, en ese tiempo, incitando desde la sombra a los ciudadanos a la rebelión. A pesar del horror que la Iglesia afirma tener por la sangre, guiabais a los fre- néticos que derramaban la de vuestros compatriotas, tre- pando a los árboles para dirigir vuestros golpes con menor peligro. Tal era por entonces vuestra única mane- ra de predicar la doctrina de Cristo, dios de paz; pero desde que os cubren de oro por servirlo, contentos de no tener que arriesgar más vuestros días por su causa, es me- diante bajezas y sofismas que defendéis su quimera. ¡Ah, si ella pudiera desvanecerse junto con vosotros para siem- pre, y que jamás volvieran a ser pronunciadas las pala- bras Dios y religión! Entonces los hombres pacíficos, sin más preocupación en adelante que su felicidad, compren- derán que la moral que la funda no necesita de fábulas para afirmarla; y que se deshonra y marchita a las virtu- des sacrificándolas sobre los altares de un Dios ridículo y vano, que pulveriza el más ligero examen de la razón.

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¡Desvanécete entonces, repugnante quimera! ¡Retor-

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na a las tinieblas donde naciste; no vuelvas a ensuciar la memoria de los hombres; que tu execrable nombre no sea pronunciado más que en la blasfemia, y que sea librado al último suplicio el pérfido impostor que qui- siera, en el porvenir, reimplantarte sobre la tierra! Sobre todo, no hagas más estremecer de felicidad ni gritar de alegría a los obispos cebados con cien mil libras de renta: este milagro no iguala al que te propongo, y si debes mostrarnos uno, que al menos sea digno de tu gloria. ¿Por qué ocultarte a los que te desean? ¿Temes su espanto o su venganza? ¡Ah, monstruo, cuánto la mereces! ¿Valía la pena que los crearas para luego hundirlos, como lo haces, en un abismo de desdicha? ¿Es acaso con atrocidades que debes evidenciar tu poder? Y tu mano que los aplasta, ¿no debe, en consecuencia, ser maldecida por ellos, execrable fantasma? ¡Haces bien en esconderte!, las imprecaciones lloverían sobre ti, si alguna vez tu espantoso rostro se mostrara a los hombres; ¡los desgraciados, sublevados por la obra, harían polvo al obrero!

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Débiles y absurdos mortales enceguecidos por el error y el fanatismo, abandonad las peligrosas ilusiones en las que os sumerge la superstición tonsurada; reflexio- nad en el poderoso interés que ella tiene al ofreceros un Dios, en el valimiento que semejantes mentiras le otorgan sobre vuestros bienes y vuestros espíritus, y en- tonces veréis que semejantes bribones no pueden anun- ciar sino una quimera, e inversamente, que un fantasma tan degradante sólo puede estar precedido

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por bandidos. Si vuestro corazón necesita de un culto, que se lo ofrezca a los objetos palpables de sus pasio- nes: una cosa real os compensará al menos, de ese home- naje natural. ¿Pero qué podéis experimentar después de dos o tres horas de mística deificada? ¡Una fría nada, un vacío abominable que, no habiendo suministrado nada a vuestros sentidos, los deja necesariamente en el mismo es- tado que si hubierais adorado sueños y sombras!... En efecto, ¿cómo nuestros sentidos materiales pueden atar- se a otra cosa que a la misma esencia de la cual están formados? Y vuestros adoradores de Dios, con su fri- vola espiritualidad que nada realiza, ¿no se asemejan todos acaso a Don Quijote tomando molinos por gi- gantes?

Execrable aborto, debería abandonarte aquí a ti mis- mo, librarte al desprecio que tú solo inspiras, y dejar de combatirte otra vez en los ensueños de Fenelon. Pero he prometido cumplir mi tarea; mantendré mi palabra, fe- liz si mis esfuerzos llegan a desarraigarte del corazón de tus imbéciles sectarios y pueden, poniendo un poco de razón en lugar de tus mentiras, terminar de destruir tus altares, para volver a sumergirlos para siempre en los abismos de la nada.

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LA EVIDENCIA POÉTICA

PAUL ELUARD

L’Evidence poétique

Fragmentos de una conferencia pronunciada en Londres, el 24 de junio de 1936, en ocas ón de la Expos ción Surrea ista, i i lorganizada por Roland Penrose.

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Ha llegado el momento en que los poetas tienen el derecho

y la obligación de afirmar que están profundamente sumergi-

dos en la vida de los otros hombres, en la vida común.

¡En las altas cumbres! Sí, ya sé, siempre hubo quienes

trataron de alucinarnos con semejante idiotez; pero como ellos

no estaban en la cumbre, no fueron capaces de decirnos que

allí llueve, está oscuro y uno tirita, que allí se conserva la

conciencia del hombre y de su triste condición; que allí se con-

serva —y es necesario conservar— la conciencia de la infame

estupidez; que allí se escuchan todavía risas turbias y palabras

de muerte. En las altas cumbres, como en cualquier parte, qui-

zás más que en cualquier otra parte, para aquél que ve, para

el visionario, la miseria deshace y rehace incesantemente un

mundo banal, vulgar, insoportable, imposible.

No hay límite de dimensión para el que está dispuesto a

crecer. No hay modelo para quien busca lo que nunca vio.

Estamos todos en la misma fila. Ignoremos a los demás.

Utilizando las contradicciones únicamente con propósitos

igualitarios; infortunada por provocar placer y satisfacerse a sí

misma, la poesía se aplica desde siempre, a pesar de las perse-

cuciones de toda clase a que es sometida, a negarse a servir

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otro orden que el suyo, a conquistar una gloria indeseable y

a aceptar las diversas ventajas que son acordadas al confor-

mismo y a la prudencia.

¿Y en cuanto a la poesía pura? El poder absoluto de la

poesía purificará al hombre, a todos los hombres. Escuchemos

a Lautréamont: “La poesía debe ser hecha por todos. No por uno” Todas las torres de marfil serán demolidas, todas las

palabras serán sagradas y el hombre, hallándose por fin en

armonía con la realidad, que es suya, no tendrá más que cerrar

los ojos para que se le abran las puertas de lo maravilloso.

El pan es más útil que la poesía. Pero el amor, en el pleno,

en el humano sentido de la palabra, el amor–pasión no es más

útil que la poesía. El hombre, situándose en el plano más ele-

vado de la escala de los seres, no puede negar el valor de sus

sentimientos, por poco productivos, por antisociales que parez-

can. “El hombre tiene —dice Feuerbach— los mismos sentidos que el animal, pero en él la sensación no es relativa ni está subordinada a las necesidades elementales de la vida; se con- vierte en un ser absoluto, teniendo su propia finalidad y su propio goce.” Es aquí donde surge nuevamente la necesidad.

El hombre debe tener constante conciencia de su supremacía

sobre la naturaleza, para protegerse de ella, para conquistarla.

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De joven, tiene la nostalgia de su infancia; hombre, la nos-

talgia de su adolescencia; anciano, la amargura de haber vivido.

Las imágenes del poeta están hechas de lo que debe olvidarse

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y de lo que debe recordarse. Hastiado, proyecta sus profecías

en el pasado. Todo lo que él va creando desaparece con el

hombre que fue ayer. Mañana, conocerá lo nuevo. Pero falta

el hoy en ese presente universal.

La imaginación carece de instinto de imitación. Es la fuen-

te y el torrente que no podemos remontar. El día nace y muere

a cada instante de ese sueño viviente. Es un universo sin co-

nexiones, un universo que no está integrado en un universo

mayor, un universo sin dios, ya que nunca miente, ya que

nunca confunde lo que será con lo que ha sido. La verdad

se dice rápido, sin reflexionar, llanamente; y la tristeza, el furor,

la gravedad, la alegría sólo son para ella cambios de tiempo,

cielos seducidos.

El poeta es más el que inspira que aquel que es inspirado.

Los poemas tienen siempre grandes márgenes blancos, grandes

márgenes de silencio donde la memoria ardiente se consume

para recrear un éxtasis sin pasado. Su principal cualidad es,

insisto, inspirar antes que evocar. Tantos poemas de amor

sin objeto inmediato llegarán a reunir, un hermoso día, a los

enamorados. Se sueña con un poema como se sueña con un

ser. La comprensión, como el deseo, como el odio, está hecha

de relaciones entre la cosa a comprender y las otras, ya sean

éstas comprendidas o incomprendidas.

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Para el soñador despierto —para el poeta— el ritmo de su

imaginación estará dado por la esperanza o por la desesperación.

Que formule esta esperanza o esta desesperación e inmediata-

mente cambiarán sus relaciones con el mundo. Para el poeta

todo es objeto de sensaciones y, como consecuencia, de senti-

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mientes. Todo lo concreto se convierte entonces en alimento de su imaginación, y los motivos de esperanza y desesperanza, junto con sus sensaciones y sentimientos, pasan a adquirir for- ma concreta.

En la vieja casa del norte de Francia que habitan hoy los actuales condes de Sade, el árbol genealógico que está pintado sobre una de las paredes del comedor tiene una sola hoja muerta: la de Donato Alfonso Francisco de Sade, quien fuera enviado a prisión por Luis XV, por Luis XVI, por la Conven- ción y por Napoleón. Encerrado durante treinta años, murió en un asilo de alienados, más lúcido y más puro que ninguno de sus contemporáneos. En 1789, aquel que con justicia mereció ser llamado sarcásticamente el Divino Marqués, desde la Bastilla convocaba al pueblo en socorro de los prisioneros; en 1793, aunque entregado en cuerpo y alma a la Revolución, miembro de la Sección de Picas, se levanta contra la pena de muerte, reprueba los crímenes que se cometen sin pasión, se mantiene ateo cuando Robespierre introduce su nuevo culto del Ser Su- premo; quiere confrontar su genio con el de todo un pueblo aprendiz de la libertad. Ni bien sale de la cárcel, envía al Pri- mer Cónsul el primer ejemplar de un panfleto contra él.

Sade ha querido restituir al hombre civilizado la fuerza de sus instintos primitivos, ha querido emancipar a la imagina- ción amorosa de sus objetos mismos. Ha creído que por este camino, y sólo por éste, podría nacer la verdadera igualdad.

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Ya que la virtud lleva en sí misma su felicidad, trató, en

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nombre de todo lo que sufre, de rebajarla, de humillarla, de

imponerle la ley suprema de la desdicha, contra toda ilusión,

contra toda mentira, para que pudiera ayudar a todos los que

son reprobados por ella, a construir un mundo acorde a la

dimensión inconmensurable del hombre. La moral cristiana,

con la cual —como a menudo hay que admitirlo con desespera-

ción y con vergüenza— estamos lejos de haber terminado,

es una prisión. Contra ella se sublevan todos los apetitos del

cuerpo imaginativo. ¿Cuánto tendremos todavía que aullar,

que agitarnos, que llorar, antes de que los modelos del amor

se conviertan en los modelos de la facilidad, de la libertad?

Escuchemos la tristeza de Sade: “Dos cosas muy distintas son amar y gozar; la prueba está que se ama todos los días sin gozar, y que con mayor frecuencia aún se goza sin amar.” Y comprue-

ba: “Los goces aislados pueden tener entonces ciertos atractivos, pueden quizá tener más que los otros goces. Si no fuera así, ¿cómo gozarían tantos viejos, tanta gente contrahecha y llena de defectos? Están convencidos de que no son amados, de que es imposible que se comparta lo que ellos experimentan: ¿tie- nen por eso acaso menos voluptuosidad?

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Y Sade, justificando a los hombres que aportan lo singular

para las cosas del amor, se eleva contra quienes sólo consideran

al amor indispensable en la perpetuación de su sucia estirpe:

“Pedantes, verdugos, carceleros, legisladores, canalla tonsurada, ¿qué haréis cuando alcancemos eso? ¿Qué será de vuestras le- yes, de vuestra moral, de vuestra religión, de vuestros patíbulos, de vuestros paraísos, de vuestros Dioses, de vuestro infierno, cuando quede demostrado que tal o cual flujo de humores, que

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cierta clase de fibras, que cierto grado de acritud en la sangre o en los fluidos animales bastan para hacer de un hombre el objeto de vuestras penas o de vuestras recompensas?”

Es su perfecto pesimismo lo que confiere fría verdad a sus

palabras. La poesía surrealista, la poesía de siempre, nunca ha

logrado otra cosa. Son verdades sombrías las que aparecen en

la obra de los auténticos poetas; pero son verdades y casi todo

lo demás es mentira. ¡Y que no se quiera acusarnos de con-

tradicción cuando decimos esto, que no lancen contra nosotros

nuestro materialismo revolucionario, que no se nos insista en

que el hombre antes que nada tiene que comer! Los más locos,

los más solitarios del mundo entre los poetas que amamos, die-

ron tal vez el lugar que le correspondía a la alimentación, pero

este lugar está más alto que ningún otro, porque es simbólico,

porque es total. Todo se resume en él.

No se posee ningún retrato del Marqués de Sade. Es signi-

ficativo que tampoco se posea ninguno de Lautréamont. El

rostro de estos dos escritores fantásticos y revolucionarios, los

más desesperadamente audaces que hayan existido jamás, s-.

pierde en la noche de los tiempos.

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Ambos condujeron la más encarnizada lucha contra todos los

artificios, tanto groseros como sutiles, contra todas las tram-

pas que nos tiende esta falsa e indigente realidad que degrada

al hombre. A la fórmula “Sois lo que sois” ellos le agregaron:

“Podéis ser otra cosa”.

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Con su violencia, Sade y Lautréamont despojan a la soledad

de todos sus adornos. En la soledad, cada ser, cada objeto, cada

conocimiento, cada imagen también, premedita retornar a su

realidad sin devenir, no tener más secretos que revelar, yacer

tranquila e inútilmente incubado en la atmósfera que crea.

Sade y Lautréamont, que se hallaron horriblemente solos, se

vengaron del triste mundo que les fue impuesto, apoderándose

de él. En sus manos: tierra, fuego, agua. En sus manos: el

árido goce de la privación, pero también armas; y en sus ojos

la cólera. Víctimas homicidas, responden a la calma que va a

cubrirlos de cenizas. Destruyen, imponen, aterrorizan, saquean.

Las puertas del amor y del odio se abren de par en par para

dar paso a la violencia. Inhumana, ésta pondrá al hombre de

pie, verdaderamente de pie, y no guardará para sí la posibili-

dad de un fin para este sedimento sobre la tierra. El hombre

abandonará sus refugios y, frente al vano ordenamiento de los

encantos y desencantos, se embriagará con el poder de su de-

lirio. Entonces dejará de ser un extranjero, para él mismo y

para los demás. El surrealismo, instrumento de conocimiento

y por eso mismo, instrumento de conquista y de defensa, lucha

para sacar a la luz lo que se oculta en las profundidades de la

conciencia humana. El surrealismo lucha para demostrar que el

pensamiento es común a todos; lucha para reducir las diferen-

cias existentes entre los hombres y por eso mismo se niega a

servir un orden absurdo, basado en la desigualdad, en el en-

gaño, en la cobardía.

Que el hombre se descubra a sí mismo, que se conozca, y

podrá sentirse capaz de apoderarse de todos los tesoros de los

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que se halla privado casi por entero; de todos los tesoros tanto materiales como espirituales que ha acumulado a través de los tiempos, al precio de los más terribles sufrimientos, para bene- ficio de un insignificante número de privilegiados insensibles a todo lo que constituya la grandeza humana.

Hoy, la soledad de los poetas se derrumba. Ahora son hom- bres entre los hombres. Ahora tienen hermanos.

Hay una palabra que me exalta, una palabra que nunca he oído sin estremecerme, sin sentir una gran esperanza, la más grande de todas: la de vencer a las fuerzas de ruina y de muerte que agobian a los hombres. Esa palabra es: fraternidad.

En febrero de 1917, el pintor surrealista Max Ernst y yo estábamos en el frente, apenas a una distancia de un kilóme- tro uno del otro. El artillero alemán Max Ernst bombardeaba las trincheras en donde yo, infante francés, montaba guardia. Tres años más tarde éramos los mejores amigos del mundo y desde entonces combatimos incansablemente, hombro con hombro, por la misma causa, la de la liberación total del hombre.

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En 1925, durante la guerra de Marruecos, Max Ernst sos- tenía conmigo la consigna de confraternidad del Partido Co- munista Francés. Y afirmo que entonces él se estaba ocupan- do en algo que le concernía íntimamente, en la misma me-

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dida en que había estado obligado, en mi sector en 1917,

a ocuparse en algo que no le concernía. ¡Y si sólo nos hubiera

sido posible, durante la guerra, ir uno al encuentro del otro

y estrecharnos la mano, espontáneamente, violentamente, con-

tra nuestro común enemigo: LA INTERNACIONAL DEL

LUCRO!

“¡Oh vosotros, que sois mis hermanos porque tengo enemi- gos!”, dice Benjamín Péret.

Contra esos enemigos, ni aún en los límites extremos del

desaliento y del pesimismo hemos estado completamente so-

los. Todo, en la sociedad actual, se alza a nuestro paso para

humillarnos, para hacernos retroceder. Pero nosotros no de-

jamos de comprender que es así porque somos el mal, el mal

en el sentido que lo entendía Engels; porque, con todos nues-

tros semejantes, contribuimos a la ruina de la burguesía, a la

ruina de sus ideales del bien y de la belleza.

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Esos ideales del bien y de la belleza, puestos al servicio de

las ideas de propiedad, de familia, de religión, de patria, son

Jas que combatimos en conjunto. Los poetas dignos de este

nombre se niegan como los proletarios a ser explotados. La

verdadera poesía está presente en todo lo que no se conforma

con esa moral que, para mantener su orden y su prestigio,

sólo sabe ofrecernos bancos, cuarteles, prisiones, iglesias, bur-

deles. La verdadera poesía está presente en todo lo que libera

al hombre de ese ideal horrible que tiene el rostro de la muerte.

Está presente tanto en la obra de Sade, de Marx o de Picasso

como en la de Rimbaud, de Lautréamont o de Freud. Está pre-

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sente en la invención de la radio, en la proeza del Cheliuskin.7, en la insurrección de Asturias*, en las huelgas de Francia y de Bélgica. Puede estar presente tanto en la fría necesidad, en la de conocer o en la de comer mejor como en el ansia de lo ma- ravilloso. Desde hace más de cien años los poetas han des- cendido de la cumbre donde creían estar. Han salido a la ca- lle, han insultado a sus maestros, ya no tienen dioses, osan besar a la belleza y al amor en la boca, han aprendido los cantos de rebelión de la masa desdichada y, sin desanimarse, tratan de enseñarle los suyos.

Poco caso hacen de los sarcasmos y las risas, están acostum- brados a eso; pero ahora tienen la certeza de hablar para to- dos. Son dueños de su propia conciencia.

* Posteriormente, en la maravillosa defensa del pueblo español

contra sus enemigos.

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APÉNDICE

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EL EXTREMISMO REVOLUCIONARIO DE SADE

por MAURICE HEINE

Historiadores y sociólogos no han sospechado mayormente hasta el presente, la importancia del papel desempeñado por Sade en los diez años supremos del siglo XVIII. Su actividad personal, sus escritos y discursos políticos, las páginas filosó- ficas de sus novelas, hicieron, sin embargo, del citado marqués, el fermento de subversión más virulento que la Revolución Francesa haya extraído de las potencias mismas que ella de- seaba derribar. Ya fuera en la Sección de Picas, donde su ateísmo lo enfrenta con Robespierre; en las sesiones de la co- muna de París o en las de la Comisión de Hospitales; en su plaza de la Convención; en misión en los departamentos; en cualquier parte, en el punto álgido del combate cívico, este cin- cuentón demuestra su ardor juvenil y su generosa humanidad Él era, por otra parte, lo suficientemente filósofo como para comprender que la revolución social no alcanzaría más que un efímero éxito sin la revolución moral que debería conquis- carle definitivamente los espíritus. Y es que con la idea de formar un hombre nuevo, capaz de fijar las conquistas del nue- vo régimen ya declinante, que lanza el grito de alarma y aler- ta: ¡Franceses, un esfuerzo más si queréis ser republicanos! A este panfleto desesperadamente irónico, nada podía responder

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en 1795... Pero cuando los hombres de 1848, presintiendo a su vez lo precario de su victoria y el peligro mortal que sig- nificaba la religión, buscaron un texto decisivo para liberar los espíritus de la disciplina judeo–cristiana, es todavía al escrito de Sade al que se ven obligados a recurrir. De este modo, sin nombre de autor, pero “por una cruzada contra todos los dog- mas religiosos”, reaparece en el año LVI de la Revolución Fran- cesa, ¡Franceses, un esfuerzo más!... Hoy todavía, el ateísmo esencial de esas páginas continúa imponiéndose como una ne- cesidad actual: el espíritu de Sade está vivo entre nosotros.

Les Cahiers de “Contre–Attaque” (Unión de Lucha de los intelectuales revoluciona- rios), París, 1936.

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MINISTERIO DEL INTERIOR

3º División

Oficina de Asistencia, Hospicios, Prisiones y Mendicidad

Copia

El Ministro del Interior, Conde del Imperio,

Considerando que el Sr. de Sade que ha sido alojado en Cha- renten8, está poseído por la más peligrosa de todas las locuras; que sus escritos no son menos insensatos que sus palabras y su conducta personal; que dichos peligros son sobre todo inminen- tes en medio de seres cuya imaginación ya es de por sí débil o extraviada,

Decreta lo siguiente:

ART. 1° — El Sr. de Sade será alojado en un local comple- tamente aislado de modo que toda comunicación ya sea con el interior o con el exterior le sea prohibida, aún contra cualquier pretexto que invocase. Se tendrá especial cuidado de prohibirle todo uso de lápices, tinta, pluma y papel.

ART. 29 — El Director del hospicio nos rendirá cuenta el 25 del corriente a más tardar de las medidas que haya adoptado para el cumplimiento de la presente decisión. Se le hace per- sonalmente responsable de su aplicación.

París, 18 octubre 1810.

Firmado: MONTALIVET.

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“EL COMBATE POR LA LIBERTAD ES MONÓTONO Y TERRIBLE”

1763 – 29 de octubre al 13 de noviembre, Chateau de Vincennes (15 días); 1768 – 12 de abril al 30 de abril, Chateau de Saumur (18 días); mes de mayo, Fortaleza de Pierre Encise (1 mes); 1772 – 9 de di– ciembre al 30 de abril de 1773 (evasión), Fortaleza de Miolans (4 me– ses y 20 días); 1777 – 13 de febrero al 20 de junio de 1778, Chateau de Vincennes, “encerrado como tina bestia feroz tras 19 puertas de hierro” (1 año y 4 meses); 1778 – 7 de setiembre al 29 de febrero de 1784, Chateau de Vincennes (5 años, 5 meses y 3 semanas); 1784 – 29 de febrero al 4 de julio de 1789, la Bastilla (5 años y 5 meses); 1789 – 5 de julio al 2 de abril de 1790, liberado por la Revolución (9 meses); 1793 – 3 de diciembre al 13 de enero de 1794, en Madelo– nettes; 1794 – 13 de enero al 22 de enero, en Maison des Carmes; 22 de enero al 27 de marzo, en Saint–Lazare; 27 de marzo al 15 de octubre (10 meses y 6 días); 1801 – 3 de abril al 27 de abril de 1803, en Sainte–Pélagie y Bicetre, “la muerte y la miseria, ésta es la recompensa por mi perpetua fidelidad hacia la República” (1 año y 12 días); 1803 – 27 de abril al 2 de diciembre de 1814, en Charenton (11 años y 8 meses). En total: 27 años 1 mes, en 11 prisiones, bajo la Monarquía, la 1a República, el Imperio y la Restauración.

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NOTAS

Todo lo que firma Sade es amor.

G. LELY

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1 MAURICE HEINE: Nació en París el 15 de marzo de 1884.

Falleció en mayo de 1940. Investigador apasionado, vinculado a los surrealistas con quienes colaboró en numerosas publicaciones, consagró prácticamente toda su vida a la elucidación y exaltación de la obra de Sade.

Publicó del marqués las siguientes obras:

Dialogue entre un prêtre et un moribund (1926).

Historiettes, Cantes et Fabliaux (1927).

Les Infor unes de la Vertu (1930). t

Les 120 Journées de Sodome (1931).

De él dice su amigo y continuador Gilbert Lely: “Maurice Heine, quien por primera vez ha establecido formalmente la excelencia lite- raria, filosófica y científica del Marqués de Sade; quien por primera vez dio a luz los documentos inéditos que han reducido a nada las acusaciones de crueldad delirante y de crímenes publicadas contra el autor de “Justine” en el curso de cinco generaciones; quien por pri- mera vez, por la exactitud jamás igualada de sus ediciones críticas, demostró que, contrariamente a la opinión de Anatole France, un texto del M. de Sade debía ser tratado con el mismo respeto que un texto de Pascal; quien por primera vez, en fin, aportó en su tarea ese desinterés, esa obsesión de justicia y de verdad, esa apasionada admi- ración que, por sí solas, fueron capaces de derrumbar el monstruoso edificio de ignorancia, de odio y de repulsión cuyo peso, a lo largo de un siglo, oprimió la memoria del pensador más lúcido de nuestro tiempo, del moralista cuya profundidad de miras no le cede en nada ni aún al genio de Federico Nietzsche...”

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2 PIERRE SYLVAIN MARÉCHAL: Literato y filósofo francés, nacido en París en 1750, muerto en 1803. En 1780 publicó el Almanaque de las personas honradas, especie de calendario filosófico en el que se veían sustituidos los nombres de los santos por los de los hombres y mujeres más célebres de los tiempos antiguos y modernos. Esta obra fue quemada por la mano del verdugo y su autor reducido a prisión. Escribió gran número de artículos en los periódicos patrióticos, espe- cialmente en la Revolución de París. Amigo de Chaumette y de los hombres más fogosos de la época, tomó parte en el movimiento anti- católico y en el establecimiento del culto de la Razón. Durante la Época del Terror, ordinariamente usó de su influencia y relaciones para salvar a algunos condenados, tomando así una actitud similar a la de Sade. Sylvain Maréchal profesaba las ideas más radicales en materia de Economía social, como en Política y en Filosofía. En la época del Directorio desempeñó un papel muy activo en la conspiración de Ba- beuf, quien tenía el carácter comunista más pronunciado. Maréchal publicó su Código de una sociedad de hombres sin Dios, Pensamientos libres sobre los sacerdotes, Culto y ley de los hombres sin Dios. En 1800 compuso su famoso Diccionario de los ateos a instancias de su amigo Lalande. En este trabajo aparecen colocados entre los ateos, a consecuencia de deducciones más o menos paradójicas, San Juan Crisóstomo, San Agustín, Pascal, Bossuet, etc. Además de las obras citadas se deben a Maréchal, sin recordar otras: Diccionario del amor, Dios y los sacerdotes, Diccionario de los santos, Viajes de Pitágoras, Almanaque republicano, Cuadro histórico de los sucesos revolucionarios.

3 En el testamento del marqués, leemos: “... La fosa una vez recu-

bierta será sembrada de bellotas, para que en lo venidero se confundan sepulcro y bosque. De este modo los rastros de mi tumba desaparecerán de la superficie de la tierra, como espero que mi memoria se borrará del espíritu de los hombres; excepto, pese a todo, del pequeño número de los que han querido amarme hasta el último momento y de quienes llevaré un dulce recuerdo a la tumba”.

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Su grito desesperado (“Sólo me dirijo a aquellos capaces de enten- derme”) ha sido oído. El pequeño número de los que han querido amarlo no ha cesado de crecer.

4 SOCINIANO: Partidario del socinianismo; herejía de los partidarios

de Lelio Socino (Zozzini), protestante italiano N. en Siena en 1525,

M. en Zurich en 1562; fundador de esta doctrina antitrinitaria que

su sobrino Fausto Socino (1539–1604) contribuyó a difundir.

Los socinianos refutan el principio, admitido por católicos y cal-

vinistas, según el cual los herejes deben ser castigados con la muerte.

Rechazan todos los misterios incomprensibles como la encarnación, la

divinidad de Jesucristo, la transmisión del pecado original, etc. Creen

en la Revelación y consideran la Sagrada Escritura como inspiradora;

para comprender su verdadero sentido se ha de acudir a las luces de

la razón.

5 No debe olvidarse que el Diálogo fue escrito en 1782, siete años

antes de la Revolución. En Aline y Valcour, escrita un año antes del

asalto a la Bastilla, el marqués, que por entonces estaba en el onceno

año de su cautiverio, exclama:

Una gran revoluc ón se incuba en el país. Los crímenes de nuestros isoberanos, sus crueldades, sus libertinajes y necedades le han cansado. Francia esta asqueada del despotismo. Está a la puerta el día en que, airada, romperá sus cadenas.

Un día, Francia, te despertará una luz; entonces verás a los crimi- nales que te aniquilan a tus pies, y conocerás que un pueblo que por la naturaleza y por su espíritu es libre, por nadie más que por sí mismo puede ser dirigido.

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En su biografía del M. de Sade, escribe Otto Flake: “La conmoción

se adentraba por los muros de la Bastilla. En el registro que se lle-

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vaba de él se dice que en junio de 1789 había querido reducir los

guardias ante su puerta y al pie de la torre. Se reintegró a su celda

en cuanto se le encañonó demasiado cerca con una escopeta...

El 2 de julio, dos semanas antes del asalto, oyeron los transeúntes desde los muros una voz terrible y sobrehumana que les gritaba las infamias del gobernador. Sade se había procurado una bocina, y lla- maba al pueblo. El pueblo se congregaba y exteriorizaba su asenti- miento.

Se cuenta que Sade también arrojaba hojitas desde su celda en las cuales culpaba al gobernador de la Bastilla de martirizar: “Se asesina a los presos”. El furor del pueblo se dirigió, en primer lugar, contra ese símbolo de la Edad Media. Es posible que Sade diese el primer empuje...”.

6 FANTASMAS: Hacia fines de abril de 1802, un Te Deum solem-

ne celebraba en Notre Dame la promulgación del Concordato. Fue hacia esa época, según toda posibilidad, que la pasión antirreligiosa del marqués, exacerbada por el renacimiento de la fe, le inspiró el deseo de reunir en una obra metódica la suma de los argumentos que su ateísmo le había dictado desde el Diálogo entre un sacerdote y un moribundo hasta la Historia de Julieta. De dicha obra, Refutación de Fenelon —mencionada en el catálogo general de 1803–1804— no cono- ceríamos hoy más que el título, si los Cuadernos personales del mar- qués no nos hubieran proporcionado el fragmento titulado Fantômes, el cual —juzgándolo por la frase siguiente— parecería el preámbulo de tal obra: Execrable aborto, exclama Sade al dirigirse a Dios, debe- ría abandonarte aquí a ti mismo, librarte al desprecio que tú solo ins- piras, y dejar de combatirte otra vez en los ensueños de Fenelon, Pero he prometido cumplir mi tarea; mantendré mi palabra, etc. Es de destacar que este trozo, de una admirable energía, ofrece notable se- mejanza con algunos pasajes de un episodio de Los cantos de Maldofor, donde el Conde de Lautréamont interpela al Creador.

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7 CHELIUSKIN: Eluard hace referencia en este punto a la hazaña,

insólita para aquella época, realizada por el buque oceanógrafico

soviético Cheliuskin, que en 1933–34 intentó unir sin escalas los

puertos de Murmansk y Vladivostok. Apresado por los hielos, sus tri-

pulantes sobrevivieron durante cerca de un año, siendo finalmente

rescatados por sus camaradas aviadores.

8 CHARENTON: En 1800, aparece en Turín, con falso pie de impren-

ta, un panfleto dirigido contra Napoleón y titulado: Zoloé y sus ¿os acólitos, o algunas décadas de la vida de tres mujeres bonitas. Hoy

se duda que Sade fuese realmente su autor, pero merecería serlo:

constituyó un acto de la más pura provocación. En el panfleto,

las damas del Imperio, acompañadas por caballeros y un padre capu-

chino, celebraban orgías secretas en un hotel de citas. Zoloé era la

futura emperatriz Josefina. En el prólogo, el autor explica que sólo

la veracidad histórica ha guiado su pluma: “No es nuestra culpa si aquí se presentan los colores de la inmoralidad, de la impureza y de la perfidia. Hemos pintado los hombres de un siglo ya caduco. Si el nuevo siglo pudiera crearlos mejores, nuestro pincel se aplicaría en adelante a pintar los primores de la virtud”. Bajo el pretexto de pe-

ligro social, Sade es detenido y sin juicio previo arrojado nuevamen-

te en prisión. De allí es trasladado al hospicio de Charenton, donde

ingresa el 27 de abril de 1803. En 1808, el Médico Jefe del esta-

blecimiento se queja al ministro de Policía del Imperio de la con-

ducta de Sade: “...Este hombre no es un alienado. Su único delirio es el vicio... El señor de Sade tiene libertad de pasear por el par- que, y encuentra a menudo allí a enfermos que gozan del mismo privilegio. A uno predica sus teorías repugnantes, al otro presta li- bros... Se ha cometido el desatino de permitir en el establecimiento un teatro, para que los locos puedan representar comedias, sin reparar que este entretenimiento tan excitante puede ejercer efectos pernicio- sos sobre sus débiles imaginaciones. El señor de Sade es el director

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de este teatro. El elige las piezas, reparte los papeles y dirige los ensayos. Enseña a declamar a actores y actrices y los forma artística- mente. Asegura que está creando un nuevo arte escénico... No es necesario, a mi entender, demostrar a V. E. lo desagradable de seme- jante modo de vida y los peligros de toda índole que esto lleva aparejado...” La represión oficial se hace sentir; en 1810, el minis-

tro del Interior emite el decreto que reproducimos en el apéndice;

tiempo después es clausurado el teatro.

Especialista en rebelión, no hubo un solo medio de acción que Sade no supiese emplear. Por las experiencias teatrales que realizó durante su internación en Charenton, hoy se lo considera uno de los precursores del psicodrama.

De los años pasados en el hospicio, Charles Nodier nos deja una imagen de él, en sus Recuerdos de la Revolución y del Imperio.: “... era educado hasta la obsequiosidad y de una afabilidad untuosa. Hablaba siempre respetuosamente de todo lo que es respetable”.

Falleció en el hospicio, el 2 de diciembre de 1814, a los 74 años de edad, sereno, sin sufrir enfermedad alguna; dejando un testa- mento cuyas disposiciones no fueron cumplidas: sufrió un entierro religioso en el cementerio de St. Maurice. Los discípulos de Gall, abrieron posteriormente el sepulcro de Sade y se llevaron el cráneo, con la certeza de descubrir en él malformaciones anatómicas que explicasen la vida de “ese degenerado de tristísimo renombre”. Pero al analizar su cráneo, no encontraron nada extraordinario; era de armoniosas proporciones, “pequeño como si fuera de una mujer; las partes que indican la ternura maternal y el amor hacia los niños eran tan evidentes como en el cráneo de Heloísa”, que fue un modelo de ternura y amor. Fue el último desafío de Sade a sus contemporáneos.

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BIBLIOGRAFÍA

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DIÁLOGO ENTRE UN SACERDOTE Y UN MORIBUNDO

1. Dialogue entre un prêtre et un moribond, par Donatien–Alphonse- François, marquis de Sade, publié pour la première fois sur le manuscrit autographe inédit, avec un avant–propos et des notes, par Maurice Heine. [Paris], Stendhal et Compagnie, 1926.

2. D.–A.–F. de Sade, Dialogue entre un prêtre et un moribond. Les Presses Littéraires de France, Paris, 1949. Origines du Dialogue et notes par François Caradec.

3. Donatien–Alphonse–François de Sade, Dialogue entre un prêtre et un moribond, suivi d’une Pensée. Jean–Jacques Pauvert, Editeur, Paris, 1953. Con nota bibliográfica del editor y una ilustración.

4. D.–A.–F. de Sade, Oeuvres completes, tome VII: Dialogue entre un prêtre et un moribond et autres opuscules. Préface de Maurice Heine. Paris, Jean–Jacques Pauvert, 1961.

FANTASMAS

Publicado por primera vez en: Marquis de Sade, Cahiers personnels (1803–1804), publiés pour la première fois sur les manuscrits auto- graphes inédits avec une préface et des notes par Gilbert Lely. Correa, París, 1953.

LA EVIDENCIA POÉTICA

Publicado por primera vez en inglés bajo el título Poetic Evidence en: Surrealism, edited with an introduction by Herbert Read. Londres. Faber and Faber Limited, 1936.

Publicado por primera vez en francés en: Paul Eluard, Donner à voir, Paris, Gallimard, 1939.

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