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Relatos

Una forma de sentir la vida

POR ROBERTO OSCAR MICHELENA

CASTELAR, 2016

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Índice

Prólogo…………………………………………………………………………. 5

La mansión de las Garmendia……………………………………....... 6

Una historia increíble en Los Juríes …………………………………11

Una víbora en Santiago del Estero ………………………………….. 17

La tierra caliente de El Colorado, Formosa.……………………….19

Santiago del Estero y las vinchucas…………………………………..23

Historias de mi primer viaje a Italia.………………………………..29

Al borde de la muerte en Corrientes ……………………………….. 52

Aventura en Los Andes de Venezuela……………………………… 59

Pérdida del maletín en Mérida.……………………........................65

Los Nevados, un pueblo mágico………………………………………. 72

Un viaje a Misiones con Ildefonso Pla……………………….………78

Un viaje fantástico a Solentiname, Nicaragua……….……………87

Historia en Los Andes del Perú………………………………………..96

Viaje a una lejana isla de las Antillas Menores..………..………. 102

Frío en Cuba………………………………………………………………… 109

Cartagena, ciudad de piratas……………..……………................. 114

Orinado en la pileta del baño en Cuba …………………………... 121

Un robo fallido en General Villegas ……………………………… 127

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Prólogo

La expresión escrita me posibilita expresar mis sentimientos y

vincularme con la gente y mis afectos.

Esta sencilla publicación nace como respuesta a mi necesidad de

relatar algunas historias de mi vida, ocurridas a lo largo de un

largo y sinuoso camino, en diferentes provincias de la Argentina

profunda y varios países de Latinoamérica y el Caribe, incluyendo

mi primer experiencia como profesional en Italia.

Aquí se incluyen historias reales, algunas alegres, nostálgicas,

otras casi trágicas y hasta risueñas, compartidas con colegas y

amigos de distintos países.

En estos relatos trato de ser la más fiel posible a lo ocurrido, sin

dejar de agregar aspectos y formas de escritura que hagan más

amena su lectura, reflejando la realidad social de los países donde

se generaron esos relatos.

En este trabajo trato de expresar lo realmente ocurrido en las

diferentes historias, de la forma más simple y directa posible,

En los textos también incluyo, aunque en forma subliminar,

determinadas circunstancias de mi vida, antes hechos reales que

dejaron su marca en mis ideas y sentimientos más profundos.

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La Mansión de las Garmendia

Corría el año 1967 y era estudiante de Agronomía en la Facultad

de Agronomía y Veterinaria de la UBA. Vivía con mis padres en un

barrio sencillo de Castelar, en la provincia de Buenos Aires. Todos

los días viajaba en el ferrocarril Sarmiento hasta la estación

Liniers y allí tomaba el colectivo 220 para llegar a la Facultad.

Todo esto fue una rutina en todos esos años.

Desde muy joven me gustaba la naturaleza y la agronomía era

un ejemplo de lo que quería. Desde unos años antes, cuando

estudiaba el secundario en el Colegio Industrial Jorge Newbery,

tomé la decisión de estudiar esa carrera, la cual iba de contramano

con mis estudios para técnico mecánico.

Siendo estudiante universitario sentía una gran atracción por la

“edafología”, una palabra complicada que significa el estudio del

suelo. En este sentido conocía de la existencia del Instituto

Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), con un enorme

campo experimental en Parque Leloir, en Castelar. Como siempre

quise trabajar en una institución tan importante, en un momento

comenté esta idea y mi madre me respondió que en nuestro barrio

vivía el ingeniero Cercos que era uno de los directores del INTA.

También me dijo que conocía muy bien a la señora del ingeniero y

que podría hablarle del tema.

En realidad yo también conocía a la familia Cercos, que vivían

muy cerca de mi casa. La señora era muy agradable pero el

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ingeniero era algo hosco para mi gusto. Lo mejor de la familia era

su hija, la cual me agradaba pero nada más, ahí quedó todo... En

este sentido mi mamá hizo los contactos y conseguí una entrevista

en la casa del ingeniero, el cual me invitó a conocer el INTA.

Un día por la mañana, Cercos me llevó al INTA. Era el Director

del Instituto de Microbiología y allí me explicó todo lo referente a

las bacterias y la obtención de antibióticos. Luego de una larga

charla, se dio cuenta que esa temática no me agradaba demasiado.

Le comenté que me gustaba el tema de suelos y por tal motivo me

llevó a la Unidad de Suelos a ver al Ingeniero Antonio Prego,

responsable de la Unidad. Siempre recuerdo cuando me presentó

al ingeniero Prego, una persona de baja estatura pero de una gran

presencia; con amabilidad me invitó a entrar, mientras Cercos se

retiraba del lugar.

La reunión con Prego fue muy cálida y me presentó al resto de

profesionales y administrativos de la Unidad, entre ellos el

ingeniero Casiano Quevedo, que luego sería mi consejero en la

Institución. Ese día fue inolvidable para mí porque marcó el inicio

de un largo camino de cuarenta y tres años en esa institución.

Regresé a mi casa con el entusiasmo lógico de un joven con

muchos sueños por realizar.

Tuve la suerte de obtener una beca para estudiante, que me

permitió comenzar a trabajar como “becario” en el INTA, durante

tres años, hasta 1970, donde una vez recibido como ingeniero

agrónomo, ingresé como profesional en tan prestigiosa institución.

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Durante mi época como estudiante, participé en un proyecto de

forestación de “médanos”, verdaderas montañas de arena, en las

provincias de Buenos Aires, La Pampa y Córdoba. El proyecto

había sido elaborado en al año 1962 por el ingeniero Prego y la

participación del ingeniero Roberto Ruggiero. De esta forma pude

viajar a las provincias para realizar plantaciones con árboles

durante el invierno y luego evaluar la brotación y crecimiento de

las plantas durante la primavera. Fueron las primeras salidas al

campo, que eran para mí una gran aventura.

En este sentido, todavía recuerdo muy bien el primer viaje a la

provincia de la Pampa, a las localidades de General Pico y Vértiz,

acompañando a Ruggiero y Prego, quienes me aconsejaron llevar

abrigo por ser invierno y botas para trabajar en las arenas frías de

las grandes acumulaciones de arena denominadas médanos.

Como toda persona joven, si bien llevé abrigo, preferí llevar

alpargatas en lugar de las botas, porque en ese momento era lo

que usaba la gente joven. Tarde me di cuenta de mi error cuando,

luego del viaje, llegamos al médano. Bajamos los “barrenos”,

elementos metálicos utilizados para hacer lo hoyos sobre el suelo

de los médanos, donde luego se plantaban las “estacas” de las

plantas, y todo el resto del equipo. La sorpresa fue que rodeando al

médano había una vegetación baja como una gramilla, llamada

“roseta”, con pequeños frutos con duras espinas con forma de

gancho. Cuando comencé a entrar en el médano, los frutos se

pegaban como “abrojos” a mis alpargatas, medias y al pantalón

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vaquero. En ese momento me acordé de los consejos de Prego de

llevar botas, pero ya era tarde... Resultaba muy difícil sacar los

“abrojos” que se prendían sobre cualquier superficie y producían

lastimaduras en los tobillos y en las manos. Ante mi desesperación

todavía tengo presentes las sonrisas de mis compañeros cuando

me veían peleando cuerpo a cuerpo con los “abrojos”, perdiendo la

batalla…

Luego de terminar con la plantación y después de un largo día

con mucho frío y viento, viajamos a la localidad de Vértiz, donde

debíamos forestar otro médano muy grande, de varios metros de

altura. Así llegamos al campo de la familia Garmendia, integrada

por tres hermanas “mayores”, que vivían en una hermosa

mansión, muy atípica para una región tan agreste, en el medio de

la pampa. Allí estuvimos trabajando toda la mañana y durante el

mediodía, almorzamos en la casa. Nos sentíamos muy incómodos

al entrar en la casa con todo el cuerpo lleno de arena. Recuerdo

que fue un lujo poder disfrutar ese almuerzo, atendidos tan

gentilmente por las hermanas Garmendia.

A mi regreso a mi casa en Buenos Aires, les comenté a mis

padres todo lo ocurrido durante la semana, en un largo y

entusiasmado relato. Cuando mencioné el campo de las

Garmendia, mi madre me preguntó si era en Vértiz, donde ella

había nacido hacía muchos años. Le respondí que sí y me contestó,

con mucha alegría, que allí en la casa de las Garmendia había

trabajado su papá, mi abuelo Marcial García…

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Ese fue un momento muy emotivo para mi mamá, y para mí una

gran sorpresa. Hablamos mucho sobre las Garmendia y su

hermosa casa. Mi madre me contó que en ese tiempo, ellas eran

las únicas mujeres que tenían un auto en el pueblo y los

muchachos se morían por ellas. Con todo esto me preparé

entusiasmado para un futuro viaje a Vértiz.

Durante la primavera siguiente regresé a Vértiz, a la casa de las

hermanas Garmendia. Durante el almuerzo de rigor, les pregunté

si Marcial García había trabajado allí. Me respondieron que sí y

que era un excelente pintor y carpintero. De esta forma me enteré

que mi abuelo había construido ruedas de madera para los sulkys y

un hermoso reloj cucú, que también había pintado. Fue una gran

emoción y orgullo hablar de mi abuelo, al que no tuve la suerte de

conocer porque falleció a los cuarenta años, mucho antes de que yo

naciera. El concepto que tenían las hermanas sobre mi abuelo,

ratificaron los comentarios que mi madre hacía sobre su padre.

Al regreso de mi viaje al campo le comenté a mi madre todas

estas gratas novedades sobre mi abuelo y su rica historia.

Disfrutamos los dos estos emotivos recuerdos sobre un ser tan

querido para ambos.

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Una historia increíble en Los Juríes

Corría el año 1972. Trabajaba en el INTA de Castelar

participando activamente, junto con otros colegas, en un Programa

de desarrollo agropecuario en el centro este de Santiago del Estero

(CESE). Por este motivo nuestros viajes a la provincia eran

frecuentes durante el año. En uno de ellos, viajamos con los

colegas Carlos Irurtia y Roberto Casas, con el tren “Estrella del

Norte” del ferrocarril Mitre, y luego de toda la noche, llegamos a la

vieja estación de Colonia Dora. Allí nos vino a buscar un colectivo

todo “destartalado” que nos llevó hasta la ciudad de Añatuya,

ubicada a 20 Km, sede de la Agencia del INTA. Este camino es de

tierra, muchas veces polvoriento pero cuando llueve, se hace

intransitable y el viaje se hacía en una camioneta “estanciera” con

cadenas, conducida por la señora “Marta”, hábil conductora por

esos caminos, capaz de volar sin tocar el barro pegajoso.

Llegamos a la Agencia y allí, con los colegas santiagueños,

programamos todas las actividades previstas durante la semana,

recorriendo distintos pueblos de la región. No debíamos olvidar

que el jueves teníamos que ir a esperar a la joven doctora Marta

Elisetch, colega nuestra del INTA de Castelar, licenciada en

Botánica y especialista en identificación de especies vegetales en el

monte santiagueño; llegaría a la mañana temprano, con el tren

Estrella del Norte a Colonia Dora, nuestro punto de encuentro.

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Luego de algunos días de trabajo en el campo, fuimos a esperar

a Marta a la estación de Colonia Dora. Recuerdo muy claramente

que bajó en el andén con su figura elegantemente vestida, con un

sombrero de “época” y finos zapatos. Esto contrastaba

notablemente, luego de varios días en el campo, con nuestra

vestimenta, con botas muy gastadas y algo sucias, al igual que

nuestra ropa.

Nuestra primera reacción fue dar la bienvenida a Marta, que

mentalmente todavía estaba en Buenos Aires y trasladarla hasta

Añatuya para programar las actividades del resto de la semana.

Era el primer viaje de Marta al campo y le explicamos algunas

incomodidades respecto al calor intenso, la presencia de insectos

de todo tipo y especialmente la falta de hoteles “decentes”. Esto

último era lo más complicado para una joven de Buenos Aires, que

nunca había estado en estos lugares, casi marginales. No había

hoteles, sólo residenciales, con habitaciones muy precarias,

muchas con pisos de tierra, y baños externos con retretes.

A la mañana temprano del día siguiente, cargamos la camioneta

“Estanciera” del año 70, con todo lo necesario para una larga

recorrida por los pueblos y caseríos de la región, tales como

Quimilí, Guardia Escolta, Tomas Young y Los Juríes, entre otros.

El trabajo consistía en recorrer los distintos lugares y que

Marta pudiera identificar las especies y guardar el material

recolectado. El primer día fue novedoso para ella que no se

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resinaba a abandonar sus cremas para la piel, el perfume y otras

necesidades normales de una mujer joven.

Al mediodía en general comíamos en el campo muy

frugalmente, algún sándwich ó alguna comida enlatada.

Aprovechábamos la sombra muy somera de algún quebracho o

algarrobo. Con el paso de los días, Marta comenzó a sentir el rigor

de la naturaleza y en especial del monte, donde existían muchas

especies espinosas, insectos y el calor era agobiante. Lentamente

su figura y su presencia se fue deteriorando y quedaba muy poco

de su primera imagen cuando llegó a Colonia Dora. Para levantar

un poco su ánimo le decíamos que no se abandone y que siga

usando sus cremas, pero el ambiente del monte era muy duro.

Pasaban los días y Marta no encontraba un lugar “decoroso”

para hacer sus necesidades, menos en el monte. Le sugerimos que

buscara un lugar detrás de un gran “cardón” y que se tomara todo

el tiempo necesario. Así lo hizo pero al cabo de unos pocos

minutos regresó con su cara “desencajada” por no haber podido

lograr su cometido; era imposible para ella en ese ambiente, con

polvo, espinas, moscas, tábanos y lagartijas.

Ante este problema, durante el almuerzo, Marta nos comentó

que iba e explotar literalmente. Le recordamos las distintas

localidades que debíamos recorrer y el estado de los residenciales y

especialmente de los baños. Al día siguiente llegaríamos al poblado

de Los Juríes y allí había una habitación con un, digamos, baño

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privado. La felicidad de Marta por esta noticia se reflejó en su

cara, sólo había que esperar un tiempo.

Por fin al otro día llegamos a Los Juríes y nos alojamos en el

único residencial del pueblo. Este era lo mejor de toda la gira,

parecía un hotel, con un comedor y habitaciones con piso de

baldosas, ¡era todo un lujo! Nos ubicamos en distintas

habitaciones y Marta pidió la que tenía baño privado. La

encargada nos comentó que ese baño estaba clausurado por el

momento, pero que había un baño compartido en el fondo con

retrete. Marta no podía haber recibido una noticia peor. Con

Carlos y Roberto esbozamos una sonrisa, lógicamente muy

inoportuna pero incontrolable.

Nos ubicamos en las habitaciones para dejar las valijas y nos

reunimos en el pequeño salón comedor, pero con pisos de

baldosas., era todo un “lujo”. Con Carlos y Roberto hicimos el

pedido rápidamente, teniendo en cuenta que el menú era siempre

el mismo. Cuando le llegó el turno a Marta, acostumbrada a

Buenos Aires, pidió una ensalada de remolacha y achicoria, con

aceite de oliva. La respuesta fue breve y clara, sólo había de

lechuga y tomate, con aceite de girasol. En ese momento la

inteligencia de Marta le indicó que estábamos en Santiago y que

debía cambiar sus exigencias.

Luego del almuerzo y antes de salir al campo a trabajar, decidí ir

al baño, que ya conocía bien desde hacía varios años atrás. Era el

“baño del fondo”, en realidad una pequeña construcción de

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ladrillos sin revocar, de un metro cuadrado de superficie, con un

retrete y una tapa vieja y sucia de madera. La puerta de madera,

presentaba en su centro, una pequeña abertura rectangular, que

contaban los lugareños, era para poder observar desde afuera, la

cara de satisfacción del que está adentro ya sentado en el retrete.

Entré al baño y como no había espacio, con mucho cuidado pude

cerrar la puerta. El olor era insoportable y con la punta de mis

botas levanté la tapa del retrete y numerosas cucarachas escaparon

rápidamente para salvar sus vidas. Con un pedazo de servilleta

que había traído del comedor limpié el borde del retrete. Como el

piso de cemento del baño estaba lleno de un líquido del cual

emanaba un olor nauseabundo, con mucho cuidado me saqué el

vaquero y lo colgué en un pequeño clavo oxidado que encontré

sobre la pared. Sin pensar demasiado, me senté en el retrete

tratando de apoyarme lo menos posible y por fin pude concretar

mis deseos fisiológicos. ¡Qué placer, a pesar de todo! Al salir pensé

que era imposible que Marta soportara ese baño.

Luego de almorzar preparamos la camioneta, una estanciera

vieja del año 1964 y junto con Marta, Carlos, Roberto y el jefe de

la Agencia del INTA, iniciamos el camino hacia el pueblo de

Guardia Escolta. Durante el viaje le pregunté a Marta sobre su

situación fisiológica y con una cara de satisfacción me comentó

que había solucionado su problema. La miramos extrañados

pensando como lo había hecho. Nos cuenta que visto lo deplorable

del baño encontró, cerca de allí, un lugar con solamente una

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ducha, que por suerte tenía puerta. Encontró un balde y en ese

sector realizó su acto fisiológico, ¡qué felicidad había

experimentado! Era algo muy difícil de describir y contar.

Aprovechó la ducha fría para lavarse y luego llevó el balde con los

excrementos y los tiró en el retrete. La historia había tenido un

final feliz.

Al final del viaje llegamos a Guardia Escolta para realizar un

estudio sobre los suelos. El estado de ánimo del grupo era muy

bueno y la cara de Marta reflejaba alegría. Había pagado su

derecho de piso en una región muy agreste y dura como Santiago.

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Una víbora en Santiago del Estero

En el año 1973 en unos de los tantos viajes a la provincia de

Santiago del Estero, trabajando en INTA, nos reunimos con el

ingeniero Tonelli y los colegas de la Agencia de Extensión de

Añatuya, para preparar las salidas al campo para toda la semana.

En este sentido, la rutina era iniciar el trabajo muy temprano a

la mañana, comer algo muy frugal debajo de un quebracho o

algarrobo, para protegernos del intenso calor de Santiago. Luego

proseguíamos el trabajo hasta la entrada de la noche, donde el

fresco hacía más llevadera nuestra estadía.

Transitando con nuestra “estanciera” un camino polvoriento,

observamos que una tremenda víbora surgía del pastizal y

atravesaba lentamente el camino en busca de refugio. Tonelli, muy

conocedor de la provincia, nos alertó que era una boa ampalagua

y que no era peligrosa. Esta víbora estaba protegida por estar en

extinción. Con esta premisa, bajamos rápidamente para verla

porque era enorme y muy hermosa. Aprovechamos para tomarle

algunas fotos y dejarla en libertad. Rápidamente se perdió entre la

maleza. Fue una gran experiencia para nosotros los porteños.

Durante otro viaje a la misma zona, tuvimos una situación

similar. Vimos que una gran víbora cruzaba el camino. Ante esta

situación y con la experiencia vivida anteriormente, grité a los

compañeros que era una ampalagua y bajamos rápidamente de la

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camioneta para fotografiarla. Corrí y con una pala traté de sujetar

su cabeza para que no se vaya. Al llegar mis compañeros, uno de

ellos observó que la víbora tenía un cascabel en la punta de su cola

y rápidamente gritó: ¡Es una víbora cascabel! Me invadió el pánico

cuando vi que el ofidio tenía una fuerza muy grande y su cabeza se

deslizaba debajo de la pala. Mi situación se agravó porque tenía

puestas unas alpargatas sin medias y no las botas

correspondientes. Con la ayuda de mis compañeros pudimos

alejarla de mí pierna con una rama larga y permitirle que se

metiera dentro del monte. Fue una gran experiencia para nosotros,

que confundimos una ampalagua con una víbora de cascabel; si

bien ambas eran de color gris y castaño, la gran diferencia era el

cascabel en la punta de la cola.

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La tierra caliente de El Colorado, Formosa

Siendo un profesional muy joven del INTA en Castelar, en 1973

viajé con los ingenieros Roberto Casas y Carlos Irurtia, colegas de

la institución y amigos, con el objetivo de participar de una

reunión de trabajo con técnicos del INTA El Colorado, en la

provincia de Formosa. El viaje lo realizamos en una camioneta

“Estanciera”, de andar un poco duro, pero segura. El camino hasta

El Colorado fue largo y cansador, pasando por distintas localidades

de las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Chaco y Formosa.

Por fin a la tarde, llegamos a la Experimental El Colorado, en el

límite con la provincia del Chaco, donde tuvimos una reunión

breve con colegas sobre las actividades a realizar en la provincia.

Luego del almuerzo, viajamos a la zona de trabajo, ubicada en el

pueblo de Comandante Fontana, a 180 kilómetros al norte de la

localidad de El Colorado.

Al llegar, nos ubicaron en una casa para visitantes del INTA en

Fontana, en un pequeño poblado próximo. La casa era amplia, con

varias habitaciones, pero con un sólo ventilador enorme de pié,

que hacía mucho ruido pero lanzaba poco viento; lógicamente era

insuficiente dado el intenso calor del lugar, tanto de día como

durante la noche. Cada uno de nosotros nos acomodamos en las

habitaciones, ordenando nuestras valijas.

Luego de acomodarnos en la casa, decidimos ir al pueblo para

comprar algo de fiambres, pan y bebidas, para cenar y luego

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descansar, porque estábamos agotados por el largo viaje. Por el

calor reinante aprovechamos para sacarnos las camisas y dejar el

cuerpo libre. De esta forma nos dirigimos a un viejo almacén de

ramos generales y nos proponíamos comprar, cuando entró un

policía que muy gentilmente, se dirigió hacia mí y me informó que

no podíamos permanecer allí con el torso desnudo, que debíamos

retirarnos; así lo hicimos, sin antes sentir un poco de fastidio.

Inmediatamente nos retiramos para volver a la casa, ponernos

las camisas y volver para realizar la compra programada. Así lo

hicimos y esa noche disfrutamos unos sabrosos sándwiches de

salame y queso, con gaseosas y alguna que otra cerveza, esto

último para dormir bien.

Al poco tiempo de acostarnos nos dimos cuenta que el único

ventilador no era suficiente para soportar el calor que resultaba

agobiante. De a uno fuimos levantando los colchones y nos fuimos

a dormir a un inmenso fondo que durante el día era un gallinero

con patos, gallinas y algún cerdo. Nos acomodamos en el suelo,

todos alrededor de un viejo y enorme algarrobo. Era muy

agradable poder dormir con una briza suave y fresca durante la

noche estrellada.

Ya a la madrugada, mientras dormíamos profundamente,

comenzó a soplar un fuerte viento y al poco tiempo empezaron a

escucharse truenos y rayos que nos despertaron bruscamente.

Inmediatamente se descargo una lluvia intensa con gotas muy frías

que dolían al golpear sobre nuestros cuerpos. La estampida fue

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instantánea y todos corrimos con los colchones hacia la única

puerta trasera de la casa. Los primeros y más rápidos lograron

pasar pero otros, que veníamos detrás, nos atascamos en la puerta

junto con los colchones, gritando porque el agua estaba muy fría.

Ante esta realidad, No nos quedó otra alternativa que dormir

todos dentro de la casa, aprovechando un poco el aire fresco que

entraba por la puerta y las ventanas. Por la mañana muy temprano

nos despertó el canto de los gallos y el trino de los pájaros del

monte, especialmente los madrugadores, zorzales y calandrias.

Luego de desayuno nos preparamos para salir al campo con el

objeto de evaluar las distintas especies vegetales del monte

santiagueño, especialmente del “vinal”. Esta última es una especie

invasora con grandes espinas, que no permite el desarrollo de

otras plantas, hasta llegar a formar un monte puro y muy denso,

impenetrable. De esta manera ordenamos nuestros bolsos,

materiales de campo y algunas botellas de agua para combatir el

intenso calor de la zona y salimos en nuestra estanciera.

Luego de cierto tiempo de viaje, llegamos a un monte casi puro

de vinal, próximo al río Monte Lindo. En esos terrenos el vinal se

extiende rápidamente por la gran cantidad de raíces y semillas que

produce, desparramadas por la hacienda con sus deyecciones. Los

suelos inundados también favorecen su avance. Estos montes de

vinal impiden la circulación de los campesinos a través de ellos,

por la falta de espacio y por las enormes y peligrosas espinas que

pueden alcanzar hasta quince centímetros de largo. Es necesario

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usar los “guarda montes”, construidos de cuero duro para proteger

a los caballos y las piernas del jinete. Ante esta realidad evaluamos

las distintas formas de control del vinal, tanto por anegamientos

prolongados de los suelos o por uso de herbicidas.

Luego de varias semanas de trabajo en tierras santiagueñas,

llegó el día del regreso. Estábamos alegres de volver a nuestros

hogares y a disfrutar de nuestras familias, pero también sentimos

la nostalgia de las horas vividas, juntos, y las experiencias

recogidas. Era un hasta pronto.

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Santiago del Estero y las vinchucas

Siendo profesional en el INTA, tuve la suerte de participar en un

Programa de desarrollo del centro este de Santiago del Estero, lo

que me permitió, con otros colegas, conocer profundamente la

provincia, durante quince años, entre 1970 y 1985.

En este sentido, con el colega y amigo Roberto Casas, siendo

aún muy jóvenes, viajamos en 1974 a la ciudad de La Banda, en

Santiago del Estero. El viaje lo realizamos en un “rastrojero”

diesel, algo viejo, muy poco práctico para los viajes largos pero

muy útil para el campo por su rusticidad y economía. Con Roberto

debíamos participar de una reunión del Programa en la sede del

INTA La Banda, con otros colegas. Para nosotros salir de Buenos

Aires era ya todo una aventura.

El viaje era muy largo, de alrededor de mil doscientos

kilómetros y lo hicimos a través de la Ruta Nacional 34, pasando

por distintas localidades de las provincias de Buenos Aires, Santa

Fe y Santiago del Estero. El viaje fue muy largo y cansador dado

que la camioneta vibraba por tener un motor diesel. Cada cierto

tiempo parábamos con el fin de descansar, comer algo y visitar el

baño. Luego de pasar por Tostado y Selva en la provincia de Santa

Fe, entramos a Santiago y se notaba el cambio, con la aparición del

monte. Ya dentro de esta provincia, el paisaje se transformó con la

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aparición del monte, con árboles de quebrachos y algarrobos, de

alto porte.

Durante el viaje, el acompañante de turno, cebaba mate y se

matizaba con conversaciones a veces serias y otras pasatistas,

aprovechando a disfrutar del paisaje, tan novedoso para nosotros

que vivíamos en Buenos Aires. En un momento escuchamos un

ruido raro, metálico, que no podíamos saber a que atribuirlo.

Nuestra experiencia mecánica y juventud nos impulsó a seguir

hasta que algo pasara. Pusimos la radio para enmascarar el ruido,

pero el momento llegó y luego de varias “tosidas”, el motor se paró,

dando tiempo para ubicar la camioneta en la banquina.

En ese momento nos preguntamos dónde estábamos y cuál era

el poblado más cerca. Luego paramos un camión y el chofer, un

flaco interminablemente alto, nos informó que estábamos a solo

cinco kilómetros del pueblo de Garza y a noventa kilómetros de la

ciudad de La Banda, nuestro destino final. El camionero

amablemente nos trasladó hasta el pueblo y nos llevó al único

“taller mecánico” del lugar. Ya eran como las ocho de la noche y

viendo que éramos del INTA, el mecánico nos ofreció toda su

experiencia y revisar la camioneta, pero en forma lapidaria nos

indicó que el arreglo recién lo haría al día siguiente por la

mañana. Luego, nos indicó el único “residencial” del pueblo,

ubicado sobre la ruta 34 y frente a la estación del ferrocarril.

Posteriormente nos dirigimos al mencionado residencial y

observamos que en el frente había un comedor y las habitaciones

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se ubicaban en el fondo. Como ya era noche tarde, decidimos cenar

algo rápido y recién después, ver las habitaciones para alojarnos.

Cenamos, no recuerdo bien que, y pasamos al fondo a las

habitaciones. Tuvimos que pasar por un gran patio con piso de

tierra, que era en realidad un gallinero. Sobre un costado de este

gran patio se encontraban las habitaciones. Nos indicaron la

nuestra y al entrar nos dimos cuenta que era un desastre, pero era

lo que había. Era una pequeña habitación, con dos camas

metálicas, como de hospital; las sábanas estaban limpias pero muy

gastadas y había que tratarlas con cariño para que no se

rompieran. Sólo había un viejo ropero, con una puerta ruidosa y

lleno de polvo, con una sola percha. Las paredes presentaban gran

cantidad de grietas y numerosas manchas rojizas de antiguos

mosquitos que fueron aplastados en algún momento. El escenario

era algo “tétrico”. Nuestro cerebro comenzó a imaginar cosas y

recordamos que en Pinto nos había comentado un médico del

pueblo, había más del setenta por ciento de los habitantes

enfermos de Chagas. Pensamos en la “vinchuca”, una chinche muy

difundida en el norte de del país, que es transmisora de la

enfermedad de Chagas, muy difundida en las tierras cálidas de

Latinoamérica y del norte de Argentina. Esta chinche se alimenta

de sangre y se refugia en las gritas de paredes y en los ranchos. Por

la noche, dicen los lugareños, al apagar la luz, salen de su

escondite para succionar la sangre de sus víctimas. Como necesita

sangre para vivir, se transforma en un huésped más de las

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viviendas y ranchos, alimentándose también de la sangre de

perros, aves y animales de corral.

En relación con este tema, todo resultaba tétrico, pero real. El

mecanismo de contagio era sencillo: la chinche infectada, al picar,

succionaba sangre y simultáneamente, defecaba incluyendo al

Trypanosoma, pequeño parásito protozoario que produce la

enfermedad. La persona picada siente la necesidad de “rascarse”,

con esto se daña la piel y el parásito aprovecha para invadir el

sistema circulatorio.

En este sentido la enfermedad es crónica, es decir, no mata

rápidamente, sino que el parásito se aloja en distintos órganos

como el corazón, riñón y pulmón, produciendo su decadencia

gradual y muerte final al cabo de los años. Los médicos dan como

un síntoma importante del contagio, la inflamación importante de

un ojo, cuando la picadura es en el cuello o en la cara.

Por este motivo, pensé que la descripción de las características

de la enfermedad de Chagas, era necesario para poder “entender”

las actitudes que tuvimos en esta ocasión. Ante esta realidad,

conversamos con Roberto y nos pusimos de acuerdo en algo

rápidamente. Había que conseguir una pastilla de gamexane para

destruir cualquier vinchuca o algo parecido que hubiera dentro de

las grietas de la habitación. Con esa idea salimos hacia la parte

delantera del residencial y allí nos indicaron una farmacia, que

estaba a dos cuadras de allí, en una esquina, sobre la misma ruta.

La farmacia lamentablemente estaba cerrada, debido a que eran

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las diez de la noche. La ventana estaba abierta de par en par,

teniendo en cuenta el gran calor del verano en Santiago. Nos

acercamos a ella y pudimos divisar una cama y el farmacéutico

acostado sobre ella. Estábamos tan motivados por el tema de la

vinchuca que nos atrevimos a golpear las manos. De la oscuridad

apareció la cara de pocos amigos de una persona, con los ojos

pegados por el sueño, que nos preguntó qué necesitábamos.

Asimismo, aclaro que esto sólo se da en Santiago, su gente es así

de amable. Le contamos que éramos de Buenos Aires, estábamos

en el residencial y que en la habitación podría haber “bichos”. En

forma socarrona nos preguntó si teníamos miedo a las vinchucas y

le respondimos rápidamente que sí, que teníamos mucho miedo.

Nos comentó que él vivía en Santiago capital y hacía poco tiempo

había comprado la farmacia y que las pocas pastillas de gamexane

que tenía, las distribuyó por toda la casa, porque realmente había

gran cantidad de chinches.

Luego nos aclaró, que luego de poner las pastillas del

insecticida, debía cerrarse el ambiente por cuarenta y ocho horas.

Esto era imposible para nuestro caso. Luego de agradecer su

amabilidad y sabios consejos, regresamos por la ruta a la

residencia. En el corto trayecto, encontramos un pequeño quisco y

decidimos tomar alguna bebida alcohólica, para hacer tiempo y

que nos venza el sueño y el cansancio. Tomamos algunas cervezas

y conversamos con el dueño durante bastante tiempo, la noche

estaba cálida y agradable. En un momento, vimos pasar a una

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persona y el quiosquero nos comenta que esa persona va a cortar la

luz, porque ya eran las doce de la noche. Pagamos la cuenta y

rápidamente cruzamos la ruta para llegar a la residencia cuanto

antes. Al llegar allí nos llevamos una gran sorpresa, el residencial y

el comedor de entrada, ¡estaban cerrados!...

Lógicamente no teníamos previsto esta circunstancia.

Comenzamos a buscar en la oscuridad y encontramos por un

costado, al fondo, un alambrado y una puerta lateral de entrada.

Pasamos a través de ella y nos encontramos con el patio de tierra

del fondo o gallinero. Caminamos “tanteando” en la oscuridad,

tratando de esquivar gallinas, patos y algunas camas con gente

que dormía afuera, buscando el fresco de la noche. Como pudimos

llegamos a la ansiada habitación; abrimos la puerta, el calor era

insoportable. Nos acostamos y nos tapamos hasta la cabeza con las

sábanas, a pesar del calor, pensando en las vinchucas. Por suerte

el cansancio nos venció y nos quedamos profundamente dormidos.

A la mañana temprano nos despertó el canto de los gallos y el

bullicio de los patos buscando comida.

Posteriormente desayunamos y luego pasamos a buscar la

camioneta por el taller. Por suerte para nosotros estaba arreglada

y emprendimos, por fin…, el recorrido a la ciudad de La Banda,

nuestro destino final. Lo demás no agrega demasiado a esta

historia, que nos marcó a través de los muchos años que seguimos

recorriendo los montes de esta cálida provincia.

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Historias de mi primer viaje a Italia

Siendo investigador del Instituto Nacional de Tecnología

Agropecuaria (INTA) de Castelar, tuve la posibilidad de realizar

mi primer viaje a Italia. En este sentido, en 1975 obtuve una beca

del Ministerio de Relaciones Exteriores (Ministero degli Affari

Esteri) de Italia, para realizar un curso de capacitación de cuatro

meses en “Manejo y conservación de suelos” en el Instituto

Agronómico de la Universidad de Bari, en dicha ciudad.

Con este objetivo viajé a fines de octubre de ese año en la línea

aérea Alitalia, rumbo a la ciudad de Roma. Llegando al aeropuerto

de Ezeiza, me di cuenta que me había olvidado el “gamulán”. Por

suerte había llegado temprano y mi amigo Pepe Goncálvez regresó

rápidamente a mi casa a buscarlo; fue toda una odisea pero el

“gamulán” llego a tiempo a mis manos. El vuelo partió de Buenos

Aires por la tarde noche e hizo escala en el aeropuerto de Dakar,

ciudad capital de Senegal, país ubicado en el extremo oeste de

África, antigua colonia francesa. Era mi primera experiencia de ese

tipo y cuando bajé en el aeropuerto me asombró la gente de

“color”, las mujeres vestidas elegantemente con túnicas de variado

colores, especialmente rojo, verde y amarillo. Al igual que los

hombres, todos eran muy “corpulentos” y de gran estatura. Allí

tuve la suerte de encontrarme con dos argentinos, Diego Corradi y

José “Pepino” Di Buho, que también asistían al mismo curso; fue

una gran alegría, ya no estaría solo.

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Luego de tres horas de espera en el aeropuerto de Dakar,

retomamos el vuelo rumbo a Italia, para arribar luego de casi

quince horas de vuelo desde Buenos Aires, a la legendaria ciudad

de Roma. Me parecía un cuento haber llegado a esta ciudad, que

estaba en mi memoria desde que era pequeño y disfrutaba de la

historia y la geografía.

Luego de un tiempo de espera en el aeropuerto en Roma nos

subimos a otro avión de cabotaje, rumbo a la ciudad de Bari,

destino final del viaje. Llegamos cerca de la medianoche y nos

alojamos en un hotel, que ocupaba una vieja casa de altos

entrepisos, una larga escalera de mármol y la ausencia de

ascensores. Nos recibió la dueña y fue la primera vez que

escuchaba frases en italiano, mejor dicho en un dialecto algo

“parecido” al italiano. La señora nos indicó que debíamos subir

hasta el tercer piso, a través de una larga escalera “acaracolada”, lo

cual hicimos con mucho esfuerzo llevando nuestras pesadas

valijas. Durante la subida Diego comenzó a gritar: “¡No puedo

subir, me mareo!”, mientras se recostaba sobre la pared interna de

la pared, evitando mirar el profundo “hueco” que formaba la

escalera. Esta actitud de Diego, inesperada para nosotros, nos

produjo, primero risa y más tarde estupor, reconociendo que sufría

de “vértigo”, enfermedad de fobia a la altura. Superado este mal

momento llegamos a la habitación, donde nos alojamos los tres.

Recuerdo que apoyé mi pesada valija sobre la cama y la dueña, con

un tono muy marcado, me indicó en una mezcla de italiano y

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dialecto: “¡La valigia a terra!”, era una de las primeras frases que

escuchaba y tardé en darme cuenta, que tenía que poner la valija

sobre el piso, no sobre la cama. Luego, muy cansados por el largo

viaje y el estrés que esto ocasionaba, nos aprestamos a dormir; era

la primera noche en Europa…

A la mañana siguiente, muy temprano nos despertamos muy

ansiosos de conocer el lugar, teniendo en cuenta que habíamos

llegado allí muy tarde la noche anterior. Ni bien me levanté decidí

“darme” una buena ducha para “despabilarme”. Mi sorpresa fue

grande cuando entré en el baño y vi que faltaban las canillas de la

ducha; inmediatamente llamé a la dueña para comunicarle la

novedad y su respuesta no se hizo esperar: “¿Usted quiere

bañarse?, bueno le traeré las canillas pero la ducha debe pagarla”.

Esta fue una respuesta inesperada para mí pero luego de mi

estadía en Italia, entendí esa realidad.

Al día siguiente, domingo, aprovechamos para conocer la

ciudad de Bari, ubicada sobre las costas del mar Adriático,

principalmente su importante puerto y la majestuosa Catedral de

San Nicolás. En esta última se encuentran desde 1087 las reliquias

del santo que fueron saqueadas en lo que es hoy Turquía. Si bien

hablábamos algo el italiano, esto no era suficiente, dado que la

mayoría de la gente hablaba el “barese”, un dialecto muy difícil de

entender. No obstante, con el tiempo y mucho esfuerzo logramos

comunicarnos con los pobladores, siempre bien dispuestos a

“entendernos”.

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El lunes, por la mañana temprano, viajamos con Diego y José

en ómnibus hasta el Instituto Agronómico Mediterráneo (IAM),

sede del curso y lugar de nuestra estadía durante largos cuatro

meses. El Instituto estaba ubicado en una zona rural de olivos y

viñedos, próximo al pequeño pueblo de Valenzano, de tan sólo

dos mil habitantes y a cinco kilómetros al sur de la ciudad de Bari.

El Instituto contaba con muy buenas instalaciones, que incluían

aulas para las clases, un salón comedor grande, un edificio con

habitaciones individuales, con baño incluido, algo poco común en

Italia, salones cubiertos para deportes y canchas de futbol.

Los responsables del curso era un grupo permanente de

profesores italianos, de mucha experiencia profesional y otros

profesores invitados según la temática del caso. Los participantes

del curso éramos alrededor de cuarenta, de los cuales cinco eran

argentinos: Lidia Giuffré, Diego Corradi, José Dibuho (Buenos

Aires), Claudio Pasián (Entre Ríos) y Eduardo Gómez (Mendoza).

Los participantes eran de países en vías de desarrollo: Senegal,

Ghana, Egipto, Etiopía y Malí (África), Yugoslavia y Grecia

(Europa), Afganistán (Asia), Argentina, Colombia, Cuba,

Honduras, Chile, México y Nicaragua y Perú (América).

Durante el primer mes se desarrolló un curso de italiano a cargo

de la profesora Catalina Garrone, de la ciudad de Bologna, cuna

del idioma más puro de la península. La idea era evitar la

traducción simultánea del italiano al inglés, francés y español, lo

cual resultaba muy oneroso para el Instituto. Este era el primer

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año de prueba, pero si bien los alumnos provenientes de países con

raíces latinas aprendieron rápidamente, los representantes de

antiguas colonias de habla inglesa (Egipto, Ghana), tuvieron

serios problemas para aprender el italiano. La excepción a la regla

fue el peruano Hugo Ayala Sínches, que si bien entendía el

idioma, le costaba “horrores” la pronunciación de palabras con

fonética de “y” en la letra “g” del italiano, como por ejemplo

“bongiorno”, que debía pronunciarse como “bonyiorno”, donde

Hugo reemplazaba la “y” por “io” y la pronunciaba como

“boniorno”. Todas las mañanas, luego del saludo de la profesora,

los argentinos nos destacábamos por la muy buena pronunciación

de la respuesta, mientras que Hugo se esforzaba para responder

correctamente, sin conseguirlo, lo que producía la risa del grupo

de alumnos, que todos los días esperábamos con no poca

picardía…

Los meses posteriores se desarrollaron con la misma rutina, con

las clases durante la semana, por las mañanas, el almuerzo al

mediodía, un pequeño descanso, para retomarlas por la tarde,

hasta la hora de la cena, que se realizaba alrededor de las siete de

la noche. Luego las actividades eran libres: estudiar, mirar

televisión, jugar en el salón (ajedrez, pin pon), o futbol, hasta la

hora del descanso.

Los sábados y domingos aprovechábamos para descansar y

conocer un poco del lugar, especialmente el pequeño pueblo de

Valenzano que estaba muy cerca del Instituto, lo que nos permitía

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ir caminando y ahorrar algunas “liras” que nos era escasas.

Valenzano me recordaban los pueblos del sur, que veía desde chico

en las películas italianas; me sentía dentro de esas películas, ¡no lo

podía creer! Una tarde tuve la oportunidad de presenciar la

marcha de un féretro acompañado por alrededor de diez mujeres,

totalmente vestidas de negro, que “lloraban” al fallecido. Esta era

una costumbre muy arraigada en el sur italiano, muy

representada en las películas de Sofía Loren, Marcelo

Mastroiani…, y en la obra maravillosa de “Cinema Paradiso”, que

representa la vida de un pueblo del sur italiano y la desaparición

de los “cines”; un film que me emocionó hasta las lágrimas, tantas

veces como lo vi. Todo esto lo “reviví en Valenzano.

Otro viaje, un poco más largo, era a la ciudad de Bari, pasando

por los pueblos de Carbonara y Ceglie, utilizando el ómnibus, para

visitar el hermoso puerto de ultramar, los museos y caminar por

calles angostas sin veredas, como senderos que separan las casas

viejas con flores en sus balcones. En el puerto disfrutaba del olor

del mar y de los pescadores artesanales de pulpos, que los

golpeaban contra las rocas para matarlos.

Desde mediados de diciembre de 1976 tuvimos vacaciones hasta

mediados de enero del año siguiente. Por ese motivo aproveché

para viajar con mi amigo peruano Hugo Ayala Sinches, y conocer

gran parte del centro y norte del país. Preparamos muy bien el

viaje teniendo en cuenta que los fondos que teníamos eran muy

escasos.

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Así seleccionamos las ciudades a visitar, teniendo muy en

cuenta la existencia de los “albergues de la juventud”, lugares de

residencia muy económicos para estudiantes, parecidos a las

“cuadras” utilizadas en el ejército para los soldados. El régimen de

estos albergues era muy estricto en cuanto a los horarios de

entrada (hasta las diez de la noche), salida (a las ocho de la

mañana) y los horarios de las comidas: a las ocho para el

desayuno, a las doce para el almuerzo y a las siete de la tarde para

la cena. Lógicamente que respetábamos mucho los horarios para

evitar tener que comer “afuera”, porque era imposible para nuestro

pobre bolsillo flaco.

El 21 de diciembre de 1975, a la medianoche, iniciamos el largo

viaje, utilizando el ferrocarril, que nos resultaba muy cómodo y

barato mediante la compra de abonos para viajar durante quince

días. Las ciudades que decidimos visitar eran: Roma, Nápoles,

Pizza, Florencia, Abetone, Génova, Torino, Milán, Verona,

Venecia… A la mañana del día siguiente llegamos a Florencia

(Firenze) y nos hospedamos en el albergue, ubicado en un

hermoso paisaje de colinas y bosques, entre los cuales se

observaban casas muy señoriales. Esta era un ciudad muy bella y

aristócrata, tal vez la más bella de todas; aquí visitamos numerosos

lugares, ávidos de cultura: Catedral del Duomo, Museo di Pitti,

Giardino di Bóboli, Arco di la Piazza Livertad, Catedral di Santa

Croce, Piazza Michelángelo, Piazza della Signoría…

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A las once de la mañana salimos en ómnibus hacia la ciudad de

Abetone, ubicada en Los Apeninos, a ochenta y cinco kilómetros al

noroeste de Florencia. Poco antes de llegar, y después de pasar por

numerosos pueblitos turísticos durante el ascenso, comencé a ver

los picos nevados de las montañas, cubiertas por frondosos

bosques de abetos, que le da el nombre a la ciudad, como también

de robles y alisos. La alternancia de árboles que perdían las hojas

en el invierno se dibujaba “entremezclada” con el color verde

intenso de los abetos.

A las dos de la tarde llegamos a Abetone, importante centro de

esquí, y nos alojamos en el albergue, que era muy confortable, todo

de madera y muy buena calefacción. Como era 24 de diciembre, no

era posible comer en el albergue y nos fuimos a una “trattoría” a

cenar pizza con gaseosas; recuerdo que pagamos tres mil liras,

toda una fortuna para nuestro presupuesto. Luego regresamos al

albergue; desde la ventana de la habitación (número 18) se podían

ver las montañas y disfrutar de una fuerte nevada. Aprovechamos

para darnos una buena ducha caliente y lavar algo de ropa. Así

pasé mi primera Nochebuena fuera de mi casa y lejos de mis seres

queridos…

Al otro día, 25 de diciembre desayunamos temprano, con pan,

manteca, mermelada y chocolate bien caliente, mientras afuera la

temperatura era de varios grados bajo cero. Luego salimos a

recorrer la pequeña ciudad, principalmente por el bosque y las

pistas de esquí; en el sistema montañoso había varios picos

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nevados a los cuales se podía llegar a través de un “funicolare”,

como el Monto Gómito y el Tre Potenze de dos mil metros sobre el

nivel del mar. Por la noche, unos amigos italianos que estaban en

el albergue nos invitaron a tomar Asti Cinzano, pannettone y

panforte (turrón blando); fue un momento muy cálido y emotivo

para nosotros.

El viernes 26, mediante la aerosilla subimos al Monte Gómito,

totalmente nevado. Pese a ser un hermoso día de sol hacía mucho

frío y la temperatura era de 5°C bajo cero. Luego del almuerzo,

viajamos en ómnibus durante algunas horas para llegar hasta la

ciudad de Pistoia, donde, por la tarde, tomamos el tren a la ciudad

de Lucca; allí nos alojamos en el albergue de la ciudad y

aprovechamos para recorrerla y visitar sus museos.

Al día siguiente, sábado 27 de diciembre, partimos en tren hasta la

ciudad de Pizza para visitar la famosa Torre construida en el año

1100 y la hermosa Catedral.

Luego del mediodía tomamos el tren con destino a Génova.

Durante el viaje de más de dos horas pudimos observar un paisaje

de relieve plano con muchos cultivos, de cereales, hortícolas,

frutales, vides y algo de olivos. Al llegar a Génova, ciudad natal del

conquistador Cristóbal Colón, nos alojamos en el albergue de la

ciudad, construido en un viejo castillo sobre una loma, en la rivera

del mar, con una hermosa vista del Mediterráneo.

Al día siguiente por la mañana, recorrimos la gran ciudad

visitando: la Piazza della Vittoria, Piazza Carignano y Piazza

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Dante, donde existen dos grandes torres como marco de entrada a

la casa donde nació y vivió Cristóbal Colón (Cristóforo Colombo).

Luego recorrimos el famoso puerto (Stazione Maríttime), sobre el

mar Tirreno, rodeado de colinas, con su extensa costanera y una

mezcla de edificios altos y modernos que conviven con la ciudad

vieja, húmeda y “sombría”, de calles muy angostas (Vía Buozzi, Vía

Adua, Vía Gramsci…).

A la mañana temprano del 29 de diciembre viajamos por tren de

Génova a la ciudad de Milán (Milano), llegando al medio día a esta

aristócrata urbe. Durante el viaje pudimos disfrutar de la famosa

Llanura Padana y del río Po, con tierras agrícolas muy fértiles;

afuera el frío era intenso con los campos cubiertos de escarcha y

mucha niebla. Llegamos a Milán, dejamos las valijas en depósito

en la estación del ferrocarril y realizamos una recorrida por la

Piazza della Scala, donde se encontraba el muy famoso teatro de

la Scala de Milán. Luego caminamos por la Gallería Víctor

Emanuelle II, que tiene forma de cruz y cuatro entradas, con su

techo totalmente de vidrio; en ellas se encuentran muchas joyerías

y casas de alta moda.

Posteriormente visitamos la Piazza del Duomo y la famosa

Catedral del mismo nombre, construida totalmente de mármol y

de estilo romántico gótico y el Museo del Duomo, con imponentes

esculturas de mármol y vitrales del siglo XV. Al final encontramos

el último trabajo de Leonardo Da Vinci, La Pietá, realizado cuatro

días antes de morir.

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Por la tarde fuimos al Castello Esforzesco, construido en el año

1400, con ladrillos rojos. Luego visitamos el estadio La Arena,

antiguo coliseo romano; en la fachada del estadio hay una placa,

recordatorio de la matanza de ocho patriotas italianos que fueron

fusilados allí por haber conspirado contra el régimen de Hitler y

Mussolini.

Más tarde retornamos a la estación del ferrocarril y a las ocho

de la noche viajamos para la ciudad de Bérgamo, al norte de

Milán, muy cerca del límite con Suiza. Llegamos bien entrada la

noche y nos dirigimos al albergue, como teníamos planeado con

Hugo, pero al llegar nos informaron que estaba cerrado por

refacciones; se nos venía la noche en serio… Inmediatamente

tomamos un ómnibus y consultamos al chofer por un lugar para

pasar la noche, que fuera “barato”; muy amablemente nos

mencionó “un lugar” y nos indicó donde bajarnos y como llegar.

Luego de caminar algunas cuadras, en una noche cerrada y con

mucho frío, llegamos al tan anhelado, digamos…, “hotel”, que en

realidad era un “aguantadero” de malandras. El aspecto del

edificio dejaba mucho que desear, de dudosa moralidad; nos

atendió el conserje, que estaba atendiendo a una persona extraña,

muy desalineada, que hablaba un idioma desconocido; Hugo me

lo describió como un fedayín, miliciano árabe que luchaba por

cuestiones económicas, no religiosas; a mi entender era un

combatiente “a sueldo” y el nerviosismo “ganó” mis piernas. El

trámite fue muy sencillo y ni siquiera nos pidió documentos, sólo

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que abonemos la tarifa de cincuenta liras cada uno, casi increíble,

teniendo en cuenta que cualquier hotel económico cobraba

alrededor de cuatro mil liras la noche. Pocos minutos después nos

dimos cuenta de esta “pichincha”, cuando caminamos por un largo

y frío pasillo, para finalmente llegar hasta la habitación; esta era

una gran sala con doce camas metálicas, separadas de a dos, por

unas simples “tarimas” de cartón, similar a los más viejos y

abandonados hospitales de nuestro país.

Ni bien llegamos a la sala, retiré la manta de mi cama para

observar las sábanas y casi sin sorpresa, vi que las mismas eran de

color “beige”, aunque en algún momento habrían sido blancas. El

ambiente que nos rodeaba era frío, muy frío…, y el olor a encierro

era muy penetrante. Con un poco de humor y para aliviar la

tensión del momento, le dije a Hugo: “Está bien, ¡por lo que

pagamos!”, y la respuesta del peruano no se hizo esperar: “¡Por

esta porquería nos cobraron demasiado, nos tendrían que pagar!”.

Antes de acostarnos decidimos ir al baño, pero estos estaban fuera

y bastante lejos de la salas. Luego nos acostamos sobre las camas,

vestidos con campera y botas, porque el frío era muy intenso.

Al poco tiempo de acostarnos comenzamos a escuchar fuertes y

desgarradores gritos de las salas vecinas, que nunca supimos de

donde venían. Debido al gran cansancio intentamos dormir, pero

sólo pudimos “dormitar” de a ratos y la noche se nos hizo muy

larga…, hasta que a la mañana muy temprano decidimos irnos de

aquél “aguantadero”, aunque afuera todavía era de noche y hacía

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mucho frío. Luego fuimos al centro de Bérgamo para tomar algo

caliente. Es una ciudad muy hermosa y pujante, con el paisaje de

Los Alpes, con mucho turismo; la parte vieja ocupa la parte baja de

las montañas, mientras que la ciudad nueva se encuentra en la

zona plana.

A media mañana tomamos el tren y regresamos a Milán, donde

visitamos el Cenáculo Vinciano, ubicado junto a la iglesia María

della Gracia, donde se encuentran dos famosos cuadros: La

Última Cena (1497) de Leonardo Da Vinci y La Crucifixión (1499)

de Donato Montorfano. Estas obras estaban ubicadas sobre las

paredes cabeceras en un gran salón de forma rectangular. La

Última Cena fue realizada con témpera y óleo sobre una

preparación de yeso, y abarca una superficie de cinco metros de

alto por ocho metros de ancho. Además se encontraban fotos de la

construcción luego del bombardeo ocurrido el 16 de agosto de

1943, durante la Segunda Guerra Mundial, donde sólo quedaron

en pié las dos obras de Da Vinci y Montorfano, todo un milagro.

A las seis de la tarde tomamos el tren que nos llevaría a Torino

(Turín), y en un par de horas, transitando por la fértil llanura

padana, arribamos a la ciudad, para luego alojarnos en el

albergue, bien entrada la noche, antes de las diez como era lo

permitido.

Al otro día, bien temprano, salimos a recorrer la ciudad,

recordando que era el 31 de diciembre y se terminaba el año.

Visitamos la Piazza San Carlo y Piazza Carignano; en esta última,

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se encuentra el Museo Egipcio, ubicado en un edificio de estilo

barroco y construido en el año 1678, por el arquitecto Guarini. Es

uno de los museos más antiguos y el segundo en importancia en

colección de antigüedades, después del museo de El Cairo. Se

encuentran aquí piezas de las dinastías III-IX (alrededor de mil a

dos mil años antes de Cristo) y numerosos sarcófagos y momias,

en excelente estado de conservación.

Por la noche temprano, fuimos a “cenar” a un restaurante, como

una excepción, para festejar el fin del año y la llegada de 1976. Allí

saboreamos un sabroso pollo con papas fritas, un buen vino y

ensalada de frutas como postre; todo un acontecimiento para

nuestros bolsillos flacos. Luego compramos algo para festejar y

regresamos al albergue, para ordenar nuestras cosas y esperar la

medianoche. Esa noche compartimos la habitación con un

japonés, que hablaba muy poco de italiano, y un estudiante

noruego, que solo hablaba “noruego”, mientras que Hugo y yo

hablábamos español e italiano. Al llegar la medianoche recibimos

el nuevo año con una botella de espumante y un pan dulce

(pannetone), comunicándonos casi por “señas”, lo que no impidió

establecer una fuerte confraternidad. Hubo un fuerte abrazo con

Hugo, peruano “serrano”, de un argentino de “las pampas”. Fue un

momento muy especial en mi vida, teniendo en cuenta que era la

primera vez que pasaba una fiesta tan especial, tan lejos de mis

seres queridos.

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Al otro día, jueves, iniciamos el nuevo año y estábamos felices

de la vida. Fuimos a visitar el Castello Medieval, construido sobre

las márgenes del río Po, rodeado de un hermoso y gran jardín. En

su interior encontramos un museo, muchas oficinas y un “lujoso”

restaurante, prohibido para nuestros bolsillos flacos.

Al mediodía partimos en tren para Verona, un viaje de

alrededor de cuatro horas, con un paisaje de relieve suave, con

tierras de cultivos de cereales hasta la localidad de Peschiera,

donde comienzan los viñedos y frutales, hasta llegar al destino

final. Realizamos un breve paseo por la ciudad recorriendo la

Piazza Centrale y el Coliseo (La Arena). No podíamos dejar de

visitar la casa de Julieta o Guilietta, un palacio medieval

reconvertido en museo, mezclando realidad con fantasía. Allí se

sitúa la casa de la protagonista de Romeo y Julieta, la famosa obre

de Shakespeare; entrando al palacio, en un patio interno,

encontramos el “balcón” de la fachada, lugar donde se desarrolló

una de sus más conocidas escenas de la historia y una enorme

estatua de Julieta en bronce. Muchos cambios sufrió la

construcción original desde el siglo XII, hasta que en 1905, la casa

de Julieta es transformada en museo.

Ese día nos alojamos en un “hotel” o algo parecido y pasamos la

noche allí. Al otro día viernes, por la mañana temprano,

continuamos la visita de la ciudad; había mucha niebla y el frío era

casi insoportable. Luego partimos en tren para la ciudad de

Venecia, a través del paisaje típico de la llanura padana, con

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cultivos de cereales y muchas plantaciones de viñedos y frutales.

Cerca del mediodía llegamos a la ciudad; allí visitamos la Plaza de

San Marcos, donde se ubicaba la Basílica del mismo nombre y el

Palazzo Ducale.

El Palazzo Ducale, ubicado en el extremo oriental de la Plaza, es

uno de los símbolos de la gloria y el poder de la ciudad. Es un

edificio de estilo gótico con predominio de mármol rosado y

blanco, residencia de los dux o magistrados supremos, y de la corte

de justicia de la República de Venecia. En este palacio, junto al

pórtico Foscari se halla la fachada del Reloj, realizado en 1615 por

el escultor Monopola.

La Basílica de San Marcos es el principal templo católico de

Venezia. Su construcción, de estilo romántico-bizantino y gótico,

se inició en el año 828, para albergar supuestas reliquias de San

Marcos el Evangelista, robadas de Alejandría. Fue quemada en el

año 975 en un motín y reconstruida en 1063 por arquitectos de

Constantinopla y finalizada en el año 1617, luego de permanentes

transformaciones.

Dentro de la Basílica, la mitad superior, incluidas la cúpula y

techos, presentaban pinturas en “mosaicos” con fondo de color

amarillo. Este fondo estaba constituido de pequeñas piedras

cúbicas, de un centímetro de lado, cubiertas de una lámina de oro

de un milímetro de espesor, protegida por una película externa

protectora de vidrio. Se estima que existen alrededor de cuatro mil

metros cuadrados cubiertos con oro. En el fondo se encuentra la

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Palla de Oro, un cuadro totalmente de oro de tres por cuatro

metros en el cual se representan en relieve, varias escenas bíblicas;

también hay alrededor de cuatro mil piedras preciosas (zafiros y

rubíes, entre otros). Dentro de la basílica encontramos el Tesoro,

donde se encuentran numerosas piezas de oro, plata y piedras

preciosas, entre ellos un cofre con forma de iglesia, totalmente de

oro y una estatua de San Marcos, de plata, de un metro de altura.

Esa misma noche, 30 de enero, viajamos en tren para la ciudad

de Bari, pasando por Bologna, para llegar a la mañana temprano a

la ciudad. A la medianoche del día siguiente partimos, siempre en

tren, para Nápoli, llegando a las seis de la mañana a la ciudad. Allí

viajamos en el tren Transvesubiano subterráneo y en media hora

llegamos a Pompei (Pompeya), una ciudad sepultada por la

erupción del volcán Vesubio el 24 de agosto del año 79 después de

Cristo, iniciando la excavación hace dos siglos. Aquí convivieron

las culturas griegas y romanas. Realizamos una recorrida de las

ruinas de la ciudad, visitando la Puerta Marina, una de las cuatro

puertas de entrada a la ciudad, el Templo de Apolo, el Foro, que

constituía el centro religioso, civil y económico, como en todas las

ciudades romanas, La Basílica, centro de la actividad económica,

similar a las actuales bolsas comerciales, construido en el año 120

antes de Cristo.

También visitamos el Cuartel de los Gladiadores, construcción

donde se entrenaban los gladiadores, el Anfiteatro, construido en

el año 80 antes de Cristo, la Villa de Pompei, y la Villa de los

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Misterios, excavada en 1910, donde se encuentran numerosas

casas de citas, con frescos “eróticos” como La Azotada y La

Bacante desnuda, incluyendo baños termales, con frescos en las

paredes y diferentes estatuas de mármol. Luego recorrimos la Vía

de los Sepulcros, con enormes mausoleos de la gente noble, a

ambos lados de la misma.

Al regreso en tren a Nápoles, nos detuvimos en la ciudad de

Herculano, similar a Pompeya, pero de mayor riqueza y con

construcciones mejor conservadas; ambas ciudades fueron

declaradas patrimonio de la humanidad en el año 1997.

Por la mañana del día siguiente, partimos del puerto central de

Nápoles en una nave, con rumbo a la isla de Capri, una de las más

hermosas del mar Tirreno, llegando cerca del mediodía a la ciudad

del mismo nombre. Durante el viaje, el mar estuvo bastante

“inquieto” y pudimos observar el volcán el Vesubio y numerosas

islas. Al llegar al puerto de Capri, pudimos disfrutar la gran isla

montañosa y la hermosa ciudad ocupando sus laderas. Subimos a

pié por los caminos angostos y de piedra de la ladera, llegando

exhaustos, pero alegres de poder estar allí. La ciudad es

aristócrata, con negocios lujosos en cuyas vidrieras es posible ver

fotos de famosos como Marcelo Mastroiani, Charles Heston,

Claudia Cardinali y Jacqueline Onassis, frecuentados en general

por turistas de todo el mundo, y por nosotros también… Presenta

calles muy angostas y empinadas. En la plaza de la ciudad

tomamos un pequeño ómnibus que nos llevó del otro lado de la

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Isla al poblado de Anacapri, donde se encontraban numerosas

mansiones de artistas famosos. Desde allí, en ómnibus, visitamos

la Marina Pícola, un lugar casi imposible de describir, por su

inmensa belleza, con un mar de color azul verdoso, muy intenso;

allí se ubicaba una pequeña playa de “arena” de ochocientos

metros de largo, la más importante de la isla, rodeada de

mansiones y restaurantes de lujo y frondosos bosques de pinos.

Por la tarde regresamos al Puerto, en la parte baja, utilizando el

“funicular”, pequeño tren que recorre parte de la isla y finaliza en

dicho puerto. Finalmente, a las cuatro de la tarde, regresamos en

barco, a Nápoles. De allí, a la medianoche, regresamos en tren a la

ciudad de Bari, llegando a las cinco de la mañana; era el 2 de

febrero de 1976. Mi largo viaje en compañía de Hugo había

finalizado, con unos cuantos kilos de menos, pero felices por la

gran aventura.

Al día siguiente, a la medianoche, viajé en tren a la ciudad de

Roma, llegando al otro día, a las siete de la mañana, a la terminal

ferroviaria de Términi. Dejé el bolso en la terminal y me fui a

cortar el pelo; como todavía tenía bastante cabello, pagué tres mil

liras. Después, con el ómnibus 67 me dirigí al Ministerio de Affari

Esteri (Ministerio de Relaciones Exteriores) de Italia. Mi objetivo

era realizar las gestiones necesarias para conseguir el pasaje de

regreso a la Argentina; por este motivo obtuve reuniones con los

responsables del programa de cooperación, los doctores San

Martano y Treggiari, quienes en respuesta a mi pedido,

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establecieron mi regreso a la Argentina; fue una gran alegría e

inmediatamente envié un telegrama a Mercedes comunicándole

mi regreso en pocos días.

Posteriormente, tomé el ómnibus para visitar la Piazza San

Pietro, donde se localizan dos grandes fuentes de agua y un

obelisco central. En esta plaza se encuentra la majestuosa Basílica

de San Pedro, que es el templo religioso más importante del

catolicismo. Su construcción comenzó en 1506 y finalizó en 1626.

El nombre de la basílica se debe al primer Papa de la historia, San

Pedro, cuyo cuerpo está enterrado en dicha basílica. La nave

principal tiene cuarenta y seis metros de altura y la cúpula alcanza

una altura de ciento treinta y seis metros. Entre las obras más

importantes se destacan la obra La Piedad de Miguel Ángel y la

estatua de San Pedro en su trono.

Al llegar a la Basílica pude subir por unas escaleras, previo pago

de quinientas liras, para llegar a un gran descanso o terraza, en la

parte media del edificio, donde se localizan varias estatuas de Los

Apóstoles. Desde aquí seguí subiendo por una escalera metálica

muy estrecha, hasta llegar hasta la cúpula central que remata en

una gran esfera de color amarillento; si bien llegué extenuado,

pude disfrutar de una vista casi mágica de la ciudad de Roma, de la

Piazza San Pietro, los jardines de la casa del Papa y el famoso río

Tévere (Tíber). Al entrar en la basílica se observa la forma de

trébol de “cuatro hojas” y su interior es imponente, con grandes

estatuas de mármol y mosaicos de seis por doce metros. Próximo

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a la entrada, sobre la derecha, se encuentra la famosa obra “La

Pietá”, de Miguel Angel, tallada en mármol y protegida por una

placa de vidrio. Más adelante, se observa un enorme altar formado

por cuatro grandes columnas “retorcidas” de bronce. En el altar

principal hay un majestuoso relieve en oro en el cual se

representan papas, santos y ángeles.

Además recorrí, previo pago de mil liras, el Complejo de la

Ciudad del Vaticano formado por los jardines y una gran galería

de ocho metros de ancho, alrededor de veinte metros de altura y

cerca de setecientos metros de longitud. Allí visité los numerosos

museos, entre ellos, la Pinocoteca, en la cual se encuentran

numerosos cuadros de pintores famosos como Botticelli, Rafaello,

Leonardo Da Vinci…

Al final de esta galería se accede a la famosa Capilla Cistina, un

lugar místico y muy difícil de describir por su extraordinaria

belleza, donde las paredes y la cúpula están totalmente ocupadas

por frescos con temas bíblicos. Su construcción, de estilo

renacentista, se inició en el año 1473 y se inauguró en 1483. Es la

capilla de la Basílica de San Pedro y allí es la sede del cónclave,

donde se eligen los nuevos papas. Esta gran sala tiene trece metros

de ancho, veinte metros de alto y cuarenta metros de largo; al

entrar a la sala, en la pared cabecera del altar se encuentra El

Juicio Final, el famoso fresco pintado por el genial Miguel Ángel,

que abarca toda la pared, siendo la obra La Resurrección otra obra

maestra de este pintor. Además en las paredes laterales y el techo

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abovedado, se encuentran frescos de grandes pintores como

Miguel Ángel, Botticelli, Perugino, Rosselli y Signorelli, entre

otros, de los siglos XIII a XVI. La Capilla Cistina es una obra

maravillosa del hombre, donde la gente disfruta de ese arte

inigualable quedándose horas en total silencio.

Al finalizar mi recorrida, aproveché para comprar regalos para

mi familia, entre ellos, un pañuelo de seda verde para Mercedes y

una imagen de La Piedad de Miguel Ángel para mi madre, que la

conservó y veneró durante muchos años hasta su muerte hace

pocos años; actualmente la imagen se encuentra a buen resguardo

en mi casa. Por la tarde recorrí parte de la inmensa y atrapante

ciudad de Roma, como El Coliseo, la Fontana de Trevi, el Foro

Romano…

El 5 de febrero, luego de haber conocido sólo una parte de la

inmensa ciudad de Roma y sus alrededores, regresé en tren a la

ciudad de Bari. La odisea había terminado y toda la experiencia

recogida, será, alguna vez, motivo de algún viejo relato…

Pero la historia no había terminado aún, debía regresar a Buenos

Aires. Con este propósito me dirigí al inmenso aeropuerto de

Roma y allí realicé el “check-in” correspondiente. Allí fue donde

me solicitaron un certificado de vacunación que yo no tenía, lo cual

me puso muy nervioso e incómodo. Ante esta circunstancia, la

operadora, en correcto idioma italiano, me indicó que debería

vacunarme en el segundo piso y que me apurara porque faltaba

poco tiempo para el despegue. Inmediatamente salí “disparado”

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buscando la sala de vacunación, llevando en mis manos el

“gamulán” y la cámara fotográfica; por suerte encontré la sala,

logré que me vacunaran (nunca supe contra qué…) y rápidamente

corría para el salón de embarque de embarque, cuando escuché mi

nombre por los parlantes del aeropuerto, donde me comunicaban

que había olvidado mi cámara fotográfica en la sala de

vacunación.

En este sentido nunca podré olvidar ese momento de confusión,

entre la idea que podía perder el vuelo, por una parte, y que debía

regresar para recuperar mi cámara, por otra. Las piernas me

temblaban y velozmente regresé sobre mis pasos y subí

nuevamente al primer piso; allí en la sala, estaba mi cámara como

esperando y diciéndome: ¿pensabas dejarme? Corriendo

rápidamente y con todo mi cuerpo transpirado, llegué a la sala de

embarque y logré abordar el tan ansiado vuelo; con una imagen

muy desaliñada busque mi asiento, ante la mirada del resto de los

pasajeros, que me reprochaban con su mirada mi tardanza y la

demora del vuelo. Me ubiqué en el asiento, con sensaciones

encontradas de vergüenza, cansancio y alegría, y en pocos minutos

el avión estaba partiendo para Buenos Aires…

Durante mi larga estadía en Italia pude disfrutar y adquirir

mucha experiencia en lo profesional pero principalmente en el

aspecto social, a través de un intercambio permanente con otras

culturas y razas tan diferentes a las mías.

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Al borde de la muerte en Corrientes

Corría la década del setenta y con el colega y amigo Carlos

Irurtia, ambos del INTA, realizamos un viaje en de trabajo, en

camioneta, a la región chaqueña, a las provincias de Santiago del

Estero y Chaco. Debíamos evaluar el proceso del desmonte del

bosque nativo en distintos aspectos, debido a que constituía un

proceso grave de degradación de las tierras. Teniendo en cuenta

que durante esos años existía un gobierno militar y una acción

guerrillera importante, debíamos llevar toda la documentación

personal y del vehículo en regla, para evitar contratiempos. Por

suerte no tuvimos ningún problema a pesar de que la zona era

considerada “peligrosa”.

Luego de varias semanas de recorrer las distintas áreas y

campos de productores donde se realizaba la deforestación,

llegamos a la ciudad de Resistencia, Chaco, como fin de la

recorrida. La idea era dormir allí para iniciar, al día siguiente, el

regreso a Buenos Aires. Por la tarde visitamos la Agencia de

Extensión del INTA de dicha ciudad para saludar a los colegas. El

ingeniero Santos, Jefe de la Agencia, nos invitó a tomar unos

mates, mientras le contamos nuestras experiencias del largo viaje

realizado; nos preguntó si conocíamos el nuevo puente sobre el río

Paraná, que unía las ciudades de Resistencia (Chaco) con

Corrientes (Corrientes); le respondí que si bien yo lo conocía,

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Carlos no. Por este motivo, Santos nos siguiere aprovechar la

oportunidad para cruzar a Corrientes para cenar y saborear un

muy buen pescado en el restaurante Yapeyú, frente a la costanera.

La idea nos pareció oportuna y decidimos seguir su consejo. Antes

de abandonar la oficina nos despedimos de Santos y le

agradecimos todo el apoyo brindado en nuestro viaje.

Posteriormente, regresamos al hotel para prepararnos para la

cena. Luego de bañarnos y vestirnos para la ocasión, a las nueve de

la noche, cruzamos hacia la ciudad de Corrientes a través del

puente; una vez en la ciudad, viajamos por la costanera hasta

encontrar el restaurante “prometido”. La noche era muy

agradable, con una suave brisa del río. Como lo habíamos pensado,

saboreamos un dorado a la parrilla y bebimos un buen vino

“merlot”. Fue una noche muy placentera y distendida, como

premio a los duros días de trabajo en el monte. A las once de la

noche, decidimos regresar al hotel porque al otro día temprano,

debíamos regresar a Buenos Aires.

Por este motivo recorrimos la costanera hasta llegar a la subida

al puente que une las dos ciudades. Allí un control policial

verificaba la documentación en forma rutinaria y debimos detener

el vehículo. Ante el pedido del personal policial, entregamos la

documentación personal y de la camioneta. Esto último había sido

una constante durante nuestro largo viaje por la región. Nos

hicieron esperar mientras verificaban la documentación entregada.

Luego de varios minutos de espera no teníamos respuesta,

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mientras veíamos que el resto de los vehículos subían al puente sin

ningún inconveniente. En un primer momento hacíamos bromas

por esta situación pero después de casi media hora, empezamos a

ponernos intranquilos. La tensión fue en aumento y alcanzó su

punto máximo, cuando un policía se acercó y nos preguntó

nuestros nombres. Nuestra respuesta no se hizo esperar: “Somos

Roberto Michelena y Carlos Irurtia, y trabajamos en el INTA”.

Pero la tensión fue en aumento y alcanzó su punto máximo,

cuando un policía nos preguntó a cada uno de nosotros, cuál es

nuestro “alias”. En esa época este término se utilizaba con mucha

frecuencia en las organizaciones guerrillera. El policía volvió a

insistir con el tema y le preguntó a Carlos: “¿Vos sos alias

Ramón?”. La respuesta de Carlos fue rápida: “Yo no tengo ningún

alias”; en ese momento nos dimos cuenta que nuestra situación

era complicada. Después de algunos minutos vimos varios policías

que llegaban al lugar, en una camioneta y nos indicaron que

debíamos subir a ella; Carlos manejaba la camioneta del INTA y lo

acompañaba un policía armado; por otro lado, a mí me hicieron

subir en la parte trasera de la camioneta policial, utilizada para el

traslado de “delincuentes”, la cual era conducida por un agente

policial y otro agente armado, como acompañante.

Seguidamente, ambas camionetas iniciaron el camino por la

costanera hacia el centro de la ciudad. Mi situación era muy

angustiante, me senté en uno de los asientos y miré con sorpresa

que las puertas traseras, estaban abiertas y se movían en forma

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pendular. El policía acompañante, me observaba continuamente,

con cara de pocos amigos. En esos momentos, mi mente trabajaba

sin cesar y pensaba que no era casualidad que las puertas traseras

estuvieran abiertas. Había leído muchas historias como estas,

donde el “delincuente” aprovecha la oportunidad para escapar y

un tiro certero acaba con la fuga del malviviente; por este motivo

decidí no moverme para seguir viviendo. La noche era muy oscura

y circulábamos por la costanera, solo se escuchaba el ruido del

motor. Estaba con mucho miedo y nunca pensé que podría estar

en una situación similar. Me tranquilizaba de a ratos pensando en

poder explicar mi situación ante alguna autoridad, antes que me

mataran. Conocía las historias de guerrilleros y delincuentes que

fueron ejecutados y tirados a un río y yo estaba en esa situación,

circulando por la costanera, en una zona muy oscura y siniestra.

Luego de alrededor de quince minutos, llegamos a un edificio

“iluminado” frente a la misma costanera, que después supe era el

Departamento de la Policía de la provincia. No sabía si estaba feliz

pero si aliviado, pensando en tener tiempo suficiente para poder

explicar quién era. Luego nos hicieron descender y entrar al

edificio, muy custodiado por varios policías armados. Allí nos

reunieron con otras personas, muchos de ellos jóvenes, detenidos

por falta de documentos, pero ésta no era la causa de nuestra

detención. Un agente nos controlaba y nos impedía hablar,

mientras un policía nos apuntaba con un arma. Éramos unos

“reos” y el trato era un maltrato. Mi pensamiento volaba buscando

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el momento de poder decir mi verdad, ante algún superior

benevolente. Pero esto, lamentablemente no ocurrió.

Habían pasado casi una hora cuando un policía no indicó que

salgamos a la calle, mientras nos seguía apuntando con un arma.

Ya en la puerta del Departamento Policial nos dió la orden de

caminar juntos por una vereda frente a la costanera y nos seguía

apuntando. Caminamos algunos metros y las piernas me

temblaban; ante la idea que nos iban a matar y luego tirarnos al

río, que estaba muy cerca, intenté el recurso heroico de darme

vuelta y preguntar ¿por qué? La respuesta del agente fue

inmediata y con un tono imperativo me grito: “¡Dese vuelta

carajo!” y me apuntó con el arma para que no quedaran dudas.

Seguimos caminado y yo arrastraba los pies con mis flamantes

botas de cuero crudo que había estrenado. Llegamos a la esquina y

el custodio nos dio la orden de doblar a la derecha. En ese

momento observé una calle larga y oscura, pero me tranquilicé al

ver una pareja haciendo “arrumacos” junto a un auto. Pensé que

por lo menos allí no nos podían matar. Seguimos caminando y al

finalizar la cuadra, doblamos nuevamente a la derecha. Allí me

volvió el alma al cuerpo cuando pude ver otra entrada al

Departamento de Policía, bien iluminado. En realidad habíamos

dado una “vuelta manzana” para llegar a la parte de

Documentación de Antecedentes.

Allí nos hicieron pasar a una oficina y nos interrogaron por

separado. El trato no fue bueno y el agente me pregunto en forma

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imperativa y con una voz de “superior”, qué estaba haciendo en la

ciudad de Corrientes. A su pregunta le respondí que había llegado

hacía unas pocas horas sólo para cenar en el restaurante “Yapeyú”.

Mi respuesta no satisfizo su curiosidad y enfáticamente repitió la

pregunta, con la misma respuesta de mi parte. Mientras tanto, en

otra oficina, Carlos era “entrevistado” de la misma manera.

Posteriormente, siempre custodiados por un agente armado, nos

llevaron a otra oficina donde nos tomaron las impresiones

digitales de todos los dedos posibles. Luego nos llevaron a un baño

para lavarnos las manos y por último, como frutilla del postre, no

tomaron una foto mientras manteníamos con la mano, un cartón

con un número de “prontuario”. En ese momento me imaginé

entre rejas y me sentí un don nadie, en una situación que nunca en

la vida, pensé que me pudiera ocurrir. Pero dentro de la situación

de angustia, pensaba que por lo menos, estaba vivo. Mientras todo

esto ocurría, varios policías entraban y salían continuamente, pero

nadie se dignaba a decirnos qué pasaba y cuál era el motivo de la

detención.

Pero como siempre luego de una fuerte tormenta sale el sol, en

un momento, un policía joven nos invitó a salir y nos acompañó

hasta la puerta del edificio, donde estaba nuestra camioneta.

Recién en ese momento me atreví, tímidamente, a preguntar qué

había pasado y la respuesta del oficial fue breve: había un pedido

de captura para un guerrillero Carlos Irurtia alias Ramón. Nunca

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hubo un pedido de disculpas y una palabra cordial, sólo la soberbia

de gente con poder que no entiende a la gente común.

En ese momento me enteré por Carlos que su hermano, militar,

le había comentado, hacia un tiempo, de la existencia de un

guerrillero uruguayo con su nombre y que tuviera cuidado.

Subimos a la camioneta, eran las tres de la madrugada, habían

pasado cuatro horas angustiosas .Regresamos al hotel para dormir

un poco porque debíamos viajar de regreso a Buenos Aires, pero

en la cama estuvimos sólo una hora, debido a que no podíamos

dormir recordando todo lo vivido. Enseguida decidimos regresar a

Buenos Aires; eran las cuatro de la madrugada y el fin de una

odisea que marcó nuestra vida y le dio todo el valor que ésta tiene.

Muchos años después, en el año 2013 pude regresar en un viaje

de placer, con mi esposa Mercedes y dos amigos entrañables, Silvia

y Omar, a la bella ciudad de Corrientes y recordar los lugares de

esta historia muy dura y que pudo ser trágica. Pienso que sería

interesante alguna vez poder escribir esta dura experiencia vivida.

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Aventura en Los Andes de Venezuela

En el año 1982, trabajando en INTA viajé a la ciudad de Mérida,

Venezuela, con el objeto de realizar estudios de postgrado para

obtener una Maestría. Como la estadía sería de más de dos años,

me acompañaron en este viaje, mi esposa Mercedes y mis tres

hijas, María Soledad, María Laura y María Paula.

En este sentido, con mucho esfuerzo conseguí alquilar un

departamento cómodo con tres habitaciones, ubicado en la

Urbanización Humboltd, en las afueras del centro de la ciudad y

a diez kilómetros de la Facultad de Ciencias Forestales, de la

Universidad de Los Andes, mi lugar de estudio.

Mérida es una bella ciudad colonial, anclada en los Andes de

Venezuela a una altura de mil ochocientos metros sobre el nivel

del mar, con abundante vegetación de selva y una temperatura de

eterna primavera, donde la temperatura se mantiene siempre

constante entre los dieciocho y los veinticinco grados centígrados;

un verdadero paraíso natural.

Durante mi estadía allí cursé la materia Planificación de

recursos naturales con el ingeniero Pedro Hidalgo, de origen

chileno y radicado en Venezuela. En ese curso de postgrado

participábamos varios profesionales jóvenes de distintos países de

América Latina. Por este motivo, realizamos un viaje al campo de

dos semanas, a la localidad de Uribante, ubicada a doscientos

kilómetros al oeste de Mérida, en plena Cordillera de Los Andes.

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Como el grupo que viajaba era numeroso, se prepararon varios

jeeps doble tracción para transportarnos y llevar todos los equipos

de campo necesarios.

Posteriormente, dieron la orden de subir a los jeeps, pero me

demoré un poco en hacerlo. Por este motivo tuve que ubicarme al

final y sobre un asiento lateral del vehículo. En ese momento no

me di cuenta de esto, pero más adelante, durante el viaje,

entendería mi gran error.

El viaje a Uribante fue largo, por un camino de montaña, con

muchas curvas y en ascenso permanente. Luego de una hora de

viaje, llegamos al pueblo de Lagunilla donde nos detuvimos a

descansar un poco e ir al baño. Al bajar del jeep me di cuenta que

estaba mareado y el motivo era la mala ubicación en la camioneta

y lo zigzagueante del camino. Pero esto recién empezaba y luego de

un breve descanso proseguimos el viaje. En esta etapa, el camino

inició una fuerte subida, penetrando en la propia cordillera; para

mí el viaje se convirtió en un martirio, con mareo y dolor de

cabeza. Pero no era solamente yo el que sufría estos problemas,

sino que tuvimos que hacer varias paradas para permitir que

algunos compañeros pudieran “devolver”, lo que no era de ellos.

Luego de varias horas de viaje y de sufrimiento llegamos al

pueblo de Uribante, sede de nuestra estadía durante dos largas

semanas. En esa región había un sistema de tres grandes represas

para generación de energía eléctrica, denominado Complejo

Uribante-Caparo, uno de los más grandes de Latinoamérica. Este

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complejo fue construido por empresas italianas que se instalaron

en la región durante varios años. A tal fin se habían construido una

Villa edilicia con viviendas y áreas de recreación para el personal,

denominada Siberia.

Todos los profesores y los alumnos del curso nos alojamos en la

Villa Siberia. Los profesores y las alumnas se ubicaron en casas

residenciales y nosotros, alumnos varones, en construcciones más

precarias, similares a las utilizadas en el ejército, con habitaciones

con capas superpuestas de a dos, con grandes baños y duchas

compartidas. Una gran experiencia para mí.

En cuanto a la rutina diaria, esta era siempre la misma. Nos

levantábamos muy temprano, para ducharnos y nos reuníamos en

el salón comedor para desayunar. Posteriormente, realizábamos la

salida al campo y recién regresábamos por la tarde o noche,

almorzando en algún sitio adecuado en el campo.

Al regreso de la jornada, seguía la rutina de bañarse, cenar y

acostarse temprano, teniendo en cuenta que al otro día las

actividades eran muchas y cansadoras, por ser una región

montañosa. Por este apuro y falta de tiempo, no armábamos las

camas, sino que sólo la arreglábamos un poco sin desarmarlas

totalmente. Teníamos varias frazadas para protegernos de las

bajas temperaturas a la noche por la altura de la región.

Un día como tantos, luego de la cena nos fuimos a nuestras

habitaciones compartidas. Antes de dormir era frecuente la

conversación entre nosotros sobre las experiencias vividas en el

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día, que lógicamente eran muchas. En un momento decidí

acostarme y subí a mi cama y me introduje en ella, tratando de no

desarmarla, como toda la semana. Como las sábanas estaban muy

frías al principio, entré sin estirar las piernas, recogiéndolas. Una

vez que conseguí calentar la cama, comencé a estirar suavemente

las piernas, pero la cama estaba muy desarmada y las frazadas se

caían por el costado.

Por este motivo me decidí a sacar todo y volverla a armar.

Grande fue mi sorpresa cuando al fondo de la cama vi un enorme

“alacrán”, de color marrón amarillento, que estaba enroscado

buscando el calor. Inmediatamente grité y todos los compañeros

saltaron de sus camas para verlo. Con mucho pánico cada uno de

ellos comenzó a desarmar sus camas, por las dudas que hubiera

alguno más en la habitación. Según los comentarios, estos

animales tienen un veneno muy fuerte que ataca rápidamente el

sistema nervioso y puede ser mortal si no se aplica el antídoto a

tiempo. La gravedad de la situación era que la Villa estaba ubicada

en plena montaña con caminos poco accesibles, y el pueblo más

cercano estaba a treinta kilómetros. Como siempre se dice “fue una

desgracia con suerte”. No me podía imaginar el momento, si

estiraba mis piernas y lo tocaba con mis pies. Fue una gran

experiencia de vida que pude compartir in situ con mis

compañeros.

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A partir de ese hecho, todos los días, cada uno de nosotros, le

dedicamos unos minutos para desarmar y armar las camas,

revisando todo con mucho cuidado.

Al fin de la semana se realizó el cierre del curso, donde cada uno

de nosotros tuvimos que presentar toda la información recabada

en el campo antes los profesores y las autoridades del Complejo

Hidroeléctrico. Luego, por la noche tuvimos el privilegio de

escuchar una orquesta de cámara italiana, invitada para este

evento.

En este sentido disfrutamos mucho de la buena música en un

ambiente muy agradable y de luces suaves, a pesar de nuestro

cansancio acumulado durante largas jornadas de trabajo. En un

momento de silencio total en el recital, donde los músicos se

preparaban para el próximo tema, escuchamos un ronquido muy

fuerte que provenía de los asientos delanteros. Buscamos con la

mirada el origen de ese sonido tremendo y lo vimos a nuestro

compañero peruano Salgado, que dormía profundamente y

roncaba como una corneta. Rápidamente lo despertaron de un

suave “codazo” y se escucharon las risas en toda la sala. Fue un

momento risueño en un ambiente muy cordial donde se compartió

y disfrutó una música maravillosa en un ambiente fantástico de los

Andes de Venezuela.

A la mañana temprano debíamos iniciar el regreso a Mérida.

Teniendo en cuenta todos los problemas que tuvimos en el viaje de

ida, pensé una estrategia para no tener que viajar en un jeep y

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menos ocupando los asientos traseros. En el acto de clausura

estuvo presente el ingeniero Carlos Grassi, colega de Mendoza,

Argentina y Director del CIDIAT, un centro de estudios de la OEA

con sede en la ciudad de Mérida. Con toda intención, durante el

desayuno y previo al regreso, me senté en su mesa y conversamos

sobre algunos recuerdos de nuestro país, considerando que Grassi

estaba viviendo en Mérida hacía doce años. En ese momento, muy

gentilmente, Grassi me propuso que lo acompañe en su auto,

ofrecimiento que acepté rápidamente sin pensarlo mucho.

Posteriormente iniciamos el regreso a Mérida, yo muy

cómodamente sentado en el asiento delantero, acompañando a

Grassi. El viaje fue mucho más placentero y hasta tuve tiempo de

admirar los espléndidos paisajes montañosos que recorrimos

durante el largo viaje.

Por la tarde, por fin llegamos a Mérida y por la noche pude

cenar con mi familia, después de dos semanas de estadía en Los

Andes. Esta fue una gran experiencia de vida y ese viaje a Uribante

sigue vivo en mi memoria, con un gran intercambio de

conocimientos, en lo profesional y en lo humano.

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Pérdida del maletín en Mérida

Trabajando en el INTA, en enero de 1982 tuve la oportunidad

de viajar a Venezuela para realizar un Maestría en Manejo de

Cuencas. Por ese motivo me instalé con mi familia en la ciudad de

Mérida, bella ciudad ubicada en la terraza del río Chama, en Los

Andes venezolanos a 1800 metros sobre el nivel del mar. Por su

ubicación su clima es ideal con una primavera permanente.

Por este motivo alquilé un amplio departamento en la

urbanización Las Américas, con una vista magnífica del Pico

Bolívar y Pico Espejo, los más altos del país, con una altura de

cinco mil metros y su cumbre cubierta por nievas eternas. Existe

un teleférico que recorre la distancia desde la ciudad hasta los

picos, en alrededor de cincuenta minutos, realizado en cuatro

etapas, siendo el más alto y largo del mundo; este viaje es realizado

permanentemente por los habitantes de la ciudad y numerosos

turistas del país y del exterior. Con los escasos ahorros que tenía

pude comprar un pequeño automóvil Volkswagen 1965,

escarabajo de color blanco, que fue muy importante para realizar

las múltiples actividades desarrolladas durante mi estadía.

Siempre llevaba conmigo un pequeño maletín rojo de cuero, de

veinticinco centímetros de ancho y cuarenta y cinco centímetros de

largo, donde guardaba todos los cuadernos con los datos de campo

y los análisis del laboratorio, una verdadera reliquia de

información, a pesar que dichos cuadernos estaban muy

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arrugados, gastados y bastante sucios de tierra por los trabajos

realizados en el campo.

Mis estudios de postgrado los realicé en la Facultad de Ciencias

Forestales de la Universidad de Los Andes (ULA) y en el Centro

Interamericano de Desarrollo de Aguas y Tierras (CIDIAT),

dependiente de la Organización de Estados Americanos (OEA).

La rutina diaria durante el periodo de mi estadía (1982-1984)

era por la mañana temprano viajar a la facultad ubicada en la zona

de Chorros de Milla, en un hermoso ambiente de montaña y

mucha vegetación tropical y bosques de pinos. Por la tarde noche

regresaba a mi casa y allí compartía mi tiempo con Mercedes y mis

hijas, María Soledad, María Laura y María Paula; luego estudiaba

hasta la medianoche. Los fines de semana aprovechaba para salir

con mi familia y visitar los distintos paisajes de Mérida y sus

alrededores, con grandes cambios en la temperatura y la

vegetación en función de la altura, pudiendo pasar de un ambiente

muy frío a tres mil metros de altura hasta la selva tropical a nivel

del mar. Las salidas a las localidades coloniales de Lagunilla,

Santo Domingo, Ejido, Bailadores y Mucujún, eran frecuentes en

mis tiempos libres.

Durante esta larga estadía, a principios de 1984, mi familia

regresó a Buenos Aires por problemas económicos, y me quedé

sólo, motivo por el cual, decidí alquilar otro departamento

conjuntamente con mi amigo y colega cordobés, el “tano” Mateo

Puiatti, que realizaba también su maestría en Mérida. A partir de

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ese momento ambos nos apoyábamos cada vez que alguno de

nosotros tenía algún “bajón” anímico. Además de estudiar tuve

que aprender a cocinar y hacer las tareas de la casa.

A partir de este momento, mi rutina era viajar temprano para la

facultad, ubicada en el otro extremo de la ciudad, regresar al

mediodía para almorzar algo “frugal”, descansar unos minutos,

para regresar a la facultad, hasta entrada la noche, donde

regresaba a mi departamento. Por suerte tenía mi pequeño

automóvil Volkswagen, que me transportaba a todos lados, con

una “nobleza” sin par.

El sábado 4 de febrero, al mediodía, regresando a mi

departamento, pasé primero por el abasto (despensa) con el fin de

comprar alimentos. Posteriormente llegué a mi departamento y

estacioné mi auto en la playa abierta de estacionamiento, ubicada

junto al edificio. Luego con las bolsas de la compra a cuestas, subí

hasta el departamento, ubicado en el primer piso. Allí realicé la

rutina diaria del almuerzo, un pequeño descanso y tomar el

maletín rojo que siempre lo colocaba sobre un sillón del comedor,

para luego regresar a la facultad con mi escarabajo.

Pero ese día la rutina se vio alterada, el maletín rojo no estaba

en su lugar… Inmediatamente le pregunté a Mateo si lo había visto

y me respondió que yo no lo traía en la mano cuando había

llegado. Si bien me intranquilicé un poco, pensé que lo había

dejado en el auto y bajé rápidamente hasta el estacionamiento

para verificarlo. Recuerdo que fue una decepción muy grande no

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encontrar el maletín en el escarabajo. Ante esta inesperada

situación, comencé a preocuparme aún más, aunque traté de

mantener la calma, recordando que durante esa mañana había

estado en la sede administrativa de la universidad y de compras en

el abasto.

Inmediatamente, salí en busca del maletín rojo, yendo primero

a la sede administrativa de la universidad. Allí vi que ya estaba

cerrada por ser sábado; a través de la puerta de vidrio divisé a un

guardia al cual le pregunté si había un maletín sobre algún

escritorio y su respuesta fue negativa y que preguntara luego del

fin de semana. Posteriormente me dirigí al abasto, donde recibí la

misma respuesta, el maletín se había “esfumado”. Siguiendo el

consejo del amigo y colega paraguayo Pedro Molas, concurrí al

diario Frontera, el más importante de la ciudad, que publicó una

nota sobre el “extravío” del maletín y el ofrecimiento de una

recompensa de quinientos dólares por su devolución. En realidad

sólo me interesaban los cuadernos, con la información

imprescindible para escribir y terminar mi tesis de graduación; su

pérdida representaba para mí prolongar mi estadía durante seis

meses más, con su consiguiente costo económico.

Con el tiempo mi intranquilidad se transformó en angustia y

tuve que pasar todo ese fin de semana pensando en el famoso

maletín. Esa misma noche llovió todo el tiempo y no pude dormir

pensando que los cuadernos, con toda la valiosa información

obtenida en el laboratorio y en el campo, sin ningún valor para

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otro que no fuera yo, estarían desparramados en algún barranco y

destruyéndose con la lluvia.

El lunes siguiente por la mañana, regresé a la facultad y le

comenté lo ocurrido al director de la Maestría, el ingeniero Edgar

Hernández y el director de tesis, el doctor Wilfredo Franco,

quienes trataron de tranquilizarme. Sin ninguna novedad

transcurrieron varios días, aumentando mis dudas sobre el posible

“robo” del maletín en lugar de la pérdida, como había pensado

inicialmente.

Fue el jueves 9 de febrero, cuando luego de bajar del

departamento, subí al auto y una persona joven, se me acercó y me

preguntó si había perdido un maletín, al cual, inmediatamente le

respondí con énfasis que lo vaya a buscar, si es que lo tiene en su

poder. El joven se aleja rápidamente y se pierde entre los

edificios… Unos minutos más tarde, regresa con el famoso maletín

rojo, ¡no podía creer que lo había recuperado! Luego del lógico

desconcierto, subí a mi departamento a buscar y entregar la

“recompensa” prometida. La odisea había terminado y esa noche

dormí profundamente, la vida continuaba…

Durante el año 1984 proseguí con mis estudios y con mucho

esfuerzo pude elaborar y presentar en el mes de abril mi trabajo

final de tesis, con lo cual obtuve mi título de Maestría en Manejo

de cuencas hidrográficas, contando con el apoyo incondicional del

ingeniero Wilfredo Franco, en carácter de director de dicha tesis.

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Posteriormente, y siguiendo los consejos de Wilfredo, realicé

una gira de una semana por la isla de Margarita, que significa

perla en latín, ubicada en el mar Caribe, frente a las costas del

norte de Venezuela, donde pude disfrutar del mar cálido y de las

playas extensas de la isla. Aquí realicé un viaje en lancha por la

laguna de La Restinga, que en realidad es una gran entrada del

mar en la isla. En la laguna encuentre un bosque de manglares,

que son especies vegetales que pueden vivir prácticamente dentro

del agua del mar, con altas concentraciones de sales. Estas plantas

tienen un sistema especial en las raíces que le permiten “respirar”

en ese ambiente. Aquí pude observar gran cantidad de ostras que

viven sujetas a las raíces aéreas del mangle, y hermosas estrellas

de mar de un color rojo intenso.

Unos días después, visité la reserva natural de Canaima,

enclavada en un paisaje de selva amazónica del sur de Venezuela,

sobre la costa del lago del mismo nombre. En esa reserva existía

un muy buen servicio de cabañas y un restaurante donde era

posible degustar comidas típicas del lugar como “hallacas”,

preparadas con una masa de maíz, rellenas con carne de res y

cerdo y envueltas en hoja de plátanos, muy similar a los tamales

del norte argentino, como también el plato típico de frijoles con

arroz y “aguacate” (palta). En esos días además aproveché para

beber buena cerveza, ron y jugos de fruta de piña, guanábana,

“lechosa” (papaya), guayaba y mango. También era posible

saborear comidas internacionales, teniendo en cuenta la cantidad

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de turistas extranjeros, especialmente de Europa y Estados

Unidos, que visitaban la región. Por la mañana, los desayunos eran

muy fuertes, en base a arepas (especie de pan criollo) rellenas con

distintos alimentos como carne picada o queso, y frijoles con

huevos fritos.

Estando en la reserva, algunos más osados, aprovecharon para

visitar el famoso Salto del Ángel, la caída de agua más grande del

mundo, de novecientos metros de altura, que se genera en los

“tepuis”, cerros de rocas areniscas, enclavados en la selva tropical.

La visita a este salto sólo era posible hacerla, acompañado por un

guía nativo, luego de varios días de marcha a través de la selva.

Estos últimos dos viajes que realicé a estos lugares paradisíacos,

fue un premio que yo mismo me atribuí, en retribución por la

intensa actividad efectuada durante más de dos años en mis

estudios en la universidad.

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Los Nevados, un pueblo mágico

Como recompensa de esta historia tan angustiante relatada

anteriormente, el viernes 10 de febrero pude realizar, un viaje al

pueblo de Los Nevados, una pequeña y aislada población anclada

en la cordillera de Los Andes, a tres mil metros de altura. El pueblo

estaba integrado por una veintena de casas de adobe y una

pequeña parroquia, con muy pocas calles, todas de tierra.

Constituía un lugar de “meditación” para las pocas personas que lo

conocían y podían llegar a este lugar.

Para llegar a Los Nevados, tuvimos que hacer muchas gestiones

y tomar contacto con el señor Almada, la persona capaz de

llevarnos a tan lejano y perdido pueblo. Esta persona vivía en Los

Nevados desde hacía muchos años y además trabajaba en el

teleférico. Los fines de semana, Almada bajaba a la ciudad de

Mérida y allí era posible contactarlo para realizar el viaje; era la

única posibilidad de hacerlo.

Como lo habíamos planeado, el viernes por la mañana, salimos

de la ciudad de Mérida, el grupo de “expedicionarios”, integrado

por Héctor, mi ayudante en el laboratorio, y su hijo Alfredo, el

“tano” Puiatti y quien relata. Por medio del teleférico subimos

hasta la tercera parada, ubicada a tres mil metros de altura; allí

nos estaba esperando el señor Almada y sus dos pequeños hijos,

con varias mulas, encargadas de transportarnos y de llevar bebidas

y alimentos. Allí nos encontramos con una pareja joven de turistas

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españoles, Rosario y Marcial que también iban a viajar con

nosotros. Posteriormente, Almada ubicó a cada uno de nosotros

en distintas mulas, de acuerdo a la docilidad de los animales y a

nuestro peso. De esta forma, Rosario subió a su mula, la cual

inmediatamente, comenzó a correr y a brincar, logrando voltearla

sobre el terreno, lo que produjo que la española “estallara” en

llanto. Esta situación inesperada, trajo mucha intranquilidad en

todos nosotros, pensando en el largo viaje que nos esperaba, de

alrededor de seis horas, para llegar hasta Los nevados, nuestro

destino final.

Luego de tranquilizar a Rosario y convencerla para que viaje,

ubicándola en una mula más dócil, partimos en caravana rumbo a

Los Nevados. Delante de la caravana caminaba Almada, junto a la

mula madrina, y detrás veníamos el grupo de expedicionarios,

cada uno con su animal asignado. Al final de la columna venían las

mulas cargadas con alimentos y bebidas, y cerrando la fila, venía

uno de los hijos de Almada, a pié, como su padre. El camino era

típico de montaña, muy angosto y pedregoso, mientras las mulas

en general seguían a la madrina, si bien alguna de ellas, en

algunos casos, no respetaban este orden establecido. En este

sentido, una de las mulas, aparentemente por “celos”, no respetaba

su lugar y pasaba a otras mulas, pateando en el vientre del animal

sobrepasado, lo que nos obligaba a levantar nuestras piernas para

evitar el fuerte y ruidoso golpe. Esta situación era muy estresante

para nosotros durante parte del trayecto, debido a que se corría el

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riesgo de que un animal, con algunos de nosotros arriba, nos

“desbarrancáramos”. Si bien esto último por suerte no ocurrió, nos

mantuvo muy tensos durante algún tiempo, hasta que Almada

envió esta mula “díscola” al final de la caravana, cargada con

alimentos.

Durante el viaje debimos cruzar altas montanas como el pico El

Toro y valles de la cordillera andina y pudimos disfrutar hermosos

paisajes, con variada vegetación y distintos colores de las

montañas que variaban entre el verdoso, amarillento y el rojizo. Si

bien todavía faltaban algunas horas de marcha, ya sentíamos el

cansancio y el efecto del sol que “quemaba” nuestra piel. Por este

motivo, periódicamente, hacíamos una parada para beber agua y

estirar las piernas, especialmente las rodillas, que se “entumecían”

por la falta de movimiento.

Luego de casi seis horas de viaje por caminos “serpenteantes”,

entre subidas y bajadas, divisamos a lo lejos, el imponente y

majestuoso pueblo de Los Nevados, no por su tamaño sino por su

posición en la cima de la montaña, rodeado por la inmensa

cordillera. Por fin llegamos al pueblo y nos alojamos en una

pequeña habitación de material, sin ventanas, Héctor, Alfredo,

Mateo y yo. A pesar de todo estábamos muy felices de haber

llegado y poder disfrutar de ese momento inolvidable. Era para

nosotros muy “atrapante” encontrarnos en un lejano pueblo,

perdido en la cordillera, con acceso sólo a través de angostos y

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sinuosos caminos de piedra y sin luz eléctrica, que se quedó en la

historia…

Durante el día aprovechamos a pasear por el pequeño pueblo,

mejor dicho “caserío”, y visitar la antigua parroquia, ubicada en

una única plaza del lugar. Luego, con el grupo recorrimos el

pequeño cementerio del pueblo y bajamos al río Media Luna,

donde los lugareños pescan truchas. Una vez al mes, subía desde

Mérida, un sacerdote que daba misa y predicaba el evangelio a los

fieles, lo que significaba un hecho trascendente para el pueblo.

Las comidas eran en una casa de una familia de lugareños, de

paredes de adobe y tejas españolas; en un pequeño ambiente

estaba la cocina, sin ventanas, con las paredes de color negro por

el humo que salía de una vieja cocina a leña. Allí disfrutamos y

compartimos comidas típicas ahumadas en base a trigo, maíz,

queso de cabra, carne de pollo y cerdo; la sopa era infaltable por

las noches, para mitigar el frío.

Luego de la cena, nos retirábamos a nuestra habitación para

compartir con Héctor, Alfredo y Mateo, las experiencias vividas

durante la jornada y contar algunos cuentos y chistes, para

“ocupar” el tiempo hasta la hora de dormir, momento en el cual,

competíamos por las frazadas que eran escasas y muy necesarias

para protegerse de las temperaturas bajo cero durante la noche.

Por suerte, éramos muy jóvenes y no necesitamos ir al “baño”,

porque éste se encontraba afuera, a varios metros de allí, y no era

nada agradable caminar para encontrar el baño con muy bajas

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temperaturas. A la mañana temprano el canto de los gallos nos

indicaba que debíamos levantarnos, y los que se atrevían, se

bañaban, utilizando una sola ducha con agua fría, en un baño más

frío aún…, era solo para valientes.

Luego de una semana que será imposible de olvidar, llegó el

domingo y nos preparamos para el regreso. El señor Almada

preparó las mulas y nos asignó una de ellas a cada uno de

nosotros. Ya teníamos bastante experiencia en viajar a lomo de

mula y el regreso no sería tan “estresante” como al principio. Antes

de salir, nos recordó que dejemos caminar naturalmente a las

mulas detrás de la mula guía y que no intentemos apurar su paso

mediante el “taconeo” o algo similar. No obstante esta

consideración, entre nosotros existía la idea de apurar el paso y

competir para ir primero en la fila. En la distribución previa de los

animales, a Mateo le tocó en suerte una mula con rasgos de

“caballo” y ni bien comenzamos el viaje, el “tano” le indicó el

camino a su animal, con un sutil “taconeo” y expresando como un

vaquero del oeste, “nos vemos en Mérida…”, logrando que el

animal saliera “disparado” por el camino; en pocos minutos Mateo

y su mula se perdieron en una curva del camino y nosotros nos

quedamos mirándonos con mucha bronca. Inmediatamente,

Almada descargó una risotada y nos tranquilizó expresando:

“Quédense tranquilos que la mula de Mateo se quedará en el

camino esperando al resto…”. Fueron sabias palabras y luego de

un tiempo pudimos ver “allá abajo” en el camino, a Mateo y su

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mula, parados, “discutiendo” entre ellos. Frente a esta escena se

escucharon nuestras voces estridentes y jocosas que inundaron el

valle y llegaron a los oídos del pobre “tano”. Luego de esta pequeña

historia, retomamos normalmente el camino para llegar a Mérida,

luego de varias horas de marcha. En ese momento celebramos la

llegada y nos abrazamos emocionados por la aventura vivida todos

los “aventureros” que regresábamos “sanos y salvo”: Héctor,

Alfredo, Mateo, Rosario y Pedro.

Esta historia llegó a su fin, con una inmensa carga de sentimientos

encontrados, experiencias inéditas e irrepetibles, que seguirán

viviendo en mis recuerdos. Espero haber transmitido, aunque sea

una mínima parte de todo lo vivido…

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Un viaje a Misiones con Ildefonso Pla

Trabajando en el Instituto de Suelos del INTA en Castelar,

gestioné la venida a la Argentina del prestigioso investigador

español y especialista en suelos, el ingeniero Ildefonso Pla Sentís.

Este “personaje” de la ciencia del suelo, reconocido a nivel

mundial, trabajaba en la Universidad de Lérida, España. Había

tenido la suerte de conocerlo en Venezuela cuando estaba

realizando mi maestría y él dirigía la Escuela de Posgrado en la

Universidad Central de Maracay.

Por este motivo, en octubre de 1991, Pla Sentís llegó a nuestro

país, en carácter de Consultor. La idea era que Pla pudiera

recorrer y asesorar a colegas argentinos del INTA y de

universidades, como así también a productores rurales, de las

regiones Pampeana y Mesopotámica.

En este sentido, se planificó una gira por las provincias de

Buenos Aires, Entre Ríos, Corrientes y Misiones, donde

viajaríamos con Pla Sentís y con el ingeniero Carlos Irurtia, colega

del INTA. En esta planificación se incluyeron los lugares a visitar,

reuniones a desarrollar y los tiempos necesarios para realizar

todas las actividades programadas; se estimó que el viaje duraría

alrededor de dos semanas.

A mediados de octubre, por la mañana temprano salimos de

Buenos Aires en una Falcon Rural blanca, muy cómoda, para

poder llevar varias valijas y equipos e instrumentos de campo.

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Nuestro primer destino era la ciudad de Pergamino, ubicada a

doscientos kilómetros al norte de Buenos Aires, sobre la Ruta

Nacional 8. Allí nos reunimos con colegas de la Estación

Experimental del INTA, para discutir el tema de los suelos

regados. La presencia de un especialista como Pla despertó

muchas expectativas, como así también, muchas discusiones;

luego de la reunión, almorzamos en el comedor de la institución.

Posteriormente, viajamos hacia la bella ciudad de Paraná, en la

provincia de Entre Ríos, ubicada sobre las barrancas del río. Allí

nos reunimos con colegas de la Estación Experimental del INTA,

durante varias horas. Luego reiniciamos el viaje para la ciudad de

Santo Tomé, en la provincia de Corrientes, ubicada a alrededor de

seiscientos kilómetros hacia el noreste de Paraná. El camino era

largo y debíamos mantener un buen ritmo para llegar a la ciudad

durante el día.

Con este objetivo, emprendimos el viaje a través de la ruta

Nacional 12, hasta la ciudad de La Paz, en el norte de la provincia

de Entre Ríos, para luego tomar la Ruta Provincial 126 hacia el

este y entrar a la provincia de Corrientes. Esta última ruta era de

tierra, pero ancha y estaba en buenas condiciones. Durante el largo

trayecto, podíamos disfrutar del paisaje, con grandes extensiones y

campos de vegetación natural y altos “pajonales”, típicos del sur de

la provincia. Era frecuente ver “pastando” gran cantidad de ganado

vacuno y ovejas, desparramados en esos campos inmensos, donde

era muy difícil divisar algún alambrado. La tarde era muy calurosa

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y húmeda y no teníamos aire acondicionado, motivo por el cual,

viajábamos con las ventanillas bajas, que lógicamente, no era

ninguna solución.

Continuamos el largo viaje, hasta la ciudad de Curuzú Cuatiá

como destino final, con la idea de poder almorzar algo, teniendo en

cuenta que existían muy pocas poblaciones en esa región,

prácticamente despoblada. En un momento dado, Pla sintió la

necesidad imperiosa de hacer detener la marcha del vehículo, para

responder a sus necesidades de orinar; bajó presuroso y se perdió

entre los altos pajonales de la banquina. Posteriormente,

retomamos la marcha y comenzamos a saborear unos buenos

mates dulces (a Pla no le gustaba los amargos).

Luego de un tiempo el largo viaje ya empezaba a cansarnos por

la monotonía del paisaje. Pla quería ver algún gaucho o paisano

típico de esas regiones, pero se sentía “frustrado” hasta el

momento. Ante esta situación, con Carlos, no teníamos respuesta.

Pero luego de un tiempo, se divisaba a lo lejos del camino, una

figura borrosa, que parecía humana. A medida que nos fuimos

acercando…, pudimos descubrir que realmente ¡era una persona!

Parecía una cosa de “mandinga”, era realmente un paisano

correntino, como Pla quería ver. Esta persona eras algo preparado

por el destino: un paisano correntino típico: sombrero de copa

chata, pañuelo al cuello, faja vasca negra, bombacha amplia

blanca, alpargatas negras y poncho al hombro, resultado de la

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“alquimia” de las culturas aborígenes (charrúas y guaraníes),

española y africana.

El paisano nos hizo señas y detuvimos el vehículo.

Inmediatamente nos preguntó: “¿Van para Curuzú?”, a lo cual le

respondí: “¡Sí, vamos para Curuzú!”, le abrí la puerta del vehículo,

y le dije: “Suba abuelo, vamos para allá”. El paisano asomó su

cabeza dentro del automóvil y observó las caras desconocidas de

las personas y muchas valijas… Su respuesta no se hizo esperar:

“Yo con ustedes, no voy, porque no los conozco…”, mientras se

alejaba del vehículo “reculando”, con cara de desconfiado. Fue un

momento de emociones intensas para el momento pasado.

Conversamos risueñamente entre nosotros y reiniciamos la

marcha, viendo como la imagen del paisano se iba alejando, tal vez

esperando algún “conocido” que lo lleve a Curuzú, como era su

deseo.

Luego de un tiempo llegamos a Curuzú Cuatía, una típica

ciudad del sur correntino. Aquí se encuentra la Plaza General

Manuel Belgrano, con el monolito que indica el lugar de

asentamiento de Belgrano cuando llegó con sus tropas y fundó

esta ciudad el 16 de noviembre de 1810. Los guaraníes ya la

conocían como Curuzú Cuatiá, pero las corrientes conquistadoras

del norte y los jesuitas que venían de la costa del Uruguay, la

llamaron Posta de la Cruz.

Allí decidimos almorzar algo típico del lugar. Encontramos un

comedor bien criollo, con piso de cemento, mesas y sillas de

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madera donde el tiempo había dejado su huella. Era el lugar que

queríamos encontrar para que Pla pudiera disfrutar, y nosotros

también; ni bien llegamos, nos recibieron con una maravillosa

música de “chamamé” de Tarragós. En ese ambiente maravilloso,

disfrutamos de un asado correntino a la parrilla, acompañado con

mandioca, y dulce de mamón con queso de cabra, de origen

guaraní; además bebimos un buen vino, pero con moderación,

porque debíamos continuar el viaje.

Luego del maravilloso momento que habíamos pasado,

continuamos el camino, hasta encontrar la Ruta Nacional 14 que

corre hacia el norte sobre el río Uruguay. El trayecto era muy

pintoresco, entre plantaciones forestales y cítricos que

perfumaban el aire, pasando por Paso de Los Libres y Yapeyú.

Esta última ciudad fue cuna del nacimiento del general José de

San Martín, “Libertador de América”, el 25 de febrero de 1778, en

una misión jesuítica situada a orillas del río Uruguay.

Posteriormente, y luego del largo viaje, arribamos, entrada la

noche, a la ciudad de Santo Tomé. En ese lugar, los jesuitas se

instalaron en 1963, pero en 1817 el pequeño poblado fue

incendiado por el general Chagas al mando de tropas portuguesas.

Recién en el año 1863 la ciudad de Santo Tomé fue refundada

oficialmente. Cansados por el largo viaje, decidimos dormir en

dicha ciudad y nos alojamos en el hermoso hotel del ACA de Santo

Tomé. En realidad no pudimos dormir en toda la noche por el

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“croar” de escuerzos que estaban en la piscina del hotel, junto a

nuestras habitaciones.

Al otro día, por la mañana temprano, partimos rumbo a la

ciudad de Posadas, Misiones, con la idea de visitar campos de

productores y analizar algunos suelos “rojos” de esa provincia.

Transitamos por la Ruta Nacional 14, hacia el norte, llegando a a

la ciudad de Valentín Virasoro, donde recorrimos varios campos

de productores, en una zona muy rica con cultivos como yerba

mate, te, tabaco y plantaciones forestales. Es diferentes reuniones

se intercambiaron experiencias muy valiosas con el Pla Sentís.

Varias horas después, emprendimos el camino hacia Posadas. El

cielo comenzó a nublarse y se observaba en el horizonte un frente

de tormenta, mientras la noche nos daba la bienvenida. En un

momento del camino, con una ruta poco señalizada, lloviendo y en

una noche oscura, transitamos por la mano contraria, con el objeto

de pasar un camión con acoplado, que circulaba lentamente,

transportando leña y postes; con este propósito, en el acoplado se

habían colocado unas rejas precarias, para aumentar su capacidad

de transporte, alcanzando varios metros de altura. En un momento

dado, iniciamos el “sorpaso” y al momento que estamos pasando

por la mitad del acoplado, sentimos un ruido muy fuerte, como

una explosión, lo que provocó un movimiento peligroso de la rural.

No entendíamos bien lo que había ocurrido y el conductor Carlos,

logró con mucha fortuna, dominar el auto y evitar el choque con el

camión.

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Inmediatamente, detuvimos la marcha y estacionamos en la

banquina de la ruta, mientras el camión hacía lo mismo unos

metros más adelante. Pudimos observar que nuestro vehículo tenía

el capot destrozado pero no podíamos inferir que había pasado.

Posteriormente fuimos en busca del conductor del camión, quien

nos dijo que se había caído una rueda con la llanta, que llevaba

sobre la enorme “pila” de leña, desde varios metros de altura. Esta

era la causa de esa gran “explosión” que habíamos escuchado. No

se encontraba la rueda; había rodado varios metros y caído a la

banquina, llena de pastos altos.

En ese momento increpamos al “camionero” sobre la

inconsciencia de llevar una cubierta sin sujetar, transitando por la

ruta. Su respuesta no se hizo esperar: “pensaba entrar en el

próximo pueblo, que está a pocos kilómetros, y emparchar la

rueda”. Aceptamos la explicación, no había mucho para hacer…

Luego del accidente “frustrado”, reiniciamos la marcha en busca

de San Carlos, el pueblo más próximo, de poco más de dos mil

habitantes, con el objeto de realizar la denuncia policial. Al llegar a

la “comisaria” del pueblo, como era sábado, no nos tomaron la

denuncia, mientras saboreaban un mate caliente, y nos

recomendaron hacerla al regreso. Como no teníamos muchas

alternativas, nos retiramos del lugar y retomamos la ruta. A pocos

kilómetros de allí, tomamos la Ruta Nacional 105, con destino a la

ciudad de Posadas, cruzando de la provincia de Corrientes hacia

Misiones. Llegamos cerca de las diez de la noche a la ciudad,

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donde nos comunicamos telefónicamente con el ingeniero

Santiago Lacorte, Director Regional del INTA Misiones. Lacorte

nos había reservado una habitación en el hotel Posadas, de “lujo”,

para Pla y en el hotel City para Carlos y yo. Como estábamos

“extenuados” por las peripecias vividas en el largo viaje, decidimos

ir a cenar con Santiago y preparar la gira de campo para los días

venideros, en la provincia de Misiones.

Al otro día, por la mañana temprano, emprendimos el viaje

hacia el sudeste, a la localidad de Cerro Azul. Poe este motivo

viajamos por la Ruta Nacional 12 hasta Candelarias, para luego

tomar la Ruta Provincial 3 primero, para luego por la Ruta

Nacional 14 pasar por Cerro Azul y finalmente llegar a la Estación

Experimental Agropecuaria del INTA en la localidad de Leandro

Alem.

Luego de una breve reunión con colegas del INTA local,

iniciamos la recorrida por distintos campos de productores

agropecuarios, con cultivos de cítricos, yerba mate, té, algodón,

maíz, soja, y plantaciones forestales de pinos y eucaliptus,

realizando reuniones periódicas de intercambio de conocimientos.

Posteriormente transitamos por la Ruta Nacional 12, rumbo

hacia el este, pasando por numerosas localidades, entre ellas, San

Ignacio, Montecarlo, El Dorado y Puerto Esperanza, para

finalmente tener la hermosa recompensa de llegar a las

maravillosas Cataratas del Iguazú, que pudimos disfrutar con Pla

y Carlos. Al día siguiente iniciamos el largo viaje de regreso a

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Buenos Aires, recordando las experiencias vividas que quedaron

grabadas en nuestra memoria y en la de Pla, con el cual, luego de

varios años de viajes de trabajo que realizamos entre Argentina y

España, seguimos alimentando una gran amistad, que perdura en

el tiempo.

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Un viaje fantástico a Solentiname, Nicaragua

En el año 1995 realicé un viaje de trabajo profesional como

Consultor a Managua, Nicaragua, a través de un Programa de

cooperación internacional de la Cancillería Argentina.

Nicaragua es un país largo y angosto, con extensas costas en el

Pacifico y en el Atlántico, de clima tropical y con abundantes

lluvias que pueden alcanzar diez mil milímetros al año. Managua,

su actual capital, se ubica a ochenta km de la costa del pacífico; allí

el calor húmedo es insoportable durante todo el año y la

temperatura supera con frecuencia los treinta y dos grados

centígrados. Es imposible vivir sin aire acondicionado.

Un fin de semana programé junto con Jorge, otro colega

argentino, un viaje de aventura al archipiélago de Solentiname, en

el inmenso Lago de Nicaragua. Este lago tiene alrededor de

doscientos kilómetros de largo y cuarenta de ancho, con una

profundidad de hasta doscientos metros; la leyenda menciona la

presencia de grandes tiburones de agua dulce. Este lago se

comunica con el océano Atlántico (Mar Caribe) a través del río San

Juan, límite con Costa Rica. Solentiname es un centro importante

de la cultura de Nicaragua; allí nació la pintura Primitivista con

colores intensos en base a pigmentos extraídos de raíces y flores de

plantas nativas de la selva. Con el objetivo del viaje, alquilamos un

jeep cuatro por cuatro, con aire acondicionado. El chofer se

llamaba Pedro y trabajaba en la Universidad. El viaje era largo y

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también riesgoso, teniendo en cuenta la existencia de grupos

aislados de guerrilleros en esa zona.

Al día siguiente salimos de Managua a las cinco de la mañana

para no sufrir tanto el calor. La ruta era de asfalto relativamente

buena hasta que llegamos a la ciudad de Granada, antigua capital

del país; es una ciudad muy bella, de tipo colonial. A partir de aquí

fuimos transitando por el borde del lago, en un camino cada vez

más deteriorado, hasta transformarse en un sendero estrecho y

rocoso, rodeado de una selva densa. Por este motivo, en este

último trayecto teníamos que ir muy despacio y con el peligro de la

aparición de gente que disfruta de lo ajeno.

Luego de cinco horas de viaje llegamos a San Miguelito, un

viejo pueblo ubicado sobre la costa del Lago, con un embarcadero

de madera, muy precario. Allí nos debía esperar una pequeña

lancha para llevarnos hasta el archipiélago, pero nadie nos estaba

esperando. Después de esperar casi una hora decidimos que Jorge

y Pedro fueran al pueblo a llamar por teléfono a la dueña del único

hotel existente en la isla Mancarrón.

Mientras tanto, me quedé a cuidar el jeep con todas las valijas,

dinero y documentos (Jorge regresaba a Argentina el lunes

temprano). En un momento estaba junto al embarcadero, mirando

el movimiento de las lanchas, cuando apareció una persona con la

cara tapada con un pañuelo. Parecía un delincuente del lejano

oeste, que venía hacia mí, vaya a saber con qué intenciones. Me

puse muy nervioso y comencé a transpirar, pero por fortuna el

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presunto delincuente pasó junto a mí y se encaminó hacia el

embarcadero. En ese momento apareció una persona del lugar,

español él, que vivía allí y trabajaba en un aserradero. Ante mi

pregunta sobre la situación, me contestó que no me preocupe

porque esa persona era el dueño de un hotel sobre el lago y sufría

de una enfermedad alérgica. Respiré aliviado del momento

angustioso que pasé. En ese momento regresaron Jorge y Pedro

con la novedad que en poco tiempo, llegaría la lancha a buscarnos.

A las once de la mañana llegó la tan esperada lancha, con

Julián, su conductor. Era una pequeña lancha con motor fuera de

borda. Ante nuestra pregunta por la demora, Julián nos comentó

que en el viaje lo había sorprendido una fuerte tormenta y tuvo

que refugiarse en una isla, para luego continuar el viaje. Esto nos

puso muy nerviosos pensando en nuestro viaje pero subimos los

equipajes y partimos rumbo a Mancarrón, la única isla habitada

del archipiélago.

El viaje fue muy placentero, disfrutando del paisaje maravilloso

del inmenso lago y sus numerosas islas con abundante vegetación.

Luego de una hora de viaje llegamos a nuestro destino, la isla

Mancarrón; allí nos estaba esperando la señora Nubia Arcia,

dueña del único hotel del archipiélago.

Además de la isla Mancarrón, estaban las islas del Venado y de

Los Monos, entre varias otras. Allí se encontraba un hermoso

hotel, con cabañas de amplios ventanales, rodeados de frondosa

vegetación. La isla estaba ocupada por algunos pequeños caseríos

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de nativos, que realizaban pinturas primitivistas y tallas de

madera, aprovechando la gran variedad de especies arbóreas y

pigmentos obtenidos de raíces y flores.

Al día siguiente, domingo, realizamos con Alfredo una

excursión al río San Juan y al famoso Castillo del mismo nombre.

Viajamos con Sirkka Lonka, prestigiosa profesora de pintura de

Finlandia, que estaba dictando un curso para los nativos, y María

Elena, profesora nicaragüense, nacida en la isla. Completaban el

viaje Julián y Pablo, responsables de la lancha.

Luego de casi una hora de viaje por el lago, llegamos al

embarcadero del pequeño pueblo de San Carlos, ubicado en el

extremo este de dicho lago y el nacimiento del río San Juan. Allí

cargamos dos tambores con combustible para el largo viaje que

debíamos realizar. Posteriormente, continuamos navegando por el

río, ancho y caudaloso, límite entre Nicaragua y Costa Rica.

En este viaje, navegamos por el río durante tres horas, sufriendo

continuos chaparrones que nos obligaron a taparnos con una gran

lona que teníamos disponible. Por último llegamos al Castillo de

San Juan, antigua defensa española, construido para controlar a

las embarcaciones inglesas que llegaban desde Jamaica,

remontaban el río y saqueaban a la ciudad de Granada, antigua

capital, ubicada en el extremo oeste del lago de Nicaragua. De

esta forma el corsario galés, Henry Morgan, desde la isla de

Jamaica asediaba las posesiones españolas del mar Caribe y tomó

el control del Castillo en varias ocasiones.

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Al mediodía pudimos almorzar en casas de lugareños, muy

humildes pero muy cálidos. Disfrutamos sabrosos platos con

pescado y camarones del río. Luego dispusimos de un par de horas

para recorrer el caserío y la costa. La idea de Julián era estar a las

dos de la tarde en la lancha para el regreso. Si bien muchos de

nosotros regresamos a ese horario, otros no lo hicieron y nos

demoramos casi dos horas en partir. Esto produjo el enojo y los

gritos de Julián, que pretendía llegar de día a la isla Mancarrón.

El viaje de regreso por el río San Juan fue normal y placentero,

pero Julián estaba nervioso e intranquilo por la demora en la

partida. Luego de varias horas de navegación, llegamos a San

Carlos y allí cargamos combustible lo más rápido posible porque

se venía la noche; inmediatamente iniciamos la navegación del

lago. Al principio no hubo problemas porque el “camino” estaba

indicado por boyas iluminadas, pero luego, sólo se veía agua y la

oscuridad de la noche era marcada. Al poco tiempo comenzó a

soplar viento y una fuerte tormenta nos obligó a taparnos con la

única lona disponible. En ese momento nos enteramos que no

había salvavidas, ni bengalas ni radio, ni una miserable linterna.

En un primer momento las bromas entre nosotros eran frecuentes,

referidas a la temperatura del agua que era muy agradable en

superficie, pero muy fría en el fondo. Jorge tenía una pequeña

“linternita” que parecía de juguete pero que nos servía para

identificar desde la proa, troncos y objetos flotantes que eran

peligrosos. La noche era cerrada y era imposible ver a más de un

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metro de distancia. La situación comenzó a ser cada vez más

crítica, las bromas desaparecieron y nadie hablaba. Todo era

silencio, mientras la noche y la tormenta se daban la mano…

En ese momento, el rumbo de la navegación se había perdido

debido a que no había visibilidad por la tormenta que se hacía muy

intensa. El momento más tenso para nosotros, los novatos, fue

cuando María Elena discutió con Julián sobre el rumbo tomado,

que no parecía el correcto. La decisión fue detener el motor y

decidir lo que hacer. El intenso movimiento pendular de la lancha

y lo oscuro de la noche, nos daba una sensación de desamparo. No

había forma de orientarse y cualquier error en la dirección nos

llevaría lago adentro, con todos los peligros que esto significaba.

En un momento, la voz de María Elena sonó como un trueno,

indicando con la mano la posible “dirección correcta”; esto parecía

sólo una idea divina. Luego se encendió el motor y la lancha

comenzó a navegar velozmente con destino incierto. Al poco

tiempo, vivimos la experiencia más dramática de esta aventura,

cuando vimos, a pocos metros, una gran luz de un reflector de un

barco pesquero que estaba parado o en movimiento; nunca lo

supimos. Solo vimos que pasamos muy cerca de él, casi pegados, a

gran velocidad. Esto pudo ser una catástrofe si pensamos en un

choque contra semejante barco. Podríamos haber chocado y

estaríamos en el fondo del lago a doscientos metros de

profundidad; el terror nos paralizó a todos por un momento.

Continuamos el viaje con mucho miedo, sin rumbo cierto, la lluvia

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y el viento continuaban, nadie hablaba. En ese instante pensé que

me había llegado el momento final y me pregunté: ¿Quién me

mandó estar aquí?, mi pregunta no tuvo respuesta…

Pero la suerte o un ángel de la guarda nos iluminó y la

tormenta finalizó y al poco tiempo, en la noche oscura, empezamos

a ver el cielo estrellado. Al fondo, a varios kilómetros de distancia,

se podían divisar el perfil de las islas dibujadas en un fondo más

claro del cielo. Se veía una pequeña y lejana luz en el horizonte, era

la luz de la única isla poblada. Había cesado la lluvia pero no el

viento que en ese momento soplaba intensamente.

En ese momento grité: “¡Qué inmensa felicidad, estamos

vivos!”. Luego seguimos el rumbo y todo era alegría; llegamos al

muelle de la Isla; eran las nueve de la noche. Allí nos estaba

esperando la señora Nubia, muy angustiada y llorando, por

nuestra dramática tardanza. El viento muy fuerte castigaba las

palmeras de la playa. Hubo abrazos emocionados, la aventura

había terminado. Posteriormente nos reunimos todos en el

quincho del hotel y tomamos cerveza hasta terminar su existencia.

La tertulia fue interminable y las recriminaciones para Julián,

también. Fue una noche extremadamente feliz en una isla

paradisiaca. Nos fuimos a dormir con la sensación de tener una

nueva oportunidad de seguir viviendo…

Pero la historia no había terminado aquí. Al día siguiente,

emprendimos el viaje de regreso a Managua, pero esta vez sería en

avioneta desde el pequeño pueblo de San Carlos, ubicado en la

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unión del lago con el nacimiento del río San Juan. Llegamos al

pueblo en busca del “aeropuerto” pero fue grande nuestra sorpresa

cuando vimos que era sólo una pista de tierra y una pequeña

construcción de chapas para cobijarnos del sol y la lluvia. Durante

la espera compartimos el tiempo con otros pasajeros del mismo

vuelo, varios de ellos saciaron su sed con abundante cerveza,

especialmente dos de nacionalidad china. Allí esperamos la

avioneta que vino desde Managua y debía regresar nuevamente.

La avioneta era una monomotor a hélice, pequeña, que no daba

mucha seguridad. Además, el piloto de la máquina solo podía

identificarse como tal, por su gorra. Éramos cinco pasajeros y el

piloto. Comenzamos a subir al avión, tratando de acomodar las

valijas y bolsos en el escaso lugar disponible. Jorge tuvo la suerte

de ocupar el asiento delantero, junto al piloto. Mi suerte fue

diferente y tuve que ocupar el último asiento en la cola de la

avioneta. Al cerrar la pequeña puerta, quedé apoyado sobre la

misma, con una sensación extraña de que podría abrirse en

cualquier momento; el momento llegó y la aeronave despegó para

sobrevolar el inmenso lago de Nicaragua.

El viaje por el lago fue a baja altura, pudiendo observar un

paisaje maravilloso de pequeñas islas “verdes” cubiertas por

vegetación de selva, algunas de ellas eran volcanes extinguidos.

Luego de algunos minutos de vuelo, un pasajero chino, muy

corpulento, con muchas cervezas de más y ubicado en el asiento

delante de mí, comenzó a discutir a gritos con el piloto, diciendo

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que era nacionalizado nicaragüense y mostrando su documento.

La situación se fue poniendo violenta y el enorme chino movía las

manos como aspas de un molino, tratando de explicar al resto de

los pasajeros, entre ellos yo, que era bien “nica”. La posibilidad de

que el pasajero chino pudiera golpear al piloto era grande y

nuestro temor fue creciendo, era como un volcán a punto de

explotar. Por suerte el alcohol pudo más que su resistencia y se

quedó profundamente dormido, roncando todo el viaje. La paz

inundó el avión y así llegamos al fin al aeropuerto de Managua.

Todo había sido una historia con final feliz, que alguna vez pude

contar y escribir.

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Historia en Los Andes del Perú

Corría el año 1998, siendo investigador del INTA Castelar, viajé

como consultor a Perú. El viaje lo compartí con el colega y amigo

del INTA, Carlos Irurtia.

Viajamos en avión y llegamos al aeropuerto de Lima por la

mañana temprano. Allí nos recibieron autoridades del Programa

Nacional de Manejo de Cuencas Hidrográficas y Conservación de

Suelos (Pronamachcs) del Ministerio de Agricultura del Perú.

Luego nos trasladaron a un hotel en el prestigioso barrio de La

Molina, en la ciudad de Lima, donde nos hospedamos.

Por la tarde nos reunimos en la Sede del Pronamachcs, donde

nos recibieron el ingeniero Carlos Torres Martínez, Director

Ejecutivo del Programa, el ingeniero Antenor Floríndez Díaz y

otros profesionales. Allí conversamos sobre nuestra estadía que

sería de un mes; el ingeniero Martínez sugirió a Díaz, que sería

nuestra contraparte durante la visita, que nos llevara a distintas

localidades de Los Andes, al oeste de Lima. En respuesta a mi

pregunta sobre a qué altura se encontraban esas localidades que

mencionaba, me respondió que todas estaban por encima de los

tres mil metros. Ante esta situación le comenté que si bien yo

había vivido en la ciudad de Mérida, en los Andes de Venezuela a

los dos mil metros, podríamos tener problemas por la mayor

altura, especialmente pensando en Carlos que no había tenido esta

experiencia. La reunión entró en una etapa de diálogo y consultas

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entre los integrantes, hasta que Martinez decidió que iríamos a la

ciudad de Tarma, ubicada a trescientos kilómetros al oeste de

Lima, que está a una altura de dos mil ochocientos metros. Si bien

esto no era lo mejor, igualmente aceptamos la propuesta.

Por la tarde partimos para Tarma en una camioneta doble

tracción, con Antenor Díaz al volante y como guía de nuestro viaje.

Este sería de alrededor de seis horas, en dirección hacia el oeste,

donde se encuentra la Cordillera de Los Andes. A tal fin iniciamos

el camino y luego de una hora de andar por las planicies de la costa

del Perú, iniciamos un camino sinuoso y en continuo ascenso. Muy

eufóricos por el inicio de esta aventura y de los paisajes que

estábamos disfrutando, se inició una alegre conversación entre

nosotros tres. Luego de dos horas de viaje y ya en el área

montañosa, me sentí un poco mareado y lo mismo le ocurrió a

Carlos; en estas condiciones ya se hablaba poco y nada; Comenzó a

oscurecer y el ascenso era marcado. En esa situación ya no nos

interesaba el paisaje, sólo nuestro mareo y el “apunamiento”.

En ese sentido el camino siguió en plena subida hasta llegar a

los cuatro mil metros sobre el nivel del mar; allí nos encontramos

con una zona de una niebla muy densa y mucho frío; en ese

momento, nuestro estado era calamitoso. Al poco tiempo, siendo

noche oscura, arribamos a uno caserío con viviendas de chapas,

muy precarias, de una mina de oro y plata. La entrada por la ruta

de tierra era muy tétrica, con algunas pocas luces mortecinas en la

oscuridad de la noche. Antenor nos invitó a parar allí para tomar

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algo y descansar. Bajamos un poco tambaleando y entramos un en

pequeño lugar, digamos bar, de chapas y piso de tierra; sólo había

allí viejas mesas y sillas de madera, llenas de polvo. Nos sentamos

en una mesa y Antenor nos comentó con una sonrisa, que nuestras

caras estaban blancas como la nieve. Esto era lógico porque

estábamos muy mareados. Pedí un baño y me indicaron uno que

estaba afuera en el fondo, con las pocas fuerzas que tenía me dirigí

hacia él. Al entrar al supuesto baño, era sólo un retrete, y el olor

era nauseabundo e inaguantable. Estaba todo oscuro y como oriné

como pude, tratando de centrar el disparo. Luego salí de allí lo

antes posible para no desmayarme. De regreso al bar le comenté a

Carlos, que también iba al mismo lugar, que tratara de hacer todo

rápido para no marearse aún más.

A sugerencia de Antenor, pedimos una taza grande de té de coca

que tenía un olor y gusto no muy agradables, pero era lo único que

nos podía aliviar el mareo. Más tarde salimos de la mina y

reiniciamos el camino a Tarma, nuestro destino final. Por suerte el

té de coca comenzó a hacer su efecto y nos comenzamos a sentir

un poco mejor y con ganas de hablar algo más.

Por fortuna el camino comenzó a descender y nuestro ánimo

mejoró; luego de alrededor de dos horas por fin llegamos a Tarma,

bella ciudad colonial, enclavada en los andes peruanos. Era cerca

de la medianoche y solo parpadeaban las luces tenues de la ciudad.

El frío era intenso y la noche muy oscura. Llegamos al hotel

ubicado frente a la plaza principal y a la vieja catedral. Al llegar

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bajamos las valijas y nos dimos cuenta que había que subir hasta

un primer piso, por una larga escalera, por suerte con un descanso

en su parte media. No lo podíamos creer, estamos destruidos y

debíamos hacer un súper esfuerzo, para subir esa escalera maldita

de un millón de escalones, con las valijas. Comenzamos la subida y

nuestras piernas no nos respondían, con mucho esfuerzo logramos

llegar al descanso. Estábamos mareados y muy cansados, nuestra

respiración era muy agitada y gracias a nuestro orgullo, subimos el

tramo final y llegamos a la recepción del hotel. Con la poca voz que

nos quedaba le dimos los datos y subimos a la habitación, por

suerte, por ascensor. Esta era amplia y muy cómoda, con un gran

ventanal hacia la calle, con vista a la plaza y la catedral, muy

iluminadas con grandes faroles.

Luego del viaje largo y extenuante, decidimos dormir para

descansar. Pero en la tranquilidad de la noche, escucho los latidos

del corazón en mis oídos, lo cual era insoportable y me impedía

dormir. Traté de ignorarlo y de dormirme, pero era imposible,

aunque todavía no habían llegado todas las sorpresas que nos

esperaban esa noche. Acto seguido escuché las fuertes campanadas

de la catedral que sonaban cada hora durante toda la noche, era

una tortura. Para evitar el ruido, me tapé con la almohada pero el

sonido era muy fuerte. Pero aunque parezca mentira, el calvario

todavía no había terminado. Había una columna de luz de la plaza,

cercana a mi ventana, cuya lámpara estaba con problemas y

prendía y apagaba permanentemente haciendo un sonido o

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zumbido desagradable; este último se repitió cada treinta

segundos, durante toda la noche. Todo era una tortura, nunca me

había pasado algo igual. En algunos momentos logramos

“dormitar”, vencidos por el sueño y el cansancio, pero gracias a

Dios que el tiempo pasó y la noche terminó. A la mañana

temprano nos despertó la luz del sol en la ventana, parecíamos

“zombis”, con los ojos hinchados, extenuados, y para colmo, había

que salir al campo y reunirnos con los campesinos.

Luego del desayuno en el hotel, Antenor nos vino a buscar y

fuimos a la Agencia de Extensión del Programa en Tarma. Allí

tuvimos una reunión con el ingeniero Gustavo Timaná, Jefe de la

agencia y la ingeniera Liliana Chalca Mesa, entre otros. Liliana

sería nuestra contraparte en la región durante la estadía.

Durante toda la semana recorrimos muchas localidades,

pueblos y caseríos andinos, todos ubicados a alturas superiores a

los dos mil ochocientos metros de Tarma, habiendo llegado hasta

los cuatro mil metros en las localidades de Muylo y Mullucro. Allí

nos reunimos con comunidades campesinas que se dedicaban a la

ganadería (ovejas y cabras), agricultura (trigo, avena, cebada),

utilizando las terrazas Inca por las fuertes pendientes del terreno,

como también cultivos de flores y de huerta en los valles irrigados.

Para poder realizar todas las intensas actividades diarias de

campo, como rutina por la mañana, luego del café con leche,

bebíamos una taza de té de coca. Esto nos permitió desarrollar las

tareas con cierta “normalidad”, caminando despacio y respirando

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profundamente. En un momento de nuestras recorridas de campo,

teníamos que subir por una pendiente, hasta el lugar donde varios

campesinos estaban construyendo una terraza; recuerdo que con

Carlos llegamos hasta allí con el último aliento y sólo pudimos

darle un apretón de manos, pero debimos esperar unos minutos

para recobrar la voz y saludar a la gente.

Durante mi estadía, muchas veces me preguntaba qué hacía yo allí,

pero al fin del día, mi conciencia quedaba tranquila con el deber

cumplido.

En este momento que escribo y recuerdo, agradezco a la vida

haber tenido la oportunidad de conocer lugares y gente

maravillosa, que alimentó mi alma. Tengo muy en claro que en la

vida, uno sólo se arrepiente de las cosas que no hizo…

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Viaje a una lejana isla de las Antillas Menores

Siendo investigador del INTA, durante el año 2001 tuve la

posibilidad de viajar a un país desconocido para mí en ese

momento, la república de Antigua y Barbuda, a través de un

Programa de Cooperación Internacional de la Cancillería

Argentina.

Antigua y Barbuda, integran un archipiélago en las Antillas

menores en el Mar Caribe, constituido principalmente por dos

pequeñas islas: Antigua, donde se encuentra su capital, Saint

Johns, Barbuda y una más pequeña aún, la isla Redonda,

ocupando tan sólo cuatrocientos cuarenta kilómetros cuadrados;

limita con las islas de Montserrat, San Cristóbal y Nieves y San

Bartolomé.

Su nombre español se lo dio Cristóbal Colón en 1493, en honor

de la Virgen de la Antigua, cuya imagen se encuentra en la

Catedral de Sevilla, España. Como antigua colonia del imperio

británico, es miembro de la Mancomunidad de Naciones y el

idioma es el inglés, aunque la mayor parte de los isleños usa un

“inglés criollo”, que combina palabras de origen africano y

expresiones propias de los nativos.

Cristóbal Colón desembarcó en su segundo viaje en 1493 y le

dio a la isla el nombre de Santa María la Antigua. Por su parte

Barbuda recibió más tarde su extraño nombre por las “barbas” de

líquenes que adornaban sus palmeras.

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A los primeros colonos españoles y franceses, sucedieron los

ingleses, quienes formaron una colonia en 1667 al transportar

católicos irlandeses a Antigua. La esclavitud establecida para

trabajar en las plantaciones de caña de azúcar y algodón, fue

abolida oficialmente en 1838 en todas las colonias británicas,

aunque allí persistió hasta el advenimiento de los sindicatos en

1939, pero la independencia del reino Unido fue recién el 1° de

noviembre de 1981.

El 18 de agosto del 2001 por la noche, viajamos vía aérea, con

escala en Panamá, hasta la ciudad de Miami, en los Estados

Unidos. Allí y luego de algunos horas de espera en ese aeropuerto,

volamos en otro avión a Puerto Rico, y desde aquí tomamos un

avión pequeño a turbo hélice que nos llevaría hasta las islas. Este

último tramo fue de alrededor de una hora, en el cual volamos a

muy poca altura y pudimos disfrutar de vista maravillosa de un

Mar Caribe de color verdoso azulado y muchísimas islas; a

diferencia de la excelente comida recibida en los vuelos anteriores,

en esta caso, sólo recibimos un “paquetito” de maníes y otro de

galletitas saladas.

Fue una inmensa alegría la llegada a la isla de Antigua,

pensando que nuestra estadía sería de dos semanas. En el

aeropuerto nos estaban esperando las autoridades del Ministerio

de Agricultura, que serían la contraparte durante nuestra estadía

en ese país. Allí estaba el ingeniero Jerry Fernández, director del

proyecto “Planificación integrada de cuencas hidrográficas”

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responsable de nuestra estadía en el país. Posteriormente nos

alojamos en el City View Hotel, ubicado en el centro de la ciudad,

cerca de la Catedral principal de la isla.

Por la tarde concurrimos a una reunión para programar las

actividades a realizar durante nuestra consultoría. En dicha

reunión estaban presentes el doctor Keats Hall, representante de

FAO en Jamaica, los ingenieros Jerry Fernández, Rufus Leandre

y Owolabi Elabanjo, de la División de Conservación del Suelo y el

Agua, del Ministerio de Agricultura, entre otros.

Las islas de Antigua y Barbuda tienen un clima tropical

húmedo, con temperaturas altas y constantes todo el año. El

relieve es generalmente ondulado, con algunas serranías, donde se

destaca el pico más alto, el Boggy Peak, también llamado monte

Obama, de cuatrocientos setenta metros de altura, ubicado en

Antigua. Las islas están sometidas a grandes y continuas sequías y

es frecuente el azote de huracanes y frecuentes tormentas

tropicales.

Durante la semana recorrimos Antigua, acompañados por el

ingeniero Fernández y otros colegas del ministerio, evaluando la

problemática productiva agropecuaria. En ella se destacaba la

actividad ganadera con el uso de pastos naturales y cultivados,

como así también la producción de cultivos hortícolas con riego

por goteo, como berenjena, tomates y pimientos, entre otros,

además de papaya, guayaba, naranja, ananá y limón.

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Las islas tienen el turismo como principal recurso económico,

provenientes de Europa y de los Estados Unidos, siendo diarios los

arribos de grandes cruceros que arriban al puerto de la ciudad de

Saint Johns e invaden las lujosas joyerías, casas de modas y los

numerosos bancos dedicados a la actividad financiera, algunos

como paraísos fiscales. Las playas son numerosas y extensas, con

un mar de un increíble color verdoso azulado y arenas blancas; un

verdadero paraíso natural, no fiscal…

El cultivo de caña de azúcar es muy tradicional en todo el país,

y se adapta muy bien al clima tropical de la isla. Este cultivo fue

implantado por los ingleses en las innumerables islas que se

encuentran en el mar Caribe, como así también en toda nuestra

América. Este proceso vino acompañado del tráfico de esclavos

africanos, traídos principalmente por los ingleses, portugueses y

españoles del África Occidental, de países tales Senegal, Angola,

Nigeria, Guinea, Congo y Ghana.

Con la llegada y conquista de América, por parte de los

europeos, se elaboraron planes de expansión que exigían mano de

obra barata, dando nacimiento al “comercio negrero” desde el

continente africano. Este comercio fue acompañado, en la

mayoría de los casos, por una fuerte ideología racista: los negros

eran considerados seres “subhumanos”, animales o meros objetos,

carentes de alma.

Según estimaciones se cree que hubo entre diez y sesenta

millones de esclavos procedentes de África entre los siglos XV y

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XIX. Durante la colonización la cifra de esclavos africanos

transportados a América sería de un millón en el siglo XVI, tres

millones en el XVII y en el siglo XVIII llegaría a los siete millones.

Entre 1492 y 1870 se estima que se exportaron esclavos a la

América española para trabajar principalmente en las minas y en

los cultivos de caña de azúcar y algodón. A esto hay que agregarle

un cincuenta por ciento más, de los esclavos fallecidos durante las

capturas y los viajes por el Atlántico.

En el mismo sentido, los árabes también mantuvieron un

importante tráfico de personas esclavizadas africanas, tanto a

través del Sahara como por la costa oriental de África,

fundamentalmente la isla de Zanzíbar.

En relación con esto, casi la totalidad de los habitantes de

Antigua y Barbuda son de raza negra, provenientes de antiguos

esclavos, encontrándose muy pocos europeos de raza blanca. Era

muy llamativo para nosotros occidentales, observar la gran altura

de los pobladores nativos y el “trasero” de las mujeres,

inmensamente grande y con forma de “silla”, capaz de transportar

allí un niño sentado…

Durante la semana mantuvimos una reunión con pequeñas

productoras agrícolas, que se realizó en una escuela rural, donde

hicimos una presentación sobre el tema de aprovechamiento del

agua de lluvia y su almacenamiento en pequeñas represas. En este

caso en especial, fue necesario el trabajo de “enlace” inicial

realizado por un nativo negro, líder de la comunidad, antes de la

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presentación del ingeniero Fernández (de origen inglés) y

nuestras presentaciones en “inglés”.

El fin de semana aprovechamos para visitar el Museo de la

Esclavitud, a cargo de nativos descendientes de antiguos esclavos,

que le daba a la visita un profundo sentimiento de realismo y

vergüenza de lo ocurrido. Luego visitamos un acantilado donde los

esclavos negros, se suicidaban arrojándose al mar, siendo esta la

única forma de “ser libres”. Posteriormente visitamos el primer

trapiche de caña de azúcar, hoy convertido en museo, donde

trabajaban los esclavos y algunos de ellos, dice la historia,

terminaban sus días en las inmensas ruedas dentadas del

trapiche.

Las islas fueron el refugio de piratas y corsarios que durante los

siglos XVII y XVIII asolaban la región del Caribe y atacaban las

naves españolas cargadas de productos y riquezas provenientes del

“saqueo” de América. El pirata actuaba en forma totalmente libre,

“sin patria” y su bandera negra o roja, era el símbolo de su

libertad, mientras que el corsario se amparaba en una ética y

muchas veces respondía a algún estado o gobierno. De esta forma

fueron personajes célebres: Francis Drake, Henry Morgan y

Barbanegra, entre muchos otros más.

En este sentido, en el Puerto Inglés en de Antigua, se refugiaba

el célebre héroe británico Almirante Horacio Nelson luego de sus

correrías y extendían inmensas cadenas que cerraban la entrada a

dicha bahía, impidiendo la entrada de otros barcos que lo

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perseguían. Antigua tuvo importancia en las batallas navales de

Inglaterra en las Antillas Menores a principios del siglo XVIII y

ganó importancia cuando el Almirante Nelson tomó el control de

las islas en el año 1784.

Actualmente esta zona del antiguo puerto, está ocupada por el

famoso Parque Nacional Nelson. El Almirante Nelson fue un

marino inglés nacido en Norfolk en 1758, perteneciente a la

Armada Real inglesa, que luchó contra las flotas francesa de

Napoleón y españolas. En un intento por tomar la isla de Tenerife

perdió un brazo en 1797 contra la flota española. Nelson murió en

1805, en su buque insignia “Víctor”, cerca del Cabo de Trafalgar, a

consecuencias de las heridas recibidas por la flota de Napoleón.

Luego de varios años de haber realizado nuestra consultoría a

las lejanas islas de Antigua y Barbuda, con Carlos recordamos

todo las experiencias vividas en un país muy diferente al nuestro,

con orígenes y culturas provenientes de habitantes nativos,

ingleses, esclavos negros africanos y toda su combinación y

matices. Fue una aventura científica y cultural que jamás

olvidaremos.

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Frío en Cuba

Corría el año 2004 y trabajando en el INTA de Castelar, viajé

como consultor a Cuba a través de un Programa de Cooperación

entre países. Luego de un largo viaje en avión, por la mañana

temprano, llegué a ciudad de La Habana y allí me estaba

esperando como contraparte el doctor Manuel Febles, Director de

Relaciones Internacionales de la Universidad Agraria de La

Habana (UNAH). Una sola noche pude disfrutar de una ciudad

maravillosa, que nos muestra parte del pasado en el presente.

Al otro día viajamos en un jeep ruso, de color negro, muy viejo y

rústico del año 1940, carente de todo que pueda relacionarse con

la comodidad. El viaje era de sólo ciento cincuenta kilómetros pero

duró más de dos horas. Por ser invitado me ofrecieron sentarme en

el asiento delantero, junto al chofer; al poco tiempo de salir de La

Habana, donde el calor era insoportable, comenzó a salir un aire

caliente del motor que inundaba totalmente la cabina y lo hacía

insoportable, parecía que me bajaba la presión. Mis colegas

cubanos me sugirieron abrir las ventanillas, pero fue peor porque

el aire del exterior era aún más sofocante. Por delicadeza traté de

superar ese mal momento y me distraje disfrutando los hermosos

paisajes que recorríamos.

Al mediodía llegamos a la ciudad de Pinar del Río, sede de la

Universidad del mismo nombre y principal región tabacalera del

país. Allí nos estaba esperando el ingeniero José Reynaldo, joven

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colega, responsable de nuestra estadía en esa ciudad, quién nos

trasladó a un hermoso camping ubicado en el área serrana

próxima, que estaba casi abandonado por estar fuera de la

temporada. Con el doctor Febles nos alojamos por separado en

dos cabañas, para estar más cómodos. Por la noche, fuimos a un

pequeño restaurante en el camping y disfrutamos una sabrosa

cena con comidas típicas del lugar: arroz, frijoles y carne de cerdo,

acompañada por unas cervezas bien heladas, nada mejor. Luego

nos fuimos a dormir y allí empezó una historia impensada.

Al entrar a la cabaña, observé que era de un solo ambiente, con

dos camas y una pequeña mesa. Además había un aparato de

televisión pequeño y muy antiguo. Dentro del ambiente estaba el

baño, sin ninguna puerta ni separación, que lo transformaba en un

baño “publico”; la ducha tenía una sola canilla sin flor, para el

agua fría solamente. El baño lo completaba una pequeña pileta y el

inodoro. Tenía una pequeña ventanita parcialmente abierta, que

no se podía cerrar porque estaba trabada; desde allí se veía muy

cercana, la pared de piedra de la sierra y la vegetación húmeda. El

ambiente tenía una ventana, junto a la puerta de entrada, que

también estaba parcialmente abierta y no se podía abrir ni cerrar.

Inmediatamente comencé a ordenar mis cosas y a preparar el

material para el inicio de las clases al día siguiente. Al poco tiempo

comencé a darme cuenta que no había almohadas ni frazadas,

sólo un par de sábanas. En el baño tampoco había toallas, jabón ni

papel higiénico. La cosa se empezaba a complicar y mucho, pero

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mi ánimo estaba en un punto alto, y a pesar de todo, disfrutaba mi

estadía en ese hermoso lugar.

Como estaba muy cansado por el lago viaje, miré algo de

televisión en blanco y negro, que tenía solo cuatro canales y mi

sorpresa fue que en uno de ellos había un programa del cómico

argentino Francella. El sueño me empezó a llamar y decidí

preparar la cama con lo que tenía para ir a dormir. Un viejo

pantalón vaquero para el campo me sirvió como almohada. La

habitación estaba fría porque si bien estaba en Cuba, las noches

eran frías por la presencia de las sierras y la abundante vegetación.

Lamentablemente no pude solucionar la falta de frazadas porque

no había llevado nada de abrigo. Antes de salir de Buenos Aires

había pensado: “¿Para qué llevar abrigo en una isla tropical?”,

pero me estaba dando cuenta tarde de mi error. Sólo tenía una

campera muy liviana de nylon que no me servía para esta ocasión.

Como el sueño me vencía, me acosté vestido con las medias

puestas y me tapé con la única sábana disponible. Por la noche la

temperatura comenzó a bajar y sentía un flujo de aire frío que me

envolvía, circulando entre la ventana y la ventilación del baño,

ambas parcialmente abiertas e imposibles de cerrarlas.

A la mañana temprano me despertó la claridad que entraba por

la ventana y el canto de los pájaros. Me levanté de buen ánimo a

pesar de la mala noche que tuve que soportar, pero ¡era un nuevo

día, había que festejar! Fui al baño para hacer mis necesidades y

ante la falta de papel higiénico decidí darme un baño, pero

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tampoco había jabón ni toallas. Como pude me sequé con algunas

camisetas y remeras, allí todo era posible.

Al poco tiempo sentí la llamada de Manuel que me vino a

buscar para desayunar. Aproveché el momento para contarle todas

mis cuitas y me quedé más tranquilo, cuando a él le había ocurrido

lo mismo. Me tranquilizó diciéndome que hablaría con José para

que no volviera a ocurrir. Nos fuimos a desayunar al pequeño

restaurante donde habíamos cenado la noche anterior. Era

confortable un buen desayuno y un café bien caliente para iniciar

bien el día.

Más tarde nos vino a buscar José, que tuvo que escuchar los

“reproches” de su jefe y amigo, prometiendo que no volvería a

ocurrir. El viaje hasta la Facultad de Agronomía de Montaña fue

muy placentero, pudiendo disfrutar de un paisaje idílico de sierras

amarillas y rojas y grandes elevaciones de piedra areniscas,

llamadas “tepuis”. En este marco se encontraba una exuberante

vegetación de selva, donde predominaban, en los espacios más

abiertos, las palmeras “reales”, muy altas y esbeltas, de tronco bien

recto. En ese paisaje se veían construcciones de madera y techo de

paja, utilizadas para el secado del tabaco, el principal cultivo de la

región, junto con frijoles, mandioca, caña de azúcar, papaya y

mango, entre otros cultivos de la región.

En algunos minutos llegamos a la Facultad ubicada en ese

hermoso marco de la naturaleza. Luego de las presentaciones de

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rigor por parte de las autoridades, inicié el curso, que duró toda

una semana de acuerdo a lo previsto.

Todos los mediodías íbamos a almorzar a un pequeño caserío

cercano en una vivienda de campesinos, que nos agasajaron con su

presencia y con comidas típicas de la región, sencillas pero

deliciosas, hechas con mucho amor: arroz, frijoles, carne de cerdo

o pollo, jugo de naranja, y pocas veces, cerveza. Todo un disfrute

gastronómico y cultural.

En definitiva, a lo largo del curso tuve la suerte de establecer

estrechos lazos estrechos de amistad con los alumnos y colegas

participantes, además de los conocimientos compartidos. Toda

una historia de vida que aún sigue viva en mis recuerdos, a pesar

de haber transcurrido muchos años de esta cálida historia.

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Cartagena, ciudad de piratas

En octubre del año 2004 viajé a la ciudad de Cartagena de

Indias, bella ciudad de Colombia, enclavada en la costa del mar

Caribe. El motivo de este viaje fue participar del Congreso

Latinoamericano de la Ciencias del Suelo, para presentar algunos

trabajos que habíamos realizados con otros colegas en el INTA de

Castelar.

La ciudad de Cartagena era una de las ciudades más

importantes de las posesiones españolas en América, y por lo

tanto, una de las más protegidas de los ataques de otros países

como Inglaterra, Francia y Portugal, principalmente, que luchaban

para la obtención de nuevos territorios. Fue construida sobre un

gran pantano que fue rellenado, lo que determina que sea muy

calurosa y húmeda todo el año, casi inaguantable para nosotros. A

partir de su fundación en 1533 y durante le época colonial

española, Cartagena fue uno de los puertos más importantes de

América. Esta ciudad amurallada, con sus castillos y baluartes, fue

declarada Patrimonio Histórico de la Humanidad por la UNESCO

en el año 1984.

Allí me alojé en el maravilloso hotel Santa Clara, el más

importante por su valor arquitectónico, ubicado en la ciudad vieja,

totalmente amurallada y protegida por los permanentes ataques de

corsarios y piratas que en la antigüedad, asolaban las costas de las

colonias españolas. El lugar del hotel era un viejo monasterio

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construido en 1621, por un tiempo utilizado como hospital de

caridad. En ese hotel pude disfrutar de una habitación muy amplia

y cómoda con un enorme equipo de aire acondicionado, que

mantenía una temperatura muy “agradable” en todo su espacio;

con un amplio balcón podía observar la piscina y al fondo, la costa

del mar Caribe.

Todas las mañanas, bien temprano, realizaba la rutina diaria del

baño y me vestía lo más “liviano” posible, para salir a afrontar el

tremendo calor de la ciudad. Luego caminaba por las angostas

calles de la ciudad, con balcones adornados con malvones y

azucenas, para llegar a desayunar en un pequeño y sencillo lugar,

que me recibía con una brisa fresca de un viejo ventilador de pié;

sobre la misma barra disfrutaba de un sabroso café colombiano

con un trozo de torta de mango y un jugo de piña, siempre bien

cerca del ventilador para evitar la transpiración. Este momento de

“bienestar” eras momentáneo, porque al salir a la calle, el

tremendo calor húmedo, hacía que la camisa se me “pegara” a la

piel. De allí caminaba pocas cuadras hasta llegar al Centro de

Convenciones donde se desarrollaba el Congreso, sobre la bahía

del mar, pero igual llegaba ya todo “transpirado”, y allí debía pasar

por un control riguroso a cargo de la guardia de seguridad y del

ejército, teniendo en cuenta el problema de la guerrilla.

Luego de las jornadas del congreso, aprovechaba, junto con

colegas, a recorrer la vieja ciudad de Cartagena, con su importante

historia colonial, con sus iglesias, joyerías, monumentos, su

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imponente muralla de once kilómetros a lo largo de toda la

costanera, construida en 1566 con rocas coralinas del fondo del

mar, y el legendario Castillo San Felipe.

El Castillo San Felipe fue una obra de defensa española

construida en 1536 y finalizada en 1657, sobre el cerro de San

Lázaro en el interior de la ciudad, no sobre el mar, una

construcción casi inexpugnable. Resistió numerosos ataques de

fuerzas extranjeras, pero el más importante estuvo a cargo del

almirante inglés Vernón en 1741. El corsario Francis Drake

también había intentado tomarla en 1586, pero luego fue

expulsado. Drake fue un marino inglés de la Marina Real

Británica, comerciante de esclavos. El marino francés Barón de

Pointis fue el único que tomó el castillo en el año 1697. En este

existían numerosos túneles de hasta seiscientos metros de

longitud, que lo atravesaban, galerías y altas murallas en

pendiente, que lo hacían prácticamente inexpugnables. Estos

túneles fueron escavados, descendiendo varios metros para luego

ascender hasta un nivel tal, que los soldados españoles de defensa,

podían observar todos los movimientos de los soldados agresores,

sin ser vistos. Estos túneles eran muy angostos y de poca altura,

solo para permitir el paso de una persona, y además tenían

algunos sectores un poco más anchos donde se apostaba un

soldado español. De esta forma, cuando los invasores comenzaban

a entrar eran fácilmente repelidos por los soldados del castillo.

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En San Felipe tuve la oportunidad de recorrer sus famosos

túneles a través de una excursión. En ella se aclaraba que las

personas mayores o con problemas de fobia al encierro, se

abstuvieran de hacer el recorrido. Si bien al principio tuve alguna

duda, me decidí a hacerlo…, no podía perder esa oportunidad. El

guía nos advirtió de los riesgos, especialmente de la fobia al

encierro y a la profundidad; como éramos varios los “valientes” (?),

nos ordenó en fila y tuve la suerte o la desgracia, de ser el primero

en entrar. El túnel era muy estrecho y con algunos pocos focos de

iluminación ubicados en el techo; mientras tanto el guía nos daba

detalles sobre este viaje a las profundidades. Si bien los primeros

metros fueron normales y nos mantuvimos distendidos, luego los

focos de luz en el techo desaparecieron y una oscuridad total nos

cubrió. Allí se terminaron las risas y las “chanzas” y el miedo me

dijo: “¡Aquí estoy!”. Seguimos bajando por el túnel, guiados sólo

por la luz tenue de la linterna del guía, que caminaba detrás de

nosotros. El camino parecía infinito, con mucho olor a humedad…

En un momento del recorrido, el guía apagó su linterna y llegamos

al climax de la desesperación, dentro de una oscuridad total, a

varios metros de la entrada y a cien metros de profundidad: ¡Nos

sentíamos enterrados en vida! Sólo escuchábamos la voz del guía

que nos quería transmitir algo de tranquilidad, pero sin lograrlo.

En un momento me invadió la desesperación pensando en cómo

hacer para salir de allí, lo cual era imposible, pero traté de

calmarme y seguí caminando. Luego de unos minutos llegué al

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lugar más bajo del túnel, inundado por el agua de la napa; en ese

mismo momento el guía nos gritó que allí terminaba el camino;

una gran alegría me invadió, pero mi duda fue cómo

regresaríamos… La forma de volver era sencilla: había que girar

totalmente sobre nuestros pasos, quedando yo, como el último de

la larga fila de valientes. Rápidamente iniciamos el regreso en total

oscuridad, buscando afanosamente la única salida del túnel; luego

de varios minutos de camino pude ver al fondo la anhelada salida y

la luz de la mañana, en ese momento quise apurar la marcha pero

como era el último, no podía hacerlo. Pero como todo inicio tiene

un fin, logré alcanzar la salida y allí disfrutar del aire puro y la luz

del sol. Había salido vivo de una tumba.

En Cartagena vieja se destaca la Plaza de Santo Domingo, con

la famosa escultura de bronce de la “Gorda” de Botero y la

Catedral, construida en 1555, la obra arquitectónica más vieja de

la ciudad. También se destaca la Iglesia de San Pedro Clavero,

lugar donde se “sanaban” los esclavos que llegaban enfermos

desde África (1561-1610) y la casa del Marqués de Valde, el

comerciante más importante en el comercio de esclavos durante el

período 1710-1810. Otra referencia importante de la ciudad es la

masnsión del prestigioso escritor Gabriel García Márquez, que

ocupa un amplio espacio frente a las costas del Caribe.

El Museo de la Inquisición, que ocupa la casa original, ubicado

en la plaza del mismo nombre, constituye el monumento más

importante de un pasado “negro” de la religión católica, donde el

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poder de los papas, establecía la muerte de las personas, en

función de un pensamiento diferente.

La inquisición la impuso el Papa Gregorio IX en 1233 en Europa

pero recién en 1480 España la impuso allí en sus colonias de

América. En Cartagena se empezó a aplicar en 1610 y finalizó en

1811 cuando la casa fue saqueada, luego de 201 años de salvajismo

extremo. España impuso la inquisición en 1480 y condenó a los

“herejes y brujos” para asegurar la fe católica y ponía el precio a

pagar si no se arrepentían de los “pecados” cometidos, así eran

frecuentes desde multas, azotes, tormentos (del potro, del embudo

con agua) hasta la quema en hogueras. Esto lo controlaba un juez,

delante de la gente, hasta que el inquisidor se arrepintiera o

muriera. España instituyó tres tribunales de inquisición en

México, Lima y luego en Cartagena. Este último tenía influencia

en toda Nueva Granada (Colombia, Venezuela, Ecuador) y las islas

del Caribe.

A mediados de la semana, me trasladé al hotel Capilla del Mar,

más cercano a la sede del Congreso y a tan sólo cincuenta metros

del mar. Era un edificio imponente y me alojé en el piso veinte. La

habitación era muy cómoda y amplia, bien refrigerada y con un

balcón con una vista imponente del mar Caribe y el permanente

movimiento de veleros. Un día, al regreso del Congreso decidí a

tomar una buena cerveza que guardaba en la heladera, sentado en

el balcón, mientras disfrutaba del espectáculo de la costa; así lo

hice, aunque el calor fue tan fuerte que me fue imposible

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permanecer allí, teniendo que entrar al departamento y tomar la

cerveza en el living, protegido por el aire acondicionado… Esta

situación explica el tremendo calor de la ciudad que me impidió

disfrutar un paisaje de ensueño desde un piso veinte, sobre la costa

del mar.

Luego de una semana de haber asistido el congreso de suelos y

de disfrutar de una ciudad maravillosa como Cartagena, con toda

su historia colonial y su gran valor arquitectónico, regresé a la

Argentina pensando que durante una semana había estado en una

legendaria ciudad de piratas y corsarios, como los que me habían

fascinado cuando era niño, en las obras de Emilio Salgari.

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Orinado en la pileta del baño en Cuba

Trabajando en el INTA, en el año 2008 realicé una consultoría

sobre Manejo de Cuencas en Cuba. Por tal motivo viajé a la ciudad

de La Habana para dar un curso en la Universidad Nacional

Agraria de La Habana (UNAH), con el doctor José Manuel

Flebes como Director de Relaciones Internacionales y contraparte.

Al día siguiente, desde La Habana viajamos con Febles y dos

profesoras de la Universidad, Yilian Morejón y Maritza Herrera,

a la ciudad de Pinar del Río, al oeste de la isla, la región tabacalera

más importante del país. En este viaje comenzaron mis peripecias.

Con una camioneta vieja de la Universidad, partimos bien

temprano para evitar en parte el abrasador calor del trópico. Si

bien el trayecto era de sólo doscientos kilómetros, el viaje fue muy

cansador por el intenso calor, que se hizo abrasador cuando

tuvimos que bajar las ventanillas por falta de aire acondicionado.

Por otra parte, como era un vehículo del estado, debimos parar

varias veces para trasladar gente que nos hacía señas en la ruta.

Por este motivo, si bien éramos cuatro personas al salir de La

Habana, en un momento del viaje, se acomodaron otras cinco

personas más, parecía que el vehículo iba a reventar. Pero como

todo viaje tiene fin, por fortuna, a la tarde, llegamos a nuestro

destino, la ciudad de Pinar del Río, principal zona productora de

tabaco, materia prima para los famosos habanos cubanos.

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Allí se encontraba la Universidad del mismo nombre, donde

tenía que llevar a cabo un curso de capacitación sobre manejo de

cuencas hídricas. Luego del almuerzo, me llevaron a la Facultad de

Agronomía de Montaña, sede del curso que mencioné, donde me

recibió el decano, el ingeniero José Reynaldo. Conocía muy bien a

Reynaldo, cuando unos años atrás llegué a la misma ciudad y él

estaba finalizando su doctorado y me pidió que lo acompañara en

una salida de campo. Era una gran felicidad para mí, que me

recibiera como decano de la facultad.

La facultad estaba ubicada al pié de las sierras, en un paisaje

maravilloso, con mucha vegetación selvática y hermosos campos

con cultivos de tabaco, malanga, caña de azúcar, frijoles... Me

llamaban mucho la atención los secaderos de tabaco, construidas

de paja, y las enormes palmeras “reales”, árbol nacional del país.

Luego de una breve presentación mía de parte de las

autoridades (mi amigo y colega Reynaldo) frente a los

participantes del curso, recorrimos las instalaciones de la Facultad

y organizamos las actividades para los restantes días de la semana.

Al día siguiente, por la mañana, inicié las clases y al mediodía,

me llevaron a almorzar a un pequeño caserío, próximo a la

facultad. Allí comimos en una casa de familia; recuerdo que

disfruté un exquisito plato de frijoles negros con arroz,

acompañado con jugo de naranja; como postre me ofrecieron flan

casero. Fue una delicia la comida y sobre todo el trato amable y

cordial de la gente. Durante toda la semana tuve este premio de

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poder compartir exquisitas comidas, y lo que fue realmente

importante, intercambiar experiencias de vida.

Por la noche me llevaron a una Residencia de la Universidad,

ubicada sobre un morro de la sierras, para lo cual debimos subir a

través de un camino muy sinuoso, atravesando un paisaje

selvático. Por fin llegamos y quedé asombrado de la Residencia,

instalada en un marco vegetal natural hermoso, era un regalo de la

naturaleza. El edificio era una vieja construcción de la década de

1960, que en su momento fue orgullo arquitectónico, pero que

presentaba signos de abandono, sin el mantenimiento adecuado a

través de los años.

Allí nos recibió Rubén, encargado de la Residencia, quien nos

mostró las distintas dependencias: una gran sala de estar, un

amplio comedor con una fuente de agua y numerosas habitaciones.

Estas últimas eran muy amplias, con varias camas y un gran baño,

que incluía una bañera de inmersión.

Por la noche, Rubén nos trajo la cena para nosotros cuatro,

Yilian, Maritza, José y quien relata. Era pollo frito acompañado

con un guiso de arroz y caraotas. Cenamos en la sala de estar y allí

montamos nuestra pequeña “oficina de campaña”, luego de la

cena, nos dedicamos a programar nuestras actividades para el día

siguiente.

Llegada la medianoche, nos fuimos a nuestras habitaciones,

como éstas eran tantas, cada uno pudo elegir la suya. Mi

habitación era muy amplia, con un ventanal al fondo y un largo

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baño al costado. Puse mi valija sobre una de las camas y elegí otra

para dormir. Pero repentinamente se cortó la luz en toda la

residencia.

Sin embargo, en un primer momento pensé que no era un

problema grave, pero luego me di cuenta, que no había tenido

tiempo suficiente para reconocer la enorme habitación y allí

empezó otra historia. En ese momento recordé la imagen de mi

nieto Felipe y ahora valoraba el poder de la vista y de la luz. Todo

era oscuro, profundamente oscuro. La única ventana de la

habitación estaba lejos y como pude, tanteando y llevándome por

delante algunas camas, traté de caminar hacia ella; con mucho

esfuerzo logre llegar pero lamentablemente todas sus persianas de

madera estaban trabadas y era imposible moverlas para que entre

aunque sea algo de luz nocturna. Pensé que la batalla estaba

perdida.

En ese momento, como pude intenté el regreso a mi cama, y una

vez allí, busqué en mi valija mis cosas, pero en la oscuridad, todo

era muy confuso. Luego busqué las pastillas que debía tomar por

las noches y sólo por tanteo en cuanto a forma y tamaño pude

seleccionarlas, sin tener la certeza total que pastilla iba a tomar.

Era lo mismo en ese momento. Más tarde me di cuenta que no

había almohadas ni frazadas, sólo sábanas; con un vaquero armé la

almohada y el problema de la frazada no lo pude solucionar,

porque no había llevado abrigo. Había pensado que en un país

caliente como Cuba, no haría falta protegerse del frío.

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Antes de acostarme tenía que ir al baño y allí apareció el mayor

problema de la oscuridad. Recordaba que el baño estaba a un

costado pero no lo había reconocido previamente cuando había

luz. Traté de llegar a él y me llevé por delante un viejo armario.

Junto a este último pude encontrar la puerta, ¡que felicidad!, era

una conquista. Entré al baño y busque rápidamente el inodoro

porque mi tiempo para orinar se acababa. Con mis manos hurgue

nerviosamente y toqué el lavabo, ahora debía encontrar el tan

ansiado inodoro, pero mi deseo de orinar aumentaba y ya no lo

podía controlar.

En ese momento busqué afanosamente pero el inodoro no

aparecía, ¿estaba o no estaba?... Y si estaba, ¿dónde? Ante esta

duda decidí volver al lavabo que era lo único que tenía, y luego de

algunos pensamientos culturales en contrario, me decidí orinar

allí. Que sensación encontrada de felicidad y culpa, pero no había

alternativa. Cumplido mi necesario requerimiento fisiológico,

regresé como pude a mi cama y allí me dormí profundamente.

Durante la noche me desperté varias veces tratando de calmar

el frío. ¿Frío en Cuba?, parece un chiste, pero la altura de la sierra

y la abundante vegetación de selva, hacían bajar la temperatura en

las noches. Gracias a Dios pasó la noche y a la madrugada comencé

a divisar una luz muy tenue en la ventana, nació el amanecer y el

trino de los pájaros me alegró la vida…

Por la mañana y ya con luz pude entrar al baño para reconocerlo y

observé que era inmenso, y aproveché para darme una ducha,

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lógicamente con agua fría, muy fría. Más tarde preparé mis cosas y

fui a reunirme con mis compañeros cubanos para desayunar.

Según sus comentarios a las mujeres no las afectó el corte de luz

porque ya estaban acostadas, pero José tuvo los mismos

problemas que yo. Todos sufrieron el frío y al otro día hicieron

traer suficientes frazadas del pueblo.

En definitiva la odisea había terminado y la vida seguía. En los

días siguientes, continuamos con el curso y disfrutando de la

hermosa Pinar del Río y de la Residencia.

Luego de muchos años sigo recordante esta magnífica

experiencia, con muchas historias y recuerdos que marcaron mi

vida, y hoy siguen vivos en mi mente.

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Un robo fallido en General Villegas

Trabajando en el INTA, durante el año 2011, realizamos una

comisión de trabajo de campo con el ingeniero Maximiliano Eiza,

en General Villegas, en la provincia de Buenos Aires. Esta ciudad

recibió su nombre en homenaje a Conrado Villegas, general de la

Conquista del desierto argentino, ubicada al noroeste de la

provincia de Buenos Aires, cerca de las provincias de La Pampa y

Córdoba. Su origen se remonta a las luchas por desplazar al

indígena hacia el sur, entre fortines y malones que defendían su

territorio con intereses diferentes. Las tribus ranqueles tenían

asentamiento en la gran región, y las tierras estaban en el área de

dispersión mapuche. Fue una región muy activa en la llamada

“Conquista del Desierto”.

Luego de un largo camino de alrededor de cuatrocientos

kilómetros, viajando por la Ruta Nacional 7 a través de un

hermoso paisaje de tierras de cultivos de soja y maíz, con

localidades como San Andrés de Giles, Carmen de Areco,

Chacabuco y Junín, para luego tomar la Ruta Nacional 188,

pasando por Lincoln, para llegar finalmente a la ciudad de

Villegas, luego de cinco horas de viaje.

La tarea fue realizar trabajos conjuntos con colegas del INTA de

General Villegas, y estudios y muestreos de los suelos de la

región. Todo fue muy agradable, compartiendo vivencias con

colegas y amigos. Pero si la existencia de Dios es cuestionada por

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algunos, la del Diablo es una realidad indiscutida. Prueba de esta

aseveración es lo que paso a relatar a continuación.

En General Villegas nos habíamos alojado en el hotel Antonini,

próximo a la estación de Servicios YPF Automóvil Club, ubicada

en la rotonda de entrada a la cuidad, sobre la Ruta Nacional 188.

A la mañana temprano, previa preparación de los equipos de

muestreo de suelos y la camioneta, salíamos para los campos en

los cuales debíamos trabajar. Al mediodía, regresamos para

almorzar algo “frugal” en la estación de YPF, y debido al intenso

calor del verano, descansar una hora en el hotel, para regresar

luego al campo. Esta rutina se repitió durante toda la semana.

Por comodidad, siempre llevaba un pequeño bolso de color azul,

con la parte superior, naranja. Allí guardaba todo lo importante

para mí, como documentos, cámara de fotos y el dinero necesario

para costear todo los gastos del viaje. Ese bolso era un compañero

inseparable, nunca lo dejaba en el auto, pero en uno de esos días,

el diablo metió la cola…

Luego del trabajo a la mañana, al mediodía, regresamos a la

Estación de Servicios para almorzar. Como siempre, estacionamos

la camioneta y bajamos con Maxi y con mi valioso bolso. Dentro de

la estación, nos ubicamos en dos largos asientos y junto a mí, sobre

el asiento, dejé mi bolso. Almorzamos algo muy liviano y tomamos

abundante agua para paliar el intenso calor. Posteriormente nos

retiramos, subimos a la camioneta y llegamos rápidamente al

hotel que estaba muy próximo. La idea era descansar un poco y

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reiniciar la tarea por la tarde, hasta que se ponga el sol y tengamos

luz. Luego de un breve descanso, como todos los días, busqué el

bolso, pero, ¡sorpresa!, el bolso no estaba sobre la mesita de la

habitación, donde siempre estaba.

Mi mente trabajó rápidamente y pensé, “tranquilo, lo dejé en la

camioneta”. Fuimos hacia ella y busqué con tranquilidad,

pensando que estaría sobre el asiento, pero allí no estaba. Mi

tranquilidad se desvaneció y la transpiración apareció como un

fantasma. Mis neuronas iniciaron su contacto, y pensé: “¡Me

olvidé el bolso en el comedor de la Estación de Servicios!”.

Rápidamente con Maxi, emprendimos el corto camino hasta la

estación de servicios. Habían pasado algunas horas, entré al

comedor y mi vista ubicó rápidamente el asiento donde habíamos

almorzado, pero el bolso no estaba allí. Le pregunte a una

empleada y me dijo que ni bien nos habíamos retirado, había

llegado una pareja a ese mismo banco. En ese momento pensé:

“Estoy en el horno”. Sin perder tiempo, hablé con el responsable

de la Estación y me tranquilizó, diciendo que había cámaras

dentro del comedor y que necesitaba tiempo para verlas. Por tal

motivo esperamos ansiosos hasta que nos dijeron que en las

imágenes se ve que nosotros salimos sin ningún bolso en mi

hombro, como acostumbraba. La deducción era sencilla, había

dejado el bolso sobre el asiento y la joven pareja que había

ocupado ese asiento, se lo había llevado. El mundo se me vino

abajo. Todas mis pertenencias y el dinero del INTA se habían

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perdido, para colmo recién era miércoles y la comisión finalizaba

el viernes.

Por lo tanto la primera reacción fue realizar la denuncia en el

Departamento de Policía, aunque eso era sólo un paliativo para mi

angustia; así lo hicimos. Llegamos al Departamento y presenté la

denuncia de la pérdida del bolso conteniendo elementos valiosos.

Frente a un policía declaré como había sucedido todo y

posteriormente nos retiramos. Partimos para el campo y allí

estábamos trabajando, cuando recibí una llamada al celular de

parte de un agente de policía, que me informaba que debía

concurrir al Departamento por el tema de la denuncia realizada.

Le contesté que estábamos trabajando y que ni bien terminábamos

iríamos por allá.

Ni bien terminamos el trabajo viajamos para la ciudad teniendo

la esperanza de alguna buena novedad sobre mi bolso. Fuimos al

hotel para bañarnos y cambiarnos. En la habitación, entre el

desorden típico de una semana de trabajo, Maximiliano descubre

la presencia del maldito bolso, parcialmente entre la mesa y la

pared, y tapado por ropa sucia. Mi alegría fue inmensa, imposible

de describir, el alma me volvió al cuerpo y me reproché con una

mala palabra, que merecía: ¿Cómo no lo había visto al mediodía?

Inmediatamente con mucha alegría cargué el bolso y nos fuimos

a comunicar la grata nueva a la Policía. Ni bien llegamos al

Departamento de Policía, informé que había encontrado el famoso

bolso. Al poco tiempo, notamos que el trato no era el mismo que

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habíamos recibido por la mañana. Estando con Maxi en el hall de

entrada, uno de los agentes me informó que debía trasladarme a

otra oficina, mientras Maxi debía permanecer allí. Esta situación

no era lo que yo esperaba, pero bueno, era así... Me indicaron que

me dirija a una oficina al fondo, para lo cual tuve que pasar por un

largo pasillo, acompañado por un agente. Mi tranquilidad se iba

acabando.

Al llegar a la oficina indicada, me recibió un agente de policía,

al parecer de mayor jerarquía. Me hizo sentar e inició un

interrogatorio sobre la pérdida y reencuentro del bolso, con un

tono muy poco amable. Apoyé el bolsón sobre el escritorio y

comencé a sacar todas las pertenencias que había dentro:

documentos personales y de la camioneta, cámara fotográfica,

monedero con el dinero y otros objetos menores. El oficial me

preguntó si me faltaba algo y le respondí que estaba todo bien.

En ese momento, el oficial me contó que luego de mi denuncia

al mediodía, envió un investigador a la Estación de Servicio y que

había novedades. Acto seguido hizo llamar a este investigador que

llegó a la oficina e inició su relato, comentando que había hablado

con el responsable de la estación y éste le señaló que había dos

cámaras, una dentro del comedor y otra, fuera de él, en el

estacionamiento. Ante esta situación inesperada, le comenté que a

mí nadie me había dicho de la existencia de esta segunda cámara.

Mi intuición me decía que algo no estaba bien y comencé a

preocuparme.

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En relación con la denuncia, revisando la cámara ubicada en el

comedor, no encontraron nada diferente a lo que yo sabía: que

habíamos salido de allí sin el bolso en cuestión. Por otro lado,

revisando la cámara del estacionamiento, el investigador observó

que yo portaba el bolso y subía con él a la camioneta. Esto era

inesperado para mí teniendo la información de la segunda

cámara. Para la policía la situación era clara: yo denuncié un falso

robo del bolso para quedarme con todo el dinero del INTA. Como

dije anteriormente, el diablo existe y metió la cola…

En ese momento el investigador se retiró y quedé a solas con el

Oficial. Este en un tono muy descortés e imperativo, me hizo saber

que mi situación era muy comprometida; todo esto ocurrió a

puertas cerradas. En ese momento mi cerebro era un “auto de

fórmula uno” y entendí que mi situación era compleja y era un

“boludo”, no había dudas.

Pero no hay mal que por bien no venga, la agresión hacia mi

persona fue tan fuerte y a mi entender, injusta, que los

mecanismos naturales de defensa de mi integridad y honor me

hicieron reaccionar rápidamente. Levantando el tono de voz, le

pregunté: “¿Usted sabe quién soy yo?” y le conté al oficial que

hacía cuarenta años que trabajaba en el INTA y le pedí que

llamara al Director del INTA de General Villegas y que le

preguntara sobre mí. Además le aclaré, que en caso de ser cierta la

pérdida del dinero, yo era responsable y debía responder ante la

Institución.

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A través del tiempo, recuerdo ese momento, defendiéndome

como un “gato panza arriba”. Pienso que en algunos momentos

pude haber sido ser irreverente y haya levantado demasiado la voz,

pero no tengo dudas que esa actitud me “salvo” de una situación

tal vez muy dolorosa…

Por fortuna, luego de esa situación muy tensa, el Oficial me

devolvió el bolso y me indicó que me retirara, sin darme ninguna

explicación. Sin pensarlo ni un segundo, salí “disparado” hacia la

puerta de la oficina. Me encontré con Maxi que me esperaba en el

hall de entrada, y sin hablarnos, velozmente nos alejamos del

lugar. No podía creer lo que me había pasado en ese largo y

tenebroso día.

En suma, esa noche festejamos con una buena cena, en el

restaurante Luscofusco, que ocupaba una casa antigua con

ladrillos a la vista y grandes puertas de madera. Allí tratamos de

olvidar los malos momentos vividos y nos fuimos a dormir limpios

de culpa y cargo. El otro día fue un día normal de trabajo y solo me

queda la tranquilidad de poder contarlo.

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