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Sentido y sensibilidad Jane Austen Obra reproducida sin responsabilidad editorial

Sentido y sensibilidad¡sicos en Español...su suegra, llegó con su hijo y sus criados. Nadie podía discutirle su derecho a venir: la casa per-tenecía a su esposo desde el momento

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Sentido ysensibilidad

Jane Austen

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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CAPITULO I

La familia Dashwood llevaba largo tiempoafincada en Sussex. Su propiedad era de buentamaño, y en el centro de ella se encontraba laresidencia, Norland Park, donde la manera tandigna en que habían vivido por muchas gene-raciones llegó a granjearles el respeto de todoslos conocidos del lugar. El último dueño de estapropiedad había sido un hombre soltero, quealcanzó una muy avanzada edad, y que duran-te gran parte de su existencia tuvo en su her-mana una fiel compañera y ama de casa. Pero lamuerte de ella, ocurrida diez años antes que lasuya, produjo grandes alteraciones en su hogar.Para compensar tal pérdida, invitó y recibió ensu casa a la familia de su sobrino, el señor Hen-ry Dashwood, el legítimo heredero de la fincaNorland y la persona a quien se proponía dejar-la en su testamento. En compañía de su sobrinoy sobrina, y de los hijos de ambos, la vidatranscurrió confortablemente para el anciano

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caballero. Su apego a todos ellos fue creciendocon el “tiempo. La constante atención que elseñor Henry Dashwood y su esposa prestabana sus deseos, nacida no del mero interés sino dela bondad de sus corazones, hizo su vida con-fortable en todo aquello que, por su edad, po-día convenirle; y la alegría de los niños añadíanuevos deleites a su existencia.

De un matrimonio anterior, el señor HenryDashwood tenía un hijo; y de su esposa actual,tres hijas. El hijo, un joven serio y respetable,tenía el futuro asegurado por la fortuna de sumadre, que era cuantiosa, y de cuya mitadhabía entrado en posesión al cumplir su mayo-ría de edad. Además, su propio matrimonio,ocurrido poco después, lo hizo más rico aún.Para él, entonces, el legado de la finca Norlandno era en verdad tan importante como para sushermanas; pues ellas, independientemente delo que pudiera llegarles si su padre heredabaesa propiedad, eran de fortuna que no puedeconsiderarse sino escasa. Su madre no tenía

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nada, y el padre sólo podía disponer de sietemil libras, porque de la restante mitad de lafortuna de su primera esposa también era bene-ficiario el hijo, y él sólo tenía derecho al usu-fructo de ese patrimonio mientras viviera.

Murió el anciano caballero, se leyó su testa-mento y, como casi todos los testamentos, éstedio por igual desilusiones y alegrías. En su úl-tima voluntad no fue ni tan injusto ni tan des-agradecido como para privar a su sobrino delas tierras, pero se las dejó en términos tales quedestruían la mitad del valor del legado. El se-ñor Dashwood había deseado esas propiedadesmás por el bienestar de su esposa e hijas quepara sí mismo y su hijo; sin embargo, la heren-cia estaba asignada a su hijo, y al hijo de éste,un niño de cuatro años, de tal manera que a élle quitaban toda posibilidad de velar por aque-llos que más caros le eran y que más ne-cesitaban de apoyo, ya sea a través de un even-tual gravamen sobre las propiedades o la ventade sus valiosos bosques. Se habían tomado las

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provisiones necesarias para asegurar que todofuera en beneficio de este niño, el cual, en susocasionales visitas a Norland con su padre y sumadre, había conquistado el afecto de su tíocon aquellos rasgos seductores que no suelenescasear en los niños de dos o tres años: unapronunciación imperfecta, el inquebrantabledeseo de hacer siempre su voluntad, inconta-bles jugarretas y artimañas y ruido por monto-nes, gracias que finalmente terminaron pordesplazar el valor de todas las atenciones que,durante años, había recibido el caballero de susobrina y de las hijas de ésta. No era su inten-ción, sin embargo, faltar a la bondad, y comoseñal de su afecto por las tres niñas le dejó millibras a cada una.

En un comienzo la desilusión del señorDashwood fue profunda; pero era de tempera-mento alegre y confiado; razonablemente podíaesperar vivir muchos años y, haciéndolo demanera sobria, ahorrar una suma considerablede la renta de una propiedad ya de buen tama-

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ño, y capaz de casi inmediato incremento. Perola fortuna, que había tardado tanto en llegar,fue suya durante sólo un año. No fue más loque sobrevivió a su tío, y diez mil libras, in-cluidos los últimos legados, fue todo lo quequedó para su viuda e hijas.

Tan pronto se supo que la vida del señorDashwood peligraba, enviaron por su hijo y aél le encargó el padre, con la intensidad y ur-gencia que la enfermedad hacía necesarias, elbienestar de su madrastra y hermanas.

El señor John Dashwood no tenía la profundi-dad de sentimientos del resto de la familia, pe-ro sí le afectó una recomendación de tal índoleen un momento como ése, y prometió hacertodo lo que le fuera posible por el bienestar desus parientes. El padre se sintió tranquilo antetal promesa, y el señor John Dashwood se en-tregó entonces sin prisa a considerar cuántopodría prudentemente hacer por ellas.

No era John Dashwood un joven mal dis-puesto, a menos que ser algo frío de corazón y

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un poco egoísta sea tener mala disposición;pero en general era respetado, porque se com-portaba con corrección en el desempeño de susdeberes corrientes. De haber desposado unamujer más amable, podría haber llegado a sermás respetable de lo que era -incluso él mismopodría haberse transformado en alguien ama-ble-, porque era muy joven cuando se casó y letenía mucho cariño a su esposa. Pero la señorade John Dashwood era una áspera caricatura desu esposo, más estrecha de mente y más egoístaque él.

Al hacer la promesa a su padre, había sopesa-do en su interior la posibilidad de aumentar lafortuna de sus hermanas obsequiándoles millibras a cada una. En ese momento realmente sesintió a la altura de tal cometido. La perspectivade aumentar sus ingresos actuales con cuatromil libras anuales, que venían a sumarse a lamitad restante de la fortuna de su propia ma-dre, le alegraba el corazón y lo hacía sentirsemuy generoso. “Sí, les daría tres mil libras:

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¡Cuán espléndido y dadivoso gesto! Bastaríapara dejarlas en completa holgura. ¡Tres millibras! Podía desprenderse de tan considerablesuma con casi ningún inconveniente.” Pensó enello durante todo el día, y durante muchos díassucesivos, y no se arrepintió.

No bien había terminado el funeral de su pa-dre cuando la esposa de John Dashwood, sinhaber dado aviso alguno de sus intenciones asu suegra, llegó con su hijo y sus criados. Nadiepodía discutirle su derecho a venir: la casa per-tenecía a su esposo desde el momento mismode la muerte de su padre. Pero eso mismoagravaba la falta de delicadeza de su conducta,y no se necesitaba ninguna sensibilidad espe-cial para que cualquier mujer en la situación dela señora Dashwood se sintiera enormementeagraviada por ello; en ella, sin embargo, habíaun tan alto sentido del honor, una generosidadtan romántica, que cualquier ofensa de ese tipo,ejercida o recibida por quienquiera que fuese,se transformaba en fuente de imborrable dis-

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gusto. La señora de John Dashwood nuncahabía contado con el especial favor de nadie enla familia de su esposo; pero, hasta el momento,no había tenido oportunidad de mostrarles concuán poca consideración por el bienestar deotras personas podía actuar cuando la ocasiónlo requería.

Sintió la señora Dashwood de manera tanaguda este descortés proceder, y tan intensodesdén hacia su nuera le produjo, que a la lle-gada de esta última habría abandonado la casapara siempre de no haber sido porque, primero,la súplica de su hija mayor la llevó a reflexionarsobre la conveniencia de hacerlo; y, más tarde,por el tierno amor que sentía por sus tres hijas,que la decidió a quedarse y por ellas evitar unaruptura con el hermano.

Elinor, esta hija mayor cuya recomendaciónhabía sido tan eficaz, poseía una solidez de en-tendimiento y serenidad de juicio que la califi-caban, aunque con sólo diecinueve años, paraaconsejar a su madre, y a menudo le permitían

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contrarrestar, para beneficio de toda la familia,esa vehemencia de espíritu en la señora Dash-wood que tantas veces pudo llevarla a la im-prudencia. Era de gran corazón, de carácterafectuoso y sentimientos profundos. Pero sabíacómo gobernarlos: algo que su madre todavíaestaba por aprender, y que una de sus herma-nas había resuelto que nunca se le enseñara.

Las cualidades de Marianne estaban, en mu-chos aspectos, a la par de las de Elinor. Teníainteligencia y buen juicio, pero era vehementeen todo; ni sus penas ni sus alegrías conocían lamoderación. Era generosa, amable, atrayente:era todo, menos prudente. La semejanza entreella y su madre era notable.

Preocupaba a Elinor la excesiva sensibilidadde su hermana, la misma que la señora Dash-wood valoraba y apreciaba. En las actuales cir-cunstancias, una a otra se incitaban a vivir suaflicción sin permitir que amainara su violen-cia. Voluntariamente renovaban, buscaban,recreaban una y otra vez la agonía de pesa-

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dumbre que las había abrumado en un comien-zo. Se entregaban por completo a su pena, bus-cando aumentar su desdicha en cada imagencapaz de reflejarla, y decidieron jamás admitirconsuelo en el futuro. También Elinor estabaprofundamente afligida, pero aún podía luchar,y esforzarse. Podía consultar con su hermano, yrecibir a su cuñada a su llegada y ofrecerle ladebida atención; y podía luchar por inducir asu madre a similares esfuerzos y animarla aalcanzar semejante dominio sobre sí misma.

Margaret, la otra hermana, era una niña ale-gre y de buen carácter, pero como ya había ab-sorbido una buena dosis de las ideas románti-cas de Marianne, sin poseer demasiado de susensatez, a los trece años no prometía igualar asus hermanas mayores en posteriores etapas desu vida.

CAPITULO II

La señora de John Dashwood se instaló co-

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mo dueña y señora de Norland, y su suegra ycuñadas descendieron a la categoría de visitan-tes. En tanto tales, sin embargo, las trataba contranquila urbanidad, y su marido con tantabondad como le era posible sentir hacia cual-quiera más allá de sí mismo, su esposa e hijo.Realmente les insistió, con alguna tenacidad,para que consideraran Norland como su hogar;y dado que ningún proyecto le parecía tan con-veniente a la señora Dashwood como perma-necer allí hasta acomodarse en una casa de lavecindad, aceptó su invitación.

Quedarse en un lugar donde todo le recorda-ba antiguos deleites, era exactamente lo quesentaba a su mente. En los buenos tiempos,nadie tenía un temperamento más alegre que elde ella o poseía en mayor grado esa optimistaexpectativa de felicidad que es la felicidadmisma. Pero también en la pena se dejaba llevarpor la fantasía, y se hacía tan inaccesible al con-suelo como en el placer estaba más allá de todamoderación.

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La señora de John Dashwood no aprobaba enabsoluto lo que su esposo se proponía hacerpor sus hermanas. Disminuir en tres mil librasla fortuna de su querido muchachito significa-ría empobrecerlo de la manera más atroz. Leimploró pensarlo mejor. ¿Cómo podría justifi-carse ante sí mismo si privara a su hijo, su úni-co hijo, de tan enorme suma? ¿Y qué derechopodían tener las señoritas Dashwood, que eransólo sus medias hermanas -lo que para ella sig-nificaba que no eran realmente parientes-, aexigir de su generosidad una cantidad tangrande? Era bien sabido que no se podía espe-rar ninguna clase de afecto entre los hijos dedistintos matrimonios de un hombre; y, ¿porqué habían de arruinarse, él y su pobrecitoHarry, regalándoles a sus medias hermanastodo su dinero?

-Fue la última petición de mi padre -respon-dió su esposo-, que yo ayudara a su viuda y asus hijas.

-Me atrevería a decir que no sabía de qué es-

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taba hablando; diez a uno a que le estaba fallan-do la cabeza en ese momento. Si hubiera estadoen sus cabales no podría habérsele ocurrido pe-dirte algo así, que despojaras a tu propio hijode la mitad de tu fortuna.

-Mi querida Fanny, él no estipuló ningunacantidad en particular; tan sólo me pidió, entérminos generales, que las apoyara e hiciera desu situación algo más desahogada de lo queestaba en sus manos hacer. Quizá habría sidomejor que dejara todo a mi criterio. Difícilmen-te habría podido suponer que yo las abandona-ría a su suerte. Pero como él quiso que se loprometiera, no pude menos que hacerlo. Almenos, fue lo que pensé en ese momento. Exis-tió, así, la promesa, y debe ser cumplida. Algohay que hacer por ellas cuando dejen Norlandy se establezcan en un nuevo hogar.

-Está bien, entonces, hay que hacer algo porellas; pero ese algo no necesita ser tres mil li-bras. Ten en cuenta -agregó- que cuando uno sedesprende del dinero, nunca más lo recupera.

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Tus hermanas se casarán, y se habrá ido parasiempre. Si siquiera algún día se lo pudierandevolver a nuestro pobre hijito...

-Pero, por supuesto -dijo su esposo con granseriedad-, eso cambiaría todo. Puede llegar unmomento en que Harry lamente haberse sepa-rado de una suma tan grande. Si, por ejemplo,llegara a tener una familia numerosa, sería unmuy conveniente suplemento a sus rentas.

-De todas maneras lo sería.-Quizá, entonces, sería mejor para todos si se

disminuyera la cantidad a la mitad. Quinientaslibras significarían un portentoso incrementoen sus fortunas.

-¡Ah, más allá de todo lo que pudiera imagi-narse! ¡Qué persona en el mundo haría siquierala mitad por sus hermanas, incluso si fuesenverdaderas hermanas! Y en este caso... ¡sólo me-dias hermanas! Pero, ¡tienes un espíritu tangeneroso!

-No querría hacer nada mezquino -respondióél-. En estas ocasiones, uno preferiría hacer

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demasiado antes que muy poco. Al menos, na-die puede pensar que no he hecho suficientepor ellas; incluso ellas mismas, difícilmentepueden esperar más.

-Imposible saber qué podrían esperar ellas -dijo la señora-, pero no nos corresponde pensaren sus expectativas. El punto es qué puedespermitirte hacer.

-Indudablemente, y creo que puedo permitir-me darle quinientas libras a cada una. Tal comoestán las cosas, sin que yo agregue nada, cadauna tendrá más de tres mil libras a la muerte desu madre: una fortuna muy satisfactoria paracualquier mujer joven.

-Claro que lo es; y, en verdad, se me ocurreque quizá no quieran ninguna suma adicional.Tendrán diez mil libras entre las tres. Si se ca-san, seguramente harán un buen matrimonio; ysi no lo hacen, pueden vivir juntas de maneramuy holgada con los intereses de las diez millibras.

-Absolutamente cierto, y, por lo tanto, no sé

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si, considerándolo todo, no sería más aconseja-ble hacer algo por su madre mientras viva, an-tes que por ellas; algo como una pensión anual,quiero decir. Mis hermanas percibirían los be-neficios tanto como ella. Cien libras al año lasmantendrían en una perfecta holgura.

Su esposa dudó un tanto, sin embargo, en darsu aprobación a este plan.

-De todas maneras dijo-, es mejor que sepa-rarse de quinientas libras de una vez. Pero si laseñora Dashwood vive quince años más, eso seva a transformar en un abuso.

-¡Quince años! Mi querida Fanny, su vida nopuede valer ni la mitad de tal cantidad.

-Por supuesto que no; pero, si te fijas, la gentesiempre vive eternamente cuando hay una pen-sión de por medio; y ella es muy fuerte y salu-dable, y apenas ha cumplido los cuarenta. Unapensión anual es asunto muy serio; se repiteaño tras año y no hay forma de librarse de ella.Uno no se da cuenta de lo que hace. Yo sí heconocido bastante los problemas que acarrean

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las pensiones anuales, porque mi madre se en-contraba maniatada por la obligación de pagar-las a tres antiguos sirvientes jubilados, segúnmi padre lo había establecido en su testamento.Es increíble cuán desagradable lo encontraba.Dos veces al año había que pagar estas pensio-nes; y, además, estaba el problema de hacérselallegar a cada uno; luego se dijo que uno de elloshabía muerto, y después resultó que no habíatal. A mi madre le enfermaba todo el asunto.Sus entradas no eran de ella, decía, con estasperpetuas demandas; y había sido muy pococonsiderado de parte de mi padre, porque, deotra forma, el dinero habría estado por comple-to a disposición de mi madre, sin restricciónalguna. De allí me ha venido tal aborrecimientoa las pensiones, que estoy segura de que pornada del mundo me ataré al pago de una.

-En verdad es desagradable -replicó el señorDashwood- que cada año se escurra de esaforma parte del ingreso de uno. Los bienes conque uno cuenta, como tan justamente dice tu

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madre, no son de uno. Estar obligado a pagarregularmente una suma como ésa en fechasfijas, no es para nada deseable: lo priva a unode su independencia.

-Indudablemente; y, después de todo, nadiete lo agradece. Sienten que están asegurados,no haces más de lo que se espera de ti y ello nodespierta ninguna gratitud. Si estuviera en tulugar, para cualquier cosa que hiciera me guia-ría por mi solo criterio. No me comprometería adarles nada todos los años. Algunos años pue-de ser muy inconveniente desprenderse decien, o incluso de cincuenta libras, sacándolasde nuestros propios gastos.

-Creo que tienes razón, mi amor; será mejorque no haya ninguna renta anual en este caso;lo que sea que les pueda dar ocasionalmenteserá de mucho mayor ayuda que una asigna-ción anual, porque si se sintieran seguras de uningreso mayor sólo elevarían su estilo de vida,y con ello no serían un penique más ricas alfinal del año. De todas maneras, será lo mejor.

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Un regalo de cincuenta libras de vez en cuandoimpedirá que se aflijan por asuntos de dinero, ypienso que saldará ampliamente la promesahecha a mi padre.

-Por supuesto que lo hará. A decir verdad, es-toy íntimamente convencida de que la idea detu padre no era en absoluto que les dieras dine-ro. Me atrevo a decir que la ayuda en que pen-saba era lo que razonablemente podría esperar-se de ti; por ejemplo, cosas como buscar unacasa pequeña y cómoda para ellas, ayudarlas atrasladar sus enseres, enviarles algún presentede pesca y caza, o algo así, siempre que sea latemporada. Apostaría mi vida a que no estabapensando en más que eso; en verdad, sería bas-tante raro e improcedente si hubiera pretendidootra cosa. Si no, piensa, mi querido señorDashwood, cuán holgadas pueden vivir tu ma-dre y sus hijas con los intereses de siete millibras, además de las mil libras de cada una delas niñas, que les aportan cincuenta libras anua-les por persona; y, por supuesto, de allí le paga-

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rán a su madre por su alojamiento. Entre todasjuntarán quinientas libras anuales, y ¿se te ocu-rre para qué van a querer más cuatro mujeres?¡Les saldrá tan barato vivir! El mantenimientode la casa será una nada. No tendrán carruajesni caballos, y casi ningún sirviente; no recibiránvisitas, ¡y qué gastos van a tener! ¡Tan sólopiensa en lo bien que van a estar! ¡Quinientasanuales! No puedo ni imaginar cómo gastaránsiquiera la mitad; y en cuanto a que les desmás, es harto absurdo pensarlo. Estarán en mu-cho mejores condiciones de darte a ti algo.

-A fe mía -dijo el señor Dashwood-, creo quetienes toda la razón. De todas maneras, con supetición mi padre no puede haber querido decirsino lo que tú señalas. Me parece muy claroahora, y cumpliré estrictamente mi compromi-so con algunas ayudas y gentilezas como lasque has descrito. Cuando mi madre se trasladea otra casa, me pondré a su servicio en todo loque me sea posible para acomodarla. Quizá enese momento también sea adecuado hacerle un

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pequeño obsequio, como algún mueble.-Por supuesto -replicó la señora Dashwood-.

Pero, no obstante, hay una cosa que debe tener-se en cuenta. Cuando tu padre y madre se tras-ladaron a Norland, aunque vendieron el mobi-liario de Stanhill, guardaron toda la vajilla, cu-biertos y mantelería, que ahora han quedadopara tu madre. Y así, apenas se cambien ten-drán su casa casi completamente equipada.

-Indudablemente, ésa es una reflexión de lamayor importancia. ¡Un legado valioso, claroque sí! Y parte de la platería habría sido aquíuna muy grata adición a la nuestra.

-Sí; y la vajilla para el desayuno es doblemen-te hermosa que la de esta casa. Demasiado her-mosa, a mi juicio, para los lugares en que ellaspueden permitirse vivir. Pero, de cualquiermodo, así es la cosa. Tu padre sólo pensó enellas. Y debo decir esto: no le debes a él ningunagratitud en especial, ni estás obligado con susdeseos, porque bien sabemos que, si hubierapodido, les habría dejado casi todo lo que pose-

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ía en el mundo a ellas.Este argumento fue irresistible. En él encon-

tró John Dashwood toda la fuerza que antes lehabía faltado para llevar a cabo sus propósitos;y, por último, resolvió que sería por completoinnecesario, si no totalmente inadecuado, hacermás por la viuda y las hijas de su padre queesos gestos de buena vecindad que su propiaesposa le había indicado.

CAPITULO III

La señora Dashwood permaneció en Nor-land durante varios meses, y ello no porque nodeseara salir de allí una vez que los lugares quetan bien conocía dejaron de despertarle la vio-lenta emoción que durante un tiempo le habíanproducido; pues cuando su ánimo comenzó arevivir y su mente pudo dedicarse a algo másque agudizar su dolor mediante recuerdos tris-tes, se llenó de impaciencia por partir e infati-

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gablemente se dedicó a averiguar por algunaresidencia adecuada en las vecindades de Nor-larid, ya que le era imposible irse lejos de esetan amado lugar. Pero no le llegaba noticia al-guna de lugares que a la vez satisficieran susnociones de comodidad y bienestar y se ade-cuaran a la prudencia de su hija mayor, que conmás sensato juicio rechazó varias casas que sumadre habría aprobado, considerándolas de-masiado grandes para sus ingresos.

La señora Dashwood había sido informadapor su esposo respecto de la solemne promesahecha por su hijo en favor de ella y sus hijas, lacual había llenado de consuelo sus últimospensamientos en la tierra. Ella no dudaba de lasinceridad de este compromiso más de lo que eldifunto había dudado, y sentía al respecto gransatisfacción, sobre todo pensando en el bienes-tar de sus hijas; por su parte, sin embargo, esta-ba convencida de que mucho menos de sietemil libras como capital le permitirían vivir en laabundancia. También se regocijaba por el her-

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mano de sus hijas, por la bondad de ese her-mano, y se reprochaba no haber hecho justiciaa- sus méritos antes, al creerlo incapaz de gene-rosidad. Su atento comportamiento hacia ella ysus hermanas la convencieron de que su bienes-tar era caro a sus ojos y, durante largo tiempo,confió firmemente en la generosidad de susintenciones.

El desdén que, muy al comienzo de su rela-ción, había sentido por su nuera, aumentó con-siderablemente al conocer mejor su caráctertras ese medio año de vivir con ella y su fami-lia; y, quizá, a pesar de todas las muestras decortesía y afecto maternal que ella le había de-mostrado, las dos damas habrían encontradoimposible vivir juntas durante tanto tiempo, deno haber ocurrido una circunstancia particularque hizo más aceptable, en opinión de la señoraDashwood, la permanencia de sus hijas en Nor-land.

Esta circunstancia fue un creciente afecto en-tre su hija mayor y el hermano de la señora de

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John Dashwood, un joven caballeroso y agra-dable que les fue presentado poco después dela llegada de su hermana a Norland y que des-de entonces había pasado gran parte del tiempoallí.

Algunas madres podrían haber alentado esaintimidad guiadas por el interés, dado que Ed-ward Ferrars era el hijo mayor de un hombreque había muerto muy rico; y otras la habríanreprimido por motivos de prudencia, ya que,excepto por una suma baladí, la totalidad de sufortuna dependía de la voluntad de su madre.Pero ninguna de esas consideraciones pesó enla señora Dashwood. Le bastaba que él parecie-ra afable, que amara a su hija y que esa simpa-tía fuera recíproca. Era contrario a todas suscreencias el que la diferencia de fortuna debieramantener separada a una pareja atraída por lasemejanza de sus naturalezas; y que los méritosde Elinor no fueran reconocidos por quienes laconocían, le parecía inconcebible.

No fueron dones especiales en su apariencia o

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trato los que hicieron merecedor a Edward Fe-rrars de la buena opinión de la señora Dash-wood y sus hijas. No era bien parecido y sóloen la intimidad llegaba a mostrar cuán agrada-ble podía ser su trato. Era demasiado inseguropara hacerse justicia a sí mismo; pero cuandovencía su natural timidez, su comportamientorevelaba un corazón franco y afectuoso. Era debuen entendimiento y la educación le habíadado una mayor solidez en ese aspecto. Pero nisus habilidades ni su inclinación lo dotabanpara satisfacer los deseos de su madre y her-mana, que anhelaban verlo distinguido como...apenas sabían como qué. Querían que de unamanera u otra ocupara un lugar importante enel mundo. Su madre deseaba interesarlo enpolítica, hacerlo llegar al parlamento o verloconectado con alguno de los grandes hombresdel momento. La señora de John Dashwooddeseaba lo mismo; entre tanto, hasta poder al-canzar alguna de esas bendiciones superiores,habría satisfecho la ambición de ambas verlo

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conducir un birlocho. Pero Edward no teníainclinación alguna ni hacia los grandes hom-bres ni hacia los birlochos. Todos sus deseos secentraban en la comodidad doméstica y en latranquilidad de la vida privada. Por fortuna,tenía un hermano menor que era más promete-dor.

Edward llevaba varias semanas en la casa an-tes de que la señora Dashwood se fijara en él,ya que en esa época el estado de aflicción enque se encontraba la hacía por completo indife-rente a todo lo que la rodeaba. Unicamente vioque era callado y discreto, y le agradó por ello.No perturbaba con conversaciones inoportunasla desdicha que llenaba todos sus pensamien-tos. Lo que primero la llevó a observarlo conmayor detención y a que le gustara aún más,fue una reflexión que dio en hacer Elinor un díarespecto de cuán diferente era de su hermana.La alusión a ese contraste lo situó muy decidi-damente en el favor de la madre.

-Con eso basta -dijo-, basta con decir que no

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es como Fanny. Implica que en él se puede en-contrar todo lo que hay de amable. Ya lo amo.

-Creo que llegará a gustarle -dijo Elinor-cuando lo conozca más.

-¡Gustarme! -replicó la madre, con una sonri-sa-. No puedo abrigar ningún sentimiento deaprobación inferior al amor.

-Podría estimarlo.-No he llegado a saber aún lo que es separar

la estimación del amor.La señora Dashwood se afanó ahora en cono-

cerlo más. Con sus modales afectuosos, rápi-damente venció la reserva del joven. Muy pron-to advirtió cuán grandes eran sus méritos; elestar persuadida de su interés por Elinor quizála hizo más perspicaz, pero realmente se sentíasegura de su valer. E incluso las sosegadas ma-neras de Edward, que atentaban contra las másarraigadas ideas de la señora Dashwood res-pecto de lo que debiera ser el trato de un joven,dejaron de parecerle insípidas cuando advirtióque era de corazón cálido y temperamento afec-

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tuoso.Ante el primer signo de amor que percibió en

su comportamiento hacia Elinor, dio por ciertala existencia de un vínculo serio entre ellos y seentregó a considerar su matrimonio como algoque pronto se haría realidad.

-En unos pocos meses más, mi querida Ma-rianne -le dijo-, con toda seguridad Elinor sehabrá establecido para siempre. Para nosotrosserá una pérdida, pero ella será feliz.

-¡Ay, mamá! ¿Qué haremos sin ella?-Mi amor, apenas será una separación. Vivire-

mos a unas pocas millas de distancia y nos ve-remos todos los días de la vida. Tú ganarás unhermano, un hermano de verdad, cariñoso.Tengo la mejor opinión del mundo sobre lossentimientos de Edward... Pero te noto seria,Marianne; ¿desapruebas la elección de tu her-mana?

-Quizá -dijo Marianne- me sorprenda algo.Edward es muy amable y siento gran ternurapor él. Pero aun así, no es la clase de joven...

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Hay algo que falta, no sobresale por su apa-riencia, carece por completo de esa gracia queyo habría esperado en el hombre al cual mihermana se sintiera seriamente atraída. En susojos no se advierte todo ese espíritu, ese fuego,que anuncian a la vez virtud e inteligencia. Yademás de esto, temo, mamá, que carece deverdadero gusto. Aparentemente la músicaapenas le interesa, y aunque admira mucho losdibujos de Elinor, no es la admiración de al-guien que pueda entender su valor. Es eviden-te, a pesar de su asidua atención cuando elladibuja, que de hecho no sabe nada en esta ma-teria. Admira como un enamorado, no como unentendido. Para sentirme satisfecha, esos rasgosdeben ir unidos. No podría ser feliz con unhombre cuyo gusto no coincidiera punto porpunto con el mío. El debe penetrar todos missentimientos; a ambos nos deben encantar losmismos libros, la misma música. ¡Ay, mamá!¡Qué falta de fuego, que mansa fue la actitud deEdward cuando nos leyó anoche! Lo sentí terri-

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blemente por mi hermana. Y, sin embargo, ellalo sobrellevó con tanta compostura que apenaspareció notarlo. A duras penas pude permane-cer sentada. ¡Escuchar esos hermosos versosque a menudo me han hecho casi perder el sen-tido, pronunciados con tan impenetrable calma,tan atroz indiferencia!

-En verdad le habría hecho mucho mayor jus-ticia a una prosa sencilla y elegante. Lo penséen ese momento; pero tenías que pasarle aCowper.

-No, mamá, ¡si ni Cowper es capaz de ani-marlo...! Pero debemos admitir que hay dife-rencias de gusto. En Elinor no se da mi manerade sentir, así que puede pasar esas cosas poralto y ser feliz con él. Pero si yo lo amara, mehabría destrozado el corazón escucharlo leercon tan poca sensibilidad. Mamá, mientras másconozco el mundo, más convencida estoy deque jamás encontraré a un hombre al que real-mente pueda amar. ¿Es tanto lo que pido? Debetener todas las virtudes de Edward, y su apa-

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riencia y modales deben adornar su bondadcon todas las gracias posibles.

-Recuerda, mi amor, que aún no tienes dieci-siete años. Es todavía demasiado temprano enla vida para que desesperes de lograr tal felici-dad. ¿Por qué debías ser menos afortunada quetu madre? ¡Que en tan sólo una circunstancia,Marianne mía, tu destino sea diferente al deella!

CAPITULO IV

-Qué lástima, Elinor -dijo Marianne-, queEdward carezca de gusto para el dibujo.

-Que carezca de gusto para el dibujo... ¿y quéte hace pensar eso? -replicó Elinor-. El no dibu-ja, es cierto, pero disfruta enormemente viendodibujar a otras personas y, puedo asegurártelo,de ninguna manera está falto de un buen gustonatural, aunque no se le ha ofrecido oportuni-dad de mejorarlo. Si alguna vez hubiera tenido

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la posibilidad de aprender, creo que habríadibujado muy bien. Desconfía tanto de su pro-pio juicio en estas materias que siempre es rea-cio a dar su opinión sobre cualquier cuadro;pero tiene una innata finura y simplicidad degusto que, en general, lo guía de manera per-fectamente adecuada.

Marianne temía ser ofensiva y no dijo nadamás acerca del tema; pero la clase de aproba-ción que, según Elinor, despertaban en él losdibujos de otras Personas estaba muy lejos delextasiado deleite que, en su opinión, era exclu-sivo merecedor de ser llamado gusto. No obs-tante, y aunque sonriendo para sí misma ante elerror, rendía tributo a su hermana por esa ciegapredilección por Edward que la llevaba a asíequivocarse.

-Espero, Marianne -continuó Elinor-, que nolo consideres falto de gusto en general. En ver-dad, creo poder decir que no piensas eso, por-que tu comportamiento hacia él es perfecta-mente cordial; y si ésa fuera tu opinión, estoy

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segura de que no serias capaz de ser atenta conél.

Marianne casi no supo qué decir. Por ningúnmotivo quería herir los sentimientos de suhermana, pero le era imposible decir algo queno creía. Finalmente, respondió:

-No te ofendas, Elinor, si los elogios que yopueda hacer de Edward no se equiparan entodo a tu percepción de sus méritos. No he te-nido tantas oportunidades como tú de apreciarhasta las más mínimas tendencias de su mente,sus inclinaciones, sus gustos; pero tengo la me-jor opinión del mundo respecto de su bondad ysensatez. Lo creo poseedor de todo lo que esvalioso y amable.

-Estoy segura -respondió Elinor, con una son-risa- de que sus amigos más queridos no que-darían disconformes con un elogio como ése.No me imagino cómo podrías expresarte conmayor calidez.

Marianne se regocijó de ver cuán fácilmentese contentaba su hermana.

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-De su sensatez y bondad -continuó Elinor-,pienso que nadie que lo haya visto lo suficientepara haber conversado con él sin reservas, po-dría dudar. Tan sólo esa timidez que tantasveces lo lleva a guardar silencio puede haberocultado la excelencia de su entendimiento, ysus principios. Lo conoces lo suficiente parahacer justicia a la solidez de su valer. Pero desus más mínimas tendencias, como tú las lla-mas, circunstancias específicas te han manteni-do más ignorante que a mí. En diversas oca-siones él y yo nos hemos quedado mucho ratojuntos, mientras tú, llevada por el más afectuo-so de los impulsos, has estado completamenteabsorbida por mi madre. Lo he visto mucho, heestudiado sus sentimientos y escuchado susopiniones acerca de temas de literatura y gusto;y, en general, me atrevo a afirmar que tiene unamente cultivada, que el placer que encuentra enlos libros es extremadamente grande, su imagi-nación es vivaz, sus observaciones justas y co-rrectas, y su gusto delicado y puro. Cuando se

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le conoce más, sus dotes mejoran en todos losterrenos, tal como lo hacen sus modales y apa-riencia. Es cierto que, a primera vista, su tratono produce gran admiración y su aparienciadifícilmente lleva a llamarlo apuesto, hasta quese advierte la expresión de sus ojos, que sonextraordinariamente bondadosos, y la generaldulzura de su semblante. En la actualidad loconozco tan bien, que lo creo en verdad apues-to; o, al menos, casi. ¿Qué dices tú, Marianne?

-Muy pronto lo consideraré apuesto, Elinor, sies que ya no lo hago. Cuando me digas que loame como a un hermano, ya no veré imperfec-ciones en su rostro, como no las veo hoy en sucorazón.

Elinor se sobresaltó ante esta declaración y searrepintió de haberse dejado traicionar por elcalor de sus palabras. Sentía que Edward ocu-paba un lugar muy alto en sus afectos. Creíaque el interés era mutuo, pero requería unamayor certeza al respecto para aceptar conagrado la convicción de Marianne acerca de sus

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relaciones. Sabía que una conjetura que Ma-rianne y su madre hacían en un momento dado,se transformaba en certeza al siguiente; que,con ellas, el deseo era esperanza y la esperanza,expectativa. Trató de explicarle a su hermana elverdadero estado de la situación.

-No es mi intención negar -dijo- que tengouna gran opinión de él; que lo estimo profun-damente, que me gusta.

Ante esto, Marianne estalló indignada.-¡Estimarlo! ¡Gustarte! Elinor, qué corazón tan

frío. ¡Ah, peor que frío! Sin atreverse a ser deotra forma. Utiliza esas palabras otra vez, y meiré de esta pieza de inmediato.

Elinor no pudo evitar reír.-Perdóname -le dijo-, y puedes estar segura

de que no fue mi intención ofenderte al refe-rirme con palabras tan mesuradas a mis pro-pios sentimientos. Créelos más fuertes que lodeclarado por mí; créelos, en fin, lo que los mé-ritos de Edward y la presunción... la esperanzade su afecto por mí podrían garantizar, sin im-

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prudencia ni locura. Pero más que esto no de-bes creer. No tengo seguridad alguna de suafecto por mí. Hay momentos en que parecedudoso hasta qué punto tal afecto existe; ymientras no conozca plenamente sus sen-timientos, no puede extrañarte mi deseo deevitar dar alas a mi propia inclinación creyén-dola o llamándola más de lo que es. En lo másprofundo de mi corazón, tengo pocas, casi nin-guna duda de sus preferencias. Pero hay otrospuntos que deben ser tomados en cuenta, ade-más de su interés. Está muy lejos de ser inde-pendiente. No podemos saber cómo es real-mente su madre; pero las ocasionales observa-ciones de Fanny acerca de su conducta y opi-niones nunca nos han llevado a considerarlaamable; y me equivoco mucho si Edward noestá también consciente de las variadas dificul-tades que encontraría en su camino si desearacasarse con una mujer que no fuera o de granfortuna, o de alto rango.

Marianne quedó atónita al descubrir en qué

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medida la imaginación de su madre y la suyapropia habían ido más allá de la verdad.

-¡Y en verdad no estás comprometida con él! -dijo-. Aunque de todas maneras va a ocurrirluego. Pero esta tardanza tiene dos ventajas. Yono te perderé tan pronto y Edward tendrá másoportunidades de mejorar ese gusto natural portu ocupación favorita, tan indispensable para tufelicidad futura. ¡Ah! Si tu genio lo llevara aaprender a dibujar también, ¡qué delicioso se-ría!

Elinor le había dado su verdadera opinión asu hermana. No podía considerar su inclinaciónpor Edward bajo las favorables perspectivasque Marianne había supuesto. Había, en oca-siones, una falta de ánimo en él que, si no deno-taba indiferencia, hablaba de algo casi igual-mente poco prometedor. Si tenía dudas acercadel afecto que ella le profesaba, suponiendoque las tuviera, ello no debía producirle másque inquietud. No parecía posible que le causa-ran ese abatimiento de espíritu que a menudo

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le sobrevenía. Una causa más razonable podíaencontrarse en su situación de dependencia,que le vedaba la posibilidad de entregarse a susafectos. Ella sabía que el trato que la madre ledaba no le proporcionaba un hogar confortableen la actualidad ni le daba seguridad alguna deque pudiera formar un hogar propio, si no seatenía estrictamente a las ideas que ella sus-tentaba sobre la importancia que él debía alcan-zar. Sabiendo esto, a Elinor le era imposiblesentirse tranquila. Estaba lejos de confiar en eseresultado de las preferencias de Edward que sumadre y hermana daban por seguro. No, mien-tras más tiempo estaban juntos, más dudosa leparecía la naturaleza de su afecto; y a veces,durante unos pocos y dolorosos minutos, creíaque no era más que simple amistad.

Pero, cualesquiera fueran en realidad sus lí-mites, ese afecto fue suficiente, apenas lo perci-bió la hermana de Edward, para intranquilizar-la; -y al mismo tiempo (lo que era más usualaún), para sacar a luz sus malos modales.

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Aprovechó la primera oportunidad que encon-tró para ofender a su suegra hablándole tanexpresivamente de las grandes expectativasque tenían para su hermano, de la decisión dela señora Ferrars respecto de que sus dos hijosse casaran bien, y del peligro que acechaba acualquier joven que quisiera ganárselo, que laseñora Dashwood no pudo fingir no darsecuenta ni intentar mantenerse tranquila. Le diouna respuesta que revelaba su desdén y de in-mediato abandonó el cuarto, mientras tomabala decisión de que cualesquiera fueran los in-convenientes o gastos de una partida tan súbi-ta, su tan querida Elinor no debía estar expues-ta ni una semana más a tales insinuaciones.

En este estado de ánimo estaba cuando le lle-gó una carta por correo con una propuesta par-ticularmente oportuna. Un caballero distingui-do y dueño de importantes propiedades enDevonshire, pariente suyo, le ofrecía una casapequeña en términos muy convenientes. Lacarta, firmada por él mismo, estaba escrita en

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un tono amistosamente servicial. Entendía queella necesitaba un alojamiento, y aunque lo queahora le ofrecía era una simple casita de campo,una cabaña de su propiedad, le aseguraba quese le haría todo aquello que ella pensara nece-sario, si la ubicación le agradaba. La urgía congran insistencia, tras describirle en detalle lacasa y el jardín, a ir a Barton Park, donde estabasu propia residencia y desde donde ella podríajuzgar por sí misma si la casita de Barton -porque ambas casas pertenecían a la misma pa-rroquia- podía ser arreglada a su conveniencia.Parecía realmente ansioso de acomodarlas, ytoda su carta estaba redactada en un estilo tanamistoso que no podía sino complacer a suprima, en especial en un momento en que su-fría por el comportamiento frío e insensible desus parientes más cercanos. No necesitó detiempo alguno para deliberaciones o consultas.Junto con leer la carta tomó su decisión. La ubi-cación de Barton en un condado tan distante deSussex como Devonshire, algo que tan sólo

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unas horas antes habría constituido objeciónsuficiente para contrarrestar todas las posiblesbondades del lugar, era ahora su principal ven-taja. Abandonar el vecindario de Norland ya noparecía un mal; era un objeto de deseo, unabendición en comparación con la miseria deseguir siendo huésped de su nuera. Y alejarsepara siempre de ese lugar amado iba a ser me-nos doloroso que habitar en él o visitarlo mien-tras esa mujer fuera su dueña y señora. De in-mediato le escribió a sir John Middleton mani-festándole agradecimiento por su bondad yaceptando su proposición; luego se apresuró amostrar ambas cartas a sus hijas, asegurándosede su aprobación antes de enviarlas.

Elinor había pensado siempre que sería másPrudente para ellas establecerse a alguna dis-tancia de Norland antes que entre sus actualesconocidos, por lo que no se opuso a las inten-ciones de su madre de irse a Devonshire. Lacasa, además, tal como la describía sir John, erade dimensiones tan sencillas y el alquiler tan

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notablemente moderado, que no le daba dere-cho a objetar punto alguno; y así, aunque noera un plan que atrajera su fantasía y aunquesignificaba un alejamiento de las vecindades deNorland que excedía sus deseos, no hizo inten-to alguno por disuadir a su madre de escribiraceptando el ofrecimiento.

CAPITULO V

Apenas despachada su respuesta, la señoraDashwood se permitió el placer de anunciar asu hijastro y esposa que contaba con una casa yque ya no los incomodaría sino hasta que todoestuviera listo para habitarla. La escucharoncon sorpresa. La señora de John Dashwood nodijo nada, pero su esposo manifestó cortésmen-te que esperaba que no se irían lejos de Nor-land. Con gran satisfacción, la señora Dash-wood le respondió que se iban a Devonshire.Edward rápidamente levantó los ojos al escu-

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char esto, y con una voz de sorpresa y preocu-pación que no requirieron de mayor ex-plicación para la señora Dashwood, repitió:“¡Devonshire! ¿En verdad van allá? ¡Tan lejosde aquí! ¿Y a qué parte?” Ella le explicó la ubi-cación. Estaba a cuatro millas al norte de Exe-ter.

-No es sino una casita de campo -continuo-,pero espero ver allí a muchos de mis amigos.Será fácil agregarle una o dos habitaciones; y simis amigos no encuentran impedimento enviajar tan lejos para verme, con toda seguridadyo no lo encontraré para acomodarlos.

Concluyó con una muy generosa invitación alseñor John Dashwood y a su esposa para que lavisitaran en Barton; y a Edward le extendió otracon aun mayor afecto. Aunque en su últimaconversación con su nuera las expresiones deésta la habían decidido a no permanecer enNorland más de lo que era inevitable, no pro-dujeron en ella el efecto al que principalmenteapuntaban: separar a Edward y Elinor estaba

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tan lejos de ser su objetivo como lo había estadoantes; y con esa invitación a su hermano, de-seaba mostrarle a la señora de John Dashwoodcuán escasa importancia daba a su des-aprobación de esa unión.

El señor John Dashwood le repitió a su madreuna y otra vez cuán profundamente lamentabaque ella hubiera tomado una casa a una distan-cia tan grande de Norland que le impediríaofrecerle sus servicios para el traslado de sumobiliario. Se sentía en verdad molesto con lasituación, porque hacía impracticable aquelesfuerzo al que había limitado el cumplimientode la promesa a su padre. Los enseres fueronenviados por mar. Consistían principalmenteen ropa blanca, cubiertos, vajilla y libros, juntocon un hermoso piano de Marianne. La señorade John Dashwood vio partir los bultos con unsuspiro; no podía evitar sentir que como la ren-ta de la señora Dashwood iba a ser tan in-significante comparada con la suya, a ella le co-rrespondía tener cualquier artículo de mobilia-

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rio que fuera hermoso.La señora Dashwood arrendó la casa por un

año; ya estaba amoblada, y podía tomar pose-sión de ella de inmediato. Ninguna de las par-tes interesadas opuso dificultad alguna alacuerdo, y ella esperó tan sólo el despacho desus efectos desde Norland y decidir su futuroservicio doméstico antes de partir hacia el oes-te; y esto, dada la extrema rapidez con que lle-vaba a cabo todo lo que le interesaba, muypronto estuvo hecho. Los caballos que le habíadejado su esposo habían sido vendidos tras sumuerte, y habiéndosele ofrecido ahora unaoportunidad de disponer de su carruaje, aceptóvenderlo a instancias de su hija mayor. Sihubiera dependido de sus solos deseos, se lohabría quedado, para mayor comodidad de sushijas; pero prevaleció el buen juicio de Elinor.Fue también su sabiduría la que limitó el nú-mero de sirvientes a tres, dos doncellas y unhombre, prontamente seleccionados entre losque habían constituido su servicio en Norland.

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El hombre y una de las doncellas partieron deinmediato a Devonshire a preparar la casa parala llegada de su ama, pues como la señoraDashwood desconocía por completo a ladyMiddleton, prefería llegar directamente a lacabaña antes que hospedarse en Barton Park; yconfió con tal seguridad en la descripción quesir John había hecho de la casa, que no sintiócuriosidad de examinarla por sí misma hastaque entró en ella como su dueña. La evidentesatisfacción de su nuera ante la perspectiva desu partida, apenas disimulada tras una fría in-vitación a quedarse un tiempo más, mantuvointacta su ansiedad por alejarse de Norland.Ahora era el momento en que la promesa deJohn Dashwood a su padre podría habersecumplido con especial idoneidad. Como habíadescuidado hacerlo al llegar a la casa, el mo-mento en que ellas la dejaban parecía el másadecuado para ello. Pero muy pronto la señoraDashwood abandonó toda esperanza al respec-to y comenzó a convencerse, por el sentido ge-

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neral de sus palabras, de que su ayuda no iríamás allá de haberlas mantenido durante seismeses en Norland. Tan a menudo se refería él alos crecientes gastos del hogar y a las perma-nentes e incalculables demandas monetarias aque estaba expuesto cualquier caballero de al-guna importancia, que más parecía estar necesi-tado de dinero que dispuesto a darlo.

Muy pocas semanas después del día que trajola primera carta de sir John Middleton a Nor-land, todos los arreglos estaban tan avanzadosen su futuro alojamiento que la señora Dash-wood y sus hijas pudieron comenzar su viaje.

Muchas fueron las lágrimas que derramaronen sus últimos adioses a un lugar que tantohabían amado.

-¡Querido, querido Norland! -repetía Marian-ne mientras deambulaba sola ante la casa laúltima tarde que estuvieron allí-. ¿Cuándo de-jaré de extrañarte?; ¿cuándo aprenderé a sentircomo un hogar cualquier otro sitio? ¡Ah, dicho-sa casa! ¡Cómo podrías saber lo que sufro al

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verte ahora desde este lugar, desde donde pue-de que no vuelva a verte! ¡Y ustedes, árbolesque me son tan familiares! Pero ustedes, uste-des seguirán iguales. Ninguna hoja se marchi-tará porque nosotras nos vayamos, ningunarama dejará de agitarse aunque ya no podamosmirarlas. No, seguirán iguales, inconscientesdel placer o la pena que ocasionan e insensiblesa cualquier cambio en aquellos que caminanbajo sus sombras. Y, ¿quién quedará para go-zarlos?

CAPITULO VI

La primera parte del viaje transcurrió enmedio de un ánimo tan melancólico que nopudo resultar sino tedioso y desagradable. Peroa medida que se aproximaban a su destino, elinterés en la apariencia de la región dondehabrían de vivir se sobrepuso a su decaimiento,y la vista del Valle Barton a medida que entra-

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ban en él las fue llenando de alegría. Era unacomarca agradable, fértil, con grandes bosquesy rica en pastizales. Tras un recorrido de másde una milla, llegaron a su propia casa. En elfrente, un pequeño jardín verde constituía la to-talidad de sus dominios, al que una pulcra por-tezuela de rejas les permitió la entrada.

Como vivienda, la casita de Barton, aunquepequeña, era confortable y sólida; pero en tantocasa de campo era defectuosa, porque la cons-trucción era regular, el techo tenía tejas, las ce-losías de las ventanas no estaban pintadas deverde ni los muros estaban cubiertos de madre-selva. Un corredor angosto llevaba directamen-te a través de la casa al jardín del fondo. A am-bos lados de la entrada había una salita de estarde aproximadamente dieciséis pies cuadrados;y luego estaban las dependencias de servicio ylas escaleras. Cuatro dormitorios y dos buhar-dillas componían el resto de la casa. No habíasido construida hacía muchos años y estaba enbuenas condiciones. En comparación con Nor-

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land, ¡ciertamente era pequeña y pobre! Perolas lágrimas que hicieron brotar los recuerdosal entrar a la casa muy pronto se secaron. Lasalegró el gozo de los sirvientes a su llegada ycada una, pensando en las otras, decidió pare-cer contenta. Recién comenzaba septiembre, eltiempo estaba hermoso, y desde la primeravisión que tuvieron del lugar bajo las ventajasde un buen clima, la impresión favorable querecibieron fue de primordial importancia paraque se hiciera acreedor de su más firme apro-bación.

La ubicación de la casa era buena. Tras ella, ya no mucha distancia a ambos lados, se levanta-ban altas colinas, algunas de las cuales eranlomas abiertas, las otras cultivadas y boscosas.La aldea de Barton estaba situada casi en sutotalidad en una de estas colinas, y ofrecía unaagradable vista desde las ventanas de la casita.La perspectiva por el frente era más amplia; sedominaba todo el valle, e incluso los campos enque éste desembocaba. Las colinas que rodea-

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ban la cabaña cerraban el valle en esa dirección;pero bajo otro nombre, y con otro curso, seabría otra vez entre dos de los montes más em-pinados.

La señora Dashwood se sentía en general sa-tisfecha con el tamaño y mobiliario de la casa,pues aunque su antiguo estilo de vida hacíaindispensable mejorarla en muchos aspectos,siempre era un placer para ella ampliar y per-feccionar las cosas; y en ese momento contabacon dinero suficiente para dar a los aposentostodo lo que requerían de mayor elegancia.

-En cuanto a la casa misma -dijo-, por ciertoes demasiado pequeña para nuestra familia;pero estaremos aceptablemente cómodas por elmomento, ya que se encuentra muy avanzadoel año para realizar mejoras. Quizá en la pri-mavera, si tengo suficiente dinero, como meatrevo a decir que tendré, podremos pensar enconstruir. Estos recibos son los dos demasiadopequeños para los grupos de amigos que espe-ro ver a menudo reunidos aquí; y tengo la idea

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de llevar el corredor dentro de uno de ellos, conquizá una parte del otro, y así dejar lo restantede ese otro como vestíbulo; esto, junto con unanueva sala, que puede ser agregada fácilmente,y un dormitorio y una buhardilla arriba, haránde ella una casita muy acogedora. Podría de-sear que las escaleras fueran más atractivas.Pero no se puede esperar todo, aunque supon-go que no seria difícil ampliarlas. Ya veré cuán-to le deberé al mundo cuando llegue la prima-vera, y planificaremos nuestras mejoras deacuerdo con ello:

Entre tanto, hasta cuando una mujer que nun-ca había economizado en su vida pudiera llevara cabo todos estos cambios con los ahorros deun ingreso de quinientas libras al año, sabia-mente se contentaron con la casa tal como esta-ba; y cada una de ellas se preocupó y empeñóen organizar sus propios asuntos, distribuyen-do sus libros y otras posesiones para hacer de lacasa un hogar. Desempacaron el piano de Ma-rianne y lo ubicaron en el lugar más adecuado,

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y colgaron los dibujos de Elinor en los murosde la sala.

Al día siguiente, apenas terminado el desayu-no, se vieron interrumpidas en sus ocupacionespor la entrada del propietario de la cabaña, quellegó a darles la bienvenida a Barton y a ofre-cerles todo aquello de su propia casa y jardínque les pudiera faltar en el momento. Sir JohnMiddleton era un hombre bien parecido deunos cuarenta años. Antes había estado de visi-ta en Stanhill, pero hacía de ello demasiadotiempo para que sus jóvenes primas lo recorda-ran. Su semblante revelaba buen humor y susmodales eran tan amistosos como el estilo de sucarta. Parecía que la llegada de sus parientes lollenaba de real satisfacción y que su comodidadera objeto de verdadero desvelo para él. Se ex-playó en su profundo deseo de que ambas fa-milias vivieran en los términos más cordiales ylas exhortó tan afablemente a que cenaran enBarton Park todos los días hasta que estuvieranmejor instaladas en su hogar, que aunque insis-

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tía en sus peticiones hasta un punto que sobre-pasaba la buena educación, era imposible sen-tirse ofendido por ello. Su bondad no se limita-ba a las palabras, porque antes de una hora desu partida, un gran cesto de hortalizas y frutasllegó desde la finca, seguido antes de terminarel día por un presente de animales de caza. Másaún, insistió en llevar todas sus cartas al correoy traer las que les llegaran, y rehusó lo privarande la satisfacción de enviarles a diario su perió-dico.

Lady Middleton les había mandado con él unmensaje muy cortés, en que manifestaba suintención de visitar a la señora Dashwood tanpronto como pudiera estar segura de que sullegada no le significaría un inconveniente; ycomo este mensaje recibió una respuestaigualmente atenta, al día siguiente les presenta-ron a su señoría.

Por supuesto, estaban ansiosas de ver a lapersona de quien debía depender tanto de sucomodidad en Barton, y la elegancia de su apa-

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riencia las impresionó favorablemente. LadyMiddleton no tenía más de veintiséis o veinti-siete años, era de hermoso rostro, figura alta yllamativa y trato gracioso. Sus modales teníantodo el refinamiento de que carecía su esposo.Pero le habría venido bien algo de su franquezay calidez. Y su visita se prolongó lo suficientepara hacer disminuir en algo la admiracióninicial que había provocado, al mostrar que,aunque perfectamente educada, era reservada,fría, y no tenía nada que decir por sí mismamás allá de las más trilladas preguntas u obser-vaciones.

No faltó, sin embargo, la conversación, por-que sir John era muy locuaz y lady Middletonhabía tenido la sabia precaución de llevar conella a su hijo mayor, un guapo muchachito dealrededor de seis años cuya presencia ofrecióen todo momento un tema al que recurrir encaso de extrema urgencia. Debieron indagar sunombre y edad, admirar su apostura y hacerlepreguntas, que su madre contestaba por él

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mientras él se mantenía pegado a ella con lacabeza gacha, para gran sorpresa de su señoría,que se extrañaba de que fuera tan tímido antelos extraños cuando en casa podía hacer bas-tante ruido. En todas las visitas formales debi-era haber un niño, a manera de seguro para laconversación. En el caso actual, tomó diez mi-nutos decidir si el niño se parecía más al padreo a la madre, y en qué cosa en especial se pare-cía a cada uno; porque, por supuesto, todosdiscrepaban y cada uno se manifestaba estupe-facto ante la opinión de los demás.

Muy pronto las Dashwood tuvieron una nue-va oportunidad de conversar sobre el resto delos niños, porque sir John no dejó la casa sinque antes le prometieran cenar con ellos al díasiguiente.

CAPITULO VII

Barton Park estaba más o menos a media mi-

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lla de la cabaña. Las Dashwood habían pasadocerca de allí al cruzar el valle pero desde suhogar no lo veían, pues lo tapaba la saliente deuna colina. La casa misma era amplia y hermo-sa, y los Middleton vivían de manera que con-jugaba la hospitalidad y la elegancia. La prime-ra se daba para satisfacción de sir John, la últi-ma para la de su esposa. Casi nunca faltabaalgún amigo alojado con ellos en la casa, y reci-bían más visitas de todo tipo que ninguna otrafamilia de los alrededores. Ello era necesariopara la felicidad de ambos, dado que a pesar desus diferentes caracteres y comportamientos, separecían extremadamente en la total falta detalento y gusto, carencia que limitaba a un ran-go en verdad estrecho las ocupaciones no rela-cionadas con la vida social. Sir John estaba en-tregado a los deportes, lady Middleton a la ma-ternidad. El cazaba y practicaba el tiro, ellaconsentía a sus hijos; y éstos eran sus únicosrecursos. Lady Middleton tenía la ventaja depoder mimar a sus hijos durante todo el año, en

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tanto que las ocupaciones independientes de sirJohn podían darle sólo la mitad del tiempo. Noobstante, continuos compromisos en la casa yfuera de ella suplían todas las deficiencias de sunaturaleza y educación, alimentaban el buenánimo de sir John y permitían que su esposaejercitara su buena crianza.

Lady Middleton se preciaba de la eleganciade su mesa y de todos sus arreglos domésticos,y de esta clase de vanidad extraía las mayoressatisfacciones en todas sus reuniones. En cam-bio, el gusto de sir John por la vida social eramucho más real; disfrutaba de reunir en torno aél a más gente joven de la que cabía en su casa,y mientras más ruidosa era, mayor su placer.Era una bendición para toda la juventud de lavecindad, ya que en verano constantementereunía grupos de personas para comer jamón ypollo frío al aire libre, y en invierno sus bailesprivados eran lo suficientemente numerosospara cualquier muchacha que ya hubiera deja-do atrás el insaciable apetito de los quince años.

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La llegada de una nueva familia a la regiónera siempre motivo de alegría para él, y desdetodo punto de vista estaba encantado con losinquilinos que había conseguido para su caba-ña en Barton. Las señoritas Dashwood eranjóvenes, bonitas y sencillas, de modales pocoafectados. Eso bastaba para asegurar su buenaopinión, porque la falta de afectación era todolo que una chica bonita podía necesitar parahacer de su espíritu algo tan cautivador comosu apariencia. Complació a sir John en su carác-ter amistoso la posibilidad de hacer un favor aaquellos cuya situación podía considerarse ad-versa si se la comparaba con la que habían te-nido en el pasado. Así, sus muestras de bondada sus primas satisfacían su buen corazón; y alestablecer en la casita de Barton a una familiacompuesta solamente de mujeres, obtenía todoslos placeres de un deportista; porque un depor-tista, aunque sólo estima a los representantesde su sexo que también lo son, pocas veces semuestra deseoso de fomentar sus gustos alo-

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jándolos en su propio coto.La señora Dashwood y sus hijas fueron recibi-

das en la puerta de la casa por sir John, quienles dio la bienvenida a Barton Park con espon-tánea sinceridad; y mientras las guiaba hasta elsalón, repetía a las jóvenes la preocupación queel mismo tema le había causado el día anterior,esto es, no poder conseguir ningún joven ele-gante e ingenioso para presentarles. Ahí sólohabría otro caballero además de él, les dijo; unamigo muy especial que' se estaba quedando enla finca, pero que no era ni muy joven ni muyalegre. Esperaba que le disculparan lo escaso dela concurrencia y les aseguró que ello no volve-ría a repetirse. Había estado con varias familiasesa mañana, en la esperanza de conseguir aalguien más para hacer mayor el grupo, perohabía luna y todos estaban llenos de compro-misos para esa noche. Afortunadamente, lamadre de lady Middleton había llegado a Bar-ton a última hora, y como era una mujer muyalegre y agradable, esperaba que las jóvenes no

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encontrarían la reunión tan aburrida como po-drían imaginar. Las jóvenes, al igual que sumadre, estaban perfectamente satisfechas contener a dos personas por completo desconoci-das entre la concurrencia, y no deseaban más.

La señora Jennings, la madre de lady Middle-ton, era una mujer ya mayor, de excelentehumor, gorda y alegre que hablaba en cantida-des, parecía muy feliz y algo vulgar. Estaballena de bromas y risas, y antes del final de lacena había dado repetidas muestras de su in-genio en el tema de enamorados y maridos;había manifestado sus esperanzas de que lasmuchachas no hubieran dejado sus corazonesen Sussex, y cada vez fingía haberlas visto ru-borizarse, ya sea que lo hubieran hecho o no.Marianne se sintió molesta por ello a causa desu hermana y, para ver cómo sobrellevaba estosataques,, miró a Elinor con una ansiedad que leprodujo a ésta una incomodidad mucho mayorque la que podían generar las triviales bu-fonadas de la señora Jennings.

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El coronel Brandon, el amigo de sir John, consus modales silenciosos y serios, parecía tanpoco adecuado para ser su amigo como ladyMiddleton para ser su esposa, o la señora Jen-nings para ser la madre de lady Middleton. Suapariencia, sin embargo, no era desagradable, apesar de que a juicio de Marianne y Margaretera un solterón sin remedio, porque ya habíapasado los treinta y cinco y entrado a la zonadeslucida de la vida; pero aunque no era derostro apuesto, había inteligencia en su sem-blante y una particular caballerosidad en sutrato.

Nadie de la concurrencia tenía nada que lo re-comendara como compañía para las Dash-wood; pero la fría insipidez de lady Middletonera tan especialmente poco grata, que compa-radas con ella la gravedad del coronel Brandon,e incluso la bulliciosa alegría de sir John y susuegra, eran interesantes. La alegría de ladyMiddleton sólo pareció brotar después de lacena con la entrada de sus cuatro ruidosos

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hijos, que la tironearon de aquí allá, desgarra-ron su ropa y pusieron fin a todo tipo de con-versación, salvo la referida a ellos.

Al atardecer, como se descubriera que Ma-rianne tenía aptitudes musicales, la invitaron atocar. Abrieron el instrumento, todos se prepa-raron para sentirse encantados, y Marianne,que cantaba muy bien, a su pedido recorrió lamayoría de las canciones que lady Middletonhabía aportado a la familia al casarse, y quequizá habían permanecido desde entonces en lamisma posición sobre el piano, ya que su seño-ría había celebrado ese acontecimiento renun-ciando a la música, aunque según su madretocaba extremadamente bien y, según ellamisma, era muy aficionada a hacerlo.

La actuación de Marianne fue muy aplaudi-da. Sir John manifestaba sonoramente su admi-ración al finalizar cada pieza, e igualmente so-nora era su conversación con los demás mien-tras duraba la canción. A menudo lady Middle-ton lo llamaba al orden, se extrañaba de que

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alguien pudiera distraer su atención de la mú-sica siquiera por un momento y le pedía a Ma-rianne que cantara una canción en especial queella acababa de terminar. Sólo el coronel Bran-don, entre toda la concurrencia, la escuchabasin arrebatos. Su único cumplido era es - cu-charla, y en ese momento ella sintió por él unrespeto que los otros con toda razón habíanperdido por su desvergonzada falta de gusto.El placer que el coronel había mostrado ante lamúsica, aunque no llegaba a ese éxtasis que,con exclusión de cualquier otro, ella considera-ba compatible con su propio deleite, era dignode estimación frente a la horrible insensibilidaddel resto; y ella era lo bastante sensata comopara conceder que un hombre de treinta y cincoaños bien podía haber dejado atrás en su vidatoda agudeza de sentimientos y cada exquisitafacultad de gozo. Estaba perfectamente dis-puesta a hacer todas las concesiones necesariasa la avanzada edad del coronel que un espírituhumanitario exigiría.

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CAPITULO VIII

En su viudez, la señora Jennings había que-dado en poder de una generosa renta por elusufructo de los bienes dejados por su marido.Sólo tenía dos hijas, a las que había llegado aver respetablemente casadas y, por tanto, ahorano tenía nada que hacer sino casar al resto delmundo. Hasta donde era capaz, era celosamen-te activa en el cumplimiento de este objetivo yno perdía oportunidad de planificar matrimo-nios entre los jóvenes que conocía. Era de nota-ble rapidez para descubrir quién se sentíaatraído por quién, y había gozado del mérito dehacer subir los rubores y la vanidad de muchasjóvenes con insinuaciones relativas a su podersobre tal o cual joven; y apenas llegada a Bar-ton, este tipo de perspicacia le permitió anun-ciar que el coronel Brandon estaba muy enamo-rado de Marianne Dashwood. Más bien, sospe-

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chó que así era la Primera tarde que estuvieronjuntos, por la atención con que la escuchó can-tar; y cuando los Middleton devolvieron la visi-ta y cenaron en la cabaña, se cercioró de ello alver otra vez cómo la escuchaba. Tenía que serasí. Estaba totalmente convencida de ello. Seríauna excelente unión, porque el era rico y ella erahermosa. Desde el momento -mismo en quehabía conocido al coronel Brandon, debido asus lazos con sir John, la señora Jennings habíaansiado verlo bien casado; y, además, nuncaflaqueaba en el afán de conseguirle un buenmarido a cada muchacha bonita.

La ventaja inmediata que obtuvo de ello nofue de ninguna manera insignificante, porquela proveyó de interminables bromas a costa deambos. En Barton Park se reía del coronel, y enla cabaña, de Marianne. Al primero, probable-mente esas chanzas le eran totalmente indife-rentes, ya que sólo lo afectaban a él; pero parala segunda, al comienzo fueron incomprensi-bles; y cuando entendió, su objeto, no sabía si

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reírse de lo absurdas que eran o censurar suimpertinencia, ya que las consideraba un co-mentario insensible a los avanzados años delcoronel y a su triste condición de solterón.

La señora Dashwood, que no podía conside-rar a un hombre cinco años menor que ella tanexcesivamente anciano como aparecía ante lajuvenil imaginación de su hija, intentó limpiar ala señora Jennings del cargo de haber queridoridiculizar su edad.

-Pero, mamá, al menos no podrá negar lo ab-surdo de la acusación, aunque no la crea inten-cionalmente maliciosa. Por supuesto que elcoronel Brandon es más joven que la señoraJennings, pero es lo suficientemente viejo paraser mi padre; y si llegara a tener el ánimo sufi-ciente para enamorarse, ya debe haber olvidadoqué se siente en esos casos. ¡Es demasiado ridí-culo! ¿Cuándo podrá un hombre liberarse detales ingeniosidades, si la edad y su debilidadno lo protegen?

-¡Debilidad! -exclamó Elinor-. ¿Llamas débil

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al coronel Brandon? Fácilmente puedo suponerque a ti su edad te parezca mucho mayor que ami madre, pero es difícil que te engañes respec-to a que sí está en uso de sus extremidades.

¿No lo escuchaste quejarse de reumatismo?¿Y no es ésa la primera debilidad de una vidaque declina?

-¡Mi querida niña! -dijo la madre, riendo-, en-tonces debes estar en continuo terror de que yohaya entrado también en la decadencia; y debeparecerte un milagro que mi vida haya llegadoa la avanzada edad de cuarenta años.

-Mamá, no está siendo justa conmigo. Sé per-fectamente que el coronel Brandon no es tanviejo como para que sus amigos teman perderlopor causas propias del curso de la naturaleza.Puede vivir veinte años más. Pero treinta y cin-co años no tienen nada que ver con el matrimo-nio.

-Quizá -dijo Elinor-, sea mejor que una per-sona de treinta y cinco y otra de diecisiete notengan nada que ver con un matrimonio entre

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sí. Pero si por casualidad llegara a tratarse deuna mujer soltera a los veintisiete, no creo queel hecho de que el coronel Brandon tenga trein-ta y cinco le despertaría ninguna objeción a quese casara con ella.

-Una mujer de veintisiete -dijo Marianne, des-pués de una pequeña pausa- jamás podría es-perar sentir o inspirar afecto nuevamente; y sisu hogar no es cómodo, o su fortuna es peque-ña, supongo que podría intentar conformarsecon desempeñar el oficio de institutriz, para asíobtener la Seguridad con que cuenta una espo-sa. Por tanto, si el coronel se casara con unamujer en esa condición, no habría nada inapro-piado. Sería un pacto de conveniencia y elmundo estaría satisfecho. A mis ojos no sería enabsoluto un matrimonio, Pero eso no importa.A mí me parecería sólo un intercambio comer-cial, en que cada uno querría beneficiarse a cos-ta del otro.

-Sé -dijo Elinor- que sería imposible conven-certe de que una mujer de veintisiete pueda

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sentir por un hombre de treinta y cinco algoque ni siquiera se acerque a ese amor que lotransformaría en un compañero deseable paraella. Pero debo objetar que condenes al coronelBrandon y a su esposa al perpetuo encierro enuna habitación de enfermo, por la simple razónde que ayer (un día muy frío y húmedo) él lle-gó a quejarse de una leve sensación reumáticaen uno de sus hombros.

-Pero él mencionó camisetas de franela -dijoMarianne-; y para mí, una camiseta de franelaestá invariablemente unida a dolores, calam-bres, reumatismo, y todos los males que pue-den afligir a los ancianos y débiles.

-Si tan sólo hubiera estado sufriendo de unafiebre violenta, no lo habrías menospreciadotanto. Confiesa, Marianne, ¿no sientes que hayalgo interesante en las mejillas encendidas, ojoshundidos y pulso acelerado de la fiebre?

Poco después, cuando Elinor hubo abandona-do la habitación, dijo Marianne:

-Mamá, tengo una preocupación en este tema

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de las enfermedades que no puedo ocultarle.Estoy segura de que Edward Ferrars no estábien. Ya llevamos acá cerca de quince días ytodavía no viene. Tan sólo una verdadera in-disposición podría ocasionar esta extraordina-ria tardanza. ¿Qué otra cosa puede detenerlo enNorland?

-¿Tú pensabas que él vendría tan pronto? -dijo la señora Dashwood-. Yo no. Al contrario,si me he llegado a sentir ansiosa al respecto, hasido al recordar que a veces él mostraba unacierta falta de placer ante mi invitación y pocadisposición a aceptar cuando le mencionaba suvenida a Barton. ¿Es que Elinor lo espera ya?

-Nunca se lo he mencionado a ella, pero porsupuesto tiene que estar esperándolo.

-Creo que te equivocas, porque cuando ayerle hablaba de conseguir una nueva rejilla parala chimenea del dormitorio de alojados, señalóque no había ninguna urgencia, como si la habi-tación no fuera a ser ocupada por algún tiempo.

-¡Qué extraño es todo esto! ¿Qué puede sig-

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nificar? ¡Pero todo en la forma en que se hantratado entre ellos ha sido inexplicable! ¡Cuánfrío, cuán formal fue su último adiós! ¡Qué des-ganada su conversación la última tarde queestuvieron juntos! Al despedirse, Edward nohizo ninguna diferencia entre Elinor y yo: paraambas tuvo los buenos deseos de un hermanoafectuoso. Dos veces los dejé solos a propósitola última mañana, y cada vez él, de la maneramás inexplicable, me siguió fuera de la habita-ción. Y Elinor, al dejar Norland y a Edward, nolloró como yo lo hice. Incluso ahora su autocon-trol es invariable. ¿Cuándo está abatida o me-lancólica? ¿Cuándo intenta evitar la compañíade otros, o parece inquieta e insatisfecha conella misma?

CAPITULO IX

Las Dashwood estaban instaladas ahora enBarton con bastante comodidad. La casa y el

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jardín, con todos los objetos que los rodeaban,ya les eran familiares; poco a poco retomabanlas ocupaciones cotidianas que habían dado lamitad de su encanto a Norland, pero esta vezcon mucho mayor placer que el que allí habíanlogrado desde la muerte de su padre. Sir JohnMiddleton, que las visitó diariamente durantelos primeros quince días y que no estaba acos-tumbrado a ver demasiados quehaceres en suhogar, no podía ocultar su asombro por encon-trarlas siempre ocupadas.

Sus, visitantes, excepto los de Barton Park, noeran muchos. A pesar de los perentorios ruegosde sir John para que se integraran más al ve-cindario y de haberles asegurado -repetidamente que su carruaje estaba siempre asu disposición, la independencia de espíritu dela señora Dashwood venció su deseo de vidasocial para sus hijas; y con gran decisión rehusóvisitar a ninguna familia cuya casa quedara amayor distancia que la que se podía recorrercaminando. Había pocas que cumplieran tal

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requisito, y no todas ellas eran asequibles.Aproximadamente a milla y media de la caba-ña, junto al angosto y sinuoso valle de Allen-ham, que nacía del de Barton, tal como ya se hadescrito, en una de sus primeras caminatas lasmuchachas habían descubierto una mansión deaire respetable que, al recordarles un poco aNorland, despertó interés en sus imaginacionesy las hizo desear conocerla más. Pero a sus pre-guntas les respondieron que su propietaria, unadama anciana de muy buen carácter, desgra-ciadamente estaba demasiado débil para com-partir con el resto del mundo y nunca se alejabade su hogar.

En general, los alrededores abundaban enhermosos paseos. Los altos lomajes, que lasinvitaban desde casi todas las ventanas de lacabaña a buscar en sus cumbres el exquisitoplacer del aire, eran una feliz alternativa cuan-do el polvo de los valles de abajo ocultaba sussuperiores encantos; y hacia una de esas colinasdirigieron sus pasos Marianne y Margaret una

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memorable mañana, atraídas por el poco solque asomaba en un cielo chubascoso e incapa-ces de soportar más el encierro al que las -habíaobligado la continua lluvia de los dos días ante-riores. El clima no era tan tentador como paraarrancar a las otras dos de sus lápices y libros, apesar de la declaración de Marianne de que elbuen tiempo se mantendría y que hasta la últi-ma de las nubes amenazadoras se alejaría delos cerros. Y juntas partieron las dos mucha-chas.

Alegremente ascendieron las lomas, regoci-jándose de su propia clarividencia cada vez quevislumbraban un trozo de cielo azul; y cuandorecibieron en sus rostros las vivificantes ráfagasde un penetrante viento del suroeste, lamenta-ron los temores que habían impedido a su ma-dre y a Elinor la posibilidad de compartir tandeliciosas sensaciones.

-¿Existe en el mundo -dijo Marianne- una feli-cidad comparable a ésta? Margaret, caminare-mos aquí al menos dos horas.

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Margaret estuvo de acuerdo, y reemprendie-ron su camino contra el viento, resistiéndolocon alegres risas durante casi veinte minutosmás, cuando de súbito las nubes se unieron porsobre sus cabezas y una intensa lluvia les em-papó los rostros. Apenadas y sorprendidas, sevieron obligadas, aunque a desgana, a devol-verse, porque ningún refugio había más cerca-no que su casa. No obstante, les quedaba unconsuelo, al que pudieron recurrir en ese mo-mento puesto que la necesidad les dio más de-coro del que habitualmente tendrían: y éste fuebajar corriendo tan rápido como podían por lafalda de la colina que conducía directamente alportón de su jardín.

Partieron. Marianne tomó ventaja al comien-zo, pero un paso en falso la hizo caer de repen-te a tierra; y Margaret, incapaz de detenersepara auxiliarla, involuntariamente siguió delargo a toda prisa y llegó abajo sana y salva.

Un caballero que cargaba una escopeta, condos perros pointer que jugaban a su alrededor,

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se encontraba- subiendo la colina y a pocasyardas de Marianne cuando ocurrió el acciden-te. Dejó su arma y corrió en su auxilio. Ella sehabía levantado del suelo, pero habiéndosetorcido un tobillo al caer, apenas podía soste-nerse en pie. El caballero le ofreció sus servi-cios, y advirtiendo que su modestia la hacíarehusar lo que su situación hacía necesario, lalevantó en sus brazos sin más tardanza y la lle-vó cerro abajo. Luego, cruzando el jardín cuyapuerta Margaret había dejado abierta, la cargódirectamente al interior de la casa, adondeMargaret acababa de llegar, y no dejó de soste-nerla hasta sentarla en una silla de la salita.

Elinor y su madre se levantaron atónitas alverlo entrar, y mientras le clavaban la vista conevidente extrañeza y a la vez con secreta admi-ración ante su apariencia, él disculpó su intro-misión relatando lo que la había causado; y lohizo de manera tan franca y llena de gracia quesu voz y expresión parecieron hacer mayoressus encantos, aunque ya era extraordinaria-

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mente bien parecido. Si hubiera sido viejo, feo yvulgar, igualmente habría contado con la grati-tud y amabilidad de la señora Dashwood porcualquier acto de atención hacia su hija; pero lainfluencia de la juventud, la belleza y eleganciaprestó un nuevo interés a su acción, que laconmovió aún más.

Le agradeció una y otra vez, y con la dulzurade trato que le era propia, lo invitó a sentarse.Pero él declinó hacerlo, en consideración a queestaba sucio y mojado. La señora Dashwood lerogó entonces le dijera con quién debía estaragradecida. Su nombre, replicó él, era Wi-lloughby, y su hogar en ese momento estaba enAllenham, desde donde él esperaba le permitie-ra el honor de visitarlas al día siguiente paraaveriguar cómo seguía la señorita Dashwood.El honor fue rápidamente concedido y él partió,haciéndose aún más interesante, en medio deuna intensa lluvia.

Su belleza varonil y más que común gracia sehicieron instantáneamente tema de generaliza-

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da admiración, y las risas a costa de Marianneque despertó su galantería recibieron particularestímulo de sus atractivos externos. Mariannemisma había visto menos de su apariencia queel resto, porque la confusión que enrojeció surostro cuando él la levantó le había impedidomirarlo después de que entraron en la casa.Pero había visto lo suficiente de él para sumar-se a la admiración de las demás, y lo hizo conesa energía que siempre adornaba sus elogios.En apariencia y aire era exacto a lo que su fan-tasía había siempre atribuido al héroe de susrelatos favoritos; y el haberla cargado a casacon tan poca formalidad previa revelaba unarapidez de pensamiento que en forma muyespecial despertaba en ella un ánimo favorablea él. Todas las circunstancias que le eran pro-pias lo hacían interesante. Tenía un buen nom-bre, su residencia estaba en el villorrio que pre-ferían por sobre los demás, y muy luego Ma-rianne descubrió que de todas las vestimentasmasculinas, la más sentadora era una chaqueta

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de caza. Bullía su imaginación, sus reflexioneseran gratas, y el dolor de un tobillo torcidoperdió toda importancia.

Esa mañana sir John acudió a visitarlas tanpronto como el siguiente lapso de buen tiempole permitió salir de casa. Tras relatarle el acci-dente de Marianne, le preguntaron ansiosa-mente si conocía en Allenham a un caballero denombre Willoughby.

-¡Willoughby! -exclamó sir John-. ¿Es que élestá acá? Pero qué buenas noticias; cabalgaréhasta su casa mañana para invitarlo a cenar eljueves.

¿Usted lo conoce, entonces? -preguntó la se-ñora Dashwood.

-¡Conocerlo! Por supuesto que sí. ¡Pero si vie-ne todos los años!

-¿Y qué clase de joven es?-Le aseguro que una persona tan buena como

el que más. Un tirador bastante decente, y nohay jinete más audaz en toda Inglaterra.

-¡Y eso es todo lo que puede decir de él! -ex-

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clamó Marianne indignada-. Pero, ¿cómo sonsus modales cuando se lo conoce de maneramás íntima? ¿Cuáles son sus ocupaciones, sustalentos, cómo es su espíritu?

Sir John estaba algo confundido.-Por mi vida -dijo-, no lo conozco tanto como

para saber eso. Pero es una persona agradable,de buen carácter, y tiene una perrita pointer decolor negro que es lo mejor que he visto. ¿Ibacon él hoy?

Pero Marianne era tan incapaz de satisfacersu curiosidad respecto al color del perro delseñor Willoughby, como lo era él en cuanto adescribir los matices de la mente del joven.

-Pero, ¿quién es él? -preguntó Elinor-. ¿Dedónde viene? ¿Posee una casa en Allenham?

Sobre este punto podía informarlas más sirJohn, y les dijo que el señor Willoughby no te-nía propiedades personales en la región; queresidía allí sólo mientras visitaba a la ancianade Allenham Court, de quien era pariente ycuyos bienes heredaría. Y agregó:

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-Sí, sí, vale la pena atraparlo, le aseguro, se-ñorita Dashwood; es dueño, además, de unalinda propiedad en Somersetshire; y si yo fuerausted, no se lo cedería a mi hermana menor apesar de todo su dar tumbos cerro abajo. Laseñorita Marianne no puede pretender quedar-se con todos los hombres. Brandon se pondráceloso si ella no tiene más cuidado.

-No creo -dijo la señora Dashwood, con unasonrisa divertida-, que ninguna de mis hijasvaya a incomodar al señor Willoughby con in-tentos de atraparlo. No es una ocupación para laque hayan sido criadas. Los hombres estánmuy a salvo con nosotras, sin importar cuánricos sean. Me alegra saber, sin embargo, por loque usted dice, que es un joven respetable yalguien cuyo trato no será de despreciar.

-Creo que es una persona tan buena como elque más -repitió sir John-. Recuerdo la últimaNavidad, en una pequeña reunión en BartonPark, en que él bailó desde las ocho hasta lacuatro sin sentarse ni una vez.

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¿En verdad? -exclamó Marianne brillándolelos ojos-. ¿Y con elegancia, con espíritu?

-Sí; y estaba otra vez en pie a las ocho, listopara salir a cabalgar.

-Eso es lo que me gusta; así es como debieraser un joven. Sin importar a qué esté dedicado,su entrega a lo que hace no debe saber de mo-deraciones ni dejarle ninguna sensación de fati-ga.

-Ya, ya, estoy viendo cómo va a ser -dijo sirJohn-, ya veo cómo será. Usted se propondráecharle el lazo ahora, sin pensar en el pobreBrandon.

-Esa es una expresión, sir John -dijo Marianneacaloradamente- que me disgusta en especial.

Aborrezco todas las frases trilladas con lasque se intenta demostrar agudeza; y “echarle ellazo a un hombre”, o “hacer una conquista”,son las más odiosas de todas. Se inclinan a lavulgaridad y mezquindad; y si alguna vez pu-dieron ser consideradas bien construidas, hacemucho que el tiempo ha destruido toda su in-

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geniosidad.Sir John no entendió mucho este reproche,

pero rió con tantas ganas como si lo hubierahecho, y luego replicó:

-Sí, sí, me atrevo a decir que usted, de unamanera u otra, va a hacer suficientes conquis-tas. ¡Pobre Brandon! Ya está bastante prendadode usted, y le aseguro que bien vale la penaecharle el lazo, a pesar de todo este andar ro-dando por el suelo y torciéndose los tobillos.

CAPITULO X

El protector de Marianne, según los térmi-nos en que con más elegancia que precisiónensalzara Margaret a Willoughby, llegó a lacasa muy temprano la mañana siguiente parapreguntar personalmente por ella. Fue recibidopor la señora Dashwood con algo más que cor-tesía: con una amabilidad que las palabras desir John y su propia gratitud inspiraban; y todo

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lo que tuvo lugar durante la visita llevó a darleal joven plena seguridad sobre el buen sentido,elegancia, trato afectuoso y comodidad hogare-ña de la familia con la cual se había relacionadopor un accidente. Para convencerse de los en-cantos personales de que todas hacían gala, nohabía necesitado una segunda entrevista.

La señorita Dashwood era de tez delicada,rasgos regulares y una figura notablementebonita. Marianne era más hermosa aún. Su si-lueta, aunque no tan, correcta como la de suhermana, al tener la ventaja de la altura era másllamativa; y su rostro era tan encantador, quecuando en los tradicionales panegíricos se lallamaba una niña hermosa, se faltaba menos ala verdad de lo que suele ocurrir. Su cutis eramuy moreno, pero su transparencia le daba unextraordinario brillo; todas sus facciones erancorrectas; su sonrisa, dulce y atractiva; y en susojos, que eran muy oscuros, había una vida, unespíritu, un afán que difícilmente podían sercontemplados sin placer. Al comienzo contuvo

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ante Willoughby la expresividad de su mirada,por la turbación que le producía el recuerdo desu ayuda. Pero cuando esto pasó; cuando recu-peró el control de su espíritu; cuando vio que asu perfecta educación de caballero él unía lafranqueza y vivacidad; y, sobre todo, cuando leescuchó afirmar que era apasionadamente afi-cionado a la música y al baile, le dio tal miradade aprobación que con ella aseguró que granparte de sus palabras estuvieran dirigidas aella- durante el resto de su estadía.

Lo único que se requería para inducirla a ha-blar era mencionar cualquiera de sus diversio-nes favoritas. No podía mantenerse en silenciocuando se tocaban esos temas, y no era ni tími-da ni reservada para discutirlos. Rápidamentedescubrieron que compartían el gusto por elbaile y la música, y que ello nacía de una gene-ral similitud de juicio en todo lo que concerníaa ambas actividades. Animada por esto a exa-minar con mayor detenimiento las opinionesdel joven, Marianne Procedió a interrogarlo en

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tomo al tema de los libros; trajo a colación susautores favoritos hablando de ellos con talarrobamiento, que cualquier joven de veinticin-co años tendría que haber sido en verdad in-sensible para no transformarse en un inmediatoconverso a la excelencia de tales obras, sin im-portar cuán poco las hubiera tenido en con-sideración antes. Sus gustos eran extraordina-riamente semejantes. Ambos idolatraban losmismos libros, los mismos pasajes; o, si apare-cía cualquier diferencia o surgía cualquier obje-ción de parte de él, no duraba sino hasta elmomento en que la fuerza de los argumentosde la joven o el brillo de sus ojos podían des-plegarse. El asentía a todas sus decisiones, secontagiaba de su entusiasmo y mucho antes delfin de su visita, conversaban con la familiaridadde conocidos de larga data.

-Bien, Marianne -dijo Elinor inmediatamentetras su partida-, creo que para una mañana lohas hecho bastante bien. Ya has averiguado laopinión del señor Willoughby en casi todas las

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materias de importancia. Estás al tanto de loque piensa de Cowper y Scott; tienes total cer-tidumbre de que aprecia sus encantos tal comodebe hacerse, y has recibido todas las seguri-dades necesarias -respecto de que no admira aPope más allá de lo adecuado. Pero, ¡cómo po-drás continuar tu relación con él tras despacharde manera tan extraordinaria todos los posiblestemas de conversación! Pronto habrán agotadotodos los tópicos preferidos. Otro encuentrobastará para que él explique sus sentimientossobre la belleza pintoresca y los segundos ma-trimonios, y entonces ya no tendrás nada másque preguntar...

-¡Elinor! -exclamó Marianne-. ¿Estás siendojusta? ¿Estás siendo equitativa? ¿Es que misideas son tan escasas? Pero entiendo lo quedices. Me he sentido demasiado cómoda, de-masiado feliz, he estado demasiado franca. Hefaltado a todos los lugares comunes relativos aldecoro. He sido abierta y sincera allí dondedebí ser reservada, opaca, desganada y falsa. Si

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sólo hubiera conversado del clima y de los ca-minos, y si sólo hubiera hablado una vez endiez minutos, me habría salvado de este re-proche.

-Querida mía -dijo su madre-, no debes sen-tirte ofendida por Elinor; ella sólo bromeaba.Yo misma la regañaría si la creyera capaz dedesear poner freno al placer de tu conversacióncon nuestro nuevo amigo.

Marianne se apaciguó en un instante.Willoughby, por su parte, dio tantas pruebas

del placer que le producía la relación con ellascomo su evidente deseo de profundizarla podíaofrecer. Las visitaba diariamente. Al comienzosu excusa fue preguntar por Marianne; pero laalentadora forma en que era recibido, que día adía crecía en gentileza, hizo innecesaria tal ex-cusa antes de que la perfecta recuperación deMarianne dejara de hacerla posible. Debió que-darse confinada a la casa durante algunos días,pero nunca encierro alguno había sido menosmolesto. Willoughby era un joven de grandes

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habilidades, imaginación rápida, espíritu vivazy modales francos y afectuosos. Estaba hechoexactamente para conquistar el corazón de Ma-rianne, porque a todo esto unía no sólo unaapariencia cautivadora, sino una mente llena deun natural apasionamiento, que ahora desper-taba y crecía con el ejemplo del de ella y que loencomendaba a su afecto más que ninguna otracosa.

Poco a poco la compañía de Willoughby setransformó en el más exquisito placer de Ma-rianne. Juntos leían, conversaban, cantaban; lostalentos musicales que él mostraba eran consi-derables, y leía con toda la sensibilidad y entu-siasmo de que tan lamentablemente había care-cido Edward.

En la opinión de la señora Dashwood, el jo-ven aparecía tan sin tacha como lo era para Ma-rianne; y Elinor no veía nada en él digno decensura más que una propensión -que lo hacíaextremadamente parecido a su hermana y quea ésta muy en especial deleitaba- a decir dema-

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siado lo que pensaba en cada ocasión, sin pres-tar atención ni a personas ni a circunstancias.Al formar y dar apresuradamente su opiniónsobre otra gente, al sacrificar la cortesía generalal placer de entregar por completo su atencióna aquello que llenaba su corazón, y al pasar condemasiada facilidad por sobre las convencionessociales mostraba un descuido que Elinor nopodía aprobar, a pesar de todo lo que él y Ma-rianne dijeran en favor de ello.

Marianne comenzaba ahora a advertir que ladesesperación que se había apoderado de ella alos dieciséis años y medio al pensar que jamásiba a conocer a un hombre que satisficiera susideas de perfección, había sido apresurada einjustificable. Willoughby era todo lo que suimaginación había elaborado en esa desdichadahora, y en cada una de sus épocas más felices,como capaz de atraerla; y en su comportamien-to, él mostraba que sus deseos en tal aspectoeran tan intensos como numerosos eran susdones.

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También la señora Dashwood, en cuya mentela futura riqueza de Willoughby no había hechobrotar especulación alguna en torno a un posi-ble matrimonio entre los jóvenes, se vio arras-trada antes de terminar la semana a poner enello sus esperanzas y expectativas, y a felicitar-se en secreto por haber ganado dos yernos co-mo Edward y Willoughby.

La preferencia del coronel Brandon por Ma-rianne, tan anticipadamente descubierta porsus amigos, se hizo por primera vez perceptiblea Elinor cuando ellos dejaron de advertirla.Comenzaron a dirigir su atención e ingenio a sumás afortunado rival, y las chanzas de que elprimero había sido objeto antes de que se des-pertara en él interés particular alguno, dejaronde caer sobre él cuando sus sentimientos real-mente comenzaron a ser merecedores de eseridículo que con tanta justicia se vincula a lasensibilidad. Elinor se vio obligada, aunque encontra de su voluntad, a creer que los senti-mientos que para su propia diversión la señora

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Jennings le había atribuido al coronel, en ver-dad los había despertado su hermana; y que siuna general afinidad entre ambos podía impul-sar el afecto del señor Willoughby por Marian-ne, una igualmente notable oposición de carac-teres no era obstáculo al afecto del coronelBrandon. Veía esto con preocupación, pues,¿qué esperanzas podía tener un hombre cir-cunspecto de treinta y cinco años frente a unjoven lleno de vida de veinticinco? Y como nisiquiera podía desearlo vencedor, con todo elcorazón lo deseaba indiferente. Le gustaba elcoronel; a pesar de su gravedad y reserva, loconsideraba digno de interés. Sus modales,aunque serios, eran suaves, y su reserva parecíamás el resultado de una cierta pesadumbre delespíritu que de un temperamento naturalmentesombrío. Sir John había dejado caer insinuacio-nes de pasadas heridas y desilusiones, que die-ron pie a Elinor para creerlo un hombre desdi-chado y mirarlo con respeto y compasión.

Quizá lo compadecía y estimaba más por los

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desaires que recibía de Willoughby y Marianne,quienes, prejuiciados en su contra por no ser nivivaz ni joven, parecían decididos a menospre-ciar sus méritos.

-Brandon es justamente el tipo de persona -afirmó Willoughby un día en que conversabansobre él- de quien todos hablan bien y que no leimporta a nadie; a quien todos están dichososde ver, y con quien nadie se acuerda de hablar.

-Es exactamente lo que pienso de él -exclamóMarianne.

-Pero no hagan alarde de ello -dijo Elinor-,porque en eso los dos son injustos. En BartonPark todos lo estiman profundamente, y por miparte nunca lo veo sin hacer todos los esfuerzosposibles para conversar con él.

-Que usted esté de su parte -replicó Willough-by- ciertamente habla en favor del coronel; peroen lo que toca al aprecio de los demás, elloconstituye en sí mismo un reproche. ¿Quiénquerría someterse a la indignidad de ser apro-bado por mujeres como lady Middleton y la

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señora Jennings, algo que a cualquiera dejaríapor completo indiferente?

-Pero puede que el maltrato de gente comousted y Marianne compense por el aprecio delady Middleton y su madre. Si la alabanza deéstas es censura, la censura de ustedes puedeser alabanza; porque la falta de discernimientode ellas no es mayor que los prejuicios e injusti-cia de ustedes.

-Cuando sale en defensa de su protegido, eshasta cáustica.

M protegido, como usted lo -llama, es unhombre sensato; y la sensatez siempre me seráatractiva. Sí, Marianne, incluso en un hombreentre los treinta y los cuarenta. Ha visto muchodel mundo, ha estado en el extranjero, ha leídoy tiene una cabeza que piensa. He encontradoque puede dar me mucha información sobrediversos temas, y siempre ha respondido a mispreguntas con la diligencia que dan la buenaeducación y el buen carácter.

-Lo que significa -exclamó Marianne desde-

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ñosamente- que te ha dicho que en las IndiasOrientales el clima es cálido y que los mosqui-tos son una molestia.

-Me lo habría dicho, no me cabe la menor du-da, si yo lo hubiera preguntado; pero ocurreque son cosas de las cuales ya había sido in-formada.

-Quizá -dijo Willoughby- sus observacionesse hayan ampliado a la existencia de nababs,mohúres* de oro y palanquines.

-Me atrevería a decir que sus observacioneshan ido mucho más allá de su imparcialidad,señor Willoughby. Pero, ¿por qué le disgusta?

-No me disgusta. Al contrario, lo consideroun hombre muy respetable, de quien todoshablan bien y en el cual nadie se fija; que tienemás dinero del que puede gastar, más tiempodel que sabe cómo emplear, y dos abrigos nue-

* Nabab: gobernador de una provincia en la Indiamusulmana. Mohur moneda de oro de la antiguaIndia británica, equivalente a quince rupias de plata.

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vos cada año.-A lo que se puede agregar -exclamó Marian-

ne- que no tiene ni genio, ni gusto, ni espíritu.Que su mente es sin brillo, sus sentimientos sinardor, su voz sin expresión.

-Ustedes decretan cuáles son sus imperfeccio-nes de manera tan general -replicó Elinor-, y ental medida apoyados en la fuerza de su imagi-nación, que los encomios que yo puedo hacerde él resultan por comparación fríos e insípi-dos. Lo único que puedo decir es que es unhombre de buen juicio, bien educado, cultiva-do, de trato gentil y, así lo creo, de corazónafectuoso.

-Señorita Dashwood -protestó Willoughby-,ahora me está tratando con muy poca amabili-dad. Intenta desarmarme con razones y con-vencerme contra mi voluntad. Pero no resulta-rá. Descubrirá que mi testarudez es tan grandecomo su destreza. Tengo tres motivos irrefuta-bles para que me desagrade el coronel Brandon:me ha amenazado con que llovería cuando yo

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quería que hiciese buen tiempo; le ha encontra-do fallas a la suspensión de mi calesa, y nopuedo convencerlo de que me compre la yeguacastaña. Sin embargo, si en algo la compensaque le diga que, en mi opinión, su carácter esirreprochable en otros aspectos, estoy dispuestoa admitirlo. Y en pago por una confesión queno deja de darme un cierto dolor, usted nopuede negarme el privilegio de que él me des-agrade igual que antes.

CAPITULO XI

Poco habían imaginado la señora Dashwoody sus hijas, cuando recién llegaron a Devons-hire, que al poco tiempo de ser presentadastantos compromisos ocuparían su tiempo, oque la frecuencia de las invitaciones y lo conti-nuo de las visitas les dejarían tan pocas horaspara dedicarlas a ocupaciones serias. Sin em-bargo, fue lo que ocurrió. Cuando Marianne se

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recuperó, los planes de diversiones en casa yfuera de ella que sir John había estado ima-ginando previamente, comenzaron a hacerserealidad. Se iniciaron los bailes privados enBarton Park e hicieron tantas excursiones a lacosta como lo permitía un lluvioso octubre. Entodos esos encuentros estaba incluido Wi-lloughby; y la soltura y familiaridad que tantanaturalidad prestaba a estas reuniones estabacalculada exactamente para dar cada vez mayorintimidad a su relación con las Dashwood; parapermitirle ser testigo de las excelencias de Ma-rianne, hacer más señalada su viva admiraciónpor ella y recibir, a través del comportamientode ella hacia él, la más plena seguridad de suafecto.

Elinor no podía sentirse sorprendida ante elapego entre los jóvenes. Tan sólo deseaba quelo mostraran menos abiertamente, y una o dosveces se atrevió a sugerir a Marianne la conve-niencia de un cierto control sobre sí misma.Pero Marianne aborrecía todo disimulo cuando

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la franqueza no iba a conducir a un mal real; yempeñarse en reprimir sentimientos que noeran en sí mismos censurables le parecía nosólo un esfuerzo innecesario, sino también unalamentable sujeción de la razón a ideas erró-neas y ramplonas. Willoughby pensaba lomismo; y en todo momento, el comportamientode ambos era una perfecta ilustración de susopiniones.

Cuando él estaba presente, ella no tenía ojospara nadie más. Todo lo que él hacía estababien. Todo lo que decía era inteligente. Si sustardes en la finca concluían con partidas decartas, él se hacía trampas a sí mismo y al restode los comensales para darle a ella una buenamano. Si el baile constituía la diversión de lanoche, formaban pareja la mitad del tiempo; ycuando se veían obligados a separarse duranteun par de piezas, se Preocupaban de permane-cer de pie uno junto al Otro, y apenas hablabanuna palabra con nadie más. Por supuesto, talconducta los exponía a las constantes risas de

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los otros, pero el ridículo no los avergonzaba yapenas parecía molestarlos.

La señora Dashwood celebraba todos sus sen-timientos con una ternura que la privaba detodo deseo de controlar el excesivo desplieguede ellos. Para ella, tal abundancia no era sino laconsecuencia natural de un intenso afecto enespíritus jóvenes y apasionados.

Esta fue la época de felicidad para Marianne.Su corazón estaba consagrado a Willoughby, ylos encantos que su compañía le conferían a suhogar actual parecían debilitar más de lo queantes había creído posible el sentimental apegoa Norland que había traído consigo desde Sus-sex.

La felicidad de Elinor no llegaba a tanto. Sucorazón no estaba tan en paz ni era tan comple-ta su satisfacción por las diversiones en quetomaban parte. No le habían procurado com-pañía alguna capaz de compensar lo que habíadejado atrás, o de llevarla a recordar Norlandcon menos añoranza. Ni lady Middleton ni la

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señora Jennings podían ofrecerle el tipo deconversación que le hacía falta, aunque la últi-ma era una conversadora infatigable y la cor-dialidad con que la había acogido desde uncomienzo le aseguraba que gran parte de suscomentarios estuvieran dirigidos a ella. Ya lehabía repetido su propia historia a Elinor tres ocuatro veces; y si la memoria de Elinor hubieraestado a la altura de los medios que la señoraJennings desplegaba para incrementarla, podríahaber sabido desde los primeros momentos desu relación todos los detalles de la última en-fermedad del señor Jennings y lo que le dijo asu esposa minutos antes de morir. Lady Midd-leton era más agradable que su madre única-mente en que era más callada. Elinor necesitóobservarla muy poco para darse cuenta de quesu reserva era una simple placidez en todos susmodales que nada tenía que ver con el buenjuicio. Con su esposo y su madre era igual quecon ella y su hermana; en consecuencia, la inti-midad no era algo deseado ni buscado. Nunca

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tenía algo que decir que no hubiera dicho ya eldía antes. Su insulsez era inalterable, porqueincluso su ánimo permanecía siempre igual; yaunque no se oponía a las reuniones que orga-nizaba su esposo, con la condición de que todose desarrollara con distinción y sus dos hijosmayores la acompañaran, esas ocasiones noparecían ofrecerle más placer que el que expe-rimentaría quedándose en casa; y era tan pocolo que su presencia agregaba al placer de losdemás a través de alguna participación en lasconversaciones, que a veces lo único que lesrecordaba que estaba entre ellos eran los afanesque desplegaba en torno a sus fastidiosos hijos.

Tan sólo en el coronel Brandon, entre todossus nuevos conocidos, encontró Elinor una per-sona merecedora de algún grado de respeto porsus capacidades, cuya amistad interesara culti-var o que pudiera constituir una compañía pla-centera. Con Willoughby no podía contarse.Tenía él toda su admiración y afecto, inclusocomo hermana; pero era un enamorado: sus

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atenciones pertenecían por completo a Marian-ne, e incluso un hombre mucho menos entrete-nido que él podría haber sido en general másgrato. El coronel Brandon, para su desgracia, nohabía sido alentado de la misma forma a pensarsólo en Marianne, y en sus conversaciones conElinor encontró el mayor consuelo a la totalindiferencia de su hermana.

La compasión de Elinor por él se hizo cadadía mayor, pues tenía motivos para sospecharque ya había conocido las miserias de un amordesengañado. Se originó esta sospecha en algu-nas palabras que accidentalmente salieron desu boca una tarde en Barton Park, cuando porpropia elección estaban sentados juntos mien-tras los otros bailaban. Miraba él fijamente aMarianne y, tras un silencio de algunos minu-tos, dijo con una casi imperceptible sonrisa:

-Su hermana, entiendo, no aprueba las segun-das uniones.

-No -replicó Elinor-; sus opiniones son com-pletamente románticas.

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-O más bien, según creo, considera imposiblesu existencia.

-Así lo creo. Pero cómo se las ingenia paraello sin pensar en el carácter de su propio pa-dre, que tuvo dos esposas, es algo que no sé.Unos pocos años más, sin embargo, sentará susopiniones sobre la razonable base del sentidocomún y la observación; y puede que entoncesse las pueda definir y defender mejor que hoy,cuando sólo ella lo hace.

-Probablemente es lo que ocurrirá -replicó él-;pero hay algo tan dulce en los prejuicios de unamente joven, que uno llega a sentir pena de vercómo ceden y les abren paso a opiniones máscomunes.

-No puedo estar de acuerdo con usted en eso-dijo Elinor-. Sentimientos como los de Marian-ne presentan inconvenientes que ni todos losencantos del entusiasmo y la ignorancia habi-dos y por haber pueden redimir. Todas susnormas tienen la desafortunada tendencia aignorar por completo los cánones sociales; y

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espero que un mejor conocimiento del mundosea de gran beneficio para ella.

Tras una corta pausa, él reanudó la conversa-ción diciendo:

-¿No hace ninguna distinción su hermana ensus objeciones a una segunda unión? ¿Le pare-ce igualmente descalificable en cualquier per-sona? ¿Por el resto de su vida deberán mante-nerse igualmente indiferenciados aquellos quese han visto desilusionados en su primera elec-ción, ya sea por la inconstancia de su objeto o laperversidad de las circunstancias?

-Le aseguro que no conozco sus principios endetalle. Sólo sé que nunca la he escuchado ad-mitir ningún caso en que sea perdonable unasegunda unión.

-Eso -dijo él- no puede durar; pero un cambio,un cambio total en los sentimientos... No, no,no debo desearlo... porque cuando los refina-mientos románticos de un espíritu joven se venobligados a ceder, ¡cuán a menudo los sucedenopiniones demasiado comunes y demasiado

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peligrosas! Hablo por experiencia. Conocí unavez a una dama que en temperamento y espíri-tu se parecía mucho a su hermana, que pensabay juzgaba como ella, pero que a causa de uncambio impuesto, debido a una serie de des-afortunadas circunstancias...

Aquí se interrumpió bruscamente; pareciópensar que había dicho demasiado, y con laexpresión de su rostro generó conjeturas que deotra manera no habrían entrado en la cabeza deElinor. La dama mencionada habría pasado delargo sin despertar sospecha alguna, si él nohubiera convencido a la señorita Dashwood deque nada concerniente a ella debía salir de suslabios. Tal como ocurrió, no se requirió sino elmás ligero esfuerzo de la imaginación para co-nectar su emoción con el tierno recuerdo de unamor pasado. Elinor no fue más allá. Pero Ma-rianne, en su lugar, no se habría contentado contan poco. Su activa imaginación habría elabo-rado rápidamente toda la historia, disponiendotodo en el más melancólico orden, el de un

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amor desgraciado.

CAPITULO XII

A la mañana siguiente, mientras Elinor yMarianne paseaban, esta última le contó algo asu hermana que, a pesar de todo lo que sabíaacerca de la imprudencia e irreflexibilidad deMarianne, la sorprendió por la extravagantemanera en que testimoniaba ambas característi-cas. Marianne le dijo, con el mayor de los place-res, que Willoughby le había regalado un caba-llo, uno que él mismo había criado en sus pro-piedades de Somersetshire, pensado exacta-mente para ser montado por una mujer. Sintomar en cuenta que los planes de su madre nocontemplaban mantener un caballo -que, sifuera a cambiarlos, tendría que comprar otracabalgadura para el sirviente, mantener a unmozo para que lo montara y, además, construirun establo para guardarlos-, no había vacilado

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en aceptar el presente y se lo había contado a suhermana en medio de un éxtasis total.

-Piensa enviar a su mozo de inmediato a So-mersetshire para que lo traiga -agregó- y cuan-do llegue, cabalgaremos todos los días. Lo com-partirás conmigo. Imagínate, mi querida Elinor,el placer de galopar en alguna de estas colinas.

No se mostró en absoluto deseosa de desper-tar de un sueño tal de felicidad para admitirtodas las tristes verdades de que estaba rodea-do, y durante algún tiempo rehusó someterse aellas. En cuanto a un sirviente adicional, el gas-to sería una bagatela; estaba segura de quemamá nunca lo objetaría, y cualquier caballoestaría bien para él; en todo caso, siempre po-dría conseguir uno en la finca; y en lo referenteal establo, bastaría con cualquier cobertizo. Eli-nor se atrevió entonces a dudar de lo apropiadode recibir tal presente de un hombre al que co-nocían tan poco, o al menos desde hacía tanpoco tiempo. Esto fue demasiado.

-Estás equivocada, Elinor -dijo acaloradamen-

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te- al suponer que sé poco de Willoughby. Escierto que no lo he conocido durante muchotiempo, pero me es más cercano que ningunaotra criatura del mundo, excepto tú y mamá.No es el tiempo ni la ocasión los que determi-nan la intimidad: es sólo el carácter, la disposi-ción de las personas. Siete años podrían no bas-tar para que dos seres se conocieran bien, ysiete días son más que suficientes para otros.Me sentiría culpable de una mayor falta a lasconvenciones si aceptara un caballo de mi her-mano que recibiéndolo de Willoughby. A Johnlo conozco muy poco, aunque hayamos vividojuntos durante años; pero respecto de Wi-lloughby, hace tiempo que me he formado unaopinión.

Elinor pensó que era más sabio no seguir to-cando el punto. Conocía el temperamento de suhermana. Oponérsele en un tema tan sensiblesólo serviría para que se apegara más a su pro-pia opinión. Pero un llamado al afecto por sumadre, hacerle ver los inconvenientes que de-

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bería sobrellevar una madre tan indulgente si(como probablemente ocurriría) consentía aeste aumento de sus gastos, vencieron sin grandemora a Marianne. Prometió no tentar a sumadre a tan imprudente bondad con la men-ción de la oferta, y decir a Willoughby la si-guiente vez que lo viera, que debía declinarla.

Fue fiel a su palabra; y cuando Willoughby lavisitó ese mismo día, Elinor la escuchó manifes-tarle en voz baja su desilusión por verse obli-gada a rechazar su presente. Al mismo tiempole relató los motivos de este cambio, que erande tal naturaleza como para imposibilitar todainsistencia de parte del joven. No obstante, lapreocupación de éste era muy visible, y trasexpresarla con gran intensidad, agregó tambiénen voz baja:

-Pero, Marianne, el caballo aún es tuyo, aun-que no puedas usarlo ahora. Lo tendré bajo micuidado sólo hasta que tú lo reclames. Cuandodejes Barton para establecerte en un hogar más

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permanente, Reina Mab * te estará esperando.Todo esto llegó a oídos de la señorita Dash-

wood, y en cada una de las palabras de Wi-lloughby, en su manera de pronunciarlas y ensu dirigirse a su hermana sólo por su nombrede pila, tuteándola, vio de inmediato una inti-midad tan definitiva, un sentido tan transpa-rente, que no podían sino constituir clara señalde un perfecto acuerdo entre ellos. Desde esemomento ya no dudó que estuvieran compro-metidos; y tal creencia no le causó otra sorpresaque advertir de qué manera caracteres tan fran-cos habían dejado que ella, o cualquiera de susamigos, descubrieran ese compromiso sólo poraccidente.

* Reina Mab: Nombre de ser fantástico en Romeo y Julie-ta (Acto I, iv); en traducción de Pablo Neruda, “partera delas hadas ... / pequeñita como piedra de ágata / que brillaen el meñique de un obispo, / tiran su coche atómicoscaballos / que la pasean sobre las narices / de los queestán durmiendo...” Noche a noche hace soñar a cadapersona con lo que es su más profundo deseo.

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Al día siguiente, Margaret le contó algo queiluminó aún más este asunto. Willoughby habíapasado la tarde anterior con ellas, y Margaret,al haberse quedado un rato en la salita con él yMarianne, había tenido oportunidad de haceralgunas observaciones que, con cara de granimportancia, comunicó a su hermana mayorcuando estuvieron á solas.

-¡Ay, Elinor! -exclamó-. Tengo un enorme se-creto que contarte sobre Marianne. Estoy segu-ra de que muy pronto se casará con el señorWilloughby.

-Has dicho lo mismo -replicó Elinor- casi to-dos los días desde la primera vez que se vieronen la colina de la iglesia; y creo que no llevabanuna semana de conocerse cuando ya estabas se-gura de que Marianne llevaba el retrato de élalrededor del cuello; pero resultó que tan sóloera la miniatura de nuestro tío abuelo.

-Pero esto es algo de verdad diferente. Estoysegura de que se casarán muy luego, porque éltiene un rizo de su pelo.

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-Ten cuidado, Margaret. Puede que sólo sea elpelo de un tío abuelo de él.

-Pero, Elinor, de verdad es de Marianne. Es-toy casi segura de que lo es, porque lo vi cuan-do se lo cortaba. Anoche después del té, cuandotú y mamá salieron de la pieza, estaban cuchi-cheando y hablando entre ellos muy rápido, yparecía que él le estaba rogando algo, y ahí éltomó las tijeras de ella y le cortó un mechón depelo largo, porque tenía todo el cabello suelto ala espalda; y él lo besó, y lo envolvió en un pe-dazo de papel blanco y lo metió en su cartera.

Elinor no pudo menos que dar crédito a todosestos pormenores, dichos con tal autoridad;tamPoco se sentía inclinada a hacerlo, porque lacircunstancia relatada concordaba perfectamen-te con lo que ella misma había escuchado yvisto.

No siempre Margaret mostraba su sagacidadde manera tan satisfactoria para su hermana.Cuando una tarde, en Barton Park, la señoraJennings comenzó a asediarla para que le diera

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el nombre del joven por quien Elinor tenía es-pecial preferencia, materia que desde hacíatiempo carcomía su curiosidad, Margaret res-pondió mirando a su hermana y diciendo:

-No debo decirlo, ¿verdad, Elinor?Esto, por supuesto, hizo reír a todo el mundo,

y Elinor intentó reír también. Pero el esfuerzo lefue doloroso. Estaba convencida de que Marga-ret pensaba en una persona cuyo nombre ellano iba a aguantar con compostura que se trans-formara en broma habitual de la señora Jen-nings.

Marianne simpatizó muy sinceramente consu hermana, pero hizo más mal que bien a lacausa al ponerse muy roja y decir a Margaret,en tono muy enojado:

-Recuerda que no importa cuáles sean tus su-posiciones, no tienes derecho a repetirlas.

-Nunca he supuesto nada al respecto -respon-dió Margaret-, fuiste tú misma quien me lo dijo.

Esto aumentó aún más el regocijo de la con-currencia, que comenzó a presionar insistente-

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mente a Margaret para que dijera algo más.-¡Ah! Se lo suplico, señorita Margaret, cuénte-

nos todo -dijo la señora Jennings-. ¿Cómo se lla-ma el caballero?

-No debo decirlo, señora. Pero lo sé muy bien;y sé dónde está él también.

-Sí, sí, podemos adivinar dónde se encuentra:en su propia casa en Norland, con toda seguri-dad. Apuesto que es clérigo, allá en la parro-quia.

-No, no es eso. No tiene ninguna profesión.-Margaret -dijo Marianne, enérgicamente-, sa-

bes bien que todo esto es invención tuya, y queno hay tal persona.

-Bien, entonces, ha muerto recientemente,Marianne, porque estoy segura de que estehombre existió, y su nombre comienza con F.

Elinor sintió en ese momento enorme gratitudhacia lady Middleton al escucharla comentarque “había llovido mucho”, aunque pensabaque la interrupción se debía menos a una aten-ción hacia ella que al profundo desagrado de su

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señoría frente a la falta de elegancia de lasbromas que encantaban a su esposo y a su ma-dre. Sin embargo, la idea iniciada por ella fuede inmediato recogida por el coronel Brandon,siempre atento a los sentimientos de los demás;y así, mucho hablaron ambos sobre el asunto dela lluvia. Willoughby abrió el piano y le pidió aMarianne que lo ocupara; de esta forma, entrelas distintas iniciativas de diferentes personaspara acabar con el tema, éste pasó al olvido.Pero a Elinor no le fue igualmente fácil repo-nerse del estado de inquietud a que la habíaempujado.

Esa tarde se organizó una salida para ir al díasiguiente a conocer un lugar muy agradable,distante unas doce millas de Barton y propie-dad de un cuñado del coronel Brandon, sincuya presencia no podía ser visitado dado queel dueño, que se encontraba en el extranjero,había dejado estrictas órdenes en ese tenor.Dijeron que el sitio era de gran belleza, y sirJohn, cuyos elogios fueron particularmente

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entusiastas, podía ser considerado un juez ade-cuado, porque al menos dos veces cada veranodurante los últimos diez años había organizadoexcursiones para visitarlo. Había allí una noblecantidad de agua; un paseo en barca iba a cons-tituir gran parte de la diversión en la mañana;se llevarían provisiones frías, sólo se emplearí-an carruajes abiertos, y todo se llevaría a cabo ala manera usual de una genuina excursión deplacer.

Para unos pocos entre la concurrencia parecíauna empresa algo audaz, considerando la épocadel año y que había llovido durante la últimaquincena. Elinor persuadió a la señora Dash-wood, que ya estaba resfriada, de que se que-dara en casa.

CAPITULO XIII

La planeada excursión a Whitwell resultómuy diferente a la que Elinor había esperado.

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Se había preparado para quedar completamen-te mojada, cansada y asustada; pero la ocasiónresultó incluso más desafortunada, porque nisiquiera fueron.

Hacia las diez de la mañana todos estaban re-unidos en Barton Park, donde iban a desayu-nar. Aunque había llovido toda la noche eltiempo estaba bastante bueno, pues las nubesse iban dispersando por todo el cielo y el solaparecía con alguna frecuencia. Estaban todosde excelente ánimo y buen humor, ansiosos dela oportunidad de sentirse felices, y decididos asometerse a los mayores inconvenientes y fati-gas para lograrlo.

Mientras desayunaban, llegó el correo. Entrelas cartas había una para el coronel Brandon. Ella cogió, miró la dirección, su rostro cambió decolor y de inmediato abandonó el cuarto.

-¿Qué le ocurre a Brandon? -preguntó sirJohn. Nadie supo decirlo.

-Espero que no se trate de malas noticias -dijolady Middleton-. Tiene que ser algo extraordi-

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nario para hacer que el coronel Brandon dejarami mesa de desayuno de manera tan repentina.

A los cinco minutos se encontraba de vuelta.-¿Espero que no sean malas noticias, coronel?

-preguntó la señora Jennings no bien lo vio en-trar en la habitación.

-En absoluto, señora, gracias.¿Era de Avignon? ¿Espero que no fuera para

comunicarle que su hermana ha empeorado?-No, señora. Venía de la ciudad, y es simple-

mente una carta de negocios.-Pero, ¿cómo pudo descomponerse tanto al

ver la letra, si era sólo una carta de negocios?Vamos, vamos, coronel; esa explicación no sir-ve; cuéntenos la verdad.

-Mi querida señora -dijo lady Middleton-, fije-se bien en lo que dice.

¿Acaso es para decirle que su prima Fanny seha casado? -continuó la señora Jennings, sinhacer caso al reproche de su hija.

-No, por cierto que no.-Bien, entonces sé de quién es, coronel. Y es-

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pero que ella esté bien.-¿A quién se refiere, señora? -preguntó él, en-

rojeciendo un tanto.-¡Ah! Usted sabe a quién.-Lamento muy especialmente, señora -

manifestó el coronel dirigiéndose a lady Midd-leton- haber recibido esta carta hoy, porque setrata de negocios que demandan mi inmediatapresencia en la ciudad.

¡En la ciudad! -exclamó la señora Jennings-.¿Qué puede tener que hacer usted en la ciudaden esta época del año?

-Verme obligado a abandonar una excursióntan agradable -continuó él- significa una granpérdida para mí; pero mi mayor preocupaciónes que temo que mi presencia sea necesariapara que ustedes tengan acceso a Whitwell.

¡Qué gran golpe fue éste para todos!-¿Pero no sería suficiente, señor Brandon -in-

quirió Marianne con una cierta desazón-, siusted le escribe una nota al cuidador de la casa?

El coronel negó con la cabeza.

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-Debemos ir -dijo sir John-. No lo vamos apostergar cuando estamos por partir. Usted,Brandon, tendrá que ir a la ciudad mañana, yno hay más que decir.

-Ojalá la solución fuera tan fácil. Pero no estáen mi poder retrasar mi viaje ni un solo día.

-Si nos permitiera saber qué negocio es el quelo llama -dijo la señora Jennings-, podríamosver si se puede posponer o no.

-No se retrasaría más de seis horas -añadióWilloughby-, si consintiera en aplazar su viajehasta que volvamos.

-No puedo permitirme perder ni siquiera unahora.

Elinor escuchó entonces a Willoughby decirleen voz baja a Marianne:

-Algunas personas no soportan una excursiónde placer. Brandon es uno. Tenía miedo de res-friarse, diría yo, e inventó esta triquiñuela paraescaparse. Apostaría cincuenta guineas a que élmismo escribió la carta.

-No me cabe la menor duda -replicó Marian-

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ne.-Cuando usted toma una decisión, Brandon -

dijo sir John-, no hay manera de persuadirlo aque cambie de opinión, siempre lo he sabido.Sin embargo, espero que lo piense mejor. Re-cuerde que están las dos señoritas Carey, quehan venido des de Newton; las tres señoritasDashwood vinieron caminando desde su casa,y el señor Willoughby se levantó dos horas an-tes de lo acostumbrado, todos con el propósitode ir a Whitwell.

El coronel Brandon volvió a repetir cuántolamentaba que por su causa se frustrara la ex-cursión, pero al mismo tiempo declaró que elloera inevitable.

-Y entonces, ¿cuándo estará de vuelta?-Espero que lo veamos en Barton -agregó su

señoría- tan pronto como pueda dejar la ciu-dad; y debemos posponer la excursión a Whit-well hasta su vuelta.

-Es usted muy atenta. Pero tengo tan pocacerteza respecto de cuándo podré volver, que

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no me atrevo a comprometerme a ello.-¡Oh! El tiene que volver, y lo hará -exclamó

sir John-. Si no está acá a fines de semana, iré abuscarlo.

-Sí, hágalo, sir John -exclamó la señora Jen-nings-, y así quizás pueda descubrir de qué setrata su negocio.

-No quiero entrometerme en los asuntos deotro hombre; me imagino que es algo que loavergüenza..

Avisaron en ese momento que estaban listoslos caballos del coronel Brandon.

-No pensará ir a la ciudad a caballo, ¿verdad?-añadió sir John.

-No, sólo hasta Honiton. Allí tomaré la posta.-Bien, como está decidido a irse, le deseo

buen viaje. Pero habría sido mejor que cambia-ra de opinión.

-Le aseguro que no está en mi poder hacerlo.Se despidió entonces de todo el grupo.¿Hay alguna posibilidad de verla a usted y a

Sus hermanas en la ciudad este invierno, seño-

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rita. Dashwood?Temo que de ninguna manera.-Entonces debo decirle adiós por más tiempo

del que quisiera.Frente a Marianne sólo inclinó la cabeza, sin

decir nada.-Vamos, coronel -insistió la señora Jennings-,

antes de irse, cuéntenos a qué va.El coronel le deseó los buenos días y, acom-

pañado de sir John, abandonó la habitación.Las quejas y lamentaciones que hasta el mo-

mento la buena educación había reprimido,ahora estallaron de manera generalizada; ytodos estuvieron de acuerdo una y otra vez enlo molesto que era sentirse así de frustrado.

-Puedo adivinar, sin embargo, qué negocio esése -dijo la señora Jennings con gran alborozo.

-¿De verdad, señora? -dijeron casi todos.-Sí, estoy segura de que se trata de la señorita

Williams.-¿Y quién es la señorita Williams? -preguntó

Marianne.

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-¡Cómo! ¿No sabe usted quién es la señoritaWilliams? Estoy segura de que tiene que haber-la oído nombrar antes. Es pariente del coronel,querida; una pariente muy cercana. No diremoscuán cercana, por temor a escandalizar a lasjovencitas. -Luego, bajando la voz un tanto, ledijo a Elinor-: Es su hija natural.

-¡Increíble!-¡Oh, sí! Y se le parece como una gota de agua

a otra. Me atrevería a decir que el coronel ledejará su fortuna.

Al volver, sir John se unió con gran entusias-mo al lamento general por tan desafortunadoincidente; no obstante, concluyó observandoque como estaban todos juntos, debían haceralgo que los alegrara; y tras algunas consultasacordaron que aunque sólo podían encontrarfelicidad en Whitwell, podrían procurarse unaaceptable tranquilidad de espíritu dando unpaseo por el campo. Trajeron entonces los ca-rruajes; el de Willoughby fue el primero, ynunca se vio más contenta Marianne que cuan-

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do subió a él. Willoughby condujo a gran velo-cidad a través de la finca, y muy pronto sehabían perdido de vista; y nada más se -vio deellos hasta su vuelta, lo que no ocurrió sinodespués de que todos los demás habían llega-do. Ambos parecían encantados con su paseo,pero dijeron sólo en términos generales que nohabían salido de los caminos, en tanto los otroshabían ido hacia las lomas.

Se acordó que al atardecer habría un baile yque todos deberían estar extremadamente ale-gres durante todo el día. Otros miembros de lafamilia Carey llegaron a cenar, y tuvieron elplacer de juntarse casi veinte a la mesa, lo quesir John observó muy contento. Willoughbyocupó su lugar habitual entre las dos señoritasDashwood mayores. La señora Jennings se sen-tó a la derecha de Elinor; y no llevaban muchoallí cuando se cruzó por detrás de la joven y deWilloughby y dijo a Marianne, en voz lo sufi-cientemente alta para que ambos escucharan:

-Los he descubierto, a pesar de todas sus tri-

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quiñuelas. Sé dónde pasaron la mañana.Marianne enrojeció, y replicó con voz inquie-

ta:¿Dónde, si me hace el favor?¿Acaso no sabía usted -dijo Willoughby- que

habíamos salido en mi calesa?-Sí, sí, señor Descaro, eso lo sé bien, y estaba

decidida a descubrir dónde habían estado. Espe-ro que le guste su casa, señorita Marianne. Esmuy grande, ya lo sé, y cuando venga a visitar-la, espero que la haya amoblado de nuevo, por-que le hacía mucha falta la última vez que es-tuve ahí hace seis años.

Marianne se dio vuelta en un estado de granturbación. La señora Jennings rió de buena ga-na; y Elinor descubrió que en su insistencia porsaber dónde habían estado, llegó a hacer que supropia sirvienta interrogara al mozo del señorWilloughby, y que por esa vía supo que habíanido a Allenham y pasado un buen rato pasean-do por el jardín y recorriendo la casa.

A Elinor se le hacía difícil creer que ello fuera

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cierto, ya que parecía tan improbable que Wi-lloughby propusiera, o Marianne aceptara, en-trar en la casa mientras la señora Smith, a quienMarianne nunca había sido presentada, se en-contraba allí.

Tan pronto abandonaron el comedor, Elinorle preguntó sobre lo ocurrido; y grande fue susorpresa al descubrir que cada una de las cir-cunstancias que había relatado la señora Jen-nings era completamente cierta. Marianne semostró bastante enojada con su hermana porhaberlo dudado.

-¿Por qué habías de pensar, Elinor, que nofuimos allá o que no vimos la casa? ¿Acaso noes eso lo que a menudo has querido hacer túmisma?

-Sí, Marianne, pero yo no iría mientras la se-ñora Smith estuviera allí, y sin otra compañíaque el señor Willoughby.

-El señor Willoughby, sin embargo, es la úni-ca persona que puede tener derecho a mostraresa casa; y como fue en un carruaje descubierto,

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era imposible tener otro acompañante. Jamáshe pasado una mañana tan agradable en todami vida.

-Temo -respondió Elinor- que lo agradable deuna ocupación no es siempre prueba de su co-rrección.

-Al contrario, nada puede ser una prueba más-contundente de ello, Elinor; pues si lo que hicehubiera sido de alguna manera incorrecto, lohabría estado sintiendo todo el tiempo, porquesiempre sabemos cuando actuamos mal, y contal convicción no podría haber disfrutado. - -Pero, mi querida Marianne, como esto ya te haexpuesto a algunas observaciones bastante im-pertinentes, ¿no comienzas a dudar ahora de ladiscreción de tu conducta?

-Si las observaciones impertinentes de la se-ñora Jennings van a ser prueba de la incorrec-ción de una conducta, todos nos encontramosen falta en cada uno de los momentos de nues-tra vida. No valoro sus censuras más de lo quevaloraría sus elogios. No tengo conciencia de

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haber hecho nada malo al pasear por los jardi-nes de la señora Smith o visitar su casa. Algúndía serán del señor Willoughby, y...

-Si un día fueran a ser tuyas, Marianne, esono justificaría lo que has hecho.

Marianne se sonrojó ante esta insinuación,pero hasta se veía que era gratificante para ella;y tras un lapso de diez minutos de intensa me-ditación, se acercó nuevamente a su hermana yle dijo con bastante buen humor:

-Quizá, Elinor, fue imprudente de mi parte ira Allenham; pero el señor Willoughby queríamuy en especial mostrarme el lugar; y es unacasa encantadora, te lo aseguro. Hay una salitaextremadamente linda arriba, de un tamañomuy agradable Y cómodo, que puede ser usadaa lo largo de todo el año, y con muebles mo-dernos sería exquisita. Está situada en una es-quina, con ventanas a ambos lados. Hacia unlado, a través de un campo plantado de céspeddonde se juega a los bolos, tras la casa, ves unhermoso bosque en pendiente; hacia el otro,

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tienes una vista de la iglesia y de la aldea y,más allá, esas bellas colinas escarpadas quetantas veces hemos admirado. No vi esta salitaen la mejor de las circunstancias, porque nadapodría estar más abandonado que ese mobilia-rio... pero si se lo arreglara con cosas nuevas...un par de cientos de libras, dice Willoughby, latransformarían en una de las salas de veranomás agradables de toda Inglaterra.

Si Elinor la hubiera podido escuchar sin inte-rrupciones de los demás, le habría descrito cadahabitación de la casa con idéntico entusiasmo.

CAPITULO XIV

El súbito término de la visita del coronelBrandon a Barton Park, junto con su firmeza enocultar las causas de tal determinación, ocupa-ron todos los pensamientos de la señora Jen-nings durante dos o tres días, llevándola a ima-ginar las más diversas explicaciones. Tenía una

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enorme capacidad de elaborar conjeturas, comodebe tenerla todo aquel que se toma un interéstan vivo en las idas y venidas de cada uno desus conocidos. Se preguntaba casi sin pausacuál podría ser la razón de ello; estaba segurade que debían ser malas noticias, y recorriótodas las desgracias que podrían haber recaídosobre él, firmemente resuelta a que no escaparaa ellas.

-Estoy segura de que debe tratarse de algomuy triste -afirmó-. Pude verlo en su cara. ¡Po-bre hombre! Me temo que se encuentra en unamala situación. Nunca se ha sabido que sustierras en Delaford produzcan más de dos millibras al año, y su hermano dejó todo lamenta-blemente comprometido. En verdad creo que lohan llamado por asuntos de dinero, porque,¿qué otra cosa puede ser? Me pregunto si es así.Daría lo que fuera por saber. Quizá se trate dela señorita Williams... y, a propósito, me atrevoa decir que sí, porque pareció afectarle tantocuando se la mencioné. Quizá ella se encuentre

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enferma en la ciudad; es bastante posible, por-que tengo la idea de que es harto enfermiza.Apostaría lo que fuera a que se trata de la seño-rita Williams. No es muy probable que él estéen aprietos económicos ahora, porque es unhombre muy prudente y con toda seguridad aestas alturas debe haber saneado la situación desus propiedades. ¡Me pregunto qué podrá ser!Quizá su hermana haya empeorado en Avig-non, y lo ha mandado a buscar. Su apuro enpartir parece concordar con ello. Bueno, le de-seo de todo corazón que salga de todos susproblemas, y con una buena esposa por añadi-dura.

Así divagaba la señora Jennings, así hablaba;sus opiniones cambiaban con cada nueva conje-turo y todas le parecían igualmente probablesen el momento en que nacían. Elinor, aunquesentía verdadero interés por el bienestar delcoronel Brandon, no podía dedicar a su repen-tina partida todas las inquietudes que la señoraJennings exigía que sintiera; porque además de

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que, en su opinión, las circunstancias no ameri-taban tan persistentes disquisiciones o variedadde especulaciones, su perplejidad se dirigía aotro asunto. Estaba por Completo ocupada endilucidar el extraordinario silencio de su her-mana y de Willoughby respecto de aquello quedebían saber que era de especial interés paratodos. Como persistía este silencio, cada díaque pasaba lo hacía parecer más extraño e in-compatible con el carácter de ambos. Por quéno reconocían abiertamente ante su madre yella misma lo que, minuto a minuto, su mutuocomportamiento declaraba haber tenido lugar,era algo que Elinor no podía imaginar.

Fácilmente podía entender que el matrimoniono fuera algo que Willoughby pudiera em-prender de inmediato; pues aunque era inde-pendiente, no había razón alguna para creerlorico. Sir John había calculado sus haberes enalrededor de seiscientas o setecientas libras alaño, pero estos ingresos difícilmente podíanestar a la altura del rango con que vivía, y él

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mismo a menudo se quejaba de pobreza. Así ytodo, Elinor no podía explicarse esta extrañaclase de secreto que ellos mantenían en relacióncon su compromiso, secreto que en la prácticano ' ocultaba nada; y era tan completamentecontradictorio con todas sus opiniones y con-ductas, que a veces le surgía la duda de si enverdad estaban comprometidos, y esta dudabastaba para impedirle hacer pregunta alguna aMarianne.

A los ojos de toda la familia, no había señalmás clara del afecto que se profesaban que elcomportamiento de Willoughby. Distinguía aMarianne con todas las muestras de ternuraque un corazón enamorado puede ofrecer, ycon las demás tenía las afectuosas atenciones deun hijo y un hermano. Parecía considerar lacasa de ellas como su hogar, y amarla en conse-cuencia; en ella transcurrían muchas más horasde su vida que en Allenham; y si ningún com-promiso general los reunía en Barton Park, elejercicio que ocupaba sus mañanas casi con

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toda seguridad terminaba allí, donde pasaba elresto del día junto a Marianne, y con su pointerfavorito a los pies de ella.

Una tarde en particular, más o menos una se-mana después de que el coronel Brandon habíaabandonado la región, Willoughby parecióabrir su corazón más de lo habitual a los senti-mientos de apego por todos los objetos que lorodeaban; y al mencionar la señora Dashwoodsus intenciones de mejorar la casita esa prima-vera, se opuso vehementemente a toda altera-ción de un lugar que, a través del afecto que leprofesaba, había llegado a considerar perfecto.

¡Cómo! -exclamó-. Mejorar esta querida casi-ta. No... jamás aceptaré eso. No deben agregarni una sola piedra a sus muros, ni una pulgadaa su tamaño, si tienen alguna consideración conmis sentimientos.

-No se alarme -dijo la señorita Dashwood-, nose hará nada de ese estilo, pues mi madre nun-ca tendrá el dinero suficiente para intentarlo.

Me alegro de todo corazón -exclamó el joven-.

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Ojalá siempre sea pobre si no puede utilizar susriquezas en nada mejor.

-Gracias, Willoughby. Pero puede estar segu-ro de que ni todas las mejoras del mundo mellevarían a sacrificar los sentimientos de cariñohacia la casa que pueda tener usted, o cualquierpersona a quien yo quiera. Confíe en que cual-quier cantidad de dinero no utilizado que pue-da quedar cuando haga mis cuentas en la pri-mavera, preferiré dejarlo sin destino que dis-poner de él de forma que le cause tanto dolor.Pero, ¿en verdad siente tanto apego a este lugarcomo para no ver defectos en él?

-Sí -dijo él-. Para mí es impecable. No, másaún lo considero el único tipo de construcciónen que puede alcanzarse la felicidad; y si yofuera lo suficientemente rico, de inmediato de-rribaría Combe y lo reconstruiría según el pla-no exacto de esta casita.

-Con escaleras oscuras y estrechas y una coci-na llena de humo, supongo -comentó Elinor.

-Sí -exclamó él con el mismo tono vehemente-

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, con todas y cada una de las cosas que tiene; enninguna de sus comodidades o incomodidadesdebe notarse el más mínimo cambio. Entonces,y sólo entonces, bajo tal techo, puede que quizásea tan feliz en Combe como lo he sido en Bar-ton.

-Creo saber -replicó Elinor- que incluso con ladesventaja de mejores habitaciones y una esca-lera más amplia, en adelante encontrará supropia casa tan impecable como ésta.

-Ciertamente hay circunstancias -dijo Wi-lloughby- que podrían hacérmela mucho másquerida; pero este lugar siempre tendrá un sitioen mi corazón que ningún otro podrá compar-tir.

La señora Dashwood contempló llena de pla-cer a Marianne, cuyos hermosos ojos estabanfijos de manera tan expresiva en Willoughby,que denotaban claramente cuán bien lo com-prendía.

-¡Cuán a menudo deseé -añadió el joven-,cuando estuve en Allenham hace un año ya,

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que la casita de Barton estuviese habitada!Nunca pasé por sus alrededores sin admirar suubicación, y lamentando que nadie viviera enella. ¡Cuán poco me imaginaba en ese entoncesque las primeras nuevas que escucharía a laseñora Smith, cuando recién llegué a la región,serían que la casita de Barton estaba ocupada! Ysentí una instantánea satisfacción e interés porese hecho, que nada podría explicar sino unaespecie de premonición de la felicidad que aquíencontraría. ¿No es así como debió ocurrir, Ma-rianne? -le dijo en voz más queda. Y luego, re-tomando su tono anterior, continuó-: ¡Y aun así,señora Dashwood, usted querría arruinar estacasa! ¡La despojaría de su sencillez con mejorasimaginarias! Y esta querida salita, en que co-menzó nuestro encuentro y en la cual desde en-tonces hemos compartido tantas horas felices,se vería degradada a la condición de un vulgarrecibo y todos se apresurarían entonces a sim-plemente-pasar por él, por esta habitación quehasta ese momento habría contenido en su in-

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terior más facilidades y comodidades que nin-gún otro aposento de las más amplias dimen-siones que el mundo pudiera permitirse.

La señora Dashwood le aseguró nuevamenteque no se llevaría a cabo ninguna transforma-ción como las por él mencionadas.

-Es usted una buena mujer -replicó él con ex-presión de gran calidez-, Su promesa me tran-quiliza. Amplíela un poco más, y me hará feliz.Dígame que no sólo su casa se mantendráigual, sino que siempre la encontraré a usted, ya los suyos, tan inalterados como su morada; yque siempre encontraré en usted ese trato bon-dadoso que ha hecho tan querido para mí todolo que le pertenece.

La promesa fue prontamente dada, y durantetoda la tarde la conducta de Willoughby nodejó de manifestar tanto su afecto como su feli-cidad.

-¿Lo veremos mañana para cenar? -le pregun-tó la señora Dashwood cuando se iba-. No lepido que venga en la mañana, porque debemos

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ir a Barton Park a visitar a lady Middleton.El joven se comprometió a estar allí a las cua-

tro de la tarde.

CAPITULO XV

La visita de la señora Dashwood a ladyMiddleton tuvo lugar al día siguiente, y dos desus hijas fueron con ella; Marianne, por su par-te, se excusó de hacerlo con el trivial pretextode tener alguna ocupación pendiente; y su ma-dre, que concluyó que la noche anterior Wi-lloughby le habría hecho alguna promesa encuanto a visitarla mientras ellas estaban fuera,estuvo completamente de acuerdo con que sequedara en casa.

Al volver de la finca, encontraron la calesa de.Wiloùghby y a su sirviente esperando en lapuerta, y la señora Dashwood estuvo cierta deque su conjetura había sido acertada. Hasta esemomento era todo tal como ella lo había previs-

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to; pero al ingresar en la casa contempló lo queninguna previsión le había permitido esperar.No bien habían entrado al corredor cuandoMarianne salió a toda prisa de la salita, al pare-cer violentamente afligida, cubriéndose los ojoscon un pañuelo, y sin advertir su presencia co-rrió escaleras arriba. Sorprendidas y alarmadas,entraron directamente a la habitación que ellaacababa de abandonar, donde encontraron aWilloughby apoyado contra la repisa de lachimenea y vuelto de espaldas hacia ellas. Giróal sentirlas entrar, y su semblante mostró quecompartía intensamente la emoción a la cualhabía sucumbido Marianne.

-¿Ocurre algo con ella? . -exclamó la señoraDashwood al entrar-. ¿Está enferma?

-Espero que no -replicó el joven, tratando deparecer alegre; y con una sonrisa forzada, aña-dió-: Más bien soy yo el que podría estar en-fermo... ¡en este mismo momento estoy su-friendo una terrible desilusión!

-¡Desilusión!

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-Sí, porque me veo incapacitado de cumplirmi compromiso con ustedes. Esta mañana laseñora Smith ha ejercido el privilegio de losricos sobre un pobre primo que depende deella, y me ha enviado por negocios a Londres.Acabo de recibir de ella las cartas credencialesy me he despedido de Allenham; y para colmarestos tan jocosos sucesos, he venido a despe-dirme de ustedes.

-A Londres... ¿y se va hoy en la mañana?-Casi de inmediato.-¡Qué infortunio! Pero hay que plegarse a los

deseos de la señora Smith... y sus negocios nolo mantendrán alejado de nosotros por muchotiempo, espero.

Se sonrojó el joven al contestar:-Es usted muy amable, pero no tengo planes

de volver a Devonshire de inmediato. Mis vi-sitas a la señora Smith nunca se repiten dentrodel año.

-¿Es que la señora Smith es su única amiga?¿Y Allenham es la única casa de los alrededores

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a la que es bienvenido? ¡Qué vergüenza, Wi-lloughby! ¿Acaso no puede esperar una invita-ción acá?

Su bochorno se hizo más intenso y, con losojos fijos en el piso, se limitó a contestar:

-Es usted demasiado buena.Sorprendida, la señora Dashwood miró a Eli-

nor. Elinor sentía el mismo asombro. Durantealgunos momentos todos se quedaron callados.La señora Dashwood fue la primera en hablar.

-Sólo me queda agregar, mi querido Wi-lloughby, que en esta casa siempre será bienve-nido; no lo presionaré para que vuelva de in-mediato, porque usted es el único que puedejuzgar hasta qué Punto eso complacerá a la se-ñora Smith; y en esto no estaré más dispuesta adiscutir su decisión que a dudar de sus deseos.

-Mis compromisos actuales -replicó Wi-lloughby en estado de gran confusión- son detal naturaleza... que... no me atrevo a creermemerecedor...

Se detuvo. El asombro de la señora Dash-

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wood le impedía hablar, y sobrevino una nuevapausa. Esta fue interrumpida por Willoughby,que dijo con una débil sonrisa:

-Es una locura demorar mi partida en estaforma. No me atormentaré más quedándomeentre amigos de cuya compañía ahora me esimposible gozar.

Se despidió rápidamente de ellas y abandonóla habitación. Lo vieron trepar a su carruaje, yen un minuto se había perdido de vista.

La señora Dashwood estaba demasiado im-pactada para hablar, y en el mismo momentosalió de la sala para entregarse a solas a la pre-ocupación y alarma que tan repentina partidahabía suscitado en ella.

La inquietud de Elinor era al menos igual a lade su madre. Meditaba en lo ocurrido con an-siedad y desconfianza. El comportamiento deWilloughby al despedirse de ellas, su turbacióny fingida alegría y, sobre todo, su renuencia aaceptar la invitación de su madre, una timideztan ajena a un enamorado, tan ajena a lo que él

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mismo era, la preocupaban profundamente.Por momentos temía que nunca había habidode parte de Willoughby ninguna decisión seria;a continuación, que había ocurrido alguna la-mentable disputa entre él y su hermana; la an-gustia que embargaba a Marianne en el mo-mento en que salía de la habitación era tangrande, que una disputa seria bien podía ex-plicarla; aunque cuando pensaba en cuánto loquería ella, una pelea parecía algo casi imposi-ble.

Pero, fueran cuales fuesen las circunstanciasde su separación, la aflicción de su hermana eraindudable, y Elinor pensó con la más tierna delas compasiones en esa desgarradora pena a lacual Marianne no sólo estaba dando curso co-mo forma de aliviarla, sino también alimentán-dola y estimulándola como si ello fuera un de-ber.

Alrededor de media hora después volvió sumadre, y aunque tenía los ojos enrojecidos, susemblante no era desdichado.

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-Nuestro querido Willoughby está ya a algu-nas millas de Barton, Elinor -le dijo, mientras sesentaba a trabajar-, ¡y con cuánto pesar en elcorazón debe estar viajando!

-Todo es muy extraño. ¡Irse tan rápido! Pare-ce una decisión tan repentina. ¡Y anoche estabatan feliz aquí, tan alegre, tan cariñoso! Y ahora,con sólo diez minutos de aviso... ¿se ha ido sinintenciones de volver? Debe haber ocurridoalgo más de lo que era su deber comunicarnos.Ni habló ni se comportó como la persona queconocemos. Usted tiene que haber notado ladiferencia tal como lo hice yo. ¿Qué puede ser?¿Habrán reñido? ¿Qué otro motivo puedehaber tenido él para mostrar tan pocos deseosde aceptar su invitación a esta casa?

-¡No eran deseos lo que le faltaba, Elinor! Lovi con toda claridad. No estaba en sus manosaceptarlo. Lo he pensado una y otra vez, te loaseguro, y puedo explicar a la perfección todolo que a primera vista me pareció tan extrañocomo a ti.

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¿En verdad puede hacerlo?-Sí. Me lo he explicado a mí misma de la for-

ma más satisfactoria; pero sé que a ti, Elinor, ati que te gusta dudar siempre que puedes, no tesatisfará; sin embargo, a mí no podrás quitarmela certeza que me he formado. Estoy convenci-da de que la señora Smith sospecha que él seinteresa por Marianne, lo desaprueba (quizáporque tiene otros planes para él), y por talmotivo está ansiosa de enviarlo lejos; y que elnegocio que le encomendó es una excusa inven-tada para sacarlo de aquí. Esto es lo que creoque ha ocurrido. El está consciente, además, deque ella positivamente desaprueba la unión; enconsecuencia, por el momento no se atreve aconfesarle su compromiso con Mariana, y sesiente obligado, dada su situación de depen-dencia, a ceder a los planes que ella haya for-mado para él y ausentarse de Devonshire porun tiempo. Sé que me dirás que esto puede o nopuede haber ocurrido; pero no prestaré oídos atus cavilaciones a no ser que me muestres otra

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manera de explicar este asunto tan satisfactoriacomo la que te he planteado. Y ahora, Elinor,¿qué puedes decir?

-Nada, porque usted ha anticipado mi res-puesta.

-Entonces me habrías dicho que las cosas po-drían haber ocurrido así, o no. ¡Ay, Elinor! ¡Quéincomprensibles son tus sentimientos! Prefierescreer lo malo antes que lo bueno. Prefieres bus-car el infortunio para Marianne y la culpa parael pobre Willoughby, antes que una disculpapara él. Estás resuelta a creerlo culpable, por-que se despidió de nosotras con menos afectodel que en general nos ha demostrado. ¿Y no tees posible hacer alguna concesión al atolon-dramiento, o a un ánimo abatido por desenga-ños recientes? ¿Es que no puede aceptarse nin-guna probabilidad, simplemente porque no esuna certeza? ¿Nada se le debe al hombre al quetenemos tantos motivos para querer, y ningunoen el mundo para pensar mal? ¿No le debemosabrirnos a la posibilidad de que haya motivos

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incuestionables en sí mismos, pero inevitable-mente secretos durante un tiempo? Y, despuésde todo, ¿de qué lo haces sospechoso?

-Tampoco lo tengo claro. Pero es inevitablesospechar algo desagradable tras ver un tras-torno tan grande como el que observamos en él.Hay una gran verdad, sin embargo, en su insis-tencia respecto de las concesiones que debemoshacer en su favor, y es mi deseo ser imparcialen todos mis juicios. Es indudable que Wi-lloughby puede tener motivos suficientes parahaberse comportado así, y espero que los tenga.Pero habría sido más propio de su carácterhaberlos dado a conocer. La reserva puede seraconsejable, pero aun así no puedo evitar ex-trañarme de encontrarla en él. -

-No lo culpes, sin embargo, por apartarse desu naturaleza, allí donde la desviación es nece-saria. En todo caso, ¿realmente sí admites lajusticia de lo que he dicho en su defensa? Esome alegra... y a él lo absuelve.

-No por completo. Puede que sea adecuado

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ocultar su compromiso (si es que están compro-metidos) a la señora Smith; y si tal es el caso,debe ser extremadamente conveniente paraWilloughby estar lo menos posible en Devons-hire por el momento. Pero eso no es excusapara ocultárnoslo a nosotras.

-¡Ocultárnoslo a nosotras! Mi niña querida,¿acusas a Willoughby y a Marianne de oculta-miento? Esto es en verdad extraño, cuando tusojos los han acusado a diario por su falta decautela.

-No me falta prueba alguna de su afecto -dijoElinor-, pero sí de su compromiso.

-A mí me bastan las que tengo de ambos.-Pero ni una palabra le han dicho, ninguno de

los dos, sobre esta materia.-No he necesitado palabras donde las accio-

nes han hablado por sí mismas con tanta clari-dad. Su comportamiento hacia Marianne y to-das nosotras, al menos durante la última quin-cena, ¿acaso no ha hecho patente que la amabay la consideraba su futura esposa, y que sentía

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por nosotras el afecto que se tiene por los pa-rientes más cercanos? ¿No nos hemos entendi-do mutuamente a la perfección? ¿No ha solici-tado a diario mi consentimiento a través de susmiradas, sus modales, sus atenciones afectuo-sas y llenas de respeto? Elinor, hija mía, ¿esposible dudar de su compromiso? ¿Cómo pudoocurrírsete tal idea? Es imposible suponer queWilloughby, convencido como debe estar delamor de tu hermana, fuera a abandonarla, yquizá por meses, sin hablarle de su amor; im-posible pensar que pudieran separarse sin in-tercambiar estas mutuas expresiones de con-fianza.

-Confieso -replicó Elinor- que todas las cir-cunstancias excepto una hablan en favor de sucompromiso, pero esa una es el total silencio deambos sobre ello, y para mí casi anula todas lasdemás.

-¡Qué extraño! Ciertamente debes pensarhorrores de Willoughby si, después de cuantoha pasado entre ellos a la vista de todos, pue-

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des dudar de la naturaleza de los lazos que losunen. ¿Ha estado representando un papel fren-te a tu hermana todo este tiempo? ¿Lo crees deverdad indiferente a ella?

-No, no puedo creer tal cosa. Estoy segura deque él debe amarla, y que la ama.

-Pero con una rara clase de ternura, si puededejarla con tal indiferencia, con tal despreocu-pación por el futuro como la que tú le atribu-yes.

-Debe recordar, madre querida, que nunca hedado por ciertos estos asuntos. Confieso que hetenido mis dudas; pero son menos fuertes de loque eran, y puede que muy pronto hayan des-aparecido por completo. Si descubrimos que secorresponden en su amor, todos mis temoreshabrán desaparecido.

-¡Mira qué gran concesión! Si los vieras anteel altar, supondrías que se iban a casar. ¡Quéniña desagradable! Pero yo no necesito talespruebas. Nada, a mi juicio, ha pasado que justi-fique las dudas; no ha habido intentos de man-

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tener nada en secreto; en todo ha habido igualtransparencia. No pueden caberte dudas acercade los deseos de tu hermana. Entonces debe serde Willoughby que sospechas. Pero, ¿por qué?¿No es acaso un hombre de honor y buenossentimientos? ¿Ha mostrado alguna inconsis-tencia capaz de crear alarma? ¿Es capaz de en-gaño?

-Espero que no, creo que no -exclamó Elinor-.Quiero a Willoughby, sinceramente lo quiero; ylas sospechas sobre su integridad no puedenser más dolorosas para usted que para mí. Lohe hecho involuntariamente, y no atizaré esatendencia en mí. Me sobresaltó, lo confieso, elcambio en su trato esa mañana; al hablar pare-cía una persona diferente a la que conocimos, yno respondió a la gentileza que usted tuvohacia él con ninguna muestra de cordialidad.Pero todo esto puede explicarse por estar afec-tado por alguna situación como la que ustedsupone. Se acababa de separar de mi hermana,la había visto alejarse en la mayor de las aflic-

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ciones; y si se sentía obligado, por temor aofender a la señora Smith, a resistir la tentaciónde volver acá luego, y aun así se daba cuenta deque al declinar su invitación diciendo que seiba por algún tiempo parecería estar actuandode manera mezquina y sospechosa hacia nues-tra familia, bien puede haberse sentido aver-gonzado y perturbado. En tal caso, creo que unreconocimiento simple y franco de sus dificul-tades lo habría honrado más y habría sido máscoherente con su carácter en general. Pero nocriticaré la conducta de nadie sobre bases tandébiles como una diferencia entre sus opinio-nes y las mías, o una desviación de lo que yoconsidero correcto y consecuente.

-Lo que dices está muy bien. No cabe duda deque Willoughby no merece que sospechen deél. Aunque nosotras no lo hemos conocido du-rante mucho tiempo, no es un desconocido enesta parte del mundo; ¿y quién ha hablado encontra de él? Si hubiese estado en situación deactuar con independencia y casarse de inmedia-

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to, habría sido extraño que nos dejara sin de-círmelo todo al momento; pero no es el caso. Esun compromiso iniciado, en algunos aspectos,bajo auspicios no favorables, porque la posibi-lidad de una boda parece estar lejos todavía; eincluso, según lo que se observa, puede que seaaconsejable mantener las cosas en secreto porahora.

Se vieron interrumpidas por la entrada deMargaret, lo que dio libertad a Elinor para me-ditar detenidamente en los planteamientos desu madre, reconocer que muchos de ellos eranprobables, y confiar en que todos fueran acer-tados.

No vieron a Marianne hasta la hora de la ce-na, cuando entró a la habitación y ocupó sulugar en la mesa sin proferir palabra. Tenía losojos rojos e hinchados, y parecía que incluso enese momento reprimía las lágrimas con dificul-tad. Evitó las miradas de las demás, no pudocomer ni conversar, y después de un rato,cuando su madre le oprimió silenciosamente la

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mano en un gesto de tierna compasión, el pe-queño grado de fortaleza que había mantenidohasta entonces se derrumbó, rompió a llorar yabandonó la habitación.

Esta inexorable tristeza continuó durante to-da la tarde. Marianne era impotente frente aella, porque carecía de todo deseo de controlsobre sí misma. La más pequeña mención decualquier cosa relativa a Willoughby sobrepa-saba de inmediato en ella toda resistencia; yaunque su familia estaba ansiosamente atenta asu bienestar, si llegaban a hablar les era impo-sible evitar todos los temas que sus sentimien-tos asociaban al joven.

CAPITULO XVI

Marianne no habría sabido cómo perdonarsesi hubiera podido dormir aunque fuera un ins-tante esa primera noche tras la partida de Wi-lloughby. Habría tenido vergüenza de mirar a

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su familia a la cara la mañana siguiente si no sehubiera levantado de la cama más necesitadade descanso que cuando se acostó. Pero losmismos sentimientos que hacían de la circuns-pección algo indeseable, la liberaron de todopeligro de caer en ella. Estuvo despierta duran-te toda la noche y lloró gran parte de ella. Selevantó con dolor de cabeza, incapaz de hablary sin deseos de tomar ningún alimento, apesa-dumbrando en todo momento a su madre yhermanas y rechazando todas sus tentativas deconsuelo. ¡No iba ella a mostrar falta de sensibi-lidad!

Una vez terminado el desayuno, salió sola ydeambuló por la aldea de Allenham, entregán-dose a los recuerdos de pasados goces y lloran-do por el actual revés de su fortuna durante lamayor parte de la mañana.

La tarde transcurrió en igual abandono a lossentimientos. Volvió a tocar cada una de lascanciones que le gustaban y que solía tocar pa-ra Willoughby, cada aire en el que con más fre-

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cuencia se habían unido sus voces, y permane-ció sentada ante el instrumento contemplandocada línea de música que él había copiado paraella, hasta que fue tan grande el pesar de sucorazón que ya no podía alcanzarse tristezamayor; y día a día se esforzó en nutrir así sudolor. Pasaba horas completas al piano alter-nando cantos y llantos, a menudo con la voztotalmente ahogada por las lágrimas. Tambiénen los libros, al igual que en la música, corteja-ba la desdicha que con toda certeza podía obte-ner de la confrontación entre el pasado y el pre-sente. No leía nada sino lo que solían leer jun-tos.

Tan ardiente congoja de ninguna manera po-día sostenerse para siempre; a los pocos días sesumió en una más tranquila melancolía; perolas ocupaciones a que se entregaba diariamente-sus caminatas solitarias y silenciosas medita-ciones-, aún daban pie a ocasionales efluvios dedolor tan intensos como antes.

No llegó ninguna carta de Willoughby, y no

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parecía que Marianne esperara ninguna. Sumadre estaba sorprendida y Elinor nuevamentese fue inquietando. Pero la señora Dashwoodera capaz de encontrar explicaciones siempreque le eran necesarias, lo que calmaba al menossu preocupación.

-Recuerda, Elinor -le dijo-, cuán a menudo sirJohn se encarga de transportar nuestro correo.Estuvimos de acuerdo en que el secreto puedeser necesario, y debemos reconocer que no po-dríamos mantenerlo si la correspondencia deWilloughby y Marianne pasara por las manosde sir John.

Elinor no pudo negar la verdad de lo anteriore intentó encontrar allí motivo suficiente para elsilencio de los jóvenes. Pero había un métodotan directo, tan sencillo y, en su opinión, tanfácil de adoptar para conocer el verdadero es-tado de las cosas y eliminar de una vez todo elmisterio, que no pudo evitar sugerírselo a sumadre.

-¿Por qué no le pregunta de inmediato a Ma-

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rianne -le dijo- si está o no está comprometidacon Willoughby? Viniendo de usted, su madre,y una madre tan dulce e indulgente, la pregun-ta no puede molestar. Sería consecuencia natu-ral de su cariño por ella. Ella solía ser todafranqueza, y con usted de manera muy espe-cial.

-Por nada del mundo le haría tal pregunta.Suponiendo posible que no estén comprometi-dos, ¡cuánta aflicción no le infligiría al así inter-rogarla! En todo caso, revelaría una falta deconsideración tan grande a sus sentimientos.Nunca podría merecer su confianza de nuevotras obligarla a confesar algo que por el mo-mento no se quiere en conocimiento de nadie.Conozco el corazón de Marianne: sé que mequiere profundamente y que no seré la últimaen quien confíe sus asuntos, cuando las circuns-tancias así lo aconsejen. Jamás intentaría forzarlas confidencias de nadie, menos aún de unaniña, porque un sentido del deber contrario asus deseos le impediría negarse a ello.

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Elinor pensó que su generosidad era excesiva,considerando la juventud de su hermana, einsistió un poco, pero en vano; el sentido co-mún, el celo común y la prudencia común, to-dos habían sucumbido en la romántica delica-deza de la señora Dashwood.

Pasaron varios días antes de que nadie en lafamilia mencionara el nombre de Willoughbyfrente a Marianne; por supuesto, sir John y laseñora Jennings no fueron tan delicados; susingeniosidades sumaron dolor a muchos mo-mentos dolorosos; pero una tarde, la señoraDashwood, tomando al azar un volumen deShakespeare, exclamó:

-Nunca terminamos Hamlet, Marianne; nues-tro querido Willoughby se fue antes de que loleyéramos completo. Lo reservaremos, de ma-nera que cuando vuelva... Pero pueden pasarmeses antes de que eso ocurra.

-¡Meses! -exclamó, con enorme sorpresa-. No,ni siquiera muchas semanas.

La señora Dashwood lamentó lo que había di-

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cho; pero alegró a Elinor, ya que había arranca-do una respuesta de Marianne que mostrabacon tanta fuerza su confianza en Willoughby yel conocimiento de sus intenciones.

Una mañana, alrededor de una semana des-pués de la partida del joven, Marianne se dejóconvencer de unirse a sus hermanas en su ca-minata habitual en vez de ponerse a deambularsola. Hasta ese momento había evitado cuida-dosamente toda compañía durante sus vaga-bundeos. Si sus hermanas pensaban pasear enlas lomas, ella se escabullía hacia los senderos;si mencionaban el valle, con igual prisa trepabalas colinas, y nunca podían encontrarla cuandolas demás partían. Pero a la larga la vencieronlos esfuerzos de Elinor, que desaprobaba enér-gicamente ese permanente apartamiento. Ca-minaron a lo largo del camino que cruzaba elvalle, casi todo el tiempo en silencio, porque eraimposible ejercer control sobre la mente de Ma-rianne; y Elinor, satisfecha con haber ganadoun punto, no intentó por el momento obtener

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ninguna otra ventaja. Más allá de la entrada alvalle, allí donde la campiña, aunque todavíafértil, era menos agreste y más abierta, se ex-tendía ante ellas un largo trecho del camino quehabían recorrido al llegar a Barton; y cuandoalcanzaron este punto, se detuvieron para mi-rar a su alrededor y examinar la perspectivadada por la distancia desde la cual veían sucasa, ubicadas como estaban en un sitio al quenunca se les había ocurrido dirigirse en suscaminatas anteriores.

Entre todas las cosas que poblaban el paisaje,muy pronto descubrieron un objeto animado;era un hombre a caballo, que venía en direcciónhacia ellas. En pocos minutos pudieron apreciarque era un caballero; y un instante después,arrobada, Marianne exclamó:

-¡Es él! Seguro que es... ¡Sé que es! -y se apre-suraba a ir a su encuentro cuando Elinor la lla-mó:

-No, Marianne, creo que te equivocas. No esWilloughby. Esa persona no es lo suficiente-

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mente alta, y no tiene su aspecto.-Sí lo tiene, sí lo tiene -exclamó Marianne-.

¡Estoy segura de que lo tiene! Su aspecto, suabrigo, su caballo... Yo sabía que iba a llegar asíde rápido.

Caminaba llena de excitación mientras habla-ba; y Elinor, para proteger a Marianne de suspropias peculiaridades, ya que estaba casi se-gura de que no era Willoughby, apresuró elpaso y se mantuvo a la par de ella. Pronto estu-vieron a treinta yardas del caballero. Mariannelo miró de nuevo; sintió que se le caía el alma alos pies, se dio media vuelta y comenzaba adevolverse por donde había venido cuando ensu prisa se vio detenida por las voces de sushermanas, a la que se unía una tercera casi tanconocida como la de Willoughby, rogándoleque se detuviera, y se volvió sorprendida paraver y dar la bienvenida a Edward Ferrars.

Era la única persona del mundo a quien enese momento podía perdonar no ser Willough-by; la única que podía haberla hecho sonreír;

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pero ella borró sus lágrimas para sonreírle a él,y en la felicidad de su hermana olvidó por unmomento su propia decepción.

Edward desmontó y, entregándole el caballoa su sirviente, caminó de vuelta con ellas haciaBarton, adonde se dirigía con el propósito devisitarlas.

Todas le dieron la bienvenida con gran cor-dialidad, pero especialmente Marianne, que fuemás calurosa en sus demostraciones de afectoque incluso la misma Elinor. Para Marianne, sinembargo, el encuentro entre Edward y su her-mana no fue sino la continuación de esa inex-plicable frialdad que tan a menudo había ob-servado en el comportamiento de ambos enNorland. En Edward, especialmente, faltabatodo aquello que un enamorado debiera pare-cer y decir en ocasiones como ésta. Estaba con-fundido, apenas mostraba placer alguno enverlas, no se veía ni exaltado ni alegre, hablóescasamente y sólo cuando se veía obligado aresponder preguntas, y no distinguió a Elinor a

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través de ninguna señal de afecto. Mariannemiraba y escuchaba con creciente sorpresa. Casicomenzó a sentir desagrado por Edward; y estasensación terminó, como terminaban obligato-riamente todos sus sentimientos, llevando suspensamientos de vuelta a Willoughby, cuyosmodales contrastaban de tal manera con los deaquel que había sido elegido como hermano.

Tras un corto silencio que siguió a la sorpresay preguntas iniciales, Marianne inquirió deEdward si había venido directamente desdeLondres. No, había estado en Devonshire du-rante quince días.

-¡Quince días! -repitió Marianne, sorprendidade saber que había estado en el mismo condadoque Elinor sin haberla visto antes.

Edward se mostró algo incómodo mientrasagregaba que se había estado quedando conalgunos amigos cerca de Plymouth.

-¿Ha estado últimamente en Sussex? -le pre-guntó Elinor.

-Estuve en Norland hace un mes.

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-¿Y cómo está el querido, querido Norland? -exclamó Marianne.

-El querido, querido Norland -dijo Elinor-probablemente esté bastante parecido a comosiempre está en esta época del año... los bos-ques y senderos cubiertos de una gruesa capade hojas secas.

-¡Ah! -exclamó Marianne-. ¡Cuán transporta-da de emoción me solía sentir entonces al verlascaer! ¡Cómo me he deleitado en mis caminatasviéndolas caer en torno a mí como una lluviaimpelida por el viento! ¡Qué de emociones mehan inspirado, y la estación, el aire, todo! Hoyno hay nadie que las contemple. Ven en ellastan sólo un fastidio, rápidamente las barren, ylas hacen desaparecer de la vista como mejorpueden.

-No todos -dijo Elinor- tienen tu pasión porlas hojas secas.

-No, mis sentimientos no suelen ser comparti-dos, ni tampoco comprendidos. Pero a veces loson -mientras decía esto, se entregó por un ins-

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tante a un breve ensueño; pero saliendo de él,continuó-: Ahora, Edward -le dijo llamando suatención al paisaje-, éste es el valle de Barton.Contémplalo, Y manténte en calma si es quepuedes. ¡Mira esas colinas! ¿Alguna vez vistealgo igual? Hacia la izquierda está la finca, Bar-ton Park, entre esos bosques y plantíos. Puedesver una esquina de la casa. Y allá, bajo esa coli-na lejana que se eleva con tal grandeza, estánuestra cabaña.

-Es una hermosa región -replicó él-; pero estashondonadas deben estar llenas de lodo en in-vierno.

-¿Cómo puedes pensar en el lodo, con talescosas frente a ti?

-Porque -replicó él, sonriendo- entre todas lascosas frente a mí, veo un sendero muy enfan-gado.

“¡Qué persona curiosa!”, se dijo Mariannemientras continuaba su camino.

-¿Es agradable el vecindario acá? ¿Son losMiddleton gente grata?

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-No, en absoluto -respondió Marianne -, nopodríamos estar peor ubicadas.

-Marianne -exclamó su hermana-, ¿cómo pue-des decir eso? ¿Cómo puedes ser tan injusta?Son una familia muy respetable, señor Ferrars,y con nosotras se han portado de la maneramás amistosa posible. ¿Es que has olvidado,Marianne, cuántos días placenteros les debe-mos?

-No -dijo Marianne en voz baja-, y tampococuántos momentos dolorosos.

Elinor no escuchó sus palabras y, dirigiendola atención a su visitante, se esforzó en mante-ner con él algo que pudiera parecer una con-versación, para lo que recurrió a hablar de suresidencia actual, sus ventajas, y cosas así, conlo que logró sacarle a la fuerza alguna ocasionalpregunta u observación. Su frialdad y reservala mortificaban gravemente; se sentía molesta yalgo enojada; pero decidida a guiar su conductamás por el pasado que por el presente, evitótoda apariencia de resentimiento o disgusto y

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lo trató como pensaba que debía ser tratado,dados los vínculos familiares.

CAPITULO XVII

La sorpresa de la señora Dashwood al verloduró sólo un momento; la venida de Edward aBarton era, en su opinión, la cosa más naturaldel mundo. Su alegría y manifestaciones deafecto sobrepasaron en mucho el asombro quepudo haber sentido. Recibió el joven la másgentil de las bienvenidas de parte de ella; sutimidez, frialdad, reserva, no pudieron resistirtal recibimiento. Ya habían comenzado a aban-donarlo antes de entrar a la casa, y el encantodel trato de la señora Dashwood terminó porvencerlas. En verdad un hombre no podíaenamorarse de ninguna de sus hijas sin hacerlaa ella también partícipe de su amor; y Elinortuvo la satisfacción de ver cómo muy prontovolvía a comportarse como en realidad era. Su

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cariño hacia ellas y su interés por el bienestarde todas parecieron cobrar nueva vida y hacer-se otra vez manifiestos. No estaba, sin embargo,en el mejor de los ánimos; alabó la casa, admiróel panorama, se mostró atento y gentil; peroaun así no estaba animado. Toda la familia loadvirtió, y la señora Dashwood, atribuyéndoloa alguna falta de generosidad de su madre, sesentó a la mesa indignada contratodos los pa-dres egoístas.

¿Cuáles son los planes de la señora Ferrarspara usted actualmente? -le preguntó tras haberterminado de cenar y una vez que se encontra-ron reunidos alrededor del fuego-. ¿Todavía seespera que sea un gran orador, a pesar de loque usted pueda desear?

-No. Espero que mi madre se haya convenci-do ya de que mis dotes para la vida pública sontan escasas como mi inclinación a ella.

-Pero, entonces, ¿cómo alcanzará la fama?Porque tiene que ser famoso para contentar atoda su familia; y sin ser, propenso a una vida

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de grandes gastos, sin interés por la gente queno conoce, sin profesión y sin tener el futuroasegurado, le puede ser difícil lograrlo.

-Ni siquiera lo intentaré. No tengo deseo al-guno de ser distinguido, y tengo todas las ra-zones imaginables para confiar en que nunca loseré. ¡Gracias a Dios! No se me puede obligar algenio y la elocuencia.

-Carece de ambición, eso lo sé bien. Todos susdeseos son moderados.

-Creo que tan moderados como los del restodel mundo. Deseo, al igual que todos los de-más, ser totalmente feliz; pero, al igual que to-dos los demás, tiene que ser a mi manera. Lagrandeza no me hará feliz.

-¡Seria raro que lo hiciera! -exclamó Marian-ne-. ¿Qué tienen que ver la riqueza o la grande-za con la felicidad?

-La grandeza, muy poco -dijo Elinor-; pero lariqueza, mucho.

-¡Elinor, qué vergüenza! -dijo Marianne-. Eldinero sólo puede dar felicidad allí donde no

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hay ninguna otra cosa que pueda darla. Másallá de un buen pasar, no puede dar real satis-facción, por lo menos en lo que se refiere al sermás íntimo.

-Quizá -dijo Elinor, sonriendo-, lleguemos alo mismo. Tu buen pasar y mi riqueza son muysemejantes, diría yo; y tal como van las cosashoy en día, estaremos de acuerdo en que, sinellos, faltará también todo lo necesario para elbienestar físico. Tus ideas sólo son más noblesque las mías. Vamos, ¿en cuánto calculas unbuen pasar?

-Alrededor de mil ochocientas o dos mil li-bras al año; no más que eso.

Elinor se echó a reír.-¡Dos mil al año! ¡Mil es lo que yo llamo ri-

queza! Ya sospechaba yo en qué terminaríamos.-Aun así, dos mil anuales es un ingreso muy

moderado -dijo Marianne-. Una familia nopuede mantenerse con menos. Y creo que noestoy siendo extravagante en mis demandas.Una adecuada dotación de sirvientes, un ca-

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rruaje, quizá dos, y perros y caballos de_ caza,no se pueden mantener con menos.

Elinor sonrió nuevamente al escuchar a suhermana describiendo con tanta exactitud susfuturos gastos en Combe Magna.

-¡Perros y caballos cazadores! -repitió Ed-ward-. Pero, ¿por qué habrías de tenerlos? Notodo el mundo caza.

Marianne se ruborizó mientras le respondía:-Pero la mayoría lo hace.-¡Cómo quisiera -dijo Margaret, poniendo en

marcha su fantasía- que alguien nos regalara acada una gran fortuna!

-¡Ah! ¡Si eso ocurriera! -exclamó Mariannebrillándole los ojos de animación, y con las me-jillas resplandecientes con la dicha de esa feli-cidad imaginaria.

-Supongo que todas lo deseamos -dijo Elinor-,pese a que la riqueza no basta.

-¡Ay, cielos! -exclamó Margaret-. ¡Qué felizsería! ¡No me imagino qué haría con ese dinero!

Marianne parecía no tener ninguna duda al

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respecto.-Por mi parte, yo no sabría cómo gastar una

gran fortuna -dijo la señora Dashwood- si todasmis hijas fueran ricas sin mi ayuda.

-Debería comenzar con las mejoras a esta casa-observó Elinor-, y todas sus dificultades des-aparecerían de inmediato.

-¡Qué magníficas órdenes de compra saldríandesde esta familia a Londres -dijo Edward- siello ocurriera! ¡Qué feliz día para los libreros,los vendedores de música y las tiendas de gra-bados! Usted, señorita Dashwood, haría unencargo general para que se le enviara todonuevo grabado de calidad; y en cuanto a Ma-rianne, conozco su grandeza de alma: no habríamúsica suficiente en Londres para satisfacerla.¡Y libros! Thomson, Cowper, Scott... los com-praría todos una y otra vez; compraría cada co-pia, creo, para evitar que cayeran en manosindignas de ellos; y tendría todos los libros quele pudieran enseñar a admirar un viejo árbolretorcido. ¿No es verdad, Marianne? Perdóna-

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me si he sonado algo cáustico. Pero quería mos-trarte que no he olvidado nuestras antiguasdiscusiones.

-Me encanta que me recuerden el pasado, Ed-ward; no importa que sea melancólico o alegre,me encanta que me lo recuerden; y jamás meofenderás hablándome de tiempos pasados.Tienes toda la razón al suponer cómo gastaríami dinero... parte de él, al menos mi dinerosuelto, de todas maneras lo usaría para enri-quecer mi colección de música y libros.

-Y el grueso de tu fortuna iría a pensionesanuales para los autores o sus herederos. -No,Edward, haría otra cosa.

-Quizá, entonces, la donarías como un premioa la persona que escribiera la mejor defensa detu máxima favorita, ésa según la cual nadiepuede enamorarse más de una vez en la vida:porque supongo que no has cambiado de opi-nión en ese punto, ¿verdad?

-Sin ninguna duda. A mi edad, las opinionesson tolerablemente sólidas. No parece probable

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que vaya a ver o escuchar nada que me hagacambiarlas.

-Puede ver que Marianne sigue tan resueltacomo siempre dijo Elinor-; no ha cambiado ennada.

-Sólo está un poco más grave que antes.-No, Edward -dijo Marianne-, tú no tienes

nada que reprocharme. Tampoco tú estás muyalegre.

-¡Qué te hace pensar eso! -replicó el joven,con un suspiro-. Pero la alegría nunca formóparte de mí carácter.

-Tampoco la creo parte del de Marianne -dijoElinor-. Difícilmente la llamaría una muchachade gran vivacidad; es muy intensa, muy vehe-mente en todo lo que hace; a veces habla mu-cho, y siempre con gran animación..., pero noes frecuente verla realmente alegre.

-Creo que tiene usted razón -replicó Edward-;y, sin embargo, siempre la he tenido por unamuchacha muy vivaz.

-A menudo me he descubierto cometiendo

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esa clase de equivocaciones -dijo Elinor-, conideas totalmente falsas sobre el carácter de al-guien en algún punto u otro; imaginando a lagente mucho más alegre o seria, más ingeniosao estúpida de lo que realmente es, y me es difí-cil decir por qué, o en qué se originó el engaño.A veces uno se deja guiar por lo que las perso-nas dicen de sí mismas, y muy a menudo por loque otros dicen de ellas, sin darse tiempo paradeliberar y discernir.

-Pero yo creía que estaba bien, Elinor –dijoMarianne- dejarse guiar cabalmente por la opi-nión de otras personas. Creía que se nos daba eldiscernimiento simplemente para subordinarloal de nuestros vecinos. Estoy segura de que éstaha sido siempre tu doctrina.

-No, Marianne, nunca. Mi doctrina nunca haapuntado a la sujeción del entendimiento. Elcomportamiento es lo único sobre lo que hequerido influir. No debes confundir el sentidode lo que digo. Me confieso culpable de haberdeseado a menudo que trataras a nuestros co-

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nocidos en general con mayor cortesía; pero,¿cuándo te he aconsejado adoptar sus senti-mientos o conformarte a su manera de juzgarlas cosas en asuntos serios?

-Entonces no ha podido incorporar a su her-mana a su plan de cortesía general -dijo Ed-ward a Elinor-. ¿No ha conquistado ningúnterreno?

-Muy por el contrario -replicó Elinor, con unaexpresiva mirada a Marianne.

-Mi pensamiento -respondió él- está en todode acuerdo con el suyo; pero me temo que misacciones concuerdan mucho más con las de suhermana. Nunca es mi deseo ofender, pero soytan neciamente tímido que a menudo parezcodesatento, cuando sólo me retiene mi naturaltorpeza. Con frecuencia he pensado que, pornaturaleza, debo haber estado destinado a gus-tar de la gente de baja condición, ¡pues me sien-to tan poco cómodo entre personas de buenacuna cuando me son extrañas!

-Marianne no puede escudarse en la timidez

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por las desatenciones en que puede incurrir -dijo Elinor.

-Ella conoce demasiado bien su propio valerpara falsas vergüenzas -replicó Edward-. Latimidez es únicamente efecto de una sensaciónde inferioridad en uno u otro aspecto. Si yopudiera convencerme de que mis modales sonperfectamente naturales y elegantes, no seríatímido.

-Pero aun así, sería reservado -dijo Marianne-,y eso es peor.

Edward la quedó mirando fijamente.-¿Reservado? ¿Soy reservado, Marianne?-Sí, mucho.-No te comprendo -replicó él, enrojeciendo-.

¡Reservado...! ¿Cómo, en qué sentido? ¿Quédebería haberles dicho? ¿Qué es lo que supo-nes?

Elinor pareció sorprendida ante una respues-ta tan cargada de emoción, pero intentandoquitarle seriedad al asunto, le dijo:

-¿Es que acaso no conoce lo suficiente a mi

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hermana para entender lo que dice? ¿No sabeacaso que ella llama reservado a todo aquel queno habla tan rápido como ella ni admira lo queella admira, y con idéntico éxtasis?

Edward no respondió. Retornó a él ese airegrave y meditabundo que le era tan propio, ydurante un rato se mantuvo allí sentado, silen-cioso y sombrío.

CAPITULO XVIII

Elinor contempló con gran inquietud el áni-mo decaído de su amigo. La satisfacción que leofrecía su visita era bastante parcial, puesto queel placer que él mismo obtenía parecía tan im-perfecto. Era evidente que era desdichado, yella habría deseado que fuera igualmente evi-dente que aún la distinguía por el mismo afectoque alguna vez estaba segura de haberle inspi-rado; pero hasta el momento parecía muy du-doso que continuara prefiriéndola, y su actitud

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reservada hacia ella contradecía en un instantelo que una mirada más animada había in-sinuado el minuto anterior.

A la mañana siguiente las acompañó a ella y aMarianne en la mesa del desayuno antes de quelas otras hubieran bajado; y Marianne, siempreansiosa de impulsar, en lo que le era posible, lafelicidad de ambos, pronto los dejó solos. Perono iba aún por la mitad de las escaleras cuandoescuchó abrirse la puerta de la sala y, volvién-dose, quedó estupefacta al ver que tambiénEdward salía.

Voy al pueblo a ver mis caballos -le dijo-, yaque todavía no estás lista para desayunar; vol-veré muy luego.

Edward regresó con renovada admiraciónpor la región circundante; su caminata a la al-dea había sido ocasión favorable para ver granparte del valle; y la aldea misma, ubicada mu-cho más alto que la casa, ofrecía una visión ge-neral de todo el lugar que le había agradado

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sobremanera. Este era un tema que asegurabala atención de Marianne, y comenzaba a descri-bir su propia admiración por estos paisajes y ainterrogarlo más en detalle sobre las cosas quelo habían impresionado de manera especial,cuando Edward la interrumpió diciendo:

-No debes preguntar demasiado, Marianne;recuerda, no sé nada de lo pintoresco, y teofenderé con mi ignorancia y falta de gusto sientramos en detalles. ¡Llamaré empinadas a lascolinas que debieran ser escarpadas! Superficiesinusuales y toscas, a las que debieran ser capri-chosas y ásperas; y de los objetos distantes diréque están fuera de la vista, cuando sólo debi-eran ser difusos a través del suave cristal de labrumosa atmósfera. Tienes que contentarte conel tipo de admiración que honestamente puedoofrecer. La llamo una muy hermosa región: lascolinas son empinadas, los bosques parecenllenos de excelente madera, y el valle se ve con-fortable y acogedor, con ricos prados y variaspulcras casas de granjeros diseminados aquí y

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allá. Corresponde exactamente a mi idea deuna agradable región campestre, porque unebelleza y utilidad... y también diría que es pin-toresca, porque tú la admiras; fácilmente puedocreer que está llena de roqueríos y promonto-rios, musgo gris y zarzales, pero todo eso sepierde conmigo. No sé nada de pintoresquis-mo.

-Me temo que hay demasiada verdad en eso -dijo Marianne-; pero, ¿por qué hacer alarde deello?

-Sospecho -dijo Elinor- que para evitar caer enun tipo de afectación, Edward cae aquí en otra.Como cree que tantas personas pretenden mu-cho mayor admiración por las bellezas de lanaturaleza de la que de verdad sienten, y ledesagradan tales pretensiones, afecta mayorindiferencia ante el paisaje y menos discerni-miento de los que realmente posee. Es exquisitoy quiere tener una afectación sólo de él.

-Es muy cierto -dijo Marianne- que la admira-ción por los paisajes naturales se ha convertido

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en una simple jerigonza. Todos pretenden ad-mirarse e intentan hacer descripciones con elgusto y la elegancia del primero que definió loque era la belleza pintoresca. Detesto las jergasde cualquier tipo, y en ocasiones he guardadopara mí misma mis sentimientos porque nopodía encontrar otro lenguaje para describirlosque no fuera ese que ha sido gastado y mano-seado hasta perder todo sentido y significado.

-Estoy convencido -dijo Edward- de que fren-te a un hermoso panorama realmente sientestodo el placer que dices sentir. Pero, a cambio,tu hermana debe permitirme no sentir más delque declaro. Me gusta una hermosa vista, perono según los principios de lo pintoresco. No megustan los árboles contraídos, retorcidos, mar-chitos. Mi admiración es mucho mayor cuandoson altos, rectos y están en flor. No me gustanlas cabañas en ruinas, destartaladas. No soyaficionado a las ortigas o a los cardos o a losbrezales. Me da mucho más placer una acoge-dora casa campesina que una atalaya; y un

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grupo de aldeanos pulcros y felices me agradamucho más que los mejores bandidos del mun-do.

Marianne miró a Edward con ojos llenos desorpresa, y a su hermana con piedad. Elinor selimitó a reír.

Abandonaron el tema, y Marianne se mantu-vo en un pensativo silencio hasta quede súbitoun objeto capturó su atención. Estaba sentadajunto a Edward, y cuando él tomó la taza de téque le- ofrecía la señora Dashwood, su mano lepasó tan cerca que no pudo dejar de observar,muy visible en uno de sus dedos, un anillo queen el centro llevaba unos cabellos entretejidos.

-Nunca vi que usaras un anillo antes, Edward-exclamó-. ¿Pertenecen a Fanny esos cabellos?Recuerdo que prometió darte algunos. Perohabría pensado que su pelo era más oscuro.

Marianne había manifestado sin mayor re-flexión lo que en verdad sentía; pero cuandovio cuánto había turbado a Edward, su propiofastidio ante su falta de consideración fue ma-

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yor que la molestia que él sentía. El enrojecióvivamente y, lanzando una rápida mirada aElinor, replicó:

-Sí, es cabello de mi hermana. El engastesiempre le da un matiz diferente, ya sabes.

La mirada de Elinor se había cruzado con lade él, y también pareció turbarse. De inmediatoella pensó, al igual que Marianne, que el cabellole pertenecía; la única diferencia entre ambasconclusiones era que lo que Marianne creía unregalo dado voluntariamente por su hermana,para Elinor había sido obtenido mediante algúnrobo o alguna maniobra de la que ella no estabaconsciente. Sin embargo, no estaba de humorpara considerarlo una afrenta, y mientras cam-biaba de conversación pretendiendo así nohaber notado lo ocurrido, en su fuero internoresolvió aprovechar de ahí en adelante todaoportunidad que se le presentara para mirarese cabello y convencerse, más allá de toda du-da, de que era del mismo color que el suyo.

La turbación de Edward se alargó durante al-

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gún tiempo, y terminó llevándolo a un estadode abstracción aún más pronunciado. Estuvoespecialmente serio durante toda la mañana.Marianne se reprochaba de la manera más se-vera por lo que había dicho; pero se habría per-donado con mucho mayor rapidez si hubierasabido cuán poco había ofendido a su hermana.

Antes de mediodía recibieron la visita de sirJohn y la señora Jennings, que habiendo sabidode la visita de un caballero a la cabaña, vinierona echar una mirada al huésped. Con la ayudade su suegra, sir John no tardó en descubrir queel nombre de Ferrars comenzaba con F, y estodejó abierta para el futuro una veta de chanzascontra la recta Elinor que únicamente porquerecién conocían a Edward no explotaron deinmediato. En el momento, tan sólo las expresi-vas miradas que se cruzaron dieron un indicioa Elinor de cuán lejos había llegado su perspi-cacia, a partir de las indicaciones de Margaret.

Sir John nunca llegaba a casa de las Dash-wood sin invitarlas ya fuera a cenar en la finca

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al día siguiente, o tomar té con ellos esa mismatarde. En la ocasión actual, para distracción desu huésped a cuyo esparcimiento se sentía obli-gado a contribuir, quiso comprometerlos paraambos.

-Tienen que tomar té con nosotros hoy día -lesdijo-, porque estaremos completamente solos; ymañana de todas maneras deben cenar con no-sotros, porque seremos un grupo bastantegrande.

La señora Jennings reforzó lo imperioso de lasituación, diciendo:

-¿Y cómo saben si no organizan un baile? Yeso sí la tentará a usted, señorita Marianne.

-¡Un baile! protestó Marianne-. ¡Imposible!¿Quién va a bailar?

-¡Quién! Pero, ustedes, y los Carey y los Whi-taker, con toda seguridad. ¡Cómo! ¿Acaso creíaque nadie puede bailar porque una cierta per-sona a quien no nombraremos se ha ido?

-Con todo el corazón -exclamó sir John- que-rría que Willoughby estuviera entre nosotros

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de nuevo.Esto, y el rubor de Marianne, despertaron

nuevas sospechas en Edward.-¿Y quién es Willoughby? -le preguntó en voz

baja a la señorita Dashwood, a cuyo lado se en-contraba.

Elinor le respondió en pocas palabras. El sem-blante de Marianne era mucho más comunica-tivo. Edward vio en él lo suficiente para com-prender no sólo el significado de lo que losotros decían, sino también las expresiones deMarianne que antes lo habían confundido; ycuando sus visitantes se hubieron ido, de in-mediato se dirigió a ella y, en un susurro, ledijo:

-He estado haciendo conjeturas. ¿Te digo loque me parece adivinar?

-¿Qué quieres decir?-¿Te lo digo?-Por supuesto.-Pues bien, adivino que el señor Willoughby

practica la caza.

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Marianne se sintió sorprendida y turbada, pe-ro no pudo dejar de sonreír ante tan tranquilasutileza y, tras un momento de silencio, le dijo:

-¡Ay, Edward! ¿Cómo puedes...? Pero llegaráel día, espero... Estoy segura de que te gustará.

-No lo dudo -replicó él, con un cierto asom-bro ante la intensidad y calor de sus palabras;pues si no hubiera imaginado que se trataba deuna broma hecha para diversión de todos susconocidos, basada nada más que en un algo ouna nada entre el señor Willoughby y ella, nohabría osado mencionarlo.

CAPITULO XIX

Edward permaneció una semana en la caba-ña; la señora Dashwood lo urgió a que se que-dara más tiempo, pero como si sólo desearamortificarse a sí mismo, pareció decidido a par-tir cuando mejor lo estaba pasando entre susamigos. Su estado de ánimo en los últimos dos

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o tres días, aunque todavía bastante inestable,había mejorado mucho; día a día parecía aficio-narse más a la casa y a su entorno, nuncahablaba de irse sin acompañar de suspiros suspalabras, afirmaba que disponía de su tiempopor completo, incluso dudaba de hacia dóndese dirigiría cuando se marchara..., pero aun asídebía irse. Nunca una semana había pasado tanrápido, apenas podía creer que ya se hubieraido. Lo dijo una y otra vez; dijo también otrascosas, que indicaban el rumbo de sus senti-mientos y se contradecían con sus acciones.Nada le complacía en Norland, detestaba laciudad, pero o a Norland o a Londres debía ir.Valoraba por sobre todas las cosas la gentilezaque había recibido de todas ellas y su mayordicha era estar en su compañía. Y aun así debíadejarlas a fines de esa semana, a pesar de losdeseos de ambas partes y sin ninguna res-tricción en su tiempo.

Elinor cargaba a cuenta de la madre de Ed-ward todo lo que había de sorprendente en su

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manera de actuar; y era una suerte para ellaque él tuviera una madre cuyo carácter le fueraconocido de manera tan imperfecta como paraservirle de excusa general frente a todo lo ex-traño que pudiera haber en su hijo. Sin embar-go, desilusionada y molesta como estaba, y aveces disgustada con el vacilante comporta-miento del joven hacia ella, aun así tenía la me-jor disposición general para otorgar a sus ac-ciones las mismas sinceras concesiones y gene-rosas calificaciones que le habían sido arran-cadas con algo más de dificultad por la señoraDashwood cuando se trataba de Willoughby.Su falta de ánimo, de franqueza y de congruen-cia, era atribuida en general a su falta de inde-pendencia y a un mejor conocimiento de lasdisposiciones y planes de la señora Ferrars. Labrevedad de su visita, la firmeza de su propósi-to de marcharse, se originaban en el, mismoatropello a sus inclinaciones, en la misma inevi-table necesidad de transigir con su madre. Laantigua y ya conocida disputa entre el deber y

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el deseo, los padres contra los hijos, era la causade todo. A Elinor le habría alegrado sabercuándo iban a terminar estas dificultades,cuándo iba a terminar esa oposición..., cuándoiba a cambiar la señora Ferrars, dejando a suhijo en libertad para ser feliz. Pero, de tan va-nos deseos estaba obligada a volver, para en-contrar consuelo, a la renovación de su con-fianza en el afecto de Edward; al recuerdo detodas las señales de interés que sus miradas opalabras habían dejado escapar mientras esta-ban en Barton; y, sobre todo, a esa halagadoraprueba de ello que él usaba constantemente entorno a su dedo.

-Creo, Edward -dijo la señora Dashwoodmientras desayunaban la última mañana-, queserías más feliz si tuvieras una profesión queocupara tu tiempo y les diera interés a tus pla-nes y acciones. Ello podría no ser enteramenteconveniente para tus amigos: no podrías entre-garles tanto de tu tiempo. Pero -agregó con unasonrisa- te verías beneficiado en un aspecto al

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menos: sabrías adónde ir cuando los dejas.-De verdad le aseguro -respondió él- que he

pensado mucho en este punto en el mismo sen-tido en que usted lo hace ahora. Ha sido, es yprobablemente siempre será una gran desgraciapara mí no haber tenido ninguna ocupación a lacual obligatoriamente dedicarme, ninguna pro-fesión que me dé empleo o me ofrezca algo enla línea de la independencia. Pero, por desgra-cia, mi propia capacidad de comportarme demanera gentil, y la gentileza de mis amigos,han hecho de mí lo que soy: un ser ocioso, in-competente. Nunca pudimos Ponemos deacuerdo en la elección de una profesión. Yosiempre preferí la iglesia, como lo sigo ha-ciendo. Pero eso no era bastante elegante parami familia. Ellos recomendaban una carreramilitar. Eso era demasiado, demasiado elegantepara mí. En cuanto al ejercicio de las leyes, leconcedieron la gracia de considerarla una pro-fesión bastante decorosa; muchos jóvenes condespachos en alguna Asociación de Abogados

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de Londres han logrado una muy buena llega-da a los círculos más importantes, y se paseanpor la ciudad conduciendo calesas muy a lamoda. Pero yo no tenía ninguna inclinación porlas leyes, ni siquiera en esta forma harto menosabstrusa de ellas que mi familia aprobaba. Encuanto a la marina, tenía la ventaja de ser debuen tono, pero yo ya era demasiado mayorpara ingresar a ella cuando se empezó a hablardel tema; y, a la larga, como no había verdaderanecesidad de que tuviera una profesión, dadoque podía ser igual de garboso y dispendiosocon una chaqueta roja sobre los hombros o sinella, se terminó por decidir que el ocio era lomás ventajoso y honorable; y a los dieciochoaños los jóvenes por lo general no están tanansiosos de tener una ocupación como pararesistir las invitaciones de sus amigos a nohacer nada. Ingresé, por tanto, a Oxford, y des-de entonces he estado de ocioso, tal como hayque estar.

-La consecuencia de todo ello será, supongo -

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dijo la señora Dashwood-, ya que la indolenciano te ha traído ninguna felicidad, que criarás atus hijos para que tengan tantos intereses, em-pleos, profesiones y quehaceres como Colume-lla.*

-Serán criados -respondió con tono grave- pa-ra que sean tan diferentes de mí como sea posi-ble, en sentimientos, acciones, condición, entodo.

-Vamos, vamos, todo eso no es más que pro-ducto de tu desánimo, Edward. Estás dehumor, y te imaginas que cualquiera que no sea

* Columella es la protagonista de una obra de RichardGraves, Columella, or the Distressed Anchoret (1779),que tras una vida de ocio destina a sus hijos a diversosoficios. Un personaje histórico muy anterior, del mismonombre, es Lucio Junio Moderato Columela (siglo I d.C.),uno de los mejores técnicos latinos con dominio sobrediversas materias, y autor de un importante tratado agrí-cola en verso (De re rustica). Los diez libros de este tra-tado van más allá del temario tradicional agrícola, paratratar asuntos como la avicultura, los estanques para pecesy los árboles frutales.

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como tú debe ser feliz. Pero recuerda que enalgún momento todos sentirán la pena de sepa-rarse de los amigos, sin importar cuál sea sueducación o estado. Toma conciencia de tupropia felicidad. No careces de nada sino depaciencia... o, para darle un nombre más atrac-tivo, llámala esperanza. Con el tiempo tu ma-dre te garantizará esa independencia que tantoansías; es su deber, y muy pronto su felicidadserá, deberá ser, impedir que toda tu juventudse desperdicie en el descontento. ¡Cuánto nopodrán hacer unos pocos meses!

-Creo -replicó Edward- que se necesitaránmuchos meses para que me ocurra algo bueno.

Este desaliento, aunque no pudo ser conta-giado a la señora Dashwood, aumentó el dolorde todos ellos por la partida de Edward, quemuy pronto tuvo lugar, y dejó una incómodasensación especialmente en Elinor, que necesitóde tiempo y trabajo para apaciguarse. Pero co-mo había decidido sobreponerse a ella y evitarparecer que sufría más que el resto de su fami-

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lia ante la partida del joven, no utilizó los me-dios tan juiciosamente empleados por Marian-ne en una ocasión similar, cuando se entregó ala búsqueda del silencio, la soledad y el ociopara aumentar y hacer permanente su sufri-miento. Sus métodos moran tan diferentes co-mo sus particulares objetivos, e igualmenteadecuados al logro de ellos.

Apenas partió Edward, Elinor se sentó a sumesa de dibujo, se mantuvo ocupada durantetodo el día, no buscó ni evitó mencionar sunombre, Pareció prestar el mismo interés desiempre a las Preocupaciones generales de lafamilia, y si con esta conducta no hizo dismi-nuir su propia congoja, al menos evitó que au-mentara de manera innecesaria, y su madre yhermanas se vieron libres de muchos afanespor su causa.

Tal comportamiento, tan exactamente opues-to al de ella, no le parecía a Marianne más meri-torio que criticable le había parecido el propio.Del asunto del dominio sobre sí misma, dio

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cuenta con toda facilidad: si era imposiblecuando los sentimientos eran fuertes, con losapacibles no tenía ningún mérito. Que los sen-timientos de su hermana eran apacibles, noosaba negarlo, aunque le avergonzaba recono-cerlo; y de la fuerza de los propios tenía unaprueba incontrovertible, puesto que seguíaamando y respetando a esa hermana a pesar deeste humillante convencimiento.

Sin rehuir a su familia o salir de la casa en vo-luntaria soledad para evitarla o quedarse des-pierta toda la noche para abandonarse a suscavilaciones, Elinor descubrió que cada día leofrecía tiempo suficiente para pensar en Ed-ward, y en el comportamiento de Edward, detodas las maneras posibles que sus diferentesestados de ánimo en momentos distintos podí-an producir: con ternura, piedad, aprobación,censura y duda. Abundaban los momentoscuando, si no por la ausencia de su madre yhermanas, al menos por la naturaleza de susocupaciones, se imposibilitaba toda conversa-

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ción entre ellas y sobrevenían todos los efectosde la soledad. Su mente quedaba inevitable-mente en libertad; sus pensamientos no podíanencadenarse a ninguna otra cosa; y el pasado yel futuro relacionados con un tema tan intere-sante no podían sino hacérsele presentes, forzarsu atención y absorber su memoria, sus re-flexiones, su imaginación.

De una ensoñación de este tipo a la que se ha-bía entregado mientras se encontraba sentadaante su mesa de dibujo, la despertó una maña-na, poco después de la partida de Edward, lallegada de algunas visitas. Por casualidad seencontraba sola. El ruido que la puertecilla a laentrada del jardín frente a la casa hacía al ce-rrarse atrajo su mirada hacia la ventana, y vioun gran grupo de personas encaminándose a lapuerta. Entre ellas estaban sir John y ladyMiddleton y la señora Jennings; pero habíaotros dos, un caballero y una dama, que le eranpor completo desconocidos. Estaba sentadacerca de la ventana y tan pronto la vio sir John,

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dejó que el resto de la partida cumpliera con laceremonia de golpear la puerta y, cruzando porel césped, le hizo abrir el ventanal para conver-sar en privado, aunque el espacio entre la puer-ta y la ventana era tan pequeño como parahacer casi imposible hablar en una sin ser escu-chado en la otra.

-Bien--le dijo-, le hemos traído algunos des-conocidos. ¿Le gustan?

-¡Shhh! Pueden escucharlo.-Qué importa si lo hacen. Sólo son los Palmer.

Puedo decirle que Charlotte es muy bonita.Alcanzará a verla si mira hacia acá.

Como Elinor estaba segura de que la vería enun par de minutos sin tener que tomarse tallibertad, le pidió que la excusara de hacerlo.

-¿Dónde está Marianne? ¿Ha huido al vernosvenir? Veo que su instrumento está abierto.

-Salió a caminar, creo.En ese momento se les unió la señora Jen-

nings, que no tenía paciencia suficiente para es-perar que le abrieran la puerta antes de que ella

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contara su historia. Se acercó a la ventana congrandes saludos:

-¿Cómo se encuentra, querida? ¿Cómo está laseñora Dashwood? ¿Y dónde están sus herma-nas? ¡Cómo! ¡La han dejado sola! Le agradarátener a alguien que le haga compañía. He traídoa mi otro hijo e hija para que se conozcan.¡Imagínese que llegaron de repente! Anochepensé haber escuchado un carruaje mientrastomábamos el té, pero nunca se me pasó por lamente que pudieran ser ellos. Lo único que seme ocurrió fue que podía ser el coronel Bran-don que llegaba de vuelta; así que le dije a sirJohn: “Creo que escucho un carruaje; quizá esel coronel Brandon que llega de vuelta...”

En la mitad de su historia, Elinor se vio obli-gada a volverse para recibir al resto de la con-currencia; lady Middleton le presentó a los dosdesconocidos; la señora Dashwood y Margaretbajaban las escaleras en ese mismo momento, ytodos se sentaron a mirarse mutuamente mien-tras la señora Jennings continuaba con su histo-

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ria a la vez que cruzaba por el corredor hasta lasalita, acompañada por sir John.

La señora Palmer era varios años más jovenque lady Middleton, y completamente diferentea ella en diversos aspectos. Era de corta estatu-ra y regordeta, con un rostro muy bonito y lamayor expresión de buen humor que puedaimaginarse. Sus modales no eran en absolutotan elegantes como los de su hermana, pero símucho más agradables. Entró con una sonrisa,sonrió durante todo el tiempo que duró su visi-ta, excepto cuando reía, y seguía sonriendo alirse. Su esposo era un joven de aire serio, deveinticinco o veintiséis años, con aire más cita-dino y más juicioso que su esposa, pero menosdeseoso de complacer o dejarse complacer. En-tró a la habitación con aire de sentirse muy im-portante, hizo una leve inclinación ante las da-mas sin pronunciar palabra y, tras una breveinspección a ellas y a sus aposentos, tomó unperiódico de la mesa y permaneció leyéndolodurante toda la visita.

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La señora Palmer, por el contrario, a quien lanaturaleza había dotado con la disposición aser invariablemente cortés y feliz, apenas habíatomado asiento cuando prorrumpió en excla-maciones de admiración por la sala y todo loque había en ella.

-¡Miren! ¡Qué cuarto tan delicioso es éste!¡Nunca había visto algo tan encantador! ¡Tansólo piense, mamá, cuánto ha mejorado desdela última vez que estuve aquí! ¡Siempre mepareció un sitio tan exquisito, señora -dijo vol-viéndose a la señora Dashwood-, pero usted leha dado tanto encanto! ¡Tan sólo observa, her-mana, que delicia es todo! Cómo me gustaríatener una casa así. ¿Y a usted, señor Palmer?

El señor Palmer no le respondió, y ni siquieralevantó la vista del periódico.

-El señor Palmer no me escucha -dijo ellariendo-. A veces nunca lo hace. ¡Es tan cómico!

Esta era una idea absolutamente nueva parala señora Dashwood; no estaba acostumbrada aencontrar ingenio en la falta de atención de

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nadie, y no pudo evitar mirar con sorpresa aambos.

La señora Jennings, entre tanto, seguíahablando a todo volumen y continuaba con elrelato de la sorpresa que se habían llevado lanoche anterior al ver a sus amigos, y no cesó dehacerlo hasta que hubo contado todo. La señoraPalmer se reía con gran entusiasmo ante el re-cuerdo del asombro que les habían producido,y todos estuvieron de acuerdo dos o tres vecesen que había sido una agradable sorpresa.

-Puede imaginar lo contentos que estábamostodos de verlos -agregó la señora Jennings, in-clinándose hacia Elinor y hablándole en vozbaja, como si pretendiera que nadie más la es-cuchara, aunque estaban sentadas en diferentesextremos de la habitación-, pero, así y todo, nopuedo dejar de desear que no hubieran viajadotan rápido ni hecho una travesía tan larga, por-que dieron toda la vuelta por Londres a causade ciertos negocios, porque, usted sabe -indicóa su hija con una expresiva inclinación de la

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cabeza-, es inconveniente en su condición. Yoquería que se quedara en casa y descansaraahora en la mañana, pero insistió en venir connosotros; ¡tenía tantos deseos de verlas a todasustedes!

La señora Palmer se rió y dijo que no le haríaningún daño.

-Ella espera estar de parto en febrero -conti-nuó la señora Jennings.

La señora Middleton no pudo seguir sopor-tando tal conversación, y se esforzó en pregun-tarle al señor Palmer si había alguna noticia enel periódico.

-No, ninguna -replicó, y continuó leyendo.-Aquí viene Marianne -exclamó sir John-.

Ahora, Palmer, verás a una muchacha mons-truosamente bonita.

Se dirigió de inmediato al corredor, abrió lapuerta del frente y él mismo la escoltó. Apenasapareció, la señora Jennings le preguntó si nohabía estado en Allenham; y la señora Palmerse rió con tantas ganas por la pregunta como si

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la hubiese entendido. El señor Palmer la mirócuando entraba en la habitación, le clavó la vis-ta durante algunos instantes, y luego volvió asu periódico. En ese momento llamaron la aten-ción de la señora Palmer los dibujos que colga-ban en los muros. Se levantó a examinarlos.

-¡Ay, cielos! ¡Qué hermosos son éstos! ¡Vaya,qué preciosura! Mírelos, mamá, ¡qué adorables!Le digo que son un encanto; podría quedarmecontemplándolos para siempre -y volviendo asentarse, muy pronto olvidó que hubiera talescosas en la habitación.

Cuando lady Middleton se levantó para mar-charse, el señor Palmer también lo hizo, dejó elperiódico, se estiró y los miró a todos alrede-dor.

-Amor mío, ¿has estado durmiendo? -dijo suesposa, riendo.

El no le respondió y se limitó a observar, trasexaminar de nuevo la habitación, que era de te-cho muy bajo y que el cielo raso estaba comba-do. Tras lo cual hizo una inclinación de cabeza,

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y se marchó con el resto.Sir John había insistido en que pasaran el día

siguiente en Barton Park. La señora Dashwood,que prefería no cenar con ellos más a menudode lo que ellos lo hacían en la casita, por su par-te rehusó absolutamente; sus hijas podían hacerlo que quisieran. Pero éstas no tenían curiosi-dad alguna en ver cómo cenaban el señor y laseñora Palmer, y la perspectiva de estar conellos tampoco prometía ninguna otra diversión.Intentaron así excusarse también; el clima esta-ba inestable y no prometía mejorar. Pero sirJohn no se dio por satisfecho: enviaría el ca-rruaje a buscarlas, y debían ir. Lady Middletontambién, aunque no presionó a la señoraDashwood, lo hizo con las hilas. La señora Jen-nings y la señora Palmer se unieron a sus rue-gos; todos parecían igualmente ansiosos de evi-tar una reunión familiar, y las jóvenes se vieronobligadas a ceder.

. -¿Por qué tienen que invitarnos? -dijo Ma-rianne apenas se marcharon-. El alquiler de esta

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casita es considerado bajo; pero las condicionesson muy duras, si tenemos que ir a cenar a lafinca cada vez que alguien se está quedandocon ellos o con nosotras.

-No pretenden ser menos corteses y gentilescon nosotros ahora, con estas continuas invita-ciones -dijo Elinor- que con las que recibimoshace unas pocas semanas. Si sus reuniones sehan vuelto tediosas e insulsas, no son ellos losque han cambiado. Debemos buscar ese cambioen otro lugar.

CAPITULO XX

Al día siguiente, en el momento en que lasseñoritas Dashwood ingresaban a la sala deBarton Park por una puerta, la señora Palmerentró corriendo por la otra, con el mismo airealegre y festivo que le habían visto antes. Lestomó las manos con grandes muestras de afectoy manifestó gran placer en verlas nuevamente.

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-¡Estoy feliz de verlas! -dijo, sentándose entreElinor y Marianne- porque el día está tan feoque temía que no vinieran, lo que habría sidoterrible, ya que mañana nos vamos de aquí.Tenemos que irnos, ya saben, porque los Wes-ton llegan a nuestra casa la próxima semana.Nuestra venida acá fue algo muy repentino yyo no tenía idea de que lo haríamos hasta queel carruaje iba llegando a la puerta, y entoncesel señor Palmer me preguntó si iría con él aBarton. ¡Es tan gracioso! ¡Jamás me dice nada!Siento tanto que no podamos permanecer mástiempo; pero espero que muy pronto nos en-contraremos de nuevo en la ciudad.

Elinor y Marianne se vieron obligadas a fre-nar tales expectativas.

-¡Que no van a ir a la ciudad! -exclamó la se-ñora Palmer con una sonrisa-. Me desilusionaráenormemente si no lo hacen. Podría conseguir-les la casa más linda del mundo junto a la nues-tra, en Hanover Square. Tienen que ir, de todasmaneras. Créanme que me sentiré feliz de

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acompañarlas en cualquier momento hasta queesté por dar a luz, si a la señora Dashwood nole gusta salir a, lugares públicos.

Le agradecieron, pero se vieron obligadas aresistir sus ruegos.

-¡Ay, mi amor! -exclamó la señora Palmer di-rigiéndose a su esposo, que acababa de entraren la habitación-. Tienes que ayudarme a con-vencer a las señoritas Dashwood para que va-yan a la ciudad este invierno.

Su amor no le respondió; y tras inclinarse li-geramente ante las damas, comenzó a quejarsedel clima.

-¡Qué horrible es todo esto! -dijo-. Un climaasí hace desagradable todo y a todo el mundo.Con la lluvia, el aburrimiento invade todo, tan-to bajo techo como al aire libre. Hace que unodeteste a todos sus conocidos. ¿Qué demoniospretende sir John no teniendo una sala de billaren esta casa? ¡Qué pocos saben lo que son lascomodidades! Sir John es tan estúpido como elclima.

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No pasó mucho rato antes de que llegara elresto de la concurrencia.

-Temo, señorita Marianne -dijo sir John-, queno haya podido realizar su habitual caminatahasta Allenham hoy día.

Marianne puso una cara muy seria, y no dijonada.

-Ah, no disimule tanto con nosotros -dijo laseñora Palmer-, porque le aseguro que sabemostodo al respecto; y admiro mucho su gusto,pues pienso que él es extremadamente apuesto.Sabe usted, no vivimos a mucha distancia de élen el campo; me atrevería a decir que a no másde diez millas.

-Mucho más, cerca de treinta -dijo su esposo.-¡Ah, bueno! No hay mucha diferencia. Nun-

ca he estado en la casa de él, pero dicen que esun lugar delicioso, muy lindo.

-Uno de los lugares más detestables que hevisto en mi vida -dijo el señor Palmer.

Marianne se mantuvo en perfecto silencio,aunque su semblante traicionaba su interés en

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lo que decían.-¿Es muy feo? -continuó la señora Palmer-.

Entonces supongo que debe ser otro lugar elque es tan bonito.

Cuando se sentaron a la mesa, sir John obser-vó con pena que entre todos llegaban sólo aocho.

-Querida -le dijo a su esposa-, es muy molestoque seamos tan pocos. ¿Por qué no invitaste alos Gilbert a cenar con nosotros hoy?

-¿No le dije, sir John, cuando me lo mencionóantes, que era imposible? La última vez fueronellos los que vinieron acá.

-Usted y yo, sir John -dijo la señora Jennings-no nos andaríamos con tantas ceremonias.

-Entonces sería muy mal educada -exclamó elseñor Palmer.

-Mi amor, contradices a todo el mundo -dijosu esposa, con su risa habitual-. ¿Sabes que eresbastante grosero?

-No sabía que estuviera contradiciendo a na-die al llamar a tu madre mal educada.

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-Ya, ya, puede tratarme todo lo mal que quie-ra -exclamó con su habitual buen humor la se-ñora Jennings-. Me ha sacado a Charlotte deencima, y no puede devolverla. Así es que aho-ra se desquita conmigo.

Charlotte se rió con gran entusiasmo al pen-sar que su esposo no podía librarse de ella, yalegremente dijo que no le importaba cuánirascible fuera él hacia ella, igual debían vivirjuntos. Nadie podía tener tan absoluto buencarácter o estar tan decidido a ser feliz como laseñora Palmer. La estudiada indiferencia, inso-lencia y contrariedad de su esposo no la altera-ban; y cuando él se enfadaba con ella o la trata-ba mal, parecía enormemente divertida.

-¡El señor Palmer es tan chistoso! -le susurró aElinor-. Siempre está de mal humor.

Tras observarlo durante un breve lapso, Eli-nor no estaba tan dispuesta a darle a él créditopor ser tan genuina y naturalmente de mal ta-lante y mal educado como deseaba aparecer.Puede que su temperamento se hubiera agriado

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algo al descubrir, como tantos otros de su sexo,que por un inexplicable prejuicio en favor de labelleza, se encontraba casado con una mujermuy tonta; pero ella sabía que esta clase dedesatino era demasiado común para que unhombre sensato se sintiera afectado por muchotiempo. Más bien era un deseo de distinción,creía, lo que lo inducía a ser tan displicente contodo el mundo y a su generalizado despreciopor todo lo que se le ponía por delante. Era eldeseo de parecer superior a los demás. El moti-vo era demasiado corriente para que causarasorpresa; pero los medios, aunque tuvieranéxito en establecer su superioridad en malacrianza, no parecían adecuados para ganarle elaprecio de nadie que no fuera su mujer.

-¡Ah! Mi querida señorita Dashwood -le dijola señora Palmer poco después-, tengo un favortan grande que pedirles, a usted y a su herma-na. ¿Irían a Cleveland a pasar un tiempo estasNavidades? Por favor, acepten, y vayan mien-tras los Weston están con nosotros. ¡No pueden

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imaginar lo feliz que me harán! Mi amor -dijo,dirigiéndose a su marido-, ¿no te encantaríarecibir a las señoritas Dashwood en Cleveland?

-Por supuesto -respondió él con tono despec-tivo-, fue mi único propósito al venir a De-vonshire.

-Ahí tienen -dijo su esposa-, ya ven que el se-ñor Palmer las espera; así que no pueden ne-garse.

Las dos, Elinor y Marianne, declinaron la in-vitación de manera clara y decidida.

-Pero no, deben ir y van a ir. Estoy segura deque les gustará por sobre todas las cosas. LosWeston estarán con nosotros, y será sumamenteagradable. No pueden imaginarse la delicia delugar que es Cleveland; y lo pasamos tan bienahora, porque el señor Palmer está todo eltiempo recorriendo la región en la campañaelectoral; y vienen a cenar con nosotros muchaspersonas a las que nunca he visto antes, lo quees absolutamente encantador. Pero, ¡pobre!, esmuy fatigoso para él, porque tiene que hacerse

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agradable a todo el mundo.A duras penas pudo Elinor mantenerse seria

mientras concordaba en la dificultad de tal em-presa.

-¡Qué delicia será -dijo Charlotte- cuando élesté en el Parlamento! ¿Verdad? ¡Cómo me voya reír! Será tan cómico ver que sus cartas le lle-gan dirigidas con las iniciales M.P.* Pero, saben,dice que nunca enviará mis cartas con las fran-quicias que él tendrá por ser parlamentario. Hadicho que no lo hará, ¿no es verdad, señor Pal-mer?

El señor Palmer la ignoró por completo.-El no soporta escribir -continuó-, dice que es

espantoso.-No -dijo él-, nunca he dicho algo tan irracio-

nal. No me hagas cargar a mí con todos losagravios que le haces tú al lenguaje.

-Mírenlo, vean qué divertido es. ¡Siempre esasí! En ocasiones pasa la mitad del día sin

* Member of Parliament, Miembro del Parlamento.

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hablarme, y después sale con algo tan diverti-do... y por cualquier cosa que se le ocurra.

Al volver a la sala, la señora Palmer sorpren-dió a Elinor al preguntarle si su esposo no legustaba enormemente.

-Por supuesto -respondió Elinor-, parece unapersona muy amena.

-Bueno... me alegra tanto que sea así. Me ima-giné que le gustaría, pues es tan agradable;puedo asegurarle que al señor Palmer le gustanenormemente usted y sus hermanas, y no seimaginan qué desilusionado se sentirá si novienen a Cleveland. No logro imaginarme porqué rehúsan hacerlo.

De nuevo Elinor se vio obligada a declinar lainvitación; y mediante un cambio de tema, pu-so fin a sus ruegos. Pensaba en la probabilidadde que, por vivir en la misma región, la señoraPalmer pudiera darles referencias sobre Wi-lloughby más detalladas que las que se podíandeducir del limitado conocimiento que de éltenían los Middleton, y estaba ansiosa de obte-

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ner de cualquier persona una confirmación delos méritos del joven que permitiéra eliminartoda posibilidad de temor por Mariana. Co-menzó preguntándole si veía mucho al señorWilloughby en Cleveland y si estaban ínti-mamente relacionados con él.

-¡Ah! Sí, querida; lo conozco sumamente bien-respondió la señora Palmer-. No es que algunavez haya hablado con él, por cierto que no; perosiempre lo veo en la ciudad. Por una u otracausa, nunca me ha ocurrido estar quedándomeen Barton al mismo tiempo que él en Allenham.Mamá lo vio acá una vez antes; pero yo estabacon mi tío en Weymouth. Sin embargo, puedodecir que me habría encontrado innumerablesveces con él en Somersetshire, si por desgraciano hubiese ocurrido que nunca hayamos estadoallí al mismo tiempo. El pasa muy poco enCombe, según creo; pero si alguna vez lo hicie-se, no creo que el señor Palmer lo visitara, por-que, como usted sabe, el señor Willoughby estáen la Oposición, y además está tan lejos. Sé

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muy bien por qué pregunta: su hermana va acasarse con él. Me alegra horrores, porque así,sabe usted, la tendré de vecina.

-Le doy mi palabra -dijo Elinor- de que ustedsabe mucho más que yo de ese asunto, si algu-na razón la asiste para esperar tal unión.

-No intente negarlo, porque usted sabe quetodo el mundo habla de ello. Le aseguro que loescuché cuando pasaba por la ciudad.

-¡Mi querida señora Palmer!-Por mi honor que lo hice... El lunes en la ma-

ñana me encontré con el coronel Brandon enBond Street, justo antes de que saliéramos de laciudad, y él me lo contó personalmente.

-Me sorprende usted mucho. ¡Que el coronelBrandon se lo contó! Con toda seguridad seequivoca usted. Dar tal información a una per-sona a quien no podía interesarle, incluso sifuera verdadera, no es lo que yo esperaría delcoronel Brandon.

-Pero le aseguro que ocurrió así, tal como selo dije, y le contaré cómo fue. Cuando nos en-

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contramos con él, se devolvió y caminó un tre-cho con nosotros; y comenzamos a hablar de micuñado y de mi hermana, y de una cosa y otra,y yo le dije: “Entonces, coronel, he oído que hayuna nueva familia en la casita de Barton, ymamá me ha contado que son muy bonitas yque una de ellas se va a casar con el señor Wi-lloughby, de Combe Magna. Cuénteme, ¿esverdad? Porque por supuesto usted debe saber-lo, como ha estado en Devonshire hace tan po-co”.

-¿Y qué dijo el coronel?-Oh, no dijo mucho; pero parecía saber que

era verdad, así que a partir de ese momento lotomé como cosa cierta. ¡Será maravilloso, ledigo! ¿Cuándo tendrá lugar?

¿El señor Brandon se encontraba bien, espe-ro?

-Ah, sí, muy bien; y lleno de elogios hacia us-ted; todo lo que hizo fue decir buenas cosas so-bre usted.

-Me halagan sus alabanzas. Parece un hombre

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excelente; y lo creo extraordinariamente agra-dable.

-Yo también... Es un hombre tan encantador,que es una lástima que sea tan serio y apático.Mamá dice que también él estaba enamoradode su hermana. Le aseguro que sería un grancumplido si lo estuviera, porque casi nunca seenamora de nadie.

¿Es muy conocido el señor Willoughby en suparte de Somersetshire? -dijo Elinor.

-¡Oh, sí, mucho! Quiero decir, no creo quemucha gente lo trate, porque Combe Magnaestá tan lejos; pero le aseguro que todos locreen sumamente agradable. Nadie es másapreciado que el señor Willoughby en cual-quier lugar al que vaya, Y puede decírselo así asu hermana. Qué monstruosa buena suerte lasuya al haberlo conquistado, palabra de honor;y no es que la suerte de él no sea mayor, porquesu hermana es tan bien parecida y encantadoraque nada puede ser lo bastante bueno para ella.Sin embargo, para nada creo que sea más gua-

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pa que usted, le aseguro; creo que las dos sonextremadamente bonitas, y estoy segura de quelo mismo piensa el señor Palmer, aunque ano-che no logramos que lo reconociera.

La información de la señora Palmer sobre Wi-lloughby no era demasiado sustanciosa; perocualquier testimonio en su favor, por pequeñoque fuese, le era grato a Elinor.

-Estoy tan contenta de que finalmente nos ha-yamos conocido -continuó Charlotte-. Y ahoraespero que siempre seamos buenas amigas. ¡Nopuede imaginarse cuánto quería conocerla! ¡Estan maravilloso que vivan en la cabaña! ¡Nadapuede igualárselo, se lo aseguro! ¡Y me alegratanto que su hermana vaya a casarse bien! Es-pero que pase mucho tiempo en Combe Magna.Es un sitio delicioso, desde todo punto de vista.

-Hace mucho tiempo que se conocen con elcoronel Brandon, ¿verdad?

-Sí, mucho; desde que mi hermana se casó.Era amigo de sir John. Creo -agregó en voz ba-ja- que le habría gustado bastante tenerme co-

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mo esposa, si hubiera podido. Sir John y ladyMiddleton también lo deseaban. Pero mamá nocreyó que esa unión fuera suficientemente bue-na para mí; de no haber sido así, sir John habríahablado con el coronel y nos habríamos casadode inmediato.

-¿El coronel Brandon no sabía de la proposi-ción de sir John a su madre antes de que lahiciera? ¿Alguna vez le había manifestado austed su afecto?

-¡Oh, no! Pero si mamá no se hubiera opuestoa ello, diría que a él nada le habría gustadomás.

En ese entonces no me había visto más de dosveces, porque fue antes de que yo dejara el co-legio. Pero soy mucho más feliz tal como estoy.El señor Palmer es exactamente la clase dehombre que me gusta.

CAPITULO XXI

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Los Palmer volvieron a Cleveland al día si-guiente, y en Barton sólo quedaron las dos fa-milias para invitarse mutuamente. Pero esto noduró mucho; Elinor todavía no se sacaba biende la cabeza a sus últimos visitantes -no termi-naba de asombrarse de ver a Charlotte tan felizsin mayor motivo; al señor Palmer actuando demanera tan simplona, siendo un hombre capaz;y la extraña discordancia que a menudo existíaentre marido y mujer-, antes de que el activocelo de sir John y de la señora Jennings en prode la vida social le ofrecieran un nuevo grupode conocidos de ellos a quienes ver y observar.

Durante un paseo matutino a Exeter se habí-an encontrado con dos jovencitas a quienes laseñora Jennings tuvo la alegría de reconocercomo parientes, y esto bastó para que sir Johnlas invitara de inmediato a ir a Barton Park tanpronto hubieran cumplido con sus compromi-sos del momento en Exeter. Sus compromisosen Exeter fueron cancelados de inmediato antetal invitación, y cuando sir John volvió a la casa

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indujo una no despreciable alarma en ladyMiddleton al decirle que pronto iba a recibir lavisita de dos muchachas a las que no había vis-to en su vida, y de cuya elegancia.. incluso deque su trato fuera aceptable, no tenía pruebaalguna; porque las garantías que su esposo y sumadre podían ofrecerle al respecto no le serví-an de nada. Que fueran parientes empeorabalas cosas; y los intentos de la señora Jennings deconsolar a su hija con el argumento de que nose preocupara de si eran distinguidas, porqueeran primas y debían tolerarse mutuamente, nofueron entonces muy afortunados.

Como ya era imposible evitar su venida, ladyMiddleton se resignó a la idea de la visita contoda la filosofía de una mujer bien criada, quese contenta simplemente con una amable re-primenda al esposo cinco o seis veces al díasobre el mismo tema.

Llegaron las jovencitas, y su apariencia no re-sultó ser en absoluto poco distinguida o sinestilo. Su vestimenta era muy elegante, sus

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modales eran corteses, se mostraron encantadascon la casa y extasiadas ante el mobiliario, ycomo ocurrió que los niños les gustaban hastael embeleso, antes de una hora de su llegada ala finca ya contaban con la aprobación de ladyMiddleton. Afirmó que realmente eran unasmuchachas muy agradables, lo que para suseñoría implicaba una entusiasta admiración.Ante tan vivos elogios creció la confianza de sirJohn en su propio juicio, y partió de inmediatoa informar a las señoritas Dashwood sobre lallegada de las señoritas Steele y asegurarles queeran las muchachas más dulces del mundo. Derecomendaciones de esta clase, sin embargo, noera mucho lo que se podía deducir; Elinor sabíaque en todas partes de Inglaterra se podía en-contrar a las chicas más dulces del mundo, bajotodos los distintos aspectos, rostros, tempera-mentos e inteligencias posibles. Sir John queríaque toda la familia se dirigiera de inmediato ala finca y echara una mirada a sus invitadas.¡Qué hombre benévolo y filantrópico! Hasta

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una prima tercera le costaba guardarla sólopara él.

-Vengan ahora -les decía-, se lo ruego; debenvenir... no aceptaré una negativa: ustedes sívendrán. No se imaginan cuánto les gustarán.Lucy es terriblemente bonita, ¡y tan alegre y debuen carácter! Los niños ya están apegados aella como si fuera una antigua conocida. Y lasdos se mueren de deseos de verlas a ustedes,porque en Exeter escucharon que eran las cria-turas más bellas del mundo; les he dicho queera absolutamente cierto, y mucho más. Estoyseguro de que a ustedes les encantarán ellas.Han traído el coche lleno de juguetes para losniños. ¡Cómo pueden ser tan esquivas y pensaren no venir! Si de alguna manera son primassuyas, ¿verdad? Porque ustedes son primas míasy ellas lo son de mi esposa, así es que tienenque estar emparentadas.

Pero sir John no logró su objetivo. Tan sólopudo arrancarles la promesa de ir a la fincadentro de uno o dos días, y luego partió asom-

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bradísimo ante su indiferencia, para dirigirse asu casa y alardear nuevamente de las cualida-des de las Dashwood ante las señoritas Steele,tal como había alardeado de las señoritas Steeleante las Dashwood.

Cuando cumplieron con la prometida visita ala finca y les fueron presentadas las jovencitas,no encontraron en la apariencia de la mayor,que casi rozaba los treinta y tenía un rostro po-co agraciado y para nada despierto, nada queadmirar; pero en la otra, que no tenía más deveintidós o veintitrés años, encontraron sobra-da belleza; sus facciones eran bonitas, tenía unamirada aguda y sagaz y una cierta airosidad ensu aspecto que, aunque no le daba verdaderaelegancia, sí la hacía distinguirse. Los modalesde ambas eran especialmente corteses, y prontoElinor tuvo que reconocer algo de buen juicioen ellas, al ver las constantes y oportunas aten-ciones con que se hacían agradables a ladyMiddleton. Con los niños se mostraban en con-tinuo arrobamiento, ensalzando su belleza,

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atrayendo su atención y complaciéndolos entodos sus caprichos; y el poco tiempo que podí-an quitarle a las inoportunas demandas a quesu gentileza las exponía, lo dedicaban a admi-rar lo que fuera que estuviera haciendo su se-ñoría, en caso de que estuviera haciendo algo, oa copiar el modelo de algún nuevo vestido ele-gante que, al verle usar el día antes, las habíahecho caer en interminable éxtasis. Por fortunapara quienes buscan adular tocando este tipode puntos flacos, una madre cariñosa, aunquees el más voraz de los seres humanos cuando setrata de ir a la caza de alabanzas para sus hijos,también es el más crédulo; sus demandas sonexorbitantes, pero se traga cualquier cosa; y así,lady Middleton aceptaba sin la menor sorpresao desconfianza las exageradas muestras deafecto y la paciencia de las señoritas Steelehacia sus hijos. Veía con materna complacenciatodas las tropelías e impertinentes travesuras alas que se sometían sus primas. Observaba có-mo les desataban sus cintos, les tiraban el cabe-

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llo que llevaban suelto alrededor de las orejas,les registraban sus costureros y les sacaban suscortaplumas y tijeras, y no le cabía ningunaduda acerca de que el placer era mutuo. Parecíaindicar que lo único que la sorprendía era queElinor y Marianne estuvieran allí sentadas, tancompuestas, sin pedir que las dejaran formarparte de lo que ocurría.

-John está tan animado hoy! -decía, al vercómo tomaba el pañuelo de la señorita Steele ylo arrojaba por la ventana-. No deja de hacertravesuras.

Y poco después, cuando el segundo de sus hi-jos pellizcó violentamente a la misma señoritaen un dedo, comentó llena de cariño:

-¡Qué juguetón es William! ¡Y aquí está midulce Annamaria -agregó, acariciando tierna-mente a una niñita de tres años que se habíamantenido sin hacer ni un ruido durante losúltimos dos minutos-. Siempre es tan gentil ytranquila; ¡jamás ha existido una chiquita tantranquila!

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Pero por desgracia, al llenarla de abrazos, unalfiler del tocado de su señoría rasguñó leve-mente a la niña en el cuello, provocando en estemodelo de gentileza tan violentos chillidos quea duras penas podrían haber sido superadospor ninguna criatura reconocidamente ruidosa.La consternación de su madre fue enorme, perono pudo superar la alarma de las señoritas Stee-le, y entre las tres hicieron todo lo que en unaemergencia tan crítica el afecto indicaba quedebía hacerse para mitigar las agonías de lapequeña doliente. La sentaron en el regazo desu madre, la cubrieron de besos; una de las se-ñoritas Steele, arrodillada para atenderla, en-jugó su herida con agua de lavanda, y la otra lellenó la boca con ciruelas confitadas. Con talesrecompensas a sus lágrimas, la niña tuvo lasabiduría suficiente para no dejar de llorar.Siguió chillando y sollozando vigorosamente,dio de patadas a sus dos hermanos cuando in-tentaron tocarla, Y nada de lo que hacían paracalmarla tuvo el menor resultado, hasta que

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felizmente lady Middleton recordó que en unaescena de similar congoja, la semana anterior, lehabían puesto un poco de mermelada de da-masco en una sien que se había magullado; sepropuso insistentemente el mismo remediopara este desdichado rasguño, y el ligero in-termedio en los gritos de la jovencita al escu-charlo les dio motivos para esperar que no seríarechazado. Salió entonces de la sala en brazosde su madre a la búsqueda de esta medicina, ycomo los dos chicos quisieron seguirlas, aun-que su madre les rogó afanosamente que sequedaran, las cuatro jóvenes se encontraron asolas en una quietud que la habitación no habíaconocido en muchas horas.

-¡Pobre criaturita! -dijo la señorita Steele ape-nas salieron-. Pudo haber sido un accidentemuy triste.

-Aunque difícilmente puedo imaginármelo -exclamó Marianne-, a no ser que hubiera ocu-rrido en circunstancias muy diferentes. Peroésta es la manera habitual de incrementar la

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alarma, cuando en realidad no hay nada de quéalarmarse.

-Qué mujer tan dulce es lady Middleton -dijoLucy Steele.

Marianne se quedó callada. Le era imposibledecir algo que no sentía, por trivial que fuera laocasión; y de esta forma siempre caía sobreElinor toda la tarea de decir mentiras cuando lacortesía así lo requería. Hizo lo mejor posible,cuando el deber la llamó a ello, por hablar delady Middleton con más entusiasmo del quesentía, aunque fue mucho menor que el de laseñorita Lucy.

-Y sir John también -exclamó la hermana ma-yor-. ¡Qué hombre tan encantador!

También en este caso, como la buena opiniónque de él tenía la señorita Dashwood no eramás que sencilla y justa, se hizo presente singrandes exageraciones. Tan sólo observó queera de muy buen talante y amistoso.

-¡Y qué encantadora familia tienen! En todami vida había visto tan magníficos niños.

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Créanme que ya los adoro, y eso que en verdadme gustan los niños con locura.

-Me lo habría imaginado -dijo Elinor con unasonrisa-, por lo que he visto esta mañana.

-Tengo la idea -dijo Lucy- de que usted cree alos pequeños Middleton demasiado consenti-dos; quizá estén al borde de serlo, pero es tannatural en lady Middleton; y por mi parte, meencanta ver niños llenos de vida y energía; nolos soporto si son dóciles y tranquilos.

-Confieso -replicó Elinor-, que cuando estoyen Barton Park nunca pienso con horror en ni-ños dóciles y tranquilos.

A estas palabras siguió una breve pausa, rotaprimero por la señorita Steele, que parecía muyinclinada a la conversación y que ahora dijo, demanera algo repentina:

-Y, ¿le gusta Devonshire, señorita Dashwood?Supongo que lamentó mucho dejar Sussex.

Algo sorprendida ante la familiaridad de estapregunta, o al menos ante la forma en que fuehecha, Elinor respondió que sí le había costado.

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-Norland es un sitio increíblemente hermoso,¿verdad? -agregó la señorita Steele.

-Hemos sabido que sir John tiene una enormeadmiración por él -dijo Lucy, que parecía creerque se necesitaba alguna excusa por la libertadcon que había hablado su hermana.

-Creo que todos lo que han estado allí tienenque admirarlo -respondió Elinor-, aunque es desuponer que nadie aprecia sus bellezas tantocomo nosotras.

-¿Y tenían allá muchos admiradores distin-guidos? Me imagino que en esta parte delmundo no tienen tantos; en cuanto a mí, piensoque siempre son un gran aporte.

-Pero, ¿por qué -dijo Lucy, con aire de sentir-se avergonzada de su hermana- piensas que enDevonshire no hay tantos jóvenes guapos comoen Sussex?

-No, querida, por supuesto no es mi intencióndecir que no los hay. Estoy segura de que hayuna gran cantidad de galanes muy distinguidosen Exeter; pero, ¿cómo crees que podría saber si

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hay jóvenes agradables en Norland? Y yo sólotemía que las señoritas Dashwood encontraranaburrido Barton si no encuentran acá tantoscomo los que acostumbraban tener. Pero quizáa ustedes, jovencitas, no les importen los pre-tendientes, y estén tan a gusto sin ellos comocon ellos. Por mi parte, pienso que son enor-memente agradables, siempre que se vistan demanera elegante y se comporten con urbani-dad. Pero no soporto verlos cuando son sucioso antipáticos. Vean, por ejemplo, al señor Rose,de Exeter, un joven maravillosamente elegante,bastante apuesto, que trabaja para el señorSimpson, como ustedes saben; y, sin embargo,si uno lo encuentra en la mañana, no se lo pue-de ni mirar. Me imagino, señorita Dashwood,que su hermano era un gran galán antes decasarse, considerando que era tan rico, ¿no esverdad?

-Le prometo -replicó Elinor- que no sabría de-círselo, porque no entiendo bien el significadode la palabra. Pero esto sí puedo decirle: que si

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alguna vez él fue un galán antes de casarse, loes todavía, porque no ha habido el menor cam-bio en él.

-¡Ay, querida! Una nunca piensa en los hom-bres casados como galanes... Tienen otras cosasque hacer.

-¡Por Dios, Anne! -exclamó su hermana-. Sólohablas de galanes. Harás que la señorita Dash-wood crea que no piensas sino en eso.

Luego, para cambiar de tema, comenzó a ma-nifestar su admiración por la casa y el mobilia-rio.

Esta muestra de lo que eran las señoritas Stee-le fue suficiente. Las vulgares libertades que setomaba la mayor y sus insensateces la dejabansin nada a favor, y como a Elinor ni la belleza nila sagaz apariencia de la menor le habían hechoperder de vista su falta de real elegancia y na-turalidad, se marchó de la casa sin ningún de-seo de conocerlas más.

No ocurrió lo mismo con las señoritas Steele.Venían de Exeter, bien provistas de admiración

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por sir John, su familia y todos sus parientes, yninguna parte de ella le negaron mezquina-mente a las hermosas primas del dueño de ca-sa, de quienes afirmaron ser las muchachas máshermosas, elegantes, completas y perfectas quehabían visto, y a las cuales estaban particular-mente ansiosas de conocer mejor. Y en conse-cuencia, pronto Elinor descubrió que conocer-las mejor era su inevitable destino; como sirJohn estaba por completo de parte de las seño-ritas Steele, su lado iba a ser demasiado fuertepara presentarle alguna oposición e iban a tenerque someterse a ese tipo de intimidad que con-siste en sentarse todos juntos en la misma habi-tación durante una o dos horas casi a diario. Noera más lo que podía hacer sir John, pero nosabía que se necesitara algo más; en su opinión,estar juntos era gozar de intimidad, y mientrassus continuos planes para que todos se reunie-ran fueran eficaces, no le cabía duda alguna deque fueran verdaderos amigos.

Para hacerle justicia, hizo todo lo que estaba

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en su poder para impulsar una relación sin re-servas entre ellas, y con tal fin dio a conocer alas señoritas Steele todo lo que sabía o suponíarespecto de la situación de sus primas en losaspectos más delicados; y así Elinor no lashabía visto más de un par de veces antes de quela mayor de ellas la felicitara por la suerte de suhermana al haber conquistado a un galán muydistinguido tras su llegada a Barton.

-Seguro será una gran cosa haberla casado tanjoven -dijo-, y me han dicho que es un grangalán, y maravillosamente apuesto. Y esperoque también usted tenga pronto la misma bue-na suerte... aunque quizá ya tiene a alguienlisto por ahí.

Elinor no podía suponer que sir John fueramás comedido en proclamar sus sospechasacerca de su afecto por Edward, de lo que habíasido respecto de Marianne; de hecho, entre lasdos situaciones, la suya era la que prefería parasus chanzas, por su mayor novedad y porquedaba mayor pábulo a conjeturas: desde la visita

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de Edward, nunca habían cenado juntos sin queél brindara a la salud de las personas queridasde ella, con una voz tan cargada de significa-dos, tantas cabezadas y guiños, que no podíamenos de alertar a todo el mundo. Invariable-mente se sacaba a colación la letra F, y con ellase habían nutrido tan incontables bromas, quehacía ya tiempo se le había impuesto a Elinorsu calidad de ser la letra más ingeniosa del al-fabeto.

Las señoritas Steele, tal como había imagina-do que ocurriría, eran las destinatarias de todasestas bromas, y en la mayor despertaron unagran curiosidad por saber el nombre del caba-llero al que aludían, curiosidad que, aunque amenudo expresada con impertinencia, era per-fectamente consistente con sus constantes inda-gaciones en los asuntos de la familia Dash-wood. Pero sir John no jugó demasiado tiempocon el interés que había gozado en despertar,porque decir el nombre le era tan placenterocomo escucharlo era para la señorita Steele.

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-Su nombre es Ferrars -dijo, en un murmullomuy audible-, pero le ruego no decirlo, porquees un gran secreto.

-¡Ferrars! -repitió la señorita Steele-. El señorFerrars es el tan dichoso personaje, ¿verdad?¡Vaya! ¿El hermano de su cuñada, señoritaDashwood? Un joven muy agradable, con todaseguridad. Lo conozco muy bien.

-¿Cómo puedes decir tal cosa, Anne? -exclamó Lucy, que generalmente corregía todaslas declaraciones de su hermana-. Aunque lohemos visto una o dos veces en la casa de mitío, es excesivo pretender conocerlo bien.

Elinor escuchó con atención y sorpresa todolo anterior. “¿Y quién era este tío? ¿Dónde vi-vía? ¿Cómo fue que se conocieron?” Teníagrandes deseos de que continuaran con el tema,aunque prefirió no unirse a la conversación;pero nada más se dijo al respecto y, por prime-ra vez en su vida, pensó que a la señora Jen-nings le faltaba o curiosidad tras tan mezquinainformación, o deseo de manifestar su interés.

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La forma en que la señorita Steele había habla-do de Edward aumentó su curiosidad, porquesintió que lo hacía con algo de malicia y planta-ba la sospecha de que ella sabía, o se imaginabasaber, algo en desmerecimiento del joven. Perosu curiosidad fue en vano, porque la señoritaSteele no prestó más atención al nombre delseñor Ferrars cuando sir John aludía a él o lomencionaba abiertamente.

CAPITULO XXII

Marianne, que nunca había sido demasiadotolerante de cosas como la impertinencia, lavulgaridad, la inferioridad de índole o inclusolas diferencias de gusto respecto de los suyos,en esta ocasión estaba particularmente renuen-te, dado su estado de ánimo, a encontrar agra-dables a las señoritas Steele o fomentar susavances; y a esta invariable frialdad en su com-portamiento, que frustraba todos los intentos

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que hacían por establecer una relación de inti-midad, atribuía Elinor en primer lugar la prefe-rencia por ella que se hizo evidente en el tratode ambas hermanas, especialmente de Lucy,que no perdía oportunidad de entablar conver-sación o de intentar un mayor acercamientomediante una fácil y abierta comunicación desus sentimientos.

Lucy era naturalmente lista; a menudo susobservaciones eran justas y entretenidas, y co-mo compañía durante una media hora, confrecuencia Elinor la encontraba agradable. Perosus capacidades innatas en nada habían sidocomplementadas por la educación; era ignoran-te e inculta, y la insuficiencia de todo refina-miento intelectual en ella, su falta de informa-ción en los asuntos más corrientes, no podíanpasar inadvertidas a la señorita Dashwood, apesar de todos los esfuerzos que hacía la jovenpor parecer superior. Elinor percibía el des-cuido de capacidades que la educación habríahecho tan respetables, y la compadecía por ello;

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pero veía con sentimientos mucho menos tier-nos la total falta de delicadeza, de rectitud y deintegridad de espíritu que traicionaban sus la-boriosas y permanentes atenciones y lisonjas alos Middleton; y no podía encontrar satisfac-ción duradera en la compañía de una personaque a la ignorancia unía la insinceridad, cuyafalta de instrucción impedía una conversaciónentre ellas en condiciones de igualdad, y cuyaconducta hacia los demás quitaba todo valor acualquier muestra de atención o deferenciahacia ella.

-Temo que mi pregunta le pueda parecer ex-traña -le dijo Lucy un día mientras caminabanjuntas desde la finca a la cabaña-, pero, si medisculpa, ¿conoce personalmente a la madre desu cuñada, la señora Ferrars?

A Elinor la pregunta sí le pareció bastante ex-traña, y así lo reveló su semblante al responderque nunca había visto a la señora Ferrars.

¡Vaya! -replicó Lucy-. Qué curioso, pensabaque la debía haber visto alguna vez en Norland.

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Entonces quizá no pueda decirme qué clase demujer es.

-No -respondió Elinor, cuidándose de dar suverdadera opinión de la madre de Edward, ysin grandes deseos de satisfacer lo que parecíauna curiosidad impertinente-, no sé nada deella.

-Con toda seguridad pensará que soy muyextraña, por preguntar así por ella -dijo Lucy,observando atentamente a Elinor mientrashablaba-; pero quizá haya motivos... Ojalá meatreviera; pero, así y todo, confío en que mehará la justicia de creer que no es mi intenciónser impertinente.

Elinor le dio una respuesta cortés, y camina-ron durante algunos minutos en silencio. Lorompió Lucy, que retomó el tema diciendo demodo algo vacilante:

-No soporto que me crea impertinentementecuriosa; daría cualquier cosa en el mundo antesque parecerle así a una persona como usted,cuya opinión me es tan valiosa. Y por cierto no

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tendría el menor temor de confiar en usted; enverdad apreciaría mucho su consejo en unasituación tan incómoda como ésta en que meencuentro; no se trata, sin embargo, de preocu-parla a usted. Lamento que no conozca a la se-ñora Ferrars.

-También yo lo lamentaría -dijo Elinor, atóni-ta-, si hubiera sido de alguna utilidad para us-ted conocer mi opinión sobre ella. Pero, en ver-dad, nunca pensé que tuviera usted relaciónalguna con esa familia y, por tanto, confiesoque me sorprende algo que indague tanto sobreel carácter de la señora Ferrars.

-Supongo que sí le extraña, y debo decir queno me admira que así sea. Pero si osara expli-carle, no estaría tan sorprendida. La señoraFerrars no es en realidad nada para mí en laactualidad..., pero puede que llegue el momen-to..., cuán pronto llegue, por fuerza depende deella..., en que nuestra relación sea muy estrecha.

Bajó los ojos al decir esto, dulcemente pudi-bunda, con sólo una mirada de reojo a su com-

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pañera para observar el efecto que tenía sobreella.

-¡Santo cielo! -exclamó Elinor-, ¿a qué se re-fiere? ¿Conoce usted al señor Robert Ferrars?¿Lo conoce? -y no se sintió demasiado compla-cida con la idea de tal cuñada.

-No -replicó Lucy-, no al señor Robert Fer-nars..., no lo he visto en mi vida; pero sí -agregófijando su mirada en Elinor- a su hermano ma-yor.

¿Qué sintió Elinor en ese momento? Estupor,que habría sido tan doloroso como agudo era,si no hubiese estado acompañado de una in-mediata duda respecto de la declaración que looriginaba. Se volvió hacia Lucy en un silenciosoasombro, incapaz de adivinar el motivo o finali-dad de tal afirmación; y aunque cambió el colorde su rostro, se mantuvo firme en la increduli-dad, fuera de todo peligro de un ataque histéri-co o un desvanecimiento.

-Es natural que se sienta sorprendida -conti-nuó Lucy-, pues con toda seguridad no podría

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haberlo sabido antes; apostaría a que él nuncales dio ni el menor indicio de ello, ni a usted nia su familia, ya que se suponía era un gran se-creto, y puedo asegurar que de mí no ha salidoni una sola palabra hasta este momento. Ni unasola. persona de mi familia lo sabe, a excepciónde Anne, y jamás se lo habría mencionado austed si no tuviera la mayor confianza delmundo en su discreción; pensaba que mi com-portamiento al hacer tantas preguntas sobre laseñora Ferrars debe haber parecido tan fuera delugar que ameritaba una explicación. Y no creoque el señor Ferrars se sienta tan disgustadocuando sepa que he confiado en usted, porqueme consta que tiene la mejor opinión del mun-do respecto de toda su familia, y las considera austed y a la otra señorita Dashwood como sifueran verdaderas hermanas -hizo una pausa.

Elinor permaneció en silencio durante algu-nos momentos. Su estupor ante lo que oía fue alcomienzo demasiado grande para ser puesto enpalabras; pero después de un rato, obligándose

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a hablar, y a hablar cautelosamente, dijo con unmodo tranquilo que ocultaba de manera casiaceptable su sorpresa y ansiedad:

¿Puedo preguntarle si su compromiso es delarga data?

-Hemos estado comprometidos desde hacecuatro años.

-¡Cuatro años!-Sí.Aunque tales palabras la sacudieron profun-

damente, Elinor seguía sin poder creerlas.-Hasta el otro día -dijo- ni siquiera sabía que

se conocieran.-Sin embargo, nos conocemos desde hace mu-

chos años. El estuvo bajo la tutela de mi tío,sabe usted, bastante tiempo.

-¡Su tío!-Sí, el señor Pratt. ¿Nunca le escuchó mencio-

nar al señor Pratt?-Creo que sí -respondió Elinor, haciendo un

esfuerzo cuya intensidad aumentaba a la par dela intensidad de su emoción.

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-Estuvo cuatro años con mi tío, que vive enLongstaple, cerca de Plymouth. Fue allí dondenos conocimos, porque mi hermana y yo a me-nudo nos quedábamos con mi tío, y fue allí quenos comprometimos, aunque no hasta un añodespués de que él había dejado de ser pupilo;pero después estaba casi siempre con nosotros.Como podrá imaginar, yo era bastante reacia ainiciar tal relación sin el conocimiento y apro-bación de su madre; pero también era dema-siado joven y lo amaba demasiado para haberactuado con la prudencia que. debí tener...Aunque usted no lo conoce tan bien como yo,señorita Dashwood, debe haberlo visto lo sufi-ciente para darse cuenta de que es muy capazde despertar en una mujer un muy sincero afec-to.

-Por cierto -respondió Elinor, sin saber lo quedecía; pero tras un instante de reflexión, agregócon una renovada seguridad en el honor yamor de Edward, y en la falsedad de su com-pañera-: ¡Comprometida con el señor Ferrars!

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Me confieso tan absolutamente sorprendidafrente a lo que dice, que en verdad... le ruegome disculpe; pero con toda seguridad debehaber algún equívoco en cuanto a la persona oel nombre. No podemos estar hablando delmismo señor Ferrars.

-No podemos estar hablando de ningún otro -exclamó Lucy sonriendo-. El señor Edward Fe-rrars, el hijo mayor de la señora Ferrars de ParkStreet, y hermano de su cuñada, la señora deJohn Dashwood, es la persona a la cual me re-fiero; debe concederme que es bastante pocoprobable que yo me equivoque respecto delnombre del hombre de quien depende toda mifelicidad.

-Es extraño -replicó Elinor, sumida en una do-lorosa perplejidad- que nunca le haya escucha-do ni siquiera mencionar su nombre.

-No; considerando nuestra situación, no esextraño. Nuestro principal cuidado ha sidomantener este asunto en secreto... Usted nosabía nada de mí o de mi familia, y por ello en

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ningún momento podía darse la oportunidadde mencionarle mi nombre; y como siempre élestaba tan temeroso de que su hermana sospe-chara algo, tenía motivo suficiente para nomencionarlo.

Guardó silencio. Zozobró la seguridad de Eli-nor, pero el dominio sobre sí misma no se hun-dió con ella.

-Cuatro años han estado comprometidos -dijocon voz firme.

-Sí; y sabe Dios cuánto tiempo más debere-mos esperar. ¡Pobre Edward! Se siente bastantedescorazonado -y sacando una pequeña minia-tura de su bolsillo, agrega: Para evitar la posibi-lidad de error, tenga la bondad de mirar esterostro. Por cierto no le hace justicia, pero aunasí pienso que no puede 'equivocarse respectode la persona allí dibujada. Estos tres años lo hellevado encima.

Mientras decía lo anterior, puso la miniaturaen manos de Elinor; y cuando ésta vio la pintu-ra, si había podido seguir aferrándose a cuales-

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quiera otras dudas por temor a una decisióndemasiado apresurada o su deseo de detectaruna falsedad, ahora no podía tener ningunarespecto de que si era el rostro de Edward. De-volvió la miniatura casi de inmediato, recono-ciendo el parecido.

-Nunca he podido -continuó Lucy- darle acambio mi retrato, lo que me fastidia enorme-mente; ¡él siempre ha querido tanto tenerlo!Pero estoy decidida a que me lo hagan en laprimera oportunidad que tenga.

-Tiene usted toda la razón -respondió Elinortranquilamente. Avanzaron algunos pasos ensilencio. Lucy habló primero.

-Estoy segura -dijo-, no me cabe ninguna du-da en absoluto, de que guardará fielmente esesecreto, porque se imaginará cuán importantees para nosotros que no llegue a oídos de sumadre, pues, debo decirlo, ella nunca lo apro-baría. Yo no recibiré fortuna alguna, y creo sa-ber que es una mujer notablemente orgullosa.

-En ningún momento he buscado ser su confi-

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dente -dijo . Elinor-, pero usted no me hace sinojusticia al imaginar que soy de confiar. Su secre-to está a salvo conmigo; pero excúseme si mani-fiesto alguna sorpresa ante tan innecesaria re-velación. Al menos debe haber sentido que elenterarme a mí de ese secreto no lo hacía estarmás protegido.

Mientras decía esto, miraba a Lucy con granfijeza, con la esperanza de descubrir algo en susemblante... quizá la falsedad de la mayor partede lo que venía diciendo; pero el rostro de Lucyse mantuvo inmutable.

-Temía haberla hecho pensar que me estabatomando grandes libertades con usted -le dijo-al contarle todo esto. Es cierto que no la conoz-co desde hace mucho, personalmente al menos,pero durante bastante tiempo he sabido de us-ted y de toda su familia por oídas; y tan prontocomo la vi, sentí casi como si fuera una antiguaconocida. Además, en el caso actual, realmentepensé que le debía alguna explicación trashaberla interrogado de manera tan detallada

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sobre la madre de Edward; y por desgracia notengo un alma a quien pedir consejo. Anne es laúnica persona que está enterada de ello, y notiene criterio en absoluto; en verdad, me hacemucho más daño que bien, porque vivo en elconstante temor de que traicione mi secreto. Nosabe mantener la boca cerrada, como se habrádado .cuenta; y no creo haber tenido jamás tan-to pavor como el otro día, cuando sir Johnmencionó el nombre de Edward, de que fuera acontarlo todo. No puede imaginar por las cosasque paso con todo esto. Ya me sorprende seguirviva después de lo que he sufrido a causa deEdward estos cuatro años. Tanto suspenso eincertidumbre, y viéndolo tan poco... a duraspenas nos podemos encontrar más de dos vecesal año. No sé cómo no tengo destrozado el co-razón.

En ese instante ' sacó su pañuelo; pero Elinorno se sentía demasiado compasiva.,

-A veces -continuó Lucy tras enjugarse losojos-, pienso si no sería mejor para nosotros dos

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terminar con todo el asunto por completo -aldecir esto, miraba directamente a su compañe-ra-. Pero, otras veces, no tengo la fuerza de vo-luntad suficiente para ello. No puedo soportarla idea de hacerlo tan desdichado, como sé quelo haría la sola mención de algo así. Y tambiénpor mi parte.., con lo querido que me es... nome creo capaz de ello. ¿Qué me aconsejaríahacer en un caso así, señorita Dashwood.? ¿Quéharía usted?

-Perdóneme -replicó Elinor, sobresaltada antela pregunta-, pero no puedo darle consejo al-guno en tales circunstancias. Es su propio juicioel que debe guiarla.

-Con toda seguridad -continuó Lucy trasunos minutos de silencio por ambas partes-,tarde o temprano su madre tendrá que propor-cionarle medios de vida; ¡pero el pobre Edwardse siente tan abatido con todo eso! ¿No le pare-ció terriblemente desanimado cuando estaba enBarton? Se sentía tan desdichado cuando semarchó de Longstaple para ir donde ustedes,

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que temí que lo creyeran muy enfermo.-¿Venía de donde su tío cuando nos visitó?-¡Oh, sí! Había estado quince días con noso-

tros. ¿Creyeron que venía directamente de laciudad?

-No -respondió Elinor, dolorosamente sensi-ble a cada nueva circunstancia que respaldabala veracidad de Lucy-. Recuerdo que nos dijohaber estado quince días con unos amigos cercade Plymouth.

Recordaba también su propia sorpresa en eseentonces, cuando él no agregó nada más sobreesos amigos y guardó silencio total incluso res-pecto de sus nombres.

¿No pensaron que estaba terriblemente des-animado? -repitió Lucy.

-En realidad sí, en especial cuando recién lle-gó.

-Le supliqué que hiciera un esfuerzo, temien-do que ustedes sospecharan lo que ocurría;pero le entristeció tanto no poder pasar más dequince días con nosotros, y viéndome tan afec-

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tada... ¡Pobre hombre! Temo le ocurra lo mismoahora, pues sus cartas revelan un estado deánimo tan desdichado. Supe de él justo antes desalir de Exeter -dijo, sacando de su bolsillo unacarta y mostrándole la dirección a Elinor sinmayores miramientos-. Usted conoce su letra,me imagino; una letra encantadora; pero noestá tan bien hecha como acostumbra. Estabacansado, me imagino, porque había llenado lahoja al máximo escribiéndome.

Elinor vio que sí era su letra, y no .pudo se-guir dudando. El retrato, se había permitidocreer, podía haber sido obtenido de manerafortuita; podía no haber sido regalo de Edward;pero una correspondencia epistolar entre ellossólo podía existir dado un compromiso real;nada sino eso podía autorizarla. Durante algu-nos instantes se vio casi derrotada... el alma sele fue a los pies y apenas podía sostenerse; peroera obligatoriamente necesario sobreponerse, yluchó con tanta decisión contra la congoja de suespíritu que el éxito fue rápido y, por el mo-

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mento, completo.-Escribirnos -dijo Lucy, devolviendo la carta a

su bolsillo- es nuestro único consuelo duranteestas prolongadas separaciones. Sí, yo tengootro consuelo en su retrato; pero el pobre Ed-ward ni siquiera tiene eso. Si al menos tuvierami retrato, dice que le sería más fácil. La últimavez que estuvo en Longstaple le di un mechónde mis cabellos engarzado en un anillo, y eso leha servido de algún consuelo, dice, pero no eslo mismo que un retrato. ¿Quizá le notó eseanillo cuando lo vio?

-Sí lo noté -dijo Elinor, con una voz serenatras la cual se ocultaba una emoción y una con-goja mayores de cuanto hubiera sentido antes.Se sentía mortificada, turbada, confundida.

Por fortuna para ella habían llegado ya a sutea, y la conversación no pudo continuar. TrasPermanecer con ellas unos minutos, las señori-tas Steele volvieron a la finca y Elinor quedó enlibertad para pensar y sentirse desdichada.

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CAPITULO XXIII

Por pequeña que fuese la confianza de Eli-nor en la veracidad de Lucy, le era imposible,pensándolo con seriedad, sospechar de ella enlas circunstancias actuales, donde difícilmentealgo podía inducir a inventar mentiras como lasanteriores. Frente a lo que Lucy afirmaba serverdad, por tanto, Elinor no podría, no osaríaseguir dudando, respaldado como estaba demanera tan absoluta por tantas probabilidadesy pruebas, e impugnado tan sólo por sus pro-pios deseos. El haber tenido la oportunidad deconocerse en casa del señor Pratt era la basepara todo lo demás, una base a la vez indiscuti-ble y alarmante; y la visita de Edward a algúnlugar cercano a Plymouth, su melancolía, suinsatisfacción con las perspectivas que se le pre-sentaban, el conocimiento íntimo que mostra-ban las señoritas Steele respecto de Norland yde sus relaciones familiares, que a menudo la

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habían sorprendido; el retrato, la carta, el ani-llo, sumados constituían un conjunto de prue-bas tan sólido que anulaba todo temor a conde-nar a Edward injustamente y ratificaba comoun hecho que ninguna parcialidad por él podíapasar por alto, su desconsideración hacia ella.Su resentimiento ante tal proceder, su indigna-ción por haber sido víctima de él, durante unbreve lapso la hicieron centrarse sólo en suspropios sentimientos; pero pronto se abrieronpaso otros pensamientos, otras consideraciones.¿La había estado engañando Edward intencio-nalmente? ¿Había fingido un afecto por ellaque no sentía? ¿Era su compromiso con Lucyun compromiso de corazón? No; sin importarlo que alguna vez pudo haber sido, no podíacreer tal cosa en la actualidad. El afecto de Ed-ward le pertenecía a ella. No podía engañarseen eso. Su madre, sus hermanas, Fanny, todosse habían dado cuenta del interés que él habíamostrado por ella en Norland; no era una ilu-sión de su propia vanidad. Con certeza, él la

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amaba. ¡Cómo apaciguó su corazón este con-vencimiento! ¡Cuántas cosas más la tentaba aperdonar! El había sido culpable, enormementeculpable de permanecer en Norland tras habersentido por primera vez que la influencia queella tenía sobre él era mayor que la debida. Eneso, no se lo podía defender; pero si él la habíaherido, ¡cuánto más se había herido a sí mismo!Si el caso de ella era digno de compasión, el deél era sin esperanza. Si durante un tiempo laimprudencia de él la había hecho desdichada, aél parecía haberlo privado de toda posibilidadde ser de otra forma. A la larga, ella podría re-conquistar la tranquilidad; pero él, ¿en qué po-día colocar sus esperanzas? ¿Podría alguna vezalcanzar una pasable felicidad con Lucy Steele?Si el afecto por ella fuera imposible, ¿podría él,con su integridad, su delicadeza e inteligenciacultivada, sentirse satisfecho con una esposacomo ésa: inculta, artera y egoísta?

El encandilamiento propio de un joven dediecinueve años bien pudo cegarlo a todo lo

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que no fuera la belleza y buen carácter de Lucy;pero los cuatro años siguientes -años que, si selos vive racionalmente, enriquecen tanto el en-tendimiento debían haberle abierto los ojos alas carencias de su educación; y el mismo pe-ríodo de tiempo, que ella vivió en compañía depersonas de inferior condición y entregada aintereses más frívolos, quizá la había despojadode esa sencillez que alguna vez pudo haberledado un sesgo interesante a su belleza.

Si cuando se suponía que era con Elinor queél quería casarse los obstáculos puestos por sumadre habían parecido grandes, ¡cuánto mayo-res no debían ser ahora, cuando la persona conquien estaba comprometido era indudablemen-te inferior a ella en conexiones y, con toda pro-babilidad, inferior en fortuna! En verdad, es-tando el corazón de Edward tan desapegado deLucy, quizá las exigencias sobre su paciencia nofueran demasiado grandes; ¡pero la melancolíano puede ser sino el estado natural de una per-sona que se siente aliviada ante las expectativas

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de oposición y la dureza de parte de la familia!A medida que se sucedían dolorosamente en

ella estos pensamientos, lloraba por él más quepor sí misma. Apoyada en la convicción de nohaber hecho nada que la hiciera merecedora desu actual desdicha, y consolada por la creenciade que Edward no había hecho nada que leenajenara su afecto, Elinor pensó que inclusoahora, en medio del punzante dolor tras el durogolpe recibido, podía dominarse lo suficientepara esconder de su madre y hermanas todasospecha de la verdad. Y tan bien cumplió suspropias expectativas, que cuando se les unió enel momento de la cena tan sólo dos horas des-pués de haber asistido a la muerte de sus máscaras esperanzas, nadie podría haber sospecha-do, por la apariencia de las hermanas, que Eli-nor vivía un secreto duelo frente a las barrerasque para siempre la separarían del objeto de suamor, y que Marianne se solazaba en su interioren las perfecciones de un hombre de cuyo co-razón se sentía enteramente prisionera, y a

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quien esperaba ver en cada carruaje que seacercaba a su casa.

La necesidad de ocultar de su madre y deMarianne lo que le había sido confiado comoun secreto, aunque la obligaba a un incesanteesfuerzo, no agravaba el dolor de Elinor. Alcontrario, era un alivio para ella ahorrarse eltener que comunicar algo que las habría afligi-do tanto, y liberarse al mismo tiempo de escu-char cómo su excesiva y afectuosa parcialidadpor ella probablemente se habría desatado encondenas a Edward, algo que era más de lo quese sentía capaz de soportar.

Elinor sabía que no podría recibir ayuda algu-na de los consejos o de la conversación de su fa-milia; la ternura y pena que manifestarían sóloiban a aumentar el dolor que sentía, en tantoque el dominio sobre sí misma no recibiría es-tímulo ni de su ejemplo ni de sus elogios. Lasoledad la hacía más fuerte y su propio buenjuicio le ofreció un tan buen apoyo, que su fir-meza se mantuvo sin flaquear y su apariencia

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de alegría todo lo invariable que podía estar enmedio de padecimientos tan punzantes y re-cientes.

A pesar de lo mucho que había sufrido en suprimera conversación con Lucy sobre el tema,pronto sintió un vivo deseo de reanudarla, yesto por más de una razón. Deseaba escucharotra vez muchos detalles de su compromiso;deseaba entender con mayor claridad lo queLucy realmente sentía por Edward, si era enverdad sincera en sus declaraciones de tiernoafecto por él; y muy en especial quería conven-cer a Lucy, por su presteza en incursionar en elasunto de nuevo y su tranquilidad al conversarsobre él, que no le interesaba más que comoamiga, algo que temía haber dejado al menosen duda con su involuntaria agitación durantesu conversación matinal. Que Lucy se inclinaraa sentirse celosa de ella parecía bastante pro-bable; era evidente que Edward siempre lahabía alabado mucho, y evidente no sólo por loque Lucy decía, sino por su atreverse a confiar-

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le, tras tan poco tiempo de conocerse en perso-na, un secreto tan reconocida y obviamenteimportante. E incluso los comentarios jocososde sir John podían haber pesado en ello. Pero,en verdad, mientras Elinor siguiera sintiéndosetan segura en su interior de que Edward real-mente la amaba, no se requería de más cálculosde probabilidades para considerar natural queLucy se sintiera celosa; y de sus celos, su mismaconfidencia era prueba suficiente. ¿Qué otra ra-zón podía haber para revelar su historia, sinoque Elinor supiera de los mayores derechos queLucy tenía sobre Edward y aprendiera a evitar-lo en el futuro? No le costaba mucho compren-der hasta este punto las intenciones de su rival,y en tanto estaba firmemente decidida a actuarsegún lo exigían todos los principios de honor yhonestidad para luchar contra su propio afectopor Edward y verlo lo menos posible, no podíanegarse el consuelo de intentar convencer aLucy de que su corazón estaba indemne. Y co-mo nada podían agregar sobre el tema más

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doloroso que lo ya escuchado, no dudó de supropia capacidad para soportar tranquilamenteuna repetición de los pormenores. .

Pero la oportunidad de hacer lo planeado tar-dó en llegar, aunque Lucy estaba tan bien dis-puesta como ella a aprovechar cualquier oca-sión que se presentase, pues un clima bastantevariable les impidió salir a caminar, actividadque fácilmente les habría permitido separarsede los demás; y aunque se encontraban al me-nos día por medio en la finca o en la cabaña, yen especial en la primera, no se suponía que elobjetivo de reunirse fuera conversar. Tal ideajamás se les pasaría por la mente ni a sir John nia lady Middleton, y así dejaban muy pocotiempo para una charla en la que participarantodos, y ninguno en absoluto para diálogospersonales. Se reunían para comer, beber y reír-se juntos, jugar a las cartas o a las adivinanzas oa cualquier otro entretenimiento que produjerala suficiente algarabía.

Una o dos de este tipo de reuniones habían

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pasado ya sin darle a Elinor oportunidad algu-na de encontrarse con Lucy en privado, cuandouna mañana apareció sir John en la casa pararogarles encarecidamente que fueran a cenarcon lady Middleton ese día, ya que él debíaasistir al club en Exeter y ella podría quedartotalmente sola, a excepción de su madre y lasdos señoritas Steele. Elinor, que previó se leofrecía una buena oportunidad para el asuntoque tenía en mente en una reunión como ésta,donde estarían más a sus anchas bajo la tran-quila y bien educada dirección de lady Middle-ton que en las ocasiones en que su esposo lasjuntaba para sus ruidosas tertulias, aceptó deinmediato la invitación. Margaret, con el per-miso de su madre, también aceptó, y a Marian-ne, aunque siempre reacia a asistir a estas reu-niones, la convenció su madre de hacer lo mis-mo, pues no soportaba verla aislarse de todaoportunidad de diversión.

Fueron las jóvenes, y lady Middleton se viofelizmente a salvo de la terrible soledad que la

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había amenazado. La reunión transcurrió taninsulsa como había previsto Elinor; no produjoni una sola idea o expresión novedosa, y nadapudo ser menos interesante que la totalidad dela conversación tanto en el comedor como en lasala; los niños las acompañaron a esta última, ymientras ellos permanecían allí, era demasiadoevidente la imposibilidad de atraer la atenciónde Lucy como para intentarlo. Sólo se marcha-ron cuando retiraron las cosas del té. Se colocóentonces la mesa para jugar a los naipes, y Eli-nor comenzó a preguntarse cómo había podidotener la esperanza de que iba a encontrar tiem-po para conversar en la finca. Todas se levanta-ron, preparándose para una partida de cartas.

-Me alegro -le dijo lady Middleton a Lucy- deque no vaya a terminar la canastilla de mi po-brecita Annamaria esta noche, porque estoysegura de que le dañaría los ojos hacer trabajosde filigrana a la luz de las velas. Y ya encontra-remos mañana cómo compensar la desilusiónde mi preciosa chiquita y, así, espero que no le

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va a importar demasiado.Bastó con esta insinuación; Lucy volvió a sus

cabales de manera instantánea y replicó:-Pero, se equivoca absolutamente, lady Midd-

leton; tan sólo estaba esperando saber si pue-den realizar su partida sin mí, o ya me habríapuesto a trabajar en la filigrana. Por nada delmundo desilusionaría al angelito; y si usted mequiere en la mesa de naipes ahora, estoy deci-dida a terminar la canastilla después de cenar.

-Es usted muy buena; espero que no le hagadaño a los ojos... ¿podría tocar la campanillapara que traigan velas para trabajar? Sé que mipobre niñita se sentiría terriblemente desilusio-nada si la cesta no estuviera terminada mañana,pues aunque le dije que de ninguna manera ibaa estar lista, estoy segura de que confía en quelo estará.

Lucy acercó su mesa de trabajo y se sentó aella con una presteza y buen ánimo que parecí-an insinuar que su mayor placer era hacer unacesta de filigrana para una niña consentida.

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Lady Middleton les propuso a las demás unapartida de “casino”. Nadie hizo ninguna obje-ción, excepto Marianne, que con su habitualincumplimiento de las normas de cortesía ge-nerales, exclamó:

-Su señoría tendrá la bondad de excusarme...usted sabe que detesto los naipes. Iré al piano;no lo he tocado desde que lo afinaron.

Y sin más ceremonia, se alejó hacia el instru-mento.

Lady Middleton pareció estar agradeciendoal cielo por no haber hecho jamás ella una ob-servación tan descortés.

-Usted sabe, señora, que Marianne nunca sepuede mantener demasiado tiempo alejada deese instrumento -dijo Elinor, esforzándose enmitigar la ofensa-; y no me extraña, porque es elpiano mejor templado que me haya tocado es-cuchar.

Las cinco restantes se disponían ahora a re-partir las cartas.

-Quizá -continuó Elinor-, si yo me saliera del

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juego, podría ser de alguna utilidad a la señori-ta Lucy, enrollando los papeles para ella; yqueda todavía tanto por hacer con la canastillaque, según creo, va a ser imposible que con susolo trabajo pueda terminarla esta noche. Meencantará ese trabajo, si ella me permite tomarparte en él.

-Por supuesto que estaré muy agradecida desu ayuda -exclamó Lucy-, pues me he dadocuenta de que todavía falta por hacer más de loque creí; Y sería algo terrible desilusionar a laquerida Annamaria después de todo.

-¡Oh! Eso sería espantoso, por supuesto -dijola señorita Steele-. Pobre corazoncito, ¡cómo laquiero!

-Es usted muy amable -le dijo lady Middletona Elinor-; y como de verdad le gusta el trabajo,quizá igual prefiera no incorporarse al juegosino hasta otra partida, ¿o quiere hacerlo ahora?

Elinor aprovechó gustosamente el primerofrecimiento, y así, con un poco de ese buentrato al que Marianne nunca podía condescen-

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der, al mismo tiempo logró su propio objetivo ycomplació a lady Middleton. Lucy le hizo lugarcon presteza, y las dos buenas rivales se senta-ron así lado a lado en la misma mesa, y con lamáxima armonía se empeñaron en llevar ade-lante la misma labor. El piano, frente al cualMarianne, absorta en su música y en sus pen-samientos, había olvidado la presencia de otraspersonas en el cuarto, afortunadamente estabatan cerca de ellas que la señorita Dashwoodjuzgó que, protegida por su sonido, podía plan-tear el tema que le interesaba sin riesgo de serescuchada en la mesa de naipes.

CAPITULO XXIV

En un tono firme, aunque cauteloso, Elinorcomenzó así:

-No sería merecedora de la confidencia deque me ha hecho depositaria si no deseara pro-longarla, o no sintiera mayor curiosidad sobre

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ese tema. No me disculparé, entonces, portraerlo nuevamente a colación.

-Gracias -exclamó Lucy cálidamente- porromper el hielo; con ello me ha tranquilizado elcorazón, pues temía haberla ofendido de algu-na manera con lo que le dije el lunes.

-¡Ofenderme! ¿Cómo pudo pensar tal cosa?Créame -y Elinor habló con total sinceridad-,nada podría estar más ajeno a mi voluntad queproducirle tal idea. ¿Acaso pudo haber un mo-tivo tras su confianza que no fuera honesto yhalagador para mi?

-Y, sin embargo, le aseguro -replicó Lucy, susojillos agudos cargados de intención-, me pare-ció percibir una frialdad y disgusto en su tratoque me hizo sentir muy incómoda. Estaba se-gura de que se habría enojado conmigo; y des-de entonces me he reprochado por habermetomado la libertad de preocuparla con misasuntos. Pero me alegra enormemente descu-brir que era sólo mi imaginación, y que, ustedno me culpa por ello. Si supiera qué gran con-

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suelo, qué alivio para mi corazón fue hablarlede aquello en que siempre, cada instante de mivida, estoy pensando, estoy segura de que sucompasión le haría pasar por alto todo lo de-más.

-Ciertamente me es fácil creer que fue un-gran alivio para usted contarme lo que le ocu-rre, y puede estar segura de que nunca tendrámotivos para arrepentirse de ello. Su caso esmuy desafortunado; la veo rodeada de dificul-tades, y tendrán necesidad de todo el afectoque mutuamente se profesen para poder resis-tirlas. El señor Ferrars, según creo, dependeenteramente de su madre.

-Sólo tiene dos mil libras de su propiedad; se-ría locura casarse sobre esa base, aunque por miParte podría renunciar a toda otra perspectivasin un suspiro. He estado siempre acostumbra-da a un ingreso muy pequeño, y por él podríaluchar contra cualquier pobreza; pero lo amodemasiado para ser el instrumento egoísta através del cual, quizá, se le robe todo lo que su

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madre le podría dar si se casara a gusto de ella.Debemos esperar, puede ser por muchos años.Con casi cualquier otro hombre en el mundosería una temible perspectiva; pero sé que nadapuede despojarme del afecto y fidelidad deEdward.

-Tal convicción debe ser todo para usted; ysin duda él se sostiene apoyado en idénticaconfianza en los sentimientos que usted le pro-fesa. Si hubiera flaqueado la fuerza de su mu-tuo afecto, como naturalmente ocurriría contanta gente en tantas circunstancias a lo largode un compromiso de cuatro años, su situaciónsería sin duda lamentable.

Lucy levantó la vista; pero Elinor tuvo cuida-do de que su rostro no mostrara ninguna ex-presión que pudiera dar un cariz sospechoso asus palabras.

-El amor de Edward -dijo Lucy- ya ha sidopuesto a prueba por nuestra larga, larga sepa-ración desde nuestro compromiso, y él ha resis-tido tan bien sus cuitas que sería imperdonable

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de mi parte si ahora lo pusiera en duda. Puedodecir sin riesgo de equivocarme que jamás,desde el primer día, me ha dado un momentode alarma al respecto.

A duras penas Elinor sabía si sonreír o suspi-rar ante tal aserto.

Lucy continuó:-Por naturaleza, también soy de temperamen-

to algo celoso, y debido a la diferencia de nues-tras situaciones, considerando que él conocetanto más el mundo que yo, y por nuestra cons-tante separación, tenía bastante tendencia a lasuspicacia, lo que me habría permitido descu-brir rápidamente la verdad si hubiera habido elmenor cambio en su conducta hacia mí cuandonos encontrábamos, o cualquier decaimiento deánimo para el cual no tuviese explicación, o sihubiera hablado más de una dama que de otra,o pareciera en cualquier aspecto menos feliz enLongstaple de lo que solía estar. No es mi pro-pósito decir que soy particularmente observa-dora o perspicaz en general, pero en un caso así

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estoy segura de que no podrían embaucarme.“Todo esto”, pensó Elinor, “suena muy boni-

to, pero no nos puede engañar a ninguna de lasdos”.

-Pero -dijo después de un breve silencio-,¿qué planes tiene? ¿O no tiene ninguno, sinoesperar que la señora Ferrars se muera, lo quees una medida tan extrema, terrible y triste? ¿Esque su hijo está decidido a someterse a esto, y atodo el tedio de los muchos años de espera enque puede involucrarla a usted, antes que co-rrer el riesgo de disgustar a su madre durantealgún tiempo admitiendo la verdad?

-¡Si pudiéramos estar seguros de que sería só-lo durante un tiempo! Pero la señora Ferrars esuna mujer muy obstinada y orgullosa, y seríamuy probable que, en su primer ataque de iraal escucharlo, legara todo a Robert; y esa posi-bilidad, pensando en el bien de Edward, ahu-yenta en mí toda tentación de incurrir en medi-das precipitadas.

-Y también por su propio bien, o está llevan-

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do su desinterés más allá de todo lo razonable.Lucy miró nuevamente a Elinor, y guardó si-

lencio.¿Conoce al señor Robert Ferrars? -le preguntó

Elinor.-En absoluto... jamás lo he visto; pero me lo

imagino muy distinto a su hermano: tonto y ungran fanfarrón.

-¡Un gran fanfarrón! -repitió la señorita Stee-le, que había alcanzado a escuchar estas pala-bras durante una repentina pausa en la músicade Marianne-. ¡Ah! Me parece que estánhablando de sus galanes favoritos.

-No, hermana -exclamó Lucy-, te equivocasen eso, nuestros galanes favoritos no son gran-des fanfarrones.

Doy fe de que el de la señorita Dashwood nolo es -dijo la señora Jennings riendo con ganas ;es uno de los jóvenes más sencillos, de más lin-dos modales que yo haya visto. Pero en cuantoa Lucy, esta criatura sabe disimular tan bienque no hay manera de saber quién le gusta.

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-¡Ah! -exclamó la señorita Steele lanzándolesuna mirada sugestiva-, puedo decir que el pre-tendiente de Lucy es tan sencillo y de lindosmodales como el de la señorita Dashwood.

Elinor se sonrojó sin querer. Lucy se mordiólos labios y miró muy enojada a su hermana.Un silencio generalizado se posó en la habita-ción durante un rato. Lucy fue la primera enromperlo al decir en un tono más bajo, aunqueen ese momento Marianne les prestaba la pode-rosa protección de un magnífico concierto:

-Le expondré sin tapujos un plan que se meha ocurrido ahora último para manejar esteasunto; en verdad, estoy obligada a hacerlaparticipar del secreto, porque es una de las par-tes interesadas. Me atrevería a decir que havisto a Edward lo suficiente para saber que élpreferiría la iglesia antes que cualquier otraprofesión. Ahora, mi plan es que se ordene tanpronto como pueda y entonces que usted inter-ceda ante su hermano, lo que estoy segura ten-drá la generosidad de hacer por amistad a él y,

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espero, algún afecto por mí, para convencerlode que le dé el beneficio* de Norland; segúnentiendo, es muy bueno y no es probable que eltitular actual viva mucho tiempo. Eso nos bas-taría para casarnos, y dejaríamos al tiempo y lasoportunidades para que proveyeran el resto.

-Siempre será un placer para mí -respondióElinor- entregar cualquier señal de afecto yamistad por el señor Ferrars; pero, ¿no advierteque mi intervención en esta oportunidad seríacompletamente innecesaria? El es hermano dela señora de John Dashwood... eso debería bas-tar como recomendación para su esposo.

-Pero la señora de John Dashwood no aprue-ba realmente que Edward tome las órdenes.

-Entonces sospecho que mi intervención ten-dría escaso efecto.

Nuevamente guardaron silencio durante va-

* Beneficio: Conjunto de derechos y emolumentosque obtiene un eclesiástico, inherentes o no a unoficio. (Diccionario de la Lengua Española, R.A.E.)

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rios minutos. Por fin Lucy exclamó, con ungran suspiro:

-Creo que lo más sabio sería poner fin a todoel asunto de una vez, deshaciendo el compro-miso. Pareciera que son tantas las dificultadesque nos acosan por todos lados, que aunquenos haga desdichados por algún tiempo, a lalarga quizá estemos mejor. Pero, ¿no me acon-sejaría usted, señorita Dashwood?

-No -respondió Elinor, con una sonrisa queocultaba una gran agitación-, sobre tal tema porsupuesto que no lo haré. Sabe perfectamenteque mi opinión no tendría peso alguno en us-ted, a no ser que respaldara sus deseos.

-En verdad es injusta conmigo -respondió Lu-cy con gran solemnidad-; no sé de nadie cuyojuicio (espete tanto como el suyo; y realmentecreo que si usted fuera a decirme “Le aconsejoque, cueste lo que cueste, ponga fin a su com-promiso con Edward Ferrars, será lo mejor parala felicidad de ambos”, no vacilaría en hacerlode inmediato.

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Elinor se sonrojó ante la falta de sinceridad de'la futura esposa de Edward, y replicó:

Tal cumplido sería absolutamente eficaz paraahuyentar en mí toda posibilidad de dar miopinión en esta materia, a, si es que tuvieraalguna. Da demasiado valor a mi influencia; elpoder de separar a dos personas unidas tantiernamente es demasiado para alguien que noes parte interesada.

-Es precisamente porque no es parte interesa-da --lijo Lucy, con una cierta inquina y acen-tuando de manera especial esas palabras- quesu parecer podría tener, con toda justicia, talinfluencia en mí. Si pudiera suponerse que suopinión estaría sesgada en cualquier sentidopor sus propios sentimientos, no valdría la pe-na tenerla.

Elinor creyó más sabio no responder a esto,no fuera a ocurrir que se empujaran mutua-mente a hablar con una libertad y franquezaque no podían ser convenientes, e incluso esta-ba en parte decidida a no mencionar nunca más

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el tema. Así, a esta conversación siguió unapausa de varios minutos, y de nuevo fue Lucyquien le puso fin.

-¿Estará en la ciudad este invierno, señoritaDashwood? -le dijo, con su habitual amabili-dad.

-Por supuesto que no.-Cuánto lo siento -respondió la otra, brillán-

dole los ojos ante la información-. ¡Me habríagustado tanto verla allí! Pero apostaría que va air de todas maneras. Con toda seguridad, suhermano y su hermana la invitarán a su casa.

-No podré aceptar su invitación, si es que lahacen.

-¡Qué pena! Estaba tan confiada en que nosencontraríamos allá. Anne y yo iremos a finesde enero donde unos parientes que hace añosnos están pidiendo que los visitemos. Pero voyúnicamente por ver a Edward. El estará allá enfebrero; si no fuera así, Londres no tendría nin-gún atractivo para mí; no tengo ánimo para eso.

No transcurrió mucho tiempo antes de que

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terminara la primera ronda de naipes y llama-ran a Elinor a la mesa, lo que puso fin a la con-versación privada de las dos damas, algo a queni una ni otra opuso gran resistencia, porquenada se había dicho en esa ocasión que leshiciera sentir un desagrado por la otra menor alque habían sentido antes. Elinor se sentó a lamesa con el -triste convencimiento de que Ed-ward no sólo no quena a la persona que iba aser su esposa, sino que no tenía la menor opor-tunidad de alcanzar ni siquiera una aceptablefelicidad en el matrimonio, algo que podríahaber tenido si ella, su prometida, lo hubieraamado con sinceridad, pues tan sólo el propiointerés podía inducir a que una mujer atara aun hombre a un compromiso que claramente loagobiaba.

Desde ese momento Elinor nunca volvió a to-car el tema; y cuando lo mencionaba Lucy, queno dejaba pasar la oportunidad de introducirloen la conversación y se preocupaba especial-mente de hacer saber a su confidente su felici-

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dad cada vez que recibía una carta de Edward,la primera lo trataba con tranquilidad y cautelay lo despachaba apenas lo permitían las buenasmaneras, pues sentía que tales conversacioneseran una concesión que Lucy no se merecía, yque para ella era peligrosa.

La visita de las señoritas Steele a Barton Parkse alargó bastante más allá de lo que había su-puesto la primera invitación. Aumentó el apre-cio que les tenían, no podían prescindir deellas; sir John no aceptaba escuchar que se iban;a pesar de los numerosos compromisos quetenían en Exeter y de que hubieran sido con-traídos hacía tiempo, a pesar de su absolutaobligación de volver a cumplirlos de inmediato,que se hacía sentir imperativamente cada fin desemana, se las persuadió a quedarse casi dosmeses en la finca, y ayudar en la adecuada ce-lebración de esas festividades que requieren deuna cantidad más que usual de bailes privadosy grandes cenas para proclamar su im-portancia.

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CAPITULO XXV

Aunque la señora Jennings acostumbrabapasar gran parte del año en las casas de sushijos y amigos, no carecía de una viviendapermanente de su propiedad. Desde la muertede su esposo, que había comerciado con éxitoen una parte menos elegante de la ciudad, pa-saba todos los inviernos en una casa ubicada enuna de las calles cercanas a Portman Square.Hacia ella comenzó a dirigir sus pensamientosal aproximarse enero, y a ella un día, repenti-namente y sin que se lo hubieran esperado,invitó a las dos señoritas Dashwood mayorespara que la acompañaran. Elinor, sin observarlos cambios de color en el rostro de su hermanay la animada expresión de sus ojos, que revela-ban que el plan no le era indiferente, rehusó deinmediato, agradecida pero terminantemente, anombre de las dos, creyendo estar haciéndose

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cargo de un deseo compartido. El motivo al querecurrió fue su firme decisión de no dejar a sumadre en esa época del año. La señora Jenningsrecibió el rechazo de su invitación con algo desorpresa, y la repitió de inmediato.

-¡Ay, Dios! Estoy segura de que su madrepuede pasarse muy bien sin ustedes, y les ruegome concedan el favor de su compañía, porquehe puesto todas mis esperanzas en ello. No seimaginen que van a ser ninguna molestia paramí, porque no haré nada fuera de lo que acos-tumbro para atenderlas. Sólo significará enviara Betty en el coche de posta, y confío en que esosí puedo permitirmelo. Nosotras tres iremosmuy cómodas en mi calesín; y cuando estemosen la ciudad, si no desean ir a donde yo voy,santo y bueno, siempre pueden salir con algunade mis hijas. Estoy segura de que su madre nose opondrá a ello, pues he tenido tanta suerteen sacarme a mis hijos de las manos, que meconsiderará una persona muy adecuada paraestar a cargo de ustedes; y si no consigo casar

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bien al menos a una de ustedes antes de dar porterminado el asunto, no será por causa mía. Leshablaré bien de ustedes a todos los jóvenes,pueden estar seguras.

-Tengo la idea -dijo sir John- de que la seño-rita Marianne no se opondría a tal plan, si suhermana mayor accediera a él. Es muy duro, enverdad, que no pueda distraerse un poco, sóloporque la señorita Dashwood no lo desea. Asíque les recomendaría a ustedes dos que partana la ciudad cuando se cansen de Barton, sindecirle una palabra sobre ello a la señoritaDashwood.

-No -exclamó la señora Jennings-, estoy segu-ra de que estaré terriblemente contenta de lacompañía de la señorita Marianne, vaya o novaya la señorita Dashwood, sólo que mientrasmás, mayor es la alegría, digo yo, y pensé quesería más cómodo para ellas estar juntas; por-que si se cansan de mí, pueden hablar entreellas, y reírse de mis rarezas a mis espaldas.Pero una u otra, si no ambas, debo tener. ¡Que

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Dios me bendiga! Cómo pueden imaginarseque puedo vivir andando por ahí sola, yo quehasta este invierno siempre he estado acostum-brada a tener a Charlotte conmigo. Vamos, se-ñorita Marianne, démonos las manos para se-llar este trato, y si la señorita Dashwood cambiade opinión luego, tanto mejor.

-Le agradezco, señora, de todo corazón leagradezco -dijo Marianne calurosamente-; suinvitación ha comprometido mi gratitud parasiempre, y poder aceptarla me haría tan feliz...sí, sería casi la máxima felicidad que puedoimaginar. Pero mi madre, mi queridísima, bon-dadosa madre... creo que es muy justo lo queElinor ha planteado, y si nuestra ausencia lafuera a hacer menos feliz, le fuera a restar co-modidad... ¡Oh, no! Nada podría inducirme adejarla. Esto no puede significar, no debe signi-ficar un conflicto.

La señora Jennings volvió a repetir cuán se-gura estaba de que la señora Dashwood podríapasarse muy bien sin ellas; y Elinor, que ahora

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comprendía a su hermana y veía cuán indife-rente a casi todo lo demás la hacía su ansiedadpor volver a ver a Willoughby, no planteó nin-guna otra objeción directa al plan; se limitó areferirlo a la voluntad de su madre, de quien,sin embargo, no esperaba recibir gran apoyo ensu esfuerzo por impedir una visita que tan in-conveniente le parecía para Marianne, y quetambién por su propio bien tenía especial inte-rés en evitar. En todo lo que Mariana deseaba,su madre estaba ansiosa por complacerla; nopodía esperar inducir a esta última a compor-tarse con cautela en un asunto respecto del cualnunca había podido inspirarle desconfianza, yno se atrevía a explicar la causa de su propiarenuencia a ir a Londres. Que Marianne, quis-quillosa como era, perfectamente al tanto de laforma de conducirse de la señora Jennings quetanto la desagradaba, en sus esfuerzos por lo-grar su objetivo estuviera dispuesta a pasar poralto todas las molestias de ese tipo y a ignorarlo que más la irritaba en su sensibilidad, era

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una prueba tal, tan fuerte, tan plena, de la im-portancia que daba a ese objetivo, que a pesarde todo lo ocurrido sorprendió a Elinor, comosi nada la hubiera preparado para presenciarlo.

Cuando le contaron sobre la invitación, la se-ñora Dashwood, convencida de que tal salidapodría significar muchas diversiones para susdos hijas y percibiendo a través de todas lascariñosas atenciones de Marianne cuán ilusio-nada estaba con el viaje, no quiso ni oír querehusaran el ofrecimiento por causa de ella;insistió en que aceptaran de inmediato y co-menzó a imaginar, con su habitual alegría, lasdiversas ventajas que para todas ellas resultarí-an de esta separación.

-Me encanta este plan -exclamó-, es exacta-mente lo que yo habría deseado. A Margaret ya mí nos beneficiará tanto como a ustedes.Cuando ustedes y los Middleton se hayan ido,¡qué tranquilas y felices lo pasaremos juntas,con nuestros libros y nuestra música! ¡Encon-trarán tan crecida a Margaret cuando vuelvan!

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Y también tengo un pequeño plan de arreglo delos dormitorios de ustedes, que ahora podréllevar a cabo sin incomodarlas. Me parece quetienen que ir a la ciudad; a mi juicio, todas lasjóvenes en las condiciones de vida que ustedestienen deben conocer las costumbres y diver-siones de Londres. Estarán al cuidado de unabuena mujer, muy maternal, de cuya bondadno me cabe la menor duda. Y lo más probablees que vean a su hermano, y cualesquiera seansus defectos, o los de su esposa, cuando piensode quién es hijo, no quisiera verlos tan alejadosunos de otros.

-Aunque con su habitual preocupación pornuestra felicidad -dijo Elinor- ha estado ob-viando todos los obstáculos a este plan que hapodido imaginar, persiste una objeción que, enmi opinión, no puede ser despachada tan fá-cilmente.

Un enorme desaliento apareció en el rostro deMarianne.

-¿Y qué es -dijo la señora Dashwood- lo que

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mi querida y prudente Elinor va a sugerir?¿Qué obstáculo formidable es el que nos va aponer por delante? No quiero escuchar ni unapalabra sobre el costo que tendrá.

-Mi objeción es ésta: aunque tengo muy bue-na opinión de la bondad de la señora Jennings,no es el tipo de mujer cuya compañía vaya asernos placentera, o cuya protección elevenuestro rango.

-Eso es muy cierto -respondió su madre-, pe-ro en su sola compañía, sin otras personas, casino estarán, y casi siempre aparecerán en públi-co con lady Middleton.

-Si Elinor desiste de ir por el desagrado que leproduce la señora Jennings -dijo Marianne-, almenos que eso no impida que yo acepte su invi-tación. No tengo tales escrúpulos y estoy segu-ra de que puedo tolerar sin mayor esfuerzotodos los inconvenientes de ese tipo.

Elinor no pudo evitar sonreír ante este des-pliegue de indiferencia respecto del comporta-miento social de una persona hacia la cual tan-

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tas veces le había costado conseguir de Marian-ne al menos una aceptable cortesía, y en su in-terior decidió que si su hermana se empeñabaen ir, también ella iría, pues no creía correctodejar a Marianne en situación de guiarse úni-camente por su propio juicio, o dejar a la señoraJennings a merced de Mariano como todo solazen sus horas hogareñas. Tal decisión le fue másfácil de aceptar al recordar que Edward Ferrars,según lo informado por Lucy, no iba a estar enla ciudad antes de febrero, y que para ese en-tonces la permanencia de ella y de su hermana,sin tener que acortarla de ninguna manera ab-surda, ya habría terminado.

-Quiero que las dos vayan -dijo la señoraDashwood-; estas objeciones son un disparate.Se entretendrán mucho en Londres, y más aúnsi están juntas; y si Elinor alguna vez condes-cendiera a aceptar de antemano la posibilidadde disfrutar, vería que en la ciudad podríahacerlo de innumerables maneras; incluso hastapodría agradarle la oportunidad de mejorar sus

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relaciones con la familia de su cuñada.A menudo Elinor había deseado que se le

presentase la ocasión de ir debilitando la con-fianza que tenía su madre en las relaciones en-tre ella y Edward, de manera que el golpe fueramenor cuando toda la verdad saliera a luz; yahora, frente a esta acometida, aunque casi sinninguna esperanza de lograrlo, se obligó a darinicio a sus planes diciendo con toda la tranqui-lidad que le fue posible:

-Me gusta mucho Edward Ferrars y siempreme alegrará verlo; pero en cuanto al resto de lafamilia, me es completamente indiferente sialguna vez llegan a conocerme o no.

La señora Dashwood sonrió y no dijo nada.Marianne levantó la mirada llena de asombro, yElinor pensó que habría sido mejor mantener laboca cerrada.

Tras dar vueltas al asunto muy poco más, sedecidió finalmente que aceptarían plenamentela invitación. Al enterarse, la señora Jenningsdio grandes muestras de alegría y les ofreció

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todo tipo de seguridades sobre su afecto y elcuidado que tendría de las jóvenes. Y no sóloella estaba contenta; sir John se mostró encan-tado, porque para un hombre cuya mayor an-siedad era el temor a estar solo, agregar dosmás a los habitantes de Londres no era algo dedespreciar. Incluso lady Middleton se dio eltrabajo de estar encantada, lo que para ella erasalirse un poco de su camino habitual; en cuan-to a las señoritas Steele, en especial Lucy, nuncahabían estado más felices en toda su vida que alsaber esta noticia.

Elinor se sometió a los preparativos que con-trariaban sus deseos con mucho menos disgus-to del que había esperado sentir. En lo que aella concernía, ir o no a la ciudad ya no eraasunto que le preocupase; y cuando vio a sumadre tan plenamente contenta con el plan, y ladicha en el rostro, en la voz y el comportamien-to de su hermana; cuando la vio recuperar suanimación habitual e ir incluso más allá de loque había sido su alegría acostumbrada, no

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pudo sentirse insatisfecha de la causa de todoello y no quiso permitirse desconfiar de las con-secuencias.

El júbilo de Marianne ya casi iba más allá dela felicidad, tan grande era la turbación de suánimo y su impaciencia por partir. Lo únicoque la hacía recuperar la calma era sus pocosdeseos de dejar a su madre; y al momento departir su aflicción por ello fue enorme. La tris-teza de su madre fue apenas menor, y Elinorfue la única de las tres que parecía considerar laseparación como algo menos que eterna.

Partieron la primera semana de enero. LosMiddleton las seguirían alrededor de una se-mana después. Las señoritas Steele seguían enla finca, que abandonarían solo con el resto dela familia.

CAPITULO XXVI

Al verse en el carruaje con la señora Jen-

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nings, e iniciando un viaje a Londres bajo suprotección y como su huésped, Elinor no pudodejar de cavilar sobre su propia situación: ¡tanbreve era el tiempo que la conocían, tan pococompatibles en edad y temperamento, y tantasobjeciones había levantado ella contra este viajetan sólo unos días antes! Pero todas estas obje-ciones habían sucumbido, avasalladas ante esefeliz entusiasmo juvenil que tanto Mariannecomo su madre compartían; y Elinor, a pesar desus ocasionales dudas sobre la constancia deWilloughby, no podía contemplar el arroba-miento de la maravillosa espera a que estabaentregada Marianne, desbordándole en el almae iluminándole los ojos, sin sentir cuán vacíaseran sus propias perspectivas, cuán falto dealegría su propio estado de ánimo comparadocon el de ella, y cuán gustosamente viviríaigual ansiedad que Marianne si con ello pudie-se tener igual vivificante objetivo, igual posibi-lidad de esperanza. Pero ahora faltaba poco,muy poco tiempo, para saber cuáles eran las

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intenciones de Willoughby: con toda seguridadya se encontraba en la ciudad. La ansiedad porpartir que mostraba Marianne era clara señal desu confianza en encontrarlo allí; y Elinor estabadecidida no sólo a averiguar todo lo que pudie-ra sobre el carácter del joven, ya fuera a travésde sus propias observaciones o de lo que otrospudieran informarle, sino también a vigilar suconducta hacia su hermana con atención tancelosa que le permitiera estar segura de lo queél era y de sus propósitos antes de que sehubieran reunido muchas veces. Si el resultadode sus observaciones fuera desfavorable, estabadecidida a abrirle los ojos a su hermana delmodo que fuese; si no era así, la tarea que ten-dría por delante sería diferente: debería apren-der a evitar las comparaciones egoístas y deste-rrar de ella todo pesar que pudiera menguar susatisfacción por la felicidad de Marianne.

El viaje duró tres días, y el comportamientode Marianne durante todo el recorrido consti-tuyó una buena muestra de lo que podría espe-

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rarse en el futuro de su deferencia y afabilidadhacia la señora Jennings. Guardó silencio du-rante casi todo el camino, envuelta en sus pro-pias cavilaciones y no hablando casi nunca porpropia voluntad, excepto cuando algún objetode belleza pintoresca aparecía ante su vistaarrancándole alguna expresión de gozo, quedirigía exclusivamente a su hermana. Paracompensar esta conducta, sin embargo, Elinorasumió de inmediato el deber de cortesía que sehabía impuesto como tarea, fue extremadamen-te atenta con la señora Jennings, conversó conella, se rió con ella y la escuchó siempre que leera posible; y la señora Jennings, por su parte,las trató a ambas con toda la bondad imagina-ble, se preocupó en todo momento de que estu-vieran cómodas y entretenidas, y sólo la dis-gustó no lograr que eligieran su propia cena enla posada ni poder obligarlas a confesar si pre-ferían el salmón o el bacalao, el pollo cocido olas chuletas de ternera. Llegaron a la ciudadalrededor de las tres de la tarde del tercer día,

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felices de liberarse, tras un viaje tan pro-longado, del encierro del carruaje, y listas a dis-frutar del lujo de un buen fuego.

La casa era hermosa y estaba hermosamenteequipada, y de inmediato pusieron a disposi-ción de las jóvenes una habitación muy confor-table.

Había pertenecido a Charlotte, y sobre la re-pisa de la chimenea aún colgaba un paisajehecho por ella en sedas de colores, prueba dehaber pasado siete años en un gran colegio dela ciudad, con algunos resultados.

Como la cena no iba a estar lista antes de doshoras después de su llegada, Elinor quiso ocu-par ese lapso en escribirle a su madre, y se sen-tó dispuesta a ello. Poco minutos después Ma-rianne hizo lo mismo.

-Yo estoy escribiendo a casa, Marianne -le dijoElinor-; ¿no sería mejor que dejaras tu cartapara uno o dos días más?

-No le voy a escribir a mi madre -replicó Ma-rianne apresuradamente, y como queriendo

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evitar más preguntas.Elinor no le dijo nada más; en seguida se le

ocurrió que debía estarle escribiendo a Wi-lloughby y de inmediato concluyó que, sin im-portar el misterio en que pudieran querer en-volver sus relaciones, debían estar comprome-tidos. Esta convicción, aunque no por completosatisfactoria, la complació, y continuó su cartacon la mayor presteza. Marianne terminó lasuya en unos pocos minutos; en extensión, nopodía ser más de una nota; la dobló, la selló yescribió las señas con ansiosa rapidez. Elinorpensó que podía distinguir una gran W en ladirección, y acababa de terminar cuando Ma-rianne, tocando la campanilla, pidió al criadoque la atendió que hiciera llegar esa carta alcorreo de dos peniques. Con esto se dio porterminado el asunto.

Marianne seguía de muy buen ánimo, peroaleteaba en ella una inquietud que impedía quesu hermana se sintiera completamente satisfe-cha, y esta inquietud aumentó con el correr de

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la tarde.Apenas pudo probar bocado durante la cena,

y cuando después volvieron a la sala parecíaescuchar con enorme ansiedad el ruido de cadacarruaje que pasaba.

Fue una gran tranquilidad para Elinor que laseñora Jennings, por estar ocupada en sus habi-taciones, no pudiera ver lo que ocurría. Traje-ron las cosas para el té, y ya Marianne habíatenido más de una decepción ante los golpes enalguna puerta vecina, cuando de repente seescuchó uno muy fuerte que no podía confun-dirse con alguno en otra casa. Elinor se sintiósegura de que anunciaba la llegada de Wi-lloughby, y Marianne, levantándose de un sal-to, se dirigió hacia la puerta. Todo estaba ensilencio; no duró más de algunos segundos, ellaabrió la puerta, avanzó unos pocos pasos haciala escalera, y tras escuchar durante medio mi-nuto volvió a la habitación en ese estado deagitación que la certeza de haberlo oído natu-ralmente produciría. En medio del éxtasis al-

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canzado por sus emociones en ese instante, nopudo evitar exclamar:

-¡Oh, Elinor, es Willoughby, estoy segura deque es él!

Parecía casi a punto de arrojarse en los brazosde él, cuando apareció el coronel Brandon.

Fue un golpe demasiado grande para sopor-tarlo con serenidad, y de inmediato Marianneabandonó la habitación. Elinor también estabadecepcionada; pero, al mismo tiempo, su apre-cio por el coronel Brandon le permitió darle labienvenida, y le dolió de manera muy especialque un hombre que mostraba un interés tangrande en su hermana advirtiera que todo loque ella experimentaba al verlo era pesar y des-ilusión. En seguida observó que para él nohabía pasado inadvertido, que incluso habíamirado a Marianne cuando abandonaba lahabitación con tal asombro y preocupación, quecasi le habían hecho olvidar lo que la cortesíaexigía hacia ella.

-¿Está enferma su hermana? -le preguntó.

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Elinor respondió con algo de turbación que sílo estaba, y luego se refirió a dolores de cabeza,desánimo y excesos de fatiga, y a todo lo quedecentemente pudiera explicar el comporta-miento de su hermana.

La escuchó él con la más intensa atención, pe-ro, aparentando tranquilizarse, no habló másdel asunto y comenzó a explayarse en torno asu placer de verlas en Londres, con las usualespreguntas sobre el viaje y los amigos que habí-an dejado atrás.

Así, de manera sosegada, sin gran interés porninguna de las partes, siguieron hablando, am-bos desalentados y con la cabeza puesta enotras cosas. Elinor tenía grandes deseos de pre-guntar si Willoughby se encontraba en la ciu-dad, pero temía apenarlo con preguntas sobresu rival; hasta que finalmente, por decir algo, lepreguntó si había estado en Londres desde laúltima vez que se habían visto.

-Sí -replicó él, ligeramente turbado-, casi todoel tiempo desde entonces; he estado una o dos

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veces en Delaford por unos pocos días, peronunca he podido volver a Barton.

Esto, y el modo en que fue dicho, de inmedia-to le recordó a Elinor todas las circunstanciasde su partida de ese sitio, con la inquietud ysospechas que habían despertado en la señoraJennings, y temió que su pregunta hubiera da-do a entender una curiosidad por ese tema mu-cho mayor de la que alguna vez hubiera senti-do.

La señora Jennings no tardó en aparecer en lasala.

-¡Ay, coronel! -le dijo, con su ruidosa alegríahabitual-, estoy terriblemente feliz de verlo...discúlpeme si no vine antes... le ruego me excu-se, pero he tenido que revisar un poco por aquíy arreglar mis asuntos, porque hace mucho queno estaba en casa, y usted sabe que siempre hayun mundo de pequeños detalles que atendercuando uno ha estado alejada por un tiempo; yluego he tenido que ver las cosas de Cartw-right. ¡Cielos, he estado trabajando como una

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hormiga desde la hora de la cena! Pero, cuén-teme, coronel, ¿cómo fue a adivinar que estaríaen la ciudad hoy día?

-Tuve el placer de escucharlo en la casa delseñor Palmer, donde he estado cenando.

-¡Ah, así fue! Y, ¿cómo están todos ahí? ¿Có-mo está Charlotte? Podría asegurarle que yadebe estar de un buen tamaño a estas alturas.

-La señora Palmer se veía muy bien, y me en-cargó decirle que de todas maneras la verá ma-ñana.

-Claro, seguro, así lo pensé. Bien, coronel, hetraído a dos jóvenes conmigo, como puedever... quiero decir, puede ver sólo a una deellas, pero hay otra en alguna parte. Su amiga,la señorita Marianne, también... como me ima-gino que no lamentará saber. No sé cómo se lasarreglarán entre usted y el señor Willoughbyrespecto de ella. Sí, es una gran cosa ser joven yguapa. Bueno, alguna vez fui joven, pero nuncafui muy guapa... mala suerte para mí. No obs-tante, me conseguí un muy buen esposo, y vaya

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a saber usted si la mayor de las bellezas puedehacer más que eso. ¡Ah, pobre hombre! Ya llevamuerto ocho años, y está mejor así. Pero, coro-nel, ¿dónde ha estado desde que dejamos devemos? ¿Y cómo van sus asuntos? Vamos, va-mos, que no haya secretos entre amigos.

El coronel respondió con su acostumbradamansedumbre a todas sus preguntas, pero sinsatisfacer su curiosidad en ninguna de ellas.Elinor había comenzado a preparar el té, y Ma-rianne se vio obligada a volver a la habitación.

Tras su entrada el coronel Brandon se pusomás pensativo y silencioso que antes, y la seño-ra Jennings no pudo convencerlo de que sequedara más rato. Esa tarde no llegó ningúnotro visitante, y las damas estuvieron de acuer-do en irse a la cama temprano.

Marianne se levantó al día siguiente con reno-vados ánimos y aire contento. Parecía haberolvidado la decepción de la tarde anterior antelas expectativas de lo que podía ocurrir ese día.No hacía mucho que habían terminado su des-

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ayuno cuando el birlocho de la señora Palmerse detuvo ante la puerta, y pocos minutos des-pués entró riendo a la habitación, tan encantadade verlos a todos, que le era difícil decir si suplacer era mayor por ver a su madre o de nue-vo a las señoritas Dashwood. ¡Tan sorprendidade su llegada a la ciudad, aunque más bien eralo que había estado esperando todo ese tiempo!¡Tan enojada porque habían aceptado la invita-ción de su madre tras rehusar la de ella, aunqueal mismo tiempo jamás las habría perdonado sino hubieran venido!

-El señor Palmer estará tan contento de verlas-dijo-; ¿qué creen que dijo cuando supo que ve-nían con mamá? En este momento no recuerdoqué fue, ¡pero fue algo tan gracioso!

Tras una o dos horas pasadas en lo que sumadre llamaba una tranquila charla o, en otraspalabras, innumerables preguntas de la señoraJennings sobre todos sus conocidos, y risas sinmotivo de la señora Palmer, la última propusoque todas la acompañaran a algunas tiendas

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donde tenía que hacer esa mañana, a lo cual laseñora Jennings y Elinor accedieron pronta-mente, ya que también tenían algunas comprasque hacer; y Marianne, aunque declinó la invi-tación en un primer momento, se dejó conven-cer de ir también.

Era evidente que, dondequiera fuesen, ella es-taba siempre alerta. En Bond Street, especial-mente, donde se encontraba la mayor parte delos lugares que debían visitar, sus ojos se man-tenían en constante búsqueda; y en cualquiertienda a la que entrara el grupo, ella, absorta ensus pensamientos, no lograba interesarse ennada de lo que tenía enfrente y que ocupaba alas demás. Inquieta e insatisfecha en todas par-tes, su hermana no logró que le diera su opi-nión sobre ningún artículo que quisiera com-prar, aunque les atañera a ambas; no disfrutabade nada; tan sólo estaba impaciente por volvera casa de nuevo, y a duras penas logró contro-lar su molestia ante el tedio que le producía laseñora Palmer, cuyos ojos quedaban atrapados

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por cualquier cosa bonita, cara o novedosa; quese enloquecía por comprar todo, no podía deci-dirse por nada, y perdía el tiempo entre el éxta-sis y la indecisión.

Ya estaba avanzada la mañana cuando vol-vieron a casa; y no bien entraron, Mariannecorrió ansiosamente escaleras arriba, y cuandoElinor la siguió, la encontró alejándose de lamesa con desconsolado semblante, que muy alas claras decía que Willoughby no había esta-do allí.

-¿No han dejado ninguna carta para mí desdeque salimos? -le preguntó al criado que en esemomento entraba con los paquetes. La respues-ta fue negativa-. ¿Está seguro? -le dijo-. ¿Estáseguro de que ningún criado, ningún conserjeha dejado ninguna carta, ninguna nota?

El hombre le respondió que no había venidonadie.

-¡Qué extraño! -dijo Marianne en un tono bajoy lleno de desencanto, a tiempo que se alejabahacia la ventana.

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“¡En verdad, qué extraño!”, dijo Elinor parasí, mirando a su hermana con gran inquietud.“Si ella no supiera que él está en la ciudad, nole habría escrito como lo hizo; le habría escrito aCombe Magna; y si él está en la ciudad, ¡quéextraño que no haya venido ni escrito! ¡Ah,madre querida, debes estar equivocada al per-mitir un compromiso tan dudoso y oscuro en-tre una hija tan joven y un hombre tan pococonocido! ¡Me muero por preguntar, pero cómotomarán que yo me entrometa!”

Decidió, tras algunas consideraciones, que silas apariencias se mantenían durante muchosdías tan ingratas como lo eran en ese momento,le haría ver a su madre con la mayor fuerzaposible la necesidad de investigar seriamente elasunto.

La señora Palmer y dos damas mayores, co-nocidas íntimas de la señora Jennings, a quie-nes había encontrado e invitado en la mañana,cenaron con ellas. La primera las dejó pocodespués del té para cumplir sus compromisos

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de la noche; y Elinor se vio obligada a comple-tar una mesa de whist para las demás. Marianneno aportaba nada en estas ocasiones, pues nun-ca había aprendido ese juego, pero aunque asíquedaron las horas de la tarde a su entera dis-posición, no le fueron de mayor provecho encuanto a distracción de lo que fueron para Eli-nor, porque transcurrieron para ella cargadasde toda la ansiedad de la espera y el dolor de ladecepción._ A ratos intentaba leer durante al-gunos minutos; pero pronto arrojaba a un ladoel libro y se entregaba nuevamente a la másinteresante ocupación de recorrer la habitaciónde un lado a otro, una y otra vez, deteniéndoseun momento cada vez que llegaba a la ventana,con la esperanza de escuchar el tan ansiadotoque en la puerta.

CAPITULO XXVII

-Si se mantiene este buen tiempo -dijo la se-

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ñora Jennings cuando se encontraron al des-ayuno la mañana siguiente sir John no querráabandonar Barton la próxima semana; es tristecosa para un deportista perderse un día de pla-cer. ¡Pobrecitos! Los compadezco cuando esoles ocurre... parecen tomárselo tan a pecho.

-Es verdad -exclamó Marianne alegremente, yse encaminó hacia la ventana mientras hablaba,para ver cómo estaba el día-. No había pensadoen eso. Este clima hará que muchos deportistasse queden en el campo.

Fue un recuerdo afortunado, que le devolviótodo su buen ánimo.

-En verdad es un tiempo maravilloso paraellos -continuó, mientras se sentaba a la mesacon aire de felicidad-. ¡Cómo estarán disfrután-dolo! Pero -otra vez con algo de ansiedad-, nopuede esperarse que dure demasiado. En estaépoca del año, y después de tantas lluvias, se-guramente no seguirá así de bueno. Pronto lle-garán las heladas, y lo más probable es quesean severas. Quizá en uno o dos días; este cli-

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ma tan suave no puede seguir mucho más... no,¡quizá hiele esta noche!

-En todo caso -dijo Elinor, con la intención deimpedir que la señora Jennings pudiera desci-frar los pensamientos de su hermana tan cla-ramente como ella-, diría que tendremos a sirJohn y a lady Middleton en la ciudad a fines dela próxima semana.

-Claro, querida, te aseguro que así será. Marysiempre se sale con la suya.

“Y ahora”, conjeturó en silencio Elinor, “Ma-rianne escribirá a Combe en el correo de hoy”.

Pero si fue que lo hizo, la reserva con que lacarta fue escrita y enviada logró eludir la vigi-lancia de Elinor, que no pudo constatar elhecho. Cualquiera fuese la verdad, y lejos comoestaba Elinor de sentirse completamente satis-fecha al respecto, mientras viera a Marianne debuen ánimo, ella tampoco podía sentirse muy adisgusto. Y Marianne estaba de buen ánimo,feliz por la suavidad del clima y más contentaaún con sus expectativas de una helada.

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Pasaron la mañana principalmente repartien-do tarjetas de visita en las casas de los conoci-dos de la señora Jennings para informarles desu vuelta a la ciudad; y todo el tiempo Marian-ne se mantenía ocupada observando la direc-ción del viento, vigilando las mudanzas delcielo e imaginando que cambiaba la temperatu-ra del aire.

¿No encuentras que está más frío que en lamañana, Elinor? A mí me parece que hay unamarcada diferencia. Apenas puedo mantenerlas manos calientes ni siquiera en el manguito.Creo que ayer no estuvo así. Parece que estáaclarando también, luego saldrá el sol y ten-dremos una tarde despejada.

Elinor se sentía a ratos divertida, a ratos ape-nada; pero Marianne no se daba por vencida ycada noche en el resplandor del fuego, y cadamañana en el aspecto de la atmósfera, veía losindudables signos de una cada vez más próxi-ma helada.

Las señoritas Dashwood no tenían más moti-

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vos para estar descontentas con la forma devida y el grupo de relaciones de la señora Jen-nings que con su comportamiento hacia ellas,que siempre era bondadoso. Todos sus arreglosdomésticos se hacían según las más generosasdisposiciones, y a excepción de unos pocosamigos antiguos de la ciudad, a los cuales, paradisgusto de lady Middleton, nunca había deja-do de tratar, no se visitaba con nadie cuyo co-nocimiento pudiera en absoluto turbar a sus jó-venes acompañantes. Contenta de encontrarseen ese aspecto en mejores condiciones que lasque había previsto, Elinor se mostraba muydispuesta a transigir con lo poco entretenidasque resultaban sus reuniones nocturnas, lascuales tanto en casa como fuera de ella se orga-nizaban sólo para jugar a los naipes, algo que leofrecía escasa diversión.

El coronel Brandon, invitado permanente a lacasa, las acompañaba casi todos los días; veníaa contemplar a Marianne y a hablar con Elinor,que a menudo disfrutaba más de la conversa-

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ción con él que con ningún otro suceso diario,pero al mismo tiempo veía con gran preocupa-ción cómo persistía el interés que mostraba porsu hermana. Temía incluso que fuera cada vezmás intenso. Le apenaba ver la ansiedad conque solía observar a Marianne y cómo parecíarealmente más desalentado que en Barton.

Alrededor de una semana después de su lle-gada, fue evidente que también Willoughby seencontraba en la ciudad. Cuando llegaron de lasalida matinal, su tarjeta se encontraba sobre lamesa.

-¡Ay, Dios! -exclamó Marianne-. Estuvo aquímientras habíamos salido.

Elinor, regocijándose al saber que Willoughbyestaba en Londres, se animó a decir:

-Puedes confiar en que mañana vendrá denuevo.

Marianne apenas pareció escucharla, y al en-trar la señora Jennings, huyó con su preciosatarjeta.

Este suceso, junto con levantarle el ánimo a

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Elinor, le devolvió al de su hermana toda, ymás que toda su anterior agitación. A partir deese momento su mente no conoció un momentode tranquilidad; sus expectativas de verlo encualquier momento del día la inhabilitaron pa-ra cualquier otra cosa. A la mañana siguienteinsistió en quedarse en casa cuando las otrassalieron.

Elinor no pudo dejar de pensar en lo que es-taría pasando en Berkeley Street durante su au-sencia; pero una rápida mirada a su hermanacuando volvieron fue suficiente para informarleque Willoughby no había aparecido por segun-da vez. En ese preciso instante trajeron unanota, que dejaron en la mesa.

-¡Para mí! -exclamó Marianne, yendo apresu-radamente hacia ella.

-No, señorita; para mi señora.Pero Marianne, no convencida, la tomó de in-

mediato.-En verdad es para la señora Jennings. ¡Qué

pesadez!

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-Entonces, ¿esperas una carta? -dijo Elinor, in-capaz de seguir guardando silencio.

-¡Sí! Un poco... no mucho.-No confías en mí -dijo Elinor, tras una corta

pausa.-¡Vamos, Elinor! ¡Tú haciendo tal reproche...

tú, que no confías en nadie!-¡Yo! -replicó Elinor, algo confundida-. Es

que, Marianne, no tengo nada que decir.-Tampoco yo -respondió enérgicamente Ma-

rianne-; estamos entonces en las mismas condi-ciones. Ninguna de las dos tiene nada que con-tar; tú porque no comunicas nada, y yo porquenada escondo.

Elinor, consternada por esta acusación deexagerada reserva que no se sentía capaz deignorar, no supo, en tales circunstancias, cómohacer que Marianne se le abriera.

No tardó en aparecer la señora Jennings, y aldársele la nota, la leyó en voz alta. Era de ladyMiddleton, y en ella anunciaba su llegada aConduit Street la noche anterior y solicitaba el

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placer de la compañía de su madre y sus pri-mas esa tarde. Ciertos negocios en el caso de sirJohn, y un fuerte resfrío de su lado, les impedí-an ir a Berkeley Street. Fue aceptada la invita-ción, pero cuando se acercaba la hora de la cita,aunque la cortesía más básica hacia la señoraJennings exigía que ambas la acompañaran enesa visita, a Elinor se le hizo difícil convencer asu hermana de ir, porque aún no sabía nada deWilloughby y, por lo tanto, estaba tan pocodispuesta a salir a distraerse como renuente acorrer el riesgo de que él viniera en su ausencia.

Al terminar la tarde, Elinor había descubiertoque la naturaleza de una persona no se modifi-ca materialmente con un cambio de residencia;pues aunque recién se habían instalado en laciudad, sir John había conseguido reunir a sualrededor a cerca de veinte jóvenes y entrete-nerlos con un baile. Lady Middleton, sin em-bargo, no aprobaba esto. En el campo, un baileimprovisado era muy aceptable; pero en Lon-dres, donde la reputación de elegancia era más

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importante y más difícil de ganar, era arriesgarmucho, para complacer a unas pocas mu-chachas, que se supiera que lady Middletonhabía ofrecido un pequeño baile para ocho onueve parejas, con dos violines y un simplerefrigerio en el aparador.

El señor y la señora Palmer formaban partede la concurrencia; el primero, al que no habíanvisto antes desde su llegada a la ciudad dadoque él evitaba cuidadosamente cualquier apa-riencia de atención hacia su suegra y así jamásse le acercaba, no dio ninguna señal de haberlasreconocido al entrar. Las miró apenas, sin pare-cer saber quiénes eran, y a la señora Jennings ledirigió una mera inclinación de cabeza desde elotro lado de la habitación. Marianne echó unamirada a su alrededor no bien entró; fue sufi-ciente: él no estaba ahí... y luego se sentó, tanpoco dispuesta a dejarse entretener como a en-tretener a los demás. Tras haber estado reuni-dos cerca de una hora, el señor Palmer se acer-có distraídamente hacia las señoritas Dash-

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wood para comunicarles su sorpresa de verlasen la ciudad, aunque era en su casa que el co-ronel Brandon había tenido la primera noticiade su llegada, y él mismo había dicho algo muygracioso al saber que iban a venir.

-Creía que las dos estaban en Devonshire -lesdijo.

-¿Sí? -respondió Elinor.-¿Cuándo van a regresar?-No lo sé.Y así terminó la conversación.Nunca en toda su vida había estado Marianne

tan poco deseosa de bailar como esa noche, ynunca el ejercicio la había fatigado tanto. Sequejó de ello cuando volvían a Berkeley Street.

-Ya, ya -dijo la señora Jennings-, sabemosmuy bien a qué se debe eso; si una cierta perso-na a quien no nombraremos hubiera estado allí,no habría estado ni pizca de cansada; y paradecir verdad, no fue muy bonito de su parte nohaber venido a verla, después de haber sidoinvitado.

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-¡Invitado! -exclamó Marianne.-Así me lo ha dicho mi hija, lady Middleton,

porque al parecer sir John se encontró con él enalguna parte esta mañana.

Marianne no dijo nada más, pero pareció es-tar extremadamente herida. Viéndola así y de-seosa de hacer algo que pudiera contribuir aaliviar a su hermana, Elinor decidió escribirle asu madre al día siguiente, con la esperanza dedespertar en ella algún temor por la salud deMarianne y, de esta forma, conseguir que hicie-ra las averiguaciones tan largamente pospues-tas; y su determinación se hizo más fuertecuando en la mañana, después del desayuno,advirtió que Marianne le estaba escribiendo denuevo a Willoughby, pues no podía imaginarque fuera a ninguna otra persona.

Cerca del mediodía, la señora Jennings saliósola por algunas diligencias y Elinor comenzóde inmediato la carta, mientras Marianne, de-masiado inquieta para concentrarse en ningunaocupación, demasiado ansiosa para cualquier

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conversación, paseaba de una a otra ventana ose sentaba junto al fuego entregada a tristescavilaciones. Elinor puso gran esmero en suapelación a su madre, contándole todo lo quehabía pasado, sus sospechas sobre la inconstan-cia de Willoughby, y apelando a su deber y a suafecto la urgió a que exigiera de Marianne unaexplicación de su verdadera situación con res-pecto al joven.

Apenas había terminado su carta cuando unallamada a la puerta las previno de la llegada deun visitante, y a poco les anunciaron al coronelBrandon. Marianne, que lo había visto desde laventana y que en ese momento odiaba cual-quier compañía, abandonó la habitación antesde que él entrara. Se veía el coronel más graveque de costumbre, y aunque manifestó satisfac-ción por encontrar a la señorita Dashwood sola,como si tuviera algo especial que decirle, sesentó durante un rato sin emitir palabra. Elinor,convencida de que tenía algo que comunicarleque le concernía a su hermana, esperó con im-

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paciencia que él se franqueara. No era la prime-ra vez que sentía el mismo tipo de certeza, puesmás de una vez antes, iniciando su comentariocon la observación “Su hermana no tiene buenaspecto hoy”, o “Su hermana tiene aspecto des-animado”, había parecido estar a punto de re-velar, o de indagar, algo en particular acerca deella. Tras una pausa de varios minutos, el coro-nel rompió el silencio preguntándole, en untono que revelaba una cierta agitación, cuándotendría que felicitarla por la adquisición de unhermano. Elinor no estaba preparada para talpregunta, y al no tener una pronta respuesta, sevio obligada a recurrir al simple pero comúnexpediente de preguntarle a qué se refería. Elintentó sonreír al responderle: “El compromisode su hermana con el señor Willoughby es algosabido por todos”.

-No pueden saberlo todos -respondió Elinor-,porque su propia familia no lo sabe.

El pareció sorprenderse, y le dijo:-Le ruego me disculpe, temo que mi pregunta

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haya sido impertinente; pero no pensé que sequisiera mantener nada en secreto, puesto quese corresponden abiertamente y todos hablande su boda.

¿Cómo es posible? ¿A quién se lo ha oídomencionar?

-A muchos... a algunos a quienes usted no co-noce, a otros que le son muy cercanos: la señoraJennings, la señora Palmer y los Middleton.Pero aun así no lo habría creído (porque cuan-do la mente no quiere convencerse, siempreencontrará algo en qué sustentar sus dudas), sihoy no hubiera visto accidentalmente en manosdel criado que me abrió, una carta dirigida alseñor Willoughby, con letra de su hermana. Yovenía a preguntar, pero me convencí antes depoder plantear la pregunta. ¿Está todo ya re-suelto finalmente? ¿Es posible que...? Pero notengo ningún derecho, y ninguna posibilidadde éxito. Perdóneme, señorita Dashwood. Creoque no ha sido correcto de mi parte decir tanto,pero no sé qué hacer y confío absolutamente en

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su prudencia. Dígame que todo es ya irrevoca-ble, que cualquier intento... que, en suma, disi-mular, si es que el disimulo es posible, es todolo que queda.

Estas palabras, que fueron para Elinor unatan directa confesión del amor del coronel porsu hermana, la afectaron profundamente. En elmomento no fue capaz de decir nada, y auncuando recobró el ánimo, se debatió durante unbreve tiempo intentando descubrir cuál sería larespuesta más adecuada. El verdadero estadode las cosas entre Willoughby y su hermana leera tan desconocido, que al intentar explicarlobien podía decir demasiado, o demasiado poco.Sin embargo, como estaba convencida de que elafecto de Marianne por Willoughby, sin impor-tar cuál fuese el resultado de ese afecto, no de-jaba al coronel Brandon esperanza alguna detriunfo, y al mismo tiempo deseaba protegerlade toda censura, después de pensarlo un ratodecidió que sería más prudente y consideradodecir más de lo que realmente creía o sabía.

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Admitió, entonces, que aunque ellos nunca lehabían informado sobre qué tipo de relacionestenían, a ella no le cabía duda alguna sobre sumutuo afecto y no le extrañaba saber que seescribían.

El coronel la escuchó en atento silencio, y alterminar ella de hablar, de inmediato se levantóde su asiento y tras decir con voz emocionada,“Le deseo a su hermana toda la felicidad ima-ginable; y a Willoughby, que se esfuerce pormerecerla...”, se despidió y se fue.

Esta conversación no logró dar alivio a Elinorni menguar la inquietud de su mente en rela-ción con otros aspectos; al contrario, quedó conuna triste impresión de la desdicha del coronely ni siquiera pudo desear que esa infelicidaddesapareciera, dada su ansiedad por que sediera el acontecimiento mismo que iba a corro-borarla.

CAPITULO XXVIII

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Nada ocurrió en los tres o cuatro días si-guientes que hiciera a Elinor lamentar haberrecurrido a su madre, pues Willoughby no sepresentó ni escribió. Hacia el final de ese perío-do, ella y su hermana debieron acompañar alady Middleton a una fiesta, a la cual la señoraJennings no podía asistir por la indisposiciónde su hija menor; y para esta fiesta, Marianne,completamente abatida, sin preocuparse por suaspecto y como si le fuera indiferente ir o que-darse, se preparó sin una mirada de esperanza,sin una manifestación de placer. Después del tése sentó junto a la chimenea de la sala hasta lallegada de lady Middleton, sin moverse ni unasola vez de su asiento o cambiar de actitud,perdida en sus pensamientos y sin prestar aten-ción a la presencia de su hermana; y cuandofinalmente les dijeron que lady Middleton lasesperaba en la puerta, se sobresaltó como sihubiera olvidado que esperaban a alguien.

Llegaron a tiempo a su destino, y apenas la

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fila de carruajes frente a ellos lo permitió, seapearon, subieron las escalinatas, escucharonsus nombres anunciados a viva voz desde unrellano a otro, e ingresaron a una habitación deespléndida iluminación, llena de invitados einsoportablemente calurosa. Cuando hubieroncumplido con el deber de cortesía y saludaronrespetuosamente a la señora de la casa, pudie-ron mezclarse con la multitud y sufrir su cuotade calor e incomodidad, necesariamente incre-mentados con su llegada. Tras pasar algunosmomentos hablando muy poco y haciendo me-nos aún, lady Middleton se integró a una parti-da de casino, y como Marianne no estaba dehumor para dar vueltas por ahí, ella y Elinor,tras haber logrado con gran suerte un par desillas, se situaron no lejos de la mesa.

No habían permanecido allí durante muchorato cuando Elinor se percató de la presencia deWilloughby, que se encontraba a unas pocasyardas de distancia en entusiasta conversacióncon una joven de aspecto muy elegante. Muy

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pronto se cruzaron sus miradas y él se inclinóde inmediato, pero sin mostrar intenciones dehablarle o de acercarse a Marianne, aunque nohabría podido dejar de verla; y luego continuósu conversación con la misma joven. Elinor giróhacia Marianne casi involuntariamente para versi podía habérsele pasado por alto. Recién enese momento ella lo vio, y con el rostro ilumi-nado por una súbita dicha se habría acercado aél de inmediato si su hermana no la hubieradetenido.

-¡Santo cielo! -exclamó-. Está aquí, está aquí.¡Oh! ¿Por qué no me mira? ¿Por qué no puedoir a hablar con él?

-Por favor, por favor contrólate -exclamó Eli-nor-, y no traiciones tus sentimientos ante todoslos presentes. Quizá todavía no te ha visto.

Esto, sin embargo, era más de lo que ella mis-ma podía creer, y controlarse en un momentocomo ése no sólo estaba fuera del alcance deMarianne, iba más allá de sus deseos. Se quedósentada en una agonía de impaciencia, patente

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en cada uno de sus rasgos.Finalmente él giró nuevamente y las miró a

ambas; Marianne se levantó y, pronunciandosu nombre con voz llena de afecto, le extendióla mano. El se acercó, y dirigiéndose más a Eli-nor que a Marianne, como si quisiera evitar sumirada y hubiera decidido ignorar su gesto,inquirió de manera apresurada por la señoraDashwood y le preguntó cuánto tiempo lleva-ban en la ciudad. Elinor perdió toda presenciade ánimo ante tal actitud y no pudo decir pala-bra. Pero los sentimientos de su hermana salie-ron de inmediato a la luz. Se le enrojeció el ros-tro y exclamó con enorme emoción en la voz:

-¡Santo Dios! Willoughby, ¿qué significa esto?¿Acaso no has recibido mis cartas? ¿No me da-rás la mano?

No pudo él seguir evitándola, pero el contac-to de Marianne pareció serle doloroso y retuvosu mano por sólo un instante. Era evidente quedurante todo este tiempo luchaba por contro-larse. Elinor le observó el rostro y vio que su

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expresión se hacía más tranquila. Tras una bre-ve pausa, Willoughby habló con calma.

-Tuve el honor de ir a Berkeley Street el mar-tes pasado, y sentí mucho no haber tenido lasuerte de encontrarlas a ustedes y a la señoraJennings en casa. Espero que no se haya extra-viado mi tarjeta.

-Pero, ¿no has recibido mis notas? -exclamóMarianne con la más feroz ansiedad-. Estoysegura de que se trata de una confusión... unaterrible confusión. ¿Qué puede significar? Di-me, Willoughby, por amor de Dios, dime, ¿quéocurre?

El no respondió; mudó de color y volvió a pa-recer azorado; pero como si al cruzarse su mi-rada con la de la joven con quien antes habíaestado hablando sintiera la necesidad de hacerun nuevo esfuerzo, volvió a recobrar el domi-nio sobre sí mismo, y tras decir, “Sí, tuve elplacer de recibir la noticia de su llegada a laciudad, que tuvo la bondad de hacerme llegar”,se alejó a toda prisa con una leve inclinación, y

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se reunió con su amiga.Marianne, con el rostro terriblemente pálido e

incapaz de mantenerse en pie, se hundió en susilla,- y Elinor, temiendo verla desmayarse encualquier momento, intentó protegerla de lasmiradas de los demás mientras la reanimabacon agua de lavanda.

-Ve a buscarlo, Elinor -dijo Marianne apenaspudo hablar-, y oblígalo a venir acá. Dile quetengo que verlo de nuevo... que tengo quehablar con él de inmediato. No puedo descan-sar... no tendré un momento de paz hasta quetodo esto esté aclarado... algún terrible malen-tendido. ¡Por favor, ve a buscarlo ahora mismo!

-¿Cómo hacer tal cosa? No, mi queridísimaMarianne, tienes que esperar. Este no es lugarpara explicaciones. Espera sólo hasta mañana.

A duras penas, sin embargo, pudo evitar queMarianne fuera tras él; y convencerla de quedominara su agitación, que esperara con al me-nos la apariencia de compostura, hasta quepudiera hablar con él más en privado y con

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mayores probabilidades de obtener resultados,le fue imposible.

En voz baja y mediante exclamaciones de do-lor, Marianne siguió dando curso sin freno a ladesdicha que inundaba sus sentimientos. Trasbreves instantes Elinor vio que Willoughbyabandonaba la habitación por la puerta queconducía hacia la escalinata, y diciéndole a Ma-rianne que ya se había ido, le hizo ver la impo-sibilidad de hablar con él esa misma noche co-mo un nuevo argumento para que se tranquili-zara. Marianne le rogó de inmediato a su her-mana que urgiera a lady Middleton para quelas llevara a casa, pues se sentía demasiadodesgraciada para quedarse un minuto más.

Lady Middleton, aunque en la mitad de unavuelta de su juego de casino, al saber que Ma-rianne no se encontraba bien fue demasiadoeducada para negarse ni por un momento a sudeseo de irse, y tras pasar sus cartas a una ami-ga, partieron tan pronto les encontraron su ca-rruaje. Apenas cruzaron palabra durante su

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retorno a Berkeley Street. Marianne estaba en-tregada a una silenciosa agonía, demasiadoabatida hasta para derramar lágrimas; perocomo afortunadamente la señora Jennings aúnno había vuelto a casa, pudieron dirigirse deinmediato a sus habitaciones, donde con salesde amoníaco volvió algo en sí. No tardó endesvestirse y acostarse, y como parecía deseosade estar a solas, Elinor la dejó; y mientras éstaesperaba la vuelta de la señora Jennings, tuvotiempo suficiente para reflexionar sobre todo loque había ocurrido.

Que algún tipo de compromiso había existidoentre Willoughby y Marianne, le parecía indu-dable; y que Willoughby estaba hastiado de él,era igualmente evidente; pues aunque Marian-ne todavía pudiera aferrarse a sus propios de-seos, ella no podía atribuir tal comportamientoa confusiones o malentendidos de ningún tipo.Nada sino un completo cambio en los senti-mientos del joven podía explicarlo. Su indigna-ción habría sido incluso mayor de la que sentía,

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de no haber sido testigo de la turbación que lohabía invadido, la cual parecía mostrar queestaba consciente de su propio mal proceder eimpidió que ella lo creyera tan sin principioscomo para haber estado jugando desde un co-mienzo con el afecto de su hermana, con pro-pósitos que no resistían el menor examen. Laausencia podía haber debilitado su interés ypor conveniencia podría haberse decidido aponerle fin, pero que tal interés había existido,de eso no podía dudar aunque lo intentara.

En cuanto a Marianne, Elinor no podía re-flexionar sin una enorme preocupación sobre eldoloroso golpe que tan infausto encuentro ya lehabía asestado y sobre aquellos aún más durosque recibiría de sus probables secuelas. Su pro-pia situación mejoraba cuando la comparabacon la de su hermana; pues en tanto ella pudie-ra estimar a Edward igual que antes, por másque en el futuro estuvieran separados, su espí-ritu podría tener siempre un puntal. Pero todaslas circunstancias que hacían aún más amargo

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el dolor recibido, parecían conspirar para au-mentar la desdicha de Marianne hasta em-pujarla a una decisiva separación de Willough-by, a una ruptura inmediata e irreconciliablecon él.

CAPITULO XXIX

Al día siguiente, antes de que la doncellahubiera encendido la chimenea o que el sollograra algún predominio sobre una gris y fríamañana de enero, Marianne, a medio vestir, seencontraba hincada frente al banquillo junto auna de las ventanas, intentando aprovechar lapoca luz que podía robarle y escribiendo tanrápido como podía permitírselo un continuoflujo de lágrimas. Fue en esa posición que Eli-nor la vio al despertar, arrancada de su sueñopor la agitación y sollozos de su hermana; ytras contemplarla durante algunos instantescon silenciosa ansiedad, le dijo con un tono de

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la mayor consideración y dulzura:-Marianne, ¿puedo preguntarte...?-No, Elinor -le respondió-, río preguntes na-

da; pronto sabrás todo.La especie de desesperada calma con que dijo

esto no duró más que sus palabras, y de inme-diato fue reemplazada por una vuelta a lamisma enorme aflicción. Transcurrieron algu-nos minutos antes de que pudiera retomar sucarta, y los frecuentes arrebatos de dolor que, aintervalos, todavía la obligaban a paralizar supluma, eran prueba suficiente de su sensaciónde que, casi con toda certeza, ésa era la últimavez que escribía a Willoughby.

Elinor le prestó todas las atenciones que pu-do, silenciosamente y sin estorbarla; y habríaintentado consolarla y tranquilizarla más aún siMarianne no le hubiera implorado, con la ve-hemencia de la más nerviosa irritabilidad, quepor nada del mundo le hablara. En tales condi-ciones, era mejor para ambas no permanecermucho juntas; y la inquietud que embargaba el

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ánimo de Marianne no sólo le impidió quedarseen la habitación ni un instante tras haberse ves-tido, sino que, requiriendo al mismo tiempo desoledad y de un continuo cambio de lugar, lahizo deambular por la casa hasta la hora deldesayuno, evitando encontrarse con nadie.

En el desayuno, no comió nada ni intentó ha-cerlo; y Elinor dirigió entonces toda su atenciónno a apremiarla, no a compadecerla ni a parecerobservarla con preocupación, sino a esforzarseen atraer todo el interés de la señora Jenningshacia ella.

Esta era la comida favorita de la señora Jen-nings, por lo que duraba un tiempo considera-ble; y tras haberla finalizado, apenas comenza-ban a instalarse en tomo a la mesa de costuradonde todas trabajaban, cuando un criado trajouna carta para Marianne, que ella le arrebatóansiosamente para salir corriendo de la habita-ción, el rostro con una palidez de muerte.Viendo esto, Elinor, que supo con la mismaclaridad que si hubiera visto las señas que de-

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bían provenir de Willoughby, sintió de inme-diato tal compunción que a duras penas pudomantener en alto la cabeza, y se quedó sentadatemblando de tal forma que la hizo temer quela señora Jennings necesariamente habría deadvertirlo. La buena señora, sin embargo, loúnico que vio fue que Marianne había recibidouna carta de Willoughby, lo que le pareció muydivertido y, reaccionando en consecuencia, rióy manifestó su esperanza de que la encontrara asu entero gusto. En cuanto a la congoja de Eli-nor, la señora Jennings estaba demasiado ocu-pada midiendo estambre para su tapiz y no sedio cuenta de nada; y continuando con todacalma lo que estaba diciendo, no bien Mariannehabía desaparecido, agregó:

-A fe mía, ¡nunca había visto a una joven tandesesperadamente enamorada! Mis niñas no sele comparan, y eso que solían ser bastante ne-cias; pero la señorita Marianne parece una cria-tura totalmente perturbada. Espero, con todo elcorazón, que él no la haga esperar mucho, por-

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que es lastimoso verla tan enferma y desolada.Cuénteme, ¿cuándo se casan?

Elinor, aunque nunca se había sentido menosdispuesta a hablar que en ese momento, seobligó a responder a una ofensiva como ésta, yasí, intentando sonreír, replicó:

-¿En verdad, señora, se ha convencido ustedmisma de que mi hermana está comprometidacon el señor Willoughby? Creía que había sidosólo una broma, pero una cosa tan seria pareceimplicar algo más: por tanto, le suplico que nosiga engañándose. Le puedo asegurar que nadame sorprendería más que escuchar que se ibana casar.

-¡Qué vergüenza, señorita Dashwood, quévergüenza! ¡Cómo puede decir eso! ¿Es que nosabemos que su unión es segura... que estabanlocamente enamorados desde la primera vezque se vieron? ¿Acaso no los vi juntos en De-vonshire todos los días, y a todo lo largo deldía? ¿Y piensa que no sabía que su hermanavino a la ciudad conmigo con el propósito de

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comprar su ajuar de boda? Vamos, vamos; asíno va a conseguir nada. Cree que porque usteddisimula tan bien, nadie más se da cuenta denada; pero no hay tal, créame, porque desdehace tiempo lo sabe todo el mundo en la ciu-dad. Yo se lo cuento a todo el mundo, y lomismo hace Charlotte.

-De verdad, señora -le dijo Elinor con gran se-riedad-, está equivocada. Realmente estáhaciendo algo muy poco bondadoso al esparciresa noticia, y llegará a darse cuenta de ello,aunque ahora no me crea.

La señora Jennings volvió a reírse y Elinor notuvo ánimo de decir más, pero ansiosa de todosmodos por saber lo que había escrito Willough-by, se apresuró a ir a su habitación donde, alabrir la puerta, encontró a Marianne tirada enla cama, casi ahogada de pena, con una carta enla mano y dos o tres más esparcidas a su alre-dedor. Elinor se acercó, pero sin decir palabra;y sentándose en la cama, le tomó una mano, labesó afectuosamente varias veces y luego esta-

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lló en sollozos en un comienzo apenas menosviolentos que los de Marianne. Esta última,aunque incapaz de hablar, pareció sentir toda laternura de estos gestos, y tras algunos mo-mentos de estar así unidas en la aflicción, pusotodas las cartas en las manos de Elinor; y luego,cubriéndose el rostro con un pañuelo, casi llegóa gritar de agonía. Elinor, aunque sabía que talaflicción, por terrible que fuera de contemplar,debía seguir su curso, se mantuvo atenta a sulado hasta que estos excesos de dolor de algunamanera se habían agotado; y luego, tomandoansiosamente la carta de Willoughby, leyó losiguiente:

Bond Street, eneroMi querida señora,Acabo de tener el honor de recibir su

carta, por la cual le ruego aceptar mismás sinceros agradecimientos. Me pre-ocupa enormemente saber que algo enmi comportamiento de anoche no con-

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tara con su aprobación; y aunque mesiento incapaz de descubrir en qué pudeser tan desafortunado como para ofen-derla, le suplico me perdone lo quepuedo asegurarle fue enteramente invo-luntario. Nunca recordaré mi relacióncon su familia en Devonshire sin el pla-cer y reconocimiento más profundos, yquisiera pensar que no la romperá nin-gún error o mala interpretación de misacciones. Estimo muy sinceramente atoda su familia; pero si he sido tan des-afortunado como para dar pie a que missentimientos se creyeran mayores de loque son o de lo que quise expresar, mu-cho me recriminaré por no haber sidomás cuidadoso en las manifestacionesde esa estima. Que alguna vez hayaquerido decir más, aceptará que es im-posible cuando sepa que mis afectoshan estado comprometidos desde hacemucho en otra parte, y no transcurrirán

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muchas semanas, creo, antes de que secumpla este compromiso. Es con granpesar que obedezco su orden de de-volverle las cartas con que me ha hon-rado, y el mechón de sus cabellos quetan graciosamente me concedió.

Quedo, queridaseñora,

como sumás obediente

yhumildeservidor,

JOHN WILLOUGHBY

Puede imaginarse con qué indignación leyó laseñorita Dashwood una carta como ésta. Aun-que desde antes de leerla estaba consciente deque debía contener una confesión de su incons-tancia y confirmar su separación definitiva, ¡noimaginaba que se pudiera utilizar tal lenguaje

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para anunciarlo! Tampoco habría supuesto aWilloughby capaz de apartarse tanto de lasformas propias de un sentir honorable y deli-cado... tan lejos estaba de la corrección propiade un caballero como para mandar una cartatan descaradamente cruel: una carta que, en vezde acompañar sus deseos de quedar libre conalguna manifestación de arrepentimiento, noreconocía ninguna violación de la confianza,negaba que hubiera existido ningún afecto es-pecial..., una carta en la cual cada línea era uninsulto y que proclamaba que su autor estabahundido profundamente en la más encallecidavileza.

Se detuvo en ella durante algún tiempo conindignado asombro; luego la volvió a leer una yotra vez; pero cada relectura sirvió tan sólopara aumentar su aborrecimiento por ese hom-bre, y tan amargos eran sus sentimientos haciaél que no osaba darse permiso para hablar, ariesgo de ahondar en las heridas de Marianneal presentar el fin de su compromiso no como

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una pérdida para ella de algún bien posible,sino como el haber escapado del peor y másirremediable de los males, la unión de por vidacon un hombre sin principios; como una muyverdadera liberación, una muy importantebendición.

En su intensa meditación sobre el contenidode la carta, sobre la depravación de la menteque pudo dictarla y, probablemente, sobre lamuy diferente naturaleza de una persona muydistinta, que no tenía otra relación con el asuntoque la que su corazón le asignaba con cada cosaque ocurría, Elinor olvidó la congoja de suhermana allí frente a ella, olvidó las tres cartasen su regazo que aún no había leído, y de ma-nera tan completa olvidó el tiempo que habíaestado en la habitación, que cuando al escucharun coche llegando a la puerta se acercó a laventana para ver quién venía a horas tan inade-cuadamente tempranas, fue toda sorpresa alreparar en que era el carruaje de la señora Jen-nings, que sabía no había sido ordenado sino

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hasta la una. Decidida a no dejar a Marianne,aunque sin ninguna esperanza de poder contri-buir en ese momento a su tranquilidad, se apre-suró a salir para disculparse de acompañar a laseñora Jennings, dado que su hermana se sentíaindispuesta. La señora Jennings, con una alegrepreocupación por el motivo de la excusa, laaceptó con toda facilidad, y Elinor, tras despe-dirse de ella y ver que partía sin problemas,volvió donde Marianne; la encontró intentandolevantarse de la cama y alcanzó a llegar a sulado justo a tiempo para impedir que cayera alsuelo, débil y aturdida por una prolongadafalta de adecuado descanso y alimento, pueseran muchos los días que había pasado sin nin-gún apetito, y muchas las noches desde la últi-ma vez que había dormido verdaderamente; yahora, cuando su mente ya no se sostenía en lafiebre del suspenso, se vieron las consecuenciasde todo ello en una cabeza adolorida, un estó-mago debilitado y una fragilidad nerviosa ge-neral. Un vaso de vino, que Elinor de inmediato

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le trajo, la restauró algo, y por fin fue capaz deexpresar parte de su afecto al decir:

-¡Pobre Elinor! ¡Cuántas penas te doy!-Sólo desearía -replicó su hermana- que hu-

biera algo que pudiera hacer para consolarte.Esto, al igual que habría ocurrido con cual-

quier otra cosa, fue demasiado para Marianne,que sólo pudo exclamar con toda la angustia desu corazón, “¡Ay, Elinor, que miserable mesiento”, antes de que los sollozos ahogaran porcompleto su voz.

Elinor no pudo seguir contemplando en silen-cio este torrente de dolor que fluía sin encon-trar resistencia.

-Haz un esfuerzo, Marianne -exclamó-, o tematarás y, junto contigo, a todos los que teaman. Piensa en tu madre; piensa en su aflic-ción al saber que tú sufres; por ella, tienes queesforzarte.

-No puedo, no puedo -exclamó Marianne-;déjame, déjame si te aflijo; déjame, ódiame,olvídame; pero no me tortures así. ¡Ay! ¡Qué

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fácil es para quienes no tienen penas propiashablar de esfuerzo! Dichosa, dichosa Elinor, túno puedes tener idea de lo que sufro.

-¡A mí me llamas dichosa, Marianne! ¡Ah! ¡Sisupieras! ¡Y cómo crees que pueda serlo vién-dote tan desgraciada!

-Perdóname, perdóname -echándole los bra-zos al cuello-; sé que me compadeces; sé cuánbuen corazón tienes; pero aun así eres... debesser feliz; Edward te ama... ¡Qué, dime qué po-dría matar una felicidad como ésa!

-Muchas, muchas circunstancias -dijo Elinorsolemnemente.

-No, no, no -exclamó Marianne con voz ar-diente-; él te ama, a ti y a nadie más que a ti. Nopuedes tener pena alguna.

-No puedo disfrutar de nada mientras te veaen tal estado.

-Y nunca más me verás en otra forma. La míaes una desdicha a la que nada puede poner fin.

-No debes hablar así, Marianne. ¿Acaso notienes solaz alguno? ¿No tienes amigos? ¿Es tan

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grande tu pérdida que no deja espacio al con-suelo? Por mucho que sufras ahora, piensa enlo que habrías sufrido si el descubrimiento desu carácter se hubiera postergado para másadelante... si tu compromiso se hubiera alarga-do por meses y meses, como podría haber ocu-rrido, antes-de que él hubiera decidido termi-narlo. Con cada nuevo día de desventuradaconfianza de tu parte se habría hecho más atrozel golpe.

-¡Compromiso! -exclamó Marianne-. No hahabido ningún compromiso.

-¡Ningún compromiso!-No, no es tan indigno como crees. No me ha

engañado.-Pero te dijo que te amaba, ¿no?-Sí... no... nunca... en absoluto. Estaba siempre

implícito, pero nunca declarado abiertamente.A veces creía que lo había hecho... pero nuncaocurrió.

-¿Y aun así le escribiste?-Sí... ¿podía estar mal después de todo lo que

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había ocurrido? Pero no puedo hablar más.Elinor guardó silencio, y volviendo su aten-

ción a las tres cartas que ahora le despertabanmucho mayor curiosidad que antes, se dedicóde inmediato a examinar el contenido de todasellas. La primera, que era la enviada por suhermana cuando llegaron a la ciudad, era comosigue:

Berkeley Street, enero.¡Qué gran sorpresa te lleva-

rás, Willoughby, al recibir ésta!Y pienso que sentirás algo másque sorpresa cuando sepas queestoy en la ciudad. La oportuni-dad de venir acá, aunque con laseñora Jennings, fue una tenta-ción a la que no pude resistir.Ojalá recibas ésta a tiempo paravenir a verme esta noche, perono voy a contar con ello. En todocaso, te esperaré mañana. Por

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ahora, adieu.M.D.

La segunda nota, escrita la mañana despuésdel baile donde los Middleton, iba en estas pa-labras:

No puedo expresar mi decepción alno haber estado aquí cuando vinisteayer, ni mi asombro al no haber recibidoninguna respuesta a la nota que te enviéhace cerca de una semana. He estadoesperando saber de ti y, más todavía,verte, cada momento del día. Te ruegovengas de nuevo tan pronto como pue-das y me expliques el motivo de haber-me tenido esperando en vano. Sería me-jor que vinieras más temprano lapróxima vez, porque en general salimosalrededor de la una. Anoche estuvimosdonde lady Middleton, que ofreció unbaile. Me dijeron que te habían invitado.

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Pero, ¿es posible que esto sea verdad?Debes haber cambiado mucho desdeque nos separamos si así ocurrió y tú noacudiste. Pero no estoy dispuesta a creerque haya sido así, y espero que muypronto me asegures personalmente queno lo fue.

M.D.

El contenido de la última nota era és-te:

¿Qué debo imaginar, Willoughby, detu comportamiento de anoche? Otra vezte exijo una explicación. Me había pre-parado para encontrarte con la naturalalegría que habría seguido a nuestra se-paración, con la familiaridad que nues-tra intimidad en Barton me parecía justi-ficar. ¡Y cómo fui desairada! He pasadouna noche miserable intentando excusaruna conducta que a duras penas puede

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ser considerada menos que insultante;pero aunque todavía no he podido en-contrar ninguna justificación razonablepara tu comportamiento, estoy perfec-tamente dispuesta a escucharla de ti.Quizá te han informado mal, o engaña-do a propósito en algo relativo a mí queme pueda haber degradado en tu opi-nión. Dime de qué se trata, explícamesobre qué bases actuaste y me daré porsatisfecha si puedo satisfacerte. Cierta-mente me apenaría tener que pensarmal de ti; pero si me veo obligada ahacerlo, si voy a encontrarme con queno eres como hasta ahora te hemos creí-do, con que tu consideración por todasnosotras no era sincera y el único pro-pósito de tu comportamiento hacia míera el engaño, mejor saberlo lo antes po-sible. En este momento me siento llenade la más atroz indecisión; deseo absol-verte, pero tener una certeza, en cual-

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quier sentido que sea, aliviará mi sufri-miento actual. Si tus sentimientos ya noson lo que fueron, me devolverás miscartas y el mechón de mis cabellos quetienes en tu poder.

M.D.

En consideración a Willoughby, Elinor no ha-bría estado dispuesta a creer que tales cartas,tan llenas de afecto y confianza, pudieran habermerecido la respuesta que tuvieron. Pero sucondena de la actuación de él no le impedía verlo inapropiado, en último término, de quehubieran sido escritas; y lamentaba en su inter-ior la imprudencia que había arriesgado prue-bas de ternura tan poco solicitadas, que ningúnprecedente justificaba y que los hechos tan se-veramente condenaban, cuando Marianne, ad-virtiendo que ya había terminado con las car-tas, le observó que ellas no contenían nada sinolo que cualquiera en la misma situación habríaescrito.

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-Yo me sentía -agregó- tan solemnementecomprometida con él como si estuviéramosunidos por el más estricto pacto legal.

-Puedo creerlo -dijo Elinor-; pero, por desgra-cia, él no sentía lo mismo.

-El sí sentía lo mismo, Elinor... semana trassemana lo sintió. Sé que fue así. No importa loque lo haya hecho cambiar ahora (y nada sinolas artes más negras usadas contra mí puedenhaberlo logrado), alguna vez le fui tan queridacomo mis deseos más profundos pudieron de-searlo. Este mechón de pelo, del cual ahora sedeshace con tanta facilidad, lo obtuvo tras su-plicármelo de la manera más vehemente. ¡Sihubieras visto su aspecto, sus maneras, sihubieras escuchado su voz en ese momento!¿Has olvidado acaso la última tarde que pasa-mos juntos en Barton? ¡También la mañana enque nos separamos! Cuando me dijo que podrí-an pasar muchas semanas antes de que nosvolviéramos a encontrar... su congoja, ¡cómovoy a olvidar su congoja!

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Durante uno o dos momentos no pudo decirnada más; pero cuando su emoción se habíaaplacado, agregó con voz más firme:

-Elinor, me han utilizado de la forma máscruel, pero no ha sido Willoughby quien lo hahecho.

-Mi querida Marianne, ¿quién, sino él?¿Quién lo puede haber inducido a ello?

-Todo el mundo, más que su propio corazón.Antes creería que todos los seres que conozcose concertarían para degradarme ante sus ojosque creerlo a él por naturaleza capaz de talcrueldad. Esta mujer sobre la que escribe,quienquiera que sea; o cualquiera, en suma, aexcepción de ti, mi querida hermana, y mamá yEdward, puede haber sido tan desalmado comopara denigrarme. Fuera de ustedes tres, ¿hayalguna criatura en el mundo de quien sospe-charía menos que de Willoughby, cuyo corazónconozco tan bien?

Elinor no quiso discutir, y se limitó a respon-derle:

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-Quienquiera pueda haber sido ese enemigotuyo tan detestable, arrebatémosle su malvadotriunfo, mi querida hermana, haciéndole vercon cuánta nobleza la conciencia de tu propiainocencia y buenas intenciones sustenta tu espí-ritu. Es razonable y digno de alabanza un orgu-llo que se levanta contra tal malevolencia.

-No, no -exclamó Marianne-, una desdichacomo la mía no conoce el orgullo. No me im-porta que sepan cuán miserable me siento. To-dos pueden saborear el triunfo de verme así.Elinor, Elinor, los que poco sufren pueden sertan orgullosos e independientes como quieran;Pueden resistir los insultos o humillar a suvez... Pero yo no puedo. Tengo que sentirme,tengo que ser desdichada... y bienvenidos seana disfrutar de saberme así.

-Pero por mi madre, y por mí.,,-Haría más que por mí misma. Pero mostrar-

me contenta cuando me siento tan miserable...¡Ah! ¿Quién podría pedirme tanto?

Nuevamente callaron ambas. Elinor estaba

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entregada a caminar pensativamente de la chi-menea a la ventana, de la ventana a la chime-nea, sin advertir el calor que le llegaba de una odistinguir los objetos a través de la otra; y Ma-rianne, sentada a los pies de la cama, con lacabeza apoyada contra uno de sus pilares, tomóde nuevo la carta de Willoughby, y tras estre-mecerse ante cada una de sus frases, exclamó:

-¡Es demasiado! ¡Oh, Willoughby, Willough-by, cómo puede venir esto de ti! Cruel, cruel,nada puede absolverte. Nada, Elinor. Sea lo quefuere que pueda haber escuchado contra Mí...¿no debiera haber suspendido el juicio? ¿Nodebió habérmelo dicho, darme la oportunidadde justificarme? “El mechón de sus cabellos -repitiendo lo que la carta decía- que tan gracio-samente me concedió”... eso es imperdonable.Willoughby, ¿dónde tenías el corazón cuandoescribiste esas palabras? ¡Oh, qué desalmadainsolencia! Elinor, ¿es qUe acaso se la puedejustificar?

-No, Marianne, de ninguna manera.

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-Y, sin embargo, esta mujer... ¡quién sabe cuá-les puedan haber sido sus malas artes, cuánlargamente lo habrá premeditado, cómo se lashabrá ingeniado! ¿Quién es ella? ¿Quién pue-de_ ser? ¿A quién de sus conocidas mencionóalguna vez Willoughby como joven y atractiva?¡Oh! A nadie, a nadie... sólo me hablaba de mí.

Siguió otra pausa; Marianne, presa de granagitación, terminó así:

-Elinor, debo irme a casa. Debo ir y consolar amamá. ¿Podemos irnos mañana?

-¡Mañana, Marianne!-Sí; ¿por qué había de quedarme aquí? Vine

únicamente por Willoughby... y ahora, ¿a quiénle importo? ¿Quién se interesa por mí?

-Sería imposible partir mañana. Le debemos ala señora Jennings mucho más que cortesía; y lacortesía más básica no permitiría una partidatan repentina como ésa.

-Está bien, entonces, en uno o dos días másquizá; pero no puedo quedarme mucho aquí,no puedo quedarme y aguantar las preguntas y

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observaciones de toda esa gente. Los Middle-ton, los Palmer... ¿cómo voy a soportar su com-pasión? ¡La compasión de una mujer como laseñora Jennings! ¡Ah, qué diría él de eso!

Elinor le aconsejó que se tendiera nuevamen-te, y durante unos momentos así lo hizo; peroninguna posición la tranquilizaba, y en un do-loroso desasosiego de alma y cuerpo, cambiabade una a otra postura, alterándose cada vezmás; a duras penas pudo su hermana mante-nerla en la cama y durante algunos momentostemió verse obligada a pedir ayuda. Unas gotasde lavanda, sin embargo, que pudo convencerlade tomar, le sirvieron de ayuda; y desde eseinstante hasta la vuelta de la señora Jenningspermaneció en la cama, callada y quieta.

CAPITULO XXX

A su regreso, la señora Jennings se dirigiódirectamente a la habitación de Elinor y Ma-

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rianne y, sin esperar que respondieran a sullamado, abrió la puerta y entró con aire deverdadera preocupación.

-¿Cómo está, querida? -le preguntó en tonocompasivo a Marianne, que desvió el rostro sinhacer ningún intento por responder.

-¿Cómo está, señorita Dashwood? ¡Pobrecita!Tiene muy mal aspecto. No es de extrañar. Sí,desgraciadamente es verdad. Se va a casarpronto... ¡es un badulaque! No lo soporto. Laseñora Taylor me lo contó hace media hora, y aella se lo contó una amiga íntima de ' la señoritaGrey misma, de otra forma no lo habría podidocreer; quedé abismada al saberlo. Bien, dije,todo lo que puedo decir es que, si es verdad, seha portado de manera abominable con una jo-ven a quien conozco, y deseo con todo el cora-zón que su esposa le atormente la vida. Y se-guiré diciéndolo para siempre, querida, puedeestar segura. No se me ocurre adónde irán aparar los hombres por este camino; y si algunavez me lo vuelvo a encontrar, le daré tal re-

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primenda como no habrá tenido muchas en suvida. Pero queda un consuelo, mi querida seño-rita Marianne: no es el único joven del mundoque valga la pena; y con su linda cara a ustednunca le faltarán admiradores. ¡Ya, pobrecita!Ya no la molestaré más, porque lo mejor seríaque llorara sus penas de una vez por todas yacabara con eso. Por suerte, sabe usted, estanoche van a venir los Parry y los Sanderson, yeso la divertirá.

Salió entonces de la habitación caminando depuntillas, como si creyera que la aflicción de sujoven amiga pudiera aumentar con el ruido.

Para sorpresa de su hermana, Marianne deci-dió cenar con ellas. Elinor incluso se lo des-aconsejó. Pero, “no, iba a bajar; lo soportaríaperfectamente, y el barullo en tomo a ella seríamenor”. Elinor, contenta de que por el momen-to fuera ése el motivo que la guiaba y aunqueno la creía capaz de sentarse a cenar, no dijonada más; así, acomodándole el vestido lo me-jor que pudo mientras Marianne seguía echada

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sobre la cama, estuvo lista para acompañarla alcomedor apenas las llamaron.

Una vez allí, aunque con aire muy desdicha-do, comió más y con mayor tranquilidad de laque su hermana había esperado. Si hubieraintentado hablar o se hubiera dado cuenta de lamitad de las bien intencionadas pero desatina-das atenciones que le dirigía la señora Jennings,no habría podido mantener esa calma; pero suslabios no dejaron escapar ni una sílaba y suensimismamiento la mantuvo en la mayor ig-norancia de cuanto ocurría frente a ella.

Elinor, que valoraba la bondad de la señoraJennings aunque la efusión con que la expresa-ba a menudo era irritante y en ocasiones casiridícula, le manifestó la gratitud y le corres-pondió las muestras de cortesía que su herma-na era incapaz de expresar o realizar por símisma. Su buena amiga veía que Marianne eradesdichada, y sentía que se le debía todo aque-llo que pudiera disminuir su pena. La trató,entonces, con toda la cariñosa indulgencia de

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una madre hacia su hijo favorito en su últimodía de vacaciones. A Marianne debía darse elmejor lugar junto a la chimenea, había que ten-tarla con todos los mejores manjares de la casay entretenerla con el relato de todas las noticiasdel día. Si Elinor no hubiera visto en el tristesemblante de su hermana un freno a todo rego-cijo, habría disfrutado de los esfuerzos de laseñora Jennings por curar un desengaño deamor mediante toda una variedad de confiturasy aceitunas y un buen fuego de chimenea. Sinembargo, apenas la conciencia de todo esto seabrió paso en Marianne por repetirse una y otravez, no pudo seguir ahí. Con una viva exclama-ción de dolor y una señal a su hermana paraque no la siguiera, se levantó y salió a toda pri-sa de la habitación.

¡Pobre criatura! -exclamó la señora Jenningstan pronto hubo salido-. ¡Cómo me apena verla!¡Y miren ustedes, si no se ha ido sin terminar suvino! ¡Y también ha dejado las cerezas confita-das! ¡Dios mío! Nada parece servirle. Créanme

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que si supiera de algo que le apeteciera, man-daría recorrer toda la ciudad hasta encontrarlo.¡Vaya, es la cosa más increíble que un hombrehaya tratado tan mal a una chica tan linda! Perocuando la plata abunda por un lado y escaseatotalmente por el otro, ¡que Dios me ampare!,ya no les importan tales cosas.

-Entonces, la dama en cuestión, la señoritaGrey creo que la llamó usted, ¿es muy rica?

-Cincuenta mil libras, querida mía. ¿La havisto alguna vez? Una chica elegante, muy a lamoda, según dicen, pero nada de guapa. Re-cuerdo muy bien a su tía, Biddy Henshawe; secasó con un hombre muy rico. Pero todos en lafamilia son ricos. ¡Cincuenta mil libras! Y desdetodo punto de vista van a llegar muy a tiempo,porque dicen que él está en la ruina. ¡Era queno, siempre luciéndose por ahí con su calesín ysus caballos y perros de caza! Vaya, sin ánimode enjuiciar, pero cuando un joven, sea quiensea, viene y enamora a una linda chica y lepromete matrimonio, no tiene derecho a desde-

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cirse de su palabra sólo por haberse empobre-cido y que una muchacha rica esté dispuesta aaceptarlo. ¿Por qué, en ese caso, no vende suscaballos, alquila su casa, despide a sus criados,y no da un real vuelco a su vida? Les aseguroque la señorita Marianne habría estado dis-puesta a esperar hasta que las cosas se hubieranarreglado. Pero no es así como se hacen las co-sas hoy en día; los jóvenes de hoy jamás van arenunciar a ningún placer.

-¿Sabe usted qué clase de muchacha es la se-ñorita Grey? ¿Tiene reputación de ser amable?

-Nunca he escuchado nada malo de ella; dehecho, casi nunca la he oído mencionar; excep-to que la señora Taylor sí dijo esta mañana queun día la señorita Walker le insinuó que creíaque el señor y la señora Ellison no lamentaríanver casada a la señorita Grey, porque ella y laseñora Ellison nunca se habían avenido.

-¿Y quiénes son los Ellison?-Sus tutores, querida. Pero ya es mayor de

edad y puede escoger por sí misma; ¡y una lin-

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da elección ha hecho! Y ahora -tras una brevepausa-, su pobre hermana se ha ido a su habita-ción, supongo, a lamentarse a solas. ¿No haynada que se pueda hacer para consolarla? Po-brecita, parece tan cruel dejarla sola. Pero bue-no, poco a poco traeremos nuevos amigos, yeso la divertirá un poco. ¿A qué podemos ju-gar? Sé que ella detesta el whist; pero, ¿no hayningún juego que se haga en ronda que sea desu agrado?

-Mi querida señora, tanta gentileza es com-pletamente innecesaria. Estoy segura de queMarianne no saldrá de su habitación esta no-che. Intentaré convencerla, si es que puedo, deque se vaya a la cama temprano, porque estoysegura de que necesita descansar.

-Claro, eso será lo mejor para ella. Que diga loque quiere comer, y se acueste. ¡Dios! No es deextrañar que haya andado con tan mala cara ytan abatida la semana pasada y la anterior,porque imagino que esta cosa ha estado encimade ella todo ese tiempo. ¡Y la carta que le llegó

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hoy fue la última gota! ¡Pobre criatura! Si lohubiera sabido, por supuesto que no le habríahecho bromas al respecto ni por todo el oro delmundo. Pero entonces, usted sabe, ¿cómo po-dría haberlo adivinado? Estaba segura de queno era sino una carta de amor común y corrien-te, y usted sabe que a los jóvenes les gusta queuno se ría un poco de ellos con esas cosas.¡Dios! ¡Cómo estarán de preocupados sir John ymis hijas cuando lo sepan! Si hubiera estado enmis cabales, podría haber pasado por ConduitStreet en mi camino a casa y habérselo contado.Pero los veré mañana.

-Estoy segura de que no será necesario preve-nir a la señora Palmer y a sir John para que nonombren al señor Willoughby ni hagan la me-nor alusión a lo que ha ocurrido frente a mihermana. Su propia bondad natural les indicarácuán cruel es mostrar en su presencia que sesabe algo al respecto; y mientras menos se mehable a mí sobre el tema, más sufrimientos meahorrarán, como bien podrá saberlo usted, mi

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querida señora.-¡Ay, Dios! Sí, por supuesto. Debe ser terrible

para usted escuchar los comentarios; y respectode su hermana, le aseguro que por nada delmundo le mencionaré ni una palabra sobre eltema. Ya vio usted que no lo hice durante lacena. Y tampoco lo harán ni sir John ni mishijas, porque son muy conscientes y considera-dos, en especial si se lo sugiero, como por ciertolo haré. Por mi parte, pienso que mientras me-nos se diga acerca de estas cosas mejor es y másrápido desaparecen y se olvidan. Y cuándo seha sacado algo de bueno con hablar, ¿no?

-En el caso actual, sólo puede hacer daño...más quizá que en muchos otros similares, por-que éste ha ido acompañado de algunas cir-cunstancias que, por el bien de todos los intere-sados, hacen inconveniente que se transformeen materia de comentario público. Tengo quereconocerle esto al señor Willoughby: no ha rotoningún compromiso efectivo con mi hermana.

-¡Por Dios, querida! No intente defenderlo.

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¡Qué me habla de ningún compromiso efectivodespués de hacerla recorrer toda la casa deAllenham y mostrarle las habitaciones mismasen que iban a vivir de ahí en adelante!

Pensando en su hermana, Elinor no quiso se-guir con el tema, y también por Willoughbyesperaba que no le pidieran hacerlo, pues aun-que Marianne podía perder mucho, era poco loque él podía ganar si se hacía valer la verdad.Tras un corto silencio por ambas partes, la se-ñora Jennings, con todo su característico buenhumor, se embarcó de nuevo en el tema.

-Bueno, querida, como dicen, nadie sabe paraquién trabaja, porque el que saldrá ganandocon todo esto es el coronel Brandon. Al final latendrá; sí, claro, la tendrá. Escuche lo que ledigo, si no van a estar casados ya para el vera-no. ¡Dios! ¡Cómo va a gozar el coronel con estasnoticias! Espero que venga esta noche. Aposta-ría todo a uno a que será una unión mucho me-jor para su hermana. Dos mil al año sin deudasni cargas... excepto, claro está, la jovencita, su

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hija natural; claro, se me olvidaba ella, pero sinmayores gastos la pueden poner de aprendizaen alguna parte, y entonces ya no tendrá nin-guna importancia. Delaford es un sitio muyagradable, se lo aseguro; exactamente lo quellamo un agradable sitio a la antigua, lleno decomodidades y conveniencias; rodeado de unenorme huerto con los mejores frutales de todala región, ¡y qué morera en una esquina! ¡Dios!¡Cómo nos hartamos con Charlotte la única vezque fuimos! Además hay un palomar, unosexcelentes estanques con peces para la mesa yuna preciosa canaleta; en resumen, todo lo queuno podría desear; y, más aún, está cerca de laiglesia y a sólo un cuarto de milla de un caminode portazgo, así que nunca es aburrido, puesbasta ir a sentarse en una vieja glorieta bajo untejo detrás de la casa y se puede ver pasar loscarruajes. ¡Ah, es un hermoso lugar! Un carni-cero cerca en el pueblo y la casa del párroco atiro de piedra. Para mi gusto, mil veces máslindo que Barton Park, donde tienen que reco-

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rrer tres millas para ir por la carne y no hayningún vecino más cerca que la madre de uste-des. Bueno, le daré ánimos al coronel apenaspueda. Ya sabe usted, un clavo saca otro clavo.¡Si pudiéramos sacarle a Willoughby de la men-te!

-Ay, si pudiéramos hacer al menos eso, seño-ra -dijo Elinor-, nos arreglaríamos de lo másbien con o sin el coronel Brandon.

Levantándose, entonces, fue a reunirse conMarianne, a quien encontró, tal como se lohabía esperado, en su habitación, inclinada ensilenciosa desesperación sobre los restos delumbre en la chimenea, que hasta la entrada deElinor habían sido su única luz.

-Mejor me dejas sola -fue toda la señal deatención que dio a su hermana.

-Lo haré -dijo Elinor-, si te vas a la cama.A esto, sin embargo, con la momentánea por-

fía de un ardoroso padecimiento, se negó en unprincipio. Pero los insistentes, aunque gentiles,argumentos de su hermana pronto la conduje-

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ron suavemente a la docilidad; y antes de dejar-la, Elinor la vio recostar su adolorida cabezasobre la almohada y, tal como esperaba, en ca-mino a un cierto sosiego.

En la, sala, adonde entonces se dirigió, prontose le reunió la señora Jennings con un vaso devino, lleno de algo, en la mano.

-Querida -le dijo al entrar-, acabo de recordarque acá en la casa tengo un poco del mejor vinoañejo de Constantia que haya probado, así quele traje un vaso para su hermana. ¡Mi pobreesposo! ¡Cómo le gustaba! Cada vez que le da-ba uno de sus ataques de gota hepática, decíaque nada en el mundo le hacía mejor. Por favor,lléveselo a su hermana.

-Mi querida señora -replicó Elinor, sonriendoante la diferencia de los males para los que lorecomendaba-, ¡qué buena es usted! Pero acabode dejar a Marianne acostada y, espero, casidormida; y como creo que nada le servirá másque el descanso, si me lo permite, yo me beberéel vino.

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La señora Jennings, aunque lamentando nohaber llegado cinco minutos antes, quedó satis-fecha con el arreglo; y Elinor, mientras se lotomaba, pensaba que aunque su efecto en lagota hepática no tenía ninguna importancia enel momento, sus poderes curativos sobre uncorazón desengañado bien podían probarse enella tanto como en su hermana.

El coronel Brandon llegó cuando se encontra-ban tomando el té, y por su manera de mirar asu alrededor para ver si estaba Marianne, Eli-nor se imaginó de inmediato que ni esperaba nideseaba verla ahí y, en suma, de que ya sabía lacausa de su ausencia. A la señora Jennings nose le ocurrió lo mismo, pues poco después de lallegada del coronel cruzó la habitación hasta lamesa de té que presidía Elinor y le susurró:

-Vea usted, el coronel está tan serio comosiempre. No sabe nada de lo ocurrido; vamos,cuénteselo, querida.

Al rato él acercó una silla a la mesa de Elinor,y con un aire que la hizo sentirse segura de que

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estaba plenamente al tanto, le preguntó sobresu hermana.

-Marianne no se encuentra bien -dijo ella-. Haestado indispuesta durante todo el día y lahemos convencido de que se vaya a la cama.

-Entonces, quizá -respondió vacilante-, lo queescuché esta mañana puede ser verdad... puedeser más cierto de lo que creí posible en un co-mienzo.

-¿Qué fue lo que escuchó?-Que un caballero, respecto del cual tenía mo-

tivos para pensar... en suma, que un hombre aquien se sabía comprometido... pero, ¿cómo selo puedo decir? Si ya lo sabe, como es lo másseguro, puede ahorrarme el tener que hacerlo.

-Usted se refiere -respondió Elinor con forza-da tranquilidad- al matrimonio del señor Wi-lloughby con la señorita Grey. Sí, sí sabemostodo al respecto. Este parece haber sido un díade esclarecimiento general, porque hoy mismoen la mañana recién lo descubrimos. ¡El señorWilloughby es incomprensible! ¿Dónde lo es-

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cuchó usted?-En una tienda de artículos de escritorio en

Pall Mall, adonde tuve que ir en la mañana.Dos señoras estaban esperando su coche y unale estaba contando a la otra de esta futura boda,en una voz tan poco discreta que me fue impo-sible no escuchar todo. El nombre de Wi-lloughby, John Willoughby, repetido una y otravez, atrajo primero mi atención, y a ello siguióla inequívoca declaración de que todo estaba yadecidido en relación con su matrimonio con laseñorita Grey; ya no era un secreto, la bodatendría lugar dentro de pocas semanas, y mu-chos otros detalles sobre los preparativos yotros asuntos. En especial recuerdo una cosa,porque me permitió identificar al hombre conmayor precisión: tan pronto terminara la cere-monia partirían a Combe Magna, su propiedaden Somersetshire. ¡No se imagina mi asombro!Pero me seria imposible describir lo que sentí.La tan comunicativa dama, se me informó alpreguntarlo, porque permanecí en la tienda

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hasta que se hubieron ido, era una tal señoraEllison; y ése, según me han dicho, es el nom-bre del tutor de la señorita Grey.

-Sí lo es. Pero, ¿escuchó también que la seño-rita Grey tiene cincuenta mil libras? Eso puedeexplicarlo, si es que algo puede.

-Podría ser así; pero Willoughby es capaz... almenos eso creo -se interrumpió durante un ins-tante, y luego agregó en una voz que parecíadesconfiar de sí misma-; y su hermana, ¿cómolo ha...?

-Su sufrimiento ha sido enorme. Tan sólo mequeda esperar que sea proporcionalmente bre-ve. Ha sido, es la más cruel aflicción. Hastaayer, creo, ella nunca dudó del afecto de Wi-lloughby; e incluso ahora, quizá... pero, por miparte, tengo casi la certeza de que él nunca es-tuvo realmente interesado en ella. ¡Ha sido tanfalso! Y, en algunas cosas, parece haber unacierta crueldad en él.

-¡Ah! -dijo el coronel Brandon-, por cierto quela hay. Pero su hermana no... me parece habér-

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selo oído a usted... no piensa lo mismo que us-ted, ¿no?

-Usted sabe cómo es ella, y se imaginará dequé manera lo justificaría si pudiera.

El no respondió; y poco después, como se re-tirara el servicio de té y se formaran los grupospara jugar a las cartas, debieron dejar de lado eltema. La señora Jennings, que los había obser-vado conversar con gran placer y que esperabaver cómo las palabras de la señorita Dashwoodproducían en el coronel Brandon un instantá-nea júbilo, semejante al que correspondería aun hombre en la flor de la juventud, de la espe-ranza y de la felicidad, llena de asombro lo viopermanecer toda la tarde más pensativo y másserio que nunca.

CAPITULO XXXI

Tras una noche en que había dormido másde lo esperado, Marianne despertó a la mañana

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siguiente para encontrarse sabiéndose tan des-dichada como cuando había cerrado los ojos.

Elinor la animó cuanto pudo a hablar de loque sentía; y antes de que estuviera listo el des-ayuno, habían recorrido el asunto una y otravez, Elinor sin alterar su tranquila certeza yafectuosos consejos, y Marianne manteniendola exacerbación de sus emociones y cambiandouna y otra vez sus opiniones. A ratos creía aWilloughby tan desdichado e inocente comoella; y en otros, se desconsolaba ante la imposi-bilidad de absolverlo. En un momento le eranabsolutamente indiferentes los comentarios delmundo, al siguiente se retiraría de él para siem-pre, y luego iba a resistirlo con toda su fuerza.En una cosa, sin embargo, permanecía constan-te al tratarse ese punto: en evitar, siempre quefuera posible, la presencia de la señora Jen-nings, y en su decisión de mantenerse en abso-luto silencio cuando se viera obligada a sopor-tarla. Su corazón se rehusaba a creer que la se-ñora Jennings pudiera participar en su dolor

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con alguna compasión.-No, no, no, no puede ser -exclamó--, ella es

incapaz de sentir. Su afabilidad no es conmise-ración; su buen carácter no es ternura. Todo loque le interesa es chismorrear, y sólo le agradoporque le doy material para hacerlo.

Elinor no necesitaba escuchar esto para sabercuántas injusticias podía cometer su hermana,arrastrada por el irritable refinamiento de supropia mente cuando se trataba de opinar sobrelos demás, y la excesiva importancia que atri-buía a las delicadezas propias de una gran sen-sibilidad y al donaire de los modales cultiva-dos. Al igual que medio mundo, si más de me-dio mundo fuera inteligente y bueno, Marian-ne, con sus excelentes cualidades y excelentedisposición, no era ni razonable ni justa. Espe-raba que los demás tuvieran sus mismas opi-niones y sentimientos, y calificaba sus motivospor el efecto inmediato que tenían sus accionesen ella. Fue en estas circunstancias que, mien-tras las hermanas estaban en su habitación des-

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pués del desayuno, ocurrió algo que rebajó aúnmás su opinión sobre la calidad de los senti-mientos de la señora Jennings; pues, por supropia debilidad, permitió que le ocasionara unnuevo dolor, aunque la buena señora habíaestado guiada por la mejor voluntad.

Con una carta en su mano extendida y unaalegre sonrisa nacida de la convicción de serportadora de consuelo, entró en la habitacióndiciendo:

-Mire, querida, le traigo algo que estoy segurale hará bien.

Marianne no necesitaba escuchar más. En unmomento su imaginación le puso por delanteuna carta de Willoughby, llena de ternura yarrepentimiento, que explicaba lo ocurrido atoda satisfacción y de manera convincente, se-guida de inmediato por Willoughby en perso-na, abalanzándose a la habitación para reforzar,a sus pies y con la elocuencia de su mirada, lasdeclaraciones de su carta. La obra de un mo-mento fue destruida por el siguiente. Frente a

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ella estaba la escritura de su madre, que hastaentonces nunca había sido mal recibida; y en laagudeza de su desilusión tras un éxtasis quehabía sido de algo más que esperanza, sintiócomo si, hasta ese instante, nunca hubiera su-frido.

No tenía nombre para la crueldad de la seño-ra Jennings, aunque ciertamente hubiera sabidocómo llamarla en sus momentos de más felizelocuencia; ahora sólo podía reprochársela me-diante las lágrimas que le arrasaron-los ojos conapasionada violencia; un reproche, sin embar-go, tan por completo desperdiciado en aquellaa quien estaba dirigido, que ésta, tras muchasexpresiones de compasión, se retiró sin dejar deencomendarle la carta como gran consuelo.Pero cuando tuvo la tranquilidad suficientepara leerla, fue poco el alivio que encontró enella. Cada línea estaba llena de Willoughby. Laseñora Dashwood, todavía confiada en sucompromiso y creyendo con la calidez desiempre en la lealtad del joven, sólo por la in-

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sistencia de Elinor se había decidido a exigir deMarianne una mayor franqueza hacia ambas, yesto con tal ternura hacia ella, tal afecto porWilloughby y tal certeza sobre la felicidad quecada uno encontraría en el otro, que no pudodejar de llorar desesperadamente hasta termi-nar de leer.

De nuevo se despertó en Marianne toda suimpaciencia por volver al hogar; nunca su ma-dre le había sido más querida, incluso por elmismo exceso de su errada confianza en Wi-lloughby, y anhelaba desesperadamente haberpartido ya. Elinor, incapaz de decidir por símisma qué sería mejor para Marianne, si estaren Londres o en Barton, no le ofreció otro con-suelo que la recomendación de paciencia hastaque conocieran los deseos de su madre; y fi-nalmente logró que su hermana accediera aesperar hasta saberlo.

La señora Jennings salió más temprano quede costumbre, pues no podía quedarse tranqui-la hasta que los Middleton y los Palmer pudie-

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ran lamentarse tanto como ella; y rehusandoterminantemente el ofrecimiento de Elinor deacompañarla, salió sola durante el resto de lamañana. Elinor, con el corazón abatido, cons-ciente del dolor que iba a causar y dándosecuenta por la carta a Marianne del escaso éxitoque había tenido en preparar a su madre, sesentó a escribirle relatándole lo ocurrido y apedirle que las guiara en lo que ahora debíanhacer. Marianne, entretanto, que había acudidoa la sala al salir la señora Jennings, se mantuvoinmóvil junto a la mesa donde Elinor escribía,observando cómo avanzaba su pluma, lamen-tando la dureza de su tarea, y lamentando conmás afecto aún el efecto que tendría en su ma-dre.

Llevaban en esto cerca de un cuarto de horacuando Marianne, cuyos nervios no soportabanen ese momento ningún ruido repentino, sesobresaltó al escuchar un golpe en la puerta.

-¿Quién puede ser? -exclamó Elinor-. ¡Y tantemprano! Pensaba que estábamos a salvo.

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Marianne se acercó a la ventana.-Es el coronel Brandon -dijo, molesta-. Nunca

estamos a salvo de él.-Como la señora Jennings está fuera, no va a

entrar.-Yo no confiaría en eso -retirándose a su ha-

bitación-. Un hombre que no sabe qué hacercon su tiempo no tiene conciencia alguna de suintromisión en el de los demás.

Los hechos confirmaron su suposición, aun-que estuviera basada en la injusticia y el error,porque el coronel Brandon sí entró; y Elinor,que estaba convencida de que su preocupaciónpor Marianne lo había llevado hasta allí, y queveía esa preocupación en su aire triste y pertur-bado y en su ansioso, aunque breve, indagarpor ella, no pudo perdonarle a su hermana porjuzgarlo tan a la ligera.

-Me encontré con la señora Jennings en BondStreet -le dijo, tras el primer saludo-, y ella meanimó a venir; y no le fue difícil hacerlo, por-que pensé que sería probable encontrarla a us-

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ted sola, que era lo que quería. Mi propósito...mi deseo, mi único deseo al querer eso... espe-ro, creo que así es... es poder dar consuelo... no,no debo decir consuelo, no consuelo momentá-neo, sino una certeza, una perdurable certezapara su hermana. Mi consideración por ella,por usted, por su madre, espero me permitaprobársela mediante el relato de ciertas circuns-tancias, que nada sino una muy sincera conside-ración, nada sino el deseo de serles útil... creoque lo justifican. Aunque, si he debido pasartantas horas intentando convencerme de quetengo la razón, ¿no habrá motivos para temerestar equivocado? -se interrumpió.

-Lo comprendo -dijo Elinor-. Tiene algo quedecirme del señor Willoughby que pondrá aúnmás a la vista su carácter. Decirlo será el mayorsigno de amistad que puede mostrar por Ma-rianne. Cualquier información dirigida a ese finmerecerá mi inmediata gratitud, y la de ellavendrá con el tiempo. Por favor, se lo ruego,dígamelo.

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-Lo haré; y, para ser breve, cuando dejé Bar-ton el pasado octubre... pero así no lo entende-rá. Debo retroceder más aún. Se dará cuenta deque soy un narrador muy torpe, señoritaDashwood; ni siquiera sé dónde comenzar.Creo que será necesario contarle muy breve-mente sobre mí, y seré muy breve. En un temacomo éste -suspiró profundamente- estaré pocotentado a alargarme.

Se interrumpió un momento para ordenar susrecuerdos y luego, con otro suspiro, continuó.

-Probablemente habrá olvidado por completouna conversación (no se supone que hayahecho ninguna impresión en usted), una con-versación que tuvimos una noche en BartonPark, una noche en que había un baile, en lacual yo mencioné una dama que había conoci-do hace tiempo y que se parecía, en alguna me-dida, a su hermana Marianne.

-Por cierto -respondió Elinor-, no lo he olvi-dado.

El coronel pareció complacido por este re-

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cuerdo, y agregó:-Si no me engaña la incertidumbre, la arbitra-

riedad de un dulce recuerdo, hay un gran pare-cido entre ellas, en mentalidad y en aspecto: lamisma intensidad en sus sentimientos, la mis-ma fuerza de imaginación y vehemencia deespíritu. Esta dama era una de mis parientesmás cercanas, huérfana desde la infancia y bajola tutela de mi padre. Teníamos casi la mismaedad, y desde nuestros más tempranos añosfuimos compañeros de juegos y amigos. Nopuedo recordar algún momento en que no hayaquerido a Eliza; y mi afecto por ella, a medidaque crecíamos, fue tal que quizá, juzgando pormi actual carácter solitario y mi tan poco alegreseriedad, usted me crea incapaz de haberlosentido. El de ella hacia mí fue, así lo creo, tanferviente como el de su hermana al señor Wi-lloughby y, aunque por motivos diferentes, nomenos desafortunado. A los diecisiete años laperdí para siempre. Se casó, en contra de susdeseos, con mi hermano. Era dueña de una

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gran fortuna, y las propiedades de mi familiabastante importantes. Y esto, me temo, es todolo que se puede decir respecto del comporta-miento de quien era al mismo tiempo su tío ytutor. Mi hermano no se la merecía; ni siquierala amaba. Yo había tenido la esperanza de quesu afecto por mí la sostendría ante todas lasdificultades, y por un tiempo así fue; pero fi-nalmente la desdichada situación en que vivía,porque debía soportar las mayores inclemen-cias, fue más fuerte que ella, y aunque me habíaprometido que nada... ¡pero cuán a ciegasavanzo en mi relato! No le he dicho cómo fueque ocurrió esto. Estábamos a pocas horas dehuir juntos a Escocia. La falsedad, o la necedadde la doncella de mi prima nos traicionó. Fuiexpulsado a la casa de un pariente muy lejano,y a ella no se le permitió ninguna libertad, nin-guna compañía ni diversión, hasta que conven-cieron a mi padre de que cediera. Yo había con-fiado demasiado en la fortaleza de Eliza, y elgolpe fue muy severo. Pero si su matrimonio

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hubiese sido feliz, joven como era yo en eseentonces, en unos pocos meses habría termina-do aceptándolo, o al menos no tendría que la-mentarlo ahora. Pero no fue ése el caso. Mi her-mano no tenía consideración alguna por ella;sus diversiones no eran las correctas, y desdeun comienzo la trató de manera inclemente. Laconsecuencia de esto sobre una mente tan jo-ven, tan vivaz, tan falta de experiencia como lade la señora Brandon, no fue sino la esperada.Al comienzo se resignó a la desdicha de su si-tuación; y ésta hubiera sido feliz si ella nohubiera dedicado su vida a vencer el pesar quele ocasionaba mi recuerdo. Pero, ¿puede extra-ñarnos que con tal marido, que empujaba a lainfidelidad, y sin un amigo que la aconsejara ola frenara (porque mi padre sólo vivió algunosmeses más después de que se casaron, y yoestaba con mi regimiento en las Indias Orienta-les), ella haya caído? Si yo me hubiera quedadoen Inglaterra, quizá... pero mi intención eraprocurar la felicidad de ambos alejándome de

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ella durante algunos años, y con tal propósitohabía obtenido mi traslado. El golpe que sumatrimonio significó para mí -continuó con vozagitada- no fue nada, fue algo trivial, si se locompara con lo que sentí cuando, más o menosdos años después, supe de su divorcio. Fue esala causa de esta melancolía... incluso ahora, elrecuerdo de lo que sufrí...

Sin poder seguir hablando, se levantó precipi-tadamente y se dedicó a dar vueltas durantealgunos minutos por la habitación. Elinor, afec-tada por su relato, y aún más por su congoja,tampoco pudo decir palabra. El vio su afliccióny, acercándosele, tomó una de sus manos entrelas suyas, la oprimió y besó con agradecidorespeto. Unos pocos minutos más de silenciosoesfuerzo le permitieron seguir con una ciertacompostura.

-Transcurrieron unos tres años después de es-te desdichado período, antes de que yo volvieraa Inglaterra. Mi primera preocupación, cuandollegué, por supuesto fue buscarla. Pero la bús-

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queda fue tan infructuosa como triste. No puderastrear sus pasos más allá del primero que lasedujo, y todo hacía temer que se había alejadode él sólo para hundirse más profundamente enuna vida de pecado. Su asignación legal no secorrespondía con su fortuna ni era suficientepara subsistir con algún bienestar, y supe pormi hermano que algunos meses atrás le habíadado poder a otra persona para recibirla. El seimaginaba, y tranquilamente podía imaginárse-lo, que el derroche, y la consecuente angustia,la habían obligado a disponer de su dinero parasolucionar algún problema urgente. Finalmen-te, sin embargo, y cuando habían transcurridoseis meses desde mi llegada a Inglaterra, pudeencontrarla. El interés por un antiguo criadoque, después de haber dejado mi servicio, habíacaído en desgracia, me indujo a visitarlo en unlugar de detención donde lo habían recluidopor deudas; y allí, en el mismo lugar, en igualreclusión, se encontraba mi infortunada her-mana. ¡Tan cambiada, tan deslucida, desgasta-

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da por todo tipo de sufrimientos! A duras pe-nas podía creer que la triste y enferma figuraque tenía frente a mí fuera lo que quedaba de laadorable, floreciente, saludable-muchacha dequien alguna vez había estado prendado.Cuánto dolor hube de soportar al verla así...pero no tengo derecho a herir sus sentimientosal intentar describirlo. Ya la he hecho sufrirdemasiado. Que, según todas las apariencias,estaba en las últimas etapas de la tuberculosis,fue... sí, en tal situación fue mi mayor consuelo.Nada podía hacer ya la vida por ella, más alláde darle tiempo para mejor prepararse a morir;y eso se le concedió. Vi que tuviera un aloja-miento confortable y con la atención necesaria;la visité a diario durante el resto de su cortavida: estuve a su lado en sus últimos momen-tos.

Nuevamente se detuvo, intentando recobrar-se; y Elinor dio salida a sus sentimientos a tra-vés de una tierna exclamación de desconsuelopor el destino de su infortunado amigo.

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-Espero que su hermana no se ofenderá -dijo-por la semejanza que he imaginado entre ella ymi pobre infortunada pariente. El destino, y lafortuna que les tocó en suerte, no pueden seriguales; y si la dulce disposición natural de unahubiera sido vigilada por alguien más firme, ohubiera tenido un matrimonio más feliz, habríallegado a ser todo lo que usted alcanzará a verque la otra será. Pero, ¿a qué nos lleva todoesto? Creo haberla angustiado por nada. ¡Ah,señorita Dashwood! Un tema como éste, silen-ciado durante catorce años... ¡es peligroso in-cluso tocarlo! Tengo que concentrarme... ser másconciso. Eti7a dejó a mi cuidado a su única hija,una niñita por ese entonces de tres años deedad, el fruto de su primera relación culpable.Ella amaba a esa niña, y siempre la había man-tenido a su lado. Fue su tesoro más valioso ypreciado el que me encomendó, y gustoso mehabría hecho cargo de ella en el más estrictosentido, cuidando yo mismo de su educación, sinuestras situaciones lo hubieran permitido;

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pero yo no tenía familia ni hogar; y así mi pe-queña Eliza fue enviada a un colegio. La iba aver allí cada vez que podía, y tras la muerte demi hermano (que ocurrió alrededor de cincoaños atrás, dejándome en posesión de los bie-nes de la familia), ella me visitaba con bastantefrecuencia en Delaford. Yo la llamaba una pa-riente lejana, pero estoy muy consciente de queen general se ha supuesto que la relación esmucho más cercana. Hace ya tres años (acababade cumplir los catorce) que la saqué del colegioy la puse al cuidado de una mujer muy respe-table, residente en Dorsetshire, que tenía a sucargo cuatro o cinco otras niñas de aproxima-damente la misma edad; y durante dos años,todo me hacía sentirme muy satisfecho con susituación. Pero en febrero pasado, hace casi unaño, de improviso desapareció. Yo la había au-torizado (imprudentemente, como después seha visto), obedeciendo a sus ardientes deseos,para que fuera a Bath con una de sus amiguitas,cuyo padre se encontraba allí por motivos de

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salud. Yo conocía su reputación como un muybuen hombre, y tenía buena opinión de suhija... mejor de la que se merecía, pues ella, obs-tinándose en el más desatinado sigilo, se negó adecir nada, a dar ninguna pista, aunque obvia-mente estaba al tanto de todo. Creo que él, supadre, un hombre bien intencionado pero nomuy perspicaz, era realmente incapaz de darinformación alguna, pues había estado casisiempre recluido en la casa, mientras las niñascorreteaban por la ciudad estableciendo rela-ciones con quienes se les daba la gana; y él in-tentó convencerme, tanto como lo estaba él, deque su hija nada tenía que ver en el asunto. Enpocas palabras, no pude averiguar nada sinoque se había ido; durante ocho largos meses,todo lo demás quedó sujeto a meras conjeturas.Es de imaginar lo que pensé, lo que temía, ytambién lo que sufrí.

-¡Santo Dios! -exclamó Elinor-. ¡Será posible!¡Podría ser que Willoughby...!

-Las primeras noticias que tuve de ella -conti-

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nuó el coronel- me llegaron en una carta queella misma me envió en octubre pasado. Me laremitieron desde Delaford y la recibí esa mismamañana en que pensábamos ir de excursión aWhitwell; y ésa fue la razón de mi tan repenti-na partida de Barton, que con toda seguridaden ese momento debe haber extrañado a todosy que, según creo, ofendió a algunos. Poco po-día imaginar el señor Willoughby, me parece,cuando con su mirada me reprochó la falta decortesía en que yo habría incurrido al arruinarel paseo, que me solicitaban para prestar ayudaa alguien a quien él había llevado miseria einfelicidad; pero si lo hubiera sabido, ¿de quéhabría servido? ¿Habría estado menos alegre osido menos feliz con las sonrisas de su herma-na? No, ya había hecho aquello que ningúnhombre capaz de alguna compasión haría.¡Había abandonado a la niña cuya juventud einocencia había seducido, dejándola en unasituación de máxima aflicción, sin un hogarrespetable, sin ayuda, sin amigos, sin saber

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dónde encontrarlo! La había abandonado, conla promesa de volver; ni escribió, ni volvió, ni laauxilió.

-¡Qué inconcebible! -exclamó Elinor.-Ahora puede ver cómo es su carácter: derro-

chador, licencioso, y peor aún que eso. Sabién-dolo, como yo lo he sabido desde hace ya mu-chas semanas, imagínese lo que debo habersentido al ver a su hermana tan afecta a él comosiempre, y cuando se me aseguró que iba a ca-sarse con él; imagínese lo que habré sentidopensando en todas ustedes. Cuando vine a ver-la la semana pasada y la encontré sola, estabadecidido a saber la verdad, aunque aún indeci-so en cuanto a qué hacer cuando la supiera. Micomportamiento debe haberle extrañado, peroahora lo entenderá. Tener que verlas a todasustedes engañadas en esa forma; ver a su her-mana... pero, ¿qué podía hacer? No tenía espe-ranza alguna de intervenir con éxito; y en oca-siones pensaba que su hermana aún podíamantener suficiente influencia sobre él para re-

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cuperarlo. Pero tras un trato tan ignominioso,¿quién sabe cuáles serían sus intenciones haciaella? Cualesquiera hayan sido, sin embargo,puede que ahora ella se sienta agradecida de susituación, y sin duda más adelante lo estará,cuando la compare con la de mi pobre Eliza,cuando piense en la situación miserable y des-esperada de esta pobre niña y se la imagine conun afecto tan fuerte por él, tan fuerte como elque ella misma le tiene, y con un espíritu ator-mentado por las autorrecriminaciones, que laacompañarán durante toda su vida. Con todaseguridad esta comparación le servirá de algo.Sentirá que sus propios sufrimientos no sonnada. No provienen de una mala conducta y nopueden traerle desgracia. Al contrario, deberánhacer que en cada uno de sus amigos aumentela amistad hacia ella. La preocupación por sudesdicha y el respeto por la entereza que sub-yace a ella deberán reforzar todos los afectos.Utilice, sin embargo, su propia discreción paracomunicarle lo que le he contado. Usted debe

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saber mejor qué efecto tendrá; y si no hubieracreído muy seriamente y desde el fondo de micorazón que pudiera serle de alguna utilidad,que pudiera aliviar sus padecimientos, no mehabría permitido perturbarla con este relato delas aflicciones que ha debido sufrir mi familia,una narración con la cual podría sospecharseque intento enaltecerme a costa de los demás.

Elinor acogió estas palabras con profundoagradecimiento, asistida también por la certezade que el conocimiento de lo ocurrido sería deimportante provecho para Marianne.

-Para mí han sido más dolorosos -dijo- los es-fuerzos de Marianne por liberarlo de toda cul-pa que ninguna otra cosa, porque eso la alteramás de lo que puede hacer una cabal convic-ción de su indignidad. Aunque al principiosufra mucho, estoy segura de que muy prontoencontrará alivio. Usted -continuó-, ¿ha visto alseñor Willoughby desde que lo dejó en Barton?

-Sí -replicó él gravemente-, una vez. Era in-evitable encontrarme con él una vez.

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Elinor, sobresaltada por su tono, lo miró in-quieta, diciendo:

-¡Cómo! ¿Se encontró con él para...?-No podía ser de otra manera. Eliza me había

confesado, aunque muy a desgana, el nombrede su amante; y cuando él volvió a la ciudad,quince días después de mí, nos citamos paraencontrarnos, él para defender su conducta, yopara castigarla. Retornamos indemnes, y así elencuentro nunca se hizo público.

Elinor suspiró ante lo fantasioso e innecesariode todo ello, pero tratándose de un hombre yun soldado, pretendió no desaprobarlo.

-Esa es -dijo el coronel Brandon tras una pau-sa- la desdichada semejanza entre el destino dela madre y el de la hija, ¡y de qué manera hefallado yo en aquello que se me había enco-mendado!

-¿Todavía está ella en la ciudad?-No; tan pronto se recuperó del parto, puesto

que la encontré próxima a dar a luz, la llevé aella y a su hijo al campo, y allí permanece hasta

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hoy.Al poco rato, pensando que estaba impidien-

do a Elinor acompañar a su hermana, el coroneldio término a su visita, tras volver a recibir deella el más sentido agradecimiento y dejarlallena de piedad y afecto por él.

CAPITULO XXXII

Cuando la señorita Dashwood dio a conoceren detalle esta conversación a su hermana, co-mo lo hizo con gran prontitud, el efecto quetuvo en ésta no fue por completo el que la pri-mera había esperado. No fue que Mariannepareciera desconfiar de la autenticidad de lorelatado, pues a todo prestó la más tranquila ydócil atención, no objetó ni comentó nada, enningún momento intentó justificar a Willough-by, y con sus lágrimas pareció mostrar que sen-tía imposible cualquier justificación. Pero aun-que posteriormente su comportamiento le dio a

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Elinor la certeza de que sí había logrado con-vencerla de la culpabilidad del joven; aunquecomplacida pudo ver que, como consecuencia,Marianne ya no evitaba al coronel Brandoncuando las visitaba, conversaba con él, e inclu-so hasta por iniciativa propia, con una especiede compasivo respeto, y aunque la veía de unánimo menos exasperadamente irritable queantes, no la veía menos desdichada. Su menteestaba estable, pero se había establecido en unsombrío abatimiento. Le dolía más la pérdidade la imagen que tenía de Willoughby que elhaber perdido su amor; el que hubiera seduci-do y abandonado a la señorita Williams, la mi-seria de esa pobre niña y la duda en torno a loque alguna vez pudieron haber sido los propósi-tos del joven hacia ella misma, todo ello la ago-biaba de tal manera que no podía allanarse ahablar de lo que sentía ni siquiera con Elinor; ycon su callado ensimismamiento en sus penas,hacía sufrir a su hermana más que si le hubieraabierto su corazón hablándole una y otra vez

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de ellas.Relatar lo que sintió y dijo la señora Dash-

wood al recibir y responder la carta de Elinorsería tan sólo repetir lo que sus hijas ya habíansentido y dicho; una desilusión apenas menosdolorosa que la de Marianne, y una indignaciónmayor aún que la de Elinor. Una tras otra leshizo llegar largas cartas, en las que les hablabade su dolor y de lo que pensaba; expresaba suansiedad y preocupación por Marianne y lallamaba a soportar con entereza su desgracia.¡Terrible debía ser en verdad la aflicción deMarianne, cuando su madre podía hablar deentereza! ¡Qué vejatorio y humillante debía serel origen de sus lamentos, para que la señoraDashwood no quisiera verla abandonándose aellos!

En contra de sus propios intereses y conve-niencia, la señora Dashwood había decididoque, en ese momento, convendría más a Ma-rianne estar en cualquier lugar menos en Bar-ton, donde todo lo que su vista alcanzaba le

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recordaría intensa y dolorosamente el pasado,al hacerle presente en todo momento a Wi-lloughby tal como allí lo había conocido. Así,les recomendó a sus hijas que por ningún moti-vo acortaran su visita a la señora Jennings, puesaunque nunca habían fijado con exactitud suduración, todos esperaban que abarcaría al me-nos cinco o seis semanas. Allí no podrían eludirlas distintas ocupaciones, los proyectos y lacompañía que Barton no les podía ofrecer yque, según esperaba, podrían de vez en cuandolograr que Marianne, sin darse cuenta, se inte-resara por algo más allá de ella misma e inclusose divirtiera un poco, por mucho que ahorarechazara desdeñosamente ambas posibilida-des.

En cuanto al peligro de encontrarse de nuevocon Willoughby, su madre pensaba que Ma-rianne estaba tan a salvo en la ciudad como enel campo, dado que nadie entre quienes se con-sideraban sus amigos lo admitiría ahora en sucompañía. Nadie, intencionalmente, haría que

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se cruzaran sus caminos; por negligencia, nun-ca estarían expuestos a una sorpresa; y el azartenía menos oportunidad de ocurrir entre lasmultitudes de Londres que en el aislamiento deBarton, donde podría imponerle a ella la pre-sencia del joven durante la visita de éste aAllenham con ocasión de su matrimonio, unhecho que la señora Dashwood había conside-rado en un principio como probable, y que aho-ra había llegado a esperar como cierto.

Tenía aún otro motivo para desear que sus hi-jas permanecieran donde estaban: una carta desu hijastro le había comunicado que él y su es-posa estarían en Londres antes de mediados defebrero, y ella consideraba correcto que vierande vez en cuando a su hermano.

Marianne había prometido dejarse guiar porla opinión de su madre y se sometió entonces aella sin objeciones, a pesar de ser por completodiferente a lo que ella deseaba o esperaba yaunque la creía un perfecto error basado enrazones equivocadas; un error que, además, al

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demandar de ella la permanencia en Londres,la privaba del único alivio posible a su miseria -la íntima compasión de su madre- y la conde-naba a una compañía y a situaciones que leimpedirían conocer ni un solo momento de paz.

No obstante, constituyó un gran consuelo pa-ra Marianne el hecho de que aquello que lehacía daño significara un bien para su herma-na; y Elinor, por su parte, sospechando que nodependería de ella evitar completamente a Ed-ward, se tranquilizó pensando que aunque laprolongación de su permanencia en Londresatentaría contra de su propia felicidad, seríamejor para Marianne que un inmediato retornoa Devonshire.

Su cuidado en proteger a su hermana de es-cuchar el nombre de Willoughby no fue en va-no. Marianne, aunque sin saberlo, cosechó to-dos sus frutos; pues ni la señora Jennings, ni sirJohn, ni siquiera la misma señora Palmer, lomencionaron jamás frente a ella. Elinor deseabaque igualmente se hubieran abstenido de hacer-

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lo en su presencia, pero tal cosa era imposible,y así se veía obligada a escuchar día tras día lasmanifestaciones de indignación de todos ellos.

Sir John no lo habría creído posible. “¡Unhombre de quien siempre había tenido tantosmotivos para pensar bien! ¡Un muchacho detan buen carácter! ¡No creía que hubiera unmejor jinete en toda Inglaterra! Era algo inex-plicable. Deseaba de todo corazón verlo en elinfierno. ¡Nunca más le dirigiría la palabra, enningún lugar donde lo encontrara, por nada delmundo! No, ni siquiera si se lo topara en el al-bergue de Barton y tuvieran que quedarse es-perando dos horas juntos. ¡Ese truhán! ¡Eseperro desleal! ¡Tan sólo la última vez que se ha-bían encontrado, había ofrecido darle uno delos cachorros de Folly! ¡Pues no! ¡Con esto seacababa todo!”

A su manera, la señora Palmer estaba igual-mente enojada. “Estaba decidida a romper deinmediato toda relación con él, y agradecía alcielo no haberlo conocido nunca. Deseaba con

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todo el corazón que Combe Magna no estuvieratan cerca de Cleveland; pero no tenía importan-cia, porque estaba demasiado lejos para visitas;lo odiaba tanto que estaba decidida a no pro-nunciar nunca más su nombre, y le diría a to-dos los que viera que era un badulaque”.

El resto de la adhesión de la señora Palmer ala causa de Marianne se manifestaba en procu-rarse todos los pormenores posibles sobre lapróxima boda, y comunicárselos a Elinor. Pron-to pudo decir qué carrocero estaba construyén-doles su nuevo coche, quién estaba pintando elretrato del señor Willoughby y en qué tiendapodía verse las ropas de la señorita Grey.

La tranquila y cortés despreocupación de la-dy Middleton constituía en estas circunstanciasun grato alivio para el espíritu de Elinor, abru-mado como a menudo estaba por la vocingleracompasión de los demás. Era un bálsamo paraella la seguridad de no despertar ningún interésen al menos una persona de su círculo de amis-tades; un descanso saber que había alguien que

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estaría con ella sin sentir curiosidad algunasobre los pormenores, ni ansiedad por la saludde su hermana.

Suele suceder que las circunstancias del mo-mento lleven a otorgar a cualquier atributo másvalor que el que realmente tiene; y así ocurríaque a veces tanta afanosa conmiseración fasti-diaba a Elinor hasta llevarla a calificar la buenaeducación como más importante para el bienes-tar que el buen corazón.

Lady Middleton manifestaba su parecer sobreel asunto entre una y dos veces al día, si el temasalía a relucir con alguna frecuencia, diciendo:“¡Qué cosa tan terrible, en verdad!”, y medianteeste continuo aunque suave desahogo, no sólofue capaz de ir a ver a las señoritas Dashwooddesde un comienzo sin la menor emoción, sinoque muy pronto sin recordar siquiera una pala-bra de todo el asunto; y habiendo defendido asíla dignidad de su propio sexo y censurado de-cididamente lo que estaba mal en el otro, sesintió en libertad de proteger los intereses de su

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grupo, por lo que decidió (aunque algo en co-ntra de la opinión de sir John) que, como laseñora Willoughby sería una mujer elegante yrica a la vez, le dejaría su tarjeta tan pronto co-mo se hubiera casado.

Las delicadas y siempre prudentes indagacio-nes del coronel Brandon nunca eran mal recibi-das por la señorita Dashwood. Con el amistosocelo con que se había esforzado en aliviarlo, sehabía ganado profusamente el privilegio dediscutir de manera íntima el desengaño de suhermana, y siempre conversaban con enteraconfianza. La principal recompensa del coronelpor el penoso esfuerzo de revelar sufrimientospasados y humillaciones actuales, era la com-pasiva mirada con que Marianne solía obser-varlo y la dulzura de su voz siempre que seveía obligada (aunque ello no ocurría a menu-do) o se obligaba a hablarle. Eran estas cosas lasque le aseguraban que con su esfuerzo habíalogrado aumentar la buena voluntad hacia él, ylas que permitían a Elinor esperar que dicha

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buena voluntad se incrementara aún más; perola señora Jennings, ignorando todo esto, y sa-biendo únicamente que el coronel continuabatan serio como siempre y que no podía persua-dirlo de hacer él mismo su proposición de ma-trimonio ni de encargársela a ella, al cabo dedos días comenzó a pensar que, en vez de paramediados del verano, no habría boda entreellos sino hasta la fiesta de san Miguel, y haciafines de la semana ya pensaba que no habríaboda en absoluto. El buen entendimiento entreel coronel y la mayor de las señoritas Dash-wood más bien llevaba a concluir que los hono-res de la morera, de la canaleta y de la glorietabajo el tejo, todos le corresponderían a ésta; y,por un tiempo, la señora Jennings dejó de pen-sar en el señor Ferrars.

A comienzos de febrero, antes de transcurri-das dos semanas desde la recepción de la cartade Willoughby, Elinor debió hacerse cargo de ladifícil tarea de informar a su hermana de que élse había casado. Se había preocupado de que le

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transmitieran a ella la noticia apenas se supieraque la ceremonia había tenido lugar, pues de-seaba evitar que su hermana se enterara de ellopor los periódicos, que la veía examinar ansio-samente cada mañana.

Marianne recibió la noticia con absoluta com-postura; no hizo ninguna observación al respec-to y al comienzo no derramó ninguna lágrima;pero tras un corto rato estalló en llanto, y por elresto del día permaneció en un estado apenasmenos penoso que cuando recién supo quedebía esperar ese matrimonio.

Los Willoughby abandonaron la ciudad tanpronto como estuvieron casados; y Elinor co-menzó a confiar en que, ahora que no habíapeligro de ver a ninguno de los dos, pudierapersuadir a su hermana, que no se había aleja-do de la casa desde el momento en que recibióel primer golpe, para que poco a poco volvieraa salir como antes.

Alrededor de esas fechas, las dos señoritasSteele, recién llegadas a la casa de su prima en

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Bartlett's Building, Holbom, aparecieron denuevo en la casa de sus más importantes pa-rientes en Conduit y Berkeley Street, lugaresambos en que fueron recibidas con gran cordia-lidad.

Elinor sólo pudo lamentar verlas. Su presen-cia siempre se le hacía penosa, y le costabaenormemente responder con alguna gentilezaal abrumador placer mostrado por Lucy al des-cubrir que todavía estaban en la ciudad.

-Me habría sentido muy decepcionada si yano la hubiera encontrado aquí -repetía una yotra vez, con un fuerte énfasis en la palabra-.Pero siempre pensé que sí iba a estar. Estabacasi segura de que no se iba a ir de Londres porun buen tiempo todavía; aunque usted en Bar-ton me dijo, ¿recuerda?, que no iba a quedarsemás de un mes. Pero en ese momento pensé quelo más probable era que cambiara de opinióncuando llegara el momento. Habría sido unalástima tan grande haberse ido antes de la lle-gada de su hermano y su cuñada. Y ahora, con

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toda seguridad, no tendrá ningún apuro en irse.Estoy increíblemente contenta de que no hayacumplido su palabra.

Elinor la comprendió perfectamente, y se vioobligada a recurrir a todo su dominio sobre símisma para aparentar que no era así.

-Bien, querida -dijo la señora Jennings-, ¿y enqué se vinieron?

-No en la diligencia, se lo aseguro -respondióla señorita Steele con instantáneo júbilo-; vini-mos en coche de posta todo el camino, en lacompañía de un joven muy elegante. El reve-rendo Davies venía a la ciudad, así que pensa-mos alquilar juntos un coche; se comportó de lamanera más gentil, y pagó diez o doce chelinesmás que nosotras.

-¡Vaya, vaya! -exclamó la señora Jennings-.¡Muy bonito! Y el reverendo está soltero, su-pongo.

-Ahí tiene -dijo la señorita Steele, con unasonrisita afectada-; todo el mundo me hacebromas con el reverendo, y no me imagino por

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qué. Mis primas dicen estar seguras de que hiceuna conquista; pero, por mi parte, les aseguroque nunca he pensado ni un minuto en él.“¡Cielo santo, aquí viene tu galán, Nancy!”, medijo mi prima el otro día, cuando lo vio cruzan-do la calle hacia la casa. “¡Mi galán, qué va!”, ledije yo, “No puedo imaginar de quién estáshablando. El reverendo no es para nada pre-tendiente mío”.

-Claro, claro, todo eso suena muy bien... perono servirá de nada: el reverendo es el hombre,ya lo veo.

-¡No, de ninguna manera! -respondió su pri-ma con afectada ansiedad-, y le ruego que lodesmienta sí alguna vez lo oye decir.

La señora Jennings le dio de inmediato todaslas seguridades del caso de que por cierto no loharía, haciendo completamente feliz a la señori-ta Steele.

-Supongo que irá a quedarse con su hermanoy su hermana, señorita Dashwood, cuando ellosvengan a la ciudad -dijo. Lucy, volviendo a la

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carga tras un cese en las insinuaciones hostiles.-No, no creo que lo hagamos.-Oh, sí, yo diría que lo harán.Elinor no quiso darle el gusto y continuar con

sus negativas.-¡Qué agradable que la señora Dashwood

pueda prescindir de ustedes dos durante tantotiempo seguido!

-¡Tanto tiempo, qué va! -interpuso la señoraJennings-. ¡Pero si la visita recién comienza!

Tal respuesta hizo callar a Lucy.-Lamento que no podamos ver a su hermana,

señorita Dashwood -dijo la señorita Steele-.Siento mucho que no esté bien -pues Mariannehabía abandonado la habitación a su llegada.

-Es usted muy amable. También mi hermanalamentará haberse perdido el placer de verlas;pero últimamente ha estado muy afectada condolores de cabeza nerviosos, que la inhabilitanpara las visitas o la conversación.

-¡Ay, querida, qué lástima! Pero tratándose deviejas amigas como Lucy y yo... quizá querría

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vernos a nosotras; y le aseguro que no diríamospalabra.

Elinor, con la mayor cortesía, declinó la pro-posición. “Quizá su hermana estaba acostada, oen bata, y, por tanto, no podía venir a verlas”.

-Ah, pero si eso es todo -exclamó la señoritaSteele- igual podemos ir nosotras a verla a ella.

Elinor comenzó a encontrarse incapaz de so-portar tanta impertinencia; pero se salvó detener que controlarse por la enérgica reprimen-da de Lucy a Anne, que aunque quitaba bastan-te dulzura a sus modales, ahora, como en tantasotras ocasiones, sirvió para dominar los de suhermana.

CAPITULO XXXIII

Tras una cierta oposición, Marianne cedió alos esfuerzos de su hermana y una mañanaaceptó salir con ella y la señora Jennings duran-te media hora. Sin embargo, lo hizo con la ex-

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presa condición de que no harían visitas y quese limitaría a acompañarlas a la joyería Gray enSackville Street, donde Elinor estaba negocian-do el cambio de unas pocas alhajas de su madreque se veían anticuadas.

Cuando se detuvieron en la puerta, la señoraJennings recordó que en el otro extremo de lacalle vivía una señora a quien debía pasar a ver;y como nada tenía que hacer en Gray's, decidióque mientras sus jóvenes amigas cumplían sucometido, ella haría su visita y luego retornaría.

Al subir las escalinatas, las señoritas Dash-wood encontraron tal cantidad de personasdelante de ellas que nadie parecía estar dispo-nible para atender su pedido, y se vieron obli-gadas a esperar. No les quedó más que sentarsecerca del extremo del mostrador que prometíaun movimiento más rápido; sólo un caballerose encontraba allí, y es probable que Elinor nodejara de tener la esperanza de despertar sucortesía para que despacharan pronto su pedi-do. Pero la exactitud de su vista y la delicadeza

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de su gusto resultaron ser mayores que su cor-tesía. Estaba encargando un estuche de mon-dadientes para sí mismo, y hasta que no deci-dió su tamaño, forma y adornos -que combinóa su gusto según su propia inventiva tras exa-minar y analizar durante un cuarto de hora to-dos los estuches de la tienda-, no se dio tiempopara prestar atención a las dos damas, salvodos o tres miradas bastante atrevidas; un tipode interés que sirvió para grabar en Elinor elrecuerdo de una figura y rostro de acusada,natural y genuina insignificancia, aunque acica-lado a la última moda.

Marianne se ahorró los molestos sentimientosde desprecio y resentimiento ante la imperti-nencia con que las había examinado y los jac-tanciosos modales con que el sujeto elegía losdiferentes horrores de los distintos estuchesque se le presentaban, permaneciendo ajena atodo ello; era capaz de ensimismarse en suspensamientos e ignorar todo lo que ocurría a sualrededor en la tienda del señor Gray con la

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misma facilidad que en su propio dormitorio.Por fin el asunto fue resuelto. El marfil, el oro

y las perlas, todos recibieron su ubicación, ytras fijar el último día en que su existencia po-día sostenerse sin la posesión del estuche, elcaballero se calzó los guantes con estudiadacalma y, arrojando otra mirada a las señoritasDashwood, pero una mirada que más parecíapedir admiración que manifestarla, se retirócon un aire satisfecho en que se mezclaban unverdadero engreimiento y una afectada indife-rencia.

Sin pérdida de tiempo, Elinor expuso susasuntos y estaba a punto de concluirlos cuandootro caballero se colocó a su lado. Se volvió amirarlo, y con algo de sorpresa se encontró conque era su hermano.

El afecto y placer que mostraron al encontrar-se fue el suficiente para hacerlos creíbles en latienda del señor Gray. En verdad, John Dash-wood estaba lejos de lamentar volver a ver asus hermanas; más bien, los tres se alegraron y

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él indagó acerca de la madre de ellas en formarespetuosa y atenta.

Elinor se enteró de que él y Fanny llevabandos días en la ciudad.

-Tenía grandes deseos de haberlas visitadoayer -dijo John-, pero fue imposible, porquetuvimos que llevar a Harry a ver a los animalessalvajes en Exeter Exchange y pasamos el restodel día con la señora Ferrars. Harry estaba ab-solutamente feliz. Tenía todas las intencionesde ir a visitarlas boy en la mañana, si es quepodía encontrar una media hora libre, ¡perosiempre hay tanto que hacer cuando recién sellega a la ciudad! He venido acá a encargar unsello para Fanny. Pero creo que con toda segu-ridad mañana podré acudir a Berkeley Street yconocer a la señora Jennings. Tengo entendidoque es dueña de una muy buena fortuna. Y alos Middleton también tienen que presentárme-los. Como son parientes de mi suegra, me com-placerá presentarles mis respetos. Han resulta-do excelentes vecinos para ustedes, según he

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sabido.-Excelentes, sin ninguna duda. Su preocupa-

ción por nuestra comodidad, la amistad que entodo nos han demostrado, van más allá de laspalabras.

-Créanme que me alegra muchísimo escu-charlo; en verdad, muchísimo. Pero era de es-perar: son gente de gran fortuna, están empa-rentados con ustedes, y era natural que lesofrecieran todas las muestras de cortesía y lascomodidades necesarias para hacerles grata lasituación. Entonces, están confortablementeinstaladas en su casita de campo y no les faltanada. Edward nos describió el lugar como algoencantador; lo más completo en su tipo quepodía existir, dijo, y que todas ustedes parecíandisfrutarlo mucho. Para nosotros fue una granalegría saberlo, les aseguro.

Elinor se sintió un poco avergonzada por suhermano, y no lamentó que la llegada del cria-do de la señora Jennings, que venía a decirleque su señora las estaba esperando en la puer-

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ta, la liberara de la necesidad de responderle.El señor Dashwood las acompañó hasta las

escalinatas, fue presentado a la señora Jenningsen la puerta de su carruaje, y tras manifestar denuevo su esperanza de poder visitarlas al díasiguiente, se retiró.

La visita se cumplió como es debido. Llegócon la falsa excusa de que su esposa no habíapodido venir pues “estaba tan ocupada con sumadre, que en verdad no tenía tiempo de ir aninguna otra parte”. La señora Jennings, por suparte, le aseguró de inmediato que ella no seandaba con ceremonias, porque todos eranprimos, o algo así, y que de todas maneras iríamuy pronto a visitar a la señora de John Dash-wood, y que llevaría con ella a sus cuñadas. Eltrato de él hacia ellas, aunque reservado, fuemuy afectuoso; hacia la señora Jennings, desolícita cortesía; y al llegar el coronel Brandonpoco después, lo observó con una curiosidadque parecía decir que sólo esperaba saber queera rico para extender a él idéntica cortesía.

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Tras permanecer media hora, le pidió a Elinorir con él a Conduit Street para que lo presentaraa Sir John y lady Middleton. Como hacía unhermoso día, ella accedió de inmediato. Y nobien se habían alejado de la casa, él comenzó ahacerle preguntas.

-¿Quién es el coronel Brandon? ¿Es un hom-bre de fortuna?

-Sí, tiene una muy buena propiedad en Dor-setshire.

-Me alegro. Parece un hombre muy caballero-so, y creo, Elinor, que puedo felicitarte por laperspectiva de una situación muy respetable enla vida.

-¿A mí, hermano... qué quieres decir?-Le gustas. Lo observé muy de cerca, y estoy

convencido de ello. ¿A cuánto asciende su for-tuna?

-Creo que a dos mil al año.-Dos mil al año. -Y luego, esforzándose por

alcanzar un tono de entusiasta generosidad,agregó-: Elinor, por ti, desearía con todo el co-

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razón que fuera el doble.-Sí, te creo -respondió Elinor-, pero estoy se-

gura de que el coronel Brandon no tiene el me-nor deseo de casarse conmigo.

-Estás equivocada, Elinor; muy equivocada.Con un pequeño esfuerzo de tu parte lo conse-guirías. Quizá por el momento esté indeciso, loescaso de tu fortuna pueda coartarlo o sus ami-gos se lo desaconsejen. Pero esas pequeñasatenciones y estímulos que las damas tan fácil-mente pueden ofrecer, lo persuadirán a pesarde sí mismo. Y no hay razón alguna para queno intentes ganártelo. No debe suponerse quealgún otro afecto que hayas tenido antes... enpocas palabras, tú sabes que un afecto como ésees totalmente imposible, las objeciones son in-superables... eres demasiado sensata para nodarte cuenta. El coronel Brandon es el hombre;y por mi parte, no me ahorraré ninguna amabi-lidad con él, de manera que tú y tu familia leagraden. Es una unión que debe complacer atodos. En fin, es algo que -bajando la voz hasta

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un fatuo susurro- será extremadamente conve-niente para todas las partes. -Reconsiderando lascosas, sin embargo, agregó-: Esto es, quierodecir... todos tus amigos anhelan verte bienestablecida, Fanny en especial, porque tu bien-estar le es muy caro, te lo aseguro. Y a su madretambién, la señora Ferrars, una mujer muybondadosa, estoy cierto de que le daría un granplacer; ella misma lo dijo el otro día.

Elinor no se dignó responder.-Ahora, sería extraordinario -continuó-, algo

muy gracioso, si Fanny pudiera ver a un her-mano y yo a una hermana llegando a una situa-ción estable en sus vidas al mismo tiempo. Y noes muy improbable.

-¿Es que se casa el señor Edward Ferrars? -dijo Elinor con tono resuelto.

-Todavía no está decidido, pero hay algo deeso en el aire. Tiene una excelente madre. La se-ñora Ferrars, con la mayor generosidad, se harápresente y le asignará mil libras anuales si launión tiene lugar. La dama en cuestión es la

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honorable señorita Morton, hija única del falle-cido lord Morton, con treinta mil libras: unaunión muy deseable por ambas partes, y no mecabe duda de que a la larga se materializará.Mil libras anuales es una importante cantidadpara que una madre se deshaga de ella, la cedapara siempre; pero la señora Ferrars tiene unespíritu muy noble. Para darte otro ejemplo desu generosidad: el otro día, apenas llegamos ala ciudad, consciente de que en este momentono abundábamos en dinero, puso en las manosde Fanny doscientas libras en billetes. Algomuy bienvenido, porque nuestros gastos sonenormes acá.

Hizo una pausa esperando su aprobación ysimpatía, y ella se obligó a decir:

-Sin duda los gastos de ustedes, en la ciudady en el campo, deben ser considerables, perotambién cuentan con una buena renta.

-No tan buena, me atrevería a decir, como su-pone mucha gente. No me quejo, sin embargo;sin duda es holgada y, así lo espero, mejorará

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con el tiempo. Actualmente estamos cercandoel ejido de Norland, lo que es un gasto muyserio. Y también hice una pequeña compra estemedio año, la granja de East Kingham, debesrecordarla, allí donde solía vivir el viejo Gib-son. Esas tierras me eran tan convenientes entodo sentido, tan directamente colindantes conmi propiedad, que sentí que era mi deber com-prarlas. No me habría perdonado dejarlas caeren otras manos. Hay que pagar por lo que auno le conviene, y ello sí me ha costado unagran cantidad de dinero.

-¿Más de lo que crees que valen real e intrín-secamente?

-Vamos, espero que no. Podría haberlas ven-dido al día siguiente por más de lo que pagué;pero en cuanto al precio, en verdad habría sidobastante desafortunado, porque en ese momen-to estaban tan bajos los valores, que si nohubiera tenido la cantidad necesaria en el ban-co tendría que haberlas rematado con una granpérdida.

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Elinor no pudo sino sonreír.-Cuando llegamos a Norland tuvimos tam-

bién otro gasto grande inevitable. Nuestro res-petado padre, como bien sabes, legó todos losefectos de Stanhill que quedaban en Norland (ybien valiosos que eran) a tu madre. Lejos estoyde quejarme por ello; el derecho que le asistía adisponer de sus bienes a su antojo es incuestio-nable. Pero, como consecuencia, hemos debidohacer importantes compras de ropa blanca,vajilla, etc., para reemplazar lo que se entregó.Podrás imaginar, tras todos estos gastos, cuánlejos de ser ricos estamos y cuán bienvenida esla bondad de la señora Ferrars.

-Por supuesto -dijo Elinor-; y con el respaldode su generosidad, espero que puedan llegar avivir en condiciones más holgadas.

-Uno o dos años más pueden contribuir mu-cho a ello -respondió él gravemente-; no obs-tante, aún queda mucho por hacer. Todavía nose ha colocado ni una piedra del invernaderode Fanny, y del jardín de flores lo único que

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hay es el proyecto.-¿Dónde estará situado el invernadero?-En la pequeña loma tras la casa. Hemos

echado abajo todos los viejos nogales parahacerle espacio. Será una hermosa vista desdevarias partes del parque, y justo en la pendientefrente a él irá el jardín de flores, así que se verámuy lindo. Ya hemos eliminado los viejos espi-nos que crecían a manchones en la cima.

Elinor se guardó para sí los comentarios y re-paros que tenía al respecto, y agradeció queMarianne no hubiera estado presente paracompartir su irritación.

Habiendo dicho ya lo suficiente para dejar enclaro su pobreza y evitar la necesidad de com-prar un par de aretes para cada una de sushermanas en su siguiente visita a Gray's, suspensamientos tomaron un rumbo más alegre ycomenzó a felicitar a Elinor por tener una ami-ga como la señora Jennings.

-En verdad parece una mujer muy valiosa. Sucasa, su forma de vida, todo habla de una renta

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muy buena, y es una relación que no sólo les hasido de gran utilidad hasta ahora, sino que a lalarga puede resultar materialmente provechosa.La invitación que les ha hecho a la ciudad cier-tamente las favorece; y, de todas maneras, esuna tan buena señal del aprecio en que las tie-ne, que con toda seguridad no las olvidará a lahora de su muerte. Debe tener bastante quedejar.

-Nada en absoluto, diría yo más bien; lo únicoque tiene es el usufructo de los bienes de sumarido, que pasarán a sus hijos.

-Pero es impensable que viva de acuerdo consu renta. Poca gente medianamente prudente lohace; y todo lo que ahorre, podrá repartirlo.

-¿Y no crees más probable que se lo deje a sushijas antes que a nosotras?

-Sus hijas están muy bien casadas, y entoncesno veo la necesidad de que las recuerde más.En cambio, a mi juicio, al tomarlas tan en con-sideración y tratarlas en la forma en que lohace, les ha dado a ustedes una especie de de-

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recho en sus planes futuros que una mujer pre-cavida no debiera pasar por alto. Nada hay másbondadoso que su trato hacia ustedes, y difí-cilmente puede hacerlo sin estar consciente delas expectativas que despierta con ello.

-Pero no despierta ninguna en quienes tienenmás parte en esto. En verdad, hermano, tu pre-ocupación por nuestro bienestar y prosperidadestá llegando demasiado lejos.

-Vaya, por supuesto -dijo él, aparentando unaire reflexivo-, es muy poco, muy poco lo que lagente puede controlar. Pero, mi querida Elinor,¿qué le ocurre a Marianne? Tiene muy mal as-pecto, está de mal color y ha adelgazado mu-cho. ¿Acaso está enferma?

-No está bien, durante las últimas semanas haestado sufriendo de los nervios.

-Lamento saberlo. A su edad, ¡cualquier en-fermedad destruye la lozanía para siempre! ¡Yla suya ha sido tan breve! En septiembre erauna muchacha tan bonita como la mejor que yohaya visto, muy atractiva para los hombres. Su

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tipo de belleza tenía algo muy especialmenteseductor. Recuerdo que Fanny solía decir quese iba casar antes y mejor que tú; no es que ellano te tenga a ti un enorme cariño, pero eso es loque le parecía. Sin embargo, se equivocaba.Dudo que Marianne vaya a casarse ahora conun hombre que valga a lo más quinientas oseiscientas libras al año, y me engañaría muchosi tú no lo haces mejor. ¡Dorsetshire! Conozcomuy poco Dorsetshire, pero, mi querida Elinor,me encantará saber mas; y pienso que puedoprometerte que Fanny y yo estaremos entre tusprimeros y más complacidos visitantes.

Elinor puso gran esmero en intentar conven-cer a su hermano de que no había ninguna po-sibilidad de un matrimonio entre ella y el coro-nel Brandon; pero la expectativa lo alegrabademasiado como para renunciar a ella, y estabadecidido a lograr una relación más cercana conese caballero y alentar el matrimonio a travésde todas las atenciones posibles. Su remordi-miento por no haber hecho nada personalmente

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por sus hermanas creaba en él un enorme afánpor que todos los demás hicieran mucho porellas; y una proposición del coronel Brandon oun legado de la señora Jennings eran los cami-nos más fáciles para compensar su propio des-cuido.

Tuvieron la suerte de encontrar a lady Midd-leton en casa, y sir John llegó antes de que pu-sieran término a su visita. Las cortesías abun-daron de lado y lado. Sir John siempre estabapresto a que le agradara todo el mundo, y aun-que el señor Dashwood no parecía saber muchode caballos, pronto lo tuvo por un buen hom-bre; lady Middleton, en tanto, viendo en suaspecto suficientes elementos a la moda, consi-deró que valía la pena relacionarse con él; y elseñor Dashwood se marchó encantado con am-bos.

-Tendré cosas muy agradables que contarle aFanny -le dijo a su hermana mientras iban deregreso-. ¡Lady Middleton es de verdad unamujer muy elegante! Es el tipo de mujer que a

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Fanny le encantará conocer. Y la señora Jen-nings también, una mujer de excelente trato,aunque no tan elegante como su hija. Tu her-mana, mi esposa, no tiene por qué tener reparosen visitarla, lo que, a decir la verdad, ha sido unpoco el caso, y muy entendiblemente, pues to-do lo que sabíamos era que la señora Jenningsera la viuda de un hombre que había obtenidotodo su dinero por bajos medios; y Fanny y laseñora Ferrars habían decidido de antemanoque ni la señora Jennings ni sus hijas eran eltipo de mujeres con las que Fanny querría rela-cionarse. Pero ahora puedo llevarles las mássatisfactorias referencias sobre ambas.

CAPITULO XXXIV

La señora de John Dashwood confiaba tantoen el criterio de su esposo, que al día siguientemismo acudió a visitar a la señora Jennings y asu hija; y la recompensa de tal confianza fue

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encontrar que incluso la primera, incluso lamujer con quienes se estaban quedando suscuñadas, no era en absoluto indigna de su aten-ción; y en cuanto a lady Middleton, ¡la encontróuna de las mujeres más encantadoras del mun-do!

También a lady Middleton le agradó sobre-manera la señora Dashwood. Había en ambasuna especie de frío egoísmo que las hizo sentir-se mutuamente atraídas; y simpatizaron entresí en un insípido trato circunspecto y una totalfalta de entendimiento.

Los mismos modales, sin embargo, que hicie-ron a la señora de John Dashwood merecedorade la buena opinión de lady Middleton no sa-tisficieron a la señora Jennings, a quien no lepareció más que una mujercita de aire arrogan-te y trato poco cordial, que no mostró ningúnafecto por las hermanas de su esposo y parecíano tener casi nada que decirles; durante el cuar-to de hora que concedió a Berkeley Street, pasópor lo menos siete minutos y medio en silencio.

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A Elinor le habría gustado saber, aunque pre-firió no preguntar, si Edward estaba en la ciu-dad; pero por nada del mundo Fanny habríamencionado voluntariamente su nombre delan-te de ella hasta no poder decirle que el matri-monio con la señorita Morton estaba resuelto, ohasta que las expectativas de su esposo respec-to del coronel Brandon se hubieran ratificado; yello porque creía que todavía estaban tan ape-gados el uno al otro, que nunca era demasiadoel cuidado que se debía poner en mantenerlosseparados de palabra y obra. Sin embargo, elinforme que ella se negaba a dar, muy prontollegó desde otra fuente. No transcurrió muchotiempo antes de que Lucy reclamara de Elinorsu compasión por no haber podido ver todavíaa Edward, aunque él había llegado a la ciudadcon el señor y la señora Dashwood. No se atre-vía a ir a Bartlett's Buildings por miedo a serdescubierto, y aunque era indecible la impa-ciencia de ambos por verse, por el momento loúnico que podían hacer era escribirse.

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Edward no tardó en confirmar por sí mismoque estaba en la ciudad, al acudir dos veces aBerkeley Street. Dos veces encontraron su tarje-ta de visita en la mesa al volver de sus ocupa-ciones matinales. Elinor estaba contenta de quehubiera ido, pero más contenta aún de nohaberse encontrado con él.

Los Dashwood estaban tan portentosamenteencantados con los -Middleton que, aunque noera su costumbre dar nada, decidieron ofreceruna cena en su honor, y a poco de conocerloslos invitaron a Harley Street, donde habíanalquilado una excelente casa por tres meses.Invitaron también a sus hermanas y a la señoraJennings, y John Dashwood se preocupó deasegurar la presencia del coronel Brandon, elcual, siempre feliz de estar allí donde estabanlas señoritas Dashwood, recibió sus afanosascortesías con algo de sorpresa, pero mucho pla-cer. Iban a conocer a la señora Ferrars, peroElinor no pudo saber si sus hijos formarían par-te de la concurrencia. No obstante, la expecta-

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ción por verla a ella fue suficiente para desper-tar su interés en acudir a ese compromiso; puesaunque ahora iba a poder conocer a la madrede Edward sin esa enorme ansiedad que en elpasado le habría sido inevitable, aunque ahorapodía verla con total indiferencia respecto de laopinión que pudiera despertar en ella, su deseode estar en la compañía de la señora Ferrars, sucuriosidad por saber cómo era, eran tan vivoscomo antes.

Muy poco después, todo el interés con que es-peraba la invitación a cenar aumentó, con másintensidad que placer, al saber que tambiénacudirían las señoritas Steele.

Tan buena impresión habían logrado crear desí mismas ante lady Middleton, tan gratas se lehabían hecho por sus infatigables atenciones,que aunque Lucy de ninguna manera era ele-gante, y su hermana ni siquiera bien educada,estaba tan dispuesta como sir John a invitarlas apasar una o dos semanas en Conduit Street; yapenas supieron de la invitación de los Dash-

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wood, las señoritas Steele encontraron que lesera muy conveniente llegar unos pocos díasantes del fijado para la fiesta.

Sus intentos de atraer la atención de la señorade John Dashwood presentándose como lassobrinas del caballero que durante muchosaños había estado al cuidado de su hermano nohabrían sido muy eficaces, sin embargo, paraprocurarles un asiento a su mesa; pero en cuan-to huéspedes de lady Middleton debían serbien recibidas; y Lucy, que por tanto tiempohabía deseado conocer personalmente a la fa-milia para tener una visión más cercana de suscaracteres y de los obstáculos que a ella se lepresentarían, y a la vez la oportunidad de es-forzarse por agradarles, pocas veces había es-tado tan feliz en su vida como cuando recibió latarjeta de la señora de John Dashwood.

El efecto en Elinor fue diferente. De inmedia-to comenzó a pensar que Edward, que vivíacon su madre, debía estar invitado, al igual quesu madre, a una cena organizada por su her-

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mana; ¡y verlo por primera vez, después detodo lo ocurrido, en la compañía de Lucy! ¡Nosabía si podría soportarlo!

Las aprensiones de Elinor quizá no se basa-ban por completo en la razón, y por cierto no enla realidad. Encontraron alivio, sin embargo, noen sus propias reflexiones, sino en la buenavoluntad de Lucy, que creyó infligirle una te-rrible desilusión al decirle que Edward de nin-guna manera estaría en Harley Street el martes,e incluso tenía la esperanza de herirla más aúnconvenciéndola de que tal inasistencia se debíaal enorme afecto que sentía por ella, el cual eraincapaz de ocultar cuando estaban juntos.

Y llegó la importante fecha, ese día martes enque las dos jóvenes serían presentadas a suformidable suegra.

-¡Compadézcame, querida señorita Dash-wood! -dijo Lucy, mientras subían juntas lasescalinatas, pues los Middleton habían llegadotan poco después de la señora Jennings, que elcriado los guió a todos al mismo tiempo-. Na-

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die más aquí sabe lo que siento. Apenas puedotenerme en pie, se lo aseguro. ¡Válgame Dios!¡En unos instantes veré a la persona de quiendepende toda mi felicidad, la que va a ser mimadre!

Elinor podría haber aliviado de inmediato suinquietud sugiriéndole la posibilidad de quefuera la madre de la señorita Morton, y no la deella, la que estaban por conocer; pero en vez dehacer eso, le aseguró, y con gran sinceridad,que sí la compadecía, y ello para gran asombrode Lucy, que aunque en verdad se sentía incó-moda, esperaba al menos ser objeto de irrefre-nable envidia por parte de Elinor.

La señora Ferrars era una mujer pequeña ydelgada, erguida hasta parecer solemne en suaspecto, y seria hasta la acrimonia en su expre-sión. De cutis cetrino, sus facciones eran pe-queñas, sin belleza ni expresividad natural;pero una afortunada contracción del ceño lahabía salvado de la desgracia de un semblantesoso, al proporcionarle los recios rasgos del

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orgullo y el mal carácter. No era mujer de mu-chas palabras, puesto que, a diferencia del co-mún de la gente, las adecuaba a la cantidad desus ideas; y de las pocas sílabas que dejó caer,ni una sola estuvo dirigida a la señorita Dash-wood, a quien miraba con la enérgica determi-nación de no encontrarle nada grato por ningúnmotivo.

A Elinor este comportamiento no podía mo-lestarla ahora. Unos pocos meses antes la habríaherido sobremanera, pero ya no estaba en ma-nos de la señora Ferrars hacerla desgraciada; yla diferencia con que trataba a las señoritasSteele -una diferencia que parecía a propósitopara humillarla aún más- sólo la divertía. Nopodía dejar de sonreír al ver la afabilidad demadre e hija dirigida precisamente hacia la per-sona -porque con ella distinguían en especial aLucy- que, de haber sabido lo que ella sabía;habrían estado más deseosas de mortificar; entanto que ella, que en comparación no teníaningún poder para herirlas, se veía obviamente

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menospreciada por ambas. Pero mientras son-reía ante una afabilidad tan mal dirigida, nopodía pensar en la mezquina necedad que laoriginaba, ni contemplar las estudiadas aten-ciones con que las señoritas Steele buscaban suprolongación sin el más absoluto desprecio porlas cuatro.

Lucy era todo júbilo al sentirse tan honrosa-mente distinguida; y lo único que faltaba a laseñorita Steele para alcanzar una perfecta feli-cidad era que le hicieran alguna broma sobre elreverendo Davies.

La cena fue suntuosa, los criados eran nume-rosos y todo hablaba de la inclinación de ladueña de casa a la ostentación y de la capaci-dad de respaldarla por parte del anfitrión. Apesar de las mejoras y agregados que le estabanhaciendo a su propiedad en Norland, y a pesarde que su dueño había estado a unos pocosmiles de libras de tener que venderla con pér-didas, nada parecía dar señales de esa indigen-cia que él había intentado deducir de todo ello;

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no parecía haber pobreza de ninguna clase,excepto en la conversación... pero allí la defi-ciencia era considerable. John Dashwood notenía mucho que decir que mereciera escuchar-se, y su esposa aún menos. Pero esto no era nin-guna desgracia en especial porque lo mismoocurría con la mayor parte de sus invitados,casi todos víctimas de una u otra de las siguien-tes inhabilidades para ser considerado agrada-ble: falta de juicio, ya sea natural o cultivado;falta de elegancia, falta de espíritu o falta decarácter.

Cuando las señoras se retiraron al salón trasla cena esa indigencia se hizo particularmenteevidente, dado que los caballeros habían enri-quecido la conversación con una cierta varie-dad -la variedad de la politica, del cerco de lastierras y de la doma de caballos-, pero todo esoacabó y un solo tema ocupó a las señoras hastala llegada del café, y éste fue comparar las res-pectivas estaturas de Harry Dashwood y elsegundo hijo de lady Middleton, William, que

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tenían aproximadamente la misma edad.Si los dos niños hubieran estado allí, se po-

dría haber zanjado fácilmente el asunto mi-diéndolos de una vez; pero como sólo estabapresente Harry, todo fue conjeturas por ambaspartes, y cada cual tenía derecho a ser igual-mente terminante en su opinión y a repetirlauna y otra vez todas las veces que quisiera.

Se tomaron los siguientes partidos:Las dos madres, aunque cada una convencida

de que su hijo era el más alto, educadamentevotaron a favor del otro.

Las dos abuelas, con no menos parcialidadpero con mayor sinceridad, apoyaban con igualafán a sus propios vástagos.

Lucy, que por ningún motivo quería compla-cer a una madre menos que a la otra, pensabaque los dos muchachitos eran notablementealtos para su edad, y no podía concebir quehubiera ni siquiera la menor diferencia entreellos; y la señorita Steele, con mayor afán aún,se manifestó tan rápido como pudo a favor de

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cada uno de ellos.Elinor, tras haberse decidido una vez por Wi-

lliam, con lo que ofendió a la señora Ferrars, y aFanny más todavía, no vio- la necesidad de se-guir insistiendo en el punto; y Marianne, cuan-do se le pidió su parecer, ofendió a todo elmundo al declarar que no tenía ninguna opi-nión que dar, ya que nunca había pensado en elasunto.

Antes de abandonar Norland, Elinor habíapintado un par de pantallas muy bonitas parasu cuñada, las cuales, recién montadas y traídasa la casa, decoraban su actual salón; y comoestas pantallas atrajeran la mirada de JohnDashwood al seguir a los otros caballeros adicho aposento, las tomó y se las alargó solíci-tamente al coronel Brandon para que las admi-rara.

-Las hizo la mayor de mis hermanas -le dijo-,y a usted, como hombre de gusto, con toda se-guridad le agradarán. No sé si ya ha visto al-guna de sus obras antes, pero en general tiene

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reputación de dibujar muy bien.El coronel, aunque negando toda pretensión

de ser un entendido, admiró con gran entu-siasmo las pantallas, como lo habría hecho concualquier cosa pintada por la señorita Dash-wood; y como ello por supuesto despertó lacuriosidad de los demás, las pinturas pasaronde mano en mano para ser examinadas portodos. La señora Ferrars, sin saber que eranobra de Elinor, pidió muy en especial mirarlas;y tras haber sido agraciadas con la aprobaciónde lady Middleton, Fanny se las presentó a sumadre, dejándole saber al mismo tiempo, demanera muy considerada, que las había hechola señorita Dashwood.

-Mmm -dijo la señora Ferrars-, muy bonitas -y sin prestarles la menor atención, se las devol-vió a su hija.

Quizá Fanny pensó por un momento que sumadre había sido harto grosera, pues, enroje-ciendo un tanto, dijo de inmediato:

-Son muy bonitas, señora, ¿no es verdad -

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pero entonces probablemente la invadió el te-mor de haber sido demasiado cortés, demasia-do entusiasta en su alabanza, porque de inme-diato agrego- ¿No le parece, señora, que tienenalgo del estilo de pintar de la señorita Morton?Su pintura es realmente deliciosa. ¡Qué bienhecho estaba su último paisaje!

-Muy bien. Pero ella hace todo muy bien.Marianne no pudo soportar esto. Ya estaba

enormemente disgustada con la señora Ferrars;y tan inoportuna alabanza de otra a expensasde Elinor, aunque no tenía la menor idea de loque ello significaba, la impulsó a decir con granvehemencia:

-¡Qué manera más curiosa de elogiar algo! ¿Yqué es la señorita Morton para nosotras?¿Quién la conoce o a quién le importa? Es enElinor que estamos pensando y de quienhablamos.

Y así diciendo, tomó las pinturas de manos desu cuñada para admirarlas como se debía.

La señora Ferrars pareció extremadamente

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enojada, y poniéndose más tiesa que nunca,devolvió la ofensa con esta acre filípica:

-La señorita Morton es la hija de lord Morton.Fanny también parecía muy enojada, y su es-

poso se veía aterrado ante la audacia de su her-mana. Elinor se sentía mucho más herida por lavehemencia de Marianne que por lo que lahabía originado; pero la mirada del coronelBrandon, fija en Marianne, mostraba a las clarasque él sólo había visto cuanto había de amableen. su reacción: el afectuoso corazón incapaz desoportar ni el más mínimo desprecio dirigido asu hermana.

Los sentimientos de Marianne no se detuvie-ron allí. Le parecía que la fría insolencia delcomportamiento general de la señora Ferrarshacia su hermana vaticinaba para Elinor esaclase de obstáculos y aflicciones que su propiocorazón herido le había enseñado a temer; yapremiada por el fuerte impulso de su propiasensibilidad y afecto, después de algunos mo-mentos se acercó a la silla de su hermana y,

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echándole un brazo al cuello y acercando sumejilla a la de ella, le dijo en voz baja pero ur-gente:

-Querida, querida Elinor, no les hagas caso.No dejes que a ti te hagan infeliz.

No pudo decir más; agobiada, ocultó el rostroen un hombro de Elinor y estalló en llanto. To-dos se dieron cuenta, y casi todos se preocupa-ron. El coronel Brandon se puso en pie y se di-rigió hacia ellas sin saber lo que hacía. La seño-ra Jennings, con un muy juicioso “¡Ah, pobreci-ta!”, de inmediato le alargó sus sales; y sir Johnse sintió tan desesperadamente furioso contrael autor de esta aflicción nerviosa, que de in-mediato se cambió de lugar a uno cerca de Lu-cy Steele y, en susurros, le hizo un breve re-cuento de todo el desagradable asunto.

En pocos minutos, sin embargo, Marianne serecuperó lo suficiente para poner fin a todo elalboroto y volver a sentarse con los demás,aunque en su ánimo quedó grabada durantetoda la tarde la impresión de lo ocurrido.

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-¡Pobre Marianne! -le dijo su hermano al co-ronel Brandon en voz baja apenas pudo contarcon su atención-. No tiene tan buena salud co-mo su hermana; es muy nerviosa... no tiene laconstitución de Elinor; y hay que admitir quepara una joven que ha sido una beldad, debe sermuy penoso perder su atractivo personal. Qui-zá usted no lo sepa, pero Marianne era nota-blemente hermosa hasta unos pocos mesesatrás... tan hermosa como Elinor. Y ahora, pue-de usted ver que de eso ya no le queda nada.

CAPITULO XXXV

La curiosidad de Elinor por ver a la señoraFerrars estaba satisfecha. Había encontrado enella todo lo que hacía indeseable una mayorunión entre ambas familias. Había visto lo sufi-ciente de su arrogancia, su mezquindad y sudecidido prejuicio en contra de ella para com-prender todos los obstáculos que habrían difi-

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cultado su compromiso con Edward y pospues-to el matrimonio, si él hubiera estado libre; ycasi había visto lo- suficiente para agradecer,por su propio bien, que el enorme impedimentode su falta de libertad la salvara de sufrir bajoaquellos que podría haber creado la señora Fe-rrars; la salvara de tener que depender de sucapricho o de tener que conquistar su buenaopinión. O al menos, si no era capaz de alegrar-se por ver a Edward encadenado a Lucy, deci-dió que, si Lucy hubiera sido más agradable,tendría que haberse alegrado.

Elinor pensaba con extrañeza cómo Lucy po-día sentirse tan ensalzada por las muestras decortesía de la señora Ferrars; cómo podían ce-garla tanto sus intereses y vanidad como parahacerla creer que la atención que se le prestabaúnicamente porque no era Elinor, era un cum-plido dirigido a ella... o para permitirle sentirseanimada por una preferencia que sólo se leotorgaba por desconocimiento de su verdaderacondición. Pero que así era no sólo lo habían

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manifestado en ese momento los ojos de Lucy,sino que al día siguiente se hizo más claro aún:obedeciendo a sus deseos, lady Middleton ladejó en Berkeley Street con la esperanza de vera Elinor a solas, para contarle lo feliz que era.

La ocasión resultó ser propicia, porque muyluego después de su llegada un mensaje de laseñora Palmer hizo salir a la señora Jennings.

-Mi querida amiga -exclamó Lucy en cuantoestuvieron solas-, vengo a hablarle de cuán felizsoy. ¿Hay acaso algo más halagador que laforma en que ayer me trató la señora Ferrars?¡Qué extremadamente amable fue! Usted sabecuánto temía yo la sola idea de verla; pero ape-nas le fui presentada, su trato fue tan afable quecasi parecía haberse prendado de mí. ¿Verdadque así fue? Usted lo vio todo; ¿y no la dejótotalmente sorprendida?

-En verdad fue muy cortés con usted.-¡Cortés! ¡Cómo puede haber visto sólo corte-

sía! Yo vi mucho más... ¡una amabilidad dirigi-da a nadie más que a mí! Ningún orgullo, nin-

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guna altanería, y lo mismo su cuñada: ¡todadulzura y afabilidad!

Elinor habría querido hablar de otra cosa, pe-ro Lucy la seguía presionando para que recono-ciera que tenía motivos para sentirse tan feliz, yElinor se vio obligada a continuar.

-Sin duda, si hubieran sabido de su compro-miso -le dijo-, nada podría ser más halagadorque la forma en que la trataron; pero no siendoése el caso...

-Me imaginé que diría eso -replicó Lucy conprontitud-; pero por qué razón la señora Fe-rrars iba a aparentar que yo le gustaba, si no eraasí... y agradarle es todo para mí. No podráprivarme de mi satisfacción. Estoy segura deque todo terminará bien y que desaparecerántodos los obstáculos que yo preveía. La señoraFerrars es una mujer encantadora, al igual quesu cuñada. ¡Las dos son adorables! ¡Me sor-prende no haberle escuchado nunca decir cuánagradable es la señora Dashwood!

Para esto Elinor no tenía alguna respuesta

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que dar, y no intentó ninguna.¿Está enferma, señorita Dashwood? Parece

abatida, no habla... con toda seguridad no sesiente, bien. -Nunca mi salud fue mejor.

-Me alegra de todo corazón, pero en verdadno lo parecía. Lamentaría mucho que usted seenfermara... ¡usted que ha sido el mayor con-suelo del mundo para mí! Sólo Dios sabe quéhabría sido de mí sin su amistad.

Elinor intentó una respuesta cortés, aunquedudando mucho de su capacidad de lograrlo.Pero pareció satisfacer a Lucy, quien respondióde inmediato:

-En verdad estoy plenamente convencida desu afecto por mí, y junto al amor de Edward, esmi mayor consuelo. ¡Pobre Edward! Pero ahorahay algo bueno: podremos vemos, y muy amenudo, porque como lady Middleton quedóencantada con la señora Dashwood, me pareceque iremos bastante seguido a Harley Street, yEdward pasa la mitad del tiempo con su her-mana. Además, lady Middleton y la señora

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Ferrars se van a visitar ahora; y la señora Fer-nars y su cuñada fueron tan amables en decirmás de una vez que siempre estarían encanta-das de verme. ¡Son tan encantadoras! Estoysegura de que si alguna vez le cuenta a su cu-ñada lo que pienso de ella, no podrá alabarla losuficiente.

Pero Elinor no quiso darle ninguna esperanzaen cuanto a que le diría algo a su cuñada. Lucyprosiguió:

-Estoy segura de que me habría dado cuentade inmediato si le hubiera desagradado a laseñora Ferrars. Si únicamente me hubierahecho una inclinación de cabeza muy formal,sin decir una palabra, y después hubiera actua-do como si yo no existiera, sin siquiera mirarmecon alguna complacencia... usted sabe a qué merefiero..., si me hubiera dado ese trato intimi-dante, habría renunciado a todo llena de deses-peración. No lo habría soportado. Porquecuando a ella le disgusta algo, sé que lo demues-tra con la mayor rudeza.

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Elinor no pudo dar ninguna respuesta a esteeducado triunfo; se lo impidieron la puerta quese abría de par en par, el criado que anunciabaal señor Ferrars, y la inmediata entrada de Ed-ward.

Fue un momento muy incómodo, y así lo de-mostró el semblante de cada uno de ellos. To-dos adquirieron un aire extremadamente necio,y Edward pareció no saber si abandonar denuevo la habitación o seguir avanzando. Lamismísima circunstancia, en su peor forma, quecada uno había deseado de manera tan fervien-te evitar, se les había venido encima: no sólo seencontraban los tres juntos, sino que ademásestaban juntos sin el paliativo que habría signi-ficado la presencia de cualquier otra persona.Las damas fueron las primeras en recuperar eldominio sobre sí mismas. No le correspondía aLucy adelantarse con ninguna manifestación, yera necesario seguir manteniendo las aparien-cias de un secreto. Debió limitarse así a co-municar su ternura a través de la mirada, y tras

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un ligero saludo, no dijo más.Pero Elinor sí tenía algo más que hacer; y es-

taba tan ansiosa, por él y por ella, de hacerlobien, que tras un momento de reflexión se obli-gó a darle la bienvenida con un aire y modalescasi desenvueltos y casi llanos; y esforzándosey luchando consigo misma un poco más, inclu-so logró mejorarlos. No iba a permitir que lapresencia de Lucy o la conciencia de algunainjusticia hacia ella le impidieran decir que es-taba contenta de verlo y que había lamentadomucho no estar en casa cuando él había ido aBerkeley Street. Tampoco iba a dejarse arredrarpor la observadora mirada de Lucy, que notardó en sentir clavada en ella, privándolo delas atenciones que, en tanto amigo y casi pa-riente, se merecía.

La actitud de Elinor tranquilizó a Edward,que encontró ánimo suficiente para sentarse;pero su turbación todavía era mayor que la delas jóvenes en un grado explicable por las cir-cunstancias, aunque no fuera corriente tratán-

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dose de su sexo, pues carecía de la frialdad decorazón de Lucy y de la tranquilidad de con-ciencia de Elinor.

Lucy, luciendo un aire recatado y plácido, pa-recía decidida a no contribuir en nada a la co-modidad de los otros y se mantuvo en comple-to silencio; y casi todo lo que se dijo nació deElinor, que debió ofrecer voluntariamente todaslas informaciones sobre la salud de su madre,su venida a la ciudad, etc., que Edward debióhaber solicitado, y no solicitó.

Sus afanes no terminaron ahí, pues poco des-pués se sintió heroicamente dispuesta a tomarla decisión de dejar a Lucy y Edward solos, conla excusa de ir a buscar a Marianne; y en ver-dad lo hizo, y con la mayor galanura, pues sedetuvo varios minutos en el descansillo de laescalinata, con la más altiva entereza, antes deir en busca de su hermana. Cuando lo hizo, sinembargo, debieron cesar los arrebatos de Ed-ward, pues la alegría de Marianne la arrastróde inmediato al salón. Su placer al verlo fue

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como todas sus otras emociones, intensas en símismas e intensamente expresadas. Fue a suencuentro extendiéndole una mano, que él to-mó, y saludándolo con voz donde era mani-fiesto un cariño de hermana.

-¡Querido Edward! -exclamó-. ¡Este sí es unmomento feliz! ¡Casi podría compensar todo lodemás!

Edward intentó responder a su amabilidadtal como se lo merecía, pero ante tal testigo nose atrevía a decir ni la mitad de lo que en ver-dad sentía. Volvieron a sentarse, y durante al-gunos momentos todos guardaron silencio;Marianne, entre tanto, observaba con la másexpresiva ternura unas veces a Edward, otras aElinor, lamentando únicamente que el placer deambos se viera estorbado por la inoportunapresencia de Lucy. Edward fue el primero enhablar, y lo hizo para referirse al aspecto cam-biado de Marianne y manifestar su temor deque Londres no le sentara bien.

-¡Oh, no pienses en mí! -replicó ella con ani-

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mosa entereza, aunque se le llenaron los ojos delágrimas al hablar-, no pienses en mi salud. Eli-nor está bien, como puedes ver. Eso debierabastarnos a ti y a mí.

Esta observación no iba a hacerles más fácil lasituación a Edward y a Elinor, ni tampoco con-quistaría la buena voluntad de Lucy, quien mi-ró a Mariana con expresión nada benévola.

-¿Te gusta Londres? -le dijo Edward, deseosode decir cualquier cosa que permitiera cambiarde tema.

-En absoluto. Esperaba encontrar grandes di-versiones aquí, pero no he hallado ninguna.Verte, Edward, ha sido el único consuelo queme ha ofrecido; y ¡gracias a Dios!, tú no hascambiado.

Hizo una pausa; nadie dijo nada. .-Creo, Elinor -agregó Marianne después de

un rato-, que debemos pedir a Edward que nosacompañe en nuestra vuelta a Barton. Estare-mos partiendo en una o dos semanas, me ima-gino; y confío en que él no se negará a aceptar

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esta solicitud.El pobre Edward masculló algo, pero qué fue,

nadie lo supo, ni siquiera él. Pero Marianne,que se dio cuenta de su agitación y que sin ma-yor esfuerzo era capaz de atribuirla a cualquiercausa que le pareciera conveniente, se sintiócompletamente satisfecha y muy pronto co-menzó a hablar de otra cosa.

-¡Qué día pasamos ayer en Harley Street, Ed-ward! ¡Tan aburrido, tan espantosamente abu-rrido! Pero -tengo mucho que contarte al res-pecto, que no puedo decir ahora.

Y con tal admirable discreción, postergó parael momento en que pudieran hablar más enprivado su declaración respecto a haber encon-trado a sus mutuos parientes más insoportablesque nunca, y el especial desagrado que le habíaproducido la madre de él.

-Pero, ¿por qué no estabas tú ahí, Edward?¿Por qué no fuiste?

-Tenía otro compromiso.-¡Otro compromiso! ¿Y cómo, si te esperaban

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tus amigas?-Quizá, señorita Marianne -exclamó Lucy, de-

seosa de vengarse de alguna manera de ella-,usted crea que los jóvenes nunca honran suscompromisos, grandes o pequeños, cuando noles interesa cumplirlos.

Elinor se sintió muy enojada, pero Mariannepareció por completo insensible al sarcasmo deLucy, pues le respondió con gran tranquilidad:

-En realidad, no es así; porque, hablando enserio, estoy segura de que sólo su concienciamantuvo a Edward alejado de Harley Street. Yen verdad creo que su conciencia es delicadísi-ma, la más escrupulosa en el cumplimiento detodos sus compromisos, por insignificantes quesean y aunque vayan en contra de su interés ode su placer. Nadie teme más que él causardolor o destrozar una expectativa, y es la per-sona más incapaz de egoísmo que yo conozca.Sí, Edward, es así y así lo diré. ¡Cómo! ¿Es quenunca vas a permitir que te alaben? Entoncesno puedes ser mi amigo, pues quienes acepten

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mi amor y mi estima deben someterse a mismás abiertos elogios.

El contenido de sus elogios en el caso actual,sin embargo, resultaba particularmente inade-cuado a los sentimientos de dos tercios de suauditorio, y para Edward fue tan poco alenta-dor que muy luego se levantó para marcharse.

-¡Tan pronto te vas! -dijo Marianne-. Mi que-rido Edward, no puedes hacerlo.

Y llevándolo ligeramente a un lado, le susu-rró su convencimiento de que Lucy no se que-daría mucho rato más. Pero incluso este incen-tivo falló, porque persistió en irse; y Lucy, quese habría quedado más tiempo que él aunquesu visita hubiera durado dos horas, poco des-pués se fue también.

-¡Qué la traerá acá tan a menudo! -dijo Ma-rianne en cuanto salió-. ¡Cómo no se daba cuen-ta de que queríamos que se fuera! ¡Qué fastidiopara Edward!

-¿Y por qué? Todas somos amigas de él, y es aLucy a quien ha conocido por más tiempo. Es

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natural que desee verla tanto como a nosotras.Marianne la miró fijamente, y dijo:-Sabes, Elinor, éste es el tipo de cosas que no

soporto escuchar. Si lo dices nada más que paraque alguien te contradiga, como imagino debeser el caso, debieras recordar que yo sería laúltima persona del mundo en hacerlo. No pue-do rebajarme a que me saquen con engañosdeclaraciones que en verdad nadie desea.

Con esto abandonó la habitación, y Elinor nose atrevió a seguirla para decir algo más, puesatada como estaba por la promesa hecha a Lucyde guardar su secreto, no podía dar a Marianneninguna información que pudiera convencerla;y por dolorosas que fueran las consecuenciasde permitirle seguir en el error, estaba obliga-da- a aceptarlas. Todo lo que podía esperar eraque Edward no la expusiera a menudo, y tam-poco se expusiera él, al sinsabor de tener queescuchar las desacertadas muestras de afecto deMarianne, y tampoco a la reiteración de ningúnotro aspecto de las penurias que habían acom-

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pañado su último encuentro... y este últimodeseo, podía confiar plenamente en que secumpliría.

CAPITULO XXXVI

Pocos días después de esta reunión, los pe-riódicos anunciaron al mundo que la esposa deThomas Palmer, Esq., había dado a luz sin con-tratiempos a un hijo y heredero; un párrafomuy interesante y satisfactorio, al menos paratodos los conocidos cercanos que ya estabanenterados de la noticia.

Este suceso, de gran importancia para la feli-cidad de la señora Jennings, produjo una alte-ración pasajera en la distribución de su tiempoy afectó en forma parecida los compromisos desus jóvenes amigas; pues, como deseaba estarlo más posible con Charlotte, iba a verla todaslas mañanas apenas se vestía, y no volvía hastael atardecer; y las señoritas Dashwood, por pe-

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dido especial de los Middleton, pasaban todo eldía en Conduit Street. Si hubiera sido por supropia comodidad, habrían preferido quedarse,al menos durante las mañanas, en la casa de laseñora Jennings; pero no era esto algo que sepudiera imponer en contra de los deseos detodo el mundo. Sus horas fueron traspasadasentonces a lady Middleton y a las dos señoritasSteele, para quienes el valor de su compañía eratan escaso como grande era el afán con queaparentaban buscarla.

Las Dashwood eran demasiado lúcidas paraser buena compañía para la primera; y para lasúltimas eran motivo de envidia, pues las consi-deraban intrusas en sus territorios, partícipesde la amabilidad que ellas deseaban monopoli-zar. Aunque nada había más cortés que el tratode lady Middleton hacia Elinor y Marianne, enrealidad no le gustaban en absoluto. Como nola adulaban ni a ella ni a sus niños, no podíacreer que fueran de buen natural; y como eranaficionadas a la lectura, las imaginaba satíricas:

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quizá no sabía exactamente qué era ser satírico,pero eso carecía de importancia. En el lenguajecomún implicaba una censura, y la aplicaba sinmayor cuidado.

Su presencia coartaba tanto a lady Middletoncomo a Lucy. Restringían el ocio de una y laocupación de la otra. Lady Middleton se sentíaavergonzada frente a ellas por no hacer nada; yLucy temía que la despreciaran por ofrecer laslisonjas que en otros momentos se enorgullecíade idear y administrar. La señorita Steele era lamenos afectada de las tres por la presencia deElinor y Marianne, y sólo dependía de éstasque la aceptara por completo. Habría bastadocon que una de las dos le hiciera un relatocompleto y detallado de todo lo ocurrido entreMarianne y el señor Willoughby, para que sehubiera sentido ampliamente recompensadapor el sacrificio de cederles el mejor lugar juntoa la chimenea después de la cena, gesto que lallegada de las jóvenes exigía. Pero esta ofertaconciliatoria no le era otorgada, pues aunque a

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menudo lanzaba ante Elinor expresiones depiedad por su hermana, y más de una vez dejócaer frente a Marianne una reflexión sobre la -inconstancia de los galanes, no producía nin-gún efecto más allá de una mirada de indife-rencia de la primera o de disgusto en la segun-da. Con un esfuerzo menor aún, se habríanganado su amistad. ¡Si tan sólo le hubieranhecho bromas a causa del reverendo Davies!Pero estaban tan poco dispuestas, igual que lasdemás, a complacerla, que si sir John cenabafuera de casa podía pasar el día completo sinescuchar ninguna otra chanza al respecto sinolas que ella misma tenía la gentileza de dirigir-se.

Todos estos celos y sinsabores, sin embargo,pasaban tan totalmente inadvertidos para laseñora Jennings, que creía que estar juntas eraalgo que encantaba a las muchachas; y así, cadanoche felicitaba a sus jóvenes amigas porhaberse librado de la compañía de una ancianaestúpida durante tanto rato. Algunas veces se

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les unía donde sir John y otras en su propiacasa; pero dondequiera que fuese, siempre lle-gaba de excelente ánimo, llena de júbilo e im-portancia, atribuyendo el bienestar de Charlottea los cuidados que ella le había prodigado ylista para darles un informe tan exacto y de-tallado de la situación de su hija, que sólo lacuriosidad de la señorita Steele podía desear.Había una cosa que la inquietaba, y sobre ella sequejaba a diario. El señor Palmer persistía en laopinión tan extendida entre su sexo, pero tanpoco paternal, de que todos los recién nacidoseran iguales; y aunque ella percibía con todaclaridad en distintos momentos la más asom-brosa semejanza entre este niño y cada uno desus parientes por ambos lados, no había formade convencer de ello a su padre, ni de hacerloreconocer que no era exactamente como cual-quier otra criatura de la misma edad; ni siquie-ra se lo podía llevar a admitir la simple afirma-ción de que era el niño más hermoso del mun-do.

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Llego ahora al relato de un infortunio que poresta época sobrevino a la señora de John Dash-wood. Ocurrió que durante la primera visitaque le hicieron sus dos cuñadas junto a la seño-ra Jennings en Harley Street, otra de sus cono-cidas llegó inesperadamente, circunstancia que,en sí misma, aparentemente no podía causarleningún mal. Pero mientras la gente se dejearrastrar por su imaginación para formarsejuicios errados sobre nuestra conducta y la cali-fique basándose en meras apariencias, nuestrafelicidad estará siempre, en una cierta medida,a merced del azar. En esta ocasión, la dama quehabía llegado al último dejó que su fantasíaexcediera de tal manera la verdad y la pro-babilidad, que el solo escuchar el nombre de lasseñoritas Dashwood y entender que eran her-manas del señor Dashwood, la llevó a concluirde inmediato que se estaban alojando en HarleyStreet; Y. esta mala interpretación produjo co-mo resultado, uno o dos días después, tarjetasde invitación para ellas, al igual que para su

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hermano y cuñada, a una pequeña velada mu-sical en su casa. La consecuencia de esto fueque la señora de John Dashwood debió some-terse no sólo a la enorme incomodidad de en-viar su carruaje a buscar a las señoritas Dash-wood, sino que, peor aún, debió soportar todoel desagrado de parecer hacerles alguna aten-ción: ¿quién podría asegurarle que no iban aesperar salir con ella una segunda vez? Es ver-dad que siempre tendría en sus manos el poderpara frustrar sus expectativas. Pero ello no erasuficiente, porque cuando las personas se em-peñan en una forma de conducta que sabenequivocada, se sienten agraviadas cuando seespera algo mejor de ellas.

Marianne, entretanto, se vio llevada de mane-ra tan paulatina a aceptar salir todos los días,que había llegado a serle indiferente ir a algúnlugar o no hacerlo; se preparaba callada y me-cánicamente para cada uno de los compromisosvespertinos, aunque sin esperar de ellos diver-sión alguna, y muy a menudo sin saber hasta el

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último momento adónde la llevarían.Se había vuelto tan indiferente a su vestimen-

ta y apariencia, que en todo el tiempo que dedi-caba a su arreglo no les prestaba ni la mitad dela atención que recibían de la señorita Steele enlos primeros cinco minutos que estaban juntas,después de estar lista. Nada escapaba a su mi-nuciosa observación y amplia curiosidad; veíatodo y preguntaba todo; no quedaba tranquilahasta saber el precio de cada parte del vestidode Marianne; podría haber calculado cuántostrajes tenía mejor que la misma Marianne; y noperdía las esperanzas de descubrir antes de quese dejaran de ver, cuánto gastaba semanalmen-te en lavado y de cuánto disponía al año parasus gastos personales. Más aún, la impertinen-cia de este tipo de escrutinios se veía coronadapor lo general con un cumplido que, aunquepretendía ir de añadidura al resto de los hala-gos, era recibido por Marianne como la mayorimpertinencia de todas; pues, tras ser sometidaa un examen que cubría el valor y hechura de

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su vestido, el color de sus zapatos y su peinado,estaba casi segura de escuchar que “a fe suya seveía de lo más elegante, y apostaría que iba ahacer muchísimas conquistas”.

Con estas animosas palabras fue despedidaMarianne en la actual ocasión mientras se diri-gía al carruaje de su hermano, el cual estabanlistas para abordar cinco minutos después detenerlo ante su puerta, puntualidad no muygrata a su cuñada, que las había precedido a lacasa de su amiga y esperaba allí alguna demorade parte de las jóvenes que pudiera incomodar-la a ella o a su cochero.

Los acontecimientos de esa noche no tuvieronnada de extraordinario. La reunión, como todaslas veladas musicales, incluía a una buena can-tidad de personas que encontraba real placer enel espectáculo, y muchas más que no obteníanninguno; y, como siempre, los ejecutantes eran,en su propia opinión y en la de sus amigos ín-timos, los mejores concertistas privados de In-glaterra.

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Como Elinor no tenía talentos musicales, nipretendía tenerlos, sin grandes escrúpulos des-viaba la mirada del gran piano cada vez quedeseaba hacerlo, y sin que ni la presencia de unarpa y un violoncelo se le impidieran, contem-plaba a su gusto cualquier otro objeto de la es-tancia. En una de estas miradas errabundas, vioen el grupo de jóvenes al mismísimo de quienhabían escuchado toda una conferencia sobreestuches de mondadientes en Gray's. Poco des-pués lo vio mirándola a ella, y hablándole a suhermano con toda familiaridad; y acababa dedecidir que averiguaría su nombre con esteúltimo, cuando ambos se le acercaron y el señorDashwood se lo presentó como el señor RobertFerrars.

Se dirigió a ella con desenvuelta cortesía ytorció su cabeza en una inclinación que le hizover tan claramente como lo habrían hecho laspalabras, que era exactamente el fanfarrón quele había descrito Lucy. Habría sido una suertepara ella si su afecto por Edward dependiera

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menos de sus propios méritos que del méritode sus parientes más cercanos. Pues en talescircunstancias la inclinación de cabeza de suhermano le habría dado el toque final a lo queel mal humor de su madre y hermana habríancomenzado. Pero mientras reflexionaba conextrañeza sobre la diferencia entre los dos jóve-nes, no le ocurrió que la vacuidad y presunciónde uno le quitara toda benevolencia de juiciohacia la modestia y valía del otro. Por supuestoque eran diferentes, le explicó Robert al descri-birse a sí mismo en el transcurso del cuarto dehora de conversación que mantuvieron; refi-riéndose a su hermano, lamentó la extremadagaucherie que, en su verdadera opinión, le im-pedía alternar en la buena sociedad, atribuyén-dola imparcial y generosamente mucho menosa una falencia innata que a la desgracia dehaber sido educado por un preceptor particu-lar; mientras que en su caso, aunque pro-bablemente sin ninguna superioridad natural omaterial en especial, por la sencilla razón de ha-

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ber gozado de las ventajas de la educación pri-vada, estaba tan bien equipado como el quemás para incursionar en el mundo.

-A fe mía -añadió-, creo que de eso se tratatodo, y así se lo digo a menudo a mi madrecuando se lamenta por ello. “Mi querida seño-ra”, le digo siempre, “no debe seguir preocu-pándose. El daño ya es irreparable, y ha sidopor completo obra suya. ¿Por qué se dejó per-suadir por mi tío, sir Robert, en contra de supropio juicio, de colocar a Edward en manos deun preceptor particular en el momento máscrítico de su vida? Si tan sólo lo hubiera envia-do a Westminster como lo hizo conmigo, en vezde enviarlo al establecimiento del señor Pratt,todo esto se habría evitado”. Así es como siem-pre considero todo este asunto, y mi madre estácompletamente convencida de su error.

Elinor no contradijo su opinión, puesto que,más allá de lo que creyera sobre las ventajas dela educación privada, no podía mirar con nin-gún tipo de beneplácito la estada de Edward en

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la familia del señor Pratt.-Creo que ustedes viven en Devonshire -fue

su siguiente observación-, en una casita decampo cerca de Dawlish.

Elinor lo corrigió en cuanto a la ubicación, y aél pareció sorprenderle que alguien pudieravivir en Devonshire sin vivir cerca de Dawlish.Le otorgó, sin embargo, su más entusiastaaprobación al tipo de casa de que se trataba.

-Por mi parte -dijo-, me fascinan las casas decampo; tienen siempre tanta comodidad, tantaelegancia. Y, lo prometo, si tuviera algún dine-ro de sobra, compraría un pequeño terreno yme construiría una, cerca de Londres, adondepudiera ir en cualquier momento, reunir a unospocos amigos en torno mío y ser feliz. A todo elque piensa edificar algo, le aconsejo que cons-truya una pequeña casa de campo. Un amigo,lord Courtland, se me acercó hace algunos díascon el propósito de solicitar mi consejo, y me

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presentó tres proyectos de Bonomi.* Yo debíaelegir el mejor de ellos. “Mi querido Court-land”, le dije de inmediato, arrojando los tres alfuego, “no aceptes ninguno de ellos, y de todasmaneras constrúyete una casita de campo”. Ycreo que con eso se dijo todo. Algunos piensanque allí no habría comodidades, no habría hol-gura, pero están totalmente equivocados. Elmes pasado estuve donde mi amigo Elliott,cerca de Dartford. Lady Elliott deseaba ofrecerun baile. “Pero, ¿cómo hacerlo?”, me dijo. “Miquerido Ferrars, por favor dígame cómo orga-nizarlo. No hay ni una sola pieza en esta casitadonde quepan diez parejas, ¿y dónde puedeservirse la cena?” Yo advertí de inmediato queno habría ninguna dificultad para ello, así quele dije: “Mi querida lady Elliott, no se preocupe.En el comedor caben dieciocho parejas con todafacilidad; se pueden colocar mesas para naipes

* Joseph Bonomi (1739-1808), arquitecto, miembrode la Royal Academy.

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en la salita; puede abrirse la biblioteca paraservir té y otros refrescos; y haga servir la cenaen el salón”. A lady Elliott le encantó la idea.Medimos el comedor y vimos que daba cabidajusto a dieciocho parejas, y todo se dispuso pre-cisamente según mi plan. De hecho, entonces,puede ver que basta saber arreglárselas paradisfrutar de las mismas comodidades en unacasita de campo o en la mansión más amplia.

Elinor concordó con todo ello, porque no cre-ía que él mereciera el cumplido de una oposi-ción racional.

Como John Dashwood disfrutaba tan pococon la música como la mayor de sus hermanas,también había dejado a su mente en libertad dedivagar; y fue así que esa noche se le ocurrióuna idea que, al volver a casa, sometió a laaprobación de su esposa. La reflexión sobre elerror de la señora Dennison al suponer que sushermanas estaban hospedadas con ellos lehabía sugerido lo apropiado que sería tenerlasrealmente como huéspedes mientras los com-

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promisos de la señora Jennings la manteníanalejada del hogar. El gasto sería insignificante,y no mucho más los inconvenientes; y era, ensuma, una atención que la delicadeza de suconciencia le señalaba como requisito para libe-rarse por completo de la promesa hecha a supadre. Fanny se sobresaltó ante esta propuesta.

-No veo cómo podría hacerse dijo-, sin ofen-der a lady Middleton, puesto que pasan todoslos días con ella; de no ser así, me complaceríamucho hacerlo. Sabes bien que siempre estoydispuesta a brindarles todas las atenciones queme son posibles, y así lo demuestra el hecho dehaberlas llevado conmigo esta noche. Pero soninvitadas de lady Middleton. ¿Cómo puedopedirles que la dejen?

Su esposo, aunque con gran humildad, no ve-ía que sus objeciones fueran convincentes.

-Ya ha pasado una semana de esta forma enConduit Street, y a lady Middleton no le dis-gustaría que ellas les dieran la misma cantidadde días a parientes tan cercanos.

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Fanny hizo una breve pausa y luego, con re-novado vigor, dijo:

-Amor mío, se lo pediría de todo corazón, siestuviera en mi poder hacerlo. Pero acababa dedecidir para mí misma pedir a las señoritasSteele que pasaran unos pocos días conmigo.Son unas jovencitas muy educadas y buenas; ypienso que les debemos esta atención, conside-rando lo bien que se portó su tío con Edward.Verás que podemos invitar a tus hermanas al-gún otro año; pero puede que las señoritasSteele ya no vuelvan a venir a la ciudad. Estoysegura de que te gustarán; de hecho, ya sabesque sí te gustan, y mucho, y lo mismo a mi ma-dre; ¡y a Harry le gustan tanto!

El señor Dashwood se convenció. Entendió lanecesidad de invitar a las señoritas Steele de in-mediato, mientras la decisión de invitar a sushermanas algún otro año tranquilizaba su con-ciencia; al mismo tiempo, sin embargo, tenía lasagaz sospecha de que otro año haría innecesa-ria la invitación, ya que traería a Elinor a la ciu-

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dad como esposa del coronel Brandon, y a Ma-rianne como huésped de ellos.

Fanny, regocijándose por su escapada y orgu-llosa del rápido ingenio que se la había facilita-do, le escribió a Lucy la mañana siguiente, soli-citándole su compañía y la de su hermana du-rante algunos días en Harley Street apenas ladyMiddleton pudiera prescindir de ellas. Ello fuesuficiente para hacer a Lucy verdadera y razo-nablemente feliz. ¡La señora Dashwood parecíaestar personalmente disponiendo las cosas ensu favor, alimentando sus esperanzas, favore-ciendo sus intenciones! Una oportunidad tal deestar con Edward y su familia era, por sobretodas las cosas, de la mayor importancia parasus intereses; y la invitación, lo más grato quepodía haber para sus sentimientos. Era unaoportunidad frente a la cual todo agradeci-miento parecía pobre, e insuficiente la veloci-dad con que se la aprovechara; y respecto de lavisita a lady Middleton, que hasta ese momentono había tenido límites precisos,- repentina-

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mente se descubrió que siempre había estadopensada para terminar en dos días más.

Cuando a los diez minutos de haberla recibi-do le mostraron a Elinor la nota, debió compar-tir por primera vez parte de las expectativas deLucy; tal muestra de desacostumbrada gentile-za, dispensada a tan poco tiempo de conocerse,parecía anunciar que la buena voluntad haciaLucy se originaba en algo más que una merainquina hacia ella, y que el tiempo y la cercaníapodrían llegar a secundar a Lucy en todos susdeseos. Sus adulaciones ya habían subyugadoel orgullo de lady Middleton y encontrado elcamino hacia el frío corazón de la señora deJohn Dashwood; y tales resultados ampliabanlas probabilidades de otros mayores aún.

Las señoritas Steele se trasladaron a HarleyStreet, y todo cuanto llegaba a Elinor sobre suinfluencia allí la hacía estar más a la expectativadel acontecimiento. Sir John, que las visitó másde una vez, trajo noticias asombrosas para to-dos sobre el favor en que se las tenía. La señora

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Dashwood jamás en toda su vida había encon-trado a ninguna joven tan agradable como aellas; le había regalado a cada una un acerico,hecho por algún emigrado; llamaba a Lucy porsu nombre de pila, y no sabía si alguna vez ibaa poder separarse de ellas.

CAPITULO XXXVII

La señora Palmer se encontraba tan bien altérmino de una quincena, que su madre sintióque ya no era necesario destinarle todo sutiempo a ella; y contentándose con visitarla unao dos veces al día, dio fin a esta etapa para vol-ver a su propio hogar y a sus propias costum-bres, encontrando a las señoritas Dashwoodmuy dispuestas a retomar la parte que habíandesempeñado en ellas.

Al tercer o cuarto día tras haberse reinstaladoen Berkeley Street, la señora Jennings, recién devuelta de su visita cotidiana a la señora Palmer,

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entró con un aire de tan apremiante importan-cia en la sala donde Elinor se encontraba a so-las, que ésta se preparó para escuchar algo pro-digioso; y tras haberle dado sólo el tiempo ne-cesario para formarse tal idea, comenzó de in-mediato a fundamentarla diciendo: .

-¡Cielos! ¡Mi querida señorita Dashwood!¿Supo la noticia?

-No, señora. ¿De qué se trata?-¡Algo tan extraño! Pero ya le contaré todo.

Cuando llegué donde el señor Palmer, encontréa Charlotte armando todo un alboroto en tomoal niño. Estaba segura de que estaba muy en-fermo: lloraba y estaba molesto, y estaba todocubierto de granitos. Lo examiné entonces decerca, y “¡Cielos, querida!”, le dije. “No es nada,sólo un sarpullido”, y la niñera dijo lo mismo.Pero Charlotte no, ella no estaba satisfecha, asíque enviaron por el señor Donovan; y por suer-te acababa de llegar de Harley Street, así quefue de inmediato, y apenas vio al niño dijo lomismo que nosotras, que no era nada sino un

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sarpullido, y ahí Charlotte se quedó tranquila.Y entonces, justo cuando se iba, me vino a lacabeza, y no sé cómo se me fue a ocurrir pensaren eso, pero se me vino a la cabeza preguntarlesi había alguna noticia. Y entonces él puso esasonrisita afectada y tonta, y fingió todo un airede gravedad, como si supiera esto y lo otro,hasta que al fin susurró: “Por temor a que al-gún informe desagradable llegara a las jóvenesbajo su cuidado sobre la indisposición de sucuñada, creo aconsejable decir que, en mi opi-nión, no hay motivo de alarma; confío en que laseñora Dashwood se recupere perfectamente”.

-¡Cómo! ¿Está enferma Fanny?-Es lo mismo que yo le dije, querida. “¡Cie-

los!”, le dije. “¿Está enferma la señora Dash-wood?” Y allí salió todo a la luz; y en pocaspalabras, según lo que me pude dar cuenta,parece ser esto: el señor Edward Ferrars, elmismísimo joven con quien yo solía hacerle austed bromas (aunque, como han resultado lascosas, ahora estoy terriblemente contenta de

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que en verdad no hubiera nada de eso), el señorEdward Ferrars, al parecer, ¡ha estado com-prometido desde hace más de un año con miprima Lucy! ¡Ahí tiene, querida! ¡Y sin que na-die supiera ni una palabra del asunto, salvoNancy! ¿Lo habría creído posible? No es enabsoluto extraño que se gusten, ¡pero que lascosas avanzaran tanto entre ellos, y sin quenadie lo sospechara! ¡Eso sí que es extraño!Nunca llegué a verlos juntos, o con toda segu-ridad lo habría descubierto de inmediato. Bue-no, y entonces mantuvieron todo esto muy ensecreto por temor a la señora Ferrars, y ni ellani el hermano de usted ni su cuñada sospe-charon nada de todo el asunto... hasta que estamisma mañana, la pobre Nancy, que, comousted sabe, es una criatura muy bien intencio-nada, pero nada en el terreno de las conspira-ciones, lo soltó todo. “¡Cielos!, pensó para sí, “letienen tanto cariño a Lucy, que seguro no seopondrán a ello”; y así, vino y se fue donde sucuñada, señorita Dashwood, que estaba sola

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bordando su tapiz, sin imaginar lo que se levenía encima... porque acababa de decirle a suhermano, apenas hacía cinco minutos, que pen-saba armarle a Edward un casamiento con lahija de algún lord, no me acuerdo cuál. Así queya puede imaginar el golpe que fue para suvanidad y orgullo. En seguida le dio un ataquede histeria, con tales gritos que hasta llegaron aoídos de su hermano, que se encontraba en supropio gabinete abajo, pensando en escribir unacarta a su mayordomo en el campo. Entoncesvoló escaleras arriba y allí ocurrió una escenaterrible, porque para entonces se les había uni-do Lucy, sin soñar siquiera lo que estaba pa-sando. ¡Pobre criatura! La compadezco. Ycréame, pienso que se comportaron muy duroscon ella; su cuñada la reprendió hecha una fu-ria, hasta hacerla desmayarse. Nancy, por suparte, cayó de rodillas y lloró amargamente; ysu hermano se paseaba por la habitación di-ciendo que no sabía qué hacer. La señoraDashwood dijo que las jóvenes no podrían

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quedarse ni un minuto más en la casa, y suhermano también tuvo que arrodillarse paraconvencerla de que las dejara al menos hastaque hubiesen empacado sus ropas. Y entoncesella tuvo otro ataque de histeria, y él estaba tanasustado que mandó a buscar al señor Dono-van, y el señor Donovan encontró la casa todaconmocionada. El carruaje estaba listo en lapuerta para llevarse a mis pobres primas, yjusto estaban subiéndose cuando él salió; lapobre Lucy, me contó, estaba en tan malas con-diciones que apenas podía caminar; y Nancyestaba casi igual de mal. Déjeme decirle que notengo paciencia con su cuñada; y espero contodo el corazón que se casen, a pesar de su opo-sición. ¡Dios! ¡Cómo se va a poner el pobre se-ñor Edward cuando lo sepa! ¡Que hayan mal-tratado así a su amada! Porque dicen que laquiere enormemente, con todas sus fuerzas.¡No me extrañaría que sintiera la mayor de laspasiones! Y el señor Donovan piensa lo mismo.Conversamos mucho con él sobre esto; y lo

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mejor de todo es que él volvió a Harley Street,para estar a mano cuando se lo dijeran a la se-ñora Ferrars, porque enviaron por ella apenasmis primas dejaron la casa y su cuñada estabasegura de que también ella se iba a poner histé-rica; y bien puede ponerse, por lo que a mí meimporta. No le tengo compasión a ninguno deellos. Nunca he conocido a gente que haga tan-to alboroto por asuntos de dinero y de grande-za. No hay ningún motivo en el mundo por elque el señor Edward y Lucy no deban casarse;estoy segura de que la señora Ferrars puedepermitirse velar muy bien por su hijo; y aunqueLucy personalmente casi no tiene nada, sabemejor que nadie cómo sacar el mayor provechode cualquier cosa; y yo diría que si la señoraFerrars le asignara aunque fueran quinientaslibras anuales, podría hacerlas lucir lo mismoque otra persona haría con ochocientas. ¡Cielos!¡Qué cómodos podrían vivir en una casita comola de ustedes, o un poco más grande, con dosdoncellas y dos criados; y creo que yo podría

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ayudarlos en lo de las doncellas, porque la mía,Betty, tiene una hermana desocupada que lesvendría perfectamente!

La señora Jennings finalizó su discurso, ycomo Elinor tuvo tiempo suficiente para orde-nar sus pensamientos, pudo responder y hacerlos comentarios que se suponía debía despertaren ella el tema en cuestión. Contenta de saberque no era sospechosa de tener ningún interésparticular en él y que la señora Jennings (comoúltimamente varias veces le había parecido serel caso) ya no se la imaginaba encariñada conEdward; y feliz sobre todo porque no estuvieraahí Marianne, se sintió muy capaz de hablar delasunto sin turbarse y dar una opinión impar-cial, según creía, sobre la conducta de cada unode los interesados.

No sabía Elinor muy bien cuáles eran en ver-dad sus propias expectativas al respecto, aun-que se esforzó seriamente en alejar de ella laidea de que pudiera terminar de otra forma quecon el matrimonio de Edward y Lucy. Sí estaba

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ansiosa de saber lo que diría y haría la señoraFerrars, aunque no cabían muchas dudas encuanto a su naturaleza, y más ansiosa aún desaber cómo se comportaría Edward. Sentía bas-tante compasión por él; por Lucy, muy poca... eincluso le costó algo de trabajo procurar esepoco; por el resto, ninguna.

Como la señora Jennings no cambiaba de te-ma, muy pronto Elinor advirtió que sería nece-sario preparar a Marianne para discutirlo. Sinpérdida de tiempo había que desengañarla,ponerla al tanto de la verdad y conseguir queescuchara los comentarios de los demás sinrevelar ninguna inquietud por su hermana, ytampoco ningún resentimiento hacia Edward.

Penosa era la tarea que debía cumplir Elinor.Iba a tener que destruir lo que en verdad creíaser el principal consuelo de su hermana: dardetalles acerca de Edward que temía lo haríandesmerecer para siempre a los ojos de Marian-ne; y hacer que por el parecido entre sus situa-ciones, que ante la viva imaginación de ella pa-

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recería enorme, debiera revivir una vez más supropia desilusión. Pero ingrata como debía sertal tarea, había que cumplirla y, en consecuen-cia, Elinor se apresuró a hacerlo.

Lejos estaba de desear detenerse demasiadoen sus propios sentimientos o de mostrar quesufría mucho, a no ser que el dominio sobre símisma que había practicado desde el momentoen que supo del compromiso de Edward le in-dicara que sería útil frente a Marianne. Su rela-to fue claro y sencillo; y aunque no pudo estardesprovisto de emoción, no fue acompañado nide agitación violenta ni de arrebatos de dolor.Eso correspondía más a la oyente, porque Ma-rianne escuchó todo horrorizada y lloró sinparar. Por lo general, Elinor tenía que consolara los demás cuando ella estaba afligida tantocomo cuando ellos lo estaban; y así, confortó aMarianne al ofrecerle la certidumbre de su pro-pia tranquilidad y una vigorosa defensa deEdward frente a todos los cargos, salvo el deimprudencia.

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Pero Marianne no dio crédito durante unbuen rato a ninguno de los argumentos de Eli-nor. Edward parecía un segundo Willoughby; ysi Elinor admitía, como lo había. hecho, que sílo había amado muy sinceramente, ¡cómo po-día sentir menos que ella! En cuanto a LucySteele, la consideraba tan absolutamente des-preciable, tan completamente incapaz de atraera ningún hombre sensible, que no la iban a po-der convencer primero de creer, y después deperdonar, que Edward hubiera sentido antesningún afecto por ella. Ni siquiera admitía quehubiese sido algo natural; y Elinor abandonósus esfuerzos, dejando que algún día la con-venciera de que así eran las cosas lo único quepodía llegar a convencerla: un conocimientomás profundo de la humanidad.

En su primer intento de comunicación, no ha-bía podido ir más allá de establecer el hecho delcompromiso y el tiempo que tenía de existen-cia. Irrumpieron entonces las emociones deMarianne, poniendo fin a todo orden en la des-

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cripción de los Pormenores; y durante algunosmomentos, todo lo que pudo hacerse fue cal-mar su aflicción, tranquilizar sus temores ycombatir su resentimiento. La Primera pregun-ta que hizo, que abrió el camino a nuevos deta-lles, fue:

-¿Y hace cuánto tiempo que lo sabes, Elinor?¿Te ha escrito él?

-Lo he sabido desde hace cuatro meses. Cuan-do Lucy fue por primera vez a Barton Park ennoviembre pasado, me habló en privado de sucompromiso.

Ante estas palabras, Marianne expresó consus ojos lo que sus labios no podían formular.Tras un momento de asombrado silencio, ex-clamó:

-¡Cuatro meses! ¿Lo has sabido durante cua-tro meses?

Elinor lo confirmó.-¡Cómo! ¿Mientras cuidabas de mí cuando yo

estaba sumida en el dolor, tu corazón cargabacon todo esto? ¡Y yo que te he reprochado ser

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feliz!-No era conveniente que en esos momentos tú

supieras cuán opuesto a eso era mi sentir.-¡Cuatro meses! -volvió a exclamar Marianne-

. ¡Y tú tan tranquila, tan alegre! ¿En qué te hassostenido?

-En sentir que estaba cumpliendo mi deber.Mi promesa a Lucy me imponía el secreto. Ledebía a ella, entonces, evitar cualquier indiciode la verdad; y le debía a mi familia y a misamigos evitarles una preocupación por causamía que no estaría en mis manos solucionar.

Lo anterior pareció sacudir fuertemente a Ma-rianne.

-A menudo he querido sacarte a ti y a mamádel engaño -añadió Elinor-, y una o dos veceshe intentado hacerlo; pero sin traicionar la con-fianza que habían depositado en mí, jamás lashabría convencido.

-¡Cuatro meses! ¡Y todavía lo amabas!-Sí, pero no lo amaba sólo a él; y mientras me

importara tanto el bienestar de otras personas,

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me alegraba ahorrarles el conocimiento de lomucho que sufría. Ahora puedo pensar yhablar de todo ello sin gran emoción. No que-rría que sufrieras por causa mía; porque te ase-guro que yo ya no sufro excesivamente. Tengomuchas cosas en qué apoyarme. No creo habercausado esta desilusión con ninguna impru-dencia mía y la he sobrellevado, en lo que meha sido posible, sin esparcirla a mi alrededor.Absuelvo a Edward de toda conducta en esen-cia impropia. Le deseo mucha felicidad; y estoytan segura de que siempre cumplirá con su de-ber que, aunque ahora pueda abrigar algúnarrepentimiento, a la larga será feliz. Lucy nocarece de juicio, y ése es el fundamento sobre elque se puede construir todo lo que es bueno. Ydespués de todo, Marianne, después de lo fas-cinante que puede ser la idea de un amor únicoy permanente y de todo cuanto pueda ponde-rarse una felicidad que depende por completode una persona en especial, las cosas no sonasí... no es adecuado... no es posible que lo

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sean. Edward se casará con Lucy; se casará conuna mujer superior en aspecto e inteligencia ala mitad de las personas de su sexo; y el tiempoy la costumbre le enseñarán a olvidar que algu-na vez creyó a alguna otra superior a ella.

-Si es así como piensas -dijo Marianne-, sipuede compensarse tan fácilmente la pérdidade lo que es más valioso, tu aplomo y tu domi-nio sobre ti misma son quizá un poco menosasombrosos. Se acercan más a lo que yo puedocomprender.

-Te entiendo. Supones que mis sentimientosnunca han sido muy fuertes. Durante cuatromeses, Marianne, todo esto me ha pesado en lamente sin haber podido hablar de ello a nadieen el mundo; sabiendo que, cuando lo supieran,tú y mi madre serían enormemente desgracia-das, y aun así impedida de prepararlas paraello ni en lo más mínimo. Me lo contó... de al-guna manera me fue impuesto por la mismapersona cuyo más antiguo compromiso destro-zó todas mis expectativas; y me lo contó, así lo

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pensé, con aire de triunfo. Tuve, por tanto, quevencer las sospechas de esta persona intentan-do parecer indiferente allí donde mi interés eramás profundo. Y no ha sido sólo una vez; una yotra vez he tenido que escuchar sus esperanzasy alegrías. Me he sabido separada de Edwardpara siempre, sin saber de ni siquiera una cir-cunstancia que me hiciera desear menos launión. Nada hay que lo haya hecho menos dig-no de aprecio, ni nada que asegure que le soyindiferente. He tenido que luchar contra la ma-la voluntad de su hermana y la insolencia de sumadre, y he sufrido los castigos de querer aalguien sin gozar de sus ventajas. Y todo estoha estado ocurriendo en momentos en que,como tan bien lo sabes, no era el único dolorque me afligía. Si puedes creerme capaz de sen-tir alguna vez... con toda seguridad podríassuponer que he sufrido ahora. La tranquila me-sura con que actualmente he llegado a tomar loocurrido, el consuelo que he estado dispuesta aaceptar, han sido producto de un doloroso es-

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fuerzo; no llegaron por sí mismos; en un co-mienzo no contaba con ellos para aliviar miespíritu... no, Marianne. Entonces, si no hubieraestado atada al silencio, quizá nada... ni siquie-ra lo que le debía a mis amigos más queridos...me habría impedido mostrar abiertamente queera muy desdichada.

Marianne estaba completamente consternada.-¡Ay, Elinor! -exclamó-. Me has hecho odiar-

me para siempre. ¡Qué desalmada he sido con-tigo! Contigo, que has sido mi único consuelo,que me has acompañado en toda mi miseria,¡que parecías sufrir únicamente por mí! ¿Así escomo te lo agradezco? ¿Es ésta la única recom-pensa que puedo ofrecerte? Porque tu valía meabrumaba, he estado intentando desconocerla.

A esta confesión siguieron las más tiernas ca-ricias. Dado el estado de ánimo en que se en-contraba ahora, Elinor no tuvo dificultad algu-na para obtener de ella todas las promesas querequería; y a pedido suyo, Marianne se com-prometió a no tocar nunca el tema con la más

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mínima apariencia de amargura; a estar conLucy sin dejar traslucir el menor incremento enel desagrado que sentía por ella; e incluso ,a veral mismo Edward, si el azar los juntaba, sindisminuir en nada su habitual cordialidad. To-das eran grandes concesiones, pero cuandoMarianne sentía que había hecho algún daño,nada que pudiera hacer para repararlo le pa-recía demasiado.

Cumplió a la perfección su promesa de serdiscreta. Prestó atención a todo lo que la señoraJennings tenía que decir sobre el tema sin cam-biar de color, no discrepó con ella en nada, ytres veces se la escuchó decir “Sí, señora”. Suúnica reacción al escucharla alabar a Lucy fuecambiar de asiento, y cuando la señora Jen-nings mencionó el cariño de Edward, tan sólose le apretó la garganta. Tantos avances en elheroísmo de su hermana hicieron que Elinor sesintiera capaz de afrontar todo.

La mañana siguiente las puso nuevamente aprueba con la visita de su hermano, que llegó

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con un aspecto muy serio a discutir el terribleasunto y traerles noticias de su esposa.

-Habrán escuchado, supongo -les dijo congran solemnidad, no bien se hubo sentado-, delinsólito descubrimiento que ayer tuvo lugarbajo nuestro techo.

Todos hicieron gestos de asentimiento; pare-cía un momento demasiado atroz para las pala-bras.

-Mi esposa -continuó- ha sufrido espantosa-mente. También la señora Ferrars... en suma, hasido una escena muy difícil y dolorosa; peroconfío en que capearemos la tormenta sin queninguno de nosotros resulte demasiado abati-do. ¡Pobre Fanny! Estuvo con ataques histéricostodo el día de ayer. Pero no quisiera alarmarlasdemasiado. Donovan dice que no hay nadademasiado importante que temer; es de buenaconstitución y capaz de enfrentarse a cualquiercosa. ¡Lo ha sobrellevado con la entereza de unángel! Dice que no volverá a pensar bien denadie; ¡y no es de extrañar, tras haber sido en-

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gañada en esa forma! Recibir tanta ingratitudtras mostrar tanta bondad y entregar tanta con-fianza. Fue obedeciendo a la generosidad de sucorazón que invitó a estas jóvenes a su casa;simplemente porque pensó que se merecíanalgunas atenciones, que eran unas muchachasinofensivas y bien educadas y que serian unacompañía agradable; porque por otra parteambos deseábamos enormemente haberte invi-tado a ti y a Marianne a quedarse con nosotros,mientras la gentil amiga donde se están que-dando ahora atendía a su hija. ¡Y ahora verseasí recompensados! “Con todo el corazón”, dicela pobre Fanny con su modo afectuoso, “que-rría que hubiéramos invitado a tus hermanasen vez de a ellas”.

Hizo en este momento una pausa, esperandolos agradecimientos del caso; y habiéndolosobtenido, continuó.

-Lo que sufrió la pobre señora Ferrars cuandoFanny se lo contó, es indescriptible. Mientrasella, con el más sincero afecto, había estado

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planificando la unión más conveniente para él,¡cómo suponer que todo el tiempo él había es-tado comprometido con otra persona! ¡No se lehabría pasado por la mente sospechar algo así!Y si hubiera sospechado la existencia de cual-quier predisposición de parte de él, no la hubie-ra buscado por ese lado. “Ahí, se los aseguro”,dijo, “me habría sentido a salvo”. Ha sido unaverdadera agonía para ella. Conversamos entrenosotros, entonces, sobre lo que debía hacerse,y finalmente ella decidió enviar por Edward. Elacudió. Pero me es muy triste contarles lo quesiguió. Todo lo que la señora Ferrars pudo de-cir para inducirlo a poner fin al compromiso,reforzado, como pueden suponer, por mis ar-gumentos y los ruegos de Fanny, resultó inútil.El deber, el cariño, todo lo desestimó. Nuncahabía pensado que Edward fuese tan obstina-do, tan insensible. Su madre le explicó los gene-rosos proyectos que tenía para él, en caso deque se casase con la señorita Morton; le dijo quele traspasaría las propiedades de Norfolk, las

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cuales, descontando las contribuciones, produ-cen sus buenas mil libras al año; incluso le ofre-ció, cuando las cosas se pusieron desesperadas,subirlo a mil doscientas; y por el contrario, sipersistía en esta unión tan desventajosa, le des-cribió las inevitables penurias que acompañarí-an su matrimonio. Le insistió en que las dos millibras de que personalmente dispone seríantodo su haber; no lo volvería a ver nunca más; yestaría tan lejos de prestarle la menor ayuda,que si él fuera a asumir cualquier profesión conmiras a obtener un mejor ingreso, haría todo loque estuviera en su poder para impedirle pro-gresar en ella.

Ante esto, Marianne, en un arrebato de indig-nación, golpeó sus manos exclamando:

-¡Dios bendito! ¡Cómo es posible!-Bien puede extrañarte, Marianne -replicó su

hermano-, la obstinación capaz de resistir ar-gumentos como ésos. Tu exclamación es abso-lutamente natural.

Marianne iba a replicar, pero recordó sus pro-

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mesas, y se abstuvo.-Todos estos esfuerzos, sin embargo -

continuó él-, fueron en vano. Edward dijo muypoco; pero cuando habló, lo -hizo de la maneramás decidida. Nada podría convencerlo de re-nunciar a su compromiso. Cumpliría con él, sinimportar el costo.

-Entonces -exclamó la señora Jennings conbrusca sinceridad, incapaz de seguir guardan-do silencio-, ha actuado como un hombrehonesto. Le ruego me perdone, señor Dash-wood, pero si él hubiera hecho otra cosa, habríapensado que era un truhán. En algo me incum-be este asunto, al igual que a usted, porqueLucy Steele es prima mía, y creo que no haymejor muchacha en el mundo, ni otra más me-recedora de un buen esposo.

John Dashwood no cabía en sí- de asombro;pero era tranquilo por naturaleza, poco dado airritarse, y nunca tenía intenciones de ofender anadie, en especial a nadie con dinero. Fue asíque replicó, sin ningún resentimiento:

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-Por ningún motivo hablaría yo sin respeto dealgún familiar suyo, señora. La señorita LucySteele es, me atrevería a decir, una joven muymeritoria, pero en el caso actual, debe saberusted que la unión es imposible. Y habersecomprometido en secreto con un joven entre-gado al cuidado de su tío, especialmente el hijode una mujer-de tan gran fortuna como la seño-ra Ferrars, quizá es, considerado en conjunto,un poquito extraordinario. En pocas palabras,no es mi intención desacreditar el comporta-miento de nadie a quien usted estime, señoraJennings. Todos le deseamos la mayor felicidada su prima, y la conducta de la señora Ferrarsha sido en todo momento la que adoptaría cual-quier madre buena y consciente en parecidascircunstancias. Se ha comportado con dignidady generosidad. Edward ha echado sus propiassuertes, y temo que le van a salir mal.

Marianne expresó con un suspiro un temorsemejante; y a Elinor se le encogió el corazón alpensar en los sentimientos de Edward mientras

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desafiaba las amenazas de su madre por unamujer que no podía recompensarlo.

-Bien, señor -dijo la señora Jennings-, ¿y cómoterminó todo?

-Lamento decir, señora, que con la más desdi-chada ruptura: Edward ha perdido para siem-pre la consideración de su madre. Ayer aban-donó su casa, pero ignoro a dónde se ha ido o siestá todavía en la ciudad; porque, por supues-to, nosotros no podemos preguntar nada.

-¡Pobre joven! ¿Y qué va a ser de él?-Sí, por cierto, señora. Qué triste es pensarlo.

¡Nacido con la expectativa de tanta riqueza! Nopuedo imaginar una situación más deplorable.Los intereses de dos mil libras, ¡cómo va a viviruna persona con eso! Y cuando, además, sepiensa que, de no haber sido por su propia lo-cura en tres meses más habría recibido dos milquinientas libras anuales (puesto que la señori-ta Morton posee treinta mil libras), no puedoimaginar situación más funesta. Todos debe-mos tenerle lástima; y más aún considerando

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que ayudarlo está totalmente fuera de nuestroalcance.

-¡Pobre joven! -exclamó la señora JenningsLes aseguro que de muy buen grado le daríaalojamiento y comida en mi casa; y así se lodiría, si pudiera verlo. No está bien que tengaque costearse todo solo ahora, viviendo en po-sadas y tabernas.

Elinor le agradeció íntimamente por su bon-dad hacia Edward, aunque no podía evitar son-reír ante la manera en que era expresada.

-Si tan sólo hubiese hecho por sí mismo -dijoJohn Dashwood- lo que sus amigos estaban dis-puestos a hacer por él, estaría ahora en la situa-ción que le corresponde y nada le habría falta-do. Pero tal como son las cosas, ayudarlo estáfuera del alcance de nadie. Y hay algo más quese está preparando en su contra, peor que todolo anterior: su madre ha decidido, empujadapor un estado de ánimo muy entendible, asig-nar de inmediato a Robert las mismas propie-dades que, en las condiciones- adecuadas,

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habrían sido de Edward. La dejé esta mañanacon su abogado, hablando de este asunto.

-¡Bien! dijo la señora Jennings-, ésa es su ven-ganza. Cada uno lo hace a su manera. Pero nocreo que yo me vengaría dando independenciaeconómica a un hijo porque el otro me habíafastidiado.

Marianne se levantó y salió de la habitación.-¿Puede haber algo más mortificante para el

espíritu de un hombre -continuó John- que vera su hermano menor dueño de una propiedadque podría haber sido suya? ¡Pobre Edward! Locompadezco sinceramente.

Tras algunos minutos más entregado al mis-mo tipo de expansiones, terminó su visita; yasegurándoles repetidas veces a sus hermanasque no había ningún peligro grave en la indis-posición de Fanny y que, por lo tanto no debíanpreocuparse por ella, se fue, dejando a las tresdamas con unánimes sentimientos sobre lossucesos del momento, al menos en lo que toca-ba a la conducta de la señora Ferrars, la de los

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Dashwood y la de Edward.La indignación de Marianne estalló no bien

su hermano dejó la habitación; y como su ve-hemencia hacía imposible la discreción de Eli-nor e innecesaria la de la señora Jennings, lastres se unieron en una muy animada crítica detodo el grupo.

CAPITULO XXXVIII

La señora Jennings elogió cálidamente laconducta de Edward, pero sólo Elinor y Ma-rianne comprendían el verdadero mérito deella. Unicamente ellas sabían qué escasos eranlos incentivos que podían haberlo tentado a ladesobediencia, y cuán poco consuelo, más alláde la conciencia de hacer lo correcto, le queda-ría tras la pérdida de sus amigos y su fortuna.Elinor se enorgullecía de su integridad; y Ma-rianne le perdonaba todas sus ofensas porcompasión ante su castigo. Pero aunque el

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haber salido todo a la luz les devolvió la con-fianza que siempre había existido entre ellas, noera un tema en el que ninguna de las dos qui-siera detenerse demasiado cuando se encontra-ban a solas. Elinor lo evitaba por principio,pues advertía lo mucho que tendía a transfor-mársele en una idea fija con las demasiado en-tusiastas y positivas certezas de Marianne, estoes, su creencia en que Edward la seguía que-riendo, un pensamiento del cual ella más biendeseaba desprenderse; y el valor de Mariannepronto la abandonó al intentar conversar sobreun tema que cada vez le producía una mayorinsatisfacción consigo misma, puesto que nece-sariamente la llevaba a comparar la conductade Elinor con la suya propia.

Sentía todo el peso de la comparación, perono como su hermana había esperado, incitán-dola ahora a hacer un esfuerzo; lo sentía con eldolor de un continuo reprocharse a sí misma,lamentaba con enorme amargura no haberseesforzado nunca antes, pero ello sólo le traía la

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tortura de la penitencia sin la esperanza de lareparación. Su espíritu se había debilitado a talgrado que todavía se sentía incapaz de ningúnesfuerzo, y así lo único que lograba era des-animarse más.

Durante uno o dos días no tuvieron ningunaotra noticia de los asuntos de Harley Street o deBartlett's Buildings. Pero aunque ya sabían tan-to del tema que la señora Jennings podría haberestado suficientemente ocupada en difundirlosin tener que averiguar más, desde un comien-zo ésta había decidido hacer una visita de con-suelo e inspección a sus primas tan pronto co-mo pudiera; y nada sino el verse estorbada pormás visitas que lo habitual le había impedidocumplirlo en el plazo transcurrido.

Al tercer día tras haberse enterado de los por-menores del asunto, el clima fue tan agradable,un domingo tan hermoso, que muchos se diri-gieron a los jardines de Kensington, aunquerecién corría la segunda semana de marzo. Laseñora Jennings y Elinor estaban entre ellos;

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pero Marianne, que sabía que los Willoughbyestaban de nuevo en la ciudad y vivía en cons-tante temor de encontrarlos, prefirió permane-cer en casa antes que aventurarse a ir a un lugartan público.

Poco después de haber llegado al parque, seles unió y siguió con ellas una íntima amiga dela señora Jennings, a la cual ésta dirigió toda suconversación; Elinor no lamentó esto en absolu-to, porque le permitió dedicarse a pensar tran-quilamente.

No vio ni trazas de los Willoughby o de Ed-ward, y durante algún rato de nadie que de unau otra forma, grata o ingrata, le fuera interesan-te. Pero al final, y con una cierta sorpresa de suparte, se vio abordada por la señorita Steele,quien, aunque con algo de timidez, se manifes-tó encantada de haberse encontrado con ellas, ya instancias de la muy gentil invitación de laseñora Jennings, dejó por un momento a supropio grupo para unírseles. De inmediato, laseñora Jennings se dirigió a Elinor en un susu-

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rro:-Sáquele todo, querida. A usted la señorita

Steele le contará cualquier cosa con sólo pre-guntárselo. Ya ve usted que yo no puedo dejara la señora Clarke.

Afortunadamente para la curiosidad de la se-ñora Jennings, sin embargo, y también la de Eli-nor, la señorita Steele contaba cualquier cosasin necesidad de que le hicieran preguntas,porque de otra forma no se habrían enterado denada.

-Me alegra tanto haberla encontrado -le dijo aElinor, tomándola familiarmente del brazo-,porque más que nada en el mundo quería verla.-Y luego, bajando la voz-: Supongo que la seño-ra Jennings ya sabrá todo. ¿Está enojada?

-En absoluto, según creo, con ustedes.-Qué bueno. Y lady Middleton, ¿está ella eno-

jada?-No veo por qué habría de estarlo.-Me alegra terriblemente escucharlo. ¡Dios

santo! ¡Lo he pasado tan mal con esto! En toda

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mi vida había visto a Lucy tan furiosa. Primerojuró que nunca más volvería a arreglarme nin-guna toca nueva ni jamás haría ninguna otracosa por mí; pero ahora ya se ha aplacado yestamos tan amigas como siempre. Mire, ano-che le hizo este lazo a mi sombrero y le colocóla pluma. Ya, ahora también usted se va a reírde mí. Pero, ¿por qué no había yo de usar cintasrosadas? A mí no me importa si es el color fa-vorito del reverendo. Por mi parte, estoy segurade que nunca habría sabido que sí lo preferíapor sobre todos los demás, de no ser porque aél se le ocurrió decirlo. ¡Mis primas me hanestado fastidiando tanto! Créame, a veces no séqué hacer cuando estoy con ellas.

Se había desviado a un tema en el cual Elinorno tenía nada que decir, y así pronto juzgóconveniente ver cómo volver al primero.

-Y bueno, señorita Dashwood -su tono eratriunfante-, la gente puede decir lo que quierarespecto de que el señor Ferrars haya decididoterminar con Lucy, porque no hay tal, puede

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creerme; y es una vergüenza que se hagan co-rrer tan odiosos rumores. Sea lo que fuere queLucy piense al respecto, usted sabe que nadietenía por qué afirmarlo como algo cierto.

-Le aseguro que no he escuchado a nadie in-sinuar tal cosa =-dijo Elinor.

-¿Ah no? Pero sé muy bien que sí lo han di-cho, y más de una persona; porque la señoritaGodby le dijo a la señorita Sparks que nadie ensu sano juicio podría esperar que el señor Fe-rrars renunciara a una mujer como la señoritaMorton, dueña de una fortuna de treinta millibras, por Lucy Steele, que no tiene nada enabsoluto; y lo escuché de la misma señoritaSparks. Y además, también mi primo Richarddijo que temía que cuando hubiera que ponerlas cartas sobre la mesa, el señor Ferrars des-aparecería; y cuando Edward no se nos acercóen tres días, yo misma no sabía qué creer; pen-saba para mí que Lucy lo daba por perdido,pues nos fuimos de la casa de su hermano elmiércoles y no lo vimos en todo el jueves, vier-

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nes y sábado, y no sabíamos qué había sido deél. En un momento Lucy pensó escribirle, peroluego su espíritu se rebeló ante la idea. No obs-tante, él apareció hoy en la mañana, justocuando volvíamos de la iglesia; y allí supimostodo: cómo el miércoles le habían pedido ir aHarley Street y su madre y todos los demás lehabían hablado, y cómo él había declarado antetodos que sólo amaba a Lucy y que no, se casa-ría con nadie sino con Lucy. Y cómo había es-tado tan preocupado por lo ocurrido, que juntocon salir de la casa de su madre había montadoen su caballo y se había dirigido a no sé quélugar en el campo; y cómo se había quedado enuna posada todo el jueves y el viernes, paraimaginar qué hacer. Y tras pensar una y otravez todo el asunto, dijo que le parecía que aho-ra que no tenía fortuna, que no tenía nada enabsoluto, sería una maldad pedirle a Lucy quemantuviera el compromiso, porque con ellosaldría perdiendo, dado que él sólo tenía dosmil libras y ninguna esperanza de nada más; y

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si él iba a tomar las órdenes religiosas, como enocasiones había pensado hacer, no obtendríanada sino una parroquia, y, ¿cómo iban a vivircon eso? No soportaba pensar que a ella no lefuera mejor en la vida, así que le imploró, si ellole importaba aunque fuera un poco, poner tér-mino de inmediato a todo el asunto y dejar queél se las ingeniara por sí mismo. Todo esto se loescuché decir con absoluta claridad. Y fuecompletamente por el bien de ella, y pensandoen ella, no en él, que habló de terminar el com-promiso. Puedo jurar que nunca dijo una sílabarespecto de estar cansado de ella o desear ca-sarse con la señorita Morton o nada que se leparezca. Pero, en todo caso, Lucy no quisoprestar oído a palabras tan bondadosas, y así ledijo de inmediato (con mucha dulzura y amor,ya sabe, todo eso... ¡Uy!, una no puede repetiresas cosas, ya sabe)... le dijo de inmediato queno tenía ninguna intención de romper el com-promiso, porque podía vivir con él con unanada, y por poco que fuera lo que él tenía, ella

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se contentaría con eso, o algo así. Entonces él sealegró horrores, y hablaron durante un ratoacerca de lo que debían hacer, y estuvieron deacuerdo en que él tomara las órdenes de inme-diato y en que debían postergar su boda hastaque él pudiera obtener un beneficio. Y justo enese momento no pude seguir escuchando, por-que mi prima me llamó desde abajo para de-cirme que la señora Richardson había llegadoen su coche y llevaría a una de nosotras a losjardines de Kensington; así que me vi obligadaa entrar en la habitación e interrumpirlos parapreguntarle a Lucy si deseaba ir, pero no queríadejar a Edward; así que corrí arriba y me puseun par de medias de seda, y me vine con losRichardson.

-No entiendo bien qué quiere decir con eso deinterrumpirlos -dijo Elinor-; ustedes estaban enla misma habitación, ¿o no?

-¡Por supuesto que no! ¡Vaya, señorita Dash-wood! ¿Acaso piensa que la gente se dice pala-bras de amor cuando hay alguien más presen-

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te? ¡Pero, cómo se le ocurre! Estoy segura deque usted sabe de eso mucho más que yo -dijoriendo de manera afectada-. No, no; estabanencerrados en la sala, y todo lo que oí fue sóloescuchando a través de la puerta.

-¡Cómo! -exclamó Elinor-. ¿Me ha estado repi-tiendo cosas de las que se enteró únicamenteescuchando a través de la puerta? Lamento nohaberlo sabido antes, pues de ninguna manerahabría aceptado que me comunicara pormeno-res de una conversación que usted misma nodebía conocer. ¿Cómo pudo proceder tan malcon su hermana?

-¡Pero no! Qué problema va a haber con eso.Me limité a pararme junto a la puerta y a escu-char todo lo que podía. Y estoy segura de queLucy habría hecho lo mismo conmigo, porquehace uno o dos años, cuando Martha Sharpe yyo compartíamos tantos secretos, ella no teníaempacho en esconderse en un armario, o tras lapantalla de la chimenea, para escuchar lo queconversábamos.

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Elinor intentó cambiar de tema, pero era im-posible alejar a la señorita Steele por más de unpar de minutos de lo que ocupaba el primerlugar en su mente.

-Edward habla de irse pronto a Oxford -dijo-,pero por el momento está alojado en el N° ... dePall Mall. Qué mala persona es su madre, ¿no?¡Y su hermano y su cuñada tampoco fueronmuy amables! Pero no le voy a hablar a usted encontra de ellos; y con todo, nos enviaron a casaen su propio carruaje, lo que fue más de lo queyo esperaba. Y por mi parte, yo estaba aterradade que su cuñada fuera a pedir que le devolvié-ramos los acericos que nos había dado uno odos días atrás; pero nada se dijo sobre ellos, yme cuidé de mantener el mío fuera de la vistade los demás. Edward dice que tiene que arre-glar algunos asuntos en Oxford, así que debe irallá por un tiempo; y después, apenas consiga aun obispo, se ordenará. ¡Qué curiosidad me dasaber qué parroquia le darán! ¡Dios bendito! -continuó con una risita tonta-, apostaría mi

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vida a que sé lo que dirán mis primas cuando losepan. Me dirán que le escriba al reverendo,para que le dé a Edward la parroquia de sunuevo beneficio. Sé que lo harán; pero le digoque por nada del mundo haría tal cosa. “¡Ay!”,les diré directamente, “como pueden pensar talcosa. Yo escribirle al reverendo... ¡por favor!”

-Bueno -dijo Elinor-, es un alivio estar prepa-rada para lo peor. Ya tiene lista su respuesta.

La señorita Steele iba a continuar con el mis-mo tema, pero la proximidad del grupo con elque había venido la obligó a cambiarlo.

-¡Ay! Ahí vienen los Richardson. Tenía mu-cho más que contarle, pero tengo que ir a re-unirme con ellos ya. Le aseguro que son perso-nas muy distinguidos. El hace horrores de di-nero, y tienen su propio carruaje. No tengotiempo de hablar personalmente a la señoraJennings, pero por favor dígale que estoy muycontenta de saber que no está enojada con noso-tras, y lo mismo respecto de lady Middleton; ysi ocurriese cualquier cosa que las obligara a

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usted y a su hermana a alejarse, y la señoraJennings quisiese compañía, tenga plena se-guridad de que estaríamos felices de quedamoscon ella durante todo el tiempo que quisiera.Supongo que lady Middleton no nos volverá ainvitar esta temporada. Adiós; lamento que noestuviera acá la señorita Marianne. Déle mismás afectuosos recuerdos. ¡Vaya, si está ustedusando su vestido de muselina a lunares! ¿Aca-so no temía rasgarlo?

Tal fue su preocupación al separarse, puestras haberlo dicho, sólo tuvo tiempo de presen-tar sus respetos y despedirse de la señora Jen-nings antes de que la señora Richardson recla-mara su compañía; y así, Elinor quedó en pose-sión de información que serviría de alimento asus reflexiones durante algún tiempo, aunqueno se había enterado de casi nada que ya nohubiera previsto y supuesto por sí misma. Elmatrimonio de Edward y Lucy estaba tan fir-memente decidido y la fecha en que tendríalugar tan absolutamente imprecisa como ella

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creía que estarían; según lo había esperado,todo dependía de ese cargo que, hasta el mo-mento, parecía no tener posibilidad alguna deobtener.

Tan pronto estuvieron de vuelta en el carrua-je, la señora Jennings se manifestó ansiosa deinformación; pero como Elinor deseaba difun-dir lo menos posible aquella que, en primerlugar, había sido obtenida de manera tan pocoleal, se limitó a una sucinta repetición de esossimples pormenores que estaba segura que Lu-cy, por su propio interés, desearía se hicieranpúblicos. La continuidad de su compromiso ylos medios que utilizarían para llevarlo a buentérmino fue todo lo que contó; y esto llevó a laseñora Jennings a la siguiente y muy naturalobservación:

-¡Esperar hasta que consiga un beneficio! Cla-ro, todos sabemos cómo va a terminar eso: espe-rarán un año, y viendo que así no consiguennada, se acomodarán en una parroquia de cin-cuenta libras anuales, más los intereses de las

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dos mil libras de él y lo poco que el señor Steeley el señor Pratt puedan darle a ella. ¡Y despuéstendrán un hijo cada año! ¡Y Dios los libre, quépobres serán! Tengo que ver qué puedo darlespara ayudarlos a instalar su casa. Dos doncellasy dos criados decía yo el otro día... ¡qué va! No,no, deben conseguirse una chica fuerte paratodo servicio. La hermana de Betty de ningunamanera les serviría ahora.

A la mañana siguiente le llegó a Elinor unacarta por correo, de la misma Lucy. Decía comosigue:

Bartlett's Building, marzoEspero que mi querida señorita

Dashwood me perdone la libertad queme he tomado al escribirle; pero sé quesus sentimientos de amistad hacia míharán que le complazca saber tan bue-nas noticias de mí y mi querido Ed-ward, tras todos los problemas que de-bimos enfrentar el último tiempo; por

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tanto, no me excusaré más y procederé adecirle que, ¡gracias a Dios!, aunquehemos sufrido atrozmente, ahora esta-mos muy bien y tan felices como siem-pre deberemos estar, por nuestro mutuoamor. Hemos enfrentado grandes prue-bas y grandes persecuciones, pero, almismo tiempo, debemos agradecer amuchos amigos, entre los cuales ustedocupa uno de los lugares más importan-tes, cuya gran bondad recordaré siem-pre con toda mi gratitud, al igual queEdward, a quien le he hablado de ella.Estoy segura de que tanto a usted comoa la querida señora Jennings les alegrarásaber que ayer en la tarde pasé dos feli-ces horas junto a él, que él no quería oírhablar de separamos, aunque yo, pen-sando que era mi deber hacerlo, insistíen ello en aras de la prudencia, y mehabría separado de él en ese mismomomento, de haberlo él aceptado; pero

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me dijo que ello no ocurriría jamás, nole importaba el enojo de su madre mien-tras contara con mi afecto; nuestrasperspectivas no son muy brillantes, adecir verdad, pero debemos esperar yconfiar en que ocurra lo mejor; muypronto se ordenará, y si estuviera en supoder recomendarlo a quienquiera ten-ga un beneficio que otorgar, estoy segu-ra de que no nos olvidará, y la queridaseñora Jennings también, confiamos enque intercederá por nosotros ante sirJohn o el señor Palmer, o cualquier ami-go que pueda ayudamos. La pobre An-ne ha tenido mucha culpa en todo estopor lo que hizo, pero lo hizo con las me-jores intenciones, así que no digo nada;espero que no sea un gran problema pa-ra la señora Jennings pasar a visitamos,si alguna mañana viene por estos lados;,sería muy amable si lo hiciera, y misprimas estarían orgullosas de conocerla.

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El papel en que escribo me recuerda queya debo terminar, rogándole que le pre-sente mis más agradecidos y respetuo-sos recuerdos, lo mismo que a sir John ylady Middleton, y a los queridos niños,cuando tenga oportunidad de verlos, ymi amor para la señorita Marianne,quedo, etc., etc.

Tan pronto Elinor terminó de leer la carta, lle-vó a cabo lo que, según sus conclusiones, era elverdadero objetivo de quien la había escrito, yla colocó en manos de la señora Jennings, que laleyó en voz alta con profusos comentarios desatisfacción y alabanza.

-¡Pero qué bien! ¡Y qué bonito escribe! Sí,pues, eso fue muy correcto, liberarlo del com-promiso si él así lo quería. Eso fue muy propiode Lucy. ¡Pobre criatura! Con todo el corazónquerría poder conseguirle un beneficio... Mire,me llama querida señora Jennings. Es una delas mejores muchachas que existe... Muy bien,

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le digo. Esa frase está muy bien armada. Sí, sí,por supuesto que iré a verla. ¡Qué atenta, pien-sa en todo el mundo! Gracias, querida, pormostrármela. Es una de las cartas más bonitasque yo haya visto, y habla muy bien de la inte-ligencia y los sentimientos de Lucy.

CAPITULO XXXIX

Las señoritas Dashwood llevaban ya algomás de dos meses en la ciudad, y la impacien-cia de Marianne por irse aumentaba de día endía. Añoraba el aire, la libertad, la tranquilidaddel campo; y se imaginaba que si algún lugarpodía traerle paz, ese lugar era Barton. No eramenor la ansiedad de Elinor, cuyo deseo departir de inmediato era menor al de Marianosólo en la medida en que estaba consciente delas dificultades de un viaje tan largo, algo quela última se negaba a admitir. No obstante, co-menzó a pensar seriamente en llevarlo a cabo, yya había mencionado sus deseos a su gentilanfitriona, que se resistió a ellos con toda la

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elocuencia de su buena voluntad, cuando sur-gió una posibilidad que, aunque aún las man-tenía lejos del hogar durante algunas semanasmás, en conjunto le pareció a Elinor mucho másconveniente que ningún otro plan. Los Palmerse irían a Cleveland más o menos a fines demarzo, por Pascua de Resurrección; y la señoraJennings, junto a sus dos amigas, recibieronuna muy cálida invitación de Charlotte paraacompañarlos. En sí mismo, este ofrecimientono habría sido suficiente para la delicadeza dela señorita Dashwood; pero como fue respalda-do por una muy real cortesía de parte del señorPalmer, y a ello se sumó la enorme mejoría quehabía experimentado su trato hacia ellas desdeque se supo que su hermana pasaba por mo-mentos muy desdichados, pudo aceptarlo congran placer.

Cuando le dijo a Marianne lo que habíahecho, sin embargo, la primera a reacción quetuvo no fue muy auspiciosa.

-¡Cleveland! -exclamó muy agitada-. No, no

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puedo ir a Cleveland.-Te olvidas -le respondió Elinor gentilmente -

que la casa de Cleveland no está... que no estáen las vecindades de...

-Pero es en Somersetshire... Yo no puedo ir aSomersetshire... Ahí, adonde tanto deseé ir...No, Elinor, no puedes pretender que vaya allá.

Elinor no quiso discutir sobre la convenienciade superar tales sentimientos; se limitó a esfor-zarse en contrarrestarlos recurriendo a otros; y,así, le pintó ese viaje como una forma de fijar elplazo en que podrían volver donde su queridamadre, a quien tanto deseaba ver, de la maneramás conveniente y cómoda, y quizá sin grantardanza. Desde Cleveland, que estaba a unaspocas millas de Bristol, la distancia a Barton noera más de un día de viaje, aunque fuera unlargo día; y el criado de su madre podía fácil-mente ir ahí para acompañarlas; y como notendrían que quedarse en Cleveland más deuna semana, podrían estar de vuelta en casa enpoco más de tres semanas a contar de ese mo-

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mento. Como el cariño de Marianne por sumadre era sincero, debía vencer, con muy pocasdificultades, los males imaginarios que ellahabía puesto en acción.

La señora Jennings estaba tan lejos de sentirsehastiada de sus huéspedes, que las instó congran vehemencia a que volvieran con ella a sucasa desde Cleveland. Elinor le agradeció laatención, pero ésta no consiguió cambiar susplanes; y con el inmediato acuerdo de su ma-dre, tomaron todas las providencias necesariaspara volver al hogar en las mejores condicionesposibles; y Marianne encontró un cierto alivioen poner por escrito las horas que aún la sepa-raban de Barton.

-¡Ah, coronel! No sé qué haremos, usted y yo,sin las señoritas Dashwood -fueron las palabrasque le dirigió la señora Jennings la primera vezque él la visitó tras haberse fijado la partida deElinor y Marianne-, porque están decididas avolver a su casa desde donde los Palmer; ¡y quésolitarios estaremos cuando yo vuelva acá!

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¡Dios! Nos sentaremos a mirarnos con la bocaabierta, más aburridos que un par de gatos.

Quizá la señora Jennings tenía la esperanzade que este expresivo boceto de su futuro has-tío lo incitara a hacer esa proposición que lepermitiría liberarse de tal destino; y si así era,poco después tuvo motivos para pensar quehabía logrado su objetivo; pues al acercarseElinor a la ventana para tomar de manera másexpedita las medidas de un grabado que iba acopiar para su amiga, él la siguió con una mi-rada particularmente significativa y conversócon ella durante varios minutos. Tampoco elefecto que tuvo esta conversación en la jovenescapó a la observación de la señora Jennings,pues aunque era demasiado digna para estarescuchando, e incluso para no escuchar se habíacambiado de lugar a uno cercano al piano don-de Marianne estaba tocando, no pudo evitar verque Elinor mudaba de color, escuchaba congran agitación y estaba demasiado concentradaen lo que él decía para seguir con su labor. Con-

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firmando aún más sus esperanzas, en el inter-valo en que Marianne cambiaba de una leccióna otra no pudo evitar que llegaran a sus oídosalgunas de las palabras del coronel, con las cua-les parecía estar excusándose por el mal estadode su casa. Esto eliminó toda duda en ella. Leextrañó, es cierto, que él pensara que ello eranecesario, pero supuso que sería la etiquetacorrecta. No pudo distinguir la respuesta deElinor, pero a juzgar por el movimiento de suslabios, parecía pensar que ésa no era una obje-ción de peso; y la señora Jennings la alabó en sucorazón por su honestidad. Siguieron hablandoluego sin que pudiera captar ni una palabramás, cuando otra afortunada pausa en la ejecu-ción de Marianne le hizo llegar estas palabrasen la tranquila voz del coronel:

-Temo que no pueda realizarse muy pronto.Atónita y espantada ante palabras tan poco

propias de un enamorado, estuvo casi a puntode exclamar a viva voz, “¡Dios! ¡Y qué trabaspodría haber!”; pero frenando su impulso, se

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limitó a exclamar para sí: “¡Qué extraño! Segu-ro que no necesita esperar a ser más viejo”.

Esta tardanza de parte del coronel, sin embar-go, no pareció ofender ni mortificar en lo másmínimo a su hermosa compañera, pues cuandopoco después terminaban de conversar y seseparaban en distintas direcciones, la señoraJennings escuchó claramente a Elinor diciendo,con voz que mostraba que sentía lo que decía:

-Para siempre me sentiré en deuda con usted.La señora Jennings se sintió encantada ante

esta muestra de gratitud, y tan sólo se extrañóde que el coronel, tras escuchar tales palabras,pudiera despedirse, según lo hizo de inmedia-to, con la mayor sangre fría, ¡y marcharse sinresponderle nada! Jamás habría pensado que suviejo amigo sería un pretendiente tan poco en-tusiasta.

Lo que realmente hablaron entre ellos, fuecomo sigue:

-He sabido -dijo él, con enorme piedad- de lainjusticia cometida con su amigo, el señor Fe-

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rrars, por su familia; si estoy en lo cierto, lo hanproscrito completamente por persistir en sucompromiso con una joven muy meritoria. ¿Seme ha informado bien? ¿Es así?

Elinor le respondió que así era.-La crueldad, la grosera crueldad -replicó él,

con gran emoción- de dividir, o intentar dividira dos jóvenes que se quieren, es terrible. Laseñora Ferrars no sabe lo que puede estarhaciendo, a lo que puede llevar a su hijo. Dos otres veces he visto al señor Ferrars en HarleyStreet, y me agrada mucho. No es un joven alque se pueda llegar a conocer íntimamente enpoco tiempo, pero lo he visto lo suficiente paradesearle el bien por sus propios méritos, y encuanto amigo suyo, se lo deseo aún más. En-tiendo que desea ordenarse. ¿Tendría la bon-dad de decirle que el beneficio de Delaford, queacaba de quedar vacante, según me han in-formado en el correo de hoy, es suyo si cree quevale la pena aceptarlo? Aunque, quizá, en lasdesafortunadas circunstancias en que ahora se

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encuentra parecería insensato dudarlo. Sólo de-searía que el beneficio fuera de mayor valor. Esuna rectoría, pero pequeña; creo que el últimotitular no hacía más de doscientas libras al año,y aunque por supuesto puede mejorar, temoque no en la cantidad que le permitiría al señorFerrars un ingreso muy holgado. No obstante,en las actuales circunstancias tendré muchogusto en presentarlo. Por favor, dígaselo.

El asombro de Elinor ante este encargo difícil-mente habría sido mayor si el coronel en ver-dad le hubiera estado ofreciendo matrimonio.Tan sólo dos días atrás había pensado que Ed-ward no tenía esperanza alguna de conseguir elcargo que le permitiría casarse, y ahora era su-yo; ¡y ella, nada menos que ella, era la encarga-da de hacérselo saber! Su emoción fue grande,aunque la señora Jennings la hubiera atribuidoa otra causa; y aun si en ella se mezclaban pe-queños sentimientos menos puros, menosagradables, también sentía una enorme gratitudy aprecio, que expresó en cálidas palabras, por

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la general benevolencia y los especiales senti-mientos de amistad que habían llevado al coro-nel a realizar ese gesto. Se lo agradeció de todocorazón, elogió ante él los principios y disposi-ción de Edward de la manera en que creía se lomerecían, y prometió llevar a cabo el encargocon gran placer, si en verdad era su deseo dar aotra persona una tarea tan agradable. Pero, almismo tiempo, no pudo evitar pensar que na-die la cumpliría mejor que él. Era, en pocas pa-labras, una misión de la cual le habría gustadoverse libre, por no infligir a Edward el dolor derecibir un favor de ella; pero el coronel Bran-don, a quien guiaba idéntica delicadeza parapreferir no hacerlo él mismo, parecía tan empe-ñado en que ella se hiciera cargo, que de nin-guna manera quiso Elinor negarse. Pensaba queEdward aún se encontraba en la ciudad, y porfortuna le había escuchado su dirección a laseñorita Steele. Podía, entonces, cumplir coninformarlo ese mismo día. Tras haberse acor-dado esto, el coronel Brandon comenzó a

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hablar de las ventajas que para él representabahaber conseguido un vecino tan respetable yagradable; y fue entonces que lamentó que lacasa fuera pequeña y de regular calidad, unproblema al cual Elinor, tal como la señora Jen-nings supuso que había hecho, no dio mayorimportancia, al menos en lo concerniente altamaño de la vivienda.

-A mi ver -le dijo-, no significará ningún in-conveniente para ellos el que la casa sea peque-ña, porque será proporcional a su familia y asus ingresos.

El coronel se sorprendió al descubrir que ellapensaba en el matrimonio de Edward como laconsecuencia directa de la propuesta, pues noimaginaba posible que el beneficio de Delafordpudiera aportar el tipo de ingreso con el quealguien acostumbrado al estilo de vida del jo-ven se atrevería a establecerse, y así lo dijo.

-Esta pequeña rectoría no da más que paramantener al señor Ferrars como soltero; no lepermite casarse. Lamento decir que mi patroci-

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nio termina aquí, y tampoco mi participaciónva más allá. Sin embargo, si por alguna impre-vista casualidad estuviera en mi poder prestar-le un nuevo servicio, tendría que haber cam-biado mucho mi opinión sobre él si en ese mo-mento no estuviera tan dispuesto a serle útilcomo sinceramente quisiera poder serlo ahora.Lo que hoy hago parece escaso, dado que lepermite avanzar tan poco hacia el que debe sersu principal, su único motivo de felicidad. Sumatrimonio todavía debe seguir siendo un bienlejano; al menos, temo que no pueda realizarsemuy pronto.

Tal fue la frase que, al equivocar su sentido,ofendió de manera tan justa los delicados senti-mientos de la señora Jennings; pero tras esterelato de lo que en verdad ocurrió entre el co-ronel Brandon y Elinor mientras estaban junto ala ventana, la gratitud expresada por ésta alsepararse quizá aparezca, en general, no menosrazonablemente encendida ni menos adecua-damente enunciada que si su causa hubiera

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sido una oferta de matrimonio.

CAPITULO XL

-Bien, señorita Dashwood -dijo la señoraJennings con una sonrisa sagaz apenas se huboido el caballero-, no le preguntaré lo que le haestado diciendo el coronel, pues aunque, pormi honor, intenté no escuchar, no pude evitaroír lo suficiente para entender lo que él preten-día. Le aseguro que nunca en mi vida he estadomás contenta, y le deseo de todo corazón queello la alegre.

-Gracias, señora -dijo Elinor-. Es motivo degran alegría para mí, y siento que hay una gransensibilidad en la bondad del coronel Brandon.No muchos hombres actuarían como él lo hahecho. ¡Pocos tienen un corazón tan compasivo!En toda mi vida había estado tan asombrada.

-¡Buen Dios, querida, qué modesta es usted!A mí no me extraña en absoluto, porque ahora

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último he pensado muchas veces que era muyprobable que ocurriera.

-Usted juzgaba a partir de la benevolencia ge-neral del coronel; pero al menos no podía pre-ver que la oportunidad se presentaría tan pron-to.

-¡La oportunidad! -repitió la señora Jennings-.¡Ah! En cuanto a eso, una vez que un hombrese ha decidido en estas cosas, se las arreglará deuna u otra forma para encontrar una oportuni-dad. Bien, querida, la felicito nuevamente; y sialguna vez ha habido una pareja feliz en elmundo, creo que pronto sabré dónde buscarla.

-Piensa ir a Delaford tras ellos, supongo -dijoElinor con una débil sonrisa.

-Claro, querida, por supuesto lo haré. Y encuanto a que la casa no sea buena, no sé a quése referiría el coronel, porque es de las mejoresque he visto.

-Decía que necesitaba algunas reparaciones.-Bien, ¿y de quién es la culpa? ¿Por qué no la

repara? ¿Quién sino él tendría que hacerlo?

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Las interrumpió la entrada del criado, con elanuncio de que el carruaje ya estaba en la puer-ta; y la señora Jennings, preparándose de in-mediato para salir, dijo:

-Bien, querida, tengo que irme antes de haberdicho ni la mitad de lo que quería. Pero podre-mos conversarlo en detalle en la noche, porqueestaremos solas. No le pido que venga conmi-go, porque me imagino que tiene la mente de-masiado llena para querer compañía; y, ade-más, debe estar ansiosa de ir a contarle todo asu hermana.

Marianne había abandonado la habitación an-tes de que empezaran a conversar.

-Por supuesto, señora, se lo contaré a Marian-ne; pero por el momento no se lo mencionaré anadie más.

-¡Ah, está bien! -dijo la señora Jennings algodesilusionada-. Entonces no querrá que se locuente a Lucy, porque pienso llegar hasta Hol-born hoy.

-No, señora, ni siquiera a Lucy, si me hace el

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favor. Una tardanza de un día no significarámucho; y hasta que no le escriba al señor Fe-rrars, pienso que no hay que mencionárselo anadie más. Lo haré de inmediato. Es importan-te no perder tiempo en lo que a él concierne,porque, por supuesto, tendrá mucho que hacercon su ordenación.

Este discurso al comienzo dejó extremada-mente perpleja a la señora Jennings. Al princi-pio no entendió por qué había que escribirle aEdward sobre el asunto con tanto apuro. Unosmomentos de reflexión, sin embargo, tuvieroncomo resultado una muy feliz idea, que le hizoexclamar:

-¡Ahá! Ya la entiendo. El señor Ferrars va aser el hombre. Bien, mejor para él. Claro, porsupuesto que tiene que apurarse en tomar lasórdenes; y me alegra mucho que las cosas esténtan adelantadas entre ustedes. Pero, querida,¿no es algo inusitado? ¿No debiera ser el coro-nel quien le escriba? Seguro que él es la personaadecuada.

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Elinor no entendió el sentido de las primeraspalabras de la señora Jennings, y tampoco lepareció que valía la pena preguntarlo; y así,respondió sólo a la parte final.

-El coronel Brandon es un hombre tan delica-do, que preferiría que fuera cualquier otra per-sona la que le comunique sus intenciones alseñor Fernars.

-Y entonces usted tiene que hacerlo. Bueno,¡ésa si que es una curiosa delicadeza! Pero -añadió al ver que se preparaba a escribir- no lamolestaré más. Usted conoce mejor sus propiosasuntos. Así que adiós, querida. Es la mejornoticia que he tenido desde que Charlotte dio aluz.

Y partió, sólo para volver en un instante.-Acabo de acordarme de la hermana de Betty,

querida. Estaría feliz de conseguirle un ama tanbuena. Pero en verdad no sé si servirá paradoncella de una dama. Es una excelente muca-ma, y maneja muy bien la aguja. Pero usteddecidirá todo eso a su debido tiempo.

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-Por supuesto, señora -replicó Elinor, sin es-cuchar mucho lo que le decían, y más deseosade estar sola que de dominar el tema.

Cómo comenzar, cómo expresarse en su notaa Edward, era todo lo que le preocupaba ahora.Las peculiares circunstancias existentes entreellos hacían difícil eso que a cualquier otra per-sona le habría resultado lo más fácil del mundo;pero ella temía por igual decir demasiado odemasiado poco, y se quedó pensando frente alpapel, con la pluma en la mano, hasta que lainterrumpió la entrada del mismo Edward.

Había ido a dejar su tarjeta de despedida y sehabía encontrado en la puerta con la señoraJennings, cuando ésta se dirigía al carruaje; yella, tras excusarse por no devolverse con él, lohabía obligado a entrar diciéndole que la seño-rita Dashwood estaba arriba y quería hablarcon él sobre un asunto muy especial.

Recién Elinor había estado felicitándose enmedio de sus vacilaciones, pensando que pordifícil que pudiera ser expresarse adecuada-

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mente por escrito, al menos era preferible a darinformación de palabra, cuando la repentinaentrada de su visitante la sorprendió y confun-dió de gran manera, obligándola a un nuevoesfuerzo, quizá el mayor de todos. No lo habíavisto desde que se había hecho público su com-promiso y, por tanto, desde que él se había en-terado de que ella ya lo sabía; y esto, sumado asu conciencia de lo que había estado pensando,y a lo que tenía que decirle, la hizo sentirse es-pecialmente incómoda durante algunos minu-tos. También Edward estaba perturbado, y sesentaron uno frente al otro en una situación queprometía ser inconfortable. El no podía recor-dar si se había excusado por su intrusión alentrar en la habitación; pero, para mayor segu-ridad, lo hizo formalmente tan pronto pudodecir palabra, tras tomar asiento.

-La señora Jennings me informó -dijo- que us-ted deseaba hablarme; al menos, eso fue lo queentendí... o de ninguna manera le habría im-puesto mi presencia en esta forma; aunque, al

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mismo tiempo, habría lamentado mucho aban-donar Londres sin haberla visto a usted y a suhermana; en especial considerando que contoda seguridad transcurrirá un buen tiempo...no es probable que tenga luego el placer deverlas otra vez. Parto a Oxford mañana.

-No se habría ido, sin embargo -dijo Elinor,recuperándose y decidida a terminar lo antesposible con aquello que tanto temía-, sin haberrecibido nuestros mejores parabienes, aunqueno hubiéramos podido ofrecérselos personal-mente. La señora Jennings estaba muy en locierto en lo que dijo. Tengo algo importanteque comunicarle, que estaba a punto de infor-marle por escrito. Me han encomendado la másgrata tarea -respiraba algo más rápido de loacostumbrado al hablar-. El coronel Brandon,que estuvo acá hace tan sólo diez minutos, meha encargado decirle que, sabiendo que ustedpiensa ordenarse, tiene el enorme placer deofrecerle el beneficio de Delaford, que acaba dequedar vacante, y que tan sólo desearía que

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fuera de mayor valor. Permítame felicitarlo portener un amigo tan digno y prudente, y unirmea su deseo de que el beneficio, que alcanza aalrededor de doscientas libras al año, represen-tara una suma más considerable, una que lepermitiera... dado que puede ser algo más queuna plaza temporal para usted... en pocas pala-bras, una que le permitiera cumplir todos susdeseos de felicidad.

Como Edward no fue capaz de decir por símismo lo que sintió, difícilmente puede espe-rarse que otro lo diga por él. En apariencia, mos-traba todo el asombro que una información taninesperada, tan insospechada no podía dejar deproducir; pero tan sólo dijo estas tres palabras:

-¡El coronel Brandon!-Sí -continuó Elinor, sintiéndose más decidida

ahora que, al menos en parte, ya había pasadolo peor-; el coronel Brandon desea testimoniarleasí su preocupación por los últimos sucesos,por la cruel situación en que lo ha puesto lainjustificable conducta de su familia... una pre-

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ocupación que le aseguro compartimos Ma-rianne, yo y todos sus amigos; y también loofrece como prueba de la alta estima en que lotiene a usted, y en especial como signo de suaprobación por el comportamiento que ustedha tenido en esta ocasión.

-¡El coronel Brandon me ofrece a mí un bene-ficio! ¿Es posible, acaso?

-La falta de generosidad de sus parientes lolleva a asombrarse de encontrar amistad enotras partes.

-No -replicó él, formándose una repentinaidea sobre lo que debía haber ocurrido-, no deencontrarla en usted, porque no puedo ignorarque a usted, a su bondad, debo todo esto. Loque siento... si pudiera, lo expresaría; pero, co-mo usted bien sabe, no soy orador.

-Está muy equivocado. Le aseguro que lo de-be enteramente, al menos casi por completo, asu propio mérito, y a la percepción que de éltiene el coronel Brandon. No he tenido injeren-cia alguna en esto. Ni siquiera sabía, hasta que

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me comunicó sus planes, que el beneficio esta-ba vacante; y tampoco se me había ocurridoque él pudiera otorgar tal beneficio. En tantoamigo mío y de mi familia, puede que quizá...de hecho estoy segura de que su placer en otor-garlo es mayor; pero, le doy mi palabra, ustedno debe nada a ninguna mediación mía.

En honor a la verdad, debía reconocer unaparticipación, aunque fuera pequeña, en la ac-ción; pero al mismo tiempo era tan poco lo quedeseaba aparecer como la benefactora de Ed-ward, que lo admitió con vacilaciones, lo queprobablemente contribuyó a que en la mente deél se fijara esa idea que recién le había apareci-do como sospecha. Durante algunos momentosdespués de que Elinor terminó de hablar, semantuvo sumido en sus pensamientos; final-mente, como haciendo un esfuerzo, dijo:

-El coronel Brandon parece un hombre degran valer y respetabilidad. Siempre he escu-chado hablar de él en esos' términos, y sé que elseñor Dashwood, su hermano, lo estima mu-

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cho. Sin duda es un hombre de gran sensatez yun perfecto caballero en sus modales.

-Es cierto -replicó Elinor-, y estoy segura deque, al conocerlo mejor, descubrirá que es todoeso que usted ha escuchado sobre él; y comoserán vecinos tan cercanos (porque entiendoque la rectoría es casi colindante con la casaprincipal), es especialmente importante que sílo sea.

Edward no respondió; pero cuando ella vol-vió la cabeza hacia otro lado, la miró de maneratan seria, tan intensa, tan poco alegre, que consus ojos parecía decir que, a partir de ese mo-mento, él habría deseado que la distancia entrela rectoría y la mansión fuera mucho mayor.

¿El coronel Brandon, según creo, se aloja enSt. James Street? -le dijo poco después, levan-tándose de su asiento.

Elinor le dio el número de la casa.-Debo apresurarme, entonces, para manifes-

tarle la gratitud que a usted no he podido ofre-cer; para asegurarle que me ha hecho muy...

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enormemente feliz.Elinor no procuró retenerlo; y se separaron

después de que ella le hubo asegurado muyformalmente sus más firmes deseos de felicidaden todos los cambios de circunstancias que de-biera vivir; y que él hizo algunos esfuerzos porcorresponder los mismos buenos deseos, aun-que sin saber bien cómo expresarlos.

“Cuando lo vuelva a ver”, se dijo Elinormientras la puerta se cerraba tras él, “lo queveré será el marido de Lucy”.

Y con este agradable vaticinio se sentó a re-considerar el pasado, recordar las palabras eintentar comprender los sentimientos de Ed-ward; y, por supuesto, a reflexionar sobre supropio descontento.

Cuando la señora Jennings volvió a casa, aun-que venía de ver a gente que nunca había vistoantes y sobre la que, por tanto, debía tener mu-cho que decir, tenía la mente tanto más llenadel importante secreto en su poder que decualquier otra cosa, que retomó el tema apenas

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apareció Elinor.-Bien, querida -exclamó-, le envié al joven. Es-

tuvo bien, ¿verdad? Y supongo que no se topócon mayores dificultades. ¿No lo encontró de-masiado reacio a aceptar su propuesta?

-No, señora; no era de esperar tal cosa.-Bien, ¿y cuando estará preparado? Pues pa-

rece que todo depende de eso.-En realidad -dijo Elinor-, sé tan poco de esta

clase de formalidades, que difícilmente puedohacer conjeturas sobre el tiempo o la prepara-ción que se requiera; pero supongo que en doso tres meses podrá completar su ordenación.

-¿Dos o tres meses? -exclamó la señora Jen-nings-. ¡Dios mío, querida! ¡Y lo dice con tantacalma! ¡Y el coronel debiendo esperar dos o tresmeses! ¡Que Dios me libre! Creo que yo no ten-dría paciencia. Y aunque cualquiera estaríamuy contento de hacerle un favor al pobre se-ñor Ferrars, de verdad pienso que no vale lapena esperarlo dos o tres meses. Seguro que sepodrá encontrar a alguien más que sirva igual...

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alguien que ya haya recibido las órdenes.-Mi querida señora -dijo Elinor-, ¿de qué está

hablando? Pero, si el único objetivo del coronelBrandon es prestarle un servicio al señor Fe-rrars.

-¡Que Dios la bendiga, querida mía! ¡No creoque esté tratando de convencerme de que elcoronel se casa con usted para darle diez gui-neas al señor Ferrars!

Tras esto el engaño no pudo continuar, y deinmediato dio paso a una explicación que en elmomento divirtió enormemente a ambas, sinpérdida importante de felicidad para ningunade las dos, porque la señora Jennings se limitó acambiar una alegría por otra, y todavía sinabandonar sus expectativas respecto de la pri-mera.

-Sí, sí, la rectoría no deja de ser pequeña -dijo,tras la primera efervescencia de su sorpresa ysatisfacción-, y probablemente necesite repara-ciones; ¡pero escuchar a un hombre disculpán-dose, tal como lo pensé, por una casa que, por

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lo que sé, tiene cinco salas de estar en el primerpiso y, según creo haberle escuchado al ama dellaves, tiene cabida para quince camas...! ¡Ypara usted también, acostumbrada a vivir en lacasita de Barton! Parecía tan ridículo. Pero,querida, debemos sugerirle al coronel que hagaalgo en la rectoría, que la acomode para ellosantes de que llegue Lucy.

-Pero el coronel Brandon no parece creer queel beneficio sea suficiente para permitirles ca-sarse.

-El coronel es un papanatas, querida; como éltiene dos mil libras al año para vivir, cree quenadie puede casarse con menos. Le doy mi pa-labra de que, si estoy viva, haré una visita a larectoría de Delaford antes de la fiesta de sanMiguel; y créame que no iré si Lucy no está allí.

Elinor era de la misma opinión en cuanto aque probablemente no iban a esperar más.

CAPITULO XLI

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Después de haber ido a agradecer al coronelBrandon, Edward se dirigió a casa de Lucy consu felicidad a cuestas; y ésta era tan grandecuando llegó a Bartlett's Buildings, que al díasiguiente la joven pudo asegurarle a la señoraJennings, que la había ido a visitar para felici-tarla, que nunca antes en toda su vida lo habíavisto tan contento.

Por lo menos la felicidad de Lucy y su estadode ánimo no dejaban lugar a dudas, y con granentusiasmo se unió a la señora Jennings en susexpectativas de un grato encuentro en la recto-ría de Delaford antes del día de san Miguel. Almismo tiempo, estaba tan lejos de negar a Eli-nor el crédito que Edward le daría, que se refirióa su amistad por ambos con la más entusiastagratitud, estaba pronta a reconocer cuánto ledebían, y declaró abiertamente que ningún es-fuerzo, presente o futuro, que realizara la seño-rita Dashwood en bien de ellos la sorprendería,puesto que la creía capaz de cualquier cosa por

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aquellos a quienes realmente apreciaba. Encuanto al coronel Brandon, no sólo estaba dis-puesta a adorarlo como a un-santo, sino que,más aún, verdaderamente deseaba que en todaslas cosas terrenales se lo tratara como tal; de-seaba que las contribuciones que recibía au-mentaran al máximo; y secretamente decidióque, una vez en Delaford, se valdría lo másposible de sus criados, su carruaje, sus vacas ysus gallinas.

Había transcurrido ya una semana desde lavisita de John Dashwood a Berkeley Street, ycomo desde entonces no habían tenido ningunanoticia sobre la indisposición de su esposa másallá de una averiguación verbal, Elinor comen-zó a sentir que era necesario hacerle una visita.Sin embargo, tal obligación no sólo iba en co-ntra de sus propias inclinaciones, sino que,además, no encontraba ningún estímulo en suscompañeras. Marianne, no satisfecha con ne-garse absolutamente a ir, intentó con todas susfuerzas impedir que fuera su hermana; y en

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cuanto a la señora Jennings, aunque su carruajeestaba siempre al servicio de Elinor, era tanto loque le disgustaba la señora de John Dashwood,que ni la curiosidad de ver cómo estaba tras eltardío descubrimiento, ni su intenso deseo deagraviarla tomando partido por Edward, pu-dieron vencer su renuencia a estar de nuevo ensu compañía. Como resultado, Elinor partiósola a una visita que nadie podía tener menosdeseos de hacer, y a correr el riesgo de un tête-à-tête con una mujer que a nadie podía desagra-darle con más motivos que a ella.

Le dijeron que la señora Dashwood no estaba;pero antes de que el carruaje pudiera devolver-se, por casualidad salió su esposo. Manifestógran placer en encontrarse con Elinor, le dijoque en ese momento iba a visitarlas a BerkeleyStreet, y asegurándole que Fanny estaría felizde verla, la invitó a entrar.

Subieron hasta la sala. No había nadie allí.-Supongo que Fanny está en su habitación -le

dijo-; iré a buscarla de inmediato, porque estoy

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seguro de que no tendrá ningún inconvenienteen verte a ti ... lejos de ello, en realidad. Espe-cialmente ahora... pero, de todos modos, tú yMarianne siempre fueron sus favoritas. ¿Porqué no vino Marianne?

Elinor la disculpó lo mejor que pudo.-No lamento verte a ti sola -replicó él-, porque

tengo mucho que hablar contigo. Este beneficiodel coronel Brandon, ¿es verdad? ¿Realmentese lo ha ofrecido a Edward? Lo escuché ayerpor casualidad, e iba a verte con el propósito deaveriguar más sobre ello.

-Es completamente cierto. El coronel Brandonle ha dado el beneficio de Delaford a Edward.

-¿Es posible? ¡Qué increíble! ¡No hay ningunarelación, ningún parentesco entre ellos! ¡Y aho-ra que los beneficios se negocian a un preciotan alto! ¿Cuánto da éste?

-Cerca de doscientas libras al año.-Muy bien, y para la siguiente postulación a

un beneficio de ese valor, suponiendo que elúltimo titular haya sido viejo y de mala salud, y

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lo fuera a dejar vacante luego, podría haberconseguido, digamos, mil cuatrocientas libras.¿Y cómo es posible que no arreglara ese asuntoantes de que muriera esta persona? Por supues-to, ahora es muy tarde para venderlo, ¡pero al-guien con el juicio del coronel Brandon! ¡Meextraña que haya sido tan poco previsor en algopor lo que es tan usual, tan natural preocupar-se! Bien, estoy convencido de que casi todos losseres humanos tienen enormes incongruencias.Pensando en ello, sin embargo, supongo queesto puede ser lo que ha ocurrido: Edward man-tendrá el beneficio hasta que la persona a quienel coronel realmente ha vendido la postulacióntenga la edad suficiente para hacerse cargo deél. Sí, sí, es lo que ha ocurrido, puedes estarsegura.

Elinor lo contradijo, sin embargo, terminante-mente; y lo obligó a aceptar su autoridad en lamateria contándole que el coronel Brandon lehabía encomendado a ella transmitir su ofreci-miento a Edward y, por tanto, tenía que enten-

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der bien los términos en que había sido hecho.-¡Es en verdad asombroso! -exclamó él, des-

pués de escuchar sus palabras-. ¿Y qué motivohabrá tenido el coronel para hacerlo?

-Uno muy sencillo: ayudar al señor Ferrars.-Bien, bien; sea lo que fuere el coronel Bran-

don, ¡Edward Ferrars es un hombre afortuna-do! Sin embargo, no le menciones a Fanny esteasunto; porque aunque lo ha sabido por mí y loha tomado bastante bien, no querrá oír hablarmucho de ello.

En este punto le costó algo a Elinor refrenarsede observar que, a su parecer, Fanny bien po-dría haber sobrellevado con compostura la ad-quisición de un capital por parte de su herma-no a través de medios que no significaban unempobrecimiento ni para ella ni para su hijo.

-La señora Ferrars -añadió él, bajando la voz aun tono acorde con la importancia del temahasta ahora no sabe nada de esto, y creo queserá mejor ocultárselo mientras sea posible.Cuando se realice la boda, temo que deberá

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enterarse de todo.-Pero, ¿por qué habría de tomarse tales pre-

cauciones? Aunque no se debiera suponer quela señora Ferrars pueda tener la menor satisfac-ción al saber que su hijo tiene el dinero sufi-ciente para vivir... tal cosa sería impensable;pero, ¿por qué, después de lo que hizo, debesuponerse que a ella le importe algo? Ha termi-nado con su hijo, lo ha expulsado de su ladopara siempre y ha hecho que todos aquellossobre quienes tiene influencia hagan lo mismo.Con toda seguridad, después de haber hechoesto no es posible imaginarla capaz de sentiralguna pena o alegría relacionada con él..., nopuede interesarle nada que le acontezca. ¡Noserá tan inconsistente como para despreocupar-se del bienestar de un hijo, y luego seguir pre-ocupándose por él como lo haría una madre!

-¡Ay, Elinor! -dijo John-. Tu razonamiento esbueno, pero en su base hay ignorancia de loque es la naturaleza humana. Cuando se lleve acabo la infortunada unión de Edward, no te

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quepa duda de que su madre sufrirá tanto co-mo si nunca lo hubiera arrojado de su lado; porello, mientras sea posible, es necesario ocultarletodas las circunstancias que puedan adelantarese terrible momento. La señora Ferrars nuncapodrá olvidar que Edward es su hijo.

-Me sorprendes; habría creído que a estas al-turas ya casi se le había borrado de la memoria.

-Estás completamente equivocada. La señoraFerrars es una de las madres más afectuosasque existen.

Elinor guardó silencio.-Ahora -dijo el señor Dashwood tras una bre-

ve pausa-, estamos pensando que Robert se casecon la señorita Morton.

Elinor, sonriendo ante el tono grave e impor-tantísimo de la voz de su hermano, le respon-dió muy tranquila:

-La dama, me imagino, no tiene opción en es-to.

-¡Opción! ¿Qué quieres decir?-Todo lo que quiero decir es que supongo,

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por tu forma de hablar, que a la señorita Mor-ton le debe dar lo mismo casarse con Edward ocon Robert.

-Por supuesto que no hay diferencia alguna;porque ahora Robert, para todos los efectos ypropósitos, será considerado el hijo mayor; y enlo demás, ambos son jóvenes muy agradables...no he sabido que uno sea superior al otro.

Elinor no dijo nada más, y John tambiénguardó silencio durante algunos instantes. Pusofin a sus reflexiones de la siguiente forma:

-De una cosa, mi querida hermana -le dijo to-mándole una mano cariñosamente y hablándo-le en un impresionante susurro-, puedes estarsegura: y te la haré saber, porque sé que teagradará. Tengo buenas razones para creer... enverdad, lo sé de la mejor fuente o no lo repeti-ría, porque en caso contrario sería muy inco-rrecto mencionarlo... pero lo sé de la mejorfuente... no que se lo haya escuchado decirexactamente a la misma señora Ferrars, pero suhija sí lo hizo, y ella me lo contó a mí... que, en

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resumen, más allá de las objeciones que pudohaber contra cierta... cierta unión... ya me en-tiendes... la señora Ferrars la habría preferidomil veces, no la habría molestado ni la mitadque ésta. Me sentí extremadamente contento desaber que lo veía desde esa perspectiva... unacircunstancia muy gratificante, te imaginarás,para todos nosotros. “No habría tenido puntode comparación”, dijo, “de dos males, el menor;y ahora estaría dispuesta a transigir para que noocurriese nada peor”. Pero todo eso está fuerade discusión: no hay que pensar en ello, nimencionarlo; en lo referente a cualquier unión,ya lo sabes... no hay posibilidad alguna... todoeso ha terminado. Pero pensé contarte esto,porque sabía cuánto te complacería. No quetengas nada que lamentar, mi querida Elinor.No cabe duda de que lo estás haciendo muybien... igual de bien o, si se toma en cuenta to-do, quizá mejor... ¿Has estado con el coronelBrandon ahora último?

Elinor había escuchado lo suficiente si no pa-

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ra gratificar su vanidad y elevar su autoestima,para agitar sus nervios y hacerla pensar; y lealegró, por tanto, que la entrada del señor Fe-rrars la salvara de tener que responder a tantacosa y del peligro de escuchar más a su herma-no. Tras charlar durante algunos momentos,John Dashwood, recordando que aún no habíainformado a Fanny sobre la presencia de suhermana, abandonó la habitación en su bús-queda. Y Elinor quedó allí con la tarea de mejo-rar su relación con Robert, el cual, con su alegredespreocupación, con la satisfecha autocompla-cencia que le permitía disfrutar de un tan injus-to reparto del amor y de la generosidad de sumadre en perjuicio de su hermano excluido...amor y generosidad de los que se había hechomerecedor tan sólo por su propia vida disipaday la integridad de ese hermano, confirmaba aElinor en su más desfavorable opinión sobre suinteligencia y sentimientos.

Apenas habían estado dos minutos a solascuando él empezó a hablar de Edward, pues

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también había sabido del beneficio e hizo mu-chas preguntas al respecto. Elinor repitió losdetalles que ya le había comunicado a John, y elefecto que tuvieron en Robert, aunque muydiferente, no fue menos fuerte. Se rió sin nin-guna moderación. La idea de Edward trans-formado en clérigo y viviendo en una pequeñacasa parroquial lo divertía sin límites; y cuandoa ello agregó la fantástica visión de Edwardleyendo plegarias vestido con una sobrepellizblanca y haciendo las amonestaciones públicasdel matrimonio de John Smith y Mary Brown,no pudo imaginarse nada más ridículo.

Elinor, en tanto, aguardaba en silencio y conimperturbable gravedad, el fin de tales neceda-des, sin poder evitar que sus ojos se clavaran enél con una mirada que mostraba todo el des-precio que le infundía. Era una mirada, sin em-bargo, muy bien dirigida, porque alivió sussentimientos sin darle a entender nada a él.Cuando él dejó de lado sus comentarios inge-niosos, no lo hizo llevado por ningún reproche

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de ella, sino por su propia sensibilidad.-Podemos bromear al respecto -dijo finalmen-

te, recuperándose de las risas afectadas quehabían alargado considerablemente la genuinaalegría del momento-, pero, a fe mía, es algomuy serio. ¡Pobre Edward! Está arruinado parasiempre. Lo lamento enormemente, porque séque es una criatura de muy buen corazón, tanbien intencionado como el que más. No debejuzgarlo, señorita Dashwood, basándose en lopoco que lo conoce. ¡Pobre Edward! Es ciertoque sus modales no son de lo más felices. Peroya se sabe que no todos nacemos con las mis-mas capacidades, con el mismo porte. ¡Pobremuchacho! ¡Imaginarlo entre extraños! ¡Quécosa lamentable! Pero a fe mía que es de tangran corazón como el mejor del reino; y le digoy le aseguro que nada me ha sacudido nuncatanto como esto que ha ocurrido. No podíacreerlo. Mi madre fue la primera en decírmelo,y yo, sintiendo que debía actuar con decisión,de inmediato le dije: “Mi querida señora, no sé

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qué se propone hacer en estas circunstancias,pero en cuanto a mí, debo decirle que si Ed-ward se casa con esta joven, yo no lo volveré amirar nunca más”. Eso fue lo que le dije de in-mediato... ¡me sentía escandalizado más allá detodo lo imaginable! ¡Pobre Edward! ¡Se hahundido por completo! ¡Se ha marginado parasiempre de toda sociedad decente! Pero mien-tras se lo decía directamente a mi madre, no meextrañaba en absoluto; es lo que se podía espe-rar de la educación que recibió. Mi pobre ma-dre casi enloqueció.

-¿Ha visto alguna vez a la joven?-Sí, una vez, cuando estaba alojada en esta ca-

sa. Me había dejado caer por unos diez minu-tos, y me bastó con lo que vi de ella. Una sim-ple muchacha pueblerina, desmañada, sin estiloni elegancia, y casi sin ningún atractivo. La re-cuerdo perfectamente. Justo el tipo de mucha-cha que habría creído capaz de cautivar al po-bre Edward. Apenas mi madre me contó todoel asunto, de inmediato me ofrecí- a hablarle, a

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disuadirlo de la unión; pero, según pude darmecuenta, ya era demasiado tarde para hacer algo,pues por desgracia no estuve ahí en los prime-ros momentos y no supe nada de lo ocurridohasta después de la ruptura, cuando, ya sabeusted, no me correspondía interferir. Pero si seme hubiera informado unas pocas horas antes,probablemente habría podido hacer algo. Detodas maneras le habría hecho ver las cosas aEdward con toda claridad. “Mi querido ami-go”, le habría dicho, “piensa en lo que haces.Estás comprometiéndote en la más desafortu-nada unión, que toda tu familia desaprueba demanera unánime”. En fin, no puedo evitar pen-sar que habría encontrado alguna manera delograrlo. Pero ahora es demasiado tarde. Debeestar muerto de hambre, sabe usted; con todaseguridad, absolutamente muerto de hambre.

Acababa de plantear este punto con grancompostura cuando la llegada de la señora deJohn Dashwood puso fin al tema. Pero aunqueésta nunca lo mencionaba fuera de su propia

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familia, Elinor pudo ver cómo influía en sumente, visible en ese algo como expresión con-fundida que tenía al entrar y en un intento decordialidad en su trato hacia ella. Incluso llegótan lejos como mostrarse afectada por el hechode que Elinor y su hermana dejarían tan prontola ciudad, y había confiado en verlas más; unesfuerzo en el cual su marido, que la habíaacompañado a la habitación y seguía cada unade sus palabras con aire enamorado, parecíaencontrar todo lo que hay de más afectuoso yagraciado.

CAPITULO XLII

Otra corta visita a Harley Street, en la cualElinor recibió las felicitaciones de su hermanopor viajar hasta Barton sin incurrir en ningúngasto y por el hecho de que el coronel Brandonpodría seguirlas a Cleveland en uno o dos días,completó el contacto de hermano y hermanas

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en la ciudad; y una débil invitación de Fanny aque fueran a Norland siempre que llegaran apasar por ahí, que de todas las cosas posiblesera la menos probable, junto a una promesamás cálida, aunque menos pública, de John aElinor respecto de una pronta visita a Delaford,fue todo lo que se dijo respecto de un futuroencuentro en el campo.

Divertía a Elinor observar que todos sus ami-gos parecían decididos a enviarla a Delaford,de todos los lugares, precisamente el que ahoramenos querría visitar o el último en que desea-ría vivir; pues no sólo su hermano y la señoraJennings lo consideraban su futuro hogar, sinoque incluso Lucy, al despedirse, la invitó insis-tentemente a que la visitara allí.

En los primeros días de abril, y en las prime-ras horas de la mañana, aunque tolerablementetemprano, los dos grupos, provenientes deHanover Square y de Berkeley Street, salierondesde sus respectivos hogares para encontrarseen el camino, según lo habían convenido. Para

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comodidad de Charlotte y de su hijo echaríanmás de dos días en el viaje, y el señor Palmer,moviéndose de manera más expedita con elcoronel Brandon, se les uniría en Clevelandpoco después.

Marianne, aunque escasas habían sido las ho-ras gratas pasadas en Londres y ansiosa comoestaba desde hacía tanto por alejarse de allí,llegado el momento no pudo evitar una granpena al decir adiós a la casa donde por últimavez había disfrutado de aquellas esperanzas yaquella confianza en Willoughby que ahora sehabían apagado para siempre. Tampoco pudoabandonar el lugar en que Willoughby se en-tregaba a nuevos compromisos y a nuevos pla-nes en los que ella no tendría parte alguna, sinderramar copiosas lágrimas.

La satisfacción de Elinor en el momento de lapartida fue más real. Nada había en Londresque entretuviera sus pensamientos y permane-ciera en sus recuerdos; a nadie dejaba atrás dequien separarse para siempre le significara ni

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un instante de pena; le alegraba liberarse de lapersecución de la amistad de Lucy; estabaagradecida por alejar de allí a su hermana sinque se hubiese encontrado con Willoughbydesde su matrimonio, y tenía puestas sus espe-ranzas en lo que unos pocos meses de tranqui-lidad en Barton podrían hacer para devolver lapaz de espíritu a Marianne, y afianzar la suyapropia.

El viaje transcurrió sin contratiempos. El se-gundo día los llevó al querido, o repudiado,condado de Somerset, que así aparecía por tur-nos en la imaginación de Marianne; y en la ma-ñana del tercer día llegaron a Cleveland.

Cleveland era una casa amplia, de modernaconstrucción, ubicada en la pendiente de unaloma cubierta de pasto. No tenía parque, perolos jardines de agrado eran de buen tamaño; ycomo cualquier otro lugar de la misma impor-tancia, tenía su monte bajo y su alameda; porun camino de grava lisa que circundaba unaplantación se llegaba al frontis de la casa; el

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césped estaba salpicado de árboles; la casamisma se erguía al amparo de abetos, serbalesy acacias, y todos juntos, entreverados con altoschopos lombardos, formaban una espesa barre-ra que ocultaba la vista de las dependencias.

Marianne entró en la casa con el corazón hen-chido de emoción por saberse a sólo ochentamillas de Barton y a no más de treinta de Com-be Magna; y antes de haber estado quince mi-nutos entre sus muros, mientras los demásayudaban a Charlotte, que deseaba mostrarle elniño al ama de llaves, salió de nuevo, escabu-lléndose por los sinuosos senderos entre losarbustos que recién comenzaban a reverdecer,para alcanzar un montículo distante; y allí,desde un templete griego, su mirada, reco-rriendo una amplia zona de campiñas hacia elsudeste, pudo posarse tiernamente en las leja-nas colinas recortadas contra el horizonte eimaginar que desde sus cumbres se alcanzaría aver Combe Magna.

En tales momentos de preciosa, incomparable

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angustia, se embriagó en lágrimas de agoníapor estar en Cleveland; y al volver por caminosdiferentes a la casa, sintiendo el feliz privilegiode gozar de la libertad del campo, de deambu-lar de un lugar a otro en una soberana y lujosasoledad, resolvió entregarse la mayor parte delas horas de todos los días que permaneceríacon los Palmeral placer de estos vagabundeossolitarios.

Volvió justo a tiempo para unirse a los demásen el momento en que salían de la casa en unaexcursión por las inmediaciones; y el resto de lamañana pasó rápidamente mientras paseabancon toda calma por el huerto, examinando lasenredaderas en flor sobre los muros y escu-chando al jardinero lamentarse por las plagas;recorrieron sin apuro el invernadero, donde lapérdida de sus plantas favoritas, incautamenteexpuestas _y quemadas por las heladas, hicie-ron reír a Charlotte; y visitaron el corral deaves, donde encontró nuevos motivos de rego-cijo en las rotas esperanzas de la moza: gallinas

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que abandonaban sus nidos, o se las robaba unzorro, o nidadas de prometedores polluelos quemorían antes de tiempo.

Como la mañana había estado hermosa y sinhumedad en el aire, Marianne, con sus proyec-tos de pasar la mayor parte del tiempo afuera,no pensó que el clima podría cambiar durantesu permanencia en Cleveland. Fue una gransorpresa, entonces, encontrar que una tenazlluvia le impedía salir después de la cena.Había confiado en un paseo vespertino al tem-plete griego, y quizá por todo el lugar, y unanochecer nada más que frío o húmedo no lahabría disuadido; pero una lluvia densa y per-sistente ni siquiera a ella podía parecerle unclima seco y agradable para una caminata.

Los de la casa formaban un grupo pequeño, ylas horas fueron pasando tranquilamente. Laseñora Palmer tenía a su hijo y la señora Jen-nings sus bordados; hablaron de los amigosque habían dejado atrás, organizaron los com-promisos de lady Middleton y varias veces se

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preguntaron si el señor Palmer y el coronelBrandon llegarían más allá de Reading esa no-che. Elinor, aunque con escaso interés en laconversación, participaba en ella; y Marianne,que tenía el don de arreglárselas en cualquiercasa para llegar a la biblioteca, sin importar .cuánto la evitara la familia en general, muypronto se agenció un libro.

La señora Palmer no escatimaba nada que suconstante buen humor y espíritu amistoso pu-dieran ofrecer para que sus invitadas se sintie-ran bien acogidas. La franqueza y cordialidadde su trato más que compensaba por esa faltade compostura y elegancia que a menudo lahacía fallar en las formalidades de la cortesía;conquistaba con su afabilidad, acreditada porsu rostro tan lindo; sus necedades, aunque evi-dentes, no desagradaban porque no era presun-tuosa; y Elinor le habría podido perdonar cual-quier cosa, salvo su risa.

La llegada de los dos caballeros al día si-guiente, a una cena muy tardía, aportó un grato

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aumento de la concurrencia y una muy bienve-nida variación en las conversaciones, que unalarga mañana bajo la misma lluvia sostenidahabía reducido a niveles muy bajos.

Elinor había visto tan poco al señor Palmer, yen ese poco había visto tanta diversidad en sutrato a su hermana y a ella misma, que no sabíaqué esperar de él al encontrarlo en su propiafamilia. Lo que encontró, sin embargo, fue uncomportamiento perfectamente caballerosohacia todos sus invitados, y sólo en ocasionesáspero con su esposa y la madre de ella; lo en-contró muy capaz de ser una grata compañía, ylo único que le impedía serlo siempre era unaexcesiva capacidad de sentirse tan superior a lagente en general como debía creerse con respec-to de la señora Jennings y de Charlotte. Encuanto a los restantes aspectos de su carácter yhábitos, no mostraban, hasta donde Elinor al-canzaba a percibir, ningún rasgo inusual enpersonas de su sexo y edad. Le gustaba unabuena mesa, pero no solía llegar a la hora; que-

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ría a su hijo, pero fingía desdén; y haraganeabaen la mesa de billar durante las mañanas en vezde dedicarlas a los negocios. En conjunto, sinembargo, a Elinor le gustaba mucho más de loque había esperado, y en su corazón no lamen-taba que no le pudiera gustar más: no lamenta-ba que la observación de su epicureísmo, suegoísmo y su presunción la llevaran a descan-sar con gusto en el recuerdo del generoso tem-ple de Edward, sus gustos simples y tímidossentimientos.

En esos días Elinor tuvo noticias de Edward,o al menos de algunos sucesos relacionados consus intereses, a través del coronel Brandon, quehacía poco había estado en Dorsetshire y que,dirigiéndose a ella al mismo tiempo como ami-ga desinteresada del señor Ferrars y gentil con-fidente suya, le conversaba largamente sobre larectoría de Delaford, describía sus deficienciasy- le contaba qué pensaba hacer para solucio-narlas. Su comportamiento hacia ella en esto, aligual que en todo lo demás; su sincero placer en

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verla tras una ausencia de tan sólo diez días; sudisposición a conversar con ella y su respetopor sus opiniones, bien podían justificar que laseñora Jennings estuviera convencida de que laquería, y quizá hasta habría bastado para queElinor también lo sospechara si no creyera, co-mo desde el comienzo, que Marianne seguíasiendo su verdadera predilecta. Pero tal comoeran las cosas, esa idea no se le habría pasadopor la mente de no ser por las insinuaciones dela señora Jennings; y entre las dos, Elinor nopodía evitar creerse mejor observadora: ellaobservaba los ojos del coronel, en tanto la seño-ra Jennings sólo pensaba en su comportamien-to; y mientras sus miradas de ansiosa inquietudcuando Marianne comenzó a sentir los prime-ros síntomas de un fuerte resfrío manifestadosen dolores de cabeza y de garganta, al no estarexpresadas en palabras escapaban completa-mente a la observación de la señora Jennings,ella podía descubrir en sus ojos los vivos senti-mientos y la innecesaria alarma de un enamo-

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rado.Dos deliciosas caminatas vespertinas al tercer

y cuarto día de su estancia allí, no sólo por lagrava seca entre los arbustos sino por todo ellugar, y especialmente por los rincones másalejados, donde había algo más de vida silves-tre que en el resto, donde los árboles eran másañosos y la hierba más larga y húmeda, habíanproducido en Marianne -con la ayuda de laenorme imprudencia de quedarse con las me-dias y los zapatos mojados puestos- un resfríotan violento que, aunque durante un día o dosella intentó restarle importancia o negarlo, ter-minó por imponerse a través de malestares ca-da vez mayores, hasta no poder seguir siendoignorado ni por ella misma ni por el interés delos demás. De todos lados le llovieron recetasque, como siempre, fueron rechazadas. Aunquese sentía débil y afiebrada, con los miembrosadoloridos, tos y la garganta áspera, un buensueño durante la noche la sanaría por comple-to; y fue con bastantes dificultades que Elinor

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pudo persuadirla, cuando se fue a la cama, deprobar uno o dos de los remedios más sencillos.

CAPITULO XLIII

Al día siguiente, Marianne se levantó a lahora acostumbrada; a todas las preguntas res-pondió que se encontraba mejor, e intentó con-vencerse a sí misma de ello dedicándose a susocupaciones habituales. Pero haber pasado undía completo sentada junto a la chimenea tem-blando de escalofríos, con un libro en la manoque era incapaz de leer, o echada en un sofá,decaída y sin fuerzas, no hablaba muy bien desu mejoría; y cuando por fin se fue temprano ala cama sintiéndose cada vez peor, el coronelBrandon quedó simplemente atónito ante latranquilidad de Elinor, que aunque la atendió ycuidó durante todo el día, en contra de los de-seos de Marianne y obligándola a tomar lasmedicinas necesarias en la noche, tenía la mis-

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ma confianza de ella en la seguridad y eficaciadel sueño, y no estaba en verdad alarmada.

Una noche muy agitada y febril, sin embargo,frustró las esperanzas de ambas; y cuando Ma-rianne, tras insistir en levantarse se confesóincapaz de sentarse y se devolvió voluntaria-mente a la cama, Elinor se mostró dispuesta aaceptar el consejo de la señora Jennings y en-viar por el boticario de los Palmer.

El boticario acudió, examinó a la paciente, yaunque animó a la señorita Dashwood a confiaren que unos pocos días le devolverían la saluda su hermana, al declarar que su dolencia teníauna tendencia pútrida y permitir que sus labiospronunciaran la palabra “infección”, instantá-neamente alarmó a la señora Palmer, por suhijo. La señora Jennings, que desde un comien-zo había creído la enfermedad más seria de loque pensaba Elinor, escuchó con aire grave elinforme del señor Harris, y confirmando lostemores y preocupación de Charlotte, la urgió aalejarse de allí con su criatura; y el señor Pal-

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mer, aunque trató de vanas sus aprensiones,. sevio incapaz de resistir la enorme ansiedad yporfía de su esposa. Se decidió, entonces, supartida; y antes de una hora después de la lle-gada del señor Harris, partió con su hijito y laniñera a la casa de una pariente cercana delseñor Palmer, que vivía unas pocas millas pa-sado Bath; allí, ante sus insistentes ruegos, suesposo prometió unírsele en uno o dos días, y aese lugar su madre prometió acompañarla,también obedeciendo a sus súplicas. La señoraJennings, sin embargo, con una bondad quehizo a Elinor realmente quererla, se manifestódecidida a no moverse de Cleveland mientrasMarianne siguiera enferma, y a esforzarse me-diante sus más atentos cuidados en reemplazara la madre de quien la había alejado; y en todomomento Elinor encontró en ella una activa ybien dispuesta colaboradora, deseosa de com-partir todas sus fatigas y, muy a menudo, degran utilidad por su mayor experiencia en elcuidado de enfermos.

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La pobre Marianne, exánime y abatida por elcarácter de su dolencia y sintiéndose completa-mente indispuesta, ya no podía confiar en queal día siguiente se repondría; y pensar en lo queal día siguiente habría ocurrido de no mediarsu desafortunada enfermedad, agravó su ma-lestar; porque ese día iban a iniciar su viaje acasa y, acompañadas todo el camino por uncriado de la señora Jennings, sorprenderían asu madre a la mañana siguiente. Lo poco quehabló fue para lamentar esta inevitable demora;y ello aunque Elinor intentó levantarle el ánimoy hacerla creer, como en ese momento ellamisma lo creía, que ese retraso sería muy breve.

El día siguiente trajo poco o ningún cambioen el estado de la paciente; evidentemente noestaba mejor, y salvo el hecho de que no habíaninguna mejoría, no parecía haber empeorado.El grupo se había reducido ahora aún más,pues el señor Palmer, aunque sin muchos de-seos de irse, tanto por espíritu humanitario y subuen natural como por no querer parecer ate-

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morizado por su esposa, terminó dejando queel coronel Brandon lo convenciera de seguirla,según le había prometido; y mientras prepara-ba su partida, el coronel Brandon mismo,haciendo un esfuerzo mucho mayor, tambiéncomenzó a hablar de irse. En este punto, sinembargo, la bondad de la señora Jennings se in-terpuso de muy buena manera, pues que elcoronel se alejara mientras su amada sufría talinquietud por causa de su hermana significaríaprivarlas a ambas de todo consuelo; y así, di-ciéndole sin tardanza que para ella misma eranecesaria su presencia en Cleveland, que lonecesitaba para jugar al piquet con ella en lastardes mientras la señorita Dashwood estabaarriba con su hermana, etc., le insistió tanto quese quedara, que él, que al acceder cumplía conlo que su corazón deseaba en primer lugar, nopudo ni siquiera fingir por mucho rato algunavacilación al respecto, en especial cuando losruegos de la señora Jennings fueron cálida-mente secundados por el señor Palmer, que

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parecía sentirse aliviado al dejar allí a una per-sona tan capaz de apoyar o aconsejar a la seño-rita Dashwood en cualquier emergencia.

A Marianne, por supuesto, la mantuvieronajena a todas estas disposiciones. No sabía quehabía sido la causa de que los dueños de Cleve-land tuvieran que dejar su casa antes de la se-mana de haber llegado. No la sorprendió nover a la señora Palmer, y como por ello mismono le preocupaba, nunca mencionaba su nom-bre.

Dos días habían pasado desde la partida delseñor Palmer, y las condiciones de la pacientese mantenían iguales, con muy pocos cambios.El señor Harris, que la visitaba todos los días,de manera bastante audaz seguía hablando deuna rápida mejoría, y la señorita Dashwood semostraba igualmente optimista; pero los demásno tenían expectativas tan alegres. Muy al co-mienzo del ataque, la señora Jennings habíadecidido que Marianne nunca se recuperaría; yel coronel Brandon, cuyo principal servicio era

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escuchar los presagios de la señora Jennings, noestaba en un estado de ánimo capaz de resistirsu influencia. Intentó recurrir a la razón parasuperar temores que la opinión diferente delboticario hacía parecer absurdos; pero la grancantidad de horas que cada día pasaba a solaseran demasiado propicias para alimentar pen-samientos tristes, y no podía borrar de su men-te la convicción de que no iba a ver más a Ma-rianne con vida.

En la mañana del tercer día, sin embargo, lassombrías predicciones de ambos resultaron casifallidas, pues cuando llegó el señor Harris de-claró a su paciente mucho mejor. Tenía el pulsomás fuerte y mostraba síntomas mucho másfavorables que en su visita anterior. Elinor, con-firmadas sus más gratas esperanzas, era todaalegría. Estaba feliz porque, en las cartas a sumadre, se había atenido a su propio juicio y noal de sus amigos, y por haberle restado impor-tancia a la indisposición que había retrasado supartida de Cleveland, y casi se atrevió a fijar la

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fecha en que Marianne podría viajar.Pero el día no terminó de manera tan auspi-

ciosa como había comenzado. Hacia el anoche-cer recrudeció la enfermedad de Marianne, conmás pesadez, agitación y malestar que antes. Suhermana, sin embargo, aún optimista, preferíaatribuir el cambio sólo al cansancio de haberestado sentada mientras le hacían la cama; ytras hacerle tomar con todo cuidado los cordia-les prescritos, con alegría la vio sumirse en unsopor que esperaba fuese muy beneficioso. Susueño, aunque no tan tranquilo como habríaesperado Elinor, duró un tiempo considerable;y ésta, ansiosa de observar por sí misma losresultados, decidió quedarse a su lado hastaque despertara. La señora Jennings, que no es-taba enterada del cambio operado en la pacien-te, se fue a la cama más temprano que de cos-tumbre; su doncella, una de las principales en-cargadas del cuidado de la enferma, estababuscando un poco de solaz en la habitación delama de llaves, y Elinor permanecía sola con

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Marianne.El sueño de Marianne comenzó a hacerse ca-

da vez más agitado; y Elinor, que en ningúnmomento dejaba de observar atentamente suscontinuos cambios de posición y escuchar losreiterados, aunque inarticulados quejidos quesalían de sus labios, casi deseaba sacarla de unsopor tan penoso cuando Marianne, repenti-namente despierta ante un ruido imprevisto enla casa, se irguió sobresaltada, exclamando enun desvarío febril:

-¿Ha venido mamá?-Todavía no -replicó su hermana, ocultando

su terror y ayudando a Marianne a tendersenuevamente-; aunque espero que luego estaráaquí. Hay un largo trecho, lo sabes, desde acá aBarton.

-Pero no debe dar la vuelta por Londres -ex-clamó Marianne, con el mismo tono inquieto-.Nunca la volveré a ver, si va a Londres.

Alarmada, Elinor se dio cuenta de que Ma-rianne estaba delirando, y mientras intentaba

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calmarla, ansiosamente le tomó el pulso. Eramás débil y rápido que nunca; y al ver que Ma-rianne seguía desvariando acerca de mamá, sutemor aumentó hasta el punto de decidirla aenviar de inmediato por el señor Harris y des-pachar un mensajero a Barton para hacer venira su madre. Junto con tomar esta resolución,pensó en consultar de inmediato con el coronelBarton la mejor forma de llevarla a cabo; y así,tan pronto hubo llamado a la doncella para quela reemplazara junto a su hermana, se apresuróa bajar a la sala donde sabía que por lo generalél se encontraba, aunque mucho más tarde queen el momento actual.

No era momento para vacilaciones. De inme-diato le hizo presente sus temores y sus dificul-tades. Sus temores, el coronel no tenía ni el va-lor ni la confianza necesarios para intentaraplacarlos: los escuchó con silencioso desalien-to; pero de sus dificultades se hizo cargo deinmediato, pues con una rapidez que parecíaevidenciar que mentalmente ya había previsto

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la ocasión y el servicio requerido, se ofreció aser el mensajero que traería a la señora Dash-wood. Elinor no presentó ninguna objeción queno fuera fácilmente rebatida. Le agradeció conpalabras breves pero fervorosas, y mientras élse apresuraba a enviar a su criado con un men-saje para el señor Harris y una orden para con-seguir caballos de posta de inmediato, ella leescribió unas pocas líneas a su madre.

El consuelo de un amigo como el coronelBrandon en esos momentos, de un compañerode esa laya para su madre... ¡qué enorme grati-tud despertaba en ella! ¡Un amigo cuyo juicio laiba a guiar, cuya compañía aliviaría su dolor ycuyo afecto quizá la calmaría...! En la medidaen que la perturbación que debía producir enella un llamado como ése pudiera serle suaviza-da, su presencia, su trato y su ayuda con todaseguridad iban a lograrlo.

El, entretanto, sintiera lo que sintiese, actuabacon toda la firmeza de una mente ordenada;hizo todos los arreglos necesarios con la mayor

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diligencia, y calculó con exactitud el momentoen que ella podría esperar su vuelta. No perdióni un instante en demoras de ningún tipo. Lle-garon los caballos incluso antes de que se losesperara, y el coronel Brandon, limitándose aestrechar la mano de Elinor con una miradasolemne y unas pocas palabras dichas en unavoz demasiado baja para que llegaran a susoídos, se apresuró a montar en el carruaje. Eranentonces aproximadamente las doce, y Elinorvolvió a los aposentos de su hermana para es-perar la llegada del boticario y velar junto a ellapor el resto de la noche. Fue una noche de sufri-mientos casi iguales para ambas hermanas.Hora tras hora fueron pasando en insomne do-lor y delirio por parte de Marianne, y la máscruel ansiedad en Elinor, antes de que aparecie-ra el señor Harris. Se habían despertado lostemores de Elinor, que la hacían pagar con cre-ces toda su anterior seguridad, y la sirvientesentada junto a ella -porque no había permitidoque llamaran a la señora Jennings la torturaba

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aún más al insinuar las cosas que su ama habíapensado desde el comienzo.

A intervalos, las ideas de Marianne seguíanfijas incoherentemente en su madre, y cada vezque mencionaba su nombre, el corazón de lapobre Elinor sufría una punzada de dolor; sereprochaba haber tomado a la ligera tantos díasde enfermedad, y anhelando un socorro inme-diato, pensaba que pronto todo socorro sería envano, que todo se había retrasado demasiado, yse imaginaba a su afligida madre llegando de-masiado tarde a ver a su preciosa hija con vidao en uso de su razón.

Estaba a punto de enviar a buscar de nuevo alseñor Harris o, si él no podía acudir, solicitarnuevos consejos, cuando el boticario -pero noantes de las cinco- hizo su aparición. Su opi-nión, sin embargo, compensó en algo su tar-danza, pues aunque reconoció un cambio ines-perado y desfavorable en su paciente, insistióen que no había un peligro grave y se refirió alalivio que un nuevo tratamiento debía procurar

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con una confianza que, en menor grado, se co-municó a Elinor. Prometió ir de nuevo dentrode las tres o cuatro horas siguientes, y dejó tan-to a su paciente como a la preocupada acompa-ñante más tranquilas de lo que las había encon-trado.

La señora Jennings se enteró de lo ocurridoen la mañana, dando muestras de gran preocu-pación y con muchos reproches por no habersido llamada a ayudar. Sus antiguos temores,que ahora revivían con mucho mejor base, no ledejaron duda alguna sobre lo ocurrido; y aun-que se esforzaba en consolar a Elinor, su certezasobre el peligro que corría su hermana no lepermitía ofrecerle el consuelo de la esperanza.Su corazón estaba realmente apesadumbrado.El rápido decaer, la temprana muerte de unamuchacha tan joven, tan adorable como Ma-rianne, habría podido afectar incluso a una per-sona menos cercana. Pero Marianne podía es-perar más de la compasión de la señora Jen-nings. Durante tres meses le había servido de

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compañía, todavía estaba a su cuidado, y sesabía que la habían herido profundamente yque había sufrido durante largo tiempo. Tam-bién veía la angustia de la hermana, que eramuy en especial su favorita; y en cuanto sumadre, cuando la señora Jennings pensaba queprobablemente Marianne sería para ella lo queCharlotte era para sí misma, sentía una genuinacompasión por sus sufrimientos.

El señor Harris fue puntual en su segunda vi-sita, pero las esperanzas que había colocado enlos efectos de la anterior se vieron frustradas.Sus medicamentos habían fallado; la fiebre nohabía sido vencida; y Marianne, sólo más tran-quila -no más dueña de sí- permanecía en undenso sopor. Elinor, captando todos, y más quetodos sus temores en un solo instante, propusosolicitar más consejos. Pero él lo juzgó innece-sario; aún tenía algo más que intentar, unanueva prescripción en cuyo éxito confiaba tantocomo en el de la última, y su visita concluyócon animosas palabras de seguridad que llega-

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ron a los oídos de la señorita Dashwood, perono lograron alcanzar su corazón. Aunque semantenía tranquila, excepto cuando pensaba ensu madre, casi había perdido las esperanzas; yen este estado siguió hasta mediodía, apenasmoviéndose del lado de su hermana, su mentesaltando de una imagen de dolor a otra, de unamigo acongojado a otro, con su espíritu abati-do al máximo por la conversación de la señoraJennings, que no tenía reparos en atribuir lagravedad y peligro de este trastorno a las mu-chas semanas en que Marianne ya antes habíaestado indispuesta a causa de su desengaño.Elinor sentía cuán razonable era esa idea, y ellole significaba un nuevo dolor añadido a susreflexiones.

Alrededor de mediodía, sin embargo, comen-zó -pero con una cautela, un temor a ilusionar-se falsamente que durante algún rato la hicie-ron callar, incluso frente a su amiga- a imagi-nar, a tener la esperanza de estar percibiendouna ligera mejoría en el pulso de su hermana;

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esperó, vigiló, lo examinó una y otra vez; y fi-nalmente, con una agitación más difícil de ocul-tar bajo un exterior calmado que toda su angus-tia precedente, se atrevió a comunicar sus espe-ranzas. La señora Jennings, aunque obligadatras un examen a reconocer una recuperacióntemporal, intentó que su joven amiga evitaraentregarse a la idea de que continuaría así; yElinor, recorriendo mentalmente todos los ar-gumentos que le recomendaban desconfiar,también se dijo que no debía alimentar espe-ranzas. Pero era demasiado tarde. La esperanzaya había hecho su entrada; y ella, sintiendo suansioso aletear, se inclinó sobre su hermanapara aguardar... ya ni sabía qué. Pasó mediahora, y los síntomas favorables seguían bendi-ciéndola. Incluso aparecieron otros, confirmán-dolos. Su respiración, su piel, sus labios, todosapelaban a Elinor con señales de mejoría, y Ma-rianne fijó sus ojos en ella con una mirada ra-cional, aunque lánguida. La ansiedad y la espe-ranza la acosaban en igual medida, impidién-

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dole un momento de tranquilidad hasta la lle-gada del señor Harris a las cuatro, cuando lasseguridades que le dio, sus felicitaciones poruna recuperación de su hermana que inclusosobrepasaba sus expectativas, le entregaronconfianza y consuelo, y pudo dejar correr lá-grimas de alegría.

Marianne estaba notablemente mejor en- todosentido, y el señor Harris la declaró por com-pleto fuera de peligro. La señora Jennings, qui-zá satisfecha porque sus presagios habían reci-bido justificación parcial en la última alarmaque habían vivido, se permitió confiar en eljuicio del boticario y admitió con genuina ale-gría, y pronto con indudable gozo, la probabi-lidad de una completa recuperación.

Elinor no podía estar alegre. Su gozo era deuna clase diferente, y llevaba a algo muy distin-to a la alegría. Marianne devuelta a la vida, a lasalud, a los amigos y a su amorosa madre, erauna idea que le llenaba el corazón de exquisitoconsuelo y se lo expandía en fervorosa gratitud;

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pero no se manifestaba ni en demostracionesexternas de alegría, ni en palabras o sonrisas.Todo lo que abrigaba el pecho de Elinor erasatisfacción, callada y fuerte.

Siguió junto a su hermana con escasos inter-medios toda la tarde, calmando cada uno desus temores, satisfaciendo cada una de las in-terrogantes de su debilitado espíritu, prestandotodos los auxilios necesarios y vigilando casicada mirada y cada aliento. Por supuesto, enalgunos momentos se le hizo presente la posibi-lidad de una recaída, recordándole lo que era laansiedad; pero cuando sus frecuentes y minu-ciosos exámenes le mostraron que continuabantodos y cada uno de los síntomas de recupera-ción, y a las seis vio a Marianne sumirse en unsueño tranquilo, ininterrumpido y, según todaslas apariencias, confortable, acalló todas susdudas.

Se acercaba ya el momento en que podía es-perarse el regreso del coronel Brandon. A lasdiez, creía Elinor, o no mucho más tarde, su

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madre se vería libre del terrible suspenso conque ahora debía ir viajando hacia ellas. ¡Quizátambién el coronel era apenas un poco menosmerecedor de piedad! ¡Ah, cuán lento transcu-rría el tiempo que aún los mantenía en la igno-rancia!

A las siete, dejando a Marianne todavía entre-gada a un dulce sueño, se unió a la señora Jen-nings en la sala para tomar té. Sus temores lahabían mantenido incapaz de desayunar, y enla cena el giro repentino de los acontecimientosle había impedido comer mucho; el actual re-frigerio, entonces, con los sentimientos de gozocon que Elinor llegaba a él, fue muy especial-mente bien recibido. Al terminar, la señora Jen-nings quiso convencerla de que descansara algoantes de la llegada de su madre, y le permitieraa ella tomar su lugar junto a Marianne; peroElinor no se sentía ni fatigada ni capaz de dor-mir, y no iba a permitir que la mantuvieranlejos de su hermana ni por un instante. La seño-ra Jennings subió con ella entonces hasta la

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pieza de la enferma para constatar que todoseguía bien, la dejó allí entregada a su cometidoy a sus pensamientos, y se retiró a sus habita-ciones a escribir algunas cartas y luego a dor-mir.

La noche era fría y tormentosa. Si hubieransido las diez, Elinor habría estado segura deque en ese momento escuchaba un carruajeacercándose a la casa; y fue tan grande su segu-ridad de haberlo escuchado, a pesar de que eracasi imposible que ya hubieran llegado, que sedirigió al saloncito junto a la. pieza y abrió unacelosía para constatar la verdad. En seguida vioque sus oídos no la habían engañado. De inme-diato tuvo a la vista el brillo de los faroles deun carruaje. A su incierta luz le pareció distin-guir que era tirado por cuatro caballos; y esto,aunque era señal del enorme temor de su ma-dre, explicó en parte tan inesperada rapidez.

Nunca, en toda su vida, había encontrado Eli-nor más difícil mantenerse tranquila. Saber loque su madre debía estar sintiendo en el mo-

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mento en que el carruaje se detuvo ante lapuerta... sus dudas, su miedo, ¡quizá su deses-peración!, ¡y lo que ella debía decir!... sabiendoeso era imposible mantener la calma. Todo loque quedaba por hacer era apresurarse; y así,quedándose sólo hasta que pudo dejar a ladoncella de la señora Jennings con su hermana,corrió escaleras abajo.

El trajín que escuchó en el vestíbulo mientras.pasaba por un recibidor interior, le confirmóque ya estaban en la casa. Avanzó a toda prisahacia la sala, entró... y allí vio únicamente aWilloughby.

CAPITULO XLIV

Elinor, retrocediendo con una mirada dehorror al verlo, obedeció al primer impulso desu corazón y se volvió a toda prisa para aban-donar la habitación; su mano ya se encontrabaen el tirador de la puerta cuando Willoughby la

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detuvo al avanzar rápidamente hacia ella ydecirle, en un tono más imperativo que supli-cante:

-Señorita Dashwood, media hora... diez mi-nutos... le ruego que se quede.

-No, señor -replicó ella con firmeza-, no mequedaré. Nada tengo que ver yo en sus asuntos.Supongo que los criados olvidaron decirle queel señor Palmer no se encontraba en casa.

-Aunque me hubieran dicho -exclamó él congran vehemencia- que el señor Palmer y todasu parentela estaban en el infierno, no mehabrían movido de la puerta. Es con usted quequiero hablar, sólo con usted.

-¡Conmigo! -había enorme asombro en suvoz-. Bien, señor... sea rápido, y si le es posible,menos vehemente.

-Siéntese, y acataré ambas órdenes.Elinor vaciló; no sabía qué hacer. La posibili-

dad de que llegara el coronel Brandon y lo en-contrara ahí se le cruzó por la mente. Pero lehabía prometido escucharlo, y en ello estaba

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comprometida su curiosidad no menos que suhonor. Tras un momento de reflexión, entonces,que la llevó a concluir que la prudencia exigíadarse prisa y que su consentimiento era lo quemejor podía lograrlo, caminó en silencio haciala mesa y se sentó. El ocupó una silla frente aella, y durante medio minuto no cruzaron pa-labra.

-Le ruego sea rápido, señor -le dijo Elinor entono impaciente-, no tengo tiempo que perder.

Sentado con aire de profunda meditación, élpareció no haberla oído.

-Su hermana -dijo abruptamente un momentodespués- está fuera de peligro. El criado me lodijo. ¡Gracias a Dios! Pero, ¿es verdad? ¿Real-mente es verdad?

Elinor no le respondió. Repitió él entonces lapregunta, con mayor urgencia aún.

-Por el amor de Dios, dígamelo: ¿está o no es-tá fuera de peligro?

-Esperamos que lo esté.Willoughby se levantó y cruzó la habitación.

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-Si lo hubiera sabido tan sólo media hora an-tes... Pero ya que estoy aquí -habló con forzadavivacidad mientras volvía a la mesa-, ¿qué im-porta? Por esta vez, señorita Dashwood... quizásea la última vez... alegrémonos juntos. Estoyde humor para la alegría. Dígame sinceramente-sus mejillas se iluminaron de un rubor másprofundo- ¿cree que soy más un canalla o unnecio?

Elinor lo contempló más estupefacta que nun-ca. Comenzó a pensar que debía estar ebrio: eralo único que podía explicar tan extraña visita,tan insólitos modales; y con esta impresión, sepuso inmediatamente de pie, diciendo:

-Señor Willoughby, le aconsejaría en este mo-mento que volviera a Combe. No puedo seguirperdiendo el tiempo con usted. Sea lo que fuereque desea tratar conmigo, será mejor que re-flexione y me lo explique mañana.

-La comprendo -replicó él con una sonrisa ex-presiva y voz perfectamente tranquila-. Sí, es-toy muy ebrio. Una pinta de cerveza con que

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acompañé las carnes frías que comí en Marlbo-rough bastó para trastornarme.

-¡En Marlborough! -exclamó Elinor, enten-diendo cada vez menos lo que ocurría.

-Sí; salí de Londres hoy a las ocho de la ma-ñana y los únicos diez minutos que pasé fuerade mi calesín desde esa hora, fueron los quedediqué a una ligera merienda en Marlbo-rough.

La firmeza de sus modales y la inteligencia desu mirada mientras hablaba convencieron aElinor de que, cualquiera fuese la imperdonablelocura que lo traía a Cleveland, no se trataba deebriedad; y tras pensar durante unos instantes,dijo:

-Señor Willoughby, usted tiene que darsecuenta, y yo ciertamente así lo creo, que des-pués de todo lo que ha pasado, su venida acá yla forma en que lo ha hecho, imponiéndome supresencia, exigen una excusa muy especial.¿Qué pretende con esto?

-Lo que pretendo -dijo el joven con tono gra-

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vemente enérgico-, si es que puedo, es hacerque usted me odie un poco menos que ahora.Pretendo ofrecer alguna explicación, algunadisculpa por lo ocurrido en el pasado; abrirlemi corazón y convencerla de que aunque siem-pre he sido un bueno para nada, no siempre hesido un canalla; y, de esta forma, obtener algosemejante al perdón de Ma... de su hermana.

¿Es ése el verdadero motivo que lo trajo aquí?-Por mi vida que sí lo es -fue su respuesta, di-

cha con un fervor que trajo a la memoria de Eli-nor todo lo que había sido el antiguo Wi-lloughby, y que a su pesar la hizo creerlo since-ro.

-Si eso es todo, puede darse por satisfecho,pues Marianne sí... hace mucho que lo ha perdo-nado.

-¡Lo ha hecho! -exclamó el joven, con el mis-mo tono intenso-. Entonces me ha perdonadoantes de que hubiera debido hacerlo. Pero meperdonará otra vez, y esta vez por motivos mu-cho más valederos. Ahora, ¿querrá escucharme?

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Elinor asintió con un gesto de la cabeza.-No sé -dijo, tras una pausa llena de expecta-

ción por parte de Elinor, de cavilaciones en él-,cómo se habrá explicado usted mi comporta-miento con su hermana, o qué motivos diabóli-cos me habrá atribuido. Tal vez le sea difícilpensar mejor de mí; sin embargo, vale la penaintentarlo, y le contaré todo. Al comienzo de miintimidad con su familia, no tenía yo ningunaotra intención, ningún otro interés en la rela-ción que pasar momentos agradables mientrasduraba mi forzada permanencia en Devonshire,más agradables de los que había disfrutadohasta entonces. Su hermana, con su aspectoadorable y atractivas maneras, no podía dejarde encantarme; y su trato hacia mí, casi desdeel principio fue... ¡Es increíble, cuando piensoen cómo' fue su trato, y en cómo era ella, que micorazón haya sido tan insensible! Pero al co-mienzo, debo confesarlo, sólo halagó mi vani-dad. Sin preocuparme por su felicidad, pen-sando sólo en mi propia diversión, permitién-

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dome sentimientos que toda mi vida había es-tado acostumbrado a consentir, me esforcé contodos los medios a mi alcance por hacermeagradable a ella, sin ninguna intención de co-rresponder a su afecto.

En este punto, la señorita Dashwood, lanzán-dole una mirada del más airado desprecio, lodetuvo diciéndole:

-No vale la pena, señor Willoughby, que sigahablando, o que yo siga escuchándolo. A un co-mienzo como éste nada puede seguirle. No meangustie haciéndome oír más sobre este asunto.

-Insisto en que lo escuche todo -replicó él-.Nunca fui dueño de una gran fortuna y siem-pre he sido de gustos caros, siempre me he aso-ciado con gente de ingresos mayores que losmíos. Desde mi mayoría de edad, o inclusoantes, creo, año tras año han aumentado misdeudas; y aunque la muerte de mí anciana pri-ma, la señora Smith, me liberaría de ellas, dadoque se trata de un hecho incierto y posiblemen-te muy distante, durante algún tiempo había

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tenido la intención de reconstruir mi situación através del matrimonio con una mujer de fortu-na. Una relación con su hermana no era, portanto, pensable; y así me encontraba actuandocon una ruindad, egoísmo y crueldad que nin-guna mirada de indignación o desprecio, ni si-quiera la suya, señorita Dashwood, podría cen-surar bastante, y siempre con el propósito deconquistar su afecto, sin intenciones de corres-ponderlo. Pero hay una cosa que puede decirsea mi favor, incluso en ese horrendo estado deegoísta vanidad, y es que no sabía la profundi-dad del dañó que tramaba, porque en ese en-tonces no sabía lo que era amar. Pero, ¿algunavez lo he sabido? Bien puede dudarse de ello,pues si realmente hubiera amado, ¿podría aca-so haber sacrificado mis sentimientos a la vani-dad, a la avaricia? O, lo que es peor, ¿podríahaber sacrificado los suyos? Pero lo he hecho.Para evitar una pobreza relativa, que su afectoy compañía habrían despojado de todos sushorrores, he perdido, elevándome a una situa-

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ción de fortuna, todo lo que hubiese hecho deella una bendición.

-Entonces -dijo Elinor, algo aplacada-, sí sesintió durante un tiempo encariñado con ella.

-¡Haber resistido tantos atractivos, haber re-chazado tal ternura! ¡Qué hombre en el mundolo habría hecho! Sí, poco a poco, sin darmecuenta, me encontré sinceramente enamoradode ella; y las horas más felices de mi vida fue-ron las que pasé con ella, cuando sentía que misintenciones eran estrictamente honorables ymis sentimientos intachables. Incluso entonces,sin embargo, cuando estaba completamentedecidido a plantearle mi amor, me permití co-ntra todo decoro postergar día a día el momen-to de hacerlo, llevado por mi renuencia a esta-blecer un compromiso mientras siguiera en tangrandes apuros económicos. No voy a justificaresto... ni la detendré si usted quiere explayarsesobre lo absurdo, y peor que absurdo, de dudaren comprometer mi palabra allí donde mihonor ya estaba comprometido. Los hechos han

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demostrado cuán neciamente astuto fui, traba-jando tanto para regalarme la posibilidad dehacerme despreciable y desgraciado para siem-pre. Por último, sin embargo, me resolví y de-cidí que en la primera oportunidad en que pu-diera hablarle a solas, justificaría las atencionesque sin cesar le había prodigado y le declararíaabiertamente un afecto que ya había hecho tan-to por mostrarle. Pero entre tanto, en el interva-lo de las pocas horas que transcurrirían antesde que se me presentara la oportunidad dehablar con ella en privado, algo ocurrió, unadesafortunada circunstancia que destruyó todami resolución y, con ella, todo mi bienestar.Algo se descubrió -aquí vaciló y bajó los ojos-.La señora Smith había sabido, de una u otraforma, me imagino que a través de algún pa-riente lejano que quería privarme de su favor,sobre un asunto, una relación... pero no es ne-cesario que me explaye sobre eso -añadió, mi-rándola ruborizado y con aire interrogativo-, através de su amistad tan íntima... probablemen-

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te está al tanto de toda la historia desde hacemucho.

-Lo estoy -respondió Elinor, también rubori-zándose, y volviendo a endurecer su corazóncontra cualquier sentimiento de compasiónhacia él-, estoy enterada de todo. Y de qué for-ma podrá disculpar con sus explicaciones ni lamás pequeña parte de su culpa en ese atrozasunto, es más de lo que puedo imaginar.

-Recuerde -exclamó Willoughby-, por boca dequién le llegó esa historia. ¿Podía acaso ser im-parcial? Admito que debí respetar la condicióny la persona misma de esa joven. No es mi in-tención justificarme, pero tampoco puedo per-mitirle a usted suponer que no tengo nada queargumentar; que porque sufrió, era irreprocha-ble; y que porque yo era un libertino, ella debíaser una santa. Si la vehemencia de sus pasiones,la debilidad de su entendimiento... pero noquiero defenderme. Su afecto por mí merecióun mejor trato, y a menudo recuerdo conenormes sentimientos de culpa esa ternura que

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durante un muy breve lapso tuvo el poder decrear en mí una réplica. Cómo quisiera, de todocorazón, que ello nunca hubiera ocurrido. Peroel daño que me hice a mí es mayor que el suyo;y he dañado a alguien cuyo afecto por mí(¿puedo decirlo?) era apenas menos ardienteque el de ella, y cuya inteligencia... ¡Ah! ¡Cuáninfinitamente superior!

-Pero su indiferencia hacia esa desdichadaniña..., debo decirlo, por desagradable que mesea discutir un asunto como éste..., su indife-rencia no es excusa para la cruel manera en quela abandonó. No imagine que ninguna debili-dad, ninguna carencia natural de entendimien-to en ella, disculpa la insensible crueldad queusted mostró. Usted tiene que haber sabido quemientras se divertía en Devonshire con nuevosplanes, siempre alegre, siempre feliz, ella seveía reducida a la más total indigencia.

-Pero, le doy mi palabra, yo no lo sabía -re-plicó Willoughby con enorme vehemencia-; norecordaba no haberle dado mi dirección, y el

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simple sentido común le debería haber indica-do cómo encontrarla.

-Bien, señor, ¿y qué dijo la señora Smith?-De inmediato me censuró la ofensa que ha-

bía cometido, y puede deducirse cuán grandefue mi confusión. La pureza de su vida, susideas convencionales, su ignorancia del mun-do... todo estaba en contra mía. No podía yonegar el asunto, y vanos fueron todos mis es-fuerzos por suavizarlo. Estaba predispuesta deantemano, según creo, a dudar de la moralidadde mi conducta en general, y además estabadisgustada con la muy escasa atención, el bre-vísimo tiempo que le había dedicado en esavisita mía. En pocas palabras, terminó en unaruptura total. Una sola cosa me habría salvado.En lo más extremado de su moralidad, ¡pobremujer!, ofreció olvidar el pasado si me casabacon Eliza. Eso era impensable... y así fui for-malmente expulsado de su favor y de su casa.Debía salir de allí a la mañana siguiente, y lanoche anterior la pasé reflexionando en cuál

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debía ser mi conducta futura. La lucha fuegrande..., pero terminó demasiado pronto. Miafecto por Marianne, mi total seguridad sobreel cariño de ella, todo fue insuficiente para con-trarrestar el miedo a la pobreza, o hacer mellaen esas falsas ideas sobre la necesidad de ri-queza que tan naturales me eran, y que unasociedad dispendiosa me había enseñado a cul-tivar. Tenía motivos para creerme seguro de laaceptación de mi actual esposa, si optaba porella, y logré persuadirme de que ésa era la úni-ca salida que la prudencia común aconsejaba.Todavía, sin embargo, me aguardaba una durasituación antes de poder partir de Devonshire;estaba comprometido a cenar con ustedes esemismo día y, por tanto, necesitaba una excusapara faltar a ese compromiso. Me debatí larga-mente entre escribir esa excusa o presentarla enpersona. Sentía que sería terrible ver a Marian-ne, e incluso dudaba si podría verla de nuevo yseguir siendo capaz de persistir en mi decisión.En ese punto, sin embargo, subestimé mi pro-

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pia capacidad, según ha sido demostrado porlos hechos; porque fui, la vi, vi que era desdi-chada, y la dejé desdichada... y la dejé, espe-rando no verla nunca más.

-Pero, ¿por qué fue, señor Willoughby? -dijoElinor, con tono de reproche-. Una nota habríabastado. ¿Por qué fue necesario ir en persona?

-Fue necesario a mi orgullo. No soportaba ir-me de allí en una forma que permitiera queustedes, o el resto de los vecinos, sospecharanada de lo que realmente había ocurrido entrela señora Smith y yo, y decidí entonces dete-nerme en su casa de camino a Honiton. Ver asu querida hermana, sin embargo, fue terrible;y para empeorar las cosas, la encontré sola.Ustedes habían salido, no sé a dónde. ¡Tan sólola tarde anterior la había dejado tan completa yfirmemente decidido en mi interior a hacer locorrecto! En unas pocas horas nos habríamoscomprometido para siempre; ¡y recuerdo quéfeliz, qué alegre me sentía mientras iba de lacasa a Allenham, satisfecho conmigo mismo,

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encantado con todo el mundo! Pero en ese en-cuentro, el último de nuestra amistad, llegué aella con un sentimiento de culpa que casi mequitó toda capacidad de fingir. Su dolor, sudesilusión, su profunda pena cuando le dijeque debía dejar Devonshire tan de repente...jamás los olvidaré. ¡Y ello unido a tanta fe, tan-ta confianza en mí! ¡Oh, Dios! ¡Qué canalla sinsentimientos fui!

Callaron ambos por algunos instantes. Elinorfue la primera en hablar.

-¿Le dijo que volvería pronto?-No sé lo que le dije -replicó él, impaciente-;

menos de lo que me exigía el pasado, sin nin-guna duda, y con toda probabilidad muchomás de lo que justificaba el futuro. No puedopensar en eso... no servirá de nada. Y despuésllegó su querida madre, a torturarme más aúncon toda su bondad y confianza. ¡Gracias aDios que sí me torturó! ¡Qué infeliz me sentí!Señorita Dashwood, no puede imaginarse quéconsuelo es mirar hacia atrás y ver cuán infeliz

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me sentí. Es tan enorme el rencor que me guar-do por la estúpida, canallesca locura de mi pro-pio corazón, que todos los sufrimientos que enel pasado tuve por su causa, hoy no son sinosentimientos de triunfo y gozo. En fin, fui,abandoné todo lo que amaba, y me dirigí haciaquienes, en el mejor de los casos, sólo sentíaindiferencia. Mi viaje a la ciudad, en mi propiocarruaje, tan tedioso, sin nadie con quienhablar... ¡qué pensamientos alegres, que gratasperspectivas por delante! Y cuando recordabaBarton, ¡qué imagen consoladora! ¡Ah, sí fue unviaje espléndido!

Se detuvo.-En fin, señor -dijo Elinor, que aunque com-

padeciéndolo, se impacientaba por verlo partir-, ¿y es eso todo?

-¡Todo! No. ¿Ha olvidado acaso lo que ocu-rrió en la ciudad? ¡Esa carta infame! ¿Se la mos-tró?

-Sí, vi todas las notas que se escribieron.-Cuando recibí la primera (que me llegó de

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inmediato, pues todo el tiempo estuve en laciudad), lo que sentí fue, como se dice común-mente, imposible de expresar. En palabras mássencillas, quizá demasiado sencillas para des-pertar ninguna emoción, mis sentimientos fue-ron muy, muy dolorosos. Cada línea, cada pa-labra fue, en la trillada frase que prohibiría suquerida autora, si estuviera aquí, una puñaladaen mi corazón. Saber que Marianne estaba en laciudad fue, en el mismo lenguaje, un rayo. ¡Ra-yos y puñaladas! ¡Cómo me habría reprendido!Su gusto, sus opiniones... creo que las conozcomejor que las mías, y con toda seguridad lasaprecio más.

El corazón de Elinor, que había recorrido to-da una gama de emociones en el curso de estaextraordinaria conversación, volvió a ablandar-se una vez más; aun así, sintió que era su deberrefrenar en su compañero ideas como la últimaque había expresado.

-Eso no está bien, señor Willoughby. Recuer-de que está casado. Hábleme sólo de aquello

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que su conciencia estima necesario que yo es-cuche.

-La nota de Marianne, en que me decía queyo todavía le era tan querido como antes; quepese a las muchas, muchas semanas en quehabíamos estado separados, ella seguía tan fielen sus sentimientos y tan llena de confianza enla fidelidad de los míos como siempre, despertótodos mis remordimientos. Digo que los des-pertó, porque el tiempp y Londres, las ocupa-ciones y la disipación, de alguna manera loshabían adormecido y me había estado trans-formando en un villano completamente endu-recido, creyéndome indiferente a ella y eli-giendo creer que también yo debía haberle lle-gado a ser indiferente; diciéndome que nuestrarelación en el pasado no había sido más que unpasatiempo, un asunto trivial; encogiéndomede hombros como prueba de ello, y acallandotodo reproche, venciendo todo escrúpulo con elrecurso de decirme en silencio de vez en cuan-do, “Estaré feliz de todo corazón cuando la se-

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pa bien casada”. Pero su nota me hizo cono-cerme mejor. Sentí que me era infinitamentemás querida que ninguna otra mujer en elmundo, y que me estaba comportando con ellade la manera más infame. Pero en ese momentoya todo estaba definido entre la señorita Grey yyo. Retroceder era imposible. Todo lo que teníaque hacer era evitarlas a ustedes dos. No lerespondí a Marianne, intentando por ese medioimpedir que volviera a reparar en mí; y durantealgún tiempo incluso estuve decidido a no acu-dir a Berkeley Street; pero, por último, juzgan-do más sabio fingir que sólo se trataba de unarelación fría y ordinaria, esperé una mañana aque hubieran salido de la casa y dejé mi tarjeta.

-¡Esperó a que saliéramos de la casa!-Sí, incluso eso. Le sorprendería saber cuán a

menudo las vi, cuántas veces estuve a punto detoparme con ustedes. Entré en innumerablestiendas para evitar que me vieran desde el ca-rruaje en que iban. Viviendo en Bond Streetcomo yo lo hacía, casi no había día en que no

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divisara a una de ustedes; y lo único que pudomantenemos apartados durante tanto tiempofue mi permanente alerta, un constante e impe-rioso deseo de mantenerme fuera de la vista deustedes. Evitaba a los Middleton tanto comome era posible, al igual que a todos los que po-dían resultar conocidos comunes. Pero sin sa-ber que se encontraban en la ciudad, me trope-cé con sir John, creo, el día en que llegó, al díasiguiente de mi visita a casa de la señora Jen-nings. Me invitó a una fiesta, a un baile en sucasa esa noche. Aunque no me hubiera dichopara convencerme que usted y su hermana es-tarían allí, habría sentido que era algo dema-siado probable como para atreverme a ir. Lamañana siguiente trajo otra breve nota de Ma-rianne, todavía afectuosa, franca, ingenua, con-fiada... todo lo que podía hacer más odiosa miconducta. No pude responderle. Lo intenté, yno pude redactar ni una sola frase. Pero creoque no había momento del día en que no pen-sara en ella. Si puede compadecerme, señorita

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Dashwood, compadézcase de mi situación co-mo era en ese entonces. Con la mente y el cora-zón llenos de su hermana, ¡tenía que re-presentar el papel de feliz enamorado frente aotra mujer! Esas tres o cuatro semanas fueron-las peores de todas. Y así, finalmente, como noes necesario que le diga, inevitablemente nosencontramos. ¡Y a qué dulce imagen rechacé!¡Qué noche de agonía fue ésa! ¡De un lado, Ma-rianne, hermosa como un ángel, diciendo minombre con tan dulces acentos! ¡Oh, Dios!¡Alargándome la mano, pidiéndome una expli-cación con esos embrujadores ojos fijos en mirostro con tan expresiva solicitud! Y Sophia,celosa como el demonio, por el otro lado, mi-rando todo lo que... En fin, qué importa ahora;ya todo ha terminado.' ¡Qué noche aquella! Huíde ustedes apenas pude, pero no antes de habervisto el dulce rostro de Marianne blanco comola muerte. Esa fue la última vez que la vi, laúltima imagen que tengo de ella. ¡Fue una vi-sión terrible! Pero cuando hoy la imaginé mu-

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riendo de verdad, fue una especie de aliviopensar que sabía exactamente cómo apareceríaante los últimos que la verían en este mundo.La tuve frente a mí, siempre frente a mí durantetodo el camino, con el mismo rostro y el mismocolor.

A esto siguió una breve pausa en que amboscallaron, pensativos. Willoughby, levantándoseprimero, la rompió diciendo:

-Bien, debo apresurarme e irme. ¿Seguro quesu hermana está mejor, fuera de peligro? -Sí,estamos seguros.

-También su pobre madre, ¡con lo que adora aMarianne!

-Pero la carta, señor Willoughby, su propiacarta; ¿no tiene nada que decir al respecto?

-Sí, sí, ésa en particular. Su hermana me escri-bió la mañana siguiente misma, como sabe. Yasabe usted lo que allí decía. Yo estaba desayu-nando donde los Ellison; y desde el lugar don-de me alojaba me llevaron su carta, junto conotras. Y pasó que Sophia la vio antes que yo; y

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su porte, la elegancia del papel, la letra, todo ledespertó inmediatas sospechas. Ya antes lehabían llegado vagos informes sobre una rela-ción mía con una joven en Devonshire, y loocurrido la noche anterior ante su vista le habíaindicado quién era la joven, poniéndola máscelosa que nunca. Fingiendo entonces ese airejuguetón que es delicioso en la mujer que unoama, abrió ella misma la carta y leyó su conte-nido. Fue un buen pago a su desfachatez. Leyólas palabras que la hicieron infeliz. Yo podríahaber soportado su infelicidad, pero su cólera,su inquina, de cualquier forma había que cal-marlas. Y así, ¿qué piensa del estilo epistolar demi esposa? Delicado, tierno, verdaderamentefemenino, ¿verdad?

-¡Su esposa! Pero si la carta venía de su puñoy letra.

-Sí, pero mi único crédito es haber copiadoservilmente frases que me avergonzaba firmar.El original fue enteramente de ella, sus propiasfelices ideas y gentil redacción. Pero, ¿qué po-

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día hacer yo? Estábamos comprometidos, esta-ban preparando todo, casi habían fijado la fe-cha... pero hablo como un necio. ¡Preparacio-nes! ¡Fecha! Hablando sinceramente, necesitabasu dinero, y en una situación como la mía teníaque hacer cualquier cosa para evitar un rom-pimiento. Y después de todo, ¿qué importanciapodía tener para la opinión de Mariani y susamigos sobre mi carácter, el lenguaje en queestuviera formulada mi respuesta? Debía servira un solo propósito. Tenía que mostrarme comoun villano, y poco importaba que lo hiciera conuna venia o una bravuconada. “Mi reputaciónante ellas está arruinada para siempre”, medije; “estoy para siempre proscrito de su lado;ya me creen un individuo sin principios, estacarta se limitará a hacerlas creerme un sinver-güenza”. Tales eran mis razonamientos mien-tras, en una especie de desesperada indiferen-cia, copiaba las palabras de mi esposa y meseparaba de las últimas reliquias de Marianne.Sus tres cartas, desgraciadamente las guardaba

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en mi cartera, o habría podido negar su existen-cia y conservarlas como un tesoro para siem-pre. Debí incluirlas, y ni siquiera pude besarlas.Y el mechón de su cabello, también lo habíallevado siempre conmigo en mi cartera, queahora la señora registraba con la más cautivan-te virulencia... Ese querido mechón... todo, cadarecuerdo me fue arrancado.

-Está muy equivocado, señor Willoughby,son muy censurables sus palabras -dijo Elinor,mientras su voz, a su pesar, traicionaba la com-pasión que sentía-; no debía hablar de esta for-ma, ni de la señora Willoughby ni de mi her-mana. Usted hizo su propia elección. Nadie sela impuso. Su esposa tiene ,derecho a su genti-leza, a su respeto al menos. Debe quererlo, o nose habría casado con usted. Tratarla en formadescortés, hablar de ella despreciativamente, norepara lo hecho a Marianne, ni creo que aliviesu propia conciencia.

-No me hable de mi esposa -dijo él, con unprofundo suspiro-. Ella no merece su compa-

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sión. Sabía que no la quería cuando nos casa-mos. Bien, nos casamos, vinimos a CombeMagna buscando ser felices, y después volvi-mos a la ciudad buscando estar alegres. Y aho-ra, ¿me compadece, señorita Dashwood? ¿O hedicho todo esto en vano? En su opinión, ¿soy,aunque sea tan sólo un poco, soy menos culpa-ble que antes? No siempre fueron incorrectasmis intenciones. ¿He justificado algo de mi cul-pa?

-Sí, ciertamente ha eliminado algo de ella, unapequeña parte. Ha probado ser, en general, me-nos culpable de lo que lo había creído. Ha de-mostrado que su corazón es menos perverso,mucho menos perverso. Pero me es difícil sa-ber, en cuanto a la infelicidad que ha causado,me es difícil saber cómo podría haber sido peor.

-¿Le contará a su hermana, cuando se hayarecuperado, lo que le he dicho? Permítame ali-gerar un poco mi culpa también en su opinión.Me dice que ya me ha perdonado. Permítamecreer que un mejor conocimiento de mi cora-

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zón, de mis actuales sentimientos, arrancará deella un perdón más espontáneo, más natural,más dulce, menos señorial. Cuéntele de midesdicha y mi arrepentimiento, dígale que micorazón nunca le fue infiel, y si lo desea, que enla actualidad me es más querida que nunca.

-Le diré todo cuanto sea necesario para loque, relativamente, pueda llamarse su justifica-ción. Pero no me ha explicado el motivo especí-fico de su actual visita, ni cómo supo de su en-fermedad.

-Anoche, en el foyer del Drury Lane, me topécon sir John Middleton, y cuando vio quién era(nuestro primer encuentro en estos dos meses),me dirigió la palabra. Que hubiera cortadoconmigo desde mi matrimonio, no me causabasorpresa ni resentimiento. En ese momento, sinembargo, con su alma buena, honesta y tonta,llena de indignación contra mí y preocupaciónpor su hermana, no pudo resistir la tentaciónde contarme lo que él creyó que debía, aunqueno pensó que lo hiciese, afectarme de manera

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tan terrible. Tan bruscamente como pudo, en-tonces, me contó que Marianne Dashwood seestaba muriendo de una fiebre pútrida en Cle-veland; una carta de la señora Jennings recibidaesa mañana anunciaba que el peligro era inmi-nente, el temor había alejado a los Palmer, etc.El golpe fue demasiado fuerte para permitirmefingir insensibilidad, incluso ante el poco pers-picaz sir John. Su corazón se ablandó al vercómo sufría el mío; y una parte tan grande desu inquina se había esfumado cuando nos des-pedimos, que casi llegó a estrecharme la mano,mientras me recordaba una vieja promesa sobreun cachorro pointer. Lo que sentí al escucharque su hermana estaba muriendo, y muriendocreyéndome el mayor villano del mundo, des-preciándome, odiándome en sus últimos mo-mentos... porque, ¿cómo saber qué horrendosplanes no me habrían imputado? Estaba segurode que al menos una persona podía hacermeaparecer capaz de todo. ¡Lo que sentí fue atroz!Rápidamente tomé una decisión, y hoy a las

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ocho de la mañana ya me encontraba en micarruaje. Ahora ya lo sabe todo.

Elinor no respondió. Sus pensamientos esta-ban silenciosamente fijos en el daño irreparableque una independencia demasiado temprana, ylos consiguientes hábitos de ocio, disipación ylujos, habían causado en la mente, el carácter, lafelicidad de un hombre que, a todas las venta-jas de una buena apariencia y talentos, unía unadisposición naturalmente franca y honesta, ytemperamento sensible y afectuoso. El mundolo había hecho extravagante y vanidoso; la ex-travagancia y la vanidad lo habían hecho insen-sible y egoísta. La vanidad, mientras Willough-by sacrificaba a otro en aras de su propio triun-fo culpable, lo había involucrado en un ver-dadero afecto al que la extravagancia -o al me-nos su hija, la necesidad- había exigido renun-ciar. Cada uno de estos defectos, al conducirloal mal, también lo había conducido al castigo.El afecto que contra todo honor, contra sus sen-timientos, contra sus mejores intereses había

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aparentemente querido arrancar de sí, ahora,cuando ya no le era permitido, dominaba todossus pensamientos; y la unión por cuya causa,sin ningún escrúpulo, había hecho desgraciadaa su hermana, parecía haberse transformado enuna fuente de infelicidad para él mismo de na-turaleza mucho más incurable. De este ensi-mismamiento la sacó después de algunos mi-nutos Willoughby, quien, saliendo de un ensi-mismamiento al menos igual de doloroso, selevantó preparándose para partir y dijo:

-No sirve de nada que permanezca aquí; deboirme.

¿Vuelve a la ciudad?-No, a Combe Magna. Tengo algo que hacer

allí; en uno o dos días más seguiré a la ciudad.Adiós.

Le alargó la mano. Ella no pudo rehusar darlela suya; él se la estrechó afectuosamente.

-Pero, ¿usted sí piensa mejor ahora de mí? -dijo, soltándola y apoyándose en la repisa de lachimenea, como si hubiera olvidado que iba a

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marcharse.Elinor le aseguró que así era; que lo perdona-

ba, lo compadecía, que le deseaba lo mejor,incluso que fuera feliz, a lo que añadió un con-sejo gentil sobre el comportamiento más ade-cuado para lograrlo. Su respuesta no fue muyanimadora.

-En cuanto a eso -dijo-, tendré que arreglár-melas lo mejor que pueda. En la felicidad do-méstica no puedo ni pensar. Sin embargo, siusted y su familia tienen algún interés en misuerte y en mis actos, puede ser la manera...puede ponerme en guardia... al menos, puedeser algo por lo que vivir. A Marianne, de todasmaneras, la he perdido para siempre. Incluso si,por algún bendito azar, me encontrara libre denuevo...

Elinor lo detuvo con un reproche.-Bien -{lijo él-, una vez más, adiós. Me iré

ahora y viviré temiendo que ocurra una solacosa. -¿A qué se refiere?

-Al matrimonio de su hermana.

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-Está muy equivocado. Nunca podrá estarmás fuera de su alcance de lo que está ahora.

-Pero será de otro. Y si ese otro fuera el mis-mo que, entre todos los hombres, menos sopor-to... Pero no me quedaré a privarme de toda sucompasiva buena voluntad al mostrarle que allídonde he hecho más daño, menos puedo per-donar. Adiós, ¡que Dios la bendiga!

Y con estas palabras, salió casi corriendo de lahabitación.

CAPITULO XLV

Durante un buen rato tras la partida de Wi-lloughby, incluso después de haberse perdidoen la distancia el ruido de su carruaje, Elinorpermaneció demasiado abatida por un enjam-bre de ideas muy diferentes entre sí, pero cuyoresultado general era la tristeza, para ni siquie-ra pensar en su hermana.

Willoughby, el mismo a quien sólo hacía me-

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dia hora había detestado como el más despre-ciable de los hombres; Willoughby, a pesar detodos sus defectos, despertaba en ella una con-miseración tal por los sufrimientos que esosmismos defectos habían producido, que ahorala hacían pensar en él, apartado para siemprede su familia, con una ternura, con una penamás proporcionadas, como pronto reconociópara sí misma, a sus deseos que a sus méritos.Sintió que su influencia sobre ella se veía in-crementada por circunstancias que razo-nablemente no habrían debido pesar: por elpoco común atractivo de su apariencia; por susmodales francos, afectuosos y vivaces, que nohay mérito en poseer; y por ese todavía fervo-roso amor por Marianne, en el que ni siquieraera inocente complacerse. Pero sintió todo estomucho, mucho antes de sentir debilitarse suinflujo.

Cuando finalmente volvió junto a la incons-ciente Marianne, la encontró recién despertán-dose, renovada por tan largo y dulce sueño, tal

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como lo había esperado. El corazón de Elinorestaba colmado a plenitud. El pasado, el pre-sente, el futuro; la visita de Willoughby, ver aMarianne a salvo y la esperada llegada de sumadre, la llenaron de una agitación que impi-dió toda señal de fatiga y la hizo temer tan sóloque pudiera traicionarse frente a su hermana.Poco fue el tiempo, sin embargo, en que la afec-tó ese temor, pues antes de media hora de lapartida de Willoughby, el ruido de otro carrua-je la hizo bajar nuevamente. Ansiosa de evitar asu madre innecesarios momentos de terriblesuspenso, corrió de inmediato al vestíbulo yllegó a la puerta principal justo a tiempo derecibirla y sostenerla mientras entraba.

La señora Dashwood, cuyo terror a medidaque se aproximaban a la casa le había produci-do casi la convicción de que Marianne ya habíadejado de existir, no pudo sacar la voz parapreguntar por ella, ni siquiera para dirigirse aElinor; pero ésta, sin esperar saludos ni pregun-tas, de inmediato le dio las buenas noticias; y su

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madre, tomándolas con su usual vehemencia,en un momento estuvo tan abrumada por lafelicidad como antes lo había estado por sustemores. Entre su hija y el amigo de ésta la sos-tuvieron hasta llevarla a la sala; y allí, derra-mando lágrimas de alegría, aunque todavíaincapaz de hablar, abrazó una y otra vez a Eli-nor, separándose de ella a intervalos para estre-char la mano del coronel Brandon con una mi-rada que expresaba al mismo tiempo su grati-tud y su certeza de que él compartía con ella ladicha del momento. El, sin embargo, la compar-tía en un silencio incluso mayor que el de ella.

Apenas se recuperó la señora Dashwood, suprimer deseo fue ver a Marianne; y en dos mi-nutos estuvo junto a su niña amada, a quien laausencia, la infelicidad y el peligro habíanhecho más querida aún. El placer de Elinor alver lo que cada una de ellas sentía al encontrar-se-sólo se vio refrenado por el temor de estarlerobando a Marianne horas de sueño; pero laseñora Dashwood podía ser tranquila, podía

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hasta ser prudente cuando se trataba de la vidade una hija; y Marianne, contenta de saber quesu madre estaba a su lado y consciente de estardemasiado débil para conversar, se sometiórápidamente al silencio y quietud ordenadospor todos quienes la cuidaban. La señoraDashwood insistió en velar su sueño durantetoda la noche, y Elinor, obedeciendo a los rue-gos de su madre, se fue a la cama. Pero el des-canso, que una noche completa sin dormir ytantas horas de la más agobiadora ansiedadparecían hacer tan necesario, se vio impedidopor la excitación de su ánimo. Willoughby, “elpobre Willoughby”, como ahora se permitíallamarlo, estaba constantemente en sus pensa-mientos; no podía sino haber escuchado. sujustificación ante el mundo, y ora se culpaba,ora se absolvía por haberlo juzgado tan dura-mente antes. Pero su promesa de contárselo asu hermana le era invariablemente dolorosa.Temía hacerlo, temía los efectos que pudieratener en Marianne; dudaba si, tras tal explica-

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ción, ella podría alguna vez ser feliz con otrapersona; y durante algunos instantes deseó queWilloughby enviudara; luego, recordando alcoronel Brandon, se lo reprochó, sintiendo quesus sufrimientos y su constancia, mucho másque los de su rival, merecían tener como re-compensa a Marianne, y deseó que ocurrieracualquier cosa menos la muerte de la señoraWilloughby.

La comisión del coronel Brandon en Bartonno había tenido un impacto demasiado fuertesobre la señora Dashwood, porque ésta yaabrigaba fuertes temores en relación con Ma-rianne; estaba tan inquieta por ella que ya habíadecidido ir a Cleveland ese mismo día, sinaguardar mayores informes, y los preparativosde su viaje estaban tan avanzados antes de lallegada del coronel, que esperaban de un mo-mento a otro la llegada de los Carey a buscar aMargaret, a quien su madre no quería llevardonde hubiera peligro de una infección.

Marianne seguía recuperándose día a día, y la

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radiante alegría en el semblante y en el ánimode la señora Dashwood daban fe de que era,como repetidamente se confesaba, una de lasmujeres más felices del mundo. Elinor no podíaescuchar sus palabras, ni contemplar sus mani-festaciones, sin preguntarse a veces si su madrealguna vez recordaba a Edward. Pero la señoraDashwood, confiada en el moderado relato desus desilusiones que le había hecho llegar Eli-nor, permitió que la exuberancia de su alegríala llevara a pensar sólo en lo que podía aumen-tarla. Marianne le había sido devuelta tras unpeligro en el cual -así había comenzado a sen-tir- ella misma, con su propio errado juicio,había contribuido a ponerla, pues había estimu-lado su desdichado afecto por Willoughby; y ensu recuperación tenía aún otro motivo de ale-gría, en el cual Elinor no había pensado. Así selo hizo saber tan pronto como se presentó laoportunidad de una conversación privada entreellas.

-Por fin estamos solas. Mi querida Elinor, to-

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davía no conoces toda mi felicidad. El coronelBrandon ama a Marianne; él mismo me lo hadicho.

Elinor, sintiéndose alternativamente contentay apenada, sorprendida y no sorprendida, eratoda silenciosa atención.

-Nunca reaccionas como yo, querida Elinor, ome extrañaría ahora tu compostura. Si algunavez me hubiera puesto a pensar en qué sería lomejor para mi familia, habría concluido que elmatrimonio del coronel Brandon con una deustedes era lo más deseable. Y creo que, de lasdos, Marianne puede ser la más feliz con él.

Elinor estuvo medio tentada de preguntarlepor qué creía eso, sabiendo que no podría darlerazón alguna que se sustentara en considera-ciones imparciales sobre edad, caracteres o sen-timientos; pero su madre siempre se dejaballevar por su imaginación en todos los temasque le interesaban y, así, en vez de preguntar,lo dejó pasar con una sonrisa.

-Me abrió completamente el corazón ayer

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mientras veníamos hacia acá. Fue muy de im-proviso, muy impremeditado. Yo, como puedesimaginártelo, no podía hablar de nada sino demi niña; él no podía ocultar su angustia; vi queera tan grande como la mía, y él, quizá pensan-do que la mera amistad, tal como son hoy lascosas, no podría justificar una simpatía tan ar-diente (o tal vez no pensando en nada, supon-go), dejándose invadir por sentimientos irresis-tibles, me dio a conocer su profundo, tierno yfirme afecto por Marianne. La ha amado, que-rida Elinor, desde la primera vez que la vio.

En esto, sin embargo, Elinor percibió no ellenguaje, no las declaraciones del coronel Bran-don, sino los adornos con que su madre solíaenriquecer todo aquello que la deleitaba, amol-dándolo a su propia infatigable fantasía.

-Su afecto por ella, que sobrepasa infinita-mente todo lo que Willoughby sintió o fingió,mucho más cálido, más sincero, más constante,como sea que lo llamemos, ¡ha subsistido inclu-so al conocimiento de la desdichada predilec-

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ción de Marianne por aquel joven despreciable!¡Y sin egoísmos, sin alimentar esperanzas!¿Cómo pudo verla feliz con otro? ¡Qué noblezade espíritu! ¡Qué franqueza, qué sinceridad!Con él nadie puede engañarse.

-Nadie duda -dijo Elinor- sobre la reputacióndel coronel Brandon como hombre excelente.

-Sé que es así -replicó su madre con gran se-riedad-, o después de la advertencia que hemostenido, sería la última en estimular este afecto,o ni siquiera de complacerme en él. Pero el quehaya ido a buscarme como lo hizo, con unaamistad tan diligente, tan pronta, basta comoprueba de que es uno de los hombres más esti-mables del mundo.

-Su reputación, sin embargo -respondió Eli-nor no descansa en un gesto de bondad, al cualsu afecto por Marianne, si dejamos fuera elsimple espíritu humanitario, lo habría impul-sado. La señora Jennings, los Middleton, hacetiempo que lo conocen íntimamente, y lo respe-tan y aman por igual; e incluso yo, aunque des-

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de hace poco, lo conozco bastante, y lo valoro yestimo tanto que, si Marianne puede ser felizcon él, estaré tan dispuesta como usted a pen-sar que nuestra relación con él es para nosotrosla mayor de las bendiciones. ¿Qué le respondióusted? ¿Le dio alguna esperanza?

-¡Ah, mi amor! No podía ahí hablar de espe-ranzas ni para él ni para mí. Marianne podíaestar muriendo en ese momento. Pero él nopedía que le dieran esperanzas ni que lo anima-ran. Lo que hacía era una confidencia involun-taria, un desahogo irreprimible frente a unaamiga capaz de consolarlo, no una petición auna madre. Aunque después de algunos mo-mentos, porque en un comienzo me sentía bas-tante abrumada, sí dije que si ella vivía, comoconfiaba en que ocurriría, sería mi mayor feli-cidad promover el matrimonio entre ambos; ydesde que llegamos, con la maravillosa seguri-dad que desde ese momento tenemos, se lo herepetido de diversas maneras, lo he animadocon todas mis fuerzas. El tiempo, le digo, un

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poco de tiempo, se encargará de todo; el cora-zón de Marianne no se va a desperdiciar parasiempre en un hombre como Willoughby. Suspropios méritos pronto deberán ganárselo.

-A juzgar por el ánimo del coronel, sin embar-go, no ha logrado contagiarle su optimismo.

-No. El cree que el amor de Marianne está de-masiado arraigado para que cambie antes demucho tiempo; e incluso suponiendo que sucorazón vuelva a estar libre, no confía lo sufi-ciente en él para pensar que, con tanta diferen-cia de edad y manera de ser, él pueda atraerla.En eso, sin embargo, se equivoca mucho. Lasupera en años únicamente hasta el punto enque ello constituye una ventaja, al darle firmezade carácter y de principios; y su manera de ser,estoy convencida de ello, es exactamente la quepuede hacer feliz a tu hermana. Y su aspecto,también sus modales, todos juegan a su favor.Mi simpatía por él no me ciega; por supuestoque no es tan apuesto como Willoughby; pero,al mismo tiempo, hay algo mucho más agrada-

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ble en su semblante. Siempre hubo una ciertacosa, recuerda, en los ojos de Willoughby, ahí aratos, que no me gustaba.

Elinor no lo recordaba; pero su madre, sin es-perar su conformidad, continuó:

-Y sus modales, los modales del coronel, nosólo me agradan más de lo que nunca hicieronlos de Willoughby, sino que son de un estiloque estoy segura atrae mucho más a Marianne.La gentileza, la genuina preocupación por losdemás que muestra, su varonil y no afectadasencillez, son mucho más acordes con la verda-dera manera de ser de tu hermana, que la viva-cidad, a menudo artificial e inoportuna, delotro. Tengo plena seguridad de que si Wi-lloughby hubiera resultado en verdad tan ama-ble como ha demostrado ser lo contrario, aunasí Marianne no habría sido tan feliz con él co-mo lo será con el coronel Brandon.

Hizo una pausa. Su hija no podía concordarcon ella, pero no se escuchó su desacuerdo y,por tanto, no significó ninguna ofensa.

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-En Delaford no estará lejos de mí -añadió laseñora Dashwood-, incluso si permanezco enBarton; y con toda probabilidad, pues he sabidoque es una aldea grande, debe haber alguna casapequeña o cabaña cerca que nos acomode tantocomo la actual.

¡Pobre Elinor! ¡He aquí un nuevo plan parallevarla a Delaford! Pero era fuerte de espíritu.

-¡Su fortuna, también! Porque a mi edad, túsabes que todos se preocupan de eso; y aunqueni sé ni deseo saber a cuánto asciende, estoysegura de que debe ser considerable.

En ese momento los interrumpió la entradade un tercero, y Elinor se retiró a meditar sobretodas estas cosas a solas, a desearle éxito a suamigo y, aun deseándoselo, a sentir un agudodolor por Willoughby.

CAPITULO XLVI

La enfermedad de Marianne, aunque muy

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debilitante por naturaleza, no había sido tanlarga como para demorar su recuperación; y sujuventud, su natural energía y la presencia desu madre la facilitaron de tal manera, que ya alos cuatro días de haber llegado la señoraDashwood pudo trasladarse al saloncito de laseñora Palmer. Una vez allí, ella misma solicitóque enviaran por el coronel Brandon, pues es-taba impaciente por agradecerle haber traído asu madre.

La reacción del coronel al entrar a la habita-ción, al ver cuánto había cambiado el aspectode Marianne y al recibir la pálida mano que deinmediato le extendió, hizo pensar a Elinor quela enorme emoción que mostraba debía nacerde algo más que su afecto por ella o de saberque los demás estaban al tanto de sus senti-mientos; y pronto descubrió en su tristeza y enla forma en que había cambiado de color al mi-rar a su hermana, la probable reproducción ensu memoria de incontables escenas de angustiavividas en el pasado, vueltas a vivir por esa

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semejanza entre Marianne y Eliza de que yahabía hablado, y ahora reforzada por los ojoshundidos, la piel sin vida, su aspecto de post-rada debilidad y el cálido reconocimiento deuna deuda especial con él.

Para la señora Dashwood, no menos atentaque su hija a lo que ocurría pero con ideas queiban por muy diferentes rumbos y, por tanto, ala espera de muy distintos efectos, el compor-tamiento del coronel se originaba en las mássimples y obvias sensaciones, mientras en laspalabras y gestos de Marianne quería ver elnacimiento de algo más que mera gratitud.

Después de uno o dos días, con Marianne re-cuperando visiblemente las fuerzas de doce endoce horas, la señora Dashwood, impulsadatanto por sus propios deseos como por los desu hija, comenzó a hablar de volver a Barton.De las medidas que ella tomara dependían lasde sus dos amigos: la señora Jennings no podíadejar Cleveland mientras estuvieran allí lasDashwood, y el coronel Brandon, obedeciendo

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al pedido unánime de todas ellas, debió consi-derar su permanencia como sujeta a los mismostérminos, si no igualmente indispensable. A suvez, en respuesta al pedido conjunto de la seño-ra Jennings y del coronel, la señora Dashwooddebió aceptar el carruaje de éste en su viaje deregreso, por la comodidad de su hija enferma; yel coronel, frente a la invitación de la señoraDashwood y la señora Jennings, cuyo diligentebuen carácter la hacía ser amistosa y hospitala-ria en nombre de otras personas tanto como enel propio, se comprometió gustoso a recuperar-lo haciendo una visita a la casita de Barton en elcurso de algunas semanas.

Llegó el día de la separación y la partida; yMarianne, después de una larga y muy especialdespedida de la señora Jennings, tan llena degratitud, tan llena de respeto y buenos deseoscomo en lo más íntimo y secreto de su corazónreconocía deberle por sus antiguos desaires, ydiciendo adiós al coronel Brandon con la cor-dialidad de una amiga, subió al carruaje ayu-

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dada por él, que parecía empeñado en queocupara al menos la mitad del espacio. Siguie-ron a continuación la señora Dashwood y Eli-nor, dejando a los que allí quedaban entregadosa conversar sobre las viajeras y sentir el des-aliento que los invadía, hasta que la señora Jen-nings fue llamada a su propio coche, dondeencontró consuelo en los comentarios de sudoncella sobre la pérdida de sus dos jóvenesacompañantes; e inmediatamente después, elcoronel Brandon emprendió su solitario viaje aDelaford.

Dos días estuvieron las Dashwood en el cami-no, y Marianne soportó el viaje en ambos sinverdadera fatiga. Todo cuanto el más diligenteafecto y los cuidados más solícitos podían hacerpor su comodidad, lo hizo incansablementecada una de sus dos acompañantes; y ambas sevieron recompensadas por el reposo físico quelogró y la tranquilidad de su espíritu. Esta úl-tima era para Elinor especialmente gratificante.Después de contemplar a Marianne semana

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tras semana en constante sufrimiento, de verlacon el corazón oprimido por una angustia queno tenía el valor suficiente para expresar ni lafortaleza necesaria para ocultar, constatabaahora en ella, con un gozo que nadie podía sen-tir de la misma forma, una aparente serenidadque si era -como esperaba que fuese- resultadode la reflexión, con el tiempo podía traerle con-tentamiento y alegría.

A medida que se aproximaban a Barton, esosí, e iban pasando por los lugares donde cadasembrado y cada árbol traía algún recuerdopenoso en particular, Marianne se fue quedan-do callada y pensativa; y volviendo el rostropara que no la vieran, no dejó de mirar fijamen-te por la ventanilla. Pero Elinor no pudo ni ad-mirarse ni culparla por ello; y cuando al ayu-darla a bajar del carruaje vio que había estadollorando, lo consideró una emoción demasiadonatural en sí misma para despertar una res-puesta menos tierna que la piedad y, dada ladiscreción con que se había manifestado, mere-

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cedora de todo encomio. En todo su compor-tamiento subsiguiente fue viendo las huellas deuna mente decidida a realizar un esfuerzo ra-zonable, pues apenas entraron a su salita deestar, Marianne la recorrió con una mirada de-cidida y firme, como resuelta a acostumbrarsede inmediato a la vista de cada objeto al quepodía estar asociado el recuerdo de Willough-by. Habló poco, pero cada una de sus frasesapuntaba a la alegría; y aunque ocasionalmentese le escapaba un suspiro, nunca lo dejaba pa-sar sin compensarlo con una sonrisa. Despuésde cenar intentó tocar el piano. Se acercó a él,pero la pieza que primero saltó a su vista fueuna ópera, regalo de Willoughby a ella, quecontenía algunos de sus duetos favoritos y encuya primera página él había escrito su nom-bre, con su propia letra. Eso no iba a resultar.Meneó la cabeza, hizo la partitura a un lado ytras dejar correr los dedos sobre las teclas du-rante un minuto, se quejó de que los tenía débi-les y volvió a cerrar el instrumento; junto con

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eso, sin embargo, declaró firmemente que en elfuturo debía practicar mucho.

La mañana siguiente no produjo ningunamengua en estos felices síntomas. Al contrario,fortalecida en mente y cuerpo por el descanso,sus gestos y sus palabras parecían genuinamen-te animados mientras anticipaba el placer delretorno de Margaret y comentaba cómo se resti-tuiría con ello el querido grupo familiar, y có-mo sus actividades compartidas y alegre com-pañía eran la única felicidad que cabía desear.

-Cuando el tiempo se estabilice y haya recu-perado las fuerzas -decía-, haremos largos pa-seos juntas todos los días. Iremos hasta la gran-ja junto a la colina y veremos cómo siguen losniños; caminaremos hasta las nuevas planta-ciones de sir John en Barton Cross y cerca de laabadía; iremos muy seguido a las viejas ruinasdel convento e intentaremos explorar sus ci-mientos hasta donde nos dijeron que algunavez llegaron. Sé que seremos felices. Sé que elverano transcurrirá alegremente. Pretendo no

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levantarme nunca después de las seis y desdeesa hora hasta la cena repartiré cada instanteentre la música y la lectura. Me he formado unplan y estoy decidida a continuar mis estudiosseriamente. Ya conozco demasiado bien nuestrabiblioteca para recurrir a ella por algo más quesimple entretenimiento. Pero hay muchas obrasque vale la pena leer en Barton Park, y otrasmás modernas que sé que puedo pedir presta-das al coronel Brandon. Con sólo leer seis horasdiarias, en un año habré logrado un grado deinstrucción que ahora sé que me falta.

Elinor la alabó por un plan nacido de un mo-tivo tan noble como ése, aunque sonrió al ver lamisma ansiosa fantasía que la había llevado alos mayores extremos de lánguida indolencia yegoístas quejumbres, ahora ocupada en intro-ducir excesos en un plan de tan racionales acti-vidades y virtuoso autocontrol. Su sonrisa, sinembargo, se transformó en un suspiro cuandorecordó que aún no cumplía la promesa hecha aWilloughby, y temió tener que comunicar algo

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que otra vez podría alterar la mente de Ma-rianne y destruir, al menos por un tiempo, estagrata perspectiva de hacendosa tranquilidad.Deseosa, entonces, de postergar esa hora funes-ta, resolvió esperar hasta que la salud de suhermana estuviera más firme para contárselo.Pero el único destino de tal decisión era no sercumplida.

Marianne llevaba dos o tres días en casa antesde que el tiempo se compusiera lo suficientepara que una convaleciente como ella se aven-turara a salir. Pero por fin amaneció una maña-na suave y templada, capaz de dar ánimos a losdeseos de la hija y a la confianza de la madre; yMarianne, apoyada en el brazo de Elinor, fueautorizada a pasear en el prado frente a la casatodo lo que quisiera, mientras no se cansara.

Las hermanas partieron con el paso lento queexigía la debilidad de Marianne en un ejerciciono intentado hasta ese momento; y se habíanalejado de la casa apenas lo suficiente para te-ner una visión completa de la colina, la gran

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colina detrás de la casa, cuando deteniéndosecon la vista vuelta hacia ella, Marianne dijo contoda calma:

-Ahí, exactamente ahí -señalando con unamano-, en ese montículo, ahí me caí; y ahí vipor primera vez a Willoughby.

La voz se le extinguió al pronunciar esa pala-bra, pero recuperándose de inmediato, añadió:

-¡Cómo agradezco descubrir que puedo con-templar ese lugar con tan poco dolor! ¿Algunavez hablaremos sobre ese tema, Elinor? -lo dijocon voz vacilante-. ¿O no será bueno? Yo sípuedo hablar de ello ahora, espero, y en la for-ma en que debo hacerlo.

Elinor la invitó con gran ternura a que se des-ahogara.

-En cuanto a lamentarse -dijo Marianne-, yahe terminado con eso, en lo que a él concierne.No pretendo hablarte de lo que han sido missentimientos hacia él, sino de lo que son ahora.Actualmente, si pudiera tener certeza sobre unacosa, si pudiera pensar que no siempre estuvo

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representando un papel, no siempre engañán-dome...; pero, sobre todo, si alguien pudieradarme la seguridad de que nunca fue tan mal-vado como en ocasiones me lo han representa-do mis temores, desde que supe la historia deesa desdichada niña...

Se detuvo. Elinor recibió con alegría sus pala-bras, atesorándolas, mientras le respondía:

-Si se te pudiera dar seguridad sobre eso,¿crees que lograrías el sosiego?

-Sí. Mi paz mental depende doblemente deello; pues no sólo es terrible sospechar talespropósitos de alguien que ha sido lo que él fuepara mí, sino además, ¿cómo me hace aparecera mí? En una situación como la mía, ¿qué cosasino el más vergonzosamente indiscreto afectopudo exponerme a...?

-Entonces, ¿cómo explicas su comportamien-to?

-Querría pensar... ¡ah, cómo me gustaría po-der pensar que sólo era voluble... muy, muy vo-luble!

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Elinor no dijo más. Deliberaba internamentesobre la conveniencia de comenzar su historiade inmediato o posponerla hasta que Marianneestuviera más fuerte, y siguieron caminandolentamente durante unos minutos, sin hablar.

-No le estoy deseando un gran bien -dijo fi-nalmente Marianne con un hondo suspiro-cuando le deseo que sus pensamientos íntimosno sean más ingratos que los míos. Ya con esosufrirá bastante.

-¿Estás comparando tu comportamiento conel suyo?

-No. Lo comparo con lo que debió ser; locomparo con el tuyo.

-Tu situación y la mía no se han parecido mu-cho.

-Se han parecido más de lo que se parecieronnuestros comportamientos. No dejes, queridí-sima Elinor, que tu bondad defienda lo que séha de censurar tu criterio. Mi enfermedad meha hecho pensar, me ha dado tiempo tranquiloy calma para meditar con seriedad las cosas.

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Mucho antes de haberme recuperado lo sufi-ciente para hablar, perfectamente podía re-flexionar. Sopesé el pasado: todo lo que vi enmi propio comportamiento, desde el comienzode nuestra relación con él el otoño pasado, fueuna serie de imprudencias contra mí misma yde falta de amabilidad hacia los demás. Vi quemis propios sentimientos habían preparado elcamino para mis sufrimientos y que mi falta defortaleza en el dolor casi me había llevado a latumba. Estaba consciente de que yo mismahabía sido la causa de mi enfermedad al des-cuidar mi propia salud de una forma tal queincluso en ese tiempo sentía incorrecta. Sihubiera muerto, habría sido autodestrucción.No supe el peligro en que me había puesto has-ta que desapareció ese peligro; pero con senti-mientos como aquellos a los que estas reflexio-nes dieron origen, me extraña haberme recupe-rado; me asombra que la misma intensidad demi deseo de vivir, de tener tiempo para la ex-piación ante mi Dios y ante todos ustedes, no

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me haya matado de inmediato. Si hubieramuerto, ¡en qué singular angustia te habríadejado, a ti, mi cuidadora, mi amiga, mi her-mana! ¡Tú, que habías visto todo el irritableegoísmo de mis últimos días; que habías cono-cido todos los secretos de mi corazón! ¡Cómohabría perdurado en tus recuerdos! ¡Y mi ma-dre, también! ¡Cómo podrías haberla consola-do! No puedo poner en palabras cuánto meodié. Cada vez que dirigía la mirada hacia elpasado, veía un deber que había descuidado oalguna falta que había dejado pasar. A todosparecía haber causado algún daño. A la amabi-lidad de la señora Jennings, a su ininterrumpi-da amabilidad, había respondido con desagra-decido menosprecio. Con los Middleton, conlos Palmer, con los Steele, hasta con los conoci-dos más corrientes, había sido insolente e injus-ta; mi corazón había permanecido insensible asus méritos y mi temperamento irritado antesus mismas atenciones. A John, a Fanny (sí,incluso a ellos, aunque sea poco lo que se mere-

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cen), les había dado menos de lo que les es de-bido. Pero a ti, a ti por sobre todo, por sobre mimadre, te había ofendido. Yo, sólo yo, conocíatu corazón y sus penas; y aun así, ¿en qué meinfluyó? No en hacerme más compasiva, bene-ficiándome a mí o a ti. Tenía tu ejemplo antemí; pero, ¿de qué me sirvió? ¿Fui más conside-rada contigo y tu bienestar? ¿Imité la forma enque te contenías o suavicé tus ataduras hacién-dome cargo de algunas de las muestras de de-ferencia general o gratitud personal que hastaese momento habían recaído enteramente en ti?No; cuando te sabía desdichada no menos quecuando te creía en paz, dejé sin cumplir todo loque el deber o la amistad me exigían; apenasadmitía que el dolor existiera sino en mí, y sólolloraba por ese corazón que me había abando-nado y agraviado, dejando que tú, a quien pro-fesaba un cariño sin límites, sufrieras por micausa.

En este punto se detuvo el rápido fluir de lasrecriminaciones que a sí misma se dirigía; y

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Elinor, impaciente por dar alivio, aunque de-masiado honesta para halagar, de inmediato leofreció los elogios y el apoyo que su franquezay arrepentimiento tan bien merecían. Mariannele oprimió la mano y replicó:

-Eres muy buena. El futuro debe ser mi prue-ba. Me he hecho un plan, y si soy capaz de,cumplirlo, lograré el dominio de mis sentimien-tos y mejoraré mi temperamento. Ya no signifi-carán preocupaciones para los demás ni tor-mentos para mí misma. Viviré ahora únicamen-te para mi familia. Tú, mi madre, Margaret, deahora en adelante serán todo mi mundo; entreustedes se repartirá todo mi cariño. Nunca máshabrá nada que me incite a alejarme de ustedeso del hogar; y si me junto con otras personas,será sólo para mostrar un espíritu más humil-de, un corazón enmendado, y hacer ver quepuedo llevar a cabo las cortesías, las más pe-queñas obligaciones de la vida, con gentileza ypaciencia. En cuanto a Willoughby, sería ociosodecir que pronto o alguna vez lo olvidaré. Nin-

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gún cambio de circunstancias u opiniones po-drá vencer su recuerdo. Pero estará sujeto a lasnormas y frenos de la religión, la razón y laocupación constante.

Hizo una pausa, y añadió en voz más baja:-Si tan sólo pudiera conocer su corazón, todo

sería más fácil.Elinor, que desde hacía algún rato deliberaba

sobre la conveniencia o inconveniencia deaventurarse a hacer su relato de inmediato,escuchó esto sin sentirse en absoluto más deci-dida que al comienzo; y advirtiendo que, comola deliberación no conducía a nada, la determi-nación debía hacerse cargo de todo, pronto seencontró enfrentándose a ello.

Condujo el relato, así lo esperaba, con destre-za; preparó con cuidado a su ansiosa oyente;relató con sencillez y honestidad los principalespuntos en que Willoughby sustentaba su de-fensa; apreció debidamente su arrepentimientoy sólo morigeró sus declaraciones relativas a suamor actual por Marianne. Ella no pronunció

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palabra; temblaba, tenía los ojos clavados en elsuelo y los labios más blancos de lo que la en-fermedad los había dejado. De su corazón bro-taban mil preguntas, pero no se atrevía a plan-tear ninguna. Escuchó cada palabra con an-helante ansiedad; su mano, sin que ella se dieracuenta, estrechaba fuertemente la de su her-mana y las lágrimas le cubrían las mejillas.

Elinor, temiendo que se hubiera fatigado, lacondujo a casa; y hasta que llegaron a la puerta,adivinando fácilmente a qué estaría dirigida sucuriosidad aunque en ningún momento pudomanifestarla en preguntas, no le habló de otracosa que de Willoughby y de lo que habíanconversado; y fue cuidadosamente minuciosaen todos los pormenores de lo que había dichoy de su aspecto, allí donde sin peligro podíapermitirse una descripción detallada. No bienentraron en la casa, Marianne la besó con grati-tud y apenas articulando en medio de su llantotres palabras, “Cuéntaselo a mamá”, se separóde su hermana y subió lentamente las escaleras.

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Elinor por ningún motivo iba a perturbar unatan entendible búsqueda de soledad como ésa;y pensando con gran ansiedad en sus posiblesresultados, al mismo tiempo que tomaba ladecisión de no volver a poner el tema si Ma-rianne no lo hacía, se dirigió a la salita a cum-plir su último mandato.

CAPITULO XLVII

La señora Dashwood no dejó de conmoverseal escuchar la reivindicación de su antiguo fa-vorito. Se alegró al verlo absuelto de parte delas culpas que se le imputaban; le tenía lástima;deseaba que fuera feliz. Pero no se podía hacerrevivir los sentimientos del pasado. Nada podíarestituirlo con su palabra intacta y un caráctersin tacha ante Marianne. Nada podía hacerdesaparecer el conocimiento de lo que ellahabía sufrido por su causa, ni eliminar la culpade su comportamiento con Eliza. Nada podía

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devolverle, entonces, el lugar que había ocu-pado en el afecto de la señora Dashwood, niperjudicar los intereses del coronel Brandon.

Si, como su hija, la señora Dashwood hubieraescuchado la historia de Willoughby de suspropios labios; si hubiera sido testigo de suangustia y experimentado el influjo de su sem-blante y actitud, es probable que su compasiónhubiera sido mayor. Pero no estaba en manosde Elinor ni tampoco deseaba despertar talessentimientos en otras personas con una explica-ción detallada, como había ocurrido en un co-mienzo con ella. La reflexión había aportadotranquilidad a sus juicios y moderado su opi-nión sobre lo que Willoughby se merecía; de-seaba, por tanto, decir sólo la más simple ver-dad y exponer aquellos hechos que realmentese podían atribuir a su carácter sin embellecer-los con ninguna pincelada de afecto que pudie-ra despertar la fantasía y conducirla por cami-nos errados.

Al anochecer, cuando estaban todas juntas,

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Marianne comenzó a hablar voluntariamentede él otra vez, pero no sin un esfuerzo que sehizo patente en el agitado, intranquilo ensi-mismamiento en que antes había estado sumi-da durante algún tiempo, en el rubor que subióa su rostro al hablar, en su voz vacilante.

-Deseo asegurarles a ambas -dijo-, que veotodo... como ustedes pueden desear que lohaga.

La señora Dashwood la habría interrumpidode inmediato con consoladora ternura, si Eli-nor, que realmente deseaba escuchar la opiniónimparcial de su hermana, no le hubiera de-mandado silencio con un gesto impaciente.Marianne continuó lentamente:

-Es un gran alivio para mí lo que Elinor medijo en la mañana: he escuchado exactamente loque deseaba escuchar -durante algunos mo-mentos se le apagó la voz; pero, recuperándose,siguió hablando, y más tranquila que antes-:Con ello me doy por completo satisfecha. Nodeseo que nada cambie. Nunca habría podido

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ser feliz con él después de saber todo esto, co-mo tarde o temprano lo habría sabido. Lehabría perdido toda confianza, toda estima.Nada habría podido evitar que sintiera eso.

-¡Lo sé, lo sé! -exclamó su madre-. ¡Feliz conun hombre de conducta libertina! ¿Con uno queasí había roto la paz del más querido de nues-tros amigos y el mejor de los hombres? ¡No, unhombre como ése jamás habría podido hacerfeliz el corazón de mi Marianne! En su concien-cia, en su sensible conciencia habría pesadotodo lo que debiera haber pesado en la de sumarido.

Marianne suspiró, repitiendo:-No deseo que nada cambie.-Juzgas todo esto -dijo Elinor- exactamente

como debe juzgarlo una persona de mente ca-paz y recto entendimiento; y me atrevo a decirque encuentras (al igual que yo, y no sólo enésta sino en muchas otras circunstancias), mo-tivos suficientes para convencerte de que elmatrimonio con Wffloughby te habría traído

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muchas inquietudes y desilusiones en las que tehabrías visto con escaso apoyo de un afectoque, de su parte, habría sido muy incierto. Si sehubieran casado, habrían sido siempre pobres.Incluso él mismo se reconoce inmoderado ensus gastos, y toda su conducta indica que pri-varse de algo es una frase ausente en su voca-bulario. Sus demandas y tu inexperiencia jun-tas, con un ingreso muy, muy pequeño, loshabrían puesto en apuros que no por habertesido completamente desconocidos antes, o nohaber pensado nunca en ellos, te serían menospenosos. Sé que tu sentido del honor y de lahonestidad te habría llevado, al darte cuenta dela situación, a intentar todos los ahorros que teparecieran posibles; y quizá, mientras tu fruga-lidad disminuyera sólo tu bienestar, podríashaberla resistido, pero más allá de eso (y, ¿quépodría haber hecho hasta el mayor de tus es-fuerzos aislados para detener una ruina quehabía comenzado antes de tu matrimonio?),más allá de eso, si hubieras intentado, incluso

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de la forma más razonable, limitar sus diver-siones, ¿no habría sido de temer que en vez deinducir a alguien de sentimientos tan egoístaspara que consintiera en ello, habrías terminadopor debilitar tu influencia en su corazón yhacerlo arrepentirse de la unión que le habíasignificado tales dificultades?

A Marianne le temblaron los labios y repitió“¿egoísta?” con un tono que implicaba “¿deverdad lo crees egoísta?”

-Todo su comportamiento -replicó Elinor-,desde el comienzo al final de esta historia, haestado basado en el egoísmo. Fue el egoísmo loprimero que lo hizo jugar con tus sentimientosy lo que después, cuando los suyos se vieroncomprometidos, lo llevó a retardar su confesióny lo que finalmente lo alejó de Barton. Su pro-pio placer o su propia tranquilidad fueronsiempre los principios que guiaron su conduc-ta.

-Es muy cierto. Mi felicidad nunca fue su ob-jetivo.

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-En la actualidad -continuó Elinor-, lamentalo que hizo. Y, ¿por qué lo lamenta? Porque hadescubierto que no le sirvió. No lo ha hechofeliz. Ya no tiene problemas económicos, nosufre en ese aspecto, y sólo piensa en que secasó con una mujer de temperamento menosamable que el tuyo. Pero, ¿se sigue de eso quesi se hubiera casado contigo seria feliz? Lasdificultades habrían sido diferentes. Habríasufrido por las inquietudes económicas que,ahora que no las tiene, han perdido importan-cia para él. Habría tenido una esposa de cuyocarácter no se habría podido quejar, pero habríavivido siempre necesitado, siempre pobre; yprobablemente muy luego habría aprendido avalorizar mucho más las innumerables como-didades que da un patrimonio libre de deudasy una buena renta, incluso para la felicidadhogareña, que el simple carácter de una esposa.

-No me cabe la menor duda de ello -dijo Ma-rianne-; y no me arrepiento de nada... de nadaexcepto de mi propia necedad.

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-Di más bien la imprudencia de tu madre,hijita -dijo la señora Dashwood-; es ella la res-ponsable.

Marianne no la dejó seguir; y Elinor, satisfe-cha al ver que cada una reconocía su propioerror, deseó evitar todo examen del pasado quepudiera hacer flaquear el espíritu de su herma-na; así, retomando el primer tema, continuó deinmediato:

-De toda esta historia, creo que hay una con-clusión que se puede extraer con toda justicia:que todos los problemas de Willoughby surgie-ron de la primera ofensa contra la moral, sucomportamiento con Eliza Williams. Ese crimenfue el origen de todos los males menores que lesiguieron y de todo su actual descontento.

Marianne asintió de todo corazón a esa obser-vación; y su madre reaccionó a ella con unaenumeración de los perjuicios infligidos al co-ronel Brandon y de sus méritos, en la cual habíatodo el entusiasmo capaz de originarse en lafusión de la amistad y el interés. Su hija, sin

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embargo, no pareció haberle prestado dema-siada atención.

Tal como lo había esperado, Elinor vio que enlos dos o tres días siguientes Marianne no con-tinuó recuperando sus fuerzas como lo habíaestado haciendo; pero mientras su- determina-ción se mantuviera sin claudicar y siguiera es-forzándose por parecer alegre y tranquila, suhermana podía confiar sin vacilaciones en queel tiempo terminaría por sanarla.

Volvió Margaret y nuevamente se reunió to-da la familia, otra vez se establecieron apaci-blemente en la casita de campo, y si no conti-nuaron sus habituales estudios con la mismaenergía que habían puesto en ello cuando re-cién llegaron a Barton, al menos proyectabanretomarlos vigorosamente en el futuro.

Elinor comenzó a impacientarse por tener al-gunas noticias de Edward. No había sabidonada de él desde su partida de Londres, nadanuevo sobre sus planes, incluso nada segurosobre su actual lugar de residencia. Se habían

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escrito algunas cartas con su hermano a causade la enfermedad de Marianne, y en la primerade John venía esta frase: “No sabemos_ nada denuestro infortunado Edward y nada podemosaveriguar sobre un tema tan vedado, pero locreemos todavía en Oxford”. Esa fue toda lainformación sobre Edward que le proporcionóla correspondencia, porque en ninguna de lascartas siguientes se mencionaba su nombre. Noestaba condenada, sin embargo, a permanecerdemasiado tiempo en la ignorancia de sus pla-nes.

Una mañana habían enviado a su criado aExeter con un encargo; y a su vuelta, mientrasservía a la mesa, respondía a las preguntas desu ama sobre los resultados de su cometido.Entre sus informes ofreció voluntariamente elsiguiente:

-Supongo que sabe, señora, que el señor Fe-rrars se ha casado.

Marianne tuvo un violento sobresalto, clavósu mirada en Elinor, la vio ponerse pálida y se

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dejó caer en la silla presa del histerismo. Laseñora Dashwood, cuyos ojos habían seguidointuitivamente la misma dirección mientrasrespondía a la pregunta. del criado, sintió unfuerte impacto al advertir por el semblante deElinor la magnitud de su dolor; y un momentodespués, igualmente angustiada por la situa-ción de Marianne, no supo a cuál de sus hijasprestar atención primero.

Advirtiendo tan sólo que la señorita Marian-ne parecía enferma, el criado fue lo bastantesensato para llamar a una de las doncellas, lacual la condujo a otra habitación ayudada porla señora Dashwood. Para ese entonces Ma-rianne ya estaba mejor, y su madre, dejándolaal cuidado de Margaret y de la doncella, volviódonde Elinor, que aunque todavía se encontra-ba muy descompuesta, había recuperado el usode la razón y de la voz lo suficiente para habercomenzado a interrogar a Thomas sobre lafuente de su información. La señora Dashwoodse hizo de inmediato cargo de esa tarea y Elinor

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pudo beneficiarse de la información sin el es-fuerzo de tener que ir tras ella.

-¿Quién le dijo que el señor Ferrars se habíacasado, Thomas?

-Con mis propios ojos vi al señor Ferrars, se-ñora, esta mañana en Exeter, y también a su se-ñora, la que fue señorita Steele. Estaban ahíparados frente a la puerta de la posada NewLondon en su coche, cuando yo fui con unmensaje de Sally, la de la finca, a su hermano,que es uno de los postillones. Justo miré haciaarriba cuando pasaba al lado del coche, y así vide frente que era la más joven de las señoritasSteele; así que me saqué el sombrero y ella' mereconoció y me llamó, y preguntó por usted,señora, y por las señoritas, especialmente laseñorita Marianne, y me encargó que le enviarasus respetos y los del señor Ferrars, sus mayo-res respetos y atenciones, y les dijera cuántosentían no tener tiempo para venir a visitarlas,pero tenían prisa en seguir porque todavía lesfaltaba un buen trecho por recorrer, pero de

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todas maneras a la vuelta se asegurarían depasar a verlas.

-Pero, ¿ella le dijo que se había casado, Tho-mas?

-Sí, señora. Se sonrió y dijo que había cambia-do de nombre desde la última vez que habíaestado por estos lados. Siempre fue una jovenmuy amistosa y de trato fácil, y muy bien edu-cada. Así que me tomé la libertad de desearlefelicidades.

-¿Y el señor Ferrars estaba con ella en el ca-rruaje?

-Sí, señora, justo lo vi sentado ahí, echado pa-ra atrás, pero no levantó los ojos. El caballeronunca fue muy dado a conversar.

El corazón de Elinor podía explicar fácilmen-te por qué el caballero no se había mostrado; yla señora Dashwood probablemente imaginó lamisma razón.

-¿No había nadie más en el carruaje?-No, señora, sólo ellos dos.-¿Sabe de dónde venían?

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-Venían directo de la ciudad, según me dijo laseñorita Lucy... la señora Ferrars.

-¿Pero iban más hacia el oeste?-Sí, señora, pero no para quedarse mucho.

Volverán luego y entonces seguro que pasanpor aquí.

La señora Dashwood miró ahora a su hija, pe-ro Elinor sabía bien que no debía esperarlos.Reconoció a Lucy entera en el mensaje, y tuvola certeza de que Edward nunca vendría por sucasa. En voz baja le observó a su madre queprobablemente iban donde el señor Pratt, cercade Plymouth.

Thomas parecía haber terminado sus infor-mes. Elinor parecía querer saber más.

-¿Los vio partir antes de irse?-No, señora; ya estaban sacando los caballos,

pero no pude quedarme más; temía atrasarme.-¿Parecía estar bien la señora Ferrars?

-Sí, señora, dijo que estaba muy bien; a mi versiempre fue una joven muy guapa y parecíaenormemente contenta.

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A la señora Dashwood no se le ocurrió nadamás que preguntar, y Thomas y el mantel, aho-ra igualmente innecesarios, poco después fue-ron sacados de allí. Marianne ya había manda-do decir que no iba a comer nada más; tambiénla señora Dashwood y Elinor habían perdido elapetito, y Margaret podía sentirse muy biencon esto de que, a pesar de las innumerablesinquietudes que ambas hermanas habían expe-rimentado en el último tiempo, a pesar de losmuchos motivos que habían tenido para des-cuidar las comidas, nunca antes habían tenidoque quedarse sin cenar.

Cuando les llevaron el postre y el vino y laseñora Dashwood y Elinor quedaron a solas,permanecieron mucho rato juntas en similaresmeditaciones e idéntico silencio. La señoraDashwood no se aventuró a hacer ninguna ob-servación y no osó ofrecer consuelo. Se dabacuenta ahora de que se había equivocado alconfiar en la imagen que Elinor había estadodando de sí misma; y concluyó correctamente

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que en su momento le había quitado importan-cia a todo lo que le ocurría sólo para evitarle aella mayores sufrimientos, considerando cuántoestaba sufriendo ya por Marianne. Se dio cuen-ta de que la cuidadosa, considerada solicitud desu hija la había llevado al error de pensar que elafecto que un día había comprendido tan bien,era en realidad mucho menos serio de lo quesolía creer o de lo que ahora se veía que era.Temía que, al dejarse convencer de esa forma,había sido injusta, desconsiderada... no, casicruel con Elinor; que la aflicción de Marianne,por ser más evidente, más patente a sus ojos,había absorbido demasiado de su ternura, lle-vándola a casi olvidar que en Elinor podía tenera otra hija sufriendo tanto como ella, con undolor que ciertamente había sido menos busca-do y que había soportado con mucho mayorfortaleza.

CAPITULO XLVIII

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Elinor había descubierto la diferencia entreesperar que ocurriera un hecho desagradable,por muy seguro que se lo pudiera considerar, yla certeza misma. Había descubierto que, mien-tras Edward seguía soltero, a pesar de sí mismasiempre le había dado cabida a la esperanza deque algo iba a suceder que impediría su matri-monio con Lucy; que algo -una decisión que éltomara, alguna intervención de amigos o unamejor oportunidad de establecerse para la da-ma- surgiría para permitir la felicidad de todosellos. Pero ahora se había casado, y ella culpó asu propio corazón por esa recóndita tendencia aformarse ilusiones que hacía tanto más doloro-sa la noticia.

Al comienzo se sorprendió de que se hubieracasado tan luego, antes (según se lo imaginaba)de su ordenación y, por consiguiente, antes dehaber entrado en posesión del beneficio. Perono tardó en ver cuán probable era que Lucy,cautelando sus propios intereses y deseosa de

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tenerlo seguro lo antes posible, pasara por altocualquier cosa menos el riesgo de la demora. Sehabían casado, lo habían hecho en la ciudad, yahora se dirigían a toda prisa donde su tío.¡Qué habría sentido Edward al estar a cuatromillas de Barton, al ver al criado de su madre,al escuchar el mensaje de Lucy!

Supuso que pronto se habrían instalado enDelaford... Delaford, allí donde tantas cosasconspiraban para interesarla, el lugar que que-ría conocer y también evitar. Tuvo la rápidaimagen de ellos en la casa parroquial; vio enLucy la administradora activa, ingeniándoselaspara equilibrar sus aspiraciones de eleganciacon la máxima frugalidad, y avergonzada deque se fuera a sospechar ni la mitad de sus ma-nejos económicos; en todo momento con supropio interés en mente, procurándose la buenavoluntad del coronel Brandon, de la señoraJennings y de cada uno de sus amigos pu-dientes. No sabía bien cómo veía a Edward nicómo deseaba verlo: feliz o desdichado..: nin-

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guna de las dos posibilidades la alegraba; alejóentonces de su mente toda imagen de él.

Elinor se hacía ilusiones con que alguno desus conocidos de Londres les escribiría anun-ciándoles el suceso y dándoles más detalles;pero pasaban los días sin traer cartas ni noti-cias. Aunque no estaba segura de que alguienpudiera ser culpado por ello, criticaba de algu-na manera a cada uno de los amigos ausentes.Todos eran desconsiderados o indolentes.

-¿Cuándo le escribirá al coronel Brandon, se-ñora? -fue la pregunta que brotó de su impa-ciencia por que algo se hiciera al respecto.

-Le escribí la semana pasada, mi amor, y másbien espero verlo llegar a él en vez de noticiassuyas. Le insistí que viniera a visitarnos, y nome sorprendería verlo entrar hoy o mañana, ocualquier día.

Esto ya era algo, algo en qué poner las expec-tativas. El coronel Brandon debía tener algunainformación que darles.

No bien acababa de concluir tal cosa, cuando

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la figura de un hombre a caballo atrajo su vistahacia la ventana. Se detuvo ante su reja. Era uncaballero, era el coronel Brandon en persona.Ahora sabría más; y tembló al imaginarlo. Perono era el coronel Brandon... no tenía ni su porte,ni su altura. Si fuera posible, diría que debía serEdward. Volvió a mirar. Acababa de desmon-tar... no podía equivocarse... era Edward. Sealejó y se sentó. “Viene desde donde el señorPratt a propósito para vernos. Tengo que estartranquila; tengo que comportarme dueña de mímisma”.

En un momento se dio cuenta de que tambiénlos otros habían advertido el error. Vio que sumadre y Marianne mudaban de color; las viomirarla y susurrarse algo entre ellas. Habríadado lo que fuera por ser capaz de hablar y porhacerles comprender que esperaba no hubierala menor frialdad o menosprecio hacia él en eltrato. Pero no pudo sacar la voz y se vio obli-gada a dejarlo todo a la discreción de su madrey hermana.

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No cruzaron ni una sílaba entre ellas. Espera-ron en silencio que apareciera su visitante. Es-cucharon sus pisadas a lo largo del camino degrava; en un momento estuvo en el corredor, yal siguiente frente a ellas.

Al entrar en la habitación su semblante nomostraba gran felicidad, ni siquiera desde laperspectiva de Elinor. Tenía el rostro pálido deagitación, y parecía temeroso de la forma enque lo recibirían y consciente de no mereceruna acogida amable. La señora Dashwood, sinembargo, confiando cumplir así los deseos deaquella hija por quien se proponía en lo máshondo de su corazón dejarse guiar en todo, lorecibió con una mirada de forzada alegría, leestrechó la mano y le deseó felicidades.

Edward se sonrojó y tartamudeó una res-puesta ininteligible. Los labios de Elinor sehabían movido a la par de los de su madre, ycuando la actividad hubo terminado, deseóhaberle dado la mano también. Pero ya era de-masiado tarde y, con una expresión en el rostro

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que pretendía ser llana, se volvió a sentar yhabló del tiempo.

Marianne, intentando ocultar su aflicción, sehabía retirado fuera de la vista de los demástanto como le era posible; y Margaret, enten-diendo en parte lo que ocurría pero no -porcompleto, pensó que le correspondía compor-tarse dignamente, tomó asiento lo más lejos deEdward que pudo y mantuvo un estricto silen-cio.

Cuando Elinor terminó de alegrarse por el cli-ma seco de la estación, se sucedió una horriblepausa. La rompió la señora Dashwood, que sesintió obligada a desear que hubiera dejado a laseñora Ferrars en muy buena salud. Apresura-damente él respondió que sí.

Otra pausa.Elinor, decidiéndose a hacer un esfuerzo,

aunque temerosa del sonido de su propia voz,dijo:

-¿Está en Longstaple la señora Ferrars?-¡En Longstaple! -replicó él, con aire sorpren-

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dido-. No, mi madre está en la ciudad.-Me refería -dijo Elinor, tomando una de las

labores de encima de la mesa- a la señora deEdward Ferrars.

No se atrevió a levantar la vista; pero su ma-dre y Marianne dirigieron sus ojos a él. Edwardenrojeció, pareció sentirse perplejo, la miró conaire de duda y, tras algunas vacilaciones, dijo:

-Quizá se refiera... mi hermano... se refiera ala señora de Robert Ferrars.

-¡La señora de Robert Ferrars! -repitieron Ma-rianne y su madre con un tono de enormeasombro; y aunque Elinor no fue capaz dehablar, también le clavó los ojos con el mismoimpaciente desconcierto. El se levantó de suasiento y se dirigió a la ventana, aparentementesin saber qué hacer; tomó unas tijeras que seencontraban por allí, y mientras cortaba en pe-dacitos la funda en que se guardaban, arrui-nando así ambas cosas, dijo con tono apurado:

-Quizá no lo sepan, no hayan sabido que mihermano se ha casado recién con... con la me-

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nor... con la señorita Lucy Steele.Sus palabras fueron repetidas con indecible

asombro por todas, salvo Elinor, que siguiósentada con la cabeza inclinada sobre su labor,en un estado de agitación tan grande que ape-nas sabía dónde se encontraba.

-Sí -dijo él-, se casaron la semana pasada yahora están en Dawlish.

Elinor no pudo seguir sentada. Salió de la ha-bitación casi corriendo, y tan pronto cerró lapuerta, estalló en lágrimas de alegría que alcomienzo pensó no iban a terminar nunca. Ed-ward, que hasta ese momento había mirado acualquier parte menos a ella, la vio salir a lacarrera y quizá vio -o incluso escuchó- su emo-ción, pues inmediatamente después se sumióen un estado de ensueño que ninguna observa-ción ni pregunta afectuosa de la señora Dash-wood pudo penetrar; finalmente, sin decir pa-labra, abandonó la habitación y salió hacia laaldea, dejándolas estupefactas y perplejas anteun cambio en las circunstancias tan maravilloso

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y repentino, entregadas a un desconcierto quesólo podían paliar a través de conjeturas.

CAPITULO XLIX

Por inexplicables que le parecieran a toda lafamilia las circunstancias de su liberación, locierto era que Edward era libre; y a todas lesfue fácil predecir en qué ocuparía esa libertad:tras experimentar los beneficios de un com-promiso imprudente, contraído sin el consen-timiento de su madre, como lo había hecho yapor más de cuatro años, al fracasar ése no podíaesperarse de él nada menos que verlo contra-yendo otro.

La diligencia que debía cumplir en Bartonera, de hecho, bastante simple. Sólo se tratabade pedirle a Elinor que se casara con él; y con-siderando que no era totalmente inexperto entales cometidos, podría extrañar que se sintieratan incómodo en esta ocasión como en verdad

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se sentía, tan necesitado de estímulo y aire fres-co.

No es necesario, sin embargo, contar en deta-lle lo que tardó su caminata en llevarlo a tomarla decisión adecuada, cuánto demoró en pre-sentarse la oportunidad de ponerla en práctica,de qué manera se expresó y cómo fue recibido.Lo único que importa decir es esto: que cuandotodos se sentaron a la mesa a las cuatro, alrede-dor de tres horas después de su llegada, habíaconseguido a su dama, había logrado el consen-timiento de la madre, y era el más feliz de loshombres. Y ello no sólo en el embelesado dis-curso del enamorado, sino en la realidad de larazón y la verdad. Ciertamente su dicha eramás que la común. Un triunfo mayor que elcorriente en los amores correspondidos le hen-chía el corazón y le elevaba el espíritu. Se habíaliberado, sin culpa alguna de su parte, de ata-duras que por largo tiempo lo habían hechoinfeliz y lo habían mantenido unido a una mu-jer a quien hacía mucho había dejado de amar;

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y, de inmediato, había alcanzado en otra mujeresa seguridad por la que debió desesperar des-de el mismo momento en que la había empeza-do a desear. Había transitado no desde la dudao el suspenso, sino desde la desdicha a la felici-dad; y habló del cambio abiertamente con unaalegría tan genuina, fácil y reconfortante comonunca le habían conocido antes sus amigas.

Le había abierto el corazón a Elinor, le confe-só todas sus debilidades y trató su primer einfantil enamoramiento de Lucy con toda ladignidad filosófica de los veinticuatro años.

-Fue un apego tonto y ocioso de mi parte -dijo-, consecuencia del desconocimiento delmundo... y de la falta de ocupación. Si mi ma-dre me hubiera dado alguna profesión activacuando a los dieciocho años me sacaron de latutela del señor Pratt, creo... no, estoy seguro deque nada habría ocurrido jamás, pues aunquesalí de Longstaple con lo que en ese tiempocreía la más invencible devoción por su sobrina,aun así, si hubiera tenido cualquier actividad,

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cualquier cosa en que ocupar mi tiempo y queme hubiera mantenido alejado de ella por unospocos meses, pronto habría superado esos amo-res de fantasía, especialmente si hubiera com-partido más con otras personas, como en esecaso habría debido hacerlo. Pero en vez de em-plearme en algo, en vez de contar con una pro-fesión elegida por mí, o que se me permitieraelegir una, volví a casa a dedicarme al máscompleto ocio; y durante el año que siguió, ca-recí hasta de la ocupación nominal que mehabría dado la pertenencia a la universidad,puesto que no ingresé a Oxford sino hasta losdiecinueve años. No tenía, por tanto, nada enabsoluto que hacer, salvo creerme enamorado;y como mi madre no hacía del hogar algo enverdad agradable, como en mi hermano noencontraba ni un amigo ni un compañero y medisgustaba conocer gente nueva, no es raro quehaya ido con frecuencia a Longstaple, quesiempre sentí mi hogar y donde tenía plenaseguridad de ser bienvenido; así, pasé allí la

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mayor parte del tiempo entre mis dieciocho ydiecinueve años. Veía en Lucy todo lo que hayde amable y complaciente. Era bonita también...al menos eso pensaba yo en ese tiempo; y cono-cía a tan pocas mujeres que no podía hacercomparaciones ni detectar defectos. Tomandotodo en cuenta, por tanto, creo que por in-sensato que fuera nuestro compromiso, porinsensato que haya resultado ser después entodo sentido, en ese tiempo no fue una muestrade insensatez extraña o inexcusable.

Era tan grande el cambio que unas pocashoras habían producido en el estado de ánimoy la felicidad de las Dashwood, tan grande, queno pudieron menos que esperar todas las satis-facciones de una noche en vela. La señoraDashwood, demasiado feliz para lograr algunatranquilidad, no sabía cómo demostrar su amora Edward o ensalzar a Elinor suficientemente,cómo agradecer bastante su liberación sin vul-nerar su delicadeza, ni cómo ofrecerles oportu-nidad para conversar libremente entre ellos y al

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mismo tiempo disfrutar, como era su deseo, dela presencia y compañía de ambos.

Marianne podía manifestar su felicidad única-mente a través de las lágrimas. Podía caer encomparaciones, en lamentos; y su alegría, aun-que tan sincera como el amor por su hermana,ni le levantaba el ánimo ni podía ponerse enpalabras.

Pero Elinor, ¿cómo describir sus sentimien-tos? Desde el momento en que supo que Lucyse había casado con otro, que Edward estabalibre, hasta el instante en que él justificó lasesperanzas que tan de inmediato habían segui-do, tuvo alternativamente todas las emociones,menos la calma. Pero cuando hubo pasado elsegundo momento -cuando desaparecierontodas sus dudas, todas sus cuitas; cuando pudocomparar su situación con la del último tiempo;cuando lo vio honorablemente libre de su ante-rior compromiso; cuando vio que aprovechabasu libertad para dirigirse a ella y declararle unamor tan tierno, tan constante como ella siem-

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pre lo había supuesto-, se sintió abrumada,dominada por su propia felicidad; y a pesar dela afortunada tendencia de la mente humana aaceptar rápidamente cualquier cambio paramejor, se necesitaron varias horas para devol-verle la serenidad a su ánimo o algún grado detranquilidad a su corazón.

Edward se quedaría ahora al menos una se-mana en la cabaña, pues más allá de cualquierotra obligación que debiera cumplir, le era im-posible dedicar menos de una semana a disfru-tar de la compañía de Elinor, o que alcanzarana decir en menos tiempo la mitad de lo quedebían decirse sobre el pasado, el presente y elfuturo; pues aunque unas pocas horas pasadasen la difícil tarea de hablar incesantemente bas-tan para despachar más temas de los que pue-den realmente tener en común dos criaturasracionales, con los enamorados es diferente.Entre ellos nunca se da por terminada ningunamateria ni se da por comunicado algo a no serque se lo haya repetido veinte veces.

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El matrimonio de Lucy, la inagotable y expli-cable sorpresa que les había producido a todos,por supuesto alimentó una de las primerasconversaciones de los enamorados; y el particu-lar conocimiento que Elinor tenía de cada unade las partes hizo que, desde todos los puntosde vista, le pareciera una de las circunstanciasmás extraordinarias e inconcebibles que hubie-ran llegado a sus oídos. Cómo era que se habí-an juntado, y qué atractivo podía haber influidoen Robert para llevarlo a casarse con una mu-chacha de cuya belleza ella misma lo había es-cuchado hablar sin ninguna admiración; unamuchacha que además estaba comprometidacon su hermano y por quien ese hermano habíasido marginado de la familia, era más de lo quepodía comprender. Para su corazón era algomaravilloso; para su imaginación, hasta ri-dículo; pero a su razón, a su juicio, le parecíaun verdadero enigma.

La única explicación que se le ocurría a Ed-ward era que, quizá, habiéndose encontrado

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primero por azar, la vanidad de uno había sidotan bien trabajada por los halagos de la otra,que eso había llevado poco a poco a todo lodemás. Elinor recordaba lo comentado por Ro-bert en Harley Street respecto de cuánto podríahaber logrado él de haber intervenido a tiempoen los asuntos de su hermano. Se lo contó aEdward.

-Eso es muy propio de Robert -fue su inme-diato comentario-. Y es lo que seguramente teníaen mente -agregó luego- al comienzo de su rela-ción con Lucy. Y al comienzo quizá todo lo quetambién quería ella era lograr que interpusierasus buenos oficios en mi favor. Después pue-den haber surgido otros planes.

Durante cuánto tiempo esto había estado ocu-rriendo entre ellos, él tampoco podía imaginar-lo, pues en Oxford, donde había elegido que-darse desde su salida de Londres, no tenía ma-nera de saber de ella sino por ella misma, yhasta el último momento sus cartas no fueronni menos frecuentes ni menos afectuosas de lo

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que siempre habían sido. Ni la menor sospecha,entonces, lo preparó para lo que iba a seguir; ycuando finalmente reventó la noticia en unacarta de la misma Lucy, creía que durante algúntiempo se había quedado pasmado entre la ma-ravilla, el horror y la alegría de tal liberación.Puso la carta en manos de Elinor:

Estimado señor:Con la certeza de haber perdido hace

tiempo su afecto, me he sentido en liber-tad de entregar el mío a otra persona, yno dudo de que con él seré tan feliz co-mo solía pensar que lo sería con usted;pero rehuso aceptar la mano cuando elcorazón pertenecía a otra. Sinceramentedeseo sea feliz con su elección, y no serámi culpa si no somos siempre buenosamigos, como nuestro cercano parentes-co hace ahora apropiado. Sin ningunaduda le puedo decir que no le guardorencor alguno, y estoy segura de que se-

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rá demasiado generoso para hacer nadaque nos perjudique. Su hermano se haganado todo mi afecto, y como no po-dríamos vivir el uno sin el otro, acaba-mos de volver del altar y nos dirigimosahora a Dawlish a pasar unas pocas se-manas, lugar que su querido hermanotiene gran curiosidad por conocer, peropensé molestarlo primero con estas po-cas líneas, y para siempre quedaré,

Su sincera amiga y hermana, que bienlo quiere,

Lucy Ferrars

He quemado todas sus cartas, y ledevolveré su retrato a la primera opor-tunidad. Por favor destruya las páginasque le he enviado con mis pobres frases;pero el anillo con mi cabello, tendré elmayor gusto en dejárselo.

Elinor la leyó y la devolvió sin ningún co-

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mentario.-No te preguntaré qué opinas de ella en cuan-

to a composición -dijo Edward-. Por nada delmundo habría querido, en otros tiempos, que túvieras una de sus cartas. En una cuñada ya esbastante malo,- ¡pero en una esposa! ¡Cómo mehan hecho sonrojar algunas de sus páginas! Ycreo poder decir que desde los primeros seismeses de nuestro descabellado... asunto, ésta esla única carta que he recibido de ella en que elcontenido compensó las faltas en el estilo.

-Como sea que hayan comenzado -dijo Elinortras una pausa-, ciertamente están casados. Y tumadre se ha ganado un castigo muy justo. Laindependencia económica que otorgó a Robertpor resentimiento contigo le ha permitido a élelegir a su antojo; y, de hecho, ha estado sobor-nando a un hijo con mil libras anuales para quetermine haciendo lo mismo que la hizo des-heredar al otro cuando lo intentó. Supongo quedifícilmente le dolerá menos ver casada a Lucycon Robert que contigo.

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-Le va a doler más, porque Robert fue siem-pre su favorito. Le dolerá más y, de acuerdocon el mismo principio, lo va a perdonar mu-cho más rápido.

Edward no sabía en qué estaban las relacio-nes entre ellos en ese momento, pues no habíahecho ningún intento por comunicarse con na-die de su familia. Había dejado Oxford a lasveinticuatro horas de haber recibido la carta deLucy, y teniendo .en mente como único objetivoencontrar el camino más rápido a Barton, nohabía tenido tiempo para trazar ningún plan deconducta con el que ese camino no estuvieraíntimamente ligado. Nada podía hacer hastaestar seguro de cuál sería su destino con la se-ñorita Dashwood; y es de suponer que por surapidez en hacer frente a ese destino, a pesar delos celos con que alguna vez había pensado enel coronel Brandon, a pesar de la modestia conque evaluaba sus propios merecimientos y de lagentileza con que hablaba de sus dudas, enúltima instancia no esperaba una recepción

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demasiado cruel. Sin embargo, tenía que decirque sí la había temido, y lo hizo con muy lindaspalabras. Lo que podría decir sobre el tema unaño después, queda a la imaginación de mari-dos y esposas.

Elinor no tenía duda alguna de que con elmensaje que había enviado a través de Thomas,Lucy ciertamente había querido engañar, rubri-cando su partida con un trazo de malicia contraél; y a Edward mismo, viendo ahora con todaclaridad cómo era su carácter, no le costabacreerla capaz de la máxima malevolencia enuna mezquindad caprichosa. Aunque hacíatiempo, incluso antes de su relación con Elinor,había comenzado a estar consciente de la igno-rancia y falta de amplitud de algunas de susopiniones, lo había atribuido a las carencias desu educación; y hasta la recepción de su últimacarta, siempre la había creído una muchachabien dispuesta y de buen corazón, y muy ape-gada a él. Nada sino ese convencimiento podríahaberle impedido terminar un compromiso

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que, incluso mucho antes de que su descubri-miento lo hiciera objeto del enojo de su madre,había sido para él una fuente continua de in-quietud y arrepentimiento.

-Pensé que era mi deber -dijo-, independien-temente de mis sentimientos, darle la opción decontinuar o no el compromiso cuando mi ma-dre me repudió y a todas luces quedé sin unamigo en el mundo que me tendiera una mano.En una situación como ésa, donde parecía nohaber nada que pudiera tentar la avaricia o lavanidad de criatura viviente alguna, ¿cómopodía yo suponer, cuando ella insistió tan in-tensa y apasionadamente en compartir mi des-tino, cualquiera éste fuese, que sus motivosfueran distintos al afecto más desinteresado? Eincluso ahora, no logro entender qué la llevó oqué ventaja imaginó que le reportaría encade-narse a un hombre al cual no estimaba en abso-luto y cuya única posesión en el mundo eranmil libras. No podía haber previsto que el coro-nel Brandon me daría un beneficio.

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-No, pero podía suponer que algo favorablepodía ocurrirte; que, con el tiempo, tu propiafamilia podía ablandarse. Y en todo caso noperdía nada al continuar con el compromiso,pues, como lo dejó bien en claro, no se sentíaobligada por él ni en sus deseos ni en sus ac-ciones. En todo caso se trataba de una relaciónrespetable y probablemente la hacía ganar en laconsideración de sus amistades; y si nada mejorse presentaba, era mejor para ella casarse conti-go que quedarse soltera.

Por supuesto, Edward se convenció de inme-diato de que nada podía ser más natural que elcomportamiento de Lucy, ni más palmario quesus motivos.

Elinor le reprendió haber pasado tanto tiem-po con ellas en Norland, donde debía haberestado consciente de su propia veleidad, con ladureza que siempre ponen las damas al re-prender la imprudencia que las halaga.

-Te comportaste muy mal -le dijo-, pues, parano decir nada de mis propias convicciones, con

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ello llevaste a nuestros amigos a imaginar yesperar algo que, dada tu situación en ese mo-mento, no podía darse.

Edward sólo pudo presentar como excusa eldesconocimiento de su propio corazón y unaequivocada confianza en la fuerza de su com-promiso.

-Fui tan tonto como para creer que, dado quehabía empeñado mi palabra con otra persona,no había peligro en estar contigo, y que la con-ciencia de mi compromiso iba a resguardar missentimientos haciéndolos tan seguros y sagra-dos como mi honor. Te admiraba, pero me de-cía que era sólo amistad; y hasta que comencé acompararte con Lucy, no me di cuenta de hastadónde había llegado. Después de eso, supongoque no fue correcto quedarme tanto en Sussex,y los argumentos con los que intentaba reconci-liarme con la conveniencia de hacerlo no eranmejores que éstos: es a mí a quien pongo enpeligro; no le hago daño a nadie sino a mí mis-mo.

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Elinor sonrió, meneando la cabeza.Edward se alegró al saber que esperaban la

visita del coronel Brandon a la casa, pues nosólo deseaba conocerlo mejor, sino convencerlode que ya no resentía que le hubiera dado elbeneficio de Delaford, “pues con los poco entu-siastas agradecimientos que recibió de mi parteen esa ocasión”, dijo, “puede seguir creyendoque todavía no le perdono habérmelo ofreci-do”.

Se asombraba ahora de no haber ido todavía aconocer el lugar. Pero era tan escaso el interésque había puesto en todo el asunto, que todo loque sabía de la casa, del jardín y las tierras be-neficiales, de la extensión de la parroquia, lascondiciones de la tierra y el importe de losdiezmos, se lo debía a la misma Elinor, quehabía escuchado tantas veces al coronel Bran-don y le había prestado tanta atención que aho-ra tenía completo dominio sobre el tema.

Después de todo esto, tan sólo quedaba unacosa no aclarada entre ellos, una dificultad por

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vencer. Los unía su mutuo afecto y tenían lamás cálida aprobación de sus verdaderos ami-gos; el conocimiento íntimo que tenían el unodel otro era una base segura para su felicidad...y sólo les faltaba con qué vivir. Edward teníados mil libras y Elinor mil, y sumado a ello elbeneficio de Delaford, era todo lo que podíanconsiderar como propio; pues a la señoraDashwood le era imposible adelantarles nada,y ninguno de los dos estaba tan enamoradocomo para -pensar que trescientas cincuentalibras al año bastarían para proveerlos de todaslas comodidades de la vida.

Edward no desesperaba totalmente de uncambio favorable hacia él en su madre, y en esodescansaba para lo que faltaba a sus ingresos.Pero Elinor no tenía igual confianza; pues comoEdward seguía sin poder casarse con la señoritaMorton y, en su halagador lenguaje, la señoraFerrars se había referido a la unión con ellaúnicamente como un mal menor al de su elec-ción de Lucy Steele, temía que la ofensa de Ro-

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bert sólo serviría para enriquecer a Fanny.Cuatro días después de la llegada de Edward

apareció el coronel Brandon, con lo que se com-pletó la satisfacción de la señora Dashwood ypudo tener el honor, por primera vez desde quevivía en Barton, de tener más compañía de laque su casa podía acoger. Se permitió a Edwardretener sus privilegios de primer visitante y,así, el coronel Brandon debía ir todas las nochesa sus antiguos aposentos en la finca, desde loscuales volvía cada mañana lo suficientementetemprano para interrumpir el primer tête-à-têtede los enamorados después del desayuno.

Después de tres semanas de permanencia enDelaford, donde, al menos al atardecer, poco te-nía que hacer excepto calcular la desproporciónentre treinta y seis y dieciséis, el coronel Bran-don llegó a Barton en un estado de ánimo tandecaído que, para alegrarse, requirió toda lamejoría en la apariencia de Marianne, toda laafabilidad de su recepción y todo el estímulo delas palabras de su madre. Entre tales amigos,

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sin embargo, y con tales halagos, pronto revi-vió. Todavía no le había llegado ningún rumorsobre el matrimonio de Lucy; no sabía nada delo ocurrido y, por consiguiente, pasó las prime-ras horas de su visita escuchando y asombrán-dose. La señora Dashwood le explicó todo,dándole nuevos motivos para alegrarse por elservicio hecho al señor Ferrars, dado que a lapostre había resultado en beneficio de Elinor.

Sería innecesario decir que la buena opiniónque los caballeros tenían uno del otro mejorójunto con aumentar su mutuo conocimiento,pues no podía ser de otra manera. La semejan-za en sus principios y buen juicio, en disposi-ción y manera de pensar, probablemente habríabastado para unirlos como amigos sin necesi-dad de ninguna otra cosa que los acercara; peroel hecho de estar enamorados de dos hermanas,y dos hermanas que se querían, hizo inevitablee inmediata una estimación que en otras condi-ciones quizá debió haber esperado los efectosdel tiempo y el discernimiento.

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Las cartas provenientes de la ciudad, queunos días antes habrían estremecido cada ner-vio del cuerpo de Elinor, ahora llegaban paraser leídas con menos emoción que gusto. Laseñora Jennings escribió para contarles toda lafantástica historia, para desahogar su honestaindignación contra la veleidosa muchacha quehabía dejado plantado a su novio y derramarcompasión por el pobre Edward que, estabasegura, había adorado a aquella despreciablepícara y, según todos los informes, se encontra-ba ahora en Oxford con el corazón casi comple-tamente destrozado. “A mi parecer”, conti-nuaba, “nunca se ha hecho nada de manera tansolapada, pues no hacía ni dos días que Lucyhabía venido a visitarme y se había quedado unpar de horas conmigo. Nadie tuvo ningunasospecha de lo que ocurría, ni siquiera Nancyque, ¡pobre criatura!, llegó acá llorando al díasiguiente, terriblemente alarmada por miedo ala señora Ferrars y por no saber cómo llegar aPlymouth; pues Lucy, según parece, le pidió

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prestado todo su dinero antes de casarse, supo-nemos que para lucirse, y la pobre Nancy notenía ni siquiera siete chelines en total; así queme alegró mucho darle cinco guineas que lepermitieran llegar a Exeter, donde piensa que-darse tres o cuatro semanas en casa de la señoraBurguess con la esperanza, así le digo yo, detoparse otra vez con el reverendo. Y debo con-fesar que lo peor de todo es la mala voluntadde Lucy de no llevársela en su calesa. ¡Pobreseñor Edward! No puedo sacármelo de la cabe-za, pero deben hacer que vaya a Barton y laseñorita Marianne debe intentar consolarlo”.

El tono del señor Dashwood era más solem-ne. La señora Ferrars era la más desdichada delas mujeres, la sensibilidad de la pobre Fannyhabía soportado agonías y él estaba maravilla-do y lleno de gratitud al ver que no habían su-cumbido bajo tal golpe. La ofensa de Robert eraimperdonable, pero la de Lucy era infinitamen-te peor. Nunca más iba a mencionarse el nom-bre de ninguno de los dos ante la señora Fe-

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rrars, e incluso si en el futuro se la pudiera con-vencer de perdonar a su hijo, jamás iba a reco-nocer a su esposa como hija ni admitirla en supresencia. Trataba racionalmente el secreto conque habían manejado todo el asunto entre elloscomo una enorme agravante del crimen, pues silos demás hubieran sospechado algo podríanhaber tomado las medidas necesarias para evi-tar el matrimonio; y apelaba a Elinor para queantes se uniera a sus lamentos por el no cum-plimiento del compromiso entre Lucy y Ed-ward, que servirse de ello para seguir sem-brando la desgracia en la familia. Y continuabade la siguiente forma:

“La señora Ferrars todavía no ha mencionadoel nombre de Edward, lo que no nos sorprende;pero lo que nos asombra enormemente es nohaber recibido ni una línea de él sobre lo ocu-rrido. Quizá, sin embargo, ha guardado silenciopor temor a ofender y, por tanto, le escribiréunas líneas a Oxford insinuándole que su her-mana y yo pensamos que una carta en que

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muestre la sumisión adecuada, dirigida quizá aFanny y enseñada por ésta a su madre, no seríatomada a mal; pues todos conocemos la ternuradel corazón de la señora Ferrars y que nadadesea más que estar en buenos términos consus hijos”.

Este párrafo tenía una cierta importancia paralos planes y el proceder de Edward. Lo decidióa intentar una reconciliación, aunque no exac-tamente de la manera en que sugerían su cuña-do y su hermana.

-¡La sumisión adecuada! -repitió-; ¿pretendenque le pida perdón a mi madre por la ingrati-tud de Robert con ella y la forma en que ofendiómi honor? No puedo mostrar ninguna sumi-sión. Lo ocurrido no me ha hecho más humildeni más arrepentido. Me ha hecho muy feliz,pero eso no les interesa. No sé de ningún gestode sumisión que yo deba realizar.

-Bien puedes pedir que te perdonen -dijo Eli-nor-, porque has ofendido; y pensaría que ahorahasta podrías llegar a manifestar algún males-

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tar por haber contraído el compromiso quedespertó el enojo de tu madre.

Edward estuvo de acuerdo en que podría ha-cerlo.

-Y cuando te haya perdonado, quizá sea con-veniente alguna pequeña muestra de humildadcuando informes a tu madre de un segundocompromiso casi tan imprudente a sus ojos co-mo el primero.

Nada tuvo que objetar a esto Edward, peroaún se resistía a la idea de una carta en que semostrara adecuadamente sumiso; y así, parahacerle más fácil la empresa, dado que manifes-taba mucho mayor disposición a hacer conce-siones de palabra que por escrito, se resolvióque en vez de escribirle a Fanny, debía ir aLondres y suplicarle personalmente que inter-pusiera sus buenos oficios en su favor.

-Y si ellos sí se comprometen -dijo Marianne,en su nueva personalidad benevolente en esfor-zarse por una reconciliación, tendré que pensarque ni siquiera John y Fanny están por comple-

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to desprovistos de méritos.Después de los sólo tres o cuatro días que du-

ró la visita del coronel Brandon, los dos caballe-ros abandonaron Barton juntos. Se dirigirían deinmediato a Delaford, de manera que Edwardpudiera conocer personalmente su futuro hogary ayudar a su protector y amigo a decidir quémejoras eran necesarias; y desde ahí, tras que-darse un par de noches, iba a continuar su viajea la ciudad.

CAPITULO L

Después de la apropiada resistencia por par-te de la señora Ferrars, una resistencia bastanteenérgica y firme para salvarla del reproche enel que siempre parecía temerosa de incurrir, elde ser demasiado amable, Edward fue admiti-do en su presencia y elevado otra vez a la cate-goría de hijo.

En el último tiempo su familia había sido ex-

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tremadamente fluctuante. Durante muchosaños de su vida había tenido dos hijos; pero elcrimen y aniquilamiento de Edward unas se-manas atrás la habían privado de uno; el simi-lar aniquilamiento de Robert la había dejadodurante quince días sin ninguno; y ahora, conla resurrección de Edward, otra vez tenía uno.

Edward, sin embargo, a pesar de que nueva-mente se le permitía vivir, no sintió segura lacontinuación de su existencia hasta haber reve-lado su actual compromiso; pues temía que elhacer pública tal circunstancia daría un nuevogiro a su estado y lo llevaría a la tumba con lamisma velocidad que antes. Lo reveló entoncescon recelosa cautela y fue escuchado con ines-perada placidez. Al comienzo la señora Ferrarsintentó razonar con él para disuadirlo de casar-se con la señorita Dashwood, recurriendo atodos los argumentos a su alcance; le dijo queen la señorita Morton encontraría una mujer demás alto rango y mayor fortuna, y reforzó talafirmación observando que la señorita Morton

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era hija de un noble y dueña de treinta mil li-bras, mientras la señorita Dashwood sólo era lahija de un caballero particular, y no tenía másde tres mil; pero cuando descubrió que aunqueEdward estaba perfectamente de acuerdo conlo certero de su exposición, no tenía ningunaintención de dejarse guiar por ella, juzgó mássabio, dada la experiencia del pasado, someter-se... Y así, tras la displicente demora que le de-bía a su propia dignidad y que se le hacía nece-saria para prevenir cualquier sospecha de be-nevolencia, -promulgó su decreto de consenti-miento al matrimonio de Edward y Elinor.

A continuación fue necesario considerar quédebía hacer para mejorar sus rentas: y aquí sevio claramente que aunque Edward era ahorasu único hijo, de ninguna manera era el primo-génito; pues aunque Robert recibía infalible-mente mil libras al año, no se hizo la menorobjeción a que Edward se ordenara por dos-cientas cincuenta como máximo; tampoco seprometió nada para el presente ni para el futu-

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ro más allá de las mismas diez mil libras quehabían constituido la dote de Fanny. .

Eso, sin embargo, era lo que Edward y Elinordeseaban, y mucho más de lo que esperaban; yla señora Ferrars, con sus evasivas excusas,parecía la única persona sorprendida de no darmás.

Así, habiéndoseles asegurado un ingreso sufi-ciente para cubrir sus necesidades, después deque Edward tomó posesión del beneficio no lesquedaba nada por esperar sino que estuvieralista la casa, a la cual el coronel Brandon le es-taba haciendo importantes mejoras en su an-siedad por acomodar a Elinor; y tras esperaralgún tiempo que las completaran -tras experi-mentar, como es lo habitual, las mil desilusio-nes y retrasos de la inexplicable lentitud de lostrabajadores-, Elinor, como siempre, quebrantóla firme decisión inicial de no casarse hasta quetodo estuviera listo, y la ceremonia tuvo lugaren la iglesia de Barton a comienzos de otoño.

Pasaron el primer mes después de su matri-

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monio en la casa solariega, desde donde podíansupervisar los progresos en la rectoría y dirigirlas cosas tal como las querían en el lugar mis-mo; podían elegir el empapelado, planificardónde plantar grupos de arbustos y diseñar unrecorrido hasta la casa. Las profecías de la se-ñora Jennings, aunque algo embarulladas, secumplieron en su mayor parte: pudo visitar aEdward y a su esposa en la parroquia para eldía de san Miguel, y encontró en Elinor y suesposo, tal como lo pensaba, una de las parejasmás felices del mundo. De hecho, ni a Edwardni a Elinor les quedaban deseos por cumplir,salvo el matrimonio del coronel Brandon y Ma-rianne y pastos algo mejores para sus vacas.

Recibieron la visita de casi todos sus parien-tes y amigos en cuanto se instalaron. La señoraFerrars acudió a inspeccionar la felicidad quecasi le avergonzaba haber autorizado, y hastalos Dashwood incurrieron en el gasto de unviaje desde Sussex para hacerles los honores.

-No diré que estoy desilusionado, mi querida

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hermana -dijo John, mientras paseaban juntosuna mañana ante las rejas de la casa de Dela-ford-; eso sería exagerar, puesto que tal comoson las cosas, en verdad has resultado una delas mujeres más afortunadas del mundo. Peroconfieso que me daría gran placer poder llamarhermano al coronel Brandon. Sus bienes en estelugar, su propiedad, su casa, ¡todo tan admira-ble, tan en magníficas condiciones! ¡Y sus bos-ques! ¡En ninguna parte de Dorsetshire he vistomadera de tal calidad como la guardada ahoraen los cobertizos de Delaford! Y aunque quizáMarianne no sea exactamente la persona capazde atraerlo, pienso que sería en general aconse-jable que la invitaras muy seguido a quedarsecontigo, pues como el coronel Brandon parecepasar mucho tiempo en casa... imposible decirlo que podría ocurrir... Cuando dos personasestán mucho juntas y no ven mucho a nadiemás... Y siempre estará en tus manos hacer re-saltar su mejor lado, y todo eso; en fin, bienpuedes ofrecerle una oportunidad... tú me en-

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tiendes.Pero aunque la señora Ferrars sí vino a verlos

y siempre los trató con un fingido afecto deco-roso, nunca recibieron el insulto de su verdade-ro favor y preferencias. Eso se lo habían ganadola insensatez de Robert y la astucia de su espo-sa, y lo habían conseguido antes de que hubie-ran transcurrido muchos meses. La egoísta sa-gacidad de Lucy, que al comienzo había arras-trado a Robert a tal embrollo, fue el principalinstrumento para librarlo de él; pues apenasencontró la más pequeña oportunidad de ejerci-tarlas, su respetuosa humildad, sus asiduasatenciones e interminables zalemas reconcilia-ron a la señora Ferrars con la elección de su hijoy la reinstalaron completamente en su favor.

Todo el proceder de Lucy en este asunto y laprosperidad con que se vio coronado, puedenasí exhibirse como un muy estimulante ejemplode lo que una intensa, incesante atención a lospropios intereses, por más obstáculos que pa-rezca tener el camino hacia ellos, podrá hacer

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para lograr todas las ventajas de la fortuna, sinsacrificar otra cosa que tiempo y conciencia. Laprimera vez que Robert buscó verla y la visitóen Bartlett's Buildings, su única intención era laque su hermano le atribuyó. Sólo quería con-vencerla de desistir del compromiso; y como elúnico obstáculo que imaginaba posible era elafecto de ambos, lógicamente esperaba que unao dos entrevistas bastarían para resolver elasunto. En ese punto, sin embargo, y sólo enése, se equivocó; pues aunque Lucy muy luegolo hizo confiar en que, a la larga, su elocuenciala convencería, siempre se necesitaba otra visi-ta, otra conversación para lograr tal convenci-miento. Al separarse, siempre subsistían en lamente de ella algunas dudas, que sólo podíanaclararse con otra conversación de media horacon él. De esta manera se aseguraba una nuevavisita, y el resto siguió su curso natural. En vezde hablar de Edward, paulatinamente llegarona hablar sólo de Robert... un tema sobre el cualél siempre tenía más que decir que sobre el otro

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y en el cual ella pronto mostró un interés quecasi se equiparaba al de él; y, en pocas palabras,rápidamente fue evidente para ambos que élhabía suplantado por completo a su hermano.Estaba orgulloso de su conquista, orgulloso dejugarle una mala pasada a Edward, y muy or-gulloso de casarse en privado sin el consenti-miento de su madre. Ya se sabe lo que siguió deinmediato. Pasaron algunos meses muy felicesen Dawlish, pues ella tenía muchos parientes yviejos conocidos con quienes deseaba cortar, yél dibujó muchos planos para magníficas casasde campo. Y cuando desde allí volvieron a laciudad, obtuvieron el perdón de la señora Fe-rrars con el sencillo expediente de pedírselo,camino adoptado a instancias de -Lucy. En unprincipio, como es lógico, el perdón alcanzóúnicamente a Robert; y Lucy, que no tenía nin-guna obligación con su suegra y, por tanto, nohabía transgredido nada, permaneció unas po-cas semanas más sin ser perdonada. Pero laperseverancia en un comportamiento humilde,

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más mensajes donde asumía la culpa por laofensa de Robert y gratitud por la dureza conque era tratada, le procuraron con el tiempo unaltanero reconocimiento de su existencia que laabrumó por su condescendencia y que luego lacondujo a pasos muy rápidos al más alto estadode afecto e influencia. Lucy se hizo tan necesa-ria a la señora Ferrars como Robert o Fanny; ymientras Edward nunca fue perdonado de todocorazón por haber pretendido alguna vez ca-sarse con ella, y se referían a Elinor, aunquesuperior a Lucy en fortuna y nacimiento, comouna intrusa, ella siempre fue considerada yabiertamente reconocida como una hija favori-ta. Se instalaron en la ciudad, recibieron unmuy generoso apoyo de la señora Ferrars, esta-ban en los mejores términos imaginables conlos Dashwood y, dejando de lado los celos ymala voluntad que siguieron subsistiendo entreFanny y Lucy, en los que por supuesto sus es-posos tomaban parte, junto con los frecuentesdesacuerdos domésticos entre los mismos Ro-

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bert y Lucy, nada podría superar la armonía enque vivieron todos juntos.

Lo que Edward había hecho para ver enajena-dos sus derechos de mayorazgo podría haberextrañado a muchos, de haberlo descubierto; .ylo que Robert había hecho para ser el sucesorde ellos, los sorprendería incluso más. Fue, sinembargo, un arreglo justificado por sus conse-cuencias, si no por su causa; pues nunca huboseñal alguna en el estilo de vida de Robert ni ensus palabras que hiciera sospechar que lamen-tara la magnitud de su renta, ya sea por dejarledemasiado poco a su hermano o adjudicarledemasiado a él; y si se pudiera juzgar a Edwardpor el pronto cumplimiento de sus deberes encada cosa, por un cada vez mayor apego a suesposa y a su hogar y por la constante alegríade su espíritu, se lo podría suponer no menoscontento con su suerte que su hermano ni me-nos libre de desear ningún cambio en ella.

El matrimonio de Elinor sólo la separó de sufamilia en esa mínima medida necesaria para

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que la casita de Barton no quedara abandonadapor completo, pues su madre y hermanas pasa-ban más de la mitad del tiempo con ella. Lasfrecuentes visitas de la señora Dashwood a De-laford estaban motivadas tanto por el placercomo por la prudencia; pues su deseo de juntara Marianne y al coronel Brandon era apenasmenos acentuado, aunque algo más generoso,que el manifestado por John. Era ahora su cau-sa preferida. Por preciada que le fuera la com-pañía de su hija, nada deseaba tanto como re-nunciar a ella en bien de su estimado amigo; yver a Marianne instalada en la casa solariegaera también el deseo de Edward y Elinor. To-dos se condolían de las penas del coronel y sesentían responsables por aliviarlas; y Marianne,por consenso general, debía ser el consuelo detodas ellas.

Con tal alianza en su contra; con el íntimo co-nocimiento de la bondad del coronel; con elconvencimiento del enorme afecto que él leprofesaba, que finalmente, aunque mucho des-

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pués de haberse hecho evidente para todos losdemás, se abrió paso en ella, ¿qué podía hacer?

Marianne Dashwood había nacido destinadaa algo extraordinario. Nació para descubrir lafalsedad de sus propias opiniones y para im-pugnar con su proceder sus máximas favoritas.Nació para vencer un afecto surgido a la edadde diecisiete años, y sin ningún sentimientosuperior a un gran aprecio y una profundaamistad, ¡voluntariamente le entregó su mano aotro! Y ese otro era un hombre que había sufri-do no menos que ella con ocasión de un anti-guo afecto; a quien dos años antes había consi-derado demasiado viejo para el matrimonio, ¡yque todavía buscaba proteger su salud con unacamiseta de franela!

Pero así ocurrieron las cosas. En vez de sacri-ficada a una pasión irresistible, como algunavez se había enorgullecido en imaginarse a símisma; incluso en vez de quedarse para siem-pre junto a su madre con la soledad y el estudiocomo únicos placeres, según después lo había

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decidido al hacerse más tranquilo y sobrio sujuicio, se encontró a los diecinueve años some-tiéndose a nuevos vínculos, aceptando nuevosdeberes, instalada en un nuevo hogar, esposa,ama de una casa y señora de una aldea.

El coronel Brandon era ahora tan feliz comotodos quienes lo querían creían que merecíaserlo; en Marianne encontraba el consuelo atodas sus aflicciones pasadas; su afecto y sucompañía le reanimaban la mente y devolvie-ron la alegría a su espíritu; y que Marianne en-contraba su propia felicidad en hacer la de él,era algo indudable para cada amigo que la veíay que a todos deleitaba. Marianne nunca pudoamar a medias; y con el tiempo le llegó a entre-gar todo su corazón a su esposo, como lo habíahecho una vez con Willoughby.

Willoughby no pudo escuchar del matrimo-nio de Marianne sin sentir una punzada de do-lor; y pronto su castigo estuvo completo con elvoluntario perdón de la señora Smith, la cual,al declarar que debía agradecer su clemencia al

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matrimonio con una mujer de carácter, le diomotivos para pensar que, si hubiera procedidohonorablemente con Marianne, podría habersido al mismo tiempo feliz y rico. No debe po-nerse en duda la sinceridad del arrepentimien-to por su mal proceder, que le había acarreadosu propio castigo; ni tampoco que durante mu-cho tiempo pensó en el coronel Brandon conenvidia y en Marianne con nostalgia. Pero nohay que esperar que quedara por siempre des-consolado, que huyera de la sociedad o contra-jera un temperamento habitualmente sombrío,o que muriera con el corazón roto... porquenada de eso ocurrió. Vivió esforzándose, y amenudo divirtiéndose. ¡No siempre su esposaestaba de mal humor ni su hogar falto de co-modidades! Y en sus criaderos de perros y ca-ballos y en todo tipo de deportes encontró ungrado no despreciable de felicidad doméstica.

Por Marianne, sin embargo -a pesar de la des-cortesía de haber sobrevivido a su pérdida-,siempre mantuvo ese decidido afecto que lo

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hacía interesarse en todos sus asuntos y que lollevó a transformarla en su secreta pauta deperfección femenina; y así, muchas beldadesprometedoras terminaron desdeñadas por éldespués de algunos días, como sin punto decomparación con la señora Brandon.

La señora Dashwood tuvo la suficiente pru-dencia de quedarse en la cabaña, sin intentarun traslado a Delaford; y afortunadamente parasir John y la señora Jennings, en el momento enque se vieron privados de Marianne, Margarethabía llegado a una edad muy apropiada parabailar y que ya podía permitir se le supusieranenamorados.

Entre Barton y Delaford había esa permanen-te comunicación que surge naturalmente de ungran cariño familiar; y de los méritos y las ale-grías de Elinor y Marianne, no hay que poneren último lugar el hecho de que, aunque her-manas y viviendo casi a la vista una de la otra,pudieron hacerlo sin desacuerdos entre ellas niproducir tensiones entre sus esposos.