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Eugenia Grandet Honoré de Balzac Obra reproducida sin responsabilidad editorial

Eugenia Grandet¡sicos en Español...Bajo el Consulado, el bueno de Gran-det fue nombrado alcalde, administró cuer-damente, vendimió más cuerdamente todavía; bajo el Imperio, se

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Eugenia Grandet

Honoré de Balzac

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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A MARÍA

Siendo el retrato de usted el mejor adorno de éstaobra, yo deseo que su nombre sea aquí como la ramade boj bendita que, cogida de cualquier árbol, perosantificada por la religión y conservada siempreverde por manos piadosas, sirve para proteger lacasa.

DE BALZAC.

En ciertas ciudades de provincia se encuen-tran casas cuya vista inspira una melancolíaigual a la que producen los claustros más som-bríos, las landas más desoladas o las ruinas mástristes. Y es que tal vez en eses casas se unen elsilencio de los claustros, la aridez de las landasy la osamenta de las ruinas. La vida y el movi-miento permanecen en ellas en un estado tal detranquilidad que se las creería inhabitadas si nofuese porque, de pronto se da con la miradainexpresiva, fría, de una persona inmóvil cuyorostro poco menos que monástico se alza sobre

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el alféizar de la ventana, al ruido de un pasodesconocido. Estos signos de melancolía concu-rren en la fisonomía de una mansión situada enSaumur, al extremo de la calle empinada queconduce al castillo, por la parte alta de la ciu-dad. Dicha calle, actualmente poco frecuentada,calurosa en verano, fría en invierno, a trechososcura, llama la atención por la sonoridad de sutosco empedrado de guijarros, siempre limpio yseco; por su trazado tortuoso y por la paz desus casas que forman parte del casco antiguo dela población y dominan las murallas.

Algunos edificios, a pesar de sus tres siglos deexistencia, se aguantan aún sólidamente y con-tribuyen, con su aspecto vario y pintoresco, agranjear a esta parte de Saumur el interés de losanticuarios y de los artistas. No se puede pasarpor delante de aquellas casas sin admirar lasenormes vigas que aparecen talladas en formascaprichosas y que adornan la planta baja de lamayoría de ellas con una especie de bajo relie-ve. Aquí unos travesaños aparecen cubiertos de

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pizarra y dibujan líneas azules sobre las delga-das paredes de una vivienda cubierta por untejado que ha cedido al peso de los años, cuyasalfajías podridas se han torcido bajo la acciónalternada del sol y de la lluvia. Allá aparecenunos bastidores de ventana gastados, en-negrecidos, cuyas delicadas esculturas, apenasvisibles, se nos antojan demasiado ligeras parael tiesto de arcilla parda de que surgen los cla-veles y los rosales de una infeliz obrera. Aculládescubrimos unas puertas adornadas conenormes clavos en que el genio de nuestrosantepasados ha trazado ciertos jeroglíficos case-ros cuyo significado no se descubrirá jamás.Ora fue un protestante que le confió su fe, oraun partidario de la Lija que maldijo el nombrede Enrique IV. Algún burgués se ha entretenidoen grabar sobre el clavo las insignias de su no-bleza de campanas, la gloria de su mandato edili-cio olvidado para siempre.

En tales huellas está toda la historia de Fran-cia. Junto a la trémula casita de paredes ende-

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bles en que el albañil ha edificado su batidera,se levanta la mansión de un hidalgo de cuyoblasón se ven, sobre el arco de la puerta, algu-nos vestigios que han sobrevivido a las diversasrevoluciones que desde 1789 han agitado elpaís.

La planta baja de tales casas, aunque esté de-dicada al comercio, no aloja tiendas ni almace-nes; los amigos de la Edad Media hallarían enellos el obrador de nuestros padres en toda suingenua sencillez. Sus salas bajas, que no tienenescaparate, ni mostrador, ni cristales, son hon-das y oscuras y tan desprovistas de adornos porfuera como por dentro. Su puerta, divididahorizontalmente en dos, aparece groseramenteguarnecida de hierro; por su parte superior seabre hacia adentro; la interior; provista de unacampanilla con muelle, va y viene constante-mente. El aire y la luz entran en aquella especiede húmeda zahúrda ya por lo alto de la puerta,ya por el espacio que queda entre la bóveda, eltecho y el murete de escasa altura en que se

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empotran unos sólidos postigos retirados por lamañana, repuestos y mantenidos por la nochecon barras de hierro empernadas. El menciona-do murete sirve para presentarlas mercancíasdel negociante. No hay en su estilo ni asomo decharlatanismo. Según la índole del comercio, lasmuestras consisten en dos o tres cubetas llenasde sal y de bacalao, en unos cuantos paquetesde tela para velamen, cuerdas, latón colgado delas vigas, algunos aros en las paredes o algunaspiezas de paño en los anaqueles. Entrad. Unamuchacha limpia, resplandeciente de juventud,con su manteleta blanca, sus brazos colorados,suelta la calceta que estaba haciendo y llama asu padre o a su madre que os vende lo que de-seáis, flemáticamente, con agrado o con arro-gancia, según su carácter, así valga la cosa dossueldos como veinte mil francos.

Un negociante en maderas, sentado a su puer-ta, cuenta las musarañas mientras conversa consu vecino; aparentemente no tiene más que cua-tro míseras tablas para botellas y unos cuantos

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fajos de duelas; pero en el puerto, su repletoalmacén surte a todos los toneleros de Anjou,prevé al céntimo la cantidad de mercancía quecolocará si las viñas dan buena cosecha; un díade sol le enriquece, una racha de lluvia le arrui-na; en una sola mañana las barricas suben oncefrancos o bajan a seis libras.

En aquel país, como en Turena, la. vida co-mercial está supeditada a los cambios atmosfé-ricos. Viñadores, propietarios madereros, tone-leros, posaderos, marineros, todos andan alacecho de un rayo de sol; al acostarse por lanoche tiemblan de miedo imaginándose que aldía siguiente se levantarán para ser testigos deuna gran helada; temen la lluvia, el viento, lasequía, y pretenden que agua, calor, les seanservidos a medida de su deseo. Hay un dueloconstante entre el cielo y los intereses terrestres.Por obra del barómetro las fisonomías pasan dela alegría a la pena, de la preocupación a la con-fianza. De cabo a cabo de aquella vía, la calleMayor de Saumur, circula la frase: "¡Vaya un

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tiempo de oro!", repetida de puerta en puerta.También se oye decir: "Está lloviendo luises" ycon ello no se hace más –– que expresar lo querepresenta un chubasco o un rayo de sol opor-tunos. Los sábados al mediodía, cuando llega elbuen tiempo, es inútil que vayáis a comprarnada a aquellos honrados industriales. El quemás y el que menos tiene su viña, su cercado ypasa dos días en el campo. Allí, previsto cuantose puede prever la compra, la venta y el benefi-cio, los comerciantes pueden dedicar casi todoel santo día a jiras y merendonas, a observacio-nes y comentarios, a un espionaje continuo. Noes posible que un ama de casa compre una per-diz sin que los vecinos pregunten al marido sila vinagreta estaba en su punto. Muchacha queasoma la cabeza a la ventana, muchacha queven todos los grupos de desocupados. Allí lasconciencias se destapan y, como aquellas casasimpenetrables, negras y misteriosas, dejan detener misterios. La vida transcurre casi por en-tero al aire libre; las familias se sientan a la

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puerta de sus viviendas y comen y cenan y dis-cuten. No pasa nadie por la calle sin que seaexaminado de pies a cabeza. Se conserva el esti-lo de las capitales de provincia en que no asomaforastero que no se concierte comidilla de losvecinos apostados junto a las puertas.

De ahí nacieron las historias sabrosas, de ahívino el calificativo de copiosos aplicado a loshabitantes de Angers, que eran maestros en estaclase de bromas urbanas. Los antiguos palace-tes de la ciudad vieja están encaramados en loalto de la calle en otro tiempo habitada por loshidalgos de la región. La casa, llena de melan-colía, en que sucedieron los hechos de esta his-toria era precisamente una de aquellas man-siones, restos venerables de un siglo en quepersonas y cosas tenían ese carácter de sencillezque las costumbres francesas van perdiendo dedía en día. Después de haber seguido las re-vueltas de aquel camino pintoresco, cuyos me-nores accidentes despiertan recuerdos y cuyoconjunto tiende a sumir al transeúnte en una

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especie de ensueño maquinal, se descubre unentrante asaz sombrío, en medio del cual seesconde la puerta de la casa del señor Grandet,¡El señor Grandet! No hay manera de com-prender todo el valor de esta expresión provin-cial sin conocer la biografía del personaje.

El señor Grandet gozaba en Saumur de unareputación cuyas causas y efectos no seráncomprendidas poco ni mucho por las personasque no hayan vivido en, provincias. El señorGrandet, que para algunas gentes de su genera-ción cada día más escasas, seguía siendo el tíoGrandet, un maestro tonelero muy acomodadoque en 1789 sabía leer, escribir y las cuatro re-glas. Cuando la República Francesa puso enventa en el distrito de Saumur los bienes delclero, el tonelero que tenía entonces unos cua-renta años, acababa de casarse con la hija de unrico negociante en maderas. Grandet, provistode su fortuna reducida a metálico y de la dotede su mujer, en total dos mil luises de oro, fuesea un distrito, donde; gracias a doscientos dobles

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luises ofrecidos por su padre al feroz republi-cano encargado de vigilar la venta de los bienesnacionales, obtuvo por un mal pedazo de pan,legalmente ya que no legítimamente, los viñe-dos más hermosos de la comarca, una antiguaabadía y unas cuantas alquerías. Los habitantesde Saumur eran poco revolucionarios, de modoque, con un gesto, el tío Grandet sentó plaza dehombre atrevido, de republicano, de patriota,de espíritu abierto a las ideas nuevas, pero en elfondo no era más que un tonelero que teníaafición a las viñas. Fue nombrado miembro dela administración del distrito de Saumur, y suinfluencia pacífica se dejó sentir así en la polí-tica como en el comercio. Políticamente prote-gió a los ex nobles y se opuso con todas susfuerzas a la venta de los bienes de los emigra-dos; comercialmente, procuró a los republica-nos mil o dos mil pipas de vino blanco que sehizo pagar con unos magníficos prados quehabían sido patrimonio de una comunidad dereligiosas y que reservaba para formar un pos-

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trer lote. Bajo el Consulado, el bueno de Gran-det fue nombrado alcalde, administró cuer-damente, vendimió más cuerdamente todavía;bajo el Imperio, se convirtió en el señor Gran-det.

Napoleón no quería a los republicanos; susti-tuyó al señor Grandet, que aparentemente almenos había lucido el gorro frigio, por un granterrateniente, un hombre con el de, un futurobarón del Imperio. El señor Grandet se despidiósin la menor amargura de los honores mu-nicipales. En interés de la ciudad, había man-dado construir excelentes caminos que condu-cían hasta sus fincas. Su casa y sus campos, fa-vorablemente valorados en el catastro, pagabanimpuestos muy módicos. Una vez valoradossus viñedos y sus parras a fuerza de constantesdesvelos, se habían puesto a la cabeza de laagricultura, es decir, que producían vino de lamejor calidad. Hubiera podido pedir la cruz dela Legión de Honor. El acontecimiento ocurrióen 1806. El señor Grandet, a quien la Providen-

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cia quiso sin duda consolar de su desgraciaadministrativa, heredó sucesivamente de laseñora de la Gaudiniére, de la familia Ber-tellière, madre de la señora Grandet, del viejoseñor de la Bertellière, padre ., de la difunta y,por fin, de la señora Gentillet, abuela materna;tres sucesiones cuya importancia no supo na-die. La avaricia de aquellos tres viejos era tanvehemente hacía muchísimo tiempo que alma-cenaban el dinero por el solo gusto de contem-plarlo en secreto. Para el señor de la Bertellièreuna inversión de capital no era ni más ni menosque un derroche, pues se le antojaba que lasrentas de la contemplación del oro eran másinteresantes que las de la usura. De modo quelos vecinos de Saumur. calcularon el valor delas economías tomando por la renta de los bie-nes visibles. Entonces obtuvo el señor Grandetel nuevo título de nobleza que nuestra maníaigualitaria no conseguirá borrar nunca: el títulode mayor contribuyente de la comarca. Culti-vaba cien fanegas de viña que en los años bue-

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nos le producían cien pipas de vino. Poseía tre-ce alquerías, una antigua abadía en la que, porahorrar, había mandado tapiar los ventanajes,las vidrieras, lo que contribuyó a conservarlo; yciento veintisiete fanegas de prado donde crecí-an y engrosaban tres mil álamos plantados en1793. En fin, suya era también la casa en quevivía. Esto era la parte aparente de su fortuna.Por lo que toca a sus capitales, únicamente dospersonas podían presumir vagamente su im-portancia; una era el notario señor Cruchot,encargado de las inversiones usurarias. del se-ñor Grandet, y otra el señor de Grassins, elbanquero más rico en Saumur, en cuyos benefi-cios participaba a su conveniencia y secreta-mente el acomodado viticultor. Y aunque elviejo Cruchot y el señor de Grassins no carecíande esa profunda discreción que engendra enprovincias la confianza y la fortuna, daban enpúblico tales muestras de respeto al señorGrandet que los observadores llegaron pronto atomarlas como indicio de la importancia alcan-

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zada por los capitales del ex alcalde. Todos enSaumur estaban convencidos de que el señorGrandet tenia un tesoro particular, un escondri-jo repleto de luises y de que se entregaba noc-turnamente a los inefables goces que procura lacontemplación de un buen montón de oro. Losavaros tenían la certidumbre de que se dedica-ba a este ejercicio al ver sus ojos en que el metalamarillo parecía haber dejado alguno de susreflejos. La mirada del hombre que se habitúa asacar de sus capitales un interés desmesuradoadquiere inevitablemente, como la del volup-tuoso, del jugador o del cortesano, ciertos dejosindefinibles, ciertos movimientos furtivos, ávi-dos, misteriosos que no escapan a sus correli-gionarios.

Este lenguaje secreto forma en cierto modo lafrancmasonería de las pasiones. Así es como elseñor Grandet inspiraba la estima respetuosaque merece quien no debe nada a nadie y, que afuerza de buen tonelero y no menos buen viti-cultor, determina, con la precisión de un astró-

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nomo, cuándo hay que fabricar mil toneles ocuándo bastará con quinientos; quien no fallauna sola especulación y tiene toneles para ven-der cuando van más caros que el zumo a que sedestinan, y puede entrar la vendimia en su bo-dega y aguardar el momento de dar sus ba-rricas por doscientos francos cuando los peque-ños propietarios ceden las suyas por cinco lui-ses. Su famosa cosecha de 1811, cuidadosamen-te reservada, lentamente vendida, le había vali-do más de cuarenta mil libras. Financieramentehablando, el señor Grandet tenía algo del tigrey ––de la boa; sabía tenderse en el suelo, enco-gerse, observar largo rato su presa, arrojándose-le encima, después abría las fauces de su bolsa,engullía una carga de escudos y se acostabatranquilamente, como la serpiente para digerir,impasible, frío, metódico. Se le veía pasar conun sentimiento de respeto y de terror. ¿Por ven-tura había alguien en Saumur que no hubieseoído el cauteloso arañazo de sus garras de ace-ro? A Fulano, el notario Cruchot le había procu-

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rado el dinero necesario para la compra de unahacienda, pero, ¡ay!, al once por ciento; a Zuta-no, el señor de Grassins le había descontadounas letras, pero con un espantoso mordisco enconcepto de intereses. Raros eran los días enque el nombre del señor Grandet no se pronun-ciase ya sea en el mercado, ya en las veladas ytertulias de la ciudad. Para ciertas personas lafortuna del venerable viticultor era un motivode orgullo patriótico. Por eso, más de un co-merciante y de un fondista decía a los foraste-ros no sin cierta satisfacción:

––Caballero, en nuestra ciudad contamos condos o tres casas millonarias; pero lo que es alseñor Grandet es tan rico que él mismo no sabelo que tiene.

En 1816, los más duchos calculadores deSaumur estimaban sus fincas en cuatro millo-nes; pero como, a partir de 1793, se suponía quehabía sacado de sus propiedades una rentaanual de cien mil francos, era de presumir que

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poseía otro tanto en dinero contante y sonante.De modo que cuando, después de una partidade Boston o de una charla sobre las viñas, sevenía a hablar del señor Grandet, las personasinformadas se decían:

––¿El tío Grandet?... El tío Grandet es hombrede cinco o de seis millones de francos.

––Sabe usted más que yo; yo jamás he llegadoa averiguar el total ––contestaban el señor Cru-chot o el señor Grassins si, por azar, oían seme-jante estimación.

En cuanto un parisiense hablaba de losRothschild o del señor Lafitte, los vecinos deSaumur preguntaban si eran tan ricos como elseñor Grandet. Y si el Parisiense, con sonrisadesdeñosa, les contestaba que sí; meneaban lacabeza con incredulidad y se miraban de reojo.Tamaña fortuna cubría con manto de oro todaslas acciones de aquel hombre.

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Si, al principio algunos detalles de su vidadieron pábulo a la burla y a la maledicencia,una y otra se habían achicado. En sus accionesmas insignificantes el señor Grandet tenía en sufavor la autoridad de la cosa juzgada. Su pala-bra, sus ademanes, su traje, el guiño de sus ojostenían fuerza de ley en toda la comarca, dondeel que más y el que menos, después de haberlosestudiado como el naturalista estudia los efec-tos del instinto de los animales, se había dadocuenta de la profunda y silenciosa cordura delmás leve de sus movimientos.

"El invierno va a ser crudo ––decían––; el tíoGrandet se ha puesto los guantes forrados delana: hay que vendimiar." "El tío Grandet com-pra mucha madera; señal que hogaño tendre-mos mucho vino."

El señor Grandet no compraba nunca pan nicarne porque sus colonos le traían cada semanauna buena provisión de capones, pollos, hue-vos, manteca y trigo. Poseía un molino cuyo

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arrendatario, además de pagarle el alquiler,tenía la obligación de ir a recoger cierta canti-dad de grano y devolvérsela hecha harina ysalvado. Nanón, su única sirvienta, a pesar desus años, amasaba todos los sábados el pan dela casa. El señor Grandet tenía arreglos con sushortelanos para que le surtiesen de legumbres.Por lo que toca a la fruta, era tal la cantidad desu cosecha que en buena parte la mandabavender en el mercado. La leña que le hacía faltapara calentarse, la retiraba de sus setos o de lasvallas, medio podridas, que cercaban sus cam-pos, y sus colonos cuidaban de traérsela a casa,ya partida, la colocaban en su leñera y se consi-deraban pagados con sus gracias. No tenía másdispendios conocidos que el pan bendito, losvestidos de su mujer y de su hija y la limosnaque daba por las sillas en la iglesia; la luz, elsueldo de la vieja Nanón, el remiendo de suscacerolas; el pago de los impuestos, las repara-ciones de sus edificios, y los gastos de ex-plotación. Tenía seiscientas fanegas de bosque,

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recién comprado, y lo hacía custodiar por unguardián vecino al que prometía una propina.Desde el día que hizo esta compra sólo comíacaza. Llanísimos eran sus modales. Hablabapoco. En general, expresaba sus ideas mediantefrases breves y sentenciosas, dichas a mediavoz. Desde la Revolución, que fue la época enque empezó a ser un personaje, tartamudeabafatigosamente en cuanto le tocaba perorar osostener una discusión. Aquel balbuceo, la in-coherencia de sus palabras, el flujo de frases enque quedaba ahogado su pensamiento, su apa-rente falta de lógica, que solían atribuirse a surudimentaria educación, en realidad' no eranmás que ardides de su malicia, como se verá enciertos acontecimientos de esta historia. Por lodemás, le bastaba con cuatro fórmulas algebrai-cas para resolver todas las dificultades de lavida y de los negocios: "No se", "No puedo","No quiero", "Allá veremos". Jamás decía, sí nino; jamás escribía una sola línea. Si le dirigíanla palabra, escuchaba fríamente, se .aguantaba

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la barbilla con la mano derecha, apoyando elcodo derecho en el revés de la mano izquierday las opiniones que formaba sobre cada asuntoeran definitivas. Meditaba largo rato sobre cadaoperación. Cuando al cabo de una charla detanteo, el contrincante descubría sus bateríassuponiéndolo rendido, Grandet contestaba:

––No puedo cerrar tratos sin consultar antes ami mujer.

Su mujer, reducida a un ilotismo completo,era en materia de negocios su comodín y suescudo. Jamás hacía visitas; no quería tampocorecibirlas, ni dar de comer a nadie. No metíanunca ruido y parecía qué lo ahorrase todo,hasta el movimiento. En casa ajena, no la veríaiscausar él menor desarreglo, porque la propie-dad le inspiraba un profundo respeto. Con to-do, a pesar de la suavidad de su voz, a pesar desu porte reservado, el lenguaje y los hábitos deltonelero, asomaban en cuanto estaba en su casa,donde se vigilaba menos que en parte alguna.

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Tocante a su físico, Grandet tenía cinco pies deestatura, recio, trabado, con pantorrillas de do-ce pulgadas de circunferencia, rótulas nudosasy hombros robustos; su rostro orondo, curtido ypicado de viruelas; barbilla recta, labios sin si-nuosidad alguna, dientes blancos; sus ojos tení-an la expresión sosegada y devoradora que elpueblo suele atribuir a los ojos del basilisco; sufrente, surcada por rayas transversales, no care-cía de protuberancias significativas; sus cabellosamarillentos y grisáceos, eran oro y plata, segúnciertas personas que ignoraban lo grave que erahacer bromas a costa del señor Grandet. Su na-riz, de punta abultada, soportaba un lobanilloveteado de azul que el vulgo imaginaba, no sinrazón, henchido de malicia. Semejante fachaanunciaba una sagacidad temible, una probi-dad sin calor, el egoísmo de un hombre acos-tumbrado a concentrar sus sentimientos en elgoce cíe la avaricia y sobre el único ser que sig-nificaba algo para su corazón, su hija Eugenia,su sola heredera. Su actitud, sus modales, sus

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andares, todo atestiguaba la confianza en símismo, propia del hombre que ha salido conbien de todas sus empresas. Aunque de cos-tumbres en apariencia fáciles y suaves, el señorGrandet tenía un carácter de bronce. Vestidosiempre del mismo modo, verlo hoy era comoverlo en 1791. Se ataba los zapatos con cordonesde cuero; llevaba invierno y verano medias delana arrebujadas, calzón corto de paño marróncon hebillas de plata, un chaleco de terciopelorayado de amarillo y de color pulga, abrochadode arriba abajo, un ancho levitón pardo conabundantes faldones, una corbata negra y unsombrero de cuáquero. Sus guantes no menosrecios que los de los gendarmes, le durabanveinte meses, y, para conservarlos limpios, loscolocaba sobre el ala del sombrero, siempre enel sitio, obedeciendo a un gesto maquinal. Estoes todo lo que sabía Saumur sobre tal personaje.

Sólo seis habitantes tenían derecho a entrar ensu casa. El más importante de los tres primerosera el sobrino del señor Cruchot: Desde que le

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nombraron presidente del Tribunal de primerainstancia de Saumur, había agregado a su nom-bre de Cruchot el de Bonfons y se esforzaba enconseguir que el Bonfons oscureciese el Cru-chot. Por de pronto el distinguido joven firma-ba ya C. de Bonfons. El litigante incauto queseguía llamándole "señor Cruchot" durante elcurso del juicio, no tardaba en darse cuenta desu torpeza. El magistrado daba señales de bene-volencia a los que le llamaban "señor presiden-te", pero sus sonrisas más halagüeñas eran paralos que le adulaban dándole el nombre de "se-ñor de Bonfons". El señor presidente contaba ala sazón treinta y tres años, poseía la finca deBonfons (Boni Fontis), que daba siete mil librasde renta; ––esperaba la herencia de su tío elnotario y la de su otro tío el cura, dignatario delcabildo de Tours; los dos tenían fama de ricos.Los tres Cruchot que acabamos de nombrar,sostenidos por gran cantidad de primos, empa-rentados con veinte casas de la ciudad, forma-ban una partido como el de los Médicis en Flo-

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rencia; y, como los Médicis, los Cruchot teníansus Pazzi. La señora de Grassins, madre de unmuchacho de veintitrés años, iba muy a menu-do a dar conversación a la señora Grandet conla esperanza de casar a su querido Adolfo conla señorita Eugenia. El señor de Grassins, elbanquero, cooperaba vigorosamente a las ma-niobras de su mujer mediante los serviciosconstantes y secretos que prestaba al viejo ava-ro y llegaba siempre a tiempo al campo de bata-lla. También estos tres Grassins contaban con sucohorte

de adeptos, de primos, de aliados. Por el ladode los Cruchot el sacerdote, el Talleyrand de lafamilia, sólidamente secundado por su her-mano el notario, disputaba activamente el te-rreno a la financiera, y procuraba canalizarhacia su sobrino el presidente, la pingüe fortu-na. Esta guerra que a la chita callando se des-arrollaba entre los Cruchot y los Grassins y cu-yo botín no era otro que la mano de EugeniaGrandet, apasionaba a los diversos núcleos de

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Saumur. ¿Con quién se casaría la señoritaGrandet?, ¿con el señor presidente o con Adolfode Grassins? Algunos resolvían el acertijo di-ciendo que el señor Grandet no daría su hija aninguno de los dos, y aseguraban que el viejotonelero, devorado por la ambición, buscaba unyerno que fuese par de Francia y que, a fuerzade millones, no dejaría de tragarse todos lostoneles pasados, presentes y futuros de losGrandet. Otros replicaban que los señores deGrassins eran nobles y muy ricos, que Adolfoera un apuesto galán y que a menos de contarcon un sobrino del papa, una boda de tal ca-tegoría debía colmar las esperanzas de una gen-tecilla de tres al cuarto, de un hombre que todoSaumur había visto con la doladera en la manoy que, además, había llevado gorro frigio. Losmás sensatos hacían notar que el señor Cruchotde Bonfons entraba y salía a todas horas de casaGrandet, mientras que á su rival sólo se le reci-bía los domingos. Estos sostenían que la señorade Grassins, que trataba con más intimidad a

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las mujeres de la familia Grandet que los Cru-chot, podía inculcarles ciertas ideas que,_tardeo temprano, le darían la victoria. Aquéllos re-plicaban que el padre Cruchot era el hombremás insinuante del mundo y que, falda contrasotana, la partida estaba igualadísima.

Los viejos, por su parte, creyéndose más ente-rados, afirmaban que los Grandet, demasiadotunos para permitir que los bienes saliesen de

la familia, casarían a la señorita EugeniaGrandet, de Saumur, con el hijo del señorGrandet de París, rico negociante en vinos alpor mayor. Pero los cruchotistas y los grassinis-tas, no se mordían la lengua y contestaban:

––En primer lugar, los dos hermanos no sehan visto ni dos veces en treinta años. En se-gundo lugar, el Grandet de París tiene mayorespretensiones para su hijo, pica más alto. Es al-calde de distrito, diputado, coronel de la guar-dia nacional, juez del Tribunal de comercio;reniega de los Grandet de Saumur y aspira a

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emparentar con alguna familia ducal de nuevocuño.

¡Qué es lo que no se diría sobre una herenciade que se hablaba en veinte leguas a la redonday hasta en las diligencias que iban de Angers aBlois! A principios de 1811, los cruchotistasobtuvieron una señalada ventaja sobre los gras-sinistas. La tierra de Froidfond, notable por suparque, su admirable castillo, sus cortijos, ríos,estanques, bosques, estimada en tres millones,fue puesta en venta por el joven marqués deFroidfond, obligado a realizar sus bienes. Mae-se Cruchot, el presidente Cruchot, el padre Cru-chot, ayudados por sus allegados, lograron im-pedir la venta por parcelas. El notario logrópersuadir al muchacho de que si no firmaba unconvenio con él para vender la finca en bloque,se vería enzarzado en innumerables pleitos co-ntra los adjudicatarios que no acabarían nuncade pagar el precio de las respectivas parcelas;¡cuánto mejor no era vender al señor Grandet,hombre solvente, y' perfectamente capaz de

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pagar la tierra al contado! De este modo enca-minaron hacia el esófago del señor Grandet elbello marquesado de Froidfond y el viejo avaro,dejando boquiabiertos a los saumurenses, pagósu precio en buena moneda, con el descuentopertinente, claro está. Esta operación se comen-tó en Nantes y en Orleáns.

El señor Grandet fue a visitar su castillo apro-vechando el viaje de vuelta de una carreta. Unavez echó el vistazo del dueño, regresó aSaumur, convencido de que había colocado sudinero al cinco, y acariciando la ilusión de re-dondear el marquesado agregándole sus pro-pios bienes. Luego, para rellenar su tesoro pocomenos que exhausto, resolvió talar sus bosquesy explotar a fondo las arboledas de sus prados.

Ahora podemos comenzar a comprender elvalor de estas palabras: la casa del señor Gran-det y lo que representaba aquel inmueble des-colorido, frío, silencioso, situado en lo alto de laciudad y abrigado por las ruinas de las mura-

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llas. Los dos pilares y el arco que formaban elhueco de la puerta habían sido construidos,como la propia casa, en toba, piedra caliza queabunda en las riberas del Loire, tan blanda quesu duración media es de unos doscientos años.Las grietas numerosas y desiguales que habíanabierto en ella las lluvias y los vientos daban alarco y a los jambajes de la puerta la aparienciade las piedras vermiculadas de la arquitecturafrancesa y un parecido con el pórtico de unaprisión. Sobre la cimbra aparecía un largo bajorelieve esculpido en piedra dura que represen-taba las cuatro estaciones y cuyas figuras esta-ban gastadas y ennegrecidas. El bajo relieveestaba coronado por un plinto saliente, sobre elque crecía una vegetación sembrada por la ca-sualidad: ortigas amarillas, corregüelas, con-vólvulos, llantén, y un pequeño cerezo ya bas-tante espigado. La puerta, de roble macizo, par-da, reseca, resquebrajada por todas partes, es-taba sólidamente sostenida por sus pernos queformaban dibujos simétricos. Ocupaba el centro

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de la puerta falsa una reja cuadrada, reducida,de barrotes espesos y rojos de herrumbré queservía, por decirlo así, de motivo a un picaporteque pendía de ella mediante un anillo, y gol-peaba sobre la cabeza gesticulante de un gran

clavo. Tal picaporte, de forma oblonga y delgénero que nuestros antepasados llamaban ja-quemart, asemejaba un gran punto de admira-ción; examinándolo despacio, un anticuariohabría llegado a descubrir vestigios de la figuraesencialmente grotesca que representó en otrotiempo y que el uso prolongado había llegado aborrar. Por la rejilla destinada a reconocer a losamigos en tiempos de las guerras civiles, podí-an divisar los curiosos, en el fondo de un paisa-je, abovedado, oscuro y verdoso, algunos esca-lones gastados por los que se llega a un jardín,cercado por muros recios, húmedos, llenos derezumos y de matas de arbustos enfermizos.Eran éstos los muros de las fortificaciones, so-bre las que se levantaban los jardines de algu-nas casas vecinas. En la planta baja de la casa, la

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pieza más importante era una sala cuya entradase hallaba bajo la bóveda de la puerta cochera.Pocas personas conocen la importancia quetiene una sala en las pequeñas ciudades de An-jou, de Turena y de Beeri. La sala es a un tiem-po, salón, gabinete, tocador, comedor; es el es-cenario de la vida doméstica, el hogar común;era allí donde, dos veces al año, iba el pelu-quero del barrio a cortarle el pelo al señor Gran-det; allí donde eran recibidos los colonos, elcura, el subprefecto, el mozo del molino., Aque-lla sala, cuyas dos ventanas daban a la calle,estaba entarimada; cubierta de arriba abajo porpaneles grises, con molduras antiguas; el techoestaba compuesto por vigas aparentes, tambiénpintadas de gris, cuyos huecos estaban llenosde borra que se había tornado amarilla. Un vie-jo reloj de cobre, con incrustaciones de concha,adornaba el dintel de la chimenea construida enpiedra blanca toscamente esculpida, sobre elcual había un espejo verdoso, cuyos lados corta-

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dos en bisel para mostrar su reciedumbre, refle-jaban un hilillo de luz

a lo largo de un tremó gótico de acero damas-quinado. Las dos girandelas de cobre doradoque decoraban ambos extremos de la chimeneatenían dos fines; cuando se le quitaban las rosasque le servían de arandelas y cuya rama princi-pal se adaptaba al pedestal de mármol azuladornado de cobre viejo, se obtenía un candela-bro para los días ordinarios. Los sillones, deforma antigua, estaban cubiertos con tapicesque representaban las fábulas de La Fontaine;pero había que saberlo para reconocer los te-mas, hasta tal punto los colores se habían des-vanecido y las figuras acribilladas de zurcidosresultaban enigmáticas. Había en las cuatroesquinas de la sala, una especie de aparadoresangulares, rematados por una repisa mugrien-ta. En la entreventana había una vieja mesa dejuego toda en marquetería, con tablero de aje-drez. Encima de esta mesa había un barómetroovalado, con orla negra, adornado con cintas de

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madera dorada, en que las moscas habían reto-zado con tal desenvoltura que el dorado no eramás que un recuerdo. En la pared opuesta a lachimenea, aparecían dos retratos al pastel quepretendían representar al abuelo de la señora,Grandet, el viejo señor de la Bertellière, conuniforme de teniente de guardias francesas, y ladifunta señora Gentillet, vestida de pastora. Lasdos ventanas estaban adornadas con cortinas deseda de Toars roja, recogidas con cordones deseda rematados por borlas. Aquel lujoso de-corado, tan poco en armonía con la manera deser de Grandet, fue comprendido en la venta dela casa, así como el tremó, el reloj, el muebletapizado y los aparadores en palo de rosa. Juntoa la ventana más cercana a la puerta había unasilla de enea cuyas patas estaban montadas so-bre patines, a fin de que la señora Grandet al-canzase a ver la calle y los transeúntes. Un cos-turero de la ladera de cerezo descolorido ocu-paba el alféizar de la ventana y a su lado estabael silloncito de Eugenia Grandet. En aquel sitio,

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transcurrían de quince años a esta parte los díasde la madre y de la hija, de abril a noviembre.El primero de este mes, se trasladaban junto a lachimenea. Aquel día y no antes, permitía Gran-det que se encendiese el fuego en la sala y lomandaba apagar el 31 de marzo, sin preocupar-se de los fríos de la primavera ni de los del oto-ño. Un braserillo alimentado con brasas proce-dentes de la cocina que la vieja Nanón, hacien-do filigranas, sustraía a sus fogones, ayudaba ala señora y a la señorita Grandet a soportar lasmañanas o las tardes excesivamente frescas delos meses de abril y de octubre. Madre e hijaremendaban toda la ropa de la casa y se consa-graban con tanta conciencia a aquella modestalabor que si Eugenia tenía ganas de bordar unagorguera para su madre, no tenía más remedioque quitar horas al sueño y engañar a su padrepara tener luz. Hacía tiempo ya que el avarodistribuía las velas a su hija y a Nanón y lomismo hacía con el pan y los artículos necesa-rios para el consumo diario.

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La gran Nanón era "quizá la única criaturahumana capaz de soportar el despotismo de suamo. Toda la ciudad envidiaba a la señora y a laseñorita Grandet. La gran Nanón, así llamada acausa de su gran estatura de cinco pies y ochopulgadas, servía a Grandet desde hacía treintay cinco años. Aunque no tenía más que sesentay cinco libras de sueldo, se la consideraba comouna de las criadas más ricas de Saumur. Dichassesenta y cinco libras acumuladas a lo largo detreinta y cinco años, le habían permitido contra-tar en la notaría de Cruchot un vitalicio de cua-tro mil libras. Tamaño resultado, fruto de laspersistentes economías de la gran Nanón, sejuzgó gigantesco. Las demás criadas, al ver co-mo Nanón se había asegurado el lían para suvejez, la envidiaban de

firme sin reparar en la dura servidumbre aque tuvo que someterse para lograrlo. A losveintidós años, la infeliz no se había podidocolocar en parte alguna por culpa de su cara,tenida por repugnante; y a fe que en esta apre-

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ciación había injusticia; su cara, puesta sobre loshombros de un granadero, hubiera parecido deperlas; es evidente que en este mundo todo escuestión de oportunidad. Obligada a dejar uncortijo incendiado en que guardaba vacas, fuesea Saumur para buscar casa donde ponerse aservir, sostenida por un ánimo robusto y aprueba de desaires. En aquel entonces, el señorGrandet pensaba ya en casarse y quería organi-zar su casa. Echó pronto el ojo a aquella mucha-cha ante la que se cerraban una tras otra todaslas puertas. En, su calidad de tonelero, Grandetsabía apreciar la fuerza física y adivinó en se-guida todo el partido que podría sacar de unHércules femenino, montada sobre sus extre-midades como un roble de sesenta años sobresus raíces, de caderas robustas, de espalda cua-drada, con manos de carretero, una probidad atoda prueba y una virtud intacta. Ni las verru-gas que adornaban aquel rostro marcial, ni sucolor de ladrillo, ni sus brazos nervudos, ni susharapos espantaron al tonelero que se encon-

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traba aún en la edad en que el corazón puedeestremecerse. Vistió a la muchacha, la calzó, laalimentó le señaló un sueldo y la tomó a su ser-vicio sin atropellarla en demasía. Al verse aco-gida de aquel modo, la pobre Nanón lloró dealegría, tomó de veras ley al tonelero que nodejó, por ello de explotarla feudalmente. Todolo hacía Nanón; la cocina y las coladas; iba alavar la ropa al Loira y la cargaba sobre sushombros; se levantaba con el día, se acostabatarde; hacía comida para todos los trabajadoresdurante la vendimia; vigilaba el ir y venir de lasportadoras; defendía, como perro fiel, los inter-eses de su dueño al que, llena de una confianza

sin límites, obedecía en sus fantasías más ex-travagantes. En el famoso año de 1811, cuyacosecha costó desvelos sin cuento, Grandet re-solvió regalar a Nanón su viejo reloj y éste fueel único obsequio que le hizo en veinte años deservicios. Digamos para ser exactos que tam-bién le transfería sus zapatos viejos, que le ibanbien; se los transfería en tal estado que no hay

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manera de incluirlos en el capítulo de la muni-ficencia. La necesidad tornó tan avara a la po-bre muchacha que Grandet acabó por quererlacomo a un perro, y Nanón se dejó poner uncollar erizado de puntas, cuyos pinchazos ya nola molestaban. No se quejaba de que Grandet lecortase el pan con un exceso de parsimonia;beneficiábase alegremente de los saludablesefectos del severo régimen de aquella casa, enque jamás había enfermos.

Por lo demás, Nanón formaba parte de la fa-milia; reía cuando reía Grandet; con él se entris-tecía, con él trabajaba, con él sentía el frío y elcalor. ¡Qué agradables compensaciones hallabaen esta igualdad! El dueño no había echadojamás en cara a la sirvienta los albérchigos, nilos melocotones de viña, ni las ciruelas, ni losgriñones que comía al pie del árbol.

––Hártate, Nanón ––le decía en los años quelas ramas se doblaban bajo el peso de la fruta y

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que los colonos no tenían más remedio que dár-sela a los cerdos.

Para una muchacha del campo que en su ju-ventud no había recogido más que insultos ydesprecios, para una infeliz aceptada por cari-dad, la risa equívoca del tío Grandet era unverdadero rayó de sol. Por otra parte, el cora-zón sencillo y la cabeza angosta de Nanón sólopondrían contener un sentimiento y una idea.Había cumplido treinta y cinco años y aún seveía llegando al obrador del señor Grandet,descalza, harapienta y seguía oyendo al tonele-ro que le decía: "¿Qué se te ofrece, chiquilla?", ysu agradecimiento se conservaba fresco y jovencomo el primer día. Alguna vez pasaba por lacabeza de Grandet la idea de que aquella pobremuchacha no había oído nunca una palabrahalagüeña, que ignoraba los sentimientos tier-nos que puede inspirar una mujer, y que podíacomparecer ante Dios más casta que la mismaVirgen María; entonces, movido a piedad, lamiraba y decía:

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-¡La pobre Nanón!

Semejante exclamación obtenía siempre unamirada indefinible de la vieja criada. Repetidade vez en cuando, iba formando, a lo largo delos años una cadena de amistad in-interrumpida, cada frase conmiserativa era uneslabón de la cadena. Aquella piedad, puesta enel corazón de Grandet y aceptada con gratitudpor la vieja criada, tenía algo de horrible. Atrozpiedad de avaro, causaba mil placeres al cora-zón del viejo tonelero y era para Nanón su lotede felicidad. Otros pudieron como Grandetexclamar: "¡Pobre Nanón!" Pero Dios reconoce asus ángeles por la inflexión de sus voces y desus misteriosos lamentos. En muchas casas deSaumur las criadas estaban mejor tratadas, perono por eso demostraban el menor–– cariño a losamos. De donde nació esta otra frase: "¿Qué ledan los Grandet a Nanón, para tenerla tan adic-ta? Al fuego se echaría por ellos." Su cocina,cuyas ventanas enrejadas daban al patio, estabasiempre limpia, ordenada, fría; era una verda-

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dera cocina de avaro en que no hay des-perdicios. Cuando Nanón había lavado la vaji-lla, puesto a buen recaudo los restos de la co-mida, apagado el fuego, salía de la cocina, sepa-rada del comedor por un corredor, y se ponía ahilar junto a sus amos. Una sola luz bastaba atoda la familia para la velada. Dormía la sir-vienta en el fondo de dicho corredor, en un chi-ribitil sin más claridad que la que le llegaba porla puerta. Su robusta salud le permitía habitarsin daño aquella especie de hoyo, desde

donde podía oír el ruido más leve a través delprofundo silencio que reinaba día y noche en lacasa. Le tocaba dormir como un perro guardián,atento el oído, cerrado un solo ojo con sueñoque casi era vigilia:

La descripción de las demás dependencias dela casa se desprenderá de los sucesos de estahistoria; aunque ya el diseño que hemos hechodel comedor, concentración de todo el lujo del

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ajuar, permite entrever la desnudez de los pisossuperiores.

En 1819, al principio de la velada, a mediadosde noviembre, Nanón encendió por primeravez el fuego. Había hecho un otoño delicioso.Aquel día era festivo y muy señalado para loscruchotistas y los grassinistas. Los contendien-tes se aprestaban a comparecer, armados de to-das armas, y a enfrentarse en el comedor en unduelo de zalemas y de pruebas de afecto. Por lamañana, todo Saumur había podido ver a lasGrandet, madre e hija, acompañadas de Nanón,dirigirse a la parroquia para oír misa; y nadiedejó de recordar que aquel día era el cum-pleaños de la señorita Eugenia. Calculando lahora en que aproximadamente terminaría lacomida, maese Cruchot, el padre Cruchot y elseñor C. de Bonfons hacían lo posible por llegarantes que los Grassins para felicitar a la señoritaGrandet. Los tres le llevaban sendos ramos co-gidos en. sus invernaderos. Los tallos de lasflores que ofrecía el presidente estaban ingenio-

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samente envueltos en una cinta de satén blancocon fleco de oro. Por la mañana, siguiendo sucostumbre tanto para la fiesta onomástica comopara el aniversario, el señor Grandet, había idoa sorprender a su hija antes que se levantase yle había ofrecido su regalo paternal, consistente,desde hacía trece años, en una curiosa monedade oro La señora Grandet solía regalar a su hijaun vestido de invierno o de verano, según con-venía. Los dos vestidos, las monedas de oro quérecogía por Año Nuevo

y por el santo de su padre, constituían unarenta de cien escudos y Grandet disfrutabaviendo cómo la iba acumulando. ¿No era comotrasladar el dinero de un bolsillo a otro y culti-var con mimo la avaricia de su heredera, a laque de vez en cuando pedía cuentas a su tesoro,alimentado en otro tiempo con las dádivas delos Bertellière?

––Será tu doceno de boda ––le decía .Grandet.

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El doceno es una antigua costumbre que seconserva aún con veneración en el centro deFrancia. En Borril, en Anjou, cuando una chicase casa, su familia o la del marido debe darleuna bolsa en la que, según las fortunas, haydoce piezas o doce centenares de piezas de pla-ta o de oro. No hay pastora, por pobre que sea,que se case sin su doceno, aunque sólo sea deperras gordas. Se habla todavía en Issoudun deldoceno ofrecido a no sé qué rica heredera queestaba compuesto por ciento cuarenta y cuatroportuguesas de oro. El papa Clemente VII, tíode Catalina de Médicis, al casarla con EnriqueII, le regaló una docena de medallas de oro an-tiguas de gran valor.

Durante la comida, el padre, henchido de go-zo al ver a su hija embellecida por el traje nue-vo, exclamó:

––¡Ya que es el santo de Eugenia, encendamosfuego! Eso nos traerá suerte.

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––Como si lo viera, la señorita se casará de-ntro del año ––––dio Nanón retirando los restosde un ganso, que es, como si dijésemos, el fai-sán de los toneleros.

––No veo en Saumur partido que le convenga––respondió la señora Grandet, mirando a sumarido con timidez, lo que, dada su edad, acu-saba bien a las claras el estado de servidumbreconyugal en que se hallaba sumida.

Grandet contempló a su hija y exclamó albo-rozadamente:

––La nena cumple hoy veintitrés años y esjusto que empecemos a ocuparnos de ella.

Madre e hija cruzaron en silencio una miradade inteligencia.

La señora Grandet era una mujer flaca y enju-ta, amarilla como un membrillo, torpe, lenta;una de esas mujeres que parecen haber nacidopara la sujeción. Era huesuda, tenía la narizgrande, la frente grande, los ojos grandes, y de

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buenas a primeras ofrecía un vago parecido conesos frutos algodonosos que no tienen olor nisabor. Escasos y negros eran sus dientes, la bocarodeada de arrugas, la barbilla en forma dechancleta. Era una buena mujer, una verdaderaBertelliere. Cruchot se las arreglaba para decirlede vez en cuando que no había estado del todomal y ella se lo creía. Su dulzura angélica, suresignación de insecto martirizado por una par-tida de chiquillos, su ánimo inalterable, su buencorazón, su insólita piedad, le captaban el res-peto y la simpatía de todos. Su marido no ledaba nunca más de seis francos juntos para losgastos menudos. Podía pasar por rica, ya quecon su dote y las herencias que le habían co-rrespondido, aportó más de trescientos milfrancos al señor Grandet, pero se sintió siempretan profundamente humillada de una depen-dencia y de un ilotismo contra los cuales labondad de su alma le impedía rebelarse, quejamás había osado pedir un céntimo, ni hacer lamenor observación sobre las escrituras que

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maese Cruchot sometía a su firma. De la com-binación de aquella altivez tonta y secreta conla nobleza de su alma ignorada y constante-mente herida por Grandet nacía su conducta.Vestía siempre con un traje de levantina verdo-sa que se había acostumbrado a hacer durarcerca de un año; ceñía el busto con una pañoletade algodón blanco, se tocaba con un sombrerode paja cosida, y llevaba casi siempre un delan-tal de tafetán negro. Como salía poco, apenasgastaba los zapatos. Nada quería para sí. Hastatal punto que Grandet, a veces, dándose cuentadel tiempo que hacía que no le daba seis francosa su mujer, al vender las cosechas estipulabasiempre una prima en su beneficio. Los cuatro ocinco luises que en este concepto recogía delholandés o del belga que le compraba la uva yque Grandet entregaba a su mujer formaban laparte más saneada de sus ingresos anuales. Pe-ro, después de haberle entregado los cinco lui-ses, Grandet solía decirle como si su bolsa fuesecomún: ',¿Me ,podrías prestar algunas perras?',

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y la pobre mujer, dichosa de poder hacer algo.

por el hombre que su confesor le presentabacomo su amo y señor, le devolvía durante elcurso del invierno, algunos escudos del fondode las primas. Cuando Grandet sacaba del bol-sillo la pieza de cien sueldos que cada mes des-tinaba a su hija para los pequeños gastos, hilo,agujas y tocado, no olvidaba nunca, después deabrocharse el bolsillo, de decir a su esposa:

––¿Y tú, madre, no necesitas nada?

––Amigo mío ––contestaba la señora Grandet,movida por un sentimiento de dignidad mater-nal––, ya veremos, ya veremos.

––¡Sublimidad perdida! Grandet se, creía muygeneroso para con su mujer. Los filósofos quedan con seres como Nanón, la señora Grandet,Eugenia, ¿no pueden suponer con razón que laironía forma el fondo del carácter de la Provi-dencia? Después de aquella comida en que, porprimera vez, se hizo alusión al casamiento deEugenia, Nanón fue a buscara una botella de

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caris a la habitación del señor Grandet y al vol-ver por poco se cae.

––¡Animalote ––le dijo su dueño––, a ver Nitú vas a caer como otra cualquiera!

––Señor, la culpa es de ese escalón, que no seaguanta.

––Tienes razón ––––dijo la señora Grandet––.Hace tiempo que des biste mandarlo reparar.Ayer mismo, Eugenia por poco se tuerce el pie.

––––Vamos ––dijo Grandet a Nanón, al verque había palidecido––, ya que es el cumplea-ños de Eugenia y que estuviste a punto de caer,toma un vasito de casis para reponerte.

––A fe que me lo he ganado ––dijo Nanón––.En mi lugar, cuántas habrían roto la botella;pero yo ante me rompo el codo.

––¡La pobre Nanón! ––––dijo el señor Grandetescaciándole el casis. ––––¿Te has hecho daño?––le preguntó Eugenia mirándola con interés.

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––No, porque me retuve a fuerza de contraerlos riñones.

¡Vaya, por Dios! Ya que es el cumpleaños deEugenia ––––dijo Grandet––, os voy a arreglarese peldaño. Veo que no sabéis poner el pie enla parte que aún se aguanta firme.

Tomó Grandet la vela, dejó a su mujer, a suhija y a la criada sin más luz que el resplandorde la chimenea, y se fue a su horno de cocer pana buscar tablas, clavos y herramientas.

––¿Quiere que le ayude? ––le gritó Nanón,oyéndole golpear en la escalera.

––¡No, no! Yo me basto ––respondió el ex to-nelero.

En el momento en que Grandet con sus pro-pias manos, reparaba la escalera carcomida, ysilbaba con toda su alma en recuerdo de susaños juveniles, los tres Cruchot llamaron a lapuerta.

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––¿Es usted, señor Cruchot? ––1e preguntóNanón por la rejilla. ––Sí ––contestó el presi-dente. Nanón abrió la puerta, y el resplandordel hogar que se reflejaba en la bóveda, permi-tió que los tres Cruchot hallasen la puerta delcomedor.

––¡Al} qué galantes son ustedes!

––les dijo Nanón al respirar el aroma de lasflores.

––¡Perdónenme! ––gritó Grandet al reconocerla voz de sus amigos––, ¡voy con ustedes enseguida! Me pillan en mala postura; estoyechando un remiendo a la escalera.

––––No se interrumpa, señor Grandet. Cadauno es rey de su casa ––dijo el presidente.

La señora y la señorita Grandet se levantaron.El presidente, aprovechando la oscuridad, dijoa Eugenia:

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––¿Me permite usted, señorita, que le desee,hoy que acaba de nacer, una serie interminablede años felices y la persistencia de la salud deque está gozando?

Y así diciendo le ofreció un ramo de flores ra-ras en Saumur; luego, apretando a la herederapor los codos, la besó en ambos lados del cuellocon una complacencia que hizo ruborizar a Eu-genia. Era así como el presidente, que parecíaun enorme clavo mohoso, entendía hacerle lacorte.

––Adelante, adelante ––dijo Grandet quehabía terminado su faena––. Amigo presidente,¡qué expresivo está usted los días de fiesta!

––¡Ah!, con la señorita ––respondió el padreCruchot, blandiendo su ramo––, creo que todoslos días del año serían de fiesta para mi sobrino.

El cura besó la mano de Eugenia. Maese Cru-chot, por su parte, besó a la muchacha en lasmejillas y dijo:

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––––¡Cómo nos empujan! Cada año doce me-ses.

Al poner la vela ante el reloj, Grandet, queprolongaba las bromas y, si le parecían chisto-sas, las repetía hasta la saciedad, dijo:

––¡Ya que es el cumpleaños de Eugenia, en-cendamos los candelabros!

Desmontó cuidadosamente los brazos de loscandelabros, puso su arandela en cada pedestal,tomó de manos de Nanón una vela nueva concontera de papel, la metió en

el agujero, la aseguro, la encendió, y fue asentarse al lado de su mujer, mirando alternati-vamente a sus amigos, a su hija y a sus dos ve-las. El Cruchot, hombrecillo regordete, con unapeluca roja y aplastada, con cara de jugadoravieja, dijo adelantando sus pies calzados conrecios zapatones con broches de plata:

––¿No han venido los Grassins? ––Todavía no––dijo Grandet. ––Pero, vendrán, ¿'verdad? ––

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dijo el viejo notario haciendo muecas con sucara más agujereada que una espumadera.

––Así lo espero ––respondió la señora Gran-det.

––¿Terminó usted la vendimia? ––le preguntóa Grandet el presidente Bonfons.

––¡En todas partes! ––le respondió el viejo vi-ñador, levantándose para pasear de un lado aotro de la sala, dilatando el pecho en un movi-miento de orgullo que subrayaba su frase: ¡entodas partes!

A través de la puerta del corredor que condu-cía a la cocina vio entonces a Nanón, sentadajunto al fuego, con una vela encendida y prepa-rándose a hilar allí, por no mezclarse a la con-versación.

––Nanón ––le dijo dando unos pasos en el co-rredor––, ¿quieres apagar esa luz y venirte connosotros? Demonte, la sala es bastante espacio-sa para que quepamos todos.

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––Pero el señor tendrá visitas de rumbo.

––¿No vales tú tanto como ellos? Salieron deuna costilla de Adán ni más ni menos que tú.

Grandet volvió hasta donde estaba el presi-dente y le preguntó: ––¿Vendió usted su cose-cha? ––No, la guardo. Si hoy el vino es bueno,más lo será dentro de un par de años, Ustedsabe que los propietarios se han juramentadopara mantener los precios convenidos, y lo quees este año los belgas no nos hacen la ley. Quese vayan sin comprar, si quieren, ¡ya volverán!

pero aguantémonos firmes ––dijo Grandetcon un tono que hizo estremecer al presidente."¿Estará en el ajo?", pensó Cruchot.

En aquel momento, un martillazo del picapor-te anunció la familia Grassins y su llegada inte-rrumpió la conversación iniciada entre la se-ñora Grandet y el cura.

Era la señora Grassins una de esas mujeresmenudas vivarachas, rollizas, blancas y sonro-

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sadas, que, gracias al régimen claustral de laprovincia y a los hábitos–– de una vida virtuosa,se conservan jóvenes à los cuarenta años. Soncomo ciertas rosas tardías, cuya vista deleita losojos, pero cuyos pétalos tienen una especie defrialdad y cuyo perfume se debilita por momen-tos. Se vestía con bastante gusto, mandaba ve-nir sus trajes de París, daba el tono a la ciudadde Saumur y celebraba reuniones. Su marido,ex sargento de la guardia imperial, herido gra-vemente en Austerlitz, conservaba, a pesar desu consideración para Grandet, la aparentefranqueza de los militares.

––Buenas noches, Grandet ––le dijo al viña-dor, tendiéndole la mano y afectando una espe-cie de superioridad con que siempre aplastaba alos Cruchot––. Señorita ––agregó, dirigiéndosea Eugenia, después de saludar a la señoraGrandet––, será usted siempre tan guapa y tanjuiciosa que uno no sabe qué desearle más.

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Luego, tomándola de manos de un criado, leofreció una caja que contenía un brezo de ElCabo, flor recién importada a Europa y todavíamuy rara.

La señora de Grassins, besó cariñosamente aEugenia, le estrechó la mano y le dijo:

––Adolfo es el encargado de ofrecerte mi pe-queño obsequio. Un muchacho alto, pálido, yrubio, de modales bastante distinguidos, tímidoen apariencia, pero que acababa de gastar enParís, donde

cursaba la carrera de Derecho, ocho o diez milfrancos sobre los de su pensión, se adelantóhacia Eugenia, la besó en ambas mejillas, y leofreció un estuche de costura en que todos losutensilios eran de plata sobredorada, verdaderabaratija a pesar del escudo en que las inicialesgóticas E. G., bastante bien grabadas, pudiesenhacer creer otra cosa. Al abrirla, tuvo Eugeniauna de esas alegrías inesperadas y cumplidasque hacen enrojecer y temblar a las muchachas.

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Volvió los ojos hacia su padre, como para con-sultarle si debía aceptar: el señor Grandet ledijo:

––Tómalo, hija mía ––con una entonación quehubiese consagrado a un actor. Los tres Cruchotquedaron estupefactos al ver la mirada gozosay animada que la linda heredera, a quien tama-ñas riquezas parecían increíbles, lanzó sobreAdolfo de Grássins.

El señor de Grassins ofreció a Grandet unpolvo de rapé, tomó otro para sí, sacudió losgranitos que habían caído sobre la cinta de laLegión de Honor prendida al ojal de su trajeazul, miró luego a los Cruchot con un aire queparecía decir: "¡Paren ustedes ese golpe!". Laseñora de Grassins posó la vista en los búcarosazules en que se habían puesto los ramos de losCruchot, buscando sus regalos con la buena fefingida de una mujer burlona. En aquella deli-cada coyuntura, el padre Cruchot dejó que losreunidos se sentasen en el círculo delante del

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fuego y se fue a pasear al fondo de la sala conGrandet. Cuando los dos viejos se hallaronfrente a la ventana, en el punto más distante delas Grassins:

––Esa gente ––dijo el cura al oído del avaro ––tiran el dinero por la ventana.

––¿Qué importa, mientras venga a parar a mibodega? ––replicó el ex tonelero.

––Si usted quisiese obsequiar a su

hija con tijeras de oro,' medios tendría paraello ––dijo el cura.

––Le doy algo mejor que tijeras ––respondióGrandet.

"Mi sobrino es un alma de cántaro", pensó elclérigo, mirando al presidente, cuya cabezadesgreñada acentuaba el mal talante de su ros-tro moreno––. ¿A que no se le ocurre una solatontería con gracia?''

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––Vamos a organizar la partida de la señoraGrandet ––dijo la señora de Grassins.

––Ya que es el cumpleaños de Eugenia,hagan, una gran partida de lotería y estos chi-cos también podrán jugar.

Y el ex tonelero, que no jugaba nunca, señalóa su hija y a Adolfo. ––Anda, Nanón, pon lasmesas. ––La vamos a ayudar, Nanón, ––––exclamó la señora de Grassins, contenta de verla alegría que había causado a Eugenia.

––En mi vida he recibido un regalo que megustara tanto ––dijo la heredera. Es una precio-sidad.

––Es Adolfo quien lo ha traído de París y loha escogido él mismo ––le susurró la señora deGrassins al oído.

"¡Dale que te dale, grandísima lagartona! ––sedecía el presidente––. ¡Lo que es si algún día, túo tu marido, tenéis algún pleito, os va a costarganarlo!"

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El notario, sentado en una esquina, miraba alcura con placidez y se decía:

"Los Grassins, pueden intrigar cuanto quie-ren; mi fortuna, la de mi hermano y la de misobrino, suman un millón cien mil francos. LosGrassins no llegan a reunir ni la mitad y, ade-más, tienen una hija. ¡Que no se componganpues! La heredera y los regalos, todo vendrápara casa un día u otro."

A las ocho y media funcionaban dos mesas dejuego. La linda señora de Grassins había conse-guido colocar a su hijo al lado de Eugenia. Losactores de aquella escena, vulgar en apariencia,pero en realidad

llena de interés, provistos de cartones llenosde cifras y de colores con sus fichas de cristalazul, parecían prestar atención a los chistes delviejo notario, que para cada número que sacabatenía una ocurrencia; pero todos pensaban enlos millones de Grandet. El viejo tonelero con-templaba vanidosamente las plumas color de

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rosa y el flamante atavío de la señora de Gras-sins, la cabeza marcial del banquero, la deAdolfo, al presidente, al clérigo, al notario, ydecíase para sus adentras:

"Están aquí por mis escudos. Vienen a abu-rrirse por mi hija. ¡Al demontre todos juntos!Mi hija no será para unos ni para otros y entretanto, todos me están sirviendo de anzuelo parapescar."

Aquella alegría familiar en el salón gris malalumbrado por dos velas; aquellas risas acom-pañadas por el ruido de la rueca de Nanón yque sólo eran sinceras en los labios de Eugeniay de su madre; tanta pequeñez unida a tangrandes intereses; la pobre muchacha que, se-mejante a ciertos pájaros, víctimas del elevadoprecio que les asignan y que ellos ignoran, sehallaba acosada, colmada de falsas pruebas deafecto; todo contribuía a dar a la escena un tris-te acento cómico. ¿Por ventura tiene la menornovedad? ¿No es una escena de todos los tiem-

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pos y de todos los lugares, sólo que reducida asu más simple expresión? La figura de Grandetdedicado a explotar la fingida devoción de lasdos familias y sacarles todo el jugo posible,dominaba aquel drama y le alumbraba con vi-vísima claridad. El dios Dinero, el único diosmoderno, aparecía allí con todo su poder. A losdulces sentimientos de la vida no les quedabamás que un lugar subalterno; sólo hallaban asi-lo en tres corazones puros: el de Nanón, el deEugenia y el de su madre. ¡Cuánta ignorancia,para preservar su ingenuidad! Eugenia y sumadre no sabían nada de la fortuna de Grandet;juzgaban de la vida a la luz de sus pálidasideas; no apreciaban ni despreciaban el dinero afuerza de estar acostumbradas a prescindir deél. Sus sentimientos, heridos sin que ellas mis-mas lo advirtiesen, pero vivaces, así como elsecreto de sus existencias, las convertía en algoaparte de aquellas gentes cuya vida era pura-mente material. ¡Horrible condición la delhombre! No hay una sola de sus dichas que no

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esté. edificada sobre una ignorancia. En el mo-mento en que la señora Grandet ganaba un lotede diecisiete sueldos, el mayor que se habíaapostado en aquella sala, y que la gran Nanónreía feliz, viendo como su señora embolsabasemejante suma, sonó el picaporte con tal vio-lencia que las mujeres se sobresaltaron.

––No es de Saumur la persona que llama deeste modo ––dijo el notario.

––¡Ave María purísima, qué manera de gol-pear! ––dijo Nanón––. ¿Querrán romper lapuerta?

––¿Quién diablos será? ––exclamó Grandet.

Nanón tomó una de las velas y fue a abrir,acompañada de su amo.

––¡Grandet! ¡Grandet! ––gritó su mujer que,movida por un vago sentimiento de miedo seabalanzó hacia la puerta de la sala.

Todos los jugadores la miraron.

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–– ¿Y si fuésemos también nosotros? ––dijo elseñor de Grassins––. Ese martillazo me da malaespina. Granssis tuvo apenas tiempo dé vis-lumbrar la cara de un joven, acompañado delmozo de las mensajerías, que llevaba dos baúlesenormes y arrastraba unos sacos de mano.Grandet se, volvió bruscamente hacia su mujery le dijo:

–– Señora Grandet, vuelva usted a su juego.Deje que yo me entienda con el señor.

Y a renglón seguido cerró con fuerza la puertade la sala donde los invitados volvieron a ocu-par sus puestos; pero no a continuar la partida.

––¿Es alguien de Saumur? ––preguntó la se-ñora de Grassins a su marido.

––No, es un viajero.

––Sólo puede venir de París.

––Así es ––intervino el notario consultando sureloj de dos dedos de grueso que parecía un

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barco holandés––. Son las nueve. ¡Caramba conla diligencia. del Despacho Grande! Ni un díallega con retraso.

––¿Es joven el señor que ha llegado? ––preguntó el padre Cruchot.

––Sí ––contestó Grassins––. Y trae un equipajeque por lo menos pesa trescientos kilos.

––Nanón, no vuelve ––observó Eugenia.

––No puede ser más que algún pariente deustedes ––dijo el presidente.

––Hagamos las puestas ––exclamó suavemen-te la señora de Grandet––. Por las voz he cono-cido que el señor Grandet estaba contrariado;tal vez le disguste, si nota que nos estamosocupando de sus asuntos.

––Señorita ––dijo Adolfo a su vecina––. Segu-ramente es su primo Grandet. Un guapo chicoque vi en el baile del señor de Nucingen.

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Adolfo no siguió. Su madre le había dado unpisotón y, en seguida, haciendo ver que le pedíaun par de sueldos para su apuesta, le dijo aloído:

––¿Quieres callar, majadero?

En aquel momento Grandet volvió a entrarsin Nanón, cuyos pasos y los del mozo resona-ron en la escalera, le seguía el viajero que hastatal punto había excitado la curiosidad y pre-ocupado las imaginaciones de los presentes. Sullegada podía compararse a la de un caracol enuna colmena, o a la entrada de un pavo real enun gallinero del pueblo.

––Siéntese usted junto al fuego ––le dijoGrandet.

Antes de obedecer, el recién llegado saludócon mucho donaire a los reunidos. Los hombresse levantaron para corresponder mediante anacortés inclinación y las mujeres hicieron unareverencia ceremoniosa.

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––Seguramente ha cogido usted frío ––le dijola señora Grandet––. ¿Llega usted de . . . ?

––¡Mujeres habían de ser! ––––dijo el tonelero,suspendiendo la lectura de una carta que teníaen la mano––; dejen que el señor descanse enpaz.

––Pero, papá, tal vez este caballero necesitaalgo ––insinuó Eugenia. ––Tiene lengua parapedirlo ––replico severamente el viñador.

La escena no sorprendió más que al descono-cido. Los demás estaban acostumbrados a lasmaneras despóticas del viejo. No obstante, unavez cruzadas aquellas dos preguntas y aquellasdos respuestas, el desconocido se levantó, vol-vió la espalda al fuego, levantó uno de sus piespara calentar la suela de su bota, y dijo a Euge-nia:

––Gracias, primita, he comido en Tours. ––Yagregó, mirando a Grandet––: No necesito na-da; no estoy fatigado siquiera.

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––¿El señor viene de la capital? ––preguntó laseñora de Grassins. Carlos, que así se llamaba elhijo del señor Grandet, de París, al oír la pre-gunta tomó un monóculo que pendía de su cue-llo, mediante una cadena, le aplicó a su ojo de-recho para examinar lo que había sobre la mesay las personas que estaban sentadas a su alre-dedor; detúvose con impertinencia en la señorade Grassins y, después de haberse hecho cargode todo, le dijo:

––Sí señora. ––Y agregó dirigiéndose a la se-ñora Grandet––. Están ustedes jugando a lalotería; háganme el favor de continuar la parti-da; es demasiado divertido para que la dejen .

"Estaba segura de que era el primo", pensó laseñora de Grassins, lanzándole miraditas deinspección.

––Cuarenta y siete ––gritó el viejo sacerdote––. Marque usted, señora de Grassins. ¿No es éstesu número?

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El señor de Grassins puso una ficha sobre elcartón de su mujer que, invadida por tristes pre-sentimientos, observó alternativamente a Euge-nia y al primito de París, sin pensar en la lote-ría. De vez en cuando, la joven heredera dirigíamiradas furtivas a su primo, y la mujer delbanquero se dio cuenta del crescendo de sorpre-sa y de curiosidad que revelaban,

Carlos Grandet, guapo muchacho de veinti-dós años, producía en aquel momento un sin-gular contraste con los buenos provincianosque quien más quien menos se sentían indig-nados por aquellos aristocráticos modales queestudiaban todos con disimulo para poder des-pués caricaturizarlos a su sabor. Esto exige unaexplicación. A los veintidós años, los jóvenesestán aun demasiado cerca de la infancia para.abandonarse a las puerilidades. De modo queentre cien jóvenes de su edad encontraríamos lomenos noventa y nueve que, en su caso, sehabrían portado exactamente como acababa deportarse Carlos Grandet.

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Unos días antes de aquella velada, su padre lehabía dicho que fuese a pasar unos meses encasa de su hermano de Saumur. Quién sabe si elseñor Grandet, de París, pensaba en Eugenia.Carlos, que por primera vez caía en provincias,se propuso mostrar la superioridad de un jovena la moda, despertar a todo el distrito con elespectáculo de su lujo, marcar época en los ana-les de la ciudad, ser el embajador de las inven-ciones parisienses. En fin, para decirlo en unafrase, Carlos quería pasar más tiempo enSaumur que en París cepillándose las uñas, pre-tendía presentarse con ese exceso de afectaciónque a veces el verdadero elegante desdeña enfavor de un cierto abandono no exento de gra-cia. Carlos llevaba en su equipaje el más lindotraje de caza, la escopeta más bonita, el cuchillamás caprichoso, la vaina más historiada quehabía encontrado en todo París. Llevaba tam-bién una colección de chalecos a cuál más inge-nioso, los había grises, blancos, negros, color deescarabajo, con reflejos de oro, bordados, de

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chiné, con chal o con cuello parado, de cuellovuelto, abrochados hasta arriba, con botonadu-ra de oro. No era menos variado su surtido decorbatas y de cuellos. Iba provisto igualmentede dos fracs de Buisson y su ropa blanca nopodía ser más fina. No le faltaba su estuche deaseo, todo de oro, regalo de su madre, ni susperifollos de dandy, entre los cuales destacabauna encantadora escribanía que le había ofreci-do la mujer más amada del mundo para él, porlo menos una gran señora a la que daba elnombre de Anita y que, a estas horas viajabamarital y aburridamente por Escocia, víctimade ciertas sospechas a las que no tenía más re-medio que sacrificar momentáneamente su feli-cidad. No menos encantador era el papel quellevaba para escribir una carta cada quince días.Redondeaba el equipaje un verdadero carga-mento de baratijas parisienses, todo el reperto-rio, desde la fusta que sirve para iniciar un due-lo hasta el par de pistolas cinceladas que le po-nen fin, no faltaba uno solo de los aperos de

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labranza con que un joven desocupado ara elcampo de la existencia.

Como su padre le había recomendado queviajase modestamente, había venido en el cupéde la diligencia alquilado para él solo, contentode no estropear a deshora un delicioso coche deviaje que había comprado para ir al encuentrode su Anita, la gran señora que . . . etcétera, conla que tenía que reunirse en junio próximo enlos baños de Baden. Carlos suponía que en casade su tío iba a encontrar un centenar de perso-nas, cazar a caballo en los bosques de su tío,llevar en fin la vida que es costumbre en loscastillos; no esperaba encontrarlo en Saumur,donde si preguntó por él fue para que le indica-sen el camino de Froidfond; pero cuando ledijeron qué estaba en la ciudad, imaginó que loencontraría instalado en un palacio. Para causaruna primera impresión halagüeña, había esme-rado su atavío de viaje y no lo hubo más senci-llo ni más refinado, ni más elegante, ni másadorable para usar la palabra que en aquella

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época compendiaba todas las perfecciones deuna cosa o de una persona. En Tours, un pelu-quero había cuidado de rizarle su hermoso ca-bello castaño; habíase cambiado la ropa blancay puesto una corbata de satén negro, com-binada con un cuello redondo que enmarcabaagradablemente su rostro blanco y risueño. Unalevita de viaje, a medio abrochar le ceñía el talley dejaba ver un chaleco de cachemira con chal,bajo el que apuntaba un segundo chaleco blan-co. Su reloj abandonado negligentemente en unbolsillo estaba unido por una corta cadena deoro a uno de los ojales. El pantalón gris ibaabrochado sobre los lados y sus costuras esta-ban adornadas con bordados. Manejaba consoltura un bastón cuyo puño de oro no empa-ñaba la nitidez de sus guantes grises. Su gorraera del mejor gusto. Sólo un parisiense, y un,parisiense de la clase más alta, podía compo-nerse de aquel modo sin parecer ridículo, y con-ferir una especie de armonía a todas aquellasfutesas, sostenidas, eso sí, por un ademán ga-

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llardo, por el ademán de un joven que posee unpar de pistolas de lujo, buena puntería, y porañadidura, a Anita. Ahora si quieren ustedeshacerse completo cargo de la sorpresa res-pectiva de los saumurenses y del parisiense,apreciar de veras el resplandor que la eleganciadel viajero arrojaba en medio de las sombrasgrises de la sala y de las figuras que integrabanel cuadro de familia, prueben de representarsea los Cruchot. Los tres tomaban rapé, y ya no seocupaban hacía rato de sacudirse las motitasnegras que cubrían las chorreras de sus camisaspardas, con cuellos arrugados y pliegues amari-llentos. Sus lacias corbatas, apenas prendidas alcuello, se les enroscaban en forma de cuerda.Como tenían una enorme cantidad de ropablanca a fin de no tener que hacer la colada másque cada seis meses, sus camisas sepultadas enel fondo de los armarios durante tanto tiempoadquirían un tinte gris, de cosa rancia. En suspersonas se daban la mano la sensibilidad conel mal gusto. Sus caras, tan ajadas como sus

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trajes raídos, tan arrugadas como sus pantalo-nes, parecían gastadas, resecas, y gesticulaban.El descuido general de los demás, cuyo atavíono era menos deslucido y reflejaba la manera deser de los provincianos que llegan insensible-mente a no vestirse ni para su recreo ni para elde los demás, y a pensarlo mucho antes decomprar otro par de guantes, ponía a los Cru-chot a cubierto de la crítica. La aversión a lamoda era el único punto en que grassinistas ycruchotistas estaban completamente de acuer-do, ¿Tomaba el parisiense su monóculo paraexaminar los singulares accesorios de la sala, lasvigas del techo, el tono de los arrimaderos o lospuntos que habían inscrito en ellos las moscas ycuyo número habría bastado para puntuar laEnciclopedia metódica y el Monitor? Ya tienenustedes a todos los jugadores de lotería levan-tando la nariz y considerándolo con tanta cu-riosidad como si se hubiese tratado de una jira-fa.

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El señor de Grassins y su hijo, aunque sabíanlo que era un hombre a la moda, no dejaban, sinembargo, de asociarse al asombro de sus veci-nos, ya sea porque se encontraban arrastradospor el sentimiento general, ya porque lo com-partían sinceramente, diciendo a sus paisanoscon sus miradas irónicas: "¡Esa gente de París!"Por lo demás, podían todos examinar a Carlos asu sabor sin miedo de disgustar al dueño de lacasa. Grandet estaba absorto en la carta y paraleerla había tomado la única vela de la mesa,sin preocuparse de sus huéspedes ni de su jue-go. Eugenia, que no había visto nunca semejan-te perfección en el atavío ni en la persona, creíadescubrir en su primo una criatura venida almundo desde Dios sabe qué región seráfica.Respiraba con delicia los perfumados efluviosde aquella melena tan brillante, tan graciosa-mente ondulada. Le habría gustado tocar la pielsatinada de aquellos lindos guantes. Envidiabaa Carlos sus manos pequeñas, su tez, la frescuray delicadeza de sus facciones. Si es posible re-

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sumir en una imagen las impresiones que aqueljoven elegante produjo sobre una inocente mu-chacha constantemente ocupada en zurcirse lasmedias, en remendar el vestuario paterno, cuyavida se había deslizado entre aquellas cuatroparedes mugrientas, sin ver pasar por la callemás de un transeúnte por hora, diremos que lapresencia de su primo hizo surgir en su corazónlas emociones de fina voluptuosidad que cau-san a un joven las fantásticas figuras de mujerdibujadas por Westall en los admirable Keepsa-kes ingleses, grabados por los Finden con unburil tan hábil que uno tiene miedo de que unsimple soplo baste para desvanecer todas aque-llas apariciones celestes. Carlos sacóse del bolsi-llo un pañuelo bordado por la gran dama queestaba viajando por Escocia. Al ver tan delicadalabor, obra' del amor en las horas perdidas porel amor, Eugenia miró a su primo para cercio-rarse de si iba realmente a usarlo. Los modalesde Carlos, sus gestos, la manera que tenía decoger el monóculo, su impertinencia afectada,

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su desprecio por el estuche que un momentoantes hiciera la felicidad de la joven heredera yque para él resultaba ridículo o sin valor; en fin,cuanto disgustaba vivamente a los Cruchot y alos Grassins, a ella le agradaba tanto que antesde dormirse estuvo largo rato soñando en aquelfénix de los primos.

Los números salían despacio, muy despacio;el juego de la lotería no tardó sin embargo endarse por terminado. Nanón entró y dijo en vozalta:

––Señora, tendrá usted que darme sábanaspara hacer las cama del señor.

La señora Grandet siguió a Nanón. Entonces,la señora Grassins dijo en voz baja:

––Recojamos los sueldos y dejemos la loteríapara mejor ocasión. Cada cual recogió sus dossueldos del plato desportillado en que los habíapuesto; en seguida la asamblea se agitó y miróhacia la chimenea.

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––¿Han acabado la partida? ––preguntóGrandet sin soltar la carta.

—Sí, sí ––dijo la señora de Grassins yendo asentarse al lado de Carlos.

Eugenia, movida por uno de esos pensamien-tos que nacen en el corazón de las muchachascuando un sentimiento se apodera de ellas porprimera vez, salió de la sala para ir a ayudar asu madre y a Nanón. Si la hubiese interrogadoun confesor hábil, es probable que habría aca-bado por confesar que no pensaba en su madreni en Nanón, sino que estaba dominada por elimperioso deseo de inspeccionar la habitaciónde su primo; quería remediar los descuidos,mejorarlo con algún detalle, hacer lo posibleporque resultase agradable y elegante. Eugeniaya se imaginaba ser la única que podía com-prender los gustos y las ideas de su primo. Yefectivamente aún llegó a tiempo para conven-cer su madre y a Nanón que se retiraban supo-niendo que todo estaba hecho, que por el con-

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trario todo estaba por hacer. Dio a Nanón laidea de calentar las sábanas con el braserillo;cubrió la mesa con un tapetito y le recomendó aNanón que no dejase de cambiarlo todas lasmañanas. Convenció a su madre de la necesi-dad de encender un buen fuego en la chimenea,y decidió a Nanón a que subiera al corredor, sinque se enterase su padre, un haz de leña. Seapresuró a retirar de uno de los aparadores quehabía en las esquinas de la sala una bandeja delaca procedente de la herencia del difunto señorde Bertillière, un vaso de cristal de seis caras,una cucharilla que había sido dorada, un frascoantiguo, en que aparecían grabados unos amor-cillos, y lo colocó triunfalmente todo encima dela chimenea. Se le habían ocurrido más ideas enun cuarto de hora que desde el día que vino almundo.

––Mamá ––dijo––, mi primo no podrá sopor-tar el mal olor de la vela de sebo. ¿Si comprá-semos una bujía . . . ?

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Y con la ligereza de un pajarillo, fue a buscaruna moneda de cien sueldos que le habían dadopara los gastos del mes:

––Toma, Nanón, y date prisa.

––Pero ¿qué dirá tu padre?

La objeción había sido pronunciada por la se-ñora Grandet al ver a su hija armada de un azu-carero de Sèvres antiguo traído por Grandet delcastillo de Froidfond.

––¿Y de dónde vas a sacar el azúcar? ¿Te hasvuelto loca?

––Mamá, Nanón podrá comprar a la vez elazúcar y la bujía.

––¿Pero y tu padre?

––¿No sería lastimoso que su sobrino no pu-diese beber un vaso de agua azucarada? Ade-más, no lo notará.

––Tu padre lo ve todo ––dijo la señora Gran-det meneando la cabeza.

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Nanón vacilaba; conocía a su amo.

––¡Pero, ve de una vez, Nanón! Para algo esmi cumpleaños. Nanón soltó una carcajada aloír la primera broma que su señorita se atrevíaa gastar en su vida y la obedeció, Mientras Eu-genia y su madre se esforzaban en embellecer elaposento destinado por el señor Grandet a susobrino, la señora de Grassins colmaba de aten-ciones a Carlos y le prodigaban las zalemas.

––Tiene usted mucho valor, caballero, ––ledecía––, para dejar 'la capital en pleno inviernoy venirse a vivir a Saumur. Pero, en fin, si no leciamos demasiado miedo, ya verá como tam-bién hay manera de divertirse.

Le dirigió una de esas miradas de provinciaen que las mujeres suelen poner tanta reserva ycircunspección como engolosinante concupis-cencia; parécense en esto a los eclesiásticos paralos que todo placer semeja hurto o pecado. Car-los se hallaba tan fuera de su centro en aquellasala, tan lejos del magnífico castillo y de la fas-

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tuosa existencia que atribuyó a su tío, que almirar atentamente a la señora de Grassins aca-bó por descubrir una borrosa imagen de lasfiguras parisienses. Correspondió amablementea la invitación que se le dirigía y entabló unaconversación en la que la señora de Grassinsbajó gradualmente la voz para ponerla en ar-monía con la naturaleza de sus confidencias.Carlos y ella sentían necesidad de confianza. Demodo que al cabo de unos momentos de agra-dable charla y de unas cuantas bromas seria-mente pronunciadas, la astuta provinciana pu-do decirle sin que los demás que hablaban devinos, como todo Saumur, tuvieran que ente-rarse:

––Caballero, si quiere usted hacernos el honorde venir a vernos, tanto a mi marido como yonos sentiremos halagadísimos. Nuestro salón esel único de Saumur en que hallará usted reuni-das a la burguesía acomodada y a la nobleza:pertenecemos a las dos sociedades que no quie-ren encontrarse más que en casa, porque allí se

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divierten. Mi marido, se lo digo a usted con or-gullo, está tan bien considerado por unos comopor otros. Le ayudaremos a soportar el aburri-miento de este destierro. ¡Si se quedase usted encasa del señor Grandet, la haría usted buena! Sutío de usted es un tacaño que sólo piensa en susmajuelos; su tía es una beata incapaz de barajardos ideas y su primita una niña tonta, sin edu-cación y sin dote, que se pasa la vida remen-dando trapos de cocina.

"Esta mujer está la mar de bien", díjose CarlosGrandet, correspondiendo a las monerías de laseñora de Grassins,,

––Me parece, esposa mía, que tú quieres aca-parar al señor ––dijo riendo el banquero grandey gordo.

Al oír esta observación, el notario y el presi-dente dijeron algunas frases más o menos mali-ciosas; pero el cura les miró con fina picardía yresumió sus pensamientos mientras tomaba un

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polvo de rapé y ofrecía su tabaquera a los de-más:

––¿Quién mejor que la señora ––dijo–– parahacer al señor los honores de Saumur?

––¡Alto ahí! ¿En qué sentido lo dice usted? ––preguntó el señor de Grassins.

––En el mejor que puede decirse, caballero,tanto para su señora como para la ciudad deSaumur, como para el señor ––agregó el astutoclérigo volviéndose hacia Carlos.

Aparentando no prestarle atención, el padreCruchot había sabido adivinar la conversaciónde Carlos y de la señora de Grassins.

––Caballero ––dijo Adolfo a Carlos esforzán-dose en fingir una soltura que no tenía ––no sési usted me recuerda; tuve el gusto de ser su visa vis en un baile que dio el barón de Nuncigen,y . . . .

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––Perfectamente, caballero ––contestó Carlos,sorprendido al verse objeto de tantas atencio-nes.

––¿El señor es su hijo? ––preguntó el forasteroa la señora de Grassins. El cura miró malicio-samente a la madre.

––Sí, señor ––respondió ésta. ––Muy joven fueusted a París ––repuso Carlos dirigiéndose aAdolfo.

––¿Qué quiero usted caballero? ––exclamó elclérigo––. Los mandamos a Babilonia acabadosde desmamar.

La señora de Grassins sondeó al cura con unamirada de incalculable profundidad.

––Hay que venir a provincias ––continuó––para encontrar mujeres de treinta y pico deaños tan lozanas como esta señora y con hijosque están a punto de licenciarse en Derecho.Aún me parece estar en aquellos días en que losjóvenes y las señoras se encaramaban en las

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sillas para verla a usted bailar, señora ––dijo eltonsurado volviéndose hacia su adversario fe-menino––. Para mí sus éxitos me parecen tanrecientes . .

"¡Maldito viejo! ––se dijo la señora de Gras-sins––. Es capaz de haberme descubierto el jue-go."

"Por lo que veo, en Saumur voy a tener unéxito fulminante", se dijo Carlos, desabrochán-dose la levita, poniendo la mano en la aberturadel chaleco y lanzando la mirada a través delespacio para imitar la actitud de lord Byron ode Chantrey.

La falta de atención del tío Grandet, o, mejordicho, la preocupación en que le había sumidola lectura de la carta, no pasó por alto al notario,ni al presidente, que trataban de deducir sucontenido a base de las imperceptibles muecasdel ex tonelero. que en aquel momento recibíade lleno la luz de la vela. Grandet mantenía aduras penas la calma que era habitual en su

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fisonomía. Por lo demás, cuesta poco imaginarcómo debía ser la expresión de un hombre quepretendía disimular el efecto de la siguientecarta:

"Hermano mío, va para veintitrés años que no noshemos vísto. Mi boda fue la ocasión de nuestro Úl-timo encuentro; después nos separamos a cuál máscontento. No podía ciertamente prever, en aquel mo-mento, que tú serías el único sostén de una familiade cuya prosperidad te felicitabas en aquel entonces.Cuando esta carta llegará a tu poder, yo habré dejadode existir. No he querido sobrevivir. a la quiebra.Hasta el último momento me he sostenido al bordedel abismo, con la esperanza de poder salvarme. Todoha sido inútil, las bancarrotas sumadas de mi agentede cambio de Roguin, mi notario, se me llevan misúltimos recursos y me dejan sin blanca. Me halo conun descubierto de cerca de cuatro millones, sin poderofrecer más de un veinticinco de activo. Mis vinosalmacenados sufren en este momento la ruinosa bajaque ha causado la cantidad y la calidad de vuestrascosechas. Donde tres días, París dirá: "El señor

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Grandet era un sinvergüenza." Yo que he sido hon-rado hasta el fin me envolveré en un sudario de in-famia. Dejo a mi hijo sin nombre y sin la fortuna desu madre. Él no sabe nada aún de lo que pasa, ¡pobrehijo idolatrado! Nos hemos despedido cariñosamente.Por suerte no ha sospechado siquiera que en esta des-pedida iban los últimos impulsos de mi vida. ¿Memaldecirá algún día? ¡Hermano, la execración de lospropios hijos es espantosa! Cuando nosotros los mal-decimos, esos aún pueden apelar; cuando son elloslos que nos maldicen su sentencia es irrevocable.Grandet, tú eres el mayor y debes protegerme; hazpor que Carlos no lance ninguna palabra amargasobre mi tumba. Hermano mío, si te escribiese conmi sangre y con mis lágrimas no habría tanto dolorcomo el que estoy poniendo en esta carta; porque sillorase, si sangrase, si estuviese muerto, ya no pade-cería más; pero padezco y miro la muerte con los ojossecos. ¡Tres desde ahora el padre de Carlos! No tieneparientes del lado materno y tú sabes por qué.

¿Por qué no habré obedecido a los prejuicios socia-les? ¿Por qué me casé con la hija natural de un gran

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señor? Carlos no tiene más familia... ¡Mi hijo, mipobre hijo...! óyeme, Grandet; yo no he venido a im-plorarte en mi provecho y, por otra parte, quizá tusbienes, no son bastante considerables para soportaruna hipoteca, de tres millones; te imploro por mihijo! Tenlo bien presente, hermano mío; mis manossuplicantes se han juntado al pensar en ti. Grandet,muero confiándote a Carlos. Por fin, miro las pis-to.'as sin pena porque se que le vas a hacer de padre.Carlos me quería de veras; he sido muy bueno con él,no le he negado nada; no me maldecirá. Tiene uncarácter suave, ya lo verás; se parece a su madre; note dará el menor disgusto. Pobre chico acostumbradoal lujo y a la abundancia no conoce ninguna de lasprivaciones a que nos condenó nuestra miserableinfancia . . . ¡Y ahora, ahí lo tienes solo y arruinado!Sí, sí; le huirán todos sus amigos y yo tendré la cul-pa de tales humillaciones. ¡Ah! ¡No tener el brazo lobastante firme para mandarlo de un solo golpe alcielo, junto a su madre. Estoy loco; vuelvo constan-temente a mi desgracia, a la desgracia de Carlos. Je lomando para que le comuniques de la mejor maneraposible mi muerte y su destino. Sé un padre para él,

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un buen padre. No lo arranques, bruscamente de suvida ociosa, porque lo matarías. Le pido de rodillasque renuncie á hacer valer los créditos que tienecontra mí en calidad de heredero de su madre. Elruego está de más: es hombre de honor y com-prenderá de sobra que no puede unirse a mis acree-dores. Haz que en tiempo oportuno renuncie a miherencia. Revélale las duras condiciones en que pormi culpa le toca arrastrar la vida y, si me guarda al-gún cariño, dile, en mi nombre que para él no estátodo perdido. En efecto, el trabajo que nos ha salvadoa ti y a mí, puede devolverle la fortuna que me llevo.Y si quiere escuchar el consejo de su padre, que porél volvería a salir un instante de la tumba, que semarche a las Indias. Hermano mío, Carlos es unmuchacho honrado y valeroso; tú le vas a prestar unpuñado de escudos que él no dejará de devolverte.¡Préstaselos, Grandet! Mira que si no va a remorder-te la conciencia. ¡Ah! ¡si mi hijo no encontrase a tulado apoyo mi cariño, yo no pararía de pedir vengan-za a Dios de tu dureza. Si hubiese podido salvaralgunos valores, se los hubiese entregado por cuentade la herencia de su madre, pero mis pagos de fin de

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mes habían absorbido todos mis recursos. No hubiesequerido morir en esta incertidumbre sobre la suertede mi hijo; habría querido escuchar de tal boca pro-mesas corroboradas por el calor de tu mano; pero eltiempo apremia. Mientras Carlos viaja, yo voy aformalizar mi balance. Procuraré probar que la bue-na f e ha presidido todos mis actos y que en mis de-sastres no hubo dolo ni fraude. ¿No es esto tambiénocuparme de Carlos? Adiós, hermano mío. Que Dioste colme con todas sus bendiciones por la generosatutela de mi hijo que te confío y que tú aceptas, estoyseguro. Una voz no dejará nunca de rogar por ti enese mundo al que todos debemos ir y en el que yo meencuentro ya,

VÍCTOR ÁNGEL GUILLERMO GRANDET"

––¿Están ustedes de palique? ––––dijo el tíoGrandet doblando la carta exactamente por losmismos dobleces y metiéndola en el bolsillo desu chaleco.

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Miró a su sobrino con un ademán humillantey temeroso que le servía de capa para cubrir suemociones y sus cálculos.

––¿Has entrado en calor? ––Perfectamente,querido tío.

––¿Y dónde se han metido las mujeres de lacasa? ––dijo el tío olvidándose ya de que susobrino dormiría bajo aquel techo.

En aquel momento volvieron Eugenia y la se-ñora Grandet.

––¿Todo está preparado en la habitación? ––les preguntó el viejo recobrando su aplomo.

––Sí, padre.

––Pues, bien, sobrino, si estás cansado, Nanónte va a conducir a tu dormitorio. ¡Ah, caramba,no es cuarto para un petimetre! Habrás de per-donar a unos pobres viñadores que no ven cua-jar un solo sueldo. ¡Las contribuciones se noscomen vivos!

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––No queremos estorbar, Grandet ––dijo elbanquero––..Sin duda tendrá usted que charlarcon su sobrino. Le darnos, pues, las buenas no-ches y hasta mañana.

Con estas palabras se levantó la sesión, cadacual saludó a su modo. El viejo notario fue abuscar su farol bajo la puerta y lo encendió enla vela, ofreciendo, a los Grassins acompañarleshasta su casa.

––¿Me hace ––usted el honor de aceptar mibrazo, señora? ––dijo el padre Cruchot a la se-ñora Grassins.

––Gracias, padre Cruchot. Aquí tengo a mihijo ––contestó secamente la dama.

––Conmigo las señoras no corren peligro décomprometerse ––dijo el cura.

––Da el brazo al padre Cruchot ––le dijo elseñor de Grassins.

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El cura remolcó a la señora con bastante cele-ridad para adelantarse a la caravana.

––Ese pollo está muy bien, señora ––le dijoapretándole el brazo––. Nuestro gozo en unpozo. Despídase usted de la señorita Eugenia;se la llevará el parisiense. A menos que el pri-mo esté enamorado de una señora de la capital,su hijo de usted va a encontrarse con un rivaldé los más . . .

––Déjese de historias, padre. Ese joven notardará en descubrir que

Eugenia es una pava, un pan sin sal. ¿La haexaminado usted bien? Esta noche estaba másamarilla que un membrillo.

––¿Quizá ya se lo ha hecho usted notar alprimito?

––No me ando con remilgos . . . ––¿Quiere es-cucharme un consejo? Póngase usted siempre allado de Eugenia, y poco tendrá que decir a ese

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joven para desacreditar a su prima; compararáy . . .

––Ya me ha prometido que pasado mañanavendría a comer a casa. ––Ah, si usted quisieseseñora... ––dijo el cura.

––¿Qué es lo que quiere usted que quiera se-ñor cura? ¿No será que me está usted dandomalos consejos? No he llegado a la edad detreinta y nueve años, con una reputación sintacha, a Dios gracias para acabar comprome-tiéndola, aunque se tratase del imperio delGran Mogol. Usted y yo, amigo, estamos en unaedad en que medias palabras bastan. Lo que espara ser hombre de iglesia, ya le digo yo que nose anda usted por las ramas . . . Ni que fueseusted un Faublas.

––¿Ha leído usted Faublas? ––No, padre; quisedecir los Líos peligrosos.

––Menos mal ––dijo el eclesiástico riendo––,este libro es mucho más decente. Pero veo que

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usted me supone tan perverso como un jovende hoy en día. Yo simplemente quise decirle . . .

––Atrévase a negar que me estaba aconsejan-do algo muy feo. La cosa es clara. Si ese jovenque está tan bien, y yo lo reconozco, me hiciesela corte, dejaría de pensar en su prima. Ya séque en París hay madres que se sacrifican deeste modo para asegurar la felicidad y la fortu-na de sus hijos; pero aquí estamos en la provin-cia, reverendo padre.

––Es verdad, señora.

––Y ––repuso ella–– ni yo ni Adolfo pagaría-mos semejante precio ni por una dote de cienmillones.

––Señora, yo no hablé para nada de cien mi-llones. La tentación hubiese tal vez superadonuestras fuerzas, las de usted y las mías. Sólome atrevo a decir que una mujer honrada pue-de permitirse, sin menoscabo de su reputación,ligeras coqueterías sin consecuencias, que, en

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cierto modo, forman parte de sus deberes socia-les y que...

––¿Cree usted?

––¿No estamos obligados, señora a sernosagradables los unos a los otros...? Deje ustedque me suene. Le aseguro a usted, señora ––repuso él––, que le miraba a usted con unaatención mucho más halagadora que a mí; yo leperdono sin dificultad que prefiera la belleza ala vejez...

––Salta a la vista ––decía el presidente, con suvoz gruesa–– que el señor Grandet de Parísmanda aquí al. chico con intenciones marcada-mente matrimoniales...

––Si fuese así ––replicaba el notario–– el hijono hubiese caído como una bomba.

––Eso no quiere decir nada ––observaba porsu parte el señor de Grassins––; ya se sabe queel tonelero es hombre de tapujos.

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––Grassins, amigo mío, he invitado a comer aese joven. Tendrás que ir a invitar a los señoresde Laesonnière, a los Hautoy, con su linda hija,naturalmente. Y Dios quiera que ese día le dépor vestirse con gracia. Su madre, por celos, lalleva hecha un adefesio. Espero, señores, queustedes nos harán el honor de venir ––agregóparando la comitiva y volviéndose hacia los dosCrouchot.

––Ya está usted en su casa, señora ––dijo elnotario.

Después de saludar a los tres Grassins, lostres Cruchot regresaron a su casa, poniendo acontribución ese genio del análisis que poseenlos provincianos para estudiar por todas susfacetas el gran acontecimiento de la velada, quede tal modo alteraba las respectivas posicionesde cruchotistas y grassinistas.

El admirable buen sentido que dirige las ac-ciones de tan eminentes calculadores dio a en-tender a unos y a otros que había llegado el

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momento de pactar una alianza transitoria fren-te al enemigo común. ¿No era obvio que debíanimpedir que Eugenia se enamorase de su primoy que Carlos pensase en su prima? ¿Podría elparisiense resistir las 'pérfidas insinuacionesentreveradas de elogios, las negativas ingenuasque iban a asediarla día y noche con, el santopropósito de engañarlo?

Cuando los cuatro Grandet se encontraron so-los, el viejo dijo a su sobrino.

––Conviene que descanses. Es demasiadotarde para hablar de los asuntos que te traenaquí: mañana tendremos ocasión. Aquí se al-muerza a las ocho. Al mediodía comemos unpoco de fruta, una rebanada de pan, con unvaso de vino blanco; después, comemos, comolos parisienses, . a las cinco. Ya sabes el orden.Si quieres ver la ciudad o sus alrededores, pue-des hacerlo con entera libertad. Ya me dispen-sarás si mis asuntos no me permiten acom-pañarte siempre. Todo el mundo te va a decir

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que soy rico. "El señor Grandet por aquí, el se-ñor Grandet por allá." Los dejó decir: sus chis-morreos no perjudican mi crédito. Pero la ver-dad es que no tengo un ochavo, y qué a miedad, trabajo como un mozo que tiene por todopatrimonio un mal cuchillo de tonelero y unpar de brazos. Quizá no tardes en saber, porpropia experiencia, lo que cuesta un escudocuando hay que sudarlo.

––¡Anda, Nanón, las velas! Espero, sobrino,que encontrarás cuanto necesitas ––dijo la seño-ra Grandet––; pero si algo te falta, no tienes másque llamar a Nanón.

––Querida tía, dudo que me falte nada; hetraído todo lo que necesitaba. Permítanme queles de a ustedes las buenas noches, así como ami joven primita.

Tomó Carlos una bujía encendida de manosde Nanón, una bujía de Anjou ya amarillentapor haber envejecido en la tienda y tan parecidaa la vela de sebo, que el señor Grandet, incapaz

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de sospechar que existiese en su casa, no se diocuenta de tamaño derroche.

––Te voy a enseñar el camino ––dijo el ex to-nelero.

En vez de salir por la puerta de la sala quedaba bajo la bóveda, Grandet hizo el cumplidode pasar por el corredor que separaba la sala dela cocina. Una puerta, provista de un gran cris-tal ovalado, cerraba el corredor por el lado de laescalera a fin de mitigar el frío que por él llega-ba. Lo cual no impedía que el ábrego soplase defirme„ a pesar de los burletes colocados en laspuertas de la sala y que la temperatura alcanza-se rara vez un grado soportable. Nanón fue aechar el cerrojo al portón, cerró el comedor yquitó la cadena al perro lobo que estaba en lacuadra y que tenía la voz cascada como si pa-deciese de laringitis. Aquel animal, de una fero-cidad extraordinaria, no conocía a nadie másque a Nanón. Las dos criaturas campestres seentendían. Cuando Carlos divisó las paredes

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amarillentas y ahumadas de la escalera, de ba-randa carcomida, que temblaba bajo los pesa-dos pasos de su tío, su desencanto llegó al col-mo. Creía estar encaramándose a una pértigade gallinero. Su tía y su prima, a las cuales sehabía vuelto para interrogar sus semblantes,estaban tan–– adaptadas a aquella escalera queno pudiendo sospechar siquiera la causa de suasombro, lo interpretaron coma signo amistosoy correspondieron con una sonrisa amable queacabó de desesperarle.

"¿Qué diablos, me menda hacer aquí mi pa-dre?", se preguntaba. Llegado al primer rellano,vio tres puertas pintadas de rojo etrusco y sinchambrana, puertas perdidas en la pared pol-vorienta y adornadas de tiras de hierro emper-nadas, aparentes, terminadas por una especiede llamas, lo mismo que lo estaban por amboscabos las placas de las cerraduras. La puertaque estaba en lo alto de la escalera y que dabaentrada a la habitación situada encima de lacocina, evidentemente estaba tapiada. Para en-

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trar en ella, en efecto, se tenía que pasar por lahabitación de Grandet, que utilizaba dicha pie-za como gabinete. La única ventana que le dabaluz estaba protegida por la parte de fuera, o seapor el lado del patio, por una enorme reja debarrotes en forma de parrilla. Nadie, ni siquierala señora Grandet, tenía permiso para entrar eneste retiro; el ex tonelero quería estar solo comoun alquimista ante sus alambiques. Allí, sinduda tenía un escondrijo, hábilmente di-simulado; allí sin duda, archivaba sus títulos'de propiedad; allí tenía sus balanzas para pesarlos luises; allí, por la noche, redactaba sus re-cibos y echaba cuentas. De modo que las perso-nas que veían a Grandet dispuesto para todo,podían, con razón, suponer que tenía a sus ór-denes un hada o un demonio. Allí, sin duda,mientras Nanón roncaba hasta estremecer losentarimados, mientras el perro lobo velaba ybostezaba en el patio, mientras la señora y laseñorita Grandet dormían plácidamente, acudíael viejo tonelero a acariciar, manosear, empollar

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y hacer fermentar su oro. Las paredes eran re-cias; los postigos, discretos. Sólo él tenía la llavede aquel laboratorio donde, según se decía, con-sultaba los planos en que estaban señaladostodos los árboles frutales, todos los cepos, todoslos haces de leña, uno por uno. La puerta delcuarto de Eugenia quedaba enfrente de la puer-ta tapiada. Luego, al extremo del rellano, estabael aposento de los esposos que ocupaba todo elfrente de la casa. La señora Grandet tenía unahabitación contigua a la de Eugenia en la que seentraba por una puerta vidriera. La alcoba delamo estaba separada de la de su mujer por untabique y del misterioso gabinete por una paredmaestra. El tío Grandet había alojado a su so-brino en el segundo piso, en la buhardilla si-tuada encima de su cuarto, de modo que pudie-se oírlo si le daba el capricho de ir y venir.Cuando Eugenia y su madre llegaron al centrodel rellano, se dieron el beso de la noche; luegodijeron a Carlos unas palabras de despedida,frías sobre los labios, pero cálidas, por lo me-

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nos, en el corazón de la muchacha, y se retira-ron a sus habitaciones.

––Ya estás en tu cuarto, sobrino ––le dijoGrandet a Carlos al abrirle la puerta––. Si tienesnecesidad de salir, no te olvides de avisar a Na-nón. Sin ella, el perro te devoraría sin dejartedecir palabra. Que descanses. Buenas noches.¡Ajá!, las señoras te han encendido fuego ––re-puso.

En aquel momento Nanón apareció armadacon un calentador de cama.

––¡Esta sí que es buena! ––dijo el señor Gran-det––. ¿Tomas a mi sobrino por una recién pa-rida? ¡Ya te estás llevando ese chisme!

––Pero, señor, las sábanas están húmedas yeste caballero es tan delicado como una señora.

––Bueno, bueno; ya que se te ha metido en lacabeza. . . ––dijo Grandet empujándola por loshombros––. Pero, cuidado, con quemarme lassábanas.

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Después, el viejo se retiró refunfuñando pala-bras ininteligibles. Carlos se quedó atónito enmedio de sus baúles. Luego de haber dado unvistazo a las paredes de una buhardilla cubiertade ese papel amarillento con ramos de floresque suele haber en los merenderos; sobre unachimenea de piedra dura cuyo solo aspecto yadaba frío, sobre aquellas sillas de madera ama-rillenta con rejilla barnizada y que parecían te-ner más de cuatro esquinas, sobre una mesillade noche abierta en la que hubiera cabido unsargento de cazadores, sobre la delgada alfom-bra puesta junto a una cama con dosel cuyascortinas de paño temblaban como si fuesen acaer, devoradas por los gusanos, miró seria-mente a Nanón y le dijo:

––¡Véngase usted acá, y dígame si estoy real-mente en casa del señor Grandet, ex alcalde deSaumur, hermano del señor Grandet, de París!

––Sí, señor, sí, en casa de un señor muy ama-ble, muy fino y que no hay más que pedir.

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¿Quiere usted que le ayude a deshacer las male-tas?

––¡Ya lo creo que quiero, veterano! Apostaríaa que ha servido antes con los marinos de laGuardia Imperial.

––¡Huy, huy, huy! ––dijo Nanón.

––¿Qué es eso de los marinos de la GuardiaImperial? ¿Es algo salado? ¿Son gente de mar?

––A ver, búsqueme la bata que está en estamaleta. Aquí tiene la llave.

Nanón se quedó pasmada al ver aquella batade seda rameada en verde y oro, de gusto anti-guo.

––¿Se va a poner esto para acostarse?

––Sí.

––¡Virgen santa! ¡Qué lindo paño de altar pa-ra la parroquia podría hacerse con esto! Pero,mi querido señorito, ¿por qué no lo regala usteda la iglesia y salvará su ánima que la va a per-

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der si lo conserva? ¡Oh, qué bien le sienta! Voya llamar a la señorita para que le vea.

––¡Por Dios, Nanón, ya que Nanón tenemos!¿Quiere usted callar? Déjeme acostar y mañanaarreglaré mis cosas; y si tanto le gusta mi bata,descuide que la tendrá. Soy demasiado buencristiano para negársela; así podrá usted salvarsu alma o hacer con ella lo que quiera.

Nanón quedóse patitiesa contemplando aCarlos, sin poder dar crédito a sus palabras.

––¿Que me va a dar usted ese esplendor? ––dijo al retirarse––. Este caballero está ya soñan-do. Buenas noches.

––Buenas noches, Nanón.

"¿Qué es lo que vengo a hacer aquí? ––preguntóse Carlos al cerrar los ojos––. Mi padreno es bobo, mi viaje por fuerza debe de tener unobjeto. ¡Bah! Quédense para mañana los asun-tos serios, como decía no sé ya qué zoquetegriego."

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"¡Dios mío, qué agradable es mi primo!", sedijo Eugenia interrumpiendo sus rezos queaquella noche no se terminaron.

La señora Grandet no tuvo pensamiento al-guno al acostarse. Oía, por la puerta de comu-nicación que se abría en mitad del tabique, alavaro que paseaba de un lado a otro de su cuar-to. Parecida en esto a todas las mujeres tímidas,había estudiado el carácter de su dueño. Asícomo la gaviota presiente la tormenta, ella, porindicios imperceptibles, presentía la tempestadinterior que agitaba a Grandet, y, para decirlocon sus, propias palabras, en tales ocasiones sehacía la muerta. Grandet miraba la puerta, fo-rrada de plastro por dentro, que había manda-do poner a su gabinete, y se decía:

“Qué idea tan extraña ha tenido mi hermanoal legarme a su retoño. ¡Bonita herencia! Notengo ni veinte escudos para dar. ¿Y qué sonveinte escudos para un currutaco que mirabami barómetro como si quisiese tirarlo al fuego?”

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Al pensar en las consecuencias de aquel tes-tamento de dolor, Grandet estaba quizá másagitado que su propio hermano en el momentode escribirle.

“¿Tendré aquel traje de oro...?”, se decía Na-nón, que se durmió envuelta en su paño de al-tar, soñando flores, alfombras, damascos; porprimera vez también soñó en el amor.

Hay en la vida de las muchachas una hora de-liciosa en que el sol les calienta el alma con susrayos, en que la flor les sugiere pensamientos,en que los latidos del corazón comunican alcerebro su cálida fertilidad y funden las ideasen un vago deseo; ¡día de inocente melancolía yde suave alborozo! Cuando los niños empiezana ver, sonríen; cuando una muchacha entrevé elsentimiento de la Naturaleza, sonríe comocuando era niña. Si la luz es el primer amor dela vida, ¿no será el amor la primera luz del co-razón? Para Eugenia había llegado la hora dever con claridad las cosas de este bajo mundo.

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Madrugadora como todas las muchachas deprovincia se levantó con el alba, dijo sus oracio-nes y empezó su aseo, al que por fin encontróun sentido. Se alisó primero el cabello castaño,retorció las abundantes crenchas encima de sucabeza con el mayor cuidado, evitando que loscabellos se escapasen de sus trenzas, e introdujoen su peinado una simetría que realzó el tímidocandor de su rostro, armonizando la sencillezde los accesorios con la ingenuidad de las lí-neas. Al lavarse las manos en el agua clara yfría que le endurecía y coloreaba la piel, mirósus hermosos brazos redondos y se preguntabaqué debía de hacer su primo para tener unasmanos tan blandas y tan blancas y unas uñastan bien perfiladas. Se puso las medias nuevasy los zapatos más liados. En fin, sintiendo porprimera vez en la vida el deseo de ponerseguapa, conoció la dicha de tener un vestidonuevo y bien hecho que la favorecía.

Cuando terminó su tocado, oyó sonar el relojde la parroquia, y se admiró de no contar más

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que siete campanadas. El prurito de tener mu-cho tiempo para arreglarse la había hecho ma-drugar más que de costumbre. Ignorando elarte de rehacer veinte veces el mismo bucle y déestudiar cada vez el efecto que produce, Euge-nia se cruzó de brazos, se sentó junto a la ven-tana, contempló el patio, el jardín y las altasazoteas que lo dominaban; vista melancólica,reducida, pero no desprovista de los encantospropios de los lugares solitarios o de la natura-leza silvestre. Más allá de la cocina había unpozo rodeado de su brocal, con la polea soste-nida por un arco de hierro al que se enroscabauna parra de pámpanos marchitos, enrojecidos,escaldados por el otoño; desde allí el engarabi-tado sarmiento ganaba el muro, al que se ad-hería para correr a lo largo de la casa y terminaren un leñero en el que la leña estaba alineadacon tanta exactitud como puedan estarlo loslibros de un bibliófilo. El enlosado del patiotenía ese tinte negruzco que es obra del musgo,de las yerbas, de la falta de movimiento. Las

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paredes vestían su camisa verde, salpicada deextensas manchas pardas. En fin, los ocho pel-daños que presidían el fondo del patio y con-ducían a la puerta del jardín estaban dislocadosy sepultos bajo grandes matas, como la tumbade un caballero enterrado en tiempo de las cru-zadas. Sobre una base de piedras roídas por eltiempo se alzaba un rastrillo de madera podri-da, que se caía de puro viejo, pero con el que seenredaban a discreción las plantas trepadoras.Por ambos lados de la puerta enrejada, asoma-ban las ramas retorcidas de dos manzanos es-mirriados. Tres avenidas paralelas, enarenadasy separadas por arriates cuyas tierras estabanrodeadas por un seto de boj, componían aqueljardín que terminaba, debajo de la terraza, porun macizo de tilos. A un extremo, frambuesos;al otro, un inmenso nogal que inclinaba sus ra-mas hasta encima del gabinete del ex tonelero.Un día despejado y el buen sol de los otoños delas riberas del Loira, empezaba a disipar el veloque dejara la noche sobre las cosas, sobre las

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paredes, sobre las plantas que había en el jardíny en el patio.

Eugenia descubrió nuevos alicientes en aquelespectáculo hasta entonces tan ordinario paraella. Nacían en su alma mil pensamientos con-fusos y crecían a medida que crecían en el espa-cio los rayos del sol. Sintió por fin ese movi-miento de gozo vago, inexplicable que en vuel-ve al soy moral, como la nube puede envolveral ser físico. Sus reflexiones se acentuaban conlos detalles de aquel paisaje singular y con lasarmonías de la Naturaleza. Cuando el sol al-canzó un lienzo de pared que holgaban matasde doradilla de hojas gruesas y de color cam-biante como la pechuga de los palomos, celestesrayos de esperanza iluminaron el porvenir deEugenia, que, desde aquel momento, se com-plació en mirar aquel lienzo de pared, sus florespálidas, sus campanillas azules y sus yerbasmarchitas, a las que se mezcló un recuerdo gra-cioso como los de la infancia. El ruido que enaquel patio sonoro, producía cada hoja al des-

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prenderse de su tallo, daba una contestación alas secretas preguntas de la muchacha, que sehabría quedado allí todo el santo día sin darsecuenta del paso de las horas. Su alma se aban-donó luego a tumultuosos movimientos. Euge-nia se levantó varias veces, se puso ante su es-pejo y se contempló en él como un actor debuena fe contempla su obra para criticarse ydirigirse injurias a sí mismo.

"No soy bastante bonita para él", éste era elpensamiento de Eugenia, pensamiento humildey fecundo en sufrimientos. La pobre muchachano se hacía justicia; pero la modestia, o másbien el temor, es una de las primeras virtudesde los enamorados. Eugenia pertenecía a ciertaespecie de criaturas, sólidamente constituidas,como suelen serlos en la clase artesana, y cuyasgracias parecen vulgares; pero sí se asemejaba ala Venus de Milo, sus formas estaban ennoble-cidas por la suavidad del sentimiento cristiano,que purifica a la mujer y le infunde una distin-ción que. desconocieron los escultores antiguos.

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Tenía una cabeza enorme, masculina la frente,pero delicada como la del Júpiter de Fidias; ojosgrises en los que su alma casta irradiaba tinaluz auroral. Los rasgos de su rostro redondo,antes fresco y sonrosado, habíanse alterado porculpa de unas viruelas lo bastante benignaspara no dejar huella, pero que habían destruidola lozanía de la piel que no dejaba por ello deser fina y suave hasta el punto de que el purobeso de su madre imprimía en ella una marcapasajera. Su nariz era un poquito recia, peroarmonizaba tan bien con la boca de un rojo deminio, cuyos labios surcados por mil rayitasestaban llenos de amor y de bondad. Su cuellotenía una perfecta redondez. El opulento corpi-ño, cuidadosamente velado, atraía la vista ydaba alas al ensueño. Le faltaba sin duda algode la gracia que depende del traje, pero a losojos de los inteligentes, la tiesura de su portedebía de tener un particular encanto. Eugenia,pues, alta y robusta, carecía en–– absoluto de esabelleza que gusta a las masas; pero era hermo-

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sa, con esa belleza que cuesta poco de identifi-car y que seduce únicamente a los artistas. Elpintor que busca en este mundo un modelopara la celeste pureza de María, que pide a todala grey femenina los ojos modestamente altivosque adivinó Rafael, las líneas virginales que amenudo son fruto de los azares de la concep-ción, pero que sólo una vida púdica y cristianapuede conservar a hacer adquirir; el pintorprendado de tan raro modelo, lo hubiese encon-trado de repente en el rostro de Eugenia llenode esa nobleza innata que se ignora a sí misma;bajo una frente serena hubiese visto un mundode amor y en el rasgado de los ojos, en la caídade los párpados, un no sé qué de divino. Susfacciones, el corte de su cabeza aún no alteradosni fatigados por la expresión del placer, se pa-recían a las líneas del horizonte suavementetendidas sobre la lejanía de los lagos inmóviles.Aquella fisonomía tranquila, coloreada, orladade una claridad como capullo entreabierto, des-cansaba el alma y le infundía el encanto de la

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conciencia que se reflejaba en ella y gobernabala mirada. Eugenia hallábase aún en la ribera dela vida en que florecen las ilusiones infantiles,en que se cogen las margaritas con transportesdespués desconocidos. Por eso, pudo decirse almirarse al espejo, sin saber aún lo que era elamor:

"¡Soy demasiado fea; ni siquiera se fijará enmí!"

En seguida abrió la puerta de la habitaciónque daba a la escalera y estiró el cuello paraescuchar los ruidos de la casa.

"No se levanta aún", pensó mientras oía la tosmatutina de Nanón y sus idas y venidas parabarrer la sala, encender el fuego, encadenar elperro y decir cuatro cosas a los animales de lacuadra.

Eugenia, sin esperar más, bajó a la planta bajay corrió hacia Nanón, que, en aquel momento,ordeñaba la vaca.

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––Nanón, mi buena Nanón, a ver si haces unpoco de nata para el café de mi primo.

––Pero, señorita, debió pedírmelo ayer; hoyno tengo tiempo de hacer nata ––dijo Nanónque se puso a reír a carcajadas––. Su primito esmuy guapo, pero que muy guapo. Lo hubiesevisto usted envuelto en su batilla de seda y deoro. Yo sí que. le vi. Lleva una ropa blanca másfina que la sobrepelliz del señor cura.

––Nanón, haznos por lo menos una tortada.

––¿Quién me dará la leña para el fuego, yharina y manteca? ––dijo Nanón que, en su ca-lidad de primer ministro de Grandet, adquiría aveces una importancia enorme a los ojos deEugenia y de su madre––. ¿No vamos a robar aese hombre para agasajar a su primito? Pídaleusted harina, leña manteca, para algo es su pa-dre de usted; él se lo puede dar. Ahí le tieneque baja para las provisiones . . .

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Eugenia huyó al jardín, espantada al oír tem-blar la escalera bajo los pasos de su padre. Yaexperimentaba los efectos de ese profundo pu-dor y de esa conciencia propia de la felicidadque nos induce a creer, tal vez con razón, quellevamos los pensamientos grabados en la fren-te y que saltan a la vista de los demás. Al adver-tir la fría desnudez de la casa paterna, la pobremuchacha se desesperaba de no poderla poneren consonancia con la distinción de su primo.Sentía un deseo apasionado de hacer algo porél; ¿qué? no sabría decirlo. Ingenua y sincera, seabandonaba a su naturaleza angelical sin des-confiar de sus impresiones ni de sus sentimien-tos. La sola presencia de su primo había des-velado en su alma los naturales impulsos de lamujer, qué se desarrollaban con tanta mayorviveza cuanto se hallaba en la fuerza de susveintitrés años, en la plenitud de su inteligenciay de sus deseos. Su corazón sintió terror porprimera vez del aspecto de su padre y al verlede su destino como dueño se juzgó culpable por

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haberle escondido unos cuantos pensamientos.Echó a andar con paso apresurado; admiróse derespirar un aire más puro, de sentir los rayosdel sol más vivificantes y de que le infundieranun nuevo calor moral, una nueva vida. Mien-tras buscaba una artimaña para lograr la torta-da, entre Nanón y Grandet surgía una discu-sión, cosa tan rara como las golondrinas en in-vierno.

Provisto de sus llaves, el ex tonelero habíavenido a medir los víveres necesarios al con-sumo del día.

––¿Quedó pan de ayer? ––preguntó a Nanón.

––Ni una miga, señor.

Grandet tomó un gran pan redondo, bien en-harinado, vaciado en una de esas cestas chatasque usan en Anjou para hacer pan, e iba a cor-tarla, cuando Nanón le dijo:

––Hoy somos cinco, señor.

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––Tienes razón ––contestó Grandet––; pero tupan pesa seis libras y quedará. Por lo demás, yaverás como la gente joven de París apenasprueba el pan.

––¿Qué comen, pues? ¿La frippe?

En Anjou, con la palabra frippe, tomada alléxico popular, se designa el acompañamientodel pan, desde la mantequilla con que se unta,que constituye la frippe más vulgar, hasta laconfitura de albérchigo, que es la más distin-guida de las frippes; de modo que cuantos, en suinfancia, han lamido la frippe y dejado el pancomprenderán perfectamente el alcance de estálocución.

––No ––contestó Grandet––, ésos no comen nifrippe ni pan. Son casi como muchachas casade-ras.

Acabó de disponer, con su acostumbrada ta-cañería, la lista de manjares para la jornada eiba a dirigirse a su armario frutero, no sin antes

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echar llave a la despensa; cuando Nanón le de-tuvo para decirle:

––Señor, déme usted harina y manteca paraque les haga una tortada a los chicos.

––¿Supongo que con la excusa de mi sobrinono vas a saquearme la casa?

––Pensaba yo en su sobrino como en su perro,lo mismito que usted que me da seis terronesde azúcar sin acordarse que necesito ocho.

––¿Qué es eso, Nanón? Te desconozco. ¿Quépasa en esta cabezota? ¿Quién manda aquí? Notendrás más que seis terrones de azúcar.

––Bueno, ¿y con qué se endulzará el café susobrino?

––Con dos terrones; yo no tomaré ninguno.

––¿A su edad se va usted a privar de azúcar?Preferiría comprárselo de mi bolsillo.

––No te metas en lo que no importa.

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A pesar de que había bajado de precio, a losojos del tonelero el azúcar seguía siendo el másprecioso de los coloniales; para él seguía va-liendo seis francos la libra. La necesidad deahorrarlo, nacida bajo el Imperio, se había con-vertido en la más ineludible de sus costumbres.Todas las mujeres, incluso las más tontas, sabenhacer lo necesario para salirse con la suya. Na-nón dejó el debate sobre el azúcar, para obtenerla tortada.

––Señorita ––gritó por la ventana–– ¿verdadque quiere usted una tortada?

––No, no ––contestó Eugenia. ––Anda, Nanón––dijo Grandet al oír la voz de su hija––. Toma.Abrió el arcón en que guardaba la harina, le diouna medida y agregó varias onzas de mantecaal _pedazo que la había cortado. ––Necesitaréleva para calentar el horno ––dijo la implacableNanón. ––Bueno, mujer; toma la que te hagafalta ––respondió melancólicamente Grandet––;pero entonces nos vas . a hacer una tarta de

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frutas y cocerás toda la comida dentro del hor-no. De este modo no encenderás dos fuegos.

––¡Toma! No necesito que me lo diga.

Grandet lanzó sobre su primer ministro unamirada casi paternal. ––Señorita ––gritó la coci-nera––, tendremos tortada.

El tío Grandet volvió cargado de fruta. y em-pezó a ponerla en una bandeja sobre la mesa dela cocina.

––Vea usted, señor ––le dijo––, qué lindo cal-zado trae su sobrino. ¡Qué cuero y qué bienhuele! ¿Con qué se limpia esto? ¿Hay que darlecon su crema de huevo?

––Nanón, me temo que el huevo estropearíaesta piel. Vale más que le digas que no sabescómo se da lustre al tafilete ... sí, es tafilete; yacomprará él en Saumur algo para que le limpieslas botas. He oído decir que echan azúcar albetún para que saque brillo.

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––¿Así será bueno para comer? ––dijo la cria-da acercando las botas a al nariz––. ¡Jujuy!¿Pues no huelen como la colonia de la señora?¡Tiene gracia!

––No 1e veo la gracia ––dijo el dueño––––.¡Gastar en las botas más dinero que vale el quelas lleva ... !

––Señor ––dijo al ver que su amo volvía deechar la llave al frute––

ro––, ¿y no pondremos el puchero al fuego si-quiera una o dos veces por semana a causa desu ... ? ––Bueno.

––Tendré que ir a la carnicería. ––De ningúnmodo; nos harás caldo de gallina; los colonosno dejarán de surtirte. "Y, mira, voy a decir aCornoiller que me mate algunos cuervos. Es elanimal que hace mejor caldo del mundo.

––¿Es verdad, señor, que comen carne demuerto?

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––¡Eres boba, Nanón! Comen lo que encuen-tran, como todos. ¿Por ventura nosotros no es-tamos viviendo de los muertos? ¿Qué son, sino, las herencias?

El tío Grandet, que ya no tenía más órdenesque dar sacó su reloj, y, siendo que aún podíadisponer de media hora antes del almuerzo,tomó su sombrero, fue a dar un beso a su hija ydijo:

––¿Quieres dar un paseo por la orilla del Loi-re? Tengo que dar una ojeada a mis prados.

Eugenia se puso su sombrero de paja pespun-teada, con forro de tafetán rosa, y padre e hijabajaron por la calle tortuosa, hasta la plaza.

––¿Dónde van tan de mañana? ––les preguntóel notario Cruchot al encontrarlos.

––A ver algo ––contesto el viñador.

Cuando el tío Grandet iba a ver algo, el nota-rio sabía, por experiencia, que se trataba de algo

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que podía dar un rendimiento u otro. Decidió,pues, acompañarlo.

––Venga, usted Cruchot ––dijo Grandet al no-tario––. Usted es amigo mío y le voy a demos-trar que es una tontería el plantar álamos enbuenas tierras de cultivo . . .

––¿Le saben a poco los sesenta mil francosque le valieron los que tenía en sus prados deLoira? ––dijo maese Cruchot abriendo los ojoscon espanto––. ¡Menuda chiripa! ¡Cortar losárboles en el preciso momento en que Nantes sequeda sin madera blanca y venderlos a treintafrancos!

Eugenia escuchaba sin sospechar que estabaacercándose al momento más solemne de suvida, y que el notario iba a hacer pronunciar asu padre una sentencia soberana. Grandet habíallegado a las magníficas praderas de que eradueño a la orilla del Loira, y en que treintaobreros trabajaban en limpiar, colmar y nivelar

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el sitio en que los álamos se levantaban hacíapoco tiempo.

––Maese Cruchot venga acá y vea el terrenoque toma cada álamo ––dijo Grandet––. ¡Juan ––prosiguió dirigiéndose a un jornalero––, mi , . .mi . . . mide con la teosa en to. . . to ... todossentidos!

––Cuatro veces ocho pies ––dijo el jornalero alterminar sus mensuraciones.

––Treinta y dos pies de pérdida ––dijo Gran-det a Cruchot––. Tenía en esta tira trescientosálamos, ¿no es eso? Ahora bien: trescien... tres-cien... trescientas veces trein... treinta y dos piesse me co... co... comen qui ... qui. . . quinientosde heno; agregue dos veces otro tanto a amboslados, mil quinientos; otro tanto las tiras de enmedio. Pongamos, pues, mil haces de heno.

––Bueno ––dijo el notario para ayudar a suamigo––, pues mil haces de heno valen unosseiscientos francos.

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––Di... di... diga usted mil dos... dos... dos-cientos, ya que con el regadío se ganan de tres-cientos a cuatrocientos francos. Pues bien, cal...cal... calcule lo que... que... dan mil dos... dos...doscientos francos du.., du... durante cua...cua... cuarenta años que... que... usted sabe...

––Pongamos sesenta mil francos ––dijo el no-tario.

––¡Perfectamente! No pon . . . pon , . ponga-mos más que sesenta mil. Pues bien ––repuso elviñador sin tartamudear––, dos mil álamos decuarenta años no me darían cincuenta mil fran-cos. Por consiguiente, hay pérdida. Esto es loque he descubierto yo ––dijo Grandet empi-nándose sobre sus espolones. ––Juan ––añadió––, llenarás todos los hoyos excepto los que estánjunto al Loira, en los que plantarás los álamosque he comprado. Poniéndolos en el río, se ali-mentarán a costas del Gobierno ––dijo, diri-giéndose a Cruchot e imprimiendo al lobanillo

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que le adornaba la nariz un ligero movimientoque equivalía a la mas irónica de las sonrisas.

––La cosa es clara; no hay que plantar álamosmás que en los terrenos pobres ––dijo Cruchot,estupefacto por los cálculos de Grandet.

––Sí, señor ––contestó irónicamente el tonele-ro.

Eugenia que miraba el sublime paisaje delLoira sin escuchar los cálculos de su padre, notardó en prestar atención a la charla de Cruchotal oírle decir a su cliente:

––Bueno, ya veo que ha mandado usted venirun yerno de París; en todo Saumur ya no sehabla más que de su sobrino. Pronto tendré queredactar los capítulos matrimoniales, ¿verdad,tío Grandet?

––Ma... ma.,. madrugó us... us... usted pa...pa... para venirme con es... es... este cuento ––repuso Grandet, acompañando esta reflexióncon un movimiento de su lobanillo––. Pues,

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oiga usted, mi... vi..,vie... viejo a... a... amigo;voy a de... de... decirle lo que... que... quiereusted saber. Preferiría echar mi hi.., hi... hija alrío que dársela a su pri... pri... mo. Pue... pue...de usted anunciarlo. ¡Ba!; no va... vale la pena;deje que la gen... gente hable.

Esta respuesta dejó viendo visiones a Euge-nia. Las tenues esperanzas cine apuntaban ensu corazón florecieron de pronto, se realizarony formaron un manojo de flores que vio caer alsuelo, cortadas y maltrechas. Desde la vísperase iba encariñando con Carlos, al que se sentíaunida por todos los lazos que la felicidad tejeentre las almas; de ahora en adelante sería ladesdicha la que confirmaría su inclinación. ¿Noestá en el noble destino de la mujer el sentirsemás afectada por las pompas de la miseria quepor los esplendores de la fortuna? ¿Cómo eraposible que el sentimiento paternal se hubieseapagado hasta tal punto en el corazón de supadre? ¿Qué crimen había cometido Carlos?¡Misteriosas preguntas! Su amor, que era ya de

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por sí un misterio tan profundo, nacía envueltoen misterios. Regresó temblorosa e insegura y,al llegar a la sombría calle, que tan alegre lepareciera, descubrió un triste aspecto, respiró lamelancolía que habían impreso en sus paredesel tiempo y los hombres. No le faltaba ya nin-guna de las enseñanzas del amor. Cuando estu-vieran a pocos pasos de la casa, adelantóse a supadre y lo aguardó junto a la puerta después dehaber llamado. Pero Grandet que veía el perió-dico doblado y con su faja, en manos del nota-rio, le dijo:

––¿Cómo están los fondos?

––Usted no,,quiere hacerme caso, Grandet ––le contestó Cruchot––. Compre usted rentacuando antes; todavía se puede ganar el veintepor ciento en dos años, además de los intereses;cinco mil libras de renta por ochenta mil fran-cos. Los fondos están a ochenta francos cin-cuenta.

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––Ya veremos ––contestó Grandet frotándosela barbilla.

––¡Dios mío! ––dijo el notario, que habíaabierto el periódico.

––¿Qué pasa? ––exclamó Grandet, al tiempoque Cruchot le daba a leer el periódico, dicién-dole––: Lea este artículo.

"El señor Grandet, uno de los negociantesmás apreciados de París, ayer, después de suhabitual aparición en la Bolsa, se disparó untiro en la sien. Había mandado su dimisión alpresidente de la Cámara de los Diputados ytambién había dimitido su cargo de juez delTribunal de Comercio. Las quiebras de los se-ñores Reguin y Souchet, su agente de cambio ysu notario, le han arruinado. La consideraciónde que gozaba el señor Grandet y su créditoeran tales que, sin duda, hubiese encontradosocorros en la plaza de París. Es de lamentarque este caballero honorable haya cedido a unprimer movimiento de desesperación; etc."

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––Lo sabía ––dijo el viejo viñador al notario.La frase dejó helado a maese Cruchot que, apesar de su impasibilidad profesional, sintióque el frío le recorría la espalda a la idea de queel Grandet de París tal vez había implorado envano el auxilio del Grandet de Saumur.

––¿Y su hijo, ayer tan risueño...? ––Todavía nosabe nada ––contestó Grandet con la mismacalma. ––Hasta la vista, señor Grandet ––dijoCruchot que lo comprendió todo y se fue atranquilizar al presidente de Bonfons.

En su casa halló Grandet el almuerzo a punto.La señora Grandet, a cuyo cuello se abalanzóEugenia para besarla con la viva efusión quesuele causarnos un pesar secreto, estaba ya ensu silla de patines, haciéndose unas mangas depunto para el invierno.

––Pueden ustedes comer ––dijo Nanón, quebajaba la escalera de cuatro en cuatro––; el mu-chacho duerme como un querubín. ¡Qué lindo

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está con los ojos cerrados! Entré en el cuarto, lellamé. ¡Pero, ni por ésas!

––Déjale dormir ––dijo Grandet––. Cuantomás tarde se levante, más tarde se enterará delas malas noticias que le aguardan,

––¿Qué sucede? ––preguntó' Eugenia echan-do en el café los terrones de azúcar de pocosgramos de peso que el viejo se entretenía encortar a ratos perdidos.

La señora Grandet que no se había atrevido aformular aquella pregunta, miró a su marido.

––Su padre se ha pegado un tiro.

––¿Mi tío?... ––dijo Eugenia. ––¡Pobre chico! ––exclamó la señora Grandet.

––Pobre, en efecto ––dijo el señor Grandet––;no le queda un céntimo.

––Pues está durmiendo como si fuera el reydel mundo ––dijo Nanón con acento suave.

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Eugenia dejó de comer. Se contrajo su corazóncomo se contrae cuando por primera vez expe-rimentaba una mujer la punzada de la compa-sión ante la desgracia del amado. La muchachase echó a llorar.

––¿Por qué lloras, si ni siquiera conocías a tutío? ––le dijo su padre lanzándole una de lasmiradas de tigre hambriento que lanzaba, sinduda, sobre sus montones de oro.

Nanón salió en defensa de Eugenia.

––Pero, señor, ¿quién no se compadece de esepobre muchacho que duerme a pierna sueltasin saber la suerte que le espera?

––No te hablo a ti, Nanón. Ten esa lengua.

Eugenia aprendió entonces que la mujer queama debe siempre disimular sus sentimientos.

––Hasta que yo vuelva, confío en que no lediréis nada, señora Grandet ––añadió el viejo––.Tengo que salir para ver cómo abren la cuenta

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que separa mis prados de la carretera. Estaré devuelta al mediodía para el almuerzo y entonceshablaré a mi sobrino de sus asuntos. Y tú, Eu-genia, si acaso lloras por ese currutaco, secaestas lágrimas, hija mía, que ya están de más.Prontito va a embarcar para las Indias. No levolverás a ver . . .

Tomó el viejo sus guantes del ala de su som-brero, se los puso con su calma habitual, losentró bien a fuerza de encajar los dedos de unamano en los de la otra, y salió.

––¡Ah! ¡Mamá, me ahogo! ––exclamó Eugeniaen cuanto quedó a solas con su madre––. No hesufrido nunca tanto.

La señora Grandet, viendo qué su hija palide-cía, abrió la ventana y la obligó a respirar el airelibre.

––Estoy mejor ––dijo Eugenia, al cabo de unosinstantes.

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Semejante emoción en un temperamento quehasta entonces parecía frío y sosegado, impre-sionó a la señora Grandet que miró a su hija conesa simpatía de las madres que es como un po-der de adivinación y lo comprendió todo. Laverdad es que la vida de las célebres hermanashúngaras que nacieron unidas por un error dela Naturaleza, no fue más íntima qué la de Eu-genia y su madre, siempre juntas ante aquellaventana, juntas en misa, y respirando siemprela misma atmósfera.

––¡Pobre hija mía! ––dijo la señora Grandetcogiendo la cabeza de Eugenia para apoyarlacontra su pecho.

Al oír aquella exclamación, la muchacha le-vantó la cabeza y procuró descubrir los arcanospensamientos de su madre.

––¿Por qué va a mandarle a las Indias? ––dijo––. Si es desgraciado, razón de más paraque quede en casa. ¿No es nuestro pariente máspróximo?

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––Sí, hija mía, sería lo más natural; pero tupadre tendrá sus motivos para hacer lo quehace y debemos respetarlos.

Madre e hija se sentaron en silencio, una so-bre su silla empinada, la otra en un silloncito ylas dos reanudaron su labor. Agradecida a laadmirable comprensión que su madre le acaba-ba de demostrar, Eugenia le besó mano dicien-do:

––¡Qué buena eres, querida mamá! Tales pa-labras iluminaron el viejo semblante maternal,ajado por largos sufrimientos.

––¿No te parece simpático? ––le preguntó Eu-genia.

La señora Grandet no contestó más que conuna sonrisa; luego, al cabo de un momento desilencio, le dijo en voz baja:

––¿Le quieres ya? Esto no está bien.

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––¿No mamá? ––pregunto Eugenia––. ¿Porqué? Te gusta, gusta a Nanón, ¿por qué no meiba a gustar a mí? Pongamos la mesa para sudesayuno.

Tiró la labor sobre una silla, la madre hizo lomismo al tiempo que le decía:

––¡Estás loca!

Pero se complació en justificar, compartiendo,la locura de su hija. Eugenia llamó a Nanón.

––¿Qué se le ofrece, señorita?

––Nanón, ¿verdad que no faltará leche al me-diodía?

––¡Ah!, para el mediodía, sí, desde luego ––contestó la vieja criada. ––Bueno, pues, daleuna taza do café bien fuerte, que oí decir al se-ñor de Grassins que en París se toma muy fuer-te. Ponle mucho.

––¿De dónde quiere que lo saque?

––Cómpralo.

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––¿Y si el señor lo descubre?

––Está en sus prados.

––Voy volando. Pero el señor Fessard, al ven-derme la bujía, me preguntó ya si es que tenía-mos a los tres Reyes Magos en casa. Toda laciudad va a enterarse de nuestros derroches.

––Si tu padre se da cuenta de algo ––dijo laseñora Grandet––, es capaz de pegarnos.

––Que nos pegue, recibiremos los azotes derodillas.

La señora Grandet, por toda respuesta, levan-tó los ojos al cielo. Nanón tomó su cofia y salió.Eugenia sacó manteles limpios y fuese a buscarunos racimos de uva, que por distraerse, habíacolgado en el desván; pisó levemente al pasarpor el corredor para no despertar a su primo, yno pudo abstenerse de pegar el oído a su puertapara oír la sosegada respiración que se escapa-ba de sus labios.

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"La desgracia vela, mientras él duerme", se di-jo.

Cogió los pámpanos más verdes que encontróarregló su racimo con tanta coquetería como unviejo maestresala y lo puso triunfalmente en lamesa.

En la cocina echó mano a las peras que su pa-dre había cortado y las dispuso formando pi-rámide sobre un lecho de hojas. Iba y venía,corría, saltaba. Si se dejase llevar de su impulso,saquearía toda la casa paterna; pero el viejotenía todas las llaves. Volvió Nanón con huevosfrescos. Al ver los huevos, a Eugenia le dieronganas de abrazarla:

––El colono de la Landa los tenía en su cesto;se los pedí y el bendito me los regaló.

Después de un par de horas de trajines, du-rante las cuales Eugenia dejó más de veinteveces su labor para ir a dar una ojeada al caféhirviendo, para escuchar el ruido que hacía su

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primo el levantarse, logró preparar un desayu-no muy sencillo, nada costoso, ––pero que in-fringía terriblemente las costumbres invetera-das de la casa. El almuerzo del mediodía setomaba en pie. Cada cual tomaba su rebanadade pan, fruta o manteca, y un vaso de vino. Demodo que al ver la mesa puesta junto al fuego,uno de los sillones colocado ante el cubiertodestinado a su primo, las dos fuentes colmadasde fruta, la huevera, la botella de vino blanco, elpan y el azúcar amontonado en un platito, Eu-genia se estremeció de pies a cabeza sólo alpensar en la cara que pondría su padre si llega-se a entrar en aquel momento. Por eso mirabasin cesar al reloj, para calcular si su primo po-dría desayunarse antes de que el padre estuvie-se de vuelta.

–– Tranquilízate, Eugenia; si tu padre compa-rece, yo cargaré toda la responsabilidad ––ledijo la señora Grandet.

A Eugenia se le saltó una lágrima.

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––¡Mamá de mi alma ––exclamó––, no te hequerido como mereces!

Carlos, después de haber dado mil vueltas enla habitación, acabó por bajar. Por suerte noeran más que las once. El demontre de pari-siense se acicaló con tanto cuidado como si sehubiese encontrado en el castillo de la damaque viajaba por Escocia. Entró con el aire afabley risueño que tan bien sienta a la juventud yque produjo a Eugenia una emoción agridulce.Había aceptado, con inmejorable humor, elhundimiento de sus castillos de Anjou y saludóalegremente a su tía.

––¿Pasó usted bien la noche, querida tía? ¿Yusted, primita?

––Muy bien, caballero, ¿y usted? ––contestó laseñora Grandet.

––Yo, perfectamente.

––Debe usted tener apetito, primo ––dijo Eu-genia––. Siéntese usted a la mesa.

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En general, no tomo nada hasta mediodía,que es la hora que me levanto. Pero ayer, du-rante el camino, me trataron tan mal, que voy aobedecerle. Por otra parte...

Sacó del bolsillo el reloj más delicioso quehaya salido de manos de Breguet.

––¡Ah, pero si son las once! He sido madru-gador.

––¿Madrugador...? ––dijo la señora Grandet.

––Sí; pero quería arreglar mi ropa. Pues bien,comeré cualquier cosa, un poco de perdiz o depollo.

––¡Ave María purísima! ––gritó Nanón al oírtales palabras.

"Una perdiz", decíase Eugenia, que habríaquerido comprar uno con todo su peculio.

––Venga a sentarse ––le dijo su tía.

El dandy se dejó caer sobre el sillón como unalinda mujer sobre un diván. Eugenia y su ma-

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dre tomaron sillas .y se sentaron cerca de éldelante del fuego.

––¿Viven ustedes siempre aquí? ––les pregun-tó Carlos que encontraba aquella sala más fea, ala luz del día, que la víspera a la de las velas.

–– Siempre ––contestó Eugenia, mirándole––,excepto durante la vendimia. Entonces vamos aayudar a Nanón y nos instalarnos todos en laabadía de Noyers.

––¿No van nunca de paseo? ––Alguna vez, losdomingos al salir de vísperas, cuando hacebuen tiempo –dijo la señora Grandet––, nosllegamos hasta el puente o vamos a ver el henorecién segado.

––¿Tienen ustedes teatro?

––¡Ir al teatro! ––exclamó la señora Grandet––,¡a ver a los cómicos!; pero caballero, ¿no sabeusted que es pecado mortal?

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––Tenga usted, señor ––––díjole Nanón sir-viéndole los huevos––, aquí le vamos a dar lospollos con cáscara.

–– ¡Oh, qué bien! ¡Huevos frescos! ––exclamó Carlos, que semejante en esto a laspersonas acostumbradas al lujo, ya no pensabaen su perdiz––. ¡Delicioso! Si tuviese usted unpoco de manteca, amiga mía...

––¡Manteca!, se quedan pues, ustedes, sin tos-tada ––––dijo la sirvienta. ––¡Por Dios, sirve lamanteca, Nanón! ––exclamó Eugenia.

La muchacha examinaba a su primo mientraspartía las tiras de pan y experimentaba tan granplacer como el que siente la más sensible mo-dista de París viendo representar un melodra-ma en el que triunfe la inocencia. Hay que re-conocer que Carlos, educado, por una madrellena de gracia, perfeccionado por una damaelegante, tenía gestos delicados, finos encanta-dores como puedan serlo los "de una dulce due-ña. La compasión y la ternura de una muchacha

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ejercen, realmente, una influencia magnética.Carlos, al verse objeto de las atenciones de suprima y de su tía, no pudo sustraerse al flujo desentimientos que se dirigían hacia el y que, pordecirlo así, le inundaban. Lanzó a Eugenia unade esas miradas brillantes de bondad y de cari-cias, una mirada que parecía sonreír. Y al con-templar a Eugenia, se dio cuenta de la exquisitaarmonía de facciones de aquel rostro purísimo,de su actitud inocente, de la mágica claridad desus ojos en los que asomaban tiernos pensa-mientos de amor y en que el deseo ignoraba to-davía la voluptuosidad.

––Le aseguro, querida prima, que si estuvieseen un palco de la ópera, vestida de gala, mi tíatendría toda la razón del mundo; no serían po-cos los pecados que se iban a cometer por suculpa. Los hombres se morirían de codicia y lasmujeres de envidia.

Eugenia se sonrojó.

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––¡Oh! ¡Por Dios, no se burle usted de unapobre provinciana!

––Si me conociese usted, primita, sabría yaque detesto la burla. Es algo que marchita elcorazón y que ofende los sentimientos.

Y así diciendo mordió con verdadero gusto latira de pan untado de mantequilla.

––No; probablemente no soy lo bastante ocu-rrente para reírme de los demás, y este defectome perjudica mucho. En París saben asesinar aun hombre con sólo decir: "Tiene buen cora-zón." Porque esta frase significa en lenguajecorriente: "Ese pobre chico es tonto como unrinoceronte." Pero como soy rico y les constaque puedo derribar una muñeca al primer tiro,a treinta pasos de distancia y con cualquier cla-se de pistola, nadie se atreve a tomarme el pelo.

––Lo que dice usted, sobrino, indica buen co-razón.

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––¡Qué linda sortija lleva usted! ––dijo Euge-nia––. ¿Me la deja ver?

Carlos tendió la mano y Eugenia se ruborizóel sentir que las yemas de sus dedos rozaban lasuñas rosadas de su primo.

––Mira, mamá, qué trabajo más precioso.

––¡Oh, cuánto oro lleva! ––dijo Nanón al traerel café.

––¿Qué es eso? ––preguntó Carlos riendo.

Y señalaba un pote oblongo de barro pardobarnizado por fuera y esmaltado por dentro,orlado por

una franja de ceniza, en. cuyo fondo caía elcafé, para volver a la superficie del líquido hir-viente.

––Es café hervido ––dijo Nanón. ––¡Ah, que-rida tía, por lo menos voy a dejar un recuerdobienhechor de mi paso por aquí! ¡Qué atrasados

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están! Les voy a enseñar a hacer buen café enuna cafetera a la Chapta!.

Probó de explicar en qué consistía aquel sis-tema de cafetera:

––¡Uy!, si hay tantos chismes como dice ––exclamó Nanón––, una tendrá que pasarse lavida haciendo café. No cuente conmigo. Entretanto, ¿quién iría a coger hierba para la vaca?

––Yo soy la que lo haré ––dijo Eugenia.

––¡Chiquilla! ––dije, la señora Grandet miran-do a su hija.

Al sonar aquella palabra, que recordaba ladesgracia que estaba a punto de abalanzarsesobre el infeliz muchacho, las tres mujeres secallaron y lo contemplaron con una expresiónde lástima que le alarmó.

––¡Chitón! ––dijo la señora Grandet a Euge-nia, que iba a contestarle––. Ya sabes, hija mía,

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que tu padre quiere encargarse de hablar a estecaballero...

––Llámeme Carlos ––dijo el joven Grandet.

––¡Ah, se llama ––usted Carlos! Bonito nombre––exclamó Eugenia. Las desgracias presentidasocurren casi siempre. Nanón, la señora Grandety Eugenia que pensaban, y no sin un escalofrío,en la vuelta del tonelero, oyeron un golpe depicaporte cuya sonoridad les era harto conoci-da.

—¡Aquí esta papá! ––dijo Eugenia. Retiró elplatillo en que estaba el azúcar y dejó sólo unosterrones sobre el mantel, Nanón se llevó el platode huevos. La señora Grandet se irguió comouna cierva espantada. Fue un arrebato de páni-co que sorprendió a Carlos, pues no sabía a quéatribuirlo.

––¿Pero qué les sucede? ––preguntó.

––Papá está aquí ––dijo Eugenia.

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––¿Y eso qué...?

Entró el señor Grandet y con un solo vistazoque echó sobre la mesa y sobre Carlos lo viotodo.

––¡Ah!, ¡ah! ¡Conque hubo festín para el so-brino! ¡Muy bien, está muy bien, pero que muybien! ––dijo sin tartamudear––. Cuando el gatoestá fuera, bailan los ratones.

"¿Festín?", se preguntó Carlos, incapaz decomprender el régimen y las costumbres deaquella casa.

––Dame mi vaso, Nanón ––dijo el viñador.

Eugenia trajo el vaso. Grandet sacó de su fal-triquera un cuchillo con mango de cuerno, cortóuna rebanada de pan, la untó con un poco demanteca y se puso a comer en pie. En aquelprecioso momento, Carlos echaba azúcar a sucafé. El tío Grandet recibió los pedazos de azú-car y volvió los ojos a su mujer que palideció y

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dio tres pasos; se inclinó sobre el oído de la po-bre vieja y le dijo:

––De dónde has sacado este azúcar?

––Nanón ha ido a buscarlo a casa Fessard,porque no quedaba.

Es imposible imaginar el interés profundoque aquella escena muda tenía para las tresmujeres. Nanón había abandonado la cocina ymiraba la sala para ver cómo se resolvería elasunto. Carlos, que ya había probado el café ynotado que aún estaba amargo, buscó el azúcardel que Grandet ya se había apoderado.

––¿Qué quiere usted., sobrino? ––le dijo el extonelero.

––El azúcar.

––Añada usted leche ––respondiólo el amo dela casa––, y verá cómo el café se endulza.

Eugenia tomó otra vez el plato que hacía lasveces de azucarero, y que Grandet ya había

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guardado y lo volvió a poner sobre la mesa,mientras contemplaba con serenidad a su pa-dre. La parisiense que, para facilitar la fuga desu amante, sostiene con sus débiles brazos unaescala de seda, no usa de más valor que Eu-genia al volver a poner el azúcar sobre la mesa.

Y mientras el amante recompensará a la pari-siense que le muestra, orgullosa, su brazo ma-gullado, en que cada vena lastimada, recibe unhalago de besos y de lágrimas, Carlos no debíaenterarse nunca de las profundas conmocionesque rompían el corazón de su prima, que sentíallamear sobre ella la mirada del viejo tonelero.

––¿No comes, esposa? Adelantóse la pobreilota, cortó con mano torpe un pedazo de pan ytomó 'una pera. Eugenia ofreció audazmente asu padre un racimo de uvas diciéndole:

––¡Prueba mis conservas, papá! Usted tam-bién las probará, primo. Fui a buscar para ustedestos racimos tan hermosos.

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––––¡Oh! Si no se les paran los pies van a sa-quear todo Saumur para, obsequiarle. Cuando–– haya terminado, sobrino, iremos juntos aljardín; tengo que contarte algo que no es muyazucarado.

Eugenia y su madre lanzaron una mirada aCarlos, cuya expresión no pudo engañarles.

––Tío, ¿qué significan éstas palabras? Desdela muerte de mi pobre madre. . . ––al decir estose le ablandó la voz––, no hay para mí desgra-cia posible...

––Sobrino, ¿quién puede prever con qué clasede aflicciones querrá Dios probarnos todavía? ––le dijo su tía.

––Ta, ta, ta ––dijo Grandet––; Ya empezamoscon tonterías. Veo con pena, querido sobrino,tus lindas manos blancas.

Y diciendo esto, le mostraba las callosas y ve-lludas manos que pendían de sus brazos.

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––¡Éstas son manos para rebanar escudos! Lehan educado a usted para enfundar sus pies enla piel

con que se fabrican las carteras en que noso-tros guardamos los billetes de Banco. ¡Malacosa! ¡Muy mala cosa!

––¿Qué quiere usted decir, tío? ¡Que me as-pen si le entiendo una sola palabra!

––Venga usted ––dijo Grandet. El avaro cerrócon. estrépito la hoja de su cuchillo, bebió elúltimo trago de vino y abrió la puerta.

––¡Valor, primo, valor!

El acento de la muchacha heló el corazón deCarlos que siguió a su terrible pariente, presade mortal inquietud. Eugenia, su madre y Na-nón fuéronse a la cocina, movidas por una irre-sistible curiosidad, a espiar a los dos actores dela escena que iba a desarrollarse en el húmedojardincillo. El tío paseó un rato silenciosamentecon el sobrino. No es que a Grandet se le traba-

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se la lengua al tener que comunicar a Carlos lamuerte de su padre, es que experimentaba unaespecie de compasión al saberlo sin un escudo,y buscaba las fórmulas para endulzar la expre-sión de tan cruel realidad. Decirle: "Ha perdidousted a su padre", era no decirle nada. Los pa-dres suelen morir antes que los hijos. Pero de-cir: "Se ha quedado usted con la noche y el día;no tiene usted la menor fortuna",eso sí que erareunir en pocas palabras todas las desgraciasdel mundo. Por eso, el viejo recorrió por terceravez la avenida del centro, cuya arena crujía bajolos pies. En las grandes circunstancias de lavida, el alma se adhiere con extraordinario ape-go a los lugares en que las dichas o las desdi-chas se abaten sobre nosotros. Así es como Car-los examinaba, con particular atención los bojesde aquel jardincillo, las pálidas hojas que caíande los árboles, las contorsiones de los frutales,detalles todos que debían estar grabados en surecuerdo, mezclados eternamente a aquella

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hora suprema, gracias a la peculiar mnemotec-nia de las pasiones.

––Hace buen día, hace calor, ––dijo Grandet,aspirando una gran bocanada de aire.

––Sí, tío... ¿Pero por qué...? ––Pues, sí, mucha-cho, tengo que darte malas noticias. Tu padreestá muy malo...

––¿Por qué estoy aquí, entonces? ––dijo Car-los––. ¡Nanón! ––gritó-. ¡Caballos de posta! Al-gún coche encontraré en la localidad ––agregóvolviéndose hacia su tío, que le escuchaba in-móvil.

––No hacen falta caballos ni coche ––––respondió Grandet mirando a Carlos, que sequedó callado y con los ojos fijos––. Sí, mi pobreamigo, veo que lo adivinas: ha muerto. Peroesto no es nada. Hay algo más grave; se ha pe-gado un tiro en la sien.

––¿Mi padre...?

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––Sí. Pero no es esto todo. Los periódicos seocupan del asunto como si estuviesen en suderecho. Toma, lee.

Grandet, que se había quedado el periódicode Cruchot, puso el fatal artículo bajo la vistade Carlos. En aquel momento, el pobre mucha-cho, todavía en la edad en que los sentimientosse manifiestan con ingenuidad, rompió a llorar.

"Vamos, no está mal ––se dijo Grandet––. Susojos me daban miedo. Llora, eso quiere decirque está salvado..."

––Pero eso no es lo peor, sobrino ––volvió adecir Grandet en alta voz, sin saber si Carlos leescuchaba––, eso aún no es lo peor; te con-solarás, pero...

––¡Nunca! ¡Nunca! ¡Pobre papá...!

––Te ha arruinado; no te queda un cuarto.

—¿Qué, me importa a mí eso? ¿Dónde está mipadre? ¡Papá!

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El llanto y los sollozos repercutían entre aque-llos muros de una manera horrible. Las tresmujeres, conmovidas, lloraban; las lágrimas sontan contagiosas como puede ser la risa. Carlos,sin escuchar a su tío, echó a correr al patio, en-contró la escalera, subió a su cuarto y se echó debruces sobre la cama, y con la cara hundida enlas sábanas, lloró a sus anchas lejos de sus pa-rientes.

––Hay que dejar pasar el primer chaparrón ––dijo Grandet al volver a la sala, donde Eugeniay su madre se habían apresurado a reinstalarseen sus sitios y trabajaban con mano trémuladespués de haberse secado los ojos––. Pero esemuchacho no sirve para nada; se ocupa más delos muertos que del dinero.

Eugenia se estremeció al oír que su padre seexpresaba de aquel modo sobre el más sagradode los dolores. Desde aquel momento empezó ajuzgar a su padre. Aunque mitigados por ladistancia, los sollozos de Carlos resonaban en

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toda la casa, y su hondo gemido que parecíavenir de debajo de tierra, no cesó hasta la no-che, después de haberse ido debilitando gra-dualmente.

––¡Pobre muchacho! ––suspiró la señoraGrandet.

¡Fatal exclamación! El tío Grandet miró a sumujer, a Eugenia, al azucarero; se acordó delextraordinario desayuno preparado para el pa-riente infeliz y se plantó en medio de la sala.

––¡A ver! Supongo ––dijo, con su calma habi-tual ––que no van a continuar sus prodigalida-des, señora Grandet. No os doy mi dinero paraatiborrar de azúcar a ese joven extravagante,

––Mi madre no tiene nada que ver con eso ––dijo Eugenia––. Soy yo la que...

––Será porque eres mayor de edad, que yapiensas en contrariarme ––repuso Grandet inte-rrumpiendo a st hija––. Piensa, Eugenia...

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––Padre, el hijo de su hermano no debía care-cer en casa de...

––¡Ta, ta, ta, ta! ––dijo el tonelero sobre cuatrotonos cromáticos––. ¡El hijo de mi hermano––por aquí, mi sobrino por allá! Nada tenemosque ver con Carlos; no tiene un cuarto partidopor la mitad. Y en cuanto ese lechuguino hayaderramado todas sus lágrimas, tomará el por-tante. No quiero que meta la revolución en casa.

––¿Qué es eso de quebrar, padre? ––preguntóEugenia.

––Quebrar ––dijo Grandet––, es cometer la ac-ción más deshonrosa que puede cometer unhombre.

––Sí que debe ser gran pecado ––dijo la seño-ra Grandet––, y nuestro hermano debe habersecondenado.

––Vamos, ya estás tú con tus letanías –– dijoel viejo a su mujer encogiéndose de hombros––.Quebrar ––prosiguió––, es un robo que por

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desgracia la ley toma bajo su protección. Lagente ha dado su dinero a Guillermo Grandet,fiando en su reputación de probidad y de hon-radez; él se ha quedado con todo sin dejarleotro consuelo que el de maldecirle. El salteadorde caminos es más digno que el quebrado;aquél te ataca directamente y puedes de-fenderte; se juega la cabeza; mientras que elotro... En fin, que Carlos está deshonrado.

Tales palabras resonaron en el corazón de lapobre muchacha y la agobiaron con todo supeso. Su ingenua probidad no conocía ni lasmáximas del mundo, ni sus razonamientos cap-ciosos, ni sus sofismas; aceptó, pues, la atrozexplicación que le daba su padre del significadode la quiebra, sin hacerle notar la diferencia quehay entre una. quiebra involuntaria y una quie-bra fraudulenta.

––¿Y usted, padre, no ha podido impedir se-mejante desgracia?

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––Mi hermano no me ha consultado y, ade-más debe cuatro millones.

––¿Cuánto es un millón? ––preguntó la mu-chacha con el candor de un niño que cree poderhallar fácilmente lo que necesita.

––¿Un millón? –– dijo Grandet–– . Pues, unmillón de piezas de veinte sueldos, y se necesi-tan cinco piezas de veinte sueldos para hacercinco francos.

––¡Dios mío! ¡Dios mío! ––exclamó Eugenia––.¿Cómo pudo mi tío llegar a tener cuatro millo-nes? ¿Habrá en Francia otro que reúna tantosmillones?

El tío Grandet se acariciaba la barbilla, sonreíay su lobanillo parecía dilatarse.

––¿Qué va a ser, pues, de mi primo?

––Embarcará para América, donde, cum-pliendo los últimos deseos de su padre, probaráde hacer fortuna.

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––Pero, ¿tiene dinero para ir tan lejos?

––Yo le pagaré el viaje... hasta... hasta Nantes.

Eugenia abrazó a su padre.

––¡Ah, padre, qué bueno es usted?

Le abrazó de modo que casi logró avergonzara Grandet cuya conciencia no estaba muy tran-quila.

––¿Se necesita mucho tiempo para reunir unmillón? ––le preguntó.

––¡Ahí es nada! ––dijo el tonelero––. ¿Tú sabeslo que es un napoleón? Pues bien, hacen faltacincuenta mil para formar un millón.

–– Mamá, mandaremos decir novenas por él.

––Ya lo había pensado ––contestó la madre.

––¡Todo acaba en lo mismo! Siempre gastan-do dinero ––exclamo el padre––. Lo menosimagináis que aquí nadamos en la abundancia.

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En aquel momento un lamento sordo, más lú-gubre que todos los precedentes resonó en eldesván y heló de terror a Eugenia y a su madre.

––¡Nanón, sube a ver, que no se nos matetambién! –– dijo Grandet––. ;Ah, te digo yo! ––prosiguió, volviéndose hacia si. mujer y su hija,que sus palabras habían hecho palidecer––,mirad de no haber más tonterías, vosotras dos.Os dejo. Voy a hablar con los holandeses, quese van hoy. Después iré a ver, a Cruchot yhablar con él de todo esto.

Se fue. Cuando Grandet cerró la puerta, Eu-genia y su madre respiraron a sus anchas. An-tes de aquella mañana, Eugenia no se había sen-tido nada cohibida ante su padre; pero de unashoras a aquella parte, no paraba, de cambiar deideas y de sentimientos.

––Mamá, ¿cuántos luises dan por un tonel devino?

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––Tu padre vende los suyos entre ciento yciento cincuenta francos, a veces hasta doscien-tos, por lo que he oído decir.

––¿Y cuándo recoge mil cuatrocientos tonelesde vino... ?

––Hijita, no me preguntes cuánto hace; tu pa-dre no me dice una palabra nunca de sus nego-cios.

––Pero, eso quiere decir que papá debe de serrico.

––Tal vez sí. Pero el señor Cruchot me dijoque hace dos años compró Friedfond y esto lehará andar mal.

Como Eugenia no sabía una jota de la fortunade su padre, no prosiguió sus cálculos.

––¡Ni siquiera me ha visto, el niño bonito! ––dijo Nanón al volver––. ¡Está tendido sobre lacama y llora como una Magdalena que es una

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bendición! ¡Que pena tan grande, la que tieneese pobre señorito!

––Anda, mamá, subamos a consolarlo y sillaman volveremos aquí en seguida.

La señora Grandet no pudo resistir la armo-niosa voz de su hija. Eugenia era sublime; eratoda una mujer. Las dos, palpitante el corazón,subieron al cuarto de Carlos. La puerta estabaabierta. El muchacho no oía ni veía nada. Su-mido en su llanto, lanzaba gemidos inarticula-dos.

––¡Cómo quería a su padre! ––dijo Eugenia envoz baja.

Ni había modo de oír el acento con que pro-nunciaba estas palabras sin descubrir las espe-ranzas de un corazón que, sin saberlo, estabaapasionado. La señora Grandet dirigió a su hijauna mirada henchida de sentimiento maternal ysusurró al oído:

––Ten cuidado, no vayas a enamorarte de él.

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––¡Enamorarme! ––repuso Eugenia––. ¡Ay, sisupieras lo que ha dicho mi padre!

Carlos se volvió y notó la presencia de su tía yde su prima.

––He perdido a mi padre, a mi pobre padre.Si me hubiese confiado el secreto de su desgra-cia, los dos hubiésemos trabajado para reparar-la. ¡Dios mío! ¡Pensar que estaba tan seguro devolver a ver a mi padre que hasta creo que lebesé fríamente... !

Los sollozos no le dejaron continuar.

––Rezaremos por él ––dijo la señora Gran-det—. Resígnese usted a la voluntad divina.

–– Primo ––dijo Eugenia––, ¡tenga usted va-lor! Su pérdida no tiene ya remedio; pienseahora en salvar su honor...

Con ése instinto y esa delicadeza de la mujerque pone inteligencia en cuanto toca, inclusocuando consuela, Eugenia quiso mitigar el do-

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lor de su primo, obligándole a ocuparse de símismo.

––¿Mi honor...? ––preguntó el muchacho,echando atrás su cabello con un movimientobrusco.

Y se sentó en la cama, cruzando los brazos.

––¡Ah, es vedad! Mi padre, según dijo mi tío,ha quebrado. Lanzó un grito desgarrador yescondió la cara entre las manos.

––¡Déjeme, prima, déjeme! ¡Dios mío, perdo-nad a mi padre! ¡Cómo ha debido sufrir!

Algo había de horriblemente atractivo en elespectáculo de aquel dolor joven y verdadero,sin cálculo y sin doblez. Cuando Carlos, hizoun ademán para pedirles que le abandonasen,los corazones ingenuos de Eugenia y de su ma-dre comprendieron a maravilla el púdico dolorque se lo dictaba.

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Volvieron a bajar, ocuparon otra vez y en si-lencio sus sitios junto a la ventana, y trabajarondurante cerca de una hora sin cruzar una pa-labra. Eugenia, con la mirada furtiva que habíaechado al equipaje de su primo, había visto lasencantadoras fruslerías de su ajuar, las tijeras,las navajas con incrustaciones de oro. Aquelalarde de lujo, entrevisto a través del dolor,quizá por contraste, tornó más interesante a susojos la figura de Carlos. Aquellas dos mujeresno habían presenciado jamás un acontecimientotan dramático, tan grave que trastornaba susimaginaciones perpetuamente sumidas en lasoledad y en la calma.

––Mamá ––dijo Eugenia––, ¿llevaremos lutopor mi tío?

––Tu padre lo decidirá ––contestó la señoraGrandet.

Quedaron otra vez silenciosas. Eugenia siguiócogiendo puntos con una regularidad de mo-vimientos que no hubiese dejado revelar a un

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buen observador las fecundas reflexiones a queestaba entregada. El primer deseo de aquellaadorable muchacha era participar en el duelode su primo.

A eso de las cuatro, un brusco golpe de pica-porte retumbó en el corazón de la señora Gran-det.

––¿Qué tendrá tu padre? ––dijo ésta a su hija.

El viñador entró gozoso. Luego que se quitólos guantes, se frotó las manos con tanta fuerzaque parecía querer arrancarse la piel, por lodemás, curtida como cuero de Rusia, salvo elolor de incienso que se echaba de menos

Se paseaba, mirando el tiempo. Por fin, se leescapó el secreto.

––Mujer ––dijo sin tartamudear––, los he en-redado a todos. Nuestro vino está vendido.Holandeses y belgas se iban esta mañana; yome pongo a pasear por delante de su posada,como si estuviese pensando en las musarañas.

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Fulano, al que tú conoces, ha venido a mi en-cuentro. Los propietarios de todos los viñedosbuenos guardan su cosecha y quieren ver venir;¡allá ellos! Yo no les he dicho ni que sí ni queno. Nuestro belga estaba desesperado. Le hevisto. Y, negocio concluido: toma nuestra cose-cha a doscientos francos el tonel, la mitad alcontado. Me paga en oro. Las letras están ex-tendidas aquí, tienes seis luises para ti. Dentrode tres meses bajarán los vinos.

Pronunció las últimas palabras con un tonoapacible, pero tan profundamente irónico, quelos ––vecinos de Saumur, en aquel momentoreunidos en la plaza y anonadados por la noti-cia de que Grandet acababa de vender su cose-cha, se habrían estremecido si lo hubiesen oído.Un pánico irresistible hubiera hecho bajar elvino en un cincuenta por ciento.

––Tiene usted mil toneles este año, ¿verdad,padre? ––dijo Eugenia.

––Sí, hijita.

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Aquella palabra encarnaba la; suprema ex-presión de la alegría del tonelero.

––Lo cual representa doscientas mil piezas deveinte sueldos.

–– Sí, señorita Grandet

––Pues bien, papá, usted puede perfectamen-te socorrer a Carlos. La sorpresa, la cólera, laestupefacción de Baltasar al leer el Mane ThécelFares no son nada junto a la fría indignación deGrandet, que, olvidado ya de su sobrino, se loencontraba metido en el corazón y en los cálcu-los de su hija.

––¡Ah, demontre! Desde que ese lechuguinoha puesto los pies en mi casa todo anda al re-vés, Parece que no estéis más que para comprarconfites y organizar festejos. Pues no me da lagana. ¡Tengo edad, supongo, para saber cómodebo conducirme! No reciba lecciones de mihija ni de nadie. Haré por mi sobrino lo quecrea conveniente, sin que tengáis que meter

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baza en ello. En cuanto a ti, Eugenia ––agregó,dirigiéndose a ella––, no me hables más delasunto, si no quieres que te mande a la abadíade Noyers con Nanón para que sepas quién soyyo; y como te atrevas a chistar, vas mañanamismo. ¿Dónde anda ese muchacho? ¿No habajado?

––No, amigo mío ––respondió la señoraGrandet.

––¿Pues qué hace?

––Llora a su padre ––contestó Eugenia.

Grandet miró a su hija sin saber qué decirle.Se sentía padre, en cierto modo. Después de darun par de vueltas por la sala, subió a su gabine-te a meditar sobre el empleo del dinero en fon-dos públicos. Las doscientas fanegas de bosqueque había mandado talar le habían procuradoseiscientos mil francos, sumando a esta canti-dad el producto de sus álamos, sus rentas delaño pasado y del corriente, más los doscientos

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mil francos de la venta que acababa de contra-tar, reunía una suma de novecientos mil fran-cos. Le tentaba el veinte por ciento que podíaganar en poco tiempo con la renta del Estadoque estaba a setenta francos. Hizo númerossobre el periódico en que se anunciaba la muer-te de su hermano, oyendo, sin escucharlos, losgemidos de su sobrino. Nanón llamó a la paredpara invitar a su atrio a bajar, porque la comidaestaba servida. Al poner el pie en el último es-calón, ya bajo la bóveda, se dijo:

"Como sacaré un interés del ocho por ciento,voy a hacer la operación. En dos años, tendréciento cincuenta mil francos, que retiraré deParís en buena moneda de oro." Y preguntó envoz alta:

–– ¿Dónde está mi sobrino? ––Dice que noquiere comer ––contestó Nanón— Y hace muymal.

––Todo esto nos ahorramos ––le replicó elamo.

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––¡Caramba, eso sí! ––dijo la criada.

––¡Bah! No estará llorando toda la vida. Elhambre saca al lobo del bosque.

La comida se deslizó en un .extraño silencio.

––Amigo mío ––dijo la señora Grandet––, serápreciso que nos pongamos de luto.

––La verdad es, señora Grandet, que no sa-béis qué inventar para gastar dinero. El luto selleva en el corazón y no en la ropa.

––Pero el luto de un hermano es obligatoria yla Iglesia nos manda...

––Compra el luto con tus cinco luises. A míme daréis un crespón y con esto me bastará.

Eugenia alzó los ojos al cielo sin decir palabra.Por primera vez en su vida, sus generosas incli-naciones, adormecidas y sofocadas, se desper-taron de repente para verse contrariadas decontinuo. Aquella velada fue semejante en apa-riencia, a mil veladas de su monótona existen-

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cia; pero sin duda la más horrible de todas. Eu-genia trabajó sin levantar cabeza y no utilizónada del –– necessaire que Carlos había desde-ñado la víspera. La señora Grandet siguióhaciendo sus mangas. Grandet pasó cuatrohoras sin hacer nada, sumido en cálculos cuyoresultado debía, al día siguiente, ser la admira-ción de Saumur. Nadie vino aquella noche avisitar a la familia. En aquel momento, toda laciudad comentaba con pasión la hazaña deGrandet, la quiebra de su hermano y la llegadade su sobrino. Cediendo a la necesidad de char-lar de sus intereses comunes, todos los propie-tarios de los viñedos de Saumur, de la clase altay de la medra estaban en casa del señor Gras-sins, donde se lanzaban terribles imprecacionescontra el ex alcalde.

Nanón hilaba, y el miedo de su rueca fue elúnico sonido que se oyó bajo el techo gris de lasala.

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––No se dirá que gastemos la lengua ––exclamó la criada, enseñando sus dientes blan-cos y grandes como almendras peladas.

––No se debe gastar nada ––respondió Gran-det, despertando de sus meditaciones.

Se veía en perspectiva con sus ocho millonesdentro de tres años y navegaba sobre aquellaextensa capa de oro.

––Acostémonos ya. Yo iré a dar las buenasnoches a mi sobrino en nombre de todos y versi quiere tomar algo.

La señora Grandet se paró en el primer des-cansillo de la escalera para escuchar la conver-sación que iba a desarrollarse entre Carlos y elex tonelero.

––¡Conque tienes mucha pena, sobrino! Sí,llora, es natural. Un padre es siempre un padre.Pero hay que tomar las desgracias con pa-ciencia. Yo me ocupo de ti mientras estás llo-rando. Soy buen pariente, créeme. Vamos, un

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poco de ánimo, muchacho. ¿Quieres un vaso devino? El vino de Saumur no cuesta nada. Aquíse ofrece vino como en la India una taza de té.Pero, estás sin luz. ¡Mala cosa, mala cosa! Hayque ver claro lo que se hace.

Grandet fue hacia la chimenea.

––¡Carmaba! ––exclamó––, aquí tienes unabujía. ¿De dónde habrán sacado esta bujía? Lascondenadas harían leña del techo de mi casapara tener con qué calentar la comida a estemuchacho.

Al oír tales palabras, la madre y la hija se re-fugiaron corriendo en sus cuartos y se metieronen la cama, veloces como ratones que vuelvendespavoridos a sus escondites.

––¿Señora Grandet, usted por lo visto tiene untesoro? ––dijo el marido, entrando en la habita-ción 'de su mujer.

––Amigo mío, estoy rezando, espera ––contestó con voz alterada la pobre madre.

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––;Al diablo con tu Dios! ––replicó Grandet,refunfuñando.

Los avaros no creen en una vida futura; elpresente es su reino. Esta reflexión proyectauna viva claridad sobre la época actual en que,más que en otra alguna, el dinero domina lasleyes, la política y las costumbres, instituciones,libros, hombres y doctrinas todo labora por mi-nar la creencia en una vida futura, en que, des-de hace dieciocho siglos descansa el edificiosocial. Hoy día el ataúd es un tránsito que ape-nas espanta. El porvenir que nos aguardabamás allá del Requiem, se ha transportado al pre-sente. Llegar, por fas o por nefas al paraíso te-rrestre del lujo y de los goces vanos, petrificarseel corazón y macerarse el cuerpo sin más objetoque la posesión de bienes efímeros, del mismomodo que antaño se sufría martirio por el logrode los bienes eternos, ésta es la idea general,idea que se halla escrita en todas partes, inclusoen las leyes, que preguntan: "¿Cuánto pagas?",en. vez de preguntar: "¿Qué piensas?" Cuando

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semejante doctrina habrá pasado de la bur-guesía al pueblo, ¿qué va a ser del país?

––Señora Grandet, ¿has acabado? ––dijo elviejo tonelero.

––Amigo mío, ruego por ti.

––¡Muy bien! Buenas noches. Hablaremosmañana.

La pobre mujer se durmió como el párvuloque ha dejado de aprenderse la lección y temeencontrar al despertar el rostro irritado delmaestro. En el momento en que se acurrucababajo las sábanas para no oír nada, Eugenia se leacercó en camisa con los pies descalzos, y lebesó en la frente.

––¡Oh, mamá ––le dijo––, mañana le diré quefui yo!

––No, que te mandaría a Noyers. Déjame amí, no se me comerá.

––¿Oyes, mamá? Todavía está llorando.

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––Ve a la carrìa, hija mía; te vas a enfriar, elsuelo está húmedo. Así terminó el día solemneque debía pesar sobre toda la vida de la herede-ra a un tiempo rica y pobre; su sueño no fue yatan profundo Y tan puro como había sido hastaentonces. A menudo, ciertas acciones de la vidahumana se diría que son inverosímiles, aunqueverdaderas. Mas no se deberá esto al hecho deque nos olvidamos casi siempre de proyectarsobre nuestras determinaciones espontáneas'cierta claridad psicológica que podría poner derelieve las misteriosas razones que las hicieronnecesarias.

La profunda pasión de Eugenia debería quizáanalizarse en sus fibras más tenues porque,como dirían determinados espíritus burlones,degeneró en una enfermedad e influyó en todasu existencia. Gentes hay que prefieren negarlos desenlaces que medir la fuerza de los lazos,de los nudos, que, en el orden moral, unen se-cretamente un hecho a otro. En nuestro caso, elpasado de Eugenia saldrá fiador, para los ob-

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servadores de la naturaleza humana, de la in-genuidad de irreflexión y de la espontaneidadde las efusiones de su alma Porque su vidahabía sido tan sosegada hasta entonces, podíala piedad femenina, que es el más ingenioso delos sentimientos, desplegarse ahora con mayortumulto. No es extraño que, impresionada porlos acontecimientos de la jornada, se desvelasevarias veces durante la noche para escuchar asu primo, cuyos suspiros repercutían, desde lavíspera, en su corazón. Tan pronto lo imagina-ba muriéndose de pena como muriéndose dehambre. Hacia la madrugada oyó una terribleexclamación. Se vistió con presteza y al amane-cer, con paso leve entró en el cuarto de su pri-mo, que había dejado la puerta abierta. La bujíase había consumido sobre la arandela del can-delabro. Carlos, vencido por la fatiga, dormíavestido, sentado sobre un sillón, con la cabezaapoyada en la cama; soñaba como sueñan losjóvenes que tienen el estómago vacío. Eugeniapudo llorar a sus anchas; pudo admirar aquel

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rostro joven, pálido por el dolor, aquellos ojoshinchados por las lágrimas, y que, aun en sue-ños parecían seguir llorando. Por simpatía, Car-los adivinó la presencia de Eugenia, entreabriólos ojos y la vio enternecida.

––Perdóname, prima ––––dijo sin saber enqué hora ni en qué sitio estaba.

––Hay aquí corazones que le escuchan yhemos creído que necesitaba usted algo.

––Debería acostarse; tal como está no hacemás que fatigarse.

––Tiene razón.

––Me voy. Adiós.

Se escapó, contenta y avergonzada de habervenido. Solamente la inocencia tiene estas au-dacias. Cuando está instruida la virtud calculatan bien como el vicio. Eugenia, que mientrasestuvo junto a su primo no había temblado,cuando Volvió a entrar en su cuarto apenas

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pudo sostenerse sobre sus piernas. De repentese había desvanecido su ignorancia; se puso areflexionar y se hizo mil reproches: "¿Qué idease formará de mí? Creerá que le quiero" Eraesto precisamente lo que deseaba más vivamen-te que creyese. El amor. ¡Qué gran suceso parauna muchacha solitaria aquella entrada furtivaen el cuarto de un hombre joven! ¿No hay pen-samientos y acciones que para determinadasalmas equivalen a santos esponsales? Una horadespués entró en la habitación de su madre y laayudó a vestirse como acostumbraba. Juntasbajaron a sentarse ante la ventana, y esperarona Grandet con esta ansiedad que, según los ca-racteres, hiela o calienta el corazón, lo oprime olo dilata, cuando se espera una discusión, uncastigo; sentimiento éste tan natural que lo ex-perimentan los mismos animales domésticos.¿No los habéis visto gritar por un ligero castigoy sufrir en silencio la herida que se han causadopor descuido? El tonelero bajó, pero habló dis-traídamente a su mujer, besó a Eugenia y se

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sentó a la mesa como si no se acordara de lasamenazas de la víspera.

––¿Qué hará mi sobrino? Poco molesta el mu-chacho.

––Está durmiendo, señor ––contestó Nanón.

––Mejor, así no necesitará bujía ––murmuróGrandet con acento socarrón.

Aquella clemencia desacostumbrada, aquellaalegría amarga sorprendió á la señora Grandetque miró muy atentamente a su marido. Elbueno de Grandet... (y quizá será oportunohacer notar aquí que esta palabra en Turena, enAnjou, en Poitou y en Bretaña, no sólo se em-plea para designar a los hombres realmentebuenos, sino también para aludir a los máscrueles, así que llegan a cierta edad. El título debueno no prejuzga, pues, su carácter... ) el bue-no de Grandet tomó su sombrero y sus guantesy dijo:

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––Voy a dar una vuelta por la plaza para en-contrarme con los Cruchot.

––Eugenia, decididamente tu padre tiene al-go.

Efectivamente, hombre de poco sueño, Gran-det empleaba la mitad de sus noches en los cál-culos preliminares que daban a sus puntos devista, sus observaciones y a sus planes, su ad-mirable precisión y les aseguraba aquel cons-tante éxito, pasmo de los saumerenses. Todopoder humano es un compuesto de paciencia yde tiempo. Las personas poderosas quieren yvelan. La vida del avaro es un constante ejerci-cio de la potencia humana puesta al servicio dela personalidad. Se apoya únicamente en dossentimientos, el amor propio y el interés; perocomo quiera que el interés es en cierto modo elamor propio solidificado y bien entendido, laafirmación continua de una efectiva superiori-dad, el amor propio y el interés resultan dospartes del mismo todo, el egoísmo. De aquí

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proviene tal vez la prodigiosa curiosidad queprovocan los avaros hábilmente puestos en es-cena. Cada espectador se siente unido por panhilo a tales personajes que tienen que ver contodos los sentimientos humanos, pues todos locomprendian. ¿Dónde está el hombre que care-ce de deseos y dónde el deseo social que puederesolverse sin dinero? Grandet, realmente teníaalgo, para usar la expresión de su mujer. Comotodos los avaros sentía el prurito persistente deempeñar una partida con los demás hombres,de ganarles legalmente sus' escudos. Sobrepujara los demás, no vale tanto como afirmar el pro-pio poder, como otorgarse perpetuamente elderecho de despreciar a los que, demasiadodébiles, se dejan devorar. ¡Oh! ¿habrá alguienque sepa comprender de veras lo que significael manso cordero que yace a los pies de Dios, elemblema más conmovedor de todas las vícti-mas terrestres, el símbolo de su porvenir, enuna palabra, la debilidad y el sufrimiento glori-ficados?

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El avaro deja engordar a este cordero, lo meteen el redil, lo mata, lo asa, se lo come y lo des-precia. El pasto de los avaros se compone dedinero y de desdén. Durante la noche el buenode Grandet había tomado otro camino; de ahívenía su clemencia. Había urdido una tramapara burlarse de los parisienses, para retorcer-los, estirarlos, encogerlos, obligarlos a ir, a ve-nir, sudar, esperar, desesperar; para divertirsecon ellos, desde el fondo dé su sala gris, su-biendo la escalera carcomida de su casa deSaumur. Se había preocupado de su sobrino.Quería salvar el honor de su hermano muertosin que le costase un sueldo ni a su sobrino ni aél. Sus capitales iban a ser invertidos por unplazo de tres años, no tenía más que regentar supatrimonio; necesitaba, pues, dar otro alimentoa su maligna actividad. El alimento acababa deencontrarlo en la quiebra de su hermano. Sin-tiendo el vacío entre sus garras, siempre ansio-sas de presa, quería triturar a los parisienses enprovecho de Carlos y mostrarse buen hermano

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sin que le costase nada. El honor de la familiaresultaba tan ajeno a su proyecto, que su buenavoluntad debe compararse a la necesidad quesienten los jugadores de ver cómo se juega bienuna partida en que no han apostado. Y necesi-taba a los Cruchot y no quería ir a buscarlos,sino que pensaba atraerlos a su casa y empezaraquella misma noche una comedia, cuyo planacababa de combinar para ser desde el día si-guiente, sin que le costase un solo céntimo, laadmiración de la ciudad,

Ausente su padre, Eugenia tuvo la dicha depoderse ocupar abiertamente de su queridoprimo, de ofrecerle, sin temor, los tesoros de sucompasión, una de las sublimes superioridadesde la mujer, la única que quiere hacer sentir, laúnica que perdona al hombre que le deje tomarsobre él. Por tres o cuatro veces, fue Eugenia aescuchar la respiración de su primo; a saber sidormía, si se despertaba; luego, cuando se hubolevantado, la leche, el café, los huevos, la fruta,los platos, el vaso, cuanto él necesitaba para el

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desayuno fue objeto de sus desvelos. Subióágilmente por la vieja escalera para escuchar elruido que hacía su primo. ¿Se vestía ya? ¿Llora-ba todavía? Llegó hasta la misma puerta.

––¡Primo mío!

––¿Qué hay, prima?

––¿Quiere usted desayunarse en la sala o ensu habitación?

––Donde usted quiera.

––¿Cómo se encuentra?

––Querida prima, me avergüenzo de tenerhambre.

Esta conversación, a través de la puerta era,para Eugenia, todo un capítulo de novela

––Pues bien: ahora le vamos a subir el des-ayuno en la habitación para no contrariar a pa-pá.

Bajó la escalera con la ligereza de un pájaro.

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––Nanón, ve a arreglarle el cuarto. Aquellaescalera, que con tanta frecuencia subía y baja-ba y que resonaba al menor ruido, le parecía aEugenia haber perdido su carácter vetusto, se leantojaba luminosa, le hablaba, era joven comoella, joven como el amor a que se entregaba. Sumadre, su buena madre quiso, por fin, secundarlas fantasías de su cariño y, cuando la habita-ción estuvo arreglada, las dos fueron a hacercompañía al desventurado; ¿darle consuelo noera un deber de caridad cristiana? Aquellas dosmujeres hallaron en la religión una serie de pe-queños sofismas para justificar sus extra] imita-ciones. Carlos Grandet se vio rodeado de loscuidados más afectuosos y más tiernos. Su cora-zón dolorido sintió vivamente el consuelo ater-ciopelado de aquella exquisita simpatía que dosalmas oprimidas de continuo, supieron desple-gar al hallarse libres un instante en la región delsufrimiento, su esfera natural. Escudada en suparentesco, Eugenia se puso a ordenar la ropablanca, los objetos de tocador que su primo

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había traído y pudo admirar con libertad, ma-ravillarse ante cada bagatela de lujo, cada chis-me de plata o de oro labrado que le venía a ma-no, y que retenía largo tiempo con el pretextode examinarlo.

Aquel profundo interés que le manifestaba sutía y su prima no dejó de enternecer profunda-mente a Carlos; conocía lo bastante la sociedadde París para saber que en la posición en queestaba, no habría encontrado más que corazo-nes fríos e indiferentes. Se le apareció Eugeniaen todo el esplendor de su belleza insólita; des-de aquel momento admiró la inocencia de cos-tumbres que la víspera le dio risa. Y cuando Eu-genia tomó de manos de Nanón el bol de porce-lana lleno de café con leche para servírselo a suprimo con toda la ingenuidad de su sentimien-to, lanzándole una mirada de bondad, los ojosdel parisiense se llenaron de lágrimas, le tomóla mano y se la besó.

––¡Ah, no volvamos a empezar! ––le dijo ella.

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––¡Oh!, estas lágrimas de ahora son de agra-decimiento–– contestó él.

Eugenia se volvió bruscamente hacia la chi-menea para tomar el candelabro.

––Toma, Nanón, llévate esto: Cuando miró asu primo aún estaba muy colorada, pero al me-nos sus palabras pudieron mentir y no delatarla excesiva alegría que le inundaba el corazón;sus ojos, sin embargo, expresaron un mismosentimiento y se fundieron sus almas en un solopensamiento: el porvenir era suyo.

Aquella emoción fue tanto más deliciosa paraCarlos, sumido en la desgracia, cuanto menoslo esperaba. Un golpe de picaporte llamó a lasdos mujeres a su sitio. Por suerte, pudieronbajar lo bastante de prisa para estar con la laboren la mano cuando entró Grandet; si las hubiesepillado bajó la bóveda, esto hubiese sido sufi-ciente para poner en guardia sus sospechas.Después del almuerzo, que, como siempre, eltonelero tomó sin sentarse, llegó de Froidfond

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el guardabosque, al que no se había dado aún lapropina prometida; traía una liebre y dos per-dices matadas en el parque, unas anguilas, y loslucias, regalo de los molineros.

––¡Ah!, miren a ese pobre Cornoiller, que vie-ne como pedrada en ojo de boticario. ¿Es buenopara comer, todo esto?

––Ya lo creo, mi buen señor; no hace dos díasque está muerto.

––¡Vamos, Nanón, espabílate! ––dijo el viña-dor––. Toma todo esto para la comida; convidoa los Cruchot.

Nanón se quedó atontada y miró a todos lospresentes.

––Aves ––dijo––, ¿dónde voy a encontrarmanteca de cerdo y especias?

––Mujer ––dijo Grandet––, dale seis francos aNanón y hazme acordar de bajar a la bodega abuscar vino del bueno.

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––Así, pues, señor Grandet ––dijo el guarda-bosque que había preparado su discursillo paraprovocar la decisión del asunto de sus emolu-mentos––, señor Grandet. . .

––¡Ta, ta, ta! ––dijo Grandet––; ya sé lo quequieres decir; eres un buen chico; mañana nosocuparemos de esto, hoy tengo demasiada pri-sa. Mujer, dale cinco francos ––dijo a la. señoraGrandet.

La pobre mujer respiró contenta al ver quehabía comprado la paz por once francos. Sabíaque Grandet callaba por espacio de quince díasdespués de haber recobrado pieza por pieza eldinero que le había dado.

––Toma, Cornoiller ––dijo deslizando diezfrancos en la mano de Cornoiller––; algún díaagradeceremos tus servicios.

Cornoiller no tuvo nada que decir. Se marchó.

–– Señora ––dijo Nanón, que se había puestoya su cofia negra y que había cogido el cesto––,

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no necesito más que tres francos; guárdese elresto. Ya nos arreglaremos como podamos.

––Haz una buena comida, Nanón, mi primobajará ––dijo Eugenia.

––Decididamente, aquí pasa algo extraordina-rio ––dijo la señora Grandet––. Es la tercera vez,desde nuestra boda, que tu padre invita a al-guien a comer.

A eso de las cuatro, cuando Eugenia y su ma-dre habían acabado de poner la mesa para seispersonas y el dueño de la casa había subido dela bodega algunas botellas de vino exquisitoque los provincianos guardan con cariño en susbodegas, Carlos apareció en la sala. Estaba pá-lido. En sus ademanes, en su actitud, en susmiradas, en el sonido de su voz, había una tris-teza llena de gracia. No simulaba el dolor, losentía de veras, y el velo que la pena tendierasobre sus facciones le daba ese interesante as-pecto que tanto gusta a las mujeres Eugenia loquiso más todavía. Sin duda la desgracia que

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había caído repentinamente sobre Carlos, lehabía acercado a Eugenia. Ya no era aquel mu-chacho rico, elegante, colocado en una esferainaccesible para ella, sino una pariente sumidoen una horrorosa miseria. La miseria engendrala igualdad. La mujer tiene esto de común conlos ángeles: los seres que sufren le pertenecen.Carlos y Eugenia se entendieron y se hablaronclaramente con la mirada; porque el pobre dan-dy caído, el huérfano, se sentó en un rincón y sequedó callado, quieto, digno; pero, de vez envez, la dulce mirada de su prima venía a bus-carlo y le obligaba a salir de sus tristes pensa-mientos y a lanzarse juntos a los campos delporvenir y de la esperanza en que gustaba per-derse con él. En aquel momento, la ciudad deSaumur estaba más impresionada por la comi-da ofrecida por Grandet a los Cruchot que loestuvo la víspera por la venta de su cosecha,verdadero crimen de alta traición contra losviñadores. Si el político tonelero hubiese hechosu convite con la misma intención que Alcibía-

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des al cortar la cola a su perro, tal vez habríasido un eterno juguete de sus maniobras, laopinión de Saumur le importaba un ardite. LosGrassins conocieron temprano la muerte vio-lenta de Guillermo Grandet y la probable quie-bra del padre de Carlos; decidieron ir aquellamisma noche a casa de su cliente para tomarparte en su desgracia y darle nuevos testimo-nios de su amistad, informándose de paso delos motivos que podían haberlo determinado ainvitar a los Cruchot en semejante coyuntura. Alas cinco en punto, el presidente C. de Bonfonsy su tío el notario llegaron endomingados hastalos dientes. Los convidados se sentaron a lamesa y empezaron por comer notablementebien. Grandet estaba serio. Carlos, silencioso;Eugenia, muda. La señora Grandet no hablómás que de costumbre, de manera que aquellacomida resultó una verdadera comida de pé-same. Cuando se levantaron de la mesa, Carloslos dijo a su tía y a su tío:

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––Permítanme que me retire. Necesito ocu-parme de una larga y triste correspondencia.

––A tu comodidad, sobrino. Cuando Carlos sehubo retirado y el tonelero tuvo la seguridad deque, ya sumido en sus escrituras, no podía oír-lo, el tonelero miró socarronamente a su mujer.

–– Señora Grandet, lo que tenemos que hablarsería como latín para usted; son las siete; debe-ría ir a arrebujarse en las sábanas. Buenas no-ches, hija mía.

Besó a su hija y las dos mujeres se retiraron.Empezó entonces una escena en que el tíoGrandet desplegó, más que en ninguna otra desu vida, la habilidad que había adquirido en eltrato de los hombres, y que le valía, por partede los que se sentían mordidos con demasiadarudeza el mote de zorro viejo. Si el ex alcalde deSaumur hubiese tenido ambiciones más altas, sicircunstancias favorables de izarlo a esferas su-periores, le hubiesen mandado a los congresosen que se resuelven. los asuntos de las naciones,

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quien duda, que, sirviéndose del. genio de quele había dotado su interés personal, habría pres-tado gloriosos servicios a Francia. Pudiera ocu-rrir, sin embargo, que fuera de Saumur, el viejotonelero, habría hecho un triste papel. No seríade extrañar que sucediese con algunos espírituslo mismo que con ciertas especies de animalesque así que se trasplantan lejos del clima en quehan nacido, dejan de engendrar.

—Se... se... ñor… pre... pre... presidente,uuuusted de... de... decía que la qui... quiebra...

El tartamudeo simulado desde hacía tantosaños por el viejo Grandet y que pasaba por na-tural, no menos que la sordera de que se queja-ba en tiempo de lluvia, en aquella ocasión lesresultó tan fatigoso a los dos Cruchot que alescuchar al viñador, hacían muecas sin darsecuenta, tanto era el esfuerzo que desarrollabanpara acabar las palabras en que el otro se atas-caba expresamente. Tal vez es éste el momentode contar la historia del tartamudeo y de la sor-

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dera de Grandet. Nadie, en todo Anjou, oíamejor ni pronunciaba con más nitidez que elviejo viñador el francés anjevino. Una vez, apesar de toda su sutileza, había sido víctima deun israelita que, durante la discusión, se poníala mano detrás de la oreja, como para oír mejor,y balbuceaba con tan aparente dificultad, queGrandet, compadecido, se creyó obligado a su-gerir a aquel taimado judío las palabras y lasideas que parecía ir buscando, a acabar por éllos razonamientos de dicho judío, a hablar co-mo debería hablar el condenado judío, a ser, enfin el judío y no Grandet. En aquel combateextraordinario el tonelero cerró el único trato deque tuvo que arrepentirse en toda su vida co-mercial. Pero si desde el punto de vista pecu-niario salió perdiendo, desde el punto de vistamoral salió enriquecido con una lección de laque supo sacar óptimo fruto. De modo queGrandet acabó por bendecir al judío que lehabía enseñado el arte de impacientar a su con-trincante a fuerza de obligarlo a ocuparse del

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pensamiento ajeno, hacerle perder de vista elsuyo propio. Ningún asunto como el que em-pezaba a tratar aquella noche exigía los auxiliosdel tartamudeo, de la sordera y de los ambajesincomprensibles en que Grandet envolvía susideas. Y es que, por de pronto, él no queríapermanecer dueño de su palabra y sembrar laduda respecto a sus verdaderas intenciones.

—Se... ñor de Bon... Bon... Bonfons ...

Era la segunda vez en tres años que Grandetllamaba señor de Bonfons a Cruchot, el sobrino.

El presidente pudo imaginar que el taimadotonelero le elegía por yerno.

––Uuuuusted... de... de... decía que las qui...quieeebras pue.. . pue... den en ciertos ca... ca...casos, ¡m... ¡m... impedirse por...

–– ...Por los mismos tribunales de comercio,sí, señor. Es cosa que se ve todos los días ––dijoel señor C. de Bonfons, ensartando la idea deltío Grandet, o creyendo adivinarla y desvivién-

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dose cariñosamente por explicársela––. ¡Oiga-me! ...

––Es ... es... cucho ––contestó humildementeen viejo zorro, tomando la maliciosa actitud deun niño que por dentro se está riendo de suprofesor, mientras finge prestarle la mayoratención.

––Cuando un hombre considerable y conside-rado, como era, por ejemplo, su difunto herma-no en París...

––Mi her... her... ma... mano, sí.

––Está amenazado de un desastre...

––¿Se... se... le llama de... de... desastre?

––Sí. Cuando su quiebra resulta inminente, elTribunal de Comercio competente (fíjese usted),tiene la facultad, mediante un juicio, de nom-brar liquidadores para su casa de comercio.Una cosa es liquidar y otra quebrar, ¿compren-de usted? Presentándose en quiebra un hombre

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se deshonra; pero suspendiendo pagos y po-niéndose en liquidación, salva el honor.

––Va di ... di... diferencia de una co...co... cosa a o... otra, si ... no sa... sa... salemás caro ––dijo Grandet.

––Una liquidación puede hacerse también sinintervención del Tribunal de Comercio. Porque–– dijo el presidente sorbiendo su rapé ––, ¿có-mo se declara una quiebra?

––Sí, yo no me... me... lo he preguntado nunca––dijo Grandet.

––Primeramente, por la presentación del ba-lance ––repuso el magistrado–– en la fiscalía deltribunal, cosa que hace el propio comerciante osu apoderado,, debidamente inscrito. En se-gundo lugar, a requerimiento de los acreedores.Ahora bien; si el comerciante no presenta elbalance ni acreedor alguno requiere al tribunalpara que declara al susodicho negociante en .quiebra, ¿qué es lo que sucede?

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––Eso... ¿qué... qué... sucede?

––Entonces la familia del difunto, sus repre-sentantes, sus derecho habientes, o el negocian-te, si no está muerto, o sus amigos, si se hallaescondido, liquidan. ¿Quizá quiere usted liqui-dar los asuntos de su hermano? ––preguntó elpresidente.

––¡Ah, Grandet! –– exclamó el notario––; estosí que estaría bien. Aún queda pundonor ennuestras provincias. Si logra usted salvar sunombre, pues que de su nombre se trata, seráusted un hombre. . .

––¡Sublime! ––dijo el presidente interrum-piendo a su tío.

––Cierta. . ta... mente ––replicó el viejo viña-dor––; mi... mi... her. . . mano se. .. se ... se lla-maba Grandet. . . co.. . COGOMO yo. Esto no lopue... puedo negar... Y es ... es ... esta liqui...

qui... quidación podría re... re... resultaren to... to.. . todo caso muy ven. . . ven... venta-

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josa, ba... ba... bajo todos los conceptos para losin. . .

in ... in... intereses de mi sobrino al que...quie... quie... ro, pero:.. hay que an... an...' andarcon tiento. Yo no co... co... conozco a los pícarosde París. Yo vivo en Sau... Sau... Sumur, pobrede mí. Tengo mis vi ... vi... viñas, mistrabajos, mis aaaasuntos. No he firmado jamásun pagaré. He re... re... recibido muchos, perono he firmado nin... :nin... ninguno. Creo que seco... co... cobran... que se des... des... cue-eeentan. He oído decir que se po.. . po... díanrescatar los pagarés.

––Así es ––dijo el presidente––. Se puedenadquirir los pagarés en la plaza mediante untanto por ciento. ¿Comprende usted?

Grandet hizo bocina con la mano, la aplicó asu oído y el presidente repitió la frase.

––Pero ––replico el viñador––, por lo que veo,todo esto es la mar de complicado. A mi... mi ...

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mi ... edad no entiendo una jo ... jo... jota deto... to... dos estos enredos. Yo hago falta aquípa.. pa... para vigilar el grano: El grano esa...aaaquí donde se re ... re... coge y con el granose pa... Da ... paga A... ante todo hayque... que... ve... velar por las cosechas. EnFroidfond ten... tengo asuntos de importancia,aaasuntos de inte... te... terés. No puedo a... a. ..abandonar mi casa para irme a me... me... meteren esos líos del diablo, de que no entiendo jo...jo... jota. Dice usted que pa... para liqui . . . qui.. . quidar, para de... de... tener la quiebradebería de estar en Pa... Pa... París, Uno nopue... puede estar a la vez en dos si... si... sitioscomo un pajarito... y...

––Ya sé lo que quiere usted decir ––le gritó elnotario––. Pero, para algo sirven los buenosamigos, los viejos amigos capaces de sacrificar-se por usted.

¡Vaya, por Dios ––pensaba el viñador–– siacabaran de decidirse!"

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––Y si alguien fuese a París y buscase alacreedor más importante de su hermano Gui-llermo y le dijese...

––Un mo... mo... momento ––replicó el viejotonelero––; ¿el dijese... qué? Algo por este es ...es ... tilo: "El señor Grandet... de ... deSaumur por aquí; el señor Grandet de Saumurpor allá. Quiere a su hermano; quiere también asu... su... so... so... brino. Siente la sangre... tienelas me... mejores intenciones. Ha ven ...

vendido su cosecha. No de ... de... de-claren la qui... quie... quiebra; reúnanse, nom...nom... nombren li... liqui. . . dadores. Entooon-ces Grandet veeerá. Más sa... sa.. . sacarán uste-des si liquidan. . . que dejando que los cu... cu...riales metan ma... ma... mano..." ¿Eh? ¿No digobien?

––¡Perfectamente!–– dijo el presidente.

––Porque vea usted, señor Bon.. . Bon...Bonfons. Antes de decidirme hay que ver.Quien no... no... no ... puede... no ... no... puede.

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En todos los asuntos ooonerosos, paaara nosalir con las maaanos en la ca... ca... cabeza, hayque conocer el debe y el haber. ¿Eh? ¿No digobien? .

––Exacto ––dijo el presidente––. Yo tengo laimpresión que en un plazo de algunos meses sepodrán recoger los créditos por una suma ypagar íntegramente por convenio. ¡Ah! a losperros se les llevaba muy lejos con sólo ense-ñarles un pedazo de manteca. Cuando no hahabido declaración de quiebra y uno tiene en lamano los títulos de los créditos, se queda másblanco que la nieve.

––¿Que la ni... ni... nieve? –– repitió Grandet,volviendo a formar pabellón con la mano juntoa la oreja––. No comprendo eso de la nie... nie...nieve.

––¡Escúcheme, pues! ––gritó el presidente.

––Le es ... es ... escucho.

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––Un efecto es como una mercancía que pue-de sufrir alzas y bajas. Esto es una deduccióndel principio de Jeremías Bentham, sobre lausura. Dicho economista ha probado que elperjuicio que condenaba a los usureros era unatontería.

––¡Sí! ––dijo el tonelero.

––Considerando que, en principio, segúnBentham, el dinero es una mercancía y quecuanto representa al dinero también se convier-te en mercancía ––repuso el presidente––; con-siderando que es notorio que, sometido a lasvariaciones ordinarias que afectan a las cosascomerciales, la mercancía––pagaré, provista detal o cual firma, ni más ni menos que otro artí-culo cualquiera, puede abundar o escasear en laplaza, ser cara o no valer nada, el tribunal orde-na... (¡ay, perdón! se me fue el santo al cielo...)opino que usted podrá sacar a su hermano delmal paso por el veinte por ciento.

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––¿Ha nom... noooombrado usted a JeremíasBen ... ?

––Bentham, un inglés.

––Ese Jeremías nos va a evitar no pocas la-mentaciones en materia de negocios ––dijo elnotario riendo.

––Esos ingleses tienen a ve... ve... veces mu...mucho sentido ––observó Grandet––. Así, se-gún Ben.. . Ben.. . Bentham, si los efectos de mihermano va... va... valen... no valen. Si no meequi... qui ... qui ... voco. . . La cosa me parececlara.. . Los acreedores quedarían... no. queda-rían... Yo me eeentiendo.

––Deje que le explique todo esto ––dijo el pre-sidente––. En derecho, si usted posee todos loscréditos en circulación contra la casa Grandet,su hermano o sus derecho habientes no debennada a nadie. Bien.

––Bien ––repitió el viejo.

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––En el terreno de la equidad, si los efectos desu hermano se negocian (se negocian, fíjese eneste término) en la plaza con un tanto por cien-to de pérdida; si un amigo de usted los ha res-catado, como los acreedores no han sido cons-treñidos a darlos mediante violencia alguna, lasucesión del difunto Grandet de París quedalegalmente libre.

––Es verdad, el ne... ne ... negocio es el nego-cio ––dijo el tonelero–– . Esto sentado... De to-dos modos, com... pren.. , prende usted... es di... di... difícil. Yo no ten... tengo dinero ni... ni...tiempo, ni ...

––Sí, usted no puede distraerse. Pero eso noes obstáculo. Yo le ofrezco trasladarme a París(usted me indemnizará los gastos de viaje, unamiseria) . Me entrevistó con los acreedores, leshablo, obtengo plazos, y todo acaba por arre-glarse mediante un suplemento de pago queusted agrega a los valores de la liquidación, con

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el objeto de entrar en posesión de los títulos delos créditos.

––Pero eso se verá; yo no pue. . . pue... pue-do... yo ni quie... quiero com... com... compro-meterme sin que. . . Qui. . . qui.. . quien no pue... puede, no puede. ¿Comprende uuuusted?

––Es muy justo.

––Menudo lío el que se ha ar... ar... ma... ma-do en mi cabeza con todo lo que... que... me hadicho. Es la... la... la primera vez en mi vida queme veo obligado a pensar en. ..

––¡Claro, usted no es jurisconsulto!

––Yo no ... no. . . soy mas que un po... po...pobre viñador y no entiendo na.. . na.. . nada enlo que usted me ata... ca... taba de contar. Con...con... conviene que estu... tu... tudie todo esto.

––De modo que... ––prosiguió el presidentecon ánimo de resumir la discusión.

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––¡Sobrino!... exclamó el notario, interrum-piéndole.

¿Qué hay tío? ––respondió el presidente.

––Deja que el señor Grandet te explique susintenciones. Se trata aquí de un encargo impor-tante. Nuestro querido amigo debe precisar sualcance...

Un golpe de picaporte, que anunció la llegadade los Grassins, su aparición en la sala y sussaludos, impidieron a Cruchot de acabar sufrase. El notario se alegró de esta interrupción.Había notado que Grandet le miraba ya de re-ojo y que su lobanillo presagiaba una tormentainterior. Y sin embargo Cruchot no juzgabaconveniente que un presidente de tribunal deprimera instancia fuese a París para hacer capi-tular a unos acreedores e intervenir en manejosque vulneraban las leyes de la estricta probi-dad; además, como no había oído expresar altío Grandet la menor veleidad de pagar nada anadie, se estremecía instintivamente ante el

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peligro de ver a su sobrino enredado en aquelasunto. Aprovechó, pues, el momento en queentraban los Grassins para tomar del brazo alpresidente y llevárselo al hueco de la ventana.

–– Sobrino, ya te has lucido bastante; no exa-geres tu abnegación. Las ganas de casarte con lahija te ciegan. ¡Caramba!, no hay que perder elnorte. Déjame conducir la barca a mí; tú sólocuida de ayudar a la maniobra. ¿Crees tú quecuadra a tu dignidad de magistrado el meterteen semejante...?

No terminó; oyó que el señor Grassins decíaal viejo tonelero tendiéndole la mano:

––Grandet, hemos sabido la terrible desgraciaque ha caído sobre su familia, el desastre de lacasa Guillermo Grandet y la muerte de su her-mano; venimos a decirle a usted toda la parteque tomamos en su dolor.

––Aquí, la única desgracia ––dijo el notario,interrumpiendo al banquero–– ha sido la muer-

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te del señor Guillermo Grandet. No se hubiesematado si hubiese tenido la idea de pedir auxi-lio a su hermano. Nuestro viejo amigo, que eshombre de honor hasta la punta de las uñas, sedispone a liquidar las deudas de la casa Gran-det de París. Mi sobrino el presidente, para aho-rrarle las molestias de un asunto exclusivamen-te judicial, se ofrece a salir en seguida para Pa-rís, con objeto de transigir con los acreedores yde pagarles en la medida conveniente.

Tales palabras, confirmadas por la actitud delviñador que se acariciaba la barbilla, sorpren-dieron extraordinariamente a los tres Grassinsque, durante el camino no habían hecho másque criticar a su sabor la avaricia del viejoGrandet, llegando a acusarlo casi de un fra-tricidio.

––¡Ah! ¡Lo prevenía! ––exclamó el banquero,mirando a su mujer––. ¿Qué te decía yo mien-tras veníamos? Grandet es hombre de honorhasta la punta del pelo, y no consentirá que su

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nombre sufra la más ligera mengua. El dinerosin el honor no es más que una enfermedad.¡Queda mucho pundonor en nuestras pro-vincias! Eso está bien, muy bien,

–– Grandet. Soy un viejo militar y no sé dis-frazar m¡ pensamiento; lo declaro con rudafranqueza: esto, ¡voto a cien mil de a caballo!,¡es sublime!

––Entoooonces lo... lo... lo... sub... sublimecuesta bi... bi... bien caro ––contestó el tonelero,mientras el banquero le sacudía la mano caluro-samente

––Pero esto, mi buen amigo Grandet, aunquedesagrade al señor presidente ––repuso Gras-sins––, es un asunto puramente comercial, y re-clama la intervención de un negociante consu-mado. ¿No hay que ser ducho en cuentas degiro, desembolsos, cálculo de intereses? Tengoque ir a París para mis asuntos y podría encar-garme de...

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––Podemos ver de aaarre… re. . . glarnos us-ted y yo dentro de las po... po... posibilidadesrelativas y sin co..,. co... comprometerme a nadaque yo no qui … qui. . . quiera hacer –– dijoGrandet, tartamudeando––; porque, ¿ve usted?,el señor presidente me pedía naturalmente losgastos de viaje.

Al pronunciar las últimas palabras, el viejodejó de tartamudear.

––¡Oh! ––dijo la señora Grassins––. Ir a Paríses un gusto. Yo pagaría de buena gana para queme dejasen hacer el viaje.

Con el gesto animó a su marido para quearrebatase aquella misión de manos de sus ad-versarios, fuese al precio que fuese; en seguidamiró con fina ironía a los dos Cruchot, que pu-sieron una cara compungida. Grandet agarróentonces al banquero por una de los botones desu frac y se lo llevó a un rincón.

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––Tendría más confianza en usted que en elpresidente ––le dijo––. Además, tengo gato en-cerrado ––le dijo, cogiendo el lobanillo––. Quie-ro jugar sobre la renta; pero sólo a ochenta fran-cos. He oído decir que ese mecanismo baja a losfines de mes. ¿Usted entiende de eso, verdad?

––¡Figúrese! ¿De modo que" va usted a con-fiarme la compra de varios miles de libras derenta?

––Para empezar no gran cosa. ¡Chitón! Quierometerme en ese juego sin que nadie se entere.Usted va a contratarme una compra para fin demes; pero guárdese de decirles nada a los Cru-chot, los mortificaría. Ya que va usted a París,de paso, podremos ver de qué palo son lostriunfos para mi pobre sobrino.

––Estamos de acuerdo Salgo mañana por laposta ––dijo Grassins en voz alta––, y vendré arecibir sus últimas instrucciones. . . ¿A qué ho-ra?

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––A las cinco, antes de comer ––dijo el viña-dor, frotándose las manos.

Los dos partidos quedaron aún algunos ins-tantes frente a frente. Grassins dijo, después deuna pausa y descargando una palmadita en elhombro de Grandet:

––Qué bueno es tener parientes así ...

––Sí, sí, aunque no lo parezca –– dijo Gran-det––, soy un buen pariente. Quería mucho ami hermano y lo probaré si.., si... no... no... cues-ta. . .

–– Le dejamos a usted, Grandet ––le dijo elbanquero, interrumpiéndole, por suerte, antesde que concluyese la frase ––. Al adelantar elviaje, tengo que poner en orden varios asuntos.

––Bien, bien. Yo, por mi parte y por el mo...moootivo que usted sabe, voy también a re...re... retirarme a mi cá... cá... cámara de... de... dedeliberaciones, como dice el presidente Cru-chot.

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"¡Malo!, ya no soy el señor de Bonfons", pensótristemente el magistrado, que puso la mismacara que un juez aburrido de escuchar un in-forme.

Los jefes de las familias rivales salieron jun-tos. Ni unos ni otros recordaban ya la traiciónque aquella misma mañana había perpetuadoGrandet contra toda la comarca vinícola, y sesondaron mutuamente, pero sin resultado, paraconocer lo que pensaban sobre las verdaderas

intenciones del ex tonelero en aquel nuevoasunto.

––¿Viene usted con nosotros a casa de la se-ñora Dorsanval? ––dijo Grassins al notario.

––Iremos más tarde ––dijo el presidente––. Simi tío lo permite, he prometido a la señorita deGribeaucourt que me llegaría a darle las buenasnoches y primero iremos a su casa.

––Hasta luego, pues, señores ––dijo la señoraGrassins.

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Y cuando los Grassins estuvieron a cierta dis-tancia de los Cruchot, Adolfo dijo a su padre:

––Parece que van tragando quina, ¿eh?

––Cállate, hijo ––le replicó su madre––, pue-den todavía oírte. Además, esa manera dehablar resulta de mal gusto y huele a Facultadde Derecho.

––¿Qué me dice usted, tío? ––exclamó el ma-gistrado cuando vio lejos a los Grassins––; heempezado siendo el presidente de Bonfons y heacabado siendo simplemente un Cruchot.

––Ya he visto que te contrariaba; el vientosoplaba para los Grassins... ¡Parece mentira quecon tu inteligencia seas tan bobo! Déjalos que seembarquen a bordo de un Ya veremos del tíoGrandet, y tú estáte quieto muchacho; Eugeniano dejará por eso de ser tu mujer.

En algunos minutos la noticia de la magná-nima resolución de Grandet se propaló en trescasas a la vez, y en toda la ciudad no se habló

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de otra cosa que de aquel rasgo de abnegaciónfraternal. Todos perdonaban a Grandet su ven-ta ,perpetrada a despecho del pacto sagrado delos propietarios, admirando su pundonor, elo-giando su generosidad, de la que, justo es decir-lo, nadie le juzgaba capaz. Es propio del carác-ter francés el entusiasmarse, indignarse o apa-sionarse por el motivo del momento, por lascosas de la actualidad. ¿Será que los seres colec-tivos, que los pueblos, carecen de memoria?

Cuando el tío Grandet hubo cerrado la puer-ta, llamó a Nanón.

––No sueltes el perro ni te metas en cama.Tenemos quehacer. A las once, Cornoiller debeencontrarse a la puerta con la berlina de Froid-fond. Estáte atenta, para que puedas abrir antesde que llame, y dile que entre sin cumplidos.Las leyes, de policía prohíben el ruido noctur-no. Por lo demás, no hay ninguna necesidad deque el barrio se entere de que me voy a poneren camino.

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Dicho lo cual, Grandet volvió a subir a su la-boratorio y Nanón le oyó moverse, resolverpapeles, ir y venir, pero con precaución. Eraevidente que no quería despertar a su mujer nia su hija, y, sobre todo, no llamar la atención desu sobrino, al que empezó por maldecir, a causade la luz que percibió en su cuarto. En medio dela noche, Eugenia, preocupada por su primo,creyó haber oído el lamento de un moribundo,y para ella, el moribundo no podía ser otro queCarlos; cuando se separaron ¡estaba tan pálido!¿No se habría matado? De repente, se echó en-cima una especie de pelliza con capucha y qui-so salir. Pero el resplandor de una luz que pa-saba por las rendijas de la puerta empezó pordarle un susto, ¿se prendía fuego quizá? Setranquilizó en seguida al oír los pesados pasosde Nanón y su voz mezclada al relincho de va-rios caballos.

"¿Será que mi padre se lleva a mi primo?", sedijo entreabriendo la puerta con la suficienteprecaución para impedir que rechinase, pero de

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modo que podía ver lo que sucedía en el corre-dor.

De pronto, sus ojos encontráronse con los desu padre, cuya mirada, por más que fuese vagae inexpresiva, la dejó helada de terror. El viejo yNanón transportaban, colgado mediante uncable de una recia vara cuyos cabos descansa-ban en su hombro derecho, un barrilillo seme-jante a los que el tío Grandet se entretenía enfabricar a ratos perdidos en su cuchitril.

––¡Virgen santa! ¡Señor, lo que pesa esto! ––dijo Nanón, en voz baja.

––¡Lástima que sólo sean perras gordas! ––contestó el viejo marrullero––…Ten cuidadoque no tropieces con el candelabro.

La escena estaba alumbrada por una sola velacolocada entre dos barrotes de la baranda.

––¡Cornoiller! ––dijo • Grandet a su guardiánin partibus––. ¿Tomaste tus pistolas?

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––No, señor. ¿Qué demontre teme con sus pe-rras gordas?

––¡Oh, nada! ––dijo el tío Grandet.

––Además, iremos de prisa; sus colonos lehan mandado los mejores caballos que tienen.

––Bueno, bueno. ¿Tú no les dijiste a dónde,iba, ¿verdad?

––No lo sabía, ¿cómo se lo iba a decir?

––Bien. ¿Es sólido este cache?

––¿Qué si es sólido? ¡Ya lo creo! Soportaríatres mil como ese ¿Cuánto pesan sus dichososbarriles?

––Ya se lo diré yo –– exclamo Nanón––. Lomenos hay mil ochocientos.

––¿Quieres cerrar el pico, Nanón? Le dirás ami mujer que he ido al campo. Y que para lacomida estaré de vuelta.

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––A ver si arrea, Cornoiller. Tenemos que es-tar en Angers antes de las nueve.

Partió el coche Nanón echó el cerrojo de lapuerta grande, soltó el perro, se acostó con elhombro magullado, y nadie en el barrio deGrandet sospechó su salida ni el objeto de suviaje. La discreción del viejo tonelero era per-fecta. En su casa, llena de oro, nadie veía jamásun céntimo. Por las mañanas, escuchando lascharlas del puerto, se enteró de que, a conse-cuencia de los armamentos que se habían em-prendido en Nantes, el oro había doblado deprecio, y que habían llegado a Angers numero-sos especuladores con intención de comprar.Con sólo pedir prestados los caballos a sus co-lonos, el hombre se puso en condiciones de ir avender su oro y de regresar a casa con valoresdel recaudador general sobre el Tesoro en cuan-tía suficiente para la compra de sus rentas, des-pués de haberse beneficiado del agio.

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––Mi padre se va ––dijo Eugenia, que desde loalto de la escalera no había perdido una sílaba.

Había renacido el silencio en toda la casa y elcoche, cuyo traqueteo menguaba por momen-tos, no tardó en alejarse de Saumur dormido.En aquel momento Eugenia, oyó en su corazón,antes de percibirlo con el oído, un lamento queatravesó los tabiques y procedía del cuarto desu primo. Por la rendija de la puerta, pasabauna línea luminosa delgada como el filo de unsable y cortaba horizontalmente los baluastresde la vieja escalera.

––¡Cómo sufre! ––dijo ella subiendo tres esca-lones.

Un segundo gemido la obligó a subir hasta eldescansillo de la escalera.

La puerta estaba entreabierta; la empujó. Car-los dormía con la cabeza fuera del viejo sillón;su mano, que había dejado caer la pluma, casirozaba el suelo. La respiración entrecortada del

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joven, producida por la incomodidad de supostura, alarmó a Eugenia que entró impulsiva-mente.

"Debe de estar fatigadísimo ––se dijo, miran-do una docena de cartas ya cerradas. Leyó lasdirecciones: A los señores Farry y Cía., cons-tructores de coches. ––Al señor Buisson, sastre,etc.

"Sin duda, arregla sus asuntos antes de salirde Francia", pensó. Su mirada cayó sobre doscartas abiertas. Estas palabras que encabeza unade ellas: "Mi querida Anita..." le causaron undeslumbramiento.

Tiento. Palpitó su corazón y sus pies se in-crustaron en el suelo. "¡Su querida Anita! ¡Amay es amado! ¡Adiós, mi esperanza...! ¿Qué ledebe decir...?

Tales ideas ––atravesaron, a la vez, el corazóny la cabeza. Veía escritas en todas partes aque-

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llas palabras, hasta sobre los cristales, en letrasde fuego.

"¡Tener ya que renunciar a él! ––dijo––. No, noleeré esa carta. Debo retirarme. ¡Pero qué ganastengo de leerla!"

Miró a Carlos, le tomó suavemente la cabeza,la colocó sobre el respaldo del sillón; él se deja-ba manejar como un niño que, aun en sueños,reconoce a su madre y acepta, sin despertarse,sus cuidados y sus besos Como una madre,Eugenia levantó la mano que le colgaba, y comouna madre, le besó dulcemente el cabello."¡Querida Anita!" Un demonio no paraba degritar aquellas dos palabras junto a su oído.

"Sé que tal vez obro mal, pero voy a leerla", sedijo.

Eugenia volvió la cabeza, como obedeciendoa la protesta de su noble delicadeza. Por prime-ra vez en su vida, el bien y el mal se enfren-taban dentro de su corazón. Hasta aquel mo-

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mento no tenía que avergonzarse de ningúnacto. Se dejó arrastrar por la curiosidad y por lapasión. A cada frase, sintió dilatársele las venas,y el picante ardor que animó su vida duranteaquella lectura le hizo más gustosos los placeresdel primer amor:

"Mi querida Anita:

"Nada en el mundo debía separarnos, salvo la des-gracia que me abruma y que ninguna prudenciahumana pudo prever. Mi padre se ha suicidado, sufortuna y la mía están completamente perdidas. Mehallo huérfano a tina edad en que, por la índole de laeducación que he recibido, puedo pasar por un niño;y tengo, no obstante, que levantarme, como un hom-bre, del abismo en que he caído. He empleado unaparte de la noche en hacer mis cálculos. Si, comodebo, quiero salir de Francia como una persona hon-rada, no me quedan ni cien francos para ir a probarsuerte en las Indias o a América. Sí, mi pobre Ana,iré a buscar fortuna en los climas más mortíferos queexisten, Según me han dicho, bajo tales cielos la for-tuna es segura y rápida. Quedarme en París me sería

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imposible. ¡Ni mi alma ni mi cara han nacido parasoportar las afrentas, la frialdad, el desdén, que espe-ran al hombre arruinado, al hijo del quebrado! ¡Diosmío, vivir debiendo dos millones...! Sucumbiría enun duelo a la primera semana. No volveré, pues aParís. Tu amor, por tierno y abnegado que sea, nopuede hacerme retroceder. ¡Ah, mi adorada amiga!,no tengo dinero suficiente par ir a donde te hallas;para' darte y recibir un último beso en el que recoge-ría el valor necesario para mi empresa..."

"¡Pobre Carlos, hice bien en leerla! Tengo oroy se lo daré", se dijo Eugenia.

Reanudó la lectura después/ de secarse laslágrimas.

"No había pensado aún en las contrariedades de lamiseria. Si consigo los cien luises que me hacen faltapara el viaje, no tendré un sueldo siquiera para pro-curarme un poco de equipaje. ¡Pero, no! No tendréni cien luises, ni un luís; no sabré la cuantía de misaldo hasta que hayan liquidado mis deudas en Pa-rís. Si nada tengo, me dirigiré tranquilamente a

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Nantes y allí embarcaré como simple marinero, yempezaré al otro lado del mar como han empezadolos hombres de fibra que, partieron con las manosvacías; y han vuelto ricos. Desde esta mañana veofríamente mi porvenir. Para mí es más horrible quepara cualquier otro; ¡criado por una madre que meadoraba, mimado por un padre como no hubo otro,para colmo, entro en el mundo y me encuentro con elamor de tina Ana! Sólo he conocido las flores de lavida; tanta felicidad no podía durar. Y, no obstante,querida Anita, me siento animado por un valor queno parece propio de un muchacho acostumbrado a lascaricias de la mujer más bonita de París, mecido enlas dulzuras de la familia, donde todo eran sonrisas ya ver satisfechos sus más insignificantes deseos porun padre amante. ¡Pobre padre! ¡Anita, pensar queestá muerto... ! He reflexionado sobre mi posición ytambién he reflexionado sobre la tuya. ¡Lo que heenvejecido en veinticuatro horas! Mi querida Ana, sipara conservarme a tu lado, en Paris, sacrificasestodos los placeres de tu lujo, tus vestidos, tu palco dela ópera, ni aun así llegaríamos a reunir la suma queyo tiraba en m disipación; además, ¿cómo podría yo

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aceptar tamaños sacrificios? Es preciso, pues, quenos separemos desde hoy para siempre.".

"¡La deja, Dios mío! ¡Qué felicidad!"

Eugenia saltó de alegría. Carlos hizo un mo-vimiento que le dio a ella un escalofrío de te-rror; pero, por suerte, no se despertó. Eugeniapudo seguir leyendo:

"¿Cuándo volveré? No lo sé. El clima de las Indiashace envejecer muy pronto a los europeos, sobre todosi trabajan. Supongamos que vuelvo dentro de diezaños; tu hija habrá cumplido dieciocho, sentí tucompañera y tu espía. Para ti el mundo será cruel,pero más lo será aún tu hija. Tenemos ejemplos detales juicios mundanos y de la ingratitud de las mu-chachas; no los olvidemos. Guarda en el fondo de tualma, como yo lo guardaré en el fondo de la mía, elrecuerdo de estos cuatro años de felicidad, sé fiel, sipuedes, a tu pobre amigo. No me atrevería a exigírte-lo, querida Anita, porque justo es que me conformecon mi posición y que vea la vida con los ojos dehombre práctico. Tengo, pues, que pensar en el ma-

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trimonio que es una de las necesidades de mi nueva,existencia; y debo confesarte que he encontrado aquíen Saumur, en casa de mi tío, una prima que por sucara, sus modales, su corazón y su buen sentido,estoy seguro de que te gustaría y que, además, meparece tener..."

"¡Qué cansado debía estar para haber dejadode escribirle", se dijo Eugenia, al ver que la car-ta se detenía en la mitad de aquella frase.

¡Le excusaba! ¿No sería pedir demasiado queuna muchacha inocente se percatase de la frial-dad que emanaba de aquella carta? A las jó-venes educadas religiosamente, puras e igno-rantes, todo se les antoja amor, en cuanto ponenlos pies en el reino encantado del amor. Vanpor él rodeadas de la celeste claridad que pro-yecta su propia alma y que se refleja sobre suamado; lo coloran con los fuegos de su propiosentimiento y le prestan más bellas intenciones.Los errores de la mujer provienen casi siemprede su fe en el bien o de su confianza en la ver-

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dad. Para Eugenia aquellas palabras: "Mi que-rida Anita, mi bienamada", resonaban en sucorazón como la suprema expresión del amor yle acariciaban el alma como, en su infancia, lasnotas divinas del Venite, adoremus, repetidas porel órgano, le acariciaban los sentidos. Por otraparte, las lágrimas que bañaban aún los ojos deCarlos le revestían de esa nobleza de corazónque no deja de seducir a una muchacha. ¿Podíaacaso presentir que si Carlos lloraba y queríatan sinceramente a su` padre, no era tanto porla bondad de su corazón como por las bonda-des que aquél le había prodigado? GuillermoGrandet y su mujer, al satisfacer todos los ca-prichos de su hijo, al darle todos los goces de lafortuna, le habían ahorrado los horribles cálcu-los que suelen hacer la mayoría de los jóvenesde París, cuando, ante las mil tentaciones de laciudad, conciben deseos y forman planes que lavida de sus padres no para de aplazar y de im-pedir. De modo que la prodigalidad paternallegó en el caso de Carlos a suscitar un verdade-

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ro cariño de hijo, sin cálculo ni reticencia. Sinembargo, Carlos era un parisiense, inducidopor las costumbres de París, por la propiaAnita, a calcularlo todo; era ya viejo bajo lamáscara de la juventud. Había recibido la es-pantosa educación de aquel mundo en que, secometen, en una sola noche, más crímenes depensamiento y de obra que los que castigan lostribunales en un año, de aquel mundo en que elchiste asesina las más hermosas ideas, en quesólo pasa por fuerte el que ve claro, y en quever claro consiste en no creer en nada, ni en lossentimientos, ni en las personas, ni siquiera enlos acontecimientos, puesto que hasta los acon-tecimientos llegan a falsificarse. Allí, para verclaro, es necesario sopesar cada mañana la bol-sa de un amigo, saber colocarse, políticamente,por encima de todo lo que pasa, guardarse inte-rinamente de admirar nada, ni obra de arte niuna buena acción, y atribuir todo un móvil inte-resado. La hermosa Anita, después de mil locu-ras deliciosas obligaba a Carlos a pensar seria-

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mente; le hablaba de su futura posición, mien-tras lo alisaba los cabellos con su mano perfu-mada; al deshacerle un rizo, le obligaba a calcu-lar su porvenir. Lo feminizaba y lo materializa-ba. Doble corrupción, pero corrupción elegante,distinguida, del mejor gusto.

––Eres un bobo, Carlitos –– le decía––. Me vaa costar trabajo enseñarte lo que es el mundo.Te has portado muy mal con el señor des Lu-peaulx. Me vas a decir que es una persona pocodecente; espera que esté sin poder antes dedespreciarlo a tu gusto. ¿Sabes lo que nos decíala señora Campan? "Hijos míos, mientras unhombre ocupe un ministerio, adorarlo; cuandohaya caído, ayudad a arrastrarlo al muladar.Poderoso, es una especie de dios; derrotado,está por debajo de Marat en su cloaca, porque élvive y Marat estaba muerto. La vida es uña su-cesión de combinaciones que hay que estudiar,seguir; sólo así se llega a mantenerse siempreen buena postura."

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Carlos era un muchacho de demasiado mun-do, sus padres le habían mimado con excesivaconstancia, el mundo le había adulado con ex-cesiva complacencia, para que pudiese tenergrandes sentimientos. El granito de oro que sumadre le había echado en el corazón se habíaconsumirlo en el hogar parisiense, Pero Carlosno tenía entonces más que veintiún años, y enaquella edad, la lozanía de la vida parece inse-parable del candor del alma. La voz, mirada lafigura, parecen en armonía con los sentimien-tos, hasta tal punto que el juez más endurecido,el procurador más desengañado y el usureromenos dócil vacilan siempre antes de suponercorazón avejentado y corrompido por el cálcu-lo, cuando las pupilas nadan todavía en unfluido puro y cuando la frente está aún limpiade arrugas. Carlos no había tenido aún ocasiónde aplicar las máximas de la moral parisiense yaparecía resplandeciente de inexperiencia. Pero,sin que se diese cuenta, le habían inoculado elegoísmo. Los gérmenes de la economía política

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a uso de los parisienses, latentes en su corazón,no esperaban más que el momento de florecer,momento que se produciría en cuanto Carlospasase de espectador pasivo a actor en el dramade la vida real. Pocas son las muchachas queresisten a las dulces promesas de semejanteapariencia; pero aunque Eugenia hubiese sidoprudente y perspicaz, como son algunas mu-chachas de provincias, ¿como iba a desconfiarde su primo, si en él modales, palabras y actosconcordaban aún con las aspiraciones de sucorazón? Un azar, para ella fatal, le permitiórecoger las últimas efusiones de sincera sensibi-lidad que quedaban en aquel joven corazón yescuchar, por decirlo así, .los últimos suspirosde su conciencia. Dejó, pues, aquella carta quejuzgaba henchida de amor, y se puso a contem-plar con deleite a su primo dormido; a su ver,las frescas ilusiones de la vida animaban aquelrostro; se juró a sí misma que lo amaría siem-pre. Miró luego, sin dar importancia a aquellaindiscreción, otra carta; y si empezó a leerla, fue

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para adquirir nuevas pruebas de las nobles cua-lidades que, como toda mujer, prestaba al hom-bre elegido: "Querido Alfonso:

"Cuando leas esta carta me habré quedado sinamigos; pero debo confesarte que a pesar de mi faltade fe en la gente de mundo que prodiga sin ton nison esta palabra, no he dudado de tu amistad. Poreso te encargo de arreglar mis asuntos y cuento con-tigo para que saques el mejor partido de cuanto aúnposeo. Pero es hora de que diga cuál es mi posiciónactual. Nada tengo y me preparo a embarcar para lasIndias. Acabo de escribir a todas las personas conquienes creo tener alguna deuda; encontrarás adjun-ta la lista de todas ellas, tan exacta como mi memoriapermite. Mi biblioteca, mis muebles, mis coches, miscaballos, etc., bastarán, espero, para pagar a todos.No pienso reservarme más que algunas chucheríassin valor que formarán la base de mi pacotilla. Desdeaquí, querido Alfonso, te mandaré un poder, en debi-da forma, para que procedas a la venta aún en el casode que surja alguna oposición. Mándame todas misarmas. Quédate con "Britón". Nadie querría pagar

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el precio que. vale este hermoso animal; prefiero re-galártelo. Farry, Breilman y Cía., me han construidoun comodísimo coche de viaje; pero aún no me lo hanentregado; procura conseguir que se lo queden sinexigirme indemnización; si se niegan a este arreglo,evita cuanto pueda perjudicar mi lealtad en las pre-sentes circunstancias. Debo seis luises al isleño, per-didos en el juego, no dejes de pagárselos..."

––¡Querido primo! ––murmuró Eugenia, de-jando la carta y retirándose de puntillas a sucuarto con una de las bujías encendida.

Una vez allí, abrió con una viva expresión deplacer el cajón de un antiguo mueble de roble,magnífica obra del Renacimiento y sobre el cualse veía aún, medio borrada, la famosa salaman-dra real. Tomó una gran bolsa de terciopelo rojocon cordones dorados y bordada con canutilloantiguo, que provenía de la herencia de suabuela. En seguida sopesó con orgullo la bolsay se deleitó contando su peculio de que se habíallegado a olvidar. Separó, primero, veinte por-

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tuguesas nuevas aún, acuñadas bajo el reinadode Juan V, en 1725, que al cambio de entoncesvalían cinco lisboninas cada una, equivalentes aciento sesenta y ocho francos con sesenta y cua-tro céntimos, según le aseguraba su padre, perocuyo valor convencional era de ciento ochentafrancos a causa de la rareza y de la ––her-mosura de las tales monedas que relucían comosoles. Item, cinco genovesas o piezas de cienlibras de Génova, moneda rara también que alcambio valían ochenta y siete francos, pero quelos coleccionistas pagaban a cien. Procedían delviejo señor de la Bertillière. Item, tres doblas dea cuatro, españolas, de Felipe V, acuñadas en1729, regalo de la señora Gentillet, que al entre-gárselas le repitió Dios sabe cuántas veces lamisma frase: "¡Este canario, este amarillito queves aquí, vale noventa y ocho libras! Guárdalobien, chiquilla, será la flor de tu tesoro." Item, loque su padre estimaba en más (el oro de aque-llas piezas era de veinte y tres quilates y unafracción), cien ducados de Holanda, fabricados

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en 1756, de unos trece francos. Item, ¡una grancuriosidad...!, una especie de medallas que losavaros apreciaban sobre manera, tres rupiascon el signo de la Balanza y cinco con el signode la Virgen, todas de oro puro de veinticuatroquilates, la magnífica moneda del Gran Mogol;cada una de las cuales valía treinta y siete fran-cos cuarenta céntimos al peso, pero, por lo me-nos, cincuenta francos para los aficionados amanejar oro. Item, el napoleón de cuarenta fran-cos que le habían dado la antevíspera y quehabía metido, negligentemente, en la bolsa roja.

Aquel tesoro contenía piezas nuevas, vírge-nes, verdaderas obras de arte por las que el tíoGrandet preguntaba de vez en cuando, y quequería ver para explicarle a su hija las virtudesintrínsecas que poseían, como la belleza delcordoncillo, la limpieza del relieve, la riquezade las letras cuyas aristas no estaban aún raya-das. Pero ella no pensaba en aquellas preciosi-dades, ni en la manía de su padre, ni en el peli-gro que corría al desprenderse de un tesoro que

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aquél estimaba tanto; no, Eugenia pensaba ensu primo v llegó, por fin, a comprender, des-pués de unos cuantos errores de cálculo, queposeía alrededor de cinco mil ochocientos fran-cos en valores reales que, en venta, podían con-vertirse en cerca de dos mil escudos. A la vistade tales riquezas se puso a batir palmas, comoun niño que para dar salida a su exceso de ale-gría, no tiene más recurso que los ingenuosmovimientos de su cuerpo. De modo que enaquella misma noche padre e hija contaron sufortuna; él para ir a vender su oro; ella paraechar el suyo en el océano del cariño. Eugeniavolvió a meter las monedas en la bolsa de ter-ciopelo y con ella en la mano, subió re-sueltamente la escalera. La secreta miseria de suprimo le hacía olvidar la noche y las convenien-cias; además, su conciencia se sentía asistidapor su abnegación y por su ansia de felicidad.

En el momento en que ella pisó el umbral dela puerta, llevando la bujía en una mano y labolsa en la otra, Carlos se despertó, vio a su

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prima y se quedó paralizado de sorpresa. Eu-genia se adelantó, dejó el candelero en la mesay dijo con voz conmovida:

––Primo, tengo que pedirle perdón de una fal-ta grave que he cometido contra usted; esperoque Dios me perdone este pecado si usted quie-re absolverme.

––¿De qué se trata? ––dijo Carlos restregán-dose los ojos.

––He leído estas dos cartas. Carlos se rubori-zó.

––¿Cómo he cometido semejante indiscre-ción? ––prosiguió ella––. ¿Cómo he subidoaquí? Ya no la sé. Pero estoy tentada de no arre-pentirme de haber leído estas cartas, porque,gracias a ellas, he descubierto su corazón, sualma y...

––¿Y qué?

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––Y sus proyectos y la necesidad en que sehalla de reunir cierta cantidad...

––¡Querida prima!

––¡Chitón! No levante la voz; no vayamos adespertar a alguien. Aquí tiene usted los aho-rros de una pobre muchacha que no necesitanada. Acéptelos usted, Carlos. Esta mañana nosabía siquiera lo que era el dinero; usted me loha enseñado; no es más que un medio; ahora yalo sé. Un primo es casi un hermano: así es quebien puede usted aceptar los ahorros de suhermana.

Eugenia, mujer y muchacha a un tiempo, nohabía previsto que su primo rehusase; Carlospermanecía mudo.

––¿Sería capaz de desairarme? ––preguntóEugenia, sintiendo que el corazón le palpitabaen la garganta.

La vacilación de su primo la ofendió; pero alrecordar la necesidad que le acosaba, su com-

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pasión fue superior a la ofensa, e hincó la rodi-lla en el suelo.

––¡No me levantaré hasta que haya aceptadousted este oro! ––le dijo––. ¡Primo, por Dios,contésteme! necesito saber si me considera us-ted digna, si es generoso...

Al oír aquel grito de noble desesperación, laslágrimas de Carlos cayeron sobre las manos desu prima que había cogido para impedir que searrodillase. Al sentir aquellas lágrimas calien-tes, Eugenia se abalanzó sobre la bolsa y la vol-có sobre la mesa.

––¡Sí, sí! ¿Acepta usted, verdad? ––dijo ellallorando de alegría––. No tema usted nada,querido primo; será usted rico. Este oro le va adar suerte; día vendrá que me lo devuelva;además, podemos asociarnos. En fin, yo pasarépor todas las condiciones que usted me im-ponga. Pero, créame, no dé tanta importancia aeste auxilio.

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Carlos pudo, finalmente, expresar sus senti-mientos.

Eugenia tendría un alma bien mezquina si noaceptase. De todos modos, por algo, la confian-za se paga con la confianza.

––¿Quiere usted decir? ––óigame, queridaprima, tengo la…

Se interrumpió para enseñarle una caja cua-drada que había sobre la cómoda y que estabaenvuelta en una funda de cuero.

––Aquí, ve usted, tengo algo que me es tanprecioso como la vida. Esta caja es un regalo demi madre. Desde esta mañana estoy creyendoque si ella pudiese salir de su tumba, venderíasin vacilar, el oro que su ternura prodigó eneste necessaire; Pero si yo llevase a cabo tal ac-ción creería cometer un sacrilegio.

Eugenia, al oír tales palabras, apretó convul-sivamente la mano de su primo.

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––No ––continuó él después de una ligerapausa durante la cual cruzaron una miradavelada por las lágrimas––, no; yo no quiero nidestruirla ni exponerla en mis viajes. QueridaEugenia, usted será su depositaria. Jamás unamigo habrá confiado a otro nada tan sagrado.Juzgue usted misma.

Fue a coger la caja, la sacó de su funda, laabrió y, lleno de tristeza, la enseñó a su prima,que quedó maravillada, un necessaire en que eltrabajo daba al oro un precio bien superior al desu peso.

–– Lo que está admirando usted no es nada ––dijo apretando un resorte que destapó un doblefondo––. Aquí está lo que para mí vale más queel mundo entero.

Sacó dos retratos, dos obras maestras de Mir-bel, ricamente orlados de perlas.

––¡Oh, qué linda persona! ¿Es ésta la dama aquien usted escribe...?

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––No ––dijo él sonriendo–– . Esta mujer es mimadre, y aquí tiene usted a mi padre, es decir,su tía y su tío de usted. Eugenia, yo deberíarogarle de rodillas que me guardase este tesoro.Si muriese sin haberle devuelto vuestra peque-ña fortuna, este oro la indemnizaría a usted; y austed... sólo puedo dejarle los dos retratos; us-ted es digna de conservarlos; pero destrúyalosantes que pasen a otras manos...

Eugenia callaba.

–– ¿Convenido, no es así? ––agregó él congracia.

Mientras escuchaba las palabras que acababade decir su primo, Eugenia le dirigió su primeramirada de mujer amante, una de esas miradasen que hay casi tanta coquetería como profun-didad; él le tomó la mano y se la besó.

––¡Ángel de pureza! Entre nosotros, ¿verdad?,el dinero no representará nada nunca. Sólo el

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sentimiento le da valor y el sentimiento lo serátodo de hoy en adelante.

––Se parece usted a su madre. ¿Tenía la voztan dulce como usted?

––¡Oh!, mucho más...

––Para usted ––dijo ella bajando los párpa-dos––. Vamos, acuéstese usted, Carlos, se lopido, está usted cansado. Hasta mañana.

Separó suavemente su mano aprisionada en-tre las de su primo, que la acompañó paraalumbrar el camino. Cuando llegaron al umbralde la puerta de ella:

––¿Por qué estaré arruinado? ––dijo el joven.

––¡Ba!, mi padre es rico, estoy convencida ––respondió ella. .

––¡Pobre prima mía! ––dijo Carlos adelantan-do un pie y apoyando la espalda en la pared––.Si lo fuese no habría dejado morir al mío, no les

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tendría en esta miseria, en fin, viviría de otromodo.

––Pero tiene Froidfond.

––¿Y qué vale Froidfond?

––No sé; pero también tiene Noyers.

––Una pobre alquería, como si lo viera.

––Tiene prados y viñas...

––Miserias ––dijo Carlos con desdén––. Si supadre tuviese tan sólo ochenta mil libras derenta, ¿cree usted que dormiría usted en uncuarto frío y desnudo copio éste? ––añadió ade-lantando el pie izquierdo––. Aquí quedarán mistesoros ––dijo él mostrando el viejo armariopara disimular sus pensamientos.

––Váyase a dormir ––le dijo Eugenia impi-diendo que entrase en su cuarto en desorden.

Carlos se retiró y se dieron las buenas nochescon una sonrisa mutua.

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Los dos se durmieron mecidos por el mismosueño y Carlos empezó, desde aquel momento,a echar algunas rosas sobre su luto. A la maña-na siguiente la señora Grandet encontró a suhija que se paseaba por el jardín con Carlos an-tes del desayuno. El muchacho estaba todavíatriste como debía estarlo un desgraciado que hadescendido, por así decirlo, hasta el fondo desus penas, y que, al medir la profundidad delabismo en que había caído, había sentido todoel peso de su vida futura.

––Mi padre no volverá hasta la hora de comer––dijo Eugenia al ver la inquietud reflejada enel semblante de su madre.

No era difícil percibir en las maneras, en laexpresión de Eugenia, en la singular dulzuraque impregnaba su voz, la conformidad depensamiento que reinaba entre ella y su primo.Sus almas se habían desposado ardientemente,antes quizá de haber experimentado de veras lafuerza de los sentimientos a que obedecían.

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Carlos se quedó en la sala y se respetó su me-lancolía. Cada una de las tres mujeres tuvo enque ocuparse. Como Grandet había abandona-do bruscamente sus asuntos, no fueron pocaslas personas que vinieron á preguntar por él; elpizarrero, el fontanero, el albañil, los cavadores,el carpintero, aparceros, colonos, unos paracerrar tratos, otros para pagar arrendamientos orecibir dinero. La señora Grandet y Eugenia sevieron, pues, obligadas a ir y venir, a contestarlos interminables discursos de los operarios yde la gente del campo. Nanón guardaba losproductos en la cocina. Aguardaba siempre lasórdenes del amo para saber qué tenía que re-servar para la casa y qué para el mercado. Lacostumbre del avaro era la de gran número dehidalgos campesinos: beber su mal. vino y co-mer sus frutas averiadas. A eso de las cinco dela tarde Grandet regresó de Angers, habiendosacado catorce mil francos de su oro, y llevadoen la cartera bonos reales que le darían interéshasta el día en que tendría que pagar sus rentas.

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Había dejado en Angers a Cornoiller para quecuidase los caballos medio extenuados, y losvolviese a traer lentamente una vez descansa-dos.

–– Vengo de Angers y tengo, hambre, mujer.

Nanón gritó desde la cocina:

––¿No ha tomado usted nada desde ayer?

––Nada ––respondió el ex tonelero.

Nanón trajo la sopa. Grassins vino a tomarórdenes de su cliente en el momento en que lafamilia estaba en torno a la mesa. El tío Grandetno había siquiera visto a Carlos.

––Coma usted tranquilamente, Grandet ––dijo el banquero––. Ya hablaremos después.¿Sabe usted a cuánto pagan el oro en Angers,adonde lo van a buscar para Nantes? Yo voy amandar alguno.

––No lo haga usted ––contestó el viñador––.Ya tienen el suficiente. Somos demasiado bue-

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nos amigos para que no le ahorre a usted unapérdida de tiempo.

––Pero el oro se paga allí a trece francos cin-cuenta.

––Se pagaba.

––¿De dónde diablos lo han podido llevar?

––Estuve en Angers esta noche ––le repicóGrandet en voz baja. El banquero se estremecióde sorpresa. Seguidamente se entabló entreellos una conversación de boca a oído durantela cual Grassins y Grandet miraron varias vecesa Carlos. En el momento en que, sin duda, eltonelero dijo al banquero que le comprase cienmil libras de renta, Grassins no pudo contenerun ademán de asombro.

––Señor Grandet ––dijo él a Carlos––, salgopara París; si se le ofrece a usted algún recado..:

––Ninguno, caballero. Muchísimas gracias ––contestó Carlos.

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––Déle más gracias aún, sobrino. El señor va aParís para arreglar los asuntos de la casa Gui-llermo Grandet.

––¿Por ventura queda alguna esperanza? ––pregunto Carlos.

––¿Por ventura no es usted mi sobrino? ––exclamó el viejo con un orgullo admirablemen-te fingido––. Su honor es nuestro honor. ¿No sellama usted Grandet?

Carlos se levantó, abrazó al tío Grandet y lobesó. En seguida, muy pálido salió de la sala.Eugenia contemplaba a su padre con admira-ción.

––Adiós, mi querido Grassins; estoy, con us-ted en cuerpo y alma; ¡a ver si me mete en cin-tura a toda esa gente!

Los dos diplomáticos se dieron un apretón demanos; el ex tonelero acompañó al banquerohasta la puerta; pero después de cerrarla, retro-

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cedió y dijo a Nanón, mientras se acomodabaen su poltrona:

––Dame un trago de casis. Demasiado nervio-so para quedarse en su sitio, se levantó miró elretrato del señor de la Bertellière y se puso acantar, dando unos traspiés que Nanón califi-caba de pasos de baile:

En las guardias francesas tenía un buen papá...

Nanón, la señora Grandet y Eugenia se mira-ron en silencio. La alegría del viñador, cuandosubía hasta aquel punto, no dejaba de espantar-las. Terminó pronto la velada. En primer lugar,el tío Grandet se quiso acostar temprano, ycuando él se acostaba, en la casa no debía que-dar nadie en pie; de la misma manera quecuando Augusto bebía, Polonia estaba ebria.Además, Nanón, Carlos y Eugenia no estabanmenos cansados que el dueño de la casa. Por loque toca a la señora Grandet, la pobre dormía,comía, bebía, andaba, según los deseos de sumarido. No obstante, durante el par de horas

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dedicado a la digestión, el tonelero, más ocu-rrente que nunca, soltó muchos de sus apoteg-mas, tan suyos que uno solo de ellos dará lamedida de su ingenio. Cuando se hubo zampa-do el casis, miró el vaso.

––¡Apenas se ponen los labios en un vaso, elvaso queda vacío! Ésta es nuestra historia. Nose puede ser y haber sido. Los escudos no pue-den circular y, al mismo tiempo, en tu bolsillo;si esto fuese posible la vida resultaría demasia-do hermosa.

Se mostró jovial y benévolo. Cuando Nanónvino con su rueca, le dijo:

––Debes estar cansada. Deja el cáñamo quieto.

––¡Bah! Si lo dejo, me aburro ––respondió lasirvienta.

––¡Pobre Nanón! ¿Quieres casis?

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––En tratándose de casis, no digo que no; laseñora lo hace mejor que los boticarios. El queellos venden sabe a droga.

––Ponen demasiado azúcar y le quitan aroma––dijo el tonelero.

A la mañana siguiente, la familia, reunida alas ocho para el desayuno, ofreció por primeravez, el cuadro de una verdadera intimidad. Ladesgracia se había cuidado de acercar a la seño-ra Grandet, a Eugenia y a Carlos; la propia Na-nón simpatizaba con ellos sin advertirlo. Loscuatro empezaban a formar una misma familia.Y el viejo viñador, desde el momento en que suavaricia quedó satisfecha y tuvo la certeza deque el petimetre iba a partir pronto sin obligarlea pagar mas que el viaje hasta Nantes, no sepreocupó casi de su permanencia en la casa.Dejó que los dos chiquillos, así llamaba a Carlosy a Eugenia, se portasen como quisiesen bajo lamirada tutelar de la señora Grandet, en la que,por lo demás, tenía plena confianza por lo que

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atañe a la moral pública y religiosa. El alinea-miento de sus prados y de las cunetas junto alas carreteras, sus plantaciones de álamos a ori-llas del Loira y las labores de invierno en Froid-fond le absorbieron del todo. Desde aquel mo-mento empezó para Eugenia la primavera deamor. Aquella noche en que la prima había en-tregado su tesoro a su primo, con el tesoro,había entregado su corazón. Cómplices los dosdel mismo secreto, sus miradas expresaban unamutua inteligencia que ahondaba sus senti-mientos y se los tornaba más íntimos, mejorcompartidos, colocándolos a los dos, por decir-lo así, fuera de la vida ordinaria. ¿El parentescono autorizaba una cierta dulzura en las pala-bras, una cierta dulzura en las miradas'.' Euge-nia, creyéndolo así se complacía en adormecerlos sufrimientos de su primo bajo las alegríasinfantiles de un amor naciente. ¿No existen gra-ciosas semejanzas entre los comienzos del amory los de la vida? ¿No se le cuentan historiasmaravillosas que doran su porvenir? ¿La espe-

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ranza no despliega para él sus alas radiantes?¿No pasa el día entre llantos de dolor y llantosde gozo? ¿No arma disputas por naderías, porunos guijarros con que intenta construirse unvacilante palacio, por unos tallos que olvidaráapenas cortados? ¿No está impaciente por de-vanar la madeja del tiempo y adelantar en lavida? El amor es nuestra segunda metamorfo-sis. Infancia y amor fueron la misma cosa paraEugenia y Carlos: fue la primera pasión contodas sus puerilidades, tanto más acariciantepara sus corazones cuanto más llenos estabande melancolía. Agitándose al nacer bajo suscrespones de luto, aquel amor no estaba porello menos en armonía con la sencillez de lavida provinciana de aquel caserón en ruinas.

Al cruzar unas palabras con su prima junto albrocal del pozo, en aquel desierto; al quedar enel jardincillo, sentados en un banco cubierto demusgo, hasta la caída de la tarde, dedicados adecirse pequeñeces sin cuento, o recogidos en lacalma que reinaba entre los murallones de la

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casa, como bajo las arcadas de una iglesia,Carlos comprendió la santidad del amor; por-que su gran señora, su querida Anita no lehabía dado a conocer más que sus turbulentasemociones. En aquel momento se despedía dela pasión parisiense, coqueta, brillante, vanido-sa para pasar al amor puro y verdadero. Seprendó de aquella casa cuyas costumbres ya nole parecieron tan ridículas. Bajaba tempranopara poder hablar con Eugenia unos momentosantes de que Grandet fuese a distribuir las pro-visiones; y cuando el paso del ex tonelero reso-naba en la escalera, se refugiaba en el jardín. Lamódica malicia de aquella cita matinal, secretapara la misma Eugenia y de la que Nanón hacíaque no se daba cuenta, comunicaba a. su amor,uno de los más inocentes del mundo, la vivezade los placeres prohibidos. Luego, cuando ter-minado el desayuno, el señor Grandet se iba aver sus propiedades y sus explotaciones, Carlosquedaba entre madre e hija, y experimentabauna delicia desconocida hasta entonces, con

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sólo ayudarlas a devanar una madeja, con sóloverlas trabajar y escuchar su charla.

La simplicidad de aquella vida casi monásti-ca, que le revelaba la belleza de aquellas almaspara las cuales el mundo no existía, le con-movió profundamente. Había imaginado quetales costumbres están imposibles en Francia ysólo había admitido su existencia en Alemaniay aun en la Alemania fabulosa que pinta Au-gusto Lafontaine en sus novelas. Para él, Euge-nia no tardó en convertirse en la ideal Margari-ta de Gothe, pero sin haber cometido la falta.De día en día sus miradas, sus palabras con-quistaron a la pobre muchacha que se aban-donó con delicia a la corriente del amor; se co-gía a su felicidad como el nadador, para salirdel río, se agarra a la rama de sauce que pendesobre la orilla. ¿No veía aquellas horas tan di-chosas como fugitiva nubladas ya por la penade la próxima ausencia? No pasaba día que deun modo u otro no les recordase la separacióninminente. Así, tres días después de la partida

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de Grassins, para París, Grandet condujo a Car-los al Tribunal de primera instancia con toda lasolemnidad que los provincianos suelen dar asemejantes pasos, para que firmase la renunciaa la sucesión de su padre. ¡Repudio terrible!,especie de apostasía doméstica. Fue también acasa de Cruchot para otorgar dos poderes, unoa favor de Grassins, otro a favor de un amigo alque encargó la venta de su mobiliario. Despuéstuvo que ocuparse de las diligencias necesariaspara obtener un pasaporte para el extranjero.Cuando llegaron los sencillos trajes de luto queCarlos había pedido a París, llamó a un sastrede Saumur y le vendió su vestuario inútil. Esteacto agradó singularmente al tío Grandet.

––¡Ah, ahora sí que te veo como un hombreque tiene que embarcar y que quiere hacer for-tuna ––le dijo al verlo vestido con una levita deburdo paño negro––. ¡Bien, muy bien!

––Puede usted creer, caballero, que sabré te-ner el ánimo que corresponde a mi estado.

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––¿Qué es esto? –– preguntó el avaro, cuyosojos se encendieron al ver el puñado de oro quele mostró Carlos.

––Señor, he reunido mis botones, mis anillos,todas las cosas superfluas que poseo y que re-presentan algún valor; pero como no conozco anadie en Saumur, quería rogarle a usted estamañana que...

––¿Qué le comprese eso? ––dijo Grandet inte-rrumpiéndole.

––No, tío que me indicase un hombre honra-do para...

––Déme esto, sobrino; yo me lo llevo arriba yen un momento le calculo su valor, céntimosmás o meros. Oro de joya ––agregó examinandouna larga cadena––, dieciocho quilates.

El ex tonelero tendió su manaza y se llevó elpuñado de oro.

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––Prima ––dijo Carlos––, permítame que leofrezca estos dos botones. que le podrán servirpara sujetar una cinta a su muñeca. Es una es-pecie de brazalete que ahora está muy de moda.

––Acepto sin cumplidos, querido primo ––dijo ella lanzándole una mirada de inteligencia.

––Tía, este dedal fue de mi madre y yo loguardaba piadosamente en mi necessaire de via-je ––dijo Carlos ofreciendo un lindo dedal deoro a la señora Grandet, que hacía diez añosque suspiraba por uno.

––¡No sabes cómo te lo agradezco, sobrinomío! ––dijo la madre, cuyos ojos se humedecie-ron de lágrimas–– Día y noche no dejaré derezar por ti la oración de los viajeros. Si yo mu-riese, Eugenia te conservaría esta joya.

–– Sobrino, esto vale novecientos ochenta ynueve francos con sesenta céntimos ––dijoGrandet abriendo la puerta––. Pero para aho-

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rrarle a usted el trabajo de venderlo, yo le des-contaré a usted su importe... en libras.

La expresión en libras, significa en el litoraldel Loira, que los escudos de seis libras debenser aceptados por seis francos, sin deducción.

––No me atrevía a proponérselo ––contestóCarlos ––; _pero me repugnaba tener que ir amalvender mis joyas en la ciudad en que ustedvive. Napoleón decía que la ropa sucia hay quelavarla. en casa. Le agradezco, pues, su benevo-lencia.

Grandet se rascó la oreja y se produjo unmomento de silencio.

––¡Querido tío! ––volvió a decir Carlos mi-rándolo con cierta inquietud, como si hubiesetemido herir su susceptibilidad ––, mi prima ymi tía han querido aceptar un insignificanterecuerdo mío; hágame usted el favor de aceptarunos gemelos de camisa que ya no voy x necesi-tar: le ayudarán a recordar a un pobre mucha-

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cho que, lejos de aquí, no podrá menos de pen-sar en los que desde hoy constituyen su únicafamilia.

––Muchacho, no es justo que te desprendasde todo esto de esta manera...

Estaba sorprendido.

––¿Con qué te ha obsequiado a ti, señoraGrandet? ––le preguntó volviéndose con avidezhacia ella. ¡Ah!, un dedal de oro. ¿Y a ti, hijamía? ¡Anda, broches de diamantes! Voy a que-darme con tus gemelos prosiguió estrechandola mano de Carlos––. Pero... vas a permitir quete pague... sí, señor... que te pague tu pasaje aAmérica. Sí, quiero pagarte el pasaje. Tanto máscuanto al estimar tus joyas yo sólo he contado eloro en bruto y tal vez den algo también por eltrabajo. Nada: asunto concluido. Te daré milquinientos francos... en libras que Cruchot meprestará, porque yo en casa no tengo un cénti-mo, como no sea que Perrotet, que anda retrasa-

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do, me pague su arrendamiento. Lo mejor seráque me llegue a verle.

Tomó el sombrero y los guantes y salió.

––¿De veras será usted capaz de marcharse? ––le dijo Eugenia dirigiéndole una mirada deadmiración.

––Es preciso ––respondió él agachando la ca-beza.

De unos días a aquella parte la actitud, losmodales y las palabras de Carlos eran los de unhombre profundamente afligido; pero que alsentir el peso de inmensas obligaciones, extraede su desgracia un valor nuevo. Ya no suspira-ba; se había hecho hombre. Cuando Eugeniaformó mejor concepto de su carácter fue cuandolo vio bajar de su cuarto vestido con su traje depaño negro que tan bien sentaba a su rostropálido y a su sombrío continente. Aquel mismodía las dos mujeres se vistieron de luto y asis-tieron con Carlos a un Requiem celebrado en la

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parroquia por el alma del difunto GuillermoGrandet.

A la hora del almuerzo Carlos recibió cartasde París y las leyó.

––¿Qué tal, primo, está usted contento de susasuntos? ––le preguntó Eugenia en voz baja.

––No hagas nunca preguntas de esta clase,hija mía ––observó Grandet––. ¡Demontre! Yo,que soy tu padre, no te cuento nada de misasuntos, ¿a santo de qué vas a meter las naricesen los de tu primo? Deja en paz al muchacho.

––¡Oh! Yo no tengo secretos ––dijo Carlos.

––¡Ta, ta, ta! Aprende que en el comercio con-viene saber tener la lengua.

Cuando los enamorados se quedaron solos enel jardín, Carlos dijo a Eugenia mientras la lle-vaba al viejo banco en que se sentaron bajo elnogal:

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––No me equivoqué al confiar en Alfonso; seha portado maravillosamente. Ha cumplido misencargos con lealtad y prudencia. No debo na-da en París; todos mis muebles se han vendidobien y me anuncia que, siguiendo los consejosde un capitán de barco, ha empleado los tresmil francos que me han quedado en una pacoti-lla compuesta de curiosidades europeas quepodré vender con provecho en las Indias. Haexpedido mis paquetes a Nantes, donde hay unbarco que toma carga para Java. Dentro de cin-co días, Eugenia, tendremos que despedirnostal vez para siempre, desde luego para muchotiempo. Mi pacotilla y diez mil francos que memandan dos de mis amigos constituyen unabase bien menguada. No puedo soñar en estarde vuelta, antes de unos cuantos años. Mi que-rida prima, no ates tu vida a la mía; puedo mo-rir, quién sabe si se te presentará un buen par-tido...

––¿Me ama usted?. . . ––dijo ella.

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––¡Oh, sí, mucho! ––respondió él, con unacento hondo que revelaba igual hondura desentimiento.

––Pues entonces, esperaré, Carlos. ¡Dios san-to! Mi padre está en su ventana ––dijo ella, con-teniendo a su primo que se acercaba para be-sarla.

Eugenia se refugió bajo la bóveda y Carlos lasiguió; al verlo se retiró al pie de la escalera yabrió la puerta; luego, sin saber cómo hallósejunto al cuchitril de Nanón, en el sitio más os-curo del corredor; allí, Carlos la tomó la mano,la atrajo sobre su corazón, la ciñó la cintura y laapretó dulcemente contra su cuerpo. Eugeniadejó de resistir; recibió y devolvió el más puro,el más suave y también el más franco de todoslos besos.

––¡Querida Eugenia!, un primo es algo mejorque un hermano, pues puede hacerte su mujer ––le dijo Carlos.

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––¡Así sea! ––gritó Nanón abriendo la puertade su cuchitril.

Los dos enamorados, despavoridos, huyerona la sala donde Eugenia se puso otra vez a tra-bajar en su labor y Carlos a leer las letanías dela Virgen y el breviario de la señora Grandet.

––¡Bueno! ––dijo Nanón––. Ya estamoshaciendo todos nuestras oraciones.

Así que Carlos hubo anunciado su marcha,Grandet se puso en movimiento ara dar a en-tender que sentía por él un vivo interés; mos-tróse liberal de cuanto no le costaba nada, seocupó de encontrarle un embalador y a renglónseguido, dijo que pretendía vender sus cajasdemasiado caras; entonces se empeñó en hacer-las él mismo, con viejas tablas que tenía a mano;se levantaba al amanecer para cepillar, ajustar yclavetear; al fin salieron de sus manos unas só-lidas cajas en las que acomodó los efectos deCarlos; se' encargó también de asegurarlos, de

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que los embarcasen Loira abajo y de que llega-sen a Nantes en tiempo oportuno.

Después de aquel beso dado y recibido en elcorredor las horas se deslizaban para Eugeniacon una espantosa rapidez. A ratos quería par-tir con su primo. Quien sepa lo que es una pa-sión devoradora, una pasión cuyo plazo seacorta cada día por culpa de la edad, del tiem-po, de un enfermedad mortal, por cualquiera delas fatalidades humanas, comprenderá los tor-mentos de Eugenia. Lloraba a menudo, mien-tras paseaba por aquel jardín que ahora le resul-taba angosto, así como el patio, la casa, la ciu-dad; su alma se lanzaba de antemano hacia lavasta extensión de los mares. Por fin llegó lavíspera de la partida. Por la mañana, en ausen-cia de Grandet y de Nanón, el cofrecillo quecontenía los dos retratos fue, solemnementedepositado en el único cajón del baúl que ce-rraba con llave y en que estaba la cosa ahoravacía. El acto de encerrar aquel tesoro no sellevó a cabo sin cantidad de besos y de lágri-

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mas. Cuando Eugenia puso la llave en su pe-cho, no tuvo valor para impedir que Carlosbesara el sitio.

––De aquí no saldrá, amigo mío. ––Tambiénqueda aquí mi corazón.

––¡Ah Carlos, esto no está bien! ––dijo ella conun acento de reproche.

––_¿No estamos casados? ––contestó él––.Tengo tu palabra; toma tú la mía. Soy tuyo parasiempre..

––Soy tuya para siempre ––contestó ella, casial unísono.

Ninguna promesa de las que se han cruzadosobre la tierra fue tan pura como ésta: el candorde Eugenia había santificado momentánea-mente el amor de Carlos.. A la mañana siguien-te, el desayuno fue triste. A pesar de la batadorada y de una piedrecita que Carlos regaló aNanón, ésta, dando rienda suelta a sus senti-mientos, no pudo menos de llorar.

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––¡Ese pobre caballero tan lindo que se va anavegar...! ¡Dios le proteja!

A las diez media la familia se puso en mar-ca para acompañar a Carlos hasta la diligenciade Nantes. Nanón cerró la puerta, después desoltar al perro y se empeñó en llevar el saco demano de Carlos. Todos los tenderos de la viejacalle estaban en el umbral de sus tiendas paraver pasar aquella comitiva, a la que se juntó enla plaza el notario Cruchot.

––No vayas a llorar, Eugenia ––le dijo su ma-dre.

––Sobrino mío ––dijo Grandet, al besar a Car-los en ambas mejillas––, se va usted pobre, perotrabaje y volverá rico. Encontrará a salvo elhonor de su padre. Yo, Grandet, se Jo garantizo.Entonces, sólo de usted dependerá que...

––¡Ah, tío, cómo endulza usted la amargurade esta partida! ¿No es éste el mejor regalo quepuede hacerme?

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Sin comprender las palabras del viejo toneleroque había interrumpido, Carlos esparció sobrela cara de su tío lágrimas de agradecimiento,mientras Eugenia estrechaba con todas susfuerzas la mano de su primo y la de su padre.Sólo el notario sonrió admirando la astucia eleGrandet, porque sólo él había comprendidossus intenciones. Los cuatro saumurenses. ro-deados de algunas personas, se quedaron anteel coche hasta que arrancó; luego, cuando des-apareció en el puente y sólo se oía el ruido delas ruedas, el viñador dijo:

––¡Buen viaje!

Por suerte, el único que oyó esta exclamaciónfue maese Cruchot. Eugenia y su madre habíanandado unos pasos hasta un punto del muelle,desde donde aún se divisava la diligencia, yagitaban sus pañuelos blancor, signo a que co-rrespondía Carlos desplegando el suyo.

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––¡Madre mía, por un momento quisiera tenerel poder de Dios! ––dijo Eugenia en el instanteen que se dejó de ver el pañuelo de Carlos.

Para no interrumpir el curso de los aconteci-mientos que se desarrollaron en el seno de lafamilia Grandet, es necesario que, por adelanta-do, demos un vistazo a las operaciones que elex tonelero llevó a cabo en París por mediaciónde Grassins. Un mes después de la marcha delbanquero, Grandet poseía una inscripción decien mil libras de renta comprada a ochentafrancos precio neto. Los datos que procura el in-ventario establecido después de su muerte nohan permitido aclarar nunca cuáles fueron losmedios que le inspiró su desconfianza para tro-car el precio de la inscripción por la propia ins-cripción. Maese Cruchot supone que fue Na-nón, sin enterarse de ello, la que sirvió de ins-trumento fiel para semejante' traslado de fon-dos. Hacia aquella época, la sirviente estuvoausente cinco días, bajo pretexto de ir a guardaralgo en Froidfond, como si el viñador fuese

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capaz de haber dejado algo. sin guardar. En loque atañe a las previsiones del tonelero se reali-zaron.

Como todo el mundo sabe, en el Banco deFrancia, existen informes exactísimos sobre lasgrandes fortunas así de París como en los de-partamentos. Constaban en sus registros losnombres de Grassins y de Félix Grandet deSaumur que gozaban de la estima que los finan-cieros otorgan a las celebridades financierasque descansan sobre inmensas propiedadesterritoriales, libres de hipotecas. La sola llegada,pues, del banquero de Saumur, con el encargo,se decía, de liquidar honorablemente la CasaGrandet de París, bastó para evitar a la sombradel desgraciado negociante la vergüenza de losprotestos. Se levantó el embargo judicial enpresencia de los acreedores, y el notario de lafamilia pudo proceder normalmente a hacer elinventario de la herencia. No tardó Grassins enreunir a los acreedores que, unánimemente,nombraron liquidador al banquero de Saumur,

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conjuntamente con Francisco Keller, jefe de unaopulenta casa que tenía cuantiosos intereses enel asunto, y les dieron amplios poderes parasalvar, a la vez, el honor de la familia y los cré-ditos. El . crédito de Grandet de Saumur, lasesperanzas que, por mediación de Grassins,sembró en el corazón de los acreedores, facilita-ron el arreglo; ni uno solo entre tantos acreedo-res se mostró recalcitrante. Nadie pensaba enhacer pasar su crédito a la cuenta de pérdidas yganancias, porque cada cual se decía:

––¡Grandet de Saumur pagará! Pasaron seismeses. Los parisienses habían retirado sus efec-tos de la circulación y los conservaban en elfondo de sus carteras. El primero de los resul-tados que buscaba el tonelero estaba consegui-do. Nueve meses después de la primera asam-blea, los liquidadores distribuyeron el cuarentay siete por ciento a cada acreedor. Esta suma seobtuvo mediante la venta de valores, posesio-nes, bienes y objetos pertenecientes al difuntoGuillermo Grandet, venta que fue llevada a

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cabo con una fidelidad escrupulosa. Los acree-dores se complacieron en reconocer la admira-ble e indisoluble honorabilidad de los Grandet.Cuando tales alabanzas acabaron de dar lavuelta a París, los acreedores reclamaron el re-sto de su dinero. Para ello escribieron una cartacolectiva a Grandet.

––¡Aquí os quiero ver! ––dijo el ex tonelero ti-rando la carta al fuego––; paciencia, amiguitos.

En contestación a las proposiciones conteni-das en aquella carta, Grandet de Saumur exigióque se depositasen en casa del notario todos losdocumentos de crédito existentes contra laherencia ele su hermano, junto con un recibo delos pagos ya realizados, a pretexto de revisiónde cuentas y con el fin (le. establecer el verda-dero estado de la sucesión. Aquel depósito pro-vocó mil dificultades. Generalmente, el acree-dor es una especie de maniático. Hoy está apunto de transigir, mañana querría entrar asangre y fuego; más tarde se hace de pasta flo-

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ra. Hoy su mujer está de buen humor, su benja-mín tiene el primer diente, en la casa todo vacomo una seda, el hombre no quiere perder uncéntimo. Al día siguiente llueve, no puede salir,está melancólico, dice que sí a todas las propo-siciones que son adecuadas para terminar unasunto. Al otro día, exige garantías; a fin demes, hecho un verdugo, pretende ejecutar atodo bicho viviente. Inquieto como el gorrióndel cuento en cuya cola se invita a los niños adepositar un grano de sal, el acreedor le davuelta a la imagen y opina que el verdaderogorrión inaprensible es su crédito. Grandet te-nía muy observadas las variaciones at-mosféricas de los acreedores y los de su herma-no no defraudaron uno solo de sus cálculos.

––Perfectamente, ¡así va bendecía Grandet,frotándose las manos, al informarse del caso enlas cartas que le escribía Grassins.

Otros que sólo consintieron en hacer el depó-sito a condición de que constasen sus derechos

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sin renunciar a ninguno ni siquiera al de pro-mover la declaración de quiebra. Nueva co-rrespondencia hasta que Grandet consintióaceptar las reservas solicitadas. Mediante dichaconcesión los acreedores mansos hicieron entraren vereda a los bravos. Se verificó por fin eldepósito no sin algunas quejas.

––¡Ese buen hombre ––se le dijo a Grassins––,se está burlando de usted y de nosotros!

A los veintitrés meses de la muerte de Gui-llermo Grandet, muchos comerciantes arrastra-dos, por la corriente de los negocios habían ol-vidado el cobro de sus créditos o sólo se acor-daban de ellos para decir:

––Empiezo a temer que el cuarenta y siete porciento es todo lo que habré sacado de este des-dichado asunto.

El tonelero había calculado la potencia deltiempo que, como él decía, era un diablo amigo.Al cabo del tercer año, Grassins comunicó a

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Grandet haber conseguido de los acreedoresque, mediante el pago de un diez por cientosobre el saldo de (los millones cuatrocientos milfrancos, estuviesen dispuestos a devolver sustítulos. Grandet contestó que el notario y elagente de cambio que con sus espantosas quie-bras habían causado la muerte de su hermano,aún estaban vivos y podían hallarse nuevamen-te a flote; convenía acosarlos a fin de ver desacar algo con que aminorar el déficit. Al ter-minar el cuarto año ese déficit se había reduci-do a un millón cien mil francos. Se entablaronentre los liquidadores y las acreedores, entre losliquidadores y Grandet conversaciones queduraron seis meses. En fin, que, cediendo a losapremios, Grandet de Saumur respondió a losdos liquidadores hacia el noveno mes de aquelaño, que su sobrino que había hecho fortuna enlas Indias, le había manifestado la intención depagar íntegramente las deudas de su padre; nopodía, por consiguiente, tomar a su cargo laterminación del asunto sin antes consultarlo:

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estaba esperando una respuesta. Finía el quintoaño y Grandet continuaba teniendo en jaque alos acreedores a base de soltarles, de vez encuando, la palabra, íntegramente: el sublime to-nelero reía para sus adentros, sonreía por fueracon finura, soltaba un terno y murmuraba:"¡Esos parisienses!..." Pero a aquellos acreedoresles estaba reservada una suerte única en losanales del comercio. Cuando llega el momentoen que los acontecimientos de esta historia lostraen de nuevo a escena, los encontramos en lamisma situación en que Grandet los había man-tenido. Cuando las rentas públicas llegaron aciento quince, el tío Grandet vendió, retiró deParís cerca de dos millones cuatrocientos milfrancos en oro que se reunieron a sus barrilitoscon los seiscientos mil francos de interesescompuestos que le habían procurado sus ins-cripciones. Grassins vivía en París v vamos aexplicar por qué. En primer lugar, había sidoelegido diputado: en segundo lugar, a fuerza depadre de familia cansado por la aburrida exis-

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tencia de Saumur, se enamoró de Florina, unade las actrices más bonitas del Teatro de Ma-dame, y bajo el banquero hubo una recrudes-cencia del sargento de la guardia imperial. In-útil hablar de su conducta: en Saumur se la juz-gó profundamente inmoral. Su mujer se congra-tuló de la separación de bienes que sobrevino,así como de verse con cabeza suficiente paradirigir la casa de Saumur, cuyos negocios con-tinuaron con su nombre, y de este modo repa-rar las brechas abiertas en su fortuna por laslocuras de Grassins. Los cruchosistas se dierontal maña en empeorar la situación de la casiviuda, que ésta no tuvo más remedio que casarmuy medianamente a su hija y que renunciar ala boda de su hijo con Eugenia Grandet. Adolfose reunió en París con su padre y, según dicen,fue por mal camino. Los Cruchot triunfaron.

––Su marido no tiene seso ––decía Grandet alprestar con las debidas garantías, una cantidada la señora de Grassins––. La compadezco a us-

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ted sinceramente; es usted digna de mejor suer-te.

––¡Ah, caballero! ––contestó la pobre señora––, ¿quién me iba a decir que el día que salió de sucasa de usted para trasladarse a París corría asu ruina?

––Dios es testigo, señora, de que hice cuantopude para obligarle a desistir de ese viaje. Elseñor presidente quería a toda costa encargarsedel asunto. Ahora ya sabemos por qué su mari-do tenía tanto empeño en ir a París.

De este modo, Grandet liquidaba una deudamoral no tenía nada que agradecer a Grassins.

En cualquier situación, las mujeres tienen másmotivos de sufrimiento que los hombres y pa-decen más que ellos. El hombre cuenta con lafuerza y con el ejercicio de su pujanza: actúa,piensa, abarca el porvenir del que obtiene con-suelos. Es lo que hacía Carlos. Pero la mujer sequeda quieta, cara a cara con su

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dolor; nada la distrae; desciende hasta el fon-do del abismo, lo mide y a menudo lo colmacon sus anhelos y sus lágrimas. Es lo que hacíaEugenia. De este modo se iniciaba en su desti-no. Sentir, amar, sufrir, sacrificarse, éste serásiempre el texto de la vida femenina. Y Eugeniadebía ser mujer en todo, excepto en su aptitudpara consolarse. Su dicha, reunida como losclavos esparcidos por la muralla, según la su-blime expresión de Bossuet, ni un día colmó elcuenco de su mano. Las penas, que nunca sehacen esperar, para ella madrugaron. Al díasiguiente de la marcha de Carlos, la casa Gran-det recobró su fisonomía para todos, menospara Eugenia que se sobrecogió de sentirla tanvacía. Sin que su padre se enterase, consiguióque la habitación de Carlos quedase en el esta-do en que la dejara. La señora Grandet y Nanónse prestaron de buena gana a conservar aquelstatu quo.

––¿Quién sabe si volverá más pronto de loque esperamos? ––dijo ella.

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––¡Ah, querría ya que volviese a estar aquí! ––contestó Nanón––. ¡Me había acostumbrado averlo! Era un señorito tan bueno, tan dulce, casitan lindo y tan rizado como una chica.

Eugenia miró a Nanón.

––¡Virgen santa! ¡Señorita, no ponga usted es-tos ojos que serán la perdición de su alma! Nomire usted el mundo de ese modo.

Desde aquel día, la belleza de la señoritaGrandet tomó un carácter nuevo. Los gravespensamientos de amor que poco a poco invadí-an su alma, la dignidad de la mujer amada,dieron a sus rasgos una especie de resplandorque los pintores suelen expresar mediante laaureola. Cuando todavía no conocía a su primose podía comparar a Eugenia a la Virgen antesele la concepción; cuando su primo se marchó,se la podía comparar a la Virgen Madre: habíaconcebido el amor. Esas dos

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Marías, tan diferentes y tan bien representa-das por ciertos pintores españoles, constituyenuna de las más brillantes personificaciones delcristianismo. Al volver de la misa que oyó aldía siguiente de la marcha de Carlos y quehabía prometido seguir oyendo todos los días,compró en la librería un mapamundi y lo clavójunto a su espejo para poder seguir a su primocamino de las Indias, para mejor imaginar quese metía en su barco y que le dirigía mil pre-guntas:

––¿Estás bien? ¿No sufres? ¿Piensas en mícuando miras una estrella que me has enseñadoa conocer y admirar?

Por las mañanas quedábase pensativa, a lasombra del nogal, senada en el banco de made-ra carcomido y cubierto de musgo gris, en quese habían dicho tantas cosas, tantas boberíasinolvidables, donde habían levantado tantoscastillos de ensueño. Pensaba en el porvenirmirando al cielo por el espacio que quedaba

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entre las tapias; después fijaba la vista en elviejo lienzo de muralla y en el tejado que cubríala habitación de Carlos. Era el amor, el amor so-litario, el amor verdadero que se desliza en to-dos los pensamientos y se convierte en sustan-cia o, como hubiesen dicho nuestros padres, entejido de la vida. Cuando los supuestos amigosde Grandet venía v a la noche a jugar la partidahabitual, Eugenia simulaba alegría; pero la ma-ñana se la pasaba hablando de Carlos con sumadre y con Nanón. Nanón había comprendidoque podía compadecerse de los sufrimientos desu señorita sin faltar a los deberes para con suviejo dueño. Y decía:

––Si yo hubiese tenido un hombre mío, lohabría... seguido hasta el infierno. Lo habría...¡qué sé yo! ... Bueno: habría querido matarmepor él; pero... ni por ésas. Moriré sin saber quées la vida. ¿Querrá usted creer, señorita que esevejestorio de Cornoiller, que no deja de ser unbuen hombre, me está buscando las vueltas? Nopor mí, no; por mis rentas, como los que vienen

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aquí a oler los escudos del señor, mientras pa-rece que le están haciendo la corte a usted. Peroa mí no me la dan; soy fina aunque me vea us-ted gruesa como una torre. Bueno, pues, a pesarde todo, aun sabiendo que no es cariño, megusta.

Dos meses pasaron de este modo. Aquella vi-da doméstica, antes monótona, ahora se anima-ba gracias al inmenso interés del secreto queaumentaba la intimidad de aquellas tres muje-res. Para ellas, Carlos seguía viviendo, iba yvenía aún, bajo el techo gris de la sala. Al levan-tarse y al acostarse Eugenia abría el cajón de suarmario y contemplaba el retrato de su tía. Undomingo, por la mañana, su madre la sorpren-dió cuando trataba de descubrir los rasgos deCarlos en los del retrato. La señora Grandet seinició entonces en el terrible secreto del truequehecho por su hija y el viajero.

––¡Se lo diste todo! ––exclamó la madre, es-pantada––. ¿Qué le vas a decir a tu padre el día

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de Año Nuevo, cuando te pida que le dejes vertu oro?

Los ojos de Eugenia se inmovilizaron y lasdos mujeres quedáronse sumidas en mortalangustia durante la mitad de la mañana. Su tur-bación fue tanta que llegaron tarde a misa ma-yor y les tocó oír la misa militar. Dentro de tresdías terminaba el año de 1819. Dentro de tresdías debía de empezar una acción terrible, unatragedia burguesa sin puñal ni veneno, ni de-rramamiento de sangre; pero más cruel por loque atañe a los actores que todos los dramasacaecidos en la ilustre familia de los Atridas.

––¿Qué será de nosotras? ––dijo la señoraGrandet a su hija, dejando su calceta sobre susrodillas.

El azoramiento de la pobre madre era tal,desde hacía dos meses, que las mangas de lanaque se confeccionaba para el invierno aún noestaban concluidas. Este hecho doméstico, in-

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significante en apariencia, tuvo tristes resulta-dos para ella.

La falta de mangas tuvo la culpa de que el fríose apoderase de su cuerpo cuando estaba trans-ida de sudor a consecuencia de un terrible en-fado con su marido.

––Estaba pensando, querida hija, que si tú mehubieses confiado antes tu secreto, habríamostenido tiempo de escribir a París, al señor Gras-sins. Tal vez nos hubiera podido mandar mo-nedas de oro semejantes a las tuyas; aunqueGrandet las conoce bien, ¿quién sabe?, tal vez...

––Pero, ¿de dónde íbamos a sacar tanto dine-ro?

––Yo habría empeñado las mías. Además, es-pero que el señor Grassins no habría...

––Ya no queda tiempo para nada ––respondióEugenia con voz sorda y alterada, interrum-piendo a su madre––. ¿No es mañana el día que

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debemos entrar en su cuarto a felicitarle en elAño Nuevo?

––¿Por qué no quieres que vaya a ver a losCruchot?

––No, no, sería entregarme a ellos de pies ymanos. Por lo demás, yo ya he tomado mi reso-lución. Hice lo que debía y no me arrepiento denada. Dios me protegerá. Hágase su voluntad.¡Ah, si hubiese leído usted su carta no hubiesepensado más que en él!

Cuando llegó la mañana del primero de enerode 1820, el terror que presentían madre e hijales sugirió una excusa muy natural para no pre-sentarse en el cuarto de Grandet a felicitarlesolemnemente el Año Nuevo. El invierno de1819 a 1820 fue uno de los más rigurosos de laépoca.

La nieve se acumulaba en los tejados.

La señora Grandet dijo a su marido así que leoyó andar por la habitación:

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––Grandet, di a Nanón que encienda un pocode fuego en mi cuarto; el frío es tan terrible queme hielo bajo las mantas. He llegado a unaedad en que necesito cuidados. Por lo demás ––agregó después de una ligera pausa––, Eugeniavendrá a vestirse aquí. En su cuarto, con estefrío podría coger una enfermedad. Después,bajaremos a la sala a felicitarte en el Año Nuevojunto a la chimenea.

––¡Ta, ta, ––ta, vaya lengua! ¡Empiezas bien elaño, señora Grandet! Jamás hablaste tanto. Noserá porque hayas comido pan remojado convino, supongo.

Hubo un momento de silencio.

––Bueno ––continuó el tonelero, al que sinduda la proposición de su esposa sentaba me-nos mal de lo que dio a entender––, se hará co-mo tú deseas, señora Grandet. Eres una buenamujer y no quiero que entres con mal pie en elnuevo año, por más que, en general, los Berti-

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llière sois de buena madera. ¿Eh? ¿No digobien? ––gritó después de una pausa. Tosió.

––Está usted de buen humor esta mañana ––dijo gravemente la mujer.

––Yo siempre estoy alegre... ¡Siempre alegre eltonelero, mueve el hacha con salero! ––agregó, en-trando en el cuarto de su mujer, ya completa-mente vestido––. Sí, la verdad es que como ha-cer frío, hace frío. Almorzaremos bien. Grassinsme ha mandado un pastel de foiegras trufado.Iré a recogerlo de la diligencia. Creo que tam-bién un medio napoleón para Eugenia ––le dijoel tonelero al oído––. A mí ya no me queda oro.Tenía aún algunas monedas, a ti ya te lo puedodecir; pero las he tenido que soltar para los ne-gocios.

Y para celebrar el primer día del año la besóen la frente.

––Eugenia ––gritó la madre, toda bondad––,no sé sobre qué lado durmió tu padre esta no-

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che, pero se ha levantado de muy buen talante.Ha entrado diciéndome: "¡Buenos días y buenaño, grandísima tonta!"

Y tonta me he quedado cuando le he vistoalargar la mano para darme un escudo de seisfrancos que casi no está roído! "Tome usted,señora, y mírelo bien."

––¡Bah! ¡mucho será que no salgamos del malpaso!

––Pero, señora, ¿qué le ocurre a nuestro amo?––dijo Nanón entrando en el cuarto de su due-ña para encender el fuego––. ¡Pues no ha em-pezado por decirme: "Buenos días y buen año,animalote"! Y, después, va y me alarga un es-cudo dé seis francos que casi no está roído porningún lado. Me he quedado lela. !Mire usted,señora. ¡Ah, que buenazo que es! Sí, después detodo, es bueno. Los hay que cuanto más en-vejecen más endurecen; pero él se nos está vol-viendo suave como su jarabe de casts, señora.Está resultando un bendito...

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El secreto de tanta alegría no era otro que elperfecto éxito logrado con la especulación deGrassins. El señor de Grassins, después de de-ducir las sumas que le debía el tonelero por eldescuento de los ciento cincuenta mil francosde los efectos en que le pagaron los holandeses,y por el pico que le había adelantado para com-pletar el dinero necesario para la compra de lascien mil libras de renta, le mandaba, por la dili-gencia, treinta mil francos en escudos, saldo desu semestre de intereses y, por añadidura, leanunciaba el alza de fondos públicos. Estabanentonces a ochenta y nueve; los capitalistas másconspicuos compraban a noventa y dos, finenero. Hacía dos meses que Grandet ganaba eldoce por ciento sobre sus capitales sin tener quepagar ni impuestos ni reparaciones. Por fin,descubría las delicias de la renta, inversión queinspiraba a la gente de provincias una repug-nancia invencible, y se veía ya dueño, antes decinco años, de un capital de seis millones, lo-grado sin grandes desvelos y que, sumado al

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valor de sus tierras, constituiría una colosalfortuna. Los seis francos que acababa de regalara Nanón eran tal vez el pago de un inmensoservicio que Nanón le había prestado sin darsecuenta.

––¡Huy! ¡Huy! ¿Dónde va tan temprano el tíoGrandet que parece que vaya a apagar un in-cendio? ––se preguntaron los comerciantes de-dicados a abrir sus tiendas.

Más tarde, cuando le vieron volver del mue-lle, seguido de un mozo de las Mensajerías quetransportaba, sobre una carretilla, unos sacosrepletos:

––El agua va siempre a parar al río ––decíauno.

––Le llegan de París, de Froidfond, de Holan-da ––refunfuñaba otro.

––Acabará comprando todo Saumur ––exclamaba un tercero.

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––A ése no le puede el frío; los negocios le ca-lientan –– decía una mujer a su marido.

–– ¡Hola, hola!, señor Grandet, si por casuali-dad le estorban, mande las talegas para acá ––lechillaba un comerciante en paños, su vecinomás próximo.

––¡Oh, no son más que sueldos! ––contestabael viñador.

––De plata ––dijo el mozo en voz baja.

––Si quieres que te mime, échate un nudo a lalengua ––le replicó el tonelero al tiempo queabría la puerta de su casa.

––¡Ah, el muy tuno! ¡yo creía que estaba sor-do; pero se ve que cuando hace frío oye bien.

––Aquí tienes veinte sueldos de propina ypunto en boca. Andando ––dijo Grandet––. Na-nón te devolverá la carretilla. ¿Nanón, están lasmujeres en misa?

—Sí, señor.

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––¡Pues manos a la obra! ––gritó, cargando lossacos.

En un santiamén pasaron los escudos a sucuarto en el que se encerró.

––Cuando el almuerzo esté a punto, llámamegolpeando en la pared.

Ahora devuelve la carretilla a las Mensajerías.

Hasta las diez no almorzó la familia.

––Aquí tu padre no pedirá que le enseñes tuoro ––dijo la señora Grandet a su hija al regre-sar de misa––. Además, haz ver que tienes frío.Luego, tiempo quedará para reponer el oro an-tes de tu cumpleaños...

Grandet bajó la escalera pensando en conver-tir, lo antes posible, los escudos que acababa derecibir en monedas de oro y en su admirablejugada sobre las rentas del Estado. Estaba re-suelto a colocar de este modo su dinero hastaque se cotizase a cien francos. Meditación fu-

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nesta para Eugenia. En cuanto entró, las dosmujeres le desearon un feliz año nuevo, su hijaechándosele al cuello y acariciándole, la señoraGrandet gravemente con dignidad.

––¡Ah!, hija mía ––dijo besando a Eugenia enambas mejillas––, estoy trabajando por ti... quie-ro que seas feliz. Y para serlo hace falta dinero.¡Sin dinero, despídete! Toma, aquí tienes unnapoleón nuevecito; lo he mandado venir deParís. ¡Maldita sea la ...! En esta casa no quedaun grano de oro. La única que tiene oro eres tú.Anda, enséñame tu tesoro, pequeña.

––¡Huy?, hace demasiado frío; vale más quealmorcemos ––le contestó Eugenia.

––Bueno, pues, quédese para después. Nosayudará a hacer la digestión.

Grandet señaló el pastel que le había enviadoel banquero.

––El bueno de Grassins nos ha mandado esto––prosiguió––. Comed, hijas, comed, no cuesta

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nada. Grassins se porta bien; estoy contento deél. Está trabajando para Carlos y gratis. Arreglalos asuntos del pobre Grandet. ¡Ooooh! ––mur-muró, con la boca llena, después de una pausa––, ¡qué rico es esto! Come, mujer, con esto tealimentarás por lo menos para dos días.

––No tengo ganas; ya sabes que estoy muydelicada.

––¡Quita allá! Puedes atiborrarte sin peligrode que la caja reviente; eres una Bertellière, unamujer resistente. Te has puesto de un pardo quetira a amarillo; pero el amarillo me gusta.

La espera de una muerte pública e ignominio-sa es quizá menos horrible para un condenadoque lo fue para la señora Grandet y su hija laespera de los acontecimientos que debían ponerfin a aquel almuerzo de familia. Cuanto másalegre hablaba y comía el viejo viñador, más seoprimía el corazón de las dos mujeres. La hija,sin embargo, tenía un apoyo en aquel trance;sacaba fuerzas de su amor.

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"Por él, ––se repetía––, soy capaz de sufrir milmuertes."

Y animada por este pensamiento lanzaba a sumadre miradas inflamadas de valor.

––Quítalo todo ––dijo Grandet a Nanón,cuando, a eso de las doce, terminó el almuerzo––; pero no retires la mesa. Estaremos más cómo-dos para ver tu pequeño tesoro ––dijo mirandoa Eugenia––. Eso de pequeño es un decir. Elvalor intrínseco representa cinco mil no-vecientos cincuenta y nueve francos, más cua-renta de esta mañana, hacen un total de seis milfrancos menos uno. ¡Vaya! Te doy este francopara redondear la suma ¿ves, hijita...? ¿Tú, quéhaces aquí parada escuchándonos? Da mediavuelta, Nanón, y vete a tu avío ––dijo el tonele-ro.

Nanón desapareció.

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––óyeme, Eugenia, vas a tener que darme tuoro. Supongo que no se lo negarás a tu padre,¿verdad, hijita?

Las mujeres permanecían mudas.

––No tengo oro. Lo tuve; pero ya no lo tengo.Te daré seis mil francos en libras, y vas a colo-carlas como yo te. diré. No hay que pensar en eldoceno. Cuando te cases, que será pronto, yo tehabré encontrado un novio que te podrá regalarel doceno más espléndido de que se hayahablado en la provincia. Óyeme, hijita. Se pre-senta una ocasión magnífica; puedes dar seismil francos al Gobierno, y cobrar cada seis me-ses un interés de casi doscientos francos, libresde impuestos, sin pensar en reparaciones, ni enheladas, ni en pedriscos, sin nada de lo queestropea las rentas. ¿Tal vez te duele separarlede tu oro, ¡eh!, hijita? De todos modos, tráeme-lo. Yo te iré recogiendo piezas de oro, holande-sas, portuguesas, rupias del Mogol, genovesas;y con las que te regalaré para los días de tu san-

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to, verás como en tres años reconstituyes la mi-tad de tu tesoro. ¿Qué dices a so, hijita? Levantala nariz. Anda, ve a buscar la bolsita. Deberíasbesarme en los ojos en agradecimiento porhaberte contado todos estos secretos y misteriosde vida y de muerte para los escudos. Sí, sí, losescudos viven y bullen como los hombres; van,vienen, sudan, y trabajan...

Eugenia se levantó y después de dar unoscuantos pasos hacia la puerta, se volvió brus-camente y dijo:

––Ya no tengo mi oro.

––¡Que no tienes tu oro! ––exclamó Grandet,alzándose sobre sus jarretes, como un caballoque oye un cañonazo a pocos pasos.

––No, ya no lo tengo.

––Te engañas, Eugenia.

––No.

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––¡Por la memoria de mi padre! Cuando eltonelero soltaba este juramento, las tablas seestremecían. ––¡Santa Bárbara bendita! ¡La se-ñora se ha puesto pálida! ––gritó Nanón,

––Grandet, tu cólera acabará por matarme ––dijo la pobre mujer.

––¡Ta, ta, ta! Las de tu familia no van de prisaen morirse! Eugenia, ¿qué ha hecho usted desus monedas? ––gritó abalanzándose hacia ella.

––Señor ––exclamó la hija, echándose en lasrodillas de la señora Grandet––, mi madre sufremucho... ve usted... No la mate usted. Grandetse espantó al ver la palidez que cubría el rostrode su mujer, antes de un amarillo subido.

––Nanón, ven, ayúdame a acostarme ––dijo lamadre con voz débil––. Me muero...

Nanón se apresuró a dar el brazo a su dueña,Eugenia la sostuvo por el otro lado y no sin milprecauciones lograron subirla a su cuarto; pues

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se les desmayaba a cada escalón. Grandet sequedó solo.

Sin embargo, unos minutos después subió sie-te u ocho escalones y gritó:

––Eugenia, en cuanto tu madre esté acostada,haz el favor de bajar.

––Sí, padre.

No tardó en reaparecer, después de habertranquilizado a su madre––Hija mía, vas a de-cirme dónde está tu tesoro.

––Padre, si resulta que no puedo disponer delos regalos que usted me hace, vale más queeste napoleón vuelva a su mano ––le dijo fría-mente Eugenia, tomando la moneda que habíaquedado sobre la chimenea y presentándosela.

Grandet agarró el napoleón con viveza y se lometió en el bolsillo.

––¡Creo que no te voy a dar nada nunca más!¡Ni siquiera esto! ––dijo haciendo chasquear la

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uña de su dedo pulgar, bajo los dientes––. ¿Ésastenemos? ¿De modo que desprecias a tu padre?¿De modo que no le tienes confianza? Por lovisto, no sabes lo que es un padre. Si no lo estodo para ti, es como si no fuese nada. ¿Dóndetienes el oro?

––Padre, le quiero y le respeto a pesar de sucólera; pero con toda mi humildad le haré ob-servar que he cumplido veintidós años. Me hadicho usted sobradas veces para que me entere,que soy mayor de edad. He hecho con mi dine-ro lo que me ha parecido y creo que está biencolocado...

––¿Dónde?

––Es un secreto inviolable. ¿No tiene ustedsus secretos?

––Para algo soy el jefe de la familia. ¿Por ven-tura no puedo tener mis asuntos?

––Esto también es asunto mío.

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––Mal asunto debe ser que no se lo puedascontar a tu padre, señorita Grandet.

––No lo hay mejor; pero no puedo decírselo ami padre.

––Por lo menos, dime cuándo diste ese oro.

Eugenia meneó la cabeza negativamente.

–– ¿El día de tu cumpleaños aún lo tenías,verdad?

Eugenia, que se volvía tan astuta por amorcomo lo pudiera ser su padre por avaricia, repi-tió el mismo signo negativo.

––¡No se ha visto nunca una terquedad seme-jante! ––dijo Grandet, con voz que fue en cres-cendo gradual hasta que retembló toda la casa.¡Cómo es eso! Aquí, en mi propia casa, bajo mipropio techo, alguien te debe de haber quitadoel oro, ¿y quiere que yo no averigüe quién es?El oro es cosa rara. Las muchachas más decen-tes pueden cometer faltas, pueden dar cual-

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quier cosa, como se ve en casa de los grandesseñores, e incluso entre la burguesía; pero daroro, porque tú lo has dado a alguien, ¿eh?

Eugenia permaneció impasible.

––¡Habráse visto muchacha! ¿Soy o no soy tupadre, vamos a ver? Si lo has colocado, te handebido dar un recibo...

––¿Era o no libre de hacer lo que me pareciesebien? ¿No era mío?

––¡Pero eres una chiquilla!

––Mayor de edad.

Abrumado por la inflexible lógica de su hija,Grandet palideció, pataleó, blasfemó; luego,recobrando el uso de la palabra, gritó:

––¡Mala pécora! ¡Sabe que le quiero y por esoabusa! ¡Cría cuervos y te sacarán los ojos! No esmenester que lo digas: ¡habrás tirado nuestrafortuna a los pies de aquel desarrapado, queDios con funda! ¡Maldita seas tú, maldito tu

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primo y tus hijos! De todo esto, fíjate bien, nova a salir nada bueno. Si lo hubieses dado aCarlos... Pero, no; es posible que aquel meque-trefe me haya desvalijado...

Miró a su hija que permanecía muda y fría.

––¡No se moverá! ¡No pestañea siquiera! Esmás Grandet que el propio Grandet. ¡Al menos,no diste el oro por nada! ¡Anda, explica!

Eugenia miró a su padre y le lanzó una mira-da irónica que lo hirió en lo vivo.

––Eugenia, estás en mi casa, en casa de tu pa-dre. Para seguir en ella debes someterte a susórdenes. Los curas te mandan que me obedez-cas. Eugenia bajó la cabeza.

––Me ofendes en lo que más quiero ––prosiguió––. Sólo te quiero ver sumisa... Ve a tucuarto. Estarás encerrada hasta que te dé per-miso para salir. Nanón te llevará pan y agua.¿Has oído? Pues, andando.

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Eugenia se echó a llorar y corrió junto a sumadre. Después de haber dado unas cuantasvueltas por el jardín nevado, sin resentirse delfrío, Grandet sospechó que su hija debía de es-tar en el cuarto de su mujer; y, encantado depillarla en falta, subió la escalera con la agilidadde un gato y apareció en la habitación de laseñora Grandet en el momento en que ésta aca-riciaba los cabellos de Eugenia, cuya cabeza sehundía en el pecho materno.

––Consuélate, querida nena, tu padre se apa-ciguará.

––¡Ya no tiene padre! ––dijo el tonelero––.¿Somos usted y yo, señora Grandet los quehemos fabricado esta criatura tan desobediente?Bonita educación y, sobre todo, religiosa! ¿Có-mo es que no estás en tu cuarto? ¡Vamos, alencierro, señorita, al encierro!

––¿Me va usted a privar de mi hija, caballero?––dijo la señora Grandet descubriendo su rostroencendido por la fiebre.

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––Sí quiere usted estar con ella llévesela, des-alojen esta casa.., ¡Mal rayo la parte donde hametido el oro!

Eugenia se levantó, miró a su padre con alti-vez y se metió en su cuarto que su padre seapresuró a cerrar.

––Nanón ––gritó––, apaga el fuego de la sala.

Y se fue a sentarse en un sillón, junto a lachimenea de su mujer, mientras decía:

Sin duda se lo ha dado a ese miserable seduc-tor de Carlos que no buscaba más que nuestrodinero.

La señora Grandet halló en el peligro queamenazaba a su hija y en su cariño por ella, lafuerza suficiente para permanecer aparente-mente fría, sorda y muda.

––No sabía nada de todo esto ––respondióvolviéndose de cara a la pared para no soportarlas miradas llameantes de su marido. Tu vio-

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lencia me hace sufrir tanto que si he de creermis presentimientos, no saldré de aquí mas quecon los pies por delante. Debían haberme aho-rrado este disgusto a mí que, a sabiendas por lomenos, no te he causado jamás la menor pena.Tu hija te quiere y se me figura tan inocentecomo recién nacida; no la mortifiques, pues, yvuelve sobre tu acuerdo. Hace mucho frío:puedes ser responsable de una enfermedadgrave.

––Ni la veré ni le hablaré. Se quedará en sucuarto encerrada a pan v agua hasta que hayadesagraviado su padre. ¡Qué diablos!, un jefede familia debe saber a dónde va a para el oroque sale de su casa. Tenía quizá las únicas ru-pias que había en Francia. además genovesas,ducados de Holanda...

––¡Grandet, Eugenia es nuestra hija única yaunque las hubiese tirado al agua...!

––¡Al agua! ––gritó el avaro––, ¡al agua! Estásloca. señora Grandet. Lo dicho, dicho queda. Si

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quieres que vivamos en paz, confiese a su hija,averigüe dónde ha echado el dinero. Las muje-res sabéis más de eso que los hombres. Sea loque sea no me la voy a comer. ¿Me tiene mie-do? aunque se le hubiese ocurrido cubrir de oroa su primo de pies a cabeza, está en alta mar yno vamos a echar a correr para alcanzarlo. . .

––Pero, escucha, Grandet... Sobreexcitada porla crisis nerviosa que atravesaba por la desgra-cia de su hija, que aumentaba su ternura y agu-zaba su inteligencia, la señora Grandet percibióun movimiento terrible del lobanillo de su ma-rido; cambió de idea, sin cambiar de tono yconcluyó así la frase comenzada:

––Pero, escucha, Grandet, ¿acaso tengo yomás imperio que tú sobre ella? No me ha dichonada; en esto se te parece.

––¡Demontre! ¡Qué afilada tienes la lengua es-ta mañana! ¡Ta, ta, ta!, me parece que me estásdesafiando. Seguramente las dos estáis deacuerdo.

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Miró fijamente a su mujer.

––Si de veras quieres matarme, Grandet, notienes más que continuar así. Te lo digo y te lorepetiré aunque tuviese que costarme la vida:ella está en lo firme y tú no. Ese dinero era su-yo, es seguro que ha dispuesto de él como Diosmanda y sólo tiene el derecho de conocer nues-tras buenas obras. Grandet, créame, vuelva ahacer las paces con tu hija... ¡Sólo así disminuiráel mal que me ha causado su cólera y tal vez mesalvará la vida! ¡Devolvedme a mi hija, caballe-ro, devolvédmela!

––Me largo ––dijo él––. Esta casa resulta in-habitable; madre e hija hablan y argumentancomo sí... ¡Uf! ¡Bonita felicitación de Año Nue-vo. ¡Eugenia! ––gritó––. Sí, llora, llora. Lo queestás haciendo te costará caro, ¿oyes? De qué tesirve comerte a Dios seis veces al mes si des-pués resulta que a escondidas de tu padre dasel oro a un holgazán que te devorará el corazóncuando no te quede nada más que prestarle? Ya

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verán entonces lo que vale tu Carlitos con susbotas de tafilete y sus aires de currutaco. Desdeel momento que se atreve a llevarse el tesoro deuna pobre chica sin el consentimiento de suspadres, es señal que no tiene pizca de vergüen-za.

Cuando se cerró la puerta de la calle, Eugeniasalió de su cuarto y fue al lado de su madre.

––Tiene usted mucho valor para defender asu hija ––le dijo.

––¿Ves a dónde nos llevan las cosas ilícitas?Me has obligado a decir una mentira,

––¡Oh, le pediré a Dios que todo el castigo re-caiga sobre mí!

––¿Es verdad ––dijo Nanón presentándose enel umbral, con cara de espanto––, que la señori-ta va a quedar castigada a pan y agua para elresto de sus días?

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––¡Qué mas da, Nanón! ––dijo Eugenia tran-quilamente.

––¿Cómo voy a comer yo nada si la hija de lacasa está condenada a pan seco? No, no.

––No se hable más del asunto, Nanón ––dijoEugenia.

––Ya verá usted, aunque tenga que morirmede hambre–– dijo Nanón.

Por la primera vez en veinticuatro años,Grandet comió solo.

––Ya le tenemos viudo ––dijo Nanón––. Espoco agradable el estar viudo habiendo dosmujeres en la casa.

––No te metas en camisa de once varas. Cierrael pico o te echo. ¿Qué tienes en el fuego, queestoy oyendo algo que hierve?

––Estoy derritiendo grasa...

––Esta noche vendrá gente; enciende el fuego.

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Los Cruchot, la señora Grassins y su hijo lle-garon a las ocho y se sorprendieron de no ver ala señora Grandet ni a su hija.

–– Su mujer está algo indispuesta; Eugenia laacompaña ––respondió el viñador sin que susemblante expresase la menor emoción.

Al cabo de una hora consumida en charla sinimportancia, la señora Grassins, que había sub-ido a saludar a la señora Grandet, bajó y todosle preguntaron:

––¿Cómo sigue la señora Grandet?

––No del todo bien. Su estado de salud meinquieta. A su edad hay que tomar las mayoresprecauciones, señor Grandet.

––Ya veremos ––respondió el viñador con airedistraído.

Salieron uno tras otro dándole las buenas no-ches. Cuando estuvieron en la calle, la señoraGrassins dijo a los Cruchot:

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––En esta casa ocurre algo nuevo. La madreestá muy mal, y no se da cuenta siquiera. Lachica tiene los ojos hinchados, como si hubierallorado mucho tiempo. ¿Querrán casarla contrasu voluntad?

Cuando el viñador estuvo en cama, Nanón,en zapatillas de lana y andando de puntillas,llegóse al cuarto de Eugenia y le destapó unpastel hecho para ella.

––Tenga usted, señorita ––dijo la bondadosacriada––, Cornoiller me ha regalado una liebre.Usted come tan poco que este pastel le va a du-rar ocho días; y con la helada no hay miedo deque se estropee. Así, por lo menos, no estaráusted a pan duro. No es sano.

––¡Pobre Nanón! ––dijo Eugenia, estrechándo-le la mano.

––Me he esmerado en hacerlo bien sabroso yél no ha notado nada. He comprado la manteca,

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el laurel, todo con cargo a mis seis francos; meparece que puedo hacerlo.

Se retiró en seguida porque creía oír a Gran-det.

Durante varios meses, el viñador fue constan-temente a ver a su mujer a diferentes horas deldía, sin pronunciar el nombre de su hija, sinverla, ni dedicarle la más vaga alusión. La seño-ra Grandet no salió de su cuarto y su estadoempeoró de semana en semana. Nada doblególa voluntad del viejo tonelero. Permaneció in-conmovible, áspero y frío, como un pilar degranito. Siguió yendo y viniendo como de cos-tumbre; pero no tartamudeó más, habló menosy en los negocios se mostró más duro que nun-ca. A menudo, se le escapaba algún error en lascuentas.

––Algo ha ocurrido en casa de Grandet ––decían grasinistas y cruchotistas.

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––¿Qué ha sucedido en casa de Grandet? ––era una pregunta que surgía con frecuencia enlas tertulias de Saumur.

Eugenia iba a misa bajo la vigilancia de Na-nón. A la salida, si la señora Grassins le dirigíala palabra, Eugenia contestaba en forma evasivay sin satisfacer su curiosidad. Con todo, al cabode dos meses, fue imposible sustraer a la curio-sidad de los tres Cruchot y de la señora deGrassins, el secreto de la reclusión de Eugenia.Llegó un momento en que se agotaron los pre-textos para justificar su perpetua ausencia. Des-pués, sin que pudiese averiguarse quién habíallevado el soplo, toda la ciudad se enteró deque, por orden de su padre, la señorita Grandetestaba encerrada en su cuarto, sin fuego y arégimen de pan y agua; Nanón le elaborabagolosinas que le llevaba durante la noche. Sesupo incluso que la pobre muchacha no podíaasistir y cuidar a su madre más tempo que elque su padre pasaba fuera de la casa. La con-ducta de Grandet mereció acres censuras. Toda

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la ciudad le puso fuera de la ley, por decirlo así;hizo el recuento de sus traiciones, de sus cruel-dades y le excomulgó. Cuando pasaba, la gentelo señalaba con el dedo. Cuando la muchachabajaba por la calle tortuosa para ir a misa o avísperas, acompañada de Nanón, todos loshabitantes asomaban a la ventana para exami-nar con curiosidad el porte de la rica heredera ysu semblante en que se reflejaba una melancolíay una dulzura angélicas. Su reclusión y la des-gracia en que la tenía su padre, no eran nadapara ella. ¿Por ventura no seguía contemplandosu mapamundi, el banquito, el jardín, el lienzode pared y no saboreaba aún la miel que de-jaron en sus labios los besos del amor? Ignoró,durante cierto tiempo, que la ciudad se ocupasede ella, como lo ignoraba su propio padre. Reli-giosa y pura ante Dios, su conciencia y su amorla ayudaban a soportar pacientemente la cóleray la venganza paternales. Mas un dolor pro-fundo imponía silencio a todos los demás dolo-res. Su madre, criatura dulce y tierna que pare-

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cía embellecerse con el destello que despedía sualma al aproximarse a la tumba, su madre sedebilitaba de día en día. A menudo se acusabaEugenia de haber sido la causa involuntaria dela cruel enfermedad que lentamente amenazabaa su madre. Los remordimientos, que ésta trata-ba de calmar, no hacían más que unirla másestrechamente a su amor. Todas las mañanas,apenas había salido Grandet, corría a la cabece-ra de su madre, donde Nanón le llevaba el des-ayuno. Mas la pobre Eugenia, entristecida porlos sufrimientos de su madre, mostraba a Na-nón, con el gesto, aquel rostro devorado por lafiebre, lloraba y no se atrevía a hablar de suprimo. Tenía que ser la propia señora Grandetquien lo recordase en voz alta.

––¿Dónde debe de estar? ¿Por qué no escribe?

Madre e hija no tenían la menor idea de lasdistancias.

–– Pensemos en él, madre mía, pero no lenombremos ––respondió Eugenia––. Es de us-

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ted. que está sufriendo, de quien tenemos queocuparnos. Usted ante todo.

Este todo era él.

––¡Hijos míos ––decía la señora Grandet––, nome duele dejar la vida! Dios me ha protegido alpermitir que vea llegar con alegría el términode mis miserias.

Las palabras de aquella mujer eran constan-temente santas y cristianas. Cuando su marido,al venir a desayunarse con ella, paseaba por sucuarto, le repitió durante los primeros mesesdel año las mismas reflexiones siempre con sudulzura angélica; pero con la firmeza de unamujer que halla en la proximidad de la muerteel valor que le faltó durante la vida.

––Amigo mío, te agradezco el interés que to-mas por mi salud ––respondía la señora Gran-det a la pregunta poco menos que maquinal desu marido––; pero si quieres endulzar la amar-gura de mis últimos momentos y aliviar mis

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dolores, vuelve a ser bueno con nuestra hija;pórtate como un padre cristiano.

Cuando oía tales palabras, Grandet se sentabacerca de la cama y obraba como el hombre queal ver venir un chubasco se cobija tranqui-lamente en un zaguán; escuchaba a su mujer ensilencio y no contestaba una palabra. Si las sú-plicas se tornaban conmovedoras, muy tiernasy muy religiosas, llegaba a decir:

––¡Querida mía, hoy estás un poco paliducha!

Parecía que sobre su impasible frente de pie-dra y sobre sus labios apretados estuviese gra-bado el más completo olvido de su hija. Ni si-quiera le conmovían las lágrimas que sus res-puestas evasivas hacían resbalar por el rostrolívido de su mujer.

––Que Dios le perdone, señor, como yo leperdono. Día vendrá en que necesite indulgen-cia.

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Desde que su mujer estaba enferma no sehabía atrevido a servirse de su terrible ¡ta, ta,ta!, pero su despotismo no rendía una sola desus armas ante aquel ángel de dulzura cuyafealdad iba gradualmente dando paso a la ex-presión de las cualidades morales que aflorabanen su semblante. Era todo alma. El genio de laplegaria parecía purificar, afinar los rasgos másgroseros de su rostro y les comunicaba unasuerte de resplandor, ¿quién no conoce estefenómeno de transfiguración que se cumple enlos rostros benditos cuando los hábitos del almaacaban por triunfar sobre las facciones más ru-damente esculpidas, imprimiéndoles la anima-ción propia de los pensamientos nobles, purosy elevados? El espectáculo de semejante trans-formación, obra de los sufrimientos que con-sumían en aquella mujer los últimos jirones dela carne mortal, ejercía una debilísima influen-cia sobre el viejo tonelero cuyo carácter conser-vó la dureza del bronce. Si se abstuvo de pro-nunciar palabras desdeñosas fue para refugiar-

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se en un silencio imperturbable que ponía asalvo su superioridad de jefe de familia. Apenasse presentaba la fiel Nanón en el mercado que adiestro y siniestro surgían quejas y cuchufletascontra su dueño; pero, a pesar de la condenaexplícita y rotunda de la opinión pública, lasirvienta no dejaba de defenderlo obedeciendoa una especie de orgullo doméstico.

––Bueno, bueno ––decía Nanón a los detrac-tores de su amo––, ya se sabe que todos nosendurecemos a medida que nos hacemos viejos.¿Cómo quieren ustedes que el señor Grandet nose haya resecado un poco? Pero de esto a todasesas historias que cuentan hay gran distancia.La señorita vive y come como una reina. Si vivesola es porque le. da la gana. Además, que losamos tienen motivos de peso para obrar comoobran.

Por fin, un atardecer de fines de primavera, laseñora Grandet devorada más por la pena quepor la enfermedad, sin haber podido, a pesar de

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sus súplicas, reconciliar a Eugenia con su padre,confió sus secretas torturas a los Cruchot.

––¡Poner a pan y agua a una muchacha deveintitrés años ––exclamó el presidenteBonfons––, y sin motivo! Pero esto constituyeun caso de sevicia y tortura grave; puede pro-testar en tiempo y forma ante...

––¡Vamos, sobrino, deja en paz tus leyes!Tranquilícese, señora, que

yo, desde mañana, pondré término a esta re-clusión.

Al oír hablar de ella, Eugenia salió de su cuar-to.

––Señores ––dijo adelantándose con un mo-vimiento lleno de dignidad––, les ruego que nose ocupen de este asunto. Mi padre es dueño ensu casa. Mientras yo esté bajo su techo le deboobediencia. De su conducta no debe cuentas anadie más que a Dios. Invoco su amistad parasuplicarles que guarden sobre esto el más pro-

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fundo silencio. Censurar a mi padre equivaldríaa rebajar nuestra propia consideración. Lesagradezco infinito el interés que se toman pormí; pero no duden que aún les quedaré másagradecida si procuran que cesen los rumoresofensivos que circulan por la ciudad y de loscuales he tenido noticia casualmente.

––Tiene razón ––dijo la señora Grandet.

––Señorita, la mejor manera de cortar lasmurmuraciones es conseguir que se le devuelvaa usted la libertad ––le contestó respetuosamen-te el viejo notario, impresionado por la bellezaque la clausura, el amor y la melancolía habíancomunicado a Eugenia.

––¡Hija mía! ––dijo la señora Grandet––, dejaque el señor Cruchot arregle este asunto, puestoque él responde del éxito. Conoce. a tu padre ysabe cómo hay que tratarlo. Si quieres vermefeliz el poco tiempo que me queda de vida, espreciso a todo trance, que tu padre y tú os re-conciliéis.

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Al día siguiente, según costumbre que habíatomado Grandet desde que tenía recluida aEugenia, dio cierto número de vueltas por eljardín. Destinaba a este paseo el rato que Eu-genia pasaba peinándose. Cuando llegaba alcorpulento nogal, se escondía detrás del troncoy pasaba momentos contemplando los hermo-sos cabellos de su hija; sin duda el viejo fluc-tuaba entre los pensamientos que le sugería latenacidad de su carácter y el deseo de abrazar asu hija.

A menudo se quedaba sentado en el banco demadera carcomida en que Carlos y Eugenia sejuraron amor eterno, mientras que ella tambiénmiraba a su padre a hurtadillas o mediante unespejo. Si él se levantaba y volvía a su paseo,ella se sentaba complacida, junto a la ventana, yse dedicaba a examinar el lienzo de pared decuyos boquetes salía una vegetación encantado-ra, matas de doradillo, de corregüela y de unaplanta grasa, blanca o amarilla, un sediun queabunda en las viñas de Tours y de Saumur.

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Maese Cruchot compareció temprano y hallósentado al viñador en su banco lleno de musgo,con la espalda apoyada en la pared medianera,dedicado a observar a su hija. Hacía un hermo-so día de junio.

––¿Qué se le ofrece al amigo Cruchot? ––dijoal divisar al notario. ––Vengo a hablarle de ne-gocios. ––¡Ah, ah! ¿Tiene usted un poquitín deoro y me lo va a dar contra un puñado de escu-dos?

––No, no; no se trata de dinero, sino de su hijaEugenia. Todo el mundo habla de ella y de us-ted.

––¿Por qué se meten en lo que no les importa?En casa soy dueño de hacer lo que me dé lagana.

––No lo discuto; puede usted matarse o, loque es peor, tirar el dinero por la ventana.

––¿A qué viene esto?

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––¡Ah, amigo, usted no se da cuenta de las co-sas! Su mujer está en peligro de muerte. Creoque debería usted consultar al señor Bergerin.Si muriese sin haber tenido los cuidados quemerece, me figuro que no estaría usted tranqui-lo.

––¡Ta, ta, ta! Usted sabe lo que tiene mi mujer.Los médicos, en cuanto ponen un pie en micasa, no se contentan con menos de cinco o seisvisitas por día.

––En fin, Grandet, usted hará lo que quiera.Somos viejos amigos; no hay en todo Saumurhombre que se tome más interés en sus cosas;me he creído en la obligación de decirle lo quele he dicho. Pero ahora no tengo más que aña-dir; es usted mayor de edad y sabrá lo que leconviene. No es éste el asunto que me trae. Setrata de algo más grave para usted, me figuro.Al fin y al cabo, usted no tiene ganas de matar asu mujer, que con sólo vivir le presta un granservicio. Piense usted en la situación en que va

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a quedar respecto a su hija cuando ella falte.Tendrá que rendir cuentas a Eugenia, puestoque se casó usted con su mujer bajo el régimende comunidad de bienes. Su hija tendrá derechoa reclamar la división de la herencia, de exigirla venta de Froidfond. Es la heredera de su ma-dre a quien usted no puede suceder.

Tales palabras cayeron como un rayo sobre elviejo tonelero que no estaba tan ducho en leyescomo en comercio. Jamás le había pasado por lacabeza la idea de una venta forzosa de sus bie-nes.

––Por eso le recomiendo a usted que la tratecon dulzura ––dijo Cruchot para terminar.

––Pero, ¿sabe usted lo que ha hecho?

––¿Qué? ––preguntó el notario, curioso porconocer la causa del disgusto.

––Ha dado el oro que yo le había regalado.

––¡.Acaso no era suyo? ––dijo el notario.

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––¡Todos me dicen lo mismo! ––exclamó eltonelero dejando caer los brazos con trágicodesaliento.

––¡Por una miseria no va usted a dificultar lasconcesiones que tendrá que pedir a Eugenia encuanto fallezca su madre!

––¿Llama usted miseria a seis mil francos deoro?

––¡Por Dios, mi viejo amigo! ¿Sabe usted loque le va a costar el inventario y la división dela herencia de su mujer si Eugenia lo exige?

––¿Cuánto?

––¡Dos, tres o quizá cuatrocientos mil francos!¿No ve usted que para conocer el verdaderovalor del patrimonio, no habrá más remedioque venderlo en pública subasta? En cambio siustedes se entienden...

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––¡Por la memoria de mi padre! –– exclamó elviñador, que se puso más pálido que la muerte––. ¡Veremos eso, Cruchot!

Al cabo de unos segundos de silencio y deagonía, el tonelero miró al notario, diciéndole:

––¡Qué dura es la vida! No hay más que su-frimientos, Cruchot ––agregó solemnemente––.¿Supongo que no quiere usted engañarme? Jú-reme, por su honor, que lo que usted me acabade contar es ni más ni menos lo que manda laley. Enséñeme el código; ¡yo quiero verlo en elcódigo!

––Amigo mío, ¿duda usted de mi competen-cia? Soy viejo en el oficio. . .

––¿De modo que es así? ¡Voy a ser despojado,traicionado, devorado por mi hija!

––Es la heredera de su madre.

––¿De qué sirven, pues, los hijos? ¡Ah, mi po-bre mujer! ¡A ésa sí que la quiero! Por suerte es

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una naturaleza robusta como todos los Berte-llière.

––Pues a la pobre no le queda ni un mes devida.

El tonelero se golpeó la frente; paseó de unlado a otro; lanzó a Cruchot una mirada aterra-dora:

––¿Qué hacer? ––le dijo.

––Eugenia puede renunciar pura y simple-mente a la sucesión de su madre. Usted nopiensa desheredarla, ¿verdad? Pero si pretendeobtener una concesión de este género, no laatropelle. Lo que le estoy diciendo, amigo, vacontra mis intereses. A mí me conviene quehaya muchas liquidaciones, muchos inven-tarios. muchas particiones...

––¡Ya veremos, ya veremos! No hablemosmás de ello, Cruchot. Es como si me estuvieseretorciendo las

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entrañas. ¿Le ha llegado a usted oro?

––No; pero tengo algunos luises viejos, unadecena; se los daré a usted. Créame, no sea tes-tarudo; haga las paces con Eugenia. ¿No ve quetodo Saumur le pone en la picota?

––¡Qué gentuza!

––¡Vamos, hombre, vamos!; las ventas están anoventa y nueve. Alégrese usted siquiera unavez en la vida.

––¿A noventa y nueve, dice?

––Sí, a noventa y nueve. ––¡Ajá! ¡A noventa ynueve! ––dijo el viejo, acompañando a Cruchothasta la puerta de la calle.

En seguida, agitado por cuanto acababa deescuchar, subió al cuarto de su mujer y le dijo:

––¡Ea!, mujer, puedes pasar el día con tu hija;me voy a Froidfond. Sed buenas las dos. Hoy secumplen años de nuestra boda, amiga mía; to-ma, ahí tienes diez escudos para tu altar de

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Corpus Christi. Sí; hace tiempo que lo deseas;anda, ¡recréate! Que te mejores y que paséis unbuen día. ¡Viva la alegría!

Echó diez escudos de seis francos sobre lacama de su mujer y le tomó la cabeza para be-sarla en la frente.

––¿Estás más animadita, no?

––¿Cómo puedes pensar en recibir en tu casaal Dios que perdona, mientras te obstinas enmantener a tu hija en una cárcel? ––le dijo ella,con emoción.

––¡Ta, ta, ta, ta! ––dijo el padre; Pero esta vezcon acento acariciador––, ya veremos, ya vere-mos.

––¡Bondad divina! ¡Eugenia! ––gritó la madre,enrojeciendo de gozo––, ven a besar a tu padre;¡te perdona!

Pero Grandet desapareció, huyendo a todaprisa hacia sus propiedades. Hacía sus cálculos

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procurando poner en orden sus ideas. Grandetentraba entonces en su septuagésimo sexto año.En los dos últimos sobre todo, su avaricia habíaaumentado, como suelen hacer todas las pasio-nes persistentes del hombre. Como ocurre contodos los avaros, con todos los ambiciosos, concuantos han vivido dominados por una ideafija; el sentimiento de Grandet se había aferradocon preferencia a un símbolo particular de supasión. La vista del oro, la posesión del oro sehabía convertido en su monomanía. Su geniodespótico había crecido a compás de su avari-cia, y abandonar la dirección de la mínima par-te de sus bienes, al fallecimiento de su mujer, leparecía algo contra natura. ¿Declarar la fortunade su hija, inventariar todos sus bienes mueblese inmuebles para sacarlos a subasta... ?

––Sería peor que cortarse el gañote ––dijo envoz alta en medio de una vira, mientras exami-naba las cepas.

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Volvió a Saumur a la hora de comer, decididoa transigir con Eugenia, a mimarla, a amansar-la, ¡todo con tal de poder morir regiamente,conservando en un puño las riendas de sus mi-llones! En el momento en que el tonelero que,por casualidad, se había llevado su llavín, subíala escalera, sigilosamente para ir al cuarto de sumujer, Eugenia se hallaba en él para enseñar asu madre el hermoso necessaire. Las dos, mien-tras estaba Grandet ausente, se recreaban con-templando el retrato de Carlos a través del desu madre.

––¡Fíjate, la misma frente, la misma boca! ––decía Eugenia en el momento en que el viñadorabría la puerta.

Al ver la mirada que su marido lanzaba sobreel oro, la señora Grandet dio un grito:

––¡Dios mío, ten piedad de nosotras!

El avaro saltó sobre el estuche como un tigresobre un niño dormido.

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––¿Qué es esto? –– dijo agarrando el estuche yllevándoselo junto a la ventana––. ¡Oro, orofino! ––gritó––. ¡Mucho oro! Lo menos pesa doslibras.

Una luz se hizo en su cerebro.

––¡Ah! ¿de modo que Carlos te ha dado esto acambio de tus monedas? ¡Pero habérmelo di-cho! ¡Has hecho un buen negocio, hijita! Eresmía; te reconozco ––Eugenia temblaba de pies acabeza––. ¿Verdad que sí, verdad que esto es deCarlos? ––insistió el tonelero.

––Sí, padre; no me pertenece. Este estuche esun depósito sagrado.

––¡Ta, ta, ta, ta! Desde el momento que él seha llevado tu fortuna, esto es tuyo.

––¡Padre!

El viñador quiso sacar del bolsillo una navajapara levantar una placa de oro y no tuvo másremedio que dejar el necessaire sobre una silla.

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Eugenia se abalanzó para recobrarlo; pero eltonelero, que no apartaba la vista del cofrecilloni de su hija, le dio tal empellón al extender elbrazo, que la muchacha cayó sobre el lecho desu madre.

––¡Por Dios, caballero! ––gritó la madre ir-guiéndose.

Grandet con su navaja trataba de levantar laplaca de oro.

––¡Padre! ––gritó Eugenia echándose a susrodillas y alzando las manos implorantes––,¡padre, por la Virgen Santísima y por todos lossantos, por lo que más quiera en el mundo, porsu salvación eterna, le suplico que no toqueesto! ¡Este cofrecillo no es de usted ni mío, per-tenece a un desgraciado que me lo ha confiadoy tengo que devolvérselo intacto.

––¿Por qué lo contemplas si se trata sólo deun depósito? Ver es peor que tocar.

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––¡Padre, no lo destruya si no quiere deshon-rarme! ¿Padre, no me oye usted?

––Señor, ¡tenga usted piedad! ––dijo la madre.

––¡Padre! ––gritó Eugenia con voz tan potenteque Nanón subió, espantada.

Eugenia saltó sobre un cuchillo que se hallabaal alcance de su mano y lo empuñó con resolu-ción.

––¿Qué haces? ––le dijo Grandet, tranquila-mente.

––¡Señor, que me está usted asesinando! ––dijo la madre.

––Padre, si su navaja hace solo un rasguño enesta placa de oro, le juro que yo me hundo estecuchillo en el pecho. Por su culpa, mamá estámortalmente enferma y ahora va usted a matara su hija. Téngalo entendido; ¡herida por heri-da!

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Grandet, sin separar la navaja del necessaire,miró titubeando a su hija.

––¿Serías capaz, Eugenia? ––le preguntó.

––No lo dudes ––exclamó la madre.

––Haría como dice ––gritó Nanón––. ¡Sea us-ted razonable, señor, siquiera una vez en la vi-da!

El tonelero miró alternativamente al oro y asu hija durante unos instantes. La señora Gran-det se desmayó.

––¿Lo ve usted, señor? ¡La señora se está mu-riendo! ––chilló Nanón.

––¡Toma, hija, no riñamos por un cofrecillo!¡Ahí lo tienes! ––exclamó el tonelero tirando elnecessaire sobre la cama––. Y tú, Nanón, ve abuscar al señor Bergerin. Vamos, mujer, no espara tanto, ya hemos hecho las paces. ¿No es asíhijita? Se acabó el pan duro, comerás cuanto sete antoje... ¡Ah, ya vuelve a abrir los ojos! Así

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me gusta, madrecita, mamá guapa. ¿Ves, estoybesando a Eugenia? Está enamorada de su pri-mo, ya se ve. Pues si quiere casarse con él quese case y que le guarde su cofrecillo. ¡No faltabamás! ¡Y tú, mujercita, a vivir mucho tiempo!¡Anda, muévete! Te prometo que tendrás elaltar más lindo de todo Saumur.

––¡Dios mío!, ¿es posible que trates de estemodo a tu mujer y a tu hija? ––murmuró convoz débil la señora Grandet.

––¡No lo haré más! ¡Palabra! ––gritó el tonele-ro––. Ahora vas a ver tú cómo me porto.

Fue a su gabinete y volvió con un puñado deluises que esparció sobre la cama.

––¡Toma, Eugenia!, ¡toma, mujer! Son paravosotras ––dijo, haciendo sonar las monedas––.¡Vamos, alégrate, esposa mía, que no vas a ca-recer de nada, ni Eugenia tampoco! Aquí tienescien luises. Estos no los des, ¿eh? ¡Cuidadito!

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La señora Grandet y su hija se miraron, sor-prendidas.

––Puede recogerlos, padre; nosotras sólo ne-cesitamos su cariño.

––¡Magnífico! Así me gusta ––dijo él, volvien-do a meterse los luises en el bolsillo––. Seamosbuenos amigos. Bajemos a comer a la sala; ju-guemos todas las noches a la lotería, a dossueldos la partida. ¡Lo que nos vamos a diver-tir! ¿No te parece, mujer?

––¡Ay de mí! Yo bien quisiera complacerte ––dijo la moribunda––, pero no me quedan fuer-zas para levantarme.

––¡Pobre mamá! ––dijo el viñador––, no pue-des figurarte cómo te quiero. Y a ti, hija mía.

La besó, la abrazó,

––¡Ah, qué bueno es besar a una hija, despuésde un enfado! ¡Mi hija! Ves, mamá, aquí nostienes más unidos que nunca. Anda, ve y guar-

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da eso ––le dijo a Eugenia, señalándole el cofre––. Y tranquilízate, que no te volveré a hablarnunca más de este asunto.'

El señor Bergerin, el médico más célebre deSaumur, no tardó en llegar. Al terminar la visi-ta, declaró sin ambages a Grandet que su mujerestaba muy grave, pero que una gran tranquili-dad de espíritu, acompañada de un régimencariñoso y de grandes cuidados, podrían apla-zar hasta el otoño el inevitable desenlace.

–– ¿Es cuestión de gastar mucho? ––preguntóel tonelero––. ¿Le hacen falta drogas?

––Popas drogas; pero muchos cuidados ––contestó el médico, que no pudo contener unasonrisa.

––¡Oigame, señor Bergerin ––dijo Grandet––,usted es un cumplido caballero, ¿verdad? Con-fío en su honradez; venga usted a visitar a mimujer cuantas veces juzgue necesario. Prolon-gue su vida, quiero mucho a mi mujer, aunque

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no lo demuestre. Y es que no soy hombre dealharacas. ¿Comprende usted? Los sentimientosme trabajan por dentro, me revuelven el alma.Estoy apenadísimo. Primero, vino la desgraciade mi pobre hermano, por el que estoy gastan-do en París una verdadera fortuna, no se lopuede usted imaginar, y lo peor es que no se veel fin. No le entretengo. Usted lo pase bien. Sipuede usted salvar a mi mujer, no deje dehacerlo aunque me cueste cien o doscientosfrancos.

A pesar de los fervientes votos que formulabaGrandet por la salud de su mujer, la aperturade cuya sucesión equivalía a una muerte paraél; a pesar de su deseo de satisfacer las vo-luntades de madre e hija en toda ocasión; a pe-sar de los tiernos cuidados que le prodigó Eu-genia, la señora Grandet marchaba rápida-mente hacia la muerte. Debilitábase de día endía y se desmejoraba de la manera aparatosaque suelen hacerlo a su edad las mujeres en-fermas. Era de una fragilidad, de una transpa-

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rencia que hacía pensar en las hojas de los árbo-les tocados por el otoño. Resplandecía y se do-raba como atravesada por un rayo de sol. Fueuna muerte digna de su vida, una muerte cris-tianísima. En aquel mes ele octubre de 1822brillaron más que nunca sus virtudes, su pa-ciencia de ángel y su amor de madre; expiró sinsoltar una sola queja. Cordero sin mancha, su-bió al cielo donde sólo echó de menos a la dulcecompañera de su vida a la que con sus últimasmiradas pareció predecir mil desgracias. Tem-blaba al tener que dejar aquella oveja blancacomo ella, sola en mitad de un inundo egoístaque quería arrancarle su vellocino de oro.

––¡Hija mía! ––le dijo antes de cerrar los ojospara siempre––. ¡No hay felicidad más que en elcielo! ¡Algún día te darás cuenta de ello!

Al día siguiente del tránsito, Eugenia hallónuevos motivos para encariñarse con aquellacasa en que había nacido, en que tanto había su-frido y en que su madre acababa de morir. No

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podía ver el sillón y la ventana de la sala sinderramar amargo llanto. Al verse tan afectuo-samente cuidada y contemplada por su padretemió haberlo juzgado mal; le ofrecía el brazopara bajar al comedor; la miraba, con ojos casibondadosos durante horas enteras; en una pa-labra, la rodeaba de mimos como si fuese deoro. El comportamiento del viejo tonelero resul-taba tan insólito, temblaba de tal manera antesu hija, que Nanón y los cruchotistas, testigosde su debilidad, lo atribuyeron a su edad avan-zada, y temieron un próximo descenso de susfacultades mentales; pero el día en que la fami-lia se puso de luto, después de la comida ritual,a la que estuvo invitado maese Cruchot, únicodepositario del secreto de su cliente, el misteriode semejante cambio de conducta quedó cum-plidamente aclarado.

––¡Mi querida hija! ––dijo a Eugenia en cuan-to se levantaron los manteles y se cerraron cui-dadosamente las puertas––, como eres la here-

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dera de tu madre, tú y yo tenemos que arreglaralgunos asuntillos. ¿No digo bien, Cruchot?

––Así es.

––¿Realmente es indispensable que nos ocu-pemos hoy de tales cosas?

––Sí, hijita, sí. No puedo continuar en esta in-certidumbre. Me figuro que no quieres mortifi-carme.

––¡Por Dios, padre...!

––Pues, entonces, conviene que lo arreglemostodo esta misma noche. ––,.Qué quiere ustedque haga? ––hijita, no soy yo quien lo sabe.Hable usted Cruchot.

––Señorita. su padre de usted no quisiera di-vidir, ni vender sus bienes, ni tener que pagaruna suma enorme en concepto de derechos porel dinero contante que pueda poseer. Para ellosería necesario poder abstenerse de tomar el

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inventario de la fortuna que hoy poseen porindiviso usted y su padre...

––Cruchot, ¿está usted completamente segurode que es así? Quizá no es prudente hablar deeste modo en presencia de una niña.

––Déjeme usted decir, Grandet.

––Sí, sí, desde luego; ni usted ni mi hija pre-tenden desposeerme. ¿Verdad, hija mía?

––Pero dígame, señor Cruchot, ¿qué es lo quetengo que hacer? ––preguntó la hija, impacien-tada por aquel preámbulo.

––Pues mire ––dijo el notario––, tendría ustedque firmar esa acta por la que renunciaría a lasucesión de su señora madre y dejaría a su pa-dre el usufructo de todos los bienes indivisos, ycuya propiedad le quedaría asegurada...

––No entiendo una palabra de todo eso queme dice ––respondió Eugenia––; enséñeme us-ted el acta y dígame dónde tengo que firmar.

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El tío Grandet miraba alternativamente el actay a su hija, a su hija y el acta, y era tan violentala emoción que experimentaba que tuvo queenjugar las gotas de sudor que resbalaban porsu frente.

––Hijita ––dijo––, en vez de firmar esa acta,que va a costar un pico de gastos de registro, yocreo que lo mejor sería, si tú quieres, que firma-ses una renuncia pura y simple a la herencia detu pobre madre, que en gloria esté, y que fiasesen mí para lo demás. Yo te asignaría una impor-tante renta de cien francos al mes. Podrías pa-gar tantas misas como quisieras en sufragio delas personas que te interesas... ¿Eh, qué te pare-ce? ¿Cien francos al mes, en libras?

––Haré lo que usted quiera, padre.

––Señorita ––dijo el notario––, me consideroen el deber de advertirle que de este modo sedespoja usted...

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––¡Qué más da, Dios mío! ¿Me importa a míalgo?

––¡Cállate, Cruchot! Lo dicho, dicho queda ––exclamó Grandet tomando la mano de su hija ydándole palmaditas con la suya––. Eugenia, túeres una chica honrada y no te volverás atrás,¿eh?

––¡Claro que no, padre!

Grandet la besó con efusión y la apretó en susbrazos hasta casi ahogarla.

––Eres un ángel, nena, le das la vida a tu pa-dre y eso que no haces más que devolverle loque te dio; estamos en paz. Así es como debentratarse los negocios. La vida es un negocio. ¡Yote bendigo! Eres una muchacha de todas pren-das y que quiere de veras a su papá. Y ahorahaz lo que quieras. Hasta mañana, Cruchot ––dijo, mirando al notario que aún no había vuel-to de su asombro––. Ya cuidará usted de que

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nos preparen el acta de renuncia en la fiscalíadel tribunal.

Al día siguiente, a eso de mediodía, se firmóla declaración en cuya virtud Eugenia se expo-liaba a sí misma. El viejo, a pesar de la palabraempeñada, dejó terminar el año sin haber aúndado a su hija ni una sola de las prometidasmensualidades de cien francos. Cuando Euge-nia, bromeando, se lo recordó, los colores lesubieron a la cara; subió precipitadamente a sugabinete, volvió a bajar y le presentó la terceraparte aproximadamente de las joyas que habíarecibido de su sobrino.

––Toma, nena ––le dijo con un acento im-pregnado de ironía––, ¿quieres esto en lugar delos mil doscientos francos?

––¡De veras, padre!, ¿me los da usted?

––El año que viene te daré otro tanto ––le dijo,echándole en el delantal aquel puñadito de jo-yas de escaso valor––. De este modo, en poco

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tiempo, reunirás todos sus dijes y sus botones ––añadió frotándose las manos, dichoso de po-der especular sobre el sentimiento de su hija.Con todo, el viejo, no por falta de robustez, sinopor previsión, creyó conveniente iniciar a suhija en los secretos del manejo doméstico. Du-rante dos años consecutivos, en su presencia,Eugenia sacó de la despensa las provisionespara el día y recibió las frutas que traían los co-lonos. Le enseñó, poco a poco, los nombres y lassuperficies de sus viñedos, de sus alquerías. Alos tres años, la había adaptado tan bien a suavarienta manera de obrar, que su hija hacía lascosas como él y por puro hábito; pudo, pues,confiarle, sin temor, las llaves e instituirla amade casa.

Pasaron cinco años sin que acontecimiento al-guno alterase la monótona existencia de Euge-nia y de su padre. Se repetían los mismos actoscon la seguridad cronométrica de los movi-mientos del viejo reloj que los presidía. Paranadie era un secreto la profunda melancolía de

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la señorita Grandet; pero si muchos pudieronpresentir su causa, jamás una palabra de ellavino a corroborar las suposiciones que se hacíansobre el estado de su corazón, comidilla de todoSaumur. Su sola compañía eran los tres Cruchoty algunos de sus amigos que habían logradointroducir insensiblemente en casa de los Gran-det. Le habían enseñado a jugar al whist y cadanoche comparecían a hacer la consabida par-tida. Hacia 1822, su padre, que sentía el peso delos años, se vio obligado a iniciarla en los secre-tos de su fortuna inmobiliaria, recomendándoleque, en caso de dificultad, recurriese a Cruchotcuya probidad le era conocida. A fines de aquelaño, cuando había ya cumplido los ochenta ydos, el viejo tonelero sufrió un ataque de paráli-sis que tomó un cariz alarmante. El señor Ber-gerin le dio por perdido. Al pensar que prontose iba a encontrar sola en el mundo, Eugenia,instintivamente, se arrimó más a su padre, co-mo si quisiese reforzar aquel último lazo deafecto que le quedaba. Para ella, como para to-

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das las mujeres de corazón, el amor era el com-pendio del mundo y Carlos estaba lejos. Su ab-negación, junto a su padre enfermo, cuyas po-tencias se oscurecían de día en día, pero cuyaavaricia, hecha instinto no menguaba, fue in-mensa. Hay que decir también que la muerte deaquel hombre fue pareja a su vida. Desde lamañana, se hacía instalar entre la chimenea desu cuarto y la ventana de su gabinete, sin dudarepleto de oro. Allí quedaba sin movimiento;pero sus ojillos miraban con ansiedad a cuantosse acercaban a la puerta forrada de hierro.Mandaba que le informasen del origen de cuan-tos rumores llegaban a sus oídos, por leves quefuesen y, para pasmo del notario, oía el bostezodel perro que estaba en el patio. Salía de suaparente letargo en. el día y en el momento pre-ciso en que tenía que recibir el precio de algúnarriendo, pasar cuentas con sus aparceros oextender un recibo. Se le veía entonces agitarseen su sillón de ruedas hasta ponerse en frentede la puera del gabinete. Mandaba a su hija que

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abriese y cuidaba de que su hija, después decerrar la puerta, amontonase las talegas de di-nero con todo orden. Luego, con la llave que ledevolvía su hija después de la operación y quemetía en el chaleco donde no dejaba de palparlade vez en cuando, regresaba a su puesto. Por suparte, el anciano notario comprendiendo que larica heredera se casaría necesariamente con susobrino el presidente, si Carlos no reaparecía,redobló sus atenciones y cuidados. No pasabadía en que fuese a ponerse a las órdenes deGrandet, o se llegase a Froidfond, o diese unaojeada a tal o cual tierra, o se ocupase de la ven-ta de tal o cual cosecha. El era el encargado deconvertir todos los ingresos en oro y plata que,metidos en talegas, venían secretamente a re-unirse con las otras en el gabinete. Llegaron, alfin, los días de agonía en que el robusto arma-zón del viejo tonelero luchó con las fuerzas des-tructoras. Quiso quedarse sentado al amor de lalumbre y bien cerca de la puerta del gabinete.

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No paraba de enrollarse en las mantas que leechaban encima, y decía a Nanón:

––¡Guarda, guarda eso que no me lo roben!

Cuando lograba abrir los ojos, postrer refugiode su vida, los dirigía infaliblemente hacia lapuerta del gabinete en que estaba su tesoro ydecía a su hija:

––¿Están ahí? ¿Están todos? ––con voz querevelaba una especie de pánico.

––Sí, padre.

––¡Vigila el oro... ! ¡Pon oro aquí delante!

Eugenia colocaba unos cuantos luises sobreuna mesa y él se quedaba horas enteras con losojos prendidos de aquellas monedas, como unniño que, al empezar a ver, contempla, embo-bado, un solo objeto, y, como el niño, esbozabapenosamente un sonrisa.

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––¡Ver el oro me reconforta! ––decía aluna vezmientras su rostro adquiría una expresión debeatitud.

Cuando vino el rector de la parroquia a darlelos santos sacramentos, sus ojos, que desdeunas horas antes parecían muertos, se reanima-ron a la vista de la cruz, de los candelabros, dela pila de plata. Miró todos aquellos objetos confijeza y su lobanillo se estremeció por últimavez. En el momento que el sacerdote le aproxi-mó a los labios, para que la besase, la imagendel Crucificado insinuó un terrible ademán pa-ra agarrarlo, y aquel esfuerzo le costó la vida.Llamó a su hija, a la que ya no veía aunque latenía delante de él, arrodillada, bañando conseis lágrimas la mano ya fría que aprisionabaentre las suyas.

––¡Padre mío! ¡bendígame usted! ––le pidió.

––¡Cuida bien de todo! Me rendirás cuentasallá arriba ––dijo Grandet, probando con ello

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que el cristianismo debe ser la religión de losavaros.

Eugenia Grandet se halló sola en aquella casaen que únicamente Nanón era capaz de com-prenderla y de quererla. Nanón era una provi-dencia para Eugenia. No fue una criada, sinouna humilde amiga. Muerto su padre, Eugeniase enteró, por el notario Cruchot, de que poseíatrescientas mil libras de renta en fincas, sitas enel término de Saumur, seis millones en rentaspúblicas al tres por ciento; más de dos millonesen oro y cien mil francos en escudos, eso sincontar los arrendamientos pendientes de pago.El total de la fortuna se elevaba a diecisiete mi-llones.

"¿Dónde estará mi primo?", se preguntó ella.

El día en que maese Cruchot entregó a sucliente el estado de la herencia, Eugenia se que-dó sola con Nanón, sentadas una a cada lado dela chimenea de aquella sala tan desierta, en quetodo era recuerdo, desde la silla con patines en

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que se sentaba su madre hasta el vaso en quebebió su primo.

––¡Nanón, estamos solas!

––Sí, señorita, y si yo supiese dónde para esemuchacho, a pie iría a buscarlo.

––Entre los dos está el mar ––dijo ella.

Mientras la pobre heredera lloraba así encompañía de la vieja criada, en aquella casaoscura y fría que para ella resumía el universo,desde Nantes hasta Orleáns no se hablaba deotra cosa que de los diecisiete millones de laseñorita Grandet. Uno de sus primeros actosfue una donación de mil doscientos francos derenta vitalicia a favor de Nanón que, con losseiscientos francos que ya tenía, se convirtió enun buen partido. En menos de un mes, pasó,por obra y gracia de Antonio Cornoiller, dedoncella a señora. Su marido fue nombradoguardián inspector de todas las fincas y propie-dades de la señorita Grandet. La señora Cornoi-

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ller tuvo sobre sus contemporáneos una ventajainmensa. Aunque ya había cumplido cincuentay nueve años, no aparentaba más de cuarenta.Sus abultadas facciones habían resistido el ata-que del tiempo. Merced al régimen monásticoen que había vivido, ahora desafiaba la vejezcon una salud de hierro. Nunca tal vez estuvotan bien como el día de su boda. La fealdad sele convertía en escudo; había que verla gruesa,alta, fuerte, con su cara de pascuas. No es deextrañar que más de cuatro personas envidia-ran la suerte de Cornoiller.

––Tiene buenos colores ––decía el pañero.

––Aún es capaz de tener hijos ––exclamaba elsalinero––; se ha conservado en salmuera, conperdón sea dicho.

––Tiene buenos patacones; ese tuno dé Cor-noiller sabe lo que hace ––decía otro vecino.

Al salir del viejo caserón, Nanón, que gozabade la estima de todo el vecindario, no paró de

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recibir plácemes y enhorabuenas a lo largo de lacalle tortuosa y basta la misma puerta de laparroquia. Como regalo de boda, Eugenia le diotres docenas de cubiertos. Cornoiller, asom-brado de tanta generosidad, hablaba de sudueña con lágrimas en los ojos; por ella se deja-ría hacer picadillo. La señora Cornoiller estuvotan contenta de verse convertida en mujer deconfianza de Eugenia como de tener marido.Por fin gozaba de la dicha de poder abrir y ce-rrar la despensa a su albedrío, de manejar sinrestricción las provisiones. Tuvo, además, doscriados a sus órdenes, una cocinera y una don-cella que estaba encargada de zurcir la ropablanca de la casa y de confeccionar vestidospara la señorita. Cornoiller se vio investido delas funciones de administrador, además de lasde guardián. Inútil decir que la cocinera y ladoncella que Nanón había elegido eran dosverdaderas perlas. De este modo, la señoritaGrandet se halló rodeada por cuatro servidoresde una fidelidad sin límites. Los colonos no

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advirtieron, pues, ningún cambio después de lamuerte del tonelero, cuyas normas administra-tivas estaban sólidamente establecidas y que elmatrimonio Cornoiller observaba con escrupu-loso cuidado.

Eugenia tenía treinta años e ignoraba todaslas dichas de la existencia. Su pálida infancia sehabía deslizado junto a una madre, que vejadapor su marido, no hizo más que sufrir. Al des-pedirse gozosa del mundo, la pobre madre secompadeció de su hija que quedaba en él y nole legó más que leves remordimientos y eternospesares. El primero y único amor de Eugeniaaparecía a la moribunda como una fuente demelancolía. Sólo había entrevisto a su enamo-rado durante unos días; le había entregado sucorazón entre dos besos furtivamente recibidosy devueltos; después se había marchado, po-niendo un continente de por medio. Aquelamor, maldecido por su padre, y que casi habíacostado la vida de su madre, no le causaba másque grandes dolores entreverados de tenues

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esperanzas. De manera que hasta aquel mo-mento, la pobre muchacha no había hecho másque abalanzarse hacia la felicidad, perdiendofuerzas que no recuperaba nunca. En la vidamoral, como en la física, existen movimientosde aspiración y de expiración: cada alma necesi-ta absorber los sentimientos de otra, para asimi-larlos y devolvérselos enriquecidos. Sin estehermoso fenómeno de trueque, no hay corazónque viva; le falta aire, sufre y perece. Eugeniaempezaba a sufrir. La fortuna no le era ni poderni consuelo; sólo la religión, el amor, la fe en elporvenir podían darle aliento. El amor le expli-caba la eternidad. Su corazón, y el Evangelio leseñalaban los dos mundos que tenía que alcan-zar. Día y noche se sumía en dos pensamientosinfinitos que para ella quizá no formaban másque uno. Se concentraba en sí misma llena deamor y creyéndose amada. En aquellos sieteaños la pasión se había enseñoreado de todo suser. Sus tesoros no eran los millones y sus ren-tas que seguían acumulándose, sino el cofrecillo

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de Carlos, los dos retratos colgados sobre lacabecera de su cama, las joyas que había resca-tado a su padre, orgullosamente colocadas so-bre un fondo de terciopelo en un cajón del ar-mario; el dedal de su tía, que había usado sumadre y que ella se ponía todos los días, reli-giosamente, para trabajar en un bordado, laborde Penélope, que sólo continuaba para poderponerse en el dedo aquella capsulita de orollena de recuerdos. No era creíble que la señori-ta Grandet quisiese casarse de luto. Todos cono-cían la sinceridad de su fe. Por eso, la familiaCruchot, que seguía la prudente política que ledictaba el cura, se contentó con extremar loscuidados y las atenciones en torno a la herede-ra. Todas las noches se llenaba la casa de unasociedad integrada por los más acérrimos cru-chotistas de la ciudad, que le hacían la corte,rivalizaban en cantar las alabanzas de Eugeniaen todos los tonos. Reuníanse allí el médico decámara, su gran limosnero, su chambelán, suprimera dama de honor, su primer ministro, su

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canciller, sobre todo su canciller, que tenía lapretensión de no perdonar ripio. Si a la ricaheredera se le hubiese antojado tener un pajepara llevarle la cola, también se le hubiera en-contrado. Era una reina y no la hubo más hala-gada. La adulación no es nunca obra de las al-mas grandes, sino tarea de los espíritus mez-quinos que aún se encogen para poder entraren la esfera vital de la persona en cuyo tornogravitan. Por eso todas las personas que se re-unían cada noche en la sala de la señorita Gran-det, a la que no dejaban de llamar señorita deFraidfond, llagaban sin dificultad a abrumarlade elogios. Eugenia, al escuchar por primeravez aquel concierto, se ruborizó; pero, después,insensiblemente se acostumbró de tal modo aoírse celebrar por bonita, que si algún incauto lahubiese juzgado fea, el reproche la habría heri-do mucho más entonces que ocho años antes.Acabó por tomar gusto a aquellas lisonjas queluego, secretamente, ponía a los pies de su ído-lo. Gradualmente se habituó a dejarse tratar

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como una soberana y a pasar revista a su cortetodas las noches. El señor de Bonfons era elhéroe de aquella modesta tertulia, en que no separaba de celebrar su inteligencia, su persona,su amabilidad, su instrucción o su cortesía. Estecuidaba de observar que su fortuna había creci-do mucho en los últimos siete años, aquél calcu-laba, en voz alta, que Bonfons daba por lo me-nos diez mil francos de renta; el de más allánotaba que dicha finca, de los Cruchot, sehallaba enclavada en los vastos dominios de laheredera.

––¡Sepa usted, señorita ––decía un cortesano––, que los Cruchot reúnen nada menos que cua-renta mil libras de renta!

––Eso sin hablar de sus economías ––agregaba una vieja cruchotista, la señorita Gri-beaucourt––. Un señor de París vino reciente-mente para ofrecer al señor Cruchot doscientosmil francos por su notaría. Y la venderá si con-sigue que le nombren juez de paz.

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––Quiere suceder al señor de Bonfons en lapresidencia del tribunal y procura colocarse encondiciones ––dijo la señora de Orsonval––;porque al señor presidente lo nombrarán conse-jero y después presidente de tribunal; le sobranmedios para conseguirlo.

––¡Ah, sí, no se puede negar que es un hom-bre de valer! ––decía otro––. ¿No le parece austed, señorita?

El señor presidente había hecho lo posible porponerse en consonancia con el papel que queríadesempeñar. A pesar de sus cuarenta añoscumplidos, de su rostro moreno y antipático,marcado, por añadidura, con el estigma de to-das las fisonomías judiciales, se vestía como unjoven, manejaba con soltura su bastón de juncoy se abstenía de tomar rapé, por lo menos enpresencia de la señorita de Froidfond. Compa-recía siempre con una corbata blanca y con unacamisa cuya recia chorrera le daba un aspectode pavo. Hablaba familiarmente a la bella here-

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dera y le decía: "Nuestra querida Eugenia", sus-tituyendo la lotería por el whist, que era el jue-go de moda; suprimiendo las figuras del señory de la señora Grandet, la reunión de antes noera muy distinta de la de ahora. La jauría seguíaagitándose en torno a Eugenia y a sus millones;sólo que ahora la jauría era más numerosa, la-draba mejor y acosaba su presa con mayorahínco. Si Carlos hubiese regresado de las Indi-as, habría encontrado los mismos personajes ylos mismos intereses. La señora Grassins, con laque Eugenia se mostraba bondadosísima, se-guía mortificando a los Cruchot. Pero ahoracomo entonces, era la figura de Eugenia la quedominaba el retablo, y Carlos, si reapareciese,volvería también a atraer todas las miradas. Noobstante, había un progreso. El ramo que elpresidente regalaba a Eugenia sólo el día de sucumpleaños, ahora se había hecho periódico.Todas las noches ofrecía a la heredera un mag-nífico mazo de flores que la señora Cornoillercolocaba ostentosamente en un jarro, para tirar-

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lo secretamente en un rincón del patio, así sehabían retirado las visitas. A comienzos de laprimavera, la señora de Grassins probó deamargar la dica de los cruchotistas hablando aEugenia del marqués de Froidfond, cuyo pa-trimonio arruinado podía restaurarse si laheredera se avenía a devolverle sus tierras me-diante una boda. La señora de Grassins se lle-naba la boca de alusiones al rango de par, altítulo de marquesa e interpretando, a su modo,la sonrisa desdeñosa de Eugenia, iba por la ciu-dad diciendo que el casamiento del presidenteCruchot estaba mucho menos maduro de lo quese decía.

––Aunque el señor de Froidfond tenga cin-cuenta años, la verdad es que no parece másviejo que el señor Cruchot; es viudo y con hijos,no se puede negar; pero con él Eugenia seríamarquesa y par de Francia. Díganme ustedes sien estos tiempos abundan partidos de esta ca-tegoría. Sé de muy buena tinta que el tío Gran-det, cuando juntó todas sus fincas a la tierra de

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Froidfond, tenía el propósito de entroncar conesa gran familia. Me lo dijo a mí misma más deuna vez. El viejo tenía muchas conchas.

––¡Es posible, Nanón ––dijo Eugenia uno no-che al meterse en cama––; es posible que no mehaya escrito una sola vez en siete años. . . !

Mientras tales cosas ocurrían en Saumur, Car-los hacía fortuna en las Indias. Empezó porvender muy bien su pacotilla. Hallóse en segui-da con un capital de seis mil dólares. Atravesarla línea ecuatorial le libró de no pocos prejui-cios; pronto se dio cuenta que en los países tro-picales, como en Europa, lo que más daba era lacompra venta de hombres. Fue, pues, a las cos-tas de África y se dedicó a la trata de negros;combinó el comercio de las personas con el demercancías más fáciles de colocar en los diver-sos mercados a que le conducían sus intereses.Los negocios le absorbían de tal modo que no lequedaba tiempo para nada más. Le dominaba eldeseo de reaparecer en París entre los esplendo-

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res de una brillante fortuna y de ocupar unaposición aún más elevada que la que había te-nido.

A fuerza de tratar con gentes de toda calañaen los países más diversos, tornóse escéptico.No tuvo ya criterio fijo para distinguir lo justode lo injusto, harto de ver que en un sitio setenía por crimen lo que en otro era celebradocomo virtud. El perpetuo contacto con los inter-eses, le enfrió el corazón. La sangre de losGrandet no desmintió sus tendencias y Carlosfue un hombre duro y codicioso. Vendió chinos,negros, nidos de golondrinas, niños, artistas;practicó la usura en gran escala. La costumbrede estafar los derechos de la aduana, le llevó arespetar menos los del hombre. Hacía viajes aSanto Tomás para comprar a precio vil las mer-cancías robadas por los piratas y las transporta-ba a las plazas en que escaseaban. La pura yroble figura de Eugenia le acompañó en suprimera travesía, como la imagen de la Virgenacompaña a los marinos españoles a bordo de

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sus bajeles; a ella, a su mágica influencia, a laeficacia de las oraciones y de los votos atribuyósus primeros éxitos. Mas pronto, las negras, lasmulatas, las blancas, las javanesas, las egipcias,a través de una serie de orgías y aventuras detodos los colores, borraron enteramente el re-cuerdo de su prima, el de Saumur, el de la casa,el del banco de madera, el del beso en el corre-dor. Sólo recordaba el jardincillo rodeado demuros, porque era en él donde había empezadosu azaroso destino; pero renegaba de su familia;su tío no era más que un viejo bandido que lehabía escamoteado las joyas.

Eugenia no entraba en su corazón ni en suspensamientos; sólo ocupaba una línea en sucontabilidad como acreedora de, seis mil fran-cos. Esta conducta y las ideas que inspiraban,explican el silencio de Carlos Grandet. En lasIndias, en Santo Tomás, en la costa de África, enLisboa, en los Estados Unidos, para no com-prometer su nombre, usaba el de Sheperd. CarlSheperd podía dar rienda suelta a sus ambicio-

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nes, ir y venir, audaz e infatigable, resuelto ahacer fortuna como fuese, con tal de que fuesede prisa; era el hombre que está impaciente porsacar partido de la infamia para poder pre-sentarse como hombre honrado el resto de susdías. Y el sistema se mostró eficaz; en pocotiempo se hizo rico. En 1827 regresaba ya aBurdeos a bordo del lindo bergantín María––Carolina, propiedad de una casa comercial mo-nárquica. Poseía un millón novecientos milfrancos, en tres toneles de oro en polvo, de loscuales contaba obtener en París, al convertirlosen moneda, un siete o un ocho por ciento.

En el mismo barco viajaba un gentilhombrede cámara de Su Majestad el rey Carlos X, lla-mado de Aubrion, anciano que había cometidola locura de casarse con una mujer elegante yque tenía toda la fortuna en las Antillas. Pararestaurar sus arcas saqueadas por los derrochesde la señora de Aubrion, el pobre viejo habíaido allende los mares a venderse las fincas. Losseñores de Aubrion, de la casa de Aubrion de

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Buch, cuyo último capital murió antes de 1789,se hallaban reducidos a vivir de una renta deunas veinte mil libras y tenían una hija bastantefeílla que pretendían casar sin dote. Empresadifícil, de éxito problemático, a juicio de la gen-te de mundo, a pesar de la habilidad que entales negocios suelen desplegar las mujeres demoda. Y hay que confesar que la propia señorade Aubrion, que era del gremio, casi desespera-ba de salirse con la suya casando a su hija conalgún hombre acomodado, por muy sedientode nobleza que estuviese. La señorita de Au-brion era alta, delgada y estrecha, con una bocadesdeñosa y sin gracia, sobre la que echabasombra una nariz luenga, de punta gruesa ama-rillenta en su estado normal; pero completa-mente roja después de las comidas, y este fe-nómeno vegetal resultaba más desagradable enmedio de aquel rostro pálido y aburrido que encualquier otro. En una palabra, era tal y comopodía desearla una madre de treinta y ochoaños que todavía está de buen ver. Para contra-

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rrestar tantos desastres, la marquesa de Au-brion había dado a su hija un aire muy distin-guido, le había enseñado el arte de vestirse congusto y el de lanzar esas miradas melancólicasque interesan a los hombres, obligándoles apensar que al fin han dado con el ángel quebuscaban en vano; le había instruido en la ma-niobra de adelantar el pie con tino para que seadmirase su pequeñez, en el preciso momentoen que la nariz le daba por encenderse; en fin,había sacado de su hija todo el partido posible.

Por medio de unas mangas anchas, de unoscorpiños falaces, de unos vestidos rozagantes ycuidadosamente adornados, había obtenidotales productos femeninos que hubiera debidoexponerlos en un museo para ejemplo e ilustra-ción de madres. Carlos intimó con la señora deAubrion que precisamente no deseaba otra cosaque intimar con él. Malas lenguas van hastaafirmar que durante la travesía, la bella mar-quesa no perdonó medio de captar la voluntadde un yerno tan rico. Lo cierto es que, en junio

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de 1827, los señores de Aubrion, su hija y Car-los se hospedaron en la misma hostería y sa-lieron juntos para París. El palacio de Aubrionestaba acribillado de hipotecas y era Carlosquien tenía que redimirlas. La madre habíahablado ya de lo que le gustaría ceder la plantabaja a su yerno y a su hija. Como la marquesano participaba de los rancios perjuicios delmarqués sobre la nobleza, había prometido aCarlos Grandet que obtendría, del buen reyCarlos X, una ordenanza que le autorizaría allevar el nombre de Aubrion, usar los blasonescorrespondientes e incluso a heredar el mar-quesado mediante la constitución de un mayo-razgo de treinta y seis mil libras de renta. Sireunían las dos fortunas, vivían en buena ar-monía y se procuraban algunas sinecuras, al-canzarían una renta de más de cien mil libras.

––Y cuando se tienen cien mil libras de renta,un nombre, una familia, entrada en la corte(porque conseguiré que le nombren gentil-hombre de cámara), uno llega a donde quiere –

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–le decía a Carlos––. Dependerá sólo de usted elser magistrado del Consejo de Estado, prefecto,secretario de embajada o embajador. Carlos Xquiere mucho a Aubrion; se conocen desde lainfancia.

Embriagado de ambición por aquella mujerque supo hablarle con simpatía durante el viaje,como si abriese el corazón a un amigo de todala vida. Carlos no cesó de soñar en un porvenirde triunfos. Creía que tu tío había arreglado losasuntos de su padre y ya se imaginaba echandoel ancla en el Faubourg Saint––Germain, en elque entonces quería entrar todo el mundo, y ala sombra de la nariz azulosa de la señoritaMatilde, cubierto con el título de conde de Au-brion, causar la misma sensación que los Dreuxcuando comparecieron en Bréze. Deslumbradopor la prosperidad de la Restauración, quecuando él se fue aparentaba flaqueza, sorpren-dido por el auge de las ideas aristocráticas, laembriaguez que sintió en el barco no sólo no sedisipó sino que aumentó al encontrarse en Pa-

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rís. Resolvió hacer todo lo imaginable por izarsea la encumbrada posición que su listísima sue-gra le había descrito. No hay que decir que suprima no era más que un punto en el espacio deaquella brillante perspectiva.

Volvió a ver a Anita. Mujer de mundo, ésta leaconsejó vivamente que contrajese el matrimo-nio que se le brindaba, y le prometió su ayudaen todas 'sus empresas ambiciosas. ¿Qué másquería Anita que' casar a Carlos con una mu-chacha fea y aburrida? El mozo había regresadode las Indias más seductor que nunca, su tezhabía cobrado color, sus modales eran resueltosy atrevidos como los de un hombre acostum-brado a mandar a dominar y a salir adelante.

Cuando Carlos se dio cuenta de que podíadesempeñar un papel, respiró a pleno pulmónel aire de París. Grassins, enterado de su regre-so, de su fortuna y de su próxima boda, fue aencontrarlo para hablarle de la suma de tres-

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cientos mil francos que bastaría para saldar lasdeudas de su padre. Encontró a Carlos de con-ferencia con el joyero a quien había encargadoel aderezo para la señorita de Aubrion y que leestaba enseñando los diseños. Sin contar el va-lor de los magníficos brillantes que Carlos habíatraído de las Indias, las monturas, las joyas demenor cuantía, la platería de la nueva casa, al-canzaban el precio de doscientos mil francos.Recibió Carlos a Grassins, al que empezó porno reconocerlo, con la impertinencia del peti-metre que en las Indias había matado a cuatrohombres en desafío. Era, además, la tercera vezque el señor de Grassins . llamaba a la puerta.Carlos le escuchaba fríamente. Al fin, sin acabarde enterarse, le contestó:

––Los asuntos de mi padre no son los míos.Le agradezco a usted, caballero, el interés quese ha tomado y que me resulta del todo inútil.No he reunido un par de millones, con el sudorde mi frente, para venir a regalárselos a losacreedores de mi padre.

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––¿Y si dentro de pocos días se encontraba us-ted con que el tribunal declaraba en quiebra asu padre?

––Caballero, dentro de pocos días me llamaréconde de Aubrion. La cosa, pues, me tendráperfectamente sin cuidado. Además usted debesaber mejor que yo que cuando un hombre tie-ne cien mil libras de renta, su padre no ha po-dido en modo alguno haber quebrado ––agregó, empujando amablemente al señor deGrassins hacia la puerta.

A principios de agosto de aquel mismo año.Eugenia estaba sentada en el banquito de ma-dera en que su primo le había jurado un amoreterno y al que venía a desayunarse cuandohacía buen tiempo. Entreteníase la pobre mu-chacha en repasar, bajo el cielo luminoso de unamañana fresca y alegre como ninguna, los acon-tecimientos grandes y pequeños de su amor ylas catástrofes que le habían seguido. Daba elsol en el lindo lienzo de pared tan agrietado

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que amenazaba ruina; Cornoiller repetía a me-nudo que algún día se desplomaría sobre al-guien; pero la soñadora muchacha le teníaprohibido que lo tocase. En aquel momentollamó el cartero v entregó una carta a la señoray Cornoiller que compareció gritando en el jar-dín.

––¡Señorita, una carta!

Se la dio a su dueña, diciendo:

––¿Es la que usted espera? Aquellas palabrasresonaron tan violentamente en el corazón deEugenia, que de veras hicieron vibrar los murosdel jardín y del patio.

––¡París...! Es de él. Ha vuelto. Palideció Eu-genia y quedóse con la carta en la mano duran-te unos segundos. Estaba demasiado emo-cionada para poder rasgar el sobre y leerla.

Nanón se quedó ante ella, puesta en jarras, yla alegría parecía salir como una humareda por

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los poros de su rostro moreno y lleno de arru-gas. ¡Léala usted señorita!

––¡Ah, Nanón!, ¿por qué habrá vuelto por Pa-rís, si se fue por Saumur?

––Lea usted y lo sabrá. Temblando Eugeniaabrió la carta. Cayo al suelo una letra contra lacasa Señora Grassins y Corret, de Saumur. Nanónla recogió.

"Mi querida prima"...

"Ya no soy Eugenia", pensó ella y se le enco-gió el corazón. "Usted..."

"¡Me trataba de tú!"

Leyó la carta que seguía así:

Mi querida prima:

"Supongo que se enterará con gusto del éxito demis empresas. Su ayuda irte ha dado suerte; vuelvorico, con lo que he seguido los consejos de ni¡ tío,cuya muerte y la de ti¡¡ tía nie acaban de ser comu-nicadas por el señor de Grassins. Por ley natural, los

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padres tienen que morir antes que los hijos y a noso-tros nos toca sucederlos. Espero que se Iza consoladousted de tales pérdidas. Nada resiste a la acción deltiempo, desgraciadamente para mí ha pasado )'a laedad de las ilusiones. Viajando bajo tantos cielos,¿qué se va a hacer sitio reflexionar sobre lo que es lavida? Ale fui que izo era nias que un chiquillo; re-greso hecho un hombre. Pienso en muchas cosas queantes ?ti siquiera Prie pasaban por la cabeza. Ustedestá libre. querida prima, y yo también lo estoy toda-vía; nada hay, aparentemente, que se oponga a nues-tros inocentes proyectos. Pero tengo un carácterdemasiado franco, para callarle a usted la situaciónde mis asuntos. No he olvidado que no me pertenez-co; .siempre, ti lo largo de mis interminables travesí-as he recordado el banquito de madera.. ."

Eugenia se levantó como si hubiese estadosobre ascuas y fue a sentarse sobre un escalóndel patio.

"...del banquito de madera en que nos jurarnosarriarnos eternamente; del corredor, de la sala gris,de ni¡ buhardilla; y de la Pinche en que, llevado por

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su delicadeza, aumentó mis escasos miedos paraacometer la nueva vida. Sí, estos recuerdos nos handado ánimos, y ¡pie he dicho que usted debería depensar en iní conio yo pensaba en usted, a la horaque habíamos convenido. ¿Miró usted las nubes a lasnueve? Estoy seguro de que sí, No quiero hacer trai-ción a una amistad que tengo por sagrada; no deboengañarla a usted. Se trate:, en este momento, deuna boda que satisface todas las ideas que Pite heformado de lo que debe ser la unión de un hombre yuna mujer. El amor dentro del matrimonio es tinaquimera. Me he convencido de que uno debe obedecera todas las leyes sociales y amoldarse a todas lasconvenciones que imperan en esta clase de asuntos.Por lo pronto, entre usted y yo existe un diferenciade edad que tal vez influirá más sobre su destino quesobre el inío. No quisiera hablarle ni de sus costum-bres, ni de su educación, ni de sus inclinaciones tapipoco en consonancia con la vida de París y que podí-an ser un impedimento para ulteriores proyectos.Pienso tener tinta gran casa, recibir :nacho gente, yirte parece recordar que a usted le agradaba tina vidaretirada y apacible. Quiero llevar más allá ni¡ fran-

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queza y que sea usted el verdadero centro de mi si-tuación; tiente derecho a conocerla para poder juz-garla. Poseo actualmente ochenta mil libras de renta.Esta fortuna que permite entrar en tu familia deAubrion cuya heredera, jovencita de 19 años, la se-ñorita de Aubrion, que trae en dote su nombre, sutítulo, el cargo de gentilhombre de cámara de SuMajestad, y una ,posición de las más brillantes quepude soñar. Le confesaré a usted, querida prima, quela señorita de Aubrion no me inspira cariño alguno;pero, casándome con ella, aseguro a mis hijos unasituación social que, con el tiempo, les residirá ven-taja; si las ideas monárquicas ganan terreno de díaen día. De modo que, dentro de algunos años, Mihijo, ya marqués de Aubrion, con un mayorazgo decuarenta mil libras de renta, podrá aspirar a cual-quier cargo por alto que sea. Nos debemos a nuestroshijos. Ya ve usted, prima, con qué buena fe le estoyexponiendo a usted el estado de mi corazón, de misesperanzas y de mi fortuna. Es posible también,que, después de siete años, de ausencia, se haya olvi-dado usted de nuestras niñadas; de mí sé decirle queno he olvidado su indulgencia ni sus palabras; las

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recuerdo todas hasta las pronunciadas con más lige-reza y a las cuales un joven menos escrupuloso ymenos probo que yo no concedería la menor impor-tancia. Al decirle a usted que, sólo pienso en contra-er matrimonio de conveniencia y que recuerdo aúnnuestros amoríos de niños, ¿no me someto a su opi-nión y la convierto a usted en árbitro de mi suerte?Le aseguro a usted que si tuviese gire renunciar amis ambiciones sociales, Pite contentaría de buenagana, con la pura y sencilla felicitación de la que meha ofrecido usted tantas y tan conmovedoras imáge-nes..."

––¡Tan ta ta. Tan ta ti! ¡Tan ta ta. Tun. Tun tati. Tin ta ta...! ––cantó CarlosGrandet con la mú-sica del aria Non piu andrai, y firmó:

"Su afectísimo primo, CARLOS." "¡Rayos ytruenos!, no se dirá que no hago las cosas confinura", se dijo.

Después había ido a buscar el giro y habíaañadido estos renglones:

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"P. S. ––Adjunto un giro sobre „ la casa Grassins,de ocho mil francos, a su orden y pagadero en oro;son el capital y los intereses de la sorna que ustedtuvo la bondad de prestarme. Espero que me lleguede Burdeos una caja en que hay varios objetos que vausted a permitir que le regale en prenda de mi eternoagradecimiento. Puede usted inondar por la diligen-cia mi necessaire al palacio Aubrion, calle Hillerin-Bertin."

––¡Por la diligencia! ––exclamó Eugenia––.¡Una cosa por la que yo hubiese dado mi vida!

Espantoso y completo desastre. El barco seiba a pique, sin dejar ni una mala cuerda, ni unatabla, sobre el vasto mar de las esperanzas. Mu-jeres hay que, al verse abandonadas van aarrancar a su amante de los brazos de su rival,le matan y huyen al otro extremo del mundo,para acabar en la tumba o en el patíbulo. Locual es bello sin duda; el móvil de semejantecrimen es una pasión que impresiona a la justi-cia humana. Otras mujeres agachan la cabeza y

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sufren en silencio; dolientes y resignadas, de-rramando lágrimas y perdones, rumiando ora-ciones y recuerdos llegan a su último suspiro.Este es el gran amor, el amor verdadero, elamor de los ángeles que viven orgulloso de sudolor y que por él muere. Y éste fue el sen-timiento de Eugenia después de haber leído lahorrible carta. Elevó al cielo su mirada, mien-tras recordaba las últimas palabras de su ma-dre, que, como otras moribundas, antes de ce-rrar los ojos, había entrevisto el porvenir conextraña lucidez; luego, recordando aquellamuerte y aquella visión profética, Eugeniaabarcó, con un solo vistazo, todo su destino. Nole quedaba más que desplegar las alas, dirigirseal cielo y vivir rezando hasta el día de su libera-ción.

––Mi madre tenía razón ––dijo entre lágri-mas––. Sufrir y morir. Desde el jardín, lenta-mente, fue hasta la sala. Contra su costumbreaquella vez no pasó ya por el corredor; pero nodejó por eso de encontrar el recuerdo de su

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primo en aquel viejo salón gris, sobre cuyachimenea se veía aún cierto platito que Eugeniaseguía utilizando todas las mañanas para eldesayuno. Así como un azucarero de vieja por-celana de Sévres. Aquella mañana debía sersolemne y llena de acontecimientos. Nanón leanunció la visita del rector de la parroquia. Eraun sacerdote pariente de los Cruchot que, natu-ralmente, favorecía los intereses del presidentede Bonfons.

Hacía pocos días que el viejo padre Cruchot lehabía inducido a hablar a la señorita Grandet,desde un punto de vista puramente religioso,claro está, de la obligación en que se hallaba decontraer matrimonio. Al ver a su pastor, Euge-nia creyó que venía a recoger los mil francosque le entregaba cada mes para socorrer a lospobres, y dijo a Nanón que fuera a buscárselos;pero el sacerdote se puso a sonreír.

––Hoy vengo a hablarle a usted de una pobremuchacha que inspira a todo Saumur el más

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vivo interés, y que, por falta de caridad, paraconsigo misma, no vive cristianamente.

––¡Dios mío, qué coincidencia, señor cura! Mecoge usted en un momento en que estoy tanpreocupada de mí que me sería imposible pen-sar en el prójimo. Me siento desgraciada y notengo más refugio que la iglesia; su seno es lobastante generoso para contener todos nuestrosdolores y sus sentimientos lo bastante fecundospara que no lleguemos a agotarlos con nuestrased de consuelo.

––Tranquilícese usted, señorita; al ocuparnosde esa muchacha no haremos más que ocupar-nos de usted. Escúcheme: si quiere usted sal-varse no tiene más que dos caminos: o abando-nar el mundo o someterse a sus leyes; obedecera su destino terrestre o a su destino celeste.

––¡Bendito sea Dios! Viene usted a hablarmeen el preciso momento en que yo necesitabaconsejo. Sí, sí; voy a despedirme del mundo yponerme a vivir en el silencio y en el retiro.

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––Mucho debe usted reflexionar antes de to-mar esta violenta resolución. El matrimonio esuna vida; el claustro es una muerte.

––Pues, ¡la muerte, la muerte y cuanto antesmejor, señor cura! ––exclamó ella con una vive-za alarmante.

––¿La muerte? Tiene usted grandes obliga-ciones que cumplir respecto a la sociedad,, se-ñorita. ¿No es usted la madre de los pobres queles surte de vestidos, les procura leña en invier-no y trabajo en verano? Su gran fortuna es co-mo un préstamo que se tiene que devolver yusted así lo ha comprendido. En su caso, ente-rrarse en un convento sería un acto de egoísmo,y no debe tampoco quedarse soltera. ¿Cómo vausted sola a gobernar su inmenso patrimonio?Quizá acabaría por perderlo. Sin darse cuentase hallaría enzarzada en mil pleitos y en mildificultades. Crea usted a su pastor; necesitausted un marido que la ayude a conservar loque Dios le ha dado. Le hablo a usted como a

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una oveja predilecta. Ama usted a Dios condemasiada sinceridad para que no pueda lograrsu salvación en este mundo del que es usteduno de los más delicados adornos y al que dausted. tan santos ejemplos.

En aquel momento se hizo anunciar la señoraGrassins. Venía impulsada por un deseo devenganza y por una gran desesperación.

––¡Señorita...! ––dijo ella––. ¡Ah, perdone, se-ñor cura...! Venía a hablar de negocios y veoque están ustedes de conferencia.

––Señora ––dijo el cura––, le dejo a usted elcampo libre.

––¡Oh, señor cura! ––dijo Eugenia––. Vuelvausted dentro de un rato; necesito de su apoyo yde sus consejos.

––¡Sí, hija mía, sí! ––dijo la señora de Grassins.

––¿Qué quiere usted decir? ––preguntaron ala vez la señorita Grandet y el rector.

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––Me acabo de enterar de la vuelta de su pri-mo y de su boda con la señorita de Aubrion.Una mujer lista no necesita más para estar alcabo de la calle.

Eugenia se ruborizó y se quedó muda; peroresolvió adoptar el continente apacible quehabía sabido adoptar su padre.

––Pues, señora ––replicó con ironía––, yo de-bo de ser tonta porque confieso que no entiendoni jota. Explique, explique usted delante delseñor cura; usted ya sabe que es mi director.

––Aquí tiene usted, señorita, lo que Grassinsme escribe. Lea usted. Eugenia leyó la cartasiguiente: "Querida esposa:

"Carlos Grandet ha llegado de las Indias y está enParís desde hace un mes..."

"¡Un mes!", se dijo Eugenia, dejando caer lamano. Después de una pausa, prosiguió la lec-tura.

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..."He tenido que hacer dos veces antesala antes depoder entrevistarme con ese futuro conde de Au-brion. Aunque todo París habla de su boda, están yapromulgadas todas las amonestaciones..."

"¿De modo que me ha escrito en el momentoque...?", se dijo Eugenia.

No terminó la frase como la habría terminadouna parisiense, no exclamó: "¡El sinvergüenza¡"Pero no por quedar inexpresado su despreciofue menos completo.

"...Este matrimonio aún no está hecho; el marquésde Aubrion no dará a su hija al hijo de un quebrado.Fui a comunicarle el afán con que su tío y yo había-mos trabajado para arreglar las asuntos de su padrey mediante qué hábiles maniobras habíamos conse-guido mantener quietos a los acreedores hasta lafecha. Pues, ¿no ha tenido, ese mequetrefe, el desaho-go de contestarme a mí, que durante cinco años nohe parado de consagrarme a la defensa de su honor yde sus intereses, que los negocios de su padre noeran sus negocios? Un liquidador jurado podría

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reclamarle en justicia treinta o cuarenta mil francosde honoraríos, el tino por ciento sobre la suma de loscréditos. ¡Paciencia! Se deben legítimamente unmillón doscientos mil francos a los acreedores y yovoy a proponerte, sin más rodeos, la declaración dequiebra de su padre. Ale metí en este asunto con-fiando en la palabra del viejo tiburón de Grandet,solté promesas en nombre de la familia. Si al señorconde ele Aubrion su honor le importa poco, el mío,le importa mucho, De modo que voy a explicar miposición a los acreedores. No obstante, respeto dema-siado ti la señorita Eugenia, que en tiempos mejorespensarnos en tener por nuera. para obrar sin que le!rayas hablado antes de este asunto..."

Al llegar a este punto, Eugenia devolvió fría-mente la carta sin acabarla de leer.

––Muchas gracias ––dijo a la señora de Gras-sins––; ya veremos...

––En este momento, tiene usted la mismísimavoz que su padre ––observó la señora de Gras-sins.

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––Señora, nos debe usted ocho mil francos enoro ––le dijo Nanón.

––Es verdad; hágame el favor de venir con-migo, señora Cornoiller.

––Señor cura ––dijo Eugenia,, con la noblesangre fría que le inspiró la idea que iba a ex-presar––; ¿sería pecado que permaneciese vir-gen dentro del matrimonio?

––Es éste un caso de conciencia cuya solucióndesconozco. Si quiere usted saber lo que opinasobre tal punto el célebre Sánchez en su Suma demanicomio se lo diré a usted mañana.

El cura se retiró. Subió Eugenia al gabinete desu padre en el que pasó todo el día, negándosea bajar para la comida a pesar de los ruegos deNanón. No apareció en la sala hasta la nochecuando llegaron los co,)tertulios habituales.Nunca se reunió tanta gente como aquella ve-lada en el salón de los Grandet. La noticia de lavuelta de Carlos V de su estúpida traición se

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había difundido por todos los ámbitos de laciudad. Pero por más que aguzaron ovos y oí-dos, la curiosidad de los invitados no quedósatisfecha. Eugenia, que estaba preparada, nodejó que apareciese en su rostro ninguna de lascrueles emociones que la agitaban. Supo contes-tar con cara risueña a los que querían ma-nifestarle su simpatía mediante sus miradas ofrases melancólicas. Cubrió bajo los velos de lacortesía su inmensa desgracia. Cuando a eso delas nueve terminaron las partidas y los jugado-res se separaban de las mesas, se liquidaban lasapuestas, se discutían las últimas jugadas y seiniciaban las despedidas, se produjo un hechosensacional que repercutió en todo Saumur, ensu término municipal y en las cuatro prefectu-ras limítrofes.

––Tenga la bondad de quedarse, señor presi-dente ––dijo Eugenia al señor de Bonfons vién-dole recoger su bastón.

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Al escuchar aquellas palabras no hubo enaquella ocurrencia una sola persona que no seestremeciese. El presidente palideció y tuvo quesentarse.

––El presidente se alza con el santo y la li-mosna ––––dijo la señorita de Gribeuacourt.

––Está más claro que el agua, el presidente deBonfons se casa con la señorita Grandet ––exclamó la señora de Arsonval.

––La mejor jugada de la noche ––murmuró elcura.

––Un buen sheleern ––dijo el notario.

Cada cual soltó su frase o su chiste; todos veí-an a la heredera encima del pedestal de susmillones. El drama que se había iniciado hacíaocho años llegaba a su desern1ace. Invitar aquedarse al presidente, ante la nata y flor deSaumur, ¿no equivalía a anunciar que queríaotorgarle su mano? En las. ciudades pequeñas,las convenciones tienen tanta fuerza que una

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infracción de semejante naturaleza representauna promesa solemne.

––Señor presidente ––1e dijo Eugenia, con vozconmovida, en cuanto se quedaron solos––, séqué es lo que le agrada en mí. Júreme que medejará libre durante toda la vida, que no mereclamará ninguno de los derechos que el ma-trimonio normal le otorgaría, y no tendré in-conveniente en ser su esposa. ¡Oh ––continuó alver que el presidente se ponía de rodillas–– aúnno he acabado! No debo engañarle a usted ca-ballero. Llevo en el alma un sentimiento inex-tinguible. De modo que a m¡ esposo no puedoofrecerle más que una leal amistad; no quieroofenderlo ni quiero tampoco rebelarme contralas leyes de mi corazón. Ni m¡ ruano ni m¡ for-tuna serán de usted sin que antes me haya pres-tado un inmenso servicio.

––Estoy dispuestos a todo ––dijo el presiden-te.

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––Pues bien, señor presidente: aquí tiene us-ted un millón quinientos mil francos ––dijo ex-trayendo de su pecho un resguardo de cienacciones del Banco de Francia––; salga ustedpara París, no mañana, ni siquiera esta noche,sino ahora mismo. Preséntese en casa del señorde Grassins, obtenga de él los nombres de todoslos acreedores de mi tío, convóquelos, paguetodo cuanto deba su herencia, capital e interesesal cinco por ciento desde la fecha de la deudahasta el reembolso; en una palabra, ocúpese deobtener un finiquito general en debida forma.Usted es magistrado y a usted y sólo a usted meconfío en este asunto. Es usted un hombre leal vun caballero; tengo su palabra de honor y estoydispuesta a desafiar los riesgos de la vida alamparo de su nombre. Nos trataremos con re-cíproca indulgencia. Hace ya años que nos co-nocemos; somos casi parientes; espero que noquerrá hacerme desgraciada.

El presidente, palpitante de alegría y de zo-zobra, cayó de hinojos ante la rica heredera.

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––¡Seré su esclavo! ––le dijo.

––Cuando tenga usted el recibo, caballero ––continuó ella, lanzándole una fría mirada––, selo lleva usted, con todos los títulos, a m¡ primoGrandet y, al mismo tiempo le entrega esta car-ta. Y cuando usted vuelva, cumpliré mi palabra.

El presidente comprendió que sólo un despe-cho amoroso dictaba la resolución de Eugenia;por eso se apresuró a cumplir sus órdenes, conla mayor diligencia, para no dar espacio a lareconciliación de los dos jóvenes.

Cuando hubo partido el señor de Bonfons,Eugenia se desplomó en un sillón y rompió allorar. Todo estaba consumado. El presidentetomó la posta y llegaba a París la noche siguien-te. Al otro día, personóse en casa de Grassins.Convocó a los acreedores en el despacho delnotario en que se hallaban depositados los títu-los y ni uno faltó a la cita, Por más que se trata-se de acreedores que hay que hacerles justicia:fueron puntuales. Entonces, el presidente de

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Bonfons, en nombre de la señorita Grandet, lespagó el capital y los intereses que se les adeu-daban. El pago de tales intereses constituyó unafecha memorable ca los anales del comercioparisiense. Cuando se protocolizó el recibo yGrassins, en pago de sus gestiones, percibid lasuma de cincuenta mil francos que le habíaasignado Eugenia, el presidente se dirigió alpalacio de Aubrion; al llegar encontróse a Car-los que entraba en sus habitaciones abrumadopor los reproches de su suegro que acababa dedecirle que no se casaría con su hija hasta quehubiese pagado todas las deudas de GuillermoGrandet.

El presidente empezó por entregarle la si-guiente carta: "Estimado primo:

"El señor presidente de Bonfons

ha tenido la bondad de encargarse de entregarle elacta de finiquito de todas las suenas adeudadas pormi tío y otro documento en que yo declaro haberlasrecibido de usted. Me han hablarlo de quiebra. Y se

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ene ha ocurrido que el hijo de quien la hizo acaso nopodía casarse con la señorita de Aubrion. Sí, primomío. ha juzgado usted bien sane modo de ser y mismaneras; yo no tengo inundo, ni conozco sus cálcu-los, ni sus costumbres, y no podría, por lo tanto,proporcionarle los placeres que encontrará usted enél. Sea usted, pues, feliz sujetándose a las convenien-cias sociales, por las cuales sacrifica nuestros prime-ros amores. Para hacer su dicha completa, yo nopuedo ofrecerle más que el honor de su padre.

"Adiós. Cuente usted siempre con la fiel amistadde su prima, EUGENIA."

El presidente sonrió al oír la exclamación quese escapó de los labios de aquel ambicioso alrecibir el acta auténtica del finiquito.

––Nos vamos a anunciar recíprocamentenuestras bodas ––le dijo.

––¿Se casa usted con Eugenia? Pues, mire us-ted me alegro; es una buena chica. Pero, escú-cheme ––agregó, herido repentinamente por

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una idea luminosa––, ¿eso quiere decir que esrica?

––Tenía ––contestó el presidente con socarro-nería––, cerca de diecinueve millones, hace sólocuatro días; hoy sólo tiene diecisiete.

Carlos miró al magistrado con expresión deatontamiento. ––Diecisiete... mil...

––Diecisiete millones, sí, señor. Entre la seño-rita Grandet y yo reunimos cincuenta.

––¡Querido primo ––dijo Carlos recobrandoun poquito de aplomo––, podremos empujar-nos mutuamente!

––Desde luego ––contestó el presidente––. Letraigo, además, esta cajita que debo entregarlepersonalmente ––agregó, depositando sobreuna mesa el necessaire.

––¡Por Dios, amigo mío ––dijo la señora mar-quesa de Aubrion entrando sin fijarse en Cru-chot––, no se preocupe usted lo más mínimo

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por lo que le acaba de decir ese pobre señor deAubrion. La duquesa de Chaulieu le ha deva-nado los sesos. Le repito a usted que no haynada que se oponga a su casamiento...

––Nada, en efecto ––contestó Carlos––. Ayerse pagaron los tres millones que debía mi pa-dre.

––¿En dinero contante? ––dijo ella.

––Sí, señora íntegramente capital e intereses,y voy a rehabilitar la memoria de mi padre.

––¡Qué majadería! ––exclamó la suegra.¿Quién es este señor? ––preguntó al oído de suyerno al darse cuenta de Cruchot.

––Mi agente de negocios ––le contestó él envoz baja. La marquesa saludó desdeñosamentea Bonfons y salió.

––Ya nos empujamos ––dijo el presidente,tomando su sombrero––. Adiós, querido primo.

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––Esa cacatúa de Saumur se burla de mí. Medan ganas de meterle diez pulgadas de hierroen el vientre.

El presidente ya estaba en la escalera. Tres dí-as después, de nuevo en Saumur, el presidentede Bonfons anunció su matrimonio con Euge-nia. Seis meses después, le nombraban conseje-ro en el tribunal real de Angers. Antes de salirde Saumur, Eugenia mandó fundir el oro de lasjoyas que durante tiempo conservó como reli-quias, y con los ocho mil francos de su primolos dedicó a una custodia de oro que regaló a laparroquia en que tanto había rogado por él.Aunque instalada en Angers hizo frecuentesvisitas a Saumur. Su marido, que dio muestrasde abnegación en una determinada coyunturapolítica, obtuvo el cargo de presidente de sala,y, por fin, unos años después, el de presidentede Audiencia. Esperaba con ansia las eleccionespara lograr un puesto en la Cámara. Ambicio-naba ya el título de par de Francia y entonces...

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––Entonces, será primo del rey, ¿verdad? ––decía Nanón, la señora Cornoiller, burguesa deSaumur, a la que su dueña explicaba las gran-dezas que esperaban a su marido.

Pero estaba escrito que el presidente deBonfons (que había suprimido ya sin contem-placiones el Cruchot) no llegaría a realizar nin-guna de sus ambiciosas ideas. Murió ocho díasdespués de ser nombrado diputado porSaumur. Dios que todo lo ve y que jamás yerrael golpe, le castigaba, sin duda por sus cálculosy por el exceso de habilidad con que había re-dactado sus capítulos matrimoniales en que loscontrayentes, para el caso de que muriesen sinhijos, se donaban la universalidad de sus bienesmuebles e inmuebles, sin excepción ni reservas, dis-pensándose de la formalidad de inventario, sin que laomisión pudiese ser opuesta a sus herederos o causa––habienes, entendiéndose que dicha donación es,etcétera. Esta cláusula puede explicar el pro-fundo respetó que manifestó el presidente antela voluntad v ante la soledad de la señora de

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Bónfons. Las mujeres citaban al señor presiden-te de la Audiencia como modelo de hombresdelicados, le compadecían y hasta llegaban amenudo a criticar a Eugenia como saben hacer-lo las mujeres, es decir, con mil crueles mira-mientos, porque se entregaba tan por entero asu dolor.

––Muy enferma debe de estar la señora deBonfons para dejar tan solo a su marido. ¿Tar-dará en casarse? ¿Qué es lo que tiene, gastritis ocáncer? ¿Por qué no consultará a los médicos?De un tiempo a esta parte tiene mal color; debe-ría consultar a las celebridades de París. ¿Seexplica usted que no desee tener hijos? Dicenque quiere mucho a su marido; con su posición,no se sabe qué espera para darle un heredero.Es simplemente horroroso. Y si, al fin y al cabo,resultase que obedece a un capricho, mereceríaun castigo... ¡Pobre presidente!

Dotada del tacto de los solitarios que se afinaen el ejercicio de una meditación interminable y

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de su vista exquisita capaz de seguir las mássutiles trayectorias, Eugenia adivinaba que elpresidente deseaba su muerte para entrar enposesión de aquella colosal fortuna, aumentadaaún por las sucesiones de su tío el notario y desu tío el cura, a los que Dios quiso llamar a suseno. A la pobre reclusa el presidente le dabalástima. La Providencia cuidó de vengarla delos cálculos innobles y de la infame indiferenciade aquel esposo que consideraba como unapreciosa garantía la pasión sin esperanza queanidaba en el corazón de Eugenia. ¿Dar vida aun hijo no sería matar las esperanzas del ego-ísmo y agostar las flores de la ambición quebrotaban en el yermo espíritu del magistrado?Dios se complugo, pues, en arrojar montones deoro a su prisionera que jamás sintió la codiciade poseerlo, que sólo aspiraba al cielo y bajabalos ojos a la tierra para socorrer a los meneste-rosos.

A los treinta y tres años quedó viuda la seño-ra de Bonfons, viuda con ochocientas mil libras

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de renta, aún hermosa, pero como puede serlouna mujer que ya pasa de los cuarenta. Su ros-tro es blanco, reposado, tranquilo. Dulce y reca-tada en su voz; sencillez, en sus maneras y suporte. Reúne todas las majestades del dolor y lasantidad de un cuerpo que no ha sido manci-llado al contacto del mundo, a la tiesura de lasolterona y a los hábitos mezquinos que inspirala provincia. A pesar de sus ochocientas millibras de renta, vive como vivió antes la pobreEugenia Grandet; no enciende el fuego de sucuarto hasta las fechas en que su padre le per-mitía encender la chimenea de la sala, y gober-nó sus años mozos. Viste siempre como vestíasu madre. La casa de Saumur, casa sin sol, sincalor, siempre sepultada en la sombra, melan-cólica, es la imagen de su vida. Acumula cuida-dosamente sus rentas y hasta quizá pasaría porcodiciosa si no desmintiese constantemente alos maldicientes con sus rasgos de largueza.Fundaciones piadosas, un hospicio para losancianos, escuelas cristianas para los niños, una

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biblioteca pública pingüemente dotada, eranpúblicos testimonios de su noble generosidad.Las iglesias de Saumur le deben no pocas mejo-ras. La señora de Bonfons, a la que los burlonesllaman señorita, inspira, en general, un religiosorespeto. Aquel noble corazón, nacido solamentepara la ternura, ha tenido que plegarse a loscálculos del interés humano. El dinero ha aca-bado por comunicar sus fríos reflejos a aquellavida celeste y por inspirar .desconfianza, antelos sentimientos, a una mujer que toda ella noera más que sentimiento.

––Sólo tú me quieres ––decía Eugenia a Na-nón.

La mano de aquella mujer cura las heridas se-cretas de todas las familias. Eugenia caminahacia el cielo seguida de un cortejo de buenasobras. La grandeza de su alma disminuye lasmezquindades de su educación y de su vidaprimera. Y ésta es la historia de una mujer queno es de este mundo, aunque en este mundo

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esté prisionera, de una mujer que, magnífica-mente dotada para ser esposa y madre, no tienemarido ni hijos, ni familia. Hace unos días quese habla de un nuevo partido para Eugenia. Lagente de Saumur baraja su nombre con el delmarqués de Froidfond, cuya familia empieza aponer cerco a la riquísima viuda, como hicieronaños antes los Cruchot. Nanón y Cornoiller sedice que favorecen las pretensiones del mar-qués; pero se equivocan de medio a medio. Nila gran Nanón ni Cornoiller tienen bastantecabeza para comprender las corrupciones delmundo.

París, septiembre de 1883.