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De entre las varias modalidades para la exposición de la obra de Freud y del método del psicoanálisis, hemos considerado que la más conveniente sería trazar una limpia diagonal que cruzara el grueso cuerpo de estudio, cortando las formulaciones provisionales, las revisiones ya revisadas, la sustitución o el desplazamiento de unas instancias por otras, la reiterada modificación de las funciones y la evolución histórica de los sistemas. Posiblemente, Freud no abandonó –ni dio por definitivamente concluido- ninguno de los conceptos o de los términos que, de forma sucesiva o simultánea, utilizó a lo largo de cincuenta años para sostener su aparato psíquico: "la doctrina de la pulsión es, por así decirlo, nuestra mitología". Nos hemos preguntado con cierta frecuencia por qué Freud quiso hacer una teoría, elaborar una metapsicología del psicoanálisis, por qué no le bastó con el método, con la espléndida técnica que había desarrollado. También se puede decir: si el descubrimiento de Freud es doble, por una parte, médico, y por otra, ético-sociológico, por qué no se conformó con sus importantes aportaciones médicas y tuvo que seguir hacia una ética de enunciados probables que formuló como una antropología de enunciados verdaderos. Son preguntas más bien retóricas que nos hemos hecho para acompañarnos cuando veíamos que volvía a reformular la pulsión o el principio de placer, aunque parecía claro que nunca lograría entenderlos: simplemente porque él era médico, y tal vez podía apoyarse –o seguir más o menos de cerca- a Schopenhauer o a Nietzsche, pero hay conceptos, instancias o nociones que, pareciendo sencillos, no lo son, y Freud no acabó de cogerles la vuelta. Con todo: el método psicoanalítico es un procedimiento para descubrir la dinámica habitual -inconsciente- de la instintividad y, una vez conocida, ponerla a disposición de la voluntad del paciente. Pero la teoría antropológica del psicoanálisis, al suponer que la voluntad está constitutivamente impedida, sepulta completamente las posibilidades del método. Entendemos que en esta diferencia drástica entre la clínica –la

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Abordaje del método freudiano VVAA

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Page 1: Abordaje del método freudiano VVAA

De entre las varias modalidades para la exposición de la obra de Freud y del

método del psicoanálisis, hemos considerado que la más conveniente sería trazar

una limpia diagonal que cruzara el grueso cuerpo de estudio, cortando las

formulaciones provisionales, las revisiones ya revisadas, la sustitución o el

desplazamiento de unas instancias por otras, la reiterada modificación de las

funciones y la evolución histórica de los sistemas.

Posiblemente, Freud no abandonó –ni dio por definitivamente concluido-

ninguno de los conceptos o de los términos que, de forma sucesiva o simultánea,

utilizó a lo largo de cincuenta años para sostener su aparato psíquico: "la doctrina

de la pulsión es, por así decirlo, nuestra mitología".

Nos hemos preguntado con cierta frecuencia por qué Freud quiso hacer una

teoría, elaborar una metapsicología del psicoanálisis, por qué no le bastó con el

método, con la espléndida técnica que había desarrollado.

También se puede decir: si el descubrimiento de Freud es doble, por una

parte, médico, y por otra, ético-sociológico, por qué no se conformó con sus

importantes aportaciones médicas y tuvo que seguir hacia una ética de enunciados

probables que formuló como una antropología de enunciados verdaderos.

Son preguntas más bien retóricas que nos hemos hecho para acompañarnos

cuando veíamos que volvía a reformular la pulsión o el principio de placer, aunque

parecía claro que nunca lograría entenderlos: simplemente porque él era médico, y

tal vez podía apoyarse –o seguir más o menos de cerca- a Schopenhauer o a

Nietzsche, pero hay conceptos, instancias o nociones que, pareciendo sencillos, no

lo son, y Freud no acabó de cogerles la vuelta.

Con todo: el método psicoanalítico es un procedimiento para descubrir la

dinámica habitual -inconsciente- de la instintividad y, una vez conocida, ponerla a

disposición de la voluntad del paciente. Pero la teoría antropológica del

psicoanálisis, al suponer que la voluntad está constitutivamente impedida, sepulta

completamente las posibilidades del método.

Entendemos que en esta diferencia drástica entre la clínica –la técnica, el

método- y la teoría –la metapsicología- del psicoanálisis, puede radicar –en alguna

medida- la explicación de que los descubrimientos o aportaciones de Freud hayan

resultado muy atractivos para buen número de médicos –no sólo psiquiatras- y

psicólogos y, sin embargo, sus presupuestos o postulados teóricos –doctrinales-

sean, por muchos motivos, completamente inaceptables.

Comenzaremos por la pulsión, por ir entrando en materia: tal vez con

Brücke, su maestro, Freud aprendió a percibir la vida psíquica, de manera habitual,

como fuerza o energía. Cuando quiso construir su modelo, necesitó una energía, un

dinamismo sin determinación y que estuviera en el comienzo.

Planteado así parece tan sencillo como generar una chispa eléctrica, pero las

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dificultades comienzan cuando se ponen condiciones, claro. Freud no tiene un

primer momento vacío, inmediato, indeterminado, como el del proceso dialéctico

hegeliano, en el que el pensamiento es mediato, el segundo momento, la energía

del negativo referida a algo.

Freud, quizá siguiendo –a su manera- a Schopenhauer, no tematiza la

voluntad, lo que le diferencia de Nietzsche y, además, deja la energía en el

comienzo sin el tirón dialéctico voluntario. Para Hegel, si el primer momento no está

vacío –‘ser, nada’- no se puede pasar al segundo momento, pensar el negativo.

Sólo falta una última dificultad: como Freud exige inmediatez –y la

espontaneidad surge al desvincular la causa eficiente de la causa final, ‘yugulando

la teleología’- la energía, que está en el comienzo, queda en pura eficiencia sin

forma, indeterminada. La causalidad final contiene la referencia al futuro, pero el

futuro lo ocupa el criterio hermenéutico, de manera que tenemos una eficiencia

desprovista de futuro: la mera anterioridad respecto de unas formas que no la

perfeccionan.

Vamos viendo que la cuestión de la energía de la vida psíquica no es tan

sencilla como la chispa de una bujía porque, después de todo, aún tenemos

solamente una energía que no lo es y que necesita una particularización que la

determine: la interpretación –la hermenéutica- puede proporcionársela, pero

inevitablemente a posteriori, ya que la energía está en el comienzo, es lo primero,

así que la interpretación llega tarde.

Podemos aprovechar la oportunidad para introducir el principio de placer, ya

que estamos en su zona de acción y hemos expuesto algunos avatares de la

energía pulsional que los dos comparten.

Veamos: la actividad psíquica tiene por finalidad evitar el displacer y

procurar el placer. El placer va ligado a la disminución de las excitaciones psíquicas,

esto es, el placer está basado en un principio regulador del funcionamiento

psíquico.

Como Freud trabajó algunos meses en la clínica de Meynert, la regulación de

los procesos vitales por placer o displacer, hay que referirlo a Meynert “hasta en sus

particularidades”, aunque otros autores, en cambio, dicen que la idea de un

principio de placer regulador del funcionamiento psíquico, no siendo propia de

Freud, la aprendió de Fechner, que había enunciado un «principio del placer de la

acción» que no seguía las doctrinas hedonistas tradicionales.

Teníamos la energía, la pulsión, en el comienzo, pero con problemas para

formalizarse y para enlazar con alguna instancia o función. La hermenéutica puede

determinarla por particularización, pero llega tarde: el dinamismo, así, queda en

situación de sospecha –hermenéutica- insuperable que le obliga a negar sus

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posibilidades, a lanzar todas sus posibilidades hacia la nada: en la respuesta al

preguntar, la angustia se destaca como nada.

Por tanto, el dinamismo no puede separarse de la angustia: la angustia es,

entonces, lo primero, que no se aguanta bien y busca un alivio, un consuelo, que se

intenta con una obturación. Freud, al sentar el principio de placer, sostiene que no

habría conflicto si el consuelo, la satisfacción del placer, no faltase; al quitar el

consuelo reaparece el conflicto, que sólo se resuelve si el consuelo se restablece.

Para Hegel, el principio de placer es un contrasentido: no es nada como principio:

no hay tal principio.

El principio de placer no es un principio, sino un derivado de la falta de

aguante: un remedio, que presupone la angustia y la enmascara. Lo dinámico en

trance es ahora el principio de placer, que, antes que nada, se vuelve de espaldas a

la angustia: intenta obturar la angustia, con lo que la espontaneidad desaparece.

El principio de placer se limita a intentar el alivio de la angustia, esto es, el

dinamismo ya sólo es un proyecto frente a la angustia.

De manera que la pulsión, que era pura energía vital en comienzo, se ha

convertido –ante la fuerza de los hechos- en un proyecto frente a la angustia.

La interpretación, ahora insustancial y ciega, sigue obligada a particularizar

el dinamismo –para poder decir algo de él- y a referirlo a objetos –en otro caso es

inútil- de modo incongruente –pues la interpretación, si es congruente y, por tanto,

sin conflicto, está de más- y colocada de antemano al margen de la angustia –no es

posible que admita la angustia en ella misma sin anularse-. Con lo que viene a

quedar un prototipo de superficialidad y pedantería.

Otras posibilidades en relación con la posición de la energía son: pensar

como posterior al comienzo, que es el segundo momento de Hegel: en este caso, el

planteamiento es un vacío temático a llenar por determinaciones.

También cabe establecer la energía, no en el comienzo, sino anterior al

comienzo mismo, como un fundamento. La consecuencia es que el proceso de

tematización carece de sentido: es la postura de Nietzsche.

La versión freudiana es oscilante: por tratarse de un dinamismo inicial que

no es el yo ni objetivo –por inconsciente- debería dejarse sin determinar –es el ello,

aliado y sustituto del principio de placer-, pero en tal caso la hermenéutica dejaría

de ejercerse.

Además, por entrar en conflicto con todo tema debería declararse que no

tiene sentido, pero entonces la hermenéutica no resolvería conflicto ninguno y no

sería curativa.

La pulsión es previa a la presencia y al objeto, indeterminada e inconsciente:

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carece de las determinaciones propias de un esquema temporal, de cualquier

organización del tiempo –por simple o elemental que sea. Es incompatible con el

pasado humano y con la vida: es sólo una sección vertical del tiempo vacío –el paso,

el trance-, que no puede mantener ni contener ni retener. Paso, trance, tránsito,

fuga, soplo: la fuerza que desaparece por extinción al acabar su recorrido.

Cabe pensar, hay que pensar, que Freud, por desconocimiento, no tuvo en

cuenta o no supo valorar cuáles eran las consecuencias de tomar una energía o

fuerza vital y someterla a unas condiciones arbitrarias –las que a él le interesaban-

pretendiendo, con estos presupuestos, montar un aparato psíquico –ortopédico y

artificial- que sustituyera al psiquismo humano.

Como hemos visto hasta ahora con la pulsión o con el principio de placer,

antes de ponerse en marcha y empezar a funcionar –por decirlo de algún modo- los

dos se han reunido defensivamente en un proyecto de anticipación frente a la

angustia –generada por el propio método-, después de ir de aporía en aporía y

forzando soluciones de compromiso.

En suma, para completar las características de la pulsión y continuar con el

estudio del psicoanálisis, podemos añadir: el tiempo de la pulsión es el tiempo

vacío: es el tiempo que acaba en la muerte, el tiempo como trascurso de lo que se

extingue al transcurrirlo, de lo que no deja rastro al recorrerlo –porque no es un

respecto a sí, sino que fluye en el tiempo y se descarga-.

No plantea problemas porque no deja nada. No da tiempo a, ni es tiempo de,

o apropiable, pero tampoco arrebata porque lo que transcurre no se distingue de su

transcurrir, no pretende mantenerse o retenerse saliendo de su trascurso, sino que

se pliega a él, pues lo necesita sin que, por otra parte, le falte, y siguiéndole se

debilita y acaba.

La pulsión no sobresale del tiempo que, de tal modo, puede decirse suyo sin

adscripciones ni inquietudes. No es urdimbre alguna, no cabe decir ni que se hace

ni que se deshace en su temporalidad. No es ausencia ni encuentro. Su

prolongación indefinida no puede descartarse con tal de que sea tan tenue como

inconsciente. Tampoco puede descartarse una indefinida reanudación o retorno.

La pulsión no puede recibir información, ni adaptarse, no atiende a razones y

no puede ser educada o enseñada. Cualquier intervención en ella de cualquier

instancia extraña es una interrupción, un obstáculo. Pero no puede hacer suya la

detención, es incapaz de hacer formalmente frente a la interrupción de su

transcurso, no posee recurso alguno en orden a un autocontrol.

Tiene un destino particular y la interrupción de su tránsito no introduce

ningún sentido para ella en ella. No puede adecuarse en manera alguna con la

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instancia que interrumpe su transitar. Toda intervención tiene un carácter negativo

para ella.

La pulsión no es pulsión de o para una significación, sino en trance. No es

una espontaneidad destinada a objetos, sino que precisamente no lo es.

Así, la única causalidad que el terapeuta puede atribuir a sus temas es

cierta espontaneidad particular: la mera anterioridad de lo finito que, como mucho,

se reitera encendiéndose y apagándose.

Podemos seguir con la odisea pulsional, a la que ahora se opone el principio

de realidad, que obstaculiza, impide el recorrido pulsional o paraliza su trance a

través del mecanismo de represión: la frustración de la pulsión es necesaria para

que surja el yo, que se consolida en orden a la realidad y cuya función, ejerciendo

la censura, es evitar el choque frontal de la pulsión con la realidad. La conducta del

yo es consciente, pero el yo está cerrado al inconsciente. El yo viene a ser un

pacificador, un ensayo de homeostasis que no puede tener éxito debido al

empecinamiento de la pulsión, incapacidad de aprender.

Para Freud la pulsión no es agresiva de suyo, sino del todo inocente. Puede

pervertirse, o sea, volverse agresiva frente al obstáculo, de forma reactiva. La

pulsión no se aparta normalmente de su transitar, pero según la secuencia pulsión-

obstáculo, la agresividad es inevitable: acontece sin remedio cuando la pulsión es

detenida -desviada de su transcurso. La agresividad es la desviación del placer

inocente: el tanto de culpa ha de atribuirse al obstáculo.

Una parte considerable de la terapia psicoanalítica va orientada a deshacer

el sentimiento de culpabilidad: la falsa carga de una responsabilidad inexistente. Tal

responsabilidad es tan trivial como la pulsión: ciertamente, la hermenéutica

freudiana induce a la renuncia a ser un yo.

La conducta consciente no posee una significación directa: sólo se presta

atención a la realidad porque no asiente a la pulsión, -que no se ha apagado, sino

que se ha desviado-.

El despertar consciente no se produciría sin enfrentamiento con el obstáculo,

que es conocido porque no es posible hacerlo desaparecer. Sólo hay conciencia de

obstáculo, y sólo hay obstáculo por la impotencia de anularlo. La descalificación de

la conciencia sugiere, por todas partes, la muerte.

En suma: la inocente pulsión ha generado una angustia anticipatoria, un

inmotivado sentimiento de culpabilidad y una incitación a la renuncia del yo, con

pérdida de la significación directa la conducta consciente y del futuro, ocupado por

la interpretación.

Con todo, lo más grave es la inversión de la perspectiva: se atiende a la

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realidad porque se opone; el yo surge por frustración pulsional, sólo para evitar el

choque, y está destinado al fracaso; la conciencia despierta por enfrentamiento,

sólo es de obstáculo y sólo se conoce porque no se puede anular.

Retomamos el periplo de la pulsión, que ya ha despertado a la conciencia.

Vamos a exponer ahora cómo la penetra e invade, intentando ser exhaustivos para

facilitar un entendimiento cabal:

La pulsión es inconsciente: si no se abre paso en la conciencia no hay opción

de interpretarla, por lo que tal abrirse paso es afirmado por la hermenéutica.

El yo se opone al intento pulsional, agravando el conflicto, que se convierte

en enfermedad. Los mecanismos de defensa son un conato de solución del conflicto

desde la conciencia y para ella: no son adecuados.

La conciencia no puede penetrar en la pulsión, pero la pulsión sí puede

penetrar en la conciencia, que es censura que puede ser atravesada; la salida que

la conciencia proporciona a la pulsión es una desviación: falsa o vicariamente

satisfactoria, pues su tiempo propio está paralizado. Con todo, se fija, adquiere

cierta duración: un intervalo de no extinción.

Así es como, en Freud, la conciencia entra en conjunción con la pulsión, a la

que dilata y que toma, así, un sentido energético, dinámico, que se vierte en la

conciencia. La paradoja es que, sin la conciencia, no cabe hablar de dinamismo, ni

siquiera hablar de lo psíquico.

La conciencia como dilación –dilatación y desplazamiento- aporta una

temporalidad nueva, conservadora del pasado, que no es una conciliación ni una

integración ni una ascensión del pasado en el presente.

La pulsión se desborda e invade la conciencia, precisamente porque la

conciencia no es su tiempo peculiar. La función de la conciencia -la dilación- es para

la pulsión la imposibilidad de desaparecer, o sea, la ocasión para comparecer.

La conciencia es algo parecido a la tapa de una cacerola: debajo de ella se

condensa la fuerza que, destapada, no es una fuerza. El dinamismo es un pasado

respecto de la conciencia y la fuerza se ejerce en la dilación de la conciencia y

solamente así.

Es el presente lo que condensa el pasado: el pasado bulle bajo la tapa de la

cacerola del presente. Sin embargo, según la hermenéutica, es un pasado sin

vocación de presente.

Tampoco hay referencia al futuro, a ninguna esperanza: nadie va a venir,

ninguna iniciativa saldrá al encuentro. Tal posibilidad está excluida de antemano

porque el huésped de la conciencia es el pasado y tal huésped no recibe visitas

porque no posee futuro.

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Como lugar de comparecencia, el presente no eleva el pasado, sino que el

pasado es el dinamismo. Inconsciente significa pasado, pero el pasado se concentra

como tal por el presente: sin conciencia no hay inconsciente.

La insignificancia del presente está ligada también a un claro dualismo con

su reducción completa al pasado, con el que se puede llegar a interpretarlo o al

menos a aliviarlo.

Sostener a la vez el carácter somero de la conciencia y medir lo profundo de

la enfermedad como perturbación de la conciencia es un disparate.

La conciencia es fenomenología de la pulsión en ella dilatada. De suyo, esta

invasión, al no contar la conciencia con un armazón lógico trascendental -al estilo

kantiano-, habría de ser directamente caótica, tanto más cuanto que la conciencia

es ocasión de dilatación por dilatación, es decir, impropiamente.

La significación de la pulsión no puede ser adecuadamente entendida en su

comparecencia, por carencia estricta de significación o por la incongruencia que la

noción de significación entraña para la pulsión: la pulsión no es pulsión de o para

una significación, sino en trance.

Como la conciencia no resuelve la pulsión, la pulsión vaga sin fin en la

conciencia, aúlla interminablemente en los intersticios por donde se ha introducido.

La conciencia procede a acallarla. Acallando la pulsión, la conciencia se hace

funcional respecto de ella: esta segunda función es derivada y, por lo tanto, servil.

Semejante confusión es aprovechada para el hermeneuta, que muestra su

virtuosismo en un amplio campo de combinaciones posibles. Ello implica el abuso

investigador de encontrar lo que uno busca.

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