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La vida de San Vicente de Paúl ha sido la primera lectura de mi infancia en el
hogar doméstico. El interés que se adhiere a la memoria de los Héroes de la
humanidad sufriente, habiendo crecido con mis años, yo me propuse siempre
escribir su historia, para retener las impresiones de mi infancia, cuando el
concurso abierto por la Sociedad Católica de los Buenos Libros me hizo entrar
en la lid. Ahí encontré, y yo me felicito de ello, uno de los atletas bajo los que
es glorioso sucumbir. Mi joven vencedor, Sr. Capefigue, tiene más triunfos
literarios que lustros. Yo camino detrás de él, pero a una gran distancia; yo le
sigo, pero como Salius, en el combate de la carrera descrita en el 5º. Libro de
la Eneida seguía a Nisus:
Proximus huic, longo sed proximus intervalo
Insequitur Salius…2
Nuestras dos obras han sido apreciadas por uno de los jueces del concurso,
con tanta imparcialidad como justicia. Nos ha sido fácil, dijo el Sr. Laurentie,
en el informe que él hizo a la Sociedad Católica, en la reunión del 26 de enero
de 1826, donde los premios fueron otorgados: “Nos ha sido fácil de
descubrir en la división misma de la obra del Sr. Capefigue, así como en el
lenguaje firme y conciso del autor, a un hombre acostumbrado a ejercitar
su espíritu en las materias de la legislación y la política, y a meditar sobre
los hechos de la historia. Él no ha visto en Vicente de Paúl, solamente a un
gran santo a los ojos de la Religión, él ha visto a un gran personaje que ha 2 Nota del Traductor (N.T.) Locución latina que significa: próximo a éste, pero a un gran intervalo.
4
llenado, no sólo por su piedad, un rol importante en un siglo en que la
Religión tenía un gran lugar en los asuntos de la vida. Él ha mostrado la gran
influencia de sus discursos y de sus ejemplos sobre todas las partes de la
sociedad francesa; y bien que no se puede decir que las virtudes del tal
santo puedan ser agrandadas por los hechos de sus historiadores, al menos
es cierto decir que el autor las ha presentado en su conjunto de manera a
volverlas más impactantes, mostrando el admirable ascendiente de este
genio extraordinario, la autoridad imponente de su caridad, la especie de
dominación que él ejerció por la virtud, y que le convirtió en maestro en
alguna suerte de voluntades, sea en la corte, sea en el campo, en los
palacios de los grandes como en las cabañas de los pobres. Este espectáculo
de la piedad convertida en maestra de un mundo de ordinario congelado
por los placeres, ameritaba de ser ofrecido a la meditación de esta clase de
lectores que están poco acostumbrados a apegar sus espíritus a la lectura
de las Vidas de los Santos. Parece que este fue el objetivo principal que se
propuso el autor de la primera obra.”
“Nosotros diremos pocas cosas de la segunda obra, precisamente porque el
autor se ha esforzado en conservar en su trabajo ese carácter de
simplicidad y de candor, ese lenguaje de piedad y de fe, que parece
convenir en general a la narración de las virtudes de un santo que siempre
evita el impacto, y que abaja su vida a lo que él tiene de más humilde en la
abnegación de sí mismo, y en la devoción de la caridad; de ahí que esta
obra es simplemente una historia. El autor recorre las acciones de su héroe,
y les presta todo el calor que ellas deben sacar de una simple narración.
Existe un orden y una ruta fácil en la narración. El estilo tiene la elegancia y
5
el abandono, algunas veces la narración inspira al autor una corta reflexión,
o hasta reproches ingeniosos, donde se remarca siempre el mismo carácter
de la simplicidad en el lenguaje y el pensamiento. Con ligeros cambios, esta
obra conservará un tono de popularidad que debe ser el primer carácter de
los libros que nosotros destinamos a las clases humildes de la sociedad,
pero que no por ello deben aparecen desprovistos de candor a las clases
más altas.”
Para hacer mi trabajo más digno de la clase interesante a la que está
destinado, consulté no solamente las memorias y manuscritos de ese tiempo,
sino que además a un escritor de nuestros días, el modesto autor de “El
Ensayo histórico bajo la influencia de la Religión en Francia durante el Siglo
17”, quien, entre otros conocimientos profundos, posee uno bien raro en
estos días, aquel de la historia eclesiástica. Yo envié mi manuscrito a su
juiciosa crítica.
Yo vi con pena en la obra del Sr. Capefigue, que nosotros diferíamos de
opinión sobre uno de los más bellos rasgos de San Vicente de Paúl, su
conducta en relación de un galerón3 en el baño de Marsella, donde éste tuvo
lugar. Este hecho se me presentó con una tal unanimidad de testimonios
históricos, que yo consideré mi deber conservar una de las más bellas
páginas de la vida de nuestro común héroe.
3 N.T. Convicto en las galeras.
6
VIDA DE SAN VICENTE DE PAÚL
CAPÍTULO PRIMERO
Su nacimiento.‐ Ocupaciones de su infancia.‐ Su entrada al colegio y en las órdenes.‐ Su cautiverio en Barbarie.
Enrique IV y San Vicente de Paúl fueron contemporáneos. El mejor de los
reyes ameritaba bien de ver y de escuchar, bajo su reino, al mejor de los
hombres. Nuestras montañas de los Pirineos se pueden gloriar de haber visto
nacer casi a un mismo tiempo a un rey y a un pobre sacerdote, en que uno
fue la gloria del trono, y el otro aquella del sacerdocio y de la humanidad.
Vicente de Paúl nació el 24 de abril del año 1576, en un pequeño caserío de
la parroquia de Pouy, en la diócesis de Acqs, en Gascogne. Su padre se llamó
Guillermo de Paúl y su madre Bertrande de Moras; ellos poseían una
pequeña casa y cultivaban el campo que habían recibido de sus padres. Eran
pobres; pero su vida simple y laboriosa les daba aún cierta holgura, y ellos
podían dar limosna a los más pobres que ellos. Ellos seguían en sí mismos
este consejo de Tobías a su hijo: Si tienes bastantes bienes, da bastante; si
tienes poco, cuídate de dar de buen corazón aún de eso poco. Vicente fue el
tercero de seis hijos que ellos tuvieron de su matrimonio. El encuentra en su
familia tradiciones patriarcales, ejemplos de sobriedad, el amor al trabajo,
una piedad sólida que tienen tanta influencia en la infancia y sobre todas las
etapas de la vida. Como sus hermanos, él cuida a su turno las ovejas de su
7
padre; el nuevo José, y más feliz que él, porque él siempre fue amado por sus
hermanos y que él nunca excitó la envidia de ellos, él fue pastor sobre las
riberas del Adour, como lo fue en otro tiempo el hijo de Jacob en el valle del
Hebrón; sus manos débiles llevaron el cayado, mientras esperaba que ellas
fuesen suficientemente fuertes para dirigir la carreta.
En medio de sus ocupaciones campestres, su corazón se despoja de sí mismo.
Su primer sentimiento, o más que todo su primera virtud, fue la caridad. El
distribuía a los pobres todo lo que él podía tener, sus alimentos, sus ropas; él
les habría dado sus ovejas y sus carneros si hubiera podido disponer de ellos;
él vaciaba en sus manos su panera y hasta su monedero, ya que él tenía una
para ellos. Un día él encuentra a uno tan denodado y tan sufriente que él le
dona todo su pequeño peculio, que se elevaba a treinta centavos, suma casi
considerable en esos tiempos, para el lugar y para aquel que lo había
acumulado en medio de privaciones o hasta de las primeras necesidades.
Cuando su padre le enviaba al molino a buscar la harina de la casa, él
encontraba a los pobres, abría el saco, les daba puñados de harina, y su
padre, cuyo corazón era excelente, jamás le hizo reproches.
El espíritu del joven Vicente se desarrolla tan felizmente como su corazón;
fue sin duda el pastor del caserío quien le enseñó a leer; puesto que, en
todos los tiempos, el presbiterio ha sido la escuela de los niños de los pobres.
Su penetración, su inteligencia y sobretodo su buen sentido encantaba a sus
padres, y causaba admiración a los hombres más brillantes del cantón. Tan
felices disposiciones motivaron a su padre a hacerlo estudiar; él no se alarmó
de la nueva carga que esta educación le iba a imponer. Es cierto que un poco
8
de ambición entra en el alma de este buen labrador; el veía en su caserío a
un hombre de la misma condición que él, que habiéndose convertido en un
rico abad, había enriquecido a sus hermanos y sobrinos, y él se prometía la
misma ventaja para su familia; pero sus esperanzas fueron bien equivocadas,
ya que toda la vida de su hijo no fue más que una práctica perpetua de este
precepto del Evangelio, que lo superfluo de los ricos, y sobre todo de los
ministros del altar, es el patrimonio de los indigentes.
A los doce años, el joven pastor deja el cayado para entrar al colegio de Dax.
Su pensión debió costar 60 libras por año, y esta pequeña suma que, en
nuestros días, no cubrirían un mes de pensión de nuestros niños, era un
enorme gasto para su padre. El colegio de Dax era en ese entonces muy
frecuentado: Vicente ahí pronto se distingue por su ardor por el estudio y la
rapidez de su progreso. Si su aplicación al trabajo; si su piedad modesta le
fueron estimadas por sus maestros, su dulzura, su bondad le dieron cariño de
todos los alumnos. Aquel que debía ser apodado un día como el buen padre,
el verdadero amigo de los hombres, ameritaba tener a todos sus
condiscípulos como amigos de colegio. Los profesores hablaban de él con
complacencia; ellos le citaban siempre como su mejor alumno y aquel a
quien ellos le debían mostrar el mayor honor. Después de cuatro años de
estudios, fue juzgado digno de ser maestro él mismo.
El Sr. De Commet, el viejo, abogado de Acqs, y juez de Pouy, sobre los
reportes que se le hicieron de los conocimientos y de las costumbres de
Vicente, le confía la educación de sus dos hijos. El Sr. De Commet, que fue su
primer benefactor, amerita el reconocimiento de la posteridad. El empleo de
9
confianza que él le da tuvo para él la inapreciable ventaja de economizar a su
padre los gastos de su pensión. Vicente continúa durante cinco años sus
estudios, y sobrepasa las esperanzas que él había suscitado. Su sabiduría, su
hombría de bien no hicieron que crecer con los años. Su vocación por el
estado eclesiástico habiéndose declarado, él recibe a la edad de 20 años, el
20 de diciembre de 1596, la coronilla y las órdenes menores: ¡y en qué otra
carrera él podría llenar mejor el ministerio de la caridad al que le llamaba la
Providencia!
Enrolado en las órdenes, el joven Vicente tuvo que seguir un curso de
teología; fue necesario dejar el país natal y entrar en un seminario. Este viaje,
esta nueva escuela, exigieron nuevos gastos; su padre se vio obligado de
hacer todavía un sacrificio. No tuvo más que vender un par de novillos; y, con
el precio de la venta, su hijo se encamina hacia el seminario de Toulouse,
donde permanece durante siete años y fue recibido bachiller. Las vacaciones
de la universidad jamás fueron para él un tiempo de reposo y de disipación;
él las emplea en formar en la pequeña ciudad de Buset, a cinco leguas de
Toulouse, una escuela que pronto se vuelve floreciente. Aquí encuentra lo
que él buscaba ávidamente, el medio de no ser carga de su familia, y se
propone en otorgar a su madre la dulce seguridad. Consigue un protector, el
duque de Epernon, de quien dos jóvenes parientes, nietos del famoso gran‐
maestro de Malta, Juan de la Vallete, habían sido colocados a cargo del joven
y estudioso seminarista. Habiendo conducido su pequeña colonia en
Toulouse; él le instruía mientras él mismo seguía los cursos en la universidad.
10
Durante este curso de teología, él hizo, es cierto, un viaje a España para
estudiar en la universidad de Zaragoza, pero pronto se aleja de ella, a causa
de disputas escolásticas que la dividían y que él las evitó toda su vida. Él tomó
el sub‐diaconado en Tarbes, el 19 de septiembre de 1598, y el diaconado tres
meses después. Finalmente, el 23 de septiembre de 1600, fue ordenado
sacerdote. Su padre no tuvo el honor de asistir a su primera misa y de recibir
los primeros frutos de todos los sacrificios que había hecho por él; él había
muerto dos años antes de su ordenación. Pero las plegarias de un hijo
agradecido subieron hasta el trono de lo Eterno. El sacerdocio que Vicente
iba a ejercer llenándole de un santo temor, él quería prepararse en el más
profundo recogimiento y en el silencio de la soledad. Él escogió para esto una
capilla, situada sobre una montaña, en medio del bosque, sobre las riveras
del Tarn, y allá, asistido por un sacerdote y de un joven levita, él ofreció a
Dios su primer sacrificio.
Apenas los grandes‐vicarios de Dax, la silla vacante, se dieron cuenta que
Vicente había sido ordenado sacerdote, ellos le nombraron en la parroquia
de Tilh; pero un competidor desconocido habiendo ya obtenido esta
parroquia de la corte de Roma, el joven sacerdote se apura para cedérsela.
En esta época, el duque de Epernon, queriendo sin duda reconocer los
servicios rendidos a su familia por Vicente en la educación de sus jóvenes
parientes, quería hacer que él obtuviera un obispado; todo poderoso a la
corte, no lo habría demandado en vano; pero él no había consultado a su
sabio y modesto protegido, en quien el desinterés se oponía vivamente a
este proyecto. Vicente fue a Bordeaux, en 1606, un viaje cuyo objetivo no es
conocido, pero que debió ser importante, si uno juzga por una carta en la que
11
él dice que él había emprendido este viaje por un asunto que requirió
grandes gastos, y que él no podía declarar sin temeridad.
A su regreso a Toulouse, él se ocupó algún tiempo en recoger la herencia de
una pobre mujer que, por estima de sus virtudes, y en el interés de los
pobres, le había, aunque ausente, instituido su legatario. Un deudor de esta
sucesión se había retirado a Marsella, donde él hacía un comercio ventajoso.
Vicente llegó a este pueblo, donde, a su llegada, se vio obligado, para vivir, de
vender el caballo en el que había llegado. Una transacción bien pronto llenó
el objetivo de su viaje. Estando a punto de regresar a Toulouse por tierra, él
se embarca a instancias de un buen hombre de Languedoc con quien estaba
alojado; esta navegación conduce a uno de los más interesantes
acontecimientos de su vida; este interés se acrecienta aún por el relato
siguiente que hace él mismo, y que él dirige de Avignon al Sr. Commet joven.
“Yo me embarqué, dice él, para Narbonne para estar ahí más rápido y para
economizar, o para decirlo mejor, para no estar nunca ahí y para perderlo
todo. El viento nos fue tan favorable que parecía que ese mismo día
llegaríamos a Narbonne (que debe estar a cincuenta leguas), si Dios no
hubiera permitido que tres brigantines turcos que espiaban el golfo de Lyon
para atrapar los barcos que venían de Beaucaire, donde había una feria que
se estima es de las más bellas de la cristiandad, no nos hubieran atacado, y
atacado tan vivamente que, dos o tres de los nuestros estando muertos y
todo el resto herido, y yo mismo que tuve un flechazo que me servirá de
reloj el resto de mi viva, no hubiésemos sido sometidos a rendirnos a estos
felones. Las primeras señales de su rabia fueron de partir a nuestro piloto
12
en mil pedazos, por haber perdido uno de sus dirigentes, además de cuatro
o cinco piratas que mataron los nuestros: hecho esto, nos encadenaron, y,
después de habernos groseramente golpeados, ellos prosiguieron su
punto, haciendo mil robos, dando libertad solamente a aquellos que se
rindieron sin combatir, después de haberles robado; y finalmente, cargados
de mercancías, al final de siete u ocho días, ellos tomaron la ruta de
Barbarie4, refugio de ladrones sin confesión, del Gran‐Turco, donde desde
que llegamos nos expusieron en venta con un acta de nuestra captura, que
ellos decían haberla hecho en un navío español; porque, sin esta mentira,
habríamos sido liberados por el cónsul que el Rey tiene en ese lugar para
mantener el libre comercio con los Franceses. Su procedimiento en nuestra
venta fue que después de que nos habían desvalijado, nos dieron a cada
uno un par de pantalones, una camisa de lino y una gorra y nos pasearon
por la ciudad de Tunis, donde ellos habían venido expresamente para
vendernos. Habiéndonos hecho hacer cinco o seis vueltas por el pueblo, la
cadena al cuello, nos llevaron al barco, a fin de que los comerciantes
vinieran a ver quién podía comer bien y quién no, y para mostrarles que
nuestras heridas no eran nada mortales. Luego, nos llevaron a la plaza,
donde los comerciantes nos llegaron a visitar, de la misma forma que se
hace en la compra de un caballo o de un toro, haciéndonos abrir la boca
para ver nuestros dientes, palpando nuestros costados, sondeando
nuestras heridas, haciéndonos caminar, trotar y correr, después levantar
fardos, y luego luchar para ver la fuerza de cada uno, y mil otras clases de
brutalidad.
4 N.T. Así se denominaba la parte del Norte de Africa, Túnes, Marruecos y Libia.
13
“Yo fui vendido a un pescador, que se vio constreñido a deshacerse pronto
de mí por no tener nada más que el mar, y después del pescador a un viejo
médico espagírico, soberano tirador de quintaescencias, hombre
fuertemente humano y tratable, quien, según lo que él me dijo, había
trabajado, por espacio de cincuenta años, en la búsqueda de la piedra
filosofal, etc. Él me quiso mucho y le gustaba discurrir sobre la alquimia, y
después de su ley, a la que él hacía todos sus esfuerzos para atraer mi
atención, prometiéndome una gran riqueza y todo su saber. Dios opera
siempre en mí una fe de liberación por las constantes oraciones que yo le
hacía, y a la virgen María, por la sola intercesión de la que yo creo
firmemente haber sido liberado. La esperanza, entonces, y la firme creencia
que yo tenía de volverlo a ver a usted, Señor, me hizo estar más atento a
instruirme sobre el medio de sanar de cálculos renales, en que yo veía
diariamente hacer maravillas: lo que él me enseña y asimismo me hizo
preparar y administrar los ingredientes. ¡Oh! ¡Cuántas veces yo deseé
después de haber sido esclavo anteriormente la muerte de vuestro
hermano! Puesto que yo creo que si yo he sabido el secreto que ahora yo le
envío a usted, él no habría muerto de esa enfermedad, etc.
“Yo estuve, entonces, con ese anciano desde el mes de septiembre de 1605
hasta el mes de agosto de 1606, que fui prisionero y llevado al gran sultán
para trabajar para él; pero en vano, pues él murió de tristeza por los
caminos. El me deja con un su sobrino, verdadero filántropo, quien me
revendió muy pronto después de la muerte de su tío, porque él había oído
decir como M. de Brèves, embajador del Rey en Turquía, venía con la
misión expresa del Gran‐Turco para recobrar todos los esclavos cristianos.
14
Un renegado de Nice en Savoie, enemigo de la naturaleza, me compra y me
lleva a su témat: así se llama el bien que uno tiene como cobacha del gran
señor; ya que allí el pueblo no tiene nada, todo es del sultán. La cobacha de
éste estaba en la montaña, donde el país es extremadamente caliente y
desértico. Una de las tres mujeres que él tenía era griega cristiana, pero
sismática; otra era turca, que sirvió de instrumento de la inmensa
misericordia de Dios para sacar a su marido de la apostasía, y de
introducirlo al girón de la Iglesia, y de liberarme de la esclavitud. Curiosa
que ella estaba de conocer nuestra forma de vivir, ella me venía a ver todos
los días al campo donde yo trabajaba; y un día ella me pide cantar las
alabanzas de mi Dios: El recuerdo del Quomodo cantabimus in terrâ alienâ
de los niños de Israel cautivos en Babilonia me hizo comenzar, lágrimas en
mis ojos, el salmo Superflumina Babylonis, y después el Salve Regina, y
muchas otras cosas: en que ella sentía tanto placer, que era maravilla; ella
no se abstiene de decirle a su marido en la noche, que había sentido pena
de dejar su religión, que ella estimaba extremadamente buena, por una
narración que yo le había hecho a ella de nuestro Dios, y de algunas
alabanzas que yo había cantado en su presencia; en que ella decía haber
sentido un tal placer, que ella no creía que el paraíso de sus padres, y aquel
que ella esperaba, fuera tan glorioso ni acompañado de tanta alegría, como
el contentamiento que ella había sentido mientras yo alababa a mi Dios,
concluyendo que había en ello algo maravilloso. Esta mujer, como otra
Caifás, o como la burra de Balaam, hizo tanto por sus palabras que su
marido me dijo, desde el día siguiente, que él no tenía más que una
comodidad que nosotros no nos salváramos en Francia; pero que él daría
15
tal remedio que dentro de pocos días Dios sería alabado. Estos pocos días
duran seis meses, en que él me mantiene en tal esperanza, al final de los
cuales nos salvamos con una pequeña canoa, y llegamos, el 28 de junio a
Aigues‐Mortes, y enseguida a Avignon, donde el Sr. Vice‐Legado recibió
públicamente al renegado, con lágrimas en los ojos y la sangre en el
corazón, en la iglesia de St.‐ Pierre, para el honor de Dios y edificación de
los asistentes. Mondit señor nos ha retenido a los dos para llevarnos a
Roma, donde él se iría tan pronto que su sucesor haya venido: “él ha
prometido al penitente hacerlo entrar al austero convento Dei frati buon
fratelli, donde és había hecho sus votos, etc.”
Este monumento de fidelidad a la Religión de nuestros padres, en el país del
despotismo y de la idolatría, no fue conocido sino después de la muerte de
Vicente. Su modestia nos la habría ocultado, si sus fieles amigos no hubieran
eludido hábilmente sus intenciones. El amor de la patria respira en medio de
los sentimientos religiosos que han dictado esta interesante narración. Ella
nos recuerda nobles y recientes infortunios; de otros ejemplos de fidelidad
que la historia ha ya consagrados. Cuántos franceses, exiliados actualmente
sobre las riberas del Támisis, del Vistule y del Néva, han dicho, como Vicente
y el Rey profeta, a los pueblos de estos climas hospitalarios que les
demandaban de hacer escuchar los cantos jubilosos de Francia: ¡Nuestras
arpas están suspendidas en las arenas de vuestros ríos; nosotros no
podemos cantar en una tierra extranjera!
16
CAPÍTULO II
Viaje de Vicente a Roma.‐ Él es enviado a Enrique IV.‐ Es acusado de robo, nombrado cura de Clichi, después preceptor de niños del conde de Gondi.
El vice‐legado de Avignon, que había recibido al maestro y al esclavo, se
llamaba André Montorio; él condujo a Vicente a Roma, y le prodigó de todas
las ventajas de la más dulce hospitalidad. Le aloja en palacio, la admite a su
mesa.
En esta capital del mundo cristiano, Vicente se dedica a sus estudios
acostumbrados, que su cautiverio en Tunes había interrumpido. Roma
moderna, Roma santa le interesa más que la Roma antigua, que jamás ha
tenido nada que ver con la Basílica de San Pedro, y con el palacio del
Vaticano; él no visita del todo los palacios de los Tiberio y de los Nerón, estos
opresores de los Romanos y del mundo; pero se le ve en las iglesias, en los
monasterios y sobre todo en los hospitales. Aquel del Santo Espíritu, el más
grande y el más admirable de Europa, fija sobre todo su atención; él estudia
cuidadosamente la administración interior. El asilo de la desgracia y de las
enfermedades humanas, que él estaba llamado a aliviar, fue para él una
escuela donde él se forma en este ministerio preciado. Cuántas veces él
descendió en las catacumbas para rezar con los santos mártires que ahí se
habían refugiado durante las persecuciones y cuyos restos preciosos ahí
estaban depositados.
El Vice‐legado encantado de la conducta de Vicente siempre hablaba de él
con elogios. El Embajador de Francia, quería ver a este digno sacerdote;
17
conversa con él y le juzga como le había juzgado el Vice‐legado. Él tenía a
confiar una misión importante frente al Rey de Francia Enrique IV; esta
misión demandaba el más grande secreto y debía ser expuesta verbalmente
a Su Majestad. Vicente había obtenido toda la estima del embajador; fue a él
que se le confió la misión, y partió para Francia lleno de un caluroso
reconocimiento para su benefactor. Toda su vida recordó con alegría su viaje
a Roma. Treinta años después, él escribió a un sacerdote de su compañía
“que él fue tan consolado (son sus propios términos), de verse en esta
ciudad, maestra de la cristiandad, donde reside el jefe de la Iglesia
militante, donde reposan los cuerpos de San Pedro y de San Pablo y de
tantos otros mártires y de santos personajes que en otra época vertieron su
sangre y emplearon sus vidas para Jesucristo, que él se estimada dichoso de
marchar sobre la tierra en que tantos grandes santos habían marchado, y
que este consuelo le había enternecido hasta las lágrimas.”
Vicente arriba en Francia y él fue adquirido para siempre en 1609; él se fue a
Tuileries, no en el fastuoso y suntuoso carruaje de un representante
diplomático, sino con toda la simplicidad de un misionero. Al verle con el
vestido más modesto, sin séquito y sin introductor, se le tomó como un buen
pastor pueblerino que venía a exponer al buen Enrique la miseria de su
rebaño y a solicitarle sus buenos oficios. El cumplió su misión con fidelidad y
habilidad. Enrique IV fue chocado por la justicia y la solidez de su espíritu, y
tuvo el placer de conversar con él. Uno ama de ver al buen Rey acoger al
buen sacerdote, hijo de un pobre campesino. Vicente se sintió feliz de
cumplir su misión en esa época; él pudo ver y acercársele al gran Enrique; un
año después, él le debió llorar con toda Francia.
18
Del palacio de nuestro Rey, él pasa al hospital de la Caridad; él soñaba en
servir a los enfermos, exhortando a unos a la muerte, llevando a otros a la
vida y a la religión. Este ministerio de la caridad ejercido espontáneamente y
por el solo impulso de un corazón generoso golpea tanto más los espíritus de
sorpresa y de admiración, ya que él era casi desconocido luego de las guerras
civiles llevadas por las deplorables innovaciones en las creencias de los
pueblos. Nosotros sabemos, por una cruel experiencia, que las revoluciones
son fatales a las buenas obras y detienen los impulsos de la caridad. La
conducta piadosa de Vicente, su devoción por los pobres, su humildad, su
desinterés, le atraen la estima de todos aquellos que estaban a la puerta de
conocerlo. El Sr. De Bérulle, fundador del Oratorio, y después cardenal, fue
aquel quien, el primero, le acoge y le aprecia. Los dos tenían la misma edad,
las mismas inclinaciones, la misma carrera a recorrer, y ellos se ligaron en la
amistad más estrecha.
Mientras que Vicente se consagraba a las buenas obras, la acusación la más
injusta y la más cruel venía a pesar sobre su cabeza. El hombre más
desinteresado y más irreprochable fue acusado de robo por el juez de Sore,
pueblo situado en las tierras de Bordeaux. Ellos estaban alojados juntos en el
suburbio de San Germán, donde ellos ocupaban el mismo cuarto; el
compatriota de Vicente habiendo salido un día muy temprano en la mañana,
deja por descuido un armario abierto, en el que había depositado una suma
de cuatrocientos escudos. Vicente estaba enfermo, y estaba acostado
esperando al médico. El joven boticario que le lleva, buscando un vaso en el
armario, vio el saco de dinero y se lo apropia. A su regreso, el juez corre al
armario, busca el dinero, y al no encontrarlo, le pregunta a Vicente, quien
19
responde que él no lo ha tomado ni ha visto tomarle. El juez se enoja, le
acusa de robo, quiere hacerle responsable de la pérdida que él venía de
tener, y le saca violentamente del cuarto; la paciencia y el silencio mismo de
Vicente parecían ser pruebas contra él; el juez le difama por todas partes
como un hipócrita que había abusado de su confianza. Va a la casa del Sr. De
Berulle, y, en presencia de una numerosa compañía de gentes de honor y de
piedad, él renueva su acusación y amenaza de perseguir a Vicente. En una
coyuntura tan angustiante, éste conserva toda la paz del corazón.
Refugiándose en el seno de aquél que ha sido calumniado sobre la tierra, él
se contenta siempre de decirle a su acusador, levantando los ojos al cielo,
que Dios sabía la verdad. Ella fue conocida finalmente por los hombres; el
ladrón, habiendo sido arrestado después en Bordeaux, por otros crímenes,
llamó a su prisión al juez de Sore, puesto que él sabía bien que los
cuatrocientos escudos le pertenecían a él y no al pobre Vicente; él revela
todo y le restituye su dinero. Sin duda que la felicidad de encontrarlo fue un
poco problemático por la cruel injusticia con la que él había tratado a un
sacerdote piadoso y modesto; en efecto él le escribió para pedirle perdón,
suplicándole que le diera el perdón por escrito; él agregó que si esta gracia le
era rechazada, él vendría en persona a Paris a arrojarse a sus pies, y allí
demandaría la cuerda al cuello. El perdón le fue concedido después de largo
tiempo.
Esta calumnia había debilitado tan poco la estima y la confianza general que
gozaba Vicente que, durante el más grande escándalo de este asunto, fue
20
nombrado limosnero5 ordinario de la reina Margarita de Valois. El llenó las
funciones de este empleo sin salir de la casa del Oratorio, donde había
entrado un poco antes, sin ningún proyecto de adherirse a esta
congregación, y solamente por aproximarse al Sr. De Bérulle, su consejero y
su amigo. Antes de haber sido capellán de Margarita de Valois, él se había
quitado su nombre de Paúl, en el temor de que se le creyera de gran alcurnia;
él no había conservado más que el de Vicente. Aunque él fue licenciado en
teología, él no se presentaba por todas partes sino como un pobre
estudiante. En su retiro en el Oratorio, que dura dos años, el Sr. De Bérulle
reconoció que Dios llamaba a su amigo a grandes cosas; él previó esto y le
declara que él estaba destinado a formar una nueva comunidad de
sacerdotes que debían prestar a la Iglesia y al Estado importantes servicios.
Fue el mismo Sr. De Bérulle, quien hace que Vicente deje la casa del Oratorio
para ir a ocupar la curia de Clichi, vacante por la dimisión del Sr. Bourgoing, el
que en esa época, entra en el Oratorio, y que llegó a ser en el futuro el
superior general.
Enrique IV no estaba más; Francia en duelo había pasado de un solo golpe del
gobierno de un rey francés a aquel de una regencia toda extranjera. La
guerra civil iba a comenzar, cuando Vicente tomó posesión de la curia de
Clichi, que él no iba a ocupar más que un año. A juzgar por la forma en que él
debuta, se creería que él contaba con pasar toda su vida en ese lugar; por las
grandes empresas que él ejecuta durante este corto espacio de tiempo se
5 N.T. En francés el aumônier, literalmente el limosnero, en la antigüedad era un sacerdote empleado por una persona de alto rango que se dedicaba a repartir sus limosnas a los pobres y a celebrar misa en su capilla particular. Actualmente es equivalente al término “capellán”. http://fr.wikipedia.org/wiki/Aum%C3%B4nier
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diría que él ha pasado ahí por largos años. La iglesia de este pueblo caía en
ruinas, él la hizo reconstruir; ella faltaba de cortinas, de ornamentos, de todo
lo que era necesario a la dignidad del culto divino, pronto fue provista de
todo; y todos estos gastos, que se elevaron a una suma considerable, no
fueron en ningún punto a la carga de los parroquianos, que todos eran tan
pobres como su iglesia. Vicente no los hizo tampoco con sus propios fondos;
puesto que él era el más pobre de la parroquia; pero él supo interesar en sus
proyectos de restauración a ricos particulares de París, que tenían casas de
campaña en Clichi, situadas a una pequeña legua de esta capital. Fue
excitando su celo y su piedad que él encontró recursos abundantes. Ellos se
estimaron dichosos de secundar a un pastor que anunciaba tantas
disposiciones para su rebaño. Ellos le veían sin cesar visitar a los enfermos,
consolar a los afligidos, llevar la paz a las familias. Sus sermones, sus
catequesis respiraban una unción vibrante a la que nada se podía resistir. Al
ejemplo más edificante él unía las maneras plenas de dulzura y de afabilidad.
Los padres le querían, los niños corrían hacia él, como si ellos hubieran
presentido que un día él debía ser el refugio y el benefactor de la niñez. El
Lleva todos los corazones a la religión y a todas las virtudes que ella inspira.
Los curas del vecindario venían a consultarle en sus dudas, y encontraban en
su colega un amigo y un modelo.
Tan dulce ministerio fue interrumpido por aquel mismo que se lo había
encargado a Vicente. El Sr. De Bérulle le quita de Clichi para confiarle la
educación de dos hijos de Philippe‐Enmanuel de Gondi, conde de Joigny y
general de las galerías de Francia. La piadosa señora de este señor había
solicitado un preceptor a M. de Bérulle quien, conociendo todo el mérito de
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su amigo, piensa que él no podía hacer una mejor escogencia. Fue necesaria
toda la obediencia de Vicente a las órdenes de su protector para decidirse a
dejar su rebaño, al que él siempre conserva el afecto de un padre. “Yo me
alejé tristemente de mi iglesita de Chichi, dice él en una de sus cartas; mis
ojos estaban humedecidos de lágrimas, y yo bendije, sollozando, a estos
hombres y estas mujeres que venían hacia mí, y que había amado tanto.
Mis pobres ahí estaban también, y ellos me quebrantaban el corazón. Yo
marché con mi pequeño mobiliario sobre la ruta a Clichi; llegué a París el 25
de enero por la noche.” Al partir, él le suplica a su sucesor de ejecutar un
proyecto que él no había tenido el tiempo de formar. Él le compromete a
educar en su presbiterio a varios jóvenes solteros, para prepararlos a las
funciones sacerdotales. Él mismo escoge en Paris aquellos que él juzga más
dignos del noviciado, y él cubre constantemente todos sus gastos. Esta útil
institución se conservó hasta la revolución.
Un sentimiento de pura obediencia, de esta virtud que Vicente ha practicado
toda su vida, habiéndola llevado a la casa de Gondi, ahí él se condujo con la
sabiduría que había atraído sobre él la escogencia del Sr. De Bérulle. Los
hijos del conde de Joigny que él le fueron confiados eran todavía bastante
jóvenes. El mayor, Pierre de Gondi, que luego llegó a ser duque de Retz, par
de Francia, y general de las galerías por la dimisión de su padre, había nacido
en 1602; el segundo, Enrique, murió muy joven; el tercero, Paúl de Gondi,
que se convirtió en el arzobispo de París, después de tres prelados de su
nombre, después cardenal, y que es más conocido bajo el nombre de
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Coadjuteur6 , nació en 1614, y no existía todavía cuando Vicente fue
encargado de la educación de sus hermanos. El Santo habiendo dejado este
empleo después de haberlo ejercido tres años, y no habiéndolo retomado, al
cabo de varios años sino que bajo la condición expresa que él no tendría más
que una inspección general sobre los hijos del conde, no se puede decir con
fundamento que él haya educado al conspirador de la Froude.
La casa de Gondi, originaria de Florencia, se distinguía entonces tanto por las
más honorables alianzas como por los empleos más importantes. Ella
presentaba ilustres ejemplos de piedad. La condesa de Joigny, Francoise‐
Marguerite de Silly, hija mayor del conde de Rochepot, era citada como una
de las mujeres más completas de su tiempo. Piadosa, simpática, generosa,
ella no se ocupaba más que de los deberes de esposa y de madre cristiana. La
escogencia del preceptor de sus hijos, llamados por nacimiento a las primeras
dignidades de la Iglesia y del Estado, había fijado toda su atención. También
Vicente fue acogido por ella y por su esposo con todos los cuidados que
demandaba la importancia de las funciones que él venía a llenar. Él había
sacrificado a la voluntad del Sr. De Bérulle su repugnancia por el comercio del
gran mundo. Pero él vivió en medio de la locura brillante que atraía sin cesar
el rango del general de las galerías, como si él estuviera en una Tebaida
(Thébaïde); en medio de las riquezas y del lujo, él encuentra el medio de
visitar aún el asilo de los indigentes. Él se desembarazaba en el seno de los
hospitales del ruido y del espectáculo de la grandeza. Atento a no
entrometerse más que en lo que se relacionaba con la educación de sus
alumnos, él no se presentaba delante el general y su esposa más que cuando 6 N.T.‐ Asistente del obispo
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ellos le hacían llamar. Retirado en su cuarto como en una celda, él no salía,
después de haber llenado los deberes de su plaza, más que para ejercer
aquellos de la caridad. Él no tenía relación con los domésticos de la casa más
que para serles útil; él les visitaba cuando estaban enfermos, les consolaba
en sus aflicciones, aplacaba sus pleitos, y les rendía todos los servicios que
dependían de él. Al acercarse las fiestas solemnes, él les reunía para
instruirlos y para que se dispusieran a presentarse dignamente a la santa
mesa. Cuando el conde le llevaba con su familia a sus tierras de Joigny, de
Montmirail y de Villepreux, él se convertía en el pastor de los pobres
campesinos, ejerciendo todas las funciones con la aprobación de los obispos
y el acuerdo de los curas.
Él se ocupaba de dirigir en los buenos caminos a todos aquellos que
pertenecían a la casa de Gondi para de esta forma olvidar los jefes. Sus
relaciones con el conde y su esposa estaban mezcladas de dulzura y de
respeto. En la mesa, él orientaba hábilmente la conversación hacia sujetos
interesantes para erradicar los temas frívolos y frecuentemente peligrosos.
En una ocasión importante, él deplora la inflexibilidad de un ministro de los
altares y el celo de un amigo. El general había recibido un insulto grave, y
quería lavarlo en la sangre de su enemigo: un duelo fue comprometido; el
lugar, el día, la hora son fijados. Vicente es instruido sobre esto; él sabe que
el conde debe llegar al lugar del combate después de haber participado en la
misa. Indignado del ultraje fue al Dios de paz, va a la capilla donde el conde
aún está, y cayendo a sus pies: “Sufrí, le dice, que yo te hablo con toda
humildad; yo sé de buena fuente que vos tenés el deseo de ir a batirte en
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duelo; pero yo te declaro de parte del nombre de mi Salvador, que vos venís
de adorar, que, si vos no dejás este mal deseo, él ejercerá su justicia sobre
vos y toda vuestra posteridad. Después de estas palabras pronunciadas con
el acento de la caridad y del dolor, él se retira, bien dispuesto a seguir al
conde, y a colocarse entre los dos combatientes; pero el general fue
desarmado por el santo sacerdote, y él deja a Dios el cuidado de su venganza.
Este rasgo tan honorable para Vicente pinta las costumbres de ese siglo,
donde la violencia de los prejuicios cedió a la voz de un simple sacerdote, y
donde la fortaleza militar no desdeñó los consejos de la humilde piedad.
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CAPITULO III
Primera misión.‐ Vicente deja la casa de Gondi para el curato de Châtillon‐les‐Dombes, en Bress.‐ Su viaje y sus trabajos en Châtillon.‐ Fundación de la
fraternidad de la caridad para los pobres enfermos.
La condesa supo pronto que Vicente había salvado los días o al menos el
reposo de su marido, y uno puede juzgar qué estima y qué reconocimiento
despertó él en ella. Como preceptor de sus niños, él ya había obtenido toda
su confianza por la regularidad y la reserva de su conducta; la dedicación, la
sabiduría que él venía de demostrar hicieron que tanto el conde como toda
su familia lo vieran como el amigo más fiel. La Sra. De Gondi resolvió darle a
él la dirección de su conciencia; pero como ella sabía que la humildad de
Vicente sería el mayor obstáculo para la ejecución de este proyecto, ella se
dirige al Sr. De Bérulle y le pide por ella. El Sr. De Bérulle aprueba su
ejecución, y Vicente no pudo resistir a los consejos y a la autoridad de un
hombre tan severo. Bajo el piadoso director, la condesa se dedica con un
nuevo ardor a la práctica de las virtudes. Sus limosnas fueron más
abundantes y mejor organizadas; ella visitaba los enfermos y se sentía
honrada de servirles; ella no colocaba en sus dominios más que hombres de
una probidad reconocida; ella terminaba con amabilidad todas las diferencias
de sus vasallos; el Sr. De Gondi, animado del mismo espíritu, se asociaba a
todas estas buenas obras, pero sus empleos llamándole a veces a la corte, a
veces a los confines del reino donde estaban las galerías, él descansaba en
Vicente que, en una misión que él hizo, en el castillo de Folleville, en Picardie,
27
dependiente de los dominios de la casa de Gondi, vio abrirse la carrera
inmensa que él debía recorrer.
El recuperaba de una larga enfermedad, cuando habiendo administrado con
el más grande fruto a un pobre paisano en el lecho de muerte, la Sra. De
Gondi le compromete a hacer para todo el pueblo de Folleville esto que
había hecho por ese pobre enfermo. El comienza entonces una misión; pero
como su celo no era suficiente, hizo venir de Amiens a tres sacerdotes para
que la emprendieran con él: fue tan exitosa, que Vicente forma el proyecto
de perpetuarla en una institución durable. La misión había comenzado el 25
de enero, día en que la Iglesia honra la conversión de San Pablo; todos los
años, el 25 de enero, el santo Sacerdote celebraba la memoria y le rendía a
Dios muy humildes acciones de gracias. El castillo de Folleville puede,
entonces, ser visto como la cuna de las misiones de Francia. La Sra. De Gondi,
que había seguido todos los ejercicios de esta primera misión, estaba tan
satisfecha, que ella la funda en todos sus dominios.
Este éxito, estos servicios colmaron de elogios a Vicente, de votos unánimes;
él quería desnudarse: la admiración, el reconocimiento que él suscitaba, le
afligieron y le inspiraron temores por su virtud. Algunas precauciones que se
tomaron para no herir su modestia, las atenciones para un miserable
(nombre que él se daba), eran su suplicio. El no soportaba sobre todo que la
Sra. De Gondi le viera como un hombre necesario, y para probar que él no lo
era, él la hizo consentir en confiar la dirección de su conciencia a un padre
Recollet, de quien él conocía las iluminaciones y la experiencia: habiéndole
hecho confesar que este nuevo director era digno de su confianza, él sirvió
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de esta prueba para convencerla de que ella también podía ser bien dirigida
por otro como por él. Feliz de haber podido entregar este depósito precioso,
él no piensa más que en su retiro. El gran mundo le importunaba; el hombre
más simple y el más frugal se veía con pena sentado a la mesa suntuosa de
un gran señor; por otra parte, aquel que debía cubrir Francia de monumentos
de caridad puede ser que no creía poder limitar su celo a la edificación de
una familia y a la educación de dos niños.
Vicente no le confía el proyecto de su escape más que al Sr. De Bérulle. Le
dice que todos sus votos eran de ir a consagrarse al fondo de una provincia
alejada, a la instrucción y al servicio de los pobres habitantes del campo. El
Sr. De Bérulle juzga sin duda que él debía tener motivos bien legítimos para
dejar el puesto en que lo había colocado, y sin combatir su proyecto, le
propone ir a trabajar a Chatillon‐les‐Dombes, una pequeña ciudad de Bresse.
Vicente partió de Paris pretextando un pequeño viaje a Lyon; un padre del
Oratorio le da una carta de recomendación para un habitante de Chatillon
llamado Reynier, quien, aunque calvinista, le recibe en su casa, el presbiterio
estando en ruinas. Luego veremos cómo el Santo reconoce esta generosa
hospitalidad. De Chatillon le escribe al conde de Gondi, que estaba ausente
de Paris en el momento de su partida; él le suplicaba aceptar su retiro que le
había ocultado a la condesa por temor de que esta dama se opusiera. No le
da otro motivo de su conducta más que la persuasión que él sentía de que él
no tenía los talentos necesarios para educar a sus hijos.
El conde, vivamente afectado por esta noticia inesperada, hizo parte de su
dolor a su mujer en los términos siguientes:
29
“Estoy desesperado por una carta que me ha escrito el Sr. Vicente, y que te
envío, para ver si no habría todavía algún remedio a la desdicha que
tendríamos de perderlo. Estoy extremadamente sorprendido de que él no
te haya dicho nada de su decisión, y que tú no hayas tenido ningún aviso de
ello: te ruego de que hagas cualquier cosa, por todos los medios, para que
no le perdamos; porque, aunque la causa que él toma sería muy verdadera,
ella no me es de ninguna consideración, no habiendo nada más fuerte que
aquella de mi salvación y de mis hijos, en que yo sé que él podrá un día
ayudar mucho, y a las decisiones que yo deseo más que nunca poder tomar,
y de lo que yo te hablado frecuentemente. Yo no le he dado aún ninguna
respuesta, y yo esperaré noticias tuyas de previo. Juzga si la intercesión de
mi hermana Ragny, que no está lejos de él, será apropiada; pero yo creo
que no habrá nada más poderoso que el Sr. De Bérulle. Dile que aunque
fuera cierto que el Sr. Vicente no tuviera el método de enseñar a la
juventud, puede haber un hombre bajo él; pero que de todas formas yo
deseo apasionadamente que él regrese a mi casa, donde él vivirá como él
quiera, y yo un día (seré) un hombre de bien, si este hombre está conmigo.”
La condesa fue impactada como por un rayo a la lectura de esta carta que le
llegó el mes de septiembre de 1617, día de la Exaltación de la santa Cruz. La
fuga de Vicente fue para ella una cruz angustiante y una espada de dolor.
Uno juzgará por la carta siguiente que ella le escribe a una dama que tenía
toda su confianza.
“No lo habría pensado nunca, le dice ella; el Sr. Vicente se mostraba tan
caritativo con mi alma, para abandonarme de esta forma; pero Dios sea
30
alabado, yo no le acuso de nada, ni mucho menos; yo creo que él no ha
hecho nada más que por una providencia especial de Dios y tocado por su
santo amor; pero, de verdad, su alejamiento es bien extraño; confieso de
no tener ninguna idea. Él sabe de la necesidad que tengo de su orientación,
y de los asuntos que yo le he comunicado; las penas de espíritu y de cuerpo
que yo sufro, faltan de asistencia; el bien que yo deseo hacer en mis
pueblos, que me es imposible de emprender sin su consejo: brevemente, yo
veo a mi alma en un estado muy deplorable. Tú has visto con qué
resentimiento el General me ha escrito; que mis hijos padecen todos los
días; que el bien que él hacía en mi casa a siete u ocho mil almas, que están
en mis tierras, no se hará más. ¡Qué! ¿Estas almas no han sido también
redimidas por la sangre preciosa de Nuestro Señor, como aquellas de
Bresse? ¿No son también ellas apreciadas? De verdad, yo no sé cómo lo
entiende el Sr. Vicente, pero esto me parece suficientemente considerable
para que yo haga todo lo posible para volverle a ver; él no busca más que la
más grande gloria de Dios, y yo no le deseo contra su santa voluntad, pero
yo le suplico de todo corazón que me lo devuelva. Yo le suplico a Su santa
Madre, y yo les suplicaría aún más fuertemente, si mi interés particular no
estuviera mezclado con aquel del General, de mis hijos, de mi familia y de
mis vasallos.”
Ella se dirige en efecto al Sr. De Bérulle, que le da cierta esperanza, y le
promete incluso que el uniría sus esfuerzos a los suyos para lograr el regreso
de Vicente a su casa. Sobre esta promesa, ella escribió a este último muchas
cartas muy insistentes dictadas por el amor maternal y la más profunda
piedad. Yo bien sé, le decía ella, que una vida como la mía, que no sirve más
31
que para ofender a Dios, no amerita ser atendida, pero mi alma debe ser
asistida en la muerte. Vicente creía que debía resistir a estas insistencias: los
intereses de la Religión y de los pueblos parecían demandar que él se
quedara en Chatillon; él debía fundar ahí la más conmovedora y la más útil de
sus instituciones.
Vicente había llegado a Chatillon‐les‐Dombes más como misionero que como
cura, pero ahí él llenaba uno y otro ministerio en toda su extensión. Esta
parroquia, como aquella de toda Bresse, estaba en el estado más deplorable.
En los alrededores de Ginebra, la cuna de la herejía, se hacía sentir por los
odios y las divisiones que reinaban en las familias; el mismo clero no estaba
al amparo de esta funesta influencia; seis desdichados eclesiásticos, viejos y
sin ninguna instrucción, no oponían al desorden ni los esfuerzos de su celo, ni
la autoridad de sus ejemplos. Vicente se asustó de la tarea inmensa que él se
había impuesto; él juzga que con esta clase de colaboradores él no podía
hacer ningún bien, y con esta visión se presentó en Lyon, para buscar
socorro. Un doctor llamado Louis Girard, cuyas virtudes y talentos eran
conocidos en la Bresse, donde había nacido, tuvo a bien ir con él a Chatillon.
Posiblemente él sabía que unirse a Vicente era asociarse a buenas obras y
prepararse a una amplia cosecha de méritos.
Estos dos obreros evangélicos se libraron, desde el mes de agosto de 1617,
con un celo infatigable, a todos los trabajos del ministerio pastoral. Vicente
arregla la casa de su anfitrión el calvinista Bernier, como si hubiera sido la
suya. Se levantaba a las cinco de la mañana; luego hacía una media hora de
oración; el oficio y la misa se decían a una hora determinada. Ahí no había
32
más que hombres a cargo del servicio del interior y del exterior. Como en
Clichi, Vicente visitaba regularmente dos veces al día su rebaño, y sus visitas
comenzaban y terminaban todos los días en la choza del pobre, donde dejaba
consuelo y limosnas. Él se apega sobre todo a los niños quienes ellos mismos
se aglutinaban alrededor de él, y hacían por todos lados su cortejo; para
comunicarse más fácilmente con ellos, hizo un estudio particular del dialecto
que estaba en uso entre el pueblo; lo aprendió en poco tiempo, y se sirvió de
él para dar las catequesis.
Pero fue hacia el clero de Chatillon, que él dirigió los primeros esfuerzos de
su celo; es por ahí donde comienza la reforma saludable que él meditaba. El
compromete a los sacerdotes que tenían con ellos personas sospechosas, a
alejarlas para siempre; les persuade enseguida de no volver a mostrarse en
lugares públicos, y de renunciar al uso degradante de exigir y de recibir un
salario por la administración del sacramento de la penitencia; él obtiene de
ellos que vivan en comunidad. Una vez que les había reunido de esta forma,
les hizo conocer sus deberes, y les lleva insensiblemente a la santidad de su
ministerio. Esta feliz revolución, operada por el solo ascendiente de sus
virtudes, fue un feliz presagio de aquella que pronto debía tener lugar en
toda la parroquia.
Entre las conversiones que él opera, nos detendremos a aquellas de dos
jóvenes damas, porque ellas han contribuido al más bello presente que un
hombre podía hacer a la humanidad, la fraternidad de la Caridad.
Estas dos primeras siervas de los pobres se llamaban, una Francoise Bochet
de Maysériat, esposa del Sr. Gonard, señor de la Chaissaigne; y la otra,
33
Charlotte de Brie, casada con el Sr. Cajot, señor de Brunaud. Distinguidas por
sus nacimientos, sus fortunas y por la aceptación de su género, ellas vivían,
antes de la llegada de Vicente a Chatillon, no en el desorden, sino en la
disipación; ellas eran citadas en el pueblo como las modelos del buen tono.
Sus ocupaciones ordinarias eran los bailes, los festines y los juegos.
Habiéndoles llevado la curiosidad más que el deber a las primeras prédicas
de Vicente, ellas fueron vivamente sacudidas por su elocuencia dulce y
persuasiva, y ellas espontáneamente le hicieron una visita. Gozando de esta
primera impresión, él les habla de los deberes sagrados de esposa y madre, él
les describe con tantos atractivos y de verdades la dicha de una vida
cristiana, que yendo más allá de sus esperanzas, ellas resuelven consagrarse
al servicio de la religión y de los pobres. ¡Que se juzgue el efecto feliz que
produjo en Chatillon una resolución que fue tan pronto ejecutada como
concebida! ¡Que se juzgue la influencia que debieron ejercer dos jóvenes
damas que hasta ahora no habían dado más que ejemplos de lujo y de
ligereza! Ellas se dedicaron a este doble servicio de la religión y de los pobres,
que no es más que uno (puesto que amar a Dios y socorrer a su prójimo no es
más que la misma cosa), cuando la desgracia de una pobre familia vino a
darles a la obra que ellas habían comenzado una estabilidad que debía
atravesar los siglos.
Un domingo, en la víspera, en el momento que Vicente iba a subirse al coche,
una de estas damas de caridad (yo me apresuro a darles este nombre que
ellas tienen bien merecido y que uno ama tanto repetirlo) lo detiene para
suplicarle de encomendar en sus sermones de la parroquia a una pobre
familia, en que la mayoría de sus niños y sirvientes habían caído enfermos en
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una finca alejada media legua de Chatillon. La exhortación que él hizo a sus
auditorios en favor de estos desgraciados fue tan impactante, Dios le da a sus
palabras tanto fuerza como unción, que después de la prédica muchas
personas se fueron para la finca, llevándoles a esta pobre gente pan, vino y
toda especie de provisión. Vicente también fue al lugar, pues él no creía su
ministerio completo con palabras; pero, sin saber que sus parroquianos se le
habían adelantado, fue fuertemente sorprendido al encontrar en el camino
una multitud de personas que regresaban por grupos, y de ver asimismo a
varios que descansaban bajo los árboles a causa del gran calor que hacía.
Este espectáculo enternecedor del cual él fue vivamente satisfecho, no le
inspira más que un sentimiento de humildad; esta concurrencia, este
movimiento unánime de caridad le recordaron las palabras del Evangelio. Él
dice, como el apóstol San Mateo: estas buenas gentes son como las ovejas
que no son conducidas por ningún pastor. He aquí, agrega él, una gran
caridad que ellos ejercen; pero ella no está bien regulada. Estos enfermos
tendrán demasiadas provisiones a la vez; aquellas que no serán consumidas
sobre el campo se malograrán, y estos pobres pronto volverán a caer en sus
primeras necesidades.
El santo sacerdote se equivocaba; este rebaño tenía un pastor, y éste era
verdaderamente aquel del Evangelio, que da su vida por las ovejas; además
de la caridad que respiraba en todas sus acciones, él tenía ese espíritu de
orden y de clarividencia que encadena el porvenir al presente, y que crea
para la posteridad como para los contemporáneos. Entonces, Vicente busca
un medio de perpetuar aquello que había producido un primer indicio de
conmiseración natural; él quería volver permanente lo que no había sido más
35
que pasajero. Él se coordina con sus dos primeros alumnos y con otras damas
que tenían piedad y fortuna, y diseña un proyecto de reglamento, en que él
quería que ellas lo ensayaran antes de presentarlo a la aprobación de sus
superiores eclesiásticos. Es siempre con esta madurez de juicio que él
actuaba: él no creía en la bondad de una institución más que cuando la
experiencia le había mostrado todas las ventajas. El desconfiaba de todas
esas bellas teorías morales y políticas, que uno las perdonaría si no fueran
más que quimeras, pero que son muy frecuentemente plagas.
Así fue fundada y organizada, en 1617, la primera cofradía de la Caridad.
Mientras que todo París estaba agitado por los disturbios civiles, en que el
Louvre veía al mismo tiempo la muerte de un mariscal de Francia7, el suplicio
de su mujer8, el exilio de una reina, un sacerdote solo, desconocido, hijo de
un pobre campesino, en un pueblo casi ignorado, no teniendo otra riqueza y
otro crédito que su celo y su caridad, ponía la primera piedra del edificio
simple, pero inmenso que debía ser el asilo y la esperanza de los pobres en
una secuencia de generaciones, y cubrir un día Francia con su techo
hospitalario.
Esta piadosa institución se expandió enseguida en Bourg, en Joigny, en
Villepreux, en Montmirel, en más de treinta parroquias dependientes de la
casa de Gondi. Ella pasa más tarde a La Lorena, a Savoie, a Italia y a tantos
otros lugares, que uno no los puede contar. Vicente ocupa toda su vida a
propagarla; también, antes de su muerte, miles de pobres enfermos debían a
su caridad y a la más loable industria, socorros temporales y espirituales que 7 Nota del autor: El mariscal de Ancre. 8 Nota del autor: Marie de Médicis.
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ellos recibían de la piedad de los fieles; él pudo gozar así el premio de sus
trabajos, y presentir las bendiciones de la posteridad, a pesar de que él
declaraba que, en los diferentes establecimientos de beneficencia, en que se
le adjudicaba como autor, no había nada de él, que todo se había hecho sin
ningún proyecto de su parte, y que él jamás había pensado que estos débiles
comienzos pudieran tener los felices efectos que le agradó a Dios donarles.
La cofradía de la Caridad, creada especialmente para los pobres del campo,
para quienes Vicente siempre mostró una predilección marcada, porque ellos
son los más abandonados, no fue establecida al principio en las grandes
ciudades, donde los hospitales son abiertos y dotados para los desgraciados;
pero como, sea por disgusto, sea por una falsa humildad, muchos de los
pobres obreros rehusaban, a como rehúsan hoy todavía, de ser
transportados con su enfermedad, las damas caritativas que les veían sufrir
sin asistencia en sus reductos solitarios, sintieron después la necesidad de
llamar en la capital la institución de Chatillon: ellas se unieron con los curas
de sus parroquias para solicitarla a su fundador; la parroquia de St‐Sauver9
fue la primera a unirse de la dicha de poseerla.
9 N.T. San Salvador
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CAPÍTULO IV.
Continuación de los trabajos de Vicente en Chatillon.‐ Regreso de Vicente a la casa de Gondi.‐ Desgraciados de Chatillon aliviados por las Damas de la
caridad.
Las obras de caridad tiran dichosamente poco brillo; las personas que se
consagran a ellas encuentran la rara ventaja de mantenerse modestas y casi
tan ignoradas como la desgracia que ellas alivian. Este premio adherido al
bienestar de hacer el bien era para Vicente el más potente acicate, pero le
estaban reservados trabajos más deslumbrantes. A pesar suyo, se agrega a su
reputación la conversión del conde de Rougement.
Este era un señor de Savoie, que se había retirado a Francia, una vez que
Enrique IV unió la Bresse a su reino. Orgulloso de su nacimiento, de sus
riquezas y de su valentía, él había pasado toda su vida en la corte donde
reinaba el furor de los duelos, y se había labrado la reputación del más
famoso duelista. No contento de vengar, espada en mano, sus injurias
personales, él se encargaba de aquellas de sus amigos. Su gran estatura, su
vigor y su porte le daban siempre la ventaja. Sería difícil de creer, decía
Vicente, cuántos él había maltratado, herido y matado en el mundo. Él era el
terror del país, y quienquiera que le disgustara estaba seguro de ser
prontamente despachado. La reputación de Vicente llegó a este temible
campeón. Él quería ver un hombre que sus virtudes y sus servicios hicieran
quererlo, mientras que él mismo se hacía detestar por sus alturas, sus
comportamientos y su manía de combates singulares.
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Él tuvo la franqueza de confesarle las culpas y los excesos que él se
reprochaba. Vicente acogió con bondad esta confesión espontánea, y quería
volverla beneficiosa. Descendiendo en sí mismo, el conde fue espantado del
terror que él inspiraba; odioso a Dios y a los hombres, él quería reconciliarse
con ellos. Aquel que había hecho correr tantas lágrimas, las regaba sobre sí
mismo.
Siempre tan moderado como fuerte e insinuante en sus discursos, Vicente
puso sobre el conde el ascendiente que su sabiduría y su sensibilidad le
daban. Este señor se condena a sí mismo a la penitencia más austera; ella
fue tan pública como lo fueron sus desórdenes. Vendió las tierras de
Rougemont, y el precio de treinta mil escudos que obtiene fueron empleados
totalmente en obras piadosas y caritativas. El palacio de Chaulnes, donde él
hacía su residencia habitual, fue convertido por él en un hospicio abierto al
dolor y al arrepentimiento. Las viudas, los huérfanos, que le solicitaban sus
padres y sus esposos, ahí encontraban un asilo y socorros. Ellos fueron
tratados constantemente con tanta bondad como caridad. El adopta estos
infortunados, y les compensa, tanto como estuvo en su poder, la reparación y
la pérdida que él les había hecho padecer. A pesar del buen uso que él hacía
de sus bienes, él quería desprenderse aún más como de una liga que le
retenía al mundo, pero Vicente se opone fuertemente a esta renuncia, y fue
necesaria toda la autoridad que él tenía sobre él para hacerle desistir. El
padre Des‐moulins del Oratorio, que nos ha transmitido estos hechos, cuenta
que el conde de Rougemont le dijo un día, los ojos bañados en lágrimas: ¡Ah!
Mi padre, ¿es necesario que yo sea siempre tratado de señor, y que yo
posea tantos bienes? ¿Por qué el Sr. Vicente me impone esta dura
39
necesidad? ¡Que no me deja hacerlo! Yo le aseguro a usted que si él me
soltara la mano, antes de un mes, yo no poseería una pulgada de tierra.
Un día que Vicente venía, según su costumbre de hacerle una visita, le dice el
conde: “Últimamente, estando de viaje, me puse a examinar durante la
ruta, si yo conservaba todavía alguna afección por las cosas de aquí abajo:
durante este examen, estando mis ojos fijos sobre mi espada que estaba a
mi lado, me pregunté por qué la portaba todavía. Si yo iba a ser atacado,
me decía yo mismo, ella serviría para defenderme; pero también, ¿no
podría hacer un uso bárbaro de ella todavía? Deteniéndome con este
pensamiento, descendí del caballo y quebré contra una piedra esta arma
tan fatal a los otros y a mí mismo. Este sacrificio es el que más me ha
costado.”
Este viejo guerrero, así desarmado por sus propias manos, encuentra la paz y
la libertad que después de largo tiempo él las había perdido: sus primeros
días discurrieron en la penitencia la más austera. Afligido de una larga y cruel
enfermedad, él se hizo transportar a uno de sus piadosos asilos que él había
fundado, y allí murió colmado de bendiciones, que todas volvían a subir a
Vicente.
La conversión del calvinista Beynier, que había alojado al servidor de Dios en
su propia casa, cuando llega a Chatillon, se agrega a los sentimientos de
estima y de admiración que excitaba por todos sus trabajos. Este joven lleno
de los bienes de la fortuna, los disipaba con otros jóvenes en los placeres y
delicias del mundo. La hospitalidad que él había dado a un pastor de una
religión que no era la suya, le llevó felizmente hasta verle y seguirle muy de
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cerca, y este útil acercamiento trae el más favorable acontecimiento. El
observa la vida pública y privada de su huésped; su dulzura, su desinterés, su
celo por aliviar todas las miserias humanas le encantan y obtienen toda su
confianza; despierta en él un sentimiento irresistible, sus consejos y sus
instrucciones deciden su regreso a la religión de sus padres. La religión de
Vicente, se dice a sí mismo, no puede ser que la buena; toda ella está
fundada en la caridad hacia los hombres y la esperanza en su Creador. El
amaba oponer siempre la conducta sabia y modesta de Vicente a la audacia y
el humor altanero de Lutero; él comparaba los arrebatos y las injurias
groseras de este sectario, a la paciencia y el celo sin amargura del piadoso
misionero; recordando los rasgos de la prepotencia del irascible y fogoso
Agustín; sus conversaciones con el diablo, que él aseguraba constantemente
se le aparecía, y de haberle probado que el sacrificio de la misa no era más
que una idolatría, él relacionaba estas diatribas absurdas con las
predicaciones siempre simples e impactantes del pastor de Chatillon, y este
contraste de moral y de doctrina acaba su convicción y la de los señores
Garron, sus padres. Estos últimos resistieron más largo tiempo: todo se
estremece para retenerles en la herejía; un simple pastor triunfa en sus
esfuerzos y no debe esta victoria, ni a sus declamaciones, ni a la intriga, sino
a una razón calma y esclarecida.
El primer acto que señala esta conquista, fue la restitución que hizo Beynier
de dos o tres parcelas que nadie le había solicitado, pero que la adquisición
hecha por sus padres, que no habían sido muy escrupulosos, le parecía
sospechosa. Vicente le inspira su virtud dominante, la caridad. Los prosélitos
que hacía el sabio pastor se convertían en los amigos y servidores de los
41
pobres. ¡Dichoso proselitismo que se volvía en beneficio de la humanidad¡
Beynier queda convencido que el protestantismo no debe su nacimiento,
como se ha pretendido, ni al progreso de las luces, ni a los conocimientos
difundidos por el descubrimiento de la imprenta, sino más bien al orgullo, a
las pasiones, al espíritu de revuelta y de independencia. En el temor de que
se le atribuyera la gloria de estas conversiones, Vicente no quería recibir la
abjuración de estos calvinistas, bien que el Sr. De Marquemont, arzobispo de
Lyon, le había dado el poder; él cede este honor a otros: contento de la
victoria, él no quiso los trofeos, y él se tiene a sí mismo en tal forma que en el
público parecía que él era extraño a esta feliz revolución que se estaba
operando en su rebaño.
La parroquia de Chatillon, dichosa de poseer tan digno pastor, se libraba a la
alegría y a la esperanza de conservarlo largo tiempo, cuando la llegada de un
caballero de la casa de Gondi vino a dar la alarma en toda la ciudad. Este era
Dufresne, el amigo íntimo de Vicente, el mismo que le había hecho entrar al
servicio de la reina Margarita, y que Vicente, por reconocimiento y por
estimación, había colocado en la casa de Gondi, en calidad de secretario del
general de las galerías. Hombre sabio, hábil, conciliador, venía a hacer un
último esfuerzo, por el éxito de un proyecto que jamás se había abandonado,
el regreso del pastor de Chatillon a la casa de Gondi. La escogencia del
representante anunciaba la importancia que se concedía al éxito de su
misión. Él era portador de una gran cantidad de cartas del Sr. y la Sra. De
Gondi, de sus hijos, del cardenal de Retz, obispo de París, hermano del
conde. Sobre todo no se había olvidado de incluir la del Sr. de Bérulle.
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Vicente fue vivamente emotivo al abrazar a su amigo; para calmar su
emoción, se fue a la iglesia, donde se puso en oración, pidiéndole a Dios,
según su costumbre, de que le hiciera conocer su voluntad. Dufresne no
perdió un instante para llenar su misión. En primer lugar, él hizo hablar la
amistad y el reconocimiento; luego expone las razones tan fuertes y tan
poderosas que calaron, si acaso no decidieron enteramente, al modesto
pastor: “No haga caso, le dice, ni a usted, ni a mí. Consulte a personas
sabias y desinteresadas; pregúnteles si usted no puede dar a la religión y a
sus semejantes más grandes servicios en la casa de Gondi que en Chatillon;
imagínese la cantidad de todas los convictos en las galerías de Francia que
usted puede aliviar; !imagínese que usted les puede llevar a Dios y
devolverlos a la sociedad que les ha rechazado de su seno! Nosotros
trabajaremos juntos en esta gran obra que, sólo usted puede ejecutar por la
confianza que le tiene el general de las galerías; usted le seguirá a Marsella,
usted penetrará en los calabozos, y con usted la esperanza y la religión. Yo
lo repito, haga como San Pablo: él consulta a Ananie; consulte a los
hombres que siempre han tenido la atracción y estima suyas.”
Vicente consintió, y los dos amigos partieron para Lyon. Ellos se dirigieron al
padre Bence, superior del Oratorio, que, después de maduras reflexiones, le
aconseja dejar Chatillon. Según este consejo, Vicente le respondió al Sr. De
Gondi en Marsella, que él esperaba hacer un viaje a París dentro de dos
meses, donde se vería lo que Dios ordenara de él. El escribió en los mismos
términos en Paris por el Sr. Dufresne, que continúa su ruta hacia esta capital.
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Vicente volvió a Chatillon, pero este regreso no disipa más que débilmente
las inquietudes de sus feligreses; ellos se atenían todos a la desgracia que les
amenazaba. Por otra parte, su pastor, incapaz de disimulo, les dio a conocer
el objeto del viaje de Dufresne, y la respuesta que él había dado a sus últimas
propuestas. Les asegura, en una exhortación que él hizo sobre este tema,
que, cuando la Providencia le había conducido a Chatillon él había creído que
no les dejaría jamás, pero que, como ella había ordenado otra cosa, era a
ellos, como a él, someterse a sus decisiones. Él les prometió darles un
sucesor que les amaría tanto como él les amaba, y que tendría un título más
que él a su confianza, aquél de su conciudadanía; él se encomienda a sus
oraciones y repite varias veces que él las necesitaba. Ante estas palabras, la
iglesia retuvo los llantos y sollozos, aunque se escucharon gritos lúgubres; se
le lloró como un padre y un benefactor. Los mismos protestantes
compartieron el dolor común; y varios, rindiendo justicia a sus talentos y
virtudes, les decían a los católicos: Ustedes pierden el sostén y la mejor
piedra de su religión.
La siguiente carta que recibe del Sr. De Gondi, fija definitivamente el día de
su partida: “Yo recibí hace dos días aquella que usted me escribió de Lyon, y
veo la resolución que usted ha tomado de hacer un pequeño viaje a Paris a
fines de noviembre, lo que me ha regocijado extremadamente, esperando
verlo en ese tiempo, y que usted se plegará a mis plegarias y a los consejos
de todos sus buenos amigos, del bien que yo deseo para usted. ¡No le voy a
decir más por adelantado, ya que usted ha leído la carta que le escribió mi
mujer! Sólo le pido considerar que Dios quiere que, por su medio, el padre y
los hijos sean gente de bien.”
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Las últimas disposiciones que Vicente hizo para su viaje fueron nuevos rasgos
de beneficencia. El distribuye a los indigentes sus pocas provisiones, sus
hábitos, su misma ropa; pero los ricos le disputaron a los pobres estos
preciosos despojos; ya que, como ha pasado universalmente para un santo,
cada uno se preocupa de tener alguna cosa que le hubiera pertenecido; y un
pobre llamado Julien Caron, a quien él le había regalado un sombrero, tuvo
todas las penas del mundo para salvarlo de las manos de la multitud. El día
de su partida, el dolor y la turbación recomenzaron. Toda la ciudad le siguió
gritando misericordia, como si ella iba a ser tomada por asalto. Vicente, las
lágrimas en los ojos, da por última vez su bendición a este rebaño desolado.
El primer servicio que les hace después de haberles dejado fue de procurarles
por pastor el sacerdote que había asociado a sus trabajos, viniendo a
Chatillon, Louis Girard, de quien él conocía todo el mérito y que había sido
penetrado de su espíritu.
Todo esto que hemos dicho de la estadía de Vicente en Chatillon es tomado
de dos actas levantadas en esta ciudad, aproximadamente cuatro años
después de su muerte, por Charles Demia, doctor en derecho, que estuvo a
cargo de recoger los testimonios de los principales y más viejos habitantes
que habían visto y conocido a Vicente; la segunda termina con estas
palabras: “Finalmente los suscritos dicen que sería imposible de resaltar
todo lo que fue hecho en tan poco tiempo por el Sr. Vicente, y que ellos
tendrían dificultad en creerlo, si ellos no lo hubieran visto y oído. Ellos le
tienen en tan alta estima, que ellos no hablan de estos más que como de un
santo. Ellos creen que esto que él ha hecho en Chatillon sería suficiente para
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canonizarlo, y ellos no tienen ninguna duda de que si él en todas partes se
comportó como lo hizo en este lugar, no lo sea efectivamente.”
El primer día de la llegada de Vicente a París, él tuvo una entrevista con el Sr.
De Bérulle, que lo había llamado de Chatillon, y que desde hace largo tiempo
estaba en posición de dirigir su conducta. Fue decidido que él entraría en la
casa de Gondi, pero que él tendría no tendría más que una inspección
general sobre los hijos del conde; finalmente, él hizo su entrada la
nochebuena del mismo año 1617. ¡Con qué alegría universal fue recibido! La
piadosa condesa que más había sufrido su ausencia, se regocijó más que
nadie de su alrededor. Ella le recibió como un ángel que Dios le regresaba, le
hizo prometer que no le abandonaría más y que le asistiría hasta su muerte.
El no había estado más que algún tiempo en París cuando recibió noticias
aflictivas de Chatillon: esta ciudad estaba en vías de una hambruna. Él supo al
mismo tiempo que la cofradía de la Caridad prestaba todos los servicios que
podían aliviar este flagelo. ¡Ah¡ ¡Cuánto se debió de felicitar entonces de esta
creación previsora y eficaz! En efecto, las dos damas de la Caridad, sus
primeras alumnas, las damas de la Chassaigne y de Brunant empleaban todos
los medios reparadores, todos los recursos que sus ejemplos y sus consejos
les había enseñado a practicar en las grandes calamidades, de acuerdo con
Beynier, este otro alumno de Vicente. Ellas alquilaron un granero común,
donde ellas depositaron todo su trigo y aquel que pudieron reunir en una
colecta general. Las distribuciones que ellas hicieron a los indigentes, todo el
socorro que ellas les prodigaron, les arrancaron de la desesperación y de una
muerte segura. Se veía llegar en masa a este granero mujeres moribundas,
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ancianos, niños extenuados que, al recibir el pan que ellos no podían
encontrar sino que allí, bendecían al pastor que, aunque lejos de ellos,
proveía a su alimentación por la herencia celeste que les había dejado.
La hambruna comenzaba a ceder a una influencia tan benéfica, cuando una
epidemia cruel le sucede. Sus secuelas debieron ser tanto más terribles dado
que todas las fuerzas, todos los corajes estaban abatidos y agotados por el
primer flagelo. Los ricos que habían sido esparcidos por la hambruna,
palidecían ante una muerte próxima que todo su mismo oro podía alejar.
Ellos huyeron a las montañas, lejos del contagio, abandonando a sus
parientes, sus amigos, sus propios hijos. Nuestras dos heroínas se quedaron
solas, calmas y resignadas. Todos los sentimientos de humanidad que sus
conciudadanos se habían despojado, habían pasado a sus almas. Lejos de
retirarse a sus casas de campo, ellas hicieron levantar cabañas cerca de la
ciudad, para alojarlos y estar más cerca de los desgraciados. Allí, ellas
prepararon víveres para los pobres, remedios para los enfermos. Se les veía
todos los días en las chozas, exponiéndose al contagio para llevarles lo que
esperaban. En vano se les conjuraba, las lágrimas en los ojos, de cuidar su
existencia tan preciosa para sus conciudadanos: ellas combatían las alarmas
de sus familias y de sus amigos, así como los peligros que les rodeaban por
todas partes. Día y noche ellas velaban a la sepultura de los muertos, al
tratamiento de los apestados y a la conservación de los habitantes que no
estaban todavía más que amenazados.
Chatillon les debió dos veces su salvación en el mismo año, puesto que la
peste y la hambruna se extinguieron más que todo por su caridad.
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CAPÍTULO V.
Misiones en las diócesis de Beauvais, de Soissons y de Orléans.‐ Vicente visita las galerías y mejora su suerte. Vicente es nombrado capellán general de las galerías de Francia.‐ Viaje a Marsella.‐ Él toma el lugar de un galeote.
Tranquilizado de su rebaño de Chatillon, Vicente se dedica por entero a sus
dos ocupaciones más queridas, la instrucción y el alivio de los pobres
habitantes del campo. El comienza una misión en Villepreux con sacerdotes
de un gran mérito, y que ocuparon plazas distinguidas. Para juntar los auxilios
temporales a los espirituales, él estableció en Villepreux la cofradía de la
Caridad, bajo los auspicios del obispo de París, que había aprobado el
reglamento. La condesa de Gondi dota este piadoso establecimiento fundado
en una de sus tierras. Es ella quien secundaba por su caridad todas las
empresas de los misioneros. Mientras que Vicente y sus colegas anunciaban
el Evangelio, y operaban conversiones, ella hacía de su lado una misión no
menos útil ni menos impactante; ella recorría las barracas, consolaba los
afligidos, terminaba o prevenía las disensiones familiares, y repartía
generosamente las limosnas y las buenas obras. Esta hermosa cooperación
volvió más fáciles y más fructíferos los trabajos de los misioneros que, de
Villepreux, llegaron a las diócesis de Beauvais, de Soissons y de Orléans,
donde ellos hicieron abundantes cosechas.
Pero es en la ciudad de Montmirel, donde la señora de Gondi residía
frecuentemente con su familia, que sus apasibles conquistas fueron más
difíciles y más gloriosas. De tres calvinistas que residían en esta ciudad, dos
abjuraron; el tercero, aunque habiendo asistido a todas las conferencias en
48
que Vicente proponía los dogmas del Evangelio con toda su simplicidad, no
quería seguir sus ejemplos; pero, al año siguiente, la misión habiendo
comenzado, este mismo calvinista, después de haber asistido exactamente a
todas las prédicas y catequesis, fue tocado de tal manera por todos los actos
de caridad de que él había sido testimonio, que vino a buscar a Vicente, y le
dijo: “Ahora es que veo que el Santo Espíritu conduce a la Iglesia romana,
porque toma cuidado de la salvación y de la instrucción de los pobres del
pueblo: yo estoy listo a entrar en ella cuando usted tenga el agrado de
recibirme.”
Vicente habiéndole preguntado si no le quedaban más dificultades ni dudas:
no, le respondió, yo creo todo lo que usted me ha dicho, y estoy dispuesto a
renunciar públicamente al error. No contento de una respuesta así de firme y
de precisa, él le interroga sobre algunos artículos los más controversiales; él
fue tan satisfecho de todas sus respuestas, que él fija al domingo siguiente el
día de la absolución pública. Fue en la iglesia de la ciudad de Marchais, cerca
de Montmirel, donde se encontraban los misioneros, que la ceremonia debía
tener lugar. Una gran concurrencia de fieles había acudido; todo estaba
felizmente dispuesto, cuando sobrevino un incidente que terminó la fiesta.
Vicente, habiendo preguntado al catecúmeno si él persistía en querer entrar
en el seno de la Iglesia católica y romana, él respondió que él persistía, pero
que todavía tenía una dificultad, y que se acababa de formar en su espíritu
viendo una estatua de piedra bastante mal esculpida que representaba la
santa Virgen: lo que yo sabría creer es que haya cierto poder en esta piedra
(mostrando la estatua que estaba frente a él). A lo que Vicente respondió,
49
con mucha tranquilidad, que la Iglesia no enseñaba que hubiera alguna virtud
en estas imágenes materiales, sino que es cuando a Dios le place
comunicárselos, como lo hizo alguna vez en la virgen de Moisés que hacía
tantos milagros; que el resto de este dogma de nuestra fe era tan conocido
en la Iglesia que los niños se lo podían explicar. Entonces él apela a uno de los
más instruidos, y habiéndole preguntado sobre lo que debíamos creer sobre
las santas imágenes, el niño respondió con una simplicidad impactante, que
era bueno de tenerlo y de rendirle el honor que es debido, no a causa de la
materia de la que ellas son hechas, sino porque ellas nos representan a
nuestro Señor Jesucristo, su gloriosa Madre y los otros santos del paraíso,
que, habiendo triunfado en el mundo, nos exhortan, por estas figuras mudas,
a seguir su fe y a imitar sus buenos ejemplos.
Esta respuesta de un niño, digno discípulo del pastor que le había enseñado
las primeras verdades de la religión, acaba de despejar los ojos del calvinista,
que declara solemnemente que él estaba listo a volver a entrar en la fe de
sus padres; pero Vicente siempre enemigo de toda precipitación, quería
todavía diferir de admitirlo en la comunión de los verdaderos fieles, y no fue
sino que tiempo después que él recibió su abjuración, que fue de las más
sinceras.
No fue suficiente para Vicente el dedicarse a las necesidades de toda especie
de los pobres habitantes del campo, y él se consagra igualmente a aquellas
de las ciudades. Apenas de regreso de sus misiones, él ocupaba todos sus
momentos a la visita de los hospitales y de las prisiones. Él se apegaba a los
desgraciados como el padre más cariñoso a sus propios hijos, llevándoles por
50
él mismo o por sus amigos todos los servicios que estaban a su alcance. A la
cabecera de sus lechos, él era su confidente, su consolador; se convertía en
su abogado ante aquellos que, por su fortuna, podían verter ayudas en los
asilos del desgraciado. Aquí una carrera más vasta se va a abrir a todo el
ardor de su celo.
Los convictos, esos seres rechazados y castigados por sus semejantes, siendo
colocados especialmente bajo la supervisión del Sr. De Gondi, parecían
pertenecer particularmente a Vicente y tener más derechos a su atención. El
reconocimiento que él debía a su general se vino todavía a agregar a su
caridad. Estos dos piadosos sentimientos, que en el común de los hombres
producen las buenas acciones, debieron en él dar a luz milagros. Él quería
saber cómo eran tratados los criminales que, habiendo sido condenados a las
galerías, quedaban algún tiempo en París antes de ser conducidos a Marsella.
Al favor y bajo la protección del nombre del Sr. De Gondi, él logró que le
abrieran las puertas de la Conserjería y de otras prisiones. El esperaba el
espectáculo de todas las miserias, de todas las degradaciones humanas; pero
el cuadro que se ofreció a sus ojos fue mil veces más horrible que aquel que
él se había representado. La realidad sobrepasa la imaginación del hombre
que había visto y tocado muy de cerca las penas de la sociedad; él vio, dice su
primer historiador, el sabio Abely, él vio desgraciados encerrados en
calabozos oscuros y profundos, comidos por las hormigas, extenuados de
languidez, y completamente descuidados en el cuerpo y en el alma.
Descompuesto del horrible tratamiento que se hacía sufrir a estos hombres,
a cristianos, él vuela ante el Sr. De Gondi para hacerle la pintura de aquello
que él había visto.
51
“Esta pobre gente, le dice, a usted le pertenece; ¡si no son sus hijos, al
menos son sus hermanos! Usted le debe rendir cuenta a Dios y a los
hombres; sé bien que el remedio a mal tan grande costará mucho, y
demandará de grandes esfuerzos de celo y de prudencia; pero las
dificultades no deben parar nada cuando se trata de la gloria de Dios y del
alivio de los afligidos. Mientras se espera que se conduzca estos
desgraciados a los puertos del mar donde son destinados, ellos no pueden
permanecer sin ayudas y sin consuelos; yo tengo un medio de proveer a
todas sus necesidades, y, usted lo aprueba, será ejecutado.” El general lo
aprueba, y da a Vicente todo el poder de operar el bien que él meditaba.
El caritativo sacerdote no difiere un instante; alquila una casa a sus costas en
el suburbio de Saint‐Honoré, cerca de la iglesia Saint‐Roche, la hizo
acondicionar con una diligencia extrema, y allí recibió a todos los condenados
a trabajos forzados dispersos en las diferentes prisiones de París. ¡Que se
juzgue la influencia que ejercían ya su reputación y su virtud! Él no tenía
ningún fondo para enfrentar este enorme gasto, y sin embargo él crea y
sostiene este enorme establecimiento. Llamó a la caridad pública, y el obispo
de París le secunda perfectamente. Un mandato de este prelado, del 1ero. de
junio del año 1618, les ordenaba a los curas, a los vicarios, a los predicadores
de todas las parroquias de la capital de exhortar los pueblos a prestarse a una
tan santa y grande empresa: así uno encuentra siempre a los pastores de la
Iglesia católica a la cabeza de todas las creaciones que interesan a la
humanidad. Después de haber provisto alojamiento, comida, vestido de los
forzados, se ocupa de las necesidades de sus almas, que eran bien grandes:
pero la constancia en el bien triunfa sobre todos los obstáculos.
52
Vicente visitaba todos los días los convictos, les hablaba de Dios y de sus
deberes hacia Él, con esta unción que le era natural. Él les decía que las penas
a las que ellos estaban condenados por sus crímenes podían ser meritorias
frente a su Creador, que la brevedad de la vida rendía estas penas de corta
duración, que no había por otra parte penas que ameritaran este nombre
más que aquellas que, en su justicia, Dios infligía para la eternidad. Estos
discursos, acompañados de buenos tratos, hicieron una gran impresión en los
hombres hasta entonces habían sido tan cruelmente abandonados. La
religión precedida de la caridad, su inseparable acompañante, penetra en las
prisiones y produjo los dulces frutos que la mano sola del hombre no sabría
hacer nacer ni madurar.
Las enfermedades contagiosas de las cuales algunas veces las galerías eran
atacadas, y que ellos habían contraído en los calabozos infectados de donde
se les había sacado, lejos de sorprender y de repeler a Vicente, le volvió más
asiduo y más empeñado: él se enfermaba con ellos por llevarles más servicios
y de querer estar más cerca de todas sus necesidades. Cuando los asuntos
indispensables le llamaban en los campos, el confiaba el cuidado de su casa a
dos eclesiásticos virtuosos, los señores Belin y Portail, que se habían asociado
a todas sus buenas obras y que siempre estaban listos a socorrerlo. Estos dos
sacerdotes se alojaron en el hospital de los forzados, donde celebraban la
misa, cantaban alabanzas del Señor con los hombres que, hasta aquí, no
habían dirigido al cielo más que imprecaciones. Vicente no les dejaba solos
más que el menor tiempo que él podía; él acudía siempre a su hospicio
querido, como nosotros acudimos en masa a los templos de la fortuna y de
los placeres.
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Tan felices cambios en la conducta y el régimen de los convictos llenaron de
sorpresa y de alegría a aquellos que de ellos eran testigos. No se podía
concebir cómo un solo hombre, sin fortuna y sin empleo, podía hacer
subsistir tan gran número de desgraciados, ni por qué feliz don del cielo él les
había cautivado, ni de dónde él encontraba tanta fuerza y tiempo para
cumplir funciones tan variadas como peligrosas. El Sr. De Gondi, más
satisfecho que sorprendido, porque él sabía desde hace largo tiempo de todo
lo que era capaz su amigo, resolvió introducir en todas las galerías de Francia
el orden admirable que Vicente había establecido en la de París. Él le habla
de esto a Luis XIII; y sobre el reporte que él hace a este príncipe de la alta
capacidad de Vicente, del éxito prodigioso que él acababa de obtener, y de
todo lo que se podía esperar de su celo, el piadoso sacerdote fue nombrado
por decreto, de fecha 8 de febrero de 1619, capellán general de las galerías
de Francia.
Este empleo fue seguido de otro que, aunque más modesto, demandaba de
virtudes diferentes, pero no menos raras. San Francisco de Sales estaba en
Paris por segunda vez. Él había recibido de Luis XIII y de toda la corte el
mismo recibimiento que, algunos años antes, le había hecho Enrique IV.
La sabiduría, el carácter dichoso del obispo de Génova, sus maneras simples y
amables le conciliaban todos los corazones tanto como su piedad dulce y su
ardiente caridad. El ya conocía la reputación de Vicente.
Estos dos venerables personajes, tan dignos de ser comparados, se sintieron
atraídos uno hacia el otro al verse. Vicente fue tocado por el aspecto de
Francisco, de respecto y de asombro; él admiraba en sus rasgos una
54
serenidad, llena a la vez de gracia y de majestad. El exterior de Vicente no
hizo, puede ser, la misma impresión en Francisco; pero el prelado no concibió
menos por el virtuoso sacerdote que la más alta estima, de la cual él le da
pronto una prueba sorprendente. El actúa eficazmente ante Enrique de
Gondi, cardenal de Retz, obispo de París, para enrolar, o más bien para
obligar a Vicente a aceptar la plaza de primer superior de las religiosas de la
Visitación, que Jeanne – Françoise Frémiot de Chantal acaba de establecer en
París, sobre la calle Saint‐Antoine. Él sabía que Vicente no aceptaría este
empleo de confianza, si no se le hacía un deber de obediencia; en efecto el
prelado habla, y él fue obediente.
La liga la más íntima se establece entre dos tan dignos de conocer y de amar,
y ella dura hasta la muerte de Francisco, sucedida en Lyon el 28 de diciembre
de 1622, en consecuencia de un ataque de apoplejía. Observando de cerca al
obispo de Génova, que él quería tomar en todo como modelo, Vicente se da
cuenta que su afabilidad, sus aires graciosos y prevenidos, habían contribuido
mucho al éxito de sus misiones y en todas las buenas obras de había estado
llena su vida. El halla que a él le faltaban estas cualidades atractivas, que su
aire, naturalmente grave, tenía algo de austeridad, que inclinación hacia la
soledad podía volver sus intercambios menos agradables, no con el pueblo
con que él se sabía identificar, sino frente al gran mundo, en el cual estaba
frecuentemente obligado a vivir, y que quiere que la virtud misma tenga
formas amigables.
La Señora de Gondi se afligía algunas veces de verlo sombría y melancólico,
tanto más cuando ella atribuía el malestar impreso en sus rasgos a algún
55
descontento que él pudiera haber experimentado en su casa. Elle le hacía
parte de sus penas y de sus miedos, con esas maneras llenas de bondad que
eran naturales en esta dama. De todas maneras, la dulzura y la serenidad no
aparecían con todo su brillo en esta frente que habría debido ser la sede.
Durante el retiro que Vicente hizo este año en Soissons, él se examina
seriamente sobre este punto; él conocía cuánto le importaba adquirir las
cualidades de su modelo. Yo me dirigiré a mi Señor, se dice él mismo, yo le
suplicaré instantáneamente cambiar este humor seco y repulsivo y de
darme un espíritu dulce y benigno.
El cielo satisface esta oración: la victoria que el venerable sacerdote se lleva
sobre si mismo fue tal que su dulzura y su afabilidad se convirtieron en un
proverbio y se dice de él lo que él se decía de san Francisco de Sales, que era
difícil de hallar un hombre en que la virtud se anunciara bajo sus rasgos más
amables. De Soissons, donde sus plegarias y sus esfuerzos sobre sí mismo le
rindieron una ventaja tan preciosa, él se llega a Joigny, donde establece una
cofradía de hombres para el alivio de los pobres, como ya lo había hecho una
de las mujeres, para el servicio de los enfermos.
Para responder a la confianza con que le había honrado Luis XIII, Vicente
quiso ir a probar, en las galerías de Marsello, el bien que él había tan
felizmente operado en las prisiones de París. En este diseño, tan generoso
como de difícil ejecución, él se fue solo para la Provence. Llegado a Marsella,
él guarda el más perfecto incógnito, tanto para evitar los honores que le
habrían sido rendidos en su calidad de capellán general, como para observar
tranquilamente al abrigo de toda prevención el estado desgraciado de los
56
forzados. Al favor de este incógnito, él ofreció a sus contemporáneos y a la
posteridad un rasgo sublime de humanidad.
En sus visitas a las galerías, a él le llama la atención un forzado con su dolor y
su desespero, llorando noche y día su mujer y sus hijos, que él había dejado
en la miseria y sin apoyo. Este desgraciado había sido condenado a tres años
de cautiverio, por haber hecho un contrabando. Vicente le prodiga en vano
de cuidados y consuelos; él le veía cerca de sucumbir, cuando, llevado por un
movimiento de caridad divina, él le propone al oficial encargado de la
custodia de los capataces, e que le permitiera tomar el lugar de este pobre
hombre. El cambio fue aceptado. El forzado fue liberado, entregado a su
familia querida, y Vicente fue responsable de sus hierros.
El no habría sido descubierto durante todo el tiempo que debía durar el
cautiverio del contrabandista, si la señora de Gondi, inquieta de no recibir sus
noticias, no hubiera hecho investigaciones de las que él no pudo escapar. El
fue liberado a su turno, al cabo de varias semanas. “Pero sus pies, dijo el
abad Maury en sus Principios de Elocuencia, quedaron hinchados, durante
toda su vida, de los hierros honorables que él había llevado.” Nosotros
citamos con mucha satisfacción este orador célebre al apoyo de un hecho tan
sorprendente, que otro orador, no menos ilustre, la ha rechazado por
parecerle imposible: nosotros osamos tener un sentimiento contrario; y no
tememos de introducir este rasgo en la Historia de Vicente, al tener toda la
autenticidad histórica. Además, de que él es validado por el sabio Abely,
contemporáneo y fiel historiador de Vicente; por Collet, que ha recogido las
tradiciones de los Señores de San Lázaro, él es confirmado por el mismo
57
Vicente, que, presionado por uno de sus sacerdotes de que le dijera si era
verdad que él se había puesto en el lugar del forzado, y que si la hinchazón
de sus piernas venía de la cadena con que él había sido cargado, desvía el
discurso sonriendo, sin dar ninguna respuesta a sus demandas.
“Este silencio, dice Collet, pareciera una demostración para cualquiera que
pensara seriamente hasta donde nuestro Santo llevaba la humildad, y
cuánto él estaba alejado de permitir que se le hiciera honor del bien que él
no había hecho, él que propagaba con precauciones infinitas el recuerdo y
la idea de aquel que había sido incapaz de escapar a los ojos de los
hombres. A este testimonio tácito, pero irrecusable de Vicente, nosotros
agregaríamos aquel de los sacerdotes de la Misión, que se fueron a
establecer en Marsella veinte años después de este acontecimiento. Su
superior asegura que esta acción extraordinaria era tan conocida en
Marsella que muchas personas dignas de crédito se la habían contado. No
es tanto la conducta de Vicente la que sorprende; sino este oficial que pudo
ser conmovido de compasión por el forzado, que no era ni un ladrón ni un
asesino, sino un desgraciado padre de familia, condenado por haber hecho
un contrabando; pero Vicente se le había hecho conocer en su calidad de
capellán general de las galerías, y el oficial había cedido tanto a su
autoridad como a sus lágrimas.”
Según esta unanimidad de testimonios y de circunstancias, nosotros nos
animamos a creer que se nos sabrá agradecer de haber conservado una de
las más bellas páginas de la Vida de Vicente.
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CAPÍTULO VI.
Regreso de Vicente a París.‐ Su conducta en Mâcon.‐ Misión en las galerías de Bordeaux.‐ Vicente visita su familia.‐ Fundación de la congregación de
los sacerdotes de la misión.‐ Muerte de la Sra. De Gondi.
Libre de sus cadenas, Vicente se dispone con un nuevo ardor al
mejoramiento de la suerte de los forzados. Él había sentido todo el peso de
sus fierros; él hizo todo lo que pudo para aligerárselos. Las galerías, estas
prisiones flotantes, en principio le habían ofrecido un espectáculo de
infierno; eran los mismos gritos de desesperación y de furor, las mismas
imprecaciones, las mismas blasfemias contra la justicia divina y humana: todo
este espectáculo de horror le conmovió todavía más que el miedo. Él iba de
celda en celda, escuchando las justas quejas, y haciendo lo correcto tanto
como estuviera a su alcance; él bajaba las cadenas de estos desgraciados,
juntando abundantes limosnas a las exhortaciones. Él hablaba a los oficiales,
les incitaba a tratamientos más humanos. Poco a poco las pasiones atroces se
calmaron, las mismas murmuraciones disminuyeron; las guardias de los
convictos se suavizaron; los capellanes ordinarios pudieron hablar de Dios y
hacerse escuchar; el presagio del Sr. Dufresne se cumplió; la religión y la
humanidad penetraron en las galerías.
Los disturbios en que Francia estaba entonces agitada interrumpieron los
trabajos tan pacíficos y hermosos. Luis XIII acampaba en persona Montauban,
donde todas las fuerzas de los calvinistas estaban reunidas. Este teatro de la
guerra, tan vecino de Marsella, hizo ordenar un movimiento general en las
galerías, que entonces ya no tenían un lugar fijo. El conde de Gondi deja
59
Provence, y Vicente fue obligado a regresar a París. Ahí se dedicaba a grandes
jornadas, cuando un nuevo servicio a dar a sus semejantes, le detiene
durante tres semanas en Mâcon.
Travesando esta ciudad, él se ve rodeado de una turba de mendigos de toda
edad y de todo sexo, a quienes les da limosna. Habiéndoles interrogado
según su costumbre sobre los misterios de la fe, él juzga por sus respuestas, y
en relación a los habitantes, que ellos ignoraban los primeros principios de la
religión, y que ellos vivían en un libertinaje y vicios que daban horror. Como
en otra ocasión el buen Samaritano, él descendió del caballo para venir a
socorrer estos viajeros sorprendidos y heridos en su ruta. El concibió la idea
de introducir el orden y la disciplina entre estas bandas sediciosas, y de
llevarles al trabajo y a la sociedad en que ellas eran el azote. Se ve su
proyecto como una quimera. Cada uno se burlaba de mí, dice el mismo
Vicente en una de sus cartas, me mostraban el dedo cuando yo iba por las
calles, y nadie creía que yo pudiera tener éxito. Pronto fueron
desengañados. De acuerdo con los magistrados y el obispo de Mâcon, el
sabio y virtuoso padre hizo un reglamento, según el cual todos estos
mendigos fueron divididos en varias clases: estableció enseguida bajo el
nombre de la cofradía de San Carlos Borromeo, dos asociaciones: una de
hombres, otra de mujeres. En esta doble cofradía, cada uno tenía su empleo:
unos cuidaban a los enfermos; otros de aquellos que no lo estaban, estos
estaban encargados de los pobres de la ciudad, aquellos de los extranjeros.
La ejecución de este plan, tan sabio como simple, cambia en muy poco
tiempo la cara de Mâcon. Los ciudadanos pacíficos estuvieron en seguridad;
60
los fieles no fueron más interrumpidos en sus oraciones. Los mendigos,
reunidos a horas reglamentarias para recibir ropa y alimentos, fueron
llevados a una vida cristiana, y proveyeron insensiblemente para el trabajo y
su subsistencia. Nos queda un monumento de esta bella obra, que nos ha
transmitido el padre Desmoulins, superior de los sacerdotes del Oratorio de
Mâcon. Vamos a escribir las propias palabras de este testigo ocular:
“El reglamento, dice él, diseñado por Vicente, partía de que se haría un
catálogo de todos los pobres de la ciudad y de aquellos que allí se pudieran
detener; que a aquellos se les daría limosna ciertos días, y que si se les
encontraba mendigando en las iglesias o por las casas, ellos serían
castigados con alguna pena, con la prohibición de darles algo; que los
viajeros serían alojados por una noche, y despedidos al día siguiente con
dos centavos; que los pobres vergonzosos serían asistidos en sus
enfermedades, y provistos de alimentos y de remedios adecuados, como en
los otros lugares donde la caridad estaba establecida. Esta orden comienza
sin que hubiera ningún dinero común; pero el Sr. Vicente sabía arreglarse
bien con los grandes y los pequeños, de forma tal que cada uno se dispone
voluntariamente a contribuir a esta buena obra, unos en plata, otros en
trigo o en otros viveres, según su capacidad; de suerte que cerca de
trescientos pobres estaban alojados, alimentados y mantenidos fuertes
razonablemente. El Sr. Vicente da la primera limosna y después se retira.”
El servicio que prestó Vicente en Mâcon hizo que se le viera como un hombre
extraordinario. Los concejales y todo aquel que tenía de notable en esta
ciudad vinieron a felicitarle. Las demostraciones del reconocimiento público
61
fueron llevadas tan lejos que, para poderse escapar de ellas, él se creyó
obligado a partir lo más pronto, y sin decir adiós. No estaban más que los
sacerdotes del Oratorio, donde él se alojaba, quienes fueron informados de
su partida. Es en esta ocasión que habiendo entrado a su cuarto, ellos se dan
cuenta que él había quitado las cobijas de su cama y que dormía sobre la
paja. A pesar de cualquier cuidado que él haya tomado para esconder esta
mortificación y tantas otras aún más rudas, se supo que él las había
practicado hasta su muerte, durante más de cincuenta años. La cofradía de
San Carlos Borromeo, de la que él venía de enriquecer Mâcon, pareció
después en la asamblea del clero, tenida en Pontoise en 1670, una asociación
tan bella y tan ventajosa, que por deliberación del 19 de noviembre de 1675,
ella exhorta a todos los obispos del reino a establecerla en sus diócesis.
Apenas Vicente había terminado los asuntos que le habían llamado a París, él
quería ir a continuar en las galerías de Bordeaux las mejoras de todo género
que había obtenido en aquellas de Marsella. El partió para esta capital de
Guyenne, en la idea de hacer allí una gran misión: él quería oponer al error y
a la revuelta, en que esta provincia era el teatro, barreras pacíficas, pero a
menudo más fuertes que su audacia. La empresa era inmensa y peligrosa;
felizmente él encuentra a un arzobispo, el cardenal de Sourdis, bien
dispuesto a secundarlo. Este prelado, cuya piedad era tan esclarecida, el celo
por el restablecimiento de la disciplina eclesiástica tan puro, tan ardiente, la
caridad por los pobres tan inagotable, era venerado en su diócesis como otro
Carlos Borromeo: el acogió a Vicente con todo el favor y el interés que
ameritaba una piedad tan tierna y una devoción tan generosa.
62
Él le permitió escoger en los diversos conventos de la ciudad veinte
colaboradores distinguidos por sus luces y por su celo. El los distribuye de dos
en dos en cada galería, mientras que él todo a la vez en el altar, en el púlpito
evangélico, en el tribunal de penitencia, animaba todo de su coraje y de su
unción penetrante. Las galerías, cuyo solo nombre entristecía y afligía la
humanidad, fueron convertidas en templos, donde las alabanzas al Señor y la
voz de arrepentirse se hacían oír por la primera vez. El éxito de esta misión
fue prodigioso; aparte del gran número de convictos que, convertidos y
aliviados, aprendieron a soportar con paciencia las penas a las que habían
sido condenados, un mahometano abjura el Corán. Este hombre, que fue
llamado Luis en su bautismo, se adhiere a su libertador como el hijo al mejor
de los padres. Le seguía por todas partes como su amigo y su guía. Largo
tiempo después de la muerte de Vicente, él decía, lágrimas en los ojos, que él
había perdido a aquél que hacía su felicidad sobre la tierra, pero que él
esperaba deberle aún una felicidad más grande, aquella que él esperaba
gozar un día en el cielo. Nosotros vamos a enfatizar más de una vez en esta
historia la atracción poderosa que inspiraba a los desgraciados la persona de
Vicente, y el reconocimiento que ellos conservaban por sus buenas obras.
En Bordeaux, Vicente se encontraba bastante cerca del país de su nacimiento
y de su familia para no visitarles. Los historiadores reportan sin embargo que
no fue sino después de las insistencias de sus amigos que hizo este corto
viaje. Él bajó a la casa del cura de Pouy, Dominique Dufint, su pariente y su
amigo. Este presbiterio, que había sido el asilo de su infancia y su primera
escuela, ameritaba bien su primera visita. Su familia, creyéndole poderoso y
rico, esperaba numerosas liberalidades; pero él les declara que él era tan
63
pobre como cuando él había salido del hogar paternal, que él no era más que
el depositario de las limosnas que la confianza ponía en sus manos. Los
trabajos de campo, les dijo a sus hermanos, debían cubrir todas las
necesidades de ustedes, como han sido suficientes a las de nuestros padres.
Apéguense más y más a su modesta condición. El descanso y el bienestar de
este mundo no están sino que ahí. Créanle a un hermano que les ama a
ustedes verdaderamente, y que ya ha visto de cerca eso que se llama
grandezas y felicidades de la tierra.
El renueva en la iglesia parroquial las promesas de su bautismo, a las que él
había sido tan fiel. El día de su partida, él fue en procesión, seguido de su
familia y de toda la población, a la capilla de Notre‐Dame‐de‐Buglose, situada
a una legua y media de allí; la imagen de la Santa Virgen, enterrada cincuenta
años antes, en un pantano por almas piadosas, para protegerla de los
insultos de los protestantes, venía de ser encontrada recientemente por un
pastor. Aquí Vicente celebra una misa solemne que fue seguida de una
exhortación, donde su tierna piedad debió ser bien inspirada por el cuadro de
sus allegados y de los amigos de su infancia, reunidos a su voz en este
campestre10 santaurio.
Después de haber religiosamente recorrido los lugares que le habían visto
nacer, él da una comida frugal a toda su familia, hizo los adioses que debían
10 Nota del autor.‐ Viajeros dignos de crédito que se habían unidos últimamente a este peregrinaje, que atrae siempre una gran concurrencia de fieles, nos han reportado que una anciana tradición cree que los robles que se ven alrededor hayan sido plantados por Vicente; así son respetados generalmente. Se recogen las bellotas que son confiadas a la tierra para reproducir y multiplicar una especie a la que se le atribuye un gran valor. Así los robles de San Vicente y los abulones de Sully obtienen los mismos homenajes de la posteridad.
64
ser eternos, y la conjura de no salir jamás del estado de paz y de simplicidad
donde el Cielo lo había colocado. Vivir oscuro e ignorado es lo que él siempre
le pidió a Dios para él y los suyos. Sus ruegos fueron cumplidos; sus
hermanos y sus descendientes nunca dejaron el techo paterno, y cultivaron
de sus manos su modesta herencia. La conducta de ellos es tanto más loable
que ellos habrían podido ser tentados de tomar otro camino, y que muchos
de sus parientes, del lado materno, ejercieron, en vida del mismo Vicente, las
funciones de abogados en el parlamento de Bordeaux. Para mantenerse en el
estado de cultivadores, ellos dicen todavía hoy que el Santo les dio su
maldición a quienes de ellos abandonaran los campos y los trabajos de sus
ancestros. ¡Dichosa tradición que, por el bien de la sociedad como de los
individuos, debería existir en una buena cantidad de familias!
La partida de Vicente y su separación del seno familiar le afligieron
profundamente. “El día que yo partí, dice él más tarde en una conferencia
sobre el desapego de los afectos de los bienes de la tierra, el día que yo
partí, tuve tanto dolor de dejar a mis parientes que no hice más que llorar a
todo lo largo del camino, y llorar sin cesar.” Para suavizar sus tristezas y dar
a sus compatriotas una prueba del vivo interés que él les tenía, el caritativo
sacerdote encarga, algún tiempo después de su regreso a París, a varios
virtuosos eclesiásticos de hacer una misión a Poury y en los alrededores.
Él mismo comienza una con otros obreros apostólicos de la diócesis de
Chartres, en varios pueblos, donde él sembró las semillas del evangelio, que
produjeron los más abundantes frutos. El éxito y la utilidad de estas misiones
comprometieron a la señora de Gondi a ejecutar el proyecto que ella había
65
formado desde largo tiempo, de perpetuarlas por una fundación. De común
acuerdo con el conde, su esposo, ella asigna de entrada un fondo de 16,000
francos a favor de una comunidad, con la condición de hacer cada cinco años
misiones en sus tierras. Vicente, encargado por ellos de proponer esta dote,
se dirige a los jesuitas y a los Oratorianos quienes la rechazan, alegando el
poco número de sus miembros y la multitud de sus compromisos. El acto de
donación establecía que la fundación se ejecutaría bajo la dirección de
Vicente: la condesa dejaba todo a su disposición.
Varios años habiendo transcurrido sin que ninguna comunidad se presentara
para aceptar la fundación, la señora de Gondi piensa con razón que no había
más que Vicente quien pudiera lograrla, y que él solo valía toda una
comunidad entera. Como ella le veía todos los años asociarse, para las
misiones del campo, de doctores, de sacerdotes que se adherían a él por solo
la ascendencia de sus virtudes, ella tenía lugar de esperar que de estas
sociedades anuales y pasajeras, se pudiera formar una comunidad perpetua,
provisto que se asegurara a los sacerdotes que la compusieran una casa
donde ellos se pudieran retirar. El conde, celoso de ser el fundador de este
instituto, acogió con calor este nuevo proyecto, y se lo comunicó al arzobispo
de París, su hermano, que no solamente lo aprueba, sino que cede a Vicente
un viejo colegio fundado a mediados del siglo trece, bajo el nombre de los
Buenos Hijos11, y al que San Luis había dejado, por su testamento, sesenta
libras de renta, reducidas después a diecisiete. No había más en este colegio
que una capilla extremamente pobre, algunos apartamentos en mal estado,
y, en el vecindario, algunas casas que caían en ruinas. 11 Bons‐Enfants
66
Fue el 1ero. de marzo de 1624 que Vicente fue nombrado principal del
colegio de los Buenos Hijos, y el 6 del mismo mes, Antoine Portail, uno de sus
primeros compañeros, tomó posesión en su nombre. El acta de fundación,
fechada el 17 de abril de 1625, da a conocer el objetivo del establecimiento;
dice sustancialmente que los fundadores, viendo con tristeza que, mientras
que los habitantes de las ciudades gozaban de todos los socorros
espirituales y temporales, los pobres habitantes del campo estaban
totalmente privados de éstos y estaban como abandonados, les había
parecido que se podría remediar tan gran mal, reuniendo algunos
eclesiásticos de una doctrina y de una capacidad reconocidas, quienes,
renunciando a trabajar en las ciudades, y a poseer dignidades o beneficios,
se dedicarían enteramente y puramente a recorrer, a expensas de su bolsa
común, los suburbios y los pueblos, a predicar, instruir, exhortar y
catequizar a los pobres.
Para llegar a este fin, los fundadores han donado la suma de 40,000 francos,
la que ellos han puesto entre las manos del Sr. Vicente de Paúl, sacerdote
de la diócesis de Dax, con las cláusulas y responsabilidades siguientes: que
él elegirá y escogerá, en un año, la cantidad de eclesiásticos que el ingreso
de la fundación lo permita; que él tendrá toda la dirección de esta obra,
tanto por la confianza que él inspira como por la experiencia que él ha
adquirido en las misiones, y las grandes bendiciones que Dios ha dado a sus
trabajos; que él residirá siempre en la casa de ellos, para continuar a los
fundadores, así como a la familia de ellos, la asistencia espiritual que él les
ha dado desde hace varios años; que los sacerdotes que se asociarán a él,
vivirán en común bajo su obediencia, y bajo el nombre de Compañía o de
67
Congregación de los Sacerdotes de la Misión12; que ellos no podrán
predicar, ni administrar los sacramentos, en las ciudades donde hubiera
obispo o arzobispo, salvo en caso de una notable necesidad, pero que ellos
se dedicarán enteramente al cuidado del pobre pueblo del campo; que
además ellos estarán obligados a asistir a los pobres forzados, obra que los
fundadores entendían que sería continuada en el futuro a perpetuidad.”
Algún tiempo después de que este contrato de fundación había sido pasado,
la Sra. De Gondi fue levantada a su familia y a los infortunados, lo que ella
tenía bien merecido. Ella murió a la edad de cuarenta y dos años, después de
una corta enfermedad, que no pudo resistir la debilidad de su complexión. Su
fin fue digno de una tan bella vida. ¡Que uno se figure, si puede, el dolor de
Vicente, los cuidados y los últimos consuelos que él da a su bienhechora!
Todo lo que ella podía esperar de él en sus últimos momentos, le fue
cumplido. El reconocimiento no había sido jamás tan atento y tan afectuoso.
La memoria de esta dama, tan buena y tan piadosa, así como aquella del
conde su esposo, están ligadas a la historia de Vicente, que les asegura la
inmortalidad. ¿Cómo sucedió que la celebridad del nombre de ellos se
adhiriera más a los errores políticos de sus hijos, que a los monumentos de
su piedad? ¿Las faltas dejaron trazos más profundos sobre la tierra que las
buenas acciones?
Después de haber prestado los últimos deberes a la condesa, Vicente llegó a
Marsella para llevar esta triste noticia al general, que había partido a toda
prisa para la Provence, donde nuevos movimientos de parte de los rebeldes
12 Compagnie ou de Congrégation des Prêtres de la Mission.
68
habían llamado su presencia. Él cumplió esta peligrosa misión con toda la
sensibilidad de un verdadero amigo, que poseía en grado supremo el talento
de consolar a los afligidos. Él llora con el conde mientras les da los consuelos
más cristianos y más elevados: aunque la Sra. De Gondi le haya recomendado
en su testamento de no abandonar jamás su esposo y sus hijos, él declara al
general, que él se debe todo entero a la congregación de los
Sacerdotes de la Misión; que ella reclamaba de aquí en adelante su
presencia, y que una más larga estadía en una casa extranjera no podría más
que detener el progreso del nuevo establecimiento. El Sr. De Gondi
comprendió tan bien que la retirada es indispensable para aquel que se
consagra a los grandes intereses de la religión que, algunos meses después
de la muerte de su esposa, él mismo, renunciando a todas las dignidades y
grandezas humanas, entra en la congregación del Oratorio, donde vivió
durante treinta y cinco años, en el ejercicio de una profunda piedad: ¡feliz
retiro, si él no hubiera sido enturbiado por los errores, las intrigas, el
encarcelamiento, y el largo exilio de su hijo el asistente del obispo13!
13N.T. Coadjuteur: Es una especie de obispo auxiliar.
69
CAPÍTULO VII.
Los primeros trabajos de los Misioneros.‐ Retiros eclesiásticos.‐ Hospitalidad ejercida por Vicente hacia los jóvenes eclesiásticos.‐ La Sra. Legras.‐ Muerte del Sr. E Bérule.‐ El Duque Mathieu de Montmorency.
Habiendo así dejado la casa de Gondi, Vicente se retira al colegio de los
Buenos‐Hijos, el mismo año 1625. Entrando en esta cuna de su congregación,
él renuncia para siempre a los honores, a las dignidades, a todas las vanas
esperanzas del siglo. En este asilo modesto, que debía encerrar tantas
virtudes y ver nacer tantas santas empresas, él encuentra su fiel compañero y
su primer discípulo, Antoine Portail, sacerdote de la diócesis de Arles, que,
como su maestro, agregaba a mucho conocimiento aún más de modestia.
Ellos se atrajeron un tercer colaborador, que les seguía de pueblo en pueblo,
donde ellos instruían, catequizaban los niños y sus padres, y hacían todos los
otros ejercicios de la misión. Seis otros sacerdotes se ofrecieron
sucesivamente a Vicente para compartir sus trabajos. Como los primeros
apóstoles, ellos hacían a pie todos sus viajes, un bastón a la mano. No
pudiendo mantener servidores que guardasen el colegio durante su ausencia,
ellos dejaban las llaves a algunos de sus vecinos.
Es en esta época que el cardenal de Richelieu llegaba al ministerio. Mientras
que él asía de una mano fuerte y hábil las riendas del Estado, que él
arrebataba a la indecisión y la debilidad, de los pobres sacerdotes,
lanzándose en otra carrera, yendo a evangelizar el campo. “Nosotros íbamos,
decía Vicente, veinte años después, en una conferencia hecha en San
70
Lázaro, nosotros íbamos buena y simplemente, al ejemplo del hijo de Dios,
a evangelizar a los pobres en los lugares donde nuestros señores los
obispos nos enviaban; he aquí lo que nosotros hacíamos, y Dios hacía por
su lado lo que él había previsto de toda la eternidad. El da algunas
bendiciones a nuestros trabajos; buenos eclesiásticos, que fueron
testimonios, se unieron a nosotros en diferentes tiempos, y nos pidieron
ser asociados. Así fue que Dios quería dar nacimiento a la compañía. ¡Oh
Salvador¡ ¿quién jamás hubiera podido creer que aquello hubiera venido al
estado en que ahora le vemos? ¡Y bien! Lllamarán ustedes humano, esto
que un hombre no había jamás pensado; pues ni yo, ni el pobre Sr. Portail
no lo pensamos. Estábamos bien lejos de eso.”
El nuevo instituto no tarda en recibir el sello de la autoridad. Aprobado por el
arzobispo de Paría, fue confirmado por cartas patentes del Rey, registradas
en el parlamento. Una bula del papa Urbano VIII lo erige en congregación
bajo el nombre de los Sacerdotes de la Misión. Para justificar tanta confianza,
Vicente divide su pequeño rebaño en diferentes cuerpos; y después de
haberles dado sus instrucciones siempre dictadas por el amor de Dios y de los
hombres, les enviaba en las provincias donde él juzgaba que su presencia era
más necesaria. No contento de la dirección general, él mismo iba a los
lugares más difíciles. La provincia de Lyon, que él escogió compartir, vio
operarse prodigios de caridad y conversiones extraordinarias. Los mismos
éxitos fueron obtenidos por sus sacerdotes en otros lugares; uno juzgará por
la siguiente carta que le escribe, a fines del año 1627, un abad muy célebre.
“Yo llego, le decía, de un gran viaje que hice en cuatro provincias. Ya le he
mandado usted el buen olor que despide en todos estos lugares la
71
institución de su santa compañía, que trabaja por la instrucción y por la
edificación de los pobres del campo. En verdad, no creo que haya nada en
la Iglesia más edificante, ni más digno de aquellos que llevan el carácter y el
orden de Jesucristo. Se debe rogar a Dios que afirme un propósito tan
ventajoso para el bien de las almas, al que bien pocos de aquellos que están
dedicados al servicio de Dios se aplican como se debe.”
Esta carta fue todo a la vez para él a la vez un sujeto de alegría y de aflicción;
ella le revelaba la plaga que habían hecho al clero de Francia las guerras
civiles y los estragos de los protestantes. Bien se podía llevar las ovejas al
redil; pero si ellas no encontraban allí los buenos pastores que les debían
retener, ¿el éxito sería duradero? Era necesaria una reforma en el clero:
Vicente osa emprenderla. Las circunstancias políticas se habían vuelto
favorables a este gran propósito que él meditaba después de largo tiempo.
Ya Richelieu había desplegado todas las fuerzas de su ingenio y de su
carácter. El acababa de explotar en la Rochelle el espíritu de revuelva y de
independencia. Los obispos de Francia, respirando al fin después de tantas
persecuciones, demandaban vivamente el restablecimiento de la disciplina
eclesiástica.
Augustin Pothier de Gèvres, obispo de Beauvais, comienza esta reforma en su
diócesis. Según los consejos de Vicente y aquellos de su amigo Adrien
Bourdoise, que el celo de la casa del Señor devoraba, él hizo de su palacio un
seminario para todos los eclesiásticos que se disponían a recibir las órdenes
sagradas: se les enseñaba, en conferencias seguidas, todo lo que ellos debían
saber y enseñar. Vicente llegó a Beauvais para presidir todos estos ejercicios,
72
en los que él había preparado la materia; dos doctores de la Sorbona
compartieron estos trabajos. Él explica el Decálogo con tanta claridad y
unción, que varios protestantes, que habían querido entrar en confrontación
con ellos, fueron esclarecidos, y abjuraron. Dos años después, el arzobispo de
París, habiendo sabido del Sr. De Gèvres el gran bien que estos retiros habían
operado en su diócesis, obliga, por un mandamiento, a los jóvenes
eclesiásticos que solicitaban la ordenación, a hacer un retiro de diez días, no
en su palacio, sino en un asilo más modesto, en el colegio de los Buenos‐
Hijos.
Vicente les recibe con alegría; pero, como él aún no tenía más que un
pequeño número de sacerdotes, y que ellos estaban siempre ocupados en el
campo, él llama a útiles colaboradores. El Sr. Hallier, que sus virtudes y su
sabiduría llegaron enseguida al obispo de Cavaillon, contribuye al más al éxito
de estas reuniones, porque, como lo ha remarcado el Sr. Bourdoise, él no
predicaba más que aquello que él mismo practicaba. Los frutos de salvación
que debía producir el colegio de los Buenos‐Hijos no se hicieron esperar
mucho tiempo. Se distinguen bien pronto los clérigos de la diócesis de París,
que solos eran admitidos en el retiro, de aquellos de otras diócesis que no
habían pasado esta prueba. Esta diferencia notable compromete a varias
personas celosas a proponer a Vicente de recibir, sin distinción de diócesis, a
todos aquellos que aspiraban a las órdenes. La presidenta de Herse se
encarga de este sobrecrecimiento de gastos durante cinco años. La marquesa
de Magnelais, hermana del arzobispo de París, en quien la caridad estaba
siempre activa para las buenas obras, suministra también recursos.
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Ana de Austria, ella misma, después de haber escuchado, en una de estas
conferencias, a Francois de Perrochel, digno discípulo de Vicente, tocado de
cuán importante era para el clero que se continuara a formar de esta manera
a los jóvenes eclesiásticos: esta princesa deja entrever algún compromiso de
una dotación real; pero este útil proyecto no fue cumplido del todo; y el peso
de este enorme gasto, que no iba a nada más que a suministrar cada año,
durante dos meses, todo lo que es necesario a más de veinticuatro
eclesiásticos, cae pronto por entero sobre la congregación naciente de los
pobres misioneros. Lejos de asustarse por esto y pensar en reducirla, Vicente
la aumenta aún más en 1646, admitiendo en el retiro a todos aquellos que se
dispusieran a recibir las órdenes menores. El interés temporal de su
congregación no era nada para él. El no veía más que el interés de la Iglesia, y
los bienes que podían resultar para ella.
Un eclesiástico, que asiste largo tiempo a los retiros, nos ha conservado el
cuadro fiel de la sentida hospitalidad que ejercía Vicente.
“No es posible, dice él, expresar el cuidado que aportaba el Sr. Vicente a fin
de que los ordenantes fueran bien servidos durante el tiempo de sus
ejercicios. Sus gastos no le parecían nada, aunque ellos excedían bastante
las fuerzas de la casa, que no podía dejar de ser agobiada por este asunto.
Yo recuerdo que, durante los disturbios de París, algunas personas
considerables, que conocían cuán difícil era que el Sr. Vicente pudiera
entonces sostener este gasto de los ordenantes, quisieron persuadirle de
no cargar nada su casa durante un tiempo tan violento; pero él no le puso
ningún cuidado a sus reconvenciones, y quería, no obstante la escasez de
74
dinero y de víveres que se hallaba reducida, que no se dejara de hacer
todos los gastos necesarios para recibir los ordenantes, y alimentarlos en su
casa durante los once días que duraban los ejercicios, no haciendo ningún
caso de lo temporal cuando se trataba de lo espiritual, y no estimando los
bienes perecibles más que tanto que él les consideraba útiles para el
avance de la gloria de Dios. ¿Qué no decía él nada a su comunidad sobre la
excelencia del sacerdocio, todas las veces que el tiempo de la ordenación se
aproximaba, para exhortarles a prestar servicio a los ordenantes, y a
emplear todas las fuerzas de sus cuerpos y de sus espíritus para el avance
del estado eclesiástico en la virtud? Todas sus palabras eran como dardos
encendidos que penetraban al fondo del corazón. Ellas ameritaban todas de
ser bien remarcadas y retenidas, y asimismo de ser puestas por escrito; y si
no se ha hecho, se puede decir que es una pérdida incomparable.”
Es en estos retiros que el alma y el carácter de Vicente se mostraban en todo
su esplendor; su elocuencia simple y patética ahí encontraba un campo vasto
en que ella se podía desplegar sin restricción; él amaba tratar los sujetos a
fondo, sin aparato oratorio, en todo el derrame de una asamblea familiar.
Enemigo de estos discursos pomposos en que todo es sacrificado a la
elocuencia y a las pretensiones de estilo, en que el orador no se ocupa más
que de los intereses de su gloria literaria, él atribuía todos los éxitos de las
conferencias del obispo de Sarlat, tío de nuestro ilustre Fénelon, a su
lenguaje modesto y natural, y él hacía énfasis a sus sacerdotes que otros que
habían creído hacer maravillas predicando a la moda, habían arruinado
75
todo. Es en esta escuela que se forma el autor de Télémaque14. Largo tiempo
simple misionero, él instruía los pueblos de los campos antes de instruir a los
nietos del gran Rey.
Los cuidados que Vicente daba a la reforma del clero y a la ilustración de los
jóvenes eclesiásticos no le hicieron olvidar otros intereses que para él eran
también queridos, los intereses de los pobres. Él había bien establecido, en
todas sus misiones, las cofradías de la Caridad; él había abierto, en todos los
lugares donde había podido, este refugio a todas las miserias y a todos los
dolores; pero esto no era suficiente para él. Era necesario velar por la
conservación de estos establecimientos, y sus sacerdotes y él, estando
siempre en el campo, no podían ejercer esta vigilancia indispensable. El pedía
de todos sus votos una persona caritativa, iluminada, que pudiera recorrer
sucesivamente todas las asociaciones esparcidas en tantos lugares, reunir a
las damas que las componían, sostenerlas, animarlas con sus consejos,
dirigirlas más y más al servicio de los enfermos, y mantener entre ellas el
fuego sagrado que había sido el principio de sus reuniones. Sin este auxilio, él
tenía el temor de que todo aquello que había hecho por los pobres no fuera
más que pasajero, y que ellos recayeran pronto en el deplorable estado de
donde les había sacado.
Este voto era demasiado puro e interesaba demasiado a la humanidad para
que el cielo no le cumpliera. La ilustre dama Legras, que, sin conocer al
instructor de las misiones, había venido a ocupar una casa vecina del colegio
de los Buenos‐Hijos, fue la útil auxiliar que él pedía. Viuda de Augustin 14 N.del T. Telémaco. Se refiere a una obra muy famosa de Fénelon escrita en 1694 como una novela pedagógica para la educación del Duque de Borgoña. Fuente: internet.
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Legras, secretario de la reina Marie de Médicis, Luisa de Marillac estaba
destinada a ser la madre de los infortunados. Visitar los pobres en sus
enfermedades las más repugnantes, preparar y presentarles los alimentos,
hacer ella misma sus camas con más cuidado que una sirvienta asalariada,
consolarlos por sus dones y sus palabras plenas de dulzura, enterrarlos
después de sus muertes, tales fueron, desde entonces, sus más dulces
ejercicios. El amigo íntimo de San Francisco de Sales, Jean‐Pierre Camus,
obispo de Belley, había sido largo tiempo su director; pero la obligación de la
residencia le había forzado a entregar este depósito precioso a Vicente, que
él mismo había escogido. Dirigida por él, la piadosa viuda tomó un nuevo aire
en su ministerio de caridad. A su ejemplo, ella quería consagrar su vida al
servicio de los pobres, y cooperar con todos sus medios a la ejecución de los
grandes proyectos que el generoso sacerdote formaba todos los días para el
alivio de la humanidad. Pero siempre en guardia contra aquello que sentía la
precipitación, él quería probar esta dama durante cuatro años, y este largo
noviciado no sirvió sino que a afianzarla en su resolución.
Entonces Vicente le propone de emprender la visita de todos los lugares en
que él había establecido asambleas de caridad. Para prevenirla contra los
peligros de estos viajes, él la hacía acompañar siempre por damas piadosas,
aunque su más potente sostén fue el santo viático, que ella recibía con sus
compañeras el día de su partida. Lejos de buscar las comodidades del viaje,
ella escogía al contrario los coches más comunes, vivía pobremente y dormía
sobre lo duro, rehusando todo por los pobres que ella venía aliviar.
77
La señora Legras recorrió así sucesivamente las diócesis de Soissons, de París,
de Beauvais, de Meaux, de Senlis, de Chartres y de Châlons en Champagne. A
su llegada a un pueblo, después de una visita al pastor que le exponía la
situación de los pobres, ella reunía a las damas de Caridad, les daba sus
instrucciones mezcladas de elogios y de estímulo, aumentaba su número, si
no podía suplir a todas las necesidades, les enseñaba a servir a los enfermos,
restablecía con sus limosnas sus fondos, que lo más frecuente estaban
agotados, hacía distribuciones de ropa, de medicinas, de utensilios de
farmacia y de la casa.
Con la aprobación de los curas, sin la que estaba impedida de emprender
nada, ella reunía las muchachas jóvenes poco instruidas, les hacía catequesis
e instrucciones. Si había en el pueblo una maestra de escuela, ella le trazaba,
sin que ella se diera cuenta, el verdadero método de la enseñanza religiosa.
Si no había, ella se esforzaba en procurarse una; y las primeras lecciones, las
daba ella misma a los alumnos y a la institutriz.
Tal conducta, que ameritaba el reconocimiento y los homenajes de los
contemporáneos, así como obtiene los de la posteridad, siempre más
equitativos, fue a menudo atravesado por la envidia y la maldad, y Vicente lo
aplaudía, porque sin sus acechos, la señora Legras no habría podido escapar
al demonio del orgullo. Para consolarla, él le representaba que el Salvador de
los hombres, ese modelo de toda perfección, había sido colmado de
oprobios; agregaba que ella debía poner límites a su celo tan ardiente, y que
el deseo inmoderado del bien impedía frecuentemente hacer aquél que, sin
este exceso, se habría podido operar con facilidad.
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Durante los viajes de la Sra. Legras y de sus compañeras, Vicente afianzó la
existencia de la casa de Refugio que la Sra. De Magnelais, hermana del
arzobispo de París, había fundado en 1618, y abierta al arrepentimiento de
las personas del sexo. Después de doce años que este establecimiento se
había formado, no había respondido, falta de una buena dirección, a las
esperanzas que se habían concebido. Vicente, a quien se había recurrido,
como el hombre que tenía el secreto de hacer prosperar todas las buenas
obras, conversa sobre este asunto con el arzobispo de París, y habiendo
obtenido su aprobación, él pone a la cabeza del Refugio tres religiosas de la
Visitación. Estas piadosas hijas de San Francisco de Sales regularon tan bien,
según sus consejos, esta numerosa comunidad que ella produce enseguida
aquellas de Rouen y de Bordeaux.
La alegría pura que el éxito de tantas santas empresas debía llenar el alma
de Vicente fue conmovida por la muerte de su mejor amigo, su primer
Mecenas, el cardenal de Bérulle. El expira en el mismo altar, celebrando los
santos misterios. La estrofa siguiente, en que le hace hablar a él mismo,
describe muy felizmente el género y el lugar de esta muerte.
Coepta sub extremis neqeuo dùm sacra sacerdos
Perficere, at saltem victima perficiam.
“Yo acabaré, como víctima, el augusto sacrificio que el agotamiento de mis
fuerzas no me permitan acabar como sacerdote.”
Este acontecimiento recuerda aquel que viene de afligir profundamente a
Francia y a su Rey. El descendiente del primer barón cristiano, el duque
79
Mathieu de Montmorency, también nos ha sido elevado a los pies del altar,
donde él venía todos los días a dirigir sus votos al cielo para su real alumno.
Su elogio, del que una voz elocuente, (el Sr. Laurentie), ya ha hecho resonar
esta situación penosa, sería hoy superfluo: yo diré solamente a los miembros
de esta sociedad sabia y modestia, de la que él ha sido el fundador; yo diré
con Horacio a mis modelos y a mis jueces:
Multis ille bonis flebitis occidit,
Nulli flebilior quàm tibi Virgili15.
Sí, ustedes que lo han tenido tan de cerca; ustedes sus colegas y sus dignos
confidentes, ustedes han sentido más vivamente la pérdida de este
verdadero filósofo cristiano. Algunos días antes de su muerte, en medio de
las pompas académicas, él hacía resonar del nombre de Vicente de Paúl el
santuario de las cartas y de las artes. No contento de haberle rendido este
homenaje público, él obtiene de la piadosa liberalidad de Carlos X, que le
llamaba su amigo, la fundación del premio que yo vengo de disputar, más
seducido por la atracción del sujeto que por la corona. Pero sigamos a
Vicente en el retiro de San Lázaro.
15 N.T.‐ Muchos buenos amigos lloran a sus muertos; no más se lamentó cuando Virgilio.
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CAPÍTULO VIII
El prior de San Lázaro cede esta casa a Vicente.‐ Recepción que Vicente hace a uno de sus sobrinos.‐ Fundación del hospital de los convictos en
Marsella.‐ Entrevista con el cardenal de Richelieu.
La casa de San Lázaro, tan anciana como la monarquía, ya que nuestros
primeros reyes, al asumir el trono, ahí hacían su residencia durante algunas
semanas, para recibir el juramento de las diferentes órdenes de la capital, se
convirtió con el correr del tiempo, en el asilo de todos aquellos que eran
atacados por la lepra. Del tiempo de Vicente, Adrien Lebon lo ocupaba con
ocho cánones16 regulares; pero, la discordia habiéndose deslizado entre ellos,
Lebon no sueña, después de varias conferencias y reglamentos inútiles, que
en salir de un lugar donde, con las mejores intenciones del mundo, él sufría y
hacía sufrir a los demás. Como él era un hombre de bien, y que la reputación
de Vicente había llegado hasta él, él piensa que, si él pudiera hacerle aceptar
su casa, él rendiría a la humanidad un servicio importante. Habiendo hecho
parte de este proyecto al Sr. De Lestocq, cura de Saint‐Laurent, su amigo;
éste, que había seguido a Vicente en sus misiones, y sabía con anticipación
cuánto esta cesión sería útil a la Religión, le confirma poderosamente en este
feliz proyecto. Los dos amigos se van al lugar del colegio de los Buenos‐Hijos.
El prior de San Lázaro expone, sin preámbulos, a Vicente que, sobre el
informe impactante que se le había hecho de su congregación y de todos sus
trabajos, él estaba muy feliz de poder contribuir a tantas buenas obras, y que
él estaba listo a cederle su casa y todas sus dependencias.
16 N.T. Por lo que dice más adelante, se comprende que esta palabra se utiliza aquí como sinónimo de religiosos.
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A esta propuesta, que habría alegrado a cualquier otro, la sorpresa y el
espanto se dibujaron sobre la fisonomía de Vicente: A pesar de que él fue
siempre dueño de sí mismo, su turbación se manifiesta por un temblor que
hace que el cura de Saint‐Laurent le pregunte sobre la causa. Él le responde,
con tanto de modestia como de verdad, que la propuesta del Sr. Lebon era
tan fuerte que sobrepasaba sus fuerzas y las de sus pobres sacerdotes, que él
se hacía un escrúpulo de tan sólo pensar en ello. Él se explica enseguida de
una manera si positiva, combatía con tanto ardor todo aquello que se le pudo
decir de lo más apremiante, que el prior de Saint‐Laurent perdió toda
esperanza de éxito. Sin embargo, la dulzura del fundador de la misión, el
encanto de su conversación simple y sencilla no hicieron más que aumentar
el deseo que él tenía de actuar en su favor. También, él le dijo, al dejarle, que
la oferta que él había venido a hacerle ameritaba que lo pensara bien, y que
le daría seis meses para que reflexionara sobre la misma.
En este intervalo, Vicente da un ejemplo de humildad, bien digno de ser
recogido. El arzobispo de París, que tenía sobre sus espaldas una gran
cantidad de trabajos importantes, habiéndole llamado a una gran asamblea
que tuvo lugar en su palacio, le hizo públicamente una reprimenda severa a
causa de una misión que él creía que no se había cumplido. Vicente no dice ni
una palabra para justificarse, o más bien no tenía necesidad de justificación;
no obstante, que él tenía entonces más de cincuenta años, se arrodilló como
un joven novicio, y pide perdón de la falta que él no era culpable. Este
ejemplo de sumisión y de respeto edifica la asamblea, que aún fue más
impactada cuando supo que él había hecho, y muy bien hecho, lo que el
prelado le había encargado.
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El rasgo siguiente contrastaría con el que venimos de describir, si el pequeño
movimiento de orgullo que le produjo no hubiera sido al instante reprimido.
Uno de sus sobrinos llega inesperadamente a París. Este joven había dejado
su país en la esperanza, compartida por toda su familia, que su tío hacía su
fortuna en París. Él estaba vestido con traje típico17 paisano; y sus modales y
su lenguaje correspondían bien a su origen. Vicente estaba en su cuarto,
cuando el portero del colegio le llegó a anunciar que un pobre paisano, que
se decía su sobrino, pedía habar con él. A este anuncia él se sonrojó, su amor
propio está humillado. Este sentimiento, el primero que entra en nuestros
corazones, y que sale de último, se revela en el hombre que lo había
combatido toda su vida; él encarga a uno de sus sacerdotes de ir a recibir por
él esta visita inesperada; pero inmediatamente triunfante del orgullo que le
quiso dominar, él mismo desciende a la calle donde su sobrino había
quedado, le abraza tiernamente a los ojos de todos los transeúntes; después,
tomándole de la mano, le introduce al corredor, hace llamar a todos sus
sacerdotes. Él hizo más, le presenta, en su traje típico, a todas las personas
distinguidas que vinieron a visitarle. No contento de esta victoria sobre sí
mismo, él se acusa públicamente, en el primer retiro, de haber tenido tal
orgullo para haber querido hacer subir secretamente a su cuarto a uno de los
suyos, porque él era campesino y mal vestido. Este pobre sobrino, tan bien
acogido, sin embargo, se equivocó en sus esperanzas. La resolución de
Vicente de dejar su familia en la condición modesta de sus padres era
inquebrantable. Así que el joven Baérnesiano regresa a pie a su pueblo, como
había venido, llevando diez escudos para su viaje; todavía su tío los pide para 17 N.T.‐ En un traje típico muy vistoso de la provincia de Béarn, al pie de los pirineos franceses.
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él a título de limosna a la Sra. De Magnelais; es la única vez que él haya
solicitado para su familia la caridad de los demás.
A pesar de que los seis meses que el prior de San Lázaro había dado a Vicente
para deliberar sobre la propuesta que le había hecho de cederle su casa
había expirado, él se presentó a los colegas de los Buenos‐Hijos, con el cura
de Saint‐Laurent, para renovarle sus intenciones; pero él le encuentra
siempre constante en sus rechazos. La hora de la comida habiendo sonado
durante su conversación, el Sr. Lebon quiso cenar con la comunidad. El
orden, el silencio, las lecturas piadosas, la frugalidad que presidieron a esta
comida, le encantaron a la vez que le edificaron. Todavía más fortalecido en
su primera decisión, él conjura al Sr. De Lestocq de continuar su empeño, y
de no dejar a Vicente ni paz ni tregua sin que él no se hubiera comprometido
a tal cesión, que no tenía nada más de razonable y de ventajoso. Esta
negociación no podía estar en mejores manos; además del Sr. De Lestocq
estaba el amigo de las dos partes, él deseaba vivamente que Vicente se
acercara más a él, su curato siendo vecino de San Lázaro. Él le hizo más de
veinte visitas en el espacio de seis meses sin poder siquiera hacerle venir a
ver la casa que le ofrecía; ¡tanto el Santo temía en su corazón la seducción de
sus ojos! “El establecimiento que usted me propone, le decía siempre, es
muy considerable, yo no tengo más que un pequeño número de sacerdotes
para ocuparlo; apenas son recién nacidos; yo temo por ellos y por mí el
destello y el ruido.”
Al cabo de un año, el asunto no había avanzado más que el primer día;
finalmente, el prior de San Lázaro, disgustado por el largo retraso, le dice a
Vicente con un poco de humor: “Usted es un hombre bien extraño; todo el
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mundo debe de haberle aconsejado aceptar el bien que yo le ofrezco. Sería
sin embargo de la sabiduría no referirse únicamente a usted mismo:
Dígame de quién usted se aconseja, quién es el amigo que posee su
confianza; yo me referiré a él y si él piensa como usted, yo le prometo
abandonar todo mis empeños.”
Vicente cede a una propuesta tan justa, y le indica al Sr. Duval, doctor de la
Sorbona, que, después de la muerte del Sr. Bérulle, era su director. M. Lebon
se apresura de ir a encontrarlo, y todas las resistencias fueron vencidas: El Sr.
Duval, él mismo, arregla las condiciones del contrato. El asunto parecía
concluir, cuando un incidente imprevisto casi lo rompe. El Sr. Lebon creyó
deber estipular que sus ocho religiosos se alojarían en el mismo dormitorio
que los misioneros. Pero Vicente, en el interés de la disciplina riguroso que le
había impuesto a sus sacerdotes, y temiendo que unos extranjeros vinieran a
enturbiarla, no podía consentir a esta cláusula, y el Sr. Lebon fue obligado a
renunciar a ella. El contrato habiendo sido suscrito el 6 de enero de 1632,
Vicente entra en posesión de Saint Lazare. El arzobispo de París le hizo el
honor de instalarlo. El preboste de los mercaderes18 había ratificado la
donación; todos los obstáculos fueron levantados; pero la paciencia de
Vicente, que había dejado la del Sr. Lebon, debía también ser puesta a
prueba.
18 N. del T. El Preboste de los mercaderes controlaba las medidas de trigo, las capacidades y a los taberneros. Se obtenía el cargo de los mercaderes con título feudal por medio de un don especial del rey. El preboste de los mercaderes percibía los derechos que se pagaban por la entrega y la verificación de las medidas. Durante el Antiguo Régimen, la función de un preboste se parecía bastante a la de un alcalde. http://es.wikipedia.org/wiki/Preboste
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El Rey habiendo hecho publicar las cartas patentes para esta donación, la
comunidad de San‐Victor se opone al registro, pretendiendo que la casa de
San Lázaro le pertenecía. Se planta entre ella y el prior de San Lázaro un
proceso, al que Vicente habría quedado afuera sin el temor, no de ser
desalojado, sino de no poder continuar sus cuidados a cuatro insensatos que
el Sr. Lebon había recogido en su casa; el Santo, que no había querido habitar
con los clericales, había pedido la gracia de que se le dejara con los
desgraciados. Él se había pegado a ellos, les servía él mismo, y les aliviaba de
todos sus medios. Su abandono, si el prior hubiera sucumbido ante los
tribunales, le preocupaba más que la pérdida de las ventajas que su
congregación debía obtener del mantenimiento de la concesión. Pero una
decisión contradictoria la confirma; y la casa de San Lázaro fue adquirida para
siempre para los misioneros, o mejor dicho para la humanidad sufriente.
La posesión pacífica de San Lázaro, dando a Vicente los medios de ejercer con
más extensión la caridad de la que él estaba abrazado, los convictos fueron
los primeros en resentir los efectos. Transferidos por sus cuidados en el
barrio de Saint‐Roch, ellos ahí eran tratados tan bien como ellos podían serlo;
pero como sólo había una casa para alquilar, él se ocupa de conseguirles un
hospicio que fue de ellos para siempre. Él se dirige al Rey, que, a su solicitud,
les asigna una vieja torre situada entre el Sena y la puerta de Saint‐Bernard.
Él les visitaba con sus sacerdotes, que les decían la misa todos los días, y les
instruían, mientras que la Sra. Legras aliviaba sus penas por medio de todos
los buenos oficios que las mujeres conocen y ejercen con tanto éxito. Vicente
suministró él solo para todos los gastos, durante los ocho o diez primeros
años de su nuevo refugio. A continuación, los sacerdotes de la parroquia de
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Saint‐Nicolas‐du Chardonnet, en la que estaba el hospicio, habiendo sido
encargada de la visita de los convictos, él les asegura un tratamiento de 500
francos, de los que los suyos jamás habían gozado. La fuente de tantos
beneficios pronto estaría seca, si una persona piadosa no hubiera legado al
hospicio de los convictos 6,000 francos de renta, cuyos fondos debían ser
asignados por su hija, su única heredera. El Sr. Molé, entonces procurador
general del parlamento, ayuda a Vicente a recolectar esta herencia, y quiso
bien encargarse a perpetuidad de la administración temporal de este
establecimiento.
Vicente no limita su solicitud a los convictos de París. En sus viajes a Marsella,
él había sido vivamente impactado por la suerte de estos desdichados
durante sus enfermedades, en que él les había visto siempre pegados a sus
cadenas, consumidos de podredumbre y de infección, constantemente
abandonados; y apelando a la muerte como el solo término a sus
sufrimientos. Él habría querido desde entonces aliviar tantos males; pero sus
esfuerzos habían sido infructuosos; y la sabiduría ordena frecuentemente
postergar aún el mismo bien.
Cuando finalmente el reino estuvo menos agitado, que la célebre jornada de
los Dupes, que creía ver el poder de Richelieu disminuir, no había servido
más que a relevarlo y a crecerlo, Vicente recurrió a este ministro, con tanta
más confianza ya que el cargo de general de las galerías había pasado a su
casa, desde la demisión del Sr. De Gondi. Su introductora ante el cardenal fue
la duquesa de Aiguillon, sobrina de este ministro, digna compañera de la Sra.
Legras, de la marquesa de Magnelais, y desde largo tiempo protectora
declarada de todas las piadosas creaciones. Richelieu, que compartía la
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veneración de su sobrina por el instructor de la misión, le acogió con todos
los cuidados que él ameritaba. Su frente severa sabía suavizarse; él no hacía
temblar más que a los enemigos de Francia. Después de la descripción
impactante del horrible estado de los convictos de Marsella durante sus
enfermedades, Vicente pide al cardenal que un hospital fuera construido por
ellos en esta ciudad. Ese proyecto tenía algo de las grandes concepciones que
placían al genio de Richelieu; así le hizo aprobar al Rey, y el hospital fue
construido en el mismo lugar donde el Sr. De Gondi había puesto las
fundaciones; el obispo de Marsella, Jean‐Baptiste Gault, y el caballero de
Simiane, de la misma ciudad, contribuyeron poderosamente al éxito de esta
empresa: este último habiéndose constituido por así decirlo en el enfermero
de este hospicio, ahí contrae la enfermedad que le lleva en la fuerza de la
edad. Nosotros veremos enseguida este hospicio dotado por la magnificencia
de Luis XIV, que le asigna un ingreso de 12,000 francos de los impuestos
sobre la sal de la provincia. La duquesa de Aiguillon, digna heredera o más
precisamente fiel ejecutora de las grandes visiones de su tío, funda a
perpetuidad, con un capital de 14,000 francos, misiones regulares en las
galerías de Marsella. Es así que un simple sacerdote dio vuelta al perfil de la
humanidad los pensamientos de un gran ministro, y le sugirió proyectos
dignos de uno como del otro. Estos, por lo menos, no tienen nada que temer
de la crítica de la historia.
Las conferencias eclesiásticas, que, del colegio de los Buenos‐Hijos fueron
trasladados a San Lázaro, condujeron a nuevas relaciones entre dos hombres
que se parecían tan poco. Richelieu, a quien nada de lo que se estableciera
en Francia podía quedar desconocido, supo pronto que Vicente reunía en su
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nueva casa un gran número de sacerdotes, para conversar con ellos sobre los
medios más propios a restablecer el verdadero espíritu eclesiástico y a
conservarlo; que la asamblea de los Martes o la conferencia de San Lázaro
(puesto que bajo estos dos nombres fue conocida) era tan frecuentada que
según el reporte de Lancelot, que no es sospechoso, no había un eclesiástico
de mérito que no quisiera estar ahí. Con este informe fiel de la influencia que
Vicente ejercía ya sobre todo el clero, Richelieu le hizo llamar a su palacio, y
conversa largo tiempo con él; escuchó con interés la descripción que él le
hizo de la naturaleza y del objeto de las conferencias, le exhorta vivamente a
continuarlas; la asegura toda su protección, y le ruega venir a verlo de vez en
cuando. Antes de despedirlo, él quiso saber los nombres de los eclesiásticos
que asistían más asiduamente a las asambleas, aquellos que se distinguían y
que eran los más dignos del episcopado. Una vez que el modesto misionero
se había retirado, él le dijo a la duquesa de Aiguillon su sobrina: “Yo tenía ya
una gran idea de Vicente; pero yo le veo como otro hombre después de la
última conversación que tuve con él.”
A esta declaración tan imponente, agregaremos otra más imponente todavía, la del inmortal Bossuet, que, joven entonces, asistía a las conferencias, y que, cuarenta y dos años después, en una carta a Clemente XI para la beatificación de Vicente, le hablaba en estos términos: “Uno ahí veía a los prelados más distinguidos. Vicente animaba solo estas piadosas asambleas; nosotros le escuchábamos con avidez, porque él cumplía este precepto de los apóstoles: Si alguno de ustedes habla, que haga oír la palabra de Dios; si administra, que lo haga con esta virtud que sólo Dios
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puede dar.19” ¿Por qué vamos a lamentar que el genio de Bossuet haya descuidado dejar a la posteridad la oración fúnebre del benefactor de la humanidad? ¿Este sujeto hubiera sido tan digno de tan gran talento?
Se distinguía entre los eclesiásticos que frecuentaban las conferencias y que aseguraban el éxito, a los señores de Perrochel, después obispo de Boulogne; Pavillon, después obispo de Aleth; Godeau, obispo de Vence, uno de los primeros miembros de la Academia Francesa; Olier, cura de Saint‐Sulpice, instructor de la célebre comunidad del mismo nombre, y fundador de varios seminarios20.
Las conferencias de San Lázaro dieron a la Iglesia un gran número de fieles ministros, que, llenos del espíritu de su instructor, lo repartieron en las provincias. Es de esta escuela que salieron veinte y tres obispos o arzobispos, un número infinito de grandes vicarios, y sobre todo de buenos pastores, que llevaron lejos la santidad de su doctrina. Estos alumnos de Vicente formaron alrededor de él como un cuerpo de reserva, siempre listo a marchar a los lugares donde él juzgaba su presencia necesaria. Unos, uniéndose a su congregación, yendo a instruir y a edificar los pobladores del campo; otros hacían las misiones en las ciudades donde los sacerdotes de Vicente no podían trabajar; todos llenaron Francia de
19 N.T. Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios; si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da… 1 Pe 4.11 20 Nota del autor.‐ El Sr. Olier funda los seminarios del Puy en Velay, del Bourg Saint‐Andéol y de Viviers. Este último fue en 1793 la casa de detención de los honorables sospechosos del Vivarais. El se convirtió en seminario por los cuidados de un digno discípulo del Sr. Olier, El Sr. Vernet. Aquel de Bourg Saint‐Andéol fue llevado también por él a su primer destino.
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sus trabajos, y se la repartieron en alguna manera para pacificarla y consolarla.
La capital sintió pronto los felices efectos de las conferencias de San Lázaro. Misioneros hicieron escuchar sus voces en el regimiento de la guardia, a los Quince‐Veintes; se apegaron sobre todo a los artesanos que ignoraban los primeros principios de la religión, a los mendigos de que París entonces estaba infestada, a los enfermos de los hospitales de la Piedad, del Hotel de Dios, a los empleados de estos establecimientos, y todos recolectaron los más hermosos frutos de sus trabajos. Es durante el curso de las diferentes misiones, que estos eclesiásticos hicieron imprimir, sobre una hoja volante, El Ejercicio del Cristiano, y que ellos repartieron en Francia y en el extranjero más de un millón de ejemplares de este pequeño breviario de la doctrina cristiana puesta a la disposición del pueblo.
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CAPÍTULO IX
Misión hecha en un barrio a gente de la ley.‐ Otra misión en el suburbio San Germán para los eclesiásticos de las conferencias.‐ Retiros de San Lázaro.
En un gran barrio, del cual los historiadores de Vicente no nos han dado el nombre, vivían, en el seno del desorden, taberneros, agentes judiciales, fiscales, formando casi ellos solos toda la población del lugar; era el antro de los líos; las consultas y las audiencias se daban en los cabarets, siempre abiertos días de fiesta y domingos, aún durante los oficios divinos. Los pobres litigantes estaban obligados de tratar ahí largamente con los judiciales y fiscales, sin que estos avances disminuyeran los costos y los honorarios. Los procesos se volvían eternos, y la substancia de la viuda y del huérfano engordaba a los hombres ávidos y astutos. Este lugar de rapiña era tan universalmente conocido y desacreditado, que la sala donde se tenían las reuniones no tenía, en todo el país, otro nombre que el de Pilar del infierno.
Los eclesiásticos de las conferencias de San Lázaro, animados y dirigidos por los consejos y la experiencia de Vicente, se hicieron presentes en este barrio para hacer una misión. Comenzaron en primer lugar a levantarse fuertemente, del alto del púlpito evangélico, contra la licencia que reinaba impunemente en los lugares públicos; después ellos comprometieron al magistrado encargado de la policía a hacer un reglamento, cuya estricta ejecución pusiera un término a tantos desórdenes. Este feliz concurso de la autoridad civil obtiene los mejores resultados. Los cabarets fueron sometidos a una política saludable. Después de esta primera reforma, los misioneros, siempre tan prudentes como celosos, hicieron una visita al preboste que era el juez del lugar. Ellos le representaron, en varias conferencias seguidas, que, sin hablar de la gloria de Dios y de sus deberes como magistrado, era de su interés y de su honor de no sufrir más largo tiempo la inmoralidad y las concusiones de los oficiales de justicia colocados bajo su supervisión; que
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temprano o tarde los justos reclamos de los oprimidos llegarían a las orejas de los jueces de los tribunales superiores; que él sería tratado entonces como cómplice de los vejámenes que él no había parado; que él podía todavía remediar el mal por medio de sabios reglamentos puntualmente ejecutados; que para reprimir las injusticias y las rapiñas de los procuradores y de los fiscales, él debía prohibirles, bajo pena de multa y de interdicción de sus estados, de ir a los cabarets con sus clientes; y que no sería difícil de aprobar y de mantener por los presidentes y de los consejeros del Parlamento todas las medidas que él tomara para corregir en su jurisdicción, el orden y la justicia. Excitado por este discurso, el preboste promete toda su asistencia, y cumple su promesa.
Los misioneros no limitaron ahí sus trabajos y su celo apostólico; ellos reunieron a los procuradores y fiscales para disponerles a obedecer el reglamento del preboste. Ellos los comprometieron a aproximarse a un tribunal más formidable que el de la justicia humana. Ellos escucharon la voz de la religión, y se mostraron a partir de ahí fieles a seguirla. La reforma fue tan completa, y el preboste, que hasta entonces había sido tan negligente, para no decir nada más, despliega tanta supervisión e integridad, que su propio padre, que era procurador, fue condenado en plena audiencia a una multa, por haber querido prolongar un proceso por formalidades inútiles. Así algunos sacerdotes, sin otro apoyo que la caridad y la prudencia, tuvieron éxito en cerrar con una mano el templo de la discordia, y a abrir con la otra el de la paz y de la justicia.
La misión que ellos dieron algún tiempo después en el suburbio de San Germán hará conocer mejor, cuánto los discípulos de Vicente eran ya dignos de tan gran maestro. El suburbio de San Germán era bien diferente del que es hoy: la licencia y la corrupción ahí estaban refugiados como en su centro. Una dama piadosa, afligida de tantos desórdenes, y creyendo que una misión hecha por Vicente o por los suyos podría detener el curso, le ruega de comenzar una en este suburbio. Vicente le responde que él y sus sacerdotes no predicaban en las ciudades, y que los habitantes del campo reclamaban todo su ministerio. Esta dama habiendo redoblado sus ruegos, él le promete
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pensar en su petición, y en efecto él habla a algunos eclesiásticos de sus conferencias; pero todos se pronuncian contra esta propuesta; espantados por los obstáculos, ellos alegaron la imposibilidad del éxito. Lejos de desanimarse, el santo sacerdote renueva esta propuesta, en la primera asamblea, y la sostiene tan vivamente que se da cuenta fácilmente que había mortificado aquellos que la combatían. En la desesperación de haberles afligido, él se pone de rodillas delante de toda la asamblea, pidiendo perdón por la vivacidad de sus palabras. Este acto de humildad, la vista de un superior a los pies de sus alumnos, produjeron una impresión general y profunda.
La misión fue resuelta por unanimidad. Se conviene en que Vicente arreglaría todo lo que había que hacer ahí; pero se creía generalmente que en el seno de la capital, se debía atacar el vicio con otras armas diferentes a aquellas que habían triunfado en el campo; que discursos simples y familiares, que habían reunido a los pobres pueblerinos, serían encontrados ridículos por los ricos orgullosos. Vicente se levanta contra esta opinión, y la hizo rechazar; él no quería otro espíritu que aquel de Jesucristo, que es un espíritu de simplicidad; él sostiene que hablando el lenguaje impactante y afectuoso del Hijo de Dios, no serían los misioneros quienes hablarían, sino el mismo Jesucristo por sus bocas. Esta opinión habiendo prevalecido, no se tarda en reconocer la sabiduría que la había dictado. El tono modesto, las maneras apostólicas de los misioneros comenzaron a anticiparse en su favor y a llamar a una gran concurrencia. Dardos vivos, insinuantes, mezclados de fuerza y de calor, una elocuencia natural y afectuosa quebrantaron y tocaron los auditorios. Los misioneros fueron sorprendidos y transportados ellos mismos por las ventajas que los consejos y el método de Vicente les hicieron ganar sobre pecadores endurecidos, sobre abusos y desórdenes de toda especie. El suburbio de San Germán cambia enteramente de cara. Se quiso retener los misioneros por donaciones considerables; pero ellos las rehusaron, diciendo que ellos se debían a todas las parroquias, a toda Francia. En efecto, ellos se transportaron algún tiempo después a la diócesis de Metz, donde Boussuet,
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entonces archidiácono21 de esta iglesia, les ayuda con tanto celo como talento.
Las conferencias eclesiásticas se expandieron rápidamente en todo el reino por los cuidados de los obispos, que querían de esta forma hacer gozar de ellas al clero de sus diócesis. Las ciudades de Noyon, de Pontoise, de Angers, de Angoulême, de Bordeaux tuvieron sus asambleas, al estilo de aquellas de San Lázaro. Estas nuevas colonias miraban a Vicente como su fundador, y sobre esto él recibía cartas tan cariñosas como respetuosas; vamos a referirnos más que a una, que es la del Sr. Godeau, obispo de Vence, y que fue dirigida por él a los eclesiásticos de San Lázaro, antes de partir para su diócesis.
“Encuéntrenlo bien, por favor, Señores, les dice, que yo les conjure a ustedes por esta carta de acordarse de mí en sus sacrificios, y créanlo que yo tengo como una bendición singular el haber sido recibido entre ustedes. El recuerdo de los buenos ejemplos que aquí he visto y las cosas excelentes que aquí he escuchado, re‐alumbrarán mi celo cuando él se esté apagando y ustedes serán los modelos sobre los que yo trataré de formar buenos sacerdotes. Continúen, entonces, sus santos ejercicios en el mismo espíritu, y respondan fielmente a los designios de Jesucristo para ustedes, que quiere sin duda renovar, por medio de ustedes, la gracia del sacerdocio en Su Iglesia.”
Fue poco para Vicente el haber instruido y edificado los eclesiásticos de París por las conferencias de San Lázaro; él resolvió establecer retiros piadosos para los fieles de la capital, y creyó deber intentar, para la paz y la santificación de las familias, lo que él había hecho por el clero. En este proyecto inspirado por un celo que parecía animar igualmente los éxitos y los obstáculos, él abrió la casa de San Lázaro a todos aquellos que quisieran darse algunos días de reposo en medio de los problemas y del tumulto del mundo. Un asilo, en otro tiempo reservado al consuelo de la horrible
21 N.T.‐ Vicario episcopal a quien el obispo confía ciertas funciones administrativas para un grupo de parroquias. http://fr.wikipedia.org/wiki/Archidiacre
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enfermedad que afligió a nuestros padres, fue consagrado a la cura de todas las heridas de la sociedad, más incurables que aquellas de la lepra.
Como el padre de familia del Evangelio, Vicente quiso sentar a su mesa los buenos y los malos, los ricos y los pobres, no pidiéndoles a todos, por precio de esta admirable hospitalidad, que llegar a ser mejores, y por consecuencia más felices. Este llamado generoso fue escuchado en París y en las provincias: acudieron en masa a San Lázaro, como a una piscina curativa; se veían reunidos y confundidos en el mismo comedor señores de la más alta distinción y hombres de la clase más humilde, laicos, doctores, pobres paisanos, obreros de toda especie y graves magistrados. Se veía a los maestros al lado de sus domésticos, ancianos lamentándose del pasado cerca de jóvenes que venían a protegerse contra el porvenir. Todos recibían, con las instrucciones generales sobre las grandes verdades de la religión, consejos y exhortaciones análogos a su estado y a su vocación: el soldado, el magistrado, el obrero, el estudiante aprendían a amar su condición y así a cumplir sus deberes. Aquellos que todavía no se habían comprometido llamaban particularmente la atención de los eclesiásticos que dirigían los ejercicios espirituales. Se les dejaba toda libertad en sus escogencias; Vicente prohibía severamente a sus sacerdotes de proponer su congregación a aquellos que querían dejar el mundo para dedicarse al sacerdocio. Él les recomendaba principalmente dos cosas: la primera, de desdeñar los recursos y los éxitos del arte y de la elocuencia, reprobados muy frecuentemente por san Paúl; de hablar tanto al alma como a la razón; de hacer amar sobre todo la religión cristiana a sus auditorios, como la única favorable al bienestar de los hombres: la segunda, de jamás escoger para materia de sus discursos sujetos más capaces de divertir al espíritu que de iluminarlo; de nunca arreglar y estudiar sus palabras, sino de ceder a las inspiraciones repentinas y siempre elocuentes que excitan la costumbre de la oración y la meditación de las cosas santas.
Tan sabios preceptos fueron seguidos durante la vida de Vicente; para que ellos lo fuesen igualmente después de su muerte, él no cesaba de repetir a sus sacerdotes que la escogencia que había placido a Dios de hacer de la casa
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de San Lázaro para la conversión de un número infinito de pecadores era una gracia singular que Él les había acordado; que si ellos perdían este glorioso empleo, ellos serían privados de los otros favores de la Providencia; que ellos no debían asustarse ni del exceso de los gastos ni del exceso de los trabajos que él les imponía; que un misionero que no asumía sino con repugnancia funciones tan importantes no sería más que un objeto de horror delante de Dios y delante de los hombres. “¡Ah! Se grita él una vez terminando una larga conferencia sobre esta materia, ¡qué sujeto de vergüenza¡ qué sujeto de aflicción, si este lugar que ahora es como una piscina medicinal donde tanto mundo se viene a lavar, se fuera a convertir un día en una cisterna corrupta por el relajamiento y la ociosidad de quienes la habitaron! Roguemos a Dios, Señores, que este mal no llegue. Roguemos a la Santa Virgen que ella lo aleje de nosotros por su intercesión y por el deseo que ella tiene de la conversión de los pecadores. Roguemos al amigo del Hijo de Dios, san Lázaro, que él se complazca de ser siempre el protector de esta casa, y que él obtenga la gracia de la perseverancia en el bien que ella ha comenzado.”
Los discípulos de Vicente estaban en efecto asustados de los gastos enormes que la llegada de tantos fieles les ocasionaba, y se preguntaban con inquietud cómo podrían subvencionarlo. Ellos calculaban que, durante los últimos veinte años de su vida, cerca de veintiocho mil personas habían llegado a hacer su retiro a San Lázaro. Antes de este tiempo, ahí se recibían más de ochocientos por año. A la verdad algunas pagaban una parte de sus gastos, pero la mayor parte no daban nada, sea porque la modestia de sus fortunas no se los permitía, sea porque ellas se imaginaron que los retiros eran objeto de una fundación especial, y que así la hospitalidad que ellas recibían era una obligación más que un acto de caridad. Lejos de compartir las alarmas de los suyos, más avanza Vicente en edad, más se vuelve santamente pródigo en este punto.
Sin embargo, cediendo un día a las quejas de toda su congregación que le representaba que ella iba a perecer si él no limitaba sus piadosas liberalidades, él consintió en hacer una escogencia entre los solicitantes de
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retiro que se presentaran; pero, cuando fue cuestión de admitir unos y de rechazar otros, su corazón fue tan quebrantado que no pudo rehusar a nadie, y ese día recibió más que de costumbre; así las quejas habiendo recomenzado, él les respondió a quienes vinieron a decirle que no había más cuartos para alojar tanta gente: “Es una bagatela; cuando ellos estén llenos, no habrá más que darles la mía.” Él se explica otra vez sobre este artículo de una manera aún más precisa, y que anuncia que, en toda su conducta, él cedía a una inspiración divina. “Si nosotros tuviéramos, les decía a sus sacerdotes, treinta años a subsistir, y que recibiendo todos los que vinieran a hacer su retiro, no pudiéramos subsistir más que quince, no deberíamos por eso dejar de recibirlos; es verdad que el gasto es grande, pero él no puede ser mejor empleado, y si la casa está comprometida con este objetivo, Dios sabrá bien encontrar los medios de aliviarla, como hay lugar de esperar de su providencia y de su bondad infinita.”
Libre de toda inquietud de las necesidades temporales, él no sueña más que en mantener el celo de sus misioneros, presentándoles los éxitos que ellos obtenían en todas las clases de sociedades. En un momento les mostraba esos oficiales, esos soldados que venían a aprender a vivir y a morir por Dios y por el Rey, a semejanza de las legiones cristianas tan célebres en la antigüedad. En otro momento él conversaba delante de ellos con un capitán que, después de haber enfrentado valientemente la muerte en las batallas, venía a buscar a los retiros de San Lázaro, un nuevo coraje para entrar y finalizar sus días en un monasterio. Luego él les hablaba de un protestante, hombre de saber y de mérito, que había vuelto a entrar en la religión católica, y que les venía a solicitar nuevas armas para defenderla en sus escritos. Vean, les decía, estos tres eclesiásticos venidos del fondo de la Champagne; escuchen al que me dijo mientras me abrazaba: “Señor, vengo a usted desde bien lejos; si usted no me recibe, yo estoy perdido.” Él les recordaba de vez en cuando los buenos efectos de los retiros que ellos habían visto con sus propios ojos; algunas veces les enseñaba aquellas cosas que no conocían. Él les dice un día que habiendo ido a Bretagne, un hombre profundamente honesto apenas supo de su llegada acudió a la casa en que él
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estaba alojado, y le dice en un transporte de reconocimiento: “¡Oh Señor! Yo le doy a usted, después de Dios, mi saludo; fue el retiro que yo hice donde ustedes que ha puesto mi conciencia en reposo. El me hizo tomar una manera de vida que siempre la he guardado desde ese entonces, y que la guardo aún con gran paz y satisfacción de mi espíritu. Ciertamente, Señor, yo tengo hacia usted grandes agradecimientos que hablo de ellos por todas partes, y yo digo en todas las compañías en que me encuentro, que, sin el retiro de San Lázaro, yo estaría perdido. Yo le pido el favor de creer que es una gran gracia de la cual yo me recordaré toda mi vida.”
La práctica salvífica de los retiros se introducía así en las diócesis. Muchos de los prelados que, no siendo aún más que simples sacerdotes, habían seguido bajo la dirección de Vicente, aquellas de San Lázaro, se empeñaban en hacer participar a sus sacerdotes en estos piadosos ejercicios. Ellos tenían, sin embargo, obstáculos a vencer, muchos prejuicios a destruir; el solo nombre de retiro espanta primero a los eclesiásticos librados después de largo tiempo a la disipación. Unos se lamentaban como de una situación insoportable, otros como de una novedad desfasada. Pero los consejos y las instrucciones dadas por Vicente a sus sacerdotes, que les eran solicitados de todas partes como los más felices propagandistas de su método, los imitadores de su celo, triunfaron sobre todas las malas disposiciones. Los más viejos, siempre menos fáciles de quebrantar, se rindieron, a pesar de lo dicho, a los ejercicios, y fueron tocados, y vieron con pena el término; diez días de retiro les parecieron demasiado cortos. Muchos ofrecieron sus bienes para volver permanente el socorro que Vicente les había procurado. Otros pidieron con insistencia entrar en los seminarios para continuar sus estudios, y volverse más dignos de un ministerio, del cual no habían conocido hasta entonces toda la importancia y la dignidad.
El uso de los retiros se expandió pronto en Italia. El cardenal Durazzo, habiendo llamado a Gènes los sacerdotes de Vicente, quiso probar si ellos no serían tan útiles a su clero como habían sido a los pueblos del campo de su diócesis. El invita, en consecuencia, los curas de las parroquias que habían recolectado todos los frutos de las Misiones, a ir todos a la capital. El primer
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retiro tuvo lugar en la casa de la Misión, bajo la conducción del superior. El cardenal, profundamente conmovido de ver que el bien producido por estos nuevos ejercicios sobrepasaba sus esperanzas, quería entrar él mismo en el retiro con diez sacerdotes de la congregación de las Misiones que trabajaban en su diócesis. A pesar de ser de una complexión muy delicada, y más debilitada por sus trabajos que por la edad, él lo siguió con una puntualidad rigurosa. El hacía, como todos los demás, cuatro horas de oración diarias, arrodillado y en una perfecta inmovilidad. Al primer sonido de la campana, él llegaba al lugar de la asamblea. En la mesa, él no quería sufrir que le sirvieran otras comidas más que las preparadas para la comunidad. Cuando el retiro había finalizado, y se le pedía dar la bendición a quienes habían tenido la bondad de hacerla con él, se tenían todas las penas del mundo para determinarlo; él quería recibir él mismo la bendición del superior de las Misiones.
La memoria de Vicente de Paúl aún es amada y venerada en los Estados de Gènes. Cuando el 15 de agosto de 1799, la ciudad de Novi fue el teatro de esta sangrienta batalla, donde la armada francesa, diezmada por las derrotas, no cede más al número de sus enemigos, los habitantes de esta ciudad, refugiados en las iglesias y los conventos, invocaron el nombre de san Vicente de Paúl, y miraron su protección en sus vidas y sus fortunas. Nosotros les hemos escuchado felicitarse de tan poderosa intercesión, y de haberle atribuido a él el haber escapado, en esta horrible jornada, al pillaje y a la muerte. Nosotros hemos visto en gran cantidad de iglesias de pueblos de los Apeninos, altares consagrados a Vicente, y una gran cantidad de franceses le han dado, sin saberlo, una amable hospitalidad.
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CAPÍTULO X.
Institución de las Hijas de la Caridad.
Las cofradías de la Caridad instituidas por Vicente, en el curso de sus misiones, en favor de los pobres enfermos del campo, habían sido introducidas en las ciudades donde las damas de la más alta condición las habían favorecido y se habían asociado a ellas. Estas nuevas fundadoras habían llenado todas las obligaciones que ellas se habían impuesto; pero las que les sucedieron no fueron tan fieles a sus compromisos. Sea la oposición de sus maridos que temían para ellas la influencia de aires malignos y enfermedades, sea disminución del celo, ellas confiaron el cuidado de los pobres en manos de sirvientes, incapaces de llenar el honorable ministerio de la caridad. Así estos preciosos establecimientos decaían todos los días. Vicente vio la fuente del mal y supo remediarla. El juzga que era indispensable tener verdaderos servidores de los pobres que, únicamente ocupados de ellos, les distribuyeran cada día los alimentos y los remedios que ellas hubieran preparado.
Este plan bien concebido era, sin embargo, de una ejecución difícil. Después de varios ensayos infructuosos, Vicente creyó deber ceder a las oraciones de la señora Legras22 que, siempre ocupada de buenas obras, no esperaba, después de dos años, más que su permiso para consagrarse al servicio de la humanidad, por votos tan puros como irrevocables. Él le envía, a fines del año 1633, tres o cuatro hijas del campo, que se le habían presentado en sus misiones, y que él había reconocido muy capaces de llenar las peligrosas funciones a las que él las destinaría. La señora Legras las recibe, las aloja en su casa, y las forma en la práctica de todos los deberes que ella se imponía tan generosamente. Pronto se reconoce por las alumnas la alta capacidad de la institutriz; estas primeras hijas, que las necesidades apremiantes de los pobres no le permitieron guardarlas mucho tiempo cerca de ella, edificaron 22 N.T.‐ Se refiere a Luisa de Marillac, viuda de Agustín Legras, secretario de María de Médecis.
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todas las parroquias donde ella las envía. La dulzura de ellas, su modestia, su dedicación de todos los días a las miserias humanas, encantaron y consolaron a aquellos que fueron testigos de esto. Estas piadosas hijas pronto tuvieron otras compañeras que, entrenadas por sus ejemplos y por las bendiciones que ellas atraían, vinieron a ofrecerse a la señora Legras y a Vicente para compartir los mismos trabajos y la misma recompensa.
Tal fue el origen, tales fueron los débiles comienzos de esta congregación de vírgenes cristianas, que, bajo el nombre de Hijas de la Caridad, se dedicaron a todos los infortunados para aliviarlos y consolarlos, y que regó, como un rocío benéfico, sobre toda Francia y casi toda Europa.
Vicente y su cooperadora, sorprendidos y encantados de los éxitos rápidos que obtenía en París la institución de las Hijas de la Caridad, dieron a esta inmortal fundación más desarrollo. Su primer objetivo no había sido en principio más que de aliviar en las parroquias a los enfermos indigentes; pero Vicente vio pronto que las hermanas podrían rendir otros servicios a la humanidad. Él quería completar la institución de ellas encargándolas de la educación de los niños‐encontrados, de la instrucción de muchachas pobres, del cuidado de un número de hospitales y de los criminales condenados a las galerías. De acuerdo a estos diversos destinos, él les da reglas generales y particulares, que son vistas como de un maestro de obra de sabiduría. Ellas están basadas en el amor de Dios, modelo y fuente de toda caridad. Es en su nombre que las hermanas deben rendir a los pobres ancianos, a los niños, a los enfermos, a los prisioneros, todos los servicios que la caridad puede inspirar: vivientes y distribuidas en el mundo, es necesario que ahí ellas lleven una vida más perfecta que las de las religiosas que, en sus claustros, están expuestas a menos peligros. “Ellas no tienen ordinariamente, dice el venerable instructor, por monasterios más que las casas de los enfermos, por celda, más que un cuarto de alquiler; por capilla más que la iglesia de su parroquia, por claustro más que las calles de la ciudad o las salas de los hospitales, por cercado más que la obediencia, por grillo más que el temor de Dios, y por velo más que una santa y exacta modestia.”
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Él no les describe ni el cilicio, ni las otras austeridades de los claustros. Su penitencia descansa enteramente en el ejercicio de sus deberes: levantarse en el invierno y la primavera a las cuatro de la mañana, hacer dos veces al día la oración mental, vivir muy frugalmente, no beber vino más que en las enfermedades que lo pudieran exigir, rendir a los enfermos los servicios más repulsivos, velarlos turno a turno durante las noches enteras, no contar para nada la infección de los hospitales, enfrentar los horrores de la muerte; tales son las pruebas y las mortificaciones a las que él les somete. Colocadas como centinelas vigilantes en el lugar del peligro, ellas deben volar al primer grito de los pobres; sentadas al lado de su lecho de sufrimiento, ellas deben, mientras alivian las penas del cuerpo, curar las del alma, prepararles las vías al arrepentimiento; y por precio de tanta dedicación, no demandarles a los moribundos más que una muerte cristiana. Vicente les recomendaba el más grande respeto por ellas mismas, a fin de inspirarlo a los otros, sobre todo cuando la caridad les obligaba a repartirse en el mundo para ahí cuidar de las personas de un sexo diferente. Él quiere que ellas tengan las unas por las otras este hábito de indulgencia y de reserva, que excluye la familiaridad; que, en sus recreaciones como en todo lo demás, ellas se abstengan de ligerezas pueriles, de gestos, de pláticas, de juegos capaces de llevar a demasiada disipación: que eviten la ociosidad; no que el tema para ellas ese vicio peligroso, sino que él quiere, por esta recomendación, prohibirles ocupaciones que, aunque muy loables por ellas mismas, pudieran distraerles de su destino. En cuanto a las prácticas religiosas, no les prescribe más que cosas simples y fáciles; todos los ejercicios de piedad debían estar subordinados a los ejercicios de la caridad.
Este reglamento y varios otros semejantes, después de haber sido observados durante más de veinte años, fueron aprobados por Jean‐François de Paule de Gondi, cardenal de Retz, arzobispo de París; esta aprobación fue dada el 18 de enero de 1655 en Roma, donde el prelado estaba exiliado después de los disturbios de Fronde, en los que él había tomado una buena parte. En sus cartas de instauración él rindió al autor de la institución la justicia que le era debida; él puso la nueva compañía bajo la obediencia de
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Vicente de Paúl y de sus sucesores, los superiores generales de la congregación de la Misión. Luis XIV confirma el mismo establecimiento por las cartas patentes, en que “él declara que su intención es favorecer y de apoyar todas las buenas obras que son para la gloria de Dios; que ha reconocido que la compañía de las Hijas de la Caridad es de este género; que sus comienzos han estado llenos de bendiciones, y sus progresos abundantes en caridad: que en consecuencia, él les pone bajo su protección y su salvaguardia especiales, con todos los bienes y fondos que les son o serán a partir de ahora ofrendados; que él les confirma el bien que el rey su padre les ha donado bajo su dominio, y que finalmente él les permite establecerse en todos los lugares de su reino donde ellas serán llamadas para el servicio de los pobres o de los hospitales.” Así, por una singular concurrencia de circunstancias, la más bella fundación de la que Francia y la humanidad se honran, aunque se establece bajo otro reino diferente al de Luis XIV, ha sido reconocido y sancionado por este gran rey, como si todos los géneros y de prosperidades debían pertenecerle.
Vicente no admite, al principio en la nueva congregación más que jóvenes pobres, que, por estado tanto que por vocación, no quisieran ser más que las servidores de sus semejantes; pero, enseguida, jóvenes personas de condición habiendo pedido con insistencia compartir esta honorable dedicación, él no creyó que sus nacimientos y sus fortunas debieran ser motivos de exclusión; y después de haberlas sometido a largas pruebas, él las recibió entre las hermanas. Se vio entonces, como hoy, jóvenes muchachas, criadas en el lujo y la liviandad despojarse de los costosos adornos para cubrirse de un modesto hábito, dejar los salones dorados por los hospitales, y renunciar a los numerosos criados para convertirse ellas mismas en humildes sirvientas. Vicente estuvo siempre apegado a esta institución como a su más bella creación. El solo nombre de sirvientes de los pobres, conmovía, dicen los historiadores, a este padre de todos los afligidos. Jamás él teme para ellas los peligros de toda especie.‐ Él les había ordenado, en sus viajes,
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prevenirse23 contra todo aquello que les pudiera tender trampas. Él les enviaba de pronto a la armada, para cuidar en sus covachas, y casi en los campos de batalla, los soldados heridos; de pronto al fondo de Polonia, sin temer por ellas aquello que habría hecho temer para otras personas de su sexo y de su edad. Él parecía prometerles que Dios haría milagros en su favor en vez de abandonarlas; he aquí un ejemplo de esta protección de la que París fue testigo.
Una de estas Hijas de Vicente habiendo ido a servir a un enfermo en una casa del suburbio de San Germán, apenas ella había entrado cuando todo el edificio, todavía casi nuevo, se derrumba completamente; de treinta personas que la habitaban, todas fueron sepultadas bajo las ruinas. La hermana y un niñito fueron los únicos sobrevivientes, aunque este último resultó herido; la esquina del piso sobre el que estaba la hermana no se tumba del todo, mientras el resto se derrumbó. Ella se queda inmóvil teniendo en la mano una vasija de barro que contenía un brebaje para el pobre enfermo. Parece que ese don de la caridad la había preservado de una avalancha de piedras, de vigas, de muebles, que se precipitaron de los pisos superiores. La hermana salió sana y salva de este cúmulo de escombros, en medio de las bendiciones de la multitud que este deplorable acontecimiento había atraído.
23 N.T.‐ El autor utiliza la expresión des rochers, que tiene un sentido como de escalar un área rocosa en que se debe ir con sumo cuidado.
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CAPÍTULO XI.
Reformas en el Hospital del Hotel de Dios de París.‐ Fundación de un seminario en el colegio de los Buenos‐Hijos.‐ Misiones en las Cevennes.
LA INSTITUCIÓN de las Hijas de la Caridad da nacimiento a otro establecimiento que no hizo más que acrecentar la influencia y las buenas obras de Vicente. A su regreso de un viaje a Beauvais, donde el obispo le había llamado, y donde él deja a las religiosas Ursulinas de esta ciudad una ordenanza marcada de su sabiduría, la presidenta Goussault le propone una buena obra que ella meditaba desde hace largo tiempo. Viuda, rica y bella, ella podía encontrar en un segundo matrimonio todas las ventajas que se buscan en el mundo; pero ella las desdeña para consagrarse al alivio de los infortunados. En sus frecuentes visitas a los enfermos del Hotel de Dios, ella había observado con dolor que a estos desgraciados les faltaba el alivio de más de un tipo; que este hospital recibía todos los años veinticinco mil personas de todo sexo, de toda edad, de toda nación y de toda religión, y ella piensa que ahí se haría seguramente una cosecha abundante si se introdujera una saludable reforma.
Vicente sabía muy bien que reinaban los abusos en la administración del Hotel de Dios, pero también sabía que es de los males que es necesario sufrir, sobre todo cuando su extirpación precipitada podría hacer nacer otros más grandes. Él se contenta de responderle a la presidenta que este hospicio era administrado por hombres que él estimaba como muy sabios; que él no tenía ni carácter ni autoridad para destruir los abusos que pudieran existir ahí, como en todas las instituciones humanas, y que él no le convenía meter la hoz en la cosecha de otro. Esta respuesta, en que se reconoce el espíritu de circunspección, que dirige siempre a Vicente, no satisfizo a la presidenta. Ella persiste en su proyecto de reforma, y él, en rehusar secundarla. Vuelta más ardiente por los obstáculos que la sabiduría que él le oponía, la presidente hizo una visita al arzobispo de París, le habla de una manera tan apremiante y tan patética que el prelado ordena a Vicente dar todos sus cuidados a esta
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gran obra. No teniendo más que obedecer, el piadoso sacerdote invita a varias damas de un nacimiento y de una virtud eminente, a llegar un día al despacho de la presidenta. Esta primera asamblea fue compuesta por damas de Ville‐Savin, de Bailleul, del Mecq, de Sainctot, de Pollation, fundadora del seminario de la Providencia. La importancia de la empresa fue descrita por el padre de los pobres con tanta fuerza y unción, que todas resolvieron dedicarse a ella. Una segunda asamblea, donde el mismo sujeto fue tratado con el mismo ardor del celo, fue más numerosa que la primera; ahí se vio a Élisabeth d´Aligre, mujer del canciller, Anne Peteau de Traversai, y Marie Fouquet, madre del superintendente de las finanzas, la misma que, sabiendo la desgracia de su hijo, se grita con una resignación sublime: Yo te agradezco, ¡Oh, mi Dios¡ yo siempre te he pedido la salud de mi hijo, y he aquí el camino.
En esta segunda asamblea, no se delibera, se actúa. Tres oficiales fueron nombrados, a saber: una superiora de la obra, una asistente y una tesorera. La primera de estas dos funciones pertenecía a la presidenta: ella le fue dada por unanimidad. Vicente fue establecido director perpetuo. Él recomienda vivamente a sus piadosas colaboradoras hacer el mayor bien que ellas pudieran, sin reprochar a los administradores de no haberlo hecho; de proceder a las felices innovaciones que ellas se proponían, a la vista de aquellos que quisieran ser testigos y contribuir en ellas. El vigila que ellas no aparezcan jamás en el hospicio más que en hábitos simples y modestos y que ellas no hagan ningún alarde de su saber. Él pone la atención sobre este punto hasta hacer imprimir un librito que contenía las verdades cristianas en que el conocimiento es el más esencial. Cuando ellas hacían exhortaciones a los enfermos, ellas debían tener siempre este libro a la mano, para que se supiera bien que ellas no decían nada de ellas mismas. Más ellas testimoniaban de la buena voluntad y el ardor, más él reconocía necesario de dirigir y de moderar sus celos. Los consejos de este sabio director fueron escuchados, y produjeron sus frutos ordinarios: la dulzura, las maneras amables de las Damas, sus atenciones ganaron los corazones de las religiosas del Hotel de Dios, que no vieron en ellas más que útiles auxiliares en lugar de
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reformadoras. Ellas recorrían libremente las salas, para conocer los pobres y así ser conocidas. Ellas les hicieron escuchar la voz de la religión, tan dulce en el sufrimiento; convertidas en confidentes de sus penas, ellas les dispusieron a reconciliarse con Dios. Directores iluminados, sabiendo hablar diferentes lenguas, fueron asignados al Hospicio. Se suprime un abuso que producía muchos sacrilegios, aquel de exigir a los enfermos que se confesasen al solo entrar.
A los cuidados espirituales, las Damas unieron todos aquellos que exigían las necesidades corporales. Según los consejos de Vicente, quien les inspiraba toda su bondad para los pobres, ellas alquilaron, cerca del Hotel de Dios, una casa donde las Hermanas de la Caridad preparaban el desayuno y la colación de un millar de enfermos. Se decidió en una asamblea que se tuvo a tal efecto, que, en la mañana, se daría un consumé de leche para los que pudieran tomarlo; que al mediodía, se les serviría pan blanco, biscochos, confituras, helado, cerezas, pasas, según la estación y el grado de convalecencia; que, durante el invierno, se les aportarían limones, frutas cocidas y caramelos, que las Damas, a su turno, se designaran para ir al Hotel de Dios, se haría un honor de presentar de sus propias manos estos pequeños dulces a quienes tuvieran necesidad de ellos.
Con el objetivo de administrar sus fuerzas, cuya conservación era tan preciosa para la humanidad, Vicente hizo, dos años después del establecimiento de la compañía, un reglamento que les alivia bastante, sin afectar a los enfermos. Hasta ahora las mismas personas que les habían servido estaban encargadas de instruirles y de prepararlos para la muerte. El creyó que debía compartir estos dos empleos; siempre de acuerdo con las Damas, él indica una nueva asamblea, en que e encontraran todas ellas. Allí él propone sus razones que fueron aprobadas; se arregla que a partir de ese momento las Damas de Caridad serían distribuidas en dos clases; que unas servirían a los pobres, mientras que otras trabajarían en instruirles; que, cada tres meses, se nombrarían catorce para esta doble función; que dos de este grupo irían cada día de la semana al Hotel de Dios; que en las cuatro estaciones del año se haría una nueva elección; que las que dejaran su cargo
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harían a la asamblea un informe simple y fiel del éxito de sus trabajos y de la manera en que ellas actuaron para lograrlo, a fin de que esto sirviera de buen servicio de la regla, y diera confianza y valor a las que les sucedieran.
La ciudad y la corte vieron con ternura y admiración damas del más alto rango y acostumbradas a todas las delicadezas de la vida, convertirse, bajo la conducción de Vicente, en humildes enfermeras. ¿Pero quién podría describir la sorpresa y el reconocimiento de los enfermos? Una gran cantidad de ellos no creyeron poder mejor testimoniar su gratitud que abriendo sus corazones a la voz de una religión que inspiraba estos prodigios de caridad. Se cuenta que, el primer año de este establecimiento, más de setecientos infieles y protestantes, de los que la mayor parte habían sido apresados y heridos en los combates en el mar, quisieron entrar en el seno de la religión de sus benefactoras. Se estaba tan generalmente persuadidos en París que una clase de bendición estaba relacionada a los trabajos y a los cuidados de la nueva compañía, que una rica burguesa pide y obtiene de ser recibida en el Hotel de Dios, pagando holgadamente sus gastos, a condición de que ella fuera asistida en su enfermedad como lo eran actualmente los pobres de la casa.
Para operar tantos bienes, las Damas del Hotel de Dios no disponían más que de 7,000 francos por año; pero esto no fue más que el preludio de los sacrificios que la piedad les imponía voluntariamente. Nosotros veremos, en la continuación de esta historia, todas las grandes empresas ejecutadas por ellas, bajo la inspiración de Vicente; la fundación del hospital general de París y el de Santa Reina; el asilo abierto a los niños encontrados; la casa de la Providencia para las jóvenes y mujeres arrepentidas; los socorros enviados no solamente en Francia, sino que en todas las partes del mundo, para el mantenimiento de los ministerios del Evangelio, para la redención de los cautivos, la erección de varias iglesias, y las misiones extranjeras en China y Tonquín 24 . Tantos monumentos, que nosotros no hacemos más que
24 N.T.‐ Tonkín, Tonkin o Tonquín fue un protectorado francés del Sureste Asiático que constituía lo que hoy es la mayor parte del norte de Vietnam.
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indicarlos aquí, y que honran el siglo diecisiete, tan denigrado por modernos detractores, van a llenar el resto de la carrera de Vicente.
Estos grandes trabajos que, para cualquier otro que no fuera el instructor de los Sacerdotes de la Misión, hubieran sido las únicas ocupaciones de una larga vida, no fueron para él más que útiles distracciones, que no le quitaban nada a la ejecución de dos grandes proyectos a los que él estaba consagrado: la instrucción del clero, y la instrucción de los pueblos del campo. Lo que ya había hecho ya para los jóvenes eclesiásticos que estaban cerca de recibir las órdenes sagradas, no le parecían suficientes para dar a la Iglesia buenos padres, él quería formarlos a buena hora a los deberes de su estado. En esta visión, él establece en el colegio de los Buenos Hijos un seminario bajo el plan del concilio de Trento, a quien la Iglesia es deudora de haber hecho revivir las reglas de la disciplina y de los principios de una gran reforma en el clero. Vicente recibió entonces un gran número de aspirantes de doce a catorce años, cuyos sacerdotes les dieron la educación. Se les enseñaba el canto, las ceremonias religiosas, inspirándoles todas las virtudes del estado que ellos debían abrazar. Cada uno de estos jóvenes levitas podía decir como Joás en Atalía25:
…..Alguna vez en el altar,
Yo presento al sumo sacerdote o el incienso o la sal
Yo escucho cantar de Dios las grandezas infinitas;
Yo veo el orden pomposo de sus ceremonias.
En cuanto a las misiones en el campo, Vicente las multiplicaba a medida que el número de sus sacerdotes aumentaba. Él les esparcía poco a poco en las provincias del reino, escogiendo de preferencia aquellas en que el error había hecho más destrucción. Es así que él quería que dos de estos misioneros
25 N.T.‐ Atalía (Athalie) es la última tragedia escrita por el dramaturgo francés Jean Racine y correspondiente a su última época.‐ http://es.wikipedia.org/wiki/Atal%C3%ADa_(Racine)
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trabajasen, durante dos años enteros, en la diócesis de Montauban. Los católicos fueron mantenidos en la fe; muchos calvinistas volvieron a entrar en ella. Tres o cuatro años después, los misioneros obtuvieron los mismos éxitos que en las diócesis de Bordeaux y de Saintes. Como él evitaba cuidadosamente en sus sermones todo aquello que pudiera suscitar la disputa, que ellos no mezclaban ni agresión ni intolerancia, muchos protestantes venían a escucharlos y abrazaban una religión enseñada por hombres tan caritativos y tan iluminados. Aquellos que resistían esta doble influencia no podían evitar de rendir al celo y a la capacidad de los misioneros los más honorables testimonios. Ellos les llamaban, de consenso con los católicos, los hombres de la primitiva Iglesia.
Tantos éxitos explosivos, que eran anunciados a Vicente por los prelados, los curas, los señores de las parroquias, a él le daban a la vez alegría e inquietud. El temía que la humildad de sus sacerdotes se aflojara, y que ellos no atribuyeran más que a sus propios méritos las conversiones que pertenecían al dispensador de todas las gracias. Al felicitarles de sus pacíficas conquistas, les exhortaba sin cesar a reservar toda la gloria a Dios, en que ellos no eran más que débiles instrumentos. “Reconozcamos,” le escribió él a uno de ellos, que hacía prodigios en una misión en Mortagne; “que una gracia tan abundante viene de Dios; pero no olvidemos que Él no la continúa más que en los humildes y en quienes reconocen, en su presencia, que todo el bien que se hace por ellos viene de Él. Humíllese, entonces, Señor, y humíllese bastante, viendo que Judas había tenido más gracias y que él había hecho más cosas que usted, y que él a pesar de todo esto se perdió. ¡Ah! ¿De qué servirá al hombre más apostólico y al más grande predicador del mundo de haber hecho resonar en una provincia el sonido de su voz, y de haber convertido varias centenas de almas, si, con o después de todo esto, él mismo se pierde”? Esto no es, agregaba Vicente, siempre atento a suavizar lo que los consejos más sabios pueden tener de amar, “no es que yo tenga algún tipo de temor para usted por una vana complacencia; sino que es con el fin de que, si ella le ataca, como le hará sin duda, usted la rechace con
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mucha atención y prontitud, para honrar las humillaciones de Nuestro Señor.”
Es así que este digno superior trabajaba por la salvación de sus sacerdotes, mientras que sus sacerdotes trabajaban por la salvación de la gente. Tampoco le faltaba de ir a compartir sus trabajos todas las veces que los grandes asuntos de los que estaba a cargo le dejaran tiempo. Él debía acompañar a sus misioneros en las Cevennes26, de donde eran llamados desde hace largo tiempo por los obispos de Alais, de Mende, y de las diócesis vecinas.
Las montañas de las Cevennes eran entonces uno de los bulevares del calvinismo; la revuelta allí había explotado más de una vez. Luis XIII en persona había atacado y dispersado los rebeldes, pero la causa del mal no había sido destruida. Se quería obtener de la persuasión lo que la fuerza de las armas no habían podido obtener: los misioneros reemplazaron los soldados. Sylvestre de Marcillac, obispo de Mende, le pidió a Vicente el auxilio de su santa milicia, que, lejos de regar la sangre humana, donara la suya para la paz y el bienestar de los hombres. Los misioneros partieron entonces para las Cevennes; Vicente contaba con ir a la cabeza, cuando una caída peligrosa se lo impide. Antes de su partida, él les da a conocer por una carta a unos de sus sacerdotes denominado Ducoudray, que estaba en Roma, que en su opinión no había ni ciencia, ni talento que valiera delante de Dios el trabajo de una simple misión en el campo.
Este sacerdote sabía perfectamente las lenguas siriaca y hebraica: personas de consideración y muy apegadas a Vicente, le comprometieron a dar una nueva versión latina del texto siriaco, en la esperanza de que esta obra hiciera honor al instituto naciente, y fuera útil a la Iglesia. Se quería todavía que él escribiera contra los judíos, y que, para combatirlos con mayor suceso, él se sirviera de sus propios libros, que él entendía mejor que sus rabinos. Ducoudray escucha voluntario estas dos propuestas; pero, antes de prometer, él quiso saber lo que pensaba sobre esto su superior. El humilde, 26 N.T.‐ Cadena montañosa al Sur‐Central de Francia.
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el caritativo Vicente le suplica renunciar a este trabajo. Él le representa que esta clase de escritos alimentan la curiosidad de los sabios, pero que no sirven para nada a la salvación del pobre pueblo, al que la Providencia lo había destinado; que necesidades más urgentes le llamaban afuera de Roma; que en Francia miles de hombres le tendían los brazos, y que le decían de la manera más impactante: ¡Ay! Señor, usted ha sido escogido por Dios para contribuir a nuestra salvación: entonces tenga piedad de nosotros; desde hace largo tiempo estamos estancados en la ignorancia y el pecado; no tenemos necesidad, para salir de ellos, ni de versiones siriacas, ni de versiones latinas. Su celo y el mal dialecto de nuestras montañas, nos bastarán; sin estos, nosotros estamos en gran peligro de perdernos.”
Parece escuchar al apóstol de las Indias escribiendo a la universidad de París. Vicente no permitió jamás a sus sacerdotes hacerse un nombre en las letras y las ciencias, él no permitió jamás que llevaran sus obras a la impresión.
Las misiones de las Cevennes fueron tan exitosas como ellas habían sido de difíciles. Los sacerdotes de Vicente enfrentaron, durante más de dos años, todos los obstáculos que las costumbres groseras y el clima les oponían en un país casi inaccesible, sobre todo durante el invierno. Su constancia no fue en nada quebrantada, porque ella fue sostenida por las exhortaciones de Vicente, que les mandaba que un sacerdote, que pretendiera otra cosa de sus trabajos que la vergüenza, la ignominia y la muerte misma, no es discípulo de Jesucristo. Para consolarles, él agregaba: Que más los comienzos de una misión son difíciles, más, ordinariamente, los frutos son abundantes, que al final la tristeza era cambiada en gozo.
Él dirige una fuerte reprimenda a uno de sus sacerdotes que, fortalecido por la superioridad que sus talentos y la bondad de su causa le daban sobre los Protestantes, les había tratado con una especie de menosprecio y había incluso ido hasta su culto a provocarles a una disputa. El obispo de Mende le agradece más de una vez por el gran bien que sus hijos habían producido en su diócesis. “Yo estimo más, le decía él, esto que los suyos han hecho en mis parroquias, que cien reinos. Estoy en una satisfacción perfecta de ver que
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todos mis diocesanos vuelven a la religión, y que mis curas sacan grandes beneficios de las conferencias que sus sacerdotes establecen con éxito y bendición.” El mismo obispo le comunicó el año siguiente, que habiendo visitado las parroquias al momento de las Misiones, él había recibido la abjuración de cuarenta protestantes, que un número semejante iba a seguir pronto este ejemplo; en una palabra, que la última Misión había producido frutos increíbles. Al mismo tiempo otros misioneros fueron enviados a L´Auvergne, el Velay y el Valentinois. Ellos trabajaron conjuntamente con los jesuitas, y en los mismos lugares donde había evangelizado Jean‐François Régis, que era visto como el misionero y el apóstol del Vivarais. El celo por las Misiones no animaba solamente la congregación de Vicente; varios cuerpos ancianos y nuevos se dedicaron a ellas también; no se vio jamás, de una parte o de la otra, sombra de celos; una dulce confraternidad unía estas diversas asociaciones. Cuando los ministros del Evangelio no buscan más que la gloria de su común Maestro, ellos quieren que toda Israel sea profeta.
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CAPÍTULO XII.
La casa de San Lázaro es transformada en plaza de armas.‐ Veinte misioneros se rinden a la armada de Picardie.‐ El comandante de Sillery.
Los españoles habían hecho una irrupción en Picardie; la Capelle, el Catelet y Corbie habían caído en su poder. La toma de esta última plaza había sonado la alarma en la capital; ya sus habitantes consternados se refugiaban cerca de la Loire, llevando sus mujeres, sus hijos y sus muebles más preciosos. Se murmuraba generalmente contra Richelieu, que se le acusaba de haber faltado de precaución. Se esperaba ver pronto al enemigo en París. Richelieu, que contaba en la larga resistencia de Corbie, en que el comandante paga con su cabeza su flojera o su traición, Richelieu entra en París, calma al pueblo, afecta una gran tranquilidad, trae la confianza tomando todas las medidas necesarias para detener el progreso del enemigo. Una armada de veinte mil hombres es levantada y equipada por los parisinos, que ofrecen más de lo que les pide. El temor y la dedicación multiplican los dones a la patria.
Vicente es de los primeros en llevar su ofrenda: la casa de San Lázaro fue cambiada en plaza de armas donde se ejercitan los soldados recién enrolados. La bodega de troncos para la calefacción, las salas, los pasillos, el anciano monasterio de los religiosos, todo estaba lleno de gente de guerra. Ese santo día de la Asunción, dice Vicente, en una carta que él escribió a uno de sus sacerdotes, que hacía, con el Sr. Ollier, Misiones en Auvergne, “este santo día no está exento de estos disturbios tumultuosos; el tambor comienza a batallar, aunque no sean todavía más que las siete de la mañana, y, después de ocho días, se han acomodado aquí setenta y dos compañías. A pesar de este trajín, agrega Vicente, toda nuestra comunidad no deja de hacer su retiro, a excepción de tres o cuatro que están al punto de partir y de irse bien lejos.” Los misioneros compartían con alegría sus celdas con los soldados; mezclados en sus filas, ellos les decían: “Dios y el
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Rey, he aquí los nombres sagrados e inseparables que han conducido a vuestros padres, y conducirán a ustedes siempre a la victoria. “
Esta conducta eminentemente francesa de Vicente, compromete al canciller a darle la orden de enviar veinte misioneros a la armada; ellos se pusieron enseguida en marcha, y fueron con toda diligencia, porque el ruido se había regado de que una enfermedad contagiosa afligía las tropas. Vicente les ordena seguir en la armada, tanto como pudieran, el orden que ellos seguían en San Lázaro, sobre todo para las horas de levantarse y acostarse; él les prescribe el silencio a las horas acostumbradas, y sobre todo en relación a los asuntos de estado. La peste está en la armada, escribió Vicente a uno de los suyos que él había dejado en Senlis cerca del Rey: “Ve entonces en el mismo espíritu que san Francisco Javier fue a las Indias, y tú te llevarás, como él, la corona que Jesucristo te tiene merecida por su sangre preciosa, y que él te dará, si tú honras su caridad, su celo, su mortificación y su humildad.”
El misionero vuela a la vanguardia para combatir este nuevo flagelo; sus compañeros y él se condujeron al campo, como en las iglesias de los pueblos. El 20 de septiembre de 173627, ya había cuatro mil soldados que se habían acercado el tribunal de la penitencia, con una gran efusión de lágrimas; se observa que ellos fueron los más valientes en los combates que se dieron algunos días después. Esta Misión ambulante y militar, que acampaba y descampaba casi todos los días, no sirvió solamente a las tropas del Rey; ella fue además útil a un gran número de parroquias donde la armada se asentaba, y que, con la aprobación de los obispos, gozaron de la presencia de los misioneros. La armada francesa, aunque compuesta de nuevas tropas, hizo prodigios de valor; Corbie, que los españoles habían fortificado tanto como habían podido, capitula después de ocho días de trinchera abierta. La rendición de esta plaza lleva en la Flandre la alarma regada algunos días antes en Francia; la Picardie respira, y la capital recobra su seguridad. Los sacerdotes de la Misión regresaron modestos como antes de la victoria, pero abatidos de fatigas; algunos estaban atacados de la enfermedad contagiosa
27 N.T. Posiblemente este es un error, siendo el año correcto 1636.
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que habían contraído queriendo liberar de ella a nuestros soldados: pero Dios les conserva en su Iglesia, para darle a Él nuevos servicios en nuevas Misiones, y sobre todo en aquellas que se hicieron en la oración del comandante de Sillery.
Este señor se había hecho muchos honores en las embajadas de Italia, España, y en varias negociaciones importantes. Comandante de la orden de Malta, él brillaba en la corte, y en el mundo, por toda la explosión de sus dignidades y de sus talentos, cuando de un solo golpe, renunciando a estas ventajas, él no vio más que vanidad y aflicción de espíritu en todo aquello que le había encantado hasta ese momento. Resuelto a consagrarse a su salvación todo el tiempo que le quedaba de vivir, él hizo parte de esta decisión a Vicente, quien le da los consejos más saludables; él deja un magnífico hotel, despide a sus sirvientes, después de haberles recompensado en proporción a sus servicios; vendió sus muebles más ricos para consagrar el monto a diversas obras de caridad. Su fervor creciendo con los años, él se propone entrar en las santas órdenes; Vicente, a quien él se le abrió, no cree deber oponérsele. Para volverse más digno del sacerdocio, el comandante quería que los curas y los religiosos, que en Francia dependían de la orden de Malta, conocieran y llenaran mejor los deberes de su estado. En este propósito, después de ser concertado con Vicente, él se hizo dar por el gran maestro de Malta, comisión de visita, con poder de restablecer la disciplina. Los misioneros le acompañaron en esta jornada, y la volvieron doblemente beneficiosa. Mientras que el pueblo era instruido en las verdades de la Religión, los curas eran recogidos en toda la dignidad de sus ministerios, en conferencias a las que presidían el celo temperado por los más sabios consejos.
El piadoso caballero, animado por estos felices sucesos, y queriendo volverlos durables, establece un seminario en Paris en la casa del Templo, donde se debían recibir todos los que queriendo consagrarse a la religión, se penetraran de sus vocaciones, y se pusieran a hacer en las mismas curias, donde serían enviados, todo el bien que se debía esperar. Vicente hizo algunas giras al Templo; pero no se siguieron los consejos de su sabiduría; se
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quería todo hacerlo en un día, y no se hizo nada; el comandante reconoció demasiado tarde la falsa ruta en la que se había comprometido; él redobla la estima y el afecto para el instructor de las Misiones, funda el seminario de Annecy, y provee a la subsistencia de la casa de San Lázaro, que los malvados de los tiempos habían reducido al extremo. Vicente le rindió a su muerte todos los buenos oficios de un amigo y de un santo sacerdote. El gran maestro de Malta, Paul Lascaris le testimonia todo el reconocimiento de su orden en la carta siguiente, que le escribió el 7 de septiembre de 1636: “Señor, me han avisado que el venerable juez de Sillery le había escogido a usted para que le ayudara a hacer la visita de las iglesias y parroquias que dependen del gran priorato, en lo que usted ya ha comenzado a emplear sus cuidados y sus fatigas; lo que me convida a expresarle a usted, por estas líneas, mis afectuosos agradecimientos, y a pedirle la continuación, puesto que ella no tiene otro objeto que el avance de la gloria de Dios, y el honor y la reputación de esta orden. Yo suplico, de todo mi corazón, la bondad de Dios de querer recompensar el celo suyo y la caridad suya de sus gracias y bendición, y de darme el poder de testimoniarle cuanto yo me reconozco, suyo, etc.”
EL GRAN MAESTRO LASCARIS DE MALTA.
El recibió, al mismo tiempo, otra carta que no le fue tan agradable: ella era del famoso abad de San Cirán, íntimo amigo y ardiente defensor del Jansenismo, que tanto ha dividido los amigos de la Religión. Vicente, del que la adhesión a los errores nuevos había sido de un gran peso, les combatió al contrario con tanta firmeza como sabiduría: su primer ministerio era de difundir la verdad, y él debía reposar las opiniones que no tendieran a nada menos que a introducir el chisme en la Iglesia. Durante estas discusiones aflictivas, el curso de tantas buenas obras comenzadas no fue interrumpido. Vicente hizo este mismo año la visita de dos monasterios de religiosas de la Visitación, que el santo Francisco de Sales le había confiado la dirección; el orden, la paz, la verdadera piedad que él vio reinar en estas dos casas, una situada sobre la calle Saint‐Antoine, y la otra en la calle Saint‐Jacques, le consolaron un poco de las funestas divisiones de la Iglesia de Francia.
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CAPÍTULO XIII.
Seminario interno en San Lázaro.‐ Reglas sobre las que fue establecido.‐ Bromas y rasgos de espíritu de un misionero.‐ Misión de San Germán.‐ La
infancia de Luis XIV.
Los misioneros eran solicitados con insistencia por todas las provincias del reino; Vicente había sido obligado a enviarlos a Toul en La Lorena; la duquesa de Aiguillon los deseaba desde hacía largo tiempo para sus tierras; el cardenal de Richelieu, de quien los ruegos eran órdenes honorables, les quería para Richelieu, y para la diócesis de Luçon, donde él había sido obispo. Tantas solicitudes urgentes forzaron al instructor de la nueva congregación a renunciar al propósito que él tenía de no extenderlo; era necesario sondear a llenar los vacíos que tantas Misiones diferentes metían en sus filas, y él no encuentra mejor medio que el de formar un almácigo de jóvenes eclesiásticos que, después de haber probado y ejercido durante varios años, estuviesen en estado de perpetuar la obra de sus predecesores. Un seminario interno fue entonces establecido en San Lázaro. Para dirigirlo se necesitaba un hombre virtuoso, capaz, dulce sin flojeras, firme sin dureza, vigilante sin afectos, corrector sin ser agresor, poseyendo sobre todo el talento de bien conocer los espíritus y los caracteres. Vicente encuentra todas estas cualidades reunidas en la persona de Jean de la Salle, uno de los tres primeros sacerdotes que se le habían asociado para trabajar en las Misiones del campo. Él le encarga del cuidado de la preciosa milicia destinada a combatir un día por la salvación de los pueblos; no contento de los consejos salvíficos que le da, él quiso consultar la orden célebre, que pasaba desde entonces, a justo título, por la más hábil para educar la juventud. Uno de sus sacerdotes fue enviado por él al noviciado de los Jesuitas para que siguiera los ejercicios durante algún tiempo, y que informara el método y la conducción.
Vicente se hizo siempre una regla inviolable de jamás comprometer a nadie a entrar en su instituto; él prohibió siempre a los suyos de hacer prosélitos:
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“Dejemos actuar a Dios, Señores, decía en una conferencia; tengámonos humildemente en la espera de la dependencia de las órdenes de su providencia; por su misericordia, así lo hemos hecho hasta el presente, y no podemos decir que hay nada en ella que Dios no lo haya puesto, y que no hemos buscado ni hombres, ni bienes, ni establecimientos.” Su desinterés en este aspecto era tan conocido, que los religiosos de San Bruno28, y de otras comunidades, exigían de sus postulantes que pasasen algunos días en San Lázaro. Impedir a alguien entrar en una orden a la que él estaba llamado, le parecía un robo y casi un sacrificio: “Esto sería, decía él, tomar lo que Dios no nos ha dado; ir contra su voluntad santa, y atraer sobre nosotros su cólera y su indignación.” Él ponía sobre este punto la atención y aún el escrúpulo tan lejos que habiendo recibido un día una carta de uno de sus sacerdotes para hacerla llegar a un eclesiástico, que unía a la gran cantidad de virtudes una gran cantidad de talentos para las Misiones, y quien, en varias ocasiones, había testimoniado de la inclinación para este género de trabajo, no solamente él no se la envía, sino que él se queja a aquel que la había escrito, de que, contra la práctica constante de la congregación, él obligaba a alguien a entrar: “Es al Padre de familia, le dice, escoger los obreros; es a nosotros orarle al Señor que él envíe a su cosecha hombres capaces de hacer la recolecta, y por otra parte, a nosotros de esforzarnos de vivir tan bien, que, por nuestros ejemplos, les demos la atracción para trabajar con nosotros, si Dios les ha llamado a esto.”
En cuanto a quienes, teniendo una voluntad bien determinada, venían a rogarles que les admitiera en nombre de sus hijos, él no les recibía más que con la más grande reserva. Él les preguntaba si ellos se sentían suficientemente fuertes para decir un adiós eterno a sus padres, a sus amigos más queridos, en el caso de que fueran enviados a misiones lejanas. Las respuestas más positivas, que frecuentemente no cuestan nada a la juventud sin experiencia, no le eran suficientes. Él continuaba probándoles durante largo tiempo; les hacía examinar por sus sacerdotes más ancianos.
28 N.T. Fundada en 1084, la Orden de los Cartujos es actualmente una de las órdenes más antiguas de la Cristiandad. Internet.
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Durante el noviciado, que duraba dos años, él no imitaba a aquellos que no ofrecen más que flores a los neófitos, y no les descubren las espinas más que cuando ya no pueden arrancarlas. La regla de su seminario no tenía nada más allá de las fuerzas humanas; pero ella hacía sentir todo el peso de las obligaciones que se querían imponer: ahí no se prescribía ni cilicio, ni sayal, ni disciplina, ni otros ayunos que son observados por el común de los fieles; pero se exigía una gran separación del mundo, mucha humildad, recogimiento, vigilancia sobre sí mismo, velar por los otros y fidelidad a todos sus deberes.
“Es necesario, decía sobre este asunto el sabio instructor, es necesario que un hombre, que quiere vivir en comunidad, se atenga y se determine a vivir como un extranjero en la tierra; que olvide todo por Jesucristo; que cambie de costumbres, que reprima todas sus pasiones, que busque a Dios puramente, que se someta a alguien como el último de todos; que se persuada que él ha venido para servir y no para gobernar, para sufrir y no para llevar una vida cómoda, para trabajar y no para vivir en la ociosidad y la indolencia; él debe saber que uno ahí es probado como el oro en la fragua; que no se puede perseverar sino que humillándose ante Dios, y que el verdadero medio de estar contento en esto, es de no nutrirse más que del deseo y el pensamiento del martirio. Después de todo, ¡no hay nada de más razonable que consumirse por aquel que tan libremente dio su vida por nosotros! Si el Hijo de Dios nos ha amado hasta donar su alma por la nuestra, ¿por qué no estaremos nosotros en la misma disposición de hacer la misma cosa por él, si la ocasión se presenta? Se ven todos los días comerciantes que, por una ganancia mediocre, atraviesan los mares, y se exponen a una infinidad de peligros. ¿Tendremos nosotros menos valor que el que ellos tienen? ¿Las piedras preciosas que ellos van a buscar valen más que las almas que son objeto de nuestros cuidados, de nuestros trabajos y de nuestros cursos?”
Los primeros estudios eran aquellos de nuestros viejos colegas. Después se pasaba a la filosofía; el curso era terminado por la teología. Ahí no se tomaban los sentimientos de ninguna escuela. La gran regla era de no mirar
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jamás como verdadero lo que la Iglesia condenaba y de reprobar todo lo que ella prohibía. Se instruía a los novicios del dogma y de todas las partes de la moral que ellos debían anunciar a los pueblos; pero se les prohibía todos esos vanos conocimientos que desvían el espíritu más que lo iluminan, y excitan todas las tempestades de la vanidad. Nadie ha ido más lejos que Vicente en la prevención sobre este punto. Cuando él fue encargado de la dirección de los seminarios, él prohibió que alguno de los suyos leyera los cuadernos: él quería que, cuando ellos asistieran a las sesiones públicas de la Universidad, ellos se vieran siempre como los últimos. Sus historiadores nos han guardado un rasgo admirable de esta humildad que él practicaba tan bien, y que él quería siempre inspirar a los demás.
El misionero Jacques de Lafosse, el rival de Santeuil, que uno puede llamar el poeta lírico de la Iglesia de Francia y de todo el catolicismo, asistiendo un día a una tragedia representada en uno de nuestros más célebres colegios de París, decide tomar un lugar que no estaba destinado para él. El principal fue a decirle por un empleado de quedarse afuera. De Lafosse, que el aparato del espectáculo había puesto más brillante que de costumbre, le dice en bello latín, que el acomodador no entendió, que él se encontraba bien allí, y que él no juzgaba apropiado salir de ese lugar. Con este reporte, el principal le toma por un sacerdote escocés, y le envía un joven regente que le hizo en latín las explicaciones y excusas que él ya había expresado en francés. De Lafosse, que sabía el griego como Demóstenes, le respondió, en esta lengua, cosas muy políticas, pero que le expresaban el deseo que él tenía de no desalojar. El joven profesor, que no era tan maduro para saber tanto, le tomó por un solitario recién llegado del monte Líbano, y le designa así al principal. Este, fatigado de esta resistencia que contrariaba sus disposiciones, le envía al regente de retórica; pero Lafosse le habla hebreo. Fue entonces que un sabio de la reunión le reconoció, y le hizo pleitesía con toda la distinción debida a su mérito. Al entrar a San Lázaro, de Lafosse se apura en contarles a sus amigos, con todos los atributos de su espíritu, esta aventura que bastante le había divertido. Vicente fue informado; y, aunque él vio bien que había en el proceder de este joven sacerdote más derivados de la imaginación que del
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orgullo, él creyó deber llamarle la atención ligeramente. Después de haberle representado que el hombre verdaderamente modesto no busca ni los primeros lugares, ni hacer hablar de él en las asambleas, le da la orden de ir a pedir perdón al principal y a los regentes, a los que él les había respondido tan singularmente. Este sabio misionero, cuyos nacimiento y talentos jamás enorgullecieron, obedece sin réplica. Felizmente él tenía asuntos con gente que se conocían en méritos, y ¡él fue recibido con toda clase de cuidados!
Además de esta humildad profunda, Vicente poseía el raro talento de sostener, de animar a sus alumnos en los más grandes trabajos. Él no les prodigaba elogios, y sin embargo él sabía hacer nacer entre ellos la más grande emulación. Ellos estaban por otra parte íntimamente persuadidos del afecto que él tenía para ellos. Es sobre todo en las persecuciones, en las enfermedades, que este afecto se manifestaba. Él no se limitaba a dar las órdenes para su alivio; él vigilaba por su ejecución, y él no descansaba más que sobre sí mismo de los cuidados que demandaba la posición de ellos. Nada escapaba a esta disponibilidad. Él ha testimoniado más de una vez que él no dudaría en vender los vasos sagrados, si esto fuera necesario, para procurar a sus queridos enfermos lo que él les debía. Así, a la primera señal, sus misioneros volaban a los lugares que él les indicaba, en los países más bárbaro, en las provincias donde reinaban la peste y la muerte. A ellos les parecía que él siempre estaba entre ellos, en los combates como en la victoria.
El año 1638, que siguió al del establecimiento del seminario interno, ellos fueron a una misión a San Germán, donde Luis XIII estaba con toda su corte. Vicente hubiera querido de buena gana que ella fuera hecha por los demás, sus sacerdotes pareciéndole poco apropiados para evangelizar a los grandes del siglo, que buscan sobre todo oradores brillantes, y quieren que se hable al espíritu; pero el Rey había pedido los misioneros de San Lázaro, y había que obedecer. Los comienzos fueron terribles; se quejaban altamente de la pretendida severidad de los predicadores que atacaban los desórdenes bastante comunes; pero la sabiduría y la firmeza apaciguaron esta ligera tempestad; las damas, que habían lanzado los más altos gritos, fueron las
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primeras en entrar en las vías de la salvación que les fueron abiertas. El entrenamiento fue tal que ellas quisieron ser asociadas a la cofradía de la Caridad, sirvieron a los pobres cada una a su turno, y formaron cuatro compañías para hacer colectas, cuyo producto sirvió a las obras de beneficencia. El Rey fue tocado por este feliz cambio, y él tuvo la bondad de decirle a uno de los misioneros: “Que estaba muy satisfecho de todos los ejercicios de la misión; que era así que había que trabajar, y que él rendiría este testimonio por todas partes.” El cardenal de Richelieu, todo infatigable que él era, encuentra que el trabajo de los misioneros estaba más allá de las fuerzas humanas; él ordena a Vicente de darles cada semana, un día de vacaciones, y es por la atención de este ministro, quien había seguido exactamente todos los ejercicios, que ellos deben todavía hoy ese día de reposo.
El 5 de septiembre de este año, Luis XIV, nació en San Germán. La reina, en reconocimiento de un don esperado tan largo tiempo, hizo grandes y piadosas liberalidades. La veneración que ella tenía por Vicente no le permitía olvidar la casa de San Lázaro; ella hizo presente en la sacristía, que era muy pobre, un ornamento de tela de plata. Se creyó que había llegado a propósito de las fiestas de Navidad, las que Vicente debía oficiar solemnemente; pero su virtud favorita, la humildad no le permitía llevar ornamentos tan ricos; él pide de los comunes; y, algunas razones que se le alegan, no pueden vencer su repugnancia29.
Tres años después de la primera misión de San Germán, la reina Ana de Austria quería tener una segunda en la misma ciudad: toda la corte la disfruta. El joven delfín llegó varias veces. Su augusta madre desea que le hagan la pequeña catequesis, y fue un joven misionero quien estuvo a cargo de este glorioso empleo.
29 N.T. La palabra “répugnance” aparece en el original y así se tradujo; sin embargo, sonaría mejor decir “rechazo”.
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CAPÍTULO XIV.
Vicente socorre La Lorena30, arrasada por la guerra, la peste y la hambruna.
La caridad de Vicente, vuelta más fecunda por sus propias buenas obras, ya no se va a limitar al alivio de un hospicio o de los pobres de un pueblo. Como el río de Egipto31, que lleva en todo su curso la esperanza y la fertilidad, ella se va a diseminar no solamente en el reino, sino en las provincias extranjeras. La Lorena y el ducado de Bar fueron los primeros campos abiertos a las aguas salvíficas de este río reparador. Estas dos provincias eran después de largo tiempo el teatro de una guerra desastrosa. No pudiendo ser defendidas por el duque Carlos IV, que ahí era soberano, ellas estaban turno a turno devastadas por los imperiales, los franceses, los españoles, los suecos y los mismos de Lorena. El duque de Weymar, a la cabeza de las tropas del rey de Suecia, después de la muerte de Gustavo Adolfo, se distinguía por su ferocidad. El pillaje, el incendio, todos los géneros de profanaciones seguían sus pasos. Más seguridad para los monasterios, más viajeros en los caminos, más tropas en los campos, más obreros en los campos. Las ciudades, los barrios, los pueblos estaban desiertos, o incendiados. Los habitantes, que habían podido escapar de las manos sangrantes de los soldados, estaban expuestos a todos los horrores del hambre: extenuados y moribundos, se consideraban dichosos cuando podían comer en paz la hierba y las raíces del campo.
Las ciudades en que el Rey de Francia se había amparado o que estaban ya bajo su dominio, como Nancy, Bar‐le‐Duc, Toul, Verdun, Pont‐à‐Mousson, Metz y otras, fueron menos desdichadas durante algún tiempo; pero ellas 30 N.T. Lorraine. 31 N.T. Seguramente hace referencia al río Nilo. El Nilo es uno de los ríos más grandes del mundo y quizás el más importante en lo referido al nacimiento de civilizaciones. Su cauce transcurre a lo largo de siete naciones llegando a recorrer los 6.700 km. hasta su desembocadura en el mar Mediterráneo. http://egipto.com/el_nilo/
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tuvieron al final el destino del resto de la provincia. Una tan vasta y tan deplorable calamidad demandaba prontos e inmensos socorros, que parecían imposible de obtener; cinco armadas, que Francia mantenía entonces, consumían todos los recursos del Estado y de la bondad pública: se estaba espantado del presente, se temblaba aún más por el futuro. Es en esta aplastante disposición de espíritus, que Vicente, elevándose sobre todos sus contemporáneos, se sitúa, por así decirlo, entre los vivos y los muertos, y enarbola el estandarte sagrado de la caridad, en un país donde aquel de la guerra y de todos las plagas estaba solo desplegado desde hace largo tiempo.
El revive, por el fuego de sus discursos, el espíritu de la humanidad que estaba generalmente apagado; sus miradas, sus esperanzas se volvieron en primer lugar hacia las piadosas damas de la asamblea que él había formado para el alivio de los hospicios de París; él se dirige a la duquesa de Aiguillon, que respondió tanto más generosamente a este llamado, ya que la guerra, que producía tantas calamidades, no era ajena a la política de su tío. Él había recorrido a la Reina, aunque ella no tenía lugar de estar satisfecha de La Lorena. No contento de solicitar por sus sacerdotes en favor de estas desgraciadas provincias, él mismo vino a socorrerlas imponiendo nuevas privaciones a su comunidad.
Durante el sitio de Corbie, él había restringido a los suyos, en favor de los soldados que marchaban para liberar esta plaza, de una pequeña entrada de mesa que se había dado hasta ahora; pero a la época los flagelos de La Lorena, él redujo su comunidad al pan seco. “He aquí, les decía a sus sacerdotes, el tiempo de la penitencia; ya que Dios aflige sus pueblos, es para nosotros, que somos sus ministros, una obligación de estar al pie de los altares para llorar sus pecados; pero es necesario que nosotros hagamos algo más, y nosotros debemos sacrificar en alivio de ellos una parte de nuestro alimento diario.” A la voz de tal padre, los hijos se alimentan con gozo del pan de los pobres.
Sin embargo, sus oraciones y su ejemplo habiendo producido el efecto que él esperaba, él se vio poco a poco en estado de salvar la vida y el honor a los
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habitantes de veinticinco ciudades, y un número infinito de pueblos y caseríos que estaban en acecho. Enfermos acostados en las plazas públicas fueron aliviados; él hizo distribuir vestidos, no solamente a la clase indigente, sino a una gran cantidad de jóvenes de condición, a los monasterios de dos sexos que habían hasta entonces inútilmente expuesto a toda Europa su aflicción y su desesperación. El orden más perfecto presidió a todas sus distribuciones; doce de sus misioneros, llenos de inteligencia y de celo, a los que él agregó algunos hermanos de la congregación que sabían de medicina y cirugía, fueron enviados a las diversas partes de La Lorena; él les proveyó de un largo y sabio reglamento, por medio del cual ellos podían hacer todo el bien que se les encargaba, sin herir ni a los obispos, ni a los gobernadores, ni los magistrados. Él les prescribió consultar a los curas, y cuando no los hubiera, lo que ocurría con frecuencia, las personas más respetables, a fin de evitar toda sorpresa, y de proporcionar los auxilios a las necesidades.
Aunque las damas de su asamblea se reportasen únicamente a él, y que ellas le dejasen entera libertad de disponer de las sumas considerables que ellas depositaban en sus manos, él no hizo jamás nada sin consultarles; a menudo hasta quería tomar las órdenes de la Reina, a fin de seguir en todo la intención de los benefactores, y de evitar toda sospecha de preferencia y de parcialidad. Con esta conducta él obtiene la rara ventaja de contentar todo el mundo, y sobre todo los pobres, clase a menudo intratable, siempre dispuesta a los rumores y a las quejas, menos ocupada del bien que se le hace que del bien que ella se imagina que se le podría hacer. Las limosnas atraídas por la confianza llegaron de todas partes en abundancia; el impulso dado por Vicente fue tan poderoso que, durante cerca de veinte años, él dispone por así decir de la fortuna de las más ricas familias de París, y que sus piadosas generosidades le permitieron igualmente ejecutar buenas obras cuya extensión y éxito parecieron increíbles a la posteridad.
La ciudad de Toul fue la primera socorrida; los misioneros que, como ya lo hemos dicho, ahí estaban establecidos, dirigieron este mismo año a Vicente un testimonio auténtico de sus conductas y de sus trabajos, que rindió el doctor Jean Midot, vicario general durante la vacante de la silla episcopal,
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hombre de una alta capacidad y de una virtud antigua. “Él se complacía en certificar que sus sacerdotes continuaban, desde hace aproximadamente dos años, con mucha edificación y de caridad, en aliviar, vestir, alimentar y medicamentar los pobres, en primer lugar los enfermos, de los que ellos tienen retirados sesenta en sus casas, y una centena que están alojados en los suburbios; en segundo lugar, cantidad de otros pobres vergonzantes reducidos a una gran extremidad y refugiados en esta ciudad, a los que ellos les hacen limosnas; y en tercer lugar, varios pobres soldados, volviendo de las armadas del Rey, heridos y enfermos, que se retiran así en la casa de dichos sacerdotes de la Misión, y en el hospital de la Caridad, donde ellos les hacen alimentar y tratar, de cuyas acciones caritativas las gentes de bien quedan grandemente edificadas.”
Las religiosas dominicas de dos casas de Toul le dieron a conocer también a Vicente todo lo que sus misioneros habían hecho para dos regimientos franceses que, cerca de Gondreville, habían sido horriblemente maltratados por las tropas del famoso Jean de Wert. “Nosotras podemos decir, continuaban estas damas, y lo decimos, con toda la diócesis de Toul: Bendito sea Dios que nos ha enviado estos ángeles de paz en un tiempo tan calamitoso, para el bien de esta ciudad y el consuelo de su pueblo, y para nosotras en particular a quienes ellos han hecho y lo hacen todavía todos los días caridades de sus bienes, donándonos trigo, madera, frutas, subvencionando así nuestra gran necesidad.”
Vicente había en principio prohibido a sus sacerdotes solicitar a los magistrados de las ciudades que ellos socorrían certificados de sus trabajos. “Él les decía que bastaba que Dios conociera sus buenas obras, y que los pobres fuesen aliviados sin querer con ello producir otros testimonios.” Pero enseguida, para prevenir los rumores y la sombra de la sospecha, él cambia de parecer sobre este asunto. También los monumentos de su caridad no faltan, y Dios ha sabido publicar lo que su servidor quería enterrar en las tinieblas.
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Otros misioneros habían llegado a Metz y a Verdun; de todas las ciudades de La Lorena, Metz era la más afligida, la concurrencia de pobres que la asediaban, por así decirlo, afuera y adentro, era inmensa y espantosa; era como una armada de desgraciados de toda edad y de todo sexo, que subía algunas veces hasta a cuatro o cinco mil personas; todas las mañanas allí se encontraban diez o doce muertos, sin contar aquellos que, sorpresa aparte, eran devorados por las bestias feroces: porque los lobos furiosos eran todavía una de las plagas con que Dios golpeó este pueblo infortunado; ellos atacaban en pleno día las mujeres y los niños; los pueblos y caseríos estaban infestados de ellos. Las comunidades religiosas estaban por romper sus cercas, las más fuertes murallas no eran más que débiles muros de contención contra la licencia de los soldados enemigos.
El parlamento de Metz, al que la hambruna y las incursiones daban alarmas continuas, había sido obligado a retirarse en Toul. Para detener el curso de tantos males, sería necesario a esta ciudad un obispo de los primeros siglos; pero ella estaba bien lejos de tener entonces un Flavien o un Ambrosio. Vicente fue de alguna manera el primer pastor de este rebaño abandonado; sus misioneros se dedicaron al alivio de tantos desgraciados, y Metz comienza a respirar. Los señores concejales y los trece de la ciudad fueron vivamente tocados por un socorro que venía tan a propósito; como ellos temieron que él no podía ser continuado, escribieron a Vicente la carta siguiente, datada del mes de octubre de 1640.
“Señor, le decían, usted nos ha estrechamente comprometido al subvencionarnos, como usted lo ha hecho, en la indigencia y en la necesidad extrema de nuestros pobres mendigos, vergonzantes y enfermos, y particularmente de los pobres monasterios de las religiosas de esta ciudad, que nosotros seríamos ingratos, si nos demoráramos más tiempo sin testimoniarle a usted el reconocimiento que tenemos sobre esto, pudiendo asegurarle que las ofrendas que usted nos ha enviado por esto, no podían ser mejor distribuidos, ni empleados que hacia los pobres que están aquí en gran número, y notablemente en lo que concierne a las religiosas, que son destituidas de todo socorro humano; unas no gozando
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más de sus pequeños ingresos desde la guerra, y otras no recibiendo más nada de las personas acomodadas de esta ciudad que les hacían la limosna, porque los medios les han escaseado, lo que nos obliga de suplicar a usted, como lo hacemos muy humildemente, Señor, de querer continuar, tanto hacia dichos pobres como hacia los monasterios de esta ciudad, las mismas subvenciones que usted ha hecho hasta ahora. Es un asunto de gran mérito para aquellos que hacen tan buena obra, y para usted, Señor, que tiene su conducción, que administra con tanta prudencia y dirección, en lo que usted adquirirá un gran lugar en el cielo, etc.”
La ciudad de Verdun estaba todavía abandonada de su obispo, lo que había desagradado a la corte de Francia; aunque la miseria ahí fue menos grande que en Metz, porque la concurrencia de los desgraciados de los países vecinos ahí era menos considerable, esta ciudad tenía sin embargo gran necesidad de los socorros que Vicente le envía. Sus sacerdotes radican ahí al menos tres años dando cada día pan a quinientos o seiscientos pobres, sopa y carne a sesenta enfermos, distribuyendo en secreto dinero a los pobres vergonzantes y a los viajeros: los auxilios religiosos acompañaban las limosnas y los hacía más dulces y más beneficiosas. Uno de sus sacerdotes escribió a Vicente que sus hermanos y él no se cansaban de admirar la paciencia de los enfermos y su sumisión a las órdenes de la Providencia: “¡Oh Señor! Le decía, ¡qué cantidad de almas van al cielo por la pobreza! Desde que estoy en La Lorena yo he asistido más de mil pobres en la muerte, que parecían todos estar perfectamente dispuestos a ella: he aquí los intercesores por aquellos que les han hecho bien.”
En Nancy, misma escasez y mismo socorro. Quinientos pobres fueron alimentados todos los días por los misioneros. Los trabajos del campo habiendo terminado, era necesario aliviar los obreros sanos, como aquellos que estaban enfermos. Cada día, se reunía a los primeros para distribuirles víveres, y se les hacía instrucciones impactantes, en medio de los muertos y los moribundos. El hospital de Saint‐Julien faltaba de ropa y de dinero; los misioneros los suministraron. Ellos reciben en su casa los enfermos que no podían encontrar lugar en este hospital; ellos mismos vendaban sus heridas.
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Habiendo sabido que había en la ciudad una gran cantidad de pobres madres de familia, cuyos niños de pecho iban a perecer, ellos tomaron un cuidado particular, fueron a distribuirles dinero y harina, y salvaron así a las madres y a los hijos. Además de las curas que hicieron ellos mismos en los hospitales, ellos contribuyeron en el pago de los médicos y de los cirujanos, en que ellos eran los auxiliares. Para multiplicar los dones por una sabia economía, ellos velaban a que la ropa que había servido a los enfermos fuera blanqueada y reacomodada con cuidado; se hacían gasas de la que ya no servía más. Estos detalles podrán herir una falsa delicadeza; pero la historia los ha consagrado, y no se nos perdonará de no volverlas a trazar en su simpleza.
Vicente habría querido aliviar a la vez todas las partes de La Lorena; pero los primeros socorros se elevaron tan alto, y los recursos de las damas de su asamblea estaban tan agotados, que no fue sino a fines del año 1639, que él pudo enviar sus sacerdotes a Bar‐le‐Duc, y, algunos meses después, a Saint‐Mihiel y a Pont‐à‐Mousson. Aquellos que llegaron a Bar fueron recibidos con la más cordial hospitalidad por los jesuitas, que les alojaron en su casa para mejor secundarlos. Ellos encontraron en esta ciudad ochocientos pobres, habitantes o extranjeros. Estos últimos estaban, durante los rigores del invierno, acostados sobre el pavimento, en los cruces de caminos, delante de las puertas de las iglesias y de las casas de los ricos, que no se abrían para ellos. Era allá que, excedidos de miseria y de enfermedad, consumidos por el frío y el hambre, ellos esperaban y recibían la muerte, que ellos llamaban con todas sus voces. Se les dona, como por todas partes en otros lugares, alimentos, ropa; y, en pocos días, doscientos sesenta, que estaban reducidos a una desnudez espantosa, pudieron resistir a las intemperies de la estación.
El hospital obtiene ayudas, y pudo recibir un mayor número de enfermos. Un gasto que costó más, fue aquel que fue obligado hacer para asistir a los viajeros extranjeros, quienes, no encontrando más recursos en el campo, que ellos no podían cultivar, ni en las ciudades, cuya entrada era frecuentemente prohibida, se retiraron en masa a Francia. Los misioneros de Toul y de Nancy les dirigieron a aquellos de Bar‐le‐Duc, que les alimentaron durante su estadía en esta ciudad, y les dieron dinero para continuar su ruta. Además de
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los cuidados hospitalarios, ellos curaban todos los días más de veinte personas infectadas de una sarna espesa y corrosiva, cuyo solo aspecto repulsaba todo el mundo. Esta enfermedad era en ese entonces como endémica en La Lorena. Los misioneros la extirparon por un remedio soberano, que ellos descubrieron. No habiendo rendido más que este solo servicio a este desdichado país, bastaría para proclamarlos para siempre los benefactores.
Uno de los misioneros de Bar, Germain de Montevit, sucumbe a tanto trabajo. Él fue elevado, a la edad de veintiocho años, por una fiebre maligna que él había contraído en los hospitales. Seiscientos pobres, que él había alimentado y vestido, siguieron en llanto su entierro. Su muerte causó un duelo general. Sin embargo, se buscaría en vano en la iglesia de Bar, donde fue inhumado este mártir de la caridad, no un monumento fastuoso, sino una simple inscripción que recordara su memoria a la posteridad. Mientras que nuestros cementerios, sobre todo aquellos de la capital, están encumbrados de mausoleos, hasta de templos profanos, levantados en honor de gran cantidad de muertos que no han hecho más que pesar sobre la tierra, la tumba del consolador, de la generosa víctima del desgraciado no tiene siquiera una piedra sobre la que el hombre religioso y sensible pudiera llorar y orar. De Montevit fue llorado por Vicente: sus lágrimas valen más para su memoria que el más soberbio mausoleo.
La ciudad de Pont‐à‐Mousson no había sido todavía visitada y aliviada por los misioneros. No fue sino que por el mes de mayo de 1649 que ellos llegaron para librarla de la hambruna. Vicente era para entonces visto en toda La Lorena como otro José salvando Egipto de esta horrible plaga.
En Pont‐à‐Mousson, los misioneros encontraron quinientos pobres en el estado más deplorable, y tan extenuados que no tenían la fuerza de tomar el alimento que se les aportaba; muchos murieron mientras comían. Los cuatro curas dieron a sus libertadores y a aquellos de sus rebaños, una lista exacta de sus ovejas, en que las necesidades eran las más urgentes: todas fueron socorridas sin excepción; fueron suministrados útiles a los hombres que
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podían ir a trabajar en los bosques. Un buen cura se ofreció a alimentar estos desdichados con el dinero que los misioneros ponían en sus manos. Este sacerdote, tan humano como valiente, penetra en estos espantosos aposentos, donde el hambre estaba tan fuertemente rabiosa, que un niño, habiéndose aproximado a algunos jóvenes, fue devorado por ellos. Un acta, redactada por la autoridad, confirma este hecho digno de la historia de los Caníbales.
Una misión vino a unir los dones del cielo a los de la tierra. Como una gran cantidad de parroquias no tenían pastor, y que los niños morían sin haber recibido el bautismo, Vicente agregó a sus discípulos dos sacerdotes extranjeros, a quienes les asigna un tratamiento conveniente. Ellos fueron encargados por él de recorrer la diócesis de Toul, para bautizar a todos los que no lo habían sido, y enseñar a las personas más respetables de cada cantón a administrar este sacramento. Tantos y tan importantes servicios rindieron el nombre de Vicente tan querido a La Lorena que él resonaba por todas partes, colmado de bendiciones, como aquel de una divinidad tutelar. Los curas, los magistrados, el pueblo le testimonian sus reconocimientos, conjurándole de no abandonarles.
Como la única esperanza de La Lorena estaba en Vicente, y que él no podía siempre hacer llegar en el tiempo exacto las ayudas tan multiplicadas, dos o tres días de atrasos eran suficientes para llevar la consternación. Él hubiera querido hacerse presente él mismo en La Lorena; pero, retenido en París por los deberes y trabajos siempre renacientes, él les envía uno de los más viejos sacerdotes de su compañía, para visitar los misioneros en sus circunscripciones respectivas, con la orden de rendirle una cuenta exacta del empleo de las limosnas, de su distribución, y de la manera en que se hacían las instrucciones al pueblo.
Llegado a S. Mihiel, este inspector interesa todavía más a Vicente en favor de los habitantes de esta ciudad; él le informa que la nobleza sufría más aún que el pueblo, porque ella no quería que se entreviera aún su desesperación; que no moría un caballo, de alguna enfermedad que fuera, cuando
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inmediatamente se le comía; que una viuda que no tenía nada para ella y sus tres hijos, estaba en el punto de comer una culebra, cuando un misionero había acudido para apaciguar el hambre que le devoraba; que los sacerdotes del país estaban tan desprovistos de medios de subsistencia que un cura del vecindario había sido reducido, para ganar su vida, a amarrarse a una carreta con sus parroquianos. “No hace falta más, decía él, ir donde los Turcos para ver los sacerdotes condenados a labrar la tierra; ellos se condenan a sí mismos en nuestras puertas, o mejor dicho ellos son obligados a hacerlo por la necesidad.” El agregaba que él no podía concebir como sus colegas habían podido, con tan poco dinero que recibían de París, repartir tantas limosnas; que él había reconocido el milagro de la multiplicación de los panes en los otros cantones que él había recorrido; que los misioneros sabían sufrir el hambre como aquellos con quienes vivían; que varios habían caído enfermos, faltos de alimentos; que ellos eran universalmente respetados y queridos; que el pueblo de Saint‐Mihiel era dócil y piadoso; que soportaba sus males con paciencia; que, en su extrema pobreza, estaba tan ávido de auxilios espirituales que, aunque la ciudad es pequeña y las casas de los ricos desiertas, se encontraban en las catequesis más de dos mil personas para tener el consuelo de escuchar su misionero.
Cualquiera que fuera el reconocimiento de los habitantes de La Lorena para Vicente, él no podía ser proporcional a los beneficios que recibieron de él: noche y día él se ocupaba de sus miserias; él creía oír sin cesar los gritos de su desesperación. Las órdenes religiosas de esta desdichada provincia fueron salvadas por él como el pueblo: además de los socorros de todo género que él les hizo llegar, él consiguió en su favor un decreto del consejo de estado del Rey que les exonera de los impuestos que se querían levantar sobre ellos; pero él no quiso que sus sacerdotes establecidos en Toul gozaran de este exención, y esto por esta máxima: “que, si los misioneros son fieles a sus deberes de su vocación, no les faltará nada, y que, si ellos no lo son, ellos no tendrán demasiado.”
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CAPÍTULO XV.
Vicente alivia los habitantes de Lorena y los Ingleses refugiados en París.‐ Él se lanza a los pies del cardenal de Richelieu para pedirle la paz.‐ Evaluación
de los socorros enviados a La Lorena.‐ Coraje y habilidad del hermano Mateo.
No fue solamente en su propio país, que Vicente vino al socorro de los habitantes de La Lorena; hubo una gran cantidad de ellos que probaron en París todos los efectos de su disponibilidad paternal. Sobre el reporte que le habían hecho sus sacerdotes, que muchas jóvenes, aún de primeras condiciones, encontrándose sin padres y sin recursos, estaban expuestas a la brutalidad de los soldados, él había hecho decidir, en la asamblea de las damas del Hotel de Dios, que se haría venir a París aquellas que quisieran hacerlo, y que se tomarían las medidas necesarias para hacerlas subsistir. Al momento de la partida se presentan más que lo que se había creído; pero se escogen aquellas cuya situación era la más desgraciada: ciento sesenta llegan a París, sin contar un número de jovencitos que perecían de necesidad. Vicente comparte con la señora Legras el cuidado de esta doble e interesante colonia; la piadosa viuda recibe en su casa las jóvenes huérfanas, que fueron colocadas sucesivamente, según su condición, en las mejores casas de París. Los jóvenes entraron a San Lázaro, donde estuvieron hasta que se les pudo dar un estado. La emigración de La Lorena en Francia dura varios años, y fue tan considerable que, según su moderno historiador, el sabio don Calmet, un siglo entero no le bastó para reponer sus pérdidas.
Muchos de estos pobres refugiados arribaron directamente a San Lázaro; otros esperaban en los alrededores de París, la dirección que Vicente les iba a dar, y los socorros que él les destinaba. Todos se empeñaban de ver al hombre que había salvado su país; y, después de haberlo visto y escuchado, ellos le encontraron todavía más grande que su reputación. El les reunió a
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todos sucesivamente en una misión que él hizo para ellos en el pueblo de la Chapelle, en la puerta de París; las damas de la Caridad asistieron. En una de sus misiones, un hombre cuyo nombre merece retenerlo en la posteridad, el Sr. Drouart, inspirado por Vicente, hizo un llamado tan patético a la caridad pública, que él revive la llama que se iba a extinguir; se pudo dar pan, al menos por un tiempo, a hombres que habían venido a buscarlo de tan lejos. Una comunidad de religiosas, en número de catorce, habiendo venido igualmente a buscar refugio en Francia, Vicente le abre un convento, que fue fundado para su orden.
No obstante la horrible guerra en que La Lorena era el teatro, continuaba su devastación; el duque Carlos IV, más ávido de sedes y de batallas que del reposo de sus pueblos, no hacía nada para poner fin a esta calamidad. La nobleza, a ejemplo del pueblo, se refugió en Francia, llevando lo que ella tenía de más precioso; pero sus recursos precarios fueron pronto agotados, y las necesidades la asediaron por todos lados: su situación se convirtió tanto más deplorable ya que ella no osaba hacerla conocer. En este extremo, un joven caballero francés que había penetrado este secreto de una noble arrogante, le confía a Vicente, y le propone ocuparse con él de los medios de aliviar estos nuevos infortunados. Cualquier otro menos Vicente quien, después de varios años, metía la contribución para los habitantes de La Lorena, sus amigos, y su casa de San Lázaro, hubiera descartado esta propuesta; pero él la acepta, no solamente con alegría, sino con reconocimiento. “!Oh Señor! Le dice, a su intercesor, ¡oh Señor! ¡Qué placer me da usted! Sí, agrega con una simpleza evangélica, es justo de asistir y de aliviar esta pobre nobleza para honrar nuestro Señor que fue muy noble y muy pobre todo junto.”
Todo atraso hubiera sido mortal; así Vicente tomó al instante tres resoluciones importantes; la primera, de no tocar las ayudas que debían ser enviadas incesantemente a La Lorena; la segunda, de no poner esta nueva carga sobre la cuenta de las damas de su asamblea, que tenían necesidad de toda la constancia de su caridad para continuar aquellas que ellas habían felizmente comenzado; la tercera, de formar una asociación de señores que,
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llenos de fe y de humanidad, se hicieran un deber de rendir a las gentes de su condición todos los servicios que ellos hubieran querido recibir de ellos en una semejante coyuntura. El reúne ocho caballeros verdaderamente dignos de su nombre, a la cabeza de quienes estaba el barón de Renty, nacido en el castillo de Bény en la diócesis de Bayeux: él les habla con esa elocuencia del corazón que era natural en él, y ellos fueron al instante animados de su espíritu. Fue decidido, de una voz unánime, que se fuera al socorro de esta nobleza infeliz; que se tomara la lista de las personas de cada familia para proporcionarles los socorros según la cantidad y la condición de aquellos que les componían. El barón de Renty fue encargado de este primer trabajo; sobre su trabajo y a su ejemplo, sus colegas contribuyeron, y suministraron lo que era necesario para las necesidades de un mes. Al final de este tiempo, ellos se reunieron en San Lázaro, y proveyeron al servicio del mes siguiente. Vicente supo muy bien, de mes en mes, mantener su celo, que los socorros duraron más de veinte años. Esta asociación hospitalaria fue una de las formadas por Vicente, que le suministraron la mayoría de los medios para llenar su piadoso ministerio; ella socorrió, durante ocho años, la nobleza de La Lorena, con los cuidados afectuosos y todas las atenciones delicadas de la urbanidad francesa. Cuando los disturbios de ese desgraciado país fueron un poco apaciguados, estos nobles refugiados volvieron a su patria, y se suministró a todos los gastos de viaje; aquellos que la pérdida total de sus bienes les retuvo más largo tiempo en Francia, fueron siempre tratados con el respeto y el interés que inspiran los grandes infortunios.
Esta conducta de Vicente y de los caballeros franceses fue tanto más generosa y más sorprendente puesto que, al mismo tiempo, se debía venir al socorro de los católicos de Inglaterra. Ya Cromwell había levantado el estandarte de la revuelta y parado la horca en que debía perecer Carlos 1º. Los católicos teniendo todo a temer de este fanático usurpador, muchos caballeros de Inglaterra y de Escocia se refugiaron en Francia. El barón de Renty, que descubrió el primero sus retiros y sus infortunios, informa a Vicente de la buena obra que se presentaba, como de un feliz descubrimiento; fue resuelto que se haría por estos nuevos refugiados lo que
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se había hecho por aquellos de La Lorena. Socorros en dinero fueron asegurados; El Sr. De Renty se los llevaba todos los meses, solo él por lo ordinario, a pie y en los barrios más alejados. La muerte sola interrumpió, a la edad de treinta y siete años, estos prodigios de beneficencia; pero un siglo y medio después, sus hijos y sus nietos, así como aquellos de sus nobles colegas, han vuelto a encontrar y recoger la herencia de Vicente en su largo exilio en Inglaterra. Uno de estos caballeros decía de él, “que él era siempre el primero en dar, que él abría su corazón y su bolsa; de suerte que, cuando faltaba alguna cosa, él la suministraba toda de la suya, y se privaba de lo necesario para acabar el bien comenzado.” Dos ejemplos confirman este testimonio.
Un día que faltaban trescientas libras para completar la suma que se distribuía cada mes a los Ingleses refugiados, Vicente se apresura a darlos, y era la suma de una limosna que se le había dado a él mismo, para comprar otro caballo, el suyo estando tan viejo y tan mal que se había desplomado varias veces debajo de él.
Otra vez y en una coyuntura semejante, se tenía necesidad de veinte pistolas; Vicente llama al procurador de su casa, y, dándole la brecha, le pide lo que había de dinero; yo no tengo, le respondió éste, más que esto que me es absolutamente necesario para alimentar mañana la comunidad que, como usted sabe, es hoy muy numerosa.‐ ¿Pero cuánto tiene usted? Cincuenta escudos, y en toda la casa usted no encontraría un óbolo de más.‐ En el nombre de Dios, déjeme buscarlos. El procurador fue obligado a aportar la suma, y Vicente prefiere mejor dejar su casa sin dinero que abandonar uno solo de estos extranjeros. Felizmente para la comunidad, que señores de la asamblea, que habían oído este coloquio a voz baja, fueron tan tocados por este acto de altruismo, que al día siguiente ellos enviaron como limosna, a la casa de San Lázaro, un saco de mil francos32.
32 N.T. En las unidades monetarias de esa época se encuentra que Un escudo era igual a 3 libras, y 1 franco era igual a 1 libras. En otras palabras, las 150 libras se convirtieron en 1000 libras por la acción de misericordia de Vicente.
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El hombre que veía tan de cerca las calamidades de las cuales eran afligidos sus semejantes, no se podía evitar de meditar sobre las causas que las producían y sobre los medios de parar su fuente. Penetrante por el pensamiento en el consejo de los reyes, él vio toda la influencia que Richelieu ejercía sobre los poderes beligerantes que ensangrentaban La Lorena; él creyó que él solo podía llevar la paz a Europa, y que él debía desearla tanto por política como por humanidad. De acuerdo con esta inspiración de su bella alma, él se presenta un día ante este ministro, le expone, en términos respetuosos y prudentes, los males de Francia, y, lanzándose a sus pies: “Monseñor, le dice, ¡Denos la paz! ¡Tenga piedad de nosotros! !Dele la paz a Francia!” Este ministro absoluto, que no habría perdonado puede ser al rey su maestro este grito de desesperación de los pueblos, Richelieu en nada se ofende de las lágrimas de Vicente. Él parecía tocado por el cuadro desgarrador que el virtuoso sacerdote había puesto bajo sus ojos. Él le dice con bondad que él trabajaba seriamente en la pacificación de Europa, pero que ella no dependía de él solo.
El apóstol de la humanidad se encarga de una comisión aún más delicada ante el mismo ministro, en el tiempo que Cromwell estaba en el punto de ejecutar el horrible regicidio. Él le expone, con la misma libertad, que Irlanda sufría mucho; que sería glorioso para él ir al socorro de un pueblo que no era perseguido más que por su adhesión a la religión de sus padres; que el papa le secundaría, y que él le ofrecía un socorro de 300,000 francos. Richelieu le respondió que Luis XIII tenía demasiados asuntos para portar sus armas en Inglaterra; que los 100,000 escudos del papa no eran nada; que una armada era una gran maquinaria que no se removía fácilmente; que millones no serían suficientes. Vicente fue más afligido que sorprendido de esta respuesta. Si él no tuvo éxito, él tuvo al menos el consuelo de haber hecho lo que dependía de él para detener el curso de tantos males. El prueba en estas dos ocasiones la verdad de este proverbio de Salomón: Aquel que camina simplemente camina con seguridad33. Irlanda fue abandonada a la tiranía de 33 N.T. El que camina en integridad anda confiado, pero el que pervierte sus caminos sufrirá quebranto. Prov. 10.9
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Cromwell; pero los españoles, que creían perder Francia, perdieron Portugal para siempre, por una revolución en la que Richelieu no fue ajeno.
La Lorena comenzando a respirar, Vicente hace regresar a sus misioneros; pero él continúa durante cinco años repartiendo ayudas, en las que participaron las provincias vecinas. Las ciudades de Dieuse, de Marsal, de Moyen‐Vic, de Remiremont, de Espinal, de Mirecourt, de Châtel‐sur‐Moselle, de Stenay, de Rembervilliers, fueron aliviadas en su tristeza.
Las comunidades religiosas de todas estas ciudades no fueron olvidadas. Se les distribuyó, por trimestre, hasta 500 a 600 libras, según su cantidad y su pobreza, sin contar una gran cantidad de piezas de tela para sus vestidos. No se les pedía más que un recibo, que ellas daban al misionero que Vicente les enviaba. Estos socorros duraban todavía cuando, por las órdenes de la Reina y bajo la dirección de Vicente, otro sacerdote lleva sumas más considerables en varias ciudades del Artois y de países vecinos, donde la armada del Rey estaba amparada. Arras, Bapaume, Hédin, Landrecies, Gravelines reciben este enviado y sus dones. Él iba de parroquia en parroquia y de familia en familia, siempre acompañado de los curas y de otros eclesiásticos, que se encontraban dichosos de ver así aliviar sus rebaños desolados. Es difícil de hacer un cálculo exacto de todas las sumas que Vicente repartió en La Lorena y el Barrois; aquel que les lleva sucesivamente puede bien conocer el monto que él evalúa en 1,600,000 libras. En nuestros días, 4 millones no producirían los mismos socorros. En esta suma de 1,600,000 francos, no están comprendidos 14,000 aunes34 de telas y todas las tapicerías que dona la Reina, según el cuadro impactante que le hizo Vicente de la miseria de todas estas parroquias. Ahí tampoco se comprende los lechos de duelo35, que esta princesa les envía después de la muerte de Luis XIII, generoso ejemplo que imita la duquesa de Aiguillon, nieta y legataria universal del cardenal de Richelieu. Si se une a este prodigioso gasto aquel que se debió hacer, sea para donar a las iglesias desprovistas de ropas y de ornamentos, sea para
34 N.T. medida antigua de longitud equivalente a 1,18 metros que fue suprimida en 1840. 35 N.T. La expresión “lits de deuil” podría estarse refiriendo a los ataúdes.
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hacer conducir a París y hacer subsistir las jóvenes muchachas de La Lorena y los jóvenes muchachos, de quienes hemos hablado, sea para venir al socorro de los caballeros ingleses y de La Lorena, no se puede discutir que esta parte de Vicente es como un prodigio continuo de caridad. Para completar este cuadro, tan honorable para la religión y para la humanidad, debemos hacer conocer el valor y la prudencia con las que el hermano de la misión, encargado de llevar todos estos socorros a La Lorena, escapa a los peligros innumerables que él corrió en todos sus viajes.
Este hermano, llamado Mathieu Rénard, había nacido en Brienne‐le‐Château, diócesis de Troyes. El hizo, sin ser jamás robado en camino, más de cincuenta viajes en La Lorena, no llevando jamás menos de 20,000 libras, y algunas veces hasta 10 y 11,000 escudos en oro. Él tenía que atravesar países infestados de maleantes, y sobre todo de croatas armados, que no vivían más que de la rapiña. Él se unía a un convoy, y, si este convoy era atacado y llevado, el hermano Mathieu encontraba el medio de escaparse. Si él se asociaba a los viajeros, él les dejaba un momento, como por un aviso secreto de la Providencia, y, en ese mismo momento, ellos eran desvalijados por los ladrones, que ni siquiera les habían percibido. Si él descubría en el bosque soldados solos, él escondía en un arbusto, y hasta en el mismo lodo, su bolsa, que él portaba en un saco como un mendigo. Entonces él iba directamente a ellos, como si no tuviera nada que temer; algunas veces ellos lo registraban, frecuentemente le dejaban pasar sin decirle nada. Raramente le maltrataron. El continuaba enseguida su ruta durante algún tiempo, y desde que les veía alejarse, él volvía sobre sus pasos, y retomaba su dinero. Una tarde, él encuentra una tropa de asaltantes que le metieron en un bosque; después de haber revisado inútilmente todos los pliegues y repliegues de sus vestidos, ellos le preguntaron que si él no pagaría voluntariamente cincuenta pistolas36 por su rescate: “Yo soy un pobre, les respondió, y aunque yo tuviera cincuenta vidas, yo no podría recuperarlas de un gordo de La Lorena.” Ellos estuvieron casi tentados en darle una limosna; y le dejaron ir.
36 N.T. Moneda española antigua de oro.
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Cargado un día de 34,000 libras, él se vio asaltado por un hombre bien montado que, pistola en mano, le hizo caminar delante de él para registrarlo en escampado. El hermano, que le observaba de vez en cuando, habiéndole visto voltear la cabeza, deja caer su bolsa. Cien pasos después, él se pone a hacer al caballero grandes reverencias, que, fuertemente impresas en una tierra recién labrada, pudieran servirle a hallar su tesoro. Él le encuentra en efecto, después de haber experimentado sobre el borde de un precipicio una revisión rigurosa, donde él no perdió más que un cuchillo, porque no tenía más que esto para perder.
Como él fue pronto conocido en toda La Lorena por un enviado de Vicente, fue bien difícil para él ocultar sus viajes; pero Dios arma en su favor aquellos de que él tenía más temor. De este número fue un capitán, que, sin mala intención, habiéndole hecho conocer a sus soldados emboscados en Saint‐Mihiel, les declara, pistola en mano, cuando él les vio cerca de echársele encima, que él arrancaría la cabeza a cualquiera que fuera tan rabioso (esa fue su expresión) como para hacerle daño a un hombre que hacía tanto bien.
Los croatas habiendo sabido que él estaba en Nomeny con mucho dinero, se pusieron enseguida en campaña por tan buena presa; pero él se hizo abrir, antes de la punta del día, una falsa puerta del castillo, que estaba asediado por estos merodeadores; y, tomando un sendero solitario, en que él no encuentra un alma, él llega a Pont‐à‐Mousson cuando los croatas le creían todavía en Nomeny. Apenas pudieron creerles a aquellos que les aseguraron de su llegada a esta ciudad; ellos juraron y blasfemaron, pero sus imprecaciones no sirvieron más que para hacer ver que uno está bien cuidado cuando lo es por Dios mismo. Era tan generalmente persuadido que él estaba preservado por una fuerza invisible, que uno se creía menos expuesto cuando viajaba con el hermano Mathieu. La condesa de Montgommery, que los pasaportes de tres soberanos no habían podido salvar del pillaje, y que, en el temor del mismo peligro, no osaba resolverse a pasar de Metz a Verdun, habiendo sabido que el hermano tenía el mismo viaje a hacer, le suplica de subir en su carrosa, persuadida, decía ella, que su
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compañía le valdría más que todos los pasaportes del mundo. El hecho justifica su confianza: ella llega a Verdun sin encontrar un solo soldado.
Cuando el hermano Mathieu vuelve a París, la Reina, a quien se le habían contado todos estos rasgos de coraje y de presencia de espíritu, quiso verlo: ella escuchó, con un placer infinito, la descripción de todos estos viajes, y de todas las estratagemas que él variaba a propósito para escapar de los maleantes. El atribuía todo su bienestar a la fe y a las oraciones de aquel que le enviaba. Este buen hermano murió el 5 de octubre de 1669, en la casa de San Lázaro, donde él ameritaba tan bien de encontrar un apacible retiro.
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CAPÍTULO XVI.
Muerte de la baronesa de Chantal.‐ Vicente reúne su comunidad y quiere dar su dimisión de superior general.‐ Muerte del cardenal de Richelieu.‐
Vicente asiste a Luis XIII en sus últimos momentos.
Mientras que una gran cantidad de misioneros repartían en La Lorena todos los dones de la caridad cristiana, otros ejercían en Francia los diferentes trabajos de su ministerio; aquellos de San Lázaro hicieron hasta setenta misiones en varias diócesis: ellos se establecieron en Annecy en 1640, atraídos por la baronesa de Chantal, por Juste‐Guérin, obispo de Génova, sucesor de san Francisco de Sales, y por los comendadores de Malta, Cordon y Sillery. Este último termina en esta ciudad una vida marcada por tantas vicisitudes y buenas obras. “Él fue al cielo, dice Vicente en una de sus cartas, como un monarca que va a tomar posesión de su reino, con una fuerza, una confianza, una paz, una dulzura que no pueden expresarse; es en este sentido, agrega él, que yo hablé últimamente con el cardenal de Richelieu.”
Encantado de haber atraído a Annecy los hijos de Vicente, el obispo de Génova se remite únicamente a la sabiduría de su padre, cuando él se ocupa de la fundación de un seminario en Annecy donde él hacía su residencia. Es el primero de estos establecimientos del lado de los Alpes donde se habían recibido los jóvenes clérigos cuya primera educación había acabado. Es sobre este modelo que Vicente instituye uno en 1641, al final de la propiedad de San Lázaro, que él llama el seminario de San Carlos. Los sacerdotes ahí forman en la virtud y en las bellas letras los jóvenes que se destinaban al estado eclesiástico; se unieron a todos los ejercicios religiosos los ejercicios literarios de los colegas más célebres. El misionero de Lafosse, poeta distinguido, de quien ya hemos hablado, ahí hizo representar sus tragedias, cuyo sujeto había sido sacado de nuestros libros santos. Vicente quería que los seminarios fuesen sabias y santas escuelas; que ahí se profundizara todo lo que puede contribuir a la conducta de los pueblos, pero que cuente por poca cosa esas cuestiones metafísicas o de pura crítica que un buen pastor
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puede ignorar. Él estaba persuadido que los más preclaros genios no son los más apropiados para la instrucción de la juventud, a menos que ellos desciendan, lo que para ellos es bien difícil, de las altas regiones que ellos habitan, para ponerse al humilde alcance de sus alumnos. El escribió un día a uno de sus sacerdotes, quien tenía grandes talentos, una carta que comenzaba por estas palabras singulares en apariencia, pero llenas de sentido: “Nosotros le recordamos, Señor, y le suplicamos de no más imponer su autoridad, puesto que usted es demasiado hábil.” Este profesor, con mucha erudición, no había enseñado nada a sus alumnos por querer enseñarles demasiado, mientras que aquellos de uno de sus colegas, mucho menos instruido que él, habían logrado mucho.
Vicente veía la ciencia como una parte esencial para un eclesiástico, porque un sacerdote ignorante es un ciego que conduce a otros al precipicio; pero él estimaba mucho más la sólida piedad: “Nosotros debemos, decía él a los suyos, llevar a los jóvenes que nos son confiados, igualmente a la ciencia y a la piedad, esto es lo que Dios pide de nosotros. Ellos tienen necesidad de capacidad, pero ellos tienen necesidad de una vida santa y regular: sin ésta la otra es inútil y peligrosa.” Tan sabios preceptos, fielmente observados en las diferentes diócesis que recorrían los misioneros, produjeron los frutos más felices. El obispo de Cahors, el piadoso Solminiac, el hombre de mundo más avaro de lisonjas, escribió a Vicente: “Usted estaría encantado de ver mi clero, y usted bendeciría a Dios mil veces, si usted supiera el bien que los suyos han hecho en mi seminario, y que se ha expandido en toda la provincia.”
Vicente hacía más que dar instrucciones y reglas a los seminaristas que eran colocados bajo su dirección; él ahí mantenía a un gran número de eclesiásticos que no tenían los medios de pagar su pensión; él solicitaba para ellos la caridad de las casas de su congregación, y las limosnas de personas piadosas que él había dispuesto a todo emprender para el bien de la Iglesia. Su ejemplo excita una santa emulación entre virtuosos sacerdotes, que consagraron a este destino una parte de sus ingresos. Es así que el Sr. Chomel, oficial y vicario general de la diócesis de Saint‐Flour, envía cada año,
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durante el espacio de diez años, sumas considerables al seminario de Troyes en Champagne, y a aquel de Annecy en Savoie. Enriquecer el rebaño de Jesucristo de un buen sacerdote, era, según Vicente, enriquecer el pobre a quien no faltará jamás de estar el padre; es en esta profunda convicción que él escribió: ¡Oh, que un buen sacerdote es una gran cosa! ¿Qué no puede hacer? ¿Qué no hace con la gracia de Dios?”
Es bajo este principio que él aprovechaba con apremio todas las ocasiones de llevar al clero a su estado primitivo, y estas ocasiones eran frecuentes, porque no había casi nadie que, en su generoso proyecto, no se dirigiera a él. Pierre Colombes, habiendo querido establecer en su parroquia, que era aquella de San Germán‐l´Auxerrois, una comunidad de sacerdotes que pudieran servir de modelos a los otros, la puso bajo su conducción. Vicente establece los reglamentos, cuya sustancia era que un sacerdote de parroquia estaba en peligro de perecer, si él no sabía crearse en sí mismo una soledad interior, y así reparar sus fuerzas que la disipación y el comercio del mundo no pueden faltar de debilitar.
Las comunidades religiosas de dos sexos no ocupaban menos su atención y su vigilancia. El visita este año, por la segunda vez, según la orden del obispo de Beauvais, las Ursulinas 37 de esta ciudad. No eran solamente los monasterios de los alrededores de París que le enviaban representantes para consultarle en sus dudas y sus aflicciones; la baronesa de Chantal, fundadora de las religiosas de la Visitación, hizo este año el viaje de Annecy a París para conversar con él. Ella había esperado, el año anterior, recibirlo en Anneycy, donde el obispo le esperaba para arreglar definitivamente los asuntos de su seminario; pero esta espera habiendo sido en vano, ella se determina, a la edad de 69 años, a venir ella misma a París. Después que, por la muerte de san Francisco de Sales, ella había perdido su apoyo y su consejo, ella tenía necesidad de entrevistarse con un hombre que, por sus virtudes, le recordara este venerable prelado. Vicente la recibe como una digna hija de su amigo; él la veía con frecuencia en el monasterio de las religiosas de su orden de la 37 N.T. Orden religiosa fundada en 1535 en Brescia, Italia, por St. Angela de Merici con el solo propósito de educar a las jóvenes.
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calle Saint‐Antoine, en que él era director. Ella toma sus recomendaciones sobre su conducta particular y la de sus hijas, que ella le recomienda como una amorosa madre. Dejándole, ella creía llegar a Annecy, pero ella tocaba al término de su carrera: ella murió en Moulins, cinco semanas después de salir de París.
La memoria de la baronesa de Chantal, debe ser, a más de un título, querida en Francia: su hijo, el barón de Chantal, que fue asesinado al servicio del Rey, en ocasión del desembarque de los ingleses en la isla de Rhé, fue padre de nuestra célebre señora de Sevigné, cuyas cartas tienen tanto de gracias y de encantos.
Para cumplir las promesas que él le había hecho a san Francisco de Sales y a la señora de Chantal, Vicente visitaba asiduamente los monasterios de la Visitación en París y en Saint‐Denis; siempre firme contra los abusos, él prohibía la entrada de estas casas a damas de la más alta condición, a las mismas princesas que pedían este favor, sea por pura curiosidad, sea por un motivo aparente de devoción. Esta regla, que no exceptuaba más que las verdaderas bienhechoras de estas religiosas, fue tan fielmente observada, que la Reina habiendo deseado que una de sus hijas de honor se pudiera retirar en una de sus casas, él mismo la compromete a situarla en otro lugar. Un cortesano había prevenido los deseos de la Reina.
La muerte de la señora de Chantal fue seguida de otra que aflige vivamente a Vicente; el sabio y piadoso misionero Lebreton, que él había enviado a Roma hacía tres años, sucumbe a los trabajos de las misiones, que él hacía con el más grande suceso en la diócesis de Ostie. Esta pérdida fue tanto más sensible a la congregación, porque el establecimiento de los misioneros, que la duquesa de Aiguillon quería fundar en Roma, no estaba todavía terminado: lo fue, un año después, por los sacerdotes que Vicente envía allá.
Además de la obligación que él les impone de hacer las misiones, de formar los ordenantes, y sobre todo de visitar los hospitales, él les da al partir consejos llenos de sabiduría; él les dice que la circunspección y una sabia parsimonia eran las cualidades dominantes del carácter italiano, que aman
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las personas que saben temporizar y caminar paso a paso; que desconfíen de aquellas que quieren ir demasiado aprisa. Uno de estos sacerdotes que partieron para Italia, habiendo buscado insinuarle que, para entrar bien en el espíritu de los cardenales, sería conveniente hacer las primeras misiones en sus tierras: “Su intención, Señor, le respondió, me parece toda humana: ¡Oh Jesús! ¡Dios nos guarde de hacer jamás alguna cosa por este principio! Esta colonia, dócil a sus sabias instrucciones, produjo pronto dos otras que, dieron en Italia dos provincias considerables a la congregación.
Es en este tiempo que, para dar a sus hijos una lección viviente de humildad y de caridad cristiana, él comienza, el día de Noche Buena, a hacer comer al lado de él a dos pobres ancianos, enfermos y cubiertos de harapos. Él les hizo servir antes que él y toda la comunidad, les trataba con respeto, no hablándoles jamás sin descubrirse. Sus sucesores han seguido este ejemplo: cada día, sobre doce pobres, tomados en el vecindario de San Lázaro, dos, a su turno, son sentados a la mesa del superior general, para advertirle que él debe ser el padre de los indigentes, como lo había sido aquél de quien él tenía el lugar.
La familia de Vicente de Paúl estando multiplicándose en Francia y en Italia, él quería reunirlos alrededor de él, y él convoca una asamblea general cuya apertura se fija, el 13 de octubre de 1642; ahí se deciden varios reglamentos dignos de la sabiduría de aquellos que la componían. Todos los representantes estaban entusiasmados del resultado de su reunión, y sobre todo felices de haber visto su padre común; cuando Vicente, quien no había jamás afligido a nadie, les consterna a todos. Este humilde servidor de Dios, persuadido de que no había ningún miembro de su congregación que no fuera más digno que él de gobernarla, cae de rodillas delante de sus discípulos, y, les pide perdón de sus faltas que él podía haber cometido durante su generalato, y les suplica, de una voz entrecortada por sus suspiros, de proceder a la elección de su sucesor. Él se retira en el mismo momento, para dejarles la libertad de la escogencia, ratificando por adelantado aquel que ellos juzgaran apropiado de hacerlo.
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La deliberación no fue larga, porque los sufragios fueron unánimes. Apenas habían vuelto de la sorpresa que debía causar la acción tan imprevista del superior general, se le envía unos representantes para decirle que la asamblea se abstenía de aceptar su dimisión, y que ella le conjuraba de volver a presidirla para terminar los asuntos que reclamaban su presencia. Los representantes, después de haberle buscado largo tiempo, le encontraron al fin en una capilla que daba a la iglesia. Es ahí que, postrado al píe de un crucifijo, él suplicaba al Hijo de Dios de poner a la cabeza de su congregación un hombre según su corazón. Ellos le conjuraron en vano de no abandonarlos. Él protesta que él no era más superior. Sobre el reporte de los representantes, toda la asamblea se levanta, y sale en cuerpo para suplicarle sacrificar su humildad a las necesidades de sus hijos. No pudiendo quebrantarlo, ellos le gritan todos: “¿Usted quiere entonces que procedamos a elegir a un superior? A estas palabras, Vicente se cree obligado, y les suplica de nuevo hacer esta nominación: “!Ah bien! Le replicaron todos en concierto, es usted mismo que nosotros elegimos, y usted puede contar que, tanto que Dios le conserve sobre la tierra, no tendremos a ningún otro.” Vicente quiso aún resistir a este voto general; pero, viendo finalmente que no podía obtener nada, baja la cabeza, y retoma el fardo que Dios le imponía. El pide a la asamblea el auxilio de sus oraciones, asegurándoles que les daba un gran ejemplo de obediencia.
La congregación perdió, algunos meses después, el más poderoso de sus protectores, el cardenal de Richelieu, cuyo largo ministerio no le cede en gloria y en servicios rendidos al Estado que aquel de Sully. Este gran hombre, que había hecho temblar Europa y todos los grandes del Estado conjurados contra él, tuvo casi siempre temblores por sus días y por su poder. Él tenía por confidente y por consejero un capuchino, el padre Joseph Dutremblay, que le sirvió útilmente en París y fuera de Francia. Él era para la política del cardenal lo que el hermano Mathieu era para la caridad de Vicente. El ministerio del cardenal de Richelieu, que ha sido objeto de tantos juicios diversos, no ha sido jamás mejor apreciado que por el Sr. Cardenal de Bausset, en la Vie de Fénelon: “Este ministro, dice, quiso sentar los
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fundamentos de un gobierno, durable sobre sus principios religiosos que son los más firmes apoyos del orden y de la tranquilidad de un gran imperio. Este hombre, que tenía el instinto de la política, como otros han creído tener la ciencia; que no tenía un sentimiento, un pensamiento, una voluntad que no tuviera por objeto el afianzamiento de la autoridad y el mantenimiento del orden, sabía que el espíritu de la religión es esencialmente un espíritu conservador, porque ella manda siempre el respeto de las leyes y la sumisión a la autoridad pública; bajo su ministerio, todo toma un carácter de orden, de decencia y de dignidad. Mientras que el cardenal de Richelieu vivió, nada disturba la paz de la Iglesia.”
Este gran ministro justo, apreciador del mérito, tuvo siempre por Vicente la más alta estima. Él nombra a las prelaturas los candidatos que él le presentaba, confía a los misioneros la curia de la ciudad que llevaba su nombre, y dona sumas considerables para suplir a la pensión de un número de eclesiásticos, que estaban en el seminario de la Misión. Su bondad para la congregación se manifiesta aún por su testamento, en que él hace legados considerables a la casa de los misioneros que él había fundado en Richelieu.
Luis XIII no sobrevivió más que seis meses a un ministro que le había sido más útil que agradable, y que él había tenido sin embargo la sabiduría de sostenerlo contra el choque de sus enemigos. Una larga enfermedad consumía este príncipe después de largo tiempo. Cuando él sintió su fin próximo, él hizo llamar a Vicente a San Germán‐en‐Laye: el momento en que los cortesanos desaparecían era aquel en que se debía mostrar el hombre de Dios. Sin asustarle ni negarle su estado, el santo sacerdote le dijo aproximándose: “Señor, aquel que teme a Dios se encontrará bien en sus últimos momentos: Timenti Dominus benè erit in extremis38.” Este comienzo no sorprende a un rey acostumbrado después de largo tiempo a nutrirse de las más bellas máximas de la Escritura santa; él respondió terminando el verso: “Et in die defunctionis suae benedicetur, y él será bendecido el día de su muerte.” Vicente pasa, esta primera vez, alrededor de ocho días en la
38 N.T.‐ Teme a Yaveh, todo terminará bien.
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corte; él estuvo frecuentemente cerca del príncipe, que le veía y escuchaba con el más vivo interés. Dos cosas parecían ocupar más particularmente a Luis XIII moribundo, la conversión de los protestantes y la nominación de las dignidades eclesiásticas. Fue conversando con él sobre este último objeto que él le dice: “!Oh Señor Vicente! Si Dios me diera la salud, yo no nombraría ningún obispo que no hubiera pasado tres años con usted.”
Vicente admira con toda la corte la piedad y el valor que Luis muestra en sus últimos momentos. A la proximidad de la muerte, el religioso príncipe hablaba de la certeza de su fin como de una cosa indiferente, y del viaje de la eternidad, como de un viaje agradable que él debía pronto hacer. Lo mejor que se creía algunas veces remarcar en su estado no hacía cambiar sus ideas sobre este asunto. Así decía él, percibiendo de las ventanas de su cuarto las torres de la iglesia de Saint‐Denis, donde sus cenizas debían reposar: “yo no saldré de aquí más que para ir allá.”
El Rey habiendo parecido mejor, Vicente vuelve a París; pero esta débil esperanza habiéndose disipado pronto, el Santo recibe la orden de presentarse de inmediato en San Germán para asistir al príncipe en sus últimos momentos, y él ya no le deja: él le consolaba y le fortalecía. Una vez que el médico declara que Luis no tenía más que pocos instantes de vivir, el moribundo unió las manos, levanta los ojos al cielo, y dice, sin ninguna alteración: ¡Y bien! ¡Mi Dios, yo lo consiento de buen corazón! Algunos minutos después él expira en los brazos de Vicente, el 14 de mayo de 1643. Así murió, en su cuarenta y tres aniversario, este Rey cristiano; así, de nuestros días, después de un largo exilio, y un reino todavía agitado por la misma tempestad que había dispersado los hijos de san Luis, es muerto Luis XVIII, en el antiguo palacio de sus padres.
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CAPÍTULO XVII.
Regencia de Ana de Austria.‐ Vicente entra al consejo eclesiástico.‐ Su conducta en este empleo.
Luis XIV no tenía cinco años a la muerte de su padre; Ana de Austria, su madre, había sido nombrada Regente del reino por el testamento de Luis XIII. Esta princesa, que había tenido bastante para quejarse del ministerio de Richelieu; parecía en principio dispuesta a alejar de la corte y del poder todas las personas que habían gozado del favor de este ministro. Sin embargo el cardenal Mazarino, quien le debía la púrpura romana y su entrada en el consejo, fue mantenido con el mismo grado de poder y de crédito. Es cierto que en los primeros días de la regencia él sirvió útilmente a la Reina, contribuyendo a hacer anular por el parlamento la restricción que el testamento de Luis XIII había puesto a su autoridad. A falta de este servicio, su habilidad sola lo hubiera mantenido. Se ha dicho de él, “que era el hombre más agradable; que él tenía el arte de encantador, y que él hacía semblanza, muy hábilmente, de no ser hábil.”
Vicente, como se piensa bien, no fue de la cábala de los importantes, que marca los primeros días del nuevo reino. Demasiado sagaz para darse a las intrigas, él se contentaba de llevar la Reina al perdón de las injurias; él le representa que Mazarino tenía el secreto y la habilidad de los negocios, que era laborioso, expedito, de todo tiempo dedicado a Francia: Mazarino fue mantenido en el consejo, y él se convirtió muy pronto tan poderoso como Richelieu, aunque su carácter y su sistema de gobierno fuesen todo lo opuesto de aquellos de su predecesor.
Vicente no se aplaudió largo tiempo de haber hablado en favor de Mazarino, sobre todo cuando él se vio a sí mismo elevado a los honores y nombrado miembro del consejo eclesiástico, que debía examinar los negocios concernientes a la religión y los títulos de los candidatos a las dignidades
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episcopales (39); sus colegas eran: Mazarino, el canciller Séguier, el abad Charton, gran penitenciario de París. Esta elevación le penetra de dolor y casi de confusión. En lugar de agradecer a la Reina, él le suplica de permitir con agrado que él no acepte; pero ella se abstiene de consentirlo. Él deseaba con tanto ardor escapar a los honores y a los homenajes, que el ruido habiendo corrido, a la ocasión de uno de sus viajes acostumbrados, que él estaba desgraciado, él le dice a uno de sus amigos, que le felicitaba de la falsedad de esta noticia: “¡Ah! ¡Plega a Dios que ella fuera verdad! Un miserable como yo no es digno de este favor.”
La Providencia, llevando el santo sacerdote al consejo de las conciencias, quería dar un ejemplo al mundo; así fue en efecto en este teatro que Vicente hizo explotar su inviolable fidelidad al Rey, su firmeza a sostener los intereses de la Iglesia, su respeto profundo para el episcopado, y su virtud más querida, una ardiente e inagotable caridad. Aunque él fue a la fuente de las gracias, y que la Reina tuviera por él una consideración particular, él no pide jamás nada para él mismo y los suyos; él no piensa más que en alejar del santuario aquellos que no eran llamados más que por la intriga, la codicia y la ambición. Mazarino, que acababa de ser nombrado primer ministro, estaba lejos de pensar y de actuar en todo como su colega en el consejo; su política era menos pura y menos desinteresada. También ahí había frecuentemente entre ellos una oposición en los enfoques y en las escogencias. Vicente había obtenido de la Regenta de no aparecer en la corte más que cuando fuera llamado; esta reserva le facilita los medios de velar siempre sobre su congregación, y de escapar a muchas intrigas y de atenciones. Él llegaba al consejo en el mismo carruaje que le conducía en los pueblos con sus misioneros; él no hiere jamás los buenos modales, pero mucho menos la modesta simplicidad que él amaba tanto. Se observa que jamás él usó sotana nueva para ir a la corte, que jamás él se prevalió de los cuidados que la Reina 39 N. del autor.‐ Collet quería que Vicente fuera presidente de este consejo; no hay ninguna apariencia de que un simple sacerdote fuera presidente de un consejo en que un cardenal, primer ministro era miembro: hubiera sido un giro total de todas las conveniencias, y la modestia sola de Vicente de Paúl había rehusado un título que Mazarino no estaba por otra parte dispuesto a dárselo.
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tenía por él. Más se veía honrado, más se abajaba él, “Yo le pido a Dios, decía él un día, de ser tenido por un insensato, a fin de que no me emplee más en esta clase de comisión, y que yo tenga la libertad de hacer penitencia.”
El príncipe de Condé habiendo querido hacerle sentar cerca de él, “su alteza, le dice, me hace demasiado honor de quererme bien sufrir en su presencia; ¡ignora ella entonces que yo soy el hijo de un pobre pueblerino! Los hábitos y la buena vida, le replica este sabio príncipe, son la verdadera nobleza del hombre: Moribus et vitâ nobilitatur homo. El agrega que no es de ahora que se conocía su mérito. Sin embargo, para juzgarlo plenamente, el príncipe hizo caer la conversación sobre algunos puntos de controversia, que Vicente discute con tanta nitidez y precisión, que el príncipe se cree obligado de hacerle este reproche honorable: “!Hey qué! Señor Vicente, usted dice, usted predica por todas partes que usted es un ignorante, y sin embargo resuelve en dos palabras una de las más grandes dificultades que nos sean propuestos por los estudiosos de las religiones.” Enseguida él le pide el esclarecimiento de algunas dudas concernientes al derecho canónico; y habiendo estado bien contento de él sobre esta materia como de la otra, él pasa al apartamento de la Reina y la felicita de la escogencia que ella había hecho de un hombre tan capaz.
Desde el primer consejo al que Vicente asiste, él presenta un plan de reforma sobre las pensiones, los asistentes de los obispos, la edad requerida para cada especie de beneficio, y las sucesiones en que el abuso era empujado al último punto. Él obtiene que no se expida ningún decreto para las sucesiones, sin haber anticipadamente examinado si los titulares legítimos de los beneficios no habían sido engañados por el fraude y la codicia, y si los títulos de los sucesores eran canónicos. Este examen, del que él fue encargado, conserva a muchos eclesiásticos virtuosos, y a buenos pastores, sus beneficios y sus rebaños. Pero tan sabias medidas no fueron por largo tiempo ejecutadas; el consejo eclesiástico no conserva sus atribuciones más que el tiempo que necesitaba Mazarino para afirmar su autoridad; desde que él se dio cuenta que se había convertido en necesario a la Reina, él se
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asegura la mayoría en las deliberaciones, y dispone de su grey de abades y de obispos. El encuentra sin embargo siempre en Vicente un hombre que, para servirnos de las expresiones de la señora de Motteville, “era todo de una pieza, y que no había jamás soñado a ganar las buenas gracias de la gente de la corte.” Para el logro de las promociones de sus criaturas, Mazarino aprovechaba sobre todo de su ausencia, y del tiempo en que alguna enfermedad no le permitía asistir al consejo. Una vez, que la corte estaba fuera de París, él le escribió para anunciarle la nominación de un eclesiástico a un obispado.
Su carta lanza a Vicente en una encrucijada tanto más grande, por cuanto la escogencia caía sobre un sujeto que no era digno. Pero no fue largo tiempo compartido entre el respeto que él tenía para las órdenes de la Reina, de su primer ministro, y de los deberes de su cargo, que le exigían no dar a la Iglesia más que jefes dignos de ella. Convencido de que el eclesiástico que acaba de ser nominado a este obispado, no poseía las calidades que demandaba este puesto eminente, que él no tenía otro mérito que el de sus ancestros, él tomó pronto el partido que le pareció el más sabio; el padre del nuevo obispo era su amigo; él va a encontrarlo, le presenta los deberes del episcopado, la poca experiencia de su hijo, y le declara que él estaba obligado en conciencia a devolver a la corte el decreto del nombramiento, si él no quería exponer su salvación y la de su hijo. Este hombre tenía un fondo de piedad, él estimaba a Vicente, y no podía dudar que el consejo que le daba era dictado por la sabiduría, y por el más perfecto desinterés; él le escucha con atención, y le promete pensar seriamente sobre lo que él le proponía; pero algunos días después, habiéndole vuelto a ver, le dijo: “!Oh Señor! ¡Oh Señor Vicente, que usted me ha hecho pasar malas noches! Yo siento toda la justicia de sus razones, pero piense usted en el estado de mi casa, a mi edad avanzada, en el nombre de mis hijos, en la obligación en que estoy de complacerles antes de morir. Mi hijo se rodeará de eclesiásticos virtuosos e iluminados, que le ayudarán a cumplir dignamente las funciones episcopales. Yo no creo deber perder la ocasión de su fortuna.” Vicente no insiste más; pero el padre se arrepintió muy pronto doblemente de no haber
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seguido el consejo de la sabiduría y de la amistad. Apenas su hijo fue consagrado, que la muerte se lo lleva. Una conducta tan firme y tan digna de los primeros pastores de la iglesia, obtiene la recompensa que para él es casi siempre reservada en este mundo: Vicente estuvo sometido a las amargas rayerías, a las más negras calumnias.
Se le achaca de perderse en el espíritu de la Reina, del ministro, y de todo lo que había de gente de bien en el reino. Un indigno eclesiástico osa decir, en la casa de una persona de la más alta distinción, que este hombre, tan enemigo de la venta de indulgencias en los otros, se acomodaba bastante bien para él mismo, y que desde hace poco, había procurado a alguien un beneficio, estando de por medio una biblioteca y una suma de dinero. Esta calumnia fue de entrada dicha a la oreja, con todas las precauciones que debían asegurar el éxito, así se expandió pronto en todo París. Uno de los amigos de Vicente se lo advirtió. Un poco acostumbrado que él estaba a sufrir sin murmurar las injusticias de los hombres, una tan negra imputación le conmueve un poco, y, en una primera reacción, él comienza una carta para justificarse. Pero apenas había escrito algunas líneas cuando él se reprocha su sensibilidad, y que, lleno del espíritu de san Francisco de Sales, que había sido calumniado de una manera aún más negra, él grita, dirigiéndose a él mismo: “!Desgraciado! ¿En qué piensas? ¡¿En qué?! ¡Te quieres justificar, y tú vienes de enseñar que un cristiano, falsamente acusado en Tunes, ha estado tres días en los tormentos, y finalmente murió, sin pronunciar una palabra de lamento, aunque él era inocente del crimen que se le había imputado! ¡Y tú, tú te quieres excusar! ¡No! ¡No será así!” Ante estas palabras, él deja la pluma, y deja al público, siempre ávido de difamación, la libertad de pensar de él todo lo que se quisiera. La calumnia cae por ella misma por la muerte del calumniador.
Vicente no se venga de esta injuria que por nuevas virtudes. A pesar de los negocios turbios y las intrigas de Mazarino, a pesar de los resortes que se le hacía jugar para facilitar las malas escogencias, varios obispos, el honor del episcopado, y entre otros el ilustre Fléchier, obispo de Nismes, han reconocido más tarde que el clero de Francia debía a Vicente su esplendor y
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su influencia. De una mano fuerte y ardiente, el generoso sacerdote aleja siempre del santuario todos aquellos que no ameritaban ser admitidos y que querían forzar la entrada. Lleno de una santa indignación, él combatía y las desgracias y el coraje de estos hombres poderos y fieros, que no olvidan jamás que se haya osado resistirles; él recomendaba vivamente a la Reina los caballeros que habían sido heridos en la guerra, pero él no podía sufrir que se les diera pensiones eclesiásticas. El presenta siempre con firmeza que ellas no pertenecen más que a quienes tenían las calidades requeridas por los cánones.
La conservación del temporal de los beneficios del reino ocupaba también su atención; fue por su insistencia que se escribió, de parte del Rey, a todos los procuradores generales de los parlamentos de perseguir los ávidos beneficiarios, que provistos de las más ricas abadías, dejaban caer en ruinas los edificios y las mismas iglesias. La calumnia no habiendo podido alcanzar a Vicente, se le ataca con otras armas.
Uno de los principales magistrados del reino, hombre poderoso en la corte, se daba bastante movimiento para conseguir una abadía para su hijo, que no la ameritaba. En el justo temor que él tuviera que ser atravesado por Vicente, él se esfuerza en ganarle, y, para lograrlo, él le hace conocer que, provisto que él no fuera a contrariarle, él tenía medios seguros, y sin que él se inmiscuyera, de hacer llegar a la casa de San Lázaro bastantes bienes, de que ella estaba desprovista. Vicente le dio esta simple respuesta: “Por todos los bienes de la tierra, yo no haría jamás nada contra Dios y mi conciencia. La compañía no perecerá por la pobreza. Yo temo más que todo que si la pobreza le falta, ella perecerá.”
A pesar del ascendiente que Mazarino ejercía sobre la regente, esta princesa reconoció más de una vez que ella había seguido demasiado ciegamente sus recomendaciones en las nominaciones de los obispos, y ella se comprometió de no hacerlo más, que después de haber tenido un consejo privado con el hombre que, en este objeto tan importante, no consultaba sino que los
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verdaderos intereses de la Iglesia; pero el recto ministro sabía hacer olvidar a la reina sus buenas resoluciones.
Sin embargo, Vicente rindió todavía grandes servicios al episcopado. Es él quien, en varias conversaciones con el presidente Molé, impide que las apelaciones como de abusos no produzcan un efecto todo contrario a aquel para el cual se les había establecido; es él quien osa representar a varios obispos, que la dulzura, la paciencia, la humillación misma debían ser sus primeras armas, y que no se debía llegar a la excomulgación sino que después de haber agotado todos los otros medios; es él quien hizo reprimir la licencia de la prensa, esta nueva plaga de las sociedades modernas. Siempre ocupado en mejorar la suerte de los prisioneros, él propone a la Reina y él obtiene de ella que un eclesiástico asista constantemente los detenidos en la Bastilla, y que él prepare su reconciliación con Dios y su rey.
En la sesión memorable de la Cámara de Representantes del 25 de mayo de este año, el Sr. Obispo de Hermopolis ha dicho: “El más célebre de los misioneros es san Vicente de Paúl, que, a las virtudes de un santo, unía la cabeza de un legislador.” Este juicio de tan gran peso bastaría solo para hacer conocer el lugar y la conducta que él tenía en el consejo del Rey. Esto nos dice, en una sola palabra, que él estuvo siempre animado de la pasión del bien; que él no obraba jamás más que las recomendaciones de la sabiduría; que él fue fiel al secreto de las deliberaciones, y de un desinterés personal que, a la vergüenza de esta civilización tan vanidosa, no es más de nuestra edad. Encargado de la distribución de un gran número de beneficios, él hubiera fácilmente encontrado los medios de hacer reunir algunos a las casas de su congregación, que estaban más pobres. Jamás él siquiera lo pensó. El empujaba tan lejos la abnegación de sí mismo, que él hacía caer sobre otros las gracias que la Reina le destinaba. También esta princesa tenía por él una estima que tenía de veneración; no había nada que él no pudiera enternecer sus bondades. El ruido habiéndose difundido de que ella hasta quería decorarlo de la púrpura romana, y sus amigos habiéndose apresurado a felicitarlo, él les respondió de manera a alejar para siempre semejantes felicitaciones.
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Uno de ellos le ofreció un día 100,000 libras, de parte de algunas personas que deseaban pasar al consejo propuestas útiles para ellas, pero que sin embargo no tenían nada de oneroso para el pueblo: “!Dios me ampare! “Respondió el santo: “yo amaría mejor morir que decir una palabra sobre este asunto.”
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CAPÍTULO XVIII.
Misiones en Cahors, en Marsella y en Sedan.‐ Vicente cae peligrosamente enfermo.‐ Fundación de los Huérfanos, de las Hijas de la providencia, de las
hijas de la cruz y del hospital de los Niños encontrados.
Los grandes asuntos de la Iglesia no hicieron descuidar a Vicente las ocupaciones de la caridad y los ejercicios de las misiones. Envía este año tres de sus sacerdotes a Cahors, donde ellos fundaron un seminario; otros partieron para Marsella, donde ellos hicieron en las siete más grandes galerías. Uno de ellos murió allí, acabado de los mismos trabajos bajo los que había sucumbido el Sr. De Montevit en Bar‐le‐Duc. Él fue llorado como un padre por toda la población. La duquesa de Aiguillon estableció para siempre en Marsella, por una fundación particular, los hijos de Vicente. Sédan y Montmirel les recibieron este año; los habitantes de esta última ciudad, que habían gozado largo tiempo de la presencia de Vicente, y sentido tan frecuentemente los efectos de su caridad, vieron con alegría sus hijos venir habitar entre ellos para continuar su ministerio de beneficencia: él se regocijó también él mismo de los progresos de su familia; jamás, decía él en una carta: “no se ha visto más regularidad, más unión y cordialidad que lo que se ve en el presente: pero una gran calma anuncia siempre cualquier tempestad.”
Este pronóstico no se verifica más que demasiado tarde. La congregación estaba sobre el punto de experimentar el más grande mal que le pudo suceder: Vicente cae peligrosamente enfermo. Tantas ocupaciones domésticas y extranjeras, la pena infinita que él tenía de verse en el consejo, las dificultades que le daban este empleo, que él llamaba su martirio, la falta absoluta de reposo, en una edad ya avanzada, tantas fatigas agotaron sus fuerzas. La enfermedad toma de entrada un carácter alarmante: su amigo, el Padre Jean‐Baptiste de Saint‐Jure, de la compañía de Jesús, acudieron a él, y
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tuvieron el dolor de encontrarlo en un violento ataque, en medio del cual el Santo no se ocupaba sin embargo que de piadosos pensamientos. El cielo le entregó a las voces de sus hijos y a las oraciones de tanta gente de bien; apenas fue restablecido, el reprendió sus trabajos, como si ellos no hubieran fallado en conducirle a la tumba. Después de haberle rendido los últimos deberes al cardenal de Larochefoucault, quien murió en sus brazos como Luis XIII, él hizo un viaje a Richelieu, donde se le veía ocupado desde la mañana hasta la tarde.
Su cautiverio en Barbarie, que se venía sin cesar a su memoria, le inspira el generoso pensamiento de venir al socorro de los esclavos cristianos detenidos en Algeria y en Tunes. El escogió, para esta misión lejana y peligrosa, un hombre que había servido en otra oportunidad en las armadas, y que deseaba servir a la religión y a la humanidad con la misma dedicación que él había servido a su Rey. Él se llamaba Julien Guérin, de la diócesis de Bayeux. Este misionero pasa los mares, penetra en las prisiones de los pobres esclavos, como un ángel consolador, les hizo bendecir el nombre francés, se convirtió en su amigo, su compañero, y, después de cuatro años de gira en sus baños, él murió en sus brazos, de la peste de la que él quería liberarlos. Dichosamente que Vicente le había enviado un colaborador digno de él, Jean Levacher, nativo de Écouen cerca de París, que, durante treinta y tres años, continúa este ministerio de caridad, y le termina por el martirio, habiendo sido puesto en la boca de un cañón, cuando los franceses vinieron bombardear Algeria.
Mientras que sus misioneros se dedicaban para la humanidad, Vicente recogía los sacerdotes católicos que las persecuciones de Cromwell sacaban de Inglaterra. Él quería reunirlos en el mismo asilo: pero tal era la continuación de las divisiones sangrantes que afligieron los tres reinos, que estos pobres fugitivos no estuvieron exentos en el mismo país que les daba tan impactante hospitalidad. Pacíficas conferencias que se habían abierto para ellos, fueron rotas por discusiones políticas; se tenía por bueno representarles que no era cuestión de saber si Escocia tenía razón, y si Irlanda tenía culpa: el mal común, que ordinariamente une los hombres y
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establece entre ellos una dulce fraternidad, no tuvo ningún poder sobre los espíritu divididos por las opiniones de partido.
Es en esta época que él toma altamente la defensa de su amigo el Sr. Ollier, fundador del seminario de Saint‐Sulpice, y cura de la parroquia de este nombre. Él le sostiene no solamente contra un populacho amotinado, sino ante la Reina y del ministerio.
Si Vicente solicitaba la beneficencia de los grandes y de los ricos, no fue jamás que en favor de los pobres. Damas de la primera distinción habiéndole ofrecido una suma de 600,000 francos para construir una iglesia, él la rechaza diciéndoles que los pobres comenzaban a sufrir, que se debía tener esta suma en reserva para ellos, que los primeros templos que pedía Jesucristo son aquellos de la caridad y de la misericordia.
Al mismo tiempo un particular, que había donado un fondo de 4,000 francos para las misiones, cae en la necesidad: desde que Vicente fue informado de esto, él le escribe que él podía disponer del interés de esta suma, y que, si esta no fuera suficiente, él podía disponer de todo el capital. Para incitarlo a hablar en toda libertad, el Santo le manda a decir que ésta no era la primera vez que él actuaba así; que él había hecho llegar al curato de Vernon 600 libras de renta donados por éste a la congregación. Algunos años después, habiendo temido que otro de sus benefactores, que se decía haber experimentado fracasos, se arrepintió de su liberalidad, “yo le suplico, le dice Vicente, de usar del bien de nuestra compañía como de la suya; nosotros estamos listos a vender para usted todo lo que tenemos, y hasta nuestros cálices: nosotros no haremos en esto más que lo que ordenan los santos cánones, que es de entregar a nuestro fundador, en sus necesidades, lo que él nos ha dado en abundancia; y esto que yo le digo, Señor, no lo digo en ningún punto por ceremonia, sino delante Dios, y como yo le siento en el fondo del corazón.”
Vicente continúa siendo el benefactor de los sacerdotes irlandeses y de todos los católicos de ese reino que huía de la tiranía de Cromwell, cuando el papa Inocente X le invita a venir al auxilio de todas las iglesias de la isla. Él le hizo
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saber que la religión, violentamente atacada por los anglicanos, corría riesgo de ser totalmente diezmada en Irlanda; que los fieles, faltantes de pastor, vivían en una ignorancia absoluta de las verdades cristianas; él le exhorta a combatir le herejía por las misiones y los actos de caridad. Para obedecer a la voz del jefe de la iglesia Vicente escoge en su congregación ocho sacerdotes capaces de recolectar tan bella cosecha: cinco habían sido criados en las islas de la Gran Bretaña, y así conocían perfectamente la lengua y las costumbres. Al momento de su viaje, ellos se echaron a los pies de su instructor para pedirle su bendición. Después de haber rogado al Dios de misericordia que les bendijera él mismo, él les dice: “Manténganse unidos y Dios les bendecirá.” Ellos todavía no habían salido de Francia, cuando ellos respondieron a sus esperanzas: obligados de esperar en Nantes los vientos favorables, ellos se dispersaron en la campiña para instruir, con la aprobación de los pastores, los pobres paisanos. Ellos sirvieron y consolaron los enfermos en los hospitales. Las damas de la caridad de las parroquias que ellas recorrían, aprendieron de ellos la mejor manera de cuidarlos y de prepararles todos los géneros de asistencia. En Saint‐Nazaire, donde ellos aún fueron retenidos por los vientos, ellos ocuparon también útilmente sus descansos. Después de haber experimentado una fuerte tempestad llegaron finalmente a Limerick en Irlanda, donde experimentaron nuevas adversidades, de las que salieron airosos.
Vicente estuvo bastante feliz este año de retomar sus trabajos apostólicos. La Reina habiendo conducido al joven Rey en Picardie, para calmar esta provincia y reanimar el coraje de los soldados, Vicente aprovecha de la ausencia de la corte para hacer una misión a Moury, diócesis de Bayeux; al ruego de la princesa de Conti, él ahí establece la cofradía de la Caridad, que ha rendido tan grandes servicios a esta ciudad. De regreso a París, donde tantos otros establecimientos fundados y sostenidos por él le llamaban, él da todos sus cuidados a la comunidad de las Hermanas de la Providencia, de la que él era superior, y que la señora de Pollation había fundado hacía cuatro años.
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Esta piadosa viuda, compañera fiel de la señora Legras, educada como ella en la escuela de Vicente, había abierto un asilo a las jóvenes personas de su sexo que, privadas o abandonadas de sus padres, encuentran a cada paso una trampa y un peligro. Antes de aprobar este establecimiento, el arzobispo de París quiso tener la opinión de Vicente, quien, según sus órdenes, hizo dos visitas al lugar, a fin de conocer los talentos y la vocación de las personas que se presentaban para formar esta nueva comunidad. De treinta jóvenes que estaban ahí, él escogió siete que le parecieron las más capaces de llenar el objetivo de la institución, y a quienes les da instrucciones dignas de su sabiduría y de su experiencia.
Parece que fue él quien, cuatro años después, compromete a Ana de Austria a donarles el hospital de la Santé, situado en el suburbio Saint‐Marcel. Esta princesa les visitaba a menudo durante sus frecuentes retiros en Val‐de‐Grâce; ella amaba ver bajo sus ojos esta impactante institución en que ella esperaba las más grandes ventajas. Esta esperanza no fue errada: la casa de la Providencia ha sido siempre verdaderamente digna de este nombre.
Otra fundación no menos interesante, aquella de los Huérfanos, se levanta al mismo tiempo en Pré‐axu‐Clercs, bajo los auspicios de la señorita de l´Étang; Vicente le invita a ponerse de acuerdo con la señora Legras, que poseía el talento de hacer exitosas todas las santas empresas. El descansa en ella para todos los detalles, pero no dejó de socorrer a la señorita l´Étang cuando su casa pasa necesidades. Él también tuvo parte en la fundación de las Hijas de Sainte‐Geneviève.
Pero no hay ningún establecimiento que él le deba más que aquel de las Hijas de la Cruz. La educación de las jóvenes debiendo pertenecer exclusivamente a las personas de su sexo, cuatro damas se reunieron en Roye en Picardie, para consagrarse a esto. La guerra les obliga a refugiarse en París, donde la señora l´Huillier de Villeneuve les recibe en su casa, y hace de sus celos y de sus talentos un ensayo que le excita a compartir sus trabajos. Antes de comprometerse en esto, ella consulta a Vicente que la anima y le enseña a formar alumnas. El arzobispo de París aprueba sus constituciones, el Rey les
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da las cartas patentes, y ellas tomaron el nombre de las Hijas de la Cruz. La muerte de la señora l´Huillier les hunde en nuevas aflicciones; ellas se vieron abandonadas de sus más poderosos protectores, que fueron todos de la opinión que se suprimiera esta comunidad, o que se la uniera a alguna otra. Se tiene a este sujeto varias conferencias, donde todas las voces fueron para la supresión.
Vicente, que asistió, fue el único de opinión contraria; él sostiene y él persuade que se debía hacer todo para conservar este útil establecimiento. “Es la obra de Dios, le dice a la Sra. Abely, no se debe destruirla. Esta comunidad no es hoy más que de cinco jóvenes; pero su número se multiplicará. Los manantiales son débiles, pero recibirá las aguas que la volverán más abundante.”
Esta predicción no tarda en verificarse. La Sra. De Traversay, que Vicente interesa en las Hijas de la Cruz, supera, por su paciencia y su crédito, todos los obstáculos que habían rodeado la cuna de su institución. Era necesario que Vicente conociera la importancia y las ventajas de esta institución, puesto que él estaba en tal forma atento contra las nuevas comunidades que él no temía de incurrir en la desgracia del arzobispo de París oponiéndose, en el consejo del Rey, a que religiosas fundasen un convento en Lagni.
El arzobispo de París, que les protegía, testimonia altamente que él estaba descontento con Vicente. Instruido de esta disposición del prelado, Vicente le escribe, con tanto respeto y firmeza, que era cierto que la Reina, a su regreso de Amiens, le había hablado del nuevo convento de las religiosas de Lagni; que también era cierto que él se había opuesto, pero que él tenía fuertes razones para actuar así; que desde largo tiempo había sido decidido en el consejo que no se permitirían más nuevos conventos; que varias de estas fundaciones habían venido a menos ellas mismas; que algunas de ellas habían excitado quejas; en fin que no se conocía suficientemente el espíritu de la Reina, cuando se la creía “capaz de cambiar del blanco al negro; que para él, él no se podía arrepentir, ni desdecirse de una opinión que él no
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había dado más que en la sola presencia de Dios.” El arzobispo conserva su estima y su apego a aquel que era tan digno.
Las misiones de la isla de Madagascar ocasionaron al mismo tiempo a la congregación grandes pérdidas. Esta tierra bárbara devora una multitud de apóstoles. La constancia de Vicente, en esta gran empresa, no sirvió lamentablemente que para probar que su caridad y su celo no tenían otros límites que las del universo. No seguiremos a los hijos de Vicente en esta misión lejana; nos gustaría mejor detenernos ante el más bello monumento de su vida.
La miseria y el libertinaje habían multiplicado en París los niños encontrados; ellos estaban expuestos a la puerta de las iglesias y en las plazas públicas; los comisarios del Châtelet les levantaban, por orden de la policía, y este era el único socorro que ellos recibían. Se les llevaba a la casa de una viuda de la calle Saint‐Landri, que debía encargarse del cuidado de sus alimentos; pero el número de niños era tan grande y los recursos tan módicos, que esta viuda no podía ni mantener suficientes nodrizas para amamantarlos, ni criar aquellos que eran mayores. La mayor parte morían de languidez. Aquellos que escapaban eran donados a quienes querían tomarlos, o vendidos por veinte centavos. Se traficaba con estos pobres niños como corderos destinados a la carnicería. Unos servían para mamar de mujeres enfermas, cuya leche corrupta insinuaba en sus venas el contagio y la muerte; otros eran sustitutos de niños de familia, que la negligencia de las nodrizas había hecho perecer, y despojaban, sin saberlo, a los herederos legítimos.
No era necesario tanto para interesar a Vicente en la suerte de tantas inocentes víctimas. Él ruega a las damas de su asamblea ir a visitar la casa de la Couche (es el nombre que se le daba a la de la viuda de la calle Saint‐Landri), y de proponer todas las medidas que pudieran parar, o al menos disminuir tan grande mal. Estas damas fueron chocadas del espectáculo que les ofrecía esta multitud de niños casi abandonados. Ellas no podían encargarse de todos, ellas deseaban salvar al menos algunos de ellos. No teniendo la fuerza de hacer una escogencia, ellas sacaron doce a la suerte; se
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alquila para ellos una casa en la puerta de San Víctor. La Sra. Legras, cuyo nombre acompaña siempre el de Vicente, toma cuidado con las Hijas de la Caridad. Se ensaya en primer lugar de alimentarlos con leche de cabra y de vaca; pero a continuación se les da nodrizas. A los doce primeros niños, las damas les unieron cada día otros, que ellas sacaban también por sorteo. Ellas habrían deseado adoptarlos a todos, ya que la diferencia que se observa pronto entre los niños que quedaron en la calle Saint‐Landri y aquellos que habían sido retirados, era demasiado sensible y demasiado angustiante. Vicente convoca una asamblea general en la que él habla de una manera tan impactante, en favor de estas pequeñas criaturas, que todas las damas presentes resuelven hacer nuevos sacrificios para ellas; pero como no se pudo reunir más que un fondo de 12,000 francos para enfrentar tan grande gasto, la sabiduría prescribe buscar afuera socorros. Vicente va a la puerta de los grandes y de los ricos. Ana de Austria, que es la primera en recibir su visita, fue tan sensible a la pintura que él le hizo del deplorable estado de estos niños, que ella obtiene del Rey 12,000 libras de renta sobre las cinco gruesas fincas.
Pero los socorros enviados a La Lorena, los problemas del Estado, el número de niños que aumenta siempre, y cuyo mantenimiento iba más allá de 40,000 francos, todas estas causas golpean de tal forma estas damas que ellas dicen todas, como en concierto, que esta gran empresa pasaba sus fuerzas, y que ellas no podían más sostenerla. Este descorazonamiento general redobla el interés y la piedad de Vicente para los infortunados. Él convoca una asamblea general, a la que asistieron las señoras de Marillac, de Traversay, de Miramion y muchas otras. El hizo situar, en el lugar de la asamblea, una gran cantidad de estos pobres niños, que todos les tendieron los brazos, y fue en medio de ellos que él pronuncia, los ojos bañados de lágrimas y con el acento del corazón, este discurso, monumento eterno de caridad y de elocuencia cristiana: “Pues ahora sabemos, Señoras, que la compasión les ha hecho a ustedes adoptar estas pequeñas criaturas como sus hijos, ustedes han sido sus madres según la gracia, después que sus madres según la naturaleza les han abandonado: vean ustedes ahora si ustedes quieren abandonarlos
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también. Cesen de ser sus madres para convertirse en sus jueces, sus vidas y sus muertes están entre sus manos: yo voy a tomar los votos; es tiempo de pronunciar sus sentencias, y de saber si ustedes ya no desean tener misericordia por ellos. El ellos vivirán si ustedes continúan tomando un caritativo cuidado; al contrario, ellos perecerán infaliblemente si ustedes les abandonan: la experiencia no les permite a ustedes dudar.” No se respondió a esta patética exhortación que por sollozos; y el mismo día, en la misma iglesia, al mismo instante, dice el abad Maury, el hospital de los Niños Encontrados de París fue fundado, y dotado de 40,000 francos de renta.40
Con qué verdad y qué sentimiento de reconocimiento los niños abandonados deben gritar de edad en edad con un profeta: “Aquellos que me han dado la vida me han abandonado; pero Dios, por la intercesión de un servidor tierno y caritativo, me ha puesto bajo su protección: Pater meus et mater meus dereliquerunt me; Dominus autem assumpsit me.”
Los gastos que hizo Vicente para este establecimiento, su más bello título a la inmortalidad, vinieron a ser tales que ellos excitaron las quejas de algunos de sus sacerdotes. Uno de ellos dijo públicamente que aplicando a estos niños las limosnas que habría podido hacer en la casa de San Lázaro, la arruinaría completamente. Vicente, a quien este discurso poco cristiano le fue rendido, le respondió por estas palabras:
“Dios le perdone esta debilidad, que le hace así alejarse de los sentimientos del Evangelio. ¡Oh qué bajeza de fe de creer que, por hacer procurar el bien a los niños pobres y abandonados como éstos, Nuestro Señor tenga menos de bondad para nosotros, ¡él que promete recompensar al ciento lo que uno dé por él! Puesto que este inofensivo Señor ha dicho a sus discípulos: Dejen venir a estos niños a mí, ¿nosotros podemos, sin contrariarlo, rechazarlos o abandonarlos cuando ellos vienen a nosotros? ¡¿Qué ternura no ha testimoniado él por los niñitos, hasta tomarles en sus brazos y 40 N. del autor.‐ Un bello fresco, pintado por Guillemot en la capilla de San Vicente de Paúl, en Saint‐Sulpice, representa este bello sujeto. Sobre el muro opuesto de la misma capilla, otro fresco del mismo pintor representa a San Vicente de Paúl asistiendo a Luis XIII en sus últimos momentos.
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tomarles de las manos?! ¿No es a su ocasión que él nos ha dado una regla de salvación, ordenándonos de volvernos semejantes a los niñitos, si queremos tener entrada al reino de los cielos…? Proveer a las necesidades de los niños encontrados es tomar el lugar de sus padres y de sus madres, o más que todo la de Dios, que ha dicho que si una madre fuera a olvidar su hijo, él mismo lo cuidaría y no lo olvidaría. Si Nuestro Señor viviera todavía en la tierra y que él viera los niños abandonados, ¿pensaríamos nosotros que él querría también abandonarlos? Sería sin duda hacer una injuria a su bondad infinita tener tal pensamiento. ¿Cómo entonces la pena que tenemos en sostenerlos sería ella para nosotros una razón de abandonarles, para nosotros, dije, que la Providencia ha encargado de procurarles el bien espiritual y la conservación temporal?”
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CAPÍTULO XIX.
Disturbios de la Fronde.‐ Vicente es perseguido como partidario del rey.‐ Él deja París.‐ Sus viajes y sus peligros en las provincias.
Felizmente que la suerte de los Niños Encontrados fue asegurada antes de los disturbios de la Fronde, que comenzaron este año, y agotaron todos los recursos del Estado y de los particulares. Esta guerra civil, que la política firme e imponente del cardenal Richelieu hubiera apagado en su nacimiento, no debió su origen que a la flojera y a la duplicidad de Mazarino: la ambición del parlamento de París, largo tiempo contenida, creyó poder todo intentar bajo la regencia de una mujer y bajo el ministerio de un extranjero: de concesiones en concesiones, la autoridad pasó al parlamento, que, en un cámara llamada de Saint‐Louis, quería arreglar y decidir los intereses de Estado. Los jóvenes consejeros que componían esta cámara deseaban que se les creyera los amigos y los protectores del pueblo; pero ellos se preocupaban más de los intereses de sus cuerpos o de sus pobres ambiciones que del bien público. En medio de estos facciosos, François de Gondi, asistente del arzobispo de París, se distinguía por su audacia, su ingratitud hacia la corte y por la ligereza de sus costumbres. Otro personaje se señalaba también, pero por su fidelidad a su rey, su inquebrantable firmeza y por todas las virtudes ancestrales; éste era el primer presidente Molé.
El arresto de los tres concejeros más fogosos fue como la señal de la revuelta. A la voz de Gondi, la población de los graneros y de los suburbios Saint‐Marceau y Saint‐Antoine se subleva como en los días de nuestra Revolución, forma barricadas en las calles y libera uno de los concejeros. Los dos partidos de llamaban facción. Los partidarios de la corte se llamaban Mazarinos; los del parlamento, Frondeurs41 , del nombre de un juego de niños que, compartido en varias bandas en las fosas de la Bastilla, se lanzaban piedras 41 N.T. Tiradores de hondas como David, el pastor.
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con la honda. Los disturbios habiendo alcanzado un carácter alarmante, la Reina creyó deber retirarse a San Germán‐en‐Laye, llevando con ella la esperanza de Francia, su hijo, el joven Luis, que debía un día reinar con tanta gloria.
Durante esos días de tormenta, Vicente se conducía todo a la vez en sujeto fiel y en buen ciudadano. Previniendo que la hambruna siguiera de cerca la revuelta, él deseaba reservar, para la necesidad de los pobres, las provisiones destinadas a la subsistencia de todas sus casas. El licencia a todos los seminaristas, dispersa en la campiña sus misioneros y cierra todos sus colegios. Después de haber tomado estas sabias precauciones, él resuelve presentarse en San Germán al lado de la Reina, para aclararle sobre el estado de la capital y la conducta de Mazarino. La confianza que esta princesa le había siempre acordado le hacía esperar que la misión que iba a cumplir espontáneamente pudiera ser útil a las dos partidos.
Él salió de París el 13 de enero de 1649, antes del amanecer, y tomó la ruta de San Germán. En sabia política, él no le contó a nadie de su viaje; pero, para no dar la espalda al parlamento, que hubiera hallado mal que un hombre como él dejara París sin decir nada, él remite a su primer asistente una carta para el primer presidente Molé, con quien él tuvo siempre las relaciones de la más alta estima. Él le decía en dos palabras que él se iba a la corte para ahí trabajar por la paz; que si él no había tenido el honor de rendirle sus deberes antes de su partida, fue únicamente para poder asegurar a la Reina que él no había concertado con nadie lo que él iba a decirle.
Como París estaba bajo las armas y que había guardias avanzadas en todos los suburbios, fue obligado de hacer un gran circuito: no hacía todavía gran día cuando entra en Chichi, su antigua parroquia. Esta oscuridad piensa es fatal para él. Los habitantes de este pueblo, habiendo sido pillados la medianoche por la caballería, habían tomado las armas para hacerlos retroceder, en caso de un nuevo ataque. Al ruido de dos hombres a caballo, ellos dieron la alerta y avanzaron unos lanza en mano, otros el fusil firme y
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listo a hacer fuego. El compañero de Vicente, que no era bien aguerrido, estaba preso de miedo, como lo ha dicho él mismo: “Pero, agrega él, yo pensé al mismo momento que Dios no permitiría que los paisanos maltratasen un hombre que había consagrado a su servicio toda su vida.” En efecto, uno de ellos habiéndole reconocido y habiéndole hecho conocer a los demás por su viejo pastor, la vista de su buen cura despierta en ellos los sentimientos de reconocimiento y de veneración que ellos le habían siempre tenido. Ellos le enseñan la ruta que él debía tener para no caer entre las manos de los soldados regados en la campiña.
A dos pasos de allá, en Neuiliy, él corrió un nuevo peligro. Las aguas del Sena estando desbordadas cubrían una parte del viejo puente de madera tirado entonces sobre este río; se le aconseja de no arriesgar la pasada; pero su valor le sostiene y Dios le protege: para agradecerle al momento mismo por una acción de caridad, él envía su caballo a un pobre hombre que estaba sobre la otra ribera y que, sin este socorro, no habría continuado su viaje. Él llega finalmente a San Germán, tuvo una larga conferencia con la Reina, en la que él le dice todo lo que él pudo encontrar de más fuerte para desviarla del sitio de París. Él le representa que no era justo hacer morir por la hambruna tantos miles de hombres para castigar veinte o treinta culpables; él osa hasta de declararle que, puesto que la presencia de Mazarino parecía ser la causa de la guerra civil, se debía sacrificarle al regreso de la paz. Aunque él no estuvo alejado del respeto profundo que él tenía para esta princesa, él temía haber hablado con demasiada libertad y haber afectado por eso el éxito de su negociación. “Ya que en fin, decía él dos días después, jamás discurso en que sentí la rudeza me ha resultado bien, y yo siempre remarqué que, para quebrantar el espíritu, no es necesario agriar el corazón.”
También, habiendo pasado del apartamento de la Reina al de Mazarino, él se entrevista con éste con una dulzura y una tranquilidad en que el ministro fue tocado. Él le habla sin embargo como le había hablado a la Reina, exhortándole hasta a tirarse en el mar para calmar la tormenta. Mazarino le respondió con bondad: “¡Eh bien! Nuestro Padre, yo me iré, si el Sr. Le Tellier está de acuerdo con usted.” Ese mismo día se tiene un consejo con la
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Reina. La propuesta de Vicente habiendo sido puesta en consideración, fue decidido, según la opinión de le Teiller, que Mazarino quedaría primer ministro. El sabio y valiente consejero esperaba ser desgraciado; pero la corte, que conocía su cercanía al Rey y la pureza de sus intenciones, no le hizo un crimen de este acto de devoción. Al día siguiente, habiendo pedido un pasaporte, el Sr. Le Tellier se lo envía, firmado de la mano del Rey; este joven príncipe le da también una escolta, que le acompaña hasta a Villepreux.
Si se hubiera sabido en París lo que se estaba pasando en San Germán, el pueblo, furioso contra Mazarino hubiera visto a Vicente como el más celoso tirador de honda; pero, enemigo de toda falsa popularidad y siempre fiel a su rey, el modesto sacerdote se guarda de dejar transpirar el motivo de ese viaje; él ama mejor ser tratado como un enemigo declarado. Un consejero, que se decía autorizado por su compañía, se hizo dar las llaves de San Lázaro; por sus órdenes, todo lo que ahí había de trigo en los graneros fue tomado; se pusieron guardias en todas las puertas; ochocientos soldados fueron alojados en los edificios, que fueron librados al pillaje; ellos prendieron fuego a las bodegas de madera de la planta baja y las redujeron a cenizas. El parlamento condenó estos actos hostiles e hizo retirar los soldados; pero los daños que ellos habían causado jamás fueron reparados. Para colmar la desgracia, una hacienda poco alejada de Versailles, y que era el último recurso de San Lázaro, después de haber sido saqueada por los honderos, fue también por los soldados de la armada del Rey.
Conociendo estas malas noticias, Vicente se contenta de decir: “¡Dios sea bendito! ¡Dios sea bendito!” De Villepreux él se presentó en Fréneville, cerca de Étampes. Acabándose de alejar de París, él se ocupaba todavía de los pobres de esta capital: él ordena a sus sacerdotes de dar a seis francos la medida de harina que el parlamento había tasado a diez; se les distribuía cada día a cerca de diez mil pobres de toda edad y de todo sexo. Mientras que él se mostraba tan generoso hacia los demás, él se sometía él mismo a las más duras privaciones: apenas se calentaba durante un invierno riguroso; él se alimentaba de un pan de centeno y frijoles, y reservaba para los
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paisanos que él hacía comer con él lo que le servían de menos malo. Durante su retiro en Fréneville, él hizo una misión a Val‐de‐Puiseau; el primer discurso que él hizo escuchar sobre la necesidad de conjurar la tormenta por un sincero regreso a Dios, produjo un tal efecto en sus buenos pueblerinos, que fue obligado a llamar uno de sus sacerdotes, para recibir con el cura del lugar las confesiones que produjeron sus impactantes exhortaciones.
El fuego de la guerra civil volviéndose siempre más ardiente, Vicente se determina a hacer la visita a las casas de su congregación. El hielo y la nieve, de que los caminos estaban cubiertos, no detienen esta decisión. Él llega a Mans, donde sus hijos, sorprendidos y encantados de verle, le recurren con una urgencia que fue compartida por toda la ciudad. El ruido de su llegada habiéndose difundido sin darse cuenta, hubo donde él tal concurrencia, que él fue obligado de quedarse quince días en Mans.
De ahí se fue a Angers, donde las Hijas de la Caridad tenían un establecimiento considerable. A una media legua de Duretal, su caballo se cayó en un río, donde se hubiera ahogado sin el pronto socorro que le da uno de sus sacerdotes, que le acompañaba. Un poco afectado por este accidente, él vuelve a montar el caballo, todo mojado, se seca como pudo en una pobre fogata, y, como estaba en cuaresma, él permanece sin comer hasta en la noche que él arriba en un hospedaje. Aunque extenuado de la fatiga y del hambre, él se puso a hacer catequesis a los sirvientes de la casa; la dueña, sorprendida y edificada, corrió en el pueblo, reúne a todos los niños, y, sin haberle dicho nada, les hizo subir a su recámara. Vicente le agradece afectuosamente su piadosa atención, distribuye esta juventud en dos porciones, y da una a instruir a su compañero, y dirige a la otra porción exhortaciones, con su bondad y su unción ordinaria. Después de la catequesis, él hizo la limosna a todos estos niños que eran tan pobres como ignorantes.
De Angers él parte para Rennes. Sobre la ruta le esperaba el más grande peligro que él haya corrido en su vida: cuando pasaba el agua sobre un puente de madera, entre un molino y un estanque bastante profundo, su
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caballo, asustado del movimiento y del ruido del molino, retrocede tan bruscamente, que pone un pie fuera del puente y queda como suspendido sobre el precipicio. Nuestro viajero se creyó perdido; pero Dios le tendió la mano, el caballo se detiene todo corto, y él atraviesa el puente agradeciendo al cielo, con su compañero, de una protección tan visible.
En la noche él llega a un albergue donde le dan un cuarto que, aunque presentado como el mejor, no estaba habitable; él se contentó sin embargo, cuando algunos amigos de la dueña habiendo sobrevenidos, no tuvieron ningún temor en quitárselo para alojarlo todavía más mal. Él lo cede sin quejarse. Otra vez se le introdujo en un cuarto vecino del que estaba durmiendo un grupo de paisanos que bebieron y cantaron toda la noche; en lugar de quejarse del poco cuidado que se había tenido para su reposo, él da al irse a su hotelera rosarios tan bellos, que habrían podido ser ofrecidos a la duquesa de Aiguillon. Él pagaba siempre generosamente, pero aún más en los malos alojamientos.
Vicente, que estaba en la costumbre de no hacer jamás ninguna visita de pura cortesía, creía poder pasar a Rennes como a Orléans y a Angers; pero él fue reconocido en solo entrando. El descontento que reinaba en París había también explotado en una ciudad, donde también había un parlamento. Los partidarios del Rey eran mal recibidos en Rennes; apenas él puso pie en tierra, que una persona en el lugar le fue a decir, que la llegada de un hombre como él, miembro del consejo de la Reina y dedicado a esta princesa, era sospechosa a los habitantes, que se había planificado hacerle arrestar, que ella le había dado aviso, a fin que a esa misma hora saliera de la ciudad.
Él se disponía a salir, cuando un caballero del partido de la Fronde, hospedado en la misma hostelería, habiéndole reconocido, le dice bien alto en un arrebato de cólera: “El Señor Vicente será bien sorprendido si, a dos leguas de aquí, se le da un tiro de pistola en la cabeza.” Tal apóstrofe no enturbia mucho la serenidad del alma de Vicente, él no pensaba menos que en partir; pero el teólogo de Saint‐Brieue, que había venido a encontrarle, le impide meterse en ruta, comprometiéndole a ver el primer presidente: Este
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magistrado, tocado de la gravedad y de la sabiduría del venerable anciano, comprendió que su llegada a Rennes no tenía nada de hostil, y no le presiona más de partir. Sin embargo él deja Rennes el día siguiente. Cuando él estaba listo de montar el caballo, se vio entrar en la ciudad el caballero que le había amenazado tan cruelmente la noche anterior. Se creyó, con suficiente fundamento, que él había ido a esperarlo sobre la ruta para efectuar su amenaza. El teólogo, que tenía por él el más vivo apego, quiso acompañarlo hasta Saint‐Méen, donde él pasa quince días, constantemente ocupado de trabajar en la edificación pública.
Él estaba en marcha para ir a la Guienne, cuando la Reina le hizo dar la orden de regresar a París, donde el Rey había regresado: pero tantas fatigas, unidas a los achaques de la edad, le causaron una enfermedad y le forzaron a detenerse en Richelieu. La noticia habiendo llegado a París, se le envía el enfermero de San Lázaro, que sabía mejor que nadie cómo había que tratarlo. Esta atención para el más miserable de los hombres, que es así que él se llamaba siempre, le dio pena y él lo testimonia. Sin embargo la duquesa de Aiguillon le envía una pequeña carroza, para llevarle tan pronto que él estuviera en estado de ponerse en camino. Circunstancias interesantes se liaron a este modesto transporte.
Las damas de su asamblea, viéndole más y más enfermo, y temiendo para él cualquier accidente, le habían hecho hacer sin consultarle un coche muy simple. A pesar de la necesidad que él tenía, él no quiso jamás servirse de él, y el coche envejecía en el rechazo. Este fue el mismo coche que la duquesa de Aiguillon le había enviado a Richelieu. El estado de debilidad en que se hallaba, las órdenes de la Reina, el deseo que él tenía de regresar a una ciudad rendida al orden y al reposo, le comprometieron a aprovechar de la atención de la duquesa para regresar a París; pero apenas llegado, él reenvía los caballos a la duquesa, que no quiso volverlos a tomar; ella le conjura de tener cuidado a la necesidad que él tenía. Vicente persiste en su primer rechazo; él dice incluso que si la inflamación de sus piernas, que aumentaba todos los días, no le permitieran más de ir a pie ni a caballo, él estaba resuelto de cuidar la casa el resto de su vida, en vez de hacerse llevar en una
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carroza. Para terminar este combate de generosidad y de humildad, que dura varias semanas, la duquesa tuvo que recurrir a la Reina y al arzobispo, que todos decidieron como ella lo deseaba. Vicente fue obligado a obedecer: él llamó esta carroza su vergüenza y su ignominia. Él dice un día al Padre Sénault y a otros Oratorianos, que habían venido a conducirle hasta la puerta de la casa de ellos: “Vean ustedes, mis Padres, yo soy hijo de un pobre paisano, y yo oso servirme de una carroza.” Además, esta carroza estaba al servicio del público más que al suyo; él hacía subir al lado suyo los ancianos que encontraba en las calles; él transportaba los enfermos hasta la puerta del Hotel de Dios. Esta carroza de los pobres les fue tanto más útil, que ella puso a Vicente en capacidad de darles, durante diez años, servicios en que la debilidad de sus piernas le habría vuelto incapaz.
De regreso de Richelieu, y después de haber presentado sus homenajes a la Reina‐madre y al Rey, él se ocupa de reparar los desastres que las turbas habían cometido en los alrededores de París. Las iglesias de Châtillon y de Clamart habían sido profanadas; él va a rezar y a llorar sobre el mismo lugar de la profanación. La casa de San Lázaro, tan frecuentemente saqueada por la Fronde, se encontraba en un estado deplorable; él se vio reducido a hacer comer a sus hijos del pan de cebada y avena, y nadie murmuraba. “los pobres, decía él mismo, en una carta al Sr. Almeras, los pobres que no saben dónde ir, ni qué hacer, que ya sufren y que se multiplican todos los días, ahí está mi peso y mi dolor.”
Este peso vino a ser aún más fatigante, cuando el fuego de la guerra civil, con el regreso del Rey en su capital se había casi extinguido, se revive por el arresto de los príncipes de Condé, de Conti y del duque de Longueville, que había ordenado Mazarino. Los enemigos de afuera aprovecharon estas nuevas divisiones; los españoles tomaron el Catelet, la Capelle y Rhétel. La Champagne y la Picardie se vieron en una situación casi tan deplorable como en la que había estado un poco antes La Lorena. Estos males tocaron poco a los Parisinos, todo ocupados de sus propios males. Vicente fue el único que no fue insensible; él hizo partir de inmediato dos de sus misioneros con un caballo cargado de víveres y cerca de quinientas libras en plata. Este débil
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socorro era bien poca cosa en una tan grande calamidad; los misioneros encontraron a lo largo de los cercados y sobre todas las rutas un tan grande número de desgraciados muriendo de hambre, que sus provisiones fueron agotadas antes de llegar al lugar de su destino. Ellos corrieron a las ciudades vecinas para comprar otras; pero una escasez completa se hacía sentir. Los dos sacerdotes se apresuraron a escribir a su superior que la desolación era general, que desaparecerían estos pueblos, si ellos no eran prontamente socorridos. Ante estas noticias él resolvió de emprender todo para aliviar sus hermanos; él recurrió a las damas de Caridad; él supo llevarlas a nuevos sacrificios, a pesar de que las desgracias del tiempo habían casi agotado todos sus recursos. Él se dirige también al arzobispo de París, quien ordena a los predicadores exponer en los púlpitos cristianos las necesidades y la miseria de las dos provincias.
Vicente hizo partir hasta dieciséis de sus misioneros con el nuevo socorro que él pudo obtener; él envía enseguida las Hijas de la Caridad. El Vermandois, la Thiérache, una gran parte del Soissonnais y del Rémois, el Laonois, el Rhetelois, estaban en este triste estado en que Dios hacía caer los países que él golpea en su cólera. Los misioneros escribieron a Vicente: “lo que da horror, y que no nos atreveríamos a decir si no lo hubiéramos visto, ellos se comen los brazos y las manos, y mueren en la desesperación.” En Saint‐Quentin los burgueses habían resuelto, se decía, de lanzar por encima de las murallas una turba de pobres extranjeros refugiados en la ciudad, y esto para no disminuir las provisiones que los misioneros les enviaban. Tal fue el estado de estas provincias hasta la paz de los Pirineos, aunque los socorros que les daba Vicente se elevasen todos los meses de veinte a treinta mil francos.
A la buena obra, de una caridad constante, los misioneros agregaban todos los consuelos religiosos, a los que ellos llamaban los pueblos enteros, cuyas iglesias habían sido destruidas y los pastores masacrados. Uno de ellos, después de la batalla de Rhetel , donde la defección de Turenne fue castigada por su derrota, hizo enterrar dos mil españoles, cuyos miembros esparcidos en los campos de batalla expandieron la infección. Otro, vuelto guerillero,
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pasaba los ríos a nado, marchaba con los pies desnudos, hacía travesías peligrosas en medio de las tropas, quitaba a los armados las bestias que ellos acababan de quitar ellos mismos a los pobres de quienes él era la salvaguarda. Las ciudades de Guise, de Laon, de Noyon, de Channi, de la Fère, de Arras, de Amiens y de Péronne, deben conservar una tierna veneración para los servicios que Vicente rindió a sus ancestros. Su nombre debe ser igualmente bendecido y honrado en Reims, en Rhetel, en Neuchâtel, en Mézières y en toda la Champagne. La ciudad de Reims decide que cada día se celebraría, para él y las damas de su asamblea, una misa delante la tumba de san Remi. Una procesión solemne, a la cual asistieron todos los cuerpos de la ciudad, tuvo lugar, en 1651, el día de Pentecostés. Reims, acostumbrada que ella estaba a las grandes solemnidades sacras de nuestro Rey, no había jamás visto tan grande concurrencia.
Mientras que Vicente repartía cerca de un millón en Champagne y en Picardie, él fue obligado a llevar los mismos socorros a otras provincias, que, como lo dijo él mismo, estaban también casi desoladas. Como su nombre y su ternura para los pobres eran conocidos por todas partes, la miseria, en cualquier parte que estuviera, no tardó casi nada en reclamar la una y la otra. Los irlandeses católicos, refugiados en Francia, le hicieron escuchar todavía sus gritos; ellos estaban enrolados en las armadas del Rey, y habían sido muy maltratados en los diferentes combates que tuvieron lugar bajo los muros de Bordeaux. Seguido de las viudas de sus camaradas y de ciento cincuenta huérfanos, ellos habían llegado a Troyes a pie, en medio de la nieve, extenuados de hambre y de hastío; en este estado, unos estaban acostados en la plaza Saint Pierre, mientras que otros recogían en las calles lo que los perros no querían comer. Apenas Vicente fue informado de su horrible situación, que él mismo instruía sobre esto a las damas de caridad. De acuerdo con ellas, él hizo partir al campo uno de sus sacerdotes, que, siendo irlandés, estaba en mejor estado que nadie de entrar en todas las necesidades de esta pobre gente y de aliviarlos. Este misionero lleva de entrada a Troyes 600 libras, y este primer socorro fue seguido de varios otros sea en dinero, sea en vestidos, sea en ropa.
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CAPÍTULO XX.
Socorros enviados por Vicente a los pueblos de los alrededores de París.‐ Él salva los habitantes de Gennevilles de las consecuencias de una
inundación.‐ Muerte del Sr. Lebon.
El centro del reino no estaba menos desolado por la guerra civil, que las zonas fronterizas por la guerra extranjera. La batalla del suburbio Saint‐Antoine, el sitio de Étampes, tantas marchas y contramarchas a las puertas de París habían llevado la escasez a todos los lugares en que las armadas de los dos partidos habían acampado. Vicente, no pudiendo subvencionar tantas calamidades, compromete a varias comunidades religiosas a compartir su ministerio de beneficencia, lo que ellas hicieron con el más grande suceso. Los jesuitas de encargaron del cantón de Villeneuve‐Saint‐George, de Crosne, Hyères, Limai, Valenton y otros pueblos. Étampes, Lagni, Palaiseau decepcionaron a los misioneros. En Étampes ellos no encontraron más que espectros errantes entre los cadáveres, a los que ellos dieron sepultura; los niños que habían perdido sus padres fueron recogidos en una casa común; se establecieron seis cocinas, dos para Étampes, y las otras cuatro para Étrechy, Villecomin, Saint‐Arnoult, Galerval y tres pueblos contiguos. Los enfermos, los convalecientes se restablecieron poco a poco; pero los libertadores de tantos infortunados sucumbieron víctimas de su devoción: el aire envenenado que ellos respiraban, los alimentos en mal estado que ellos usaban para preparar el de los pobres, hicieron perecer varios misioneros.
Las parroquias de Juvisy, de Atis obtuvieron los mismos socorros; Vicente reabrió de nuevo las fuentes de la beneficencia pública. Hombres que habrían desdeñado todo otro intercesor, cedieron a sus sacerdotes y a sus lágrimas: El Sr. Duplessis‐Monbart estableció con éxito un monte de piedad, al que quienes no podían aportar dinero aportaban muebles, vestidos, provisiones que ellos podían dar. Vicente enviaba cada día a Palaiseau una
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carreta cargada de víveres. Aquellos que guardaban las puertas de París, viéndola salir tan frecuentemente en la mañana y entrar en la tarde, no se contentaban con lo que les dice el conductor, del destino de este transporte; ellos le amenazaron de detenerla, si él no presentaba un certificado del superior de la Misión, bien y debidamente firmada. Vicente da uno que portaba en sustancia: “Que sobre la noticia que se le había dado de que la mitad de los habitantes de Palaiseau estaban enfermos, y que morían de diez a doce por día, él había enviado cuatro sacerdotes y un cirujano; que, desde la víspera del Santo Sacramento, él había hecho transportar cada día dieciséis gruesas de pan blanco, quince pintas de vino y una vez carne; que dichos sacerdotes de su compañía habiéndole indicado que era necesario enviar harina y un muid42 de vino, para la asistencia de estos mismos pobres y de aquellos de los pueblos circunvecinos, él hacía partir actualmente una carreta de tres caballos, cargada de cuatro setiers43 y de dos medios‐muids de vino.” Este certificado no fue encontrado y no apareció sino que después de su muerte.
Aunque la casa de San Lázaro, había sido horriblemente saqueada y que ella faltaba de todo, la caridad superior no piensa en reparar los desastres; él no se ocupa que de la miseria de los pobres habitantes de los alrededores de París. A la primera noticia de los males de Palaiseau, él escribió a la duquesa de Aiguillon para rogarle de convocar una asamblea de las damas de Caridad y de buscar con ellas los medios de aliviar este pueblo: “Yo vengo, les decía, de enviar a Palaiseau un sacerdote con un hermano y 50 libras. La enfermedad que reina allá es tan maligna que nuestros cuatro primeros sacerdotes han sido contagiados de ella: ha sido necesario traerlos aquí, y hay dos de ellos que están en estado extremo. ¡Oh Señora, qué cosecha a hacer para el cielo, en este tiempo en que las miserias son tan grandes a nuestras puertas! Nosotros podemos decir de esta guerra que ella será la 42 .N.T. Un “muid” es una medida antigua de volumen utilizada en Francia para medir sólidos y líquidos. En París, esta medida de líquidos era equivalente más o menos a 280 litros. http://fr.wikipedia.org/wiki/Muid 43 N.T. Un “setier” era equivalente a 1/12 de un muid de materia seca, o sea, aproximadamente 0.30 metros cúbicos. http://fr.wikipedia.org/wiki/Muid
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causa de la condenación de cantidad de personas, pero que Dios se servirá de ella también para operar la gracia, la justificación y la gloria de varios otros. Yo tengo la corazonada de esperar que usted será de este número, y es lo que pido a Nuestro Señor.”
La duquesa de Aiguillon respondió a esta carta vendiendo por veinticinco mil francos la vajilla; esta suma fue depositada en las manos de Vicente.
La capital, teatro de los disturbios, sufrió las consecuencias inevitables; ella estaba en vías de todos los horrores de la escasez; la libra de pan ahí valía entonces veinticuatro de nuestros centavos. Vicente escribió a un doctor de Sorbona, que se donaba cada día en París caldos a catorce y quince mil pobres, quienes, sin este socorro, habrían todos muertos de hambre; que habían puesto fuera del alcance de la brutalidad de los soldados ocho o novecientas muchachas acogiéndoles en casas particulares: “He aquí, Señor, le decía, buenas noticias, contra la costumbre que tenemos de no escribir nada de esto: pero , ¿quién se podría abstener de publicar la grandeza de Dios y sus misericordias?” Lo que él no decía, es la parte que él tenía en todas estas caridades.
El servicio señalado que él rendía, el año 1652, a los habitantes de Gennevillier, pueblo situado a dos pequeñas leguas de París, en un islote formado por el Sena, puede aportar la prueba que él presentaba y se convertía en alguna suerte de mal para aliviarlo. El Sena estando desbordado, como para agregar a todas las plagas que desolaban la capital, él piensa que esta inundación se debía hacer sentir sobre todo en Genevilliers, en que él conocía la situación a fondo. Nadie le había hablado de esto; pero, cediendo a la inspiración de su corazón, él hizo cargar de pan una gran carreta, y la envía a Gennevilliers con dos de sus misioneros. Jamás los socorros no podían arribar más a propósito: los habitantes, medio sumergidos en sus casas, resentían ya los horrores de la hambruna; ellos emitían gritos lamentables. La violencia y el volumen de las aguas congelaban de frío todos aquellos que hubieran intentado socorrerlos. En esta situación extrema, los dos misioneros sienten redoblar su coraje; ellos desembarcan sus provisiones
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en una canasta, se embarcan, dirigiéndola hacia el presbiterio, ruegan al cura de acompañarles; después, navegando en las calles, distribuyen a los dos lados su pan por las ventanas, las aguas estando ya arriba de las puertas. Las diversas corrientes, que a los mismos marineros asustaban, pusieron la canasta más de una vez en peligro; pero Dios la protege: Genneviliers la vio llegar felizmente, tanto lo que dura el desbordamiento.
Una vez que la plaga había pasado, los habitantes de este pueblo designaron a Vicente los principales entre ellos para agradecerle: él les recibe con bondad, observándoles que el honor de servir a Dios era su más dulce recompensa. Gennevilliers se puso, hace varios años, al abrigo de las inundaciones, por diques que han rodeado su territorio. ¡Puedan ser ellos tan seguros para sus agricultores, así como un solo hombre lo fue para sus sacerdotes!
En esos tiempos de disturbios y de vértigo, en que el espíritu de revuelta era inflamado por los magistrados encargados de apagarlo, en que los jefes de los diferentes partidos cambiaban frecuentemente de estandarte y de campo, Vicente se muestra siempre firme e inquebrantable en la ruta del deber. Él pregona el amor y la fidelidad al Rey, como el único medio de salvación. Él compromete a una residencia total los obispos cuyos asuntos habrían llamado a París, representándoles que su ausencia podría afectar la autoridad del príncipe que ellos debían mantener. Durante la batalla de la puerta de Saint‐Antoine, tan célebre por los nombres de Condé y de Turenne, en medio del ruido del cañón que golpeaba sus oídos, él estaba postrado al pie de los altares, rogando para la paz, conjurando a Dios de retirar la mano que llevó a su pueblo golpes tan terribles. No se creería que él fue ultrajado y maltratado, si toda la gente de bien, fieles a sus deberes, no hubiera sido expuesto a los insultos del populacho.
A la puerta de la Conferencia, él fue cargado de injurias, batido, amenazado de muerte, y él no se venga de esto que solicitando al magistrado, quien quería condenar, la gracia del culpable. A dos pasos de San Lázaro, un hombre furioso, bajo pretexto de que él lo había golpeado al pasar, le insulta,
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acusándole de ser el causante de los impuestos de que el pueblo estaba cargado: la paciencia y la humildad con la que él recibió este indigno tratamiento, toca al bárbaro hondero, que vino, el día siguiente, a tirarse a sus pies y pidiéndole perdón. Vicente le recibe con bondad, le decide a aprovechar los ejercicios del retiro, y le vuelve más calmo y más sumiso.
Aunque ajeno al gobierno del Estado, él creyó deber trabajar al regreso de la paz; en este propósito él tuvo frecuentes conversaciones con el duque de Orléans, con la regente, el príncipe de Condé, el cardenal de Mazarino. Sus historiadores no dicen nada de que él vio al asistente, el principal autor de los disturbios. Se ha encontrado, después de su muerte, el borrador de una carta que él escribió a Mazarino, mientras la corte estaba en Saint‐Denis; nosotros la transcribiremos aquí, porque ahí se ve algo de su proyecto de pacificación.
“Yo suplico a Su Eminencia de perdonarme que yo volví ayer en la tarde sin haber tenido el honor de recibir sus órdenes; yo me sentí mal por esto, porque yo me hallaba mal. El magistrado el duque de Orléans viene de decirme que él me enviará hoy el Sr. De Ornano para responderme, lo que él ha deseado concertar con el Sr. Príncipe. Ayer le comenté a la Reina la conversación que yo había tenido el honor de tener con los dos separadamente, y que fue bien respetuosa y en gracia. Yo le dije a su Alteza Real que, si se restablecía al Rey en su autoridad, y se le da un decreto de justificación, Su Eminencia daría la satisfacción que se desea; que difícilmente se podía acomodar este gran asunto por los representantes, y que sería necesario personas de confianza recíproca, que tratasen cosas de mutuo acuerdo. Él me testimonia, de gesto y de palabra, que esto le parecía bien, y me respondió que él lo concedería con su consejo. Mañana en la mañana, yo espero, Dios mediante, estar en posición de ir a llevar su respuesta a Su Eminencia, etc., etc.”
No quedan otras piezas auténticas de esta negociación; pero uno puede adelantar, sin temeridad, que Vicente contribuye poderosamente a la paz que tuvo lugar algún tiempo después. Cuando este feliz acontecimiento estuvo bien asegurado, se le representa que era justo de hacer cesar las
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privaciones de todo género que él había impuesto a su congregación; él no quería consentir esto, porque la guerra con España continuaba siempre. “No es necesario quedarse en esto, responde él: debemos obtener de Dios la paz general.” Este feliz acontecimiento arriba finalmente por el tratado de los Pirineos, que fue el complemento de la paz de Munster, el más bello monumento de la política de Mazarino.
Los problemas civiles estaban apenas apaciguándose, cuando los problemas religiosos comenzaban. Vicente gimió largo tiempo los males de la Iglesia; él fue dócil a la voz del soberano Pontífice, como él había sido fiel a su Rey. Él decía frecuentemente a sus misioneros y a sus Hijas de la Caridad, que toda su ciencia se debía reducir a una sumisión absoluta, que no exigía ni razonamiento ni discusión. Él se opone con todo su poder a las opiniones novedosas de Jansénius44, y toma todas las precauciones necesarias para preservar de ella las casas de su congregación.
Mientras que la Iglesia estaba destrozada por sus propios hijos, Vicente establece sus misioneros en Varsovia, donde fueron atraídos por Louise‐Marie de Gonzague, esposa del rey de Polonia Casimir V. Esta princesa, que había largo tiempo descansando con Ana de Austria en París, donde ella había conocido al instructor de las misiones, y asistido frecuentemente a las asambleas de las damas de la Caridad, no había más que subido al trono
44 N.T. El jansenismo fue un movimiento religioso de la Iglesia católica, principalmente en Europa, de los siglos XVII y posteriores. Su nombre proviene del teólogo y obispo Cornelio Jansenio (1585‐1638). La obra fundamental del jansenismo es el Augustinus, escrito por Jansenio, mas publicado de forma póstuma (Lovaina, 1640) debido a la controversia teológica que hubiera podido generar. Basado en este libro surge un movimiento que se desarrolla en tres ramas: jansenismo teológico, jansenismo moral‐espiritual (influyente en el rigorismo moral en los siglos XVIII y XIX) y jansenismo político‐antijesuítico‐galicanista (considerado como el movimiento mayoritario dentro del jansenismo). Las sucesivas condenas por parte de la Sede romana les llevó a sostener posiciones conciliaristas que les llevaron al galicanismo. El movimiento, desde el inicio se mostró enemigo jurado de los jesuítas y por eso, derivó en postura política gracias al apoyo de Blaise Pascal. http://es.wikipedia.org/wiki/Jansenismo
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cuando ella solicita los sacerdotes de la congregación. Vicente no pudo enviarle más que un pequeño número; pero a su cabeza estaba el Sr. Lambert, uno de sus primeros compañeros, que él solo valía por varios otros. Él unía a la salud más fuerte una sabiduría consumada, una actividad infatigable; también Vicente se separa de él con la más grande pena. Los misioneros fueron recibidos en Varsovia, por el Rey y la Reina, con la más grande bondad. Lambert fue estimado y querido de los grandes y del pueblo. Casimir, a pesar de sus victorias, no habiendo podido alejar de sus Estados las pestes inseparables de la guerra, los misioneros volaron al socorro de los lugares atacados de una cruel epidemia. Lambert estableció hospitales donde él mismo cuidaba los enfermos con sus compañeros; él fue pronto llevado por el contagio. Al saber la noticia de su muerte, Vicente dijo como Tobías, las lágrimas en los ojos: “!Dios me lo dio, Dios me lo quitó: que su nombre sea bendito!”
Algunos meses antes del establecimiento de los misioneros en Varsovia, había muerto el Sr. Lebon, a quien Vicente, como le hemos visto, debía la casa de San Lázaro; jamás benefactor se había aplaudido más por su liberalidad; jamás donante fue más agradecido. El Sr. Lebon, no pudiendo quedar separado de los misioneros, les seguía en sus misiones y compartía sus trabajos tanto como la debilidad de su edad podía permitírselo. Vicente no abandona su benefactor en sus últimos momentos; él reúne sus misioneros alrededor de su lecho de muerte, recibe su último suspiro dándole todos los consuelos de la religión. Después de haberle hecho hacer funerales muy honorables, él ordena que se grabe en el mármol de su tumba los servicios que él había recibido. El deseaba que cada año, a perpetuidad, se le hiciera, el 9 de abril, día de su deceso, un servicio solemne.
Nosotros agregaremos a este detalle un hecho que probará todavía mejor el reconocimiento de Vicente. El Sr. Lebou tenía un sirviente que le había dejado desde hace varios años; habiendo regresado a su país, este hombre había perdido casi enteramente el espíritu. Sin fortuna, sin medios de existencia, él erraba a la aventura, cuando la Providencia le condujo a París, y le hizo reencontrar el camino de San Lázaro. El Sr. Lebon estaba muerto, pero
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Vicente vivía todavía; este pobre hombre pide hablarle: sus ojos extraviados anunciaban una demencia completa. “Es el sirviente de nuestro benefactor, dice Vicente, se debe tener piedad.” Es necesario darle un cuarto, y proveer a todas sus necesidades.
Al final de algunas semanas, que se pasaron bastante tranquilamente, este sirviente cae en demencia; él salía de la mañana a la tarde, corría en todo París, escribía sus pesadillas, no deseando jamás dedicarse al trabajo más ligero. Este problema dura tres años; se quejaban con frecuencia a Vicente: alguien llega hasta a preguntarle si el pan de los pobres era hecho para un hombre que no quería hacer nada, y cuya pereza era un sujeto de escándalo; a esto él respondió: “Él es digno de compasión, él no hace nada malo. Él ha servido a uno de nuestros principales benefactores: ¿Dios encontrará malo que en la persona del servidor se testimonie al maestro los sentimientos que se han tenido por él?”
Tanta paciencia y de buenas obras fueron recompensadas de una manera casi milagrosa; este pobre hombre recobra su razón, y se convierte en un modelo y un consuelo para toda la comunidad; él se dona al servicio de los enfermos con un cuidado y un afecto que le ganaron todos los corazones. ¡Cuánto Vicente debió aplaudirse de su perseverancia de asistir al desgraciado!
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CAPÍTULO XXI.
Fundaciones del hospital del Nombre de Jesús y del Hospital General.
Una de las más bellas creaciones de los últimos años de Vicente fue el establecimiento del hospital del Nombre de Jesús; esta importante fundación fue debida a su alta reputación de sabiduría y de bondad.
Un burgués de París vino a encontrarlo para anunciarle que él tenía una suma considerable a consagrar a alguna buena obra, que él la ponía a su disposición, y que por adelantado ratificaba el empleo que él hiciera de ella; que él no exigía más que una sola cosa, es que su nombre no fuera pronunciado jamás. Esta condición fue prometida y fielmente observada. El nombre de este modesto y generoso ciudadano continúa siendo ocultado al reconocimiento público.
Vicente, después de haber reflexionado sobre esta propuesta, le comunica el plan de la obra que él había creído deber decidir; le dice que veía todos los días un gran número de pobres artesanos que, por vejez o por enfermedad, no pudiendo más ganar sus vidas, estaban reducidos a mendigar; que en este estado ellos abandonaban sus familias y los cuidados de su salud; que creando un hospicio que pudiera servirles de retiro se ejercería en este aspecto un doble acto de caridad. El anónimo aprueba este proyecto, a condición de que el superior general de la congregación de los misioneros se encargara, a perpetuidad, de la administración temporal y espiritual de este hospital.
Vicente compra enseguida dos casas y un emplazamiento considerable en el suburbio de Saint‐Laurent; él hizo construir una capilla que proveyó de ornamentos, hizo provisión de camas y de todos los muebles necesarios a un gran establecimiento; y, cuando todo estuvo en estado, cuarenta pobres, de uno y otro sexo, ahí fueron recibidos: se les aloja en dos conjuntos de
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edificios separados uno del otro, pero dispuestos de tal manera, que hombres y mujeres, todos escuchan la misma misa y la misma oración de los alimentos, sin hablarse y sin verse. Vicente quería que sus tiempos fueran compartidos entre los ejercicios religiosos y los trabajos de los que todavía podían ser capaces. Para este último objetivo, él agrega a los gastos que él había hecho, la compra de algunos materiales y de diversos instrumentos. Lo que quedaba de dinero sirvió para adquirir una renta anual, que fue consagrada al mantenimiento de la casa. Las hijas de la Caridad estuvieron apegadas al servicio de estos cuarenta ancianos; uno de los misioneros estuvo encargado de lo espiritual.
La fundación de este asilo fue sellada por la autoridad pública bajo el título de Hospital del Nombre de Jesús; él fue siempre tan bien administrado, que los pobres entraban sin repugnancia; que las plazas eran solicitadas antes de que ellas estuvieran vacantes, y que personas, dignas de una mejor suerte, se estimaban felices de ser recibidas.
Cuando la casa del Nombre de Jesús había recibido su completa organización, varias damas de la asamblea de Caridad vinieron a visitarla; ellas querían todo ver, todo examinar, darse cuenta de todo; pero entre más examinaban, más eran sorprendidas y edificadas. Cuarenta ancianos que vivían en la unión más perfecta, en que la boca no profería ni murmullos ni chismes, quienes, a los primeros sonidos de la campana, llegaban uno a uno a la capilla y al taller, que testimoniaban, por sus comentarios y con frecuencia por las lágrimas de alegría, que jamás habían sido tan felices; en una palabra, cuarenta ancianos, cuya reunión tenía más el aire de una comunidad religiosa que de un hospicio de seglares, ofrecieron a estas damas un espectáculo que, conmoviéndolas, las excita a expandir tan buena obra. Uno compara naturalmente los pobres tan bien ordenados con esta multitud de gentes sin confesión, sin buenos hábitos y sin religión, que llenaban las calles de París, se sentaban en las iglesias, inquietaban a los habitantes pacíficos por su audacia, su cantidad y sus hábitos. Tantos desórdenes de un lado, tanta regularidad del otro, formaban un contraste que da lugar a muchas reflexiones.
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La primera que se presenta a estas damas fue que se podría hacer para todos los pobres de la capital esto que se acababa de hacer para los cuarenta del Nombre de Jesús: ellas veían que Dios daba gracia y bendición a todas las obras de Vicente; que, provisto que él quisiera poner la mano a ésta, ella tendría éxito; que él tenía, sea en San Lázaro, sea en la comunidad de las Hijas de la Caridad, los más útiles auxiliares; que la más grande encrucijada sería puede ser de hallar un local suficientemente vasto para alojar una tan innumerable multitud de personas de toda edad y de todo sexo. Las primeras damas que tuvieron este grande y generoso pensamiento lo comunicaron a sus compañeras, que, criadas como ellas en la escuela de Vicente, no juzgaron su ejecución sobre sus fuerzas. Se decidió que, desde la primera asamblea, se propondría este proyecto a Vicente. Al mismo tiempo, una de las damas prometió un capital de 50,000 francos, otra, 3,000 libras de renta.
Aunque acostumbrado que estaba el sabio superior a las grandes empresas, el plan de un hospital general para una armada de 40,000 mendigos le espanta; él da justos elogios a la caridad de aquellas que habían formado tan vasto y generoso proyecto; pero él les representa que un asunto de esta naturaleza ameritaba ser maduramente examinado, y que era necesario sobre todo encomendarlo a Dios. En la reunión que tuvo lugar ocho días después, la creación del Hospital General fue sometida a deliberación; y, contra el voto de Vicente, que habría querido sabiamente aplazar, fue decidido, a la unanimidad, que sin demora se pusiera la mano a esta gran obra. Vicente se encarga de solicitarle al Rey la casa y todo el cercado de la Salpêtrière, que, por su extensión, convenía tanto mejor, que él no estaba alejado del Sena. La Reina le hizo extender el decreto de donación, al que un particular, que se pretendía lesionado, se opone; pero la oposición fue pronto levantada por una dama de la asamblea, que se obliga, para indemnizar este individuo, a pagarle una renta de 800 francos.
Tan felices comienzos excitaron el celo y las esperanzas de las fundadoras, que Vicente estaba obligado a moderar el ardor. Su opinión era de no hacer más que un ensayo, de limitarse en el comienzo a cien o doscientos pobres, y no tomar más que aquellos que solicitaran ser recibidos; que unos
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desgraciados, entrados libremente y bien tratados, no faltarían de enganchar a otros a venir a compartir la misma ventaja; que el forzamiento no obtendría nada; que además, a medida que los fondos aumentaran, se recibiría un más grande número de enfermos. Tales eran las primeras ideas de Vicente, siempre enemigo de la precipitación: pronto él fue obligado a esperarse más que lo que él habría querido.
Las cartas patentes del Rey habiendo sido llevadas al registro del parlamento, varios consejeros vieron como una bella, pero quimérica especulación, el proyecto de encerrar bajo un mismo techo tan gran número de vagabundos audaces y perversos, y rehusaron autorizarlo. Para combatir esta oposición, a la que no estaba preparado, fue necesaria toda la sabiduría de Vicente, todo el celo de las damas de su asamblea, todo el crédito del primer presidente del parlamento, Pompone de Bellièvre, que había sucedido al ilustre Molé.
Después de muchas conferencias, los obstáculos fueron levantados, pero fue resuelto por la autoridad, contra la opinión de Vicente, que los mendigos serían todos obligados o a trabajar para ganarse su vida, o a entrar a la Salpêtrière, que a partir de ahí tomó el nombre de Hospital General. En consecuencia, los magistrados hicieron publicar, en el sermón de los domingos de todas las parroquias de París, que el Hospital General sería abierto el 7 de marzo de 1657, y que estaba prohibido mendigar. El más grande número de mendigos se retiraron a sus provincias; no hubo más que cuatro o cinco mil, como Vicente lo había anunciado, que aprovecharon las intenciones caritativas que se tenía para ellos.
El benefactor de los pobres se gozaba sin embargo de ver su obra sostenida por la autoridad, aunque ella no la hubiera adoptado en todas sus disposiciones. Sobre esto él escribió en estos términos: “Se va a quitar la mendicidad de París y a reunir todos los pobres en lugares propios, para mantenerlos, instruirlos y ocuparlos. Es un gran proyecto y muy difícil, pero que está bien avanzado, gracias a Dios, y aprobado de todo el mundo; muchas personas le dan abundantemente, y otras se emplean voluntarios. Ya se tienen diez mil camisas, y del resto en proporción. El Rey y el
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parlamento lo han poderosamente apoyado; y, sin consultarme, ellos han destinado los sacerdotes de nuestra congregación y las Hijas de la Caridad para el servicio de los pobres, bajo la complacencia del Sr. Arzobispo de París. Nosotros no estamos sin embargo todavía resueltos a comprometernos en estos empleos, porque no conocemos aún bastante si el buen Dios lo quiere; pero, si lo emprendemos, no será que para probar.”
Mientras que los misioneros se establecían en el Piémont, ellos perdieron su casa de Roma, de una manera tan honorable para la memoria de Vicente, como molesta para la de Mazarino. El cardenal de Retz, que su oposición audaz había finalmente reducido a buscar un asilo en una tierra extranjera, se había retirado a Roma. Inocente X, que no amaba a Mazarino, le recibió con bastante distinción, y ordena a los misioneros de darle en su casa un apartamento conforme a su nacimiento y a sus dignidades. Los misioneros le reciben con todos los cuidados que ellos debían a las órdenes del soberano Pontífice y al reconocimiento que ellos le tenían a la casa de Gondi, que había tan bien ameritado de su fundador. Mazarino, herido del acogimiento hecho a su enemigo, quiso hacer sentir que su poder se extendía más allá de los Alpes; él se quejó a Vicente de la conducta de sus misioneros, y él fue ordenado de hacer salir de Roma todos los franceses que estaban bajo su jurisdicción. Él obedeció diciendo: “Que vale más perder todo, que perder la virtud la virtud del reconocimiento.”
Alejandro VII, que sucede, el año 1655, a Inocente X, restablece en Roma a los misioneros, y confirma su instituto. El nuevo Pontífice fue menos favorable al cardenal de Retz, que fue obligado a dejar la capital del mundo cristiano y de errar largo tiempo como fugitivo en Suiza, Alemania y Holanda: feliz al fin, después de la renuncia de su arzobispo y el pago de tres millones de deudas que había saldado la revuelta de Fonde, de haber podido reconocer ¡la nada de la ambición y del poder!
Nos aproximamos al final de los trabajos públicos de Vicente: hemos hecho conocer sus misiones, sus viajes, los monumentos eternos de su caridad; lo hemos mostrado en el consejo del rey como en los hospitales; nos
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detendremos un instante en sus ocupaciones interiores. No nos resta más que una muy pequeña parte de las cartas que él escribió en Francia, Italia, Polonia, Barbaria 45 ; se sabe, sin embargo, que él mantenía una correspondencia muy activa y muy extensa. Consultado de todos lados, tenía apenas suficiente para el trabajo inmenso que le atrajo la confianza pública. Obispos, pastores, señores, magistrados, personas de toda edad y de todo rango acudían a él, sea en dificultades de conciencia, sea sobre los deberes de su estado, sea en los asuntos más importantes y más delicados.
45 N.T. Territorio actualmente ocupado por África del Norte (Marruecos, Algeria, Túnez y Libia). http://fr.wikipedia.org/wiki/C%C3%B4te_des_Barbaresques
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CAPÍTULO XXII.
Pérdidas experimentadas por la Congregación.‐ Vicente envía las Hijas de la Caridad a Calais después de la batalla de las Dunes. Sintiendo su fin
próximo el dona reglas a su Congregación.‐ Fundación del Hospital de Santa Reina.
En sus trabajos inmensos, Vicente no estaba consolado por las noticias que recibió de sus hijos de Gènes y de Madagascar. Esta isla les devoraba a todos: ella no fue para ellos más que la tierra del martirio. En Gènes, varios misioneros fueron llevados uno a uno por una epidemia. En medio de estos sujetos de dolor, él tuvo la satisfacción de combatir con éxito un funesto prejuicio.
El marqués de la Mothe‐Fénelon fue aquel de que Dios se sirvió para calmar el furor de los duelos. Famoso por más de un combate de este género, este señor fue vencido por la elocuencia persuasiva e insistente de Vicente, y jura de no dar y de no aceptar ningún desafío. Él estaba ligado a la casa del duque de Orléans, en que todos los oficiales, cediendo a sus consejos, se comprometieron por palabra y por escrito a renunciar para siempre a los combates singulares. El Rey recibió el mismo juramento de todos los oficiales de su guardia; los Estados de Languedoc y de Bretaña privaron del derecho de sesión en sus asambleas a los caballeros que se batieran en sus provincias. El juramento del marqués de Fénelon y de todos sus bravos camaradas, desencantados sobre un falso punto de honor, fue prestado el día de Pentecostés, en la capilla del seminario de Saint‐Sulpice, y bajo los ojos del Sr. Ollier, que había así contribuido a esta resolución generosa.
Sin embargo los días de calamidad no habían pasado todavía para Francia. Hubo este año una inundación general en el reino; todo París estaba en el terror; en varios barrios no se podía ir más que en lanchas; cuatro arcos del puente Marie habían sido llevados con las que casas que estaban arriba. En
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este desastre general, el Santo no olvida el pueblo de Gennevilliers: los desgraciados habitantes, aún sumergidos, vieron, por la tercera vez, el barco de los misioneros llevarles víveres, que ellos recibían del alto de las ventanas de sus casas, en que ellos estaban encerrados por las aguas.
El año 1656 fue aún memorable por la batalla de las Dunas, donde el mariscal de Turenne, envuelto bajo la bandera de Francia, desafía la armada española. Muchos de nuestros soldados heridos habiendo sido transportados a Calais, la Reina madre, que había acompañado su hijo en el teatro de la guerra, hizo escribir a Vicente de enviar las Hijas de la Caridad al socorro de estos bravos guerreros. Vicente hizo partir muy pronto cuatro de sus más robustas, peo dos sucumbieron casi llegando. La Reina habiendo solicitado otras, fue en esta ocasión que Vicente, en una conferencia, manifiesta los sentimientos de estima y de respeto que él tuvo siempre para sus santas hijas.
“Yo recomiendo a sus oraciones, decía el, las Hijas de la Caridad que nosotros hemos enviado a Calais para asistir los pobres soldados heridos. De cuatro que ellas eran, hay dos, y de las más fuertes de su compañía, que han sucumbido bajo el fardo.”
Fue este año que Vicente da a sus misioneros reglas o constituciones. Después de treinta años que la congregación estaba establecida, habría muerto en silencio esta obra de su sabiduría; estas reglas, escritas con mucha simplicidad, eran vistas por un gran prelado, a quien él las había comunicado, como uno de los más bellos planes de la perfección cristiana.
En un largo discurso que Vicente hizo sobre este objeto a su comunidad reunida, él dijo en sustancia que, aunque la congregación existía después de largos años, él no había dado reglas por escrito, tanto por imitar el Hijo de Dios, que ha comenzado a hacer antes que de enseñar, como porque toda precipitación hubiera estado sujeta a muchos inconvenientes; que él había juzgado a propósito de apoyarse en la experiencia; que dando reglas un poco tarde, él había tenido el consuelo de no escribir nada nuevo, nada a que la compañía no estuviera acostumbrada desde hace largo tiempo, nada que ella no hubiera ya practicado, que estas reglas, todas tomadas del Evangelio,
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tenían por objetivo conformar sus vidas a la que el Hijo de Dios ha llevado sobre la tierra. Este divino Salvador ha sido enviado por su Padre para evangelizar los pobres: Pauperibus evangelizare misit me: tal era, decía Vicente, la ocupación de Nuestro Señor, tal debía ser la nuestra.
Después de su discurso, que fue pronunciado de una voz débil por la edad, y con la unción más penetrante, él hizo aproximar sus sacerdotes, y les da a cada uno un ejemplar de las Constituciones. El primer asistente habiéndose tirado a sus pies, suplicándole bendecir todavía una vez sus hijos, él grita, en un bello arrobamiento de elocuencia y de sensibilidad: ¡Oh Señor! Que es la ley eterna y la ley inmutable; que gobierna por su sabiduría infinita todo el universo; usted de quien la conducta de las creaturas, todas las leyes y todas las reglas de bien vivir son emanadas como de su fuente, ¡Oh Señor! Bendice, por favor, aquellos a quienes usted ha dado estas reglas, y que las han recibido como procediendo de usted. Deles, Señor, la gracia necesaria para observarlas siempre e inviolablemente hasta la muerte. Es en esta confianza y en su nombre, que, todo miserable pecador que yo soy, yo pronunciaré las palabras de bendición que voy a dar a la compañía.”
La fundación del hospital Santa Reina, en Bourgogne, fue el último establecimiento de caridad al que Vicente concurrió. Las aguas minerales de este lugar atrajeron una gran concurrencia de pobres, que venían a buscar la cura de sus males. Un burgués de París, llamado Desnoyers, habiendo ido a este lugar con su mujer, fue extremadamente afligido de ver ahí una multitud de desdichados quienes, después de las fatigas del viaje, estaban reducidos a dormir sobre la tierra en una granja, y algunas veces sobre el pavimento de las calles. Tocado de compasión, él resuelve, con su esposa, de establecerse en Santa Reina, para aliviar los peregrinos más enfermos y más pobres. Su ejemplo atrae otras personas de uno y otro sexo, quienes, de acuerdo con estos dos esposos generosos, se consagran, por el año 1658, a esta santa empresa; pero ellos no tardaron a reconocer que ella sobrepasaba sus fuerzas. Para alojar tantos enfermos de toda especie, era necesaria una casa cómoda, y ellos no tenían los medios para construir una.
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En una coyuntura tan embarazosa, Vicente fue su recurso como él había sido de tantos otros. Ellos se dijeron, con tanto de verdad como de simplicidad, que este buen anciano era el intendente de los asuntos de Dios, y que él no les abandonaría. Desnoyers se presentó en París con algunos de sus compañeros: ellos corrieron a San Lázaro, tuvieron una larga conferencia con Vicente, en la cual, después de haberles escuchado con toda la atención que demandaba un asunto tan interesante, el Santo concibió una gran idea de su proyecto, les declara que era de Dios, y que se debía ejecutarlo.
En una segunda conferencia que dura una tarde y noche entera, después de un momento de silencio, les dice, de un tono de voz firme y religioso: “Bendito sea Dios: él quiere absolutamente esta obra; es necesario tener confianza en su bondad, esperar todo de su providencia, y ponerse prontamente a la obra.”
Llegados a Santa Reina, el 12 de mayo de 1659, ellos comenzaron de inmediato a construir un hospital. Ellos experimentaron miles de obstáculos: pero el año siguiente, ellos estuvieron en situación de alojar los pobres peregrinos. A pesar de los malos tiempos, a pesar de sus enfermedades siempre crecientes, que no les permitían más ir a solicitar la caridad pública, Vicente les envía un socorro de más de 100,000 francos: Ana de Austria tomó el hospital de Santa Reina bajo su protección, y le concede grandes privilegios; al final el Rey lo autoriza por letras patentes, que después han sido ratificados en el parlamento de Dijon.
Tal fue el origen del hospital, donde sin contar los tres o cuatrocientos enfermos que se admitían todos los años, más de veinte mil pobres viajeros de toda edad, de todo sexo, de toda nación y religión, recibían al pasar la hospitalidad.
En el tiempo que el hombre de Dios se ocupaba de la fundación de este hospital, él escribió al papa para la canonización del obispo de Génova, Francisco de Sales. Se le había por largo tiempo presionado de unir su sufragio al de tantos ilustres personajes, que demandaban que se otorgaran a este amigo de Vicente los honores del culto debido a la memoria de los
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Santos; pero su humildad le frena largo tiempo: “¿Quién soy yo, decía él, para mezclar mi voz a la de tan gran número de personas de un nacimiento y de una piedad tan distinguidas?” Sin embargo él cede a las insistencias reiteradas; después de haber testimoniado al santo Padre que no convenía a un miserable como él de abrir la boca delante del sucesor del santo Padre, él declara que había tenido el honor de conocer íntimamente al obispo de Génova, que él le había siempre hallado lleno de fe, de esperanza y de caridad.
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CAPÍTULO XXIII.
Muerte de la señora Legras.‐ Enfermedades de Vicente.‐ Sus trabajos a pesar de sus enfermedades.‐ Su muerte.‐ Homenaje rendido a Vicente, en
1815, por un coronel irlandés.
No obstante las enfermedades con que la vejez de Vicente fue agobiada, él estaba prevenido a su ochenta y cinco aniversario, que debía ser el último de su bella vida. La muerte, que se avanzaba sobre él a grandes pasos, no le encuentra sensible a sus ataques, más que porque ella hiere golpe a golpe las personas que para él eran las más queridas. Él perdió, a seis meses de intervalo, Antoine Portail, este compañero fiel de todos sus trabajos; la señora Legras46, fundadora y primera superiora de la Hijas de la Caridad; enferma después de largo tiempo, ella había siempre temido de morir sin poder ser asistida en sus últimos instantes por su director; y esto que ella había temido llega: puesto que Vicente no se podía mantener de pie cuando ella fue atacada de su última enfermedad. Algunos días antes de su muerte, ella le pide algunas palabras de consuelo escritas de su mano: él no pudiendo escribirle, le envía uno de sus sacerdotes, como su carta viviente, a llevarle estas palabras: “Que ella se fuera adelante, y que él esperaba que dentro de pocos días él la recibiría en el cielo.”
La tercera parte que aflige profundamente el Santo fue aquella del abad de Tournus, digno sobrino del cardenal de la Rochefoucault. Al regreso de Roma, donde él había estado con su hermano, el abad de Montier‐Saint‐Jean, él murió en Chambéry. Sus restos fueron llevados y depositados en la iglesia de San Lázaro, como aquellos de uno de los más grandes benefactores de la congregación. Si bien es cierto que Vicente no lloraba casi jamás, él no pudo
46 N.T. Ya se aclaró en una nota anterior que su nombre de soltera es Luisa de Marillac, que es su nombre conocido actualmente, muerta el 15 de marzo de 1560 a la edad de 69 años aproximadamente. http://es.wikipedia.org/wiki/Luisa_de_Marillac
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retener sus lágrimas en esta circunstancia; la vista del abad de Montier‐Saint‐Jean habiendo reabierto su herida, “Este pobre hermano, decía él, está inconsolable de la pérdida que él ha hecho, y nosotros por eso estamos todos abatidos. La voluntad de Dios está sin embargo sobre los sentimientos de su dolor y de nuestra aflicción.”
Él debía pronto él mismo excitar un dolor más universal. Aunque fuertemente constituido, él fue toda su vida muy sensible a las impresiones del aire. Para detener el curso de una fiebre que le volvía bastante frecuentemente, él estaba obligado, durante los más grandes calores del verano, de hacer de su cuarto una especie de horno y de tener a sus lados dos grandes frascos de estaño, llenos de agua hirviente; en este estado nada de reposo para él, nada de sueño, el salía de la cama como se sale del baño. El día que sucedía a tan malas noches no le compensaba: él no quería reparar por el reposo del día el que le faltaba en la noche; él luchaba al contrario sin cesar contra el sueño, y si alguna vez, a pesar de todos sus esfuerzos, él sucumbía a él, lo que le sucedía delante de personas de la primera condición, él pedía perdón de su miseria, sin hacer conocer la causa de su somnolencia.
Por otra parte, del lado del espíritu y de las cualidades del alma no se percibía en él ningún cambio; se le veía siempre un aire sereno, una cara sonriente, sus maneras plenas de dulzura que le habían siempre ganado los corazones. Cuando se le solicitaba novedades de su estado, él hablaba de manera a hacer creer que era poca cosa; él agregaba algunas veces que él no sufría nada en comparación de lo que él había merecido y de lo que su divino Maestro había sufrido por él; al momento mismo, él cambiaba completamente la conversación; y de sus penas que él quería que uno se olvidara, él pasaba a las de aquellos que le hablaban, para compartirlas.
Cuando el dolor se hacía sentir con demasiada violencia, no se escuchaba salir de su boca más que estas palabras, que él pronunciaba siempre con acento afectuoso: ¡Ah! ¡mi Salvador! ¡mi buen Salvador! Con frecuencia, él dirigía los ojos sobre la imagen de Jesucristo clavado en la cruz, que él había puesto frente a él. A la edad de ochenta años, su mal de la pierna, de la cual
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había padecido los primeros ataques a los cuarenta y cinco años, se declara de una manera tan violenta que él tuvo que guardar cama durante algún tiempo, y el cuarto cerca de dos meses; sus dolores eran tan vivos que se estaba obligado de sostenerlo y de transportarlo de un lugar a otro. Aquellos que le cuidaban gozaron de esta triste circunstancia para hacerle tomar un cuarto con chimenea que hasta entonces él había siempre rehusado.
A pesar de sus enfermedades agobiantes, él se levantaba todos los días a las cuatro de la mañana, para hacer la oración con su comunidad: él presidía las conferencias eclesiásticas que se tenían en su casa todos los martes, algunas veces incluso las asambleas de las damas de caridad, que preferían mejor venir de un extremo de París al otro que de privarse del beneficio de escucharle. Justamente hasta el día que precede la noche de su muerte, él llenó todas las funciones de su ministerio con una fuerza y una presencia de espíritu admirable. Él reunía frecuentemente a los oficiales de su casa y sus asistentes, les hablaba a todos juntos o a cada uno en particular, según que lo exigieran las circunstancias, les hacía darse cuenta del estado de los asuntos y deliberaba con ellos, daba todas las órdenes necesarias, arreglaba las misiones, y destinaba los que eran los más apropiados para ellas, y convenía con ellos de la manera en que se debía asegurar el éxito. Él enviaba algunos de sus sacerdotes para tener su plaza en las asambleas en que él no se podía encontrar, y, cuando se trataba de algún asunto importante, él les daba instrucciones muy precisas, él arreglaba tan bien todos sus compromisos, que para tener éxito no había más que seguir puntualmente sus recomendaciones. El recibía un número infinito de cartas, las leía exactamente y no faltó jamás de responderlas; a juzgar de su estado por sus respuestas, se habría creído, en las provincias, que su salud era perfecta. Se ha remarcado que sus últimas cartas tenían por objeto las necesidades y el alivio de los pobres de Champagne y de Picardie. Para administrar sus últimos días, Alejandro VII le dispensa, por un decreto apostólico, del rezo del breviario; pero este decreto no llega sino que hasta después de su muerte.
Sus sacerdotes, viendo que él se debilitaba más y más, le rogaron que les permitiera hacer una capilla en un cuarto contiguo al suyo, a fin de que él
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pudiera oír la misa sin salir; él no quiso consentirlo “¿Al menos, le decían ellos, usted no encontrará malo que se le haga una silla para transportarlo de su cuarto a la capilla de la enfermería? Este cuidado no costará nada; él nos sacará de la inquietud, y a usted del peligro de hacer una caída.” Él estudia esta propuesta hasta el 15 del mes de agosto, que precede su muerte en aproximadamente seis semanas: todavía sufrió él mucha de la pena que él daba a los dos hermanos que le llevaban. Su médico y algunas personas que se interesaban vivamente por su conservación, viendo que él ya casi no comía más, querían que les consintiera a usar platos más finos; esto fue con mucha pena y muy inútilmente que se le determina; puesto que desde la segunda vez que se le lleva un plato más delicado, él dice que esto le hacía sentir mal, y él gana tan bien aquellos que le sirven que ellos le dejan vivir a su manera, es decir como el resto de la humanidad. Él no quiso jamás un lecho más dulce que en el que había dormido toda su vida.
Después de largo tiempo preparado para la muerte, él redobló el celo, en los últimos años de su vida, para disponerse a este peligroso momento. Cada día, después de la misa, él rezaba las oraciones para los agonizantes con las recomendaciones del alma; y en la noche, él se ponía en estado de responder al soberano juez, en caso que, esa misma noche, él encontrara bueno de llamarlo a él.
Sin embargo el estado continuo de insomnio y la extrema debilidad de todo su cuerpo causaron en el santo sacerdote una somnolencia de la que hasta entonces él se había bien defendido. Él le miró como la imagen y el precursor de la muerte: “Es el hermano, decía sonriendo; la hermana no tardará en seguirle.”
El 25 de septiembre, alrededor de la medianoche, esta somnolencia fue más profunda que de ordinario; a pesar de esto, Vicente escuchó la misa y comulgó como él lo hacía todos los días desde que él ya no estaba apto de celebrar. Desde que él fue a su cuarto su adormecimiento le repitió; el hermano que le servía le despertó más de una vez y le hizo hablar; pero como vio que el adormecimiento continuaba él advirtió al misionero que
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estaba a cargo de la casa. El médico fue llamado: pero no vino sino que al mediodía, y encuentra al enfermo tan débil, que no podía tomar nada, incluso ciertas píldoras que el nuevo obispo de Cahors le había enviado; le dice que era necesario darle la extremaunción. No obstante le despierta y le hace hablar antes de retirarse; el moribundo, siempre semejante a sí mismo, respondió con un rostro sonriente, pero las palabras expiraron ya en sus labios.
Fue entonces que sus hijos conocieron, sin más dudar, que ellos iban a perder el mejor de los padres; ellos se apuraron en aprovechar sus últimos momentos: uno de ellos le pide su bendición para todos los demás. Vicente hizo un esfuerzo para levantar su cabeza; él lanza sobre este misionero una mirada llena de bondad, y habiendo comenzado las palabras de bendición, él pronuncia muy alto más de la mitad, y el resto tan bajo, que apenas se le podía escuchar. Sobre la tarde, como se vio que él se debilitaba más y más, se le da la extremaunción. Él pasa la noche en una dulce y continua contemplación de Dios; cuando él suspiraba más de lo que se habría querido, se le hablaba de su divino Maestro, y él se despertaba. Todo otro tema le encontraba insensible. Él amaba escuchar pronunciar estas palabras tan convenientes al estado de un hombre moribundo: Señor, ven en mi ayuda: y él respondía por aquellas que les siguen: Apresúrate, mi Dios, en tenderme una mano segura.
Sobre las cuatro horas y cuarto de la mañana, un eclesiástico de la conferencia de los martes, habiendo sabido que él estaba en el extremo, entra en su cuarto, y le ruega que le bendiga, por la última vez, a sus fraternos y a él, a fin de que su compañía no se degenere. Vicente se contenta de responderle: " Qui coepit vobis opus bonum, ipse perficiet47 De inmediato, después él se apagó, el lunes 27 de septiembre de 1660, en la mañana, con la calma y la serenidad del justo. Su rostro no cambia nada, y como él estaba muerto sentado y vestido en su sillón, porque no se había 47 N.T. Quien ha comenzado en vosotros la buena obra de vuestra santificación, la llevará al cabo hasta el día de Jesucristo; " qui coepit in vobis opus bonum, ipse perficiet usque in diem Christi Jesu " (Filipenses., I, 6).47
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osado tocarle durante las últimas veinticuatro horas de su vida, aquellos que no habrían sabido de su deceso lo habrían tomado como un hombre que vivía todavía.
Él permanece expuesto, el martes 28 de septiembre, hasta el mediodía, en la iglesia de San Lázaro. Sus exequias fueron honradas con la presencia del príncipe de Conti, hermano del gran Condé, del arzobispo de Césarée, nuncio del papa, de muchos prelados, de la duquesa de Aiguillon, de los curas de París, y de un gran número de eclesiásticos y de religiosos de diferentes órdenes. Pero su cortejo más impactante fue aquel de una multitud de pobres de toda edad, de todo sexo, que lloraban su verdadero amigo y su padre. Su corazón fue encerrado en un pequeño vaso de plata, que la duquesa de Aiguillon hizo hacer expresamente. Su cuerpo fue puesto en un ataúd de plomo, y depositado en medio del coro de la iglesia; se graba sobre su tumba este epitafio modesto:
Hic jacet venerabilis vir Vincentius à Paulo, presbyter, fundator, seu institutor, et primus superior generalis congregationis missionis, nec non puellarum Charitatis. Obiit die 27 septembris, anni 1660. Ætatis vero suoe 85.48
Antes de la revolución, el cuerpo de san Vicente de Paúl era expuesto al descubierto en el altar de su capilla, el día de su fiesta, en la iglesia de San Lázaro. Él ha sido felizmente sustraído de las manos sacrílegas de nuevos bárbaros, más ávidos de quitarle su relicario rico y precioso, que sus venerables restos, que reposan actualmente en la capilla de la sede de las Hijas de la Caridad.49
48 N.T. Aquí yace el venerable Vicente de Paúl, sacerdote, fundador, su instructor y el primer Superior General de la Congregación de los Misioneros, así como de las Hijas de la caridad. Murió el 27 de septiembre del año 1660. Edad 85. 49 N. del autor: Se ha observado en la última exposición de productos de la industria francesa, un relicario de san Vicente de Paúl, más magnífico que aquel que nos ha sido quitado por la revolución. Esta bella obra, ejecutada en plata macisa, de siete pies de largo por seis pies de alto, comprende la figura del santo que en un atril, es salido del célebre taller del Sr. Odiot. Este nuevo homenaje rendido a la memoria de un hombre que la
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Vicente de Paúl era de una talla media, pero bien proporcionada; él tenía la cabeza grande y un poco calva, la frente amplia, los ojos llenos de fuego, pero de un fuego atemperado por la dulzura; el porte grave y modesto, un aire de afabilidad que tenía menos de la naturaleza que de la virtud. En sus maneras y su actitud, reinaba esta simplicidad que anuncia la calma y la rectitud del corazón; su temperamento era bilioso y sanguíneo, su complexión bastante robusta: el viaje a Túnez le había alterado.
El 13 de agosto de 1723, Benito XIII declara a Vicente en el número de los bienaventurados; y el 16 de junio de 1737, Clemente XII publica la bula de la canonización.
Yo he escrito la vida de san Vicente de Paúl en una ermita que yo poseo sobre la ribera izquierda del Sena, y que no está separada de Clichi más que por este río. Este feliz vecindario da lugar, en 1815, al hecho siguiente, que proveerá a mis lectores cuánto el nombre del santo sacerdote está extendido y venerado aún en los países extranjeros.
En esta deplorable época de la segunda invasión de Francia, los montañeses escoceses estando acampados en la planice de Clichi, uno de sus coroneles, que era irlandés, vino, un billete de alojamiento en la mano, a solicitarme hospitalidad. Yo di cuenta, en mis Recuerdos de 1814 y 1815, imprimidos en 1824, de la manera amable y verdaderamente hospitalaria en que este oficial se conducía a mi parecer. Él fue mi salvaguarda, y el de mis vecinos, durante todo el tiempo que comparte mi retiro. Un día, en medio de una conversación política y religiosa, él me pregunta si el pueblo de Clichi en que sus tropas estaban acampadas, era donde Vicente de Paúl había sido cura; habiéndole yo respondido que era el mismo, ¡Oh bien! Me dice, es necesario que vayamos a visitar juntos la iglesia que él ha reconstruido, el presbiterio que él ha habilitado; es necesario que vayamos a buscar algunas huellas de su pasaje, por esta esquina de la tierra donde él repartió sus primeros beneficios. ¡Mientras que mis jóvenes hermanos de armas corren en masa a
religión puede presentar a sus amigos y a sus enemigos, responde dignamente a la veneración y al reconocimiento de la posteridad.
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Ferney y a Ermenonville para rendir homenaje a los dos corifeos de la filosofía moderna, es necesario que nosotros vayamos en peregrinaje al presbiterio de la iglesia del padre de los pobres, del tutor de los niños abandonados, de aquel cuya caridad no se limitó nada a Francia, sino que ha abarcado Irlanda mi patria, Italia, casi toda Europa, y una parte de África!
Yo estuve encantado de este proyecto, que nosotros ejecutamos el día siguiente. Atravesamos el río sobre el puente de barcos lanzado delante de Clichi por los ingleses, y arribamos al presbiterio del sucesor de Vicente, quien en principio estuvo casi alarmado de nuestra visita; pero que nosotros calmamos completamente anunciándole el motivo. “!Ah Señores! Nos dice él, ¡cuánto el alma tan sensible de Vicente de Paúl hubiera sido peligrosamente afectada, si él hubiera visto el estado desgraciado en que se encuentra hoy su rebaño! Su parroquia está transformada en un campo; el pillaje, el terror han dispersado sus habitantes; sus casas están abandonadas y abiertas; sus muebles, sus instrumentos de labranza han alumbrado y calentado los campamentos. Nosotros estamos lejos de acusar de esta devastación a los escoceses, que se distinguen al contrario por la más exacta disciplina, sino a las tropas que les han precedido. Yo he quedado casi solo de mi rebaño: yo espero su regreso; yo espero de la Providencia y de la mediación de nuestro buen Rey. La visita de ustedes, agrega él, el homenaje que ustedes rinden a nuestro Santo, son una suerte de consuelo en medio de todas las penas que me afligen. Vayamos a invocarle en su iglesia, que hasta hoy ha sido respetada.‐ “Yo la tomo bajo mi salvaguarda, dice con fuerza el coronel; en tanto que nuestras tropas acampen aquí, el templo y el pastor estarán al abrigo de todo insulto.” Nosotros entramos en la iglesia que está consagrada a san Médard; ella es simple en su arquitectura, más que modesta en sus ornamentos, y tendría necesidad de grandes reparaciones. Las tablillas del piso están hundidas y tiemblan bajo los pies; los muros están desnudos y ennegrecidos por el tiempo y la humedad; numerosas cárcavas atestiguan su antigüedad; la bóveda está revestida con tablas carcomidas y desunidas.
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Antes de mí, nos dice el cura, nada en esta iglesia recordaba a los fieles la memoria de san Vicente de Paúl, yo he creído deber, con las limosnas de mis feligreses, elevarle un monumento de reconocimiento y de piedad: yo hice erigir, en esta misma iglesia, una capilla que ha sido consagrada a él. Él nos condujo, y leímos sobre el muro estas palabras en letras de oro: Esta iglesia ha sido reconstruida de nuevo, en 1612, por san Vicente de Paúl quien era el cura; y esta capilla le ha sido erigida, en 1812, por Lemireur, cura.
El altar de esta capilla es en mármol gris, y de bastante buen gusto. Nuestros ojos, que buscaban ávidamente algunos preciosos restos de san Vicente de Paúl, se detuvieron con satisfacción sobre el cuadro de su capilla, donde él está representado en hábito de simple sacerdote. Nosotros felicitamos al cura de haber rendido este homenaje al más digno de sus predecesores. Retirándonos, el coronel deposita en el tronco de los pobres50 una limosna abundante; él dijo: Yo no puedo hacer nada más agradable a la memoria del padre de los infortunados.
Nosotros no solicitamos visitar el presbiterio, porque el cura nos había prevenido que ya no estaba más aquel que había ocupado san Vicente de Paúl; él existe todavía al lado de la iglesia; y es a lamentar que se le haya quitado su primer destino.
Yo después visité con frecuencia esta iglesia, que exige siempre más una completa restauración. Es a desear que la pintura y la escultura la decoren de cuadros y de estatuas, que tracen los principales rasgos de la vida de un santo, tan fecunda en sujetos interesantes e inspiradores.
FIN.
50 N.T. Tronc des pauvres. Así se le llama a la alcancía para recibir la limosna para los pobres. http://fr.wikipedia.org/wiki/Tronc_(%C3%A9glise)
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TABLA DE CONTENIDO
Capítulo 1.
Su nacimiento.‐ Ocupaciones de su infancia.‐ Su entrada al colegio y en las
órdenes.‐ Su cautiverio en Barbarie.
Capítulo II.
Viaje de Vicente a Roma.‐ Él es enviado a Enrique IV.‐ Es acusado de robo,
nombrado cura de Clichi, después preceptor de niños del compte de Gondi.
Capítulo III.
Primera misión.‐ Vicente deja la casa de Gondi para el cura de Châtillon‐les‐
Dombes, en Bress.‐ Su viaje y sus trabajos en Châtillon.‐ Fundación de la
fraternidad de la caridad para los pobres enfermos.
Capítulo IV.‐
Continuación de los trabajos de Vicente en Chatillon.‐ Regreso de Vicente a la
casa de Gondi.‐ Desgraciados de Chatillon aliviados por las Damas de la
caridad.
Capítulo V.‐
Misiones en las diócesis de Beauvais, de Soissons y de Orléans.‐ Vicente visita
las galerías y mejora su suerte. Vicente es nombrado capellán general de las
galerías de Francia.‐ Viaje a Marsella.‐ Él toma el lugar de un galeote.
Capítulo VI.‐
Regreso de Vicente a París.‐ Su conducta en Mâcon.‐ Misión en las galerías de
Bordeaux.‐ Vicente visita su familia.‐ Fundación de la congregación de los
sacerdotes de la misión.‐ Muerte de la Sra. De Gondi.
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Capítulo VII.‐
Los primeros trabajos de los Misioneros.‐ Retiros eclesiásticos.‐ Hospitalidad
ejercida por Vicente hacia los jóvenes eclesiásticos.‐ La Sra. Legras.‐ Muerte
del Sr. E Bérule.‐ El Duque Mathieu de Montmorency.
Capítulo VIII.‐
El prior de San Lázaro cede esta casa a Vicente.‐ Recepción que Vicente hace
a uno de sus sobrinos.‐ Fundación del hospital de los convictos en Marsella.‐
Entrevista con el cardenal de Richelieu.
Capítulo IX.‐
Misión hecha en un barrio a gente de la ley.‐ Otra misión en el suburbio San
Germán para los eclesiásticos de las conferencias.‐ Retiros de San Lázaro.
Capítulo X.‐
Institución de las Hijas de la Caridad.
Capítulo XI.‐
Reformas al Hospital del Hotel de Dios de París.‐ Fundación de un seminario
en el colegio de los Buenos‐Hijos.‐ Misiones en las Cevennes.
Capítulo XII.‐
La casa de San Lázaro es transformada en plaza de armas.‐ Veinte misioneros
se rinden a la armada de Picardie.‐ El comandante de Sillery.
Capítulo XIII.‐
Seminario interno en San Lázaro.‐ Reglas sobre las que fue establecido.‐
Bromas y rasgos de espíritu de un misionero.‐ Misión de San German.‐ La
infancia de Luis XIV.
Capítulo XIV.‐
Vicente socorre La Lorena, arrasada por la guerra, la peste y la hambruna.
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Capítulo XV.‐
Vicente alivia los habitantes de La Lorena y los Ingleses refugiados en París.‐
El se lanza a los pies del cardenal de Richelieu para pedirle la paz.‐ Evaluación
de los socorros enviados a La Lorena.‐ Coraje y habilidad del hermano Mateo.
Capítulo XVI.‐
Muerte de la baronesa de Chantal.‐ Vicente reúne su comunidad y quiere dar
su dimisión de superior general.‐ Muerte del cardenal de Richelieu.‐ Vicente
asiste a Luis XIII en sus últimos momentos.
Capítulo XVII.‐
Regencia de Ana de Austria.‐ Vicente entra al consejo eclesiástico.‐ Su
conducta en este empleo.
Capítulo XVIII.‐
Misiones en Cahors, en Marsella y en Sedan.‐ Vicente cae peligrosamente
enfermo.‐ Fundación de los Huérfanos, de las Hijas de la providencia, de las
hijas de la cruz y del hospital de los Niños encontrados.
Capítulo XIX.‐
Disturbios de la Fronde.‐ Vicente es perseguido como partidario del rey.‐ El
deja París.‐ Sus viajes y sus peligros en las provincias.
Capítulo XX.‐
Socorros enviados por Vicente a los pueblos de los alrededores de París.‐ Él
salva los habitantes de Gennevilles de las consecuencias de una inundación.‐
Muerte del Sr. Lebon.
Capítulo XXI.‐
Fundaciones del hospital del Nombre de Jesús y del Hospital General.
Capítulo XXII.‐
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Pérdidas experimentadas por la Congregación.‐ Vicente envía las Hijas de la
Caridad a Calais después de la batalla de las Dunas. Sintiendo su fin próximo
el dona reglas a su Congregación.‐ Fundación del Hospital de Santa Reina.
Capítulo XXIII.‐
Muerte de la señora Legras.‐ Enfermedades de Vicente.‐ Sus trabajos a pesar
de sus enfermedades.‐ Su muerte.‐ Homenaje rendido a Vicente, en 1815,
por un coronel irlandés.