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JJJJJJJJOOOOOOOO BBBBBBBBEEEEEEEEVVVVVVVVEEEEEEEERRRRRRRRLLLLLLLLEEEEEEEEYYYYYYYY

AAll RReessccaattee ddeell CCaannaallllaa 1133°° ddee llaa SSeerriiee CCoommppaaññííaa ddee llooss PPííccaarrooss ((SSeerriiee BBrriibboonneess))

((CCoommppaannyy ooff RRoogguueess SSeerriieess))

TToo RReessccuuee aa RRoogguuee ((22000066))

AAARRRGGGUUUMMMEEENNNTTTOOO:::

La última correría de un canalla...

Tras su desaparición en la batalla de Waterloo, todo el mundo había dado por muerto a lord Darius Debenham, un codiciado soltero. Sin embargo, Dare había conseguido sobrevivir a un calvario de cautividad y narcóticos. Después de un año de su rescate, el canalla que embelesaba a las mujeres londinenses se ha recuperado físicamente, aunque lucha sin tregua para superar su peligrosa adicción al láudano. Frágil y cambiado para siempre por la guerra, Dare se dejará arrastrar en una última aventura con la única mujer que puede recuperar su antiguo ser.

...el mejor reto para una aventurera.

La hermosa cabellera rojiza de Ademara St. Bride delata su carácter vivaracho y desenvuelto. Siempre dispuesta a cualquier tipo de diversión, Mara es pura adrenalina, y también problemas seguros. Londres es una ciudad demasiado aburrida para una mujer así... Hasta que encuentra una importante misión que cumplir: rescatar a Dare de sus demonios, devolverle su alegre y atractiva sonrisa y disfrutar de ciertos placeres prohibidos con quien siempre ha sido el hombre de sus sueños.

SSSOOOBBBRRREEE LLLAAA AAAUUUTTTOOORRRAAA:::

Mary Josephine Dunn Beverley, más conocida por las lectoras de novela romántica como Jo Beverley, es una de las más afamadas escritoras románticas de la última década. Aunque nacida y criada en Inglaterra, ya adulta se fue a vivir a Canadá, donde actualmente reside junto a su esposo y familia, se ha convertido en una de las más reconocidas y premiadas autoras de novela romántica de la actualidad.

Jo Beverly, es toda una especialista en retratar como nadie la época medieval, la cual detalla con mimo preciosista en sus estupendos libros ambientados en el medievo inglés. Ha sido honrada y reconocida como una de las más importantes escritoras de los «Romance Writers of América Hall of Fame». Cinco veces ganadora de los premios «RITA» en 1992 por Emily and the de Dark Ángel; en 1993 por An Unwilling Bride; en 1994 por Deirdre and Don Juan y por My Lady Notorius y en 2001 por Devilish. Su serie sobre los hermanos Malloren y su serie medieval han gozado de una excelente acogida por parte del público y de la crítica especializada.

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CCCAAAPPPÍÍÍTTTUUULLLOOO 000111

Londres, mayo de 1817.

En Londres se oyen muchísimos ruidos por la noche, pero la joven descalza no se dejó amilanar por ellos y continuó su huida hasta que oyó el traqueteo de un coche; los cascos de los caballos golpeaban la calzada en dirección hacia ella y las lámparas arrojaban luz sobre la oscura acera.

Lady Mara Saint Bride se detuvo; en el coche podrían ir miembros de la alta sociedad, personas como ella; podría pedir auxilio.

No. ¿De qué le serviría ponerse a salvo si el precio sería la deshonra? Podría sobrevivir a su situación; era capaz.

Se giró, dando la espalda a la calzada, rogando que los ocupantes del coche estuvieran adormilados, que aún en el caso de que fueran mirando por la ventanilla sólo vieran a un miserable ser descalzo envuelto en una manta; una persona mísera de Londres, sin ningún interés para ellos.

Con la suerte que estaba teniendo, igual eran santos caritativos dedicados a rescatar a los desafortunados.

Pero el vehículo no se detuvo, sus lámparas iluminaron con su luz dorada las piedras y rejas a su izquierda y luego a su derecha, y continuó avanzando, dejándola en la inquietante y peligrosa oscuridad.

Deseó continuar ahí escondida, pero se obligó a seguir caminando. Haberse detenido la hizo tomar nueva conciencia de la aspereza de las losas que le rompían las medias de seda, de los guijarros que le lastimaban las plantas y, lo peor de todo, de algo blando que de tanto en tanto se le metía entre los dedos de los pies.

Aunque la noche no estaba particularmente fría, tiritaba, temblando al darse cuenta de que Londres después de la medianoche no estaba dormido en absoluto sino lleno de vida. Se oían maullidos de un gato, sonidos de carreritas sigilosas por el suelo que debían ser de ratas y, lo más peligroso de todo, sonidos humanos en la distancia, de música y voces que debían provenir de alguna taberna.

En el siglo anterior ese barrio cercano al palacio de Saint James había sido la parte más elegante de Londres. Todavía había muchas calles magníficas, pero entre ellas se abrían callejuelas laberínticas con casas ruinosas en las que imperaba el vicio y la violencia.

Ay, estar en Mayfair, donde las luces de gas triunfaban sobre la oscuridad. Ahí la única luz provenía de las lámparas encendidas fuera de las puertas de los residentes responsables. Sólo eliminaban la absoluta negrura de la oscuridad, pero no lo suficiente para ver qué bichos pasaban corriendo por delante de ella y se alejaban.

La casa de su hermana Ella en Mayfair estaba sencillamente demasiado lejos, a una milla como mínimo. Y aun en el caso de que sus doloridos pies fueran capaces de caminar esa distancia, sus nervios no se lo permitirían. Pero sí lograría llegar hasta la cercana Great Charles Street, a la casa del duque de Yeovil, donde podría encontrar un amigo.

Entonces oyó voces; voces y risotadas masculinas; venían en dirección a ella.

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No podía permitir que la vieran así, sólo con la enagua y el corsé debajo de la manta. Desesperada miró alrededor buscando un lugar para esconderse; debería haber aprovechado la oportunidad de que la rescataran las personas que iban en el coche, fuera cual fuera el precio.

El bloque de casas adosadas se extendía a izquierda y derecha sin ningún callejón entre medio, y los vanos de las puertas eran demasiado estrechos para ofrecer un escondite. Pero delante estaban las verjas que protegían las escaleras para bajar a las puertas de servicio de los semisótanos. Cogió la manilla de la puerta de la más cercana y, tal como había temido, estaba cerrada con llave. Los hombres ya habían doblado la esquina y entrado en la calle. Eran cuatro.

Retrocedió, agradeciendo la oscuridad, calculando si lograría pasar por encima de la verja con esos barrotes puntiagudos sin matarse. No, vestida con enaguas y envuelta en la manta, y con las manos temblorosas. Movió con fuerza la siguiente reja y casi se cayó en la caja de la escalera, pues se abrió hacia dentro. ¡Gracias, Dios mío! Bajó los empinados escalones hasta llegar a la parte más oscura.

Un mal olor le produjo bascas; había un animal muerto por ahí cerca, del que emanaba ese especial hedor empalagoso. Giró la cabeza hacia el otro lado y procuró respirar lo menos posible, sintiendo más y más cerca los pasos de las botas y las voces. No entendió ni una sola palabra de lo que decían, el acento cockney era muy fuerte, pero otra risotada le hizo sentir débiles los huesos, por el terror.

Jadeante, apoyada en la pared de granulosa piedra, esperó hasta que se apagaron del todo los sonidos de pasos y voces. ¿Por qué había sido tan idiota? ¿Cómo había podido ocurrírsele salir furtivamente de la casa de su hermana por la noche?

A pesar del mal olor, deseó continuar ahí en la oscuridad, pero a la luz del día el riesgo de la deshonra aumentaba y, además, su doncella la estaba esperando para abrirle la puerta. Si no volvía pronto, Ruth se aterraría; se lo diría a Ella y George, ellos se lo dirían a sus padres y estos la harían volver inmediatamente a casa, a Brideswell. La sola idea de volver a Brideswell le parecía el cielo, pero no quería que nadie de su familia se enterara de lo estúpida que había sido.

Podría escapar de eso sin que lo supieran. Podría.

Se obligó a subir los ásperos peldaños y salió a la calle, en la que afortunadamente no había absolutamente nadie. Corrió hasta la esquina y miró el nombre de la calle escrito en la casa. Upper Ely Street. Sabía dónde estaba.

No estaba lejos de St. James Square y King Street, cerca del Salón de Fiestas Almack, y la casa de Dare estaba en la calle siguiente.

Lord Darius Debenham, el hijo menor del duque de Yeovil, era amigo íntimo de su hermano Simon desde su época de escolares en Harrow. Dare había pasado muchas semanas de verano en Brideswell.

Unos días antes iba con Ella por el parque Saint James y se encontraron con él, y les dijo que estaba viviendo en la casa Yeovil; incluso les dijo que sus padres no estaban, pues habían ido a visitar cierto lugar. ¿Oatlands? ¿Chiswick?

¿Qué importaba eso?, pensó, moviendo la cabeza; Dare estaba cerca y para ella era como tener cerca a un hermano. Aunque igual que un hermano, no le permitiría olvidar nunca su estupidez, pero la sacaría de ese aprieto, la llevaría a casa sana y salva e incluso podría acceder a no decirles nada a Ella ni a George. Apresuró el paso, manteniéndose en la parte más oscura de la acera hasta llegar a la calle siguiente. Great Charles Street. Gracias a Dios.

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Ante ella se extendían dos sólidos bloques de casas de cuatro plantas. Sabía que la casa Yeovil era una mansión que ocupaba el centro de un lado de la calle, pero eso no saltaba a la vista. ¿En qué lado? Reanudó la marcha, nerviosa por los sonidos procedentes del interior de algunas de las casas. ¿Y si salía alguien?

La mansión tendría que ser evidente, pero a la tenue luz y con el terror que sentía no lograba encontrarle sentido a nada.

Entonces la vio, una fachada larga con una puerta en el centro.

Atravesó la calle corriendo y entonces se le desvaneció la sensación de alivio. La casa Yeovil se veía oscura y silenciosa.

Se cogió de las rejas doradas, totalmente agotadas sus fuerzas. Seguro que Dare ya se habría ido a acostar hacía horas. No estaba recuperado del todo de sus heridas en Waterloo, y además estaba el otro problema: el opio hace dormir muchísimo a la persona, ¿no?

Y aun en el caso de que estuviera despierto, ¿cómo podría entrar en la casa?

De día, aun cuando fuera sola, lady Mara Saint Bride, es decir, ella, podría llamar. Pero en ese momento, si lo hacía y lograba despertar a un criado, este le cerraría la puerta en las narices con la facha de granuja que llevaba.

No podía continuar caminando; sentía las plantas de los pies como si estuvieran en carne viva, se le doblaban las piernas y el corazón le latía desbocado por el terror. Probó la manilla de la reja, pero claro, estaba cerrada con llave.

Miró hacia las ventanas de las imponentes cuatro plantas. Aunque supiera cuál era la del dormitorio de Dare, no se creía capaz de arrojar una piedra lo bastante alto como para golpearla. Arrojar cosas nunca había sido una de sus habilidades, lo que fastidiaba muchísimo a sus hermanos.

Abrumada, agotada, se sentó en el primer peldaño de la escalinata, medio deseando que alguien la viera, siempre, claro, que fuera una persona lo bastante respetable para llevarla de vuelta a Grosvenor Square; su familia se sentiría horrorizada y decepcionada, pero ya está, eso sería todo. Aparte de que reforzaría la opinión de su padre de que Londres era una ciudad repugnante e insalubre y nunca más le daría permiso para venir.

Sí que era un lugar asqueroso e insalubre. Sucio, ruidoso, la gente toda apiñada, pero jamás se habría imaginado que fuera «aburrido». Se limpió las lágrimas con la áspera manta, pensando que en realidad eso no era cierto. La vida con su hermana era aburrida, pero no era culpa de Ella estar en la fase del embarazo en que se sentía mareada gran parte del día, y el resto tan agotada que jamás salían a ninguna parte.

Si se hubiera quedado en Brideswell, esto no le estaría ocurriendo. Ahí no había ninguna novedad, pero tenía amistades, familiares y actividad constante. Ahí jamás se habría metido en esa situación tan desastrosa, y en el caso de que se hubiera metido, en todas las casas había personas amigas. Más importante aún, en toda la zona se enterarían de su estupidez y jamás dirían una palabra a nadie del mundo exterior.

Suspirando se obligó a ponerse de pie. Ella se había metido en ese aprieto y ella saldría de él. Si tenía que caminar hasta Grosvenor Square, pues, caminaría.

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Oyó el repiqueteo de unas botas acercándose por su lado derecho. Ahí no había manera de refugiarse en la caja de la escalera, pero la escalinata de la reja principal le permitía ocultarse. Se situó lo más al fondo posible, bien acurrucada.

Los pasos continuaron acercándose, y se detuvieron.

Continúa, continúa.

La persona avanzó hasta quedar delante de ella. Cerró los ojos, como si eso fuera a servirle de algo.

—¿Necesita ayuda? —preguntó una voz amable.

Mara abrió los ojos, miró por el borde de la manta, y se arrojó en los brazos del hombre alto.

—¡Dare! Ay, gracias a Dios, Dare. Estoy en un terrible apuro. —Ya estaba sollozando, sin poder evitarlo —. Tienes que ayudarme.

—¿Mara? No, no hables. Entremos primero.

Ella oyó el ruido de la llave en la cerradura y el de la puerta al abrirse, pero prácticamente no se enteró de cómo se encontró en el elegante vestíbulo. Una vela en el interior de una lámpara de cristal arrojaba una tenue luz sobre el reluciente suelo, la escalera principal y Dare metiendo la llave en la cerradura. Vestía chaqueta, calzas y botas; ropa informal, no traje de noche.

Le giraba la cabeza, aferrada a la manta que la envolvía como si eso pudiera mantenerla erguida, pero se sentía segura. Dare la salvaría.

—Esto es como el toreo, ¿verdad? —dijo cuando él se giró a mirarla.

Él la miró como si dudara de su cordura.

—¿Qué?

—¿No te acuerdas? De cuando decidí lidiar con un toro como hacen los españoles y tú me rescataste. Sentí el mismo mareo de alivio por estar viva.

Él movió la cabeza, pero dijo:

—Y volveré a rescatarte. —Frunció el ceño al mirarle los pies, la cogió en brazos y subió la escalera con ella a peso —. Tendrá que ser en mi dormitorio. No te preocupes por eso. Sea cual sea la locura en que te hayas metido esta vez, Diablilla, yo la solucionaré.

Diablilla.

Ese apodo guasón la consoló más aún. Así la llamaba en esa época dorada cuando ella era una niña y él el joven más alegre que había conocido.

Giró la cabeza y hundió la cara en su chaqueta, esforzándose en no llorar. Estaba a salvo, tan a salvo como si hubiera encontrado refugio con uno de sus hermanos. Mejor aún; Dare no la haría polvo con reprimendas como Simon o Rupert. Y seguro que no se lo diría a su padre.

Él abrió una puerta, la llevó hasta la elevada cama, la dejó sentada en el borde y se dirigió al lavabo.

—Quítate lo que te queda de las medias y te limpiaremos.

Eso lo dijo en tono muy frío, como si estuviera disgustado con ella. Y tenía que estarlo, claro. Ella estaba disgustada consigo misma; ya tenía dieciocho años, no doce. Debía creerla una marimacho loca, y esta vez no había sido un toro sino un hombre, un macho mucho más peligroso.

Suspirando se bajó las medias enrollándolas con sumo cuidado, aunque en realidad no se justificaba ese cuidado. Tenían flores bordadas y le habían costado una suma vergonzosa, pero estaban totalmente arruinadas, casi como había estado a punto de quedar su propia reputación.

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—Ya están fuera —dijo, con la voz temblorosa, envolviéndose nuevamente en la manta —. Pero tengo que volver a casa, Dare. Ahora mismo. ¿Puedes...?

—No antes de que te examine los pies —dijo él. Volvió a la cama con una jofaina con agua, un paño y una toalla, que extendió sobre el cobertor—. Pon los pies encima de esto.

Ella obedeció esa orden impersonal, con la mano cerrada sobre sus sucias y arruinadas medias. Preferiría que le echara un buen rapapolvo, como haría Simon. Demasiado tarde cayó en la cuenta de que deseaba que Dare Debenham la viera como a una damita, adulta, respetable.

El alargó la mano y ella le pasó las medias de mala gana; él las tiró al fuego del hogar y luego se sentó junto a sus pies y le levantó cada uno para examinarlo.

—Creo que no hay sangre. —La miró, con sus ojos azules muy serios —. De acuerdo. ¿Qué ha pasado, Diablilla?

Nuevamente la estremeció el apodo. Había comenzado a llamarla así debido a su pelo oscuro con vetas rojizas igual que el de Simon. O tal vez simplemente porque era una niña traviesa. A una niña de seis años un lord de catorce tenía que inspirarle respeto. Ella reaccionaba con cierto descaro y entonces él la llamaba «diablilla del infierno».

Con su sonrisa habitual, la que siempre le robaba el corazón.

—Mara, ¿qué ha ocurrido?

Ella enfocó la atención y comprendió qué significaba la sombría expresión de sus ojos.

—¡Ah, no! Nada de «eso». Me escapé.

Vio qué él se relajaba.

—¿De dónde tuviste que escapar? —Le miró la planta del pie derecho y se la limpió con el paño enjabonado —. ¿Y por qué estabas ahí, para empezar?

Ella se movió inquieta, por el dolor, o tal vez debido a su tono.

—No tienes por qué hacer eso. Lavarme los pies.

—Deja de eludir la confesión. ¿A qué toro le agitaste un trapo rojo esta vez?

—No fue culpa mía —protestó ella, pero al instante hizo un mal gesto —. Bueno, supongo que lo fue. Salí a hurtadillas de la casa de Ella para ir a un antro de juego con el comandante Berkstead.

Él dejó de limpiarle el pie para mirarla.

—Por el amor de Dios, ¿por qué?

Ella bajó la vista a sus manos y vio lo sucias que las tenía; y con una uña rota; no eran manos de una dama.

—Eso es lo que me pregunto yo. Supongo que estaba aburrida.

Sorprendentemente, él se echó a reír; no había mucho humor en su risa, pero era una reacción mejor de la que ella había esperado.

—Tu familia ya debería saber que no debe dejarle tiempo libre a una mujer con el pelo del diablo.

—Es probable que nunca más me lo dejen.

Pelo del diablo. Así llamaban en su familia al pelo negro con vetas rojizas, y no consideraban agradable verlo en un bebé Saint Bride; pronosticaba un gusto por la aventura en el mejor de los casos y desastre en el peor. Se decía que era herencia de un antepasado medieval llamado Negro Ademar.

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El pelo del diablo era bastante excepcional, pero sus padres tuvieron dos hijos con ese pelo. El primero fue Simon. Cuando nació el segundo, ella, miraron de frente al demonio y le pusieron Ademara. Habría preferido llamarse Lucy, o Sarah o Mary y tener el pelo castaño típico Saint Bride. Había que ver en qué la había metido su pelo esa noche.

Dare lavó el paño y reanudó la tarea de lavarle el pie.

—¿Y quién es ese Berkstead? No un pretendiente aprobado, supongo.

—Pues lo es. Es decir, no es exactamente un pretendiente, pero lo conocí en la casa de Ella y le he visto ahí en un buen número de ocasiones. Es miembro del Parlamento. Por Northumberland.

—Nunca te fíes de un político —dijo él, pasando la atención al otro pie—. ¿Te escapaste del antro de juego?

Ella no quería contestar esa pregunta, pero debía.

—No. De su alojamiento.

La mirada de él fue breve, fría, feroz.

—¡Lo sé, lo sé! No logro imaginar por qué fui ahí, aparte de que no jugué en la sala, sino que simplemente observé. Quería probar a jugar algunos de los juegos.

—¿Quién te vio ahí?

—¿En la sala de juego? Muchas personas, pero llevaba antifaz y Berkstead no me llamaba por mi nombre. Me llamaba «mi reina de corazones», lo que debería bastar para hacerme detestar los juegos de cartas el resto de mi vida.

Eso lo dijo en tono alegre, pero él no sonrió.

—¿Y el pelo?

—Un turbante.

Él asintió y volvió la atención al pie, lo que ella agradeció. Nunca habría pensado que Dare pudiera mostrarse tan desaprobador. Deseó protestar diciéndole que en otro tiempo él lo habría considerado una broma, una travesura, pero tal vez eso no fuera así, y en todo caso estaba claro que ese alegre locuelo ya no existía.

—Continúa —dijo él—. Cuéntamelo todo.

—Berkstead se había portado como un perfecto caballero. Me caía bien. Es un héroe militar y muchísimo más entretenido que el resto de los colegas de George. Normalmente tengo buen instinto para calar a las personas, sabes que lo tengo.

—¿Y? —preguntó él, implacable.

Ella lo miró enfurruñada aun cuando él no la estaba mirando. En realidad tal vez no lo habría mirado así si hubiera estado mirándola. Estaba nerviosa por su culpa, comprendió. No por su seguridad con él, sino simplemente nerviosa.

—Jugamos un rato. Él bebía y me animaba a beber, pero no insistía si yo no aceptaba. Lo sé todo acerca de los avispados que emborrachan a los descuidados con el fin de desplumarlos.

Él la miró con las cejas enarcadas.

—¿Sí? Pero ¿no sospechaste en ningún momento que corrías un peligro mayor?

—No. ¡Debe de rondar los cuarenta!

Por fin le pareció notar un brillo de humor en sus ojos.

—Supongo que actuaba como si no tuviera conciencia de su avanzada edad.

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—Los hombres hacen eso, ¿no? Me propuso matrimonio. Ya tenía toda la asombrada atención de él.

—¿Qué?

—Sí. Me pidió que me casara con él. No, no me lo pidió, dijo que nos casaríamos. Que no tenía importancia que yo estuviera en sus aposentos porque pronto nos casaríamos. Claro que yo lo rechacé. Educadamente.

Él volvía a tener los ojos fríos.

—Lo que no se tomó nada bien, supongo.

—No se lo tomó nada bien. Nunca había conocido a un hombre tan imbécil. Todas mis palabras las interpretó como si yo estuviera jugando con él.

—En defensa del canalla, tú habías ido voluntariamente a sus habitaciones por la noche.

—Eso no es indicación para nada de que una dama desee «casarse» con un hombre.

Como siempre, su rápida lengua se le había adelantado, y el seco «No» de él dijo muchísimo.

Intentó retirar el pie pero él se lo sujetó con más firmeza y le abrió los dedos para limpiarle entre medio. De repente eso le pareció y lo sintió escandalosamente íntimo.

—No deberías estar haciendo eso.

—No puedo llamar a una criada. ¿Qué ocurrió después?

—No lo recuerdo bien. —En parte eso se debía a que estaba sumergiéndose en una vaga distracción de otro tipo —. Todo se volvió muy tonto y después muy desagradable.

—Ah. Cuéntame la parte desagradable. Me he fijado en que pareces estar desvestida.

Ella sintió pasar una ola de calor por todo el cuerpo. Era probable que los dedos de los pies se le hubieran puesto rojos.

—No me hizo nada. No hicimos nada. Simplemente no quería creerme. Se arrodilló y me aseguró que me adoraba. Que me mimaría y cuidaría de mí. Yo no sabía qué hacer, así que le dije que no podía casarme con él porque mis padres no me permitirían jamás que me fuera a vivir lejos de Brideswell. Eso es cierto, lo sabes, y, en todo caso, yo no haría eso jamás. En lugar de renunciar, él lo consideró un reto y declaró que debíamos... irnos a la cama, para forzarles a aceptar.

Él la miró con una pregunta seria en los ojos.

—No, por supuesto que no hicimos eso. Ya te lo he dicho, y también se lo dije a él, aunque no lo complació, ¿te lo puedes creer? Dijo que demostraba que yo soy una dama virtuosa a pesar de mi conducta alocada. Entonces decidió que el que yo pasara la noche ahí tendría el mismo resultado. A primera hora de la mañana él enviaría un mensaje diciendo que deseábamos casarnos y que habíamos pasado la noche juntos. Le dije que mi doncella me estaba esperando y que daría la alarma antes del amanecer. Eso no le influyó para nada. No hacía caso a nada de lo que yo dijera. Esto es consecuencia —añadió, ceñuda—de que mi padre sea ahora el conde de Marlowe. Nadie actuaría con tanta idiotez con la simple señorita Saint Bride de Brideswell.

—Infravaloras tus encantos.

Eso fue un comentario seco, pero a ella le levantó el ánimo.

—¿Sí? He tenido muchos pretendientes, pero ninguno ha perdido la chaveta por mí.

—¿No ha habido ni un solo loco? ¿No tienes ningún cadáver pálido a tu nombre? Qué horroroso. ¿Cómo es, entonces, que te encuentras sin tu vestido?

Ella comprendió que en ningún momento había tenido la esperanza de pasar eso por alto.

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—Me obligó a quitármelo. Cometí el error de decirle que me escaparía. Creo que no me creyó, pero insistió en que me quitara el vestido y los zapatos para impedir, según dijo, que me pusiera en peligro. Yo no podía luchar ni gritar sin que me descubrieran. Comprendes eso, ¿verdad?

—Sí. ¿Qué ocurrió entonces?

Ella decidió saltarse la parte de cómo Berkstead le miró el corsé y luego la besuqueó dejándole la cara llena de babas, antes de meterla en su dormitorio.

—Me dejó encerrada en su dormitorio.

—¿A qué altura?

—Sólo una planta. Y había sábanas para hacer una cuerda.

—Como has dicho, un imbécil.

—¿Por no comprender que me escaparía aun sin zapatos ni vestido?

—Por no comprender que alguien lo mataría.

Mara enderezó la espalda.

—¡Nada de duelos!

—No tienes voz ni voto en esto.

—Ah, pues sí que lo tengo. —Retiró bruscamente el pie de sus manos —. Cuando supe que Simon se batió en duelo y casi se muere, comprendí que los duelos son inventos del demonio. No lo toleraré, Dare. ¡No, de ninguna manera! No podría soportar que tú o Simon quedarais heridos debido a mi estupidez. Y no quiero que maten a Berkstead. Pues la mitad de todo fue culpa mía.

—Es un canalla.

Ella le miró la cara seria y deseó chillar de frustración, pero, siendo una hermana experimentada, probó con una actitud lastimera:

—Por favor, Dare.

Él cerró los ojos y los mantuvo así un instante.

—Muy bien. ¿No te molestará, supongo, si le advierto que se abstenga de causar más problemas?

—Te lo agradecería infinitamente. Además, nadie más necesita saberlo, ¿verdad? ¿No se lo dirás a Simon?

O a mi padre, pensó.

—Si no quieres ver muerto a Berkstead, decididamente no se lo diré a tu hermano pelo del diablo. Pero podría tener que decírselo a tu padre. Tal vez te meta algo de sensatez en la cabeza con unos buenos azotes.

—Sabes que no me azotaría, pero, por favor, no se lo digas. —Le tocó el brazo —. Te prometo que he aprendido la lección. Nunca más volveré a hacer algo así. Lo que pasa es que estaba tremendamente aburrida.

El se echó ligeramente hacia atrás, rompiendo el contacto.

—¿No fue Johnson el que dijo que cuando alguien se cansa de Londres está cansado de la vida?

—No estoy cansada de Londres. Todavía no lo he experimentado. Ella está embarazada. Para ser justa, todavía no lo sabía cuando me ofreció la casa para que viniera, pero por lo visto en esta fase es incapaz de hacer nada, aparte de tomar el té con amistades, asistir a tranquilos conciertos

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y pasear por el parque en el coche. Y claro, jamás a una hora popular en la alta sociedad; eso es demasiado bullicio y alboroto.

—Que es exactamente lo que deseas tú.

—¿Tan malo es eso? —dijo ella, respondiendo a la comprensión que vio en sus ojos —. Estábamos aquí cuando fue la recepción especial en la corte el día de san Jorge, pero eso habría sido absolutamente demasiado para ella.

—Con toda justicia, probablemente lo habría sido, y, además, un aburrimiento total.

—Pero habría sido algo. El salón de fiestas Almack. El teatro. Algo. La casa de Ella es más silenciosa que Brideswell.

—Lo que no es difícil de conseguir —repuso él.

A ella le pareció ver una sonrisa en sus ojos.

Se la correspondió, porque su atiborrada casa era todo actividad y vida.

—No, pero sabes lo que quiero decir. Las únicas visitas son señoras como Ella, que hablan sin parar de maridos e hijos, y miembros del Parlamento colegas de George que desean hablar de las leyes del trigo, la sedición o el ruinoso coste del ejército. Todo muy importante, no me cabe duda, pero tedioso.

—Ahí entra este Berkstead militar. Supongo que es apuesto y gallardo.

—Para ser un hombre de su edad. —Estuvo a punto de añadir «Estuvo en Waterloo», pero se lo pensó mejor, pues en esa batalla fue donde Dare quedó tan terriblemente herido—. Me ha llevado a lugares entretenidos, como el Museo de Cera, por ejemplo, y el Pabellón Egipcio. Y lo sabe todo acerca de los mejores escándalos.

El se levantó y tiró el paño dentro de la jofaina.

—Necesitas a una dama más animada que te haga de carabina.

Estaba claro que él no aprobaba el Museo de Cera ni el Pabellón Egipcio, y mucho menos lo de los escándalos. ¿Sería posible que se hubiera vuelto tan aburrido?

—Aun no ha llegado a Londres ninguna de mis amigas de Lincolnshire. Simon y Jane lo harán pronto, pero viven retrasando el viaje. Es «atroz» estar tan cerca de cosas interesantes y tener que verlas desde dentro de una jaula.

—Pobre Mara.

Su intencionada exageración había sido recompensada con el asomo de una sonrisa. De repente sentía la necesidad de revivir al antiguo Dare, de hacerlo sonreír como antes, esas sonrisas anchas, radiantes, contagiosas. Necesitaba que él hiciera una broma ingeniosa, o le propusiera alguna travesura extravagante, desafiándola, desafiando a todo el mundo a unírsele.

Sólo tenía veintiséis años. No era tan viejo como para dejar de lado la alegría y la travesura. Tal vez la guerra, las heridas y otros problemas le habían hecho polvo el ánimo, pero tenía que ser posible levantárselo otra vez.

Él fue a dejar la jofaina en el lavamanos y se giró a observarla. Un algo en su postura, o tal vez el efecto de la luz de las velas, o porque se le había calmado el nerviosismo, la hizo notar que los cambios en él no estaban nada mal.

Seguía delgado, pero estaba más fuerte, más musculoso, y tenía los hombros más anchos. También notó algo en su cara; seguía siendo un poco larga y la boca algo ancha, pero había más definición en los contornos de la mandíbula y en los ojos, lo que producía una agradable simetría.

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O tal vez era el efecto de su pelo castaño claro cortado más a la moda, en vez de caerle de cualquier manera sobre el cuello de la camisa, como lo llevaba antes.

Tal vez simplemente le sentaba bien la sobriedad.

Él arqueó una ceja, como si quisiera saber lo que ella estaba pensando. Al instante Mara se movió para bajarse de la cama.

—De verdad tengo que volver a casa, Dare. Mi doncella dará la alarma.

—Espera un momento, iré a buscar algo de Thea para que te lo pongas.

Salió y Mara pudo respirar a sus anchas e intentar recobrar la serenidad.

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Thea era lady Theodosia Debenham, la hermana menor de Dare. Mara había leído acerca de su presentación en sociedad la primavera pasada; cualquier cosa que tuviera que ver con Dare era de interés en ese tiempo, porque tanto la familia Saint Bride como el resto del mundo seguían lamentando su desaparición. También se enteraron por los diarios que lo habían encontrado vivo, porque estando Simon todavía en Canadá, a nadie se le ocurrió comunicarlo a la familia.

Qué loca felicidad sintieron ese día, aun cuando en el diario se decía que estaba gravemente enfermo y adicto al opio que le habían dado para soportar el dolor de sus heridas.

Levantó el pie derecho y lo giró para examinarse los daños. Un par de rasguños en la almohadilla de la planta le causarían dolor durante unos días, pero aun cuando le produjeran dolor al caminar podría ocultar la lesión y su causa.

En cambio, Dare no tuvo ninguna posibilidad de ocultar su estado. Que el hijo de un duque al que se creía muerto en Waterloo apareciera vivo de forma tan espectacular más de un año después hizo necesario dar ciertas explicaciones.

Por lo tanto, los diarios relataron la historia con todos sus pormenores: cómo cayó muerto su caballo por un disparo y él fue pisoteado por la caballería fracturándose los huesos y abriéndose una herida en la cabeza, que lo tuvo inconsciente durante un tiempo y luego lo hizo olvidar su identidad.

Fue cuidado por una bondadosa viuda belga, que le dio láudano para los atroces dolores, pero en cantidades tan altas y durante tanto tiempo que se hizo adicto.

Ella entendía eso; ¿cómo podría alguien ver sufrir a una persona teniendo a mano el remedio para aliviarle el dolor? Pero una vez que la persona se acostumbra a tomar opio es muy difícil romper la adicción. Le preguntó al médico de la familia, el doctor Warbuthnot, acerca de las posibilidades de Dare, pero él negó con la cabeza.

«¿Lo ha tomado durante un año? ¿En dosis fuertes? Lo mejor es que siga tomándolo, querida mía. Verás, el opio produce cambios en el cuerpo, por lo tanto los órganos lo necesitan para funcionar. La abstinencia puede matar a la persona si deja de tomarlo bruscamente, y si no la mata puede volverla loca.»

A ella la consternó esa respuesta.

«Pero supongo que algunas personas consiguen liberarse, ¿no?» «Muy pocas, que yo sepa.»

«¿Y ese sistema de reducción gradual? Ese es el que sigue lord Darius».

«No he sido testigo de ese sistema, pero tengo graves dudas. ¿Quién tiene la fuerza para soportar una tortura constante, y qué sentido tiene? Si una persona posee el valor para hacer eso, también es capaz de reducir tanto el que sólo deba tomar lo que necesita para llevar una vida normal. Hay hombres y mujeres muy respetables, incluso eminentes, querida mía, en esas circunstancias. No hay ninguna vergüenza en eso.»

Eso no le dio la garantía o seguridad que ella deseaba, pero en ese momento le gustaría saber si Dare se habría decidido por ese sistema. ¿Por qué, si no, estaba en Londres, llevando una vida normal? Desde que lo encontraron había vivido encerrado en Long Chart, la propiedad de su familia en Somerset. La sorprendió encontrarlo en el parque ese día.

Aunque en realidad no llevaba una vida normal. No participaba en los principales eventos sociales de la temporada, porque eso habría aparecido en los diarios. La respuesta que le dio a Ella

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cuando lo invitó a comer fue un vago comentario acerca de que llevaba una vida sosegada. Ningún joven lord normal lleva una vida sosegada en Londres, y mucho menos Dare, que tenía muchísimos amigos.

En ese instante él volvió a la habitación y ella le sonrió, borrando de su expresión todo lo que pudiera reflejar sus pensamientos. No tenía ningún derecho a analizarle la vida, aunque, claro, no podía dejar de preocuparse por él.

Él le traía unas medias de algodón, unos zapatos de cabritilla y un vestido de seda de un soso color gris.

—No creo que Thea eche de menos esto.

—Lo devolveré.

—Las medias están zurcidas, los zapatos desgastados, y en cuanto al vestido, no me cabe duda de que le alegrará que haya desaparecido. Supongo que es una prenda que usó para andar de luto.

Por él, lo más probable, pensó Mara, poniéndose el sencillo vestido. Lady Thea debía ser más alta y tener una figura más generosa, pero tendría que servirle. Se giró, dándole la espalda.

—¿Me lo abrochas, por favor?

La vacilación de él le devolvió bruscamente el sentido común. ¿Qué hacía? Dare había sido como un hermano en otro tiempo, pero ahora era un desconocido.

Hace cuatro años, cuando Simon se embarcó para Canadá, Dare dejó de visitar Brideswell. Desde entonces sólo lo había visto dos veces, en el parque hacía dos días, y en la boda de Simon en diciembre pasado. Recordaba la conmoción que sintió al ver cómo había cambiado. Estaba terriblemente pálido y delgado, e incluso frágil en ciertos aspectos. Ella anduvo rondando a su alrededor temiendo que en cualquier momento cayera desplomado.

Ya no estaba frágil; sólo hacía un momento la subió en brazos por la escalera, y le producía estremecimientos e incertidumbres de todo tipo. Pero alguien tenía que abrocharle el vestido.

—Por favor. Yo no puedo hacerlo sola.

Oyó sus pasos y luego sintió sus dedos en la columna. Un estremecimiento secreto le intensificó la conciencia de que estaba a medio vestir en el dormitorio de un hombre. Apretándose al cuerpo la parte delantera del vestido, se estrujó los sesos buscando algo que decir, lo que fuera.

—Me queda suelto. Tu hermana debe de tener muy buena figura.

—No hay nada malo en tu figura.

—Tengo los pechos casi planos.

—Planos no.

—Bueno, no, pero exiguos.

Él detuvo el movimiento de los dedos entre sus omóplatos.

—Mara, francamente. ¿No es ya lo bastante violenta esta situación como para hablar de tus pechos?

Diciendo eso terminó de abrocharle el vestido y retrocedió.

Ella se giró, muy consciente de la parte hueca que quedaba en el corpiño.

—Perdona. No tengo mucha experiencia en hablar con desconocidos. Es decir, tú no eres un desconocido, pero no eres un hermano...

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—¿Hablas de tus pechos con tus hermanos?

—Bueno, me hacían bromas.

—Entonces son unos canallas.

Y eso lo dijo sonriendo. ¡Sonriendo!

Como si le hubiera adivinado el pensamiento, él borró toda expresión de su cara.

—Las medias y los zapatos —dijo, apuntándolos.

Ella se puso las medias y se las sujetó con las ligas de satén rosa que había dejado a un lado. Lo sorprendió mirando. Él se apresuro a desviar la vista, pero ella se puso los zapatos sonriendo.

—Me quedan algo grandes, pero irán bien cuando me haya atado los cordones. —Se los ató, se puso de pie, y entonces se quedó inmóvil, como paralizada—. ¡Voy a llegar a casa con ropa diferente! Ruth va a... no sé qué hará.

—¿Quién es Ruth?

—Mi doncella. Me va a estar esperando junto a la puerta de servicio del semisótano para abrírmela. No podíamos dejar la puerta abierta. Siendo Londres.

—¡Qué huésped tan responsable!

—No te burles. Ruth tiene muy mala opinión de los hombres y considera su deber protegerme de ellos.

—¿Y permitió esta proeza?

—Es mi doncella, no mi guardiana.

—Lástima.

—No seas pesado, Dare. Cree que estoy en un baile de máscaras, pero cuando me vea con este vestido se lo dirá a Ella, y Ella se lo dirá a George, y él se lo dirá a mi padre, y mi padre me llamará inmediatamente de vuelta a casa y no me volverá a permitir alejarme de Brideswell nunca más.

Él le cogió las manos, y entonces ella cayó en la cuenta de que se había estado tironeando la delantera del corpiño y, ¡cielos!, las lágrimas le empañaban la vista.

—Diablilla, no me vas a decir que no eres capaz de enrollarte a tu doncella en el dedo meñique. Cuando llegues a casa sana y salva y le prometas que has aprendido la lección hará lo que tú quieras. Pero prométemelo a mí también. Si no, tendré que decírselo a tu padre.

La sensación de sus manos envolviéndole las suyas le había dejado la mente en blanco, así que se limitó a mirarlo, pestañeando para despejarse los ojos.

—Lo digo en serio —dijo él.

—Ah, sí, claro. Quiero decir, por supuesto, he aprendido la lección.

Una lección absolutamente alarmante. Que esas manos de dedos delgados y largos, cálidas y fuertes sobre las suyas, eran mágicas. Que Dare, su casi hermano, era mágico. Que deseaba quedarse ahí con él.

No. Imposible.

Pero volverlo a ver. Pronto. Mañana.

Lo miró a los ojos, con expresión expectante, lo más inocente posible, era de esperar.

—Me resultaría más fácil portarme bien si no me aburriera tanto. Si tuviera la oportunidad de ver más cosas de Londres. —Él parecía no entender, así que probó con una sonrisa—. Si tuviera un acompañante.

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Él le soltó las manos.

—No asisto a ningún evento social.

—Ah, no me refiero a bailes en Almack ni a nada parecido. —Hizo un rápido repaso de las posibilidades, buscando algo que no fuera alarmante—. Incluso un paseo por Hyde Park sería un placer.

Acepta, Dare, acepta.

Él la miró atentamente, como si estuviera calculando dónde estaba la trampa, pero dijo:

—Muy bien.

—¿Mañana?

—A las diez.

Ella había esperado que fuera a la hora del paseo de los elegantes, por la tarde, pero iría bien, para ser el primer intento.

—¡Gracias! —exclamó, mirándolo con su mejor y más radiante sonrisa.

Toda una vida le había enseñado que su mejor y más radiante sonrisa era una fuerza potente.

Le pareció que él incluso pestañeó.

—Si estás lista, vámonos a casa de Ella. —Entonces le miró la orilla del vestido, que le arrastraba por el suelo —. Dudo que puedas caminar hasta tan lejos.

Esa preocupación práctica la sintió como si la hubieran arrojado en un estanque de agua muy fría desde un columpio muy alto.

—No, lo siento. ¿Podrías ordenar que te trajeran un coche?

—¿A estas horas? Tendremos que ir a caballo. ¿Podrás caminar hasta el establo?

Fue fuerte la tentación de dejar que él la llevara en brazos, y además le dolían los pies, pero se decidió por la verdad:

—Por supuesto.

Él cogió una vela y le pasó a ella la manta que había traído.

—Puedes cubrirte con esto en el caso de que nos encontremos con algún criado. Después la dejaremos tirada en la calle. Alguien se alegrará de encontrarla.

Mara se puso la manta sobre los hombros y al pasar junto a un espejo se echó una rápida mirada. Deseó no haberse mirado. El vestido le colgaba como un saco y tenía el pelo tan revuelto que parecía un espantapájaros. Antes de escapar se había quitado el turbante de seda con el alfiler de diamante.

Caminando junto a él por el corredor se sentía muy desanimada. Tal vez él la consideraba la niña traviesa a la que solía gastar bromas.

—La casa se siente muy vacía —le susurró cuando comenzaron a bajar una escalera que llevaba a la parte de atrás.

—Soy el único de la familia que está aquí en estos momentos, y los criados ya deben de estar durmiendo.

Ella sentía sobrecogedora esa casa silenciosa. Brideswell nunca se sentía vacía, ni siquiera a altas horas de la noche. Si las personas estaban durmiendo siempre había perros y gatos rondando por ahí. Como si su pensamiento la hubiera llamado, una figura oscura subió por la escalera y se frotó en la pierna de Dare, ronroneando.

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—Chss —susurró él, y el gato se quedó callado, como si hubiera entendido, pero bajó con ellos la escalera y los acompañó por el corredor del semisótano.

Continuaron por otros corredores, virando dos veces, y entonces Dare giró una llave de una puerta que daba al exterior. Se oyó un frufrú a la izquierda de ellos.

—¿Quién va?

Mara se cubrió la cabeza con la manta. En un esconce junto a la puerta, un niño de cara redonda acababa de sentarse y los miró adormilado. Un jovencísimo guardián de la puerta de atrás.

—Lord Darius. No pasa nada. Vuelve a dormirte.

El niño ya tenía los ojos medio cerrados y volvió a echarse.

—Es probable que no lo recuerde —susurró Mara una vez que salieron al aire libre.

—Eso espero —dijo él.

Entonces cerró la puerta y la cerró con llave; ella se fijó en que el gato ya no los acompañaba.

Una ráfaga de aire movió la llama de la vela y luego la apagó. Mara ahogó una exclamación al no ver absolutamente nada, pero Dare le cogió la mano y continuó caminando; al parecer conocía el camino. Ella lo siguió por pura fe.

Había un trocito de luna que iluminaba algo y se le adaptaron los ojos, pero sin la ayuda de él habría ido a tropezones y trastabillones. Pasado un momento apareció una luz dorada en medio de la oscuridad, y comprendió que era una linterna. Ya habían atravesado el callejón de atrás, donde estaban los establos de las casas, y los rodeaba el conocido olor a caballos.

Volvió a cubrirse la cabeza con la manta, pero el aire nocturno la había reanimado y de pronto se sintió casi feliz. Estaba a salvo, una hermosa noche de luna llena, en medio de los conocidos olores de un establo.

Un crujido le indicó que Dare había abierto la puerta de un corral, pero entonces se oyó una voz cortante:

—¿Quién anda ahí?

Apareció un fornido joven apuntando con una pistola. La casa Yeovil estaba bien protegida.

El joven la miró a ella y luego dijo:

—Ah, milord. Perdone, milord.

—No hay nada que perdonar, Adam. Me alegra que estés tan alerta. Tal vez podrías sacarme del corral a Normandy.

Mara estuvo a punto de hablar, porque el nombre le trajo recuerdos. Su hermano Simon siempre llamaba Hereward a su caballo favorito, por el antepasado que dirigió la resistencia contra los invasores normandos después de 1066. Sin ninguna mala intención Dare llamaba al suyo Conqueror, en homenaje a las profundas raíces normandas de su familia. A este no lo llamaba Conqueror, pero Normandy estaba relacionado, puesto que Guillermo el Conquistador había sido duque de Normandía.

¿Tendría algún significado especial ese cambio?

Ella había entrado con gusto en el juego llamando Godiva a su yegua, por la madre de Hereward, la famosa lady Godiva. Y tenía a Godiva en la ciudad; tal vez pudieran salir a cabalgar juntos.

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Aunque había dado la orden, Dare estaba ayudando al mozo a sacar el caballo. En ese ambiente era una interesante mezcla de fuerza y elegante agilidad, y se veía totalmente a sus anchas, cómodo. No era de extrañar. A todos los hombres que conocía les gustaba más estar en un establo que en un salón.

No ensillaron al enorme caballo negro. Después de despedir al mozo, Dare saltó ágilmente al lomo de Normandy y lo llevó hasta el bloque para montar.

—Siéntate delante, mi bella dama.

La sonrisa de sus ojos había adquirido el brillo de las estrellas. Ella subió los peldaños del bloque, con la falda bien recogida.

—¿Como en el Joven Lonchivar? Qué romántico.

—«Ágilmente a la grupa montó a su bella dama. Ágilmente saltó a la silla delante de ella» —citó él—. Puesto que iremos montados a pelo, tú delante me parece mejor. —Le alargó el brazo—. Venga, sube.

Subir al lomo del caballo le resultó sorprendentemente difícil, pero Dare le rodeó la cintura con el brazo dándole el impulso para quedar bien sentada, y de paso dejándola sin aliento. O tal vez lo de sin aliento se debió a dónde se encontraba: entre los muslos de él, ese fuerte brazo rodeándola...

—Alguien debería revivir esta forma de cabalgar —dijo, mientras iban saliendo al paso—. Ir a la grupa no puede ser tan divertido.

—Mara, eres irreprimible.

—Eso espero. Me fastidiaría que me reprimieran.

Había detectado diversión en la voz de él. Sería capaz de hacerlo. Podría hacer entrar luz en su oscurecido mundo. O, mejor aún, sacarlo a la luz del sol.

No podían ni intentar ir rápido porque habrían llamado la atención, así que cabalgaron al paso por el callejón de atrás y luego por las silenciosas calles, el caballo meciéndose debajo de ellos como una cuna. A pesar de su necesidad de llegar pronto a casa, no deseaba que acabara ese extraño trayecto.

Los cascos del caballo hacían ruido al golpear los adoquines, pero los pocos transeúntes que pasaban les prestaban poca atención. Al parecer Dare no deseaba conversar, así que eso le dio tiempo para pensar.

Habían transcurrido casi nueve meses desde que lo encontraron, tremendamente frágil por las heridas y la enfermedad, y adicto al opio. Por Simon sabía que su recuperación física había sido lenta pero pareja. Ya estaba sano y sin duda a eso se debía que hubiera salido por fin de su encierro. Pero no era la persona que había sido antes. Le faltaba algo.

Pero durante unos breves momentos ella lo había divertido y vuelto a la vida. Debía hacerlo más veces. Seguramente Simon lo consideraría una intromisión, pero alguien tenía que agrietar los muros.

Sí, muros. Porque por muy sano que estuviera y por tranquilo que pareciera, ella percibía que en cierto modo estaba aprisionado. ¿Por el opio todavía? ¿Eso lo explicaría todo, o habría otros problemas también?

Ella era una Saint Bride de pelo fogoso, por lo tanto se inclinaba por curar heridas y solucionar problemas. ¿Qué mejor que pasar más tiempo con Dare? Lady Ademara Saint Bride cabalgando al rescate de su príncipe prisionero en la torre oscura.

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No, su pícaro.

En el colegio Harrow, Simon y Dare se hicieron miembros de un grupo que se hacía llamar la Compañía de los Pícaros. Las historias que le contaba Simon eran tan entretenidas que ella siempre había deseado ser una de ellos. Así pues, rescatar a uno de los Pícaros sería lo segundo mejor.

Rescataría a su Pícaro de su mazmorra y lo sacaría a la luz del sol. Esa era una empresa noble, digna de la descendiente del Negro Ademar y de Hereward the Wake, y, mejor aún, la protegería del desastre inducido por el aburrimiento.

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Media hora después, Dare esperó hasta que Mara Saint Bride entró, sana y salva, en la casa de su hermana en Grosvenor Square. Entonces, ya seguro de que estaba bien, puso en marcha a su caballo en dirección al lugar donde se alojaba el comandante Berkstead. Era mejor tratar con ese hombre de inmediato y sin alboroto. No debía haber ningún escándalo, aun cuando le hubiera gustado destriparlo. Aterrorizar así a la pequeña Mara.

En realidad no estaba aterrorizada, pensó, y ya no era pequeña, por mucho que se lamentara de no tener pechos. Se le curvaron los labios, aunque estaba muy consciente de un problema.

Pensaba que ya no le afectaba el atractivo de las mujeres, tal vez algo que tenía que ver con la droga, pero sintió un muy inoportuno interés en los pequeños pechos de Mara. Y en su delicado cuello, la hermosa curva de su columna y su cálido e indefinible perfume. Había sido un error llevarla sentada delante con su cuerpo apoyado en él durante el trayecto a caballo.

Se había acostumbrado a considerarla una niña, a llamarla Diablilla, pero ya había visto la diferencia, el cambio producido en cuatro años, la diferencia entre la niña marimacho de catorce años y la hermosa y picaruela joven con que se había encontrado esa noche. Incluso sentía un pelín de compasión por su torpe pretendiente.

Le había arrancado la promesa de acompañarla en recorridos por la ciudad.

Mala idea, Dare.

Y, sin embargo, deseaba acompañarla, como ansia un hombre encerrado en una mazmorra sentir el sol en la piel.

La batalla final contra el opio estaba resultando más difícil de lo que había esperado. Ya tomaba muy poco, pero había fracasado en dos intentos por dejar del todo la droga. Era como si la bestia supiera que se arriesgaba a ser derrotada y luchara con más fuerza. Tal vez no debería haberse marchado de Long Chart, pero su seguridad ahí había comenzado a irritarlo y se le ocurrió que contactar un poco con el mundo podría espolearlo hacia la victoria.

En otro tiempo, antes, le había gustado la sociedad, las personas, Londres.

Sus heridas físicas ya estaban curadas y había recuperado su fuerza. Desde el día en que lo rescataron había comido estoicamente alimentos nutritivos, y cuando tuvo la fuerza para hacerlo, descubrió que cuando lo roía la bestia le iba bien el ejercicio vigoroso, e incluso violento. Había pasado días caminando desde el alba hasta el anochecer, y muchas noches insomnes las había superado de la misma manera.

Entonces Nicholas le envió a Feng Ruyuan, que le dio una meta y una disciplina y así comenzó su verdadera curación. Estaba más fuerte y en mejor forma que nunca en su vida, físicamente, pero sobre todo mentalmente. La libertad estaba a su alcance, pero, por primera vez se le ocurría pensar qué tipo de persona sería cuando saliera de su prisión.

El antiguo Dare había muerto y, sin embargo, algo estaba despertando, tratando dolorosamente de liberarse, punzándolo con emociones olvidadas.

Su miedo por Mara lo había pinchado como un afilado sable.

La furia lo había abrasado.

El tacto de su piel, el aroma de su cuerpo, la expresión de sus alegres ojos le habían despertado partes que había creído muertas.

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¿Alguna vez antes había gozado de los encantos de una mujer? Sabía que sí, pero nunca de esa manera. Jamás con un estremecimiento, con esas ansias locas de engullir cada bocado del festín prohibido. Eso lo aterraba más que el opio. Mientras iban a caballo, ella había mantenido su cuerpo apoyado en él muy confiada, al tiempo que la lujuria gruñía en su interior como una bestia.

¿Qué hacer?

¿Una amante?

No sería capaz de hacer frente a los líos y exigencias de eso, pero, ¿tal vez un prostíbulo? Sería una simple transacción comercial, y no habría ninguna repercusión si no era capaz de realizar el acto, lo que le parecía bastante probable.

¿Cuánto tiempo hacía que no se acostaba con una mujer?

Desde antes de Waterloo.

Thérèse no contaba.

Sí, debería visitar a una prostituta. Si no, a saber qué podría ocurrir. La curación, sobre todo en esos momentos, le exigía vivir en el límite, con la constante necesidad del opio.

Su cuerpo necesitaba a la bestia para funcionar. Su falta le castigaba con sufrimiento tanto mental como físico, y cada dosis era recompensada con un bendito alivio. Después de cada dosis la bestia le susurraba que sin ella nunca conocería esa paz.

Se obligó a desviar la mente de ese escollo.

Había elegido la vida, con el deseo, las molestias, el sufrimiento, el dolor y todo. No veía la hora de estar libre de las tres pequeñas dosis que tomaba cada día. Cada noche hacía acopio de sus fuerzas, obligando a su cuerpo a aceptar que podía vivir sin la bestia, como había vivido la mayor parte de su vida.

Cada noche chillaban su mente y su cuerpo. Cada mañana recibía la asquerosa dosis como un hombre que se está ahogando, desesperado por inspirar aire.

Ya sentía la necesidad. Un tiritón de malestar, un conocimiento de que no todo estaba bien, como si hubiera comido algo podrido y fuera a vomitar.

Tendría que ser peor a esas horas, pero esa noche, cuando fue a buscar ropa para Mara consiguió que Salter le diera un poco más de la droga, alegando que la necesitaba para ir a dejar a Mara a su casa y luego ir a arreglar cuentas con Berkstead. Salter no se negó, por lo que su razonamiento debió tener su lógica, pero en su interior la bestia ronroneó victoriosa.

Salter era el guardián de la puerta del infierno que había elegido. Desde el día en que pudo levantarse de la cama, el fornido Salter le daba la cantidad de opio permitida y lo acompañaba a todas partes para impedirle que consiguiera dosis extras. Hacía poco que había comenzado a salir solo, poniendo a prueba su capacidad de resistir la tentación de comprar la droga que se vendía por unos pocos peniques en todas las boticas.

Láudano para el dolor de cabeza o de muelas, o para calmar a un bebé inquieto. Láudano para el sufrimiento después de haber recibido la coz de un caballo en la cabeza y haber sido pisoteado por una manada entera. Habría muerto si no hubiera estado protegido por tantos cadáveres, que amortiguaron los golpes.

Algún día sería capaz de estar sentado en una sala en que hubiera opio en la mesa, sin hacerle caso. Algún día. Eso era su Santo Grial. En ese momento se estremecía con la sola idea. Los beneficios de la dosis extra se estaban desvaneciendo rápido, pero cuando volviera a casa le diría a Salter que nunca más le permitiera cambiar la norma, fueran cuales fueren las circunstancias.

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Nada de retirada, nada de rendición.

El caballo se detuvo y entonces cayó en la cuenta de que estaba de vuelta en el establo y no cerca de Rennie Street.

Dejó a Adam a cargo del animal y echó a andar de vuelta por el callejón, con la esperanza de que el mozo no se fijara en que no entraba inmediatamente en la casa. Era ridículo preocuparse por lo que pensara un mozo de cuadra, sobre todo cuando todos los criados estaban al tanto del problemita de lord Darius.

Caminando hacia Rennie Street centró la atención de su fragmentada mente en su presa. Ardía en deseos de herir o matar a ese

Berkstead, pero Ruyuan no lo aprobaría. Según la filosofía taoísta de Ruyuan había que lograr la finalidad mediante la acción mínima. Esa no era la manera de tratar a un villano, a un caballero inglés, pero le había prometido a Mara que el canalla continuaría vivo. Si las disciplinas orientales no lo refrenaban, eso sí lo refrenaría.

Llegó a Rennie Street y contempló la hilera de elevadas casas adosadas que formaban un sólido bloque. No sabía el número. De pronto vio una especie de arcada construida entre dos casas, que llevaba al callejón de atrás. Entró en aquel túnel; estaba oscuro como boca de lobo, y la salida se veía más iluminada. Cuando salió vio algo blanco, resaltado por la luz de la luna. La cuerda de sábanas atadas que había usado Mara para escapar.

Sintió un revoloteo de algo en su interior, y reconoció la tentación de hacer una diablura.

Caminó hasta las sábanas atadas y les dio un tirón; estaban bastante firmes. Subió por ellas, pasó por el alféizar y entró en una habitación oscura. Igual podría ser un cuarto para guardar el carbón, pero los olores a sábanas sucias, rapé y pomada hablaban de la habitación de un hombre. Después de recoger y entrar las sábanas se dirigió a la pared de enfrente y comenzó a palparla en busca de la puerta, consciente de que sentía expectación, como si hubiera comenzado a dolerle una vieja herida.

Encontró la manilla. Con la esperanza de que Berkstead no estuviera inconsciente por la borrachera, golpeó suavemente con los dedos y luego más fuerte con los nudillos. Golpes rápidos, nerviosos.

Oyó un ruido en la habitación contigua.

—¿Qué pasa reina mía? —dijo una voz educada.

Pero el hombre tenía la lengua estropajosa. Al parecer, todo ese tiempo había estado bebiendo, o para ahogar las penas o para celebrar lo que creía una victoria.

Entonces Berkstead añadió, ya al otro lado de la puerta:

—¿No harás nada estúpido, como golpearme en la cabeza con el orinal, verdad, mi preciosa de pelo fogoso?

—¡No, oh no! —exclamó Dare, con la voz más aguda y resollante que pudo.

Giró la llave, se abrió la puerta y entró la luz de velas.

El hombre de hombros anchos, vestido con pantalones y una camisa de cuello abierto, tardó un segundo en adaptar los ojos. Tuvo que levantar la vista desde donde esperaba ver la cara de su prisionera hasta dar con la suya. Su confusión fue tal que los ojos casi se le salieron de las órbitas.

—Lord Darius Debenham —dijo Dare, y le asestó una bofetada tan fuerte que el borracho cayó al suelo de costado y luego se sentó —. La dama me ha prohibido que lo rete a un duelo, así que

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tendrás que tragarte ese insulto. ¡No te muevas de ahí! —ladró, al ver que Berkstead hacía ademán de incorporarse.

Probablemente era guapo, bien hecho, de rasgos osados, ojos oscuros, pero en ese momento estaba atontado por la conmoción.

—Eres un canalla, señor —le dijo, dejando rugir la furia reprimida al encontrar su blanco —. Un sinvergüenza, una babosa. Lo de esta noche no ha ocurrido nunca. Si alguna vez se te escapa la más leve insinuación, te mataré.

Berkstead empezaba a moverse para incorporarse, pero detuvo el movimiento y curvó los labios en una sonrisa despectiva.

—Debenham. Lo sé todo de ti.

El pinchazo le dolió, pero lo disimuló.

—Lo dudo, pero si no me temes a mí, teme a su hermano.

Berkstead dejó de intentar levantarse, pero pareció sentirse más cómodo.

—¿A un Saint Bride de Brideswell? Un manojo de ratones de campo. Ninguno de ellos es soldado.

—Hay hombres Saint Bride y hombres Saint Bride. Simon Saint Bride te cortará en pedacitos, pero entre los que lo respaldan están algunos de los hombres más poderosos de Inglaterra, y ninguno de ellos le hace ascos a aplastar piojos. Podría comenzar por el duque de Saint Raven y el marqués de Arden.

Se le desvaneció la sonrisa despectiva. Además de ser los de más elevado rango social del grupo de los Pícaros, los dos hombres que acababa de nombrar tenían fama de ser despiadados, buenos para pelear y de genio pronto.

—¡Deseo casarme con ella! —protestó Berkstead —. Ella desea casarse conmigo. Pero le tiene miedo a su familia. No le permitirán casarse con alguien que no sea de Lincolnshire.

La lástima comenzó a filtrarse por la furia de Dare.

—Si Mara Saint Bride deseara casarse con un hotentote se casaría.

—Compraré una casa en Lincolnshire.

Mara tenía razón. Ese hombre no escuchaba.

—Te encuentra demasiado viejo —dijo entonces, mirando alrededor en busca de la ropa de Mara.

Sobre una mesa todavía había unas cuantas cartas desperdigadas, dos copas y un decantador vacío. En una silla vio un par de guantes blancos, un bonito vestido color rosa y un capotillo de tela clara liviana. Lo cogió todo, se agachó para hacerse con los zapatos del suelo y después se apoderó de una vela y con ella volvió a entrar en el dormitorio y encontró el turbante.

Cuando salió, Berkstead estaba diciendo:

—¿Demasiado viejo?

—¿Hay alguna otra cosa de ella aquí?

Berkstead abrió la boca y volvió a cerrarla, sin decir nada. Apuntó. Dare fue a recoger un ridículo de seda clara del suelo junto a la mesa.

—¿Demasiado viejo? —masculló Berkstead detrás de él —. Sólo tengo cuarenta.

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Dare se dirigió a la otra puerta, la que debía dar a la escalera. Con la mano en la manilla, se giró a mirar al hombre tumbado.

—No lo olvides. Nada de esto ha ocurrido. Eso, señor, es tu única esperanza de salvación.

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A la mañana siguiente Mara despertó cuando Ruth abrió las cortinas con una fuerza que indicaba desaprobación.

—Buenos días, y espero que haya aprendido la lección acerca de los hombres, señorita Mara.

—Ay, Dios, ahora soy señorita Mara.

Ruth la miró feroz, y las arrugas que formaban su piel algo floja la hacían parecer un perro malhumorado.

—Lady Mara, entonces. Pero una lady es lo que hace la lady, y una lady no llega a casa con un vestido distinto al que llevaba al salir.

Mara esbozó su mejor sonrisa de arrepentimiento.

—Mi querida Ruth, de verdad, de verdad, lo siento mucho, y he aprendido la lección. No volveré a hacer nada parecido. Palabra de una Saint Bride.

La expresión de Ruth continuó feroz, pero Mara vio que se había ablandado.

—Sé que te asusté, pero no ocurrió nada. Gracias por no decírselo a Ella ni a George.

—Lo que debería haber hecho —replicó Ruth, girándose a verter el agua caliente que traía en la jofaina para lavarse—. ¿Me da su palabra de cristiana que nunca más va a volver a salir furtivamente con un hombre?

—Te lo juro.

—¡No sé cómo pudo! Ya le había advertido que nunca se puede confiar en un hombre, milady. La única seguridad para una mujer es no estar nunca sola con uno. Son bestias rapaces que...

Dejando resbalar por la espalda el conocido sermón, Mara se bajó de la cama y se quitó el camisón. Ruth tenía su punto de razón, como lo demostró Berkstead; pero una mujer no está totalmente indefensa, como lo demostró ella. Aunque tenía que reconocer que si él hubiera planeado algo peor que un compromiso obligado, se habría encontrado en un grave aprieto.

Y si no hubiera encontrado a Dare...

Pero él le había demostrado claramente que sí se puede confiar en los hombres.

¿Y qué voy a hacer con ese horrible vestido, milady?

Encontraré una manera de devolverlo.

¿Cómo voy a explicar la desaparición de su vestido rosa? Eso es lo que me gustaría saber.

Mara deseó ordenarle que dejara de preocuparse, pero le debía dejarla sentir toda la preocupación que quisiera sentir.

—¿Quién se va a fijar aparte de nosotras? —colijo—. Lord Darius ya encontrará una manera de devolverlo.

—Ese no tiene ni una pizca de seriedad en todo su cuerpo.

—Ha cambiado.

—Y no para mejor, seguro. Cuando pienso en lo que podría haber ocurrido, usted sola con él así.

—Ruth, es como un hermano.

—Pero no lo es.

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Ruth estaba inclinada sobre un cajón, y al parecer ya se había calmado, porque estaba sacando ropa interior limpia.

Mientras se lavaba, Mara exploró sus emociones en busca de la vergüenza por esa noche. Pero como la chica mala que era, no la encontró. Sabía que había sido estúpida, y esperaba que nadie lo supiera nunca, aparte de Ruth, Dare y Berkstead, claro. Pero no podía lamentar algo que al final fue tan «fascinante».

Mirando en retrospectiva desde la seguridad en que se encontraba, incluso hallaba emocionante su huida por las oscuras calles. Y Dare, qué magnífico había estado. Deseó haber podido verlo enfrentar a Berkstead, pero, claro, había tenido que volver a la casa antes que a Ruth le entrara el pánico.

Y Dare no se lo habría permitido.

Se cepilló los dientes pensando en eso.

No, no se lo habría permitido, y eso la fascinaba también. Si decidía hacer algo a lo que él se opusiera, sería un desafío. Qué interesante.

Y ya tenía un verdadero desafío, uno totalmente aceptable. Iba a provocarlo, a gastarle bromas y a obligarle a volver al mundo, y comenzaría ese mismo día.

Se enjuagó la boca y escupió el agua.

—¿Qué tiempo hace?

—Fresco y nublado por el momento, milady, pero no es probable que llueva, según la cocinera, que siempre lo siente en los huesos.

Mara fue hasta la ventana a ver con sus ojos cómo estaba el día.

—¡Señorita Mara, está totalmente desnuda!

Mara se tapó con la cortina de damasco azul y miró. Claro que ahí no era mucho lo que veía, a diferencia de lo que veía desde su ventana en Brideswell. Desde ella podía ver hasta muy lejos los campos de Lincolnshire, y leer el tiempo como en un almanaque.

—Apártese de ahí, milady, y póngase decente, que podría verla un hombre.

Mara nunca había descubierto si a Ruth le había hecho daño algún hombre o si esos miedos le venían de otra cosa, pero era un rasgo que la sacaba de quicio. Según su experiencia, a veces los caballeros eran irritantes, pero nunca verdaderamente peligrosos.

Se giró para ponerse las enaguas.

—Ruth, francamente. Aun en el caso de que un hombre me viera el cuerpo desde la plaza no podría subir hasta aquí a violarme, ¿verdad?

—Podría saltarle encima cuando salga.

—Nunca salgo sola. Por lo general me porto exactamente como debe comportarse una damita. Incluso llevo corsé, y no lo necesito —añadió, metiendo los brazos por los agujeros para que Ruth le atara los lazos a la espalda.

—En casa sale a vagar por ahí.

—Pero no en la ciudad. Ni siquiera en Lincoln.

Ruth le apretó con especial fuerza los lazos del corsé.

—Necesito respirar, ¿sabes? —protestó.

—Un corsé convenientemente ceñido le recordará que es una dama. Es demasiado confiada.

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—Demasiado sin aliento, querrás decir. ¡Basta!

Ruth se ablandó y le aflojó los lazos hasta dejarle el corsé ceñido con naturalidad. Entonces ella dijo:

—Reconozco que juzgué mal al comandante Berkstead, pero aún así, su principal intención era casarse conmigo. Fue muy extraño. Parece que de verdad cree que me ama.

—Usted es una esposa muy deseable, milady, y es necesario que tenga presente eso. Pero, claro, de ninguna manera podría casarse con un hombre de «Northumberland».

Lo soltó como si se refiriera a los Mares del Sur.

—Se lo dije. No sirvió de nada. Ruth le pasó las medias y las ligas.

—Algunas personas no oyen nada aparte de lo que desean oír. ¿Qué vestido se pondrá hoy, milady?

Mara se puso la primera media, pensando pesarosa en las rotas, y luego en Dare arrojándolas al fuego. Ese recuerdo la emocionó, pero en realidad todo lo de Dare de esa noche la emocionaba. Su manera de moverse, su mirada franca, su boca firme...

—Milady, ¿qué vestido?

Mara salió bruscamente de sus indecorosos pensamientos.

—El rojo ladrillo. Voy a salir a pasear en coche con lord Darius esta mañana. Tienes que reconocer que es tan inofensivo como la menta.

Ruth se giró a buscar el vestido, mascullando.

—Es un adicto.

Cuánto le fastidiaría a Dare que hasta los criados lo supieran.

—Está mejor.

—¿Pasear por dónde? —preguntó Ruth llevándole el vestido y la chaquetilla.

—No es asunto tuyo —contestó Mara, a modo de recordatorio general de quién era la criada y quién la señora, pero se apresuró a añadir—: Por Hyde Park. A la luz del día. Nada podría ser más insulso.

Ruth hizo un mal gesto.

—Todos conocemos a Dare desde que era un chaval —protestó Mara—. No hay ni una pizca de maldad en él. Ni una pizca. Así que no se hable más.

Ruth dejó de quejarse, pero la forma como caminó hasta el armario y sacó el sombrero estilo chacó que iba con el traje revelaba rebeldía. Los criados viejos que llevaban muchos años en la familia podían ser un suplicio, pero ella no lograba imaginarse cómoda con una doncella poco experimentada. Ruth ya la atendía cuando estaba en la sala cuna.

Normalmente no sentía mucho interés por su ropa después de comprarla, pero ese día se mostraba muy preocupada por su apariencia, porque quería verse bien para Dare, porque esa noche él la había visto tan desastrosa.

Estaba consciente de que su mente le giraba de forma extraña, pero eso no la sorprendía. Todo el día anterior se había sentido sofocada por el tedio, pero la noche la había arrojado en otras aguas, aguas peligrosas, aguas que le gustaban bastante.

El matiz oscuro del vestido rojo era práctico para el aire de Londres, que normalmente contenía hollín, pero también le sentaba bien. Le destacaba las vetas rojizas del pelo moreno y le hacía

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resplandecer la piel. La chaquetilla tenía tantos fruncidos y trencillas de adorno que le aumentaba el volumen de los pechos en unas cuantas pulgadas.

Claro que Dare sabía la verdad.

—¿Qué le pasa, milady? —le preguntó Ruth, arreglándole la caída de la falda—. Este es uno de sus favoritos y le sienta muy bien.

Mara se giró, encogiéndose de hombros.

—Nada. Una oca ha pasado revoloteando por encima de mi tumba.

—¡No diga eso, señorita! Es señal segura de malas noticias, eso es lo que es. Vamos, justo antes de que nos enteráramos de que el viejo conde había muerto y su pobre padre debía convertirse en conde de Marlowe, yo había dicho exactamente lo mismo: «Una oca ha pasado revoloteando por encima de mi tumba». Juro que es cierto.

—No lo dudo —contestó Mara, pero deseó poner los ojos en blanco.

El año anterior, el conocimiento de que ese pariente lejano, el conde de Marlowe, estaba en su lecho de muerte, se había cernido sobre Brideswell como una niebla fría, haciéndolos tiritar a todos de una u otra manera, porque su muerte acarrearía cambios terribles.

Esa muerte convertiría a su padre, el sencillo señor Saint Bride, y feliz de serlo, en conde. Y peor aún, la sede principal del conde de Marlowe era una mansión famosa en todo el mundo por su perfección clásica, una mansión a la que todos habrían tenido que acudir al menos una parte del año, pues no podía quedar abandonada.

Ni siquiera la alegría por el regreso de Simon de Canadá disipó del todo la tristeza. Seguro que un montón de ocas debieron andar corriendo como locas de un lado a otro por el camposanto.

Pero el regreso de Simon trajo la solución. Su padre heredó el condado y Simon, como heredero suyo, se convirtió en lord Austrey. Nada podría haber impedido eso. Entonces Simon y su flamante esposa se echaron encima el deber de vivir en la mansión y cuidar de ella. Con eso, el resto de la familia Saint Bride, desde los abuelos hasta los bebés, quedó libre para continuar viviendo en la acogedora e imperfecta Brideswell.

Claro que Simon le tenía un cariño inmenso a la casa, pero sus sentimientos no podían ser tan intensos como los del resto de la familia. Al fin y al cabo, había batallado para marcharse, para viajar, y luego pasado varios años en Canadá.

Pese al pelo del Negro Ademar, se estremecía ante la idea de pasar mucho tiempo lejos de Brideswell o, peor aún, ante la idea de vivir lejos. ¡Northumberland! Berkstead estaba loco.

Sonó un golpe en la puerta. Era un lacayo que le traía una nota. La abrió emocionada, aun cuando sabía qué debía ser.

Era de Dare, solicitándole formalmente el placer de su compañía para un paseo en coche, a las diez. Nunca había visto su letra, así que la examinó: trazos y bucles largos, pero muy pulcros. Tuvo la extraña seguridad de que antes su letra tenía que haber sido más libre, menos perfecta. Dobló el papel y lo guardó en el cajón del escritorio.

—Supongo que debo pedirle permiso a Ella. Ve a ver si me puede recibir, por favor.

Cuando Ruth salió, se puso los zapatos, consciente de lo sensibles que tenía las plantas de los pies. Qué suerte que le hubiera sugerido un paseo en coche y no una caminata.

Sus pensamientos se desviaron a la suavidad con que Dare le lavó los pies. ¿Sería frecuente que los hombres les lavaran los pies a sus señoras? No logró imaginarse al sensato George lavándole los pies a Ella. Pero ¿Simon lavándole los pies a Jancy? Sí, tal vez.

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Había encontrado educativo algo que percibió en la relación entre Simon y Jancy, tal vez debido especialmente a que Jancy y ella tenían la misma edad. Claro que los recién casados se portan decorosamente en público, y a todos los enamorados se los sorprende de vez en cuando mirándose o intercambiando sonrisas secretas.

Pero la relación entre Simon y Jancy le había parecido muy intensa. Casi ardiente, lo bastante ardiente como para estremecerla a ella, por la sensación que le producía. Lógicamente, después de eso sus pretendientes de Lincolnshire le parecieron más sosos aún.

Se ató el cordón pensando que igual estaba dominada por el pelo del Negro Ademar después de todo. No en lo de desear viajes y aventuras sino en los asuntos del corazón.

Se sacudió para quitarse esa idea. Al parecer Simon ya había agotado su deseo de recorrer mundo. Tal vez después de un poco más de alboroto en Londres, ella se establecería feliz con uno de sus apacibles y responsables vecinos, Matthew Corbin, quizás, o Giles Gilliart.

¿O con Dare? El corazón le dio un golpeteo de alarma.

Pero Dare era de Somerset, casi tan lejos de Brideswell como Northumberland. Imposible.

Fue hasta el tocador a ponerse los pendientes de perlas y granates. Pasado un momento de vacilación, se aplicó un poco de pintalabios.

¿Qué haces, Mara?

Cualquiera diría que deseaba atraer a Dare.

Tonterías, pero algo ronroneó en lo más profundo de ella.

Entró Ruth.

—Lady Ella está libre para verla, milady.

Mara pegó un salto como si la hubieran sorprendido cometiendo un pecado y salió a toda prisa en dirección a la habitación de su hermana. Entró con los pensamientos en otra parte, y se encontró ante George y Ella besándose; y no un simple besito en la mejilla.

—Ah, perdón...

Ya casi había cerrado la puerta cuando Ella le gritó:

—¡No seas boba, cariño! Entra, entra.

Volvió a entrar y encontró a su hermana y su cuñado ya separados y sonrientes, pero ruborizados.

—Lo siento, de verdad. Ruth me dijo... Ella sonrió y miró traviesa a su marido.

—George acaba de entrar a despedirse. Con tantas reuniones y comités, cree que lo espera otro largo día en la Cámara.

George, hombre robusto y rubicundo, asintió.

—Estamos en una época de problemas. Debo irme. Querida mía, Mara.

Mara observó que su hermana se lo quedaba mirando hasta que salió.

—Me gustaría casarme con un hombre así —dijo.

Ella la miró sorprendida.

—¿Como George? No haríais buena pareja.

Ella era tan robusta como su marido, aunque con una piel blanca y rosa perfecta y la cintura estrecha, por el momento. De su suave pelo castaño, el pelo Brideswell correcto, sólo asomaban unas pocas ondas por el borde de una cofia de encaje atada debajo del mentón.

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—No. Lo volvería loco —concedió Mara, riendo —. Quiero decir un hombre al que yo pueda adorar como lo adoras tú, y que sienta lo mismo por mí.

—Ah, pero por supuesto. No harías bien casándote por menos. Sobre todo teniendo ese pelo.

Entró la doncella de Ella con una jarra de chocolate recién hecho y lo puso en la mesa junto a la ventana, donde Ella había estado tomando su desayuno.

—Siéntate y come —le dijo entonces, ocupando su sitio y sirviéndole chocolate—. Yo no puedo hacerle justicia a esto. —Mordisqueó una tostada —. He observado que las personas necesitan cosas diferentes en el matrimonio. Sírvete un panecillo de pasas, cariño. Siempre son excelentes y así yo lo disfrutaré a través de ti.

Mara cogió uno y le puso mantequilla.

—¿Quieres decir que a algunas personas les gusta un panecillo de pasas para desayunar y a otras les gustan las tostadas sin mantequilla?

—A mí no me gustan las tostadas sin mantequilla, como bien sabes. Espera a que te toque a ti. Todas nos sentimos así, pero parimos bien, y eso hay que agradecerlo. Ahora bien, ¿dónde estaba? Ah, sí. Algunas personas parecen realmente contentas con un matrimonio frío, uno en que el cónyuge no es más que un amigo para ellas. —Volvió a llenarse la taza de té —. La mayoría necesitan algo más cálido, pues de lo contrario son desgraciadas en el mejor de los casos e infieles en el peor. Unas cuantas necesitan fuego. Me imagino que el pelo del Negro Ademar exige eso.

Mara bebió unos cuantos tragos de chocolate, deseando tener la osadía para preguntarle a su hermana en qué lugar de ese termómetro colocaba su matrimonio.

—¿Por eso todavía no he encontrado a un hombre que me convenga?

—Es muy probable, pero aun eres joven.

—Tú te casaste a los veinte.

—Encontré a George.

El tono presumido de Ella hizo reír a Mara.

—No es una gran proeza, ya que ha vivido a menos de cinco millas de Brideswell toda su vida y entraba y salía de casa también. No encontrarlo habría sido el milagro.

Ella se rió también.

—Sabes lo que quiero decir. Él estaba ahí esperándome y yo esperándolo a él.

Ella nunca había expresado ideas tan románticas, pero tenía razón. Hacía ya unos cuatro años, ella y George Verney se habían «reconocido». De repente cambiaron y actuaron como unos idiotas, para gran diversión de todos, y luego anunciaron que deseaban casarse como si supusieran que todos se iban a sorprender.

—¿Y no tenías ni idea? —preguntó—. Conozco a todos los jóvenes posibles en treinta millas a la redonda de Brideswell, y no me imagino que de pronto vea a uno de ellos rodeado por una luz dorada.

—Ay, Dios —suspiró Ella, cogiendo otra tostada—. Podría llegar algún desconocido a la zona.

—O igual yo podría encontrar mi destino aquí —dijo Mara. Miró atentamente a Ella esperando una expresión de horror, pero esta pareció interpretar eso como una queja.

—Lo siento, cariño. De verdad deseo llevarte a reuniones más animadas, pero en estos momentos siento revuelto el estómago cuando menos me lo espero. Y me canso muy fácilmente, sobre todo al final del día.

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Mara le cogió la mano y se la apretó.

—No te aflijas. Ya tengo la solución. Dare Debenham me ha invitado a dar un paseo en coche esta mañana.

En lugar de manifestar alegría, de la cara de Elle desapareció toda expresión.

—¿De veras crees que eso es juicioso, cariño?

—¿Por qué no?

Ella se ruborizó, y movió de aquí allá la tostada.

—Lo sabes.

—El opio —dijo Mara, casi en un gruñido.

—Bueno, sí. Es una desgracia para él, pero podría volverlo, mmm, peligroso.

—¿De qué manera? ¿Crees que va a echar espuma por la boca o intentar violarme?

Entonces pensó si habría algún motivo para que Dare evitara la sociedad. ¿Tendría ataques? ¿Se quedaría dormido? ¿O se volvería loco?

—¿Tienes algún motivo para inquietarte?

—No.

—¿Por qué dices eso, entonces? Viste a Dare el otro día. No estaba ni adormecido ni desquiciado.

—Pero ha cambiado mucho.

—¿Desde la boda de Simon? —dijo Mara, simulando que entendía mal—. Sí, se veía más robusto, ¿verdad? Además, sólo vamos a dar una vuelta por Hyde Park.

—Ocúpate de que lleve a un mozo.

—¡Ella, francamente! No necesito a un criado para sentirme segura con Dare.

—No, pero ojalá estuviera Simon aquí.

Eso le recordó, desagradablemente, que Simon parecía considerar a Dare algo así como una copa de cristal trizada, que siempre había que manejar con mucho cuidado. Pero ¿qué podría ir mal en un paseo en coche por el parque?

—¿Me das tu permiso? —preguntó, levantándose.

—Con un criado presente.

—Claro que sí —dijo Mara, y después de darle un beso en la mejilla salió a toda prisa de la habitación.

Cuando llegó a su habitación estuvo un momento pensando, ceñuda, y finalmente decidió escribirle a su hermano mayor. Le habló de esto y lo otro y le preguntó cuándo llegaría a Londres, añadiendo «como prometiste» y subrayando las dos palabras. Entonces le contó lo del encuentro con Dare en el parque y que dentro de un momento la llevaría a pasear en coche, y tal vez a otros lugares los días siguientes.

Consultó su guía y puso algunas de las atracciones más recomendadas: la abadía de Westmisnter, el Pabellón Egipcio, la Torre de Londres, la colección de fieras en la casa Exeter Change, la exposición de maquetas en corcho de Dubourg, y la exposición Panorama de Barker.

Si Simon creía que esa ronda de actividades dañaría a Dare, seguro que vendría a toda prisa. Dobló la carta, la selló y puso la dirección: The Right Honorable, the Viscount Austrey, Marlowe,

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Notts. Esa horrenda casa era tan famosa que tal vez podría haberse limitado a dirigirla a Marlowe, the Globe, pues llegaría igual. Simon agradecería la oportunidad de escapar.

Le entregó la carta a Ruth.

—No esperaré a que la franquee George. Encárgate de que un lacayo la lleve al correo; que la envíe por correo expreso.

Ruth frunció los labios ante tal derroche, pero el asunto valía el precio de una o dos libras. ¿Para qué está el dinero si no es para cuidar de los amigos y familiares?

Ruth salió a hacer el recado, así que se puso el sombrero alto sola, afirmándolo con un par de horquillas, y luego movió la cabeza de un lado a otro para comprobar que se mantenía en su lugar. Le añadía más de un palmo a su estatura, sin contar la pluma algo enroscada, y eso le gustó.

La impaciencia le impedía esperar en su habitación, así que bajó. Cuando iba por la mitad de la escalera oyó el golpe de la aldaba, y cuando se asomó al vestíbulo vio entrar a Dare. Se detuvo, impresionada por lo normal que se veía. No, no normal: extraordinariamente apuesto bajo la luz de un rayo de sol.

Entonces se le ocurrió que debía de gastar una fortuna en ropa. Por lo que había oído, cuando lo encontraron estaba en los huesos y demacrado, pero claro, necesitaba ropa; en la boda todavía estaba demasiado delgado, pero llevaba ropa de su talla. En ese momento la chaqueta verde, las calzas beis y el chaleco crema calzaban a la perfección a su cuerpo fuerte y sano. Pero, por supuesto, no estaba más escaso de dinero que ella.

Continuó bajando la escalera y lo saludó alegremente. Tomando en cuenta la presencia del lacayo, añadió:

—Qué amabilidad la tuya sugerirme un paseo en coche. Entonces titubeó, pensando por primera vez cómo la trataría él después de esa noche. Lo miró recelosa y vio una expresión indescifrable. Si se refería a...

Pero él sonrió y la miró desde los botines a la pluma del sombrero.

—¿Tienes alguna objeción a que un caballero sea más alto que tú, milady?

Todo estaba bien. Alegremente entrecerró los ojos para evaluar su altura comparada con la suya.

—No me cabe duda de que estás a la altura del reto, milord.

—Pues sí.

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Cuando le cogió el brazo que él le ofreció y salieron de la casa, Mara pensó que esas palabras contenían una especie de advertencia. Qué delicioso. Salieron volando de su mente todas los pensamientos sombríos. Ese paseo iba a ser un placer, sensación que se le confirmó cuando vio el coche.

¡Un faetón de pescante alto! Siempre he deseado subir a uno. Debería haber sabido que tienes lo último en coches, Dare.

¿Debo confesar que lo pedí prestado a un amigo? No tengo mis vehículos en la ciudad por el momento.

Algo en la expresión «por el momento» insinuaba sombras; le sonrió de oreja a oreja para disiparlas.

—Entonces, tienes un gusto excelente en lo que pides prestado. —Impaciente subió los peldaños hasta el elevado pescante—. Y excelente gusto en amigos —añadió, cuando él se sentó a su lado —. ¿Un Pícaro?

—No. Saint Raven.

—El coche de un duque. ¡Mejor aún!

Dare cogió las riendas y el mozo corrió a ocupar su puesto en la parte de atrás. Si Ella estaba mirando, la tranquilizaría su presencia. Y también la apariencia de Dare. Nadie se lo imaginaría como un loco.

Tal vez ya estaba libre de la droga. Sí. ¿Por qué no se le había ocurrido eso? Eso explicaba su llegada a Londres.

—Vive la liberté! —exclamó, cuando salieron de la plaza y tomaron por Upper Brook Street.

El la miró de soslayo.

—¿Eres partidaria de la revolución?

—Sólo de las ruedas giratorias que me sacan de la Fortaleza Grosvenor.

—¿Qué?

A ella le encantó el asomo de risa que detectó en su voz, así que continuó con la tontería:

—¿No encuentras que los cuatro bloques de casas que rodean una plaza son como los muros de una fortaleza, destinados a mantener a algunas personas dentro y a otras fuera?

—Bastante probable, estando Londres tan lleno de otros.

—También lo está Monkton Saint Brides, Dare. Encantadoramente lleno.

Él aminoró la marcha de los caballos para pasar por un trecho complicado por culpa de un enorme carretón.

—Algunos otros de Londres son algo demasiado otros, Diablilla.

—¿Como los habitantes de Seven Dials, por ejemplo? —dijo ella para demostrar que sabía algo del mundo.

Él la miró ceñudo.

—¿Y qué sabes tú de un lugar como ese?

—Rondo por ahí por las noches. —Al ver su expresión se rió —. No, claro que no. Cuidado con ese niño.

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Él volvió la atención a los caballos y los refrenó para que un rapazuelo atravesara corriendo la calzada.

—Contigo nunca se sabe —dijo.

—Creo que me gusta eso.

—Pues no debería.

—No seas soso. Pero me sorprende lo cerca que está esa guarida de ladrones de las calles Oxford y Bond. De hecho, a menos de una milla de aquí.

—¿Y cómo sabes eso?

—Por un libro.

—Dios nos asista. ¿Qué tipo de libro?

—Una guía para conocer la maldad de Londres. —Al ver su cara alarmada, volvió a reírse—. Es una guía de los placeres educativos de Londres para la damita, que me regaló mi madrina, la esposa del obispo. Totalmente respetable.

—No, si menciona Seven Dials —dijo él, casi en un gemido.

—Sólo para advertir a las damitas de que se mantengan alejadas del peligro. Esas advertencias son extraordinariamente útiles.

Él volvió a mirarla, pero ya estaba compartiendo su diversión. Sus ojos sonrientes eran tan del antiguo Dare que ella sintió deseos de bajar de un salto y ponerse a bailar.

—No te preocupes —dijo—. No siento ni la más mínima tentación de explorar ese lugar. Pero sí me atrae otra aventura peligrosa. —Puesto que él no le preguntó qué, añadió—: Un baile de máscaras público.

—No —dijo él, haciendo virar a los caballos para entrar en Hyde Park Lane.

Mara exhaló un suspiro, pero no insistió, aun cuando él sería el acompañante perfecto para esa aventura. Se divertiría con ella, la mantendría a salvo y no se sobrepasaría.

A salvo. Después de esa noche, «a salvo» no era la expresión correcta. Le confiaría su vida, pero el roce de su cuerpo con el suyo en ese momento le hacía bajar un hormigueo por toda la columna, e incluso los ágiles movimientos de sus manos con las riendas le parecían una maravilla.

¿Dare?

Desvió la mirada y centró la atención en el enorme parque. Al estar en la orilla de Londres limitaba con el campo. A esa hora en que no iba nadie de la sociedad elegante sólo se veía a unos cuantos transeúntes y algunos niños con sus niñeras.

—Esto es precioso —comentó, gozando del verdor del follaje y del suave ruido de los cascos de los caballos en el sendero de tierra, tan diferente al que hacían sobre los adoquines —. Es ilógico desear estar en la ciudad cuando se está en el campo y suspirar por el campo cuando se está en la ciudad.

—Sin duda por eso los de altos vuelos migran entre los dos.

—¿Volar alto desde el nido del campo al terreno de emparejamiento de la ciudad? —sugirió ella, disfrutando de esa fantasía.

—Menudos cotorreos, aleteos y resoplidos de las plumas finas.

Se miraron sonriendo ante la imagen, pero ella dijo:

—Supongo que nosotros haremos lo mismo también.

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—Yo no tengo nido en el campo —dijo él —, ni percha en la ciudad, si es por eso.

Ella se sorprendió. Siempre había supuesto que era rico. Pero claro, era el hijo menor.

—¿No tienes ninguna propiedad?

—Unas cuantas. Todas alquiladas a plazo indefinido. Ninguna me atrae lo bastante para echarlos.

No estaba apegado a Somerset, notó ella.

—Pero algún día vas a necesitar una casa.

—Es probable que vuelva a alquilar habitaciones en Londres.

—¿Por eso estás en Londres ahora? ¿Para buscar un hogar?

—No, sólo para cambiar de paisaje. Y para darle el gusto a mi madre. Suspira por verme «en el mundo», como dice ella. Que vuelva a ser mi antiguo yo.

Dijo eso en tono irónico, y ella agradeció que estuviera atento a guiar a los caballos para pasar cerca de unos niños que estaban jugando con una cometa, porque si no habría notado la punzada de culpabilidad que sintió. ¿No era eso lo que hacía ella, intentar restablecer al antiguo Dare?

Algo andaba mal. El necesitaba a sus amigos.

—Simon no tardará en estar aquí —dijo, y entonces cayó en la cuenta de que había hablado siguiendo la línea de sus pensamientos, no de la conversación.

Él detuvo el coche y dijo:

—Ojalá hubiera ido con él.

—¿Con Simon? ¿A Canadá?

Entonces comprendió. Si Dare hubiera ido con Simon, no habría estado en Waterloo, no habría resultado herido, y no sería adicto al opio.

—No tiene sentido pensar en los podría —dijo, y al instante hizo un mal gesto—. Perdona, eso ha sido horriblemente sermoneador.

—Pero cierto. No ha sido un suspiro de anhelo sino sólo una reflexión. Soy un ejemplo perfecto de que no hay que lanzarse a lo que entusiasma sin pensarlo debidamente.

—Ahora el sermoneador eres tú. Te dije que he aprendido la lección. De ahora en adelante me voy a portar con absoluta corrección.

Él no pareció ni escéptico ni divertido. Las cosas no iban como ella había esperado. Tal vez Simon tenía razón en cuanto a la fragilidad de Dare. Empezaba a pensar que su intención de entrometerse era como intentar lanzar a lo lejos una preciosa burbuja de cristal.

—Me voy a portar bien —dijo —, pero deseo conocer a más Pícaros. Sólo te conozco a ti. Y a Simon, claro.

Los caballos se movieron y ella tuvo que cogerse del brazo de él para sujetarse.

Él ordenó al mozo que fuera a ponerse a la cabeza del tiro y ella casi sintió que le advertía que no lo tocara. Retiró la mano y la puso en la falda.

—Eso no será difícil —dijo él entonces —. Los parlamentarios están aquí para cumplir su deber.

—Sir Stephen Ball. He leído algunos de sus discursos en los diarios. ¿Quién más?

—Los nobles. El conde de Charrington...

—Lee.

—El vizconde Middlethorpe.

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—Francis.

—Simon te ha aburrido hablándote de todos nosotros, ¿eh? ¿Lord Amleigh?

—Con.

—Sí, pero aún no ha llegado. Su hijita estuvo enferma.

—Nada grave, espero.

—Ya está recuperada, tengo entendido. Mara contó con los dedos enguantados.

—Contigo y Simon van seis. ¿Dónde están los otros cuatro?

—Ninguno de ellos es miembro del Parlamento, pero Hal se encuentra en la ciudad. Está casado con la actriz Blanche Hardcastle. Miles está en Irlanda, supongo, y Lucien en su casa de campo, pero vendrá a pasar una parte de la temporada. Nicholas detesta absolutamente Londres, pero sospecho que también vendrá pronto.

—¿Por qué?

Él la miró.

—Porque yo estoy aquí y él me hace de madre.

—Eso a mí no me parece propio del rey de los Pícaros. Nicholas Delaney era el que formó la Compañía de los Pícaros en su primer año en Harrow, y siempre había sido el jefe, aun cuando muchos de los otros eran superiores a él en rango social. La sorprendía que siguiera tomándose en serio ese papel cuando ya todos eran adultos.

—¿Te molesta su preocupación por ti? —preguntó.

—No.

—Espero conocerlo. Espero conocer a todos los Pícaros.

—Simon te hará las presentaciones.

—O tú —soltó ella antes de pensar, y sintió arder las mejillas —. Es decir, si por algún motivo Simon no pudiera venir.

—No sé si eso estaría acorde con las reglas.

—¿Tenéis reglas?

—Más que reglas tenemos un juramento de sangre. Déjame ver si lo recuerdo. —Enderezó la espalda y echó atrás la cabeza, pensando—. «Por este juramento me comprometo a servir a este noble grupo, a defender a cada uno y a todos, individualmente y como grupo, de todo agravio malicioso, y a no cesar jamás en mi esfuerzo de castigar con horrible venganza a cualquiera que pudiera dañar a uno de mis compañeros.»

—¡Qué fascinante! ¿Qué ocurriría si alguno faltara al juramento?

—«Si fuera perjuro —recitó él en tono solemne, y ella vio un asomo del antiguo Dare —, o si revelara a cualquier persona los secretos de este grupo, sería achicharrado en aceite hirviendo, devorado por gusanos o se le infligirían otros tormentos tan horribles que no se pueden mencionar.» Teníamos trece años por aquel entonces —añadió sonriendo.

—Lo encuentro deliciosamente terrorífico, para helar la sangre. ¿Dijiste juramento de sangre?

—Nos hicimos un corte en la mano con un cortaplumas.

—¿Todavía tienes la cicatriz?

Él se quitó el guante de piel y le enseñó una pequeña cicatriz blanca en la yema del pulgar. Pero ella vio otras cicatrices más recientes. Por primera vez se fijó en que el dedo medio le había

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quedado ligeramente torcido al curar. Habían entrado en asuntos más oscuros, por lo que se apresuró a preguntar:

—¿Y cuáles son los secretos?

Él se puso el guante, cogió las riendas y puso en marcha a los caballos.

—No supondrás que te los voy a revelar, con esas amenazas.

—Yo creo que no hay ningún secreto.

—Eso en sí sería un secreto, ¿no?

—¡Hombre infame! ¿Y cuáles son esos tormentos tan horribles que no se pueden mencionar?

—Falta de imaginación escolar. Que el tiempo ya ha corregido. Esa sí fue una pregunta estúpida, estúpida, pensó ella. Miró alrededor buscando un escape.

—Ojalá hubiera estado aquí el catorce para las celebraciones de de la victoria. Recuerdo que le supliqué a mi padre que nos trajera, pero claro, él detesta Londres.

—Las «prematuras» celebraciones de la victoria —enmendó él —. El incendio de la pagoda de la victoria fue probablemente un presagio, si alguien le hubiera prestado atención.

¿Por qué todo giraba en torno a Waterloo? Mara estaba buscando algo que decir cuando la sobresaltaron unos gritos:

—¡Papá! ¡Papá!

Dos niños venían corriendo hacia el faetón, dejando atrás a sus alarmadas niñeras. Por instinto ella alargó la mano hacia las riendas, pero el mozo ya había saltado del coche para detener a los niños, y entonces Dare frenó a los caballos.

Todo estaba muy tranquilo, pero ella comprendió que había reaccionado así porque él tardó más o menos un segundo en hacerlo.

—¿Sabes manejarlos? —le preguntó él, muy pálido.

—Sí.

Él le pasó las riendas, bajó de un salto y se acercó hasta los niños. Hincando una rodilla ante ellos les dijo algo, tal vez los reprendió. Pasado sólo un momento ya no quedaba ni asomo de aflicción o molestia, y la niñita de pelo negro y el niño de pelo castaño estaban pendientes de él y hablando alegremente.

Mara casi no podía respirar por la opresión de dolor que sentía en el pecho.

¿Papá?

El mozo ya estaba a la cabeza de los caballos sujetándolos y ella clavada en el asiento, pues no podía bajar sin ayuda. Pero la altura le ofrecía una interesante perspectiva.

Las dos niñeras se habían alejado un poco y estaban mirando sonrientes. Los niños trataban a Dare como si fuera el sol y las estrellas, y aunque él se hallaba de espaldas a ella, percibía que sentía lo mismo por ellos.

¿Papá?

¿Cómo era posible que no supiera que Dare estaba casado? Le retorcería el pescuezo a Simon cuando lo viera.

No. Eso era una tontería. Seguro que Simon se lo habría dicho a toda la familia. Y aunque la niñita podría tener sólo unos cuatro años, el niño debía de tener cinco o seis. Habría sido

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concebido cuando Dare tenía unos veinte y entraba y salía de Brideswell todo el tiempo. Entonces cayó. Hijastros.

Se había casado hacía poco con una viuda que tenía hijos. ¡Claro, eso era! La viuda belga que le salvó la vida. Volvió a sentir el dolor, porque él ya estaba fuera de su alcance antes de que ella se diera cuenta de que lo deseaba.

Dare se giró a mirarla y ella vio la felicidad en su cara, radiante como la luz del sol. Tenía que intentar sentirse feliz por él.

Él corrió hacia el coche.

—Perdona que te haya abandonado. ¿Quieres bajar a conocer a los niños?

Ella se obligó a sonreír.

—Sí, por favor.

Con la ayuda de él hizo dignamente su descenso y caminó hacia los niños, que, era evidente, no veían con gusto su llegada. Eran curiosamente distintos para ser hermanos. El niño, robusto y de pelo castaño, se podría considerar feo, pero la niñita, de cara acorazonada, enormes ojos y rizos negros, era preciosa.

—Mara —dijo Dare—, permíteme que te presente a Delphie y Pierre. Niños, ella es mi amiga, lady Mara Saint Bride.

—Encantada de conoceros, Delphie, Pierre.

Los niños la saludaron, todavía sin sonreír, ella con una reverencia perfecta, él con una venia. Pero entonces Pierre ladeó la cabeza y dijo con fuerte acento francés:

—Nuestro tío Simon se apellida Saint Bride.

O sea, que Simon conocía a la familia de Dare. Lo mataría, decididamente.

—Es mi hermano —dijo, sonriendo. Los dos niños se relajaron.

—Ah, bon! —dijo Delphie—. Me gusta muchísimo su sombrero, madame.

—No piensa en otra cosa que en la ropa, señora —se quejó el niño.

Mara dejó a un lado la rabia.

—¿Y en qué piensas tú, Pierre? ¿En caballos?

—Oui, y en armas, madame. Cuando sea grande seré soldado. O tal vez oficial de marina. —Sin parar para respirar, dijo a Dare—: Me gustaría mucho tener un barco de juguete, papá.

—Tal vez —contestó este, pero en un tono que sugería que vendría un barco de juguete —. Yo tenía uno espléndido cuando era niño. No sé qué se habrá hecho de él.

—¿Podría estar en la casa Yeovil, papá? ¿Podríamos buscarlo?

¿Los niños vivían con él? Pues claro, cómo no; eran sus hijastros.

Pero esa noche ella había estado en la casa, incluso en el dormitorio de Dare. Aunque era posible que su esposa tuviera dormitorio propio, no lograba encajar las cosas.

Ansiaba disipar su confusión con unas cuantas preguntas, pero esa era una situación para la que no conocía ningún protocolo. Un contacto en la falda la impulsó a mirar hacia abajo. Delphie estaba pasando los dedos por la trencilla de seda que adornaba la delantera del vestido.

—C'est joli.

—Merci beaucoup.

Brillaron los grandes ojos de la niña.

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—Vous parlez français, madame! Papa, il le parle avec nous, et Janine aussi, mais toutes les

autres, c'est anglais, anglais, anglais.

La niña continuó parloteando y Mara agradeció haber tenido una profesora de francés, aun cuando había considerado una pérdida de tiempo esas clases, dado que la mayor parte de su vida había sido imposible viajar a Francia, por el bloqueo de la guerra.

Entonces Delphie reclamó la atención de su padre y los dos niños lo instaron a caminar hasta el Serpentine para ver algo. Él la miró como para pedirle permiso, y sonriendo ella los acompañó. Él tenía dicha en su vida y ella debería estar contenta por eso.

Pierre apuntó hacia un velero de juguete especialmente bello, que navegaba por el lago a toda vela. Delphie se dedicó a ahuyentar patos y luego se detuvo a recoger ranúnculos y margaritas. Era un momento familiar idílico, y Mara se sintió como una intrusa.

La niñita volvió hasta ellos y le ofreció la mitad de las flores a Dare y la otra mitad a ella. Dare se pasó las suyas por el ojal, como haría cualquier buen padre; Mara lo hizo por un bucle de trencilla en el corpiño.

Delphie la miró fijamente.

—Ahora mi papá está bien —dijo en francés.

—Eso espero.

—No se va a morir.

—Nooo, claro que no.

La niña asintió como si se hubiera establecido una verdad, y volvió a su recogida de flores. Lógicamente la niña ya conocía a Dare cuando estuvo mortalmente enfermo, pensó Mara. Tragándose las lágrimas sonrió y deseó volver corriendo a casa para dar rienda suelta a su pena.

Al final, Dare la llevó de vuelta al faetón. A ella no le cabía duda de que él habría preferido quedarse junto al lago con los niños, y si hubiera tenido una manera de volver sola a casa, le habría permitido que se quedara.

—Son encantadores —comentó, cuando el coche ya se había puesto en marcha.

—Cuando no son diablillos —dijo él sonriéndole, invitándola a divertirse por el apodo.

Ella intentó corresponderle la sonrisa.

—Son belgas, supongo.

—Es posible. Eso no está claro.

—¿No está claro?

Él la miró.

—¿No te lo ha dicho Simon? Son los hijos de la mujer que me cuidó después de lo de Waterloo.

—Eso me imaginé, pero supongo que ella sabe qué nacionalidad tienen.

El tono le salió mordaz por muchos motivos, y no el menos importante era que los niños se veían tan distintos que lo más probable es que fueran de diferentes padres.

—Si lo sabía, ya no puede decirlo. Murió.

—Oh, Dare, cuánto lo siento.

Pero no lo sentía. Era como si de repente hubiera aparecido el sol por entre negros nubarrones.

—¿Lo sientes? O sea, que Simon no te ha contado nada, ¿verdad?

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—Pensé que debiste casarte con ella. Por gratitud. Aunque sólo le veía el perfil vio que se le tensaba la boca.

—No.

De repente ella sintió miedo de meter la pata.

—Pero los niños te llaman papá.

—Se acostumbraron a llamarme así, y seré su papá, a no ser que alguien demuestre que tiene más derechos que yo. —Como si se sintiera obligado, añadió—: Han vivido cosas muy desagradables.

—La muerte de su madre.

Él no contestó, así que ella intentó interpretar su expresión. Estaba mirando fijamente el camino, aun cuando no era necesario. Circulaban muy pocos vehículos, y los caballos se veían muy tranquilos. Extraordinariamente calmados para ser animales tan fogosos, comprendió. ¿Tal vez los criados de Saint Raven los habían ejercitado para calmarlos antes de confiárselos a Dare? Era un excelente cochero antes de Waterloo.

Algo andaba terriblemente mal.

—¿Qué tipo de mujer era? —preguntó.

—Malvada —dijo él; luego movió la cabeza y añadió—: Lo siento, no puedo hablar de eso en este momento.

Mara se miró las manos enguantadas. Había algo oscuro, misterioso, y para ella ya era esencial saber la verdad. Su reacción cuando pensó que Dare estaba casado fue como descorrer una cortina, revelándole una verdad.

Deseaba casarse con Dare.

Eso tendría que significar que lo amaba, pero sus emociones eran tan tumultuosas que no podía darles ese dulce nombre, amor. Él era de ella. Para bien o para mal, en la riqueza o la pobreza, hasta que la muerte los separara. No le extrañaba que algunos hombres hubieran raptado a mujeres a lo largo de los siglos. Si ella pudiera, montaría a Dare a la grupa y se lo llevaría consigo.

Tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse ante esa imagen. Ella no era ni Ellen ni Lonchivar. Y más importante aún, no había ningún motivo para que ella y Dare no pudieran cortejar y casarse.

Una repentina alegría la impulsó a girarse hacia él, pero su cara tensa le recordó que no todo estaba bien. No dijo nada. Tenía tiempo, y necesitaba saber más.

De todos modos, cuando Dare frenó a los caballos delante de la puerta de la casa de Ella, se sintió como si él se fuera alejando, alejando de ella, como si fuera a conducir el coche hasta salir de su vida para entrar en la tristeza y oscuridad que lo rondaba. Nunca había sido dada a ese tipo de fantasías, pero percibía un oscuro drama.

—¿Qué haremos mañana? —le preguntó alegremente—. Prometiste entretenerme.

—¿Como un mono amaestrado? —dijo él, y si sonrió, fue una sonrisa muy torcida.

—Con un gorro rojo con borlas —convino ella—, bailando al son de un organillo. Me han dicho que en el teatro Adelphi actúan monos amaestrados.

El mozo ya estaba junto a las cabezas de los caballos, así que él se bajó y dio la vuelta para ayudarla a bajar, diciendo:

—Te has pasado, Diablilla.

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Mara se sintió desmoralizada, pero no estaba dispuesta a renunciar. Cuando ya se encontró firme en el suelo dijo:

—Si no al teatro, ¿tal vez a ver los corchos de monsieur Dubourg?

Eso al menos le captó el interés a él.

—¿Qué diablos son?

—Maquetas de antigüedades, todas hechas de corcho. Dicen que son espléndidas.

—¿Corchos? —preguntó él, dudoso.

—Por favor.

Creyó que iba a negarse, pero entonces dijo:

—Muy bien.

Ella tuvo que dominarse para no soltar el aliento en un soplido.

—¿Mañana? ¿A las diez? —Sin darle tiempo para echarse atrás, añadió—: ¡Gracias!

Y le plantó un beso en la mejilla, tal como el que le dio la pequeña Delphie.

Pero ella no era la pequeña Delphie, y segurísimo que él no miró tan sorprendido a la niñita. Obsequiándolo con otra radiante sonrisa, escapó, no fuera a hacer otra estupidez más. Una vez que entró en la casa, subió corriendo a mirarlo desde su ventana. El faetón estaba desapareciendo de la plaza así que sólo vio un atisbo de Dare.

Pero ese atisbo le bastó para ver que ya no iba conduciendo el faetón.

No se había equivocado en su impresión. Él había empezado a sentirse mal. Podría ser sencillamente un dolor de cabeza. ¿Tendría dolores de cabeza debido a la herida que había recibido? Pero sospechaba que tenía algo que ver con el opio. No estaba libre de la droga. No estaba bien.

Le había parecido de lo más sensato intentar inducir a Dare a salir de su caparazón, pero el asunto era mucho más complejo de lo que se había imaginado. Ese hombre tenía un gran problema y ella ya se sentía inextricablemente unida a él.

Con el corazón acelerado por algo más que la carrera por la escalera, escribió su nombre en el trozo de vaho producido por su aliento en el cristal de la ventana.

«Dare.»

Lord Darius Debenham. Lady Darius Debenham. Ese sería su título de casada: lady Dare.

Había instado a Simon a venir a Londres y deseaba que ya hubiera llegado, para que le explicara las cosas y la aconsejara. Aunque su llegada lo cambiaría todo, claro. Dare ya no estaría aislado y ella no tendría ningún pretexto para acosarlo pidiéndole salidas.

Se apartó de la ventana quitándose las horquillas que le sujetaban el sombrero. Deseaba estar sola con Dare todos los días y agitar una varita mágica que lo restableciera. Pero tomándolo todo en cuenta, tenía que esperar que su hermano viniera a Londres a toda prisa.

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Dare se estremeció de alivio por no estar ya a cargo de esos excelentes purasangre, pero eso contaba como otro fracaso.

Tal vez no del todo, porque los había conducido y sobrevivido, pero ¿dónde estaba el placer que había sentido en otro tiempo al conducir, a toda velocidad, incluso en carreras de tílburis? Pensándolo bien, ¿dónde estaba su tílburi, fabricado según sus especificaciones? Guardado en algún lugar de Long Chart, seguro. Esmeradamente fuera de su vista.

Durante un año sus padres lo habían creído muerto, pero no habían tocado ninguna de sus posesiones. Muchas veces pesaba sobre él el sentimiento de culpa por la aflicción que les había causado, y se preguntaba si habría podido volver antes.

Cuando se recuperó de las heridas lo suficiente para escapar, el opio y la falta de alimento ya lo tenían debilitado, como había sido la intención de Thérèse.

De todos modos, su prisión más férrea eran los niños. Escapar con ellos le había parecido un reto imposible, aunque le había resultado impensable dejarlos con ella para que aguantaran su venganza.

Pero había otra posibilidad: que el opio le hubiera agotado la capacidad de idear y llevar a cabo un plan. Tal vez debería haber comprendido antes lo que ocurría; tal vez podría haber rechazado la droga o haber simulado que se la tomaba.

¿Cómo, soportando los espasmos, el dolor, los sudores y temblores? Pero ahora debía enfrentar esos horrores que se cernían sobre él cada día si quería liberarse alguna vez.

No cerró los ojos porque eso le empeoraba la sensación de movimiento del vehículo. Hubiera ido a pie hasta su casa si no supiera lo frágil que era su autodominio. Sentía bajar un sudor frío por la espalda; sentía las entrañas como si se le estremecieran y pronto podrían comenzar a castañetearle los dientes. No debería sentirse tan mal todavía. Al parecer las emociones le empeoraban los síntomas.

Pasaron por delante de una botica y sintió un tirón casi físico hacia ella, hacia el alivio que sólo costaba unos pocos peniques.

—Riggs.

—¿Sí, milord?

—No te detengas por ningún motivo ni bajo ninguna circunstancia hasta que lleguemos a casa.

—Muy bien, milord.

Los criados lo sabían. Todos lo sabían, lo que le daban ganas de vomitar, sin que la bestia le formara nudos en el interior. A veces pensaba que no tenía ni el más mínimo de vida privada, que no le quedaba ni un ápice de dignidad. Había días, y en especial noches, en que la muerte lo llamaba. Pero no podía abandonar a los niños ni causar ese sufrimiento a su familia.

Otra vez.

Viviría y se liberaría, pero ojalá el camino no fuera tan condenadamente doloroso.

Cuando llegaron a la casa se fue derecho a su habitación. Salter lo observó con ojos tranquilos y serios.

—Nada fuera de lugar —dijo, intentando sonreír, aunque tal vez una repentina contracción le convirtió la sonrisa en una mueca—. No sé qué me pasa. No debería sentirme así todavía. —

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Entonces añadió —: Anoche tomé una dosis extra. ¿Será ese el problema? ¿He estropeado el proceso?

Ay, Dios, no podía comenzar otra vez de cero. Eso tenía que ser una tontería. Una dosis extra no podía estropearlo todo. Pero los demonios que vivían en su mente saltaron a susurrarle: «¿Qué sentido tiene? Nunca podrás liberarte. Renuncia ya. Toma lo que necesitas para sentirte a gusto. Vive con nosotros».

—Siéntese, señor —dijo Salter.

Lo condujo hasta un sillón, pero él se levantó de un salto.

—Las varas.

Normalmente sólo hacían eso por la noche, pero Dare se dirigió resueltamente al salón de baile, quitándose la chaqueta y el chaleco por el camino. Cuando llegaron al salón se quitó las botas y cogió una de las varas que llevaba Salter, haciendo caso omiso de los escalofríos, temblores y deseos de vomitar. Lucharía con los demonios hasta la muerte.

Practicó solo hasta que Salter terminó de quitarse la ropa, y entonces atacó.

Ese era su mayor alivio, su consuelo, su salvación en los peores momentos: luchar, sudar, no pensar en nada aparte de la acción y reacción.

Boxear no. Había algo en el boxeo que le repugnaba, sobre todo cuando sangraban. La esgrima era un deporte demasiado delicado, refinado. En cambio, el antiquísimo arte de la barra era agotador y terrenal, y exigía una intensa concentración.

Centró todos sus sentidos en las varas, hasta que lo distrajo un movimiento a su lado.

Feng Ruyuan.

La vara de Salter lo golpeó fuerte en el muslo e hizo un gesto de dolor y enseguida se giró e hizo una reverencia, con las manos juntas. Qué hacía ahí su maestro taoísta, deslizándose tan silencioso como la niebla. Su hora era la noche.

A Ruyuan lo había encontrado Nicholas Delaney, la persona que al parecer entendía su lucha mejor que nadie. Muchas veces pensaba que tal vez en algún lugar, durante sus viajes, Nicholas había probado la droga y tenido que escapar de sus dulces garras.

Alto y callado, Ruyuan había traído consigo muchas técnicas, entre ellas el masaje para relajar el cuerpo torturado y hierbas para aliviar los peores síntomas. Principalmente había traído el arte preciso y físico que lo abrasaba las noches insomnes y actuaba a modo de masaje para su chillona mente. No aprobaba la lucha con varas, pero no la prohibía.

—Estás afligido —dijo Ruyuan, en voz dulce y baja, como siempre, pronunciando con un fuerte acento pero las palabras claras.

—Demasiadas cosas fuera de lo normal —contestó Dare.

—Has venido a Londres para cosas fuera de lo normal, ¿verdad?

—Algunas lo son tanto que conmocionan.

Su reacción a Mara Saint Bride, por ejemplo.

—Esas cosas hacen más difícil el camino, pero es mediante las dificultades que nos hacemos fuertes.

—Entonces debería ser un maldito Hércules.

Ruyuan sonrió.

—Pero eres Darius. Eres digno de tu nombre.

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Siempre había sabido que le pusieron ese nombre por el rey persa; pero hasta que Ruyuan se lo dijo no sabía que significaba «fuerte».

—No soy fuerte. Tiemblo por la bestia.

—Pero no estás acurrucado ni gimiendo. Ni peleando con Salter para cogerla.

Dare emitió una corta risita.

—No ganaría.

—Yo creo que podrías ganar. Ahora eres tu único guardián.

Dare hizo una honda inspiración.

—Me aterras.

Ruyuan volvió a sonreír, como diciendo: «¿Para qué estoy aquí si no es para eso?»

—Ya ha pasado tu hora —dijo, desaprobador.

Esas palabras resonaron en él como si fuera la cuerda de un arpa. Se había pasado la hora para su dosis de mediodía, y su régimen decía que debía tomarla, tal como no debía tomarla antes de esa hora.

—Tal vez pueda pasar sin ella —dijo, y sintió cómo todo él chillaba una negación, aparte de una pequeñísima parte más fuerte.

—Ese no es el camino.

—¿Por qué no? ¿No es ese el cáliz de oro? El momento en que pueda rechazar a la bestia y sobrevivir. ¿Por qué no ahora? ¿Hoy?

—El rechazo impetuoso es tan débil como la sumisión impetuosa.

Diciendo eso Ruyuan hizo una inclinación y se alejó, con pasos tranquilos y silenciosos que no dejaban ver su pasmosa potencia física.

—¿Qué significa eso? —se quejó Dare, moviendo inquieto la vara—. ¿Por qué tengo que seguir el camino? El objetivo es que me libere del opio, pero cuando digo que deseo hacerlo, él dice que no me está permitido. ¿Qué sentido tiene eso? ¿Por qué no puedo, si lo deseo? Soy un lord, puedo hacer lo que quiera.

Se interrumpió al sentir la mano de Salter en el brazo. Condenación, estaba parloteando. Un rato más y estaría vomitando todo lo que se le pasara por la cabeza, con el cerebro vibrando junto con todo el resto de él.

—Vamos, venga a comer, señor —dijo Salter, y lo llevó de vuelta al dormitorio, donde lo esperaba un plato con jamón frío, pan y frutas.

A él no le apetecía comer eso. A veces sentía ansias de comer, pero no alimentos normales como esos. Deseaba comer encurtidos, y una vez se comió tres limones, con piel y todo. Por lo general no sentía apetito por nada.

Pero comer también formaba parte de la disciplina, de las reglas que había traído Ruyuan, que lo iban llevando hacia su objetivo. Debía tomar su dosis de opio exactamente a la hora; debía comer antes de tomarla, para amortiguar su efecto inmediato y enlentecer su absorción. Debía comerse todo lo que tenía delante.

Se obligó a comer todo lo que contenía el plato y después contempló el vaso de líquido oscuro que Salter le colocó delante. Trató de convencerse de que lo iba a tomar porque era la regla. Pero si Salter intentara retirar el vaso, igual podría matarlo. Condenación. Le temblaba la mano.

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El legado venenoso de Thérèse Bellaire, pensó, cogiendo el vaso. Lo que detestaba por encima de todo, pero sin lo cual no podía vivir. Se bebió todo el amargo líquido. Durante unas horas el mundo le parecería sereno, sin conflictos, sin dolor, sin sufrimiento de ningún tipo. Y le resultaría difícil abandonar esa ilusión.

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A la mañana siguiente Mara despertó temprano, con el único pensamiento de que pronto volvería a ver a Dare. ¿Quién se habría imaginado que una visita a la exposición de maquetas de corcho brillaría como la salida del sol?

Para impedirse pensar en Dare toda la mañana, le escribió una carta a una amiga, aunque la encontraba falsa porque no podía decirle nada acerca de él. Todavía no al menos. Ya no estaba en edad de confesar amores impetuosos.

¿Impetuosos?

Se quedó un momento mirando el espacio. En realidad, lo sentía predestinado, como si su falta de interés en sus pretendientes se hubiera debido a que ya estaba comprometida con él. Se imaginaba clarísimamente su boda en la iglesia de Monkton Saint Brides. Veía a sus amistades y familiares allí.

Entró Ruth con el agua para lavarse.

—Hace buen tiempo otra vez, milady. ¿Qué se va a poner?

—Voy a volver a salir con lord Darius. Iremos a pie a la exposición de corchos. —Hizo un repaso mental de sus vestidos de paseo y descartó lo práctico en favor de lo bonito—. Me pondré el verde Nilo con volantes en la orilla y el capote bronce.

Ruth frunció los labios como si deseara que se pusiera un hábito de monja, pero no protestó.

Cuando ya estaba vestida, fue a ver a Ella otra vez y jugó un rato con la pequeña Amy, pensando por primera vez en tener sus propios hijos. Hijos de Dare. Cuando lo anunciaron fue corriendo a su habitación a ponerse los guantes, el capote y la papalina, pero bajó la escalera con esmerada dignidad.

Se detuvo al verlo, para asimilar la emoción especial que le vino por saber que era su amado. Cuando se cogió del brazo que él le ofreció, ese simple acto la excitó como un beso. Logró darle los buenos días con mucha dignidad, pero cuando salieron al día nublado no pudo dejar de parlotear.

—Espero que esto sea interesante, pero tengo poca fe. Es corcho después de todo.

—He visto ingeniosas maquetas hechas con papel, yeso e incluso hueso —dijo él.

—Recuerdo que nuestra institutriz nos ponía a todos a hacer un paisaje egipcio con pirámides de papel maché. También usábamos muchísima arena. Nos pasábamos semanas limpiándonos de arena la ropa y las alfombras.

—Me lo imagino. ¿Tomabais las clases juntos?

—La mayor parte del tiempo. Aunque finalmente Benji se fue al colegio, claro. —Deseó cortarse el cuello; él se moriría de aburrimiento con esa conversación tan sosa—. ¿A qué edad fuiste al colegio? —probó.

—Tuve preceptores hasta que me fui a Harrow a los trece.

—¿Te fastidió marcharte de casa?

—Nooo. Era una aventura.

Consiguió que él le contara historias de los Pícaros, incluso algunas sobre Simon que este le había ocultado. Cuando llegaron a la exposición en Lower Grosvenor Street ella ya estaba bastante más centrada y podía pensar derecho.

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La casa era como cualquier otra casa, pero una vez que Dare pagó la entrada los hicieron pasar a una inmensa sala en la parte de atrás, bien iluminada por ventanas muy altas que casi tocaban el cielo raso. En las mesas adosadas a las paredes se exhibían monumentos antiguos en miniatura, pero en el centro de la sala estaba la reproducción principal.

—Ah, caramba —exclamó Mara acercándose a una escarpada roca coronada por las ruinas de un templo. Por la roca bajaba un hilillo de agua que formaba un pequeño estanque en la base—. No me extraña que esto sea tan famoso. Si no fuera por la escala tan pequeña, podría ser real.

—Está hecho muy ingeniosamente —convino Dare.

—¿De veras es todo de corcho?

Deseando alargar la mano para tocarlo, miró alrededor. Sólo había otros seis visitantes, pero vio que un guía ya venía caminando hacia ellos.

—Pues sí, señora —contestó el hombre—. Monsieur Dubourg descubrió, por pura casualidad, que por su textura y color el corcho es ideal para hacer representaciones de estructuras antiguas.

El hombre continuó hablando y ella se limitó a mirar, maravillándose de la impresión de realidad que daba la maqueta. De pronto se hizo el silencio y entonces vio que Dare le había dado una moneda al guía y que este se marchaba en dirección a otra pareja.

—Casi espero ver salir gente del templo en cualquier momento —comentó—, pero me da igual que no lo hagan.

—Tal vez porque es una ruina. Suponemos que las ruinas están desiertas.

Ella lo miró.

—¿Has visto ruinas reales? ¿En Grecia, quiero decir?

—No, pero algún día las veré.

¿Pensaba viajar? No lograba imaginarse llevando una vida así con él. Los Saint Bride de Brideswell se quedaban cerca de casa. Eso estaba en su naturaleza.

—¿A qué otro lugar te gustaría ir? —preguntó, rogando que su preocupación no fuera visible.

—Ahora toda Europa está abierta al viajero. ¿No te gustaría viajar?

—Viajes cortos, quizá —dijo ella, sin añadir lo esencial: «contigo».

—Creo que a pesar de ser una Saint Bride de Brideswell serías una viajera entusiasta.

—En otro tiempo tú estabas lleno de entusiasmo, Dare. Él miró la maqueta.

—Como ese templo en otro tiempo estaba entero y lleno de fieles. Venga, vamos a admirar la Tumba de Virgilio.

—Nada de tumbas —dijo ella firmemente—. Según mi guía, hay una maqueta del Vesubio que hace erupción y todo. Me gustaría saber dónde está.

Dare movió la cabeza y llamó al guía.

—Desde luego, señor, señora. Está ahí en esa parte acortinada, para mantenerla en la oscuridad, pero sólo hace erupción a ciertas horas.

—Qué práctico —comentó Dare—. Ojalá algunas personas fueran así.

Le brillaban los ojos, y Mara se sintió como si en su interior fuera a haber una erupción. Se sumergió en el entusiasmo, adrede.

—Deseo verlo explotar, Dare.

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—Ya lo creo que tú lo deseas, aunque reconozco que yo también. Me parece que la oscuridad natural es más apropiada que unas cortinas. ¿Podría traerte esta noche?

—¡Sí! No. Porras, no puedo. Vamos a ir al teatro, por fin. Al Covent Garden. Al estreno de una obra titulada The Lady's Choice

1. Pero debemos ver esto pronto. ¿Me lo prometes? Y no vengas sin mí.

—Lo prometo. Yo tengo casi todo mi tiempo libre, así que fija tú el día.

—Como una boda —dijo ella, y deseó estrangularse—. Ah, mira, ¡pirámides! —Lo llevó hacia una de las mesas laterales —. Son más pequeñas que las que hacíamos en casa, pero mucho más creíbles.

Contemplaron las pirámides y luego pasaron junto a un anfiteatro y un obelisco. Esas maquetas eran muy pequeñas, pero extraordinariamente realistas.

—El Templo de las Sibilas en Tívoli —leyó ella en la siguiente placa—¿Qué es una sibila?

—¿Un oráculo?

—No pueden ser lo mismo.

—Tal vez una sibila es un tipo de oráculo, o un oráculo es un tipo de sibila. Tal como una picaruela es un tipo de damita, pero no todas las damitas son pícamelas.

Ella arrugó la nariz.

—Esta picaruela sabe algo de una sibila.

—¿Qué?

—Una de ellas, no recuerdo cuál, tenía doce libros de profecías. Se las ofreció a un rey, no recuerdo cuál...

—No eras una alumna atenta.

—¿Tú lo eras?

—No.

Él seguía sonriendo, así que ella continuó para divertirlo:

—Esta sibila le ofreció sus libros al rey por un enorme precio. Él intentó regatear, de modo que ella quemó tres y le ofreció los nueve restantes al mismo precio. Puesto que él se negó a pagar, quemó otros tres. Cuando él cedió sólo quedaban tres libros y tuvo que pagar el primer precio. Me gusta esa sibila.

—No me cabe duda. Pero piensa en toda esa sabiduría perdida.

—Eso fue culpa del rey, por ser tan tacaño. Tal vez pensó que una mujer se doblegaría a sus exigencias.

—Uno diría que un rey tendría más sabiduría.

—¿Por qué?

Él se rió.

—Excelente pregunta, sobre todo dado que el nuestro está loco. ¿Qué tenemos ahí? La Gruta de Egeria. ¿Quién era Egeria? Necesitamos a Nicholas o a Lucien.

—¿Sí? —dijo Mara, encantada por esa risa.

El la miró.

1 The Lady's Chotee: La elección de la dama. (N. de la T.)

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—Nicholas Delaney y Lucien, lord Arden.

—Eso lo sé. ¿Por qué los necesitamos aquí?

—Nicholas tiene mente de urraca y Lucien, no se lo digas jamás a nadie, fue un extraordinario estudioso.

—Sobrecogedor —exclamó ella avanzando hasta una especie de plaza medieval.

Reapareció el guía al lado de ellos.

—¡Ah, Verona! El lugar de la conmovedora historia de los desventurados amantes. Esa es la maqueta de la casa de Julieta, la Casa di Giulietta. Ese es el verdadero nombre en italiano, señora —explicó amablemente—. Y aquí tiene el balcón al que se asomaba Julieta para ser admirada por el signor Romeo. Al lado está su tumba...

—Nada de tumbas —dijo Dare firmemente, haciendo avanzar a Mara—. Con el pelo del Negro Ademar sería fatal alentar un amor trágico.

—Soy una Saint Bride de Brideswell —protestó ella, riendo —. Incapaz de un amor trágico.

—...el Coliseo, donde se arrojaba a las fieras salvajes a los mártires cristianos —estaba recitando el guía, muy resuelto.

—¿Y te puedes imaginar a la familia Saint Bride en una enemistad mortal con alguien? —preguntó Mara.

—En el caso de Simon, sí.

Acto seguido le dio las gracias al frustrado guía y lo despidió con otra moneda.

—Va a hacer una fortuna fastidiándonos —comentó Mara—. Yo creo que a Simon se le ha agotado esa especie de furor, y Jancy es la personificación de un tranquilo pragmatismo.

—Por lo tanto, un matrimonio perfecto. Mara se olvidó de las antigüedades.

—¿Los opuestos forman una pareja ideal? Ella y George son muy parecidos, también Rupert y Mary, y mis padres...

—Pero ninguno de ellos tiene el pelo del Negro Ademar.

—¿Cuál sería mi opuesto, entonces?

—Aburrido.

—Creo que eso es un cumplido.

—Supongo que muchos desean un cónyuge aburrido. —Se giró hacia las maquetas —. Presta atención a las ruinas.

—El Partenón —dijo ella, contemplando el famoso templo—. A mi padre le gustaría esto, ¿sabes? Detesta viajar, pero le interesan las antigüedades. Cree que hay una especie de templo antiguo debajo de Brideswell, pero no se le ocurre ninguna manera de explorar para encontrarlo.

—No me sorprendería.

Al captar su tono ella lo miró.

—¿Por qué?

—Hay algo especial en ese lugar.

—La casa es una mezcolanza laberíntica.

—No me refiero a Brideswell propiamente dicho, aunque sí tiene un algo de magia, sino a todo, la casa, la iglesia, el pueblo. Está construido dentro del terreno del antiguo monasterio. Si se erigió

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sobre suelo pagano, eso explicaría por qué se siente... bien —terminó, visiblemente insatisfecho con la palabra.

A Mara se le había acelerado el corazón.

—Siempre serías bienvenido ahí, Dare. Te consideramos uno de la familia.

¿Te gustaría vivir ahí? Cásate conmigo y así podrás hacerlo. Mi padre ya construyó un ala para

Rupert y Mary. Nos construiría una para nosotros.

Pero él estaba mirando el resto de la sala.

—A Pierre podría gustarle esto. En especial el volcán.

Mara dejó pasar el momento. Habría otras ocasiones.

—Los niños son niños —dijo—, y les gustan las explosiones ruidosas.

Él le sonrió.

—Me parece recordar a una dama expresando entusiasmo.

Ella arrugó la nariz.

—Como has dicho, es el pelo.

Pasaron de largo por las últimas maquetas y salieron de la casa. Mara miró las nubes y rogó que no lloviera. La lluvia no les mojaría el ánimo, pero tendrían que volver a casa a toda prisa.

—¿Un recuerdo para su dama, señor?

La voz áspera con que hizo el reclamo atrajo la atención de Mara hacia la mujer que vendía reproducciones de las maquetas. Tenía una en la mano para tentar a Dare. Su dama, pensó, disfrutando de la expresión mientras caminaban hacia ella.

Las reproducciones eran de hechura tosca, pero aun así cogió una del volcán.

—Me gustaría saber si este hace erupción. Se podría llenar con pólvora.

—No —dijo Dare firmemente, quitándoselo de las manos—, pero a Pierre podría gustarle y no tendría esas ideas.

La compró, y compró la Casa di Giulietta para Delphie.

—La vas a estimular hacia el amor trágico —bromeó Mara.

Él cogió una Tumba de Julieta.

—Para ti, como advertencia en contra del amor rebelde.

Mara protestó por sus palabras, pero aceptó el paquete encantada. ¡Su primer regalo de Dare! Se giraron para caminar la corta distancia hasta la casa de Ella, pero ella no soportaba que acabara esa excursión.

—¿Te importaría si pasáramos por la librería de la próxima calle? No nos desvía mucho del camino, y ahí me espera un ejemplar de Tales of Fancy

2 de Sarah Burney.

—No será sobre boxeo, supongo.

—Fantasía, no «la fantasía». No sé cómo puede alguien encontrar diversión en ver a dos hombres golpeándose con los puños.

—Los hombres somos seres viles. ¿De qué va esta fantasía?

—De cosas imaginarias. En este caso, un naufragio.

—Lo que es muy real, por desgracia.

2 Tales of Fancy: Cuentos de fantasía. Llamaban The Fancy al boxeo. (N. de la T.)

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—En este naufragio —continuó ella cuando doblaron la esquina—, una dama y su hija quedan desamparadas en una isla, igual que Robinson Crusoe.

—¿Con un hombre llamado Viernes?

—En la forma de un refinado caballero inglés, también superviviente del naufragio. Él curvó los labios.

—Decididamente una cosa imaginaria.

—¿Qué? ¿Un refinado caballero inglés? —Sus ojos risueños se encontraron con los de él: un momento perfecto —. Debe ser una obra de aventuras. Y muy conmovedora.

—Eso diría yo.

—Dare, tienes malos pensamientos.

—Mara, los hombres siempre tenemos malos pensamientos.

—Las mujeres también —dijo ella, haciéndole un guiño.

Él arqueó las cejas y se apresuró a hacerla entrar en la librería. Llegó el librero corriendo a hacer sus reverencias y no tardó en presentarles Tales of Fancy en tres volúmenes, con las páginas ya cortadas, y le entregó el paquete a Dare.

—Puesto que yo llevo una carga muy pesada —dijo Mara—, creo que miraré los estantes a ver si hay algo más.

Dare la siguió, protestando:

—¿Tres volúmenes no te van a tener ocupada un mes por lo menos?

—Llevo una vida muy sosegada en la casa de Ella. —Lo miró de reojo—. Menos cuando me rescata un gallardo héroe.

—Simon llegará pronto.

—Un hermano no puede ser jamás un gallardo héroe para su hermana.

—Pero cuando llegue, ¿no te mudarás a la casa Marlowe para estar con él y Jancy?

—Sí, y seguro que entonces la vida será más animada, sobre todo porque probablemente habrá Pícaros.

—Lo que parece como si dijeras «habrá ratas».

Ella se echó a reír.

—Será una plaga. —Miró las estanterías —. Ah, mira. —Cogió uno en cuatro volúmenes titulado Husband Hunters!!!

3 —Tres signos de exclamación. Muy prometedor, ¿no te parece?

—De excesos, sobre todo siendo de una escritora llamada Amelia Beauclerc. ¿Y ese? Barozzi, or

the Venetian Sorceress4.

Escrito por una simple Catherine Smith. Un nombre tan vulgar ¿no presagia un libro vulgar?

—Mara, ¿cómo puede ser vulgar algo sobre una hechicera veneciana?

—Te sorprendería —dijo ella en tono sombrío—. Hay novelistas, ¿te lo puedes creer?, que inventan los placeres más tentadores sólo para usarlos de vehículo para pías homilías. Eso debería ser ilegal.

3 Husband Hunters: Cazadoras de marido. (N. de la T.)

4 Barozzi, or the Venetian Sorceress: Barozzi o la hechicera veneciana. (N. de la T.)

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—Te prometo que si entro en el Parlamento me encargaré de eso. Se me ocurre que tú deberías escribir novelas.

Ella lo miró sorprendida.

—¿Yo? Ya me cuesta escribir cartas.

—Pero tienes el nombre adecuado. ¿No te imaginas viendo publicada la novela El cadáver

cautivo del Castillo Cruel, por Ademara Saint Bride?

—Buen Dios, sí. Pero ¿cómo puede estar cautivo un cadáver?

—Estamos hablando de fantasía. El cadáver es de una persona hechizada, por un ensalmo, o por una poción, como Julieta.

—¿Encerrada hasta que su héroe logre encontrarla? Qué fascinante.

—Entonces escríbela.

Ella simuló un teatral estremecimiento y lo miró agitando las estañas.

—Tú podrías escribirlo, queridísimo Dare, y yo te prestaría mi nombre.

—Simon me mataría de un disparo. Venga, vamos, aquí tienes literatura suficiente hasta el día del juicio final.

—Sobre todo si escribo novelas al mismo tiempo. Acordó con el librero que enviaría la factura a la casa de Ella, y Dare pagó para que le llevaran los libros también, aunque Mara protestó diciendo que eso era hurtarle el cuerpo a su deber. Salieron de la librería muy animados.

—¿Cuál será el nombre de mi heroína? —preguntó ella, para continuar la diversión.

—Bellissima. Bellissima Magnifico.

—No, no, la heroína debe ser una dama corriente con un nombre normal como... Anne.

—¿Anne Brown?

—Muy soso.

—¿Anne Orange?

—¡Para! —exclamó ella, pero lo adoraba así en ese ánimo travieso.

—Anne White, entonces. El color blanco es convenientemente virginal. Supongo que es virgen.

Mara rogó que no le subiera el rubor a la cara.

—Por supuesto. Escrito con y griega para hacerlo elegante.

—¿Vyrgen?

—¡Whyte! ¿Y el nombre del héroe es...?

—¿Puede tener un nombre glorioso?

—Mientras no sea Glorioso. ¿Qué te parece Tristan?

—Saint Raven nos estrangularía a los dos.

Se detuvieron a esperar que un barrendero librara la calzada de unas bostas de caballo para cruzar.

—¿Ese es el nombre de pila del duque de Saint Raven?

—Sí —contestó Dare, lanzándole una moneda al muchacho.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo conozco desde que éramos niños. ¿Qué otro nombre te atrae?

—Darius.

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13° de la Serie Compañía de los Pícaros (Bribones)

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—Entonces yo tendría que estrangularte a ti.

—Escribir novelas es mucho más difícil de lo que parece —se quejó Mara cuando reanudaron la marcha—. Necesitamos un nombre noble. Regio, incluso.

—Ethelred.

—¿Como Ethelred el Tardo5? ¡No!

—Halfacanuto entonces —propuso él, nombrando a otro antiguo rey.

—Un Canuto entero o nada, señor.

—Ya lo tienes, entonces. Tu héroe es Canuto. Canuto Ornotto-canuto, el duque de Dawlish perdido. Siempre hay herederos de algo perdidos, ¿verdad?

Mara ya no podía hablar de risa.

—Eres tremendo.

Eres el antiguo Dare.

—Te reto —dijo él, como si le hubiera adivinado el pensamiento.

—¿A hacer qué?

—A escribir una novela empleando esos nombres.

—Si lo consigo, ¿qué prenda pagarás tú?

—¿Tengo que escribir una novela?

—En pentámetros yámbicos.

Él hizo una mueca.

—Sería una obra muy corta. —Pasado un momento de caminar en silencio, recitó—: «Canuto Ornotto-canuto, duque de Dawlish perdido / criado como porquerizo y por tanto algo pobretón...»

—Esos versos sólo tienen cuatro pies. Los pentámetros yámbicos exigen cinco.

—Hay un pie silencioso, como la u muda de guitarra. Espera, espera, tengo más: «Conoció a la pura Anne Whyte, lo que lo impulsó a combatir / y al combate se lanzó, con ademán triunfal».

Mara se echó a reír.

—Esos pies no tienen ningún ritmo, y no hay ni rastro de un cadáver cautivo ni de un castillo. Tómatelo en serio.

—¿Por qué?

Excelente pregunta. Mara se sintió como si pudiera flotar sobre ese elevado ánimo.

—Muy bien —dijo Dare exhalando un teatral suspiro —. ¿Quién es nuestro villano? Es de suponer que ha envenenado a la pobre Anne y la tiene encerrada en una mazmorra.

—Vestida con su traje de novia —sugirió ella.

—Sí que tienden a ser así, ¿verdad? Entonces, ¿el villano?

—El señor del castillo, por supuesto. El barón Bane.

Se detuvieron para dejar pasar a una diligencia llena.

—Muy bien —dijo él, cuando reanudaron la marcha—. Salvaje Bane, el barón Cruel.

—¿No es algo brutal ese nombre?

—Acabemos con las sutilezas. Probablemente es bizco y tiene llagas purulentas.

5 Ethelred the Unready, en castellano Etelredo el Tardo o el Lento. He preferido dejar el nombre en inglés. (N. de la T.)

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—Nadie le pone el nombre de Salvaje a un bebé —dijo ella—. ¿Qué tal Caspar? Es un nombre real, pero tiene un cierto sonido salvaje. Caspar el Cruel desea a la virtuosa Anne Whyte, inocente doncella de la aldea. Ella es la amada de Canuto Ornotto-canuto, ¡ese apellido sí es ridículo!, que está intentando recuperar su título.

—Que, lógicamente, le ha robado Caspar, su malvado tío.

—Que cree que mató a Canuto cuando era un bebé...

—... pero que fue salvado y llevado lejos por una honrada ayudanta de cocina...

—... llamada Ethel la Lista.

—Estupendo —aprobó Dare—. ¿Y Canuto fue criado por unos conejos en el bosque?

—¿Conejos?

—Conejos. Eso explica su naturaleza tímida.

—No podemos tener un héroe tímido —protestó ella.

—Tiene que serlo, si no, ¿cómo permite que continué esa tiranía?

—¿No sabe la verdad?

—¿Cree que de verdad es un conejo? —dijo él.

Pero ya se le estaba apagando la chispa.

—No sabe que es el duque. ¿Cómo se entera?

—Lo encuentra una sibila y se lo dice.

Pero ya se le había apagado esa chispa de divertida inventiva, así que hablaron de las novelas que les habían gustado. Cuando llegaron a la casa de Ella, Mara ya llevaba la mayor parte de la conversación, y deseaba acribillarlo a preguntas.

¿Sigues siendo adicto al opio? ¿Cómo te afecta eso? ¿Cuánto tomas? ¿Serás capaz de dejarlo?

¿Qué puedo hacer yo para ayudarte?

Pero cuando el lacayo abrió la puerta, se limitó a despedirse alegremente.

Ya estaba dentro de la casa cuando cayó en la cuenta de que se había olvidado de comprometerlo para otra salida. Subió corriendo a su dormitorio y le escribió una nota. Primero le agradeció la visita a la exposición de maquetas de corcho, y luego añadió que sentía el urgente deseo de ver la Torre de Londres. Era cierto que deseaba ver ese lugar tan famoso en la historia de Inglaterra por los muchos acontecimientos ocurridos ahí, pero la eligió por otro motivo. La Torre estaba a gran distancia de Mayfair y sería necesario un largo trayecto en coche para ir y volver. Serían horas en que estarían juntos para inventar más tonterías y para que ella pudiera enterarse de más cosas acerca de su situación.

Terminada la nota estuvo un momento mordisqueando la punta de la pluma; finalmente la mojó en tinta y firmó: «La famosa novelista Ademara Saint Bride. Observarás que he escrito Saint y no St., porque los nombres adquieren importancia letra a letra».

Cuando estaban almorzando recibió la respuesta; Dare aceptaba la expedición y firmaba: «El infame Todareornottodare Debenham».

Le leyó la nota a Ella, que se rió divertida, sobre todo al imaginársela escribiendo un libro, pero también pareció molesta o incómoda por algo.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

—Nada. Sólo que me parece que estáis intimando mucho.

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—Sólo es Dare —protestó Mara, consciente de que mentía.

Ella movió de aquí allá un trozo de pan.

—He sabido que tiene a unos niños en su casa.

—Son los hijos de la viuda belga que cuidó de él. La mujer murió. Delphie no es mucho mayor que Amy. Tal vez podría gustarles jugar juntas.

—No se van a ver con frecuencia, ¿verdad?

—¿Por qué no?

—La casa Yeovil está a bastante distancia de aquí.

Mara vio que su hermana fruncía los labios y sintió un ramalazo de ira.

—Tú no quieres que Amy juegue con Delphie.

Ella se ruborizó.

—¡Francamente, Mara! Pero ¿sabe alguien de quién es la niña?

—Es hija adoptiva de Dare.

—Lo único que sé es que hay un misterio en torno a esos niños. Por lo que me han dicho, no parecen ser del mismo padre, y la propia viuda belga ya era un enigma. —Frunció aún más los labios —. Probablemente fuera su amante.

—Si lo fue, eso ya está pasado, y la pobre mujer murió. Sus hijos...

Ella se colocó una mano en el abdomen.

—De verdad, no debo alterarme en un periodo como este, Mara. Eso crea bebés irritables; ya sabes que es así. El mundo está lleno de críos abandonados, en situaciones muchísimo más desagradables. Si deseas hacer buenas obras, ayúdame a coser ropa para el Orfanato Charing Cross.

Eso era una penitencia, pero Mara aceptó, y se pasó la tarde haciendo dobladillos. En esa calmante actividad Ella se relajó, y conversaron de cosas intrascendentes. Mara no volvió a sacar el tema de los niños. Cuando llegó la hora de salir para ir al Covent Garden, todo era paz y armonía entre ellas, así que podría disfrutar de la experiencia.

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Esa sería la primera vez que Mara entraría en un teatro de Londres, y agradeció la oportunidad para ponerse uno de sus vestidos más bonitos. Eligió el de satén marfil estampado con flores del campo. Le sentaba muy bien, y el corpiño escotado combinado con el corsé para el traje de noche hacía maravillas en sus pechos. Deseó que Dare la viera así.

—Dese prisa, señorita Mara —la urgió Ruth—. La estarán esperando.

Mara se apresuró a elegir un collar de perlas y flores sencillas para el pelo. Mientras Ruth le ponía la capa de terciopelo verde, miró la Tumba de Julieta que había puesto en la mesilla de noche; después bajó corriendo a reunirse con Ella y George.

Cuando se acercaban al Covent Garden se encontraron con una larga hilera de coches y el coche tuvo que aminorar la marcha a un paso de tortuga, pero la animación que había en la calle y mirar a la gente que iba a pie ya era en sí un espectáculo. Vendedores ambulantes voceaban ofreciendo frutas y flores, y vio cómo un pilludo robaba un pañuelo.

Cuando por fin se detuvo el coche delante de la puerta del teatro, bajaron, entraron en el vestíbulo, donde se les unieron dos hermanos que llevaban el desafortunado apellido Scilly, y subieron en dirección al palco. El reverendo Scilly resultó ser el párroco de una próspera parroquia londinense y se veía muy satisfecho de sí mismo. El capitán Scilly, de rasgos angulosos, se veía agriado porque la paz lo había dejado sin un barco a su mando. Los dos eran solteros y la miraron con demasiado interés, pero a ella no le preocupó, sabía manejar esas situaciones.

Subió la escalera del brazo del reverendo, sin prestar mucha atención a su conversación, nerviosa como estaba por el momento en que vería el interior del teatro, que, según se decía, era el más elegante del mundo.

Cuando entró en el palco, se detuvo, suspirando de satisfacción. Las cuatro filas de asientos se elevaban en dorada magnificencia, sus ocupantes iluminados por la brillante luz de gas. Se mecían las plumas, se agitaban los abanicos y destellaban las joyas.

—Qué tonta insulsa soy —comentó sin mucha preocupación cuando se sentó al lado de Ella en la primera fila—. Traigo abanico pero no plumas. Simples flores en el pelo y sólo perlas. Nada de brillo.

El reverendo Scilly se inclinó hacia ella.

—Es usted la perfección en recato virginal, lady Mara.

Mara y Ella se miraron y estuvieron a punto de echarse a reír.

—¡Perfección, reverendo! —logró decir Mara—. Qué delicioso.

Lo verdaderamente delicioso era la atención que estaba recibiendo. Incluso algunos caballeros levantaban sus monóculos para observarla, el elogio supremo, aunque, claro, ella simulaba no darse cuenta.

Un movimiento en la platea le captó la atención y miró, suponiendo que era otro admirador. Y lo era, pero uno nada grato.

¡Berkstead!

Ahí estaba, de pie, mirándola, atrayendo la atención de las personas que lo rodeaban. Acribillada por tantas miradas, se sintió furiosa. Frunció el ceño, para hacerle llegar el mensaje de que desistiera. Pero él se llevó la mano derecha al corazón y se inclinó en una venia.

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Desvió la mirada, pero sintió arder las mejillas. Al parecer, nadie de su palco se había fijado; tal vez la gran mayoría del público no se había enterado. Pero qué intolerable. ¿Y si ese sinvergüenza tenía la desfachatez de subir a su palco? Era bastante amigo de George.

Aprovechando que seguía entrando público observó disimuladamente a su importuno pretendiente. Ya se había sentado y no estaba mirando, así que tal vez se hubiera acabado tanta tontería.

Venía bien dispuesta a disfrutar de la obra, pero lo cierto es que le estaba resultando una triste decepción. El título le había parecido muy prometedor, ya que se trataba de un compromiso clandestino, pero le recordaba la queja que hizo a Dare sobre las novelas destinadas a enseñar. Habían escrito la obra para dar una lección, en este caso, la de que una dama debe ceder a su padre la elección de marido. Era de esperar que más adelante se animara con una rebelión, aun-que no tenía muchas esperanzas.

En el intermedio se desentendieron de las bailarinas que aparecieron en el escenario y salieron del palco para pasearse por la elegante galería. Esta vez Mara se cogió del brazo del capitán Scilly, para repartir sus favores.

—No está mal la obra, ¿eh? —dijo él—. Limpia de percebes.

Mara lo miró sorprendida.

—¿Percebes, capitán?

—En buen estado, lady Mara. En condiciones de navegar. Con el casco bien carenado.

Mara reprimió la risa con gran dificultad.

—Supongo que no hará agua, capitán Scilly. ¿Va al teatro con frecuencia?

—De vez en cuando, de vez en cuando, lady Mara, ya que estoy clavado en tierra firme sin esperanzas de acción. —Pero ¿no desearía otra guerra, capitán?

—Jamás —declaró él, pero en un tono no del todo convincente.

—¿Tal vez una noble misión, como la campaña en Berbería? Tal como pretendía ella, él se lanzó a explicar su papel en esa empresa, que obligó a los piratas bereberes a liberar a los cristianos que tenían esclavizados. Pero él redujo la fascinante misión a gavias, cabos y bordadas.

Ella hacía los comentarios apropiados, pero dejando vagar los ojos. En Lincoln estaría rodeada por amistades y parientes, pero ahí no conocía a nadie. Su mirada se detuvo en la parte posterior de la cabeza de un hombre, que le pareció conocida. ¿Dare?

Se le aceleró el corazón. Era él. Estaba conversando con dos parejas elegantes. ¿Pícaros?

Prestando sólo la atención suficiente a la mar gruesa, las descargas de baterías y los avances a sotavento, dirigió suavemente la marcha hacia Dare, intentando adivinar cuáles de los Pícaros serían aquellos dos.

El rubio delgado parecía muy inteligente. ¿Sir Stephen Ball? ¿Nicholas Delaney? ¿O el estudioso Lucien, marqués de Arden? No, este era deportista por excelencia.

El moreno de aspecto manso. Francis, pensó, lord Middlethorpe; sí, por eliminación, estuvo segura.

Cuando estaban a unos pocos palmos de su objetivo, alguien se acercó a saludar al capitán Scilly, por lo que ella se giró y se encontró en el grupo de un tal capitán Macken y su esposa. Al encuentro siguió una conversación sobre asuntos navales. Mara mantuvo la sonrisa, haciendo

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rechinar los dientes. No podía alejarse sin más, así que le envió silenciosos mensajes a Dare rogándole que viniera a rescatarla.

¡Y él vino!

—Lady Mara, espero que estés disfrutando de la obra. Ella se giró a mirarlo, y no le costó nada esbozar su más radiante sonrisa.

—Algunas partes —dijo, y añadió—: Las partecitas sin percebes. Él arqueó la cejas, interrogante, pero también le miró los pechos y se quedó quieto y callado un momento. Entonces presentó a sus acompañantes.

No se había equivocado en cuanto a Francis, y el rubio era sir Stephen Ball, miembro del Parlamento. Pícaros, ¡por fin! Aunque su principal emoción se la produjo la reacción de Dare ante el escote de su vestido.

Se hizo general la conversación y ella aprovechó para observar a las esposas de los Pícaros. Lady Ball era una verdadera beldad, de abundante y lustroso pelo moreno ondulado y unos ojos luminosos e inteligentes. Recordó que durante su primer matrimonio había sido una celebridad.

Lady Middlethorpe no era exactamente una beldad, pero su apariencia era extraordinaria: su piel blanquísima, sus ojos profundos semi-entornados y el vivo color rojizo de su pelo daban una impresión a la que sólo se le ocurría llamar «seductora».

Lógicamente, los caballeros del mar estaban fascinados; en ese momento, el capitán Scilly no hubiera sido capaz de virar una gavia ni aunque en ello le hubiera ido la vida.

De pronto lady Ball la miró y dijo:

—Serena y yo tenemos programada una búsqueda el sábado. Nos han hablado de un fabuloso emporio de sedas orientales situado en la frontera del Londres respetable y queremos encontrarlo.

—Con escolta —dijo lord Middlethorpe firmemente.

—Por supuesto, cariño —contestó lady Middlethorpe—. Sabes que no me gustan nada los riesgos.

—A diferencia de Mara —intervino Dare.

Mara lo miró dolida. Y él añadió alegremente:

—Todo el mundo sabe que los Saint Bride con pelo del diablo nacen para ser desmadrados.

Lord Middlethorpe se echó a reír.

—Buen Dios, sí. Las cosas que ha hecho Simon. Sólo le faltaba iniciar una guerra en Canadá.

—El no la inició —protestó Mara.

—Yo no lo aseguraría. De hecho participó en incursiones con un grupo llamado Green Tigers.

—No tenía otra opción que defender de los ataques el territorio británico.

—Pero no bien llega de vuelta a Inglaterra que se sublevan las masas en Spa Fields.

Era evidente que lord Middlethorpe hablaba en broma, así que Mara se sintió como si estuviera con viejos amigos.

—Simon no tuvo nada que ver con eso —dijo —. La revuelta la originó el desempleo y las leyes del trigo, que son responsabilidad vuestra, miembros del Parlamento. —Al instante se tapó la boca—. No me lo puedo creer. ¡He sacado el tema de la política!

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Todos se rieron, incluso Dare, que volvía a parecer el de antes. Así era como debía estar, riendo con sus amigos.

Se encontraron sus ojos y se sostuvieron la mirada durante un momento extraordinario, y ella supo que con esa mirada le había comunicado sus pensamientos. Él entornó los párpados y se giró a decirle algo a lady Ball, justo cuando la campanilla anunció el siguiente acto.

Rápidamente Mara se informó de los detalles de la excursión para el sábado en busca de sedas y volvió a su palco, aunque deseando poder ir con Dare.

Pero ¿desearía él su compañía? Estaba segura de que había dejado hablar a su corazón por los ojos, y que había cortado la conexión adrede.

Se sentó tratando de contener las lágrimas. Durante años había coqueteado y tenido superficiales escarceos amorosos, pero nunca había intentado ocultar sus sentimientos. Nunca le había importado.

Ay, Dios, ¿acaso le estaba haciendo a Dare lo que Berkstead le hacía a ella? Decidió no volverlo a mirar el resto de la noche.

En el segundo intermedio expresó el deseo de quedarse a mirar la actuación de unos perros amaestrados. Y en el tercero y último, su hermana decidió quedarse a escuchar algo que parecía un pío monólogo, y ella sencillamente no pudo soportarlo. Estaría mejor fuera. Los hermanos Scilly insistieron en acompañarla, pero conversaban entre ellos por encima de su cabeza, y las únicas personas que se les unieron fueron los Macken y un tal reverendo Forbes, seco como polvo.

Vio a Dare a cierta distancia, pero se atuvo a su decisión. Aunque, eso sí, rogó que él se le acercara otra vez. Pero no lo hizo, aun cuando ella vio que la había visto.

Al sonido de la campanilla volvió al palco sintiéndose tan trágica como para ver Romeo y Julieta. Decidió quedarse fuera de la puerta un momento para serenarse.

—Por favor, caballeros, entrad, entrad sin mí.

Una vaga petición femenina que los hombres nunca discutían. Los dos entraron en el palco y ella se pasó las manos por el vestido, nerviosa y deprimida. No era otra cosa que un fastidio para Dare. No podría soportarlo.

Pero consiguió esbozar una sonrisa, y estaba girándose hacia la puerta abierta cuando llegó hasta ella un lacayo del teatro.

—¿Lady Mara Saint Bride? —preguntó, enseñándole un papel doblado con aspecto de envoltorio.

Ella lo cogió, sorprendida. Era un envoltorio delgado, tieso, con sólo su nombre escrito. La orquesta anunció el comienzo del último acto, así que lo ocultó en la mano y bajó a ocupar su asiento.

¿Sería una nota de Dare?

¿Diciéndole que dejara de perseguirlo?

No soportó esperar. Cuando se reanudó la obra, desdobló el papel haciendo el menor ruido posible y lo miró, agradeciendo que hubiera una pequeña lámpara encendida en el palco.

El papel en blanco envolvía la hoja impresa con el reparto de la obra y un naipe, la reina de corazones.

Reprimió una risita nerviosa. Ese mensaje podría ser tremendamente romántico, pero no le daba esa sensación. Lo encontraba raro. Entonces se fijó en que el título, The Lady's Choice, estaba

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destacado con una línea negra alrededor, y en el margen aparecía escrito: «Que tu elección sea el perdón, reina mía».

¿Perdonar qué? ¿Dare le pedía perdón por no hacer caso de ella? El opio podía hacer cosas raras en la mente, pero no deseaba creer que le hubiera enviado eso.

Le vino una repentina sospecha y miró hacia la platea. El comandante Berkstead estaba mirándola otra vez, tratando de captar su atención.

Frunciendo el ceño, negó con la cabeza. Él juntó las manos en señal de súplica. ¡El irritante bufón!

Deseó enviarle un mordaz mensaje arrojando el naipe a la platea, roto en trocitos, pero seguro que más de alguien se fijaría. Se limitó a doblar en dos ambos papeles y los metió en su ridículo.

Lo único que podía hacer era no hacer caso de ese maldito, pero se sentía amenazada. Lo había considerado un bufón, pero la asustó la intensidad que vio en sus ojos.

Por primera vez en su vida se sentía amenazada por un hombre. Eso era una tontería. Berkstead no deseaba hacerle daño, sólo quería casarse con ella, pero qué podría hacer para conseguir su propósito: causarle interminables problemas, avergonzarla con sus atenciones o, peor aún, revelar su escapada con él. En esa ocasión había intentado obligarla a casarse mediante un escándalo.

Se estremeció. Si el honor no lo refrenaba, seguro que el miedo sí. Tendría que saber que Simon o Dare lo retarían a duelo por eso. De todos modos, la reputación de ella quedaría destrozada.

Mantuvo fijos los ojos en el escenario, aunque no estaba atenta y le resbalaron los llantos de arrepentimiento seguidos por un cuadro increíble de felicidad doméstica. Después de la obra representaron una farsa acerca de unos criados y la típica confusión de identidades, que le habría gustado más si no hubiera estado tan molesta y preocupada.

En ningún momento volvió a mirar en dirección a Berkstead, hasta que se levantaron para salir. Entonces lo hizo con disimulo para ver qué hacía. Afortunadamente, su asiento ya estaba desocupado y el público se dirigía a empujones y codazos hacia las puertas. De buena se había librado.

Respiró aliviada mientras caminaban por la galería y bajaban la escalera; incluso se las arregló para hacer comentarios inteligentes acerca de la obra. Miraba atenta por si veía a Dare, no podía evitarlo, pero fue mejor que no lo viera. Estaba tan disgustada que igual habría hecho algo estúpido.

Qué noche tan desgraciada había resultado ser.

Y empeoró. Cuando por fin llegaron al pie de la escalera, se les acercó el comandante Berkstead.

—Sir George, lady Verney, lady Mara, fabulosa obra, ¿no les parece?

Mara deseó matarlo, pero con eso armaría el escándalo que tenía que evitar.

Pero ya estaba harta, así que una vez que estuvieron en el coche dijo:

—Lo siento si esto os hace difíciles las cosas, George, Ella, pero debo pediros que no se me obligue a encontrarme con lord Berkstead otra vez.

—Buen Dios, ¿por qué? —preguntó George—. Me parece un hombre bastante formal.

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—Ha concebido una loca pasión por mí, y no hay manera de disuadirlo, no acepta un no. Esta noche me ha estado mirando de una manera muy desagradable.

—Demonios —masculló George, más irritado que consternado.

—¿Estás segura, Mara? —le preguntó Ella—. Solemos recibir su visita de vez en cuando.

A Mara se le ocurrió la posibilidad de enseñarles el mensaje y el naipe, pero claro, no podía. A eso le seguirían muchas preguntas.

—Y debéis continuar recibiéndolo —dijo —. Por favor. No os pido que cambiéis vuestras costumbres. Sólo deseo que no me emparejéis con él otra vez, en la cena por ejemplo, ni en salidas en coche. No estaré mucho tiempo más con vosotros. Cuando lleguen Simon y Jancy me trasladaré a la casa Marlowe.

—Muy bien, muy bien —dijo George, con cara de desear que se borraran de la faz de la Tierra las mujeres con todas sus manías.

Mara esperaba haber repelido un ataque, pero seguía sintiéndose amenazada, como si algún día él le pudiera saltar encima y llevársela. Qué tontería. Protegida por las normas sociales y una gran familia amorosa, estaba tan segura como las joyas de la Corona.

Cuando llegó a su dormitorio y arrojó al fuego el envoltorio de Berkstead ya se había convencido de que él no representaba ningún peligro real. Pero eso le dejó la cabeza libre para angustiarse por Dare. ¿De veras lo fastidiaba como Berkstead la fastidiaba a ella?

Cuando salió Ruth contempló la Tumba de Julieta. ¿Eso también habría sido una advertencia? ¿No le dijo algo sobre el amor rebelde? Ojalá no hubiera ido a ese antro de juego.

Pero claro, si no hubiera ido no habría tenido esa maravillosa experiencia íntima con Dare; no habría tomado verdadera conciencia de que él estaba en Londres. No habría disfrutado de esos momentos con él, y tal vez no habría comprendido lo que significaba para ella.

Ese hombre era el único.

De repente se sintió como si estuviera sobre un peligroso risco, azotada por el viento, a un pelo del desastre. Dare era realmente el único hombre para ella. El único al que podía amar.

El único capaz de despertarla a la pasión con un simple contacto, incluso con una mirada. Él «tenía» que corresponderle el amor.

A causa de todo eso esa noche durmió mal y poco, y cuando Ruth la despertó recordándole que iba a ir a la Torre pensó si no debería cancelar la salida.

No. No podría soportarlo y, además, ella no era Berkstead. No había hecho nada tan estúpido como enviarle a Dare bochornosas protestas de amor.

Recordó la animada conversación sobre Anne Whyte y Canuto Ornotto-canuto. No podía ser que él la encontrara una pelma o un fastidio, y sí que era capaz de hacerlo reír.

Nuevamente eligió el vestido rojo. Mientras Ruth se lo abrochaba a la espalda recordó la sensación de tener a Dare detrás de ella, abrochándole el vestido y hablándole. De pechos. Recordó cómo se los había mirado esa noche en el teatro. Se imaginó que estaban solos y él, mirándola intensamente, bajaba la cara para besarla en los labios.

—¡Deje de moverse, señorita Mara!

Mara se obligó a calmarse, deseando que el vivo rubor que le hacía arder las mejillas no le llegara a la espalda.

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Cuando bajó, no pudo evitar escrutarle la cara a Dare para ver si detectaba renuencia. No la vio, así que dejó de lado sus tontos temores y se cogió de su brazo para salir. Esperaba ver el faetón otra vez, pero se encontró ante un coche cerrado.

Se detuvo, porque viajar en un coche cerrado con un caballero no era del todo correcto.

—Ya me encargué de que George no pusiera objeciones —dijo él—. En realidad, su comentario fue que ni tú podrías hacer travesuras en un trayecto por Londres.

—Yo podría tomarme eso como un reto —replicó ella, dirigiéndose al coche.

—Y yo ruego que te comportes.

Ella se acomodó en el asiento de brocado carmesí.

—Me gusta bastante la idea de ser una dama peligrosa.

Él se rió y se sentó frente a ella. Mara habría preferido que lo hiciera a su lado, pero así podría disfrutar mirándolo y de todos modos estaban deliciosamente cerca en ese reducido espacio.

—¿Por qué vamos en un coche cerrado? —preguntó cuando el coche se puso en marcha.

—Vamos a pasar por algunos de los barrios más problemáticos de Londres.

—Eso lo encuentro prometedor.

Él movió la cabeza, aunque seguía con su expresión de diversión. Esa era la finalidad de ella, divertirlo. Animarlo y alegrarlo.

—¿Y de quién es este vehículo tan elegante? No me parece que brocado carmesí y reluciente nogal sea el estilo de un duque libertino.

—¿Y qué sabes tú de un duque libertino?

—Bastante menos de lo que me gustaría.

—Tututut —musitó él, pero se estaba divirtiendo—. El coche es de mi madre, y por lo tanto no está acostumbrado a este tipo de conversación.

—Lo dudo. ¿Cuánto tiempo nos llevará llegar a la Torre?

—Una hora por lo menos.

Lo dijo en tono de disculpa, pero a ella le encantó. Una hora a solas con él.

—Debemos decidir qué partes de la Torre ver —dijo, sacando su guía del ridículo y abriéndola—. Tenemos la Torre Sangrienta, la Puerta del Traidor, las Joyas de la Corona, el Arsenal...

—Eso es lo que mejor recuerdo de mi última visita. Montones de armas.

—Típico de un hombre.

—Sé amable. Era sólo un muchacho. También me gustaron los leones y los tigres.

Ella le sonrió.

—Muy bien. Visitaremos el arsenal y la casa de fieras, pero después seguiremos los pasos de la historia. Guillermo el Conquistador, los pobres príncipes asesinados. Lady Jane Grey y la princesa Isabel.

—Un recorrido algo horripilante.

—La historia está llena de cosas de esas, ¿no?

—¿Tripas y cartílagos ensangrentados?

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—Espantosas tragedias —dijo ella—. Al menos la princesa Isabel sobrevivió para ser una de nuestros grandes monarcas. Sólo piensa en la Armada.

—Derrotada por una tormenta, que no por la fuerza naval.

—Pero triunfo glorioso de todos modos.

—El pelo, el pelo —se lamentó él —. Tiene que ser un destino dichoso no tener ningún papel en la historia, ¿sabes?

Seguro que estaba pensando en su papel en Waterloo, pensó ella. Miró por la ventanilla en busca de una distracción y la encontró.

—Edward Street. ¿No es una de las siete calles que forman Seven Dials? ¿Podemos pasar por ahí?

—La pobreza y la penumbra no son un espectáculo.

—¡No he querido decir eso! —exclamó ella, dolida.

—Mis disculpas. Preferiría no correr el riesgo de que dañen el coche de mi madre.

Mara miró hacia atrás porque acababan de atravesar otra de las siete calles.

—Veo lo que quieres decir. Da la impresión de que el sol no penetra nunca en estas calles. —Como te ocurre a ti a veces, pensó—. Qué horroroso vivir ahí, sobre todo si el barrio está lleno de delincuentes. ¿No se puede hacer nada?

—El instinto Saint Bride de arreglarlo todo —dijo él—. La única solución sería derribarlo todo, supongo. Siete callejones que convergen en un punto tienen que ser opresivos.

Ella ladeó la cabeza.

—Lo opuesto a una plaza, quieres decir. Qué interesante. Nunca he pensado en cómo se forman las calles y las ciudades. Después de todo, la mayoría simplemente van creciendo al tuntún. Tal vez esa es la mejor manera.

—Tengo que señalar que algunos de los peores laberintos de Londres se han formado al tuntún.

—Y algunas plazas y bloques de casas han sido diseñados y son agradables. ¿Es posible que algunos lugares estén bendecidos y otros malditos?

—Como ocurre con Brideswell. ¿Lamentas que algún día te veas obligada a vivir en otra parte?

—No será muy lejos.

—¿Y si te enamoras de un hombre que vive muy lejos?

Mara pensó la pregunta. ¿Se referiría a él?

—¿Y tú? —preguntó —. ¿Lamentas no ser el heredero de Long Chart?

—En lo más mínimo.

—Pero tienes que tenerle cariño a esa parte del campo —sondeó ella—. ¿Elegirás una propiedad cercana?

—Podría arreglármelas con unas habitaciones en Londres.

—¿Y los niños? Necesitan el campo.

Él pareció sorprendido.

—Supongo que sí. Siempre tendrán Long Chart, pero tienes razón.

Por su tono entendió que eso le parecía una carga, así que le dijo:

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—Será agradable elegir el lugar exacto que deseas en lugar de verte obligado a aceptar uno, como Simon con Marlowe.

—De verdad detestas esa casa, ¿eh? —dijo él, sonriéndole.

—Es un lugar maldito. Tanto dinero y trabajo, tanta perfección clásica y ¿para qué? ¿A quién ha hecho feliz alguna vez?

—A los trabajadores empleados para construirla, y a los criados empleados ahora para mantenerla en buenas condiciones. Ella hizo una mueca, pero asintió.

—Pero podrían haber empleado todo eso para crear algo más... más alegre. ¿Has estado en Marlowe?

—Sí.

Eso la sorprendió, y luego le dolió, porque Simon no se lo había dicho.

—¿Cuándo?

—Hace unas semanas. Mi primera incursión fuera de Long Chart.

—No es un lugar que yo habría elegido.

—Estaba Simon.

Eso era una simple declaración de amistad, pero también le dolió.

¿Y yo? ¿Alguna vez estarás contento en un lugar simplemente porque yo esté ahí?

—Todavía me estremece pensar que nuestra familia podría haber tenido que irse a vivir allí. Es un lugar... sin alma. Puede marchitar a una persona. El viejo conde fue un inválido solitario durante decenios. Su hijo pasaba el mayor tiempo posible en otra parte, y cuando lo visitaba, se instalaba en uno de los pabellones, pero de todos modos tuvo un triste final.

Controla tu imaginación, Mara. Sólo es una casa.

—Ojalá se incendiara —dijo ella, sin pensarlo.

—Por desgracia, es difícil que se incendie, con tanta piedra y tanto mármol. Siempre se podría demoler.

—No, no se podría. Ese es el problema. Viene gente de todo el mundo a visitarla, a adorar su perfección. ¿Ves lo injusto que es? Lo pernicioso debería ser feo.

Él se inclinó y le cogió las manos. Aunque los dos las tenían enguantadas, sintió una chispa que casi la hizo ahogar una exclamación.

—No te preocupes tanto, Mara. Si quieres sobrevivir, no desperdicies tu fuego en sombras impenetrables.

Ella cerró los dedos alrededor de los suyos.

—¿Acaso no está para eso el fuego, para ahuyentar las sombras? Como deseo hacer por ti.

Tal vez él la entendió, porque le soltó las manos y enderezó la espalda.

—La llama de una vela muere si se la priva de aire —dijo, y giró la cabeza para mirar por la ventanilla—. Estamos pasando por delante del Banco de Inglaterra.

Aceptando el desvío a otro tema, ella hizo comentarios oportunos sobre el edificio, luego sobre el Royal Exchange y otras sedes de comercio.

Entonces vieron los mástiles de barcos anclados en el río.

—Ahí se yergue el tenebroso edificio.

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Las murallas almenadas de la Torre de Londres se elevaban en torno a la famosa Torre Blanca de planta cuadrada. Incluso a la luz del sol, con banderas y banderines, el edificio se veía lúgubre, y los momentos más oscuros de la historia ya no parecían románticos.

Tal vez eso se lo contagiaba Dare, que estaba lleno de complejidades oscuras. Incluso entendía la advertencia que le hizo: que su oscuridad apagaría la luz de ella.

Una vez que se bajaron del coche, caminaron por un puente y pasaron bajo un imponente arco, y ella se sintió como si estuviera entrando en una prisión, como si fueran a ocurrir cosas terribles, y fuera a quedarse atrapada en la oscuridad. La Torre era una prisión, aunque ya sólo se usaba rara vez. En otro tiempo fue terrible.

Entonces pasaron por debajo de otro arco y salieron a un lugar espacioso bien iluminado por el sol, y sus tiritones le parecieron ridículos.

—Casas y hierba. ¿Por qué no me lo esperaba? Al fin y al cabo fue residencia real.

Un guardia de uniforme rojo estilo Tudor se les acercó a toda prisa a coger sus billetes de entrada y para servirles de guía. Ella vio a otros visitantes haciendo su recorrido, cada uno con su propio guía.

—Señor, señora —dijo el guardia—, permítanme que les enseñe todos los lugares que han formado la historia de nuestra gran nación. Aquí delante tenemos la famosa Torre Blanca, hecha construir por Guillermo el Conquistador hace más de setecientos años.

Mara iba atenta al discurso bien practicado del guía, mientras los llevaba en un recorrido por la Torre Blanca y luego el arsenal, que en otro tiempo le encantara a Dare. No le extrañaría que a él ya no le gustaran las armas.

Después el guía los condujo de vuelta por donde habían pasado, para que vieran la Puerta del Traidor.

—...por la que muchos han entrado en barca, para no salir jamás vivos.

Mara se estremeció, aunque de modo más agradable, porque eso estaba muy lejos en el pasado. Entró entusiasmada en la achaparrada Torre Sangrienta, donde asesinaron a los pobres príncipes hacía cuatrocientos años. Y entonces el guía se ofreció a encerrarlos en un lúgubre cuarto donde, se decía, durmieron por última vez los príncipes niños, para que pudieran experimentar la prisión.

—No, gracias —dijo Dare.

Lo dijo en tono muy tranquilo, pero ella percibió en él una intensa desesperación.

—¡Ah, no, no, de ninguna manera! —exclamó, y se cogió de su brazo—. No podría soportarlo. Volvamos al aire fresco y la luz del sol.

Mientras iban bajando la estrecha escalera para salir, se mantuvo aferrada a él, como si necesitara su apoyo, haciendo trabajar la cabeza. Durante su larga ausencia, ¿habría estado prisionero por algo más que sus heridas y el opio? ¿Por quién?

—La casa de fieras —dijo, en el instante en que salieron. Ese había sido uno de los lugares favoritos de él—. ¡Me muero de ganas de ver al elefante!

El guía, visiblemente preocupado por su reacción al ofrecimiento que les había hecho antes, se apresuró a llevarlos.

—A lo largo de los años muchos príncipes extranjeros han enviado animales de regalo a nuestros monarcas, y se han albergado aquí. Leones, tigres, elefantes. Muchos se han reproducido o han sido reemplazados por otros.

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Mara entró impaciente, a pesar del mal olor, pero, ay, Dios, ¿cómo pudo no ocurrírsele que los animales estarían enjaulados? Sólo unos monos andaban sueltos y corrían de aquí para allá, cogiendo de tanto en tanto el sombrero de alguien que iba pasando. Vio también un enorme león melenudo echado en la parte inferior de una jaula de dos pisos, suspirando sin duda por estar en campo abierto, y en otra se paseaba un tigre mirándolos con mala voluntad.

Sintió una oleada de aflicción, y no supo si era por los animales o por Dare. Apresuró el paso, diciendo a modo de disculpa:

—¡Qué aterrador si se escaparan!

—Le aseguro, señora, que no entrañan ningún riesgo —le dijo el guardia—. Están domesticados, incluso. No hace mucho se quedó abierta, por descuido, la puerta de la jaula del tigre, y ni se le ocurrió salir.

Mara se detuvo a mirar por encima del hombro al malhumorado animal.

—Qué pena.

—No para el público que estuviera aquí ese día —dijo Dare, instándola a continuar caminando.

No se detuvo ni siquiera para mirar un momento al enorme elefante que estaba cogiendo heno con la trompa y metiéndosela en la boca. Tenía que salir de ese lugar, y estaba segura de que Dare le había transmitido esa desesperación.

—Las joyas —dijo el guardia cuando salieron—. Le gustará ver las joyas de la Corona, señora.

Mara deseaba marcharse de la Torre, pero puesto que Dare no decía nada, parecería raro que lo hiciera. Le pareció que las joyas no presentaban mucho riesgo. No paró de decir tonterías durante el trayecto siguiendo al guía, hasta que finalmente este los hizo pasar a un cuarto pequeño parecido a una celda.

Incluso tenía una reja en el medio, supuestamente para impedir que alguien las cogiera y escapara con ellas. Para más seguridad había un centinela, aun cuando lo único que se veía detrás de las rejas era un armario de madera.

Por lo menos el cuarto estaba bien iluminado por muchas velas; de todos modos ya comprendía que la visita a la Torre había sido muy mala elección. Hasta las piedras parecían estar empapadas de sufrimiento. Estaba a punto de decir que había perdido el interés por ver las joyas cuando entró otro grupo: una pareja de edad madura con dos hijas adolescentes. Los guías los condujeron a todos hasta los bancos dispuestos para ver el espectáculo.

Dare no se opuso, por lo tanto ella tampoco.

Entonces entró una joven por el otro lado de las rejas.

La chica abrió el armario, sacó el orbe de la coronación y lo enseñó, recitando la información a toda velocidad y con tan poco entusiasmo que Mara tuvo que morderse el labio para no reírse. Miró a Dare y le pareció que él tenía la misma reacción. Los del otro grupo se deshacían en exclamaciones de admiración.

El orbe era impresionante por su historia, y las joyas que lo adornaban refulgían a la luz de las velas, pero ni a él ni a ella les eran desconocidas las joyas finas.

Al orbe siguió el cetro y otras numerosas piezas hasta que, al final de todo, apareció la corona, con magníficas gemas incrustadas.

Cuando salieron a la luz del día, pestañeando, Mara comentó:

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—Las joyas de la corona son importantes por lo que simbolizan, pero a mí nunca me han impresionado las enormes gemas como creo que deberían.

—Sin duda tu marido lo agradecerá —dijo Dare, y miró al guía—. ¿Adónde vamos ahora, señor?

Mara agradeció su disposición a continuar, pero se notaba que se sentía mal; incluso podría estar sudando.

—Lo siento —dijo —, ¿podríamos marcharnos ya? Estoy muy fatigada, y siempre podemos volver.

Alcanzó a ver la expresión de alivio en su cara antes que la disimulara. Él le dio la propina al guardia y salieron caminando a paso enérgico. Cuando pasaron bajo el último arco, ella se sintió capaz de respirar bien otra vez.

El lacayo los estaba esperando.

—El coche está en la posada Yeoman's Arms6, milord. Iré corriendo a buscarlo.

—Espera —dijo Dare, y miró a Mara—. Tal vez te apetecería tomar algún refrigerio antes de volver a casa. Ya es pasado el mediodía.

A ella se le había pasado la sensación de opresión, pero al ver que Dare continuaba muy tenso, aceptó. Caminaron hacia la posada y el lacayo fue corriendo por delante, así que cuando llegaron ya les tenían dispuesto un salón privado, así como un cuarto contiguo a modo de tocador con lavamanos y un muy bienvenido orinal.

Cuando volvió al salón Mara vio que en la mesa ya había empanadillas, pasteles y una tetera, pero Dare no estaba. Resistió el impulso de salir corriendo a buscarlo, pero no pudo evitar pasearse de aquí para allá.

Se obligó a sentarse y se sirvió una taza de té; le puso más azúcar de lo habitual, se la bebió y se sintió mejor. Pero ¿dónde estaba él? No había reloj en esa sala, aun así, le pareció que habían estado separados una hora.

Para calmarse se dijo que sólo se había imaginado el malestar de él, pero no, no se lo había imaginado. Se había sentido como si tuvieran unidas las mentes, como si ella experimentara sus miedos.

¿Habría estado prisionero? ¿Pero en manos de quién?

¿De los franceses? Pero ¿por qué? Además, los franceses perdieron la batalla, por lo tanto si había estado prisionero un tiempo lo habrían liberado muy pronto.

¿Por la viuda belga? Lo había cuidado hasta que recuperó la salud, pero claro, él le dijo que era malvada. ¿Lo habría retenido ella? Pero ¿cómo?

¿Y dónde estaba en ese momento?

Lógicamente, no habría salido a vagar por ahí como un bobo.

Tampoco se habría puesto enfermo.

Y evidentemente, ¡nadie lo habría secuestrado!

De todos modos, era como si sintiera su malestar, en el aire.

Entonces entró él, tan absolutamente normal y bien que ella deseó arrojarle la fuente con pasteles de nata. Ni siquiera pidió disculpas ni dio una explicación, sino que sencillamente se sentó y dijo:

6 Yeoman's Arms: Sala de armas de los guardias. (N. de la T.)

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—Creo que la Torre no ha estado a la altura de tus expectativas.

No podía haber estado ausente tanto tiempo como había creído. Era una idiota desquiciada por el amor. Logró esbozar una sonrisa y le sirvió té.

—No sé cuáles serían mis expectativas, pero me alegra que hayamos venido.

Sí, estaba contenta. Ese era el tiempo más largo que había pasado a solas con él, y estaban ahí, tomando el té en un acogedor saloncito. Como marido y mujer.

Deseaba hacerle preguntas importantes, acerca del opio y de la prisión, pero consideró mejor recurrir a un tema simpático, alegre.

—La Torre ha sido un excelente estudio para el Castillo Cruel —dijo.

Él se sirvió una empanadilla de cerdo.

—¿Cuánto has progresado en la novela?

Mara no había ni pensado en eso, así que contestó:

—Estoy atascada en ciertos problemas. Anne no puede ser una doncella de la aldea. Los aldeanos se opondrían a ese maltrato.

—En estos tiempos igualitarios, tal vez. Pero en el tiempo de Caspar, el terror los acobardaría.

Mara terminó de tragar el último bocado de su empanadilla.

—Cierto, pero Canuto el duque no se casaría con una chica de la aldea. No tiene sentido.

A él le bailaron de travesura los ojos.

—¿Esperas que esto tenga sentido?

—Tenemos que intentarlo. Yo creo que Anne es pupila de Caspar y la comprometieron en matrimonio con Canuto cuando eran niños, pero después él desapareció y se supuso que había muerto.

—Entonces, tal vez él debería ser el cadáver cautivo.

—No puede serlo. Es el héroe.

Dare arqueó una ceja.

—Mara, Mara, ¿quieres decir que sólo los hombres pueden llevar la voz cantante?

Ella detuvo la mano con el tenedor lleno de nata a mitad de camino hacia su boca.

—¿Él es el cautivo y ella la que lo rescata? ¡Uy, Dare! Eso sí que me gusta.

—Eso me imaginé. —Se echó hacia atrás, estuvo un momento contemplando las vigas del techo, y luego recitó —: «El pobre Canuto es un cautivo, encerrado en una fea cripta. / La valerosa Anne Whyte lo busca, aunque la ha picado un escorpión». He estado trabajando en mis pentámetros yámbicos.

—Eso veo, pero ¿un escorpión?

—Si no podemos ser brillantes, podemos ser únicos.

Mara finalmente se llevó a la boca un trozo del pastel y saboreó su dulzura, aunque también el ánimo alegre de Dare. Intentó inventar más versos.

—La virginal Anne enfrenta la picadura del escorpión... —arrugó la nariz—. Virginal Violet sonaría mejor.

—No, ni aun cuando lo propongas de manera tan poética.

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—Lo conseguí, ¿verdad? Pero ¿por qué no Violet? —Vio que él la miraba travieso y furtivo, así que añadió —: Dilo, Dare.

—Hay una dama bastante notoria llamada Violet Vane. No es en absoluto virginal, con o sin wai

7 —Se rió—. Eso podría ser profundamente filosófico ¿no? ¿Sabemos wai la pobre Violet ha caído en desgracia? ¿Wai no es una violeta ruborosa sino una descarada? ¿Puede ser descarada una violeta? —añadió, pensativo.

—¡Para! —exclamó Mara, a punto de atragantarse de risa.

—Sólo estaba empezando a tomarle el tranquillo —se quejó él—. Pero, muy bien. Nuestra heroína debe seguir llamándose Anne Whyte, wai, no ai, la que está repeliendo a un escorpión.

—¿Ai o wai? —preguntó Mara.

—Ai —dijo él, mirándola ceñudo—. Y un sir sin cabeza...

—¿Ai o wai?

—Porras. Tiene que haber monstruos que sean menos ai.

Mara sonrió de oreja a oreja.

—Un monje loco cegatón.

Él aplaudió.

—Con el cual nuestra heroína, no lo digas, debe lidiar, no lo digas, mientras que Canuto, el pobre holgazán, no puede.

Mara volvió a reírse, sintiéndose felicísima. Dare estaba de vuelta.

—Lo hemos presentado como un cadáver —señaló—, así que su holgazanería no es del todo culpa suya. ¿Crees que le molestará que lo rescate su dama?

—Si yo necesitara que me rescataran, encontraría mezquino poner objeciones.

Mara se estremeció. A Dare lo había rescatado una dama, bueno, una mujer al menos. Se tragó el último bocado de su pastel.

—A pesar del delicioso sonido de la palabra «cadáver» —dijo—, no tiene sentido tener cautivo a un cadáver. ¿Qué puede hacer?

—Levantarse a rondar. Necesitamos otro título. ¿El fantasma espantoso del Castillo Monstruoso? Además rima, cáspita.

—Va gimiendo, gruñendo y arrastrando su baba / Es él, ¡el temido Canuto!

—¡Bravo! —exclamó él, aplaudiendo y sonriéndole alegremente. Ella se sintió como si se fuera a desmayar.

—¿Y si Anne hiciera las rondas, a hurtadillas, disfrazada de fantasma, buscando a su amado?

—Aterrorizando a los criados.

—Me parece que te basas en ti para describir a la dama.

Ella lo miró sorprendida.

—¿Simon te lo ha contado?

—Me ha contado que un año, en la víspera de Todos los Santos, fuiste a caminar por las ruinas del monasterio disfrazada de monja con hábito blanco. Me gustaría haber estado ahí. 7 Aquí comienza un juego de letras que es imposible traducir al castellano. Al deletrear, la «Y» se pronuncia «wai»

igual que why (por qué), y la «I» se pronuncia «ai» y significa «yo». Para seguir la broma, he puesto I e Y como se pronuncian en inglés, ai y wai, en cursivas. (N. de la T.)

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—A mí también —dijo ella riendo, pero muy en serio en el fondo. Movió hacia él la fuente con pasteles —. Deberías comer uno de estos. Están deliciosos.

—Es evidente, te has comido dos —dijo él, levantándose —. Deberíamos ponernos en marcha, si no Ella va a enviar a un grupo de búsqueda. Iré a ordenar que traigan el coche.

Mara se lo quedó mirando hasta que se perdió de vista, sintiéndose arrancada del paraíso. Al mirar el plato de él vio que sólo había comido un trozo pequeño de empanadilla. Y antes le encantaban los pasteles.

Se puso los guantes y salió, decidida a no dejar entrar nuevamente la negrura.

—Creo que esta novela debería ser un trabajo en colaboración —dijo, cuando se estaba instalando en el coche —. Somos mucho más creativos juntos que separados. El fantasma espantoso del Castillo Monstruoso, novela en verso por...

—Dara Saint Mara —sugirió él en tono animado.

Pero ella notó que se le había apagado bastante la chispa anterior.

—¡Perfecto! —dijo —. También necesitamos hacer más investigación. ¿Qué te parece la abadía de Westminster mañana? Debe de tener criptas. De hecho, creo que tiene efigies de monarcas famosos.

Esperó, sin respirar.

—¿Por qué no?

—Y cámaras de tortura en el museo de cera. —Había días por delante, días igual que ese, y como pretexto, la fantasiosa novela—. Gracias por traerme aquí, Dare. En particular me ha gustado ver algo más de Londres. Me gusta conocer el mundo.

—Yo podría decir «recela».

—No podemos pasarnos la vida recelando.

—Muchos lo hacen, y el resultado suele ser dichoso. Tenía que preguntar.

—¿Desearías no haber ido a Waterloo, Dare?

Él se estremeció.

—Perdona...

—No, no pasa nada. No tenía otra opción, sobre todo porque Con iba a volver al ejército.

—Pero era soldado desde los dieciséis años, ¿verdad?

—Vendió la comisión el catorce, y pensó que había dejado para siempre ese sangriento oficio. Pero sí, tenía la experiencia y la formación, y lo necesitaban.

—Porque a los veteranos los habían enviado a las Américas.

Él asintió.

—Yo no tenía ni la experiencia ni la formación, pero sabiendo lo mucho que él detestaba la idea de seguir combatiendo, no podía echarme atrás. Yo era joven, estaba sano y era prescindible. —Al oírla protestar, añadió —: Hijo menor con un hermano mayor ya padre de un hijo. Los únicos motivos para quedarme en casa habrían sido la indolencia o la cobardía.

—Eso no es justo. Pocos hombres que no eran oficiales formados fueron a combatir a Waterloo.

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—Los que lo intentaron no fueron bien recibidos. Tal vez yo tampoco lo fui, pero soy hijo de un duque, con mucha influencia. Podía ir, y así lo hice, pero no fue un sacrificio, Mara. Recuerdo el intenso deseo que sentía de entrar en el juego.

—Pero ¿lo lamentas? Uy, perdona, lo siento, que pregunta más estúpida.

—No, no lo es. Cualquier victoria es consecuencia de un millón de actos pequeños. Tal vez uno mío fue útil. Recuerdo que era bueno en lo que hacía.

Mara dudaba de que esa conversación fuera prudente, pero valoraba tremendamente que él hablara de esas cosas con ella.

—¿Qué hacías?

—Me daba palizas cabalgando de aquí para allá llevando mensajes.

—Siempre fuiste un jinete magnífico.

Él le correspondió la sonrisa.

—Loco, me dijiste una vez, recuerdo.

—Cuando ganaste esa carrera a Louth. ¡Saltaste la barrera de peaje!

—Me estorbaba el paso.

—¿Qué ocurrió? —preguntó ella, sin poder evitarlo —. ¿En la batalla?

Él hizo un mal gesto.

—Ojalá lo supiera. Creo recordar que mi caballo cayó, pero aparte de eso, me cuesta distinguir entre lo que es real y qué es resultado de desear recordar. De la primera época después de la batalla no recuerdo nada, lo que probablemente es mejor, una bendición.

¿Qué recuerdas de después?, deseó preguntar ella. ¿Estuviste prisionero? Pero algo en la expresión de él le sofocó la pregunta, y se hizo un incómodo silencio.

—¿La de anoche fue tu primera visita al Covent Garden?

Torpe intento de cambiar de tema, pero ella se agarró a él; no había riesgos.

—La primera a un teatro de Londres.

—¿Te gustó la obra? ¿Y qué quisiste decir con eso de los percebes? —preguntó él, con expresión más animada.

Ella se echó a reír y le describió a los hermanos Scilly. De ahí pasaron a comentar la obra y después a hablar de otras mejores que habían visto.

Entonces Mara recordó una buena noticia.

—Por fin vamos a ir a un baile en el salón de fiestas Almack. ¿Vas a asistir?

—No lo permita Dios.

—¿Con quién voy a bailar entonces?

—Con la mitad de los hombres de la ciudad. Si alguna vez te quedas sentada durante un baile, Diablilla, me asombraría.

Ella lo miró arrugando la nariz.

—Ah, muy bien, pero sólo se debe a que soy buena bailarina.

—Se debe a que eres guapa y encantadora.

Algo dio una voltereta en el interior de ella.

—¿Sí, lo soy? ¿De verdad?

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Retuvo el aliento, pero él se limitó a mirarla severo, tal como haría cualquiera de sus hermanos.

—Una dama necesita constantes elogios a sus encantos, ¿sabes?

—¿No tienes espejo?

—En este momento, no.

—Te aseguro que la visita a la morbosa Torre no ha disminuido en nada el resplandor de tu piel ni te la ha estropeado con arrugas. Te ha dejado los labios llenos y sonrosados, los ojos despejados y brillantes, y la figura, por lo que puedo ver —la miró de arriba abajo, causándole una sensación parecida a una ardiente caricia—, en encantadora perfección.

—¡Perfección! —exclamó ella, con el corazón acelerado —. Ay de mí, se irá junto con mi juventud.

—No, la tuya es una belleza para todas las edades, Mara, porque el tiempo no puede apagar el espíritu.

Ella no encontró ninguna réplica ingeniosa. Se mojó los labios, escrutándole la cara.

—Me parece que eso no dice mucho a favor de que te consideres mi hermano.

Vio cómo la cautela le tensaba los músculos.

—Un hermano es capaz de apreciar los encantos de una hermana.

—Yo no definiría así a Simon.

—Espero que no.

Ella hizo una brusca inspiración.

—Sabes lo que quiero decir, Dare. Creo que te amo.

Él borró toda expresión de su cara.

—Sientes compasión, Diablilla, lo que es algo muy diferente.

Diablilla. Comprendió que ese apodo ya era un enemigo, una manera de dejarla clavada en el papel de niña pequeña o hermana.

—No, no es eso. O, mejor dicho, sí que siento compasión por ti, por tus heridas, por... porque tienes que luchar para liberarte del opio. Todo eso lo encuentro injusto, pero no es eso. Es el sentimiento más extraño..., como una fiebre, pero no se me ocurre qué otra cosa podría ser.

—¿La gripe?

Él quería levantar un muro entre ellos. Debería haber mantenido cerrada su estúpida boca. Sintió el escozor de las lágrimas a punto de brotar, pero eso no haría más que coronar el desastre.

—Lo siento —dijo—, te he puesto en una situación embarazosa. Seguro que no desearás volver a verme.

—No, claro que no. Es decir, sí, por supuesto, desearé verte. Condenación, Mara, lo que pasa...

—No, no lo digas. —Vio una salida y se precipitó hacia ella—. Es probable que tengas razón y sólo sea una fase pasajera. Tengo la lamentable costumbre de entrar y salir de locas pasiones —mintió—. Recuerdo aquella vez que rondaba y rondaba por Louth porque estaba encaprichada por un médico de ahí. Y prácticamente me desmayé a los pies de sir Richard Jasper.

Y continuó parloteando de esa manera, exagerando chifladuras juveniles, inventando otras, y de eso, desesperada, pasó a contarle actos o comportamientos vergonzosos de amigas y vecinos. Habló y habló, tratando de apartarse del borde del desastre. De la idiotez del amor pasó a la

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idiotez de las modas, y entraron en Grosvenor Square hablando de muebles y de ornamentos chinos.

Cuando se detuvo el coche, la casa de Ella le pareció un refugio. Incluso esperar que el lacayo le abriera la puerta del coche fue un padecimiento. Dare ya había bajado por el otro lado y estaba listo ahí para acompañarla hasta la puerta, y ella deseó que no lo hiciera. Lo que necesitaba era escapar, para poder llorar su tontería. Cuando se abrió la puerta logró esbozar una sonrisa para agradecerle la salida.

Él le cogió la mano con expresión sombría. Pasado un largo momento, le dijo:

—No, Mara.

Si iba a decir algo más, fue interrumpido.

—Mara, por fin has llegado. ¡Y tú, Dare, no te atrevas a largarte!

Mara se giró hacia la voz, y vio a su hermano Simon, con ese pelo del diablo, caminando hacia ellos a largos pasos y sonriendo.

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Puesto que Dare le tenía cogida la mano, ella sintió cómo se le tensó antes de soltársela. Pero cuando lo miró, estaba sonriendo, y dijo:

—Simon el tardío ha llegado por fin.

Y ella no notó ninguna tensión en su voz tampoco. Entonces cayó en la cuenta de lo buen actor que era. Seguro que deseaba escapar tanto como ella, pero estaban atrapados. Él no tuvo más remedio que entrar en la casa, y cuando se cerró la puerta, tuvo la impresión de que se hubiera cerrado la puerta de una celda.

Haciendo acopio de sus recursos, se las apañó para darle un beso a Simon en la mejilla y decir:

—Hemos estado en la Torre. Es muy horrorosa y fascinante. ¿Cuándo has llegado? ¿Está Jancy? Ah, veo que sí.

Fue a abrazar a su más reciente cuñada y amiga, que estaba bajando la escalera para darle una cariñosa bienvenida.

A la esposa de Simon la llamaban Jane en público, pero prefería que en familia la llamaran Jancy, nombre que le iba bien a su naturaleza vivaz y generosa. Simon la adoraba, como también el resto de la familia. Eso no era de extrañar, ya que era tan hermosa por dentro como por fuera.

De su padre escocés Jancy había heredado el pelo color oro rojo y la tez delicada salpicada por pecas; pero su madre había sido de cepa más plebeya y por lo tanto no había nada delicado en el resto de ella. Era una perfecta y sensata Saint Bride.

Jancy jamás le soltaría una declaración de amor a un hombre, pensó Mara. Deseaba golpearse la cabeza contra la pared más cercana por haberlo hecho.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Jancy.

Mara se obligó a sonreír.

—Nada, aparte de necesitar un té.

—Subamos, entonces. Ella está sirviendo. Acabamos de llegar aquí.

—El bebé comienza a notarse —dijo Mara cuando se giraron para subir—. ¿Te sientes bien?

Jancy se ruborizó.

—Totalmente.

—Tu bebé y el de Ella van a nacer más o menos al mismo tiempo. Eso es perfecto.

Perfecto. Al llegar a lo alto de la escalera miró hacia atrás para ver a Dare. Él iba subiendo muy cerca, escuchando a Simon, aparentemente muy tranquilo. Él y Simon eran viejos e íntimos amigos. Rogó que ella no hubiera puesto en peligro esa amistad.

Entonces le captó la atención lo que estaba diciendo su hermano.

—¿Gas? —preguntó —. ¿En la casa Marlowe?

—Sí, entremos en el salón y os lo explicaré a todos.

Ruth llegó corriendo, así que Mara se quitó los guantes, el sombrero y la chaquetilla y se los entregó para que los pusiera en su lugar. Después entró en el salón y fue a sentarse en un sofá al lado de Jancy.

—¿Hubo una explosión? —preguntó.

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—No —repuso Simon—. Qué manera de precipitarte a hacer suposiciones dramáticas. Austrey hizo instalar tuberías de gas en la biblioteca, para luz, aunque la razón por la que lo hizo no logro imaginármela. Ni siquiera era aficionado a leer.

—Está de moda —dijo Ella, pasando una bandeja ofreciendo pasteles —. A mí no me gusta. Aparte del peligro, la luz es demasiado brillante. A mí que me den lámparas y velas.

—Pero una luz brillante debe de ser excelente para leer —comentó Mara.

—Sisea —dijo Ella—, y siempre huele un poco. Eso no puede ser sano.

—Este olor es más que un poco —dijo Simon—. El ama de llaves ordenó que abrieran las ventanas, pero al parecer no comprende los peligros.

—No debéis vivir ahí mientras no hayan quitado toda la instalación —dijo Ella.

—No, por supuesto, mientras la casa no esté segura. Nos bastó olerlo para ordenar que la evacuaran. Les he encontrado alojamiento a los criados y ahora necesito buscar un hotel.

—Ojalá pudiera invitaros a alojaros aquí —dijo Ella—, pero no tenemos ninguna habitación libre.

—No tiene impor...

—Venid a Yeovil.

Mara encontró rara la voz de Dare, como forzada o como si viniera de otra parte. Pero él se veía muy normal, y antes que Simon pudiera decir algo, añadió:

—Sabéis que ahí no hay escasez de espacio, y estando ausentes mis padres, estoy solo. Venid, por favor.

Simon vaciló un momento y finalmente dijo:

—Gracias. No será por mucho tiempo. O bien se arregla pronto lo de la casa o alquilaremos otra.

Mara combatió la tentación y perdió. Había estado esperando que llegaran Simon y Jancy para trasladarse a la casa Marlowe a vivir con ellos, y ya no soportaría continuar viviendo ahí, sobre todo habiendo esa emocionante alternativa: vivir bajo el mismo techo que Dare.

Se acercó más a Jancy.

—Di que deseas mi compañía.

Jancy la miró de reojo, extrañada, pero era muy lista.

—Simon, ¿puede venir Mara con nosotros? Contaba con sus consejos acerca de Londres.

—No conoce Londres mejor que tú —contestó él. —Pero tiene un libro.

Mara notó que Dare la estaba mirando de un modo muy perspicaz. Buen Dios, ¿cómo había podido olvidar la desastrosa conversación que acababan de tener en el coche? Debía parecer como si ella lo persiguiera.

—¿Un libro? —preguntó Simon.

—Guía de los placeres educativos de Londres para la damita —dijo Mara—. Regalo de mis padrinos eclesiásticos. Es muy informativo, pero estoy segura de que Jancy se refiere a algo más que un conocimiento social general. Puede que yo no tenga el refinamiento londinense, pero he alternado en sociedad toda mi vida y estaría dispuesta a ayudarla en todo lo que pueda.

—Más que dispuesta, estarías encantada —enmendó Ella.

Mara la miró alarmada, pensando si su hermana habría adivinado sus sentimientos por Dare.

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—Somos algo sosegados aquí —continuó Ella sonriendo —. Me gusta estar tranquila, sobre todo ahora, pero claro, Mara preferiría unos días más animados.

—Mi alma se estremece de terror —dijo Simon y miró a Dare—. ¿Estás dispuesto a aceptar a una huésped extra si promete comportarse?

—Me portaré perfectamente —protestó Mara.

Diciendo eso dirigió una radiante sonrisa a Dare, con la esperanza de que comprendiera que ésta era una promesa de no volver a azorarlo nunca más ni a ponerse en evidencia.

Él le sostuvo la mirada un momento y luego dijo:

—Creo que ni siquiera Mara puede estirar demasiado la hospitalidad Debenham.

¿Ni siquiera Mara?

Enferma por dentro, se lanzó a parlotear:

—¿Esto significa que conoceré a más Pícaros? Anoche conocí a lord Middlethorpe y a sir Stephen Ball. Y a sus esposas. Ah, por cierto, eso me recuerda —dijo, dirigiéndose a Jancy—, que vamos a hacer una expedición en busca de un almacén de sedas. Las esposas, quiero decir, o sea, «yo» no soy una esposa. —Arrugó la nariz mirando a todos sus familiares, que se estaban riendo, esperando que ninguno adivinara por qué estaba parloteando ni por qué tenía las mejillas rojas —. Tú eres esposa de un Pícaro, Jancy. Si hay espacio en el coche, ¿te gustaría venir?

Jancy agitó las pestañas.

—¿Estaría bien eso, Simon?

—Por supuesto. Yo tengo que ocuparme del gas. Compra muchísimas sedas, mi amor.

Lo dijo sonriendo, pero Mara detectó un asomo de tensión. La única imperfección en ese dichoso matrimonio era el dinero. Jancy se había criado pobre y daba a un penique el valor que los Saint Bride daban a una libra. Simon ansiaba derramar su riqueza para darle placer, pero Jancy se ponía nerviosa por cualquier gasto que considerara un derroche.

Eso era un aspecto en el que ella podría ganarse su pan. No era descuidada con el dinero, pero no tenía ninguna dificultad para gastar en cosas sensatas. En su círculo, lo sensato solía ser lo de la mejor calidad. En realidad, su ayuda podría ser esencial.

Jancy era ya vizcondesa y algún día sería condesa. También era una desconocida, una persona de la que se sabía que era de cuna humilde y no tenía ninguna conexión con la alta sociedad. Muchos la observarían buscando un defecto. Todo iría más sobre ruedas si ella, su casa y sus diversiones estaban a la altura.

Dare se puso de pie. Mara observó que no había tocado ni el té ni los pasteles.

—Os ruego que me disculpéis. Yo también tengo asuntos que atender, pero me encargaré de que todo esté preparado. ¿A cuántos criados vas a traer contigo, Simon?

Mientras él y Simon hablaban de los detalles, Mara se giró hacia Jancy.

—Gracias —le dijo en voz baja—. Como ha dicho Ella, la vida aquí es algo sosegada, y yo soy una lamentable molestia para ella.

—La idea es maravillosa. Me aterraría Londres viviendo en mi propia casa, imagínate viviendo en la casa de un duque. Simon se ríe de mí, pero no es fácil.

—No te preocupes. Pronto encontrarás tu aplomo, sobre todo teniéndome a mí para ayudarte.

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Después subió corriendo a su dormitorio a supervisar el arreglo de sus cosas en los baúles, y resolviendo cumplir su promesa con Dare. No lo acosaría. Se portaría como una perfecta damita y esperaría a que él la cortejara.

Pero, por favor, que sea pronto.

Dare volvió a la casa Yeovil en el coche, que sentía lleno de la presencia de Mara. Tal vez incluso su suave perfume se había quedado ahí.

Habían estado muchísimo tiempo sentados cara a cara, y a ratos eso lo había encontrado abrumador; sin embargo, no había sentido ni el menor deseo de escapar. Sus ojos brillantes, su atención, su sola presencia, habían sido luz para su negro espíritu.

Y le había dicho que lo amaba.

Debería haber salido huyendo de vuelta a Somerset. Por ella. Y en lugar de eso, iba y la invitaba a alojarse en su casa. ¿Qué locura se había apoderado de él? Cierto que había invitado a Simon y Jancy, pero de todos modos. Invitar a alguien...

No había tenido otra opción. ¿Cómo podría no haber ofrecido hospitalidad a su más íntimo amigo teniendo ocho dormitorios desocupados?

Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo, consciente como siempre de que un poquito de opio le borraría todas esas preocupaciones. Tomó su dosis de mediodía en la posada, felicitándose por haberla llevado consigo toda la mañana sin sucumbir a la tentación.

Era la primera vez que probaba ese sistema. Y lo cierto es que no había sentido la más mínima tentación hasta que percibió sobre él como una carga la opresión de la Torre, las celdas, las jaulas, los pobres animales encerrados, mirándolos con odio.

Le pareció que Mara no había notado su malestar, por suerte, pero fue de agradecer que se hubiera cansado. No sabía qué habría hecho si ella hubiera deseado explorar todos los rincones y recovecos. Y le había dicho que lo amaba.

A pesar de sus esfuerzos por parlotear después para salir del paso, lo había dicho en serio. Y en ese momento él había sentido rugir el hambre, un hambre peor que la de opio. Deseó hacerla suya, poseerla, alimentarse de su luz y belleza.

Devorarla.

Eso era lo que más temía. Que su oscuridad interior se tragara toda la luz, la de su familia, la de sus amigos, pero sobre todo la de Mara Saint Bride.

Los condenadamente mágicos Saint Bride.

Como tribu tenían el corazón demasiado tierno para el mundo real. Había que alimentar a los hambrientos, cuidar a los enfermos, sanar a los heridos, defender a los oprimidos. Aquellos malditos con el pelo del Negro Ademar eran los peores. Se arrojarían a las llamas de una hoguera por una causa.

Eso casi le costó la vida a Simon. Era necesario impedir que algo dañara a Mara, sobre todo, él.

Le había dicho que lo amaba.

Cuando se liberara de la bestia...

Si conseguía liberarse de la bestia...

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¿Y si dejaba de tomarla ya? ¿Y si la dosis de la posada fuera la última? Dentro de unas semanas podría cantar victoria.

Si esta vez lograba soportarlo.

Seguro que podría, con ese premio al final.

Pero cuando llegó a la casa comprendió que había puesto fuera de su alcance ese objetivo, por el momento. Dentro de unas horas llegarían Simon, Jancy y Mara, así que no podía marcharse de Londres para soportar ese infierno.

Bajó del coche y una vez que entró en la casa hizo llamar a la señora Hunstable y le comunicó que tendrían huéspedes.

—Dos dormitorios. El vizconde Austrey y su esposa deberían tener una salita de estar también, me parece. ¿Cuáles dan a la calle?

—El azul y el marrón, señor. Y el marrón tiene una salita de estar contigua. Pero esos dos dormitorios son ruidosos.

—Irán bien.

Vio que ella comprendía el motivo: esos dormitorios eran los más alejados del salón de baile, que estaba en la parte de atrás.

—Que se les ponga de todo lo que puedan necesitar. Vinos, fruta, coñac. Y será necesario que las comidas sean más variadas, en especial la cena.

—¿Qué más?

—No se preocupe, milord —dijo el ama de llaves—. Simplemente dígame si hay algo que les guste o no les guste a las damas y al caballero, y yo me encargaré de todo.

Igual podría haberle dado una palmadita en la cabeza. Con el fin de parecer normal estaba actuando como nunca lo había hecho. En esa otra vida que le parecía un sueño lejano, le habría dicho despreocupadamente el número de huéspedes y dejado todo a cargo de ella.

Fue a refugiarse en su habitación. Salter estaba ahí, y lo observó atentamente, evaluando los estragos causados por la salida.

—Estoy vivo y de una sola pieza —dijo —, pero hay un problema.

—¿Sí, señor? Se lo explicó.

—Es algo pronto para esto, señor —dijo Salter—, pero no son personas desconocidas.

—No. —No encontró palabras para hablar de Mara—. He pensado en dejar del todo la droga.

—Muy imprudente, señor.

—Tienes razón, claro. Ve a buscar a Ruyuan. Debemos idear una estrategia.

Mientras esperaba a su mentor hizo respiraciones profundas, inspirando y espirando; ya sabía que eso podría calmar su desesperada mente, que estaba consciente de una carga nueva e imprevista.

Le repugnaba la idea de tomar opio estando bajo el mismo techo que Mara Saint Bride.

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A las tres y media Mara emprendió la marcha hacia la casa Yeovil con Simon y Jancy, entusiasmada, pero también nerviosa al pensar que iba a volver a la casa que visitó tan escandalosamente hacía tres noches. Nadie la reconocería. No la había visto nadie aparte del niño de la cocina y el mozo del establo, y, además, iba cubierta con la manta. De todos modos, tenía los nervios tirantes.

Estaría bajo el mismo techo que Dare. Se encontrarían muchas veces al día. Debía empeñarse en no volver a ponerlo en una situación violenta ni ponerse ella en evidencia. Pero cuando estaba con él se le descontrolaba todo.

—Quédate quieta —le dijo Simon —. Estás tan inquieta como una niñita de cinco años. ¿Tan aburrida era la casa de Ella?

—Ayer me pasé la mayor parte del día cosiendo ropa para huérfanos —se quejó ella—. Y casi todas las noches teníamos políticos para la cena.

—Sabrosos —dijo Jancy, haciéndolos reír.

—Duros como botas viejas, diría yo —contestó Simon—. Pobre Mara. ¿Nada de disipación? Sonríe alegremente.

—Ni una pizca. Y hablando de eso, me muero de ganas de ir al teatro Astley. Dare no quiso llevarme. Simon la observó atentamente.

—¿Cómo es que te acompaña a todas partes?

Al instante Mara recordó su malhadada experiencia con Berkstead y fue tan intenso el recuerdo que creyó que su hermano se lo vería reflejado en la cara.

—Se lo pedí. —Al ver a Simon mover la cabeza, cogió al vuelo la oportunidad —. ¿No debería habérselo pedido? Yo lo encuentro recuperado. No es como antes, pero está sano. Pero lo vi algo tristón, así que pensé que salir sería tan bueno para él como para mí. Yo animo y alegro a las personas, ya sabes que sí.

—O las vuelves locas. Supongo que él es capaz de mandarte al diablo si quiere.

—Dudo que sea tan grosero.

—Y ese es el problema. A veces lo necesitas.

—¡No seas horrendo! —exclamó Mara.

—¡Simon! —soltó Jancy al mismo tiempo.

Mara miró sonriendo a su cuñada.

—Sabes que vivimos peleándonos. En serio, Simon, ¿cómo está Dare? Pensé que ya se había liberado del opio, pero ahora tengo mis dudas.

Simon hizo un mal gesto; estaba claro que no quería hablar de confidencias.

—Ha reducido las dosis a lo mínimo posible, pero parece que la ruptura final es muy difícil.

—¿Por qué?

—Eso no es asunto tuyo. Ahora tienes la compañía de Jancy y la mía. Deja en paz a Dare.

Mara deseó gruñirle o gritarle, pero probó con un razonamiento calmado.

—Voy a estar bajo su techo, Simon. ¿No crees que podría necesitar saber un poco de estas cosas?

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—Ah, muy bien. Los médicos no se ponen de acuerdo en lo referente a curas para la adicción. Muchos creen que no tiene sentido intentar dejarlo y que es mejor que el opiómano simplemente tome un poco cada día.

—Eso lo sé. Supongo que Dare no lo acepta.

—No, pero dejarlo bruscamente es casi imposible, puede matar, así que ha optado por el método de la reducción lenta. Hasta el momento eso le ha ido bastante bien, y le ha dado tiempo para recuperarse físicamente, pero parece que el final tiene que hacerse de un salto.

Mara frunció el ceño.

—¿Y él no es capaz de hacerlo? Yo lo habría creído capaz de cualquier cosa. —Al ver la sorpresa de Simon, tomó conciencia de lo que acababa de decir, y sintió subir el rubor a las mejillas —. Siempre lo he considerado espléndido, eso lo sabes.

—Sí.

Pero la estaba mirando pensativo, elucubrando, y no de manera agradable. Casi le preguntó qué le parecería si ella se casaba con Dare, pero todavía le quedaba algo de sensatez y autodominio.

La salvó la sacudida del coche al detenerse delante de la casa Yeovil. Bajó sintiéndose como si la aldaba en forma de cabeza de mujer fuera a gritar el escándalo de su última visita a esa casa. Lo único que ocurrió, lógicamente, fue que se abrió la puerta y un lacayo impasible los hizo pasar.

Esa vez, angustiada como estaba, y a la luz de una sola vela, no se fijó en los paneles, molduras y adornos ni en los retratos de importantes hombres y mujeres ataviados con trajes de ceremonia, entre ellos los actuales rey y reina.

Ella venía preparada para portarse a la perfección con Dare, pero la única bienvenida la recibieron del lacayo, una criada y una mujer de vestido marrón a rayas doradas, delantal y cofia blancos con encaje. La mujer se presentó como señora Hunstable, el ama de llaves, y eso la sorprendió, porque por lo general las amas de llaves llevaban ropa más sobria.

Los llevaron por la magnífica escalera de roble a unas habitaciones contiguas que daban a la calle. Para ella sólo un dormitorio, pero Simon y Jancy tenían también una sala de estar.

Esperando la llegada de Ruth y de su equipaje, se quitó el sombrero y la chaquetilla e hizo un recorrido por la habitación. Le gustó más que la que tenía en casa de Ella, tal vez porque le recordaba la de su casa.

No se había dado cuenta de lo mucho que le gustaba una alfombra con senderos creados por el uso, y la tapicería algo desteñida. Incluso le gustó el aroma a añejo que se insinuaba en el aire, mezclado con el de bolsitas de lavanda.

Se sentó en el pequeño sofá junto al hogar a disfrutar del primer momento de calma desde hacía horas. Simon tenía razón. Ya estaban él y Jancy con ella, por lo que no tenía ningún pretexto para molestar a Dare pidiéndole que la llevara aquí y allá. Por lo menos estaría con él a ratitos, en las actividades familiares.

A no ser que él la eludiera.

Él les dijo que tenía que ir a atender unos asuntos, pero ella pensó que eso era un pretexto para escapar. Si fuera fantasiosa podría decir que en ese momento percibía que estaba en alguna parte de la casa. Si quería evitarla, ella lo comprendía. ¿Cómo había podido ser tan tonta para declararle su amor de esa manera?

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Porque nunca antes había estado enamorada. Se había imaginado enamorada, pero nunca de esa manera.

Sin poder quedarse quieta, se levantó. Ese sentimiento, gripe dijo él, lo que la hizo reír, aun cuando se lo arrojó como un escudo, era absorbente. Deseaba merodear por la casa buscándolo; acechar en un corredor por si pasaba. Recordó historias de lady Caroline Lamb persiguiendo a Byron, presentándose en su puerta, muchas veces disfrazada. Iba a ser el hazmerreír de todo el mundo.

Más importante aún, estaba en peligro de afligir a Dare, que ya vivía en un peligroso límite.

Un golpe en la puerta le trajo una distracción: el equipaje y Ruth. También le daba el pretexto para salir de la habitación, pero ¿adónde ir? Simon y Jancy parecían suspirar por tener momentos a solas. Jamás había entendido ese comportamiento en los enamorados, pero en esos momentos, si pudiera compartir una habitación con Dare no desearía salir jamás de ella.

Salió al corredor alfombrado, con las paredes llenas de cuadros, y mesitas, armarios y sillas aquí y allá. La casa estaba tan silenciosa que parecía desierta, aunque supuso que los niños debían estar en sus aposentos de arriba.

Podría ir a buscarlos y así, tal vez, se encontrara con Dare.

Para, para. Bajó y le preguntó a un lacayo el camino para ir al salón.

—Hay uno grande y uno pequeño, milady, y también está la biblioteca, donde a la familia le gusta ir a sentarse con frecuencia.

—La biblioteca entonces.

Los libros la distraerían. Tenía sus novelas, pero aún estaban en los baúles. Además, no le hacían falta más cuentos de fantasía ni de cómo cazar marido. Unos cuantos sermones sensatos serían más convenientes.

La biblioteca tenía más aspecto de sala de estar, pues los estantes contenían una pequeña colección que resultó ser principalmente de diccionarios geográficos, almanaques, actas oficiales de los debates del Parlamento y anuarios de revistas encuadernados.

Estaba hojeando la revista Gentleman's Magazine de 1815, buscando informes de la batalla de Waterloo, cuando se abrió la puerta. Supo quién era antes de girarse a mirar, y se le aceleró el corazón.

Dare se sorprendió tanto de verla como ella de verlo a él. Y parecía receloso. ¿Tendría miedo de lo que ella podría hacer o decir?

Por suerte la alegre animación que la caracterizaba le venía con mucha naturalidad.

—Espero que no te importe que ande explorando por aquí. Es una colección interesante, quiero decir, ecléctica. Un poco de esto y un poco de aquello.

Se giró para devolver el libro al estante haciendo un mal gesto: Cuánta animación y parloteo insulso.

—Espero que todo esté como lo deseas —dijo él.

—Todo perfecto. —Arregló la expresión y se giró a mirarlo —. Has sido muy amable al invitarnos a alojarnos aquí.

—Eso es tan ridículo como sugerir que Ella es amable por invitarte a su casa.

—Porque Simon es como un hermano para ti. Aunque a mí no me invitaste exactamente.

Y no soy tu hermana, añadió para sus adentros.

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—De todos modos, eres bienvenida.

—¿Lo soy? —Le salió sin pensar, y él casi se encogió —. No te molestaré, Dare, como te molesté en el coche...

—No...

Ella levantó la mano para impedirle continuar.

—Sí te molesté. Qué tonterías dije. Pero te tengo cariño y me importas. Has formado parte de mi familia muchísimos años. Todos te tenemos cariño, pero muchas veces somos abrumadores, y ahora estamos en tu casa. Esto es una invasión Saint Bride de Brideswell. Sabes lo que significa eso, intrusión y entremetimiento, rondarte y alharaca, todo con la mejor intención.

—Esto...

—Si te molestamos, mándanos al diablo. Si podemos ayudar, pídelo.

El cerró los ojos y estuvo así un momento, y ella pensó que había vuelto a meter la pata. Pero entonces le sonrió. Aunque no ocultaba del todo su tensión, la sonrisa era verdadera.

—Una invasión Saint Bride de Brideswell —repitió él—. Debería daros la bienvenida con flores y repiques de campanas. Como le dije una vez a Simon, por favor, aguántame. Tienes razón, tener a cualquier persona aquí es una carga, pero a veces nos hace bien tener cargas. O al menos es necesario. Estoy demasiado solo.

—Anoche estuviste en el teatro.

—Por insistencia de mis amigos. Y por...

Al parecer se impidió continuar, pero avanzó unos pasos adentrándose en la sala. Ella lo miró atentamente, para analizar sus expresiones, para orientarse. ¿Debía salir? ¿Él se había movido simplemente para desbloquear la puerta?

Él fue a situarse delante del hogar, dándole la espalda.

—Soy adicto al opio —dijo —. No me cabe duda de que ya lo sabes. Estoy intentando liberarme. Y me liberaré. Creí que el proceso sería... no más fácil, pero sí más sencillo. Hay que seguir ciertos pasos. Pasos difíciles pero no imposibles. Ahora no sé si es posible. —Cerró en un puño la mano que tenía sobre la repisa del hogar—. No sé aún si cuando deje de tomarlo oiré su canto de sirena toda mi vida...

Mara fue hasta la puerta y la cerró suavemente, con el corazón desbocado por esa íntima revelación. Deseó cogerlo en sus brazos, no como a un amante, aunque sí deseaba ser su amante, sino como abrazaría a una hermana o a un hermano que estuviera sufriendo.

Él se giró a mirarla y su cara estaba ojerosa y demacrada, como si antes hubiera tenido sujeta la normalidad de sus rasgos por pura fuerza de voluntad, y ya se le hubiera agotado.

Avanzó hacia él, pero se detuvo; frágil como cristal trizado, recordó.

—Tomo la dosis más pequeña que puedo soportar —continuó él—, tres veces al día. Ha pasado bastante tiempo desde la dosis de mediodía, así que por favor disculpa cualquier rareza que veas en este momento.

¿Había tomado esa dosis en la posada? Eso explicaba muchísimas cosas. Su malestar en la Torre, su tardanza en reunirse con ella en el salón de la posada, su viveza después. ¿Todo ese ingenio y claridad le venían de la droga, entonces?

—¿Hay algo que pueda hacer yo? —preguntó —. En general, quiero decir.

Vio el movimiento de la respiración en su pecho.

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—No. De verdad espero ganar.

—Ganarás. Por supuesto que ganarás.

Necesitaba hacer algo. Se miró y vio el broche en forma de flor que llevaba prendido en el escote del vestido, y se lo sacó. Avanzó hacia él, atenta por si veía señales de molestia.

—Antiguamente las damas daban a los caballeros una prenda de favor para que salieran victoriosos del combate. —Le cogió la solapa de la chaqueta; él no se resistió, así que le prendió el broche ahí, notando su calor y tal vez también los desbocados latidos de su corazón—. Que todos tus enemigos caigan derrotados, milord.

Aunque su cara continuó demacrada, en sus ojos apareció una sonrisa, por esa vieja broma entre ellos.

—Con tu prenda de favor, milady, ¿cómo podría ser de otra manera?

Diciendo eso le cogió las manos y se las llevó a los labios, primero una y luego la otra, depositándole un beso en el dorso de cada una. Tenía las manos muy frías, así que ella cerró los dedos alrededor para transmitirle su calor.

—Dare... —dijo, buscando las palabras correctas.

—¿Mara? —pronunció una voz.

Se apartaron al instante y se giraron a mirar hacia la puerta. Ahí estaba Jancy, comenzando a ruborizarse.

—Ah..., esto... vine a ver si querrías salir a dar un paseo.

Desesperada, Mara esbozó su más radiante sonrisa.

—Excelente idea. Iré a buscar mi capa y estaré contigo dentro de un momento.

Cuando Mara salió a toda prisa, Dare miró a los ojos azules de la esposa de Simon. Jancy, de la misma edad que Mara, y tal como Mara, no era ingenua ni tonta.

—No le haré daño —le dijo.

—Claro que no. ¿Por qué se te ocurre pensar eso?

—Porque ella me ama de verdad, y yo podría ser tan impotente para resistirme a eso como lo soy para resistirme a la bestia. Su contacto me deja sin aliento; su mirada me hace creer que soy un hombre mejor. Pero no lo soy. Estoy dolorosamente consciente de que la tengo bajo mi techo y de que está hermosamente madura para la cama. Aunque no sé si soy capaz de amar, de dar el tipo de amor que se merece una joya como Mara, estoy descubriendo que soy muy capaz de sentir deseo.

Se obligó a parar ese loco remolino de pensamientos para contestar a la pregunta de Jancy. Ah, sí. ¿Por qué pensaba que podría hacerle daño a Mara? Reprimió la risa. Vivía temiendo hacerle daño a todas las personas que lo rodeaban.

—Soy algo imprevisible —dijo—, incluso para mí mismo.

—Simon cree que estás reduciendo el opio demasiado rápido. Me ha dicho que no me meta, pero no siempre soy una esposa obediente.

—Una esposa obediente sería absolutamente aburrida. De todos modos, ¿le dirías a un hombre que se está ahogando que no luche por llegar a la orilla?

—Pero el miedo nunca es útil. Creo que deberías...

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—¡No! —interrumpió él, y el tono le salió más brusco de lo que habría querido; cerró los ojos —. Lo siento, perdona, pero no digas nada. No me critiques. No en este momento. Después de las seis de la tarde puedes regañarme todo lo que quieras. Posiblemente no me importará.

Le costó abrir los ojos para mirarla, y cuando lo hizo vio que tenía las mejillas rojas, rojas, de vergüenza. Simon lo mataría. Pero ella le habló muy tranquila:

—Yo también lo siento, perdona. Qué tonta soy. —Se oyeron pasos —. Eres muy, muy amado, ¿sabes? —añadió, y luego salió y cerró la puerta.

Él oyó las voces apagadas y después el ruido de la puerta de la calle al cerrarse.

Se han ido, se han ido, se han ido.

Se paseó por la sala, sin lograr recordar por qué había entrado allí, sintiéndose más solo, más abandonado que nunca en toda su vida. Dos deseos brutales lo atormentaban: de Mara y de la bestia. A una tal vez no la tendría jamás; la otra estaba en todas las boticas, a un penique, si se rendía.

Los tictacs del pesado reloj de mármol de la repisa del hogar le martilleaban en la cabeza. Aun faltaban dos horas y el maldito reloj avanzaba demasiado lento. Lo cogió como si pudiera obligarlo a andar más rápido, o pudiera estrangular su pesada marcha. E intentó aplastarlo; el dolor a veces sirve. Se obligó a relajar las manos.

Tener a otros ahí, amigos, condenadamente amigos, amigos condenadamente entrometidos, sería un infierno. Pero, claro, ¿qué no lo era?

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Una caminata por St. James Park era justo lo que necesitaba después de esa intensa conversación con Dare, concluyó Mara. Eso no quería decir que no prefiriera estar en su habitación, analizando cada palabra dicha, pero en ese camino estaba la locura.

Un lacayo con la librea de Simon las seguía a varias yardas de distancia.

—¿De veras necesitamos un escolta? —preguntó cuando entraron en Duke Street.

—Simon se preocupa.

—¿Qué daño se imagina que te pueden hacer aquí?

Creo que teme que me pierda. Dice que por aquí cerca hay algunos barrios peligrosos.

Eso es cierto, pero yo creo que sencillamente te quiere mucho.

Jancy sonrió.

—Ojalá a las damas se nos permitiera ser igual de protectoras con nuestros hombres.

Mara le apretó el brazo, pues sabía lo aterrada que estuvo por Simon cuando estaba herido. La idea de Dare herido otra vez la estremeció; la idea de él muerto...

Eso era imposible. Se tocó el corpiño para comprobar que no llevaba el broche. Un talismán. Rogó que si había alguna magia en Brideswell ella le hubiera dado un poco con el broche.

—Con Dare estuvimos hablando de eso —dijo, y le contó lo de las ideas que habían barajado para su Canuto prisionero.

—¿De veras quieres publicar una novela? —le preguntó Jancy, alarmada.

—No, no. Sólo es para divertirnos. Dare necesita diversión.

—Tienes razón —dijo Jancy, asintiendo—. Simon cuenta muchas historias de él, pero ahora lo trata como a un inválido mental, si es que eso tiene algún sentido.

—Sí, sí que lo tiene, y yo intento sacarlo de la cama y animarlo a hacer competiciones. Aunque tal vez le esté haciendo daño.

Jancy le tocó el brazo.

—No, seguro que no. He visto algo en él que no tenía hace unas semanas.

—¿Dificultades para respirar? —bromeó Mara. Jancy sonrió y negó con la cabeza.

—Tal vez algo más parecido a la expresión de un inválido que por fin ha estado un rato a la luz del sol. Ah, mira, ahí están los niñitos de Dare. ¿Vamos a saludarlos?

Mara giró la cabeza y vio a Pierre y Delphie jugando a la pelota, acompañados por sus dos niñeras.

—Vamos —dijo, virando en esa dirección, y saboreando también la idea de que ella había introducido luz en la vida de Dare—. ¿Cómo es que conoces a los niños? ¿Los llevó con él cuando fue de visita a Marlowe?

—Van con él a todas partes. Pero los conocí en Long Chart. Pasamos por ahí a nuestra llegada. Por desgracia, yo estaba de luto, y ellos recelan de las mujeres vestidas de negro.

—¿Por qué?

—Su madre vestía de negro.

—¿La mujer que cuidó a Dare? ¿Sabes algo de ella?

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—En realidad, no —contestó Jancy. Mara percibió que mentía.

—¿Ni siquiera sabes cómo se llamaba?

—Thérèse Bellaire —dijo Jancy, pasado un momento. Los niños las habían visto y venían corriendo hacia ellas, sonriendo.

Mara les sonrió y los saludó correctamente llamándolos por el apellido:

—Bonjour, mademoiselle Bellaire, monsieur Bellaire.

Los niños se quedaron inmóviles. A Delphie le temblaron los labios, con expresión compungida, y Pierre apretó las mandíbulas. Entonces el niño dijo, con impresionante dignidad:

—Ese no es nuestro apellido, milady.

Mara estaba tan sorprendida que medio tartamudeó:

—Lo siento, creí que...

—Nuestro apellido es Martin —dijo él, pronunciándolo en francés: Martán.

—Lo tendré presente. A veces los apellidos son muy liosos. El año pasado mi padre era el señor Saint Bride y ahora es el conde de Marlowe. Y mi hermano pasó de ser Simon Saint Bride a convertirse en vizconde Austrey.

—Yo siempre seré Pierre Martin, porque no soy aristócrata. Pero espero ser almirante Martin algún día.

—Ah, pues, ¿sabes? —dijo Jancy, en tono simpático—, yo creo que deberías considerar la posibilidad de convertirte en Peter Martin —pronunció Martin al estilo inglés —. Imagínate si entráramos en guerra con los franceses otra vez. Un almirante con ese apellido francés podría tener dificultades.

—Peter Martin —repitió el niño, visiblemente impresionado —. Gracias por el consejo, tía Jane.

Delphie se inclinó en una reverencia, ensanchando su bonita falda.

—Bonjour, tía Jane.

Mara habría llorado por esa diferencia en el trato que le daban a Jancy y a ella, sobre todo porque tenía la esperanza de ser su madre algún día. Estaba pensando cómo podría enmendar el error cuando Delphie se le acercó a tocarle la tela del vestido pasando los dedos por las flores estampadas. Se acuclilló para que la niñita pudiera tocarle las flores bordadas y los adornos con cintas de la chaquetilla.

—C'est belle —dijo la niña, deslizando las yemas de los dedos, reverente.

—Gracias —contestó ella en inglés, ya que Jancy no hablaba francés—. ¿Sabíais que lady Austrey y yo estamos alojadas en la casa Yeovil unos días?

—Sí, señora —contestó Pierre—. Nos han dicho que no molestemos.

—No veo cómo nos podríais molestar —dijo Jancy—. ¿Podemos visitar el aula después, para ver vuestros juguetes y lecciones?

—Por supuesto, tía Jane. Podréis ver mi velero. Era de mi papá cuando era niño. Necesita reparaciones, así que con papá estamos trabajando en eso. ¿Tal vez al tío Simon le gustaría ayudarnos? Me encantaría que me ayudara a hacerlo navegar cuando esté listo.

La imagen de Dare y el niño trabajando juntos en la reparación del velero le conmovió el corazón a Mara. De ahí su imaginación pasó a otra escena: una acogedora salita de estar en la que

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Dare y Pierre trabajaban en el barco mientras ella y Delphie hacían bonitos trabajos manuales, y un bebé en una cuna que ella mecía con el pie, como había visto hacer a su madre tantas veces. En Brideswell a los bebés no se los relegaba a la sala cuna.

La imagen fue tan nítida que la sintió como una visión del futuro.

Por ese motivo, no les pidió a los niños que la llamaran tía Mara. Se incorporó y prestó atención a la conversación de los niños sobre clases y juguetes. A Delphie le gustaba particularmente una casa de muñecas, observó.

Pasado un momento, ella y Jancy se despidieron, prometiéndoles una visita, y reanudaron la caminata.

—No entiendo por qué Dare no les ha dado su apellido a los niños —comentó Mara —. Peter Debenham sería mejor aún que Peter Martin, y con una buena dote, Delphie Debenham podría casarse muy bien algún día.

—Primero hay que resolver el asunto de quiénes son sus verdaderos padres.

Mara se detuvo.

—¿Sus verdaderos padres? Su madre era esa madame Bellaire, y era viuda. Y ya murió.

A Jancy se le pusieron rojas las mejillas.

—Ay, Dios.

—Jancy, dime la verdad.

Jancy exhaló un suspiro.

—No eran hijos de ella. Probablemente eran huérfanos, a causa de la guerra.

—¿Y madame Bellaire los acogió? —Pero no, no era eso tampoco. De repente recordó la única palabra que empleó Dare para describir a la mujer: «Malvada» —. Jancy, necesito saberlo.

—Tal vez tengas razón.

Mara caminó hasta un banco de piedra y se sentó.

—La tengo.

Jancy se sentó a su lado, pero se limitó a tironearse las puntas de sus guantes de piel crema. —Cuéntamelo todo. Jancy volvió a suspirar.

—Esa madame Bellaire no era una mujer buena, Mara. No me pidas detalles porque es muy complicado, y hay muchos secretos. Lo que sé es que era amiga íntima de Napoleón y a veces espiaba para él. Por eso, después de Waterloo se encontró en una situación difícil. Había perdido el acceso al poder y la riqueza, pero pensó que tenía dinero en Inglaterra. Vivió aquí el catorce. —Pasado un momento, añadió—: Regentaba un prostíbulo.

—Ah, ese tipo de intimidad con Napoleón.

Jancy se ruborizó.

—Es probable. En todo caso, asumió la identidad de la viuda belga de un tal teniente Rowland, que murió en la batalla.

—¿Él tenía esposa? ¿Dejó viuda?

—No, pero ella falsificó un certificado de un matrimonio reciente y no fue puesto en duda. Verás, eso le habría garantizado la ayuda del ejército para entrar en Inglaterra, e incluso le habría dado el derecho a recibir una pensión, si conseguía mantener el engaño.

—¿Y cómo entró Dare en esto?

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—Nadie lo sabe con certeza. O bien lo encontró en el campo de batalla y entonces ideó el plan para retenerlo, o lo encontró después de haber urdido lo de Rowland y lo hizo pasar por él.

—Pero ¿por qué eligió a Dare? Añadir a su carga un hombre gravemente herido no puede haberle sido útil.

—Probablemente pensó que recibiría más ayuda si viajaba a Inglaterra con un oficial herido que si lo hacía sola como viuda. Pero en realidad todo fue un acto de despecho o venganza. Odiaba a Nicholas Delaney.

—¿Por qué?

—Es complicado —repitió Jancy —. Tiempo atrás habían sido amantes y él la dejó.

—¿Por eso? A mí me parece una loca.

—No me cabe duda de que estaba loca, pero de una manera cruel. Y después él se atrevió a rechazarla por segunda vez y preferir a su esposa, a la que amaba.

Mara movió la cabeza, pero volvió al tema principal.

—¿Y los niños?

—Se supone que los recogió para reforzar la imagen de que eran una familia y así obtener más compasión y ayuda.

—¿Y se los llevó así, sencillamente? Qué ave rapaz.

—Sí, sobre todo porque es probable que despojara al pobre Rowland de todo tipo de identificación, dejándolo ahí para que lo enterraran en una fosa común. Se ha notificado a su familia, por supuesto, y se les ha enviado lo poco que quedó de sus posesiones.

Mara estuvo un momento reflexionando sobre todo lo que acababa de oír.

—Pero cuando ya estaba en Inglaterra, ¿por qué no cogió su dinero y desapareció?

—Su dinero no estaba disponible, y eso fue ciertamente obra de los Pícaros, pero es probable que siempre tuviera la intención de utilizar a Dare para hacer sufrir a Nicholas Delaney. Incluso secuestró a su hija, Arabel.

—Qué monstruo. Supongo que el rey Pícaro la mató, y bien por él.

—En realidad la mató otro, un tal comandante Hawkinville. Pero Nicholas participó en su detención, junto con otros Pícaros.

Mara se giró a mirar a los niños, que seguían jugando, tan seguros y felices.

—Qué mal se debió comportar con ellos para que le tengan miedo incluso a su apellido —comentó. Entonces vio todas las implicaciones y se volvió hacia Jancy—. Quizá tengan unos padres en alguna parte que los anden buscando... ¡Uy, no! Pobre Dare.

—No hay ningún informe que detalle la desaparición de unos niños de estas características en la zona de Bruselas, pero puesto que se unieron a la lucha los ejércitos aliados, podrían haber venido de cualquier parte, así que continúa la búsqueda.

—Deben de ser huérfanos —dijo Mara, deseando que esa afirmación se hiciera realidad—. Si alguien los anduviera buscando ya los habría encontrado.

—¿Aunque sus padres fueran personas sencillas? ¿Campesinos, incluso? Pierre recuerda algo de una granja.

Mara alzó el mentón.

—Estarán mejor con Dare.

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—¡Mara! Imagínate si tienen padres que los quieren y los andan buscando.

Jancy tenía razón, por supuesto, pensó Mara, pero ella luchaba por Dare, tal vez por su cordura.

—Lo siento si parezco insensible, pero Dare necesita a Delphie y a Pierre. Sospecho que a veces ellos han sido su motivo para vivir.

Jancy la miró atentamente.

—Lo amas.

Mara desvió la cara, sintiendo subir el rubor.

—Ha sido como un hermano desde que yo tenía siete años.

Jancy guardó silencio.

—Ah, muy bien, sí, lo amo. —Volvió a mirarla—. No lo sabía. Y de repente me golpeó como... como cuando uno choca con un árbol. Y ahora no soy capaz de pensar en ninguna otra cosa.

—Sí.

—¿Así te ocurrió con Simon?

—Fue más complicado, pero sí.

—No sé qué hacer. Tengo el pelo, así que deseo cazarlo como una pantera. Y podría hacerlo si él no... Ah, es tonto llamarlo frágil o enfermo, pero no sería justo. —Dado que Jancy no contestó, añadió—: No lo sería.

—No, puede que no.

—Pero ¿y si nunca se pone bien? ¿Y si tiene que tomar opio el resto de su vida?

—¿Te importaría?

Mara lo pensó.

—No. Eso es lo que hace ahora y lo amo tal como es. Deseo que se libere por él mismo, pero no, no me importaría.

—Entonces, feliz cacería —dijo Jancy, levantándose.

—¿Crees que debería? —preguntó Mara, levantándose también. —Un amor así tiene que ser beneficio y fuerza. Pero si todo resulta un desastre, no le digas a Simon que yo te lo recomendé. Ah, ahí están Hal y Blanche.

Mara siguió la dirección de su mirada y vio a la pareja avanzando por el sendero, sonrientes, conversando. Él alto y moreno, con la manga vacía prendida en la delantera de la chaqueta. La dama cogida de su brazo era menuda y hermosa, y por debajo de su precioso sombrero de paja coronado con flores amarillas asomaban rizos extraordinariamente blancos; las flores hacían juego con las rayas doradas de su vestido color crema.

Las dos echaron a caminar hacia ellos. Ella había conocido al comandante Hal Beaumont y a su flamante esposa Blanche en la boda de Simon, y sabía que él tuvo una importante participación en que su hermano volviera sano y salvo de Canadá. Eso no era de extrañar, puesto que era uno de los Pícaros.

—Hal, Blanche, qué alegría veros. —Les habló de Londres, del problema con el gas y de la sosa obra del Covent Garden—. Seguro que tú no actuarías jamás en una obra tan sermoneadora.

—En eso tienes razón —dijo Blanche.

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—Deberíais haberla visto en A Daring Lady8 —dijo Hal, sonriendo orgulloso —. Causó furor el

año pasado. Tal vez la repongan.

—No conmigo —dijo Blanche, y Mara detectó algo quebradizo en su tono —. Estoy concentrada en obras clásicas. ¿Así que Dare está en la ciudad?

Su deseo de cambiar de tema fue evidente.

—Sí —contestó Jancy—, y seguro que estará feliz de veros. Claro que no estoy en situación de hacer invitaciones...

—Un colega Pícaro no necesita invitación —dijo Mara, acudiendo a rescatarla—. ¿Verdad, comandante?

—Nunca. Me alegra que esté aquí. Eso es buena señal.

Mara y Jancy se despidieron y reanudaron el paseo.

—¿Qué les pasa? —preguntó Mara cuando ya estaban lo bastante alejadas para que no la oyeran —. Yo creía que su boda lo había arreglado todo, pero los he notado algo tensos.

—Hal desea que Blanche continúe con su profesión a pesar de los papeles en que tiene que salir en calzas, como en A Daring Lady, pero ella quiere transformarse en la señora Hal Beaumont y ser aceptada por la sociedad, cosa que él también desea, aunque sin prescindir de lo otro.

—Eso no es imposible, ¿verdad? ¿Acaso no fue presentada en la corte la actriz Harriet Mellon hace poco, después de su boda?

—Pero renunció a las tablas. Hay otras diferencias también. —La miró de reojo—. Colijo que nadie te ha contado su historia.

—No. ¿Qué pasa?

—Su padre era carnicero. —Por encima del hombro miró al lacayo, que las seguía a unos discretos seis pasos; de todos modos, continuó en voz más baja —: La echaron de su casa a los quince años, porque se quedó embarazada. Y sobrevivió... vendiendo su cuerpo.

Mara se esforzó en que no se le notara la conmoción. ¿La hermosa y encantadora Blanche, una puta?

—Nadie lo sabe —continuó Jancy—, pero ella, sí. Un problema más conocido es que fue la amante de lord Arden durante unos años, y después de Hal.

—¿De lord Arden el Pícaro? —exclamó Mara—. Ah, caramba. En la boda de Simon me di cuenta de que había algo, algo un poco escandaloso, pero pensé que eran sus actuaciones en calzas y todo eso. ¿Al comandante Beaumont le importa que haya sido la... acompañante de lord Arden?

Jamás se había considerado tan discreta a la hora de hablar.

—No creo. Son amigos, lord y lady Arden, Hal y Blanche. Entre Blanche y lady Arden, esto es un secreto también, escribieron A Daring Lady. Tengo entendido que en la obra abundan los comentarios descarados acerca de los hombres, y al final la dama captura a su héroe a punta de espada.

—Ah, eso me gusta.

—Fue un éxito tremendo, y un escándalo también. Pero verás, Blanche nunca mantuvo en secreto lo de haber sido la amante de lord Arden, ni la de Hal, y eso crea problemas.

—Es una pena. Hal se merece ser feliz.

8 A Daring Lady: Una dama osada. (N. de la T.)

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—Es feliz, pero Blanche no quiere visitar casas como Yeovil. Las de los Pícaros sí, pero no las de sus padres. En ciertos aspectos se mantiene inamovible.

—Qué enredo.

—Por eso Blanche se resistió a casarse durante años —continuó Jancy —. Hal viajó a Canadá porque tenía la esperanza de que su ausencia la obligara a casarse con él. Y le salió bien, pero el matrimonio, aunque sea por amor, no lo resuelve todo.

¿Jancy estaría pensando en sí misma?, pensó Mara.

—Yo creo que sí lo resuelve, con el tiempo, con transigencia —dijo—. Ahora Blanche lleva algo de color en la ropa, cuando antes, según tengo entendido, se vestía toda de blanco.

—Así intenta distinguir entre sus dos vidas, totalmente de blanco para Blanche Beaumont la actriz, y colores para la «señora» de Hal Beaumont, la esposa del héroe militar.

—Tenemos que hacer algo.

—Mara, ni siquiera una Saint Bride puede resolver esto. —¿Y los Pícaros?

—¿Obligar a la alta sociedad a aceptar a una actriz de reputación turbia como a una de ellos?

—¿Por qué no? —preguntó Mara, mientras entraban en Great Charles Street—. Me sorprende que aún no hayan comenzado.

—Tal vez no quieren meterse en asuntos ajenos. —Eso sería muy tonto. Jancy emitió otro gemido.

Cuando llegaron a la casa, Mara subió a su habitación a pensar en la situación de Hal y Blanche. Observó que Ruth había puesto la Tumba de Julieta sobre una mesa; la trasladó a un lugar de honor sobre la repisa del hogar, pensando en el amor. Cupido a veces arroja sus flechas temerariamente, pensó, pero una vez que lo ha hecho, ya no hay remedio.

Blanche y Hal ya estaban unidos para siempre. Tenía que haber una manera de allanarles el camino. Bajó a cenar preparada para sacar el tema, aunque principalmente se moría por ver a Dare. Se le antojaba que no lo veía desde hacía mucho tiempo.

La noticia de que él había enviado sus disculpas le propinó un golpe que le hizo salir volando todo lo que tenía en la cabeza. Ni Jancy ni Simon hicieron ningún comentario sobre su ausencia, y, habiendo criados en el comedor, ella tampoco se atrevió a hacerlos, pero se le acabó el apetito. ¿Tanto le molestaba su presencia, como para que la eludiera durante toda su estancia ahí?

Después de la cena, mientras estaban tomando té en el salón pequeño, preguntó:

—¿Dare está bien?

—¿Qué significa esa pregunta? —respondió Simon, secamente—. Por supuesto que no. No deberíamos haber venido a alojarnos aquí.

—No nos habría invitado si no hubiera deseado compañía —terció Jancy.

A mí no me invitó, pensó Mara. ¿Debería pedir que la llevaran de vuelta a la casa de Ella? Aunque todos harían elucubraciones sobre eso.

Tal vez a Dare lo beneficiaría pasar un rato a solas con Simon, en cómoda conversación masculina.

—Es una lástima que no haya cenado con nosotros —dijo—, así estaría bebiendo oporto o coñac contigo y tú te librarías de tomar el té y conversar con nosotras. ¿Qué te parece si Jancy y yo

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nos llevamos la bandeja del té a vuestra salita de estar para hablar de bebés y de sedas, y te dejamos tranquilo?

—Yo también quiero hablar de bebés y sedas, ¿sabes?

—Pero las mujeres necesitamos tener nuestras conversaciones, nuestros secretos —dijo Jancy, levantándose y cogiendo la bandeja.

Al instante él se levantó y se la quitó de las manos, e insistió en llevarla él a la salita de estar, aun cuando Jancy era el tipo de mujer que había trabajado y sabía arreglárselas sola. Mara los siguió, consciente de esos pequeños detalles que indicaban cómo se querían, cómo vivían el uno para el otro. Se miraban a los ojos cuando se hablaban, sus cuerpos se acercaban como si ansiaran estar unidos.

Deseaba tener eso con Dare. Sentirse libre para mimarlo y protegerlo, para consolarlo y apoyarlo. Saber que incluso en los días más ajetreados, en que estuvieran más separados, llegaría la noche y estarían solos y unidos.

«Estoy demasiado solo», había dicho él, pero estaba claro que no deseaba la compañía de ella. Esperaba que Simon fuera a su encuentro y él lo recibiera, pero dudaba de que su hermano, aun siendo su íntimo amigo, pudiera penetrar en el aislamiento en que Dare estaba prisionero.

Se había propuesto abrir esa prisión, pero en su reciente incertidumbre temía que, al igual que el tigre de la casa de fieras, Dare pudiera ser incapaz de sobrevivir sin las rejas de la jaula.

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Simon salió de la sala de estar sin saber qué hacer. En los últimos seis meses Dare le había hablado y escrito con toda sinceridad acerca de la bestia, como llamaba al opio. La reducción había ido bien, aunque lenta, y por lo general estaba animado.

Hasta que fracasó en sus intentos de liberarse del todo.

Después del segundo intento en marzo, sus padres temieron que se suicidara. La duquesa tenía muchísima fe en Salter, que por entonces no se separaba de Dare en ningún momento del día; pero Dare ya se había liberado de eso. Y pasaba más tiempo a solas con Mara.

Si la situación fuera diferente él estaría encantado. Dare sería un digno cuñado, aunque tomara opio. Era la batalla que estaba luchando la que lo hacía imprevisible y peligroso.

Jancy los había sorprendido en la biblioteca cogidos de las manos, mirándose intensamente. «Si hubieran sido otras personas, habría creído que eran amantes», comentó.

Dare y Mara.

Mara era pura luz. Poseía la animación y la generosidad Saint Bride, pero el pelo del Negro Ademar la hacía apasionada y temeraria. Una parte de él deseaba ofrecérsela a Dare como remedio, pero su ser interior deseaba que su hermana tuviera el mejor y más luminoso futuro imaginable.

Echó a andar por el corredor en dirección a la habitación de Dare, intentando decidir qué hacer, evidentemente, lo mejor. Si Mara estaba molestando a Dare, encontraría un pretexto para enviarla de vuelta a la casa de Ella o incluso a Brideswell. Ahora bien, en el caso de que él estuviera empezando a enamorarse de ella, tendría que advertirle que la dejara en paz, y eso sería terrible.

De pronto se detuvo. Oyó susurros, susurros infantiles.

—Quelqu'un arrive —susurró uno. —Attendez un peu.

Uno dijo que alguien estaba ahí y el otro contestó que debían esperar.

—Bonsoir, mes enfants —dijo. Asomaron dos cabezas por la esquina.

—Bonsoir, tío Simon —dijo Pierre, mezclando el francés con el inglés, como solían hacer—. Andamos buscando a mi papá. No ha ido a vernos a Vheure du coucher.

Los niños sabían la verdad; ¿cómo no la iban a saber, habiendo compartido el terrible encierro con Dare la mayor parte de un año?

—Tal vez está indispuesto —contestó él.

—Pero ¿dónde está? —preguntó Pierre.

Eran tan protectores con Dare como él con ellos, pero si Dare se encontraba realmente mal, no los querría a su lado.

—¿Cuál es su dormitorio? —preguntó

—Ese Id —dijo el niño, apuntando —. Pero no está ahí.

—Entonces tal vez ha salido.

Pierre negó con la cabeza.

—Nos habría dicho que iba a salir.

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13° de la Serie Compañía de los Pícaros (Bribones)

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Simon no sabía qué hacer. No dudaba de la palabra de los niños, y sabía que Dare siempre ponía en primer lugar la comodidad o tranquilidad de ellos. Seguro que les comunicaba cualquier alteración en las costumbres de sus días.

—Volved a la sala de juegos. Yo encontraré a vuestro papá y os enviaré recado.

Dos pares de ojos solemnes lo contemplaron atentamente, demasiado sagaces. Saber lo que esos niños habían visto y experimentado podría romperle el corazón.

—Mera, tío Simon —dijo entonces Pierre, asintiendo.

Diciendo eso cogió de la mano a Delphie y se la llevó. Simon observó a la gata negra que los seguía; su otro guardián, Jetta.

A la gata la habían encontrado abandonada y primero se apegó a la hija de Nicholas, Arabel, y después a los dos niños. Era poco lo que podía hacer una gata contra los peligros del mundo, pero le tranquilizaba ver cómo vigilaba a los pequeños.

Pensando por dónde comenzar la búsqueda concluyó que necesitaba más información. Fue a su habitación y tiró del cordón para llamar a su ayuda de cámara.

Cuando llegó Trafford, le preguntó:

—¿Sabemos dónde está lord Darius en este momento?

—No, milord, pero he oído hablar de una sala de tratamiento.

—¿Y dónde está eso? —preguntó Simon, sintiéndose horriblemente entrometido.

—No lo sé milord. El señor Salter podría saberlo.

—¿Salter no está con él?

—No, milord. En este momento está en el salón de los criados jugando a las cartas con Alstok. Es el mayordomo —añadió, a modo de explicación.

—Por favor, pídele a Salter que venga aquí tan pronto como le venga bien.

Cuando Trafford salió, movió la cabeza considerando la formalidad de esa petición. La vida en Brideswell y luego en Canadá no lo había preparado para el mundo de los criados en una gran mansión. En Marlowe eso era particularmente difícil, pero el personal y él habían acordado tácitamente una forma de coexistencia. En la casa central, la parte más formal, él intentaba estar a la altura de sus expectativas. En su hogar en una de las casas adosadas, hacían las cosas a su manera.

¿Tenían un salón los principales criados en Marlowe? Seguro que sí, y con sus propios criados para atenderlos.

Sonó un golpe en la puerta; era Salter. Lo invitó a entrar, sin saber cómo tratarlo, como siempre. Era más que un ayuda de cámara, pero no un igual. A él no le importaba, pero a Salter podría importarle.

—Me he topado con los niños, Salter. Están preocupados porque lord Darius no ha ido a visitarlos.

Salter dirigió la mirada al reloj.

—Yo me ocuparé de eso, milord —dijo, y se giró para salir.

—Espera. ¿Dónde está?

Salter se giró hacia él.

—Iré a buscarlo a la casa, milord.

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—¿Tiene... problemas?

El hombre lo miró a los ojos.

—Tal vez, pero no de mucha gravedad, se lo aseguro, milord.

—Quieres decir que no se va a cortar las venas. Perdona, pero desde la perspectiva de una persona ajena, todo parece grave.

Salter sopesó sus palabras:

—Lord Darius está impaciente por liberarse y se siente frustrado por no conseguirlo. Además, las emociones y las nuevas tensiones lo están presionando.

—¿Y qué ocurre entonces?

—No puede actuar como desea.

—¿No deberíamos estar aquí?

—Lord Darius los invitó, milord, y siempre disfruta de su compañía.

Era como combatir contra telas de araña, pero Simon apreció que Salter no diera pie a las habladurías.

—Querría verlo cuando eso sea posible. Y habría que enviar un mensaje a los niños.

Salter hizo una venia y salió.

Simon comenzó a pasearse por la habitación, deseando que al anterior lord Austrey no se le hubiera metido en la cabeza poner luz de gas en la casa Marlowe de Londres. Además, había creído que Dare estaba mejor; le había parecido normal, lo que fuera que significara eso.

Normal comparado con el Dare que encontró cuando regresó a Inglaterra el pasado octubre. Ese Dare flaco, pálido, que vivía en el frágil filo de una navaja.

Ya estaba mucho mejor, pero nada que ver con el antiguo Dare. No había en él ni un asomo de chispa, de travesura. Era injusto desear que fuera la misma persona de hace unos años, pero ¿cómo se podía evitar eso? Todos deseaban ver esa agudeza, esa alegre genialidad que era Dare Debenham antes.

Sonó un golpe en la puerta, y nuevamente era Salter.

—Lord Darius desea hablar con usted, milord. Tragándose un estúpido «¿Está bien, entonces?», Simon lo siguió, comenzando a pensar que había hecho el tonto. Tal vez Dare, como todos los seres humanos, a veces tenía dolor de cabeza o malestar de estómago. Pero había olvidado a los niños; por lo tanto, tenía que ser grave.

Salter lo llevó al dormitorio de Dare, donde lo encontró totalmente vestido y aparentemente normal.

—Gracias por hacerme llegar el mensaje de los niños.

—No hay de qué. ¿Cómo es que te has olvidado de ellos?

Dare curvó los labios.

—Ambición, desesperación, angustia. Se me metió en la cabeza poner fin a esta tontería de una vez por todas y no me tomé la dosis de la tarde.

—¿Y eso te vuelve olvidadizo?

—Eso quita importancia a todo lo que no sea el opio.

—¿Y ahora?

Dare torció la sonrisa.

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—Todo vuelve a estar en su sitio. Debo ir a ver a Pierre y Delphie, pero quería hablar contigo. —No lo había mirado mientras hablaba, pero en ese momento desvió la vista—. Te aseguro que no soy un peligro para nadie.

—Para Mara —dijo Simon francamente.

A Dare se le contrajo la cara, pero fue más un ceño que una mueca.

—Te aseguro que no está en peligro por mi parte.

—¿Pero tú estás en peligro por parte de ella?

Entonces Dare lo miró, con una expresión de sorpresa y un poquito de humor, que lo hizo conmovedoramente parecido al amigo de su infancia.

—Claro que no.

—¿Estás seguro? Es un demonio cuando se lanza a una cruzada.

—Es el pelo.

—La enviaré de vuelta a casa de Ella...

—¡No! —exclamó Dare—. No —repitió más calmado—. Lo que necesita es tener otros intereses. Dale entretenimiento y me olvidará.

Simon lo dudaba. Recordaba su propio enamoramiento, que tal vez fue algo lento, pero que sintió como el golpe de una caída en picado, y totalmente incontrolable. Pero dijo:

—Buena idea. ¿Vas a participar en la juerga?

—Siempre que pueda. —Miró el reloj —. Debo irme.

—Sí, cómo no. Nos marcharemos pronto.

—No te precipites. Es bueno para mí teneros aquí, y prometo no volver a mostrarme impetuoso. Lento y parejo se gana la carrera, como dicen.

Su tono sonó árido como un desierto. Se dirigió a la puerta y Simon salió con él.

—¿Tiene final la carrera?

—El día de mi cumpleaños, veinticuatro de junio. Estoy resuelto. O lo consigo o muero. Pero no te preocupes. Es mi intención volver a Long Chart para el Armagedón.

Simon lo observó alejarse y echó a andar hacia su dormitorio. Armagedón, la tremenda batalla del fin del mundo. Por lo que sabía del intento de librarse del opio, el concepto era apropiado. Una vez Dare le dijo: «Tomamos opio para calmar el dolor, el dolor de la mente, del cuerpo o de ambos, pero yo creo que lo embotellamos. Y algún día tenemos que dejar salir al demonio».

Entró en la salita de estar y encontró a Jancy y Mara jugando al ajedrez.

—¿Y bien? —le preguntó ésta.

Tensa como la venda de una herida, pensó él.

—Se sentía mal, nada más.

—Debido al opio —dijo Mara.

Simon descubrió que no era capaz de mentir.

—Sí, pero ahora está bien. Está con los niños.

—Y no iría a verlos si estuviera mal. Simon, deseaba hablar contigo. Necesito saber más...

—No, no lo necesitas. No te entrometas, Mara.

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—¡No me entrometo! Bueno, tal vez sí, pero no puedo desentenderme del sufrimiento de un amigo, sobre todo estando bajo su techo.

—Te lo dije. Dare está reduciendo lentamente la cantidad de opio que toma, lo que permite a su cuerpo acostumbrarse con menos y menos. Ahora toma una dosis muy baja y con el tiempo podrá dejarlo totalmente. Y ya está. Pero es un proceso difícil, así que no le hace ninguna falta afrontar circunstancias agravantes extras.

—Espero no ser una circunstancia agravante, pero no me refería a eso. ¿Estuvo prisionero? Me pareció muy angustiado en la mazmorra de la Torre.

Condenación, pensó Simon, y fue a sentarse junto al hogar.

—Sí.

—¿Por los franceses?

—No.

—¿Por quién, entonces? ¡Dímelo, Simon!

—Por la amable viuda.

Ella agrandó los ojos.

—¿Madame Bellaire? No me extraña que dijera que era malvada.

—Al principio, su prisión fueron sus heridas, y entonces ella tenía un buen motivo para darle láudano, pero le daba más cantidad de la necesaria y más veces de lo que era necesario, y luego continuó dándoselo cuando ya no lo necesitaba. Y el día que comprendió lo que ocurría, el daño ya estaba hecho. La adicción se convirtió en una especie de prisión, pero la verdadera prisión eran los niños. Si él se rebelaba de alguna manera, ella los castigaba a ellos.

—Dios santo —exclamó Mara, muy pálida.

—Y al final se convirtieron en prisioneros de ella de verdad, él, los niños y Arabel Delaney, sin saber qué iba a ser de ellos. Mara hizo una honda inspiración.

—No más mazmorras, entonces. Y probablemente estará mejor sin mi molesta compañía. Pero tú y los Pícaros lo obligaréis a salir, ¿verdad?

—Tal vez nos fiamos más de su juicio de lo que pareces fiarte tú.

—Yo no lo obligué a nada, simplemente se lo pedí. Quizá tendríais que pedírselo. Igual fue al teatro porque alguien se tomó la molestia de invitarlo.

Simon consideró la posibilidad de que ella tuviera razón. Todos se habían esmerado en dejar que Dare impusiera el ritmo, pero tal vez sí necesitaba ayuda. Averiguaría por qué había ido al teatro con Stephen y Francis la otra noche. Hablaría con los otros Pícaros, aun cuando encontraba mal hacerlo a sus espaldas.

—Y hablando de la ayuda de los Pícaros a otros Pícaros —dijo Mara—. ¿Qué se puede hacer por Hal y Blanche?

—¿Qué les pasa a Hal y Blanche?

—Colijo que no son totalmente felices debido a que ella no se siente cómoda entre los miembros de la alta sociedad. Los Pícaros podéis solucionar eso, ¿verdad?

—¿Cómo? —preguntó Simon, y miró a Jancy, desesperado por el alivio de su compañía.

Esta se levantó.

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—Después de un día como este, necesito acostarme temprano. Mañana podemos hablar de eso.

—Ah, por supuesto —dijo Mara, y un leve rubor tiñó sus mejillas revelando su candor y comprensión—. Buenas noches.

Mara se detuvo en el corredor, sintiendo verdadera lástima de sí misma, sin saber del todo por qué. ¿Porque Simon y Jancy iban a gozar del amor conyugal? Ya le llegaría su turno.

¿Porque le habían advertido que no se entrometiera en la vida de Dare y ella había aceptado tácitamente? Eso le dolía, sobre todo cuando le parecía que igual no lo vería nunca.

Debería irse a acostar, pero era temprano y se sentía desasosegada. En lugar de entrar en su dormitorio, echó a andar por el corredor.

Dare estaba con los niños, por lo tanto en la planta de arriba, pero finalmente bajaría. A su dormitorio. Debería saber dónde estaba su dormitorio por aquella visita ilícita, pero no se había fijado en los detalles.

¿Era ese el corredor por el que pasó con él esa noche? Sí. Reconoció un retrato de un niño muy feo, abrazado a un perro pequeño de nariz chata, un carlino, tal vez. Entonces este es su dormitorio, pensó, al llegar a la última puerta a la izquierda.

Se detuvo con el oído atento, pero no oyó ningún sonido. Miró a uno y otro lado, para comprobar que no había nadie mirando, y colocó la palma sobre la reluciente madera de roble, intentando sentir... ¿qué? ¿Una percepción de él?

Qué tontería. Se alejó a toda prisa. Debería irse a su dormitorio a leer, pero estaba tan desasosegada que no soportaría leer ni siquiera Tales of Fancy.

La enorme casa estaba absolutamente silenciosa. Bajó sigilosamente la escalera, sintiéndose como una ladrona, aunque encontró emocionante esa sensación. Pegó un salto, sintiéndose culpable, al encontrarse con una criada que acababa de salir del comedor con una escoba y un trapo, pero la mujer se limitó a hacerle una venia y continuó su camino a toda prisa.

Avanzó otro poco por el vestíbulo, y se giró a mirar la escalera, recordando a Dare cuando la llevaba en brazos, pero no apareció ninguna representación fantasmal de ese momento.

De pronto se sintió absolutamente sola. Sin duda los criados estaban disfrutando del rato que tenían para ellos antes de irse a la cama. Dare estaba con los niños. Simon y Jancy se tenían el uno al otro.

No sólo estaba sola, sino que se sentía sola, algo muy insólito. La soledad nunca era un problema en Brideswell, y en Grosvenor Square había tenido la compañía de Ella. Y políticos para la cena, pensó, sonriendo al recordar la broma de Jancy.

Entró en una sala de recibo oscura y fue hasta la ventana a mirar la calle. Por esa calle había pasado descalza y envuelta en una manta. Podría haber ocurrido cualquier cosa.

Y ocurrieron muchas. Qué maravillosa intimidad hubo esa noche; todavía sentía las manos de Dare lavándole los pies. Desde entonces no había habido nada igual, hasta cuando él le cogió las manos en el coche, y después en la biblioteca allí mismo; y se las besó.

Si no los hubiera interrumpido Jancy, ¿la habría besado en los labios?

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Tocándose los labios, que le hormigueron, salió de la sala. Sí que debería irse a acostar, pero no estaba cansada ni un poquito.

Sobre una mesa vio unas cuantas velas. Cogió una y la encendió con la que se dejaba encendida por la noche, que estaba protegida por vidrio. Entonces se dio el gusto de hacer un recorrido por las salas de la planta baja: otra sala de recibo, el comedor, y un saloncito que debía servir como sala de estar de mañana.

Se encontró ante una puerta cerrada, y luego de contemplarla un momento la abrió con sumo cuidado y se asomó. Vio un escritorio con cajones a ambos lados y sillones de piel cerca del hogar, que no estaba encendido. Esa debía ser la sala donde el duque recibía a visitantes a los que no encontraba justificado hacer pasar a la parte de la casa reservada a la familia.

Estaba cerrando la puerta cuando vio un conjunto de retratos en miniatura en una pared. Entró y se acercó a mirarlos, levantando la vela para iluminarlos. Tal como había esperado, eran de la familia.

Los dos retratos ovalados del centro debían ser del duque y la duquesa cuando eran bastante jóvenes. A la derecha colgaba el retrato de un hombre fornido de pelo ralo; el parecido era suficiente para saber que era lord Gravenham, el hermano de Dare, aunque aparentaba más de los veintinueve años que tenía. La mujer de cara redonda que estaba a su lado debía ser su esposa, y los dos bebés sus hijos.

Al otro lado de los retratos de los padres estaba el de una jovencita sonriente de pelo castaño rizado y suelto; esa tenía que ser lady Thea, pero no se entretuvo a mirarla porque acababa de ver uno de Dare.

Ese era el Dare que recordaba: el pelo más largo, mirada traviesa, una sonrisa en sus labios, una sonrisa que prometía travesuras y aventuras. Levantó la mano para tocarlo.

Sintió un ruido y se giró bruscamente, haciendo parpadear la llama de la vela.

El estaba en el umbral de la puerta, sin chaqueta ni chaleco, y la camisa abierta a la altura del cuello. En los brazos llevaba un lánguido gato negro.

—Lo siento, sólo estaba... —Deambulando.

—Fisgoneando —reconoció ella—. Pero no era esa mi intención.

Él avanzó y ella retrocedió un paso, lo que al instante la avergonzó.

Él se detuvo.

—Jetta sólo muerde a los enemigos.

Mara avanzó el paso, aunque eso la dejó demasiado cerca de ese hombre misterioso a medio vestir.

—Entonces asegúrale, por favor, que soy amiga. Él miró a la gata.

—Es una buena amiga, Jetta. —Volvió a mirarla a ella, y la temblorosa luz de la vela le enrareció la mirada—. ¿Necesitas algo?

—No, lo siento.

—Pobre Mara. Has pasado de tedio a tedio. —Sus largos dedos le daban placer a la gata, que la miraba a ella con los ojos entrecerrados, como advirtiéndole que no se acercara más —. Las cosas mejorarán. Pronto estarás fuera hasta la madrugada, bailando y coqueteando.

—Eso espero —dijo ella, pero era mentira. Estaría feliz en esa sosa sala sola con él. Sintió la opresión del silencio y buscó algo que decir—. Esta casa es más grande de lo que parece.

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—Comprendes entonces por qué estaba deseoso de tener huéspedes.

—¿Aunque los evites?

Él dejó de acariciar a la gata y pasado un momento siguió.

—Mis disculpas.

—No, las mías. Estabas indispuesto.

—Sí.

Mara se sintió como si hubiera llegado al borde de un precipicio en medio de la niebla, pero no era capaz de retroceder a terreno más seguro.

—¿Le molestará si la acaricio?

—Lo dudo.

Dejó la vela sobre una mesita, se acercó más y alargó la mano. Al no ver ningún rechazo, le acarició el cálido pelaje.

—Es bonita.

—Se cree muy importante. No la adules más.

Mara se rió al oír un ronco ronroneo, y lo agradeció. Estaba muy consciente de su proximidad con Dare, de sus dedos que casi se tocaban al acariciar él primero y luego ella; en armonía.

—Es la gata de los niños —explicó él—, pero cuando ya se han dormido ronda por la casa para asegurarse de que todo está bien.

—¿Como haces tú?

—No, yo sólo rondo. Deberías irte a acostar.

Ella detuvo la mano sobre el cálido y sedoso cuerpo de la gata.

—¿Tú crees?

Él retrocedió, dejando a la gata fuera de su alcance, generando aire frío entre ellos.

—Si no, estarás muy cansada para las aventuras de mañana. Una cacería de sedas, creo.

—Sí.

Él miró hacia los retratos y dijo:

—Ese de ahí está muerto, Mara.

Ya había llegado a la puerta cuando ella encontró la voz para gritar:

—¡No, no lo está!

Él continuó caminando sin vacilar.

Ella corrió hasta la puerta y se quedó ahí mirándolo subir la escalera a la tenue luz de la vela del vestíbulo. Apagó la suya y subió a su dormitorio por esa misma escalera en penumbra.

A la mañana siguiente ese encuentro con Dare tenía todos los visos de haber sido un sueño, pero ella sabía que ocurrió. Sus enredados pensamientos durante la noche no le ofrecieron ninguna interpretación.

Tomó el desayuno en la habitación y resultó que ya estaba vestida y lista para la visita al almacén de sedas demasiado temprano, así que se sentó a escribirles a su hermano y hermanas

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pequeños. A Benji le escribió al colegio y a Jenny y Lucy a casa, contándoles lo de la exposición de maquetas de corcho. Incluso añadió unos dibujos del volcán.

Aún no había visto el Vesubio en erupción, pero le pareció que ese no era un buen momento para pedirle a Dare que hicieran esa visita.

Selló las cartas y las dejó a un lado, pero aún tenía tiempo de sobra. ¿Qué hacer? Entonces le vino la idea. Iría a visitar a Pierre y Delphie y les preguntaría qué les parecían las maquetas de corcho que les había comprado Dare.

Tiró del cordón para llamar a un lacayo para que la llevara a los aposentos de los niños. Si Dare estaba con ellos, eso sería la nata que coronaría el pastel. Pero encontró a los niños solos, acompañados de una de las niñeras, y le pareció que los alegró verla.

El aula tenía muy buena iluminación, y estaba amueblada con mullidos sillones y las sillas de madera de los escritorios. La encontró parecida a la de los aposentos de los niños de Brideswell, porque se veía claramente que la mayoría de las cosas habían sido usadas por generaciones de Debenham.

¿Habría jugado Dare ahí?

Casi seguro.

De las paredes colgaban cuadros apropiados para los niños: un colorido paisaje italiano, una batalla naval con mucho humo, un niño jugando con unos gatitos, y un cuadro medieval de caballeros en un torneo. En un rincón se alzaba una armadura en miniatura.

Las dos maquetas de corcho estaban sobre una mesa baja. —Mi papá dice que un día iremos a ver explotar el volcán —dijo Pierre.

—Yo creo que tiene que ser terrible —musitó Delphie.

Mara le acarició el pelo.

—No tienes por qué ir.

—Pero yo quiero ir con mi papá.

Yo también, pensó Mara.

—Milady Mara, venga, por favor, a ver mes soldats —dijo Pierre, cogiéndole la mano y tironeándola hacia la mesa en que estaban formados soldados de dos ejércitos en miniatura. Delphie le cogió la otra mano.

—¡No! Debe ver ma maison depoupé.

Mara se sintió como el bebé por el que se peleaban las dos madres ante Salomón.

—La casa y después los soldados —dijo.

Pierre cedió de buen talante pero no las acompañó a ver la casa de muñecas. Era una obra magnífica. Posada sobre una mesa baja, le llegaba hasta la coronilla. Habían quitado las paredes de tres lados, para dejar a la vista las habitaciones, y sólo la fachada estaba en su lugar.

—Vaya, pero si es Yeovil —exclamó, observando los detalles encantada.

—¡Oui, milady! —La casa estaba sobre una tabla giratoria, y Delphie la hizo girar para señalar una habitación—. Estamos aquí.

Era el aula, y contenía cuatro muñecas que más o menos representaban a un niño, una niña, y dos niñeras.

—Es mágica —dijo Mara—. Veo los dormitorios, la biblioteca y la sala de recibo del duque. —En el semisótano, la cocina y las despensas estaban ocupadas por muñecos que representaban a

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criados y criadas. Del cielo raso de una despensa colgaban jamones y otras carnes de yeso—. Me siento como si pudiera entrar.

—Moi aussi —dijo Delphie—. Me gusta pensar dónde debe estar mi papá.

—¿En la cocina o en una de las despensas? —bromeó Mara, y Delphie se rió.

—Mi papá no está nunca en la cocina.

—¿Dónde está ahora, entonces? —le preguntó Mara, porque deseaba saberlo.

Delphie hizo girar la casa.

—No está en el comedor. No está en el salón principal...

Mara la oía enumerar salas y habitaciones, maravillada. La casa era asombrosa.

—No está en su dormitorio —entonó Delphie.

Mara reconoció el dormitorio de Dare y sintió arder las mejillas.

—Esa es mi habitación —dijo, apuntándola.

—Alors, la vamos a poner ahí —dijo Delphie y, cogiendo una muñeca, la colocó dentro.

Mara no protestó, aunque la muñeca era una dama bastante vieja de aspecto severo.

—Mi hermano y su esposa, lord y lady Austrey, ocupan la habitación contigua.

—Ohz?

La niña eligió una figura masculina y otra femenina y las colocó en la cama, y Mara tuvo que morderse el labio.

—Mi papá no está en el salón de baile —dijo entonces Delphie, girando la casa para enseñar una inmensa sala que ocupaba casi toda la parte de atrás —. Algún día habrá un grandioso baile ahí y mi papá dice que nos permitirá mirar un rato. Hay una galería, ¿ve? Ahí estarán los músicos, pero no les molestará que estemos ahí un rato.

Y así Delphie continuó señalando todos los lugares donde no estaba su papá. Mara no pudo reprimirse de repetir la pregunta:

—¿Dónde está?

—En la habitación de Feng Ruyuan. A esta hora siempre está ahí.

Señaló un dormitorio en que había un muñeco muy parecido a Dare al lado de uno de aspecto oriental. Feng Ruyuan, supuso Mara, fuera quien fuera ese personaje; tenía la cabeza totalmente calva y vestía una especie de hábito de monje, aunque rojo.

—¿Quién es Feng Ruyuan? —preguntó, sintiéndose como si le estuvieran enseñando una puerta a otro mundo.

—Un amigo de mi papá. Viene a visitarnos, pero nosotros no vamos a visitarlo, porque ahí es donde mi papá lucha con la bestia.

La niñita dijo eso igual como habría dicho que ahí él hacía sus cuentas o limpiaba sus armas.

A Mara no se le ocurrió qué decir, pero entonces Pierre amplió la información desde el otro lado de la sala:

—Algún día Feng Ruyuan me va a enseñar el camino del dragón.

—A mí también —dijo Delphie.

—El dragón no es para niñas.

Delphie se giró a mirarlo, con las manos en las caderas y le dijo en francés:

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—Le pregunté al tío Nicholas y me dijo que era para las niñas que lo deseaban.

—Una dama no lo desearía, y tú deberás ser una dama algún día. —No deseo ser una dama si eso significa que no puedo ser dragón.

—¡Delphie, Pierre! —exclamó la niñera, y les soltó un sermón en francés, reprendiéndolos y tranquilizándolos al mismo tiempo. Después dijo en inglés —: Ahora debéis disculparos ante lady Mara por vuestro mal comportamiento.

Los niños se disculparon pero estaba claro que seguían hirviendo de rabia. Mara estaba de parte de Delphie, pero buscó la manera de cambiar de tema.

—¿Qué te parece si ahora me enseñas los soldados? —dijo a Pierre.

Delphie le cogió la falda. —Preferirá a mis muñecas. Mara se liberó y le cogió la mano.

—Vamos a ver los soldados, Delphie. Después de todo, los soldados son muñecos pequeños.

—Ahora sí que la has fastidiado.

Mara miró hacia la voz y vio a Dare, con expresión divertida. Ya había visto el horror en las caras de los dos niños por su descuidada comparación.

Después de saludar a Dare, Pierre la miró a ella con actitud combativa.

—Milady Mara...

—Pierre —interrumpió Dare —. Un caballero no contradice a una dama nunca.

—Pero, papá, ¿y si la dama está equivocada?

—Una dama nunca está equivocada. Y, Delphie, una damita nunca discute con una dama mayor.

Delphie miró a Mara con la frente arrugada.

—¿En serio? Mara se echó a reír.

—Sería muy tedioso, ¿verdad? Pero discutir nunca vale la pena. A no ser que sea un asunto de conciencia, pues entonces debemos mantenernos firmes. Os pido perdón a los dos por haberos ofendido, y si vuestro padre está de acuerdo, primero miraré el ejército y después las muñecas.

Delphie aceptó de mala gana, pero no los acompañó a mirar los soldados de juguete.

Los soldados eran representaciones de regimientos franceses y británicos formados para la batalla de Salamanca, le explicó Pierre.

—Mi papá no estaba en el ejército cuando se produjo la batalla de Salamanca, pero Riggs sí, y él me ha contado cómo fue exactamente.

—Riggs es uno de los mozos —explicó Dare.

Mara admiró las detalladas figuras y vio algo de acción, pero no pudo dejar de pensar en todas las vidas perdidas. Pierre jugaba con el ejército inglés, por lo que a Dare le tocó jugar por el lado francés, pero no parecía importarle, ni tampoco estar experimentando recuerdos sombríos de Waterloo.

Cuando se dejó llevar por Delphie, ninguno de los dos pareció darse cuenta.

Delphie la llevó hasta una mecedora en la que había tres muñecas. Admiró primero a Lucille, un bebé con una cabeza perfecta de porcelana y un ajuar de encajes, y luego a Belle, una muñeca elegante con la cabeza de cera, un complicado peinado y un vestido de seda al estilo del siglo anterior.

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La tercera era..., bueno, llamarla muñeca de trapo sería concederle mucho honor. Parecía estar hecha de ramitas envueltas en tiras de trapo para darle la forma basta de cuerpo y sugerir una falda y corpiño. La cabeza era simplemente una bola de trapo rellena con los rasgos dibujados con tinta.

Delphie la cogió.

—Esta es Mariette, mi amiga especial. Di bonjour, Mariette. Bonjour, madame —dijo entonces con la voz chillona, como si fuera la muñeca. Entonces le habló en francés —. No, Mariette, no es madame, es milady. Milady Mara es amiga de mi papá. Su hermano es un Pícaro, así que puedes fiarte de ella. —Girando la cabeza de trapo de modo que la cara quedara hacia Mara, dijo con voz chillona en francés —: Buenos días, milady Mara. Puede cogerme en brazos si quiere.

Entonces Mara se encontró acunando el conjunto de palitos y trapos y conteniendo las lágrimas. Esos niños inocentes habían compartido la cautividad de Dare; y esa muñeca también, seguro.

—Me siento muy honrada, Mariette —dijo en francés —. Debes de sentirte muy feliz aquí en esta hermosa aula.

Continuó la conversación y habría seguido eternamente si Dare no la hubiera interrumpido.

—Venía a invitaros a una expedición, niños.

—Oui, papá —dijo Delphie, con la atención fija en él, y cogió a Mariette al parecer sin darse cuenta—. ¿Adónde vamos a ir?

—A la exposición de cosas hechas de corcho. —Al ver que ellos miraban dudosos las maquetas, añadió —: Las verdaderas son mucho más grandes y mejores. Os gustarán.

—¿Veremos explotar al volcán? —preguntó Pierre, con los ojos brillantes —. ¡Dijiste que explotaba, papá!

—Hace erupción —corrigió Dare—. Si os dais prisa.

Pierre entró corriendo en la habitación contigua. Delphie tardó el tiempo suficiente para pasarle Mariette a Dare y corrió también. Dare miró la muñeca con gesto irónico, pasando un dedo por la cabeza de trapo.

—¿La hiciste tú, verdad?

—No tenían ningún juguete. Hice unos para Pierre también, pequeñas espadas e incluso barcos, cuando conseguíamos salir impunes. Pero Pierre no se aferra a ninguna de esas cosas. No sé por qué Delphie valora tanto esto.

—Porque no es «esto», sino Mariette.

—Supongo. A veces Pierre la cogía también. Simulaba que era para protegerla, pero en realidad la acunaba y abrazaba. No creo que ahora lo haga.

—Quizá cuando no hay nadie mirando. Tal vez los niños necesitan muñecas también, y no sólo soldaditos.

Él la miró escéptico y fue a poner la muñeca al lado de sus bonitas compañeras.

—Estás de acuerdo con Nicholas. Su hija tiene un soldado de juguete y no me cabe duda de que su hijo tendrá una muñeca.

Mara acarició la cabeza de trapo de Mariette.

—¿Y tú que harás con tus hijos o tus hijas?

—¿Otros que no sean Delphie y Pierre?

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—No son tuyos, Dare. ¿Y si aparecen sus padres y los reclaman?

—Sí.

—Puede que no me case.

—¿Y si te casas?

—Entonces espero permitir que mis hijos sean lo que quieran ser. Mientras lo sean con buenos modales. Porque no hay civilización sin cortesía, y la civilización es nuestro mayor tesoro.

Ella comprendió con tanta claridad como si lo hubiera dicho, que para él la civilización no incluía el opio. No se permitiría tener hijos propios mientras no hubiera derrotado a la bestia.

—Me prometiste no visitar el volcán sin mí —protestó, aunque en tono de broma.

—¿Quieres venir?

—Ojalá pudiera, pero prometí ir a la expedición de la seda. ¿Me llevarás en otra ocasión?

—Por supuesto.

Eso le alivió la preocupación de que él deseaba evitarla. Volvieron los niños y se marcharon con él. Maldita seda, pensó, pero tal vez después podrían encontrar un momento para continuar el trabáis con el Castillo Monstruoso.

No había visto a la gata, y en ese momento Jetta salió de detrás de la cortina y fue a echarse hecha un ovillo en la mecedora donde estaban las muñecas.

—Así que también te gusta Mariette, ¿eh?

Lógicamente, la gata no contestó.

Salió de la sala pensando en Dare. Estaba acostumbrada a solucionar problemas y a curar heridas, pero ahí se arriesgaba a hacer más daño que bien.

Ese de ahí está muerto, Mara.

¿De veras la malvada Thérèse Bellaire había matado al Dare de sus recuerdos dorados?

Cuando abrió la puerta de su habitación, Ruth exclamó.

—¡Por fin viene, milady! El coche ya ha llegado. Dese prisa.

Mara se apresuró a ponerse la capa y bajó al vestíbulo, donde estaba Jancy esperándola.

—Vamos —dijo esta, nerviosa —. Nos están esperando en el coche.

—Son amigas nuestras, Jancy —dijo Mara dirigiéndose a la puerta con ella.

—¡Pero yo no las he visto nunca!

—Son amigas de todos modos.

Y en realidad, al poco rato de partir, lady Ball y lady Middlethorpe insistieron en que las tutearan llamándolas Laura y Serena.

—Al fin y al cabo —dijo lady Middlethorpe—, todas somos de los Pícaros.

Mara se guardó de corregirla diciendo que ella no. Aunque lo sería un día, pronto.

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Una hora de trayecto las llevó a un edificio algo antiguo de ladrillo al que sólo un pequeño letrero identificaba como una casa de comercio. Debajo de caracteres chinos se leía en inglés: «Lee's Finest Silk Emporium

9». Cuando el lacayo golpeó la puerta pintada de rojo, Mara dudó de que dejaran entrar a un grupo de inglesas.

Pero pasado un instante de sorpresa, el oriental que abrió la puerta se inclinó ante sus adineradas visitantes y las invitó a entrar.

Todas emitieron exclamaciones ante el tesoro de sedas. Rollos de seda de todos los colores llenaban estantes desde el suelo al cielo raso y muchos chinos subían y bajaban escaleras sacándolos y poniéndolos sobre mesas, donde otros cortaban largos. A veces llevaban los rollos a la trastienda, desde donde tal vez los enviaban a los compradores.

Había otras personas inglesas ahí, mirando las sedas y comprando, pero se veía a las claras que el pequeño grupo de mujeres elegantes, escoltadas por un lacayo, estaba fuera de lugar

Se les acercó un hombre a saludarlas. Como los demás, vestía una larga túnica y llevaba el pelo recogido en una coleta, pero su túnica era de espléndida seda bordada, e iba cubierto con un sombrero negro.

—Vendemos principalmente al por mayor, honorables señoras —dijo el señor Lee, inclinándose por la cintura—. Pero sois muy bienvenidas.

Entonces les ofrecieron té, sin leche ni azúcar, en unas tazas pequeñas sin asas, y también un cuarto tocador para que se arreglaran o hicieran sus necesidades. Estando embarazada, Jancy lo agradeció mucho. Después el propio señor Lee les hizo un recorrido por el establecimiento.

Mara no tenía intención de comprar nada; tenía toda la ropa que necesitaba y no tenía casa que decorar. Simplemente se dedicó a disfrutar de la abundante belleza y los perfumes: sándalo, tal vez incienso y otros que no logró identificar.

Cuando vio que Jancy miraba vacilante un largo de seda azul claro estampada que era evidente que le gustaba, se lanzó a cumplir con su deber.

—Cómprala. Es preciosa.

—¡Mira el precio! Me estoy engordando, así que cualquier cosa realmente a la moda ya no me entrará dentro de dos meses y el próximo año dirás que ya no está de moda.

—Te aguardan varias semanas de reuniones sociales —dijo Mara—, y la primera impresión importa. Una buena costurera te hará un vestido que se pueda ensanchar. En cuanto al próximo año, rara vez la moda cambia drásticamente.

—Ah, pues sí que cambia. Más adornos, menos adornos. Este año fruncidos, el próximo volantes. Y el color. No lo olvides, soy hija de la dueña de una mercería.

—El año pasado azul celeste, este año azul azul. El año pasado amarillo narciso, este año amarillo prímula. Las verdaderas diferencias son tan tenues que no tienen sentido, y cambiar los adornos es muy fácil. La señora se va a llevar un largo de esta seda para un vestido —dijo al dependiente—. Un largo generoso. Jancy, ¿cuánto?

—Diez yardas, pero esa seda es casi idéntica y de mejor precio.

9 Emporio de las más finas sedas de Lee. (N. de la T.)

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—Quieres decir más barata. Esta es de calidad mucho mejor, ¿verdad? —dijo al dependiente.

Él hizo una venia.

—Sí, honorable señora.

—Qué te va a decir él —masculló Jancy, pero aceptó la compra y luego otra de seda verde musgo con bordados en blanco y dorado.

—Con esto te harán un espectacular vestido de baile —la animó Mara—. Todos hablarán de la hermosa esposa de lord Austrey.

Vio el resultado de sus bien pensadas palabras. Jancy sufriría los tormentos del infierno por Simon; era capaz de soportar pagar un poco más de lo que le resultaba cómodo, bueno, muchísimo más.

Ateniéndose al principio de golpear mientras el hierro está caliente, añadió:

—Y, es de esperar, de la hermosa casa de lord Austrey.

—Si te refieres a la casa Marlowe, no es de Simon, es de su padre.

—Es como si lo fuera, puesto que mi padre detesta Londres. —Aún así, no tengo idea de qué podría ser necesario redecorar.

Acabábamos de entrar cuando ya estábamos fuera. Mara tuvo que conceder eso.

—Lleva largos de cualquier cosa que te guste. O que podría gustarle a Simon.

—¡Tirana!

—¡Tacaña!

Se sonrieron y Jancy se entregó a la tarea de pedir largos de seda para cortinas y tapicería. Mara la dejó en eso pensando en el poder del amor. ¿Qué haría ella para agradar a Dare?

Cualquier cosa.

Se detuvo a pensarlo.

Sí, haría cualquier cosa.

Incluso viajaría por el mundo con él, porque estar sin él sería peor.

—Esa es bonita —dijo Jancy a su lado —. Compra algo.

Mara centró la atención en la tela que tenía delante: un grueso satén blanco con guirnaldas de rosas rosa bordadas. Buen Dios, le recordaba la bata que le regaló su cuñada para su último cumpleaños. La detestaba, pero nadie la había visto aparte de Ruth.

—No es mi estilo —dijo.

—No creo que lo sea, pero estabas sonriendo de una manera... ¿Y esta? ¿O esta? —Apuntó a un buen número de rollos de sedas preciosas —. Debes comprar algo, Mara, después de obligarme a gastar una fortuna.

Mara cedió y pidió un largo de seda finísima color melocotón. Pasado un tiempo descubriría que sentía aversión por esa seda y se la regalaría a Jancy, a la que le sentaría maravillosamente bien.

Ya todas saciadas, se despidieron y se marcharon, dejando a un comerciante más satisfecho aún. Pero ya había pasado el mediodía y Mara sentía que le rugía el estómago. No vio ningún letrero de posada apropiada para damas, pero cuando subieron al coche el lacayo le pasó a Serena una cesta de mimbre. Ella la abrió y les ofreció frutas, pasteles y sidra. Totalmente satisfechas, se

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relajaron para hablar de modas y de la sociedad mientras el coche las llevaba de vuelta al barrio Saint James.

Mara recordó el asunto de Hal y Blanche y sacó el tema.

—Tienes razón —dijo Serena—, debemos hacer algo.

Laura pareció dudosa.

—A saber cuántos hombres han conocido a Blanche primero con Lucien y luego con Hal.

—Los Pícaros me presentaron en sociedad —dijo Serena—, aun cuando mi primer marido me había involucrado en asuntos nada decorosos. Ninguno de los hombres participantes removió la olla. No son muchos los dispuestos a ofender a los Pícaros.

—Pero al menos tú estabas casada —señaló Laura—. Claro que deseo ayudar a Blanche, pero sería horrible que la alta sociedad la rechazara públicamente.

—No es que Blanche haya pasado de hombre en hombre —protestó Serena.

Mara comprendió que Serena no sabía lo de la primera profesión de Blanche.

—Necesitamos un consejo de guerra —dijo Serena—. ¿Una cena el lunes en nuestra casa para todos los Pícaros que están en la ciudad?

—Si lo permite el Parlamento —dijo Laura—. Los debates duran hasta muy tarde.

—Entonces la cena la haremos más tarde aún. Le diré a Francis que le escriba a Nicholas, por si puede venir. ¿Invitamos a Hal?

—¿Cómo no? Pero creo que Blanche actúa esa noche, así que él no vendrá.

—¿Se permite la asistencia de la hermana de un Pícaro? —preguntó Mara.

—Por supuesto —le aseguró Serena—. Esto ha sido idea tuya, y deberíamos reclutar a todos los que puedan ayudar. Saint Raven está en la ciudad. Un duque siempre es útil, y casi es un Pícaro de todos modos.

El coche se detuvo delante de la casa Yeovil, pero Mara no hizo ademán de bajarse inmediatamente.

—¿Por qué dices eso? —preguntó. Serena se rió.

—Nació para ser un Pícaro, y encima es hermano adoptivo de lady Anne Peckworth, a la que prácticamente plantaron dos Pícaros, primero Francis, y eso por culpa mía, y luego Con, que se encontró con un viejo amor. Los Pícaros se sintieron culpables, sobre todo dado que ella cojea un poco, así que la tomaron bajo sus alas.

El lacayo había abierto la puerta, y Mara vio que sus paquetes ya estaban entrando en la casa, así que dio las gracias y se bajó.

—Qué injusto —dijo a Jancy nada más entrar—que Saint Raven pueda convertirse en Pícaro simplemente por ser hermano adoptivo de alguien que casi se casó con uno, y que no se acepte a una hermana.

—No creo que se lo considere un Pícaro —la tranquilizó Jancy, mientras iban subiendo la escalera —. Sólo se relaciona con ellos. Cómo hermana, tú estás más cerca.

—La hermana de Dare no. La verdad es que no me viene a la cabeza ninguna hermana que forme parte del grupo. Sólo las esposas, y yo no hago ningún progreso en eso.

—Eres demasiado impaciente.

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—Tal vez debería raptar a Dare y violarlo. ¿No era así como se capturaban las esposas antes? Jancy negó con la cabeza. —Espera hasta que esté bien.

—¿Para raptarlo y violarlo?

—No, claro que no.

—¿No debo esperar? —bromeó Mara cuando se detuvieron ante la puerta del dormitorio de Jancy.

—¡Para! —dijo esta, riendo—. Lo que quiero decir es que cuando esté bien todo podría quedar resuelto. Creo que tú eres especial para él. Simon dijo que nadie lo persuadió de volver a la sociedad antes que tú.

—El parque y la Torre no son la sociedad.

—Pero él mismo se invitó a ir con el grupo al teatro. A Simon le gustaría saber por qué. Yo creo que porque sabía que tú estarías ahí. ¿Lo sabía?

Mara lo pensó.

—Sí.

—¿Lo ves?

Mara se contentó con exclamar «Ooh» y se precipitó a entrar en su dormitorio. Al entrar agradeció que Ruth no estuviera ahí. ¿Podría ser cierto? ¿Que hubiera salido una noche con sus amigos debido a ella? Gozó de esa idea como un gato revolcándose en un matorral de hierba gatera.

Soñadora se quitó los guantes y la papalina, y justo entonces el reloj dio las dos y le rugió el estómago. El ligero refrigerio en el coche no había sido una verdadera comida.

Ay, si pudiera tomar un almuerzo tardío con Dare. Hacía horas que no lo veía, y tenían que trabajar en la novela del Castillo. Tiró el cordón. Cuando llegó Ruth le preguntó:

—¿Está en casa lord Darius?

—Creo que sí, milady.

—¿Sabes dónde?

—No, milady. Es muy reservado, al menos eso me han dicho.

Mara deseó reprenderla por ese tono algo reprobador, pero eso no le serviría; además recordó su resolución de no acosarlo. Aunque esa mañana él la había invitado a ir a la exposición de cosas de corcho con él y los niños, decidió ser recatada por una vez.

—¿Que se dice en la sala estar de los criados sobre lord Darius?

—Bueno, milady, sabe que no soy dada al cotilleo —dijo Ruth, pero continuó—: Todos son criados antiguos de la familia, y lo quieren muchísimo, como es lo correcto sin duda, porque él era un caballero alegre y muy considerado con los demás. Pero... Ese «pero» era el que estaba esperando Mara. Ruth continuó en voz más baja: —Dicen que ocurren cosas raras en el salón de baile.

—¿En el salón de baile?

—Sí, milady. Me advirtieron francamente que nunca fuera allí, y mucho menos por la noche.

—¿Bailes? —preguntó Mara, imaginándose juergas con invitados de mala reputación.

Le gustaba bastante la idea de que Dare ofreciera fiestas desmaradas; en realidad, le encantaría participar.

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—No, milady. Sólo él, el señor Salter y otros «saltando».

Mara estuvo a punto de echarse a reír, pero no era divertido, parecía algo de locos.

—Y se golpean con palos —continuó Ruth ya en un susurro.

—¿Qué?

—Es cierto, como que vivo y moriré. Tom, el segundo lacayo, estaba una tarde haciendo su trabajo y oyó ruidos, así que subió a la galería de los músicos. No dirá nada de esto, ¿verdad, milady?

—No, por supuesto que no.

—Se preocupó, pues era por la tarde, y normalmente no hay actividades a esas horas, ¿sabe? Y vio a lord Darius y a Salter peleando con palos. Palos largos. Principalmente golpeaban un palo contra el otro, pero a veces, dice, se golpeaban el cuerpo. Fuerte, además.

Mara se sintió como si cayera de un vertiginoso remolino a tierra firme.

—El juego de las barras —dijo, comprendiendo que debía dar información dirigida a los criados—. Se puede considerar un deporte. Era un arma popular en la Edad Media. No es más raro que el boxeo.

—Ah —dijo Ruth, al parecer algo decepcionada.

—Simon y sus amigos jugaban a las barras. ¿No te acuerdas? Se iban al prado y armaban mucho ruido golpeando y parando golpes. A veces se golpeaban entre ellos, pero siempre sin intención de hacer daño. Recuerdo esa vez cuando lo jugaron sobre el tronco de un árbol caído atravesado en el riachuelo, representando la historia de Robin Hood y Little John.

Entonces recordó que ese juego había sido idea de Dare. Apareció en su mente como una luminosa escena de verano de jóvenes riendo cayendo del tronco al agua y las chicas exaltadas gritando y animándolos desde la orilla. Ella tenía unos ocho años y Dare estaba señorial y magnífico a sus dieciséis.

—Gracias, Ruth —dijo, volviendo al presente —. Ahora tomaré mi refrigerio, por favor.

Cuando Ruth salió reflexionó sobre la historia, ceñuda.

Jugar a las barras no era algo muy raro, así que tal vez los saltos por la noche tampoco lo fueran. Pero también pensaba que Dare era un excelente actor. ¿De verdad estaría al borde de la locura?

No, claro que no. Pero ya sabía que esa noche iría a investigar lo que ocurría en el salón de baile. Delphie le había señalado la galería de los músicos.

Pero aún faltaban muchas horas para eso, así que se puso a trabajar en El fantasma espantoso del Castillo Monstruoso. Ese tema sí que era una diversión sana.

Anotó todo lo que logró recordar de sus inventos en la posada Yeoman's Arms, luego recordó haber dicho que la Torre sería un buen modelo para su castillo. Dibujó un plano junto a las líneas y al terminar quedó muy satisfecha del dibujo.

Marcó mazmorras, cámaras de tortura y los pasillos secretos por los que deambulaba Anne Whyte disfrazada de fantasma, en los que podría encontrarse con un escorpión (sin Y), al sir sin cabeza (sin Y) y al monje loco cegatón.

Sonrió, pero inundada de tristeza también. Sabía cuánto de esa creatividad había sido producto del opio. Otras veces Dare se veía sombrío y con mucha frecuencia estaba crispado.

¿Cuál era el verdadero Dare Debenham?

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Fuera cual fuera, ya tenía un motivo para pasar un tiempo con él. Miró el reloj y comenzó a anotar los nombres de los personajes. Anne Whyte; sonriendo añadió vyrgen.

Canuto Ornotto-canuto, el duque de Dawlish perdido. Muerto temporalmente.

Ethel la Lista, valiente criada.

Riendo, añadió: Ethel la Tarda, su perezosa prima, y Halfacanuto, el gemelo enano del duque.

En realidad Halfacanuto había sido rey de Inglaterra, pero ella estaba segura de que en esa época el nombre significaba algo noble. No veía la hora de reírse de esa idiotez con Dare.

Sonó un golpe en la puerta y entró Jancy.

—¿Qué te divierte tanto?

Mara le contó lo de los adornos a la novela y Jancy se rió.

—Qué locuelos sois los dos.

—Ah, eso espero —dijo Mara, y llevada por un impulso le preguntó—: ¿Me echarías las cartas?

Ella y Simon eran tal vez los únicos que sabían que Jancy leía el futuro con los naipes. Eso era parte de su legado secreto, de sus primeros años pasados en una familia de gitanos.

—Ah, no lo sé...

—Por favor. Necesito orientación.

—Las cartas con crípticas, Mara. Es muy fácil interpretarlas mal.

—Te dijeron que Simon no moriría en el duelo.

—Y predijeron su herida, aunque yo no quería creerlo.

—O sea, que dicen la verdad. Deseo saber.

Jancy se mordió el labio.

—¡Por favor!

—Muy bien —suspiró Jancy.

Salió y pasado un momento volvió con una hermosa bolsita de seda. Pero de ella sacó una baraja mugrienta con los bordes mellados. Mara no pudo evitar arrugar la nariz.

—Es un regalo de la mujer que me enseñó —explicó Jancy, revisándolas. Cogió la reina de tréboles y se la enseñó —. Esta eres tú. Los tréboles son extravertidos, resueltos y concentrados en sus objetivos.

—A mí los ojos me parecen furtivos.

Jancy sonrió.

—Son de hechura casera, pero tal vez eres algo furtiva a veces.

—Prefiero considerarme astuta. ¿Qué eres tú?

—Diamante. De color blanco, de naturaleza precipitada.

—¿Por qué has vacilado al decirlo?

—Tuve esta misma conversación con Simon. La noche anterior al duelo.

Mara le tocó la mano.

—Lo siento.

—No, no pasa nada. Simplemente es extraño. No sé si deberíamos hacer esto.

—¿Crees que las cartas «causan» las cosas, las hacen ocurrir?

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Jancy se dio una sacudida.

—No, claro que no. Muy bien. Corta unas cuantas veces.

A Mara no le hacía ninguna gracia tocar las cartas, pero obedeció.

—Es una baraja pequeña.

—Sólo usamos las treinta y dos superiores. —Extendió las cartas sobre la mesa—. Elige ocho.

Mara eligió ocho, luego otras ocho, tres veces más, hasta dejar ocho montoncitos de cuatro cartas. Jancy los separó formando cuatro capas y giró la primera de la de arriba.

—El rey de tréboles. —Sonrió —. Un hombre bueno y leal en tu vida, y eso es cierto. Es la carta de Simon. —Giró la siguiente—: La reina de diamantes. Esa soy yo. Este parece un excelente despliegue. La reina de tréboles; todos en su lugar.

—A excepción de Dare —señaló Mara —. ¿Qué carta sería él?

—Por lo que dice Simon de él, de su pasado, el rey de corazones.

Mara asintió, encantada por la imagen, pero deseando que Berkstead no hubiera elegido la reina de corazones para su mensaje. Ensuciaba esa imagen, pero por lo menos no había vuelto a saber de él.

Jancy giró la siguiente carta, el nueve de diamantes, y frunció el ceño.

—¿Qué?

—Ésta también le salió a Simon. Dice cuidado con los objetos afilados o puntiagudos y con las armas de fuego, y prepárate para conmociones.

Mara sintió bajar un estremecimiento de inquietud por la columna, pero dijo:

—Ni Dare ni yo vamos a meternos en ningún asunto de espadas ni armas de fuego, y no predice muerte, ¿verdad?

—No —dijo Jancy. Giró la siguiente carta y sonrió—. El ocho de corazones: amor de un hombre de pelo claro.

—Excelente.

La siguiente carta era un ocho de diamantes y Jancy se lo pensó.

—Esto sugiere algún tipo de brevedad. Un viaje corto tal vez.

Mara se obligó a decir:

—¿O un amor de corta duración?

Jancy la miró a los ojos.

—Eso también. —Giró la siguiente y era el nueve de picas—. Lo siento. Pérdida y planes frustrados.

Mara sintió la tentación de pasar el brazo y barrer las cartas tirándolas al suelo.

—Tienes razón. No deberíamos haber hecho esto. ¿Cuál es la última carta?

Era el diez de diamantes.

—No sirve de mucho. Predice cambio, tal vez cambio de casa.

—Eso sería si me casara. No hay ningún otro motivo para irme de Brideswell.

—Cierto.

La pregunta de con quién se casaría quedó sin respuesta. Cuando Jancy alargó las manos para recoger las cartas, dijo:

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—¿No hay más? Siempre optimista, espero lo mejor.

Jancy detuvo las manos.

—Se supone que las cartas de más abajo predicen el futuro más lejano.

—Veámosla entonces.

—¿Estás segura?

—Sí.

Jancy apartó las dos capas intermedias. Giró la primera de la última: era el rey de corazones.

—Esa tiene que ser buena, ¿verdad? —dijo Mara.

Jancy estaba sonriendo.

—Es maravillosa. Parece decir que habrá problemas pero al final Dare será tuyo.

Mara soltó el aliento, que sin darse cuenta había retenido.

—¿Y el resto?

—El diez de corazones, afortunada en el amor. El nueve de tréboles, más buena suerte, sobre todo en negocios o asuntos legales. El as de diamantes, buenas noticias. La reina de picas, una viuda.

—No seré yo, supongo.

—No, pero es una carta de aviso. La siguiente podría añadir algo. La giró —: El siete de picas, decisiones difíciles. Lo único que puedo decir es que tengas cuidado con las viudas. —Giró la siguiente, el ocho de picas —. Decepciones. —Se apresuró a girar la última y sonrió —. El siete de corazones, deseos cumplidos.

—O sea, ¿que al final todo está bien?

Jancy recogió las cartas.

—Si lo crees.

—¿Tú no crees?

Jancy devolvió con sumo cuidado las cartas a la bolsa.

—Sí que creo.

—Supongo que no podrías hacer una lectura para Dare, ¿verdad?

—No.

—¿No puedes o no quieres?

—No quiero. No es correcto fisgar en la vida de otras personas, Mara. Conténtate con lo que tienes. Parece que tu destino está con él que será feliz.

—Con problemas en el camino.

—Eso no puede sorprenderte.

—No. Y como mínimo los objetos afilados o puntiagudos y las armas de fuego son inverosímiles aquí en el centro de Londres.

—Puede significar cualquier tipo de problema grave si es inesperado.

—No el opio, entonces, y no veo como algo puede ser más grave que eso.

Eso era como silbar al aire, y lo sabía.

—De verdad, Mara, el despliegue ha sido excelente. Todo irá bien.

Mara la abrazó.

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—¿Querías pedirme algo?

—Ayuda con la moda. Laura me envió revistas para que las mire antes de ir a la modista.

—Fantástico —dijo Mara, agradeciendo la distracción.

Pasaron el tiempo mirando modelos de vestidos de última moda, y riéndose de los más ridículos, hasta que llegó la hora de la cena. Mara se cambió el vestido y bajó, rogando que Dare bajara a cenar con ellos. Se le antojaba que eso sería una prueba de que todo iría bien.

El se presentó, e incluso les hizo un entretenido relato de las reacciones de los niños a la erupción volcánica. Pierre estaba fascinado, mientras que Delphie se aferró a él, aunque al parecer también disfrutó.

—La nena no es nada frágil —comentó.

—¿Y a ti? —preguntó Mara—. ¿Te impresionó?

—Medianamente. Está bien hecho. Simon, tenemos que llevar ahí a Mara, antes que ella haga erupción.

Su sonrisa le quitó mordacidad al comentario.

—¿Mañana? —propuso Mara—. No, es domingo. Y el lunes iremos a la modista. Eso podría ocuparnos todo el día.

Jancy emitió un gemido.

—El martes, entonces.

—No veo por qué no —dijo Simon—. Y confieso que deseo ver esa maravilla. Pero el martes ya tendríamos que estar en la casa Marlowe.

Mara casi se atragantó. Desesperada, estaba pensando qué objeción poner cuando Jancy dijo:

—¿Las tuberías siguen ahí?

—Sí, pero han cortado el suministro de gas.

—Es igual, Simon, no me gusta. ¿No se pueden quitar?

—Será un condenado lío. —Pasado un momento, añadió —: Claro que se pueden quitar, si lo deseas.

Mara pudo volver a respirar, pero ya sabía lo corta que podría ser su estancia en esa casa, y en ella se sentía tan cerca de Dare.

Después de la cena Simon propuso una partida de whist. Naturalmente, Mara formó pareja con Dare, y eso la emocionó de una manera totalmente desproporcionada. Pero el whist era una excelente opción, por ser interesante y sin riesgos. Sentarse frente a Dare como pareja en el juego le facilitaba también observarlo; estaba dispuesta a alegar que estaba medio dormida tan pronto como viera en él señales de cansancio o malestar.

Se estaba preparando para decirlo cuando terminó una partida y Jancy llamó para que les trajeran té. Dare se levantó inmediatamente, como si estuviera desasosegado, pero no se marchó. La miró a ella.

—Tocas el arpa, ¿verdad?

—Ese es su único talento —comentó Simon.

—No —dijo Dare, sin dejar de mirarla a ella—. ¿Tocarías para nosotros si hago traer una?

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Mara sintió una repentina timidez, pero aceptó y envió a buscar sus dediles. La timidez no tenía sentido; había tocado acompañada durante años y ahí su público estaría formado por amigos y su hermano.

Pero tocaría a petición de Dare, por lo que debía hacerlo bien. ¿Y qué otros talentos veía él en ella? No cantaba ni dibujaba bien. Escribía haciendo la letra de cualquier manera. Era buena bailarina, sí. ¿Lo habría notado en la boda de Simon?

Cuando entraron el arpa sobre ruedas estuvo un momento probándola y luego se instaló a tocar, temiendo que le temblaran las manos o estuvieran muy débiles. Desvió la mirada de su público y no tardó en fluir la música.

Finalmente miró a Dare. Estaba con los ojos cerrados, lo que podría significar que lo estaba disfrutando, así que tocó para él, tratando de enviarle la ondulante música a su angustiada y fatigada mente.

Miró hacia el otro lado y vio a Jancy y Simon sentados muy juntos en el sofá, sus cuerpos tocándose naturalmente, atraídos por el amor. Ay, si ella pudiera estar así con Dare, pensó, volviendo a cenar la atención y la mirada en las cuerdas. El anhelo se fue intensificando, intensificando hasta que le quitó la fuerza de los dedos. Los demás se movieron para mirarla.

—Lo siento. Falta de práctica. Se me han acalambrado los dedos.

Dare se levantó y caminó hacia ella.

—Música de ángeles. Gracias.

Mara rogó que se interpretara como señal de modestia el rubor que le subió a la cara.

—Como ha dicho Simon, es mi único verdadero talento.

—Y como he dicho yo, no.

—¿Cuáles son los otros, pues?

—¿Buscando cumplidos otra vez?

—Como ya he dicho, una dama nunca puede recibir demasiados cumplidos.

—¿Y nosotros, pobres hombres? —preguntó Simon, repantigado en el sofá—. No valorados por ser hombres.

Mara había olvidado la presencia de Simon y Jancy. Recuperándose, miró osadamente a Dare y a Simon.

—Por el contrario. Veo a dos excelentes especímenes, en todo el esplendor del vigor y la belleza masculinos. Almas nobles...

—Guerreros por la verdad y la justicia —aportó Jancy—. ¡Heridos en la causa!

—Destinados a la grandeza —añadió Mara—. ¿Es necesario que continuemos?

Simon se estaba riendo.

—Ahorradnos el rubor.

—Cuando una dama dice eso, es que busca cumplidos —señaló Mara.

Miró a Dare, esperando ver risa, pero vio tensión. Él se apartó, pero como caminando sin rumbo, o tal vez buscando una manera de escapar.

Se levantó y simuló un bostezo.

—Después de mi actuación y el trabajo de pensar en elogios para dos especímenes tan increíbles, estoy lista para irme a acostar. Disculpadme por favor.

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Nadie puso objeciones, y Dare salió también para acompañarla por la escalera. Simon y Jancy los seguían y ella deseó que no lo hicieran. Ansiaba estar a solas con él, aunque fuera un breve momento. Cuando llegaron a la puerta de su dormitorio, titubeó, pensando si podría invitarlo a entrar para que viera el plano que había hecho del castillo, sólo un momento.

A Simon le daría un ataque de apoplejía.

Dare le dio las buenas noches y se alejó a toda prisa.

Mara tuvo que entrar y cerrar la puerta, recordando que tenía pensado investigar el salón de baile esa noche. Pero llegó Ruth con el agua caliente para lavarse, así que no pudo hacer otra cosa que prepararse para acostarse.

Cuando Ruth se marchó consideró la posibilidad de volver a vestirse; pero sería difícil y, además, su intención era que nadie la viera. Tenía que esperar hasta que todo fuera silencio en la casa.

Se asomó a la ventana a mirar Great Charles Street. Aquí y allá se veían ventanas iluminadas. Una casa tenía tantas que era muy posible que se estuviera celebrando una fiesta. Ante ella se detuvo un coche de alquiler, bajaron dos parejas riendo y entraron en ella. El coche reanudó la marcha y pasó por debajo de su ventana; entonces pasaron dos caballeros con abrigos y sombreros de copa, conversando.

Fuera de esas paredes la vida continuaba, el tipo de vida plena y alegre a la que estaba acostumbrada. ¿En el interior? Pese a la normalidad superficial, la tristeza se cernía por todas partes como un gas inodoro. La prosaica casa Yeovil estaba adquiriendo los aspectos góticos del Castillo Monstruoso.

No sabía cuánto tiempo podría soportar esa atmósfera opresiva, pero no tenía el menor deseo de escapar. Marcharse de ahí era dejar a Dare. Contra toda lógica, para ella eso significaba abandonarlo para que luchara solo. El día anterior le había dado su prenda de favor porque él le había hablado del opio y de su lucha de una manera que, estaba segura, sólo empleaba con muy pocas personas.

Deseaba creer que él la necesitaba. Necesitaba entender. ¿Esos saltos por el salón de baile eran simplemente el juego de la barra o algo más siniestro?

Era la hora. Cogió la palmatoria con la vela encendida y salió de la habitación. Los gruesos tablones del suelo alfombrado y las paredes apagaban casi todos los sonidos. Al pasar junto a la puerta del dormitorio de Simon y Jancy oyó tenues voces, y luego se encontró sola, oyendo el lejano tictac del reloj del vestíbulo. Echó a andar en busca del salón de baile.

Encontró la puerta de doble hoja, aguzó el oído y no oyó nada. Eso no garantizaba que no hubiera nadie dentro, pero le pareció que así era. En lugar de buscar la escalera de atrás que subía a la galería de los músicos, con sumo sigilo abrió una puerta.

Tal como había pensado, no había nadie en el salón. Nadie dando saltos extraños esa noche.

La sala se veía exactamente igual a la de la casa de muñecas. Sillas tapizadas se alineaban a lo largo de las paredes, y tres ventanales largos interrumpían la pared enfrentada a la puerta. Por ellos entraba la luz de la luna, iluminando el suelo con las formas de los paneles, que daban la impresión de baldosas plateadas. Parecía el ambiente ideal para un baile de elfos y hadas.

Apagó la vela, la dejó en el suelo y comenzó a deslizarse por la sala bailando, de esquina a esquina, abriéndose paso por entre bailarines imaginarios, canturreando una melodía en voz baja.

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Vestido para su batalla nocturna, con unos pantalones y camisa blancos y holgados y descalzo, Dare estaba en el oscuro corredor mirando a Mara. Parecía un ser de otro mundo, y lo era. Era de la tierra mágica de Brideswell, lugar que en su mente contenía la luz del sol y risas.

Y él era un habitante del más oscuro infierno.

Pero esa magia era diferente. Bailaba a la mágica luz de la luna ataviada con una holgada bata con dibujos de flores, con el pelo suelto rodeándole los hombros; cautivadora y peligrosa al mismo tiempo. Pero irresistible.

Entró y le cogió la mano extendida.

Ella pegó un salto y emitió un gritito, con los ojos agrandados por el susto. Pero casi al instante se relajó, sonrió y reanudó el baile, con la mano en la de él.

—¿Qué estamos bailando? —le preguntó él, en voz baja.

Ella cambió la melodía.

—Un vals.

Al ritmo del vals recorrieron el salón, y él casi veía a los otros, a los visitantes de otro dominio. Eso se parecía a la locura del opio cuando se sentía tan distanciado de la última dosis que no era capaz de tener visitas agradables.

Tal vez estaba tan distanciado que sentía chocar dos hambres: el atractivo de la bestia y el atractivo de una mujer; el atractivo de esa mujer: Mara. Sólo hacía unos días ella había entrado en su cabeza como una melodía, pero la melodía ya sonaba a todo lo largo de sus inquietos días y noches insomnes. En ese momento sus graciosos movimientos, sus ojos fijos en los de él, sus curvas, su contacto, su olor, lo bañaban y pasaban por dentro de él dejando fuera toda esperanza de cordura.

Debería huir, pero se sentía impotente para hacerlo, como si de verdad estuviera atrapado en un hechizo feérico. El hechizo más delicioso posible, un hechizo al que deseaba rendirse para siempre, para siempre.

Comenzaron a dar los pasos del vals, por lo que él tuvo que poner la mano sobre la seda en su cintura, palpar la curva de su cadera, esforzarse en no pensar en sus pechos.

Exiguos. Esa fue la palabra que empleó ella para describirlos.

Eran perfectos, estaba seguro.

Como todo lo de ella.

Mara apoyó la mano en su hombro y la sintió como un toque de fuego abrasador. Giraron, mirándose a los ojos, hasta que los pasos del baile los volvieron a separar. Ah, baile perverso.

El tiempo dejó de tener sentido, pero cada paso del vals los fue acercando hasta que al girar sus cuerpos por fin quedaron unidos, tocándose. Mientras los bailarines feéricos continuaban bailando, ellos se quedaron detenidos, unidos, apretados y, en el caso de él, ardiendo de deseo de una manera que no experimentaba desde hacía muchísimo tiempo.

—Las patrocinadoras de Almack decididamente no lo aprobarían —dijo ella, con los ojos brillantes de risa, y de algo más.

Algo de lo que él no era digno.

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Pero, inmerso en la belleza de Mara en sus brazos, con su flexible cuerpo apretado contra el suyo, su dulce aroma empapando sus trastornados sentidos, no podía ser noble.

Bajó la cabeza y le besó el hermoso pelo.

—No, de ninguna manera —susurró.

Ella movió la cabeza y a él se le deslizaron los labios hasta su mejilla; la movió otro poco y se encontraron sus labios. Él se apartó.

—No debemos.

Ella le cogió la camisa, impidiéndole apartarse más.

—Bailemos.

Reanudaron el baile, girando lenta, lentamente hasta que volvieron a detenerse, y esta vez el beso tuvo que ser completo.

«¡No debes hacer esto!», gritó con fuerza una voz en la cabeza de Dare, pero la fuerza del deseo superó a todo lo que había sentido por el opio en su vida. El deseo de besar a Mara. Por fin, plenamente. Quería deslizar las manos por su espalda y explorar la ardiente dulzura de su bien dispuesta boca, inspirando todo lo perfecta que era ella.

Como una abrasadora luz del sol, paz y hogar.

Sintió pasar por toda ella el calor de la boca de Dare, como una sacudida, impulsándola a empinarse para apretarse más a él. Él le devoraba la boca con una avidez que igualaba a la suya, tan perfectamente coordinados como al bailar. Se arqueó, sostenida por su fuerte brazo, arrastrada por el placer y el triunfo. ¡Él era de ella, de verdad!

Continuaron girando en el mismo lugar, lento, muy lento, explorándose, moviéndose, besándose, besándose, besándose. Con cada movimiento se rozaban sus piernas, produciéndole estremecimientos por toda ella, estremecimientos de deseo de más, más, siempre más. Nunca se había imaginado que un beso pudiera ser así, tan ardiente, tan apasionado, tan completo y eterno.

Deslizó las manos por su larga y fuerte espalda, presionando, explorando por primera vez el cuerpo de un hombre. Él sólo llevaba unos pantalones y una camisa holgados, por lo que lo podía palpar pulgada a pulgada, con las manos y el cuerpo temblorosos. Sentía sus manos sobre ella; él la estrechó más apretando las caderas a las de ella, más cerca de donde deseaba sentirlo.

Le hormiguearon los pechos y los frotó contra él, y apartó la cara con el fin de tomarse un momento para respirar, sonreírle y hablar; para decirle lo maravillosamente perfecto que era eso.

Él se apartó bruscamente.

—¿Dare?

Con los ojos oscuros y agrandados retrocedió, y continuó retrocediendo en dirección a la puerta.

—¿Dare?

Entonces se giró y echó a correr.

Ella corrió tras él, pero cuando llegó a la puerta, no había nadie en el corredor ni a uno ni otro lado. Imperaba el silencio como si ese beso no hubiera ocurrido jamás. Trató de calmar la respiración jadeante, porque ese sonido y los retumbantes latidos de su corazón la ensordecían, pero era inútil.

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Durante un momento mágico todo había sido perfecto, pero lo había perdido, como si de verdad fuera un príncipe feérico al que habían arrastrado de vuelta al infierno. No. No lo permitiría.

Corrió hasta el dormitorio de él, abrió la puerta y entró. No había nadie.

Evocó la imagen de la casa de muñecas y corrió hacia el que creía era ese cuarto especial. Al llegar a la puerta se detuvo, pues le estaba volviendo la cordura. No se oía ningún sonido en el interior. Le tembló la mano al tocar el pomo y girarlo.

La abrió: oscuridad absoluta. Entonces, a la tenue luz de las lámparas del corredor, vio no una habitación sino una escalera. Una de las sencillas escaleras de servicio.

¡Se habría equivocado de puerta!

La cerró. La puerta de ese cuarto tenía que estar cerca, pero ya la había abandonado el valor. Dare había huido como si ella fuera un demonio; ¿cómo podría localizarlo?

Continuó ahí, friccionándose los brazos, con los oídos atentos, desesperada por oír aunque fuera una insinuación de sonido que le indicara que él seguía ahí, bajo ese techo, en ese mundo.

Ya sabía que esa imagen era correcta; él vivía en dos mundos. Uno, el mundo normal de luz diurna, sedas y sociedad, pero sólo lo visitaba desde la mazmorra en que estaba atrapado por la bestia del opio.

Bueno, pensó, enderezando la espalda y echando a andar hacia su dormitorio, esa siempre había sido su intención: rescatar a Dare. No había cambiado nada aparte de que entendía mejor el resplandor de la luz y la intensidad de la oscuridad.

Y después de ese beso él ya era de ella, para quererlo y cuidarlo, por mucho que él rechazara esa realidad.

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Mara durmió mal, pero por la mañana tuvo que intentar mostrarse animada, por Ruth. El cielo la amparara si su doncella se enteraba de su aventura nocturna.

Cómo deseaba tener a alguien con quien hablar del asunto, pero no se imaginaba contándole ni siquiera a Jancy lo ocurrido. Seguro que esta se lo diría a Simon y antes de una hora ella estaría instalada en un coche de camino a Brideswell.

Simon temería que los besos llevaran a más, a su pérdida de la virginidad antes de casarse. Y bien que podría tener razón. Si continuaban besándose, si Dare introducía las manos por dentro de su ropa, si la tentaba susurrándole...

Ruth entró con el desayuno.

—Arriba, milady, tiene que levantarse.

Traía la bandeja equilibrada sobre algo parecido a un rollo de tela negra. Puso la bandeja en la mesilla y le pasó el paquete.

—Esto acaba de llegar, milady. Debió olvidarlo.

La tela negra era un envoltorio en que estaban estampados caracteres chinos. En una tela igual le habían envuelto la compra en la tienda del señor Lee.

—¿Y ha llegado en domingo? Ruth sorbió por la nariz.

—Supongo que esos paganos no hacen caso del día del Señor, milady.

Mara dejó a un lado el paquete.

—No es mío. Debe de ser de lady Austrey. Entrégaselo a su doncella, por favor.

Se sentó a tomar su desayuno y a pensar en Dare, omnipresente en sus pensamientos. Se había pasado la mitad de la noche intentando idear un remedio mágico. En ese momento se encontraba ante un problema más vulgar. ¿Cómo la trataría él después de lo ocurrido?

Podría ocultarse de ella otra vez, pensó. Pero cuando bajó para ir a la iglesia, él estaba esperando en el vestíbulo con Simon y Jancy. Se encontraron sus ojos y se miraron intensamente un momento, y luego los dos actuaron como se esperaba. O, en el caso de ella, particularmente alegre, debido al alivio.

Jancy se le acercó a decirle en voz baja:

—¿Querías mantener en secreto la seda, Mara? Yo te la guardaré.

—¿Qué seda?

—El satén con rosas.

—Yo no la compré.

—Eso no es lo que ponía en el envoltorio. Tal vez el señor Lee te la ha enviado como regalo.

—Qué raro. ¿Venía algún mensaje?

—Viene un papel con algo escrito en caracteres chinos. Después te lo daré.

Se acercó Dare a ofrecerle el brazo y todos salieron de la casa.

—¿Pasa algo? —le preguntó él.

Nuevamente se encontraron sus ojos, hablando de esa noche.

—Nada, fuera de que huiste —contestó ella en voz baja.

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—Eso no debería haber ocurrido. No deberías haber estado ahí.

—No lo lamento, Dare. Te amo, te quiero.

Lo miró desafiándolo a evadirse de eso.

Pero antes que él pudiera reaccionar, Simon y Jancy se pusieron a un lado caminando al mismo paso.

—Olvidé deciros que recibí un mensaje de Hal —dijo Simon —. Estará con Blanche en la abadía también, junto con Stephen y Laura. Para probar las aguas.

—A nadie se le ocurriría hacerle un desaire a otra persona en una iglesia, ¿verdad? —dijo Mara.

—Siempre hay maneras sutiles —contestó Dare—, pero es buen sitio para hacer una prueba. Muchos de los aristócratas anticuados van al servicio ahí, y ellos son los más propensos a mostrarse reacios.

Entraron en la antiquísima iglesia y la encontraron inundada por las voces angélicas de los niños del coro. Mara recordó que había propuesto una visita ahí para explorar viejas criptas, pero eso era más celestial.

Sobre todo asistir al servicio dominical del brazo de Dare, casi como si fuera su marido.

Fueron a sentarse junto a los Beaumont y los Ball, y durante el servicio Mara rezó más que nunca en su vida, pidiendo que Dare resultara victorioso en su lucha contra el opio y fueran felices juntos el resto de su vida. También se acordó de rogar que los Pícaros encontraran la manera de conseguir que Blanche fuera aceptada totalmente por la alta sociedad.

Cuando salieron a la luz del sol, su grupo se convirtió en el centro de atracción para los amigos y conocidos. Nadie trató a Blanche con frialdad, pero Mara observó que algunas personas se mantenían a distancia. Eso era revelador, porque pocos miembros de la alta sociedad harían caso omiso del hijo de un duque, el heredero de un condado y un prominente político.

En el grupo que los rodeaba predominaban los caballeros elegantes más jóvenes, muchos visiblemente encantados por ver a Dare de vuelta en el torbellino social. Eso no debía sorprenderla. Indudablemente él había sido el alma de todas las fiestas de solteros antes de Waterloo.

Mara gozaba de la popularidad de él, sobre todo dado que muchos de esos caballeros coqueteaban discretamente con ella.

Respondía tranquilamente a esos coqueteos, encantada por la lluvia de invitaciones que estaba recibiendo Dare, hasta que se dio cuenta de que él detestaba todo eso.

Necesitaba que lo rescataran. Captó la mirada de Jancy. Esta le dijo algo a Simon. Los caballeros no tardaron en esfumarse y el grupo emprendió el camino de vuelta a Great Charles Street.

—Estar embarazada es muy ventajoso —le comentó Mara a Jancy.

—Y Simon lo insinuó de un modo muy delicado —contestó Jancy.

—Y eso los aterró. Cualquiera diría que ibas a dar a luz ahí mismo.

—Tal vez es muy natural el terror de los solteros a cualquier cosa que tenga que ver con bebés y salas cuna —dijo Dare.

—Oh, qué tontos son estos hombres —observó Mara, interpretando mal lo que había dicho, y cogiéndose de su brazo.

Notó que seguía tenso, pero pronto estaría mejor.

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Simon y Jancy los adelantaron y eso dejó a Mara exactamente en la situación que deseaba, casi sola con Dare.

—Fue bien —comentó—, pero pocas personas mayores se nos acercaron. Eso es muy injusto con Blanche.

—Sin duda eso se debió a mí, no a ella —dijo él —. Creo que la asociación conmigo no va a ayudar a Blanche en absoluto.

—Por el opio. Eso es una tontería. Muchas personas lo toman. —Y algunas incluso son adictas —dijo él, indicando que era una tontería la evasiva de ella—. Pero ninguna de forma tan infame.

—No hay nada vergonzoso en tu situación, Dare, y fíjate en cuántos admiradores tienes. ¿Te han tratado con frialdad en otra parte?

—No he alternado en sociedad en otra parte.

No debería haber sacado ese tema tan peliagudo, pensó ella.

—Encontraré la manera de solucionar esto.

—El pelo, el pelo —se lamentó él —. Mara, no.

Como un rayo la golpeó el recuerdo de ese momento cuando volvían a casa de la visita a la Torre, después que ella le declarara su amor. En sus ojos vio que él también lo recordaba.

—¿Cómo podría evitarlo? —dijo en voz baja—. Te quiero, Dare, te amo. No hay nada que tú ni yo podamos hacer respecto a eso.

—¿Ni aun siendo una terrible desgracia?

—Sabes que no es eso lo que he querido decir. Y si dices que no eres digno de mi amor, te pegaré.

A él se le curvaron los labios.

—Y me pegarías. Espero demostrar que soy digno.

Se detuvo y miró hacia atrás, ceñudo.

—¿Qué? —preguntó ella, girándose a mirar qué era lo que lo preocupaba.

Entonces él dijo:

—No debería decir esto, pero... Mara, ¿me harías el favor de esperarme?

Ella se giró a mirarlo, sintiendo crecer la esperanza, que aumentó al ver la expresión de sus ojos.

—¡Por supuesto! Pero ¿para qué esperar? Me casaré contigo ahora. Bueno, pronto al menos. Tan pronto como lo desees.

Él se rió, con bastante desenfado.

—No. Cuando esté libre del opio.

—La dama fija la fecha, señor.

—En un mundo normal, el caballero hace la proposición.

Ella le apretó el brazo.

—Pero es que deseo ayudarte en la lucha y ¿cómo podría si estamos separados? Pronto Simon me llevará a la casa Marlowe.

—Mara.

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—Siempre consigo lo que quiero, sabes que sí. Tres semanas. Eso da tiempo para las proclamas. Nos casaremos en casa, en Brideswell, quiero decir.

—Si nos casamos, evidentemente debe ser en tu terruño mágico.

—Es mágico, ¿verdad? Y una vez que estés casado conmigo, podemos pasar ahí todo el tiempo que quieras. Te sanará.

—O yo lo contaminaré.

Ella se quedó inmóvil.

—No vuelvas a decir eso nunca más.

—Pero...

—Nunca.

La resistencia que vio en sus ojos, la desconfianza en sí mismo, la aterraron, impulsándola a insistir:

—¿Dentro de tres semanas, entonces?

—No me casaré contigo en este estado.

—Yo me casaría contigo si estuvieras peor aún.

—Pero yo no te permitiré sacrificarte por mí.

Ella puso los ojos en blanco.

—No sería un sacrificio, bobo. ¿Me amas?

Él titubeó, mirándola angustiado, y luego dijo:

—Sí.

Mara guardó silencio un momento para saborear ese precioso regalo.

—¿Me rechazarías si yo me enfermara? —le preguntó, en el tono más calmado que pudo.

—No, pero...

—Pues esto es exactamente lo mismo. —Deseó insistir en una boda apresurada, lo deseaba totalmente bajo su protección y cuidado, pero consiguió decir en tono alegre—: Al menos estamos comprometidos.

—No lo estamos.

—Milord, ¿me vas a plantar?

—Mara...

—¿De qué va la discusión ahora? —preguntó Simon.

Él y Jancy habían vuelto sobre sus pasos para ver qué los tenía detenidos ahí.

Mara miró a Dare y dio el salto más peligroso de su vida:

—Dare acaba de pedirme que me case con él —dijo—, y he dicho sí.

Vio que este apretaba los labios, y Simon también.

—Antes debería haber hablado con nuestro padre —dijo Simon.

—Y hablarás. ¿Verdad? —preguntó a Dare.

Y vio que tenía el aspecto de estar sufriendo un terrible dolor de cabeza. Ay, Dios.

—Si quieres —dijo entonces él, como si le hubiera preguntado: «¿Te pegarás un tiro?»

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—Vamos a casa —dijo la sensata Jancy—, ahí podemos hablar de los detalles, pero tienes mis felicitaciones, Dare.

—Mara es una joya —dijo él en tono monótono—, y de verdad no soy digno de tal honor.

El resto del trayecto transcurrió en un silencio que ni siquiera Mara se atrevió a romper. La iba asustando cada vez más la situación que había creado. Cuando ya estuvieron cerca de la puerta le susurró a Dare:

—No hay ninguna necesidad de hacer público nuestro compromiso todavía.

—Se hará como desees.

—Basta de eso —siseó ella—. Deja de aceptarlo todo. Deja de ser frío y distante. Si no deseas casarte conmigo, dilo. —No tengo la costumbre de mentir.

Ella se detuvo.

—Bueno, ¿entonces...?

—También deseo estrangularte —dijo él, con sorprendente dureza, y entró en la casa delante de ella.

Simon entregó su sombrero y guantes al lacayo.

—Dare, tenemos que hablar.

—Por supuesto.

Mara deseaba insistir en participar en la conversación, pero Jancy la cogió del brazo y la llevó por la escalera hasta su salita de estar. Tan pronto como entraron, le preguntó:

—¿De verdad te lo ha pedido?

—Me dijo que lo esperara. ¿No es lo mismo?

—No exactamente.

—Al cuerno la exactitud. Reconoció que me ama. —Una repentina alegría borró todo lo demás—. ¡Me ama! —Se arrojó en los brazos de Jancy y la llevó bailando por toda la sala—. ¡Me ama! ¡Me ama! ¡Me ama!

Jancy se soltó riendo, con la papalina ladeada.

—Para, loca. Simon está furioso, ¿sabes?

—Claro que lo sé. Es mi hermano. Pero no sé por qué. Dare es su más íntimo amigo.

—Y tú eres su hermana. Desea sólo lo mejor para ti.

—Lo mejor es Dare —canturreó Mara, girando por la sala, sola—. ¡Siempre, siempre, siempre ha sido Dare!

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Ya en la biblioteca, Dare contempló a su amigo pensando de qué manera podría hacer frente a un ataque físico sin hacer mucho daño. Sus ejercicios con Ruyuan lo habían vuelto peligroso.

Pero Simon simplemente se pasó una mano por el pelo.

—¿Le pediste que se casara contigo?

—¿Cómo puedo decir no y seguir siendo un caballero?

—O sea, que no se lo pediste. Le hacen falta unos buenos azotes.

Simon no lo decía en serio, pero de todos modos sintió rabia.

—No. Y no la regañes tampoco.

—Es mi hermana.

—Y mi prometida.

—¿Vas a permitir que te haga esto?

Dare se rió.

—¿Aceptar un cielo impuesto?

Simon lo miró fijamente.

—¿La amas?

—¿Tan increíble es eso? No me cabe duda que muchos hombres se han enamorado de ella desde el día que dejó el aula. Yo soy el afortunado al que ella asegura corresponder el amor.

Simon entrecerró los ojos.

—¿Lo haces para atenerte al honor?

—Espero atenerme al honor siempre, pero en este caso, no. No tenía la menor intención de llegar tan lejos tan pronto, pero lo precipité. Al verla ser el centro de atención —buscó las palabras para darse a entender—, de repente me dio miedo de que algún otro hombre pudiera alzarse con ella antes de que yo tuviera la oportunidad. Así que le pedí que esperara.

—¿Esperara qué?

—A que yo me liberara de la bestia.

—Y si no te liberaras, ¿la dejarías?

Dare desvió la vista.

—Tendría que dejarla. Si no puedo liberarme pronto, dudo de que pueda conseguirlo alguna vez.

—Ese no es motivo...

—Lo es —dijo Dare volviendo a mirarlo—. Sería un crimen contra el cielo.

Simon exhaló un suspiro.

—No voy a tolerar que a Mara le adjudiquen la etiqueta de «plantada», así que el compromiso debe mantenerse en secreto.

—Por supuesto.

—Dare, sabes que no hay ningún otro al que prefiera acoger en la familia. —Se obligó a decir las palabras —: Aunque seas adicto al opio.

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—Creo que preferiría cortarme el cuello antes que tomar opio en Brideswell.

—Eso es una tontería. Está en el botiquín de mi madre.

—Sabes lo que quiero decir. Es una corrupción, una profanación diaria.

Ya estaba demasiado cerca del mediodía para tener esa conversación, pensó. El cuerpo y la mente se le estaban desasosegando, haciéndole difícil pensar. O pensar en algo que no fuera el alivio que le produciría la bestia. Sirvió coñac en dos copas y le pasó una a Simon. A veces el coñac actuaba como sucedáneo, durante un rato.

—Voy a volver a Long Chart tan pronto como tengas lista la casa Marlowe —continuó —. Esta visita a la ciudad no me ha servido para mis propósitos.

Simon bebió un trago de coñac, observándolo con angustiada preocupación.

—¿Qué esperabas?

—Ya no lo sé. —Sintió bajar el coñac, quemándolo, una distracción para la mente y el vientre—. Escapar de una casa en la que todos eran condenadamente considerados conmigo. Poner a prueba mi capacidad para estar con desconocidos. Poner a prueba mi autodominio en un lugar donde se consigue opio en todas partes.

—Todo eso te ha salido bien.

Dare apuró la copa y volvió a llenarla.

—Hay otro problema.

—¿Cuál?

—¿No te fijaste que algunas personas nos evitaron a la salida de la iglesia?

—Debido a Blanche, supongo. No es buena señal.

—Debido a mí.

—¿Por el opio? Eso no tiene sentido.

Tenía vacía la copa otra vez, pero con más no lograría nada, aparte de ponerse ebrio.

—Eso y mi misteriosa ausencia. Mi conexión con una mujer sospechosa.

—¿Qué mujer sospechosa? Por lo que a la alta sociedad se refiere, fuiste cuidado por una respetable viuda belga.

—Que ya no está para corroborar la historia. A muchos les extraña que yo haya tardado tanto tiempo en contactar con mi familia. Hemos asegurado que todo ese tiempo yo no tenía conciencia de mi identidad, pero eso es difícil de creer. Ahora he pensado si no se habrá filtrado que la que me rescató fue Thérèse Bellaire. Hay muchísimos hombres que recuerdan su breve pero brillante temporada en Londres.

—Regentando el mejor prostíbulo que ha conocido la ciudad. Lamento haberme perdido eso.

—No lo lamentes.

Simon hizo un gesto de pena.

—Perdona. El escenario del viaje de Nicholas al infierno, lo sé. Pero no sé cuánto de eso se conoce.

—Lo que nos deja con la creencia general de que yo no volví porque estaba dichosamente débil y atontado por el opio. Lo cual, salvo lo de dichosamente, es cierto en su mayor parte.

Simon miró su copa y la dejó en la mesa lateral.

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—¿No te apetece quedarte en la ciudad hasta que decidamos qué hacer con lo de Blanche? Está claro que hay ciertas dificultades.

—¿De qué podría servir yo? —dijo Dare, pero enseguida se encogió de hombros —. Muy bien, haré lo que pueda mientras esté aquí. Dios sabe que los Pícaros han hecho muchísimo por mí. Pero debo marcharme. Este es otro motivo, Simon: mis momentos de verdadera cordura y cortesía son muy limitados.

A Mara no le hacía la menor gracia enfrentarse con su hermano en esos momentos, así que tan pronto como se quitó la capa cogió el papel con el mensaje en caracteres chinos y salió en busca del amigo chino de Dare. A la luz del día le resultó más fácil encontrar la puerta.

El hombre que encontró tras ella vestía el hábito de monje rojo, y como la figurita que lo representaba en la casa de muñecas, era totalmente calvo. Pero no era viejo, y su altura y hombros anchos sugerían fuerza. Tenía unos ojos almendrados, serios y la cara ancha y de rasgos duros.

Mara retrocedió, nerviosa.

Él no hizo ni ademán de invitarla a entrar, lo que no era en absoluto de extrañar; además, no sabía si habría deseado entrar, pero se sentía violenta ahí de pie en el corredor. Le tendió el papel.

—He recibido esto. Se me ocurrió que tal vez usted podría hacerme el favor de traducírmelo. Creo que está escrito en chino. ¿Es usted chino?

—Sí, milady —dijo él, cogiendo el papel.

La trataba correctamente, aunque ella no había sido tan educada.

—Perdone, señor, pero no sé la manera correcta de tratarlo. ¿Señor Yan?

—Me llamo Feng Ruyuan —dijo él, sin un asomo de molestia por el error—. En mi país el primer nombre es el apellido, por lo tanto, según su usanza, soy señor Feng.

Mara se inclinó en una reverencia.

—Gracias, señor Feng.

Él sonrió y miró el papel.

—¿Quién le ha escrito esta nota, milady?

—Un comerciante.

—¿Está comprometida en matrimonio con él?

—Nooo, claro que no.

—Entonces desconfíe. Este mensaje dice: «Hazte hacer un camisón de dormir con esto, mi amor, para que estés preparada para nuestra noche de bodas».

Mara cogió el papel sintiendo subir el calor por el cuerpo hasta la cara.

—¡Gracias! Por favor, ¿no lo comentará?

—Este momento no ha ocurrido nunca, milady. Pero ese no es un mensaje apropiado de ningún hombre a excepción de su futuro marido.

Él tenía razón, y ella «estaba» comprometida en matrimonio con el remitente. ¡Tenía que habérselo enviado Dare!

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Volvió a toda prisa a su habitación e incluso hizo unos cuantos pasos de baile por el corredor. Dare debió pedirle a Laura o a Serena que compraran algo que le hubiera parecido que a ella le gustaba y que no compró. Lo maravilloso era que había estado pensando en casarse con ella antes de que se marcharan a la iglesia. Ella no lo había obligado ni empleado trucos para que se comprometieran.

Entonces se acordó de Simon. Todavía no se sentía preparada para enfrentarse a él, así que enrolló el papel hasta formar un tubo, se lo metió entre los pechos y subió a los aposentos de los niños.

Pasó un agradable rato con Delphie y Pierre, que pronto serían sus hijastros, pero no podría mantenerse oculta eternamente. Así que bajó a almorzar preparada para la batalla, aunque la comida transcurrió bastante apaciblemente. Jancy conversó tranquilamente de cosas vulgares y corrientes, Simon no se refirió al compromiso, y Dare no se presentó.

Eso la desalentó y le bajó el ánimo, pero estaba segura de que él se recuperaría.

Después fueron a visitar a Ella y George. Mara disfrutó de la compañía de su hermana y jugó con la pequeña Amy, aunque eso le recordó las objeciones de Ella a los niños de Dare.

Eso se acabaría cuando los niños fueran sus hijastros. Nadie de la familia toleraría su exclusión. El matrimonio sería bueno para los niños. Todos los adorarían, y ellos lo pasarían en grande con el rebaño de bulliciosos niños Saint Bride.

Se le hizo trizas la relajación cuando entró en la sala el comandante Berkstead. Había visto vagamente al lacayo que entró a anunciar una visita, pero estaba tan absorta vistiendo a una muñeca con Amy que no prestó atención.

Cogida ahí sentada en el suelo, le echó una breve mirada a Ella, que le hizo un gesto como queriendo decir que lo sentía; George debió haberlo invitado. Decidió quedarse donde estaba para que Berkstead no pudiera sentarse a su lado.

Hizo todo lo posible por desentenderse de él, pero él no paraba de hacerle preguntas. Y mientras estaban conversando de asuntos internacionales, dijo:

—Los beneficios de la paz, ¿no le parece lady Mara?

Con la atención puesta en una diminuta papalina, ella contestó:

—La paz siempre debe ser un beneficio, comandante.

La conversación pasó a los pescados.

—Me gusta el eglefino escocés. ¿Cuál es su pescado favorito, lady Mara?

Ella lo miró y mintió:

—La anguila.

Él sonrió de oreja a oreja.

—Muy sabrosa la anguila. ¿Le gustó la obra de la otra noche, lady Mara?

El muy maldito se atrevía a recordarle su mensaje.

—La encontré ridícula —contestó, adrede.

A él se le desvaneció la sonrisa.

—Tal vez prefiere la tragedia. Amantes desventurados.

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—Encuentro que Romeo y Julieta es una triste pérdida de dos vidas jóvenes.

—Desde luego —terció Ella—. Afortunadamente esas cosas ya no ocurren. ¿Más té, comandante?

Berkstead le puso la taza para que se la llenara, pero su atención continuó en ella.

—¿Está de acuerdo, lady Mara, en que a los verdaderos enamorados no se los debe mantener separados en nuestros tiempos modernos?

Se refería a él y ella. Intentó formular un mensaje que penetrara en su dura mollera.

—Lo estoy, comandante. Aquellos que se aman profundamente sólo deben esperar a ser mayores de edad.

—Y antes de eso, está Gretna —dijo él.

—No hable de esos tejemanejes tan escandalosos —le ordenó Ella y dirigió firmemente la conversación a la exposición recién inaugurada de esculturas en piedra artificial.

Mara volvió la atención a la pequeña Amy, pero hizo un mal gesto, fastidiada por haber permitido que él la atrapara en una conversación; sencillamente no se le daba ser grosera. Pero ¿de verdad ese hombre se imaginaba que ella bajaría por una escala por la noche para fugarse a Escocia con él?

Miró a Jancy enviándole una urgente súplica, y no tardaron en despedirse y salir. Cuando ya estaban en el coche, Simon se echó a reír.

—¿Otro pretendiente, Mara?

—Él fue uno de los motivos de que estuviera tan impaciente p0r marcharme de casa de Ella. Cree estar enamorado de mí.

—Eso no es extraordinario.

—Pero es que cree que yo estoy enamorada de él. Se le ha metido en la cabeza la idea de que somos como Romeo y Julieta, frustrados por mis crueles padres, que me prohíben que me case con alguien que me alejará de casa.

—¿De dónde ha sacado esa idea?

Mara se ruborizó y rogó que el rubor lo achacaran a su inquietud.

—Me propuso matrimonio y no quiso aceptar un no. Así que le di esa explicación; ya sabes que es más o menos cierta. Así que ahora somos unos amantes desventurados.

—Pobre Mara —dijo Jancy, pero estaba reprimiendo la risa.

—Os parece divertido, ya lo veo, pero es una situación muy antipática.

—Me sorprende que no haya ido a Yeovil si está tan enamorado —dijo Simon.

Mara adoptó una expresión sosa.

—No conoce a Dare.

—Berkstead dijo algo así como que se encontró con él en la marcha a Waterloo. Pero si no, conocerte a ti sería una buena excusa.

¿Simon sospecharía algo? Jamás sospecharía la verdad.

—Esperaba que hubiera comprendido que su causa no tiene esperanzas —dijo.

—Un hombre enamorado rara vez es cuerdo. Mara esperaba que eso fuera el fin de todo, y en cierto modo lo fue, pero entonces Simon añadió:

—La casa de Dare está en Somerset, casi tan lejos como Northumberland.

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Y así se metió en la conversación con Simon que había estado evitando, aunque él parecía muy tranquilo al respecto.

—Piensa comprar una propiedad cerca de Brideswell.

Entonces cayó en la cuenta de que no habían hablado de eso.

—Bastante sensato —dijo Simon—, pero podría heredar el ducado.

—Gravenham ya tiene dos hijos varones.

—Cosas más raras han ocurrido. Fíjate cómo padre se convirtió conde de Marlowe. Además, si a Gravenham le ocurriera algo, Dare podría sentirse obligado a volver a Long Chart para ayudar en la crianza de sus sobrinos, sobre todo si muere el duque.

—¡Deja de predecir desastres! —exclamó ella. —No es imposible —dijo Simon —. ¿Cómo te sentirías en esa situación?

Ella sólo necesitó un momento para pensarlo. —Dare me necesitaría más aún. Simon asintió y con eso pareció poner fin al debate.

—¿Hice mal, Simon? Él me pidió que lo esperara. ¿No es eso lo mismo que pedirme que me case con él?

—No exactamente, pero te desea tanto como tú lo deseas a él. Aún así, ándate con pies de plomo. El estrés le hace todo más difícil en estos momentos. Cuanto antes nos mudemos a Marlowe, mejor. Pasaremos por ahí para ver cómo van las cosas.

Mara deseó protestar, y no le hubiera costado nada echarse a llorar, pero ninguna de esas dos cosas serviría de nada.

Lo único que había visto de la casa Marlowe antes eran los elevados muros de piedra que la rodeaban y un atisbo de la casa griega por entre las rejas de la puerta exterior. No mejoró su impresión mirándola de cerca y bien.

Aunque no parecía tan monstruosamente fría como Marlowe de Nottinghamshire, la mansión londinense estaba decorada en su mayor parte con el mismo gusto; era bella en el sentido clásico, pero absolutamente sin alma. De todos modos, para ella, su principal pecado era que tan pronto como se pudiera vivir allí, se vería obligada a marcharse de la casa de Dare.

Entraron en la sala problemática, la biblioteca. En esa estancia, el mobiliario aún era más formal que el de Yeovil, y contenía una impresionante cantidad de libros, todos encuadernados en piel azul oscuro, a juego con la decoración.

—No huele a gas —dijo Jancy.

—Se cortó el suministro hace unos días —explicó Simon —. No sé si deberíamos quitar las tuberías, ¿sabes? El gas da una excelente luz para leer, y con el tiempo mejorará el sistema y habrá menos riesgos.

Mara vio que Jancy se iba a dejar convencer.

—Podría haber fugas otra vez —dijo. Simon la miró ceñudo.

—Eso es imposible.

Entonces Jancy objetó:

—La sola idea me pone nerviosa.

Eso lo decidió todo.

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—Entonces haremos quitar las tuberías —dijo Simon, casi suspirando—. Venga, ya que estamos aquí, bien podríamos hacer un rápido recorrido por la casa. Así podrás decidir dónde poner todas esas sedas, Jancy. Esta casa necesita que la alegren un poco.

Después del recorrido, Simon fue a dar las órdenes pertinentes respecto al gas, dejándolas en una fría sala de recibo decorada en blanco y gris.

—Los salones son lo bastante grandes para recibir invitados y ofrecer fiestas —dijo Mara.

—No me lo recuerdes —contestó Jancy, sólo medio en broma. —No te preocupes, yo estaré contigo, y tendrás la ayuda y el apoyo de los Pícaros también.

—Lo sé, pero Simon habla de ofrecer un baile para Hal y Blanche.

Mara deseó tener a mano un ladrillo para golpearle con él la cabeza a su hermano. Un desafío como ese no era iniciación para una novata.

—Sin duda eso sería una iniciación algo atrevida para una anfitriona —dijo —, pero no será tan terrible. No me cabe duda de que el personal de esta casa es competente, y ciertamente tendrás una asistencia multitudinaria, debido a que lo de la herencia fue tan espectacular. La peor calamidad sería que viniera poca gente. Los Pícaros van a traer a todas las personas influyentes que puedan para ayudar a Blanche. ¡Será el acontecimiento de la temporada!

Jancy volvió a estremecerse.

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Mara había supuesto que Dare se comportaría de forma diferente ahora que estaban comprometidos, pero se llevó una decepción. Cenó con ellos, pero se portó exactamente igual que la noche anterior. Volvieron a jugar a las cartas; ella volvió a tocar el arpa. Y cuando vio que ya daba señales de cansancio o malestar, alegó estar medio dormida. Él la acompañó hasta la puerta de su habitación.

Durante el camino pensó si debería hablar de la seda rosa, pero comprendió que no era el momento para tocar temas delicados o complicados. Le dio las buenas noches y entró en su dormitorio sintiéndose todo lo triste que se puede sentir una mujer que está comprometida en matrimonio con el hombre al que ama.

Oyó cerrarse la puerta de la habitación contigua; Simon y Jancy habían subido. La habitación de Dare estaba demasiado lejos para sentir su puerta, pero lo más probable es que estuviera ahí preparándose para su batalla nocturna.

Seguro que la noche anterior había ido al salón de baile para sus saltos. Iba vestido de manera rara; esos pantalones tan holgados hasta los tobillos, y esa camisa tan sencilla. Decididamente ahí ocurría algo.

Cuando Ruth se marchó, esperó más tiempo que la noche anterior para salir de la habitación. Los corredores estaban muy tenuemente iluminados, pero no tuvo ninguna dificultad para encontrar el tramo de escalera de servicio que llevaba a la galería de los músicos.

Sin embargo, estaba a oscuras, así que, lamentando no haber llevado una vela, subió a tientas, palpando la pared por si encontraba alguna puerta. Y así fue.

Con la boca reseca, giró el pomo. Tan pronto como la abrió un pelín, oyó sonidos de golpes y gruñidos. Entró. No se veía absolutamente nada aparte de un hilo de luz. Tenía que haber una gruesa cortina en la parte delantera de aquella galería tan poco profunda.

Entró cautelosa, palpando por si había sillas u otros objetos, y cerró la puerta. Continuaban los golpes y los gruñidos, lo que la hizo dudar. ¿De verdad deseaba ver lo que ocurría? Pero ya no podía echarse atrás.

Avanzó unos pasos y se quedó inmóvil al oír a Dare exclamar:

—¡Maldito seas!

Ay, Dios, ¿qué estaría ocurriendo?

A tientas avanzó lo más rápido que pudo, en dirección a la estrecha abertura por la que entraba luz. Dare gritó de dolor. Casi abrió bruscamente las cortinas, pero consiguió dominarse y se limitó a ensanchar un poquito la abertura.

Habiendo estado en la oscuridad, el salón que se extendía abajo le pareció brillantemente iluminado, aunque en realidad sólo había dos candelabros de pie con velas encendidas. En ese círculo de luz parpadeante vio a Dare, vestido con los mismos pantalones curiosamente holgados que llevaba la noche anterior, pero sin camisa. Estaba luchando con el señor Feng, que llevaba puestos unos pantalones similares, pero rojos.

Entonces, sencillamente, los contempló con la boca abierta, dando patadas, arremetiendo, girando, e incluso saltando. Jamás en su vida había visto nada semejante, pero al menos no estaban torturando a nadie.

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Su aturdido cerebro comenzó a entender algo de lo que veía. Estaban luchando pero sin luchar. No había ninguna intención de hacer daño ni de derrotar.

Aunque Dare se veía fuerte y hábil, Feng Ruyuan era su maestro. Se movía con tanta agilidad que casi parecía fluir, y cuando las manos los pies de Dare conectaban con él era por su voluntad. Varias veces vio cómo el señor Feng frenaba un golpe suyo que podría haber sido feroz si hubiera tocado su objetivo. Entonces era cuando Dare lo maldecía.

Se arrodilló para poder mirar justo por encima de la baranda, y continuó observando, sin saber si sonreír o llorar. Dare tenía la respiración agitada, y el pecho brillante por el sudor, pero no paraba. Era como si estuviera luchando con algo que no era su contrincante, algo a lo que no debía permitir ganar nunca.

El opio.

Tragó saliva. Ese pecho era magnífico, cosa que no se evidenciaba cuando estaba oculto por la ropa. Vestido, simplemente se veía delgado, pero en ese momento ella observaba unos músculos bien definidos, deslizándose ondulantes con los complejos movimientos. También vio una cicatriz blanca mellada en su costado.

Sus saltos y giros indicaban que tenía las piernas igual de fuertes. Claro que siempre había sido un excelente jinete, pero estaba segura de que años atrás no tenía tan desarrollados los músculos.

Dos veces el señor Feng lo golpeó y Dare gritó de dolor. Ella tuvo que recurrir a todo su autodominio para no bajar de un salto a protestar.

Una vez, sólo una, Dare dio un verdadero puñetazo a su profesor, en el costado, y gritó «¡Ja!», triunfante. El señor Feng se inclinó ante él, sonriendo.

El tiempo dejó de tener sentido, pero ella pensó admirada en el aguante que tenían los dos hombres. Tenían que parar pronto. Y pararon, pero no como ella habría esperado.

A una repentina orden del chino, Dare se quedó quieto, con los pies ligeramente separados y las manos juntas como para hacer oración. Sólo se le movía el pecho, por la jadeante respiración. El profesor se situó frente a él en la misma postura, jadeante también pero capaz de hablar. A ella le pareció que hablaba en inglés, pero en voz tan baja que no entendió las palabras.

Habló largamente, en una especie de tranquila corriente de palabras que casi era un cántico. Cuando se les calmó la respiración a los dos, sacó algo de un bolsillo. ¿Una caja? Sí, parecida a una cajita de rapé. Levantó la tapa y se la tendió a Dare, ofreciéndosela. Él cerró los ojos.

Entonces el señor Feng se le acercó más, sin dejar de hablar, deslizándose como un gato, con la mano extendida hasta que la cajita estuvo junto a la cara de Dare, debajo de la nariz.

Y Dare comenzó a resollar otra vez, con dificultad para respirar temblando todo él.

No. Mara sólo moduló la palabra, tal vez porque también se sentía sin aliento. ¡No!

El hombre le estaba ofreciendo opio. Tentándolo, en ese momento, cuando ya había pasado tanto tiempo desde su última dosis del día. Canturreaba la tentación, moviendo lentamente la cajita ante su cara. Dare seguía con las manos juntas, pero ella creyó ver la desesperación en cada contorno de su vibrante cuerpo.

Deseó bajar de un salto del balcón para correr a ayudarlo. Eso era una tortura cruel. Se limitó a aferrarse con más y más fuerza a la barandilla, acompañando a Dare en la lucha, intentando transmitirle su fuerza.

Eso debía ser una tortura elegida por él. Era parte de su batalla, la lucha para la que ella le había ofrecido tan alegremente la prenda de favor de una dama.

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A él ya le brotaba el sudor y le vibraban los músculos de los brazos y de la cara.

Finalmente, por fin, el maestro retrocedió, cerró la cajita y la deslizó por sus pantalones rojos metiéndola en un bolsillo. Entonces fluidamente se deslizó hasta quedar detrás de Dare y le puso las manos en los hombros.

Mara pensó que lo iba a empujar para tirarlo al suelo, lo que no le costaría mucho esfuerzo, pero no, comenzó a darle un masaje, hablando nuevamente, esta vez en tono calmante. Dare se estremeció, bajó la cabeza y dejó caer las manos a los costados.

Mara se incorporó lentamente, retrocedió, cerró las cortinas y volvió sigilosa a su habitación. Qué tonta había sido.

Dare yacía en la estrecha cama mientras Ruyuan le golpeaba el cuerpo, para sacarle así la bestia del organismo. Para aplastarla y vencerla. Vencerla en el cuerpo y la mente.

Bajo la tutela de Ruyuan, a medida que su cuerpo recuperaba su fuerza también la recuperaba su mente, y eso era su única verdadera esperanza. Había estudiado la adicción y sabía que muchos ganaban la reñida batalla física, pero volvían a caer en el infierno porque habían descuidado su mente y su voluntad.

En muchos sentidos esa había sido la lucha más difícil, porque en otro tiempo había sido fuerte físicamente pero nunca le había prestado atención a las fuerzas mentales más profundas.

Ahora ya las valoraba, tal como valoraba y agradecía los músculos y tendones, que le funcionaban bien, pero cuando terminara el proceso sería un inglés algo raro. Bastante parecido a Nicholas, en realidad, porque sospechaba que éste calaba más hondo en esas filosofías de la mente y el cuerpo de lo que aparentaba.

Cada noche Ruyuan ponía a prueba su voluntad, y ya iban veintidós noches seguidas en que había tenido la fuerza para resistirse. Esa noche había estado muy cerca de sucumbir.

Ese había sido un mal día en muchos sentidos, aunque combinando cielo e infierno. Mara se había comprometido con él, pero sin saber quién era. ¿Cómo podría saberlo? La imagen que tenía de él venía del pasado, de lo que había sido antes, como ese retrato en miniatura que estuvo admirando la primera noche de su estancia en la casa.

Ella no conocía al adicto que representaba su papel durante el día y por la noche se arrastraba a duras penas en una guerra a la que le parecía que sólo podría sobrevivir, nunca ganar. Ella no lo veía temblar y sudar para no coger el alivio que le ofrecía Ruyuan; ni había visto las veces en que había sucumbido y tomado lo prohibido.

Siempre llevaba en el bolsillo el broche que le había dado, su prenda de favor, y éste le daba fuerza. Se haría digno de ella. Debía, porque ella era una Saint Bride con el pelo del diablo y perseveraría en su amor por él.

Quisiera Dios que perseverara, aunque él debía estar a la altura. No debía profanar jamás esa confianza.

El masaje se suavizó y comenzó la música, la música oriental para flauta que discurría y volaba de modos tan distintos a la música occidental. No sabía si le gustaba como música, porque solía sonar infinitamente triste, pero le calmaba la mente atormentada.

Esa noche lo hizo llorar.

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13° de la Serie Compañía de los Pícaros (Bribones)

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A la mañana siguiente, lo primero que le preguntó Ruth fue:

—¿Qué se ha hecho?

—No dormir —repuso Mara, sintiéndose como si hubiera bajado rodando por la ladera de un cerro dentro de un barril de polvo.

—¿Qué pasa, pues? ¿Dolor de muelas?

—Simplemente no he podido dormir.

—Siempre duerme —dijo Ruth, vertiendo agua en la jofaina pero observándola atentamente.

Tenía ojos de halcón para ver síntomas o problemas.

¿Qué apariencia puede tener una mujer perdidamente enamorada de un hombre que sufre tormentos indecibles? ¿Una mujer que ya no sabe quién es ese hombre, pero que lo ama de todos modos? ¿Que no sabe qué puede hacer para ayudarlo, pero que tiene que intentarlo?

Gritó al sentir en la cara un paño mojado. Lo cogió y se lo pasó por el cuello también.

—De acuerdo, de acuerdo, me voy a levantar. —Se bajó de la cama—. ¿Para qué me levanto?

—Va a ir a la modista con lady Austrey.

—Ah, sí.

Sus ojos intentaban cerrarse otra vez.

—¿Quiere volver a acostarse y dormir, milady? —le preguntó Ruth, mirándola verdaderamente preocupada. Mara se quitó el camisón y comenzó a lavarse.

—No.

—Muy bien, pero ¿qué le ha impedido dormir?, eso es lo que me gustaría saber. ¿Ha andado metida en algo que no debería por la noche?

—¡Nooo!

Era el sentimiento de culpa el que la mantuvo despierta esa noche. Aun cuando tenía muy claro que la lucha de Dare era difícil, ella había optado por considerarla un asunto sencillo. Eso se debía a que él ponía gran cuidado en mostrarle su cara más amable, la mayor parte del tiempo, pero ella debería haberlo comprendido mejor.

Se vistió y se sentó a desayunar, pensando dónde estaría él en ese momento. ¿Cómo pasaría el resto de sus noches? ¿Tenía que volver a la lucha? ¿Dormía algo?

Se suponía que el opio adormila a la persona, pero en el caso de él, ¿para qué esos saltos en el salón de baile? Ojalá supiera más. Detuvo la mano a medio camino de la taza para servirse chocolate. Eso era lo que debía hacer. Averiguar más, saberlo todo acerca del opio.

Pero ¿a quién se lo preguntaría?

Le vino el recuerdo de la apacible cara del chino. Hablaría con el señor Feng Ruyuan. No, al parecer era señor Ruyuan Feng. ¿Por qué todo tenía que ser tan complicado?

Llenó la taza y bebió, tranquilizada porque ya tenía un plan. Pero cuando salió con Jancy habría preferido con mucho quedarse en la casa, bajo el mismo techo que Dare.

Desde la ventana de una sala de recibo Dare vio salir a Mara, sintiéndose abandonado y aliviado al mismo tiempo. Su presencia en la casa se había convertido en una especie de omnipresente melodía, una melodía dulce, pero que sonaba tan constantemente en su cabeza que igual podía generar demencia.

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Mara, Ademara. Ademara Saint Bride.

Había escrito lo que logró recordar de sus locas ideas para El fantasma espantoso del Castillo

Monstruoso, con el fin de revivir esa hora mágica en la posada Yeoman's Arms. Había añadido unos cuantos giros para comentarlos con ella: una armadura que cobraba vida y atacaba; una mujer sin rostro vestida de negro; un niño fantasmal que lloraba por la noche.

Y después tiró al fuego los papeles porque lo hundieron en su infierno: Thérèse, el dolor amortiguado por el opio, y los niños llorando desconsolados, como llora un niño que no ve ninguna esperanza. Con el tiempo habían aprendido a llorar en silencio, y eso fue aún peor.

Los niños estarían bien. Eso lo había jurado. Ya rara vez se asustaban ante personas desconocidas, a no ser que fueran mujeres vestidas de negro. Sabían ser felices separados de él horas y horas seguidas. Se reían y, más importante aún, se arriesgaban a desafiar. Tal vez en eso al menos lo estaba haciendo bien.

En cuanto a Mara, eso no lo estaba haciendo bien.

No debería haberle pedido que lo esperara. Eso los había arrojado hasta el fondo de un matorral de espinos. Tampoco debería haber bailado con ella a la luz de la luna. Y, lógicamente, no debería haberla besado.

Debería haber sabido con qué fuerza ardería el fuego al tocarla, al saborearla cuando las muchas horas de distancia de la droga le atizarían un deseo salvaje. A saber qué habría hecho si no hubiera encontrado la fuerza para resistirse.

—¿Dare?

Se giró a mirar a Simon tratando de borrar de su cara todo rastro de sus pensamientos.

Nunca le habían faltado amigos, y en esos momentos a veces se sentía abrumado por ellos, pero Simon era distinto. Pese a su larga separación, era el amigo más íntimo, el mejor, del que se fiaba por encima de todo. No debía hacerlo sufrir, no debía traicionarlo.

—¿Un mal día? —preguntó Simon, tan prudente que no le preguntaba si se sentía mal.

—Una mala noche tal vez —contestó, y atravesó la sala, logrando esbozar una sonrisa; tomó una repentina decisión—: ¿Así que las mujeres han salido y los hombres podemos divertirnos?

Por los ojos de Simon pasó una fugaz expresión de sorpresa, que al instante fue de puro placer.

—Excelente idea. ¿Qué te apetece?

Dare se sintió como si ya se hubiera estirado demasiado, pero no se echó atrás; se agarró a la primera idea que le pasó por la cabeza.

—Tatt's.

—Espléndido. Vámonos.

Los dos ya llevaban puestas las calzas y las botas, así que sólo necesitaron acomodarse sus sombreros y guantes para salir y echar a caminar hacia el famoso mercado equino de Tattersall, situado en un límite de Hyde Park, piedra imán para los caballeros amantes de los caballos.

¿Cuántas veces había ido allí con la mayor despreocupación del mundo? Ese día le parecía una tremenda aventura. Comprendió que representaba su Santo Grial, la vida corriente; su llave para merecer a Mara.

La mañana era el mejor momento del día. Cuando salía el sol, quería decir que había sobrevivido a otra noche. Después de la larga lucha, la dosis de opio era particularmente dulce.

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Eso era un peligro en sí, pero le daba dicha, le daba descanso, y lo hacía sentirse capaz de cualquier cosa.

El opio lo desinhibía también, le hacía abrirse más. Como una comezón, sintió la alarmante tentación de contarle a Simon lo del beso en el salón de baile. Afortunadamente, éste, el sabio Simon, se contentó con hablar de la luz de gas y de caballos, en particular de su necesidad de comprar un equipo para su tílburi.

—¿Tienes un tílburi? —le preguntó cuando se acercaban al Tatt's.

—No he conducido desde antes de la guerra. Con la excepción de la vez que llevé a Mara al parque.

Él mismo se había metido en el pantano.

—¿Qué usaste entonces?

—Le pedí prestado un faetón a Saint Raven.

—¿De qué tipo?

Ya habían entrado en el pabellón y estaban a punto de llegar al picadero circular donde los caballos lucían sus pasos. Dare se agarró a esa distracción.

—Ese es un bayo de fina estampa.

Le dio resultado, pero no se engañó pensando que había escapado del todo. En especial, dado que, condenación, acababa de ver el pelo moreno de Saint Raven. A pesar de su matrimonio y de sus costumbres reformadas, el duque era la imagen misma del elegante libertino rico. Nadie supondría que poseía un vehículo de fácil manejo.

Peor aún, el hombre que acompañaba a Saint Raven, relajado y con la piel tostada de un campesino, que casi igualaba el color de su pelo rubio oscuro, era Nicholas Delaney. Nicholas había sido un visitante frecuente y muy bienvenido en Long Chart durante esos últimos nueve meses, y en muchos aspectos había sido esencial en su recuperación, pero no lo entusiasmaba en absoluto encontrarse con él en ese momento.

Como siempre, había elegido condenadamente mal.

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Caminando junto a Simon para reunirse con sus amigos, Dare comprendió que su cerebro tenía que estar absolutamente liado para haber sugerido ir allí, uno de los lugares de reunión de caballeros más populares de Londres, aparte de los clubes.

Saint Raven, bendito él, los saludó a los dos sin hacer ningún comentario, y continuó hablando de un caballo de carreras que acababa de comprar. Deseó poder susurrarle que no hiciera ningún comentario sobre el faetón de pescante alto; comprendió que lo que había hecho era tratar de impresionar a Mara como un joven jactancioso.

Un observador podría creer que Nicholas los saludó con igual despreocupación, pero Dare advirtió que lo evaluaba con una sola mirada. Al parecer aprobó el examen, pero eso significaba que Nick estaba perdiendo facultades.

Entonces empeoraron las cosas.

—Ah, eso es lo que me gusta ver. Buenos jinetes con bolsillos hondos.

El hombre rubio que venía caminando hacia ellos sonriendo era Miles Cavanagh, otro Pícaro, el irlandés cuya pasión era la crianza de caballos.

—Ese es mío —dijo, apuntando hacia el bayo—. ¿Qué más hace falta decir, amigos míos? Que comience la subasta.

Rodeado por la conversación en voz alta y alegres bromas, Dare sintió que se le dispersaba el cerebro, roto en trocitos. No podía arriesgarse a hablar; a saber qué diría. Entonces Simon lo cogió del brazo, alejándolo, y él lo siguió como un niño.

—Te conviene mirarlo de cerca —dijo Simon, llevándolo hacia el bayo.

—Sí —dijo Dare, y recordó añadir—: Gracias.

Le dio unas palmaditas al cazador, que realmente era magnífico, todo músculos lisos, ondulantes, el cuello orgulloso, arqueado. El caballo giró la cabeza y lo miró con ojos inteligentes.

—Qué, ¿te gustaría saber a qué manos vas a ir a parar? —le preguntó, acercándose a la cara para examinarle los dientes, haciendo los movimientos correctos —. Esto se parece más a una subasta de esclavos, ¿verdad? Pero Miles no te dejará ir con un mal amo.

Miles Cavanagh era rico y llevaba personalmente la venta de todos sus caballos. A la mayoría los vendía en Melton durante la temporada de caza, y solamente a hombres que sabía eran buenos jinetes y cuidarían bien de los animales. En Londres tenía un convenio con Tattersall's. Exhibía ahí a algunos caballos, tal vez simplemente por diversión, y también llevaba él la venta, dando al Tatt's su comisión.

Se le estaba pasando el terror o lo que hubiera sido, pero, buen Dios, ¿le iba a ocurrir eso siempre que intentara llevar una vida normal? No le ocurrió en el teatro, pero aquello fue un encuentro relajado. Después del servicio en la iglesia sí comenzó a crisparse.

La ida al teatro fue por la noche. ¿Influiría eso? ¿Su estado del momento se debería a la situación con Mara, que lo había dejado tan en carne viva como si le hubieran arrancado una capa de piel? Esa noche había ido temprano al salón de baile, con la esperanza de tener otro encuentro con ella, pero claro, no estaba.

—¿Qué te parece? —le preguntó Simon—. A mí no me iría mal un cazador.

Dare obligó a su mente a volver a los asuntos normales.

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—¿Piensas ir de cacería? ¿Ahora, después de haberte casado?

—Luce no ha renunciado y, ¿te puedes imaginar a Miles renunciando a la caza? Me he perdido cuatro años de espléndidas carreras, es mi intención compensarlos.

—¿Y Jancy?

—Luce tiene esa fabulosa mansión cerca de Melton a la que tiene a jeta de llamar pabellón de caza. Durante las temporadas de caza ha tenido abierta esa casa para los Pícaros, con mujeres, hijos, gatos y perros. Pero claro, eso ya lo sabes. Dare sí lo sabía.

—Estuve ahí a comienzos del quince —dijo —. Era un mundo diferente entonces. Luce no estaba casado; ninguno de nosotros lo estaba, fuera de Nicholas. Estaban ahí Miles, Francis y Con. Con no tenía idea de que tendría que volver a la refriega. Lo pasamos muy bien.

Alguien le había enviado una invitación para ir a cazar el invierno pasado, probablemente Luce. Le pareció que no sería capaz de cabalgar siguiendo a la jauría de perros, de cabalgar como si fuera persiguiéndolo el diablo, como antes. En realidad lo amilanó la sola idea de cabalgar, pero tampoco habría podido soportar las bulliciosas reuniones, aun cuando fueran con amigos.

Por el momento no lo había hecho muy bien, pero necesitaba poder hacerlo. Obligar a Mara a vivir en sosegado aislamiento sería como tener una planta preciosa metida en un armario oscuro.

Apoyó una mano en el caballo, concentrándose en su carácter y estabilidad, mientras los otros se acercaban a pinchar y fisgonear. No le cabía duda de que habían mantenido bien a sus cazadores, pero no le iría mal añadir uno joven de primera clase. Y cayó en la cuenta de que ya no tenía un Conqueror.

Habló con el mozo y saltó al lomo del caballo sin ensillar y comenzó a dar la vuelta por la arena, llevándolo al paso, para comprobar su andar y su fluidez de movimiento.

—No le vas a encontrar ningún defecto —le gritó Miles, con su fuerte acento cantarín irlandés; curiosamente siempre le venía el acento cuando estaba vendiendo caballos —. Es el mejor purasangre salido de Irlanda, te lo aseguro.

—Deja de hablar como un vendedor ambulante en una feria.

Las fuertes carcajadas no le sonaron amenazadoras ni a él ni al caballo; y el animal era todo lo que aseguraba Miles. Lo puso al trote, aprobando su reacción, su inteligencia y tal vez que le caía bien. El animal no tenía ningún motivo para tomarle aversión; era buen jinete, aun cuando hacía demasiado tiempo que no cabalgaba en serio.

Aquella noche había cabalgado con Mara, pero al paso.

De repente deseó azuzar al caballo para ponerlo al galope y pasar por en medio del círculo de hombres, salir al parque y galopar, galopar, galopar...

Y entrar en otro mundo.

En el pasado.

Volver al «antes».

Esa no era la manera de alcanzar la libertad, pero el deseo, el tenue sabor de la dicha, la vacilante creencia de que estaba a su alcance, era un comienzo. Detuvo al caballo cerca de Miles y se apeó.

—Hablemos.

Saint Raven se quejó de que Dare le había robado el bayo y Miles ordenó que trajeran a otro de sus caballos.

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—Seguro que te gustará este, venerada excelencia, e incluso más. Es el corredor más dulce, y tiene aguante. ¡Nunca has visto uno igual!

Saint Raven se echó a reír y se giró a mirar al castaño que se acercaba haciendo cabriolas.

—Quinientas guineas —dijo Miles.

—Muy bien —dijo Dare.

—¡Dare, Dare! —exclamó Miles, mirándolo sorprendido —. ¿No vas a «regatear»?

Dare había aceptado el precio por pura indiferencia, otro efecto de la droga, pero entonces se le despertó otra cosa, su travesura de antaño.

—Pero no pedirías esa suma si no estuvieras necesitado, amigo

Mío. Miles se puso rojo como un tomate.

—¿Qué? ¿Qué tipo de idea poco cristiana es esa? El animal no vale más de cuatrocientas.

—Pero no me importa pagar quinientas si las necesitas. Ya tenían público.

—¿Pretendes insultarme? —exclamó Miles, fingiéndose ofendidísimo—. ¿Necesidad? ¡Necesidad! ¿Acaso no soy el mejor criador de caballos de Irlanda y propietario además de Clonagh? No voy a aceptar más de cuatrocientas, y no se hable más.

—Cielos, no ha sido mi intención insultar a un amigo. Mis disculpas. Será mejor que lo dejemos en trescientas cincuenta para asegurarnos de eso.

A Miles le relampaguearon los ojos y luego no pudo evitar echarse a reír.

—Ah, muchacho, ¡este es mi viejo Dare! ¡Hecho!

Extendió la mano y Dare le dio una palmada en la palma, a la antigua manera de llegar a un trato en la venta o compra de un caballo, dolorosamente consciente de que todos estaban sonriendo de oreja a oreja, como cuando un niño ha hecho una ingeniosa gracia.

Saint Raven intentó quedarse el castaño por trescientas cincuenta, pero Miles fue implacable y regateó hasta elevar el precio a cuatrocientas.

—Eres un maldito duque y puedes pagarlo. Saint Raven aceptó, aunque diciendo:

—Y tú eres un maldito vendedor ambulante y puedes invitarnos a todos a una bebida.

Entraron otro caballo, que no era uno de Miles, y el vendedor comenzó a cantar sus alabanzas a voz en cuello. Dare sentía voces por todos lados, a más y más volumen, y deseó poder escapar. Se dirigió con los demás a la sala de suscripciones, rogando llegar ahí de una sola pieza.

—No tengo ningún pretexto —le dijo entonces Nicholas —. Dare, necesito hablar contigo de una cosa cuando tengas tiempo.

Dare vio la mano extendida y se la apretó.

—¿Por qué no ahora?

Estaba seguro de que por lo menos Simon comprendería lo que le ocurría, por eso todos aceptaron alegremente su despedida, recordándole que esa noche iban a cenar en casa de Francis.

Condenación.

Entraron en el parque en silencio. Finalmente Nicholas dijo:

—No hables si no quieres.

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—Eso no lo sé —contestó Dare y se rió—. Eso sí es una idiotez.

—Hablar es más que decir palabras.

—Sí. Es un caballo estupendo.

—Sí.

—Supongo que Eleanor y los niños han venido contigo.

—Por supuesto. Arabel está deseosa de ver a Delphie y Pierre. Thérèse Bellaire había secuestrado a la hija de Nicholas para aumentar la presión sobre los Pícaros.

Por entonces, él padecía de debilidad crónica, debido a las heridas mal curadas y a la falta de alimento, por lo tanto no podía hacer nada para proteger a los niños mientras Thérèse llevaba a cabo sus malvados planes. Los sacó de la ya conocida casita de campo y los llevó a Brighton, donde los dejó encerrados. Y después llegó con una nueva prisionera, la inocente y aterrada niñita, recreándose jactanciosa al decirle que era la hija de Nicholas.

Entonces Thérèse le dio opio y le dejó una dosis, para torturarlo, no por amabilidad. Sin tener idea de cuánto tardaría ella en volver, él dominó todo lo que pudo su necesidad de tomarla, rogando ser capaz de ahorrarles a los niños la vista del sufrimiento y los horrorosos temblores que le venían cuando pasaba uno o dos días sin probar la droga.

Por algún motivo insondable, la pequeña Arabel concluyó que él era un protector del que podía fiarse. ¿Sería posible que lo recordara? La última vez que la vio sólo era un bebé, y no la cogió en brazos.

Pero por el motivo que fuera, la pequeña se acurrucó en sus brazos y los otros dos, sus valientes inocentes que ya estaban acostumbrados a los negros terrores, la consolaron. Delphie incluso le prestó a Mariette. Arabel ahora ya tenía su propia muñeca de trapo.

Cayó en la cuenta de que había dejado vagar sus pensamientos y que Nicholas estaba esperando pacientemente. Ah, le había preguntado si Arabel podía ir a visitar a los niños.

—Por supuesto —dijo, reanudando la marcha—. ¿Sabes que Simon, Jancy y Mara están alojados conmigo en Yeovil por el momento?

—No. Sólo llegamos anoche.

—Tienen una fuga de gas en Marlowe.

A Nicholas se le iluminaron los ojos.

—¿Sí? ¿Y qué va a hacer al respecto?

—Si deseas explorar los mecanismos de la iluminación con gas, no tardes en hablar con él. Piensa arrancar todas las tuberías.

—Lo que me lleva a preguntarme por qué estoy aquí perdiendo el tiempo contigo —dijo Nicholas afablemente —. ¿Eso representa dificultades?

No se refería al gas.

—No demasiadas. Lo tienen asumido. Es una casa grande. —Entonces soltó—: Mara...

La palabra pasó sin ser detectada por ninguno de sus guardianes, como una serpiente.

—La hermana de Simon —dijo Nicholas, aunque un instante de silencio lo traicionó—. No la he visto nunca, pero Simon dijo que tiene el pelo...

—Sí. Parece que no desea recorrer mundo como lo deseaba Simon, pero es aventurera y tiene la inclinación a hacer cruzadas.

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—Interesante.

Típico de Nicholas. No lo iba a interrogar.

No sabía si quería o no hablar de eso. Deseaba a Mara Saint Bride con una intensidad tan inmensa que no podía hablarlo con Simon. Sin duda Nicholas era su segunda mejor opción.

—Estoy enamorado de ella.

—¿Y ella?

—Cree que lo está. Podría ser lástima.

—Si tú eres lastimoso.

—No seas idiota.

—Volviendo a ti —dijo Nicholas—, podría, lo concedo, desear ser tu asistente en la lucha. Tiene... ¿dieciocho?

—Demasiado joven.

—La misma edad de Jancy. ¿Es demasiado joven?

—¿Quién?

—Cualquiera de las dos.

Dare pensó en Mara y Berkstead. Tal y como había escapado de él revelaba su juventud, pero su forma de arreglárselas demostraba otra cosa, como también muchas de sus experiencias con ella.

—No, pero no puedo tenerla hasta que me haya liberado del opio.

—¿Cómo va eso?

—Bien hasta cierto punto. Está claro que sencillamente hay que dar el último paso. O lo consigo o me muero. —Lo decía en serio, literalmente, y vio que Nicholas entendía; se atrevió a hacerle la pregunta que había estado pensando —. ¿Has sido adicto?

Nicholas asintió.

—Pero no como tú. Exploré el opio. En realidad fue cuando estaba con Thérèse. Como a muchos, me sedujo la ilusión de que me expandiría la mente, me daría fabulosas intuiciones. Pero comprendí a tiempo que eso era una ilusión engañosa o, si no eso, que el precio era demasiado alto. Liberarme fue desagradable, pero no más que eso. Pero no lo había tomado durante tanto tiempo como tú, ni en dosis tan elevadas. ¿Qué dice Ruyuan?

—No se lo he dicho así, con tanta franqueza, pero creo que está de acuerdo en que la reducción ha perdido su finalidad. Tomo muy, muy poco. ¿Por qué no dejar entonces de tomarlo y ya está?

—No es así como funciona. Mara Saint Bride podría ser una excelente ayudante en la lucha.

—No si la pierdo —dijo Dare —. Tengo miedo de destruirla.

—Estoy seguro de que es muy fuerte y eso no ocurrirá.

—Yo podría morirme o volverme loco.

—Igual podría golpearte un rayo.

—¿Lo encuentras trivial?

Nicholas le tocó el brazo.

—No. No, pero...

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—¡Tienes que recordar cómo es! El dolor, el sufrimiento, la mente chillona, los demonios informes. Saber que el alivio es tan fácil y está tan cerca. La desesperación por tomarlo podría llevar a un hombre a estrangular a su madre si lo estorba.

Cayó en la cuenta de que estaba temblando. ¡Condenación!

Nicholas le cogió el brazo y se lo apretó con fuerza.

—No lo olvido. Puedes tener toda la ayuda que necesites. Eso lo sabes.

—¿Qué? ¿Encerrarme? ¿Atarme? He sabido de personas que han hecho eso y creído que han ganado, pero no tardan en intentar a hurtadillas tomar un poquito. Como un tigre incapaz de estar fuera de la jaula.

¿De dónde le vino esa estupidez?

Ah, de la Torre.

Mara...

Habían vuelto a detenerse y hasta ellos llegaba el ruido de los coches traqueteando por Park Lane.

—Veamos, entonces —dijo Nicholas tranquilamente—, ¿tienes miedo de salir de la jaula porque temes desear volver a ella?

—Tengo miedo, maldita sea, de ir al infierno y volver para nada.

—Tal vez todos tienen razón y debería aprender a vivir con la dosis que tengo. ¿Eso es tentación o cordura?

—Sólo tú puedes decidirlo.

—Sea lo uno o lo otro, no puedo hacerlo. Odio el opio y todo lo que representa.

Pasado un momento, Nicholas dijo: —Todo esto es culpa mía. —No seas estúpido.

—Si yo no hubiera sido tan tonto y no hubiera caído bajo el hechizo de Thérèse Bellaire, no habrían ocurrido muchas cosas terribles. A Eleanor, a Luce y Beth, a Clarissa, a Arabel, a ti.

Dare no podía negarlo del todo. Hacía tres años, el Gobierno encargó a Nicholas la tarea de arrancarle secretos a su ex amante, Thérèse Bellaire, seduciéndola. Se creía que esta formaba parte de una conspiración para traer de vuelta al poder al emperador que había abdicado.

Y Nicholas aceptó la misión. Eso lo entendía. No era más arriesgado que la necesidad de él de tomar parte en la última gran batalla contra el monstruo corso. Para su generación, Napoleón era el diablo encarnado al que había que detener a toda costa. La guerra también había causado la muerte a dos Pícaros: Alian Ingram y Roger Merrihew.

Nicholas tuvo la mala suerte de que más o menos en ese mismo periodo tuvo que casarse, lo que lo arrojó al infierno de convertirse en el juguete sexual de la mujer que odiaba y hacer sufrir a la que amaba. Eso casi le costó su matrimonio y su propia vida, y después hubo más consecuencias.

Un tentáculo puso en peligro el matrimonio de Luce; otro lo arrojó a él, Dare, en las garras de Thérèse; un tercero casi arruinó la vida de una chica inocente llamada Clarissa Greystone, y un cuarto arrancó a Arabel Delaney de su amoroso hogar, transformándola en una asustadiza niñita.

Thérèse ya estaba muerta; Luce y Beth eran felices; a Clarissa la rescataron del desastre haciéndola heredera del dinero sucio de Thérèse, y tanto ese dinero como ella estaban ya en las capaces manos del comandante Hawkinville; y Arabel y los niños estaban casi recuperados del todo.

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La única víctima que quedaba era él. Por primera vez comprendió lo que significaba su recuperación para Nicholas y para los Pícaros. Deseaban que se pusiera bien por él, pero eso también representaría el final absoluto de Thérèse Bellaire y de toda su negrura.

—En ese momento hiciste lo que te pareció mejor —dijo a Nicholas —, pero yo no puedo aceptar ni el más mínimo rastro de esa mujer. Tomar opio cada día el resto de mi vida me volvería loco. Su olor me produce vómitos, incluso cuando deseo tomarlo. Cada dosis es una rendición a algo repugnante. Es como acostarse con una puta sifilítica, pero una que tiene las habilidades de llevar al éxtasis a un hombre. Para ser digno de lo que sea, tengo que liberarme yo, ganar yo la lucha. No hacerlo por la fuerza.

—Coincido contigo —dijo Nicholas—. Por eso le pedí a Ruyuan que te ayudara.

—Y te lo agradezco —dijo Dare. Al salir a la calle le preguntó—: ¿Practicas su religión?

—No es exactamente una religión, sino un camino.

—Taojia —dijo Dare.

—Tomar la vida como se presenta.

—A veces se presenta condenadamente desagradable.

—Pero a veces invitamos al sufrimiento. ¿Por qué viniste a Londres?

—¿Crees que no debería haber venido?

—Lo que creo es que colocaste piedras en el río, creando turbulencia. Eso no lo considero una mala idea. Pero claro, estoy muy metido en mi mundo como para ser un devoto taoísta.

Mientras caminaban Dare pensó en sus motivos. Le encantaría creer que fluía como el agua, pero se sentía más como si fuera a la deriva como un fantasma. Un ser morboso atrapado en el Castillo Monstruoso.

—Estaba estancado —dijo al fin —. No lograba hacer ningún progreso, y no podía hacer la ruptura final. Esperaba que diferentes lugares y experiencias me llevarían en una nueva dirección.

—Entonces parece que está dando resultado. Eso sorprendió a Dare y se echó a reír.

—Supongo que esperaba que el camino no fuera tan escabroso.

—Rara vez lo son. Ahora debo irme, tengo asuntos que atender. ¿Te veré en la casa de Francis esta noche?

Dare veía muchas posibilidades de desastre en esa reunión de Pícaros, pero tenía que asistir.

—Sí, por supuesto.

—Supongo que conoceré a lady Mara. No veo la hora. Durante el trayecto de vuelta a Yeovil fue pensando que debía encontrar una manera de advertir a Mara. Pero ¿de qué?

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Una festiva visita a una modista, pensaba Mara, acompañada por tres amigas, debería ser una distracción perfecta, pero no le estaba resultando así.

Estaba atrapada en un torbellino mucho más loco de lo que había conocido en su vida, y por fin lograba entender por qué los enamorados se comportan de formas tan poco cuerdas. Rondaría a Dare, lo perseguiría, le cantaría serenatas debajo de su ventana. Ya entendía mejor al pobre Berkstead.

—Mara, ¿te sientes mal? —le preguntó Jancy.

Llevaba demasiado tiempo sentada en silencio.

—No, estoy muy bien. Lo siento, es que... anoche no dormí bien.

Jancy sonrió comprensiva, aunque lo único que entendía era la tensión por el compromiso secreto.

Se obligó a participar en las discusiones, aun cuando para ella la moda era lo último que podría interesarle en ese momento. ¿A quién podía importarle la amplitud de una manga o el corte de un corpiño? ¿Qué importancia podía tener la diferencia entre una tela de Circasia y una de Manchuria? Pero ese día tenía una misión: no dejar en paz a Jancy hasta que se mandara hacer los vestidos más elegantes.

Pero no fue necesaria su intervención. Habiendo comprado la seda, Jancy no se amilanó ante el precio de la confección del vestido y estaba hablando con la modista de manera seria, conocedora y decidida.

Mientras tanto, ella ahí estaba, mano sobre mano, deseando no haber venido.

Podría haberse quedado a solas con Dare en Yeovil. Podría haber ocurrido cualquier cosa.

Además, habría tenido la oportunidad de ir a ver al señor Feng para pedirle información sobre el opio. En lugar de eso, estaba clavada ahí, en medio de las exclamaciones y el alboroto ante tantos volantes y frunces, satenes y sedas para los forros, y no tardaría en ponerse a chillar y quedar en evidencia.

Por fin se tomaron todas las decisiones y pudieron marcharse, pero entonces a las otras damas se les ocurrió dar una vuelta por Bond Street, que estaba cerca, para explorar más tiendas. Por lo menos la conversación pasó de las telas a la cena de esa noche.

—Ha llegado Nicholas —anunció Serena—, así que seremos dieciséis.

Eso le captó la atención.

—¿Quiénes estarán, además de Nicholas y Eleanor, tú y Francis, Laura y Stephen y Jancy y Simon?

—Tú y Dare.

Claro que Serena no lo dijo en el sentido de que formaran pareja, pero Mara bajó la vista simulando que se estiraba la chaquetilla, para ocultar su rubor de placer.

—Sólo van diez —dijo.

—Han llegado Miles y Felicity Cavanagh —contestó Serena—, y lord y lady Charrington están en la ciudad. También he invitado a Saint Raven y su esposa.

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No hace mucho tiempo Mara habría sentido una punzada de envidia al oír eso, pero en ese momento no la perturbaba en lo más mínimo. «Tú y Dare.» Eso era más cierto de lo que Serena sabía.

—¿Quiénes no irán? —preguntó —. Lord Arden, lord Amleigh...

—Y Hal —dijo Serena—. Blanche actúa esta noche y él nunca se pierde una actuación.

Se detuvieron ante el escaparate de una joyería y estuvieron un rato mirando y comentando las joyas que había allí expuestas. A Mara le vino una idea. Entró en la tienda y las demás la siguieron. Un joven se acercó a toda prisa a atenderlas, con los ojos brillantes a la vista de tantas dientas ricas.

—Hoy sólo deseo cuentas —le advirtió Mara—. ¿Tiene cuentas de piedras como jaspe, jade y cuarzo?

Era evidente que él había esperado que compraran rubíes, pero alegremente preguntó el tamaño y sacó bandejas con cajas de cuentas de diferentes colores.

—¿Desea ensartarlas para hacer un collar, señora?

—Algo así —contestó ella, observando los muchos colores y texturas.

Reconocía algunas, otras no. Preguntó los nombres, apuntando.

—Jade blanco —dijo el dependiente—. Malaquita, obsidiana, cuarzo rosa, cuarzo transparente, ámbar, granate, ágata azul, amatista, lapislázuli, jaspe rojo, coral, sanguinaria...

Mara comenzó a coger una de cada caja, eligiendo simplemente los colores y texturas que la atraían.

—¿Qué piensas hacer? —le preguntó Jancy—. Con todo eso te saldrá un collar muy raro.

—Voy a hacer un collar de Pícaros. Sí —dijo al dependiente—, voy a necesitar un hilo.

Él llamó a un ayudante y le ordenó que lo trajera.

—Pondré las cuentas en el orden en que conocí a los Pícaros —dijo ella, pero entonces comprendió que eso dejaría a Simon y Dare en un extremo—. Desde cada extremo —añadió.

Cuando le entregaron el hilo, cogió una cuenta de color rojo oscuro.

—Por Simon. Es granate, supongo. El dependiente asintió.

Mara deseó tener más tiempo para pensar qué piedra elegir para Dare, pero decidió guiarse por el instinto. Eligió una cuenta transparente de color dorado con una parte jaspeada con castaño.

—Topacio, señora.

La ensartó en el hilo.

—Ahora Hal, Francis y Stephen. —Eligió la sanguinaria roja verdosa para el soldado, y se giró a mirar a sus acompañantes —. Vosotras debéis elegir las cuentas por vuestros maridos.

—Ah, no —dijo Serena—. Es tu imagen de ellos la que cuenta. Yo no habría elegido topacio para Dare. Pero claro, no lo conocí antes de Waterloo.

Mara volvió la atención a la bandeja, pensando en lo raro que era que la gente pudiera creer que el actual Dare era el verdadero. Pero claro, ¿cuál era la realidad? Habían hablado de eso en el coche.

Cogió una cuenta marrón jaspeada de verde.

—Jaspe, señora.

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—Esta es por Francis —dijo ella—, y esta azul por Stephen. —Ágata azul, señora. Las insertó.

—Pero ¿cómo puedo elegir las de los demás? Aún no los conozco. —Pues espera a conocerlos —dijo Laura. Mara arrugó la nariz.

—No soy buena para esperar, pero supongo que debo. —Eligió un surtido de unas veinte piedras —. Ahí tiene que haber seis que convengan. Pero al principio eran doce —añadió.

—Dos están más allá del contacto terrenal, por desgracia —dijo Serena.

—Roger Merrihew y Alian Ingram —dijo Mara—. Tienen que estar representados. —Automáticamente miró la caja de las cuentas de azabache, ideales para un duelo, pero al instante negó con la cabeza—. Perlas —dijo al dependiente —. Necesito dos perlas de este mismo tamaño. Y las pondré en el medio.

—Mara, el precio —musitó Jancy.

—Es lo correcto.

—Yo no los conocí —dijo Laura—, pero Stephen siempre habla de ellos. Es terrible que murieran tantos hombres jóvenes por causa de Napoleón.

Serena dijo:

—Cuando los Pícaros supieron los que habían muerto en Waterloo, y claro, pensaban que Dare estaba entre ellos, Nicholas propuso un brindis. Francis anotó sus palabras, las hizo grabar en una placa que se puso en nuestra iglesia en Middlethorpe en memoria de todas las víctimas: «Por todos los caídos, que sean jóvenes eternamente en el cielo. Por todos los heridos, que tengan la fuerza para curar. Por todos los familiares y amigos, que vuelvan a sentir alegría otra vez. Y rogamos a Dios que un día la guerra llegue a su fin».

Amén, pensó Mara, observando al dependiente poner sus compras en bolsas de seda. Pero el verdadero fin de la guerra para todos nosotros será cuando Dare esté totalmente recuperado.

Cuando volvieron a la casa, Mara envió a un lacayo a preguntarle al señor Feng si podía ir a hablar con él, pero el lacayo volvió a decirle que el chino no estaba libre para recibirla. Entonces simplemente se echó a hacer una siesta, acontecimiento tan raro que Ruth nuevamente se inquietó.

La siesta significó que esa tarde llegó a casa de lord Middlethorpe en Hertford Street despabilada y con el ingenio agudo, pero las emociones revueltas. En otra ocasión se habría sentido ingenuamente fascinada ante la perspectiva de participar en una reunión de los Pícaros, pero en ese momento eso no tenía la menor importancia para ella.

Le había prometido a Simon que mantendría en secreto el compromiso hasta que Dare y ella hubieran hablado con su padre. Dare no deseaba que se supiera hasta que él estuviera libre del opio. Y ella no sabía si sería capaz de ocultar sus sentimientos aunque fuera un momento.

Cuando entraron en la casa, Dare se veía relajado, pero ella sabía que no lo estaba; la asustaba la intensidad con que sentía las emociones que él no dejaba traslucir. Deseó cogerle la mano, pero tuvo que contentarse con ser su pareja reconocida en esa reunión de parejas.

Le presentaron a Miles y Felicity Cavanagh, la pareja irlandesa, y a lord y lady Charrington.

Miles y Felicity eran una pareja muy agradable y congenió con ellos al instante. Él era del tipo de irlandés rubio y ella del tipo llamado irlandés negro, debido a su pelo moreno. Se decía que ese

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color de pelo era un legado de los tripulantes de la Armada cuyos barcos naufragaron cerca de las costas de Irlanda.

Los Charrington eran otra historia. Él, esbelto y de pelo moreno, se llamaba Leander, aunque ella no sabía si alguna vez sería capaz de tutearlo llamándolo por ese nombre. Recordó cuando Simon hablaba de él definiéndolo como el eterno diplomático y «diferente», dos características que no se admiraban en un escolar. Seguía siendo pulido y diferente de maneras que ella no lograba concretar. Sintió la alarmante tentación de hacerle una reverencia.

Su rolliza mujer no tenía ese efecto, aunque también fue una sorpresa. Antes de casarse con él era la viuda del famoso poeta Sebastian Rossiter y, por lo tanto, su «esposa ángel». «Qué encantadora la visión de la delicada esposa, / sus pies ligeros deslizándose en el crepúsculo. / Un hada titilando en el aire. / Mi Judith va de paseo.»

¿Delicada? ¿Hada? La Judith de mejillas sonrosadas le hacían pensar en damas de campo prácticas, como su madre. Ah, pero bueno, nunca había entendido las metáforas poéticas.

Otra sorpresa fue la mujer del disoluto duque de Saint Raven. Cressida Saint Raven era una apacible joven de ojos grises serenos que parecía ser una influencia reformadora, aunque Saint Raven no daba la impresión de ser un hombre domado.

Entonces conoció al rey Pícaro. Aunque vestía traje apropiado para la noche, Nicholas se las arreglaba para parecer informal o despreocupado, aunque en sus ojos castaño claros no había nada despreocupado.

—La famosa lady Mara —dijo.

—¿Famosa? —preguntó ella, fastidiada.

—Tienes el pelo.

Ella se lo tocó, nerviosa, y al instante deseó no haberlo hecho.

—Bendición y maldición —dijo, y para cambiar de tema, preguntó—: ¿Su esposa está con usted, señor Delaney?

—Depende de la exactitud del «con». Está arriba amamantando al bebé.

Los bebés son un tema que no presenta peligros.

—¿Qué edad, y es niño o niña?

—Dos meses, es niño, Francis, y debería estar en casa. Londres es una ciudad sucia, física y psíquicamente, pero Hal y Blanche necesitan ayuda.

¿Y Dare?, pensó ella. Antes que lograra decidir si hablar o no de Dare con ese hombre, los interrumpió lord Middlethorpe:

—Mara, tengo una queja.

Se giró hacia él, más nerviosa aún.

—¿Qué he hecho?

—Me han dicho que estás eligiendo cuentas para todos nosotros y que yo soy un soso jaspe.

Ella se sintió azorada, aun cuando vio el humor en sus ojos. Lo había elegido porque él se veía muy formal.

—Podría elegir otra...

—No lo consientas —dijo Nicholas—, pero ahora tienes que decirme qué piedra soy yo.

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—No he tenido tiempo de decidirlo. —Deseando no haber iniciado esa caprichosa fantasía, miró a Stephen—. Elegí un ágata azul para usted, señor. Espero que eso no lo decepcione.

—Yo la encuentro perfecta —dijo Laura.

Stephen miró sonriendo a su mujer:

—Entonces te encargaré un collar de ágatas azules.

—Qué suerte que Mara no eligiera un zafiro —comentó Nicholas—. ¿Cuáles otros has decidido?

—Simon es un granate y Dare un topacio. —Para evitar mirar a este último, se volvió hacia el simpático irlandés —. ¿Sería muy manido elegir un jade verde para ti, Miles?

—Sea manido o no, siempre me siento orgulloso de ser irlandés.

—¿Y yo? —preguntó lord Charrington.

Mara pensó rápido, sorprendida de cuánto le disgustaba ser el centro de atención.

—Malaquita.

El se echó a reír.

—Excelente elección. El zar le regaló a mi padre una mesa hecha de una plancha de ese mineral. Es un gran honor. Los nobles rusos valoran la categoría de esos regalos más que el oro.

—¿Qué cuenta para un duque? —preguntó Saint Raven.

—Sólo Pícaros —dijo Nicholas —. Doce somos y doce continuaremos siendo.

—A no ser por matrimonio. Las esposas somos Pícaros de pleno derecho, no lo olvides.

Eso lo dijo una mujer de pelo castaño rojizo que acababa de llegar junto a Nicholas y se cogió de su brazo.

Él le sonrió acogedor.

—Eso te lo concedo.

La conexión entre ellos era palpable, se percibía potente y tierna. Mara sintió más simpatía por Nicholas.

—¿Sólo se puede entrar por matrimonio? —dijo Saint Raven mirando apenado a su mujer—. Tendrá que ser divorcio, querida mía.

—Mira como tiemblo, señor —contestó Cressida, sonriendo —. ¿Con quién podrías casarte para tener acceso?

El duque sonrió de oreja a oreja.

—Dare. —Agitó sus oscuras pestañas —. ¿Creéis que podría hacerme pasar por mujer? —Se acercó a Dare y le colocó dos dedos en el brazo —. Sé mío, milord, sé mío. Aportas una dote tan preciosa.

Dare le apartó los dedos con una traviesa palmada.

—Demasiado preciosa para las de tu calaña, ramera. Pero estoy disponible para ofertas legítimas —añadió, dirigiéndose a todos —. Que comience la subasta.

Todos se rieron, y Nicholas acotó:

—Sólo Mara está en verdadera posición para hacer una oferta.

Todos la miraron, y ella sintió arder las mejillas: seguro que las tenía rojas, rojas, pero lo único que podía hacer era seguir el juego. Miró a Dare de arriba abajo, como calculando su valor y luego dio una vuelta alrededor de él, pensativa.

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—Ofrezco... —esperó a que todos estuvieran pendientes— un cuarto de penique. ¿Alguien ofrece más? ¡Hecho!

Todos volvieron a reírse.

—Ay de mí —protestó Dare—, qué poco valor me dan.

Pero sus ojos decían otra cosa, algo relacionado con amor y besos, lo que dejó a Mara atontada y sin habla.

Entonces Miles Cavanagh interrumpió el momento, menos mal:

—Ese es el problema de equivocarse de mercado para ir a subasta, Dare. Siempre asegúrate que habrá interesados en pujar, aunque tengas que ponerlos tú.

—Entonces, traed algunas doncellas —ordenó Dare.

—O vuelve a ponerte en subasta en Almack —sugirió Francis.

Mara le cogió del brazo, posesiva.

—Un trato es un trato, ¿verdad, señor Cavanagh?

Las damas aplaudieron y Miles contestó sonriendo:

—Pues sí, desde luego. Estás comprado y ya está, Dare.

—Por ahora al menos —dijo Mara, disfrutando ya de verdad —. Al fin y al cabo una dama siempre puede cambiar de decisión.

—Me siento destrozado —suspiró Dare—, ¿piensas que incluso un cuarto de penique podría ser un precio exagerado?

—Eso ocurre incluso con los caballos, ¿verdad, señor Cavanagh?

—Basta de señor Cavanagh, Mara, pero tienes razón. Pregúntale a Francis acerca de Banshee.

Lord Middlethorpe hizo un gesto de pena, aunque sonriendo, y contó la historia de un caballo mal formado pero veloz que le compró a Miles con el fin de ganarle a los hermanos de Serena para que le devolvieran sus joyas. Anunciaron la cena y terminó la historia mientras se sentaban.

—Durante una semana no pude caminar —concluyó, sonriéndole a Serena, que estaba sentada a su lado —. Valió todos los dolores y achaques.

Cuando se generalizó la conversación, Dare le dijo a Mara:

—¿No podrías haberme valorado en seis peniques por lo menos?

—Pero es que tu valor es superior a los rubíes.

Se miraron a los ojos y ella pensó si podrían besarse, pero entonces tuvieron que concentrarse en la sopa. Mara escuchaba la animada conversación, apreciando la relajada amistad entre todos. Los Pícaros eran diferentes entre sí, pero se portaban como la mejor de las familias, con cariño y tolerancia. Stephen y Leander se enzarzaron incluso en una discusión sobre la política austríaca sin alterar la armonía.

Al mismo tiempo observó lo poco que hablaba y comía Dare. Una persona desconocida no habría detectado nada fuera de lo común, pero ella sí, y estaba segura de que los Pícaros estaban muy conscientes de eso y preocupados protectoramente por él. También comprendió la carga que entrañaba eso para él.

Todos necesitaban que sanara, lo que significaba que volviera a ser el que era antes de Waterloo, pero eso era como esperar que fuera como un mono amaestrado. O esperar que se reanimara un cadáver.

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Cayó en la cuenta de que apenas había tocado la comida, así que comió, antes que le retiraran el plato y pusieran otras fuentes en la mesa.

Esperaron a que terminara la comida y salieran los criados para hablar de Hal y Blanche. Entonces hicieron circular oporto y madeira junto con frutos secos y pastelillos, y Nicholas dijo: —Cedo la dirección de esta reunión a Labellelle.

Laura le sonrió.

—La aceptación en la sociedad es asunto de mujeres, sí, y yo soy la que tiene más experiencia. La primera incursión tendrá lugar en la fiesta en Almack el miércoles.

—Ahí no le permitirán jamás la entrada a Blanche —objetó Saint Raven—. Ni siquiera escoltada por todos los Pícaros armados.

—No, claro que no —dijo Laura—, y a ella no le interesa asistir. Pero será el lugar perfecto para introducir el tema.

—¿De qué manera? —preguntó Saint Raven, visiblemente escéptico.

Contestó Nicholas:

—Los asistentes pueden dar por supuesto que la señora Beaumont forma parte de la alta sociedad y que muchas personas importantes se ofenderían si se la insultara de cualquier manera. Saint Raven negó con la cabeza.

—Los Pícaros tenéis influencia, sí, pero no tenéis ese tipo de peso entre los baluartes de la aristocracia de altos vuelos.

—Pero podemos reclutarlos —dijo Nicholas —. Diversos duques, por ejemplo. ¿Por qué estás tú aquí si no? Pero también Arran, Yeovil y Belcraven. Aunque, por encima de todos —añadió, como quien hace un silencioso redoble de tambor—, tenemos a la condesa viuda de Cawle.

Saint Raven emitió un silbido.

—¿Lo hará?

—Es la madrina de Hal.

Saint Raven se rió y levantó la copa en un brindis.

—Pícaros. ¿Tenéis en el bolsillo al regente?

—Demasiado gordo y demasiado problemático.

—Sois increíbles, de verdad.

—¿Quién es la condesa viuda de Cawle? —preguntó Mara a Dare.

—Una de las dirigentes más discretas de la sociedad. La persona que ella aprueba es aprobada. La persona que ella desprecia es arrojada a la oscuridad.

—¿Por qué tiene tanto poder?

—Tal vez simplemente porque puede.

Los demás estaban proponiendo a personas que podrían apoyar la causa. Los Greville, los Burleigh, los Dunpott-Ffyfe, los Lennox.

—Después de la fiesta en Almack —dijo Laura—, Blanche y Hal asistirán a unos cuantos eventos sociales amistosos, bien acompañados por Pícaros, y convenceremos a Blanche de que salga con algunas de nosotras de vez en cuando. El asalto ambicioso será un baile en la casa Marlowe tan pronto como Simon y Jancy estén preparados para ofrecerlo.

—¿Cómo va la situación con lo del gas, Simon? —preguntó Nicholas.

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—Lo tendremos solucionado en un par de semanas.

Jancy, que había estado callada durante toda la comida, lo miró con expresión de culpabilidad.

—No estamos escasos de salones de baile —dijo Saint Raven—. Yo tengo uno. La casa Yeovil también.

—Yo quiero ofrecer ese baile —dijo Simon—. Hal me acompañó en Canadá en mi hora de necesidad y nos ayudó a llegar sanos y salvos aquí. Además, Marlowe, tanto las dos casas como el título, tienen un aura de decoro clásico que podría blanquear hasta el escándalo más negro.

Simon no tomaba en cuenta el miedo de Jancy, pensó Mara, pero no tenía ningún sentido discutir. Jancy sería capaz de caminar sobre brasas ardiendo por él.

Ya todo acordado, las damas se trasladaron al salón a tomar té, hablando todavía de estrategias sociales como generales antes de una batalla. Felicity, que ya estaba harta del tema, se sentó a tocar el piano, sorprendentemente bien, pues parecía un marimacho.

Mara decidió hacer algunas sugerencias. Al fin y al cabo, como decía ella, los matices más sutiles de la sociedad londinense no diferían mucho de los de la de Lincolnshire. Sus ideas fueron aceptadas.

La conversación pasó a otros temas cuando a Eleanor le llevaron al bebé para que le diera el pecho. Eso sorprendió a Mara, aun cuando Eleanor se las arregló muy bien cubriéndose los pechos con un enorme chal de Norwich. En Brideswell a veces se amamantaba a los bebés en público, pero solamente delante de familiares.

Pero claro, como había pensado, los Pícaros formaban una familia, una a la que pronto pertenecería. Esa simple dicha la tuvo callada hasta que entraron los hombres a reunirse con ellas.

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Mara observó atentamente a Dare. Ya era algo tarde, pero parecía sentirse bien. Estaba a punto de caminar hacia él cuando Nicholas le dijo:

—Entonces, Mara, ¿has decidido qué cuenta me viene bien a mí?

Ella se plantó.

—¿Y si decido no decidir?

—¿Por qué harías eso?

Eso, ¿por qué?

—Porque a Francis no le gustó mi elección.

—Sólo era una broma —dijo Francis, sorprendido —. Lo siento, Mara.

—Eso lo sé.

Lo estaba haciendo de mal en peor, pero notaba algo en Nicholas Delaney que la crispaba.

—Entonces —insistió éste.

Pedernal, pensó ella, a punto de echarse a llorar.

—Nick.

Dare sólo dijo esa palabra pero sonó en toda la sala como un rayo.

Nicholas arqueó ligeramente las cejas.

—No era mi intención molestar, sólo era una broma. —Miró a su mujer—. Eleanor, por supuesto, es una perla rosa.

—Granuja —protestó ésta.

Entonces le contó a Mara una historia sobre un collar de perlas rosa que le regaló Nicholas y que ella se lo regaló a su hermano. Mara no entendió el razonamiento, pero la historia suavizó el momento y la conversación pasó a otro tema.

Fue a sentarse al lado de Dare, algo estremecida. Tal vez la intervención de él no fue muy importante, pero a ella le pareció un paladín blandiendo una espada y declarando que protegería a su dama.

Su dama.

—Gracias —le dijo.

—Nick está haciendo una especie de juego.

—¿Por qué?

—No puede evitarlo. No te dejes irritar por él.

Ella detectó irritación en su tono y eso le dijo que su calma era un delgado barniz. Él la había rescatado y le tocaba a ella rescatarlo a él. Miró a Jancy hasta captar su atención para indicarle que estaba muy cansada y no tardaron en despedirse y marcharse los cuatro.

Dare habló muy poco durante el trayecto de regreso en coche, y cuando llegaron a la casa les dio brevemente las buenas noches y desapareció. Mara agradeció que Jancy y Simon estuvieran impacientes por retirarse a su dormitorio, porque no habría soportado una conversación ociosa.

Mientras Ruth la ayudaba a prepararse para acostarse, parloteó acerca de los Pícaros, porque eso era lo que esperaba su doncella. Entonces finalmente se quedó sola y suspiró de alivio.

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Buen Dios, ella contenta por estar sola.

Claro que no deseaba estar sola. Deseaba estar con Dare. Apartó esas ideas de la cabeza y fue a sacar las cuentas de un cajón del escritorio. Las puso todas encima y las observó atentamente, como si al igual que las cartas de Jancy, le fueran a dar información.

Hizo rodar la de jade verde. Una piedra sencilla para un hombre sencillo. Miles le caía bien por su simpatía sin complicaciones.

Leander, la sofisticada malaquita, no sabía si le caía tan bien. Tenía modales exquisitos, pero lo encontraba un tanto distante. Reservado, tal vez. Su mujer sí que era simpática, y tal vez a un hombre se lo puede juzgar por la mujer que lo ama.

Stephen, el ágata azul, la ponía nerviosa, pero eso podría deberse simplemente a su fama. Laura Ball, la joya perfecta, hizo que le pareciera un poco menos imponente cuando se quejó de que a veces estaba tan absorto en asuntos parlamentarios que se olvidaba de comer y del día de la semana en que estaba.

Francis, a pesar de su apariencia poética, era un robusto jaspe.

¿Nicholas? Miró las cuentas: ámbar, ojo de tigre. Estaba mirando esas debido al color de sus ojos. Acabó haciendo girar el topacio entre sus dedos. Dare, dorado, brillante, como era antes y como había sido por momentos esa noche y otras. Momentos muy breves, como un fuego con dificultades para continuar encendido, pero elevando llamas de tanto en tanto.

Cogió su monedero de malla y lo vació de monedas. Ahí. Un cuarto de penique, una pequeña moneda marrón que no reflejaba de ninguna manera el valor de Dare a sus ojos. Pero claro, ¿qué podría reflejarlo? No poseía rubíes, y un collar de rubíes completo no sería suficiente.

Deseó llevárselo inmediatamente, pero miró el reloj y vio lo tarde que era.

No, mejor dejarlo para la segura cordura del día.

—Si continúa así, señorita Mara, haré llamar a su madre —protestó Ruth.

Mara estaba acostada, alicaída por la falta de sueño. No le había servido de nada ser buena y no salir a buscar a Dare. En lugar de dormir se había pasado la noche dándole vueltas y vueltas a las cosas en la cabeza, sí, como ocas pisoteando de aquí allá un camposanto.

La expresión de los ojos de Dare cuando lo compró.

Cuartos de peniques y rubíes.

Cómo impidió que Nicholas siguiera gastándole bromas, corno una espada levantada.

Lo bueno y lo malo de desear que fuera el hombre que era antes.

Esa seda que le había regalado y no sabía por qué.

Abrió los ojos y vio que Ruth la estaba observando preocupada.

—Creo que bebí demasiado vino. Me duele la cabeza. —Bueno, francamente, eso sí que es una tontería —dijo Ruth, pero ya había vuelto a su inquietud normal —. Entonces iré a prepararle mi tónico.

Mara volvió a cerrar los ojos, gimiendo. Los tónicos de Ruth eran asquerosos, pero no hacían ningún daño. A diferencia del opio. No había obtenido más información sobre el tema. Ese día sin falta tenía que hablar con el señor Feng.

Se sentó justo cuando Ruth entró de nuevo.

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—Ah, se va a levantar, entonces.

—Sí, y me siento mucho mejor.

Ruth le pasó el vaso.

—Será mejor que se beba esto de todas maneras, milady. Ya que me he dado el trabajo de preparárselo.

Mara se tragó la tisana, sólo con un leve estremecimiento. No estaba tan asquerosa como otras.

—Gracias, Ruth. Ahora voy a querer desayunar.

Miró el reloj y se bajó de la cama. ¡Ya eran casi las nueve! No la sorprendía que Ruth estuviera preocupada. Jamás dormía hasta tarde, a no ser después de una fiesta que durara hasta la madrugada, un baile por ejemplo.

¿Qué planes había para el día? Fueran los que fueran, sólo serían una molestia, un desvío de la atención a Dare. Qué fastidioso que ya no pudiera darle la lata para que la llevara en un trayecto largo en coche. Necesitaba angustiosamente estar a solas con él. Menos mal que todavía no se mudarían a Marlowe, gracias al gas.

Miró su agenda y vio que había anotado la promesa de Dare de llevarla a ver el volcán en erupción. Tal vez se lo recordaría. Mañana, Almack.

En otros tiempos, su primera visita a ese sagrado salón de fiestas habría sido para ella como la luna y las estrellas, pero en ese momento sólo brillaba como el lugar donde podría bailar por primera vez con Dare, bailar decentemente, en público, al ritmo de la música.

Los diversos significados de la palabra «decente» le trajeron recuerdos, dulces y amargos, hasta que Ruth, la ojo de águila, volvió con el desayuno. Para distraerla, dijo:

—Tenemos que decidir qué debo ponerme para el baile en Almack.

—Algo de color claro, milady.

—¿Virtuosa y virginal?

—Lo que es usted, milady.

—Ay de mí, triste cosa es esa.

—¡Señorita Mara!

Mara se concentró y fue a sentarse para servirse chocolate en la taza.

—Lo siento, sólo ha sido una broma, Ruth.

—Eso diría yo —la regañó Ruth.

Y diciendo eso se lanzó a una de sus peroratas sobre la maldad de los hombres, pero Mara estaba intentando recordar quién había dicho eso, lo de sólo ha sido una broma.

Nicholas Delaney, después de la intervención de Dare.

Cuando las personas dicen que sólo ha sido una broma, rara vez es cierto, pensó. ¿Acaso el rey Pícaro la pinchó adrede para provocar esa reacción en Dare?

—Coma algo, milady.

Mara pegó un salto y cayó en la cuenta de que sólo había bebido un sorbo de chocolate. Puso mantequilla en una tostada y tomó un bocado. ¿Nicholas estaba de su parte? ¿Le ofrecería buenos consejos acerca de Dare?

—¿Cuál, entonces, milady?

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Ruth había extendido sobre la cama tres vestidos de baile de color claro. Los miró.

—El rosa.

—Muy bien, milady. Con sus perlas, se verá como una damita correcta. Es de esperar que se comporte como tal.

—¡Ruth, para!

—¿Paro qué, milady?

—Para... para de... de pincharme. Cualquiera creería que soy una especie de marimacho que persigue a los oficiales por la calle para enseñarles las ligas.

—Yo nunca... —comenzó Ruth, y de repente explotó —: ¡Simplemente ya no es usted misma milady! Todo comenzó cuando la ayudé en esa locura de salir furtivamente por la noche. No sé cómo logró hacerme aceptar. Ha estado rara desde entonces. ¡Y aquí! Desde que llegamos a esta casa se ha puesto peor. ¿No habrá hecho... no habrá hecho algo estúpido, verdad?

—Ah, pues sí que lo he hecho. —Entonces comprendió el sentido de la pregunta—. ¿Qué? ¡No! Cielos, no. La verdad es que estoy enamorada. Estoy enamorada de lord Darius.

Sonrió, pero vio que Ruth juntaba las manos.

—Ah, ya me lo temía yo. ¿Qué van a decir sus pobres padres?

—Estarán encantados.

—¿Porque usted suspira por un adicto al opio de «Somerset»? Esa manera de acentuar Somerset la hizo reír bastante.

—Vamos a vivir cerca de Brideswell, te lo prometo. Todavía no había hablado con Dare respecto a eso.

—Eso es algo, supongo, pero...

—Y muy pronto estará libre de la droga. Pero no le vas a decir a nadie nada sobre el compromiso. Primero tenemos que tener la oportunidad de hablar con mi padre.

—Al menos en eso va a hacer lo que debe, milady —dijo Ruth, con la expresión triste como si hubiera habido una muerte en la familia—. He de decir que lord Darius está muy bien considerado en esta casa.

—Por supuesto. Es maravilloso. Perfecto, en realidad.

Ruth puso los ojos en blanco.

—Ah, bueno, siempre he sabido que haría una elección rara, teniendo el pelo y todo eso. Y si él está libre para vivir cerca de casa, eso ya es algo. Así todos podremos vigilarlo.

Mara se tragó la protesta. Era cierto. Aun en el caso de que se casara con el hombre más inofensivo de Inglaterra, todas las personas de los alrededores de Brideswell estarían atentas a su comportamiento.

Mientras Ruth guardaba los vestidos, comenzó a considerar las posibilidades para el día. ¿Debería buscar a Dare para hablar del asunto de dónde vivirían?

Pero la idea la puso nerviosa. No estaba preparada para sacar ese tema. En realidad, le gustaría salir a tomar el aire fresco.

—Ve a ver si a lady Austrey le gustaría salir a caminar.

—Salieron, milady.

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—¿Tan temprano?

—Dijeron algo de la casa Marlowe.

—Ah. —¿Significaría eso que se adelantaría el traslado? Tal cosa la fastidiaría infinitamente, pero no podía hacer nada—. Entonces, me acompañarás tú, Ruth.

—Muy bien, milady.

El aire fresco le produjo alivio inmediato. La casa Yeovil se había vuelto opresiva. Pero no era el aire, sino su conocimiento. Sentía la casa impregnada de una gran oscuridad y un intenso dramatismo.

Caminó a paso enérgico hacia St. James's Park, agradeciendo que Jancy no hubiera estado disponible. Con Ruth no necesitaba conversar y podía idear su estrategia. Cuando volviera pediría una entrevista con el señor Feng. El sabría sugerirle maneras de ayudar a Dare y advertirla de lo que podría sentarle mal.

Por ejemplo, ¿era útil invitar a Dare a actividades o era mejor dejarlo en paz? ¿Se divertiría con lo que habían inventado para el Castillo Monstruoso, o eso podría traerle recuerdos horribles?

Sabía conducirse en sociedad, pero no sabía abrirse paso por esas sombras. En su vida no le habían faltado sufrimientos, pero todos habían sido los normales, como la muerte de su queridísimo abuelo Baddersley cuando ella tenía seis años, y la de su hermanita pequeña, Alice, hacía ya ocho años.

Todos habían estado inquietos y preocupados por Simon, lejos tanto tiempo y participando en una guerra, pero había vuelto sano y salvo. Afortunadamente, sólo supieron lo del duelo y la herida que casi lo mató cuando ya todo era historia.

La ignorancia podía ser una bienaventuranza, pero en esos momentos no le era útil.

—¡Lady Mara!

Iba tan sumida en sus pensamientos que le llevó un momento darse cuenta de que acababan de encontrarse con el comandante Berkstead y que éste le había hablado. Estaba ante ella cerrándole el paso, mirándola fijamente.

Ay no, por favor.

Tal vez debería desentenderse y hacerle un buen desaire, pero no logró decidirse a ser tan cruel.

—Comandante —saludó fríamente, y continuó caminando. El echó a caminar a su lado.

Ruth se había quedado atrás, pero con mirarla de cierta manera ella intervendría. Pero seguro que armaría una escena. Y en ese parque no corría ningún peligro; había personas por todas partes, y dentro de un momento pasarían por el lugar donde las lecheras vendían leche fresca recién ordeñada. Se habían reunido varias personas ahí.

—¿Te apetecería un dulce de leche? —le preguntó él, en un tono más apropiado para ofrecerse a morir por la causa.

—No, gracias, comandante. En realidad, debo volver a la casa. Me esperan.

Apretó el paso, fastidiada por sentirse nerviosa. Él acomodó el suyo al de ella sin el menor esfuerzo.

—Te acompañaré, querida señora. —Y continuó en voz más baja—: Esta es la primera ocasión que tenemos desde hace mucho tiempo de hablar en privado. Ella miró al frente.

—No tenemos ninguna necesidad de hablar en privado, comandante.

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—Ah, tu doncella —dijo él, en voz más baja aún—. ¿Es tu guardiana? ¿Te castigarán? Pues sal de la casa a escondidas, amada mía. Yo estoy siempre al acecho.

Mara se detuvo a mirarlo.

—¿Siempre al acecho? ¿Qué quiere decir?

Ruth ya estaba alerta, en actitud lista para actuar.

—¿Se te puede ocurrir que yo te abandonaría a la opresión? Sal sigilosa por la parte de atrás de la casa, amada mía, y yo te liberaré.

Diciendo eso se alejó, dejándola boquiabierta. Ruth llegó a su lado.

—¿Qué pretendía, milady?

—Nada, pero...

No, no podía explicarle esa locura a Ruth. Pero se dirigió a toda prisa a Yeovil, impaciente por estar dentro de sus gruesas paredes.

¿Siempre al acecho? Eso le erizó la piel. Entonces pensó en la misteriosa seda de regalo. ¿Él la habría hecho enviar? Podría haberla seguido hasta el almacén y preguntado al señor Lee qué había admirado ella. En esa nota, el remitente decía que debía hacerse un camisón de dormir con esa seda.

La quemaría. Debería haber sabido que a Dare nunca se le hubiera ocurrido que un estampado tan chillón sería de su gusto.

Entró a toda prisa en la casa, pensando que debía decirle a Simon lo de Berkstead, pero hizo un mal gesto ante la idea. Casi preferiría decírselo a su padre, aunque eso significara contárselo todo.

—Mara, ¿qué te pasa?

Estaba tan absorta que casi se desmayó al encontrarse cara a cara con Dare.

—Nada. —Se rió, aunque con los labios temblorosos —. Sólo ha sido la impresión de verte.

Él arqueó las cejas, extrañado, pero dijo:

—Tú tienes un efecto similar en mí.

Ella volvió a reírse, de felicidad.

Él presentaba un aspecto muy del caballero inglés normal y ordinario. Bueno, ordinario nunca, pero la expresión de su cara era relajada, el color de la piel sano, y vestía el uniforme informal del caballero: chaqueta azul oscuro, calzas de ante, chaleco beis y botas altas. Llevaba sombrero y en la mano una fusta de montar.

—Has salido a cabalgar —dijo, encantada.

Él le entregó sus cosas al lacayo.

—Ayer compré un nuevo Conqueror. ¿Quieres verlo?

—Por supuesto.

Dejó marchar a Ruth y lo acompañó hacia la parte de atrás de la casa.

—¿Cuántos Conquerors has tenido?

—Cuatro. El último encontró la muerte en Waterloo. Pobres caballos. Nuestros conflictos no tienen nada que ver con ellos. Deberíamos luchar nuestras guerras a pie.

—Y los gobernantes que inician una guerra deberían ir al frente de sus ejércitos a la batalla.

—Napoleón lo hacía —dijo él.

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—¿Es que admiras a ese monstruo?

—Sólo expongo un hecho —dijo él al pasar por una puerta que llevaba a las dependencias de servicio —. Pero en Rusia abandonó a su ejército. Tal vez fue necesario, pero de todos modos un acto vil.

Mara miró el entorno.

—Creo que recuerdo este corredor.

—Chss.

Ella se pegó a él de un modo bastante coqueto.

—¿Quieres que te viole en un armario de la despensa, muchacha?

Ella se apretó más.

—Sí, por favor.

Él se rió, llevándola hacia una puerta trasera que también recordaba. En el esconce para dormir no había nadie.

—¿Tal vez cuando estemos casados? —musitó, mientras iban saliendo.

—Entonces tus perversos deseos siempre serán órdenes para mí.

Los perversos deseos pasaron ondulando por toda ella con una fuerza que se imaginó que bien podría estar con los pelos de punta.

—No veo la hora —dijo.

Él le tocó la espalda para dirigirla hacia el sendero que pasaba por en medio de la pequeña huerta con hierbas y verduras, en dirección a la puerta que daba al jardín. Ese fugaz contacto le produjo más deseos perversos. Si se detenían debajo de un árbol para besarse, ¿los vería alguien?

Miró hacia las ventanas. Probablemente sí. Pero lo besó de todas maneras, apenas un breve contacto de los labios, una mirada a los ojos, que transformó el jardín londinense en el Edén.

Sonriendo se cogieron del brazo y continuaron caminando. Así será nuestra vida, pensó ella. Pasear por los senderos del jardín, ir a ver un nuevo caballo en el establo. Algún día irían unos cuantos niños con ellos. Muy pronto, en realidad. Tendrían a Pierre y a Delphie.

—¿Los niños ya montan a caballo?

—Un poco. Durante mucho tiempo no querían alejarse del lado de mi cama. Thea era muy buena con ellos. Los engatusaba para que salieran al aire libre y los llevaba al establo para que fueran acostumbrándose a los caballos. Cuando yo ya pude ir con ellos, comenzaron las clases.

Atravesaron el callejón de atrás y entraron en el establo, donde un mozo estaba almohazando a un magnífico bayo.

—Es espléndido —comentó Mara.

—Es uno de los de Miles Cavanagh.

—Ah, eso me recuerda. —Sonriendo hurgó en el bolsillo hasta encontrar la moneda de cuarto de penique y se la pasó—. Debo asegurar mi compra, milord.

Él miró la moneda un momento, la metió en una faltriquera y extendió la mano con la palma hacia arriba.

—Debemos darnos la palmada.

—¿La palmada? —Para sellar el trato.

Mara se quitó el guante y le dio la palmada en la palma.

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—¿Eso significa que ahora eres completamente mío, comprado y sellado?

Él le cogió la mano, la levantó para besársela, con sus cálidos ojos mirando los de ella.

—Eso parece. Soy tu esclavo de por vida.

Ella cerró los dedos sobre los de él, apretándole la mano.

—Es mi intención hacértelo cumplir.

El movimiento de los cascos del caballo les recordó dónde estaban. Se apartaron, reprimiendo sonrisas.

—Es un cazador —dijo Dare—. ¿Pondrías objeciones a pasar un tiempo en la región de caza de las Middlands el próximo invierno?

Ella volvió a sonreírle.

—En absoluto, aun cuando a las damas no se nos permite cazar.

—¿Quieres decir que te gustaría?

—¿Y tú quieres decir que me dejarías?

—Tú me posees a mí, no yo a ti, pero siempre te han repugnado esas cosas. Ni siquiera te gustaba pescar.

Ella arrugó la nariz, al recordarlo.

—Todos me gastabais bromas por eso.

—Los niños son niños.

Mara le dio una palmada a una mosca que zumbaba alrededor de su cara.

—Aja —dijo él—, eres un ser sanguinario después de todo.

Ella le escrutó la cara por si veía algún asomo de los horrores de la batalla, pero él estaba animado, alegre, radiante como el topacio.

—Soy capaz de matar una mosca e incluso una avispa si es necesario. Y de atacar despiadadamente a polillas no nacidas.

Se acercaron a admirar a Conqueror, que se pavoneó ante la atención. Mara vio que el caballo ya le tenía cariño a Dare.

—Traje a Godiva a la ciudad, pero aún no he salido a cabalgarla.

—Entonces debemos —dijo él, mientras salían del establo —. Dime, bella dama, ¿la cabalgas desnuda?

Mara le dio una palmada en el brazo.

—Godiva, señor, es la yegua, y por lo tanto siempre va desnuda.

Él arqueó las cejas.

—¿La montas a pelo?

—No, pero la silla no le cubre... Ooh... —Se interrumpió, con las mejillas rojas —. ¡Esta conversación es ridícula!

Él se rió y ella también, simplemente por el placer ante su picara broma.

—Podríamos salir a cabalgar mañana —dijo él.

—Fantástico. ¿A qué hora?

—¿A las diez?

—A las nueve. Las cabalgadas deben ser temprano.

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—A las ocho, entonces.

—¿A las siete?

A él le bailaron de travesura los ojos.

—Mara, Mara, nunca vas a ganar este tipo de desafío. Las ocho será bastante temprano.

Ella volvió a reírse, sin importarle que todo el mundo oyera su amor en esa risa.

—Las ocho, entonces.

Por tácito acuerdo no volvieron inmediatamente a la casa sino que echaron a caminar por el callejón en dirección a la calle. Él le cogió la mano, y en ese simple contacto ella notó un asombroso poder. ¿No se hablaba de cogerse las manos? En ese momento, con los dedos entrelazados con los de él, comprendía por qué. Las manos entrelazadas como se enroscaba la madreselva en una pared ahí afuera.

—Esto casi podría ser el campo —comentó, mirando las plantas que florecían en los lugares no tocados por los cascos de los caballos ni las ruedas de los coches. Se detuvo para aspirar el agradable aroma de las flores. Entonces lo miró —: Deberíamos ir a Brideswell a hablar con mi padre.

Él desvió la cara, con la mandíbula tensa.

—No me casaré contigo mientras sea adicto, Mara.

—¿Cuándo estarás totalmente libre? ¿Cuánto tiempo falta para que estés seguro? ¿Cuánto tiempo falta para que podamos hablar francamente de nuestro amor?

—Meses, por lo menos.

Ella abrió la boca para discutir, pero al hablar cambió de tema:

—Yo al menos necesito el consentimiento de mi padre. Tan pronto como sea posible. Lo digo en serio, Dare.

Él la miró con amor, aunque también con desesperación.

—¿Y si tus padres no aceptan?

Ella le apretó la mano.

—Aceptarán. ¿Cuándo?

Él lo pensó un momento.

—Tenemos dos compromisos, el baile en Almack y luego en la casa Marlowe. Después de eso, cuando quieras.

Mara comprendió que era el momento para hablar de dónde iban a vivir.

—Dare —dijo, sin soltarle la mano —, todo este tiempo he supuesto que tendremos una casa cerca de Brideswell. Una en Londres también, pero... ¿es eso lo que tú deseas?

¿Qué haría si él decía que no?

—¿Alejar a una Saint Bride de la colmena? —dijo él—. ¿Un crimen contra la humanidad?

—Ah, pensé que podrías creer que yo... porque Simon...

—Simon no tiene el mismo apego, pero si pudiera, su casa de campo estaría ahí y no en Marlowe. Brideswell es un lugar especial, Mara. Tal vez me voy a casar contigo sólo por eso.

—Tal vez yo me voy a casar contigo sólo para entrar en el grupo de los Pícaros.

Él se rió y se acercaron para besarse.

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De pronto él la estrechó con fuerza y la besó fuerte, con avidez. Ella deseó corresponderle el beso de igual manera, pero estaban en un sitio público. Interrumpió el beso para exclamar:

—¡Dare, para!

Él se apartó bruscamente de ella, con expresión sorprendida. Entonces ella vio que alguien lo había apartado de ella. Dare se giró, y se encontró ante el comandante Berkstead.

—¡Maldito canalla! —rugió Berkstead, moviendo el puño para golpearlo.

Aunque perdió un poco el equilibrio, Dare eludió el golpe girándose.

—Para, loco...

Paró el siguiente puñetazo con el brazo y volvió a girarse, con lo que Berkstead pasó de largo, tropezó y casi cayó de bruces, pero enseguida volvió al ataque, con la cara roja y los ojos de un loco furioso.

Dare le enterró el puño en el pecho; Berkstead se tambaleó hacia atrás, resollando, pero consiguió cogerle la chaqueta, y los dos cayeron al suelo.

—¡Basta! —gritó Mara, pero comprendió que si Berkstead seguía atacando Dare no podría parar.

Miró alrededor desesperada, y vio que nadie acudía a ayudarla.

Berkstead cogió un palo, una rama de árbol gruesa como el brazo de ella, y la bajó con fuerza sobre la cabeza de Dare. Éste evitó el golpe rodando y poniéndose de pie, con la agilidad y fluidez que ella le había visto en el salón de baile. Él ya estaba concentrado de la misma manera, pero esperó a que Berkstead se pusiera de pie.

El comandante le enseñó los dientes y, blandiendo el palo, volvió a atacar. Dare se lo quitó de la mano de una patada, lo que no la sorprendió, y casi en el mismo movimiento le enterró el puño en el vientre.

Berkstead se tambaleó hacia atrás, pero Dare, en lugar de parar, lo siguió y le asestó un feroz puñetazo, y luego otro.

—¡Dare, para!

Ya venían unas personas corriendo, los mozos del establo y otros cuantos detrás, por la calle, pero aún estaban lejos. Berkstead tenía los ojos vidriosos, y Dare seguía golpeándolo.

Mara cogió el palo y golpeó a Dare en la espalda, fuerte.

Él se giró, le quitó el palo con una mano y movió la otra hacia ella, como si fuera una espada.

Entonces paró en seco, pálido, horrorizado.

—¿Mara?

Ella retrocedió un paso, pero dijo:

—No pasa nada. Estoy bien. No podía permitirte que lo mataras.

Alargó la mano hacia él, pero él se apartó y se giró lentamente hacia donde estaba Berkstead apoyado en la pared, casi desplomado, con las manos en el vientre, como para protegerse; le salía sangre de la nariz. Los tres mozos corrieron hacia él, echando miradas asombradas y nerviosas a Dare. En la calle se habían detenido dos señores mayores que, aunque vieron que había acabado la acción, continuaron mirando.

Todo pudo haber durado unos minutos, menos de un minuto incluso.

Mara se acercó a Dare y le cogió el brazo.

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—Gracias por protegerme. —Vio que él seguía pálido y sintió los temblores que le convulsionaban el cuerpo—. Vamos. Volvamos a la casa.

Él se soltó el brazo y la apartó.

—¿Está mal herido? —preguntó a los mozos.

—Podría tener varias costillas rotas, milord.

—Eres un loco —resolló Berkstead—. Deberían encerrarte. Primero atacaste a la dama y luego a mí.

—¡A mí no me atacó! —exclamó Mara—. Es usted el que está loco.

—¿Acaso lo has besado en la calle por tu libre voluntad?

—Sí, nos vamos a casar.

La cara roja de Berkstead se volvió blanca.

—¡No!

—Ayudadlo a volver a su alojamiento y haced lo que sea necesario —dijo Dare a los mozos—. Vamos.

La rodeó con un brazo y la llevó por el callejón en dirección al establo y la casa. Ella seguía sintiendo los temblores que pasaban por el cuerpo de él, y tal vez ella también estaba temblando. Al oír sus palabras, la expresión de Berkstead se había transformado en una de odio mortal.

No podría haber hablado ni aunque en ello le fuera la vida. Todavía tenía acelerado el corazón y la respiración dificultosa, pero era algo que notaba en Dare lo que la silenciaba.

Entraron en la casa y él se detuvo en el jardín.

—¿Por qué estaba Berkstead ahí?

—¿Qué?

—¿Por qué estaba Berkstead en el callejón? ¿Por qué cree que tiene derecho a protegerte?

—¿Qué? —repitió ella—. ¡Ese hombre es un idiota! Se cree enamorado de mí. Y piensa que yo estoy enamorada de él.

—Eso no me sorprende si saliste de juerga con él por la noche.

—Fue un error. Lo reconozco. Le he dicho claramente...

—¿Has salido a encontrarte con él?

La furia era muy excepcional en Mara, pero esta vez se encendió, echando chispas, llamas. Lo apartó de un empujón.

—No me eches a mí la culpa de esto. No habría sido nada si tú no hubieras continuado golpeándolo como si fueras un asesino. —Al verle la expresión en la cara, se apresuró a decir—. No, no, Dare. No quise decir...

Pero él ya se había dado media vuelta e iba caminando a pasos largos hacia la casa.

Corrió detrás.

—No. No te alejes de mí así. —Le cogió el brazo—. ¡Para! Él se giró y se soltó el brazo.

—Déjame en paz.

La fría fuerza de sus palabras la dejaron paralizada, y sólo pudo quedarse ahí mirándolo hasta que desapareció dentro de la casa.

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Sólo se dio cuenta de que estaba llorando cuando salió una fregona con un balde de agua sucia y se detuvo a mirarla. Intentando serenarse y componer la expresión, entró en la casa, subió directamente a su dormitorio y ahí se sentó, temblando y rodeándose con los brazos.

Cuando sonó un golpe en la puerta, no sabía cuánto tiempo había pasado. Fue a abrirla, sin saber si deseaba o no que fuera Dare.

Era Jancy, con cara preocupada.

—¿Cómo estás?

Mara intentó sacar su voz normal.

—Bien, por supuesto. —Volvió a sentarse—. ¿Por qué?

Jancy entró y cerró la puerta.

—Porque Dare le dijo a Simon que no puede casarse contigo y luego no quiso decir nada más.

—¿Qué? —exclamó Mara, levantándose, pero entonces le comenzó a girar la habitación y tuvo que afirmarse en una silla para no caerse—. ¡Tengo que hablar con él!

Jancy la rodeó con un brazo.

—Todavía no. Vuelve a sentarte. Estoy segura de que no lo ha dicho en serio.

Mara se dejó instalar en el sofá cerca del hogar, deseando estar segura de eso. Él le había hablado con dureza, con mucha frialdad. Era tan intenso su sufrimiento que no podía llorar.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Jancy —. Sabemos lo de la pelea en el callejón de los establos, y que Dare casi mató a alguien.

—Fue horroroso. Berkstead le atacó.

—¿Por qué?

—Porque está loco. Nos estábamos besando... Dare intentó razonar con él. ¿Sabes que practica una especie de lucha para combatir el opio?

—No. ¿Qué quieres decir?

Mara le contó lo que había visto, aunque no todo lo de sus aventuras nocturnas.

—Es tremendamente fuerte y rápido. Creí que lo iba a matar, así que lo golpeé con un palo. Y estuvo a punto de golpearme a mí.

Sólo entonces se dio cuenta de que le ardían las manos, de que tenía arañazos, pues el palo le salió volando de las manos.

Jancy le miró los arañazos.

—¿Te ha hecho daño?

—No, claro que no. —Y añadió—: Casi...

—¿Le tienes miedo?

—Por supuesto que no. Me da un poco de miedo lo que es capaz de hacer. Y su rabia. No recuerdo haberlo visto furioso con alguien. Antes.

—Tal vez simplemente nunca lo viste cuando lo atacaban.

—Nadie habría tenido ningún motivo para atacarlo en ese tiempo.

—Entonces, ¿por qué Berkstead lo ha atacado hoy?

Mara se ruborizó.

—Supongo que porque nos estábamos besando.

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Exhaló un suspiro y le contó lo del teatro y lo de la seda, y lo que decía el mensaje en chino.

—Mara, eso deberías habérselo dicho a Simon hace días.

—Sólo hoy comprendí lo que significaba el escrito de la seda, y jamás le obligaré a enfrentarse a otro duelo.

Jancy se cubrió la boca con una mano.

—¿Lo ves? No se lo dije a Dare por el mismo motivo, y porque ya tiene bastante de qué preocuparse. Pensé que eso se acabaría.

Nunca me imaginé que Berkstead se aferraría a su obsesión cuando yo lo he desalentado firmemente. Ahora lo he estropeado todo.

—No, nada de eso. Se solucionará.

Mara negó con la cabeza.

—Lo he insultado y ahora me odia.

—¿Te odia? Eso es imposible.

—Le dije que había actuado como si fuera un asesino.

—Santo cielo, ¿por qué?

—Porque me enfurecí con él por acusarme de salir a hurtadillas a encontrarme con Berkstead. Y porque es cierto, estuvo a punto de matar a una persona. Pero no le habría dicho eso si no hubiera perdido los estribos.

—No sabía que tenías mal genio.

—Tengo el pelo. —Exhaló un suspiro —. Rara vez ocurre algo que me enfurezca, pero sí, tengo mal genio, y ahora lo he estropeado todo.

Jancy se levantó.

—Voy a ir a pedir que nos traigan té caliente y dulce y a hablar con Simon. Quédate aquí y no hagas ninguna estupidez.

Mara pensó que quitarse el sombrero y el capote no era estúpido así que se los quitó. Se lavó las manos y se puso un poco de pomada en los arañazos. No le tenía miedo a Dare, no, pero no le gustaba la violencia atrapada en él. Eso no era parte del verdadero Dare.

Y seguía furiosa con él por haber sacado esas horribles conclusiones. Vio el papel con el plano del Castillo Monstruoso, lo cogió, lo rompió y tiró al fuego los trozos.

Entonces se echó a llorar. Seguía sorbiendo por la nariz cuando volvió Jancy, acompañada por Simon y trayendo la bandeja con el té. Su hermano no se veía complacido.

Jancy sirvió el té y Simon esperó a que Mara hubiera bebido algo para hablar:

—Jancy me ha contado lo de ese tal Berkstead. Sin duda tú te pasaste de la raya con él, lo que lo alentó a esa tontería.

Mara se ruborizó, rogando que él nunca supiera hasta qué punto se había pasado de la raya.

—Le dejaré muy claro que vale más que se mantenga alejado de ti.

—No lo retarás a duelo —dijo Mara. Simon miró a Jancy de reojo.

—Haría falta algo muy grave para inducirme a otro duelo. Si no se doblega a mi presión, le echaré encima la de todos los Pícaros, hasta que se doblegue.

Mara aceptó otra taza de té.

—¿Y Dare?

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—No hay manera de verlo, y no puedo irrumpir por la fuerza en su dormitorio.

—Ojalá pudieras. Me preocupa.

—A mí también, pero tiene a Salter y a Feng Ruyuan.

—Cuando lo veas dile que no acepto que me deje plantada.

—¿Estás segura? ¿De que deseas casarte con él?

—¿No te fías de él, Simon?

—Sí, pero no será fácil.

—No lo quiero fácil —dijo Mara. Entonces suspiró—. Sí que lo quiero fácil, por Dare, por los dos, y lo tendremos algún día, pero si debo luchar para conseguirlo, pues que así sea. Pero de verdad espero que podamos marcharnos pronto de Londres. Quiero llevarlo a Brideswell. ¿Cuándo será ese baile para Hal y Blanche?

—Llevará una semana más o menos sacar las tuberías y arreglar todo el desastre.

—Yo he sido una tonta —dijo Jancy—. Dijiste que ya no pasa gas por esas tuberías, así que no hay ninguna necesidad de sacarlas. Podríamos trasladarnos ahí hoy mismo.

—¡No! —exclamó Mara; se apresuró a encontrar un motivo—. Está el baile en Almack mañana.

—¿Qué tiene que ver Almack con esto? —preguntó Simon—. Podemos ir desde Marlowe tan bien como desde aquí.

—Están los preparativos. Jancy y yo necesitamos descansar. Vendrá un peluquero. —Entonces encontró un motivo lógico —. No podemos marcharnos ahora. Dará la impresión de que hemos huido de Dare.

Él se pasó una mano por el pelo.

—Tienes razón. El jueves, entonces. Pero podemos enviar las invitaciones para la próxima semana y comenzar los preparativos.

—¿Menos de una semana para un baile? —preguntó Mara.

—Músicos, comida, vino. ¿Qué más se necesita?

Ella puso los ojos en blanco.

—Este es un baile en Londres, Simon, no un bailoteo con los vecinos.

—¿Quieres llevar a Dare a Brideswell o no?

Mara se concentró.

—Sí, sí, por supuesto. Se puede hacer.

—¿Se puede? —preguntó Jancy, con una vocecita débil —. Pero tendremos poca asistencia.

—¿Para el primer baile en Marlowe después de años, y con un escándalo adjunto? Será multitudinario. —No hizo caso del gemido de Jancy—. Yo me encargaré de la mayor parte de las cosas, y los Pícaros ayudarán. La casa está en perfectas condiciones. Hará falta más personal, pero es probable que los Pícaros nos presten algunos criados; eso será mejor que contratar a desconocidos. Habiendo dinero, la comida y el vino se pueden conseguir de la noche a la mañana. Lo mismo vale para la decoración. Flores frescas, a montones. Con dinero se puede conseguir casi cualquier cosa de la noche a la mañana.

Jancy emitió un quejido.

—No hay que reparar en gastos en este caso —dijo Simon—. Lo siento, Jancy, pero así es.

Jancy hizo una mueca, diciendo:

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—Sí, claro, por supuesto. Puede que haga muecas a cada rato, pero estoy de acuerdo.

—No necesitas ver ni una sola factura —dijo Mara, dejando la taza en la bandeja—. Comenzaremos a hacer los planes inmediatamente, y haremos imprimir las invitaciones. Eso también será necesario hacerlo rápido. Simon, puedes marcharte y dejarnos con esto por ahora. —Pero cuando él llegó a la puerta no pudo evitar añadir—: Si... cuando veas a Dare, por favor dile que debo hablar con él.

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CCCAAAPPPÍÍÍTTTUUULLLOOO 222222

Pero Dare igual podría no estar viviendo en la casa. Después del almuerzo Mara subió al aula y encontró a los niños tristes porque él les había enviado un mensaje diciéndoles que no podría visitarlos otra vez ese día.

¿Adónde habría ido?

Un día ajetreado era una bendición, pero durante todas sus actividades (una visita a la casa Marlowe a conferenciar con los principales criados, otra a Fortnum & Mason, a encargar los vinos, bebidas y exquisiteces, a la imprenta, y luego a la floristería), Mara no pudo dejar de preocuparse por Dare ni un solo instante. Su necesidad de verlo era tan grande que le dolía.

Esa noche vagó sigilosa por la casa pero no vio ni rastro de él, así que por la mañana le preguntó a Ruth si se había marchado.

—No que yo sepa, milady.

De repente Mara tuvo la seguridad de que Dare había huido. Jamás se le había ocurrido que las personas pudieran sentir la presencia de otras de esa manera, pero estaba convencida.

—Pero ¿estás segura? Ve a preguntar.

Ruth arrugó la cara, pero salió y pasado un rato volvió con la noticia de que sí, lord Darius había pasado la noche fuera, pero ya estaba de vuelta desde hacía un rato.

—¿Ahora podemos decidir qué se va a poner hoy, milady?

—No me importa.

Enfurruñada, Ruth sacó un sencillo vestido azul, un poco viejo. Mara lo había traído a Londres solamente por si le tocaba ayudar a Ella en algún trabajo doméstico. Pero no se quejó; le iba bien a su estado de ánimo. Si Dare estaba resuelto a eludirla, ¿cómo podría arreglar la situación entre ellos? No se tomó la molestia de ponerse corsé, pues no lo necesitaba; con ese vestido nadie lo notaría.

Después fue a la salita de estar de Jancy a pedirle ayuda a Simon, y este le dijo que dejara en paz a Dare, añadiendo:

—Ya has hecho suficiente daño.

Ella se echó a llorar y él se apresuró a marcharse, con el pretexto de que la casa Marlowe debía estar preparada para el día siguiente. Después de eso lloró aún más. Jancy intentó consolarla y tranquilizarla, pero hasta ella perdió la paciencia y la dejó sola. Mara no podía por menos que comprenderla. No lloraba nunca, desde que era pequeña, pero en ese momento, con la cara hundida en el brazo del sofá, no podía parar de llorar.

—¿Mara?

Ella levantó la cabeza. Dare estaba ahí, sombrío. No, no sombrío, angustiado.

Tragó saliva, sorbió por la nariz, se enderezó y trató de esbozar una sonrisa.

—No te preocupes. Estoy bien.

Pero seguían brotándole lágrimas, así que se las limpió. Él se sentó en el sofá y la cogió en sus brazos.

—No, no estás bien, y todo es culpa mía.

Ella se apartó para mirarlo a los ojos.

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—Si dices esas cosas, volveré a llorar.

—Todavía estás llorando —señaló él, limpiándole las lágrimas con los pulgares —. Mi amadísima Mara, ¿qué voy a hacer?

—Repite eso.

—¿Qué voy a hacer?

Estaba bromeando, y eso le detuvo las lágrimas de repente.

—Mi amadísima Mara —repitió él entonces, apoyando la frente en la de ella—. ¿No ves que soy como un caballo malo? Tú me quieres y yo te quiero, pero de todos modos podría hacerte sufrir.

Ella lo atrajo hacia sí, abrazándolo con fuerza.

—No, no eres, nunca podrías ser, algo malo. En cuanto a hacerme sufrir, me haces sufrir desapareciendo, intentando romper nuestro compromiso. Ningún sufrimiento podría igualar eso, Dare. A no ser tu muerte.

—Casi te pegué.

—Pero no lo hiciste. Además, pensaste que yo era otro atacante.

Él no desvió la mirada.

—Podría haberte matado. Me he entrenado en esas cosas. Me sirve para combatir el opio.

Ella le tocó los labios.

—Lo sé. Hace tres noches entré a escondidas en la galería de los músicos. Eres peligroso, pero Feng Ruyuan podría matarte en un instante.

Él se rió levemente.

—Muy cierto.

Ella le acarició el pelo.

—¿Te importa? ¿Que te haya espiado? No lo hice con mala intención. Sencillamente te quiero tanto que no puedo evitarlo.

—Si vamos a hacer esto, quiero que lo sepas todo de mí.

Ella le cogió la cara entre las manos, acariciándole las mejillas con los pulgares.

—Sé todo lo que necesito saber.

Apretó los labios contra los de él, y entonces él tomó el mando y la besó largo y suave, luego profundo y después con tanta pasión y ardor como la había besado en el callejón. Ahí estaban solos, no en un lugar público, así que no tuvo ninguna reserva. Cuando sintió su mano rozándole un pecho, se la cogió y la apretó ahí.

Vio su reacción cuando él se dio cuenta de que no llevaba corsé. Sintió endurecerse el pezón en la palma de él.

—Jancy no va a volver —le susurró —. Enséñame más de esto, por favor. Si me amas, por favor...

Suspirando y gimiendo, él comenzó a frotarle suavemente el pecho, produciéndole oleadas de placer por todo el cuerpo. Apretó más las caderas contra las suyas.

—Esto es maravilloso.

Él le bajó las mangas por los hombros, dejándole libre los pechos expuestos al aire fresco y a su ardiente boca.

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Mara se tumbó en el sofá, derretida, líquida, lánguida, aunque ardiendo, aferrándose a él, acariciándolo, amándolo. Metió las manos por debajo de su chaqueta y las deslizó por su pecho, palpando, amasando, y su boca se encontró con la avidez de él, en otro ardiente beso.

Cuando se le echó encima, ella sintió el bulto duro y se arqueó, apretándose a él, ya loca por lo que le hacía su boca, su peso, su aroma, su ardor. Abrió las piernas, instándolo a instalarse entre sus muslos.

—Te necesito. Te necesito ahora, Dare. Ahora.

Pero él se apartó.

—Mara, esto está mal.

Ella le cogió la camisa. ¿En qué momento desaparecieron la chaqueta y el chaleco? ¿En qué momento ella le desató la corbata y la tiró sobre la alfombra?

—Es como si ya estuviéramos casados. No pares ahora. No soporto que pares ahora.

Él la cogió en sus brazos (chss, chss), metió la mano por debajo de sus faldas, y la subió por entre sus muslos. Ella abrió más las piernas y cuando él le presionó ahí, se rió con la cara hundida en su hombro, por el exquisito placer.

No tardó en estar sumergida en el placer, nadando febril en el éxtasis, aferrándose a él, mordisqueándolo, besándolo. Él ahogó sus grititos con un beso cuando pasó por ella el placer más intenso que había conocido en su vida, una y otra y otra y otra vez.

Debió perder el conocimiento. Sí, cuando tomó conciencia del ardor caliente y del corazón acelerado, le pareció que había pasado un buen rato. Abrió los ojos para mirarlo.

Le vinieron diversas palabras a la mente, pero todas le parecieron inadecuadas, así que le habló con besos y con caricias, tratando de decirle lo mucho que lo amaba y que, inmenso había sido el placer que le había hecho sentir.

Deseaba más, deseaba pertenecerle de una manera más profunda aún, pero comprendió que él no se permitiría eso todavía. Podría esperar hasta la noche de bodas, pensó. Por el momento, se contentaría con mimarlo de todas las otras maneras posibles, apretándose más a él, acariciándole el pelo, susurrando su amor, percibiendo su placer en esas cosas simples. Finalmente él se incorporó.

—No sé cómo Jancy ha logrado mantener el mundo a raya, pero deberíamos aligerarle esa carga.

Diciendo eso le subió el corpiño y se lo arregló.

—¡Uy, buen Dios! —exclamó Mara, bruscamente de vuelta al mundo real. Se miró la ropa, horrorizada, y luego lo miró a él—. ¡Te he roto la camisa!

Entonces la distrajo su hermoso y musculoso pecho, y comenzó a besárselo, lamérselo y a saborear su sudor.

Pasó un estremecimiento por todo él, pero la apartó.

—Me hechizas. De verdad, me hechizas. No debería haber hecho esto. No deberíamos haber hecho esto.

—Pues sí, debíamos, y si eres impotente a mi magia, lo volveremos a hacer. Pronto.

Alargó las manos para cogerlo. Riendo, él se escapó y se puso de pie para abotonarse la camisa rota y buscar el resto de su ropa.

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Mara también se levantó para arreglarse la ropa, pero su atención estaba principalmente en él, encantada por la intimidad del momento.

Él se puso el chaleco, recogió la corbata, fue a situarse ante un pequeño espejo de la pared y diestramente se la arregló con complicados lazos y vueltas.

—¿Por qué los hombres no se amarran simplemente una tira alrededor del cuello como hacían antes?

—No sé por qué usamos estas cosas. —Terminó, se puso la chaqueta y se giró hacia ella—. ¿Paso el examen?

Ella se le acercó a tocarle la ropa, estirando aquí y allí, principalmente porque lo deseaba. Después se dio una vuelta completa para que él la inspeccionara.

—¿Y yo?

—Extraordinariamente aceptable. Además —añadió, deslizándole una mano por el corpiño—, no hay ninguna deficiencia en tus pechos.

Ella sintió arder las mejillas, pero era rubor de placer.

—¿No te importa? ¿Que sean pequeños?

—Mi querida tontita —le ofreció el brazo —, si queremos conservar una pizca de cordura, debemos salir de esta sala.

Mara le cogió el brazo, preguntando:

—¿Estás bien ahora? ¿Sabes que nunca podrías hacerme sufrir?

—Por el contrario. Estoy seguro de que te haré sufrir, pero lo menos posible. Eso lo juro.

Mara había esperado que hubieran desaparecido todas las sombras, pero intentó disimular la decepción. Salieron al corredor y no vieron señales de Jancy. Señales de nadie, en realidad.

—¿El mundo ha llegado a su fin? —preguntó él.

—Ha cambiado, sin duda, pero esta casa suele ser así. Por eso he caído en la tentación de salir a vagar por la noche.

—Vaga todo lo que quieras, mi amor, pero cuando volvamos a casa esta noche, estarás demasiado cansada.

—El baile en Almack —dijo ella, asombrada de que lo hubiera olvidado. Lo miró sonriendo —. Esta noche bailamos.

Si no hubiera sido por dicho baile, podría haberse pasado todo el resto del día soñando, pero deseaba que todo fuera perfecto en su aparición en un evento londinense importante. También tuvo que estar atenta a Jancy, que estaba sufriendo un terrible ataque de nervios. Jancy nunca se libraría del miedo a encontrarse con alguien de la región de Carlisle, donde había vivido, que pudiera revelar su humilde origen.

La acompañó en su primera experiencia con un peluquero del mundo elegante de Londres; este le arregló los abundantes cabellos oro rojizo en un complicado peinado con una diadema de ámbar, perlas y diamantes, a juego con las otras joyas que se pondría.

Después tuvo que dejarla sola para que el peluquero la peinara a ella, pero sus rizos requerían menos trabajo y estuvo lista muy pronto, el pelo adornado con botones de rosas rosadas y diminutos brillantes. Su vestido de tul blanco sobre satén rosa claro era uno de sus favoritos y sabía que la favorecía.

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Volvió a la habitación de Jancy a ayudarla en los últimos toques y a admirar sinceramente el vestido hecho de la seda verde salpicada con espigas doradas. Estaba maravillosa, y eso lo comprobó ella misma en el espejo.

—Creo que estoy lista —dijo a Mara, sonriéndole. Cuando bajaron, Simon caminó hacia ella con los ojos brillantes de admiración. Mara miró a Dare, cuyos ojos, pensó, reflejaban lo mismo.

—¿Qué color es ese? —le preguntó él.

—Rubor de doncella. En serio. Les ponen los nombres más ridículos a los colores. ¿Sabes que en la antigua corte francesa había un color llamado caca de dauphin?

Dare y Simon se rieron y entonces Jancy preguntó:

—¿Qué significa eso?

—Excremento del bebé príncipe —contestó Mara.

—Eso te lo has inventado.

—No. Es un amarillo verdoso. Había uno llamado langue de eine también. Lengua de la reina, rosa fuerte.

Dare le besó la mano.

—Y cuisse de nymphe émue —susurró, para que sólo ella lo oyera.

Mara se ruborizó, porque eso quería decir «muslos de una ninfa excitada».

—Langue de coquin —lo regañó.

—¿Cómo podría evitar tener la lengua de un Pícaro?

Le puso la capa de terciopelo blanco sobre los hombros y aprovechó para besarle la nuca.

—Para —dijo ella, aunque no lo decía en serio—. Estoy resuelta a ser la damita perfecta esta noche.

—¿Tal vez el corpiño es algo escotado, entonces?

Mara siguió su mirada al lugar donde llevaba prendidos botones de rosa entre los pechos. El escote le cubría justo los pezones.

—Es la moda. Y la abundancia es el engañoso efecto de un excelente corsé. Como bien sabes —añadió, mirándolo coqueta.

—Ibas a ser la damita perfecta —le recordó él.

Ella se rió y salieron en dirección al coche; entonces, de repente, ella cayó en la cuenta de que ya debían haber pasado horas desde su última dosis. Su mirada debió ser elocuente, porque él dijo:

—La he tomado más tarde de lo habitual. Soy capaz de sobrevivir.

—Me alegra que podamos hablar de eso.

—Ojalá no fuera necesario.

Ella buscó las palabras para contestar bien a eso, pero ya habían llegado a la puerta del coche y Simon los instó a subir.

El salón de fiestas Almack era todo lo que Mara había esperado, lleno a rebosar de la bulliciosa y rutilante flor y nata de la alta sociedad, aunque mientras se dirigían a los atestados salones iba más atenta a sus protegidos: Jancy y Dare.

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Jancy se aferraba demasiado a Simon, pero al menos él se veía relajado. Lo más probable es que nunca antes hubiera asistido a una fiesta ahí, pero él y ella compartían la facilidad de tratar con las pers0nas que acababan de conocer y enfrentar situaciones nuevas. Eso era una osada seguridad que a veces podía llevarlos demasiado lejos. Simon estuvo a punto de perder la vida en Canadá, y ella casi se deshonró aquella noche que salió con Berkstead. Resolvió ser muy cautelosa esa noche.

Dare no necesitaba su protección. Cantidad de amigos se le acercaban por la derecha y la izquierda a saludarlo, y si a alguien le preocupaba lo del opio, lo disimulaba bien. Lady Downshire, una de las patrocinadoras de Almack, se detuvo a preguntarle por su salud, y afectuosamente le aconsejó que se comportara.

—No olvido las plumas —dijo.

Cuando la dama se alejó, Mara le preguntó:

—¿Plumas?

Él sonrió.

—Tengo que tener algunos secretos.

Entonces apareció el otro lado, los remanentes de la guerra. Se les acercó un militar de pelo canoso y Dare se lo presentó como capitán Morse, al que conoció en Bruselas. Después se reunió con ellos lord Vandeimen, apuesto rubio con una cicatriz en la mejilla que en realidad realzaba su atractivo; su mujer era una dama elegante que debía ser unos años mayor que él.

Qué variedad de parejas había en el mundo.

Ella rogaba que la conversación sobre temas militares no afectara a Dare.

—No hay forma de impedirlo —le dijo lady Vandeimen sonriendo, y añadió en voz baja—: No se preocupe. Dare es un querido primo mío y Vandeimen es íntimo amigo de lord Amleigh.

Parte del contingente de los Pícaros, se dijo Mara, pensando cuántos otros habría en esa rutilante multitud.

—¿Es esta su primera visita a Almack, lady Mara? —le preguntó entonces lady Vandeimen, con voz normal.

Mara captó la indirecta y habló de lo concurrida que estaba la fiesta, de modas, de los famosos y los infames. Vio que los Charrington y otra pareja estaban conversando con Simon y Jancy. Saint Raven y su esposa se unieron a ese grupo.

Un revuelo de movimiento atrajo su atención hacia la puerta.

Acababan de entrar Stephen y Laura y atraían a la gente como imanes; bueno, al menos Laura.

—Labellelle —dijo lady Vandeimen—. Cuánto me alegra verla feliz.

Todo estaba bien. Los Pícaros y sus amigos dejarían caer menciones de la señora Beaumont en todos los oídos y el baile comenzaría pronto. Bailaría con Dare.

—¡Mara! —gritó una voz de mujer.

Se giró a mirar y vio a dos amigos caminando hacia ella.

—¡Sophie, Giles! ¿Cuándo habéis llegado?

—El viernes pasado —repuso Sophie Gilliat, con la voz algo resollante, y su pelo color guinea de oro ya intentando desordenarse—. Te habría buscado antes, pero ha habido una fiesta aquí, una carrera allá, y el terror de no conseguir entradas para venir aquí.

Estuvieron un rato hablando de Londres y Lincolnshire, y de repente Sophie dijo:

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—Es muy apuesto.

Mara se ruborizó al darse cuenta de que había estado mirando disimuladamente a Dare.

—Es lord Darius Debenham, amigo de Simon.

—Ah, lo recuerdo. Ha madurado muy bien.

Mara sonrió ante esa evaluación de Sophie, pero Giles dijo:

—Parece que estés hablando de una cuba de oporto. En todo caso, no es un hombre de Lincolnshire.

—Es un hijo menor —dijo Mara—, así que eso no importa.

—¡Oh, jo! —exclamó Sophie, sonriendo.

En cambio Giles frunció el ceño. Entonces Mara recordó que era uno de sus pretendientes.

—¿No fue él el que organizó una carrera de erizos en la feria de verano un año? —preguntó Sophie.

—Sí, fue él —contestó Mara, riendo.

—Y un torneo de barcas en el río —añadió Sophie, mirando hacia Dare otra vez—. Está muy cambiado.

Eso último no era un cumplido.

—Estuvo en Waterloo y quedó gravemente herido.

—Ahora lo recuerdo.

—Se creyó que había muerto —dijo Giles—, y de repente apareció misteriosamente. Bastante sospechoso, si quieres mi opinión.

—Nadie te la ha pedido —replicó Mara, acalorada—. No tuvo nada de sospechoso. Sus heridas eran graves, y durante un tiempo no recordó siquiera quién era. Después quedó tan débil que no pudo volver a casa.

—Huele a gato encerrado —insistió Giles —. ¿De veras crees que no le pudo enviar un mensaje a su poderosa familia?

—No seas horrendo, Giles —lo regañó Sophie—. Basta. —Todo se debe a que Mara me ha roto el corazón. Sin duda pretendía hacer una broma, pero a ella le pareció que podría haber algo de verdad. Le puso una mano en el brazo.

—Si creyera eso, queridísimo Giles, me moriría de vergüenza.

Él torció el gesto pero le cubrió la mano con la suya.

—Y eso sería un lamentable desperdicio. Pero espero que sea digno de ti.

—Gracias.

Cambió la música. Mara había deseado que su primer baile fuera con Dare, pero al tener la mano en el brazo de Giles no tuvo otra opción que entrar en la pista con él. Dare le pidió el baile a Sophie. Al menos esta no tardaría en comprender que ese hombre era una joya.

Le encantaba bailar, así que si le quedaba alguna inclinación a suspirar, se la llevó la corriente de la música y los animados pasos. Mientras iba y venía por entre la hilera de parejas, captó la entrada de otra persona en el salón.

La mujer de magnífico busto ataviada con un vestido al estilo del siglo anterior tenía que ser la condesa de viuda Cawle. Las muchas personas que se le acercaron a presentarle sus respetos eran

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en su mayoría mayores, lo cual era excelente. Esas eran las personas que podrían ser más difíciles de convencer a la hora de aceptar a Blanche.

El estilo del vestido era una buena elección, pensó, porque la mujer tenía una constitución bien redondeada. El estilo actual, de talle alto y telas delgadas tendían a hacer parecer sacos a punto de reventar a las mujeres voluminosas. Le gustó el valor que mostraba para no doblegarse a las imposiciones de la moda.

Cuando acabó la contradanza fue a situarse junto a Dare y Sophie para el paseo, de forma que la siguiente le tocara con Dare.

Y en cuanto él le cogió la mano para llevarla a la hilera de ocho parejas, le sonrió mirándolo a los ojos, en memoria de aquel baile a la luz de la luna. Por desgracia ese no era un vals, así que se separarían muy pronto. De todos modos, bailar con él era una dicha única, y se entregó a los pasos y figuras sonriendo.

De repente percibió que algo no estaba bien. ¿Habría logrado entrar alguien para montar un escándalo? ¿Alguien borracho? Las bebidas que se servían en esas fiestas no eran alcohólicas, justamente para evitar eso.

Entonces cayó en la cuenta de que el problema lo tenía muy cerca. Cuando se cogió de la mano de un oficial uniformado, de unos cuarenta años, vio rabia en su achaparrada cara; tenía las mejillas rojas y no daba la impresión de que fuera por el ejercicio.

Mientras avanzaban juntos, dijo:

—Admiro muchísimo a nuestros soldados, señor, y le agradezco su participación en el combate.

—Gracias, señora —dijo él, pero en tono hosco.

—¿Estuvo en Waterloo, señor? —insistió ella, sonriendo radiante.

—Por desgracia no, señora. Estaba en Canadá.

La siguiente figura de la contradanza los separó. Simon se había hecho enemigos en Canadá. ¿Su rabia iría dirigida a ella por ser heriría de Simon? Cuando llegó junto a Dare otra vez, él le preguntó:

—¿Qué te pasa?

Ella le sonrió:

—Nada cuando estoy contigo.

No tuvo que hacer el menor esfuerzo para mirarlo a los ojos, como exigía el baile.

Cuando volvió a tocarle la compañía del oficial, sondeó otro poco:

—Mi hermano, lord Austrey, estuvo en Canadá hasta hace poco, en York. ¿Tal vez le conoció? Por aquel entonces era Simon Saint Bride.

—Ay de mí, no, señora. Yo estaba en el Bajo Canadá, en New Brunswick.

El «ay de mí» era simple cortesía, pero no detectó ninguna animosidad en él. Probó otro rumbo:

—Estamos exiliados de nuestra casa de Londres porque había una fuga de gas de carbón. Afortunadamente lord Darius nos ha dado refugio en la casa Yeovil.

El hombre hizo un mal gesto como si hubiera olido a gas ahí. ¿La mala voluntad del hombre era hacia Dare?

Continuó la danza pensando ¿por qué?, ¿por qué? ¿Simplemente debido al opio? Eso sería horrorosamente injusto. Tal vez la mala voluntad se debiera a algún resentimiento por una broma.

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Las bromas de Dare siempre habían sido consideradas, pero podría haber hecho algo que hubiera fastidiado a ese hombre. De todos modos, este no había estado en Waterloo.

Terminó el baile sin haberse enterado de nada. El siguiente lo bailó con Saint Raven, que coqueteó con ella a la manera simpática estilo libertino. Pero de pronto se estremeció; se sentía como si los salones de Almack hubieran sido invadidos por una niebla fría. Intentó negarlo, pero vio que Sophie la estaba mirando como si se hubiera muerto alguien.

Saint Raven seguía sonriendo, pero él también lo percibía. Ella no lograba ver a Dare.

Tan pronto como terminó el baile se abrieron paso por la multitud hasta llegar al lado de Simon.

—¿Qué pasa? —le preguntó, agitando el abanico y sonriendo como si no tuviera la menor preocupación en el mundo.

Él también estaba sonriendo, pero ella notó la tensión en su mandíbula.

—No te preocupes por el momento, pero ¿puedo dejar caer aquí y allá que estás comprometida en matrimonio con Dare?

Así que el asunto era con Dare, y eso era malo. Ya lo había visto. Estaba conversando con los Charrington y otra pareja, pero varias personas le dirigían rápidas miradas.

—¿Si se le permite casarse conmigo quiere decir que es digno de confianza? —preguntó —. ¿De qué va esto, Simon?

—Una tontería, pero cruel. Vamos con él.

Simon la llevó hasta donde estaba Dare e hizo el gesto de entregársela como se hace en una boda. A ella no le costó nada sonreírle, y él le correspondió la sonrisa. Cuando Simon se alejó, le preguntó:

—¿Qué pasa?

—No lo sé.

Claro, si había murmuraciones él sería el último en saberlas. Comenzó la música para el siguiente baile y era un vals.

—Por fin —dijo ella, y entraron en la pista.

Durante el baile dejó de lado todas las preocupaciones. Fuera cual fuera el problema, Simon comunicaría su compromiso y eso sería útil. Si a los Saint Bride de Brideswell los contentaba que su hija se casara con lord Darius Debenham, no podía haber nada malo en él.

Cuando terminó el baile los rodearon los Charrington y los Ball, casi como si fueran sus guardianes, aunque sonrientes y alegres. Mara se sintió libre para ir al tocador de señoras, pues lo necesitaba. En el momento en que entró, las tres damas que estaban ahí conversando se quedaron calladas. Luego salieron y ella se quedó sola con la criada, una mujer algo mayor. La miró.

—Si se lo preguntara, ¿me diría de qué estaban hablando?

La mujer ladeó la cabeza.

—¿Usted es lady Mara Saint Bride, señora?

—Sí.

—Bueno, entonces, estaban hablando de su futuro marido, un tal lord Darius, diciendo que él se acobardó en Waterloo y se escondió para evitar la batalla.

—Eso es una horrible mentira —exclamó Mara —. ¡Quedó gravemente herido!

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—Pero según han dicho...

Se interrumpió y no dijo nada más, porque entraron dos mujeres. Las dos miraron a Mara, esbozaron radiantes sonrisas y entraron en los compartimientos acortinados para usar los orinales.

Mara también entró en uno, y cuando salió del tocador iba hirviendo de furia. Dare un cobarde. Eso era malvado. Y, ¡cielos!, la noticia del compromiso recorrería toda Inglaterra antes que ellos hubieran hablado con su padre. Al entrar en el salón recordó, aunque le costó, adoptar la expresión más despreocupada y feliz del mundo.

Era probable que muchas de las personas presentes no supieran nada de las corrientes subterráneas. Pero era evidente que sí, comprobó; había muchas hablando de modo furtivo, mirando a Dare de reojo. Vio a dos de las patrocinadoras de Almack hablando con las cabezas muy juntas. No llegarían al extremo de pedirle a Dare que se marchara, ¿verdad?

Él continuaba rodeado de amigos, amigos respetables y de elevada posición. En el momento en que ella iba caminando hacia ellos se unió al grupo una distinguida pareja mayor.

La presentaron al duque y la duquesa de Belcraven, ella una encantadora dama en cuya voz se detectaba un leve acento francés, y él un señor de aspecto austero pero de ojos amables. Los padres de lord Arden. Era evidente que estaban dispuestos a darle su apoyo, pero ella alcanzó a oír la palabra «desafortunado» en lo que decía el duque.

Dare estaba pálido y se veía cansado; deseó llevárselo, protegerlo, tenerlo en un lugar seguro, pero claro, marcharse en ese momento sería lo peor que podían hacer. ¿Qué hora era? ¿Cuánto tiempo faltaba para que los efectos del opio se desvanecieran totalmente? ¿Y qué ocurriría entonces?

Fue a ponerse al lado de Simon.

—Alguien tiene que refutar ese rumor.

—¿Lo sabes, entonces?

—Es cruel, malvado.

—Sí, pero ninguna refutación tendrá valor a no ser que venga de alguien que lo sepa con toda seguridad. Ojalá Con estuviera aquí. Él combatió en Waterloo.

—¿Y lord Vandeimen? Me parece que conoce a Dare desde Waterloo. Y hay un capitán Morse.

—Iré a buscarlos.

Simon se alejó pero no tardó mucho en volver.

—No he logrado encontrar a Morse, y Vandeimen dice que no vio a Dare en ningún momento durante la batalla. No tendría ningún sentido mentir. Ha ido a buscar a un tal comandante Hawkinville. Dice que él podría arreglarlo todo.

—Dare necesita marcharse.

—Lo sé —dijo Simon, y no se tomó la molestia de decir por qué eso era imposible.

Mara volvió al lado de su prometido, tratando de irradiar un placer sin sombras. Entonces llegó hasta ellos un hombre alto acompañado por una joven de pelo rojizo.

—El gallardo Deb ante mis ojos, por vida mía, qué gusto verte —dijo, en voz más alta de lo que era necesario.

Dare se sorprendió pero sonrió.

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—Hawk Hawkinville. ¿Sobreviviendo sin ejércitos que acarrear de aquí para allá?

—Acarreando rebaños y cavando zanjas de drenaje. En definitiva, no hay mucha diferencia. —Después de presentarles a su esposa, continuó—: Me alegra verte bien, Debenham. El duque suele comentar tus valiosos servicios.

Mara soltó lentamente el aliento. Las personas que estaban cerca tenían que haberlo oído, y claro, «el duque» era Wellington. Ella no tenía idea de por qué Hawkinville podía invocar su nombre de esa manera, pero era de agradecer.

Entonces Hawkinville se dirigió a ella:

—¿Me concede el próximo baile, lady Mara?

Ella se inclinó en una reverencia.

—Con mucho gusto, comandante.

Dare formó pareja con la duquesa de Belcraven y el duque con la señora Hawkinville. El ambiente estaba cambiando, pero sólo para crear mayor confusión. ¿Cómo se podía refutar totalmente ese mor sin tener pruebas? Al final de ese baile decidieron que ya podían marcharse. Jancy había hecho un recatado comentario a lady Downshire acerca de su delicado estado y ese fue el pretexto.

Dare se veía tranquilo, aunque de una manera algo paralizada, y n pronto como estuvieron instalados en el coche preguntó:

—Muy bien. ¿Qué pasa ahora?

Lo dijo en un tono tan cansino que Mara deseó estrecharlo en sus brazos.

Simon se lo explicó francamente:

—Alguien ha difundido la historia de que huiste de la batalla. Que te escondiste entre unos arbustos. Que tus heridas se debieron a que nuestra caballería pasó por encima de esos arbustos cuando perseguía a los franceses que iban huyendo.

—Buen Dios, siempre temí que pasara eso.

—¡No es cierto! —exclamó Mara.

Él la miró.

—¿Cómo puedo saberlo?

—Porque eres quién eres.

Dare curvó los labios.

—Ojalá yo estuviera tan seguro como tú.

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Cuando llegaron a la casa, Simon propuso un consejo de guerra.

—Lo siento, Simon, ahora no —dijo Dare y acto seguido se dirigió a la escalera para subir.

—Condenación, se me olvidó —musitó Simon. Jancy le cogió el brazo.

—Cualquier cosa que no se pueda hacer esta noche se podrá hacer mañana, cariño. Vamos a acostarnos.

Mara subió con ellos y entró en su habitación sintiéndose abandonada egoístamente. Necesitaba hablar de las cosas, necesitaba estar con Dare. Ya tenía una idea de sus batallas nocturnas, y la de esa noche podría ser terrible.

Llegó Ruth con el agua caliente y comenzó a ayudarla a desvestirse.

—¿Qué tal ha ido, milady?

—¿El qué?

—¡El baile en Almack, milady!

—Ah, tal como esperaba. —No le convenía que Ruth se inquietara, así que era mejor mostrar entusiasmo —. Me encontré con Sophie y Giles Gilliat.

—Eso debe de haber sido agradable, milady.

—Y conocí al duque y la duquesa de Belcraven. Son los padres de uno de los amigos de Simon.

Y así fue recitando los nombres de personas que podrían satisfacer el interés de Ruth, pero fue inmenso su alivio cuando por fin se metió en la cama.

Pero Ruth se quedó.

—¿Se encuentra bien, milady?

—Sí, por supuesto. Sólo un poco cansada.

—¿Por bailar un poco? Eso no es típico de usted.

Le puso la mano en la frente. Mara se la apartó.

—No tengo fiebre, Ruth.

—Sólo quería comprobarlo. Londres es un lugar repugnante. Hay todo tipo de suciedad y enfermedades.

Incluido el chismorreo, pensó ella cuando por fin Ruth se marchó. ¿Quién se habría inventado esa historia tan horrenda?

¿O sería cierta?

Decididamente no.

Pero Dare temía que sí.

No, no es cierto. ¡No!

Él debía estar angustiadísimo, pero tenía personas que cuidaban de él. Salter y Feng Ruyuan.

No pudo soportarlo. Se bajó de la cama, se puso la bata y salió de la habitación. Como siempre a esa hora, la casa estaba silenciosa, así que echó andar a toda prisa sin temor a que la sorprendieran. Y, la verdad, ya no sabía si eso le importaba.

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Llegó a la puerta de la galería de los músicos y la abrió: silencio absoluto. Avanzó a tientas hasta las cortinas y las abrió lo suficiente para mirar. No había absolutamente nadie en el salón de baile. Algo iba decididamente mal.

Salió de la galería, bajó con sumo cuidado la escalera oscura y llegó al corredor tenuemente iluminado por las pocas lámparas que se dejaban encendidas toda la noche. Necesitaba ver a Dare, saber cómo estaba, ayudarlo si era posible. Tenía el derecho que le daba el amor, el de ella y el de él.

Fue hasta la puerta de la habitación del señor Feng y aguzó los oídos; no oyó ni el menor sonido. Fue hasta la puerta del dormitorio de Dare y golpeó, sorprendida por la poca vacilación que sintió. Esta se abrió y se encontró ante la cara pétrea del ayuda de cámara de Dare.

—¿Está aquí lord Darius?

—No, milady.

—¿Está con el señor Feng?

—No, milady.

—¿Dónde está, entonces?

Pasado un momento, él contestó:

—No lo sé, señora. Vino aquí y se cambió. Después desapareció.

Ella nunca había hablado con Salter antes, pero sabía que en ese momento él era un espíritu afín, un compañero de armas.

—Algo no va bien, ¿verdad? —dijo.

—No, señora. ¿Qué ocurrió?

Ella entró, cerró la puerta y le hizo un rápido relato de lo ocurrido en Almack.

—¿Podría ser cierto?

—No.

—¿Está seguro?

Él entrecerró los ojos.

—¿Usted no lo está?

—Yo estoy enamorada, y sé lo que le hace el amor al juicio de una persona.

A él se le relajó un poco la adusta cara.

—No es cierto, señora. He vivido tan cerca de lord Darius estos ocho últimos meses que lo conozco mejor de lo que se conoce él. La mente es algo muy raro, capaz de inventar muchas cosas, sobre todo bajo la influencia del opio, pero la verdad siempre está ahí. No hay nada de ese tipo de cobardía en él. La mente puede mentirse a sí misma, en especial para intentar ocultar la vergüenza, pero sólo hasta cierto punto. Él no tiene ningún recuerdo de algo así.

—¿Se lo ha dicho?

—No he tenido la oportunidad, ¿no cree?

—¿Adonde podría haber ido?

—No lo sé, señora. No nos ha ocurrido nada como esto desde que estamos aquí.

—Debemos buscarlo.

—Es tarde, milady...

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—¡No podré dormir...!

Salter negó con la cabeza.

—Quiero decir que ha transcurrido mucho tiempo desde su última dosis. Podría haber dificultades.

—Tanto mayor la urgencia de encontrarlo, entonces. Pídale al señor Feng que lo busque también.

Salió de la habitación y recorrió los corredores, intentando percibir o sentir a Dare. Algo le atrajo la atención hacia la planta de arriba. Dare no iría a los aposentos de los niños estando tan angustiado, pero comenzó a subir. Tenía que comprobarlo.

Tal como suponía, el aula estaba a oscuras, no había nadie. Apagó la vela y abrió suavemente la puerta del dormitorio de los niños. A la luz de la luna vio las dos camas, con los dos niños durmiendo. No había nadie más.

La puerta de la habitación contigua al aula estaba cerrada y oyó ruidos procedentes del interior: crujidos de tablones, ruidos de golpes. ¿Estaría ahí luchando con el señor Feng?

Abrió la puerta y se encontró ante una habitación con las paredes blancas, iluminada tenuemente por la luna. Dare estaba ahí solo, como un fantasma con su ropa blanca holgada, saltando de una pared a otra y golpeándolas con los puños, no fuerte, sino con desesperación.

—¿Dare? —dijo, cautelosa, no fuera a golpearla si lo sobresaltaba.

Él se quedó inmóvil, con la espalda apoyada en la pared y las manos extendidas, como si buscaran algo a qué aferrarse. Cristal trizado.

Se estremeció, de miedo, de miedo por hacerle daño, peor aún, miedo a ser rechazada, pero le pareció que no podía dejarlo solo para ir a buscar ayuda.

—Salter ha dicho que no puede ser cierto —le dijo.

—¿Cómo puede saberlo él?

A ella le pareció detectar un temblor en su voz.

—Cree que te conoce muy bien. Está preocupado por ti.

—Siempre está preocupado por mí. Todos están preocupados por mí. Excepto las personas que están indignadas conmigo.

Ella se le acercó. Él giró la cara hacia otro lado cuando llegó hasta él. Mara se la cogió entre las manos y se la giró, obligándolo a mirarla.

—Alguien ha propagado una mentira acerca de ti, Dare. No puedes permitir que esa persona gane con tanta facilidad. Tal vez eso es lo que desea, que tú te rindas.

—¿Por qué?

—No lo sé. El hombre del primer baile, el oficial. ¿Le conoces?

—No recuerdo...

—¡Piensa!

—Mara... —Le flaquearon las piernas, así que deslizó la espalda por la pared hasta quedar sentado en el suelo —. Apenas puedo respirar.

Ella se sentó a su lado y lo abrazó; sintió el temblor que le recorría el cuerpo y palpó el sudor frío que le mojaba la parte trasera de la ropa. Por instinto lo estrechó en sus brazos con la mayor fuerza que pudo, meciéndolo como mecería a un niño pequeño.

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—Te quiero. Creo en ti. Eres todo lo que es bueno y admirable.

Él negó con la cabeza apoyada en su hombro, pero aferrado a ella con las manos como un hombre que se está ahogando.

—Sí —dijo ella—. Quien haya sido el que haya cometido esta crueldad vivirá para lamentarlo, palabra de una Saint Bride.

Él musitó algo sobre su pelo del diablo.

—Exactamente. Ahora sé por qué Simon se batió en duelo. Si encuentro al que te ha hecho esto, le... haré algo violento.

Él se rió, le pareció a ella, pero continuaron los temblores.

—Debes bajar, Dare. Debes acudir a Salter y a Feng Ruyuan; ellos saben qué hacer para ayudarte.

Le cogió el brazo y se levantó, tironeándolo para obligarlo a ponerse de pie. Él se levantó, ayudándose con la otra mano en la pared, respirando en cortos resuellos.

—Vamos.

Lo instó a caminar, intentando soportar su peso, aunque de ninguna manera habría podido sostenerlo si él lo necesitara realmente. Llegaron a la puerta.

—Vamos —repitió, llevándolo hacia la escalera.

Fue hablándole mientras bajaban, él equilibrándose con una mano en la pared.

—Iremos a acostarte.

Al pie de la escalera estaban Salter y Feng Ruyuan, que tal vez habían llegado ahí orientados por la voz de ella. Salter daba la impresión de desear coger a Dare en brazos, pero Feng Ruyuan dijo:

—Te has retrasado, Darius. Vamos.

Habló en voz baja y tranquila, pero su sonido pareció sacar a Dare de su aturdimiento. Le dirigió a ella una mirada angustiada que podría ser una súplica para que lo ayudara, pero enseguida echó a andar tambaleante detrás del chino.

Ella echó a andar tras ellos, pero Salter le cogió el brazo.

—Con su perdón, milady, no puede ir allí.

Ella se soltó el brazo.

—Pues sí que puedo.

Cuando llegó a la puerta de doble hoja del salón de baile, esta ya estaba cerrada. La abrió y entró.

Dare estaba de pie en la postura de oración, aunque temblando y meciéndose. Feng Ruyuan le estaba hablando en voz tan baja que ella sólo captó las palabras: mente, cuerpo, autodominio, miedo.

Entonces comenzaron a moverse de aquí para allá, adoptando las mismas y diferentes posturas con los brazos y las piernas, en formas encadenadas, fluidas. Dare se movía como un juguete roto, y ella deseó protestar. Pero en silencio fue a sentarse en una de las sillas tapizadas alineadas junto a la pared, y desde ahí intentó enviarle su fuerza.

Poco a poco fue mejorando hasta que comenzó a moverse con la misma soltura y fluidez de Feng Ruyuan. Los movimientos tenían una belleza ondulante que la hicieron pensar en una contradanza cortesana, aunque no se parecía a ninguna que ella conociera. Le quedó claro que

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cada postura sostenida requería fuerza, equilibrio y concentración, dado que todo se fue haciendo más complicado, con giros y descensos del cuerpo.

De pronto el señor Feng la miró, aunque sin dejar de hacer los movimientos. Le dijo algo a Dare y mientras este continuaba la danza, le hizo un gesto indicándole que se acercara.

Mara sintió el estúpido impulso de preguntar «¿yo?», pero se levantó y fue hasta él.

—Así —le dijo él, y le enseñó los movimientos de las manos, extendiéndolas hacia los lados, una elevada, la otra baja, luego hacia delante, un giro entre ellas y vuelta a juntarlas. Cuando ella le cogió el tino, él asintió y volvió a los movimientos similares a los de Dare.

Mara continuó el movimiento, sintiéndose algo tonta, pero aliviada por estar haciendo algo.

Feng volvió a acercarse a ella y le enseñó algunos pasos. Adelante, atrás y un giro. Tuvo dificultades para hacerlos, sobre todo por el camisón y la bata largos, pero conseguiría dominarlos.

Intentó poner música a los movimientos, pero el ritmo no seguía el de ninguna música de las que conocía. Comprendió que debía liberarse de su mundo habitual para practicarlos, y entonces les encontró sentido. Cuando consiguió moverse con fluidez miró a Feng Ruyuan. Él sonrió y le enseñó otro paso que le permitió seguir un cierto ritmo, por lo que pudo continuar sin detenerse.

Le agradó. Le calmaba la mente, pero sin dejársela en blanco. Más bien se la elevaba, como la mejor de las oraciones. Comprendió por qué eso ayudaba a Dare a elevarse por encima de sus tormentos y sobrevivir a la noche.

De pronto unos ruidos la hicieron bajar a la tierra y se detuvo.

Los hombres ya estaban luchando tal como los había visto luchar antes. Reconoció los movimientos, convertidos en fuerza, en violencia.

No, no era violencia, simplemente intensidad. La finalidad no era golpear ni hacer daño. Eso sólo ocurría cuando uno de ellos cometía un error. Los errores siempre eran de Dare. Y cuando ocurría, él se detenía, se concentraba y volvía a cogerle el tino a los movimientos.

Ya estaba chorreando sudor y el pecho le subía y bajaba tan agitado que ella deseó gritarles que pararan, pero comprendió que ese sudor era fruto de lo malo y que le servía para derrotar los pensamientos que lo atormentaban. Sencillamente, volvió a sentarse e intentó unir su fuerza a la de él mientras luchaba por su vida.

Llegó el momento que ella había visto antes, cuando Feng Ruyuan le ordenó parar y lo tentó. Desde donde estaba sintió el olor a opio, ligeramente dulzón, ligeramente almizclado. Qué bueno cuando la persona sufre dolor, pero qué malo cuando se toma sin control.

Dare estaba temblando y la tensión se notaba en todo su cuerpo, en su cara angustiada, y ella deseó ir a ponerse a su lado. Comprendió que tenía que luchar solo esa batalla; siempre tendría que hacerlo solo.

Cuando Feng le acercó más el opio, sus temblores se hicieron violentos y apretó con tanta fuerza las manos que parecía que se iban a penetrar una en la otra.

Mara se mordió los labios para no suplicarle que lo tomara y encontrara la paz que le produciría. Cerró los ojos y rezó, pidiéndole a Dios que le diera la fuerza y la victoria.

Al oír un leve sonido abrió los ojos. Feng Ruyuan había retrocedido y se estaba metiendo la cajita de opio en el bolsillo. Dare seguía temblando. Feng Ruyuan se puso detrás de él, como había hecho antes, y ella vio sus manos friccionándole los hombros, y lo oyó hablarle en voz baja, en un tono cantarín, en una especie de sonsonete que podría ser chino.

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Pasado un momento, lo condujo hasta la puerta, Dare caminando a tropezones, y desaparecieron.

Mara se quedó sentada en el salón vacío, rodeada por los fantasmas del trabajo y del dolor, pero también por la victoria. Gracias, Dios mío. Se levantó, notando que tenía los músculos agarrotados, y salió. Lo pensó, aunque no mucho rato, antes de dirigirse a la habitación del señor Feng.

Golpeó, maravillada de su osadía, pero segura de lo que debía hacer. No hubo respuesta, pero oyó sonido. Era música; música fluida de flauta que se correspondía con los movimientos fluidos. Abrió la puerta.

Dare estaba tendido en una cama estrecha y alta, con la cara vuelta hacia el otro lado. Estaba desnudo, con el cuerpo aceitado, y Feng Ruyuan se lo estaba golpeando de una manera que parecía dolorosa, aunque él no se quejaba. Cerca de la cama había una mujer sentada tocando la flauta.

Se quedó en la puerta, sin saber qué hacer, dado que nadie le hacía caso. Era como si Feng Ruyuan le dijera: «Haz lo que te parezca mejor».

Entró y cerró la puerta. Estaba molestando. Dare no tenía ni idea de que estaba ahí, aunque tampoco sabía si había notado su presencia en el salón de baile, y sencillamente no podía ir a ninguna otra parte.

Avanzó unos pasos para observar el trabajo de esas fuertes manos, con lo que también observó el cuerpo perfecto de Dare. Perfecto a no ser por las cicatrices, una vertical en el muslo, otra atravesada en el costado. Esas eran pruebas de su sufrimiento tal como sus duros músculos, sin nada de grasa, lo eran de su fuerza, de una batalla ganada, tanto en la mente como en el cuerpo. «Soy peligroso», le había dicho él, y ella comprendió que era cierto.

Con cada inspiración olía sutiles perfumes, a cedro tal vez, a incienso, sándalo y romero. Pero había otros perfumes también, agradables y raros, todos actuando en sus sentidos. Avanzó hasta quedar junto a la cama.

Feng Ruyuan cubrió con una toalla el cuerpo de Dare y deslizó las manos por sus piernas hasta llegar a los pies, y entonces se sentó en una banqueta, le cogió un pie y concentró el masaje en el tobillo, el empeine y los dedos. Con un gesto le indicó a ella que se pusiera a su lado. Sin que se lo dijera, ella comprendió que le iba a enseñar algo otra vez.

¿Podría? ¿Debía?

Prestó atención a la forma como él le hundía con fuerza los pulgares en la planta, subiendo poco a poco desde el talón hasta la base de los dedos, y luego le tironeaba y apretaba cada uno de ellos.

Entonces se levantó y subió las manos por las piernas, mientras la música continuaba, abarcándolo todo.

Mara se sentó, con el corazón retumbante. Acercó las manos pero sin tocar, hasta que se obligó a coger el pie derecho, tal como hiciera el hombre, y comenzó a friccionárselo firmemente con los pulgares.

Dare se movió, sin duda al reconocer un par de manos extras, pero Feng Ruyuan le dijo algo y se quedó quieto. Mara se concentró, pensando si él reconocería su contacto, si desearía que ella hiciera eso.

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Jamás en su vida había tocado a nadie de esa manera, y ese era Dare. Eso la mareó hasta el punto de casi desmayarse, pero también la hizo fuerte. Intentó hacer pasar toda su fuerza a través de sus manos, porque sabía que eso era lo que necesitaba él, pero también intentó pasarle placer, porque ella se estaba ahogando en él. Cada presión, cada fricción, cada estirón le hacía pasar una dulzura del tipo más puro por toda ella. En eso no había nada de éxtasis carnal. Era sublime.

Le hizo el masaje en el otro pie y, cuando terminó, subió poco a poco las manos, friccionándole la pierna hasta llegar a la cicatriz hundida que le marcaba el muslo. No le costó imaginarse el trabajo y el dolor que fueron necesarios para superar esa herida y seguir moviendo bien la pierna.

—Duerme, milady.

La suave voz de Feng Ruyuan la sacó de otro mundo. Se enderezó, y sintió una fuerte sensación de pérdida cuando retiró las manos del cuerpo de Dare, y luego sintió una fuerte punzada en la espalda. La música continuaba.

Feng cubrió todo el cuerpo de Dare con un edredón y se alejó de la cama. Mara lo siguió.

—¿Ahora dormirá toda la noche?

—No, pero sí lo bastante para afrontar otro día. ¿Fue él quien le vio el regalo?

Pasado un momento de perplejidad, ella recordó la seda.

—No.

—Entonces debe desconfiar del que lo hizo.

—Desconfío.

—Deseo darle una cosa si tiene a bien aceptarla, milady.

—Por supuesto —dijo ella, aunque se sintió incómoda. Con un gesto él le indicó que pasara por una puerta que comunicaba con la habitación contigua. Tuvo que pestañear, deslumbrada por la luz de las velas de dos candelabros, y aumentó su incomodidad. La habitación era un dormitorio normal con algunos artefactos orientales.

Él fue a coger algo y se lo ofreció. Era un disco del tamaño de una moneda de una corona; una línea más o menos en forma de ese al revés la dividía en dos extrañas figuras curvas, una negra y la otra blanca.

—A esto lo llamamos yin-yang, lady Mara. Representa el equilibrio del Universo, pero también el equilibrio interior que todos debemos buscar.

—¿Bueno y malo? —preguntó ella, cogiéndolo.

El disco era suave al tacto, y estaba hecho, le pareció, de madera esmaltada en negro y blanco. En la parte más ancha de cada figura había un punto del color de la otra.

—De luz y oscuridad —dijo él—, pero la oscuridad no es peor que la noche. La luz y la oscuridad también representan lo masculino y lo femenino que hay en cada uno de nosotros.

—¿La oscuridad es lo masculino y la luz lo femenino?

Él sonrió y negó con la cabeza.

—Sus tradiciones no valoran lo femenino. La oscuridad es el lado femenino, frío, contemplativo y curativo. La luz es el lado masculino, caliente, enérgico y móvil. En las relaciones, la mujer es la roca en torno a la cual fluye el hombre. Usted es fuerte en yin, lady Mara.

Ella se rió levemente.

—Siempre me he considerado de tipo enérgico, móvil.

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—Recuerde, en cada uno de nosotros deben equilibrarse ambas cosas. Además —tocó uno de los puntos— cada uno debe equilibrarse con un poco del otro. Usted está muy equilibrada para ser tan joven, y lo estará más a medida que continúe por el camino.

Mara levantó la vista del fascinante disco y lo miró.

—Gracias.

—Es usted una excelente pareja para Darius, milady, pero necesita descansar. También debe enfrentar el mañana.

Mara se giró para salir y al instante volvió a girarse.

—Por favor, ¿podría tutearme y llamarme Mara?

Él se inclinó, con las manos juntas.

—Me siento honrado, Mara, y me sentiría aún más si me llamaras Ruyuan.

Mara hizo una inclinación igual.

—También yo me siento honrada, Ruyuan.

Volvió a su habitación con el disco en la mano, se metió en la cama y se quedó dormida al instante.

Despertó cuando entraba la primera luz de la mañana por la rendija de las cortinas, sintiéndose muy animada. Ruth estaría contenta.

Entonces cayó en la cuenta de que la habitación olía a magia oriental. Se bajó de un salto y fue a abrir la ventana y con la luz vio que el aceite había pasado de sus manos a las sábanas. No tenía agua para lavárselas, así que cogió un frasco de perfume y se roció con un poco ella y echó otro poco en la cama. Eso le supuso una regañina por parte de Ruth por ser tan descuidada, pero la mujer parecía más aliviada que otra cosa al verla animada y dando problemas. ¿Qué iba a hacer ese día? Con Dare habían acordado salir a cabalgar. Después de esa noche le pareció ridículo, pero ya comprendía muchas cosas. Los días ordinarios eran tan importantes para él como las noches extraordinarias.

Le escribió una nota, recordándoselo. Cuando Ruth volvió con la respuesta traía también una rosa rosada, que casi la mareó de dicha. Pero la nota decía: «Es una pena, mi amor, pero Godiva tendrá que cabalgar otro día. Se ha convocado un consejo de guerra». Mi amor.

Era la primera vez que él le escribía algo así. Eso y la rosa eran afirmaciones de su amor, a pesar de lo que fuera que les arrojara el mundo. Aspirando la fragancia de la rosa pensó si Dare sabría lo que había hecho ella esa noche, y si lo sabía, qué pensaría al respecto.

—Cuando haya acabado de suspirar sobre esa rosa, milady, ¿qué desea ponerse hoy?

—Una armadura —contestó Mara—. Voy a ir a un consejo de guerra.

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Mara bajó llevando la rosa prendida entre los pechos con un diminuto alfiler, y cuando llegó abajo tuvo que enfrentarse a una escaramuza preliminar. Simon se oponía rotundamente a que asistiera a la reunión, pero ella recurrió a Dare. Este sonrió al ver la rosa, aunque se veía cansado, tenso.

—Pues claro que debe asistir, Simon. Esto la afecta muy de cerca. Ella se cogió de su brazo y entró con él en la biblioteca. Allí se encontró con todos los Pícaros que estaban en la ciudad, más lord Vandeimen y el comandante Hawkinville.

—Debido a su experiencia y conexiones militares —le explicó are, acompañándola hasta un sofá.

—Y son amigos de lord Amleigh, colijo. —Son como guisantes en una vaina.

Ella encontró raro que dijera eso, porque los dos hombres que tenía delante no se parecían en nada, pero no preguntó nada más.

—Los cuatro compartimos alojamiento en Bruselas —continuó Dare.

—O sea, que te conocen bien. —Por sus pecados —dijo él.

Lo dijo en tono frívolo, pero ella notó que en el fondo había algo más profundo. Estremeciéndose recordó a Jancy cuando le echó la suerte. Un desastre inesperado. Ahí estaba, pero no era un desastre. El comandante Hawkinville ya había paliado la situación.

Nicholas cedió la dirección de la reunión a sir Stephen Ball diciendo:

—Estoy seguro de que necesitamos una mente jurídica.

Stephen le dirigió una mirada que indicaba que eso no lo consideraba un cumplido, pero expuso la situación con claridad meridiana.

—Probablemente la historia se inició anoche en Almack —dijo al terminar su exposición.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Vandeimen—. Podría haber llegado ahí simplemente como el chisme del día.

—Porque no se difundió al comienzo de la velada —dijo Leander—. Judith y yo llegamos temprano y no oímos ni la más mínima insinuación.

Mara decidió hablar.

—Creo que yo oí el primer comentario. Todos la miraron.

—¿En qué momento? —preguntó Stephen.

—Durante el primer baile, la segunda contradanza. ¿Podría haberse iniciado después de haber visto a Dare ahí?

—¿Tal vez porque Dare le pareció popular y aparentemente normal? Pero ¿a quién le fastidiaría eso?

¿A Berkstead? El nombre sonó como un disparo en la mente de Mara, pero él no estuvo en el baile y, además, no soportaba ni la idea de explicar su estúpida conducta a todos esos hombres.

—No entiendo por qué nadie se le creyó —dijo.

Contestó Stephen, sin un asomo de emoción en la voz:

—Porque siempre se ha dudado de la historia presentada para explicar la ausencia y la recuperación de Dare. Bastó mientras nadie dudó de ella, pero siempre ha tenido grietas.

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—Aunque supieran toda la verdad podría haberse ido al cuerno —dijo Nicholas —, pero es una historia inflada sin ninguna prueba que le dé credibilidad.

—De todos modos eso no resuelve el problema actual —señaló Stephen—. Lo único pertinente es que si a Dare lo hubieran encontrado en el campo de batalla y cuidado en un hospital, esta historia no tendría ningún poder efectivo, aun cuando con la misma facilidad pudiera ser cierta.

—Desde luego —dijo Hawkinville—. Cualquiera de los que participaron en la batalla podía haber recibido heridas de manera innoble, pero en especial los mensajeros, que no pertenecían a ningún regimiento.

Stephen asintió.

—Las peculiaridades que hay en la historia de Dare significan que la balanza se ladea hacia el otro lado. Está el peligro de que la historia se acepte a menos que haya pruebas de lo contrario.

—Pruebas que no existen —dijo Dare —. Ni siquiera yo logro recordar nada.

—Podríamos poner anuncios solicitando testigos —sugirió Francis.

—A juzgar por el éxito que han tenido los anuncios para encontrar a los padres de los niños, eso es una pérdida de tiempo —dijo Dare, irónico.

—Y un anuncio de ese tipo supone incertidumbre —acotó Stephen—. Nunca hay que dar a entender que se duda de algo. Nuestro primer paso es presentar absoluta convicción. La historia es tan ridícula que ni siquiera se merece refutación.

Todos asintieron, a excepción de Dare, observó Mara. Era improbable que alguien lo acusara directamente, pero a ella le gustaría saber qué diría él si eso ocurría.

—Nuestro segundo paso —continuó Stephen—, es encontrar a la persona que originó la historia.

—¿Interrogar a todos los que asistieron al baile? —preguntó Leander, algo alarmado.

—Interrogar a los que conocemos bien —dijo Stephen —. De ahí podría venir una corriente de información procedente de algún Punto especial.

Mara comprendió que debía hablar. Tragó saliva y dijo:

—He estado pensando si esto podría tener algo que ver conmigo Hay un comandante, Berkstead...

—Ese pobre hombre —interrumpió Dare —. Puede que Mara tenga razón. Se engañaba pensando que eran Romeo y Julieta, y ayer me atacó, por celos. Pero dudo que haya estado en Almack. Le rompí la nariz y posiblemente algunas costillas.

Se oyó un murmullo de aprobación.

—¿Dónde podemos encontrarlo? —preguntó Nicholas.

Dare les dio la dirección.

—Está cerca. Salter podría ir a ver cómo se encuentra.

Todos estuvieron de acuerdo y se envió la orden a Salter.

—Podría haber enviado a un representante —dijo Mara—. Dare, ¿te acuerdas, en nuestro primer baile, de un oficial que parecía estar furioso?

Él le sonrió.

—Estaba bailando contigo. ¿Cómo podría haberme fijado en los demás?

Mara sintió arder las mejillas, pero se desentendió del rubor para decir a todos:

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—Al principio creí que estaba enfadado conmigo y pensé si eso tendría algo que ver con Simon, porque dijo que no había estado en Waterloo, pues por aquel entonces se encontraba en Canadá. Cuando nos topamos en el baile hablamos superficialmente de asuntos militares, bueno, ya sabéis como es. Pero después lo vi mirar a Dare con... con rabia.

En realidad fue con repugnancia, pero no soportó decir esa palabra.

—¿Nombre? —preguntó Nicholas.

—Lo siento, no lo sé.

—¿Vestía uniforme? —preguntó Hawkinville.

—Sí.

—Descríbalo, por favor.

Mara describió el uniforme lo mejor que pudo, pero no se había fijado mucho.

—Al parecer debía ser del West Middlesex. Lo encontraré.

La seguridad con que lo dijo era asombrosa.

—Si es él, ¿qué podemos hacer? —preguntó ella.

—Descubrir en qué basa su rabia —contestó Nicholas —. Parece ser nuestra primera prueba de mala voluntad.

—Pero ¿por qué? —preguntó Mara—. No estuvo en Waterloo. Él mismo lo dijo.

—Tal vez le contó la historia alguien que sí estuvo —dijo Dare, cansinamente.

Ella se giró a mirarlo.

—Esa historia no es cierta.

Antes que él pudiera protestar, habló Hawkinville:

—Desde luego es muy improbable. No mentí al decir que Wellington aprobaba tu trabajo.

—Agradezco la aprobación, pero eso no quiere decir que yo no perdiera el valor después. Dios sabe que entiendo cómo podría haber ocurrido eso.

—Como lo entiende cualquiera que haya estado en una batalla, pero dudo que tú tengas esa naturaleza.

—¿Y qué naturaleza es esa?

—Según mi experiencia —dijo Hawkinville, en tono muy tranquilo, a diferencia del acaloramiento de Dare —, el hombre valiente que se raja ha estado combatiendo sus miedos todo el tiempo. Más mérito para él si aguanta. Hay poca gloria en los actos heroicos sin miedo. ¿Tenías miedo tú? Dare se echó a reír.

—No. Siempre he tenido fama de loco.

—Por lo tanto, la historia no es cierta.

—Pero necesitamos pruebas —dijo Stephen—. Y testigos.

—¿Dónde estabas cuando te hirieron, Dare? —preguntó Vandeimen.

Dare hizo un mal gesto.

—En algún lugar del campo de batalla.

Hawkinville se sacó del bolsillo una libreta y un lápiz.

—Dime todos los detalles que recuerdes.

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Guiado por un tenaz interrogatorio, Dare tuvo recuerdos fragmentarios de uniformes, y luego los detalles importantes del punto de partida y de hacia dónde se dirigía.

Mirando al espacio, el comandante Hawkinville consultó una visión lejana.

—Eso me da nuevas pistas para hacer averiguaciones —dijo al fin—, pero llevará tiempo. Supongo que esta batalla habrá que lucharla en el aire.

—¿Qué? —preguntó Nicholas, visiblemente perplejo.

—Entre los de altos vuelos.

Mara miró a Dare y vio que él también estaba recordando la broma sobre las finas plumas y los nidos en el campo. Pero los pájaros de altos vuelos de la sociedad podían tener picos y garras afilados. Se consoló pensando que algunas de esas águilas y halcones serían Pícaros.

—Nuestra principal arma, entonces, es el baile —dijo Nicholas.

—¿Moviéndonos con destreza? —preguntó Dare.

Todos se rieron, tal vez en parte porque Dare conservaba su sentido del humor.

—Apretujadamente —convino Nicholas, sonriendo —. Vuestro compromiso formal le añadiría peso y fuerza.

Se hizo el silencio.

—Ya lo hemos difundido —dijo Mara—, así que, ¿por qué no?

—Un rumor en Almack es una cosa —dijo Dare—. Un anuncio formal, otra muy diferente. Simon no te quiere ver plantada.

—Yo tampoco.

Lo miró a los ojos, implacable, hasta que él bajó la vista a sus manos entrelazadas.

—No podemos celebrar un baile de compromiso sin el permiso de nuestro padre —objetó Simon—. Sin su presencia, en realidad.

Eso les chafó la idea, pero enseguida Mara enderezó la espalda.

—¡Pues vayamos a Brideswell ahora! Dare y yo por lo menos, por encima de todo deseaba llevarlo a su sanadora casa.

—¿Por qué no? —dijo Nicholas —. Una ventaja extra es que eso te aparta de la sociedad, Dare, sin nada que insinúe que te has escondido.

Mara presintió que él estaba a punto de objetar algo, así que se giró a mirarlo.

—No te vas a escapar noblemente de mí, así que no tiene ningún sentido retrasar el anuncio. Y nuestro baile de compromiso, bendecido por muchas personas notables, hará añicos cualquier tipo de rumor.

—¡Buen Dios! —exclamó Hawkinville—, ¿cuántos Saint Bride hay?

—Cientos —le dijo Mara alegremente—, pero sólo dos con este pelo.

—Muy bien —dijo Dare.

Ella no pudo reprimir la sorpresa.

—¿Lo harás?

Él le miró la rosa prendida entre los pechos.

—Haré casi cualquier cosa que me ordenes, como bien sabes, milady. Pero este plan tiene lógica.

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Simon se levantó.

—Si queremos llegar a Brideswell antes que la noticia, será mejor que nos marchemos inmediatamente.

—Cuanto antes mejor —convino Mara—, pero tú tienes que preparar un baile, y un viaje sorpresa no será lo mejor para Jancy.

—Tiene razón, Simon —dijo Dare, levantándose —. Jancy se pone nerviosa ante la sola idea de organizar y ser la anfitriona de cualquier tipo de baile, no digamos ya del que será el escándalo de la temporada. En realidad, te lo voy a usurpar. Lo haremos aquí. El personal es capaz de hacerlo con los ojos vendados, y, además, anoche llegaron de vuelta mis padres. No me cabe duda de que mi madre estará encantada de organizarlo.

Mara casi se atragantó. ¿Sus padres habían llegado mientras ella compartía la batalla nocturna de Dare? ¿Dándole masajes a su cuerpo desnudo?

Simon ya estaba protestando, pero él se mostró implacable, inamovible.

Sin duda Jancy lo agradecería, pensó Mara, pero ella veía otro problema.

—La primera finalidad de este baile era lanzar a la respetabilidad a Blanche —dijo —. No podemos combinar ambas cosas.

—Ah, claro —dijo Dare—. Mi suciedad la ensuciaría.

—¡No es eso lo que quise decir, so tonto!

—No seas burro, Dare —dijo Nicholas al mismo tiempo, acallando la voz de ella—. En realidad, combinar las dos cosas debería ser la perfección. Un baile en la casa Yeovil desafía a la alta sociedad a respaldarte a ti o a ofender a tus padres, que son muy queridos y respetados. Haremos saber que en el baile se anunciará vuestro compromiso, para dejar clara la situación.

—¿Y si no asisten? —preguntó él.

—Es una jugada arriesgada, cierto, pero entre las cartas tenemos muchas figuras.

—No podemos jugar con la vida de Blanche.

—Si se trata de elegir —dijo Hal Beaumont, que hasta el momento había estado callado —, ella insistirá en que se dejen de lado nuestros problemas. No van a empeorar.

—En realidad —terció Leander—, la combinación podría ir en ventaja de ella. Sus pequeñas indiscreciones quedarán eclipsadas por los oscuros dramas de Dare. Tendrá un papel de poca importancia.

Mara no pudo evitar que se le agrandaran los ojos ante ese diplomático «pequeñas indiscreciones».

—No sé si le gustará eso —dijo Hal, sonriendo ante esa broma.

—Iré a hablar con mis padres —soltó Dare, y salió.

—Esto podría salir desastrosamente mal —observó Leander.

—¿De veras? —preguntó Nicholas.

Era una pregunta seria, planteada a un experto. El diplomático lo pensó un momento.

—Si una persona influyente se mantiene firme en contra de nosotros, nos hundiremos.

—Entonces asegurémonos de que ninguna se oponga. Ese es tu trabajo.

Charrington se rió moviendo la cabeza.

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—Si puedes garantizar la asistencia de los duques y de la condesa de Cawle, hará falta una persona muy, muy influyente para hundirnos. —Miró a Hawkinville—. ¿Y Wellington? Supe que está en la ciudad.

—Para una estancia breve y no oficial.

—Incluso así, su ausencia en el baile se podría interpretar mal. Mara no pudo creer que una desgracia como esa pudiera arruinarlo todo.

—No puedo llevarlo a rastras al baile —dijo Hawkinville—, pero dudo que desee apoyar esta mentira. A no ser, claro, que haya una prueba convincente.

—No puede haberla —dijo Mara, deseando dispararle.

—Nos aseguraremos de que no haya ninguna —dijo Nicholas.

Entró Dare y alcanzó a oír eso.

—Si hay alguna prueba real, que salga a la luz. Mara deseó dispararle a él.

—Mis padres se están levantando —continuó él —. No tardarán en bajar. Volvió Salter. Berkstead no está. Su casero dijo que lo habían llevado a su alojamiento herido, asegurando que yo lo había agredido sin ningún motivo, y que al día siguiente se marchó hacia un lugar desconocido, porque temía más ataques.

—Sería bueno si ese lugar desconocido fuera el infierno —dijo Nicholas.

—Dado como están las cosas —continuó Stephen—, es probable que le ande mostrando sus heridas a sus amigos como prueba de los intentos de Dare de silenciarlo.

Mara se sintió furiosa y tremendamente culpable.

—Hubo testigos —dijo—. Unos hombres entraron en el callejón desde la calle. Claro que no podían saber nada de lo que estaba pasando. ¡Todo esto es culpa mía!

Dare le cogió la mano.

—No lo es, de ninguna manera.

Se miraron a los ojos e igual podrían haberse besado si no hubiera hablado el comandante Hawkinville:

—Si ese cabrón anda propagando historias no puede haber ido muy lejos. Comenzaré la búsqueda de Berkstead y del oficial del baile y también de todo aquel que hubiera podido ver caer a Dare en la batalla.

Después que se marchó el comandante, Mara preguntó:

—¿Conseguirá hacer todo eso?

—Si alguien puede hacerlo, ese es él —dijo Dare—. Era uno de los oficiales encargados de organizar los traslados del ejército y era capaz de llevarlo todo en la cabeza como un gigantesco tablero de ajedrez. En cuanto a Berkstead y el oficial del West Middlesex, si Hawk los busca los encontrará.

—Bueno, estupendo, entonces. Pero si queremos ir a Brideswell y estar de vuelta para el baile debemos ponernos en marcha.

Justo entonces entró la duquesa de Yeovil. Le cogió las dos manos a Mara.

—Querida mía, estamos encantados. Nunca habría creído que el diablillo podría hacer una elección tan perfecta. ¡La hermana de Simon!

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Era una mujer robusta de cara amable y pelo castaño en el que comenzaban a aparecer algunas canas. Con el sencillo vestido marrón cobrizo que llevaba puesto, podría haber sido cualquiera.

Mara intentó hacerle una reverencia, pero la duquesa se lo impidió dándole un afectuoso abrazo. Le pasó por la cabeza el pensamiento de cuánto de lo que le había dicho sería para quedar bien, pero, claro, la duquesa aún no sabía que ella era la culpable de los recientes problemas de Dare.

—Y os vais a marchar inmediatamente —continuó la duquesa—, antes que hayamos tenido una oportunidad para hablar. Pero no te preocupes por el baile. Todo será perfecto. —Paseó la mirada por la sala— A pesar de los Pícaros —añadió —. De verdad espero que os comportéis.

Después que ella salió, Nicholas dijo:

—Me siento deliciosamente de vuelta a los dieciséis. En su tono había una nota agridulce, porque sí que habían ocurrido muchas cosas en esos diez últimos años.

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Ya había transcurrido una hora cuando Mara y Dare subieron al magnífico coche de viaje de la duquesa, llevando a Ruth de carabina. Parte del retraso se debió a los niños, que se afligieron al saber que Dare estaría fuera unos días sin ellos.

A Mara le encantó la paciencia con que él los tranquilizó, explicándoles que debía ir a hablar con el padre de ella para pedirle la mano. Y que no podían ir con él esta vez.

Finalmente, Delphie fue a ponerse junto a ella.

«¿Te vas a casar con mi papá?»

«Sí, y trataré de ser la mejor madre del mundo.»

Los solemnes ojos de la niña no cambiaron de expresión.

«¿Vas a ser buena con él?»

Ella la abrazó.

«Lo quiero, cariño, tal vez tanto como lo quieres tú. Te prometo que nunca lo haré sufrir ni permitiré que nadie le haga daño.»

De repente Delphie le correspondió el abrazo.

«¿Por qué no podemos ir con vosotros? Nos portaremos bien.»

Ella miró a Dare, dispuesta a ceder, pero él dijo:

«Nos haríais ir más lentos, Delphie, y tenemos que estar de vuelta para el baile. No tardaremos en volver.»

Delphie tuvo que rendirse, aunque con un morro que sugería que había esperado salirse con la suya. Cuanto más seguridad en sí misma adquiriera, más problemas daría, pero de manera deliciosa.

El coche ya había cobrado velocidad, y con ese recuerdo vivo en la mente, miró a Dare, que iba sentado a su lado. Debió ser muy difícil para él mostrarse firme con los niños a los que sólo deseaba proteger y hacer felices, pero lo hizo.

Era un buen padre. En cuanto a su propio padre, no sabía cómo reaccionaría a su llegada y al anuncio. Simon había enviado a un mensajero por delante para avisarle de su llegada, pero de todos modos a Sim Saint Bride no le gustaban las prisas ni las sorpresas, y era posible que no deseara que su hija estuviera relacionada con el opio y el escándalo.

¿Y cómo se las arreglaría Dare para tomar sus dosis durante el viaje?, pensó entonces. Salter iba con ellos, por supuesto, cabalgando a un lado del coche, y Ruth no tenía por qué inmiscuirse en lo que hiciera o dejara de hacer Dare, ni en su comportamiento, pero de todos modos lo de las dosis podría ser un problema, y ese horrible rumor seguro que le hacía más difícil poder dominarse.

Le cogió la mano. Él movió los dedos dentro de los de ella en una suave caricia que le quitó el aliento y le enroscó los dedos de los pies. Ojalá Ruth no fuera con ellos. Pero claro, justamente por eso iba con ellos.

Se miraron a los ojos y ella vio que él estaba pensando lo mismo, pero también vio sombras en ellos y deseó ahuyentárselas. Tal vez tenía el medio de hacerlo. Cogió su bolso de viaje y sacó unos papeles.

—Esta es una excelente oportunidad para trabajar en nuestra novela.

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Ruth emitió un bufido y Dare se rió.

—Faltaría más. ¿Qué otras aventuras has concebido para Anne y Canuto?

Mara deseó tener el excelente plano del Castillo Monstruoso que había quemado tan impetuosamente, pero todavía tenía los apuntes. Él aplaudió la adición de Ethel la Tarda y del enano Halfacanuto, y sugirió que el cocinero se llamara Alfredo, porque el rey Alfredo fue el que quemó los pasteles.

La conversación nada tenía que ver ni de cerca con aquella animada y divertida que tuvieron en la posada Yeoman's Arms, pero era la llama de una vela en la oscuridad, y pasaron el rato.

Viajaban a toda velocidad, pero ella insistió en que pararan a mediodía para comer algo, porque Dare necesitaría tomar su dosis más o menos a esa hora, y cuando cayó la oscuridad insistió en parar en una posada a pasar la noche.

Ella y Ruth compartieron un dormitorio y Dare y Salter otro. Los cuatro cenaron juntos en un salón privado, pero la comida la tomaron en silencio pues había criados presentes. Dare habría tomado su dosis del anochecer, pero de todos modos se veía sombrío.

Ese horrible rumor pesaba sobre él, y ella sospechaba que no lograba sacarse la espina de la creencia de que era cierto. Necesitaba tenerlo en sus brazos. Ansiaba estar a solas con él por lo menos.

—¿Te parece que salgamos a dar un paseo? —dijo él cuando terminó la comida, como si le hubiera adivinado el pensamiento.

Ruth frunció los labios, pero de ninguna manera podía prohibírselo.

—Volveremos pronto —le aseguró, y corrió a ponerse la capa, la papalina y los guantes, no fuera que intentara prohibírselo.

Muy pronto ya iban caminando por la calle, que estaba tranquila a esa hora, bajo la luna y los planetas brillando en un cielo azul pizarra.

—Esta es la primera vez que hacemos esto —dijo ella, cogiéndose de su brazo.

—¿Hacemos qué?

—Caminar en la oscuridad sin ningún propósito.

—El propósito, creí, es estar juntos.

Ella lo miró sonriendo.

—Sí.

Podrían hablar, tal vez deberían hablar. Del rumor, del baile y de las posibilidades de que fuera mal. De los padres de ella. Del opio incluso.

Pero caminaron en silencio a lo largo de la calle, intercambiando las «buenas noches» con las pocas personas que se encontraban. Se detuvieron a mirar el escaparate de una librería y luego a ver pasar una diligencia correo, con los pasajeros de fuera aferrados a la barandilla del techo.

Entonces pasó un reluciente tílburi conducido por un dandi muy joven. Este les gritó las buenas noches y luego intentó impresionarlos haciendo un cerrado viraje al doblar la esquina. Mara hizo un mal gesto al ver que el coche se ladeaba casi hasta volcarse.

—Joven tonto —comentó Dare—. Pero recuerdo haber hecho lo mismo.

Cuando dieron la vuelta para volver a la posada, ella comentó:

—Su generación no tendrá que ir a la guerra. Me alegra.

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—Ya lo creo, pero está ese dicho de que el diablo no para de trabajar. Algunos jóvenes arden de deseo de correr riesgos.

—¿Como tú?

—No, en realidad. Conocí a algunos oficiales que sólo parecían cobrar vida en una batalla. A falta de eso, tendían a atontarse con licor o a buscar el peligro en el juego con apuestas elevadas.

—Tal vez necesitamos un cuerpo de gladiadores, para que puedan luchar siempre que lo deseen.

Él se rió.

—Conozco a algunos que se beneficiarían de eso.

—¿Ese tipo de lucha que haces con Ruyuan sirve para la misma finalidad?

Él lo pensó.

—Principalmente enseña autodominio, pero sí. Quema ese impulso hacia el desafío físico y el dramatismo.

Ya se acercaban a la posada y Mara no pudo evitar preguntar:

—¿Cómo te las vas a arreglar esta noche aquí?

—Tomaré una dosis extra.

Ella giró la cabeza para mirarlo, sabiendo lo que significaba eso.

—Uy, Dare.

Él sonrió irónico.

—Al parecer esa sería mi siguiente lección. He demostrado que soy capaz de estar erguido como un muro, dice Ruyuan, y ahora debo demostrar que puedo doblarme como un sauce. O algo así. Se pone metafórico. —Su voz había adquirido un dejo amargo, y añadió—: Las reglas son más fáciles.

—Yo creo que eso es lo que quiso decir.

Él sacó del bolsillo un frasquito del tamaño de un dedo, de vidrio azul intenso, con caracteres chinos en dorado.

—Incluso estoy al mando de mi destino. ¿Llevaba el opio con él?

—¿Puedo verlo?

Él le pasó el frasco, ella lo examinó, observando que sobre la tapa tenía grabada la figura de un guerrero oriental blandiendo una espada.

—¿Láudano? —preguntó, tratando de hablar con su tono normal.

—De cierto tipo. Fuerte y sin azúcar. Lo prefiero amargo. Preferiría que viniera en un envase feo, pero me imagino que en esto hay otra lección.

—Que el opio no es malo por sí mismo; salva vidas y alivia muchísimos dolores. —Tocó la figura del guerrero —. ¿Llevas todavía mi prenda de favor?

—Siempre —repuso él.

Cogió el frasco, lo guardó en el bolsillo, le cogió la mano y la llevó por un callejón entre una casa y un taller de zapatero.

Cuando estaban algo alejados de la calle la cogió en brazos y la besó. Ella percibió que él pretendía que el beso fuera breve y recatado, pero se apoderó de ellos una tierna necesidad. Le cogió la cara entre las manos y abrió los labios, para unirse con él de la única manera permitida.

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Y el beso se convirtió en dichosamente total, como si cada uno volcara todo su ser en su boca, para una unión eterna. Sintió la presión de la áspera pared en la espalda y el fuerte cuerpo de él apretado al de ella. Perdió la noción de toda realidad que no fuera él, sumergiéndose en el placer y en un creciente deseo que podría volverla loca.

Se apartaron, mirándose a los ojos, y volvieron a abrazarse estrechamente, esta vez sin beso, ella con la cabeza apoyada en su pecho dentro del cual su corazón latía tan desbocado como el suyo.

—Te deseo tanto, tanto, Dare. Deseo ser totalmente tuya. No sé por qué. Nos casaremos pronto, pero ojalá ya estuviéramos casados.

—Mi adorada, amadísima Mara —susurró él, con la boca en su pelo —. Gracias a Dios por el autodominio, si no te poseería aquí mismo, apoyada en la pared.

Una parte de ella brincó al oír eso, pero también tenía autodominio. Si lo hacían, él se odiaría después.

De mala gana se apartaron, pero hicieron el resto del camino cogidos de la mano, y sólo se soltaron al llegar a la puerta del dormitorio de ella, pues tenían que separarse para dormir cada uno en su cama.

Al día siguiente por la tarde llegaron a Brideswell, y nada podría haber sido más cariñoso que la bienvenida que sus padres les brindaron. Ella deseó haber visto su primera reacción a la noticia.

—¡Qué bien te veo! —exclamó Amy Brideswell abrazando a Dare —. Cuando viniste a la boda de Simon tenía que refrenarme de mimarte como a un crío y darte alimentos nutritivos.

—Eso podría haberme gustado —dijo él, sonriendo.

—No en ese tiempo, seguro —dijo ella y cogió un brazo de cada uno —. Entrad, entrad. Será maravilloso celebrar otra boda.

Mientras tomaban el té y comían pasteles, con la mayor parte de la familia presente, hablaron de bodas y de los aspectos más frívolos de Londres, pero finalmente Mara y Dare se quedaron solos con los padres de ella.

—Colijo que ha habido problemas —dijo Sim Saint Bride, dirigiéndose principalmente a Dare.

Era un hombre delgado, de aspecto sano, que aparentaba mucho menos que sus cincuenta y dos años, pero caballero del campo de la cabeza a los pies.

—¿Aparte del opio, quiere decir, señor?

Él desechó eso con un gesto de la mano.

—Me refiero a ese odioso rumor. Estoy seguro de que no es cierto, pero no me gusta ver a Mara afligida.

—No estoy afligida —protestó ella.

Él hizo un mal gesto.

—Siempre supe que dejarte ir a Londres era una imprudencia.

Ella le cogió la mano a Dare.

—Por lo menos no me voy a ir a vivir lejos una vez casada, papá. Dare desea encontrar una casa cerca.

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—Ah —dijo él, relajándose—. Bueno, entonces, hay una casa en venta a menos de cinco millas. Pero —añadió, escrutándole la cara a ella—me sorprendería que alguna de tus proezas no fuera la causa de este problema. El pelo del Negro Ademar.

—Fue absolutamente culpa mía, señor —terció Dare—. Si esta historia la inventó ese comandante Berkstead, se debió a un desacuerdo entre nosotros, que acabó a puñetazos.

—Esto no acabará en un duelo, ¿verdad? —preguntó la madre, repentinamente pálida.

—No —contestó Mara.

—Lo dudo —dijo Dare. Ella lo miró fijamente, y dijo:

—No acabará en un duelo. Haya hecho lo que haya hecho Berkstead, no merece la pena retarlo a duelo.

—¿Y si él me reta a mí? —¿Basándose en qué?

—Le rompí la nariz.

—¡Después que él te atacó!

—¿Tú estabas presente?

La sorprendida pregunta de su padre fue como un golpe que la devolvió bruscamente a su situación. Consciente de que estaba ruborizada, dijo:

—Yo había ido a visitar el establo para ver el nuevo caballo de Dare, papá.

—¿Y ese sinvergüenza atacó a Dare en el establo de la casa Yeovil? Tiene que estar loco. Supongo que los mozos se encargaron de él.

Mara se esforzó en no parecer azorada.

—Tomamos el callejón de los establos para volver a la casa, papá. Ocurrió ahí.

—No hay nada malo en eso —dijo su madre—. Estoy segura de que tú y yo caminamos por muchos callejones de atrás cuando estábamos cortejando, Sim.

—No en Londres —gruñó él —. Esa es una ciudad horrible, escandalosa, caótica, y esperas que tu madre y yo traqueteemos todo ese camino para acudir a ese baile. Será mejor celebrarlo aquí, y no con tantas prisas.

Aunque le había hablado a Mara, contestó Amy:

—Ya sabes por qué tiene que ser en Londres, Sim. Y piénsalo bien, así podrás asistir a algunos debates para dar tu voto en los Lores. Sabes que te has sentido culpable por no ir.

Si era posible, eso aumentó la tristeza del renuente conde de Marlowe.

—Hay mucho trabajo en el campo en esta temporada...

—Que Rupert puede dirigir muy bien. ¿Y qué me dices de las reuniones de la Sociedad de Agricultura en Londres?

Esa tentación tuvo más éxito.

—Ah, muy bien —suspiró él —. Si lo quieres lo tendrás. Nos pondremos en marcha el lunes.

—¡El lunes! —exclamó Mara—. Pero, papá, el baile está fijado para el martes.

Él la miró sorprendido.

—¿Qué locura es esa? No podremos asistir entonces, ni vosotros tampoco. Qué cría más despreocupada eres. Mira que llegar aquí el viernes con esta noticia sabiendo que no podemos viajar en domingo.

Era un desastre, sin duda, pero entonces intervino Dare:

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—Si partimos temprano mañana, podemos hacer el viaje en un día, señor.

—En coche de posta —dijo él, mirándolo como si hubiera sugerido volar a la luna.

En sus raros viajes fuera de Lincolnshire siempre había usado su coche y sus caballos y avanzado lentamente.

Incluso su madre tenía aspecto de tener dificultades para respirar, observó Mara, pero se las arregló para sonreír.

—¿No será fascinante eso, cariño? Venga, Sim, envejeceremos antes de tiempo si evitamos las aventuras.

—Moriremos antes de tiempo si nos dedicamos a viajar como un rayo. Todo esto es culpa de Marlowe. Por qué no pudo engendrar un montón de hijos. Jamás lo entenderé. Y mantenerlos en el campo. Es Londres el que enferma a las personas. Austrey habría estado perfectamente bien si no hubiera pasado tanto tiempo en Londres.

—¿Habría estado mejor viviendo en Marlowe? —le preguntó su mujer.

Él se levantó y, después de dirigirle una mirada de frustración, salió de la sala, mascullando que tenía muchísimo que hacer. Entonces Amy Saint Bride les sonrió.

—Lo hará, cariños, y será una aventura. —Entonces se puso nerviosa—. ¿Cómo se viaja en coche de posta? Necesitamos encargar que nos traigan uno aquí, ¿verdad? ¿Cómo se les paga a los postillones en los cambios?

—¿Me permite que yo me encargue de eso? —dijo Dare—. Dos coches de posta, supongo, aun cuando Salter vaya cabalgando. ¿A no ser que quieran acompañarnos otras personas de la familia?

—Las niñas no. A Londres, de ninguna manera. Y los niños están en el colegio. A Rupert y a Mary se los necesita aquí. Pero criados. Necesitaremos nuestros propios criados.

Mara tuvo que reprimir la risa ante el tono cada vez más nervioso de su madre.

—Sugiero que los criados viajen en el coche de la familia —dijo Dare, en tono tranquilizador—. En realidad, si parten temprano y viajan hasta bien avanzada la noche, podrían estar en Londres no mucho después que nosotros, y así tendréis allí el coche para volver a casa.

—Ah, eso sería estupendo. Qué eficiente eres, querido. Entonces será mejor que vaya a ocuparme de los preparativos. Hay muchísimo que hacer. —Antes de salir se acercó a darle un efusivo abrazo—. Estoy muy contenta por esto, mi querido niño. No podría imaginarme a nadie mejor para Mara.

Cuando salió, Dare se echó a reír en voz baja.

—Por como lo ha dicho creo que piensa que necesitas un amo y señor de extraordinario aguante.

—Es por el pelo. Les preocupa muchísimo.

Dare le cogió la mano y se la besó.

—Me está pareciendo que este viaje será como llevar a unos inocentes al mundo de los malvados. Ella se acercó más para besarlo.

—No son inocentes en todo, y lo sabes.

—Lo sé.

Le besó el pelo y ella sintió discurrir el placer por todo el cuerpo. De mala gana se apartó.

—Será mejor que vaya a ayudar a mi madre con los preparativos.

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—Y será mejor que yo vaya a organizar lo de los coches de posta.

Se volvieron a abrazar y se besaron.

—Esto es muy dulce, ¿verdad? Es casi como si ya estuviéramos casados.

Él arqueó una ceja.

—¿Esperas que nuestro matrimonio sea dulce?

Ella volvió a besarlo, traviesa.

—Azúcar, especias y todo lo agradable.

—De eso están hechas las niñitas. ¿Voy a encontrar ranas, caracoles y colas de cachorritos?

—No —dijo ella, dirigiéndole una firme mirada de advertencia.

—Sería una manera novedosa de decorar una cama conyugal.

—No —repitió ella, riendo, y salió corriendo, feliz por haber visto otro atisbo del antiguo Dare.

Disponer las cosas para los coches de posta sólo le llevó un momento. Envió a un lacayo a Louth con las instrucciones precisas, sabiendo que bastaría el nombre de Brideswell para inspirar la confianza. Y entonces se quedó sin saber qué hacer.

Pasó un rato simplemente sentado en la bien usada sala de estar en compañía de cuatro perros y tres gatos, consciente de una paz que ya no recordaba. Brideswell era una casa extraordinaria, y no sabía si eso era efecto simplemente de la familia o de algo más metafísico. Uno de los setters se despertó y fue a echarse a sus pies; entonces gato anaranjado saltó a su regazo, se dio una vuelta y se echó para que lo acariciara.

Mientras lo hacía recordó que antes, antes de Waterloo, no le interesaban mucho la paz ni la quietud. Pero después todo eso se había convertido en su joya preciosa, pero imposible de conseguir sin el opio.

Hasta hacía poco. Hasta Mara. Hasta esa casa.

¿Y si no hubiera ido a Londres y Mara se hubiera encontrado allí sin él? Se hubiera puesto en un serio peligro después de esa salida con Berkstead. E incluso sin eso, habría conocido a muchos hombres. Podría haber elegido a otro. Sólo pensarlo le marchitaba el alma.

Pero ¿y si otro hombre fuera mejor para ella?

Puso fin a esos angustiosos pensamientos y acarició al calmante gato, aplicando las técnicas de respiración y relajación que había aprendido tan laboriosamente. El reloj dio las cinco. Faltaba por lo menos una hora para tomar su siguiente dosis. La maldita libertad de elección le hacía todo más difícil.

Rutina, eso era lo importante. Días rutinarios, estaciones rutinarias.

¿Para qué tendría que buscar diversidad una persona que lleva una vida tranquila y útil? ¿Acaso no sólo los insatisfechos buscan lo novedoso? ¿O sería consecuencia del terror? ¿Sólo se podía vivir la vida mediante entusiasmo y desafío?

Volvió a inspirar y espirar lentamente, para encontrar su centro de serenidad, y acarició al gato.

Amy Saint Bride veía al hombre que él era antes. Todos deseaban ver a la persona que era antes; al Dare Debenham que ya no existía, que sólo revivía tras una máscara. ¿Por qué no comprendían que no se puede salir intacto de la tortura?

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Inspira, espira, acaricia.

Incluso Mara deseaba al antiguo Dare. Resplandecía de dicha cuando él la divertía o se inventaba alguna tontería. ¿Podría ser el hombre con el que ella creía que se iba a casar? ¿O sería el monstruo de sus peores pesadillas?

Buen Dios. Se levantó bruscamente, fue a poner al gato junto a sus compañeros cerca del hogar y se dirigió a la puerta. El setter se levantó y lo miró expectante.

—¿Quieres salir a dar un paseo? —le preguntó.

Como si los hubiera llamado, los otros tres perros se levantaron y corrieron a ponerse a su lado, pasando en un instante de estar adormilados a mostrarse animados. Moviendo la cabeza echó a andar hacia la parte de atrás de la casa.

Había estado tantas veces en Brideswell en su juventud que no le costó nada encontrar el camino por los complicados corredores, hasta que se perdió. Los perros esperaron pacientemente, moviendo las colas. El problema, comprendió, era que habían construido otro anexo a la casa, tal vez para Rupert, el hermano de Simon, que ya estaba casado y vivía allí, y que, además, era el administrador de la propiedad de su padre.

Encontró una puerta hacia el exterior y comenzó el recorrido alrededor de la casa, observando los cambios. Los perros lo acompañaban, alejándose de tanto en tanto a explorar nuevos olores y haciendo alzar el vuelo a algún ofendido pájaro. Sintió entrar más paz en él. ¿Desde cuándo lo conseguía con algo tan sencillo como eso?

Se detuvo en un sendero entre parterres de flores a contemplar la enorme y laberíntica casa. Su belleza, si se podía considerar belleza, era la de una pradera de flores silvestres. Algunos de los cambios hechos a lo largo de los siglos le daban el aspecto de esos parches de distintos colores que se cosían en un vestido viejo. Era una casa mes-tiza, y su magia, si existía, no provenía de una buena apariencia.

No era sorprendente que a la familia la hubiera horrorizado la idea de trasladarse a la perfección diseñada de Marlowe, aunque sólo fuera una parte del año. No era de extrañar que Simon los hubiera liberado de esa carga. La magia de los Saint Bride se habría marchitado ahí, como las plantas en arena seca.

Simon había demostrado que podía vivir y prosperar en cualquier parte, sin duda otro legado del Negro Ademar, mercenario que no echó raíces en ninguna parte hasta que se instaló en Inglaterra, amaba Brideswell y la deseaba viva y acogedora, pero nunca había tenido la intención de vivir ahí hasta que muriera su padre, dentro de unos treinta o cuarenta años, era de esperar.

Pero Mara era diferente, a pesar del pelo. No se sentiría a gusto lejos de ahí. Había una casa en venta en las cercanías, pero ¿cómo podía comprometerse él hasta ese extremo mientras luchaba por librarse de la bestia, que en ese momento ronroneaba en el frasquito que llevaba en el bolsillo, susurrándole que no había ninguna necesidad de esperar para tomarla?; la paz sería suya en un instante.

La mano se le iba deslizando sola dentro del bolsillo cuando el setter corrió hasta él moviendo la cola, con una ramita en el hocico. Rescate.

—Gracias —le dijo, cogiendo la rama y arrojándola lo más lejos posible.

Los cuatro perros corrieron detrás de ella y él los siguió; a medio camino se encontró con el vencedor, cogió la rama y volvió a arrojarla lejos.

Así, con ayuda y progreso, pensó.

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Al llegar al lado este de la casa se detuvo a contemplar los campos salpicados de ovejas blancas que se extendían hasta el mar invisible. Qué bien se lo habían pasado, Simon, él y la pandilla de primos y vecinos navegando en el mar en barcas. Por aquel entonces, le gustaba su casa y quería a sus padres, pero en Long Chart la vida nunca tenía esa especie de libre alegría que en Brideswell se daba por descontada.

Reanudó la marcha, avanzando a medida que arrojaba la rama y los perros corrían a buscarla, bordeando la huerta protegida por muros bajos. Pasó un jardinero llevando una carretilla con estiércol, y lo saludó con un alegre «Buenas tardes, señor».

De pronto los perros se desentendieron de la rama y echaron a correr por el sendero. En la esquina de la casa se encontraron con una niña regordeta que venía corriendo acompañada por un spaniel al que le aleteaban las orejas con la carrera. «No me estorbéis el paso», le gritó a los perros, haciendo volar los pies embutidos en unas botas y agitando la sucia falda cuya orilla le dejaba al descubierto varios dedos por encima de los tobillos.

Entonces la niña lo vio y se detuvo con un patinazo.

—¿Quién es usted?

Eso era un reto, y en su expresión no había ni el más mínimo asomo de miedo. ¿Por qué iba a tenerlo? Eso era Brideswell, y a él no le cabía duda de que los perros lo despedazarían si le hacía algún daño.

—Dare Debenham. Soy amigo de Simon.

A pesar del sencillo vestido, que mostraba las pruebas de un día pasado placenteramente, esa debía ser una de las hermanas menores de Simon. Su pelo corto mostraba el típico color castaño de la familia, y se parecía mucho a su madre.

—Estuvo en la boda —dijo ella, ya en actitud amistosa—. No se encontraba bien. Yo soy Lucy. Lady Lucianne Saint Bride —enmendó, sonriendo de oreja a oreja por esa ridiculez.

Riendo, Dare le cogió la sucia mano y se la besó.

—Lord Darius Debenham, para servirla, milady.

Ella se rió encantada.

Entonces él se quedó sin aliento al recordar su primer encuentro con Mara. Él tenía catorce años, por lo tanto Mara debía tener más o menos la edad de Lucy, tan libre de espíritu como ella. Su pelo, una mata de rizos, cortos por lo práctico, y la falda corta también. Por entonces, no era lady Mara, y no había ninguna expectativa de que lo fuera, pero a él lo llamaba «milord», simplemente para fastidiarlo.

—¿Está bien?

La voz de la niña lo sacó de sus pensamientos. —Totalmente. Estoy aquí con tu hermana Mara porque nos vamos a casar.

—¡Fantástico! Seré dama de honor otra vez. Pero tengo que irme. Me he retrasado.

Diciendo eso se alejó corriendo, rápida y ágil con esa cómoda ropa, y todos los perros se fueron con ella, olvidándose de él.

La niña venía del establo, así que tomó ese camino y, tal como esperaba, al llegar ahí vio un poni que un mozo estaba almohazando. Le pasó por la cabeza la idea de que era imprudente permitir que una niña de... ¿cuántos, siete años? cabalgara por la zona sólo con un spaniel por guardián, pero recordó que Mara hacía lo mismo a esa edad. Le parecía que su hermana Thea no había salido nunca de casa, y mucho menos de la propiedad, sin una persona adulta.

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Pero eso era Brideswell.

El joven mozo lo miró e hizo una inclinación de cabeza, en actitud algo vigilante, dándole a entender claramente que era un desconocido. Brideswell no se conservaba como un lugar idílico gracias a falta de vigilancia.

Presentó sus credenciales.

—Soy lord Darius Debenham. Me voy a casar con lady Mara.

Desapareció la preocupación del mozo.

—Mis muy buenos deseos, señor —dijo y volvió la atención al poni.

Dare dio una vuelta por el establo, deteniéndose ante algunos corrales a saludar a los caballos y luego salió con la intención de volver a la casa. Estaba cerca la hora de la cena, si en Brideswell seguía rigiendo el horario del campo, lo que no dudaba. Dadas las horas transcurridas desde su dosis de mediodía, la idea de una comida con la bulliciosa familia Saint Bride le hizo brotar un poco de sudor, pero podría tomarla antes de tener que enfrentarse a ella.

Cayó en la cuenta de que otra vez estaba pasando los dedos por el frasquito, así que sacó la mano del bolsillo. Maldito Ruyuan. Salter podría guardar las dosis y todo sería más fácil.

Para retrasar el momento de encontrarse con alguien tomó el camino largo, siguiendo el sendero bordeado por flores silvestres que pasaba por un lado de los potreros y luego por el huerto, donde las frutas comenzaban a crecer. Tocó el tronco retorcido de un viejo manzano, cayendo en la cuenta de que nunca había probado una manzana recién cogida de ese huerto. En las temporadas de cosecha él estaba en el colegio, y la Navidad siempre la pasaba en Long Chart.

Al pasar junto a la huerta vio brotes de verduras de hoja y vigorosas legumbres sostenidas por armazones. Todo estaba en orden, pero nada parecía reglamentado. Como los niños de Brideswell, las plantas crecían mejor libres, pero las malas hierbas y las plagas se eliminaban sin piedad. Elevó una oración rogando que él no resultara ser una plaga.

—¿Dare?

Levantó la vista y vio a Mara acercándose por el sendero, con un sencillo chal alrededor de los hombros. Sonrió ante lo natural que se veía ahí, tan diferente de su elegancia de Londres.

—¿Te sientes bien? —le preguntó ella, mirándolo preocupada.

—Por supuesto —mintió él, aunque sí se sentía mejor por verla—, he conocido a Lucy.

—La diablilla. Le han soltado un rapapolvo por llegar tarde. ¿Te apetecería ir a ver Derebourne Manor después de cenar?

Después del opio y la comida todo estaría bien en el mundo durante un rato.

—¿Por qué no? —dijo y la cogió en brazos.

Su intención había sido besarla, y de modo recatado, pero la estrechó con fuerza y ella le correspondió con igual pasión. Y eso fue suficiente, por el momento.

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Después de la bulliciosa comida familiar, con catorce comensales, Dare dejó que Mara condujera el calesín hasta Derebourne Manor, una agradable casa solariega con tejado a dos aguas construida durante el reinado de la reina Ana. El ama de llaves les hizo el recorrido y encontraron adecuadas las habitaciones y todo en buen estado de mantenimiento. No había nada malo en ella, pero no tenía magia.

—Cobrará vida cuando viva una familia aquí —dijo Mara, mientras caminaban hacia el calesín.

Él detectó las mismas dudas en ella.

—Podemos buscar algo mejor —dijo.

Vio su alivio, aun cuando le advirtió:

—No hay muchas casas disponibles en las cercanías.

—Podemos construir si es necesario.

—Eso llevará tiempo.

—Y la paciencia no es tu virtud —dijo él sonriendo.

Ella lo miró con los ojos risueños.

—Sí que me conoces bien.

Había amor en sus ojos también, así que tuvieron que besarse, ahí mismo, delante de la casa y junto al calesín, donde cualquiera podía verlos.

—Una de las muchas ventajas de estar comprometidos —dijo él, apartándose de mala gana—. Hemos atentado contra el decoro, pero no hemos montado un escándalo. —Subieron al coche y él cogió las riendas, diciendo —: Tal vez podríamos alquilar Derebourne mientras se construye la casa. ¿Hay terreno disponible?

—Seguro que tiene que haberlo. No necesitamos una propiedad, ¿verdad?

—No, ninguna.

Mientras el coche traqueteaba por el serpentino camino disfrutaron hablando de su casa ideal, rodeados por la tenue luz del crepúsculo, acompañados por el tintineo del cencerro de una vaca a la que llevaban a ordeñar y los primeros trinos de un ruiseñor.

Dare se sintió sumergido en una profunda tranquilidad, que no recordaba haber experimentado nunca antes en toda su vida.

—¿Vamos al pueblo?

La pregunta de Mara lo devolvió a la vida real.

—Condenación. Otra vez me he equivocado al virar.

—Siempre lo hacías —dijo ella riendo —. Simon bromeaba diciendo que tu instinto de volver al hogar te llevaba directo a la cerveza de la Drunken Monk.

—Excelente cerveza, recuerdo. Lástima que ya sea demasiado tarde para hacer un alto ahí.

—Podríamos —dijo ella, en el momento en que entraron en el pueblo y quedó a la vista la taberna, en plena actividad.

—Ofenderías a la gente del pueblo.

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El camino seguía la pared del camposanto, y oyeron un canto diferente a los trinos: servicio vespertino.

—Pronto nos casaremos ahí —dijo Mara en voz baja, y añadió—: Me gustaría que pudiera ser ahora.

Dare detuvo el calesín.

—A mí también.

—Por desgracia ni siquiera el tío Scipio aceptaría casarnos sin licencia.

Dare le cogió la mano y le besó los dedos.

—Podríamos asistir al final del servicio. Agradecer el día.

Y pedir a Dios clemencia para la noche.

Dejó atado al caballo y tomaron el camino por entre lápidas y flores de primavera. Cuando abrieron las macizas puertas, aumentó el volumen del himno; al empujar la siguiente puerta, los sonidos de voces bastas pero entusiastas llenaron la nave.

Saint Bride's no era una iglesia grandiosa, como Brideswell tampoco era una casa grandiosa, pero poseía la misma acogedora rectitud. La iglesia era más antigua que la casa, pues formaba parte del monasterio de Saint Bride, fundado mucho antes de la Conquista; se decía que los cimientos de la iglesia se remontaban hasta entonces.

Se sentaron en un banco de atrás y participaron en el servicio hasta que terminó. Cuando salieron los fieles todos les dieron las buenas noches, muchos llamando a Dare por su nombre, pues lo recordaban del pasado y del día de la boda.

Después se levantaron y fueron a saludar al párroco, que era el tío de Mara, un hombre cordial y corpulento.

—Tendremos boda aquí pronto, colijo. Excelente, excelente. Todos deberían casarse en la iglesia de su terruño. No estoy de acuerdo con esas bodas en Londres.

—Algunas personas viven en Londres —señaló Dare, divertido.

El reverendo agrandó los ojos.

—¿Sí? Ay, Dios, supongo que sí. Y vais a llevar ahí al pobre Sim, me han dicho. Es su deber, supongo. ¿Queríais hablarme acerca del servicio?

—Ahora no, tío —dijo Mara—. Sólo hemos entrado para visitar la iglesia.

—Excelente, excelente. Contactad con el Señor. Entonces, debéis disculparme. Me espera la cena.

Diciendo eso se alejó hacia la sacristía y Dare avanzó por el pasillo en dirección al altar y la cruz de piedra más allá, pasando por encima de las losas y placas metálicas que conmemoraban las muertes de ilustres Saint Bride.

Contactad con el Señor. Ahí eso parecía posible en un grado extraordinario. Algo le sonaba en la cabeza, algo le recordaba el tai-chi y la paz arduamente conseguida con la disciplina y la meditación. Ahí esa paz simplemente flotaba en el aire, como música, como una bendición, asequible con una respiración.

—¿Por qué se construyó aquí el monasterio? —preguntó, en el silencioso espacio sagrado.

—Era un buen lugar —contestó Mara—. Hay un río cerca. Los monjes, además de orar, necesitaban mantenerse. Dare volvió a inspirar el aire.

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—Yo creo que por algo más que eso. ¿Por qué la gente ha viajado a lugares santos durante siglos? A Santiago de Compostela y a Canterbury, a Stonehenge incluso, y a la Gruta de Egeria. Hay lugares que parecen especiales.

Ella le cogió la mano.

—Nos bendecirá para la boda.

Él le besó esa mano, pero lo asaltó una premonición inquietante. Intentó percibir cuál era el peligro. Era tan etéreo como la niebla e igual de desagradable. Le cogió la otra mano y entrelazó sus dedos con los suyos.

—¿Sabes que la pareja se casa mutuamente? El pastor sólo bendice la unión.

—No creo que la ley lo considere de esa manera.

—Antes sí. Por eso tiene validez un matrimonio en Gretna. ¿Harías las promesas del matrimonio conmigo aquí, en este momento, Mara? No debería hacer esto, pero no podría soportar perderte.

—No me perderás —dijo ella sonriendo, una sonrisa tan dulce como la luz del crepúsculo—. La idea es preciosa, pero no recuerdo las palabras exactas.

—¿Importa eso? —Le levantó las dos manos y le besó cada una— Prometo que si estás dispuesta a confiar en mí, Mara Saint Bride, seré digno de esa confianza. Seré un compañero amante toda la vida. Te querré, protegeré y respetaré y pondré tu bienestar en primer lugar en todo lo que haga. —Volvió a besarle las manos—. Hasta la muerte y más allá.

—No puedo igualar eso —dijo ella, con lágrimas brillándole en los ojos.

—Claro que puedes. ¿Qué prometes?

Ella desvió la mirada hacia los arcos en sombra, y volvió a mirarlo a él, juntando sus manos unidas, cubriendo las de él con las suyas.

—Prometo amarte. Siempre te amaré, Dare Debenham, y te seré fiel en todo. Siempre procuraré que haya dicha, para nosotros, para todos los que nos rodean, y para nuestra futura familia. Seré tu verdadera compañera en esta vida y más allá de la vida. Esto prometo.

Entonces se acercaron para besarse, un beso tierno y profundo a la luz rosácea del sol poniente, y luego simplemente reposaron abrazados. La paz de la mente y del corazón era tan profunda que Dare no tuvo la fuerza para apartarse. Incluso la bestia se había acobardado en la iglesia; sus gruñidos se habían acallado desde su llegada a Brideswell.

—Nos van a encontrar convertidos en piedra —musitó.

Mara se rió y se apartó lentamente, le cogió la mano y lo llevó fuera de la iglesia, al bello anochecer coronado por el cielo color perlado y puros cantos de pájaros.

Mientras conducía el calesín hacia el establo de Brideswell, Dare le preguntó:

—¿En Brideswell hay habitaciones donde podamos vivir hasta que encontremos la casa conveniente?

—Qué excelente idea. Los aposentos del abuelo Baddersley continúan desocupados. Dormitorio, vestidor y sala de estar.

—¿Por qué no los usa Rupert?

—Vivieron ahí un tiempo, pero no hay sala cuna ni aposentos para los niños cerca. Por eso mi padre construyó el anexo. Pero a nosotros nos servirían durante un tiempo.

Un rubor en las mejillas indicó que había pensado en los hijos de ellos.

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—Están Delphie y Pierre también.

—Querrán estar en la planta de los niños con Lucy y Jenny.

—Sí, creo que sí. Pero tendrá que haber una casa de muñecas de algún tipo.

—Y un barco de juguete —dijo ella, y luego sonrió —: Tal vez no, porque aquí Pierre puede tener uno de verdad.

Mara acarició en sus pensamientos la boda en privado durante la velada familiar, que afortunadamente fue corta debido al viaje del día siguiente. Quería muchísimo a su familia, pero en esos momentos le impedían entregarse a esos sueños dichosos.

A las diez en punto ya estaba en su antigua cama, acurrucada bajo el conocido edredón, asombrada por los cambios ocurridos en su mundo desde la última vez que durmió en ella y saboreando todas las maravillas por venir.

No lograba conciliar el sueño y comenzó a preocuparse por Dare.

Él le había dicho que tomaría una dosis extra para pasar apaciblemente la noche, pero ella sabía lo difícil que sería eso para él. ¿La tomaría? ¿O intentaría aguantar sin perturbar a la familia?

Tenía a Salter con él. Aunque en realidad, no. Dare estaba en la antigua habitación de Simon, y Salter ocupaba una en el sector de los cuartos de los criados.

Cuando el reloj de abajo dio las once, se sentó en la cama suspirando. Sabía lo que tenía que hacer.

Se bajó de la cama y alargó la mano para coger su bata de seda, la que le regalara su cuñada Mary, pero entonces cambió de opinión y fue a hurgar en los cajones hasta que encontró su vieja bata de lana; ya tenía sus buenos cuatro años y el vivo color azul se había desteñido hasta quedar gris, pero era más cómoda.

Fue hasta la puerta, recordando que siempre había creído que nadie podía rondar por Brideswell sin ser detectado. Iba a descubrir si esa creencia era cierta.

Abrió la puerta y se quedó un momento escuchando todos los sonidos conocidos: los tictacs de cuatro relojes que sonaban a destiempo y los ronquidos intermitentes de su padre. Por lo menos él estaba dormido. Jenny y Lucy dormían en los aposentos de los niños junto al aula en la planta de arriba. Rupert y Mary estaban en sus propios aposentos en el anexo de la casa.

Por eso, en esa parte de la casa sólo quedaban sus tíos abuelos Baddersley y su abuela Saint Bride. ¿Alguno de ellos sufriría de insomnio? No tenía ni idea. Y luego estaban los perros y los gatos. Si la oían podrían llegar a averiguar cuál era la diversión nocturna.

Por el momento no se oían señales de vida. El corredor sólo estaba iluminado por la luz de la luna, pero ella sabía caminar por la casa con los ojos vendados; lo había hecho muchísimas veces, para hacer travesuras y para jugar.

Descalza pasó sigilosa junto a la puerta de la habitación que fuera de Ella, rodeó la escalera, dejó atrás la habitación de sus padres y llegó a la parte donde estaban las habitaciones de los niños. Pasando suavemente la mano por la pared encontró una puerta, que era la de la antigua habitación de Rupert, y luego la siguiente, la de Simon.

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Con el corazón retumbante aguzó el oído y oyó sonidos de movimiento. Tal vez una silla echada hacia atrás al levantarse la persona. Dare no estaba durmiendo, entonces. ¿O estaría ahí Salter vigilándolo?

Ah, pues, muy bien. Giró el pomo y abrió la puerta, rogando que no chirriaran los goznes. No chirriaron, y a la luz del fuego del hogar vio a Dare de pie junto a la ventana mirando hacia el mar. Entró y cerró la puerta.

La puerta hizo un suave clic al cerrarse y él se giró, pero no con brusquedad. Como si supusiera que era ella. ¿Como si hubiera estado esperándola?

—Siempre encontré injusto que los niños tuvieran las habitaciones con vistas al mar —dijo, intentando hablar en voz baja, aunque no tan resollante.

Él llevaba una bata reversible de seda oscura y tenía un vaso con un líquido oscuro en la mano.

—¿Eso es...?

Él miró el vaso.

—¿Láudano? No. —Lo dejó en la mesilla—. No deberías estar aquí.

Ella avanzó hacia él.

—¿Por qué no? Hemos hecho nuestras promesas.

—Mara...

Pero no se resistió cuando ella se arrojó en sus brazos ni cuando le bajó la cabeza para besarlo. Había supuesto que tendría que combatir una resistencia honorable, pero fue como si hubiera abierto una puerta para liberar un torrente.

Dare le devoraba la boca con una avidez tan feroz que le flaquearon las piernas, así que se aferró a él, devorándolo también, y se le alborotaron los sentidos haciendo trizas toda moderación civilizada. Como un torrente sintió pasar por toda ella la pasión, el ardor y el olor de su cuerpo, produciéndole un deseo tan intenso que habría abierto con las uñas las paredes para llegar a él.

Le estaba tironeando la ropa cuando Dare la levantó en brazos, la llevó hasta la cama, la tendió ahí y se echó encima de ella, su peso dulce, potente, y volvió a besarla. Le cogió el muslo, la cadera, y ella se apretó a él, deseando más, tratando desesperada de llegar a su piel por debajo de la gruesa seda, ansiando sentir su piel en todo, todo su cuerpo.

Jadeante, lo empujó hacia un lado, con el fin de desvestirse para él con más facilidad. Cuando se quedó desnuda le cogió la bata.

Él se escapó riendo, aunque fue para quitársela él, y luego bajó las mantas. Entonces cogió su camisa de una silla, la extendió sobre la sábana, volvió a cogerla en brazos y la depositó encima, esta vez con más suavidad, pero con los ojos ardiendo de pasión.

Temiendo esa pausa, ella levantó la mano.

—Ven.

Él le cogió la mano, se la besó y luego se tendió a su lado. Ella protestó, moviéndose para apretarse a él.

—Poco a poco, poco a poco, cariño —dijo él—, por difícil que sea. Este no es un vino para zampárselo.

Entonces comenzó a besarle y lamerle todo el cuerpo.

Tendida en la cama, con el corazón retumbante, ella lo acariciaba en la parte que fuera que se le acercaba a las manos, tratando de emular su autodominio a pesar de una pasión que le parecía

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que la haría explotar. Notó algo parecido al placer que él le diera aquella vez, pero este era un río torrentoso comparado con un riachuelo. Su cuerpo se negaba a quedarse quieto; reaccionaba a todas las caricias con estremecimientos, movimientos o arqueándose de deseo.

Y cuando él instaló la boca sobre un pezón y comenzó a lamérselo y chupárselo, se le escapó un grito.

—Chss —susurró él, y ella oyó su amada risa en el susurro.

Así que se quedó callada, incluso cuando él le produjo la misma magia en el otro pecho y cuando deslizó la mano por los pliegues de su entrepierna, encontrando los lugares de placer, con caricias que eran casi torturas.

Se movió, apretándose a él, ávida, y le cogió el pelo, enrollándolo en los dedos, para obligarlo a mirarla.

—Esta vez te deseo dentro de mí. Prométemelo, Dare. Debo ser tuya totalmente.

—Ah, sí.

Esa respuesta le tranquilizó la mente pero no le calmó la urgencia a su cuerpo.

Separó más los muslos e intentó ponerse debajo de él.

—Ahora.

Él se posicionó, jadeante, separándole más los muslos, y apretándose más a ella. Entonces el duro miembro comenzó a llenarle la ansiosa cavidad, y ella resolló porque de repente era como si le faltara el aire. Entonces le dolió y no pudo evitar retener el aliento.

Él le cubrió la boca con la suya, besándola, y embistió, atrapando en la boca el corto grito que le salió. Entonces se quedó quieto y con un abrasador beso le borró el recuerdo del dolor, dándole placer con caricias en un pecho, hasta que ella se arqueó pidiendo más deseosa, deseándolo todo.

Él correspondió embistiendo, penetrándola y saliendo.

—Sí —resolló ella.

Eso era lo que deseaba, lo que había deseado en sus zonas secretas durante tanto tiempo. Con Dare. Con Dare. Siempre con Dare.

Ya estaba embistiendo, respondiendo a las embestidas de él con la misma fuerza, tratando de contener los gritos de placer y del esfuerzo, vagamente rogando que no se oyeran sus movimientos, mientras el corazón le retumbaba en el pecho, hasta que de pronto comenzó a girarle la mente, volando en un resplandor sin color.

Teniéndolo todavía dentro de ella, lo abrazó y lo besó, con el corazón desbocado, sintiendo pasar fuego vibrante por sus venas. Entonces sus bocas duras se volvieron blandas y comenzaron a deslizarse por la piel sudorosa, lamiendo, chupando, amando, y el mundo se fue calmando alrededor.

Un mundo diferente.

Un mundo mejor, más perfecto.

—Por siempre jamás, amén —musitó con la boca en el pecho de él. Pasado un rato dijo —: Por fin me has mostrado una erupción volcánica.

Él se rió, casi en un gesto de impotencia y rodó hacia un lado hasta quedar de espaldas.

Ella se enroscó a él pasando una pierna por encima de su fuerte muslo, y le deslizó la mano por el duro abdomen.

—Ha sido perfecto.

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Él le acarició el pelo.

—Cuando llegue la luz del día y la cordura, podríamos lamentarlo.

—No lo lamentaremos. ¿Qué importa? Nos vamos a casar dentro de unas semanas.

El silencio le recordó que la intención de él era esperar hasta haber ganado su batalla, pero entonces él le besó el pelo.

—Eres preciosa para mí, mi amadísima dama, y no traicionaré esta confianza.

Disfrutaron un rato hablando sobre su futuro, después volvieron a hacer el amor, lenta, tiernamente, aunque con no menos pasión volcánica, y luego Mara tuvo que volver a su cama para dormir unas pocas horas.

Cuando se quedó solo, Dare se tendió boca abajo en el lugar que había ocupado ella, para absorber su calor, tanto de su espíritu como de su cuerpo. Esa relación sexual no debería haber ocurrido, pero no podía lamentarla.

¿Cómo podría lamentar el cielo? Cogió su camisa, ya marcada por un hilillo de sangre. Su intención había sido quemarla, pero no podría. La dobló bien y la guardó con sumo cuidado.

Después cogió su vaso, se estremeció, y bebió.

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CCCAAAPPPÍÍÍTTTUUULLLOOO 222777

Cuando llegaron a Londres ya había caído la noche. Todos estaban agotados, pero hicieron el viaje en un día. Mara se sentía tan aliviada como sus padres por llegar, porque no se había esperado que estaría separada de Dare casi todo el día. Simplemente se dio por descontado que él viajaría con su padre en un coche y ella con su madre en el otro. Y como Mara no encontró ningún argumento racional para discutir, sólo se encontraron para las comidas.

Y en esas comidas sus padres insistieron en tomarse media hora para digerir los alimentos antes de «volver a dar saltos en esa matraca», como lo expresó su malhumorado padre. Pero Dare necesitó la mayor parte de ese tiempo para tomar su dosis, y aunque ella deseaba que él le permitiera acompañarlo mientras la tomaba, comprendió que no le gustara.

Trece horas separados le habían dolido tanto como si se hubiera desgarrado la piel, sobre todo después de la maravilla de esa noche, y sólo cuando los coches de posta entraron en el patio amurallado de la casa Marlowe, cayó en la cuenta de que el tormento no había acabado.

Simon y Jancy salieron a recibirlos. Ya se habían trasladado ahí y, por lo tanto, ella también. En todo caso, estando ahí sus padres ella tendría que vivir con ellos. ¿Cómo había podido estar tan ciega para no ver eso?

Bajó del coche a punto de echarse a llorar. Dare ya había bajado del otro coche con su padre y estaba hablando con Simon, pero dentro de un momento ese coche se lo llevaría a la casa Yeovil.

Al mirarlo le pareció que él se sentía desdichado también, pero debía de ser por otra cosa; daba la impresión de haber recibido la noticia de una muerte. Corrió hacia ellos.

—¿Qué pasa?

Contestó Simon:

—Ha aparecido una mujer que asegura que es la madre de Delphie.

—No.

—Por desgracia, sí. Sólo hace unas horas que se presentó en la casa.

—Debo ir —dijo Dare, y se dirigió rápidamente al coche que lo esperaba.

Mara lo siguió, sin siquiera acordarse de su familia. Subió a toda prisa antes que levantaran los peldaños, y el coche se puso en marcha.

—No será cierto —dijo, cogiéndole la mano —. Probablemente es una persona que intenta obtener una recompensa.

Él miraba hacia delante como si pudiera obligar al coche a acelerar por las calles de Londres.

—¿Qué recompensa?

—Le pagarías para que se marchara, ¿verdad?

Él giró la cabeza para mirarla.

—¿Cómo podría hacer eso si ella es de verdad la madre de Delphie? Siempre he sabido que Thérèse era muy capaz de haber robado a los niños sin importarle el sufrimiento que pudiera causar a otras personas.

Mara se decidió por el silencio y la oración. Cuando llegaron deseó entrar corriendo en la casa, pero Dare estaba sereno por fuera así que lo imitó.

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¿A qué hora se tomaría su última dosis? Necesitaría el opio para enfrentar esa situación. Tal vez cuando pararon para cenar, hacía dos horas. No era tan mal momento del día para los desastres, si eso tenía algún sentido.

Un lacayo que se veía preocupado a pesar de su preparación, les indicó que fueran a la biblioteca. Allí encontraron al duque y la duquesa y a una joven toda de negro, la ropa algo ajada, sentada en un sofá en actitud aterrada y belicosa al mismo tiempo.

¿La madre de Delphie? No había ningún parecido obvio, pero una cofia blanca debajo de la papalina negra de paja le ocultaba el pelo. No podía ser la madre de Delphie. Perder a esa niña destrozaría a Dare.

Los padres de Dare se levantaron para ponerse junto a él, mientras el padre decía:

—Te presento a madame Clermont. Asegura que es la madre de Delphie.

—¡Annette! —protestó la mujer—. Elle s'appelle Annette!

—Se ha llamado Delphie durante años, señora —le dijo la duquesa de Yeovil en tono tranquilizador, en francés —. Ese es su nombre, para ella.

—Pero es mi hija, señora. Mía. Mi Annette. Me la robaron después de la batalla, cuando había tantos soldados, tantos muertos y moribundos. —Comenzó a mecerse, gimiendo—. Supe de ella y sé que es ella. ¿Una niña bonita con rizos oscuros?

Mara se sintió destrozada por ese detalle, pero enseguida comprendió que la mujer simplemente podría estar repitiendo la descripción que se puso en el anuncio.

¿Delphie reconocería a su madre? Era muy pequeña cuando la secuestraron, pero seguro que una niña que había sido muy querida lo haría.

—¿Ha visto a la niña la señora? —preguntó en inglés.

—Todavía no —contestó el duque.

Mara miró a Dare, consciente de que la pobre mujer seguía con ojos frenéticos la conversación que no entendía.

—Tienes que traer a Delphie aquí o llevar arriba a madame Clermont.

—Viste de negro —dijo él —. Delphie se va a aterrar.

—Ve —dijo ella, tocándole el brazo —. Veremos qué podemos hacer.

Dare salió y ella miró atentamente a la mujer. Tendría poco más de veinte años, seguro, pero la cara chupada y envejecida por la aflicción. Eso era comprensible, si llevaba dos años buscando a una hija desaparecida, pero asustaría a cualquier criatura. Fue a sentarse a su lado.

—Madame Clermont —le dijo en francés—, la pequeña le tiene miedo a las mujeres vestidas de negro. Eso se debe a que la mujer que la raptó se vestía así. No le conviene asustarla. Reemplacemos su capa por algo más alegre.

La mujer se apartó, temerosa.

—No, no. Quiere engañarme.

—No, de verdad...

Pero la mujer la apartó de un empujón, así que renunció.

La duquesa salió y al cabo de un momento volvió con un enorme chal en tonalidades de azul. Se lo puso alrededor de los hombros y madame Clermont no lo rechazó; toda su atención estaba enfocada en la puerta.

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La puerta se abrió, pero sólo para que entraran los padres de Mara, Simon y Jancy. Mara los puso al tanto de todo rápidamente, y luego todos guardaron silencio, esperando.

Finalmente entró Dare trayendo a Delphie, que traía a Mariette en los brazos. Pierre venía a su lado, fieramente en guardia. Ese era otro problema. ¿Cómo podrían separar a los dos niños?

Madame Clermont miró fijamente a la niña y durante un momento pareció pasmada, y Mara tuvo esperanza, pero luego se levantó de un salto y corrió a coger a Delphie, exclamando:

—¡Annette, Annette! Sabía que no habías muerto. ¡Lo sabía! Chillando, Delphie se aferró a Dare, y los tres acabaron en un enredo, mientras la mujer agitaba los brazos hacia él:

—¡Démela! ¡Démela! Deme a mi hija.

Dare puso a Delphie en los brazos de madame Clermont y se hizo el silencio. Nadie habló. Delphie miró a Dare con una expresión que indicaba tan claramente que se sentía traicionada que Mara se tapó la boca con una mano. Enormes lágrimas brotaron de los ojos de la niña y comenzaron a rodarle por las mejillas, pero no emitió ningún sonido.

Madame Clermont empezó a gemir, meciendo a la niña.

—Annette, Annette, Annette...

—Se llama Delphie —dijo Pierre, dando un paso, con el labio inferior sobresaliendo.

La mujer retrocedió.

—¿Quién eres tú?

—Soy el hermano de Delphie.

—No eres su hermano. No eres hijo mío.

—Soy su hermano y debo protegerla.

—No. ¡Vete! ¡Quieres robármela otra vez! Diciendo eso apretó con más fuerza a Delphie. A esta se le escapó un chillido, pero nada más. Mara comprendió que esa era una niña a la que el sufrimiento le había enseñado a estar muy, muy callada.

Todos parecían estar paralizados, sin saber qué hacer. Entonces avanzó Amy Saint Bride acercándose a la mujer.

—Debe sentarse, señora —le dijo en inglés, porque aunque había aprendido algo de francés, de eso hacía mucho tiempo. Cogiéndole muy suavemente un brazo la llevó hasta el sofá —. Todo irá bien, pero no tiene ningún sentido afligir a los niños. Todos vamos a tomar una rica taza de té y a decidir lo mejor.

El torrente de palabras y la natural amabilidad de Amy consiguieron que la belga se sentara en el sofá, con Delphie en los brazos, apretándola fuertemente, mientras la niña seguía llorando en silencio. Pierre avanzó muy serio y se colocó al lado de ellas de pie, y le cogió la mano a su hermana. Ella se la apretó y dejaron de brotarle las lágrimas.

La duquesa salió a ordenar que les trajeran el té.

A Mara podían parecerle graciosas las soluciones de su madre a todas las aflicciones, pero sabía que una rica taza de té no solucionaría eso. Si de verdad Delphie era la hija perdida de esa mujer, debían devolvérsela, por mucho que Dare amara a Delphie y Delphie lo amara a él.

Lo hubiera amado, rectificó. ¿Se recuperaría la niña de esa traición?

Fue a situarse al lado de Dare y le cogió la mano, tal como Pierre le había cogido la mano a Delphie. De todos modos, estaba claro que Delphie no recordaba a la mujer. ¿Una niña de cinco

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años no tendría algún recuerdo de una madre amorosa a la que perdió sólo hacía dos? ¿O hay acontecimientos tan terribles que borran la memoria?

Rompió el silencio hablando en francés:

—Está claro que la niña no la recuerda, madame Clermont, y usted no ha presentado ninguna prueba.

La mirada de la mujer fue casi salvaje, por el miedo. Metió la mano en un bolsillo y sacó un papel. El duque lo cogió y lo leyó. Después dijo:

—Es un certificado de nacimiento de Annette Marie Clermont, fechado el veinticuatro de agosto de mil ochocientos doce, en Halle.

Eso hizo añicos toda esperanza, pero al cabo de un instante, Simon dijo:

—Eso significa que tuvo una hija, pero no prueba que Delphie sea esa hija.

—¿Cuántas niñitas secuestradas podría haber de esa edad y apariencia? —preguntó Dare.

—¿Y su familia, señora? —preguntó el duque a la mujer—. No habrá venido sola a Inglaterra, supongo, sin conocer el idioma. Tiene que haber otras personas que conozcan a su hija.

Ella lo miró ceñuda. Delphie bien podría haber sido una muñeca de cera en sus brazos.

—En Halle, sí. Ahí todos conocen a mi Annette. Leo el diario, el anuncio. Viajo a Inglaterra, a Londres. No es difícil. Pregunto la dirección en la oficina que aparece en el anuncio. Un hombre me trae aquí. —Se levantó, con Delphie en los brazos —. Ahora me marcharé.

—Non —dijo Delphie, con una débil vocecita de súplica, pero dirigida a Dare.

—No —dijo él—. Mis disculpas, señora, pero no puedo permitir que se marche de esta casa con Delphie mientras no haya una prueba. Puede quedarse aquí con ella, pero no puede llevársela.

Madame Clermont dio la impresión de que iba a discutir, pero justo en ese momento entraron los criados con el té, lo que produjo un extraño intermedio, con el prosaico ritual de colocar en la mesa las teteras, las tazas y los platos con pastelillos. Cuando salieron los criados la madre de Mara se las arregló para convencer a madame Clermont de volver a sentarse en el sofá. La duquesa se instaló a servir el té, con expresión aturdida.

Mara le llevó la taza de té a la belga, pero esta la rechazó; tal vez temió que estuviera envenenada. Mara la compadeció, porque estaba sola entre enemigos, pero sentía más compasión por los niños y por Dare.

Se sentó en el sofá y le ofreció un pastel a Delphie. La niña negó con la cabeza y la miró como diciendo: «¿No vas a poner fin a esta horrible situación?»

No pudo resistirse a la silenciosa súplica:

—Señora, la niña está asustada. Podría enfermarse a causa de eso. Permítame tenerla un rato, por favor. No me moveré de aquí, pero ella estará menos asustada mientras hablamos de esto.

Esperaba que la mujer aceptara porque no era Dare, y tal vez porque era mujer, y joven. La mujer le escrutó los ojos, exhaló un suspiro y le pasó a la niña.

Delphie se aferró a ella, hundiendo la cara mojada en su cuello y temblando toda entera.

—¿Papá? —susurró.

—Está cerca —le susurró Mara en inglés, meciéndola—, pero en este momento no puede cogerte en brazos. —Deseó decirle que todo iría bien, pero no era partidaria de mentirles a los niños—. Te quiere muchísimo, pero parece que esta señora también te quiere. Es muy difícil la situación, pero haremos todo lo que sea necesario para mantenerte a salvo.

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Delphie sorbió por la nariz y susurró:

—¿Mariette?

Mara no había notado la ausencia de la muñeca. La vio en el suelo a un lado de la sucia falda negra de madame Clermont.

—Pierre, ¿podrías recoger a Mariette y pasársela a Delphie, por favor?

El niño cogió la muñeca de palo, le alisó las faldas de trapo y se la entregó a Delphie; ella la apretó contra su pecho.

—Tranquila, Delphie —le susurró en francés, en voz tan baja que Mara apenas lo oyó —. Papá está aquí.

Mara tuvo que esforzarse en contener las lágrimas. En ese momento el duque, que había estado hablando con Dare, dijo:

—Señora, debemos enviar un mensaje a Halle para que vengan testigos. ¿Con quién debemos ponernos en contacto? ¿Con su marido? ¿Con un sacerdote?

—Mi marido ya murió. Pero enviadlo a quién queráis. Cualquiera les dirá que esta es mi hija. Mi Annette.

—¿Sus padres? —preguntó el duque, con la expresión pétrea—¿También murieron?

—No.

—¿Sus nombres y dirección?

—Lameule. Tienen una granja en las afueras de Halle. Ellos se lo dirán. El sacerdote se lo dirá. Todos le dirán que esta es mi Annette.

Mara vio palidecer a Dare. La firmeza de la mujer era aterradora. Pero aun en el caso de que fuera la verdadera madre de Delphie, ¿sería correcto obligar a la desolada niña a que se fuera con ella?

—Iré a enviar los mensajes a Halle —dijo el duque—. Querida —dijo a la duquesa—, tal vez se podría preparar una habitación para la señora. Me imagino que preferirá estar cerca de la niña, en uno de los aposentos de la planta de los niños. Dare.

Dare salió con su padre. Delphie se movió nerviosa, pero al instante se quedó quieta y fláccida, como un peso muerto en la falda de Mara. A ella le habría gustado creer que la niña se quedó quieta porque se sentía segura, pero no le cabía duda de que el sufrimiento le había agotado las fuerzas. Le acarició el pelo, haciendo trabajar la cabeza en busca de una solución.

No tardaron en salir para subir a la planta de los niños, conducidos por la duquesa. Mara llevaba a Delphie en los brazos, pero madame Clermont iba casi pegada a su lado. Dare las seguía con Pierre.

Habían preparado una cama en la habitación contigua al dormitorio de los niños.

—Señora —le dijo Dare—. Siéntase cómoda aquí, por favor. Pida lo que sea que necesite y pase con Delphie todo el tiempo que quiera durante el día. No la perturbe por la noche. No puede llevársela. No podrá estar sola con ella. Perdone, pero podría ser una loca que pretende hacerle daño.

—Ya verá. Venga, mi pequeña —dijo ella a Delphie, mimosa—. Ven con tu madre.

Delphie se puso rígida y se aferró a Mara con las manos como garras.

Dare levantó una mano.

—Antes debo intentar explicárselo, explicárselo a los dos.

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Acto seguido cogió a Delphie en un brazo, hincó una rodilla en el suelo y rodeó a Pierre con el otro brazo. Mara suspiró de amor Por él. Le habría sido muy fácil llevarse a los niños a otro lugar para explicarles la situación, excluyendo a esa intrusa, pero no lo hizo. Incluso les habló en francés:

—Os quiero mucho a los dos, como sabéis, pero también sabéis que es posible que tengáis padres que os quieren tanto como yo y que os han estado buscando desde que desaparecisteis. Sabéis lo terrible que tiene que ser eso.

—Tú eres nuestro papá —afirmó Pierre, sin ceder ni un ápice.

—En muchos sentidos lo soy, pero no por la sangre. Si de verdad Delphie es hija de madame Clermont, existen leyes para proceder en estas cosas, y leyes buenas en general. Si fuerais mis hijos y alguien os hubiera raptado, no importarían los años transcurridos ni que vosotros me hubierais olvidado. Yo os encontraría y os llevaría a mi casa. ¿Comprendéis?

Los niños asintieron, pero indecisos.

—¿No importa lo que nosotros deseemos? —preguntó Pierre, desafiante.

—Puede que no. Pero ocurra lo que ocurra, no os perderé. No nos separaremos de verdad.

Mara deseó decirle que esa era una promesa que no podría cumplir.

Dare dejó a Delphie de pie en el suelo y se incorporó.

—Los dos vais a intentar ser amables con madame Clermont, pero uno de los lacayos estará cerca en todo momento, e irá a buscarme si me necesitáis. Ya es la hora de irse a la cama, creo. Dadle las buenas noches a madame Clermont.

Los niños le desearon las buenas noches, resentidos, y entonces él los llevó a su dormitorio. Cuando volvió, él y Mara siguieron a la silenciosa duquesa fuera de la habitación y bajaron la escalera detrás de ella.

Pero al llegar a la siguiente planta él dejó que su madre continuara bajando y llevó a Mara a su dormitorio. Ella lo abrazó, recordando aquella noche cuando estuvo ahí por primera vez, cuando él la rescató. Su apurada situación le pareció gravísima entonces. No había sido nada.

El suspiró y se apartó.

—Creo que dice la verdad.

—No hay ninguna prueba, sólo su palabra —rebatió ella.

—Pero su palabra es convincente, y pasó la prueba de Salomón.

—¿Cuál?

—Te pasó a la niña porque vio que estaba sufriendo.

Mara fue a sentarse en un sillón.

—No puede ser cierto.

—¿Para qué habría venido desde tan lejos, tomándose todo ese trabajo, para decir una mentira que quedaría en nada tan pronto como se investigara?

Mara no tuvo respuesta a eso.

—Se me ocurre una solución —dijo él, girándose a mirar el fuego del hogar.

—¿Cuál?

Él no contestó, así que repitió:

—¿Cuál?

Él se giró a mirarla.

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—Podría casarme con ella. —Antes que ella pudiera protestar, continuó —: Así podré cuidar de Delphie, y la niña no tendría que separarse de Pierre.

Mara no logró encontrar palabras, pero pasado un instante se levantó de un salto y explotó:

—¿Y yo?

Él cerró los ojos.

—Primero debo proteger a la niña.

—¿Y si viene otro hijo? ¿Nuestro hijo? Podría estar embarazada. Sabes que podría.

Él se cubrió la cara con las dos manos.

—No digas eso —Ella le cogió las manos y se las bajó.

—Debo. ¿Qué hago si estoy embarazada? ¿Casarme con otro y vivir de pan sin mantequilla el resto de mi vida? ¿Parir un bastardo y algún día intentar explicarle que tú preferiste a otra, a una niña que ni siquiera es tuya?

Él la miró sorprendido.

—Eres cruel.

—Hicimos nuestras promesas, Dare. ¿No las dijiste en serio?

—También les hice una promesa a los niños. Que no permitiría que nunca nada ni nadie los hiciera sufrir otra vez.

Mara tragó saliva para pasar el bulto que se le había formado en la garganta y le encerró las manos entre las de ella.

—Esa fue una promesa que no podías cumplir, mi queridísimo amor. Yo renunciaría a ti, de verdad renunciaría, si lo considerara correcto. Pero ¿qué clase de marido serás para esa mujer, todo el resto de tu vida? ¿Qué bien le hará a Delphie verte sufrir? Es una niña afectuosa, sensible, y cuando crezca lo entenderá. ¿Y cómo afectará eso a tu adicción?

Él se apartó bruscamente y fue a cogerse del marco de la ventana.

—No puedo traicionar a Delphie permitiendo que se la lleven. Sencillamente no puedo. Viste cómo me miró. Ha sufrido muchísimo. —Se giró a mirarla, con la cara pálida, ojerosa—. ¿Sabes cuánto tiempo me llevó persuadirla de que llorara haciendo ruido como una niña normal? ¿Que se riera? ¿Que se quejara, protestara, o pusiera objeciones?

Mara recordó el absoluto silencio de la niña en medio del terror y conmoción por la traición. Entonces recordó otra cosa.

—¡Nuestro baile de compromiso! —exclamó.

—Se cancela.

—No podemos.

—¿Qué importa mi reputación?

—La de Blanche importa.

Él volvió a girarse hacia la ventana y se agarró a las cortinas con tanta fuerza que ella temió que las rompiera o echara abajo. Salió corriendo a buscar a Ruyuan.

Sólo cuando Ruyuan y Salter estuvieron con Dare se sintió capaz de marcharse de la casa Yeovil.

Y se marchó deseando angustiosamente poder quedarse.

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A día siguiente, domingo, Mara asistió al servicio en la iglesia Saint George en Hanover Square con su familia, y rezó con un fervor como no recordaba haber rezado nunca en su vida. Todas sus oraciones iban dirigidas a pedir una solución al problema que parecía no tener ningún final feliz.

Después, con Simon y Jancy fueron a la casa Yeovil a ver cómo estaban las cosas. Se enteraron de que madame Clermont había insistido en llevar a Delphie a una misa católica. Se lo permitieron, pero Dare las acompañó, y Pierre también. El niño no aceptaba tener a la niña fuera de su vista.

Dare estaba muy ojeroso y pálido, pero cuando habló su voz sonó tranquila:

—La misa le despertó algunos recuerdos a Pierre, pero nada que sirva para identificar a su familia ni el lugar donde vivía.

—¿Ya Delphie? —preguntó Mara.

—No, pero eso no demuestra nada. Era pequeña.

No tan pequeña, pero el tiempo revelaría la verdad, pensó ella.

Subió al aula con Dare y se encontró con una atmósfera fría. Madame Clermont estaba intentando jugar con Delphie, ofreciéndole las muñecas bonitas; Delphie tenía aferrada a Mariette y simulaba que la mujer no existía. Pierre estaba en guardia. Incluso llevaba una espada de madera al cinto, observó Mara.

La belga estaba calladamente furiosa, pero muy mejorada en apariencia. La habían convencido de ponerse ropa más alegre, y el vestido crema con rayas amarillas le sentaba mejor. Tal vez había comido y dormido bien a saber desde cuándo, porque su piel se veía más lozana y sus ojos más vivos. Seguía llevando la ceñida cofia blanca atada con cordones bajo el mentón, pero los mechones que se le escapaban eran negros y rizados; tal vez no tan negros como los de Delphie, pero negros.

Al instante la niña miró a Dare, pero no corrió hacia él. Por su cara pasó una fugaz expresión que podría interpretarse como esperanza, pero no cabía duda de que la aterraba hacer algo incorrecto y que la castigaran: el peor castigo sería perder a Dare.

Desentendiéndose de la tensión y de las reglas que fueran, Mara la levantó dándole un fuerte abrazo.

—Hola, mi preciosa —le dijo en francés, para no molestar a madame Clermont —. Hoy es día de descanso y estás trabajando muchísimo vistiendo muñecas. —Era una tontería pero no se le ocurrió nada mejor—. Y la pobre Mariette nunca se pone un vestido nuevo.

—A Mariette le gustan los vestidos —dijo Delphie. —Esa cosa es fea y sucia —dijo madame Clermont despectiva—. Deberían arrojarla al fuego.

Tenía razón, pero ay, qué equivocada estaba.

—Los gustos de los niños son imprevisibles, señora. Si desea que Delphie sea feliz debe permitirle que tenga a Mariette. ¿Me permitirías que te regalara joyas, Mariette? —le preguntó a la muñeca.

Pasado un momento, Delphie contestó con una vocecita chillona:

—Sí, por favor.

Tranquilamente Mara pasó a Delphie a los brazos de Dare.

—Tenla mientras me quito los pendientes.

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Se quitó los pendientes de perlas, cogió la muñeca y con los ganchos los prendió a cada lado de la cabeza de trapo, con cuidado al hacer los agujeros necesarios para que Delphie no sufriera.

Después volvió a coger a Delphie, le entregó la muñeca y la llevó hasta el espejo.

—Ya está, Mariette. Son bonitos, ¿verdad?

—Muy bonitos —dijo Delphie con la voz de la muñeca—. Es usted muy amable, milady Mara.

—¿Y yo puedo regalarte algo, Mariette? —preguntó Dare, acercándose.

Mara giró a la niña y a la muñeca hacia él. Él se sacó el alfiler de oro que le sujetaba la corbata y lo prendió con sumo cuidado en la harapienta ropa de la muñeca.

Mariette le dio las gracias y después Delphie añadió:

—A Mariette le gustaría darte las gracias con un beso, papá, y a mí también.

A Mara le rompió el corazón que la niña pensara que tenía que pedir permiso, y tanto Dare como la niña necesitaban ese beso.

Miró de reojo a madame Clermont y captó una expresión extraña. La mujer tenía los labios apretados pero su miedo y su irritación estaban acompañados por la tristeza. Ella también comprendía lo imposible que podría ser un final feliz.

Todos habían decidido que el baile debía celebrarse, porque su cancelación podría interpretarse como confirmación del rumor sobre Dare y posiblemente dañar la reputación de ella. La historia de que una mujer aseguraba ser la madre de Delphie ya se había difundido, pero nadie consideraría que eso era motivo suficiente para cancelar un evento de esa importancia organizado con tanta prisa.

Finalmente tuvieron que marcharse del aula y dejar a los niños, pero Mara se quedó en la casa con la intención de ayudar, pero aunque ella tenía la capacidad de llevar luz a la vida de las personas, las sombras de ahí eran demasiado densas. Dare la eludió la mayor parte del día. ¿De veras se casaría con la mujer para salvar a Delphie?

Sí, seguro, y ella podría permitírselo. Tanto él como ella eran fuertes y sobrevivirían. Delphie tal vez no.

Por la noche volvió a la casa Marlowe a dormir, pero a la mañana siguiente después del desayuno cogió un coche para ir a la casa Yeovil. No podía dejar de ir. Alcanzó la puerta en el mismo momento en que llegaba el comandante Hawkinville.

—Berkstead está de vuelta —dijo él.

—¿Dónde se encuentra? —Busquemos a Dare.

Dare bajó inmediatamente y entraron en la biblioteca.

—Asegura que no sabe nada de la historia —informó Hawkinville—. Probablemente miente, pero no hay manera de obligarlo a reconocer eso a no ser que lo torturemos. Está tan cegado por el odio de los celos que tal vez se cree la historia. Parece que sigue convencido de que a Mara la obligan a casarse en contra de sus deseos. Incluso se ha inventado una historia con madame Clermont como otra forma de atacarte.

—¿Cómo?

—Que fue tu amante en Bruselas. Después tú la abandonaste y le robaste la hija que concebisteis juntos.

—Delphie tiene cinco años. Este hombre está para llevarlo al manicomio.

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—Es probable, pero aún no echa espuma por la boca, así que puede parecer muy creíble, y tiene amigos. Fue un buen soldado y un buen oficial. ¿Qué quieres que hagamos con él?

Dare se frotó la cabeza.

—Vamos, dejadlo en paz. Ha propagado su veneno y hemos aplicado el antídoto, que dará resultado o no según lo disponga el destino. Pero Mara —añadió —, no vayas a ninguna parte sola.

Ella asintió.

—Esto es por culpa mía.

—No tenías ningún motivo para pensar que un coqueteo se llevaría hasta este extremo.

Él no dijo nada de su verdadera estupidez, así que supuso que no serviría de nada confesarla en ese momento.

—¿Es cierto lo que asegura esta mujer? ¿Que es la madre de la niña? —preguntó Hawkinville.

—Probablemente.

—Sería bastante fácil descubrir la verdad, diría yo.

—No antes de la noche de mañana —dijo Dare—, que es cuando Mara y yo anunciaremos nuestro compromiso a la alta sociedad.

—No veo la relación.

Dare miró a Mara de reojo.

—Una manera de deshacer el nudo gordiano sería que yo me casara con la mujer. Delphie seguiría teniéndome.

—Normalmente los nudos gordianos se cortan —dijo el comandante—. Págale para que desista.

—Ya lo he intentado —dijo Dare, sorprendiendo a Mara—. No bastará ninguna cantidad de dinero. Verás —le dijo a ella—, Salomón otra vez. Su único deseo es llevarse a su hija de vuelta a Halle.

Mara casi oyó repiquetear el cerebro del comandante como una máquina rápida. ¿De veras lograría encontrar una solución?

—Una solución intermedia —dijo él al fin —. Puede vivir como madre de la niña mientras viva contigo y Mara. Incómodo para todos, pero es el mejor equilibrio.

Boquiabierta, Mara miró a Dare.

Él la miró a los ojos.

—Yo puedo soportarlo si tú puedes.

—Dada la alternativa, por supuesto que puedo.

Le pareció que los dos hombres suspiraban con inmenso alivio. No era la vida que habían planeado, pero estarían juntos.

—Debemos planteárselo a ella, entonces.

Cuando llegaron a la puerta se encontraron con un lacayo.

—El comandante Beaumont desea hablar con usted, milord.

—Faltaría más.

Hal entró con expresión pesarosa.

—Soy portador de una convocatoria de mi madrina, lady Cawle.

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Dare soltó una maldición.

—Se ha montado en el burro, asegurando que ella accedió a aceptar a Blanche por mí, y que estaba dispuesta a hacer la vista gorda a lo de la adicción al opio, pero asegura que no se va a dejar utilizar como tapadera ante un caso de cobardía. Le diré que se vaya al diablo, si quieres. Lo siento, Dare.

Mara deseó hacer justamente eso. ¿Cuántas otras cargas arrojarían sobre los hombros de Dare? Pero no necesitaban más problemas.

—Deberías ir —dijo a Dare—, pero yo iré contigo. Y bien podría ser ahora. Lo de madame Clermont puede esperar.

La condesa viuda de Cawle los recibió en su casa de Albemarle Street, sentada en un sofá como en un trono, con la falda carmesí desplegada. Seguía siendo hermosa vista de cerca, con una piel excelente y unos ojos despejados y sagaces que evaluaron fríamente a Dare.

Dare se inclinó en una venia.

—Permítame que le presente a mi novia, lady Cawle. Lady Mara Saint Bride.

—No veo por qué no —dijo la dama, evaluándola a ella—. No sé nada que la desacredite.

Mara se inclinó en una reverencia.

—Entonces no sabe tanto como cree, lady Cawle —dijo francamente.

Si la mujer iba a ser desagradable, bien podía hacerla saber que no todo le iba a resultar a su manera.

En la expresión de la dama hubo un asomo de humor.

—He oído hablar del pelo de tu familia. Había uno como tú cuando yo era niña. Un terror.

—Ese debió ser mi tío abuelo Frederick. Por suerte consiguió entrar en el ejército y se convirtió en un héroe.

—Espero que no intentes hacer ningún acto heroico aquí —dijo lady Cawle, pasando la mirada a Dare—. ¿Y tu carrera en el ejército, Debenham?

—No estuve exactamente en el ejército, lady Cawle, pero creo que desempeñé bien mi deber.

Mara alcanzó a reprimir un gesto de sorpresa, y esperó que esta no se hubiera notado. No sabía que él hubiera llegado a estar seguro de eso, pero si no lo estuviera no lo habría dicho.

—Acepté asistir al inminente baile con el fin de respaldar a la esposa de mi ahijado. Es actriz, y no de reputación intachable, pero no irá bien que se excluya a la señora de Hal Beaumont. Pero no acepté respaldarte a ti, señor.

—La han puesto en una lamentable situación, lady Cawle, y le pido disculpas por eso.

La disculpa pareció desconcertarla. Les hizo un gesto invitándolos a sentarse, y Mara supuso que eso significaba que habían aprobado el primer examen. De todos modos tuvo que hacer esfuerzos para dominar la rebeldía. ¿Qué derecho tenía esa mujer de juzgar a cualquiera de ellos?

—Debes tener cuidado, niña —le dijo lady Cawle, guasona—. Todas tus emociones se te reflejan en la cara, y una guerrera necesita un escudo.

Mara se ruborizó.

—Preferiría no tener que luchar batallas.

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—Entonces deberías haber elegido con más cuidado a tu futuro marido, ¿no?

—¿Uno elige?

—Una partidaria de la flecha de Cupido, ¿eh? ¿Te habrías enamorado de un porquerizo si lo ordenaba la flecha?

Mara sonrió.

—Una vez me creí enamorada de uno de los jardineros.

—Pero no te casaste con él.

—Creí que deseaba batirse conmigo, lady Cawle —dijo Dare. Los ojos oscuros volvieron a posarse en él. —Es útil ver cómo protege un caballero a su dama. Has sido tardo.

—Mara es muy capaz de luchar sus propias batallas. Yo simplemente me he sentido olvidado.

Lady Cawle curvó los labios, pero Mara no logró decidir si Se debía a diversión o irritación.

—Siempre fuiste un pícaro, y no me refiero a esa ridícula asociación de escolares. Travieso y a veces tonto. Supongo que la tontería te la han quitado a golpes.

—Me tienta a chillar como un mono y a arrojar frutas por la sala.

—No te serviría de mucho —dijo ella mirando una fuente con ciruelas y peras —. Todas son de cera.

—Entonces estoy desarmado —dijo Dare, sonriendo.

Esta vez, el gesto de la boca fue decididamente un intento de disimular la diversión.

—Intentas ser encantador. ¿Qué es esa tontería de que te acobardaste, y quién está detrás?

Mara se relajó un poco.

—Sospechamos que eso lo difundió un tal comandante Berkstead —contestó Dare —. Comprensiblemente, está enamorado de Mara, y lo fastidia que ella me haya elegido a mí. Parece dispuesto a creer cualquier cosa mala de mí. Mis amigos han contrarrestado la historia, pero aún no hemos encontrado la mejor defensa, alguien que me viera cuando caí por un disparo, estando en acción.

—¿Qué posibilidades hay de que se encuentre a una persona que te viera?

—¿Hasta esta noche? Muy pocas.

—Entonces intentas obligar a la alta sociedad a elegir sin tener pruebas. Incluida yo.

—No vemos otra opción.

—¿Y si yo no asisto?

—Por eso aguantamos sus manías, milady. Donde va usted van todos.

Lady Cawle entrecerró los ojos.

—¿Piensas correr la voz de que yo asistiré? —Nadie presumiría tanto. Pero si tiene la intención de asistir al baile» sería muy amable por su parte que informara a los demás.

La mujer juntó los labios en un gesto que casi podía llamarse un morro.

—No tengo muchas opciones. La esposa de Hal necesita mi apoyo, y Arabella Hurstman insiste.

—¿Arabella Hurstman? —preguntó Mara, buscando en su memoria.

Dare se rió.

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—La tía de Francis y amorosa madrina de Arabel, la hija de Nicholas. La señorita Hurstman es una guerrera por los derechos y bienestar de las mujeres, y ha decidido cuidar particularmente a las esposas de los Pícaros. ¿Tanta influencia tiene en usted, lady Cawle?

—Somos amigas desde hace cuarenta años, y si hubiera hecho caso de su opinión sobre el matrimonio mi vida habría sido mejor. Tengo entendido que cuidaste de la pequeña Arabel cuando estuvo secuestrada.

A Dare se le tensó la cara.

—Hice muy poco, pues en esa época estaba muy débil y muy necesitado de opio.

—Hiciste lo suficiente para que la niña te considere una especie de ángel. Conseguir eso estando débil y dependiente del opio es muy revelador. —Pareció fortalecerse para continuar—: Mi difunto marido era adicto. Conozco la naturaleza del dominio del opio. Pone a prueba a la persona actuando como un ácido, corroyéndolo todo a excepción de la verdad. Reveló que él era débil, pero me parece que tú no lo eres. Tampoco me pareces falto de honor ni cobarde. Asistiré al baile.

Pasado un instante Dare pareció despertar.

—Gracias —dijo.

Mara pensó que el agradecimiento iba más por la evaluación que ella hizo de su carácter que por su asistencia al baile.

Cuando se levantaron para marcharse, lady Cawle los detuvo diciendo:

—¿Y esa mujer que reclama a tu hija adoptiva? Arabella está preocupada por la niña.

—Estamos buscando pruebas —contestó Dare.

—¿Y si las pruebas demuestran que su historia es cierta?

—Entonces no puedo privar de su hija a la madre.

—Tonterías. Tienes el poder para hacer lo que sea, y la niña ha de ponerse en primer lugar.

Tan pronto como salieron de la casa, Mara preguntó:

—¿Qué ha querido decir? ¿Qué podrías hacer?

—Es despiadada, ¿verdad? Supongo que ha querido decir que sería sencillo hacer desaparecer a madame Clermont.

—¿Matarla? Tú no harías eso.

—Gracias. Pero sí sería posible librarnos de ella. De forma más sutil, podría prohibirle que vea a Delphie, mientras yo alargo el asunto en los tribunales hasta que Delphie sea mayor de edad. Cualquier cantidad de dinero que tuviera madame Clermont se agotaría muchísimo antes que el mío.

—En lugar de eso haces todo lo posible para facilitarle todo.

Esa actitud la exasperaba, pero no habría esperado menos de él.

—Hago lo que es correcto, Mara, lo que espero que sea correcto. Pero lady Cawle tiene razón. El bienestar de Delphie debe triunfar sobre los derechos legítimos.

—Por lo tanto aplicamos la solución del comandante Hawkinville.

—Sí.

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Volvieron a la casa Yeovil hablando de las consecuencias. No sería agradable compartir su casa con madame Clermont, pero eso sería mejor que cualquier otra alternativa. Tal vez para la mujer sería penoso vivir en Inglaterra, pero todos tendrían que hacer ciertos sacrificios.

Cuando doblaron la esquina y entraron en Great Charles Street, se encontraron con Nicholas Delaney.

—Venía a ver si hay algo que pueda hacer yo.

—Furias del infierno por un lado, monstruos marinos por el otro —dijo Dare —. Ando buscando un mar en calma entre medio, pero que me cuelguen si lo veo.

Entraron en la casa y se encontraron con Delphie sentada en el primer peldaño de la escalera principal, con Mariette en los brazos. Pierre estaba a su lado montando guardia, con su espada al cinto y una expresión feroz. Una de las niñeras se paseaba alrededor retorciéndose las manos.

Al ver a Dare la niña corrió hacia él. Él la cogió en los brazos y ella se aferró a él.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó a Pierre, acariciando a la niña para tranquilizarla.

—Esa mujer le pegó, papá.

—¿Dónde está ahora madame Clermont? —preguntó Dare, con la voz fría de furia.

—Acostada en su cama —dijo Pierre, con aire satisfecho.

—Podríamos preguntarle —dijo Nicholas, dirigiéndose a Pierre—, por qué le pegó.

El niño avanzó el mentón y luego farfulló:

—Delphie no quería jugar con ella, tío Nicholas. —Pasado un momento añadió—: Y le dio una patada.

Dare miró al niño.

—¿Es una guerra, entonces?

Pierre pareció preocupado, pero asintió, con los labios apretados.

Dare besó en la cabeza a Delphie y le miró la cara, en la que no había marca de nada aparte de las dejadas por las lágrimas.

—¿Tal vez si le diste una patada madame Clermont no fue tan mala al golpearte?

—La odio.

—No permitiré que te lleve lejos de mí, pero debes intentar ser más amable con ella.

—¿Debo?

—Debes, si no me sentiré desilusionado de ti.

—Entonces lo intentaré, papá —suspiró ella—. Pero será muy difícil.

El la dejó en el suelo. —Subamos.

Cada niño le cogió una mano.

—¿No podríamos salir, papá? —preguntó Pierre, quejumbroso.

—Todavía no —dijo él mientras iban subiendo la escalera, en cuyas barandas ya había atadas cintas y flores artificiales —. Es posible que anden por ahí familiares de madame Clermont, que podrían intentar raptaros.

—Entonces no saldremos —dijo Delphie—. Y en todo caso, el baile es amusant.

Le estaba volviendo el ánimo a la niña.

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Cuando entraron en el aula Dare dejó ahí a los niños y fue a golpear la puerta de la habitación que ocupaba madame Clermont. Al oír el permiso, entró y cerró la puerta. No tardaron en oírse voces elevadas y luego se oyó el llanto de la mujer.

Pasado un momento Dare salió y le dijo a Mara:

—Le he explicado la solución propuesta por Hawkinville, y que recurriré a la estratagema judicial si se niega. Y, claro, que no debe golpear a Delphie nunca más.

—Una especie de camino del medio, pero con aguas turbulentas.

—No hay mar en calma ni brisas agradables. Debo irme.

Le tocó el brazo y se alejó, y eso fue todo. Cuando Dare ya había salido, Mara le dijo a Nicholas:

—Había sugerido casarse con ella.

—¿Casarse con madame Clermont? Eso no serviría de nada.

—No.

—Busquemos algún lugar para conversar.

Mara lo llevó al salón pequeño, pero se sentía nerviosa. Percibía en él una energía que no sabía si auguraba nada bueno.

—Se me ha ocurrido una idea extraña —dijo él tan pronto como cerró la puerta—. Es esperanzadora, aunque bastante inútil, y algo desagradable. Puede que no le guste a Dare, o tal vez podría servir...

—Habla con sentido.

Él sonrió.

—Te pareces muchísimo a Simon. El sentido es el siguiente: Al ver a la pequeña Delphie tan desafiante, le vi un claro parecido con Thérèse Bellaire.

Mara lo miró sorprendida.

—¿Podría ser hija de esa mujer?

—Es una idea cruel que aún no acabo de digerir; es horrible. Pero estoy convenciendo más por momentos. Había visto el parecido antes, pero supuse que a la niña se le habían pegado algunos gestos de Thérèse. Si Thérèse permitió que un embarazo llegara a término, lo que es difícil de creer, no se habría ocupado ella de su hijo o hija. Ciertamente no tenía ningún bebé con ella el catorce. Pero podría haberla colocado en una familia, y luego recuperado para este fin.

—¿Colocado en la familia de madame Clermont? Eso no sirve de nada. En todo lo que importa, sería la hija de esta señora.

—La niña no sería más Clermont que Debenham, pero no creo que fuera así. No creo que antes de ir a Waterloo Thérèse tuviera algo que ver con un lugar tan atrasado como Halle. Su órbita giraba en torno a Napoleón. Cuando él abdicó el catorce y lo desterraron a Elba, ella se desesperó tanto que vino a Inglaterra, con el plan de irse a Estados Unidos, pero tan pronto como él recuperó el poder volvió a su círculo. He pensado...

Mara ya comenzaba a sentirse mareada.

—¿Qué?

Nicholas sonrió.

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—Es pura elucubración, pero el único motivo que se me ocurre para que Thérèse pariera una hija y le prestara algo de atención es que pensó que podría serle útil. ¿Y si el padre de Delphie fuera el propio Napoleón? —preguntó, con los ojos brillantes.

Mara fue a sentarse.

—Eso es fantástico. Pero aunque fuera cierto, ¿qué utilidad tiene?

—Ya dije que era inútil. Pero si estuviéramos totalmente seguros de que madame Clermont no es la madre de Delphie, eso cambiaría las cosas, ¿verdad?

—Sí, sí que las cambiaría, pero ¿cómo podemos estar seguros?

—Todavía no podemos, pero está el parecido con Thérèse, y Delphie tiene esa hendidura en el mentón, igual que Napoleón.

Mara soltó el aliento.

—Es decir, es posible que cuando sepamos algo de Halle, se revele que madame Clermont es una impostora. Debo decírselo a Dare. —Entonces se mordió el labio —. Pero ¿cómo se sentirá si Delphie es hija de esa vil mujer? ¿Y de Napoleón?

—Una mezcla extraordinaria, sin duda. No tiene por qué saberlo nunca.

—No podría ocultarle algo así —protestó Mara—. Pero en estos momentos las cosas están difíciles y eso podría no ser cierto.

—Te lo dejo a ti —dijo él.

Mara estuvo a punto de protestar, pero entonces recordó una espada que no podía enterrarle a ningún otro.

—¿Conoces a Feng Ruyuan? —le preguntó.

—Muy bien.

—Eso me imaginé. A veces sería agradable ser el río y no la roca.

Él sonrió y la sonrisa pasó a risa.

—Eleanor me ha dicho lo mismo. Pero yo creo que si tú eres la roca, Mara Saint Bride, esa roca es volcánica.

Ella sintió arder las mejillas y se levantó.

—Creo que tú eres ámbar —dijo, y tuvo la satisfacción de ver que él tardaba un momento en entender.

—¿Eterno apresador de insectos?

Ella lo había dicho simplemente por el color ámbar de sus ojos.

—Hazme coral —dijo él—, formado por pequeños trocitos, pero de vez en cuando afilado. ¿Vas a volver a la casa Marlowe?

—Pronto, pero antes necesito hablar con Ruyuan.

Nicholas no intentó detenerla y el chino estaba libre para atenderla. Estuvo dos horas sentada con él, enterándose de los detalles acerca del opio y de lo que ocurriría cuando Dare luchara la última batalla.

Volvió a la casa Marlowe, dándole vueltas y vueltas a los problemas, pero también agradeciendo que hubieran evitado lo peor.

Esa noche, cuando estaba a punto de comenzar a desvestirse para acostarse, sonó un golpe en la puerta. Ruth abrió y entró Jancy; una Jancy pálida y con los ojos preocupados.

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A Mara se le heló la sangre.

—¿Qué pasa?

Ella le cogió las manos.

—Han retado a duelo a Dare.

—¡¿Qué?!

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Jancy llevó a Mara hasta el sofá o fue Mara la que llevó a su cuñada, pero ambas acabaron sentadas ahí con las manos cogidas.

—¿Quién? —preguntó Mara.

—Berkstead.

—¡¿Qué?! —repitió Mara —. Oh, vamos, ese canalla... ¡rata! Dare no va a aceptar, ¿verdad?

—Simon ha ido a Yeovil a hablar con él. ¿Creerás que es por madame Clermont?

—¡¿Qué?!

—Lo sé. Es demencia. Pero al parecer Berkstead se ha convencido de que Dare es el padre de Delphie y que debe hacer lo honorable con la madre, madame Clermont. Peor aún, ha hecho fijar letreros con el reto a duelo por toda la ciudad. Supongo que sabes que todo el asunto relacionado con Delphie ya es un tema de mucho interés y alboroto público, y hay quienes dicen que aristócratas privilegiados están acosando a una pobre mujer a la que han privado de su hija.

—Ah, no. No tenía ni idea. ¿Qué podemos hacer?

—No lo sé. Dare podría negarse a aceptar, pero eso podría reactivar la idea de que es un cobarde.

Mara se levantó.

—Tengo que ir a verlo.

—Son las diez y media.

—¿Qué importa eso? Ruth, mi capa y mi papalina.

—Milady...

—No me discutas. Jancy, ¿podrías ir a ordenar que traigan un coche, por favor?

Jancy se levantó.

—Por supuesto. Yo también iré.

No tardaron en ir traqueteando por las calles, llevando a un lacayo para protegerlas, aunque Mara no creía que el asunto entrañara peligro alguno. Cuando entraron en la casa Yeovil desconcertaron absolutamente al lacayo que les abrió la puerta. Lord Austrey estaba en la casa, sí, pero en el dormitorio de lord Darius.

—Eso no importa —declaró Mara y subió a toda prisa la escalera.

Golpeó y Simon abrió la puerta. Arqueó las cejas pero las hizo pasar.

Dare se estaba paseando y Mara vio que era un mal momento para que él afrontara algo así. Se le acercó y le cogió las manos.

—Ese hombre es una rata. No, un escorpión.

Con eso consiguió una leve risita.

—Ya saber de dónde se ha sacado el motivo para esto. No logro pensar como es debido. Él no tiene ningún derecho a exigirme que me bata con él mañana, pero si no...

—Parecerá cobardía. Yo creo que debemos ir a solucionar esto cara a cara.

—¿Cómo?

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—Yo puedo intentar convencerlo de que no me casaría con él ni que me pusieran el cañón de una pistola en la cabeza. Es posible que podamos apelar a cualquier vestigio de cordura que quede en esa dura mollera. —Se giró a decirles a Simon y Jancy—: No es bueno ni malo. No hace mucho era un hombre racional y yo disfrutaba de su compañía. No puedo creer que todo eso se haya erosionado.

—Vale la pena intentarlo —dijo Simon, mirando a Dare—. Está en la posada Golden Cross, aquí cerca.

Dare asintió.

—Si me disculpáis un momento.

Comprendiendo lo que necesitaba, Mara salió con los otros dos; tomaría un poco de opio para poder resistir. ¿Cuándo tendrían paz?

Cuando ya estaban en una sala de recibo esperando, dijo:

—Ojalá no hubiera conocido jamás a Berkstead.

—No es culpa tuya —le dijo Simon, rodeándola con un brazo—. No hiciste nada que le diera pie para esta loca ilusión.

Mara se echó a llorar y se lo confesó todo. Simon y Jancy la escucharon mirándola fijamente.

—¿Cómo pudiste? —preguntó Jancy.

—No lo sé. Ahora veo claramente que fue una locura, pero en aquel momento me pareció simplemente un juego. Fue muy, muy estúpido, pero de todos modos no es motivo para que me acose de esta manera. Él me envió esa horrible seda, Jancy, con una nota sobre nuestra noche de bodas. Debería haberla quemado, pero se la di a Ruth diciéndole que podía venderla. —Se estremeció —. Me ha estado siguiendo, espiándome.

—Deberías habérmelo dicho —dijo Simon.

—Nunca me imaginé... Si ocurre algo horrible, todo será por mi culpa.

Jancy la abrazó.

—No, no ocurrirá, no ocurrirá.

Oyó pasos y se apartó de un salto, e intentó esbozar una radiante sonrisa para Dare cuando entró.

Pero él no se dejó engañar. La cogió en sus brazos.

—De alguna manera lograremos navegar por estas tormentas hasta llegar a aguas calmas. Ni monstruos marinos ni furias del infierno ni bestias nos devorarán. Venga, vamos a ver a Berkstead.

La taberna de la posada Golden Cross estaba muy concurrida, aun cuando ya era cerca de la medianoche, así que su llegada no causó sorpresa. Sí sorprendió que preguntaran por el comandante Berkstead, pero una moneda les consiguió el número de la habitación y una orientación general. Subieron, Simon golpeó la puerta y a la pregunta de quién era dijo su nombre.

Se abrió la puerta y apareció Berkstead, muy altivo, pero enseguida los miró boquiabierto. Entraron los cuatro. Había otra persona ahí, el oficial de cara achaparrada que viera Mara en Almack. Los miró furioso y se presentó:

—Lowestoft, padrino de Berkstead para el duelo.

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Los ojos de Berkstead estaban fijos en Mara, y ella vio en ellos una turbia expresión de amor o lealtad. Avanzó un paso con el fin de razonar con él.

—Comandante Berkstead, padece usted de un terrible error. Sé que puedo haberle dado motivos para engañarse, pero no le amo. Nunca le he amado ni deseado casarme con usted. Debe creerme. —Al no ver reacción en su expresión fija, añadió —: Nadie me ha obligado a decir esto.

—Pero has venido vigilada.

Ella se giró a mirar a Dare y a Simon.

—Dejadnos solos, por favor.

—No —dijo Dare.

Berkstead cobró vida.

—¿Lo ves? ¿Por qué no lo ves? Si no te lo han impuesto por la fuerza, debes estar sufriendo alguna suerte de demencia. No puedo permitir que te arrojes en el infierno de un matrimonio con un hombre despreciable como Debenham.

Mara le dio una bofetada. No tuvo la intención, se le movió sola la mano y lo golpeó por su cuenta. Tal vez el guante de piel suavizó el golpe, pero él retrocedió tambaleante, más sorprendido que otra cosa, pero entonces se abalanzó con furia en los ojos.

Dare ya estaba entre ellos. Berkstead se quedó inmóvil, en parte tal vez porque Lowestoft le había cogido el brazo.

—Tú difundiste ese rumor sobre mí —dijo Dare.

—¿Qué rumor? —preguntó Berkstead, pero desvió la mirada.

—Que huí del campo de batalla en Waterloo. Por suerte para ti, tengo un testigo para corregir ese error.

Mara se esforzó en no demostrar sorpresa ni alivio, y vio desconcierto en la cara de Lowestoft. Berkstead alzó el mentón.

—¿Por suerte para mí? ¿Por qué habría de complacerme eso?

—Porque no tendré que tomar las medidas para obligarte a reconocer ante el mundo que difundiste un invento por puro rencor.

—¿Amenazas de vuestra eminencia? —dijo Berkstead burlón, aunque retrocedió un paso.

Entonces se recuperó como si tuviera un resorte, para desesperación de Mara.

—En estos tiempos no se puede obligar a tragar mentiras a la gente —fanfarroneó—. Ni robar niños y maltratar a mujeres indefensas. —Adelantó la cara para mirarlo furioso —. ¿Te vas a casar con la mujer a la que agraviaste?

—¿Conoces siquiera a madame Clermont? —le preguntó Dare.

Sin duda el opio le concedía una inmensa paciencia.

—¿Niegas que está en tu casa y asegura que es la verdadera madre de tu hija?

—No.

—¿Y la casa de un duque acoge a cualquier harapienta que se presenta con una historia bonita?

—Comandante Berkstead —dijo Dare—. Desde hace casi un año tengo un anuncio en los diarios para encontrar a los padres de los niños. Claro que me interesa cualquiera que se presente. Estoy investigando la historia de la mujer, pero dado que está sola en un país extranjero mis

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padres han tenido la amabilidad de darle alojamiento. Para mí es una absoluta desconocida, y cuando concibió a Delphie yo estaba en Cambridge. Nunca he dicho que Delphie sea hija mía.

Esos datos y la calma casi sobrecogedora de Dare ya habían causado un fuerte efecto en el capitán Lowestoft y al parecer desinflaron al comandante. Este se volvió hacia Mara.

—Debo protegerte, cariño. Debenham es un opiómano. Sé lo que significa eso. No importa lo que diga; siempre pondrá en primer lugar la droga. Nunca podrás fiarte de él. De mí sí podrías fiarte. Yo jamás te haría daño.

De repente Mara vio una manera de salir triunfante de aquello.

—Sí, creo que podría fiarme de usted —dijo amablemente—. Por eso siempre le he considerado una especie de tío, comandante Berkstead. Creo que usted tiene cuarenta y un años, y yo sólo dieciocho. ¿Cómo se le pudo ocurrir que podríamos formar pareja contrayendo matrimonio?

A él le bajó la mandíbula.

—Como un amigo mayor —continuó ella—claro que le preocupa mi futuro, pero si mi amorosa familia lo aprueba, ¿cómo puedo estar equivocada? Lord Darius ha sido casi parte de mi familia desde que yo era una niña. Por eso todos sabemos que ganará la batalla para liberarse del opio. Y por eso también sé que si no la ganara, de todos modos sería un marido amoroso y digno de confianza.

Dare le cogió la mano.

Ella se la apretó, pero sin desviar la atención de Berkstead.

—Por eso también sé, sin necesidad de pruebas, que no se comportó como un cobarde ni huyó de la batalla. Ha estado muy mal que usted, un soldado, haya difundido esa acusación tan injusta.

Oyó salir un murmullo de acuerdo de los labios del capitán, que dijo:

—¿Cuál es la verdad, compañero?

A Berkstead le temblaron los labios, como si estuviera esforzándose en no echarse a llorar.

—Puede que... podría haberme equivocado —dijo a su amigo —Sólo deseaba protegerla. Es tan joven, tan inocente. Como un elfo. —Volvió a mirar a Mara—. Necesitas protección de los rigores de la vida. No sabes. ¡No puedes saber qué es lo mejor para ti!

Mara abrió la boca para protestar, pero se le adelantó Simon:

—Corta esa sarta de bobadas, hombre. Mara tiene más sensatez y juicio en su dedo meñique de los que tienes tú en todo tu cuerpo.

Berkstead se volvió hacia él.

—¿Por qué, entonces, salió a escondidas por la noche para ir de juerga conmigo?

Mara agradeció haberlo confesado todo.

—Porque, como ha dicho, te consideraba una especie de tío y se fiaba de ti.

Berkstead se desplomó en una silla.

—¿Me ves como a un tío? —le preguntó a Mara.

La lástima estuvo a punto de ablandarla, pero lo miró a los ojos.

—Sí.

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—¿Hemos acabado con esta idiotez? —preguntó Dare—. Nadie va a ir a encontrarse contigo a punta de pistola, Berkstead, pero si causas cualquier otro problema, reuniremos batallones muy grandes y te aplastaremos en el lodo.

Esas terminantes palabras parecieron quedar resonando en la habitación. Berkstead se mojó los labios.

—Comprendo. Diréis mentiras, arruinaréis mi reputación. Sólo he hecho lo que me pareció correcto. Lo que sigo considerando correcto. ¡Ella es demasiado buena para ti!

—En eso estamos de acuerdo —dijo Dare—. Nadie necesita contar mentiras acerca de ti. Pero si te empeñas en continuar, algunos dirán la verdad. Estas son las condiciones. Dejas de entrometerte en nuestra vida. Evitas escrupulosamente a Mara, y eso incluye evitar a su hermana y a sir George. Tendremos que explicar tu comportamiento a los Verney, pero si cumples tu parte de este trato, nadie hará saber al mundo lo de tu rencor y estupidez.

—Porque no quieres que el mundo sepa con qué desvergüenza se comportó.

Mara sintió tensarse a Dare y se preparó para evitar el ataque. Pero él dijo:

—Si quieres algo a Mara, no desearás que el mundo se entere de sus inocentes locuras.

—Inocentes... —alcanzó a decir Berkstead, pero se tragó el resto.

Mara no se sorprendió.

Pasado un momento, Dare añadió:

—La verdad es que te compadezco un poco, señor. Mara es maravillosa y se ha convertido en tu adicción. La mejor parte de ti te grita que seas cuerdo, pero la parte más baja te grita que la vida no vale la pena sin ella, que es tu santo deber protegerla. Se puede derrotar a la bestia. Tienes fama de hombre valiente y tienes amigos. Lucha. —Miró al capitán Lowestoft—. ¿Usted lo asistirá, señor, y también guardará el secreto de estos asuntos?

—Sí, por supuesto, por supuesto. —Se preparó para lo que iba a decir—: Fui yo el que difundió ese rumor en Almack. Le creí; sus heridas le daban peso a su historia. Si desea una satisfacción...

—Cielos, no. Olvidemos esto, como quiera Dios, la guerra. Dicho eso cogió de la mano a Mara, la llevó fuera de la habitación, bajaron la escalera y salieron de la posada.

—¿Dará resultado? —preguntó Simon, mientras iban caminando por la calle.

—Eso ruego —contestó Dare —. Lowestoft me pareció un hombre decente.

—¿Y el testigo que va a contrarrestar su rumor? —preguntó Mara—. ¿Quién es?

—Mentí —repuso Dare—. Un efecto del opio cuando está en su punto más álgido es que te facilita decir mentiras.

Cuando Mara volvió a su dormitorio en la casa Marlowe no estaba en condiciones de descansar, y cuando Ruth le ofreció láudano le arrebató la botella.

—¡Pero es que debe dormir, señorita Mara!

—Tú también, Ruth. Vete, por favor. Estaré muy bien.

La soledad le sentó maravillosamente bien, pero la presencia de Dare sería más maravillosa aún. Fue hasta la ventana y apoyada en el cristal miró en dirección a Great Charles Street, tratando de enviarle su amor y su fuerza. En cierto modo esa noche sería más tranquila para él porque había tomado una dosis extra, aunque eso tampoco le facilitaría las cosas.

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Buscó el disco que le regalara Ruyuan, y después comenzó a hacer los movimientos que este le había enseñado. Recordó las posturas y formas encadenadas y las hizo una y otra vez, visualizando a Dare haciéndolas en su casa. Poco a poco se le fue despejando la cabeza y deseó que eso significara que a él también. Cuando se metió en la cama, se durmió al instante.

A la mañana siguiente Jancy fue a su habitación a desayunar con ella.

—¿Qué vamos a hacer?

Mara puso mantequilla al pan y le añadió una capa de mermelada.

—Prepararnos para el baile.

—Sabes lo que quiero decir. Todo está trastornado.

—Podría ser peor. Madame Clermont no se va a llevar a la aterrada Delphie a Bélgica. Dare no se va a enfrentar con Berkstead a punta de pistola. Esta noche la alta sociedad va a llenar la casa Yeovil, atestiguando que creen que Dare es valiente, honorable y leal.

—¿Estás segura de eso?

—Conozco a lady Cawle. Estoy segura.

—¡No sé cómo puedes estar tan tranquila! —explotó Jancy —. Sabes que los rumores no se disuelven. La gente habrá escrito cartas, difundiendo la historia, pero no se van a tomar la molestia de escribir otras para retractarse. Sobre todo si no hay retractación.

Mara le cubrió las nerviosas manos.

—Pero las escribirán acerca del baile. Jancy, estoy intentando verlo por el lado bueno.

—Ah, perdona.

Cuando Jancy se marchó, Mara recordó que le habían prometido una cabalgada.

Le escribió una nota a Dare e hizo llamar a Ruth para que le buscara el traje de montar. No había sacado a cabalgar a la pobre Godiva desde hacía casi dos semanas, o más. Acababa de terminar de arreglarse cuando anunciaron a Dare, así que bajó corriendo, sintiéndose verdaderamente a rebosar de ánimo y alegría.

Pero él, en lugar de salir inmediatamente con ella, la llevó a una salita de recibo.

Se le evaporó el buen ánimo.

—¿Qué? ¿Qué ha ocurrido ahora?

—Nada malo. Perdona que te haya asustado. Quería darte esto.

Sacó un anillo del bolsillo, un topacio transparente tallado y rodeado por pequeños rubíes en cabujón, y estos rodeados, a su vez, por diminutos diamantes. Se lo puso en el dedo.

—Es perfecto. ¿Cómo lo encontraste?

—Lo encargué la semana pasada, antes de nuestro viaje. Los rubíes protegen al topacio —dijo, pasando el dedo por las piedras —, y los diamantes protegen a ambos.

Ella le escrutó los ojos.

—¿No te quedan rastros de la idea de casarte con madame Clermont?

—Ninguno. —Le acarició la mejilla con el dorso de la mano—. ¿De qué le serviría a ella o a Delphie un marido muerto, y cómo podría vivir sin ti?

Ella se arrojó en sus brazos y se contentó con tenerlo abrazado, rodeándolo, deseando no soltarlo jamás. Sintió su beso en el pelo y se notó completa, como últimamente se sentía solamente cuando estaba con él.

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—Deberíamos irnos —dijo, de mala gana—. Los caballos están esperando.

Se besaron, salieron de la casa, montaron y emprendieron la cabalgada hacia Hyde Park. En el camino conversaron, pero sólo de apacibles planes y no hablaron mucho. Cuando llegaron al parque, dieron un paseo y después echaron una carrera en la parte más silvestre hasta cabalgar a toda velocidad.

Fue estupendo. Fue normal. Fue una muestra de su futura vida juntos.

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Mara almorzó con Jancy y comprendió cómo debía pasar el resto del día. Una jovencita que va a asistir a un baile, sobre todo a uno en que va a ser el centro de la atención, debe descansar y después dedicar horas a prepararse.

Pero ella tenía algo que hacer.

Ordenó que le trajeran un coche y, acompañada por Ruth y un lacayo armado, fue a la joyería de Bond Street. El joven la reconoció.

—¿Necesita más cuentas, señora?

—No. Deseo encargar un anillo. ¿Es posible hacerlo para esta noche?

El dependiente arqueó las cejas e hizo llamar al maestro joyero. Salió el hombre de mandíbula cuadrada y ojos inteligentes, con un delantal de trabajo, y al instante le interesó el encargo. Examinó el anillo de ella.

—¿Desea lo mismo, señora, pero con un rubí en el centro, rodeado de topacios? Pero los caballeros ya no usan esos anillos. ¿Un alfiler para la corbata, tal vez?

—Tiene que ser un anillo, pero comprendo lo que quiere decir.

—¿Tal vez podríamos adaptar un anillo para caballero? —Sacó uno de oro macizo con una superficie ovalada lista para grabar las letras —. Las piedras se podrían insertar en una esquina, muy pequeñas, y el resto grabado.

Mara lo pensó y asintió.

—Sí, eso sería lo mejor. ¿Puede estar listo para esta noche? —Lo obsequió con su sonrisa más radiante—. Verá, es para mi baile de compromiso.

El hizo un guiño.

—Estará listo para esta noche, señora, pero voy a necesitar la medida del dedo del caballero.

Mara no había pensado en ese detalle, pero se le ocurrió la solución:

—La tendrá dentro de una hora, señor.

Cuando llegó de vuelta a la casa le envió un mensaje a Salter, pidiéndole que enviara al joyero la medida de un anillo para Dare. Después intentó hacer lo que se esperaba de ella, pero incluso la tarea de elegir el vestido la puso nerviosa. Hizo llamar a Jancy para que la ayudara.

—Todos son preciosos —dijo esta—. No puedo creer que estés tan nerviosa por esto.

—Voy a ser el centro de atención. ¡Y es muy importante!

—Que vistas de blanco, azul o amarillo no influirá en nada.

—Lo sé, pero necesito hacer algo para configurar el destino. ¿Me echas las cartas otra vez, por favor?

—No. No se las puede consultar una y otra vez, y lo que te dijeron ya vale.

—Más o menos.

—Nadie puede esperar un camino totalmente allanado.

—Pero podemos desearlo. Trabajar por él.

Entonces Jancy se fijó en el anillo.

—¡Mara, es precioso! Muy especial.

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—Es Dare, protegido por mí y por los Pícaros. Hay doce diamantes pequeñitos, ¿ves? He mandado hacer uno similar para él, pero aún no ha llegado.

Vinieron a buscar a Jancy para que fuera a darse su baño y Mara examinó nuevamente los vestidos. El amarillo captaría el color del topacio.

¿Cómo estaría pasando el tiempo Dare antes de ese importante evento? ¿Daría resultado el plan o la gente se abstendría de asistir? ¿Y si Berkstead se presentaba en el salón de baile a contar la lamentable historia de su estúpida aventura?

No. Habían puesto fin a eso. De verdad lo creía.

Entonces, por primera vez le entró el miedo de que alguno de los hombres asistentes al baile pudiera reconocerla de haberla visto en ese antro de juego. Le había parecido que los clientes no eran de la aristocracia, aunque ese no era un humilde garito tampoco. Se miró en el espejo, recordando el antifaz y el tocado estilo turbante que le ocultaba el pelo. La sala estaba apenas tenuemente iluminada y llena del humo de las pipas. Seguro que nadie la había visto bien.

Entonces, cuando se hundió en el agua de la bañera, la asaltaron imágenes de salones vacíos, de la alta sociedad simplemente ausente. ¿Cómo podrían no asistir si lady Cawle había hecho saber que lo haría? ¿Quién querría ofender a los Yeovil? Aparte de su elevado rango, caían bien a la gente, en especial la duquesa.

Se obligó a dejar de dar vueltas y vueltas a esas cosas como un perro en un foso, y se aplicó cremas y un poquito de color en los labios y mejillas.

Entonces llegó el peluquero y comenzó el interminable trabajo con su pelo, sin parar de hablar. Le produjo dolor de cabeza, pero el efecto era hermoso, reconoció, y exactamente tan juvenil e inocente como ella quería. Estaba coronada por una mata de bucles rodeados por una guirnalda de rosas amarillas.

Se puso el vestido, de satén amarillo cubierto por un fino tul blanco adornado por diminutos cristales. El corpiño era muy escotado. Recordó aquella vez cuando salieron para ir al baile en Almack y Dare le admiró los pechos. Y recordó Brideswell, donde él se los adoró.

—¿Qué es eso de ruborizarse? —dijo Ruth—. Son escandalosos estos corpiños, sí, pero los ha llevado durante años sin inmutarse.

—Estoy nerviosa —dijo ella, y al parecer Ruth se lo creyó.

Se puso las perlas y quedó lista. Cenarían ahí, con los Yeovil y sus familiares, y luego todos saldrían para el baile a las nueve.

Pero ¿dónde estaba el anillo para Dare? Sería su talismán. Debía tenerlo.

—Siéntese, milady —le dijo Ruth—, no sea que se agote.

—Estoy esperando una cosa.

—¿El qué?

—No te preocupes.

Ruth terminó de ordenar y salió, sin dejar de farfullar en voz baja.

Entonces sonó un golpe en la puerta, y un lacayo le entregó una cajita. Le dio las gracias, el lacayo se alejó, ella abrió la cajita y ahí estaba el anillo, exactamente como lo deseaba, con los círculos de joyas incrustadas en una esquina y en el resto grabadas las letras D y M entrelazadas. Se había decidido por Mara, no Ademara.

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Oyó sonar el timbre y bajó con el anillo en la mano. Dare la estaba esperando al pie de la escalera. De repente, el conocimiento del cuerpo oculto bajo ese traje de noche oscuro le produjo una oleada de calentura. La mirada de él al besarle la mano reflejaba ese pensamiento. Se apretaron las manos, buscándose.

—Tengo una cosa para ti —dijo ella.

—El cielo —contestó él.

—Otra cosa por ahora —dijo ella, poniéndole el anillo en el dedo de la mano derecha.

Él lo miró y sonrió.

—Es perfecto. —Como lo será todo.

Se sonrieron, la sonrisa fue como un beso, y luego vino el de verdad.

—¡Vamos, vamos! ¡Nada de eso!

Apartándose, ella levantó la vista hacia sus padres, que estaban bajando la escalera. Su padre fue el que habló, pero tenía los ojos risueños.

—Nunca lo habría creído posible —susurró Dare.

Mara tampoco. De la cabeza a los pies sus padres eran el conde y la condesa de Marlowe. Ni siquiera sabía que su padre poseía ropa de noche tan elegante, ni que su madre tenía ese magnífico vestido.

—Mi padre trae una cara de mucho sufrimiento, pero me parece que mi madre está encantada consigo misma.

—¿Y por qué no? Sigue siendo una mujer hermosa —dijo Dare, y avanzó a lisonjear a Amy Saint Bride, e incluso le robó un beso.

Sorprendida, Mara vio que él tenía razón. El azul zafiro del vestido le sentaba a las mil maravillas a su madre, y el escote a la moda dejaba a la vista las elevaciones de sus generosos pechos. Los diamantes Marlowe, incluida la diadema, destellaban a la luz de las velas, completando el efecto. Los ojos de Amy Saint Bride brillaron traviesos cuando le sonrió a ella.

—¿Adonde va a ir a parar el mundo? —comentó Mara, cogiéndose del brazo de Dare.

Entonces lo llevó al salón a conocer a su tío sir Algernon Saint Bride y a su esposa, y a sus padrinos, el obispo y su señora. Dare le presentó a su hermano Gravenham y a su esposa. Eran tal como los había visto en los retratos en miniatura, y parecían bastante sosos y encantadores al mismo tiempo.

Lady Theodosia Debenham también era muy parecida a como estaba en el retrato. ¿Habría detectado la falta de sus zapatos desgastados y sus medias viejas?, pensó.

Continuaron el recorrido y conoció al enorme sir Randolph Dunpott-Ffyfe y a lord y lady Verwood. Y entonces sonrió con verdadero placer al ver a lord y lady Vandeimen y a Serena y Francis.

—La aristocracia es una verdadera maraña, ¿no? —comentó Serena—. Hemos venido a ofrecer apoyo moral a Dare, pero tenemos credenciales. María Vandeimen era Dunpott-Ffyfe, Francis es una ramita del árbol familiar Debenham, por su madre. Ella no está en la ciudad, pero su hermana sí.

—La señorita Hurstman —dijo Dare, mirando hacia el otro extremo del salón—. Será mejor que vayamos a saludarla, Mara, si no, me va a golpear con su paraguas.

—No puede llevar paraguas aquí —dijo Mara mientras atravesaban el salón.

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—No me extrañaría que lo llevara.

Mara pensó que tampoco le extrañaría a ella. La señorita Hurstman, de cara no muy atractiva, se había vestido solamente pasable para la ocasión, y daba la impresión de que consideraba ridícula tanta elegancia. Su vestido era de seda, pero de un soso color marrón oscuro, de cuello subido y mangas largas.

—Así no necesito llevar guantes largos ni chal —le dijo a Mara, como si le hubiera leído el pensamiento. A Dare le soltó —: No te preocupes por esa ridícula historia. Maud y yo hemos puesto fin a eso.

Cuando se alejaban para saludar a otras personas, Dare dijo:

—Me parece que eso lo resuelve todo. La señorita Hurstman no tiene tanta autoridad en la sociedad como lady Cawle; la evita con tanta diligencia como tu padre, pero está conectada casi con todo el mundo y se entera de todo lo que ocurre.

Mara se relajó, porque el ambiente ahí era tan agradable que sería imposible que algo saliera mal.

Le volvieron los nervios cuando llegaron a Yeovil. La casa estaba preparada, decorada, preciosa, pero en el vestíbulo sólo había unos cuantos criados. Todo estaba tan vacío que creyó que continuaría así. Desde ahí se oía la música del distante salón de baile, pero sólo tocada para bailarines feéricos.

—Subamos al aula —dijo Dare—. Le prometí a Delphie que le enseñarías tu vestido.

—Estupendo, porque tengo algo para ella.

Cuando ya estaban en el aula, mientras Delphie revoloteaba entusiasmada alrededor de ella admirándole el vestido, madame Clermont las miraba enfurruñada. ¿Cómo podía funcionar eso?, pensó.

Entonces recordó que no sería necesario que funcionara si Delphie no era la hija de aquella mujer. Miró atentamente la bonita cara de la niña; sí que tenía el mentón con la hendidura de Napoleón.

—¿Ves, Mara? —le dijo Delphie—. Mariette está preparada para el baile aussi.

Y sí que lo estaba, con un vestido nuevo de terciopelo rosa con un fajín dorado.

—Qué bonito —contestó ella, mirando a Dare interrogante. —Thea le buscó unos retales.

Mara había comprado un cinturón dorado para Pierre, con vaina y todo para llevar la espada, y para Delphie una guirnalda de rosas similar a la que llevaba ella en el pelo.

Delphie se admiró en el espejo embelesada y después la besó con tanto entusiasmo que casi le deshizo el peinado que había llevado tanto tiempo hacerle. Mientras tanto Pierre marchaba por la sala envainando y desenvainando su espada.

Pasado un momento entró un lacayo a avisarles que estaban comenzando a llegar los invitados, así que bajaron a toda prisa la escalera y vieron a los Pícaros entrando en tropel.

—El gallardo Deb —dijo Nicholas, riendo.

Y por fin Mara conoció a lord y lady Arden (el rutilante marqués coqueteando y su mujer regañándolo con los ojos risueños) y a lord y lady Amleigh, que parecían sensatas personas de campo. Y ya estaban entrando otros invitados, en un torrente que parecía que nunca se iba a

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acabar. Sin duda algunos de los rutilantes aristócratas sentían curiosidad y tal vez tenían la esperanza de presenciar algo escandaloso, pero a la mayoría se los veía francamente simpáticos y dispuestos a pasar una placentera velada.

Mara comenzó a creer que el baile sería un tremendo éxito. La multitudinaria asistencia ya era en sí un triunfo.

Pasado un rato le dijo a Dare.

—No ha llegado lady Cawle.

—Si no viene, pues que no venga.

—Importa, Dare.

—Sólo tú importas —dijo él.

Ella puso los ojos en blanco, aunque se ruborizó de placer.

Entonces, cuando estaba a punto de comenzar el baile, llegó lady Cawle, envuelta en satén dorado y con una diadema en la cabeza, su magnífica entrada realzada por su acompañante, el duque de Wellington en persona.

Mara retuvo el aliento al ver que la atención de todos estaba fija en el encuentro entre el duque y Dare.

Esbozando una de sus excepcionales sonrisas, el duque le estrechó la mano a Dare.

—Me alegra verte recuperado, Debenham. Excelente trabajo hiciste. Excelente trabajo.

Mara temió desmayarse de alivio. Cuando el duque se inclinó ante ella, lo obsequió con su más radiante sonrisa. Podría jurar que él pestañeó.

Aun faltaba que llegara una persona importante, Blanche, pero ya había supuesto que llegaría tarde.

Un momento después entraron los Beaumont. Blanche estaba pasmosa con un vestido azul celeste, del color de sus ojos, adornado con perlas, que realzaban la blancura de su pelo, que llevaba casi oculto por un tocado en espiral en azul, plata y blanco, sujeto por un alfiler de diamantes.

Su experiencia en las tablas le facilitaba ese andar airoso y la expresión de felicidad y aplomo, pero sus ojos no representaban muy bien el papel.

—Me tiemblan hasta los huesos —le susurró a Mara—. Miedo escénico, ¡yo!

—Es la primera vez que haces el papel de la señora Hal Beaumont ante un grupo como este.

—¿Estoy bien?

Mara se rió.

—Estás pasmosa, y lo sabes.

—Pero no sé si debería estarlo. Quería arreglarme de forma más modesta, pero Hal no quiso ni oír hablar de eso.

—Tenía razón.

—Blanche —interrumpió Hal—, si no vamos a presentarle nuestros respetos a mi madrina se va a marchar montada en cólera y lo estropeará todo.

—Ay, Dios —musitó Blanche, aunque enseguida añadió —: Menos mal que está Wellington con ella. Es admirador mío desde que lo era Wellesley.

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Mara sintió flaquear un poco las piernas al pensar en lo que podría significar eso, pero en ese momento se declaró comenzado el baile con el anuncio formal del compromiso, recibido por un gran aplauso. Después Dare y ella entraron en la pista para ponerse a la cabeza de la fila de parejas de bailarines.

—No es un vals por desgracia —dijo ella.

—Después —repuso él—. Te lo prometo.

Cuando comenzó la música ella miró hacia la galería y vio dos pares de entusiasmados ojos mirando por encima de la baranda, delante de los músicos. Se agitaron dos manos. Ella deseó agitar la suya también, pero sentía todos los ojos clavados en su persona. No vio a madame Clermont, pero seguro que estaría ahí, el espectro de la fiesta.

Se entregó al placer del baile y en las siguientes contradanzas tuvo por pareja a tres duques, uno tras otro: Yeovil, Saint Raven y Wellington. Cuando le tocó con Wellington, este le dijo:

—Tengo entendido que usted es la responsable de esta campaña en favor de Blanche. Bravo, querida mía. Ella es una dama valiente.

Mara le sonrió con verdadero afecto.

Pero se cansó de duques, así que se las arregló para capturar a Dare para la siguiente. Entonces, cuando estaban esperando que comenzara la música, llegó hasta ellos el comandante Hawkinville.

—Os tengo que interrumpir —dijo en voz baja—, pero creo que no os importará.

—¿Un testigo de Waterloo? —preguntó Dare.

—No. Vamos.

Se dirigieron sonrientes a la puerta y salieron al corredor, pero Mara iba con los nervios de punta. No le hacía falta ninguna sorpresa esa noche, ni buena ni mala, y tampoco a Dare.

—¿Qué? —preguntó Dare tan pronto como dejaron atrás a la multitud.

—Familiares de madame Clermont. Están en el despacho de tu padre.

—¿Y traen buenas noticias? —preguntó Dare.

—Sí.

Bajaron rápidamente por una escalera de atrás y llegaron a la sobria sala donde Mara había estado mirando los retratos en miniatura de la familia. Allí se encontraron con tres hombres musculosos, de aspecto solemne, vestidos con ropa de campo. Sin duda uno era el padre y los otros los hijos. Dos lacayos formaban una especie de guardia.

Tan pronto como entraron, el que parecía el padre preguntó en francés:

—¿Dónde está mi hija? ¿Qué habéis hecho con ella? —Con un gesto de la cabeza indicó a Hawkinville—. Él sólo nos ha dicho que estaba aquí. ¿Aquí? ¿Qué pinta ella aquí?

Dare levantó una mano.

—Un momento, señor, por favor. —Habló con los fascinados lacayos, los despidió y luego se volvió hacia él —. ¿Es usted monsieur Lameule de Halle y su hija es madame Clermont?

—Sí es ella. No está bien. Debemos llevarla a casa.

Mara le apretó el brazo a Dare, aliviadísima. La mujer estaba loca. Trágico, pero maravilloso.

—¿No perdió a una hija? —preguntó Dare.

—Pues, sí, señor, perdió a una hija. Eso fue lo que la enfermó. Primero a su marido, y luego a su hija. Se le metió en la cabeza que esta niña que encontraron después de la batalla era su Annette,

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y se negó a atender a razones. Lo siento si ha hecho algo incorrecto y causado molestias, señor, pero hemos venido para llevarla a casa.

Parecía creer que su hija estaba prisionera ahí.

Dare juntó las manos y se las llevó a los labios. Mara recordó que no le había preguntado qué iba a hacer respecto al opio. El efecto de la dosis normal del atardecer comenzaría a remitir de todos modos, sin necesidad de esa carga añadida.

El silencio se alargó, hasta que él finalmente dijo:

—Acompáñenme, por favor. Les llevaremos a verla.

Los tres hombres se levantaron nerviosos. Tal vez llevaban su mejor ropa, pero era ropa de campo, y sus botas resonaron en cada peldaño hasta que llegaron a la planta de los niños. Dare había enviado a uno de los lacayos a pedirle a madame Clermont que subiera a encontrarse con ellos. Cuando entraron ella estaba ahí, pero con Delphie; sin duda se negó a dejar a la niña abajo. Tenía a Delphie cogida de la mano, y también estaba Pierre, montando guardia. El niño miró a los tres desconocidos con inmensa desconfianza.

Mara observó a madame Clermont para ver su reacción cuando viera a los hombres, pero no apreció en ella ninguna señal de consternación. Todo lo contrario, les sonrió encantada.

—¡Padre! Giles, Antoine. Yo tenía razón. —Cogió a Delphie en brazos—. ¿Veis? Aquí está Annette.

A Mara se le oprimió el corazón. El padre exhaló un suspiro.

—Francine, mi queridísima hija, esta niñita no es Annette. Annette murió.

—¡No, no, mira, papá! ¿Acaso no voy a conocer yo a mi propia hija?

Él se le acercó y la rodeó con un brazo.

—Annette murió, cariño. Está en el cielo con los ángeles.

Francine se soltó del brazo y se apartó.

—¡No, no!

Apretó a Delphie contra su pecho, pero Dare se le acercó y le dio un golpe en el hombro con el canto de la mano. El golpe la sobresaltó, pero también le aflojó el brazo y él aprovechó para coger a la llorosa niña y apartarse. Entonces ella se abalanzó hacia él para recuperarla, pero su padre se interpuso entre ellos.

—¡Es una mentira, papá! He encontrado a mi hija. Sé que es mi hija, pero me la han vuelto a robar. ¡Quiero que me devuelvan a mi hija!

El padre no vaciló en envolver a la afligida mujer en sus fuertes brazos, y comenzó a mecerla y a susurrarle palabras tranquilizadoras, como haría con un bebé.

—Lo sé, lo sé. Es terrible, mi chavalita, muy terrible, pero murió. Está muerta.

Mara vio que Dare entraba con los niños en el dormitorio y se apresuró a seguirlos. Delphie seguía aferrada a él, pero había dejado de llorar.

—¿Qué pasa, papá? —preguntó Pierre —. ¿Quiénes son esos hombres? No me gustan.

—Son hombres buenos —dijo Dare, sentándose en la mecedora con Delphie y acercando a Pierre con un brazo —. Son el padre y los hermanos de madame Clermont. Ella no es la madre de Delphie, pero debemos tenerle mucha compasión. Tenía una hijita igual de preciosa, llamada Annette, y la niña murió. Fue tan enorme su pena que no quiso creerlo. Prefirió pensar que le

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habían robado a la niña y por eso la busca. Sus familiares han venido a cuidar de ella y a llevársela de vuelta a su casa.

—Eso está bien —dijo Delphie, asintiendo.

Eso podía parecer una expresión de compasión, pero a Mara le pareció que era de alivio. Además, si Delphie era hija de Thérèse Bellaire, comprendió, no había peligro de que se presentaran más personas a reclamarla.

—Entonces, ¿tú eres nuestro papá? —preguntó Pierre. Dare pensó un momento antes de contestar, porque siempre estaría el misterio acerca de sus orígenes. Finalmente dijo:

—Sí. Y pronto Mara será vuestra madre.

—C'est bon —dijo Delphie, bajándose de su regazo —. ¿Podemos volver a mirar el baile, papá?

Dare pareció confundido, pero enseguida les dio el permiso para que bajaran acompañados por una de las niñeras. Mara le cogió las manos sonriendo.

—Qué facilidad para recuperarse —dijo—, pero eso también es bon. —Sí. ¿Estoy soñando o se han disipado todos nuestros principales problemas?

Un testigo de cómo cayó en plena batalla lo haría todo perfecto, pensó Mara, pero, aun así, debían estar contentos. Se sentó en su regazo.

—Todo está bien en el mundo —dijo, y lo besó. Entonces tomó la decisión y añadió—: Hay un pequeño detalle, Dare.

Él la miró receloso, pero ella se obligó a continuar y le contó la teoría de Nicholas acerca de los padres de Delphie.

—Santo Dios —dijo él, y ella temió haber cometido un error. Pero entonces él movió la cabeza —. Eso es exactamente lo que habría hecho Thérèse, y concuerda con que no le tuviera ni una pizca de cariño a Delphie.

—¿No te importa? Las personas tienden a parecerse a sus padres.

—No hay nada malo en Delphie, mientras que en Thérèse Bellaire había algo muy malo. No le importaba nada ni nadie aparte de sí misma, pero Delphie es una persona afectuosa.

—¿Y Napoleón?

Él se echó a reír.

—Fue un hombre brillante. Puede que dentro de unos veinte años el mundo tenga que despabilarse cuando Delphine Debenham comience a destacar, pero dudo que alguien tenga que sufrir por eso, sobre todo —añadió, mirándola a los ojos sonriendo—, si se ha criado en Brideswell.

Se tomaron un tiempo para besarse pero sin dejar de tener presente que los echarían en falta y que no debían volver al baile despeinados y desarreglados. Antes de bajar entraron en el aula a ver cómo iban las cosas. Madame Clermont estaba callada, pero en absoluto calmada. Seguía llorando y meciéndose, sentada entre sus dos preocupados hermanos.

Los tres Lameule parecían no saber qué hacer.

—¿La niña se parece a su Annette? —preguntó Dare en voz baja al padre.

—Un poco, señor, muy poquito —contestó monsieur Lameule—. ¿No hará nada para que la castiguen?

—Uy no, cielos, no. Tiene toda mi compasión. ¿De verdad su hija murió?

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—Sí, sí. —Les indicó que salieran con él al corredor, y una vez ahí continuó —: Fue muy terrible, señor. Después de la batalla, unos jinetes franceses pasaron huyendo por nuestra aldea. Francine y Annette estaban en la calle. Sus caballos pisotearon a la niña ante sus propios ojos. Creo que no soporta recordarlo, y por eso prefiere pensar que Annette no ha muerto. Tal vez deberíamos haberla dejado ver el cadáver de la niña, pero era una visión horrible. Nunca he visto algo igual.

—¿Es su casa el mejor lugar para ella, entonces?

—Por supuesto, señor. Ahí está rodeada por todas las personas que la quieren.

—¿Me permite que le sugiera una cosa, entonces? Cuando creyó que había encontrado a Annette, su hija se desenvolvió muy bien. Sufría porque no le caía bien a Delphie, pero hacía todo lo posible por cuidarla y atenderla. Hay muchas niñitas desamparadas a las que haría muy dichosas tener un hogar en medio de una familia amorosa.

El hombre asintió.

—Esa niñita sería muy querida por nosotros, y todos cuidaríamos de ella. Hemos intentado una y otra vez hacerla ver la verdad, pero tal vez eso no sea posible ni bueno.

—Tal vez no —dijo Dare —. Ahora debemos bajar a atender a nuestros invitados. ¿Necesita alguna ayuda para volver a su casa?

—No, gracias, milord.

—De todos modos, me gustaría hacerle un regalo a madame Clermont. Para su futura hija, tal vez. Y creo que sería mejor drogaría un poco antes de intentar llevársela de esta casa. Yo puedo darle un poco de láudano. Tranquiliza su mente desesperada, aunque no debe tomarlo durante mucho tiempo.

Hizo llamar al competente secretario de su padre, le explicó lo que quería, le dio las instrucciones y lo dejó todo en sus manos.

Entonces bajó con Mara y volvieron al salón de baile. Lo primero que hicieron fue buscar al comandante Hawkinville.

—Gracias, Hawk —le dijo Dare.

—Ha sido suerte en su mayor parte. Partí de la suposición de que sus familiares la seguirían. Tenían que registrarse en la oficina de extranjeros del puerto de entrada, así que envié a unos hombres a revisar los registros de los puertos más probables. Cuando encontré sus apellidos, me fue fácil seguirles la pista hasta Londres.

—A mí no se me habría ocurrido eso —apuntó Dare.

—Las cosas de ese tipo son su especialidad —explicó Clarissa Hawkinville—. No os podéis imaginar lo bien organizadas que están nuestras casas.

—No gracias a ti —le dijo Hawk sonriendo.

—Dos personas ordenadas y prolijas serían insoportables —contestó ella—. Cuánto me alegra que se haya resuelto el problema —dijo a Dare y a Mara.

Ya había corrido la voz entre los Pícaros, y todos se acercaron a felicitar a Dare. Pasado un momento la duquesa anunció que la señora Beaumont, la famosa actriz, les haría el inmenso honor de interpretar un corto parlamento de una obra antes de la cena.

Mara había olvidado a Blanche, y no tenía ni idea de qué tipo de interpretación iba a hacer. Cuando se giraron a mirar hacia la galería, le cogió la mano a Dare y elevó una oración.

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Por el motivo que fuera, Blanche se veía más alta cuando se dirigió a su público y su bien entrenada voz llegó a todos los rincones:

—En las obras de teatro hay poquísimos parlamentos potentes para mujeres, en particular de aquellos que las muestran en toda su virtud y fuerza, pero he elegido uno de esos para esta corta interpretación. De Porcia en El mercader de Venecia del señor Shakespeare.

Y comenzó, arreglándoselas para suavizar la voz sin que a nadie le costara oírla:

Lo propio de la clemencia es que no es forzada,

cae como la suave lluvia del cielo sobre el lugar que está debajo.

Es dos veces bendita:

bendice al que la concede y al que la recibe

Es lo más poderoso de lo todopoderoso,

sienta mejor que la corona al monarca en su trono.

Los tenía a todos en un embelesado silencio, aunque tal vez también pedía clemencia para ella y para Dare. Se saltó una parte relativa concretamente al argumento de la obra, y concluyó con los versos:

Ten en cuenta que, en estricta justicia,

ninguno de nosotros encontrará salvación:

rogamos para pedir clemencia,

y ese mismo ruego nos enseña a todos a ser clementes.

Bajó la cabeza y estalló un clamoroso aplauso. Pensando en la clemencia ofrecida al comandante Berkstead y a la pobre madame Clermont, Mara le apretó la mano a Dare. Con frecuencia la venganza, e incluso la justicia, son una mala moneda.

Blanche retrocedió y salió de la galería y no tardó en volver a entrar en el salón del brazo de un orgulloso Hal, y recibió más elogios.

—Ojalá... —dijo Mara y se interrumpió.

La sociedad había respaldado a Dare al asistir al baile esa noche. Si quedaban dudas, no se podía hacer nada más al respecto. En todo caso era probable que nadie hubiera visto lo que le ocurrió a Dare en el campo de batalla.

Cuando los relojes daban las doce de la noche, sonaron las primeras notas de un vals y él la llevó a la pista. Fue estupendo que el baile no exigiera cambio de pareja, porque se sumergieron en un mundo sólo habitado por la luz de la luna, elfos bailarines y tal vez ciertas artes orientales.

Cuando terminó el vals él le dijo:

—Ahora los Pícaros vamos a cenar juntos.

Se dirigieron hacia la puerta del salón y justo al salir se encontraron con un hombre muy imponente, de pelo moreno y ojos castaños y un aura de impresionante vigor. Mara se puso nerviosa porque notó en él una cierta hostilidad.

—Canem —dijo Dare en tono simpático, aunque no como si se dirigiera a un amigo.

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—Ahora soy Darien —dijo el hombre sonriendo, aunque la sonrisa no le llegó a los ojos.

Dios mío, rogó Mara, no permitas que ahora ocurra algo malo.

—Lo siento —dijo Dare—. ¿Murieron tu padre y tus dos hermanos?

—Uno por enfermedad y dos por un rayo. Está claro que el lema de la familia debería aplicarse a nosotros y no a nuestros enemigos. Dare miró a Mara.

—Querida mía, te presento a lord Darien. Darien, mi futura esposa, lady Mara Saint Bride.

Lord Darien le hizo una venia bastante amable, pero ella siguió notando la ausencia de algo.

—Lord Darien y lord Darius —dijo—. Bueno, esto sí se presta a confusión.

—Por suerte aun no tenía el título cuando estaba en Harrow —convino lord Darien—. Entonces era simplemente Cahvay.

Extraño apellido, pensó ella. Tratando de mantener viva la tensa conversación, preguntó:

—¿Cuál es el lema de su familia, milord?

Él repitió su apellido y entonces ella comprendió. Tanto el apellido como el lema de la familia era Cave, la palabra latina que significa «cuidado», y pronunciada así: Cahvay [Cave]. Sabía de una familia de Warwickshire que tenía un perro gruñendo en su blasón y, según recordaba, gozaban de fama de alborotadores. No necesitaban más problemas.

—Acabo de llegar a la ciudad, Debenham —dijo lord Darien entonces —, y no sabía nada del rumor. Me sorprendió. Yo te vi caer derribado por un disparo en Waterloo.

Mara tardó un momento en captar el significado de esas palabras, y cuando lo captó rió de dicha. Los hados les sonreían.

—Gracias —dijo Dare, aunque con cautela.

—No me lo estoy inventando —dijo Darien, con cierta frialdad—. Es necesario hacer justicia.

Dare sonrió y tal vez se le colorearon un poco las mejillas.

—Sí, claro. Perdona. Normalmente uno no espera tantas bendiciones en una noche.

Lord Darien curvó levemente los labios.

—Esta es tal vez la primera vez en generaciones que a un Cave lo llaman una bendición. Me encargaré de que la gente se entere —dijo, y entró en el salón.

Mara se lo quedó mirando hasta que se perdió de vista.

—¿Es un enemigo? —preguntó entonces.

—Nooo.

—¡Entonces esto es maravilloso!

De repente él sonrió, con los ojos brillantes.

—Sí, ¿verdad? Vamos, los demás ya deben de estar cenando. Mientras bajaban la escalera ella le preguntó:

—¿Por qué lord Darien parecía estar gruñendo en silencio? —Es una vieja historia, pero las viejas heridas suelen doler, y yo lo empeoré todo al llamarlo Canem, sin pensarlo.

—¿No es su nombre? —Entonces cayó —. ¿Cave canem? ¿Cuidado con el perro?

—Exactamente. —Sonreían y saludaban, abriéndose paso por la abarrotada casa en dirección al salón que daba al jardín, donde habían dispuesto la cena—. Cave es un año menor que yo, y cuando llegó a Harrow era pequeño para su edad, y muy aficionado a pelearse con cualquiera por

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el motivo que fuera. Peleó conmigo y yo intenté desviarle la atención con humor, diciendo cave canem.

—Es fácil que te venga esa expresión.

—Sí, pero él ya se había hecho enemigos, y los chicos comenzaron a llamarlo Canem, y no de manera amable. Los Pícaros intentaron ayudarlo, pero me parece que a él le fastidió eso también.

Habían llegado a la puerta del salón para cenar y Mara se detuvo.

—Me sorprende que lo llamaras así sabiendo que eso lo heriría.

—Creí que no. Por lo general, en el ejército lo llamaban Canem, y tenía una feroz buena fama como oficial de caballería. Tal vez desde ahora sólo le moleste que yo lo llame así.

Ella le tocó el brazo en gesto consolador.

—Puede que sólo haya sido una irritación pasajera, y es el testigo que necesitas.

—Sí. De verdad parece que se han acabado los problemas menores.

Ella comprendió que no quería decir que los problemas hubieran sido de poca importancia, sobre todo la lucha por Delphie, sino sólo que por encima de todos se cernía la batalla final con el opio.

Entraron en la sala donde estaban reunidos los Pícaros, sentados alrededor de una larga mesa. Dare les contó la última novedad y todos alzaron las copas en un brindis.

Entonces Con dijo:

—Así que ahora Canem Cave tiene título de nobleza. Cuidado, amigos, cuidado. Es el tipo de hombre que necesita una guerra para agotar su energía.

Al terminar la cena Mara y Dare salieron a explorar el jardín, que esa noche tenía una magia especial con las luces de las linternas y la música que tocaba un trío de cuerda oculto por ahí. Después volvieron al salón con la intención de bailar hasta la madrugada.

Mientras se marchaban los últimos invitados, algunos llevados en brazos a sus coches, Dare la condujo a la biblioteca. Ella supo lo que le iba a decir antes que lo dijera:

—Vas a parar ahora.

—Sí. —Destapó el frasquito azul y lo puso boca abajo. Cayó una gota solitaria y la observó hasta que desapareció en la alfombra—. No tener nada y ninguna perspectiva de tenerlo es como estar desnudo en una tormenta de invierno. Tengo que marcharme de Londres, si no, me arrastraré hasta una tienda a comprar un poco.

—Quiero ir contigo.

—No.

Ella le cogió la mano, en la que aún tenía apretado el frasco vacío.

—Quiero estar contigo y quiero que hagas esto en Brideswell. Él se rió amargamente.

—No lo entiendes.

—Lo entiendo. Hablé con Ruyuan. Puedes tener la casa prácticamente para ti solo. Puedo persuadir a mis padres de quedarse aquí y de hacer que Jenny y Lucy los acompañen. Les encantará la exposición de maquetas de corcho, y los monos amaestrados del Astley.

—¿Y el resto de tu familia?

—Todos los demás serán bien acogidos en las casas cercanas. ¿Crees que bastará una semana, para lo peor?

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Él movió la cabeza.

—Es una eternidad, pero sí.

—Brideswell es especial, Dare. Sabes que lo es. Es un lugar sagrado y te ayudará.

Él se liberó la mano y le dio la espalda.

—Pero ¿necesito yo un lugar especial para reforzarme? Necesito hacer esto solo.

—Estarás solo —dijo ella, empleando un tono calmado—, porque nadie puede hacer este viaje en tu lugar. Pero si necesitas Brideswell siempre lo tendrás porque yo siempre estaré contigo.

Él se giró, le cogió las manos extendidas, se las besó y la atrajo a sus brazos.

—¿Y si no...? No, no fracasaré.

—No. No fracasarás.

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CCCAAAPPPÍÍÍTTTUUULLLOOO 333111

Se marcharon ese mismo día por la mañana. A Mara la sorprendió que sus padres no pusieran ninguna objeción, pero claro, lo entendían. Salter viajaba con ellos en el coche. Ruyuan y su flautista lo hacían en otro que iba detrás.

Al comienzo del trayecto Dare parecía normal, pero no tardó mucho en estar desasosegado y ensimismado. Repetía con mucha frecuencia: «No es tan terrible al comienzo». Mara intentó animarlo dándole conversación, pero incluso a ella su voz le sonaba como un tenedor chirriando sobre un plato. Se ofreció a leerle y él aceptó, pero estaba claro que no escuchaba.

En la primera parada él comió, pero una hora después vomitó. Mara dejó que Salter lo atendiera. Tal vez no debería estar ella ahí; tal vez sólo hacía que molestar. Dejó de leer y al parecer él no se dio ni cuenta. No paraba de moverse inquieto, tanto que ella deseó ponerse a gritar, así que desvió la cara y dejó de mirarlo. Había bailado hasta tarde y esa mañana habían partido temprano, así que finalmente se quedó dormida. Despertó cuando el coche se detuvo delante de Brideswell.

Estaba oscuro y sólo había luz en dos ventanas. Cuando ya habían entrado todos, pensó si no habría cometido otro error, porque la casa silenciosa y desierta no se parecía en absoluto a Brideswell. ¿Y si la magia, si la había, sólo venía de las personas que normalmente vivían ahí?

Llevó a Dare a la habitación de Simon y luego acompañó a Ruyuan hasta la puerta de la habitación contigua.

—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó.

—Tú vete a dormir, Mara. Habrá muchísimo que hacer cuando despiertes.

Ella tenía que saberlo.

—¿Brideswell es especial?

Él sonrió.

—Muchísimo. El chi aquí es extraordinario.

—¿Incluso así, vacía?

—Las personas vienen aquí y se quedan debido al chi. Las personas buenas lo mejoran, pero la energía pura viene de otra parte.

—¿Le servirá?

—Inconmensurablemente.

Eso le permitió a ella irse a acostar. Se había puesto ropa que podía ponerse y quitarse ella sola, pero hasta que se quedó dormida echó de menos las protestas y tonterías de Ruth. A la mañana siguiente cuando despertó, el día estaba gris y llovía a cántaros, lo que le pareció un mal presagio. Tan pronto como estuvo vestida fue a toda prisa a la habitación de Dare. No estaba ahí.

Los ejercicios. ¿Dónde los haría? Ahí no había salón de baile. Recorrió toda la casa, comprobó que en la cocina sólo había tres criados, que se quedaron ahí para atenderlos a ellos.

Cada vez más angustiada, volvió a subir a la habitación de Dare. No había nadie, pero al asomarse a la ventana los vio a él y a Ruyuan en el jardín de césped, los dos empapados por la fuerte lluvia. Ruyuan fluía como el agua; Dare lo combatía con torpe violencia sin conseguir nada.

Entonces a Dare se le dobló el cuerpo y cayó al suelo. Salió corriendo de la habitación, bajó la escalera sintiéndose como si sus pies no tocaran el suelo, y de pronto estuvo junto a él, oyendo

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sus resuellos de dolor. Se acercó más para abrazarlo, y justo entonces él comenzó a golpearse el cuerpo contra el suelo, como si quisiera matar a algo, o a sí mismo. Ruyuan lo puso de pie.

—¡Corremos! —dijo, y se llevó a Dare a rastras.

Después de unas cuantas yardas, este ya iba corriendo solo, o avanzando a trompicones, bajo el aguacero.

Mara se quedó sentada en el suelo dejándose bañar por la lluvia. ¿Qué hacía ella ahí?

Finalmente volvió a la casa chapoteando en los charcos, subió a su habitación a cambiarse, después bajó con la ropa mojada y la llevó al lavadero. Ahí la lavó y escurrió y la puso a secar extendida sobre una rejilla junto al hogar.

Cuando entró en la cocina la cocinera le preguntó: «¿Desea desayunar, milady?». La señora Keating se esforzaba en actuar como si no ocurriera nada raro.

Su primer impulso fue decir «no», pero cayó en la cuenta de que estaba muerta de hambre, así que se sentó a desayunar, pan, huevos y té cargado. Se tomó su tiempo, porque no lograba imaginar qué utilidad tenía ella en esa guerra. Pasado un rato entró Salter y tranquilamente comenzó a sacar agua caliente de la enorme caldera.

—¿Para qué es esa agua? —le preguntó.

—Para un baño, milady.

Salió con dos baldes llenos y ella lo siguió. Un baño parecía algo normal.

Entonces, ¿todo estaba bien ya?

Salter ya había instalado la enorme bañera en el dormitorio de Dare y recubierto el fondo y los lados con toallas. Vertió los dos baldes con agua caliente y salió a buscar más. Cuando volvió por tercera vez y la bañera estaba hasta la mitad, entró Dare tambaleante, con casi todo su peso apoyado en Ruyuan. Este lo desvistió y lo metió en la bañera como si fuera un niño.

Tan pronto como estuvo hundido en el agua, se quedó quieto, pero seguía respirando en cortos resuellos y tenía cerrados los ojos.

Ruyuan vertió gotas de un aceite en el agua y se elevaron extraños aromas. Entonces Dare comenzó a retorcerse y se cogió de los lados de la bañera para estarse quieto.

Mara se quedó, pensando qué podría hacer. Ruyuan le estaba friccionando los hombros y hablándole en un sonsonete parecido a un cántico. Eso le hacía bien, al parecer, porque por fin bostezó. Luego volvió a bostezar, pero se notó que no era de sueño. La siguiente vez que abrió la boca se le escapó un grito de angustia o de dolor.

Mara salió retrocediendo y echó a correr. No tenía nada que ofrecer en esa batalla, y ni siquiera el valor para mirar. Volvió a la cocina y descargó su angustia y miedo amasando pan. Cuando amainó la lluvia salió a caminar, o más bien a correr, y sus pies la llevaron a la iglesia de Saint Bride. Fue a arrodillarse ante el altar y rezó.

No tenía idea de cuánto tiempo llevaba ahí cuando vio llegar hasta el altar a la señora Ludlow, a poner flores. Al instante se incorporó y salió. ¿Qué pensaría de ella la mujer al verla ahí rezando y con la cabeza descubierta?

En el pueblo lo sabían, lógicamente. Lo sabrían todo. Tomó senderos por la parte de atrás del pueblo para volver a la casa, pero de todos modos se encontró con unas cuantas personas, que le desearon los buenos días, pero la miraron preocupadas. Rogó que no pensaran mal de Dare por la situación. Tal vez no debería haberlo traído ahí. Pero Ruyuan dijo que el chi era fuerte.

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Ella también sería fuerte. Entró en la casa, subió a lavarse y peinarse y después fue a la habitación de Dare. Se encontró con Ruyuan haciendo guardia ante la puerta.

—Huí —le dijo.

—Es terrible ver sufrir a los seres queridos. Ahora está mejor.

—¿Ya?

—No, no en ese sentido, pero le he dado unas hierbas que lo harán dormir un rato.

—¿Hay alguna cosa útil que yo pueda hacer?

—Para evitarle la lucha, no. Pero lo ayudas a luchar. Esta vez ganará por ti.

Mara cayó en la cuenta de que estaba llorando otra vez, y se limpió las lágrimas.

—Ojalá no tuviera que luchar.

Él la condujo suavemente hasta su dormitorio y una vez allí la acompañó para que se sentara en un sillón.

—Sabes que eso es una tontería. Tú no le construiste esta prisión, pero él está encerrado en ella. Si no lucha no podrá escapar. ¿Lo condenarías a prisión perpetua por miedo al dolor?

—Me han dicho que la persona puede morir.

Hasta ese momento no se había dado cuenta de que tenía ese terror dentro.

—No morirá, Mara. Las personas que pasan de tomar dosis elevadas a no tomar nada, sí. Pero Darius ha seguido el camino difícil casi hasta la puerta.

Mara se miró las manos, y vio que se las estaba retorciendo.

—¿Cómo es? ¿El dolor?

—Nunca he tomado opio, así que no he tenido que escapar de él. Pero dicen que es como tener ácido en la sangre y tormento en el vientre, junto con un dolor de lo peor posible en las articulaciones y la cabeza. Viene en rachas, y todos los órganos se rebelan.

Ella lo miró horrorizada.

—Santo Dios. ¿Y qué lo puede aliviar?

—El movimiento, la sensación. Cualquier cosa que lo distraiga o lo abrume, pero no es suficiente. Las hierbas van bien, pero hasta un cierto punto; son como las muletas que le permiten a un hombre caminar, pero no sin dolor.

—¿Y hay algo que pueda hacer yo? —repitió ella.

—Dentro de un momento le daré un masaje. Tú me ayudarás.

Eso era una orden, pero ella se lo agradeció.

Si Dare había dormido, había sido un breve rato, y seguía en la cama. Tenía empapadas de sudor las sábanas y todos los músculos tensos. El la vio y cerró los ojos.

—No es tan terrible —resolló.

—Mentiroso —dijo ella, apartándole de la cara un mechón mojado.

Entonces Ruyuan lo puso boca abajo y comenzó el masaje a base de golpes.

—Coge esa vara y golpéalo con ella —le ordenó.

Mara dudó un momento.

—No le hará daño. Le distraerá los nervios.

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Así pues, ella comenzó a golpearle el cuerpo con la vara, sorteando las rápidas manos de Ruyuan, y le pareció que Dare sí se relajaba. Aunque tal vez «se quedaba quieto», eso era mejor, porque sabía que el dolor seguía retorciéndolo por dentro; aunque ahora, tal vez, estaba simplemente mitigado.

De pronto él emitió un sonido ahogado, se incorporó y se apretó el vientre, formando un duro ovillo.

—Ahora será mejor que te vayas, Mara.

Ella vaciló.

Dare gritó.

Salió corriendo, corrió y corrió hasta salir de la casa, sin poder dejar de oír los gritos, ni siquiera cuando pararon. Siguió corriendo la media milla hasta la iglesia y se desplomó cerca del altar. Lloró y lloró y rezó, hasta que se quedó simplemente tendida, agotada. Ahí la encontró su tío Scipio, la levantó y la abrazó.

—Soy muy débil —sollozó —. He huido.

—Es terrible ver sufrir a los seres queridos. Las mismas palabras de Ruyuan. Entonces su tío añadió:

—Ven conmigo a tomar una taza de té, querida mía.

Mara se rió de la solución Saint Bride para todo, pero la taza de té tomada en la cordura de la casa parroquial, casi tan atiborrada, caótica y bendita como Brideswell, la serenó y le despejó la cabeza.

Su tío la acompañó de vuelta a la casa. Cuando llegaron a las puertas le preguntó:

—¿Podría traer a Dare a la iglesia cuando él se encuentre en condiciones, tío? Es un lugar especial.

—Por supuesto, cariño. Sabes que por la noche la llave queda colgada debajo de la ciega.

Eso la hizo reír, porque llamaban así a la extraña figura femenina desnuda tallada en la maciza piedra al lado derecho de la puerta de la iglesia. Típico de Brideswell guardar ahí la llave.

Entró en la casa atenta a la atmósfera. Por lo menos todo estaba en silencio. Subió y nuevamente no había nadie en la habitación. Se asomó a la ventana y vio a Dare corriendo, uy, con mucha torpeza, pero como si lo persiguieran unos demonios, y a Ruyuan corriendo a su lado, ágil e incansable.

Así se estableció una pauta sin tener en cuenta si era de noche o de día. Dare corría fuera de la casa o se paseaba dentro, sudando, temblando y muchas veces inconsciente de dónde estaba y de quién estaba con él. A veces Salter tenía que impedirle que se golpeara la cabeza contra la pared o intentara romperla a puñetazos o a patadas como si quisiera abrir un hoyo para pasar por él. Otras, simplemente gritaba, gritos de angustiosa desesperación, y en muchas más, comprendía ella, no gritaba solamente porque sabía que ella estaba cerca.

Se obligó a no huir de los gritos, pero se sentaba cerca acurrucada, rodeándose con los brazos y llorando, rogando que se le acabara ese sufrimiento. ¿Cuánto sufrimiento podían soportar el cuerpo y la mente sin quedar destrozados?

No era posible llevarlo a la iglesia todavía, así que iba ella cada día. Ruyuan hablaba del chi, y si eso existía, era más fuerte en esa iglesia que en Brideswell. Por lo tanto rezaba, con el disco del yin y del yang en la mano, segura de que esas cosas místicas cruzaban todas las fronteras o barreras religiosas, tratando de acumular sus beneficios en el corazón.

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Ayudaba a Ruyuan en los masajes, intentando introducir esos beneficios en los temblorosos músculos de Dare, tal como introduciría mantequilla en la masa para el pan, mareada por el incienso, los aceites aromáticos y la música de flauta, repitiendo una y otra vez: «Te quiero, te quiero, te quiero».

Y entonces a él le venían los calambres, intentaba no gritar y ella salía corriendo para que pudiera hacerlo.

Dormía siempre que ya no podía continuar despierta, y a veces caía en la cama vestida. Salter la obligaba a comer. Sólo se arreglaba para las visitas a la iglesia, para que la gente del pueblo no la creyera loca o, peor aún, maltratada.

Un día al entrar en la casa de vuelta de la iglesia, se detuvo aterrada. Faltaba algo en la casa, como si de repente se hubiera silenciado una especie de trueno. Subió corriendo la escalera y en el rellano chocó con Ruyuan. Él la sujetó para que no se cayera.

—Duerme, Mara —le dijo.

Ella lo miró fijamente, medio pensando que quería decir que Dare había muerto, pero él le sonrió y repitió:

—Duerme.

Entró silenciosa en el dormitorio a confirmar ese milagro. La ventana estaba abierta y por ella entraban los sonidos del campo. Y sí, Dare estaba durmiendo de verdad. Estaba debajo de las mantas, por lo que sólo le veía el pelo lacio, pero notó que no había nudos de tensión en él. Ni dolores en la cabeza ni en los huesos, ni ácido en las venas, ni dolorosa rebelión de los órganos.

—Alabado sea el cielo —susurró—. ¿Se ha ganado la victoria?

—De otro diría tal vez, porque el atractivo puede quedar en la mente, muy potente, pero no de Darius. Su repugnancia es más fuerte que cualquier placer que pueda ofrecer el opio. Pero no estará bien durante unos días, y no del todo bien durante un mes, más o menos. Su cuerpo debe sanar.

Mara miró el reloj, pero este sólo le dijo que eran las tres y veinte.

—¿Cuánto tiempo ha pasado?

—Cinco días y medio.

—Una eternidad. ¿Puedo quedarme aquí a acompañarlo?

—Por supuesto, pero espero que no despierte hasta pasadas muchas horas.

Entonces salió y Mara se acercó a la cama, quitándose la papalina y los guantes. Deseó meterse debajo de las mantas para estar acostada con él, pero no debía despertarlo, así que silenciosamente acercó un sillón a la cama y se sentó a mirarlo, velar y rezar.

Empezaba a anochecer cuando él se movió. Al parecer no lograba abrir los ojos e hizo una mueca.

—¿Sientes dolor?

Entonces él abrió los ojos, pero ella no supo si la veía.

—Todavía no.

Ella le colocó la mano sobre el pecho cubierto.

—Ruyuan dice que ya se ha acabado.

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—Podría tener razón —dijo él, y añadió —: Esto es difícil.

Tenía la voz áspera, ronca, por los gritos, comprendió ella.

—¿Sientes dolor? ¿Dónde?

—¿Es posible que haya acabado? —dijo él, sin poder disimular el miedo—. ¿Para siempre?

Mara cayó en la cuenta de que ya no tenía que preocuparse de si lo despertaba, así que se metió en la cama, vestida, y lo abrazó con toda la fuerza que pudo.

—Ruyuan lo ha dicho, y que tú no recaerás. Acabó, mi amor. Se acabó. Has ganado.

Él la abrazó también, pero ella notó su debilidad además de la desesperación. También notó que había adelgazado. En menos de una semana se había vuelto frágil, pero ah, muy fuerte. Le besó el pecho, que ya no estaba empapado de sudor, aunque, tuvo que reconocer, olía un poco mal.

—No siempre he sido valiente —confesó—. No lograba soportar verte sufrir tanto.

Él la acarició también.

—Yo sabía que estabas cerca.

Se movió un poco más, girando de un lado a otro la cabeza y haciendo flexiones, para comprobar si sentía dolor, comprendió ella, como quien se escarba una muela cariada.

Pero él no estaba cariado. Estaba sano, y pronto volvería a estar fuerte.

Se bajó de la cama.

—Voy a pedir que te preparen un baño.

Él sonrió, mirándola con humor en los ojos, y sí, la veía.

—¿Eso es una queja?

—Te sentirás mejor después de un baño —dijo ella sonriendo, evadiendo la respuesta, y salió a llamar a Salter.

Cuando estuvo preparado el baño, ella quiso marcharse, pero él preguntó por ella, así que se quedó, le lavó la espalda y el pelo, y se besaron en medio del vapor caliente. Lo habían llevado casi a peso a la bañera y necesitó la ayuda de Salter y Ruyuan para volver tambaleante a la cama recién hecha con sábanas limpias.

—Siento una extraña paz.

Ya había oscurecido, así que ella encendió una vela.

—¿Por qué extraña?

—Porque había olvidado su sabor. Creí que podría echar de menos la tranquilidad que produce el opio, pero esto es mejor.

Sonó un golpe en la puerta.

—Adelante —dijo él.

Entró Salter, con un plato hondo.

—El señor Feng dice que debe comer, señor.

Dare miró el plato con cierta desconfianza, pero se incorporó hasta quedar sentado y Salter se lo pasó. Removió la sopa con la cuchara. Mara vio que esta no estaba cocinada exactamente con una receta inglesa.

Él tomó una cucharada.

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—Muchas de mis partes se están preguntando qué es esta extraña actividad. —Tomó otras cuatro y dijo —. Basta por hoy.

Mara pensó si no debería disuadirlo, pero pasado un momento él vomitó la sopa en un recipiente que Salter tenía a mano, y después apoyó la cabeza en la almohada, nuevamente con dolores, estaba claro.

Mara fue a quejarse a Ruyuan.

—Todavía no puede comer.

—Sus tripas deben comenzar desde cero, Mara. No les llevará mucho tiempo. Dare se dio un baño. Tú deberías bañarte también.

Mara se ruborizó al pensar cómo olería, y fue a darse un baño. Después se sintió mucho mejor y, por primera vez desde hacía días, pensó qué ropa debería ponerse. Hizo llamar a Abby, la ayudanta de cocina, para que la ayudara a ponerse el corsé y un bonito vestido amarillo sol. Cuando volvió a la habitación de Dare fue recompensada por una sonrisa de él que le iluminó los ojos.

—Ven aquí —le dijo.

Ella se acercó y se besaron.

—Te veo mejor.

—Ruyuan me obligó a tomar otro poco de esa sopa y se ha afirmado en el estómago. Dentro de mí hay una batalla, pero tal vez están ganando las fuerzas de la luz.

Se veía agotado todavía, pero no tan cansado como para dormir, así que ella le propuso:

—¿Quieres que te lea?

—Habiendo sido rescatado de la vil prisión, ¿no deberíamos rescatar al pobre Canuto?

Todo eso a ella ya le parecía parte de otro mundo.

—No traje mis notas, pero podríamos recrearlo todo.

A la luz de la vela recordaron a Canuto, a Anne Whyte, Caspar y el monje cegatón.

—Que debe llamarse Sansón —dijo Dare.

Aunque tímido, era el inicio de una creatividad y un humor que no tenían nada que ver con el opio.

Él se quedó dormido entre una palabra y la siguiente. Mara volvió a su dormitorio y se preparó para acostarse, pero después regresó al dormitorio de él, se metió en su cama, bien acurrucada, para consolarse con su calor y respiración pareja, y para darle lo que pudiera.

Despertó con un beso, y observada por los ojos despejados de él. Se besaron largamente con ternura, pero no con pasión, todavía.

Cuando él se bajó de la cama, se le fue el cuerpo, y al intentar caminar, se cayó al suelo, y ahí se quedó.

—Creo recordar esta sensación —resolló—, después de ser atropellado por una brigada de la caballería.

—Por lo menos esta vez no se te ha roto ningún hueso —dijo ella, y salió a llamar a los hombres para que lo ayudaran a volver a la cama.

Comprendiendo que se había dado demasiada prisa en ponerse un vestido bonito, fue a cambiárselo por uno viejo, porque Dare seguía necesitando masajes.

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—Es necesario devolver la circulación natural a su chi, Mara —le explicó Ruyuan —, si no, no podrá sanar. Toda curación viene del buen funcionamiento del interior. Si me lo permites, te haré eso mismo a ti. Tú también has luchado y te has agotado.

A Mara la sorprendió muchísimo esa idea, pero se dejó llevar por él hasta su dormitorio y allí se tendió en la cama. Él comenzó a pasar las manos por su cuerpo de una manera que la habría horrorizado de muerte sólo unas semanas atrás. Entonces él dijo:

—Te trabajaré las manos y los pies.

Encontró raras las sensaciones de las fricciones, tironeos y presiones en los pies, pero no tardó en sentirse como si pudiera elevarse flotando por encima de la cama, con todos los miembros relajados. Cuando él comenzó a friccionarle la mano derecha, le preguntó.

—¿Puedo aprender a hacer esto?

—Por supuesto. No es nada mágico. Es simple cuestión de abrir los canales para que circule el chi. Cuando nos sentimos mal, por dolor, malestar o aflicción, los canales se cierran, y si los dejamos cerrados, todo empeora.

—Los ejercicios hacen lo mismo, ¿verdad?

—¿Los del tai-chi? Sí, son muy beneficiosos, pero sobre todo para la mente.

—¿Has estado en Saint Bride? —preguntó ella, todavía flotando—. ¿En la iglesia?

—No soy cristiano, Mara.

—Creo que el chi es particularmente fuerte ahí. Me gustaría llevar a Dare allí tan pronto como sea posible.

—Entonces, cuando despierte iremos.

La siguiente vez que Dare despertó, consiguió caminar hasta un sillón junto a la ventana. Allí comió todo un plato de sopa de carne. Pasada media hora, todos estuvieron de acuerdo en que no la vomitaría. Cuando le explicaron la excursión que iban a hacer, él dijo las palabras del Evangelio:

—El espíritu está pronto, pero la carne es débil.

—Entonces iremos en coche —dijo Mara.

Mientras Salter y Ruyuan lo vestían para luego ayudarlo a bajar la escalera, ella corrió a preparar el calesín. Lo tenía ante la puerta cuando él salió a trastabillones, más o menos por sus propios pies.

Salter y Ruyuan hicieron el trayecto a pie, al lado del coche, y tal vez fue bueno que ya estuviera oscuro cuando la extraña procesión pasó por la calle del pueblo. Al llegar a la iglesia Mara no tuvo necesidad de buscar la llave porque la puerta estaba abierta, esperándolos.

Ella encabezó la marcha, y encontró sobrecogedora la atmósfera en la nave a la luz de una pequeña lámpara ante el altar. Dare se desplomó en el banco más cercano a la puerta, con aspecto de estar agotadísimo.

—Ah, sí —dijo Ruyuan.

Después de dar una vuelta por la pequeña nave, fue a sentarse en el medio del pasillo con las piernas cruzadas. No dio ninguna orden, pero Dare se levantó con dificultad y, apoyándose en Salter, avanzó por el pasillo, encontró un lugar, se sentó en el suelo y luego se tumbó de espaldas con los brazos y piernas extendidos.

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Salter se sentó en un banco cerca de él. A Mara le habría encantado tumbarse también sobre las losas, pero le pareció que hacer eso ahí en la iglesia de la familia sería demasiado, así que fue a sentarse al lado del paciente ángel guardián de Dare.

—¿Sientes algo? —le preguntó en voz baja.

—No puedo decir que lo sienta, milady, aunque no soy uno que niegue lo que otros encuentran beneficioso.

—¿Te quedarás con lord Darius?

—No, milady, pues he descubierto este gratificante trabajo. Podría intentar encontrar a otra persona que tenga este problema y tal vez persuadirla de buscar la ayuda del señor Feng, aunque las personas sienten mucho miedo de cualquier cosa que les parezca rara.

Mara intentó imaginarse cómo habría reaccionado ella si se le hubiera presentado esa situación sin estar preparada. Podría haberla rechazado, pero ninguna persona de criterio amplio podría negar que en ese lugar fluía algo especial ni que el chi de Ruyuan tenía poder espiritual.

Dios actúa de formas misteriosas, sus designios son inescrutables.

Pasado un buen rato Dare se movió, se puso de pie con dificultad, pero se notaba más fuerte y firme. Ruyuan se levantó y le cogió las manos; con un gesto les indicó a ella y a Salter que se acercaran. Se levantaron y se acercaron, pero ella percibió el desasosiego de Salter, como si una cuerda lo refrenara.

—Situaos uno a cada lado de Dare —les dijo Ruyuan—, y cogedle una mano y la mía.

Obedecieron, formando un círculo, y ella sintió la energía. Era como un zumbido que pasaba de uno al otro, discurriendo por su cuerpo, fortaleciéndola, elevándole la mente.

Salter fue el primero que rompió el círculo.

—Muy interesante —comentó, con la voz ronca. Mara comprendió que él también le tenía miedo a algo que encontraba raro.

Salieron de la iglesia a la apacible noche.

—A veces toda la tierra es sagrada —comentó ella.

Dare le besó el pelo.

—Más allá de ese seto —continuó ella—hay un pequeño campo en que todavía se conservan los cimientos de uno de los muros del monasterio. Podríamos construir una casa ahí. Sería una casa modesta, con un pequeño jardín, pero eso es todo lo que necesitamos, y estoy segura de que el chi es fuerte ahí.

—Puesto que somos plebeyos —dijo él—, no verdaderos aristócratas, nos bastará un pequeño trozo de cielo.

Abrazados caminaron hacia el calesín, y cuando él se apoyó en ella, percibió su nueva fuerza interior.

—Gracias, Dios —dijo, mirando hacia el cielo estrellado. —Amén —dijo él.

—¿Cuándo nos casamos, entonces?

—Creo que ya lo hicimos.

Ella le dio un codazo.

—Nuestras familias preferirán que lo legalicemos.

Él frotó la cara en su pelo.

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—A la dama le corresponde fijar la fecha, pero yo te haré mejor servicio dentro de unas semanas. ¿Te parece bien el día de san Juan?

—¿Justo después del solsticio de verano? Perfecto.

—Y es mi cumpleaños. ¿Qué mejor regalo?

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CCCAAAPPPÍÍÍTTTUUULLLOOO 333222

Llovía el 24 de junio, pero era una lluvia suave que brillaba a la intermitente luz del sol. Mara recitó el dicho tradicional: «Lluvia en san Juan, los ángeles rezan».

Estaba embarazada. Finalmente lo sabrían todas las personas que importaban pero no se lo había dicho a nadie aparte de Dare. Él le propuso adelantar la fecha, pero ella se negó. «Me gusta la idea de casarme el día de tu cumpleaños. Por lo menos no olvidarás nunca la fecha. Y te quiero con toda tu fuerza y vigor la noche de bodas.»

Esa noche, pensó, cuando iba caminando hacia la iglesia acompañada por sus familiares. Ya no caían chubascos y esa sería una sencilla boda campestre, así que lo correcto era ir a pie. Llevaba un vestido nuevo azul y un sombrero adornado con flores. Dare y sus familiares esperaban en la iglesia, junto con la mayor parte de la gente del pueblo, pero no habían invitado a nadie de fuera. Se había propuesto la asistencia de todos los Pícaros, pero Dare no aceptó; a cambio les prometieron asistir a la reunión que celebrarían en Marlowe dentro de una semana.

—«Será un exorcismo» —dijo Simon.

Exorcismo de la fría casa, pero también, sabía ella, de la negra cadena de problemas iniciada por Thérèse Bellaire en 1814.

Delphie iba a su lado cogida de la mano, y en el otro brazo llevaba a Mariette ataviada con un elegante vestido nuevo. Por una vez los niños habían aceptado separarse, y Pierre estaba con Dare. Ella sospechaba que había sido un plan tramado por los niños para asegurarse de que nada impidiera el matrimonio.

Entonces vio a Dare y a Pierre al lado de la fuente acompañados de muchos aldeanos.

—Deberías estar en la iglesia —le dijo.

Él le hizo un guiño.

—Quiero ver si mi novia es casta.

—Lo era —dijo ella en voz baja mientras él sacaba agua de la fuente con el cucharón.

Se bebió toda el agua del cucharón. Puesto que no cayó al suelo muerta, todos aplaudieron y lanzaron vivas.

Se cogió del brazo de Dare y juntos entraron en la iglesia, con un niño a cada lado. Pronunciaron sus promesas, esta vez las oficiales, pero cuando se miraron a los ojos eran conscientes de que las verdaderas las habían hecho semanas antes.

Salieron al son de los repiques de campanas y les cayó una lluvia de pétalos y granos de arroz, y se dirigieron al prado comunal, donde la fiesta de bodas sería la feria de san Juan, con competiciones, festín y baile. Aunque ansiaban retirarse furtivamente, esperaron hasta que cayó la noche, hora en que se encendía la hoguera tradicional. Se unieron al corro que bailaba alrededor de la hoguera. A Mara la divirtió ver al duque y a la duquesa bailando en el corro. No vio a Gravenham ni a su mujer, por lo que supuso que ya se habían marchado. Sí estaba lady Thea, que parecía estar pasándoselo en grande.

Después Dare dirigió la atención de todos a una parte oscura del prado.

—Un regalo especial —dijo —. He persuadido a monsieur Dubourg, de la famosa exposición de corchos, de traer aquí su maqueta del volcán del Vesubio y hacer una demostración de sus maravillas.

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—¡Nooo! —exclamó Mara, mirándolo. —Te prometí que lo verías explotar.

—Hacer erupción —enmendó ella sonriendo de oreja a oreja.

Dos hombres se acercaron con antorchas a iluminar el volcán, y monsieur Dubourg dio una explicación, juiciosamente corta, acerca del Vesubio, haciendo hincapié en lo horrorosa que fue su erupción, que sorprendió durmiendo a los habitantes de Pompeya, y los mató a todos donde estaban.

Después acercó una antorcha y el oscuro volcán comenzó a adquirir un brillo rojo con el calor. En medio de exclamaciones y ahs y ohs, la parte roja pareció burbujear, las burbujas subieron, bajaron por los lados y entraron en las casas de la ciudad.

Cuando todo volvió a quedar oscuro, el público aplaudió enloquecido, y muchas personas se acercaron con la intención de fisgonear para ver cómo funcionaba, pero para evitar precisamente esto, apostaron unos cuantos guardias. Así que todos volvieron a la hoguera a continuar bebiendo y disfrutando de la fiesta.

Entonces Dare le cogió la mano a Mara y se la llevó.

—Así que por eso insististe en que nos quedáramos hasta que oscureciera.

—Y en uno de los días más largos del año. Mala planificación, pero espero que la espera haya valido la pena.

—¿Erupción? —preguntó ella, sintiendo hormigueos. —Exactamente.

No tuvieron que caminar mucho, porque Phoebe, la tía viuda de Mara, les había cedido su casa en el pueblo para que pasaran la semana.

Cuando se estaba preparando para acostarse, Mara le dijo a Ruth:

—Va a ser bastante raro hacerlo aquí.

—No importa dónde vaya a hacerlo, señorita Mara, puesto que lo ha estado haciendo antes de lo que debiera.

Nunca había habido la menor posibilidad de ocultarle un secreto a Ruth. La abrazó.

—Si te encontraras a un hombre bueno, tú también lo harías, Ruth.

Ruth se puso roja y se marchó.

Mara se metió en la cama a esperar. Sólo un ratito después entró Dare, con una bata que ella recordaba; llevaba el cinturón atado flojo, por lo que saltaba a la vista que debajo iba desnudo. Él arqueó una ceja mirando su gazmoño camisón.

—Me pareció que debía hacer esto con recato —explicó ella.

A él le bailaron de travesura los ojos.

—¿Debo apagar la vela y meterme a tientas debajo de capas de mantas?

—¿Debes? —bromeó ella.

Él se quitó la bata.

—Será como lo ordenes tú, milady, pero dudo de que un volcán pueda hacer erupción con recato.

A ella se le resecó la boca ante su belleza y fuerza, y una oleada de deseo la recorrió toda entera.

—Entonces te ordeno que me violes, milord.

Él echó lentamente las mantas hacia atrás.

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—Mi bella dama, ¿cómo deseas que te viole?

Ella ya tenía acelerado el corazón y enroscados los dedos de los pies.

—Totalmente —dijo.

La mesa para la cena estaba dispuesta en el vestíbulo de mármol de Marlowe, el centro de esa fría casa, tan fría que Nicholas comentó una vez: «Dudo que tenga alma».

Aunque la casa era inmensa, gran parte de ella era un museo. Simon y Jancy se vieron apurados para alojar a las nueve parejas y a sus hijos, porque todos los niños estaban ahí, desde el mayor, Bastian Rossiter, hijastro de Leander, hasta Francis, el bebé de algo más de dos meses de Nicholas.

Pero en esa cena no participaban los niños; estaban instalados en el sector dedicado a ellos y atendidos por niñeras y criados, y sólo las diez parejas se sentaron alrededor de la mesa.

La mesa era redonda. Esa fue la traviesa idea de Dare y la obra de Simon. En el instante en que la vio por primera vez, Nicholas se echó a reír.

«Os dije una y otra vez que no éramos caballeros del rey Arturo, sino simplemente Pícaros.»

«Entonces no deberías habernos elegido para que fuéramos doce —repuso Lucien—. O bien somos los caballeros del rey Arturo o los apóstoles.»

Cuando ya estaban sentados a la mesa y comiendo, todavía iluminados por la luz del sol de verano que entraba por la cúpula de cristal, más la de un montón de velas, para ahuyentar a los malos espíritus, la conversación discurrió entre risas y recuerdos. Los recuerdos de los diez hombres se remontaban a la niñez, y los de las diez mujeres también, debido a las historias que les habían contado sus maridos. Y algunas de esas mujeres se habían visto muy involucradas en las negras aventuras que por fin habían terminado.

Mara había completado su collar de cuentas y comprado uno para cada pareja, y allí se los fue entregando. En el centro estaban las dos perlas por los Pícaros que faltaban. A un lado el topacio, por Dare, y al otro el granate, por Simon. Y luego a ambos lados seguían las cuentas de jaspe, jade, ágata azul, malaquita, sanguinaria y coral. Por último había elegido ágata verde musgo para Con, sólido hombre de campo, y lapislázuli para Lucien.

Ella lucía un juego de joyas de topacio tallado, que fue el regalo de bodas que le hizo Dare.

Nicholas se levantó a proponer un brindis:

—No hay mayor bien que la amistad en la vida y, en especial —miró a su mujer—en el matrimonio. Hemos capeado tormentas y navegado por entre furias del infierno y monstruos marinos, y encontrado por fin aguas calmas y brisas suaves. Brindo porque continúe así.

Todos levantaron sus copas y bebieron, y después Dare dijo: —No sé por qué, pero lo dudo. Tú nos juntaste en el colegio porque todos estábamos destinados a tener problemas, y tenías razón.

—Pues sí que la tenía, ¿no? —dijo Nicholas —. A veces me siento como Casandra. Pero invité a entrar a Con por su estabilidad y a ti por tu alegre desenfado, y ninguno de los dos me habéis defraudado.

—¿Lastre y velas? —dijo Dare—. Entonces no nos quedaremos estancados en las aguas calmas. Icemos las velas rumbo al futuro, y ¡que tengan cuidado las furias del infierno y los monstruos marinos!

FFFIIINNN

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NNNOOOTTTAAA DDDEEE LLLAAA AAAUUUTTTOOORRRAAA

Escribir una novela sobre un héroe adicto al opio no ha sido fácil. Pero puse a Dare en esa situación porque convenía a mi argumento, para obligarme a sacarlo de ella.

No sabía cómo lo sacaría ni quién sería su amada hasta que escribí la historia de Simon (publicada en esta colección con el título El regreso del canalla). Antes de escribirla no sabía nada acerca de Simon Saint Bride, aparte de su nombre y de que estaba en Canadá durante las historias de los demás Pícaros. Pero a medida que se fue desarrollando el argumento, la familia de Simon y su casa, Brideswell, se convirtieron en aspectos importantes de la novela. Entonces apareció Mara y, sin saber mucho de ella, comprendí que estaba destinada para Dare.

(Destinada para Dare. Ese habría sido un buen título, ¿verdad? Me resultó muy difícil resistirme a títulos en los que saliera el nombre del protagonista: Dare para amar; Dare para creer. Fui fuerte.)

De todos modos, seguía sin saber cómo enfocar la historia de Dare. No me parecía bien comenzarla centrando la atención en él y su adicción. Tampoco me parecía bien que Mara fuera solamente el ángel salvador. Entonces se me ocurrió la escena del comienzo. Ahí estaba Mara con un problema y Dare la rescataba. Mejor aún, el problema de Mara era absolutamente culpa de ella, y un aspecto de ese pelo del diablo que fue la causa de la mayoría de los problemas de Simon. Sin saber nada más sobre cómo se desarrollaría la novela, supe que tenía la historia de Dare.

Puede que te sorprenda, a mí me sorprende siempre que lo pienso, pero ambiento muy poco de mis novelas de la Regencia en Londres. Tiendo a preferir las casas de campo, con sólo unas pocas zambullidas en la alta sociedad londinense. (Ton, la palabra inglesa para llamar a la alta sociedad, viene del francés bon ton, o «de buen tono», que equivale a «la gente elegante». Como ves en esta novela, me he aficionado a otra expresión encontrada en los documentos sobre la Regencia: los haut-volée, la gente de altos vuelos.)

Llevo decenios escribiendo novelas ambientadas en el periodo de la Regencia, así que ya son familiares los bailes, fiestas, Bond Street y el salón de fiestas Almack, pero resulta que Dare evita a la alta sociedad; ¿adonde, entonces, pueden ir él y Mara? A los lugares que visitaban los turistas en ese tiempo.

Hay documentos dejados por personas que visitaron Londres y hablan de las vistas. Uno de ellos es una fuente que ya usé para la historia de Simon: The Ridout Letters. Uno de los hijos Ridout canadienses fue a Londres y escribió detalladas cartas a casa.

También está un libro titulado A Visit to London, escrito en 1817. Es para niños y, como muchas otras fuentes, no da todos los detalles que yo querría, pero de todos modos fue para mí un útil atisbo de Londres en el periodo en que transcurre mi novela. Por ejemplo, los niños iban a la Torre de Londres, pero el libro aprovecha la visita principalmente para introducir una clase de historia y sobre los animales del mundo.

Pero es muy tentador entrar en la Juvenile Library, donde la pequeña Maria lanza exclamaciones de placer ante los libros titulados Mental Improvement y Rambles Through the

Fields of Nature.

Los libros comprados por Mara son reales. Sí, Husband Hun-tersü!, con los tres signos de exclamación, se publicó en 1817. Además de las novelas de Jane Austen, que desgraciadamente murió ese mismo año, los lectores tenían una gran cantidad de novelas románticas para elegir,

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normalmente con argumentos dramáticos y góticos. Incluso El fantasma espantoso del Castillo Monstruoso hubiera podido encontrar editor si Dare y Mara lo hubieran terminado alguna vez.

Pero volvamos al opio. La historia del opio, sus usos y abusos, es fascinante y compleja. Recomiendo Opium, a history, de Martin Booth, para una visión general. También leí muchos relatos personales sobre la lucha contra la droga por aquel entonces, entre ellos el famoso Confessions of an Opium Eater, de Thomas Quincey

10," que da menos información de la que uno esperaría. Las exageraciones y la incoherencia son tal vez indicios de que tomaba dosis muy elevadas.

También me fue beneficioso el contacto por e-mail con un hombre que ha experimentado el síndrome de abstinencia de una droga moderna derivada del opio. Le doy las gracias.

En la época en que transcurre la novela, el opio aún no se había refinado para convertirlo en morfina, codeína, heroína, etcétera. Venía en forma de resina extraída raspando las vainas de semillas de las amapolas y normalmente se tomaba en forma de láudano, es decir, disuelto en una bebida alcohólica con otras sustancias para mejorar su sabor, y azúcar.

Es importante recordar que en 1817 el opio era de venta legal y tan barato como la aspirina, y más o menos se consideraba como este analgésico. En muchas casas lo tenían a mano para aliviar el dolor, calmar la aflicción e incluso se le daba a los bebés cuando estaban muy inquietos.

Se podía comprar o bien la pasta para preparar el láudano o bien el láudano ya preparado por un boticario. (Por entonces, se empleaban las palabras «químico» y «boticario», o farmacéutico. Actualmente los británicos obtienen la receta de un químico y los norteamericanos de una farmacia. Ejemplo de cómo se escinde el idioma.)

Ese libre acceso al opio le hacía al drogadicto la vida más fácil y más difícil a la vez. No había ninguna necesidad de recurrir a un delincuente para conseguir una dosis ni de privarse de comer para poder comprarlo. Por otro lado, había pocas razones para disuadir a la persona de continuar tomándolo, aparte de la tendencia del adicto a tomar dosis cada vez más elevadas hasta llegar al punto en que comenzaban a desmoronarse el cuerpo y la mente.

Al parecer en ese tiempo eran pocas las personas que se hacían adictas por tomar opio para «colocarse»; algunas sí buscaban la supuesta claridad mental que produce, como hizo Nicholas, por ejemplo, pero la mayoría lo tomaba para aliviar el dolor en un tiempo en que no existía ninguna otra cosa que lo aliviara. Si la causa del dolor era crónica, seguían tomándolo durante años, posiblemente en dosis más y más elevadas para obtener el alivio, y por lo tanto quedaban atrapadas, porque el opio produce cambios en el cuerpo. Dejarlo no era sencillamente cuestión de fuerza de voluntad, porque el cuerpo, sobre todo los órganos internos, ya no funcionaban bien sin él. El adicto que se decidía por dejarlo del todo y soportar el «mono» (término no empleado en ese tiempo) podía morir. Sin duda experimentaba sufrimientos indecibles en el cuerpo y la mente.

Actualmente existen fármacos que facilitan el proceso, pero en la época de Dare la única posibilidad era ir disminuyendo lentamente las dosis hasta llegar al punto en que se podía dejar del todo sin morir.

Incluso así, la última fase era horrorosa, y muchas veces no servía para nada; si el adicto había comenzado a tomar opio para calmar un dolor crónico, el dolor podía continuar presente. Si lo había tomado para el estrés mental, su mente frágil seguiría atormentándolo. Muchos expertos creían que era más juicioso usar la fuerza de voluntad para tomar una dosis baja de

10

Hay traducción al castellano: Las confesiones de un comedor de opio inglés, Producciones Editoriales, Barcelona, 1975.

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mantenimiento que para soportar el sufrimiento y los riesgos de la abstinencia total. Ten presente que no era ilegal ni caro.

¿Y Feng Ruyuan? Hay muchas historias sobre personas de China y de otros países orientales que tenían una mayor comprensión de la forma de actuar de la droga, así que aproveché eso para facilitarle el camino a Dare. Me pareció probable que Nicholas conociera a una de estas personas, aun cuando en esa época China era un país en el que era difícil entrar.

Por aquellos misterios de la creatividad, cuando estaba a la mitad de esta novela recibí un e-mail de una fan de China que había leído una de mis novelas. Me fue muy útil para darle una forma concreta a este hombre que ya veía y para ponerle el nombre correcto.

En cuanto a Brideswell, me basé en otra tradición mística, la de los lugares santos o sagrados de Europa. Me pareció que un lugar que causara una impresión tan profunda en la mente de las personas tenía que tener ciertas vibraciones especiales.

Me di el placer de visitar Inglaterra para refrescar mi memoria de Londres y para explorar Lincolnshire. En mi sitio web encontrarás fotografías y también cuadros contemporáneos de lugares como la Exposición de Corcho de Dubourg. Invento muchos detallitos en mis novelas, por ejemplo, Great Charles Street es inventada, porque en las casas de las verdaderas calles vivían personas reales y no quería perturbarlas, pero me atengo todo lo posible a la realidad.

Encontré un libro maravilloso titulado The Shows of London, de Richard B. Altick, que me tentó a enviar a Dare y a Mara a todo un montón de espectáculos. No llegaron a explorar la abadía de Westminster ni la catedral de San Pablo, ni a echarle una mirada al coche de Napoleón, que seguía siendo muy popular. Podrían haberse maravillado ante los enormes panoramas de lugares famosos de todo el mundo, sobre todo en la exposición Panorama de la Rotonda de Leicester Square. Había figuras en cera, efigies y enormes cuadros de diversas cosas, por ejemplo de batallas famosas. ¿Y qué decir del instrumento llamado panarmónico, que reproducía automáticamente los sonidos de una banda militar y para el cual Beethoven escribió una obra sinfónica?

Pero para escribir una novela es necesario decidir qué incluir y qué no. Me las arreglo para no meter en la historia todo lo que he descubierto en mis estudios escribiendo estas notas de la autora.

Me gusta saber de mis lectores. Los detalles para contactar están en mi sitio web, www.jobev.com. O puedes escribirme a c/o Margaret Ruley, The Rotrosen Agency, 318 East Fiftyfirst Street, Nueva York, NY 10022. Te agradeceré que si deseas que te responda me envíes un sobre con tu dirección y el sello. Tengo una lista informativa que envío por e-mail mensualmente (la mayoría de los meses) y una hoja informativa postal una vez al año.

Y, por último, no, este no es el final de la serie de los Pícaros. El Mundo de los Pícaros continuará, y ya estoy trabajando en una historia sobre la hermana de Dare, Thea. Verás, tuvo un extraño encuentro en el baile.

Para mí es inmensamente placentero dar vida a estos personajes.

Mis mejores deseos, Jo.