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Espanto en las alturas Arthur Conan Doyle Obra reproducida sin responsabilidad editorial

Espanto en las alturas¡sicos en Español... · 2019. 1. 31. · evidente. Antaño, cuando se pensaba que un motor de cien caballos de las marcas Gnome o Green bastaba y sobraba para

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Espanto en las alturas

Arthur Conan Doyle

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tanto que losderechos de autor, según la legislación españolahan caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio a susclientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada por nuestrodepartamento editorial, de forma que no nosresponsabilizamos de la fidelidad del conte-nido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra para quepueda ser fácilmente visible en los habitua-les readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

www.luarna.com

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En el que se transcribe el manuscrito conocidocon el nombre de Notas Fragmentarias de Joyce-Armstrong.

Ha quedado descartada por cuantos han entradoa fondo en el estudio del caso la idea de que elrelato extraordinario conocido con el nombre deNotas fragmentarias de Joyce-Armstrong, sea unacomplicada y macabra broma tramada por un des-conocido que poseía un sentido perverso del humo-rismo. Hasta el maquinador más fantástico y tortuo-so vacilaría ante la perspectiva de ligar sus morbo-sas alucinaciones con sucesos trágicos y fehacien-tes para darles una mayor credibilidad. A pesar deque las afirmaciones hechas en esas notas seanasombrosas y lleguen incluso hasta la monstruosi-dad, lo cierto es que la opinión general se estáviendo obligada a darlas por auténticas, y resultaimprescindible que reajustemos nuestras ideas deacuerdo con la nueva situación. Según parece, estemundo nuestro se encuentra ante un peligro pordemás extraño e inesperado, del que únicamente losepara un margen de seguridad muy ligero y preca-rio. En este relato, en el que se transcribe el docu-mento original en su forma, que es por fuerza algofragmentaria, trataré de exponer ante el lector el

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conjunto de los hechos hasta el día de hoy, y comoprefacio a lo que voy a narrar, diré que si alguienduda de lo que cuenta Joyce-Armstrong, no puedeponerse ni por un momento en tela de juicio todocuanto se refiere al teniente Myrtle, R.N. y a misterHarry Connor, que halló su fin, sin ninguna dudaposible, de la manera que en el documento se des-cribe.

Las Notas fragmentarias de Joyce-Armstrongfueron encontradas en el campo conocido con elnombre de Lower Haycook, que queda a una millaal oeste de la aldea de Withyham, en la divisoria delos condados de Kent y de Sussex. El día 15 delpasado mes de septiembre, James Flynn, un peónde labranza que trabaja con el agricultor MathewDodd, de la granja Chanutry, de Withyham, vio unapipa de palo de rosa, cerca del sendero que rodeael cierre de arbustos de Lower Haycook. A pocospasos de distancia recogió unos prismáticos rotos.Por último, distinguió entre algunas ortigas que hab-ía en el canal lateral un libro poco abultado, contapas de lona, que resultó ser un cuaderno de hojasdesprendibles, algunas de las cuales se habíansoltado y se movían aquí y allá por la base de lacerca. El campesino las recogió, pero algunas deesas hojas, y entre ellas la que debía ser la primera

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del cuaderno, no se encontraron por más que se lasbuscó, y esas páginas perdidas dejan un vacío la-mentable en este importantísimo relato. El peónentregó el cuaderno a su amo, y éste, a su vez, selo mostró al doctor H.M. Atherton, de Hartfield. Estecaballero comprendió en el acto la necesidad deque tal documento fuese sometido al examen de untécnico, y con ese objeto lo hizo llegar al Club Aéreode Londres, donde se encuentra actualmente.

Faltan las dos primeras páginas del manuscrito,y también ha sido arrancada la página final en quetermina el relato: sin embargo, su pérdida no lehace perder coherencia. Se supone que las prime-ras exponían en detalle los títulos que como aero-nauta poseía mister Joyce-Armstrong, pero esostítulos pueden buscarse en otras fuentes, siendocosa reconocida por todos que nadie le superabaentre los muchos pilotos aéreos de Inglaterra. misterJoyce-Armstrong gozó durante muchos años lareputación de ser el más audaz y el más cerebral delos aviadores. Esa combinación de cualidades lopuso en condiciones de inventar y de poner a prue-ba varios dispositivos nuevos entre los que estáincluido el hoy corriente mecanismo giroscópicobautizado con su apellido. La parte principal delmanuscrito está escrita con tinta y buena letra, pero,

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unas cuantas líneas del final lo están a lápiz y conletra tan confusa, que resultan difíciles de leer. Paraser exactos, diríamos que están escritas como sihubiesen sido garrapateadas apresuradamentedesde el asiento de un aeroplano en vuelo. Convie-ne que digamos también que hay varias manchas,tanto en la última página como en la tapa exterior, yque los técnicos del Ministerio del Interior han dic-taminado que se trata de manchas de sangre, san-gre humana probablemente y, sin duda alguna, deanimal mamífero. Como en esas manchas de san-gre se descubrió algo que se parece extraordina-riamente al microbio de la malaria, y como se sabeque Joyce-Armstrong padecía de fiebres intermiten-tes, podemos presentar el caso como un ejemplonotable de las nuevas armas que la ciencia moder-na ha puesto en manos de nuestros detectives.

Digamos ahora algunas palabras acerca de lapersonalidad del autor de este relato que hará épo-ca. Según lo que afirman los pocos amigos quesabían en verdad algo de Joyce-Armstrong, era ésteun poeta y un soñador, además de mecánico e in-ventor. Disponía de una fortuna importante, y habíainvertido buena parte de ella en su afición al vuelo.En sus cobertizos de las proximidades de Devizestenía cuatro aeroplanos particulares, y se asegura

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que en el transcurso del año pasado realizó no me-nos de ciento setenta vuelos. Era hombre reservadoy sufría de accesos de misantropía. En esos acce-sos esquivaba el trato con los demás. El capitánDangerfield, que era quien más a fondo le trataba,afirma que en ciertos momentos la excentricidad desu amigo amenazaba con adquirir contornos de algomás grave. Una manifestación de esa excentricidadera su costumbre de llevar una escopeta en su ae-roplano.

Otro detalle característico era la impresión mor-bosa que produjo en sus facultades el accidente delteniente Myrtle. Éste había caído desde una alturaaproximada de treinta mil pies, cuando intentabasuperar la marca. Aunque su cuerpo conservó suapariencia de tal, la verdad horrible fue que noquedó el menor rastro de su cabeza. Joyce-Armstrong, según cuenta Dangerfield, planteaba entoda reunión de aviadores la siguiente pregunta,subrayada con una enigmática sonrisa: ¿Quierendecirme adónde fue a parar la cabeza de Myrtle?

En otra ocasión, estando de sobremesa en elcomedor común de la Escuela de Aviación de Salis-bury Plain, planteó un debate acerca de cuál seríael mayor peligro permanente con el que tendríanque enfrentarse los aviadores. Después de escu-

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char las opiniones que allí se fueron exponiendoacerca de los baches aéreos, la construcción defec-tuosa y la pérdida de velocidad, al llegarle el turnopara exponer su opinión, se encogió de hombros yrehusó hacerlo, dejando la impresión de que noestaba conforme con ninguna de las expuestas porsus compañeros.

No estará de más que digamos que, al examinarsus asuntos particulares, después de la total des-aparición de este aviador, se vio que lo tenía todoarreglado con tal exactitud que parece indicar quehabía tenido una fuerte premonición de la catástro-fe. Hechas estas advertencias esenciales, paso acopiar la narración al pie de la letra, empezando enla página tercera del ensangrentado cuaderno:

« ...sin embargo, durante mi cena en Reims conCoselli y con Gustavo Raymond, pude convencermede que ni el uno ni el otro habían percibido ningúnpeligro especial en las capas más altas de la atmós-fera. No les expuse lo que pensaba; pero comoestuve tan próximo a ese peligro, tengo la seguridadde que si ellos lo hubiesen percibido de una maneraparecida, habrían expuesto, sin duda alguna, lo queles había ocurrido. Ahora bien; esos dos aviadoresson hombres vanidosos que sólo piensan en ver sus

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nombres en los periódicos. Es interesante hacerconstar que ni el uno ni el otro pasaron nunca mu-cho más allá de los veinte mil pies de altura. Todossabemos que en algunas ascensiones en globo y enla escalada de montañas se ha llegado a cifras máselevadas. Tiene que ser bastante más allá de esaaltura cuando el aeroplano penetra en la zona depeligro, dando siempre por bueno el que mis barrun-tos y corazonadas sean exactos.

La aviación se practica entre nosotros desdehace más de veinte años, y surge en el acto la si-guiente pregunta: ¿Por qué este peligro no se hadescubierto hasta el día de hoy? La respuesta esevidente. Antaño, cuando se pensaba que un motorde cien caballos de las marcas Gnome o Greenbastaba y sobraba para todas las necesidades, losvuelos eran muy limitados. En la actualidad, cuandoel motor de trescientos caballos es la regla y no laexcepción, el vuelo hasta las capas superiores de laatmósfera se ha hecho fácil y es más corriente.Algunos de nosotros podemos recordar que, siendojóvenes, Garros conquistó celebridad mundial al-canzando los mil novecientos pies de altura y quesobrevolar los Alpes fue juzgado hazaña extraordi-naria. En la actualidad, la norma corriente es in-conmensurablemente más elevada, y se hacen

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veinte vuelos de altura al año por cada uno de losque se hacían en épocas pasadas. Muchos de esosvuelos de altura se han acometido sin daño alguno.Los treinta mil pies han sido alcanzados una y otravez sin más molestias que el frío y la dificultad derespirar. ¿Qué demuestra esto? Un visitante ajeno anuestro planeta podría realizar mil descensos enéste sin ver jamás un tigre. Sin embargo, los tigresexisten, y si ese visitante descendiera en el interiorde una selva, quizá fuese devorado por ellos. Puesbien: en las regiones superiores del aire existenselvas y habitan en ellas cosas peores que los ti-gres. Yo creo que se llegará, andando el tiempo, atrazar mapas exactos de esas selvas y junglas. Hoymismo podría yo citar los nombres de dos de ellas.Una se extiende sobre el distrito Pau-Biarritz, enFrancia: la otra queda exactamente sobre mi cabe-za en este momento, cuando escribo estas líneasen mi casa de Wiltshire. Y estoy por creer que exis-te otra en el distrito de Homburg-Wiesbaden.

Empecé a pensar en el problema al ver cómodesaparecían algunos aviadores. Claro está quetodo el mundo aseguraba que habían caído en elmar; pero yo no me quedé en modo alguno satisfe-cho con esa explicación. Por ejemplo, el caso deVerrier en Francia: su aparato fue encontrado en las

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proximidades de Bayona, pero nunca se descubrióel paradero de su cadáver. Vino después el caso deBaxter, que desapareció, aunque su motor y unaparte de la armazón de hierro fueron descubiertosen un bosque de Leicestershire. El doctor Middle-ton, de Amesbury, que seguía el vuelo de ese avia-dor por medio de un telescopio, declara que unmomento antes de que las nubes ocultasen el cam-po visual, vio cómo el aparato, que se encontraba aenorme altura, picó súbitamente en línea perpendi-cular hacia arriba, y dio una serie de respingos su-cesivos de que él jamás habría creído capaz a unaeroplano. Esa fue la última visión que se tuvo deBaxter. Se publicaron en los periódicos cartas, perono se llegó a nada concreto. Ocurrieron otros casossimilares, y de pronto se produjo la muerte de HarryConnor. ¡Qué cacareo se armó a propósito del mis-terio sin resolver que se encerraba en los aires, ycuántas columnas se imprimieron a ese respecto enlos periódicos populares; pero qué poco se hizopara llegar hasta el fondo mismo del problema!Harry Connor descendió desde una altura ignoraday lo hizo en un fantástico planeo. No salió del apara-to y murió en su asiento de piloto. ¿De qué murió?Enfermedad cardíaca, dijeron los médicos. ¡Tonter-ías! El corazón de Connor funcionaba tan a la per-

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fección como funciona el mío. ¿Qué fue lo que dijoVenables? Venables fue el único que estaba a sulado cuando Connor murió. Dijo que el piloto tem-blaba y daba la impresión de un hombre que hasufrido un susto terrible. Murió de miedo, afirmóVenables; pero no podía imaginarse qué fue lo quele asustó. Una sola palabra pronunció el muertodelante de Venables; una palabra que sonó algo asícomo monstruoso. En la investigación judicial noconsiguieron sacar nada en limpio. Pero yo sí quepude sacar. ¡Monstruos! Esa fue la última palabraque pronunció el pobre Harry Connor. Y, en efecto,murió de miedo, tal y como opinó Venables. Tene-mos luego el caso de la cabeza de Myrtle. ¿Creenustedes -cree en realidad nadie- que la fuerza de lacaída desde lo alto puede arrancar limpiamente auna persona la cabeza del resto del cuerpo? Bien;quizá eso sea posible pero yo al menos no he creí-do nunca que a Myrtle le ocurriese una cosa seme-jante. Tenemos, además, la grasa con que estabanmanchadas sus ropas; alguien declaró en la investi-gación que estaban pegajosas de grasa. ¡Y pensarque esas palabras no intrigaron a nadie! A mí sí queme hicieron meditar, aunque, a decir verdad, yapensaba en eso hace bastante tiempo. He llevado acabo tres vuelos de altura, pero nunca llegué a la

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suficiente ¡cuántas bromas me dirigía Dangerfield apropósito de mi escopeta! En la actualidad, dispo-niendo como dispongo de este aparato ligero dePaul Veroner, con su motor Robur de ciento setentacaballos, podría alcanzar fácilmente mañana mismolos treinta mil pies. Llevaré mi escopeta al tratar desuperar esa marca, y quizá al mismo tiempo deapuntar a otra cosa. Es peligroso, sin duda alguna.Quien no quiera correr peligros es mejor que renun-cie por completo a volar y que se acoja a las zapati-llas de franela y al batín. Pero yo haré mañana unavisita a la selva de la atmósfera, y si hay algo ocultoen ella lo descubriré. Si vuelvo de la escalada, mehabré convertido en hombre bastante célebre. Si noregreso este cuaderno podrá servir de explicaciónde lo que intento hacer, y de cómo perdí mi vida alintentarlo. Pero, por favor, señores: nada dechácharas tontas acerca de accidentes ni de miste-rios.

Para realizar mi tarea he elegido mi monoplanoPaul Veroner. Cuando se trata de hacer algo prácti-co, no hay nada como el monoplano. Ya Beaumontlo descubrió en los primeros días de la aviación.Empezando porque no le perjudica la humedad, yse tiene la impresión en todo momento de que sevuela entre nubes, este aparato mío es un pequeño

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y simpático modelo, que me responde lo mismo queresponde a las riendas un caballo de boca blanda.El motor es un Robur de seis cilindros, que desarro-lla una potencia de ciento setenta y cinco caballos.Dispone de todos los adelantos modernos: fuselajecerrado, buen tren de aterrizaje, frenos, estabiliza-dores giroscópicos y tres velocidades, se timoneamediante la alteración del ángulo de los planos, deacuerdo con el principio de las persianas de Vene-cia. Llevo conmigo una escopeta y una docena decartuchos cargados con postas de caza mayor.¡Qué cara puso Perkins, mi buen mecánico, cuandole ordené que pusiese esas cosas dentro del apara-to! Me vestí con la indumentaria de un exploradordel Polo Ártico, con dos elásticos debajo de mi trajeespecial, y con gruesos calcetines dentro de botasacolchadas, un pasamontañas con orejeras, y misanteojeras de talco. Dentro del cobertizo me ahoga-ba de calor, pero yo pretendía subir a alturas deHimalayas y tenía que ataviarme en consecuencia.Perkins se dio cuenta de que yo me traía entre ma-nos algo importante, y me suplicó que lo dejaraacompañarme. Quizá lo habría hecho si el aparatohubiese sido un biplano, pero el monoplano es cosade un solo hombre, si de veras se quiere aprove-char toda su capacidad de ascensión. Metí, como

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es lógico, una bolsa de oxígeno; quien intente su-perar la marca de altura y no la lleve se quedaráhelado o se hará pedazos, si no le ocurren ambascosas a la vez.

Revisé cuidadosamente los planos del timón, ladirección y la palanca elevadora. Hecho eso, memetí en el aparato. Todo, por lo que pude ver, esta-ba en condiciones. Entonces puse en marcha elmotor y comprobé que funcionaba con toda suavi-dad. Cuando soltaron el aparato, éste se elevó casiinstantáneamente en su velocidad mínima. Tracé unpar de círculos por encima de mi campo de aviaciónpara que el motor se calentase; saludé entonces aPerkins y a los demás con la mano, horizontalicé losplanos y puse el motor en la máxima velocidad. Elaparato se deslizó igual que una golondrina a favordel viento por espacio de ocho o diez millas; luegolo levanté un poco de cabeza y empezó a subirtrazando una enorme espiral, en dirección al bancode nubes que tenía por encima de mí. Es de lamáxima importancia ir ganando altura lentamentepara adaptar el organismo a la presión atmosféricaconforme se sube.

El día era sofocante y caluroso para lo que sueleser un mes de septiembre en Inglaterra, y se advert-ían el silencio y la pesadez de la lluvia inminente.

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De cuando en cuando llegaban por el Sudoestesúbitas ráfagas de viento. Una de ellas fue tan vio-lenta e inesperada que me sorprendió distraído ycasi me hizo cambiar de dirección por un instante.Recuerdo los tiempos en que bastaba una ráfaga,un súbito torbellino o un bache en el aire para poneren peligro a un aparato; eso ocurría antes de queaprendiésemos a dotar a nuestros aeroplanos demotores potentes capaces de dominarlo todo. En elmomento en que yo alcanzaba los bancos de nubesy el altímetro señalaba los tres mil pies, empezó acaer la lluvia. ¡Qué manera de diluviar! El agua tam-borileaba sobre las alas del aparato y me azotabaen la cara, empañando mis anteojos de manera queapenas podía distinguir nada. Puse la máquina a lavelocidad mínima, porque resultaba difícil avanzar acontralluvia. Al ganar altura, la lluvia se convirtió engranizo, y no tuve más remedio que volverle la es-palda. Uno de los cilindros dejó de funcionar; creoque por culpa de una bujía sucia; pero yo seguíasubiendo, a pesar de todo, y a la máquina le sobra-ba fuerza. Todas esas molestias del cilindro, obede-ciesen a la causa que fuere, pasaron al cabo de unrato, y pude oír el runruneo pleno y profundo de lamáquina, los diez cilindros cantaban al unísono. Ahíes donde se advierte la belleza de nuestros moder-

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nos silenciadores. Nos permiten por lo menos elcontrol de nuestros motores por el oído. ¡Cómochillan, berrean y sollozan cuando funcionan defec-tuosamente! Antaño se perdían todos esos gritoscon que piden socorro, porque el estruendo mons-truoso del aparato se lo tragaba todo. ¡Qué lástimaque los aviadores primitivos no puedan resucitarpara ver la belleza y la perfección del mecanismo,conseguidas al precio de sus vidas!

A eso de las nueve y media me estaba yoaproximando a las nubes. Allá abajo, convertida enborrón oscuro por la lluvia, se extendía la gran llanu-ra de Salisbury. Media docena de aparatos volabanllevando pasajeros a una altura de dos mil pies, yparecían negras golondrinas sobre el fondo verde.Supongo que se preguntaban qué diablos hacía yotan arriba, en la región de las nubes. De pronto seextendió por debajo de mí una cortina gris y sentíque los pliegues húmedos del vapor formaban tor-bellinos alrededor de mi cara. Experimenté unasensación desagradable de frío y de viscosidad.Pero me encontraba sobre la tormenta de granizo, yeso era una ventaja. La nube era tan negra y espe-sa como las nieblas londinenses. Anhelando salir deella, dirigí el aparato hacia arriba hasta que resonóla campanilla de alarma, y advertí que me estaba

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deslizando hacia atrás. Las alas de mi aparato, em-papadas de agua, le habían dado un peso mayorque el que yo pensaba; pero entré en una nubemenos espesa y no tardé en superar la primeracapa nubosa. Surgió una segunda capa, de coloropalino y como deshilachada, a gran altura por en-cima de mi cabeza; me encontré, pues, con un te-cho igualmente blanco por encima mío y con unsuelo negro e ininterrumpido por debajo, mientras elmonoplano ascendía trazando una espiral enormeentre los dos estratos de nubes. En esos espaciosde nube a nube se experimenta una mortal sensa-ción de soledad. En cierta ocasión, se me adelantóuna gran bandada de pequeñas aves acuáticas, quevolaban rapidísimas hacia Occidente. El rápido re-vuelo de sus alas y sus chillidos sonoros fueron unadelicia para mis oídos. Creo que se trataba de cer-cetas, pero valgo poco como zoólogo. Ahora quenosotros los hombres nos hemos convertido enpájaros, sería preciso que aprendiésemos a conocera fondo y de una sola ojeada a nuestras hermanaslas aves.

Por debajo de mí, el viento soplaba con fuerza eimprimía balanceos a la inmensa llanura de nubes.En un momento dado se formó una gran marea, untorbellino de vapores, y a través de su centro, que

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tomó la configuración de una chimenea, distinguí untrozo del mundo lejano. Un gran biplano blancocruzó a enorme profundidad por debajo de mí. Meimagino que sería el encargado del servicio matuti-no de correos entre Bristol y Londres. El agujeroprovocado por el torbellino de nubes volvió a cerrar-se y entonces nada alteró la inmensa soledad enque me encontraba.

Poco después de las diez alcancé el borde infe-rior del estrato de nubes sobre mí. Estaban forma-das por finos vapores diáfanos que se deslizabanrápidamente desde el Oeste. Durante todo esetiempo había ido subiendo de manera constante lafuerza del viento hasta convertirse en una fuertebrisa de veintiocho millas por hora, según mi apara-to. La temperatura era ya muy fría, a pesar de quemi altímetro sólo señalaba los nueve mil pies. Elmotor funcionaba admirablemente, y nos lanzamoshacia arriba con firme runruneo. El banco de nubesera de mayor espesor que lo calculado por mí, peropude salir de él, poco después, descubriendo uncielo sin nubes y un sol brillante, es decir, todo azuly oro por encima; y todo plata brillante por debajo,formando una llanura inmensa y luminosa hastaperderse de vista. Eran ya más de las diez y cuarto,y la aguja del barógrafo señalaba los doce mil ocho-

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cientos pies. Seguí subiendo y subiendo, con eloído puesto en el profundo runruneo de mi motor ylos ojos clavados tan pronto en el indicador de revo-luciones, como en el marcador del combustible y enla bomba de aceite. Con razón se afirma que losaviadores son gente que no conoce el miedo. Laverdad es que tienen que pensar en tantas cosas,que no les queda tiempo para preocuparse de símismos. Fue en ese momento cuando advertí lapoca confianza que se podía tener en la brújula alalcanzar determinadas alturas. A los quince milpies, la mía señalaba hacia Occidente, con un puntode desviación hacia el Sur; pero el sol y el viento meproporcionaron la orientación exacta.

Esperaba encontrar en semejantes alturas unainmovilidad absoluta; pero a cada mil pies de nuevaelevación, el viento adquiría mayor fuerza. Mi apara-to gruñía y se estremecía en todas sus junturas yremaches cuando se ponía de cara al viento, y eraarrastrado lo mismo que una hoja de papel cuandoyo lo frenaba para hacer un viraje, resbalando afavor del viento a una velocidad superior quizá a laque ha viajado mortal alguno. Sin embargo, teníaque seguir haciendo virajes a sotavento, porque loque me proponía no era únicamente superar lamarca de altura. Según todos mis cálculos mi selva

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aérea quedaba por encima del pequeño Wiltshire, ytodo mi esfuerzo resultaría perdido si saliese a lasuperficie superior del estrato de nubes más allá deese punto.

Cuando alcancé los diecinueve mil pies de altu-ra, a eso del mediodía, el viento soplaba con talfuerza que no pude menos que observar con algode preocupación los sostenes de mis alas, temiendoque de un momento a otro estallasen, o se afloja-sen. Llegué incluso a soltar el paracaídas que lleva-ba detrás y aseguré su gancho en la argolla de micinturón de cuero, para estar preparado por si ocurr-ía lo peor. Había llegado el momento en que la máspequeña chapucería en la tarea del mecánico sepaga con la vida del aviador. El aparato, sin embar-go, resistió valerosamente. Todas las fibras y tiran-tes zumbaban y vibraban lo mismo que cuerdas dearpa bien templada; pero resultaba magnífico vercómo el aparato seguía imponiéndose a la naturale-za y enseñoreándose del firmamento, a pesar detodos los golpes y sacudidas. Algo hay, sin dudaalguna, de divino en el hombre mismo para quehaya podido superar las limitaciones que parecíanserle impuestas por la creación; para superarlas,además, con el desprendimiento, el heroísmo y laabnegación que ha demostrado en esta conquista

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del aire. ¡Que se callen los que hablan de que elhombre degenera! ¿En qué época de los anales denuestra raza se ha escrito hazaña como la de laaviación?

Éstos eran los pensamientos que circulaban pormi cerebro mientras trepaba por aquel monstruosoplano inclinado, y el viento me azotaba unas vecesen la cara y otras me silbaba detrás de las orejas, yel país de nubes que quedaba por debajo de mí sehundía a distancia tal, que los pliegues y montículosde plata habían quedado alisados y convertidos enuna llanura resplandeciente. Pero tuve de pronto lasensación de algo horrible y sin precedentes. Anteshabía tenido conciencia práctica de lo que suponíaencontrarse metido dentro de un torbellino, perojamás en un torbellino de semejante magnitud.Aquella enorme y arrebatadora riada de viento deque he hablado ya, tenía, según parece dentro desu corriente, unos remolinos tan monstruosos comoella. Me vi arrastrado súbitamente y sin un segundode advertencia hasta el corazón de uno de ellos.Giré sobre mí mismo por espacio de un par de mi-nutos con tal velocidad que perdí casi el sentido, yde pronto caí a plomo, sobre el ala izquierda, dentrode la hueca chimenea que formaba el eje de aquél.Caí lo mismo que una piedra, y perdí casi mil pies

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de altura. Sólo gracias a mi cinturón permanecí enmi asiento, y el golpe de la sorpresa y la falta derespiración me dejaron tirado y casi insensible, debruces sobre el costado del fuselaje. Pero yo hesido siempre capaz de realizar un esfuerzo supre-mo; ése es mi único gran mérito como aviador. Tuvela sensación de que el descenso se retardaba. Eltorbellino tenía más bien forma de cono que detúnel vertical, y yo me había metido durante mi as-censión en el vértice mismo. Con un tirón terrorífico,echando todo mi peso a un lado, enderecé los pla-nos del timón y me zafé del viento. Un instante des-pués salí como una bala de aquel oleaje y me desli-zaba suavemente por el firmamento abajo. Des-pués, zarandeado, pero victorioso, dirigí la cabezadel aparato hacia arriba y reanudé mi firme esfuerzopor la espiral hacia lo alto. Di un gran rodeo paraevitar el punto de peligro del torbellino, y no tardé enhallarme a salvo por encima suyo. Muy poco des-pués de la una me encontraba a veintiún mil piessobre el nivel del mar. Vi jubiloso que había salidopor encima del huracán, y que el aire se iba cal-mando más y más a cada cien metros que subía.

Por otro lado, la temperatura era muy fría, y sentílas nauseas características que se producen por elenrarecimiento del aire. Desatornillé por vez primera

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la boca de mi bolsa de oxígeno y aspiré de cuandoen cuando una bocanada del gas reconfortante. Losentía correr por mis venas igual que una bebidacordial, y me sentí jubiloso casi hasta el punto de laborrachera. Me puse a gritar y cantar a medida queme remontaba cada vez más arriba, dentro de unmundo exterior helado y silencioso.

Para mí es cosa completamente clara que la in-sensibilidad que se apoderó de Glaisher, y en me-nor grado de Coxwell, cuando, en 1862, llegaron ensu ascensión en globo hasta la altura de treinta milpies, fue causada por la extraordinaria velocidadcon que se realiza una subida perpendicular. No seproducen esos síntomas tan espantosos cuando laascensión se lleva a cabo siguiendo una suavecuesta arriba, acostumbrándose de ese modo, poruna graduación lenta, a la menor presión barométri-ca. A esa misma altura de los treinta mil pies nonecesité ni inhalador de oxígeno, y pude respirar sinexagerada fatiga. Sin embargo, el frío era crudísi-mo, y mi termómetro estaba a cero grado Fahren-heit. A la una y media me hallaba yo casi a sietemillas por encima de la superficie de la tierra, y se-guía elevándome más y más. Comprobé, sin em-bargo, que el aire rarificado presentaba un apoyomucho menos sensible a mis planos, y en conse-

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cuencia fue necesario rebajar mucho mi ángulo deascenso. Era evidente que a pesar de lo ligero demi peso y de la gran fuerza de mi motor, llegaría aun punto del que no podría pasar. Para empeorar lasituación aún más, una de las bujías, empezó afallar otra vez, y el motor producía explosiones in-termitentes a destiempo. Se me angustió el corazóntemiendo que iba a fracasar.

Fue en esos momentos cuando me ocurrió unacosa extraordinaria. Sentí que pasaba por mi lado yque se me adelantaba algo sibilante que dejaba unreguero de humo y que estalló con un ruido estrepi-toso y siseante, despidiendo una nube de vapor. Demomento no pude imaginarme lo que había ocurri-do. Luego, recordé que la Tierra sufre un constantebombardeo de piedras meteóricas, y que apenassería habitable si ésas piedras no se convirtiesencasi siempre en vapor al entrar en las capas exterio-res de la atmósfera. He ahí un peligro más para elaviador de las grandes alturas; lo digo porque pasa-ron por mi lado otras dos cuando estaba acercán-dome a la marca de los cuarenta mil pies. No mecabe la menor duda de que ese peligro ha de sermuy grande en el borde de la envoltura de la Tierra.

La aguja de mi barógrafo marcaba cuarenta y unmil trescientos pies, cuando me di cuenta de que ya

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no podía seguir subiendo. Físicamente, el esfuerzono era todavía tan grande que me resultase insopor-table; pero mi aparato sí que había llegado a sulímite. El aire rarificado no presentaba seguro apoyoa las alas, y el menor movimiento se convertía enun deslizamiento lateral; también sus controles res-pondían como con pereza. Quizá si el motor hubie-se funcionado de una manera perfecta, habríamospodido subir otro millar de pies, pero seguía tenien-do fallos, y dos de los diez cilindros parecían estarinutilizados. Si yo no había alcanzado aún la zonadel espacio que venía buscando, era evidente queya no tropezaría con ella en este viaje. ¿Y no seríaposible que la hubiese alcanzado ya? Cerniéndomeen círculo, lo mismo que un colosal halcón, al nivelde los cuarenta mil pies, dejé que el monoplanomarchase libre, y me dediqué a observar con cuida-do los alrededores con mis prismáticos Mannheim.El firmamento estaba absolutamente limpio sin indi-cio alguno de los peligros que yo había supuesto.

He dicho que me cernía trazando círculos. Seme ocurrió de pronto que haría bien en dar unamayor amplitud a esos círculos, trazando una nuevaruta aérea. El cazador que penetra en una selvaterrestre, la atraviesa cuando busca levantar caza.Mis razonamientos me llevaron a pensar que la

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selva aérea cuya existencia yo había supuesto teníaque caer más o menos por encima del Wiltshire. Enese caso, debía de estar hacia el Sur y el Oeste dedonde yo me encontraba. Me orienté por el sol,puesto que la brújula de nada me servía, y tampocoera visible punto alguno de la Tierra. Únicamente sedistinguía la lejana llanura plateada de nubes. Sinembargo, obtuve mi dirección hacia el punto seña-lado. Calculé que mi provisión de gasolina no durar-ía sino otra hora más o menos; pero podía permitir-me gastarla hasta la última gota, ya que me eraposible en cualquier momento lanzarme en un pla-neo ininterrumpido y magnífico que me condujesehasta la superficie de la Tierra.

De pronto tuve la sensación de algo nuevo paramí. La atmósfera que tenía delante había perdido sutransparencia cristalina. Estaba cubierta de manoji-tos alargados y desflecados de una cosa que yopodría comparar únicamente con las volutas finísi-mas del humo de cigarrillos. Flotaba formando ros-cas y guirnaldas, y se retorcía y giraba lentamente ala luz del sol. Cuando el monoplano los atravesócomo una flecha, percibí en mis labios un regustodébil de aceite, y en las partes de madera del apa-rato apareció una espuma grasienta. Se habríadicho que una materia orgánica infinitamente tenue

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flotaba en la atmósfera. Orgánica, pero sin vida,como algo difuso y en iniciación, que se extendíapor muchos acres cuadrados y que se iba desfle-cando hasta penetrar en el vacío. No; aquello notenía vida. ¿Y no podrían ser unos restos de vida?Y, sobre todo, ¿no podría ser el alimento de unavida, de una vida monstruosa, de la misma maneraque la pobre grasa del océano sirve de alimento a laenorme ballena? Eso iba pensando cuando alcé losojos y distinguí la más asombrosa visión que seofreció nunca a los ojos de un hombre. ¿Podré des-cribírsela al lector tal como yo mismo la vi el juevespasado?

Imagínese el lector una medusa de mar comolas que cruzan por nuestros mares en verano, enforma de campana y de un tamaño enorme; muchomás voluminosa, por lo que a mí me pareció, que lacúpula de la iglesia de San Pablo. Su color era lige-ramente sonrosado con venas de un fino color ver-de; pero el conjunto de aquella colosal construcciónera tan tenue que apenas se vislumbraba su siluetasobre el fondo azul oscuro del firmamento.

Un ritmo suave y regular marcaba sus pulsacio-nes. De ese cuerpo enorme colgaban dos tentácu-los verdes y fláccidos que se balanceaban con lenti-tud hacia atrás y hacia adelante. Esa visión magnífi-

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ca cruzó suavemente, con silenciosa majestad, porencima de mi cabeza; era tan ingrávida y frágil co-mo una pompa de jabón, y se deslizó majestuosapor su ruta.

Yo había impreso un medio viraje a mi monopla-no, a fin de poder seguir contemplando aquel sergrandioso; de pronto, y de una manera instantánea,me encontré en medio de una verdadera escuadrade otros iguales, de todos los tamaños, aunqueninguno de la magnitud del primero. Algunos eranpequeñísimos, pero la mayoría tenía más o menosel volumen de un globo corriente, con idéntica cur-vatura en la parte superior. Se observaba en ellosuna finura de grano y de color que me trajo a lamemoria los espejos venecianos de mejor calidad.Los matices predominantes eran el rosa y el verde,pero todos mostraban encantadoras iridiscenciasallí donde el sol brillaba a través de sus formas deli-cadas. Cruzaron, dejándome atrás, algunos cente-nares de esos seres, formando una escuadrafantástica y maravillosa de bajeles sorprendentes ydesconocidos del océano del firmamento. Eran unascriaturas cuyas formas y sustancia se hallaban tan atono con aquellas alturas serenas que no podíaconcebirse cosa tan delicada dentro del radio visualy de sonido de nuestra tierra.

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Pero un nuevo fenómeno atrajo casi en seguidami atención: el de las serpientes de las regionesexteriores de la atmósfera. Eran éstas unas espira-les largas, delgadas y fantásticas de una materiavaporosa, que giraban y se enroscaban con granrapidez, volando y retorciéndose sobre sí mismascon tal velocidad que apenas mis ojos podían se-guirlas. Algunos de esos seres fantasmales teníanveinte o treinta pies de largura, y era difícil calcularsu grosor, porque sus diluidos perfiles parecíanesfumarse en la atmósfera que las circundaba. Esasserpientes aéreas eran de un color gris muy claro,del color del humo, advirtiéndose en su interior al-gunas líneas más oscuras, que producían la impre-sión de un auténtico organismo. Una de esas ser-pientes pasó rozándome casi la cara. Tuve la sen-sación de un contacto frío y viscoso; pero la compo-sición era tan impalpable, que no me sugirió la ideade ninguna clase de peligro físico, como tampocome lo sugirieron los bellos seres acompañados quelos habían precedido. Su contextura no ofrecía soli-dez mayor que la espuma flotante que deja una olaal romperse.

Pero me esperaba otra experiencia más terrible.Dejándose caer ingrávida desde una gran altura,vino hacia mí una mancha vaporosa y purpúrea.

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Cuando la vi por vez primera, me pareció pequeña;pero se fue agrandando rápidamente a medida quese me aproximaba, hasta llegar a ser de centenaresde pies cuadrados de volumen. Aunque moldeadaen alguna sustancia transparente y como gelatino-sa, tenía contornos mucho más marcados y unaconsistencia más sólida que todo lo que había vistoanteriormente. Se advertían también más detallesde que poseía una organización física; destacabande una manera especial dos láminas circulares,enormes y sombreadas, a uno y otro lado, que pod-ían ser sus ojos, y entre las dos láminas un salienteblanco perfectamente sólido, que presentaba lacurvatura y la crueldad del pico de un buitre.

El aspecto total de aquel monstruo era terrible yamenazador; cambiaba constantemente de colores,pasando desde un malva muy claro hasta un púrpu-ra sombrío e irritado, tan espeso, que, al interponer-se entre mi monoplano y el sol, proyectó una som-bra. En la curva superior de su cuerpo inmenso sedistinguían tres grandes salientes que sólo se meocurre comparar con enormes burbujas, y al con-templarlas quedé convencido de que estaban reple-tas de algún gas extraordinariamente ligero, con elfin de sostener la masa informe y semisólida queflota en el aire rarificado. Aquel ser avanzó rápido,

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manteniéndose paralelo al monoplano y siguiendofácilmente su misma velocidad: me dio escoltahorrible en un trecho de más de veinte millas, cer-niéndose sobre mí como ave de presa que esperael instante de lanzarse sobre su víctima. Su sistemade avance -tan rápido que no era fácil seguirlo- con-sistía en proyectar delante de él un saliente largo ygelatinoso que, a su vez, parecía tirar hacia sí elresto de aquel cuerpo contorsionante. Era tan elás-tico y gelatinoso, que no ofrecía en dos momentossucesivos idéntica conformación, y, sin embargo, acada nuevo cambio parecía más amenazador yrepugnante.

Me di cuenta de que traía malas intenciones. Lopregonaba con los sucesivos aflujos purpúreos desu repugnante cuerpo. Aquellos ojos difusos y sa-lientes, vueltos siempre hacia mí, eran fríos e impla-cables dentro de su glutinosidad rencorosa. Lancémi monoplano en picada hacia abajo para huir deaquello. Al hacer yo esa maniobra, con la rapidez deun relámpago se disparó desde aquella masa deburbuja flotante un largo tentáculo y cayó tan rápidoy sinuoso como un trallazo sobre la parte delanterade mi aparato. Al apoyarse por un instante sobre elmotor caldeado, se oyó un ruidoso silbido, y eltentáculo se retiró con la misma rapidez, mientras

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que el cuerpo enorme y sin relieve se encogió comoacometido de un dolor súbito. Yo me dejé caer enpicada; pero el tentáculo volvió a descargarse sobremi monoplano, y la hélice lo cortó con la mismafacilidad que habría cortado una voluta de humo.Una espiral larga, reptante, pegajosa, parecida alanillo de una serpiente, me agarró por detrás, rodeómi cintura y comenzó a arrastrarme fuera del fusela-je. Yo pugné por libertarme; mis dedos se hundieronen la superficie viscosa, gelatinosa, y logré desem-barazarme por un instante de aquella presión; sólopor un instante, porque otro anillo me aferró por unade mis botas y me dio tal tirón, que casi me hizocaer de espaldas.

En ese momento disparé los dos cañones de miescopeta, aunque era lo mismo que atacar a unelefante con un tirador, pues no se podía suponerque ningún arma humana dejara lisiado a aquelvolumen gigantesco. Sin embargo, mi puntería fuemejor de lo que yo podía imaginar; una de las gran-des ampollas o burbujas que aquel ser tenía en loalto de la espalda estalló con una tremenda explo-sión al ser perforada por las postas de mi escopeta.Había acertado en mi suposición: aquellas vejigasenormes y transparentes encerraban un gas que lasdistendía con su fuerza elevadora; el cuerpo enor-

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me y de aspecto de nube cayó instantáneamente decostado, en medio de retorcimientos desesperadospara volver a encontrar el equilibrio, y mientras tantoel pico blanco castañeteaba y jadeaba, presa deuna furia espantosa.

Pero yo había huido, lanzándome por el planomás escarpado que me atreví a buscar; mi motor atoda marcha y la hélice en plena propulsión, unidosa la fuerza de gravedad, me lanzaron hacia la tierralo mismo que un aerolito. Al volver la vista, vi que lamancha informe y purpúrea se empequeñecía rápi-damente hasta fundirse en el azul del firmamentoque tenía detrás. Yo me encontraba fuera de laselva mortal de la región exterior de la atmósfera.

Cuando me vi fuera de peligro, cerré la válvuladel combustible del motor, porque no hay nada quedestroce tan rápidamente a un avión como el lan-zarse con toda la potencia del motor en marchadesde gran altura. Fue el mío un vuelo planeadomagnífico, en espiral, desde casi ocho millas dealtura primero, hasta el nivel del banco de nubes deplata; después, hasta la nube tormentosa del estratoinferior, y, por último, atravesando los goterones delluvia, hasta la superficie de la tierra. Al salir de lasnubes, distinguí por debajo de mí el canal de Bristol;pero como aún me quedaba en el depósito algo de

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gasolina, me metí veinte millas tierra adentro antesde aterrizar en un campo que quedaba a mediamilla de la aldea de Ashcombe. Un automóvil quepasaba por allí me cedió tres latas de gasolina, y alas seis y diez minutos de aquella tarde logré po-sarme suavemente en un prado de mi propia casa,en Devizes, después de una excursión que ningúnser humano ha realizado jamás, quedando con vidapara contarlo. He visto la belleza y he visto tambiénel espanto de las alturas; una belleza mayor y unespanto mayor que ésos no están al alcance delhombre.

Pues bien: tengo el proyecto de volver a esas al-turas antes de anunciar al mundo lo que he descu-bierto. Me mueve a ello el que necesito poder mos-trar algo tangible, a manera de prueba, antes de dara conocer a los hombres lo que llevo relatado. Escierto que no tardarán otros en seguir mi camino ytraerán la confirmación de lo que yo he afirmado;pero quisiera convencer a todos desde el primermomento. No creo que resulte difícil la captura deaquellas burbujas iridiscentes y encantadoras delaire. Se dejan arrastrar tan lentamente en su carre-ra, que un monoplano rápido no tendría dificultadalguna en cortarles el paso. Es muy probable quese disolverían en las capas más densas de la

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atmósfera, en cuyo caso todo lo que yo podría tra-erme a la tierra sería un montoncito de jalea amorfa.Sin embargo, no dejaría de ser algo que proporcio-naría consistencia a mi relato. Sí, volveré a subir,aunque con ello corra un peligro. No parece queesos espantables seres purpúreos abunden. Esprobable que no tropiece con ninguno; pero si tro-piezo, me zambulliré en el acto hacia la tierra. En elpeor de los casos, dispongo siempre de mi escope-ta y sé que debo apuntar...»

Aquí falta, por desgracia, una página del manus-crito. En la siguiente, con letras grandes e insegu-ras, aparecen estas líneas:

« ...cuarenta y tres mil pies. No volveré ya a verde nuevo la tierra. Por debajo de mí hay tres deesos seres. ¡Que Dios me valga, porque será morirde muerte espantosa!»

Tal es, al pie de la letra, el relato de Joyce-Armstrong. De su autor nada ha vuelto a saberse.En el coto de mister Budd-Lushington, en los límitesde Kent y de Sussex, a pocas millas del lugar enque fue encontrado el cuaderno, han sido recogidasalgunas piezas de su monoplano destrozado. Si lahipótesis del desdichado aviador sobre la existenciade lo que él llama la selva aérea en un espacio limi-tado de las regiones atmosféricas que quedan en-

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cima del Sudoeste de Inglaterra resulta exacta, sededuciría de ello que Joyce-Armstrong lanzó sumonoplano a toda velocidad para salir de la misma,pero que fue alcanzado y devorado por aquellosseres espantosos en algún lugar por debajo de laatmósfera exterior y por encima del sitio en el quefueron encontrados esos restos dolorosos. Unapersona que apreciase su equilibrio cerebral prefe-riría no hacer hincapié en el cuadro de aquel mono-plano resbalando a toda velocidad cielo abajo, per-seguido por los seres espantosos e innominadosque se deslizaban con igual rapidez por debajo deél, cortándole siempre el camino de la tierra y estre-chando el cerco de su víctima gradualmente. Sémuy bien que son muchos los que todavía toman achacota los hechos que acabo de relatar; pero in-cluso quienes se mofan tendrán que reconocer porfuerza que Joyce-Armstrong ha desaparecido, y yoles recomendaría que hiciesen caso de las palabrasque él escribió: «Este cuaderno puede servir deexplicación de lo que estoy intentando y de cómoperdí mi vida en el intento. Pero, por favor, que sedejen de chácharas y no hablen de accidentes y demisterios».

FIN