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P R CB+ · = LA POSDERNTnA n LA CONDICION POSMODERNA Reflexiones a partir de Lyota Eugenio Femández G. N o es bueno tener un nombre sonado, menos aún si es prematuro. Los nom- bres deben hablar bajo y saber esperar, como los epitafios. Cuando se adelan- tan, anticipan la muerte y traen su olor carac- terístico, aunque la oculten bajo la rma, apa- rentemente contraria, de la juventud y el creci- miento vertiginoso. En ecto, tiende a adquirir tal volumen que terminan por ocupar el lugar de los acontecimientos que pretendían nombrar, los suplantan, los hacen innecesarios, banales, molestos incluso. A juicio de muchos algo de eso está pasando con la posmodernidad: mucho ruido y pocas nueces, un gran rótulo para disi- mular un vacío. Se habla tanto de ella, suena tan bien y viste tanto que no hace lta pensar en su significación. Jean-Fran9ois Lyotard tiene buena parte en ello por obra y gracia del título de uno de sus li- bros, precisamente el de estilo más moderno: La condición postmodea (l). Título desproporcio- nado al contenido, tal vez oportunista, y delibe- radamente provocativo, que ha resultado ser de- nominador común de un conjunto disperso de vivencias, ideas, deseos que por su amplitud e intensidad parecen configurar una situación his- tórica; y que ha tenido el acierto de poner de re- lieve que se trata de una condición, es decir, de una posibilidad de ser y no de una ocurrencia caprichosa. En qué consiste esa condición, o qué sea lo posmoderno son ya cuestiones más diciles de responder aunque sea sólo de rma agmentaria (2). Lyotard lo ha intentado con decisión e insistencia aunque no siempre haya logrado superar la ambigüedad y a veces haya pagado tributo a lo llamativo y cotizado, y haya prestado menos atención a las dimensiones más hondas. 1) DE LAS VARIAS SIGNIFICACIONES Y PARADOJAS DE UN «POS» La noción de posmodernidad es imprecisa y oscura. lSe refiere a la moda estética e intelec- tual de los últimos años, al último episodio en la serie de las vanguardias, surgido de la conmo- ción de 1968 y la crisis económica, o comprende toda una época caracterizada por la sociedad posindustrial y la mentalidad posmetasica, des- tinada a continuar la serie antigua, media, mo- derna...? lHa comenzado en los años 70, en las primeras décadas del siglo con la quiebra del 30 Jean-an�ois Lyotard. modernismo, o quizá ya en pleno siglo XIX? lSon sus protagonistas Andy Warhol, J. L. Go- dard y los nuevos filósos; o Picasso, Joyce, Schonberg, Adorno, Wittgenstein; o tal vez Nietzsche, Baudelaire, Freud y Heidegger? lAsistimos con ella al fin de la modernidad ini- ciada en el Renacimiento, o quizá al fin de la cultura occidental inaugurada por Sócrates y Platón; tal vez incluso al fin de la tradición ilu- minista y racionalizadora que arranca de los mi- tos griegos y hebreos? Demasiados interrogan- tes para una entidad tan indefinida y tal vez ine- xistente. El término no aclara mucho. A primera vista parece designar un nómeno epigonal sin más

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LA CONDICION

POSMODERNA

Reflexiones a partir de Lyotard

Eugenio Femández G.

N o es bueno tener un nombre sonado,menos aún si es prematuro. Los nom­bres deben hablar bajo y saber esperar,como los epitafios. Cuando se adelan­

tan, anticipan la muerte y traen su olor carac­terístico, aunque la oculten bajo la forma, apa­rentemente contraria, de la juventud y el creci­miento vertiginoso. En efecto, tiende a adquirir tal volumen que terminan por ocupar el lugar de los acontecimientos que pretendían nombrar, los suplantan, los hacen innecesarios, banales, molestos incluso. A juicio de muchos algo de eso está pasando con la posmodernidad: mucho ruido y pocas nueces, un gran rótulo para disi­mular un vacío. Se habla tanto de ella, suena tan bien y viste tanto que no hace falta pensar en su significación.

Jean-Fran9ois Lyotard tiene buena parte en ello por obra y gracia del título de uno de sus li­bros, precisamente el de estilo más moderno: La condición postmoderna (l). Título desproporcio­nado al contenido, tal vez oportunista, y delibe­radamente provocativo, que ha resultado ser de­nominador común de un conjunto disperso de vivencias, ideas, deseos que por su amplitud e intensidad parecen configurar una situación his­tórica; y que ha tenido el acierto de poner de re­lieve que se trata de una condición, es decir, de una posibilidad de ser y no de una ocurrencia caprichosa. En qué consiste esa condición, o qué sea lo posmoderno son ya cuestiones más difíciles de responder aunque sea sólo de forma fragmentaria (2). Lyotard lo ha intentado con decisión e insistencia aunque no siempre haya logrado superar la ambigüedad y a veces haya pagado tributo a lo llamativo y cotizado, y haya prestado menos atención a las dimensiones más hondas.

1) DE LAS VARIAS SIGNIFICACIONES YPARADOJAS DE UN «POS»

La noción de posmodernidad es imprecisa y oscura. lSe refiere a la moda estética e intelec­tual de los últimos años, al último episodio en la serie de las vanguardias, surgido de la conmo­ción de 1968 y la crisis económica, o comprende toda una época caracterizada por la sociedad posindustrial y la mentalidad posmetafísica, des­tinada a continuar la serie antigua, media, mo­derna ... ? lHa comenzado en los años 70, en las primeras décadas del siglo con la quiebra del

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Jean-Fran�ois Lyotard.

modernismo, o quizá ya en pleno siglo XIX? lSon sus protagonistas Andy Warhol, J. L. Go­dard y los nuevos filósofos; o Picasso, Joyce, Schonberg, Adorno, Wittgenstein; o tal vez Nietzsche, Baudelaire, Freud y Heidegger? lAsistimos con ella al fin de la modernidad ini­ciada en el Renacimiento, o quizá al fin de la cultura occidental inaugurada por Sócrates y Platón; tal vez incluso al fin de la tradición ilu­minista y racionalizadora que arranca de los mi­tos griegos y hebreos? Demasiados interrogan­tes para una entidad tan indefinida y tal vez ine­xistente.

El término no aclara mucho. A primera vista parece designar un fenómeno epigonal sin más

determinación que su posposición a la moderni­dad. Posmodernidad trae resonancias crepuscu­lares aunque algunos la presenten como «filoso­fía de la mañana» tomando la expresión de Nietzsche. A pesar de la imagen lúdica que in­tenta dar de sí misma, induce a pensar en un es­tado de conciencia, surgido de la descomposi­ción de la modernidad, muy a tono con este fin de siglo, acentuado por el trauma de la omnipre­sente crisis. En consecuencia la posmodernidad podría muy bien ser una situación coyuntural, reactiva y marginal adornada por un subproduc­to ideológico, retórico y decadente, fruto de la misma crisis. Esa es al menos la opinión de quienes, sospechosamente satisfechos, dan por concluido el asunto sin prestarle más atención.

No están lejos de ellos quienes conciben la posmodernidad como última moda estética. A su juicio todo lo que hay que hacer es tomar no-

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ta y, si apetece, seguir el juego, pues se trata de un fenómeno trivial y efímero. Razones no les faltan. En efecto, es fácil advertir que hay mu­cha ganga en esto de la posmodernidad; y, ade­más, la rapidez con que la sensibilidad, gustos y estilo posmodernos han pasado a nutrir el mun­do de la publicidad y la moda, refuerza la sospe­cha de que se trata de un recambio inventado por las exigencias del mercado (3). Otros, más positivos, prefieren tomarla como dieta cultural rejuvenecedora y de digestión ligera que, ade­más, tiene el atractivo de los sabores nuevos, originales, alejados ya de los viejos y pesados gustos modernos. Lo malo es que en esa papilla se mezclan elementos tan incompatibles e indi­gestos como el radicalismo crítico, la transván­guardia, los nuevos filósofos y la derecha ácrata.

Personajes como Jürgen Habermas se han sentido incitados a salir al paso de tanta confu­sión y falta de seriedad, para poner de relieve que la pretensión de superar la modernidad sim­plificándola, olvidando sus objetivos y adoptan­do una posición fundamentalista e ingenua, ter­mina convirtiéndose, por una especie de ven­ganza de ese rechazo maniqueo, en coartada pa­ra el neoconservadurismo. Como si fuera un complejo edípico mal resuelto, la posmoderni­dad se convierte en premodernidad y nuevo os­curantismo, con la diferencia de que su desen­canto ya no es capaz de alumbrar una nueva ilustración y un sueño de libertad (4). Su críticase descalifica a sí misma en buena medida por indiscriminada, defensiva y torpemente moder­na, pero señala un problema real y desenmasca­ra una concepción frívola de la posmodernidad. Si, en efecto, dentro de ese marco se mezclan y conviven a gusto neoconservadores y radicales, nostálgicos e hipervanguardistas, cabe pensar que no pasa de ser un fenómeno superficial y teatral en sus gestos pero inofensivo y bien aco­modado. Dicho con la fórmula del humorista Máximo: neoderecha ± postizquierda = ialter­nativa simultanea! Hay buenos motivos para pensar que ella misma es un producto desecha­ble para usar y tirar. Intentando describir como se sienten muchos hombres actuales, Baudri­llard ha escrito: «Ya no formamos parte del dra­ma de la alienación» sino del espectáculo, vivi­mos en el éxtasis, la fascinación, el vértigo y el delirio de la comunicación (5). Con el éxtasis desaparecen la pasión y la acción; la mitología de Prometeo es sustituida por las seductoras ilu­siones de Narciso: «No es tiempo de revolucio­nes pero en vez de cambiar el mundo podemos hacer bricolage con las cosas», se repite mien­tras se calla que la complaciente banalidad es la forma más eficaz de contrarrevolución.

Saliendo al paso tanto de la descalificación co­mo de la evasión, Lyotard afirma: 1. º) Que ni la modernidad ha concluido ni su proyecto se ha cumplido satisfactoriamente; y que eso a la vez que un fracaso es una suerte porque el proyecto era, en parte, engañoso e indeseable. 2. º) Que la

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LA POSMODERNTnA n

posmodernidad no es en sí misma cómplice del neoconservadurismo, sino que la justicia junto con el capitalismo, el Estado y el poder son para ella asuntos fundamentales, tanto que no pre­tende solucionarlos mediante el consenso, el pacto o el equilibrio. 3.º) Que la posmodernidad, consciente de que nada muere de esa enferme­dad leve que es la crítica, no se limita a criticar las limitaciones de la modernidad sino que la desborda y desde principios nuevos hace pro­puestas radicales (6). Estas tres afirmaciones marcan el umbral a partir del cual merece la pe­na hablar de posmodernidad.

El planteamiento de Lyotard implica ante todo una valoración positiva de la posmoderni­dad como nueva sensibilidad y estilo, incluso co­mo moda y movida, con tal que se reconozca a estas toda su entidad. Conviene recordar que desde los años 50 y 60, en el campo de la arqui­tectura y la crítica literaria especialmente, se vie­ne hablando de posmodernidad para nombrar la estética naciente. En ella se incluyen obras lle­nas de vigor, como las de Borges o Italo Calvino, con resonancia amplia y duradera, llenas de ima­ginación, capaces de inventar mundos y que, le­jos de resultar paralizantes, están siendo facto­res de movilización y búsqueda de alternativas. Una vez más la estética se comporta como la zo­na más sensible y el taller capaz de forjar los conceptos más discriminantes y portadores de futuro (7).

Es significativo que esta nueva estética haya sido denominada por algunos transvanguardia, pues con ese nombre desvelan la paradoja que le es inherente: Se concibe como experiencia nueva que va más allá que las anteriores y, a la vez, es consciente de que creer que lo último, lo vanguardista, es lo más válido responde a un cri­terio del pasado, moderno y deudor de las no­ciones de tiempo lineal y progreso. Y con la es­tética la posmodernidad entera descubre, al in­tentar definirse, su paradoja constitutiva: Se pre­senta como lo nuevo que s:upera a la moderni­dad, pero quiere escapar precisamente a la lógica de la renovación y la sucesión de épocas, que pretende lavar cada poco la cara de la historia y reavivar la fe en sus promesas. Esa lógica a la vez que necesita la novedad y la diferencia las asimila y devalúa en beneficio de la continuidad de lo existente, es decir, de lo real frente a lo po­sible. Mirándola desde este ángulo es fácil des­cubrir que la paradoja de la posmodernidad en­cierra una buena dosis de sabiduría: Como si­tuación histórica le es inevitable definirse en re­lación con sus antecedentes y su pasado, pero sobre todo necesita identificarse positivamente por lo que puede y quiere ser.

En virtud de esa condición bifronte, la posmo­dernidad tiene que inventar su identidad en conflicto con la modernidad. Que esa pugna no es original y suena a las viejas disputas entre an­tiguos y modernos, reiteradas en las épocas de transición, como recuerda con toda intención

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Habermas (8), significa que la posmodernidad es una entidad histórica tan equívoca como lo fue la modernidad. Como antes también ahora a lo nuevo le toca, de entrada, la peor parte; es obli­gado a identificarse de forma negativa y a con­trapelo. Pero a eso se añade un agravante: La modernidad, en su afán de dominio y asimila­ción, cree que sus criterios son indefinidamente válidos, de modo que todo lo nuevo le pertene­ce y no es más que la superación de sí misma. De esa manera, al amparo de las ideas de refor­ma y evolución, tiende una trampa que consiste en diluir lo posmoderno en el perfeccionamien­to de la modernidad. Integrado en la dinámica de la transformación y el cambio, lo nuevo se convierte en legitimador de lo antiguo, lo hace clásico, lo perpetúa, le permite seguir vigente. Como se observa en la historia del arte, una obra no llega a ser moderna sin ser antes «pos­moderna» (9). A su vez y en virtud de esa antici­pación, lo nuevo se legitima como paso adelante en el despliegue de la historia. La modernidad ha tenido la astucia de hacer de sus crisis mo­mentos fuertes en los que se refundamenta y sobrevive a sí misma. Ha previsto y diseñado in­cluso su superación. Por eso no puede haber

Pablo Picasso

PARA ACABAR CONLA POSMODERNrn.11 n

posmodernidad real, capaz de instaurar algo que merezca nombre propio y diferenciado, sin rup­turas, sin quiebra de la historia y del modo de legitimación, sin exceso y aventura (10). Lo cual no significa que la posmodernidad carezca de genealogía y exista sin razón de ser, por casuali­dad. Al contrario, conviene insistir en que se trata de una condición, un modo de sentir, de­sear, pensar, vivir. .. del que somos.

La posmodernidad es el fin de la modernidad, su resultado, es decir, aquello a lo que tendía y aquello en lo que acaba. El hecho de que sea re­pudiada como hija ilegítima no hace más que reafirmar su condición de hija natural. Es sabido que la actual sociedad posindustrial, informati­zada, versátil, adaptada a la velocidad de circula­ción del dinero y de los mensajes o valores, per­misiva, etc., es fruto de la ciencia, la técnica y la emancipación modernas. Y ello significa, en pri­mer término, que sin las realizaciones e ideales de la modernidad no sería posible ni tendría sentido la posmodernidad, o, dicho de otro mo­do, que no se puede ser posmoderno sin haber sido decididamente moderno. Ahora bien, la modernidad lúdica y autocrítica ha hecho una experiencia compleja de sí misma, que le permi­te reconocer en su historia caminos divergentes, fuerzas opuestas, y descubrir que sus ideales, en parte insatisfechos, son además, en algunos ca­sos, traicioneros. Hay muchos aspectos de la modernidad y el progreso que ya no nos parecen luminosos y emancipadores sino irracionales, inhumanos y aniquiladores. Justamente por eso la conciencia crítica moderna puede vislumbrar que su salida se orienta hacia la posmodernidad y no hacia la hipermodernidad o prolongación exacerbada de sí misma. La posmodernidad no es una época más, sino memoria, reinterpreta­ción, reelaboración, asunción crítica de la mo­dernidad y no sólo su albacea testamentario (10 bis). Es, sobre todo, un acontecimiento presente que permite transformar el pasado y un futuro anterior por cuanto viene de lejos y preñado de promesas.

Sería ingenuo creer que el problema de la mo­dernidad está en sus excesos o extralimitaciones ( destrucción nuclear, control social, despersona­lización ... ) y que para solucionarlo bastaría mo­derarlas, mantenerlas bajo control y, en el últi­mo extremo, reorientadas. Como muy bien comprendió Heidegger, la modernidad es un conjunto estructurado, un sistema, una unidad de destino (Ge-stell); y ante eso las operaciones de reconversión son insignificantes e inútiles, porque su consistencia es óntica, radica en el modo de concebir la realidad y en las consi­guientes actitudes ante ella (11). Es la moderni­dad misma con sus características esenciales la que está en cuestión: Su concepción de la reali­dad como sistema sustantivo, jerárquicamente ordenado y totalizable de entes; su pensar de la identidad; su concepción de la verdad como adecuación y obligación de veracidad, y del sa-

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ber como justificación o legitimación; su reduc­ción de la razón a instrumento y de la ilustra­ción a programa disciplinario; su interpretación de la actividad humana como tarea, piadosa o prometeica, de salvación; su utilización del mie­do y la esperanza y su desconfianza en el gozo; su olvido de los símbolos, la imaginación y el humor; su concepción finalista de la historia en­caminada a converger en un punto absoluto; su política del poder y no de la potencia ... Y está en cuestión no porque a alguien ahora se le ocurra caprichosamente rechazarlo todo, sino porque ella misma viene experimentando quiebras su­cesivas de sus dimensiones básicas: Crisis de la representación y la imagen del mundo; crisis de los grandes relatos legitimadores y del proyecto revolucionario; crisis del sujeto; muerte de Dios. Nietzsche, Heidegger, Adorno, Foucault... han sido testigos clarividentes de esos procesos.

Es sintomático que se atribuyan a la posmo­dernidad gustos necrófilos o decadentes y se la tome por una especie de neoromanticismo nos­tálgico, débil y recreador de fantasmas fúnebres. La verdad es que ni quiere serlo, ni el contexto desafiante en el que nace se lo permite. Esos ai­res de destrucción y agotamiento vienen de otra parte, de las contradicciones internas de la mo­dernidad precisamente. En efecto, hay una auto­destrucción incesante en la ilustración que se convierte a sí misma en mito o en ideología to­talizante y, en su afán de liberar, vigila, adminis­tra, nivela, ritualiza, rechaza lo sorprendente, protege y termina por tejer una trama de ence­guecimiento, como Edipo. Y como Odisea con­sigue progresar indefinidamente en el viaje a la busca de su identidad y reunir la infinitud dis­persa de su mundo, a costa de atarse al mástil y taponar los oídos de sus remeros para que, tra­bajando duramente, ni él ni ellos pudieran ceder a los encantos de las sirenas (12). La misma mo­dernidad capaz de producir un desarrollo y bienestar sorprendentes, capaz de potenciar la crítica de las ideologías y las rebeliones contra cualquier tipo de dominación, acentúa y perfec­ciona la alienación hasta convertirse en caricatu­ra de la revolución tantas veces anunciadas y otras tantas desactivadas. La modernidad padece una enfermedad autoinmune; la mata su propio crecimiento, su afán de realización. Nietzsche llamaba a esa enfermedad «nihilismo reactivo» y con buen ojo clínico descubría sus síntomas pre­cisamente en la voluntad de orden, de dominio, de superación ascética. En opinión de Lyotard el capitalismo liquida todo lo que la humanidad te­nía por más noble; a nosotros nos corresponde hacer esa liquidación aún más líquida (13).

La posmodernidad intenta aprender bien esa lección sangrienta, pero no vive a expensas de ella, no se alimenta de la descomposición de un cadáver, no es saprófita ni parásita. De la moder­nidad prefiere tomar otras claves: la ironía y el humor afilados, desarticuladores, disolventes de pequeños fetiches y grandes absolutos; la imagi-

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nación y la intuición capaces de construir mun­dos sin rectificarlos; los deseos espontáneos, plu­rales, insobornables, capaces de disfrutar y resis­tir. Por eso no es casual que nos sintamos más cerca de los renacentistas que de Descartes, de Spinoza que de Leibniz, de Voltaire que de Wolff, de Holderlin que de Hegel. En ese senti­do sí es la posmodernidad una forma de roman­ticismo, no en su acepción sentimental, irracio­nalista, ingenuamente piadosa y evasiva, sino en cuanto afirmación incondicional de la libertad, la acción, el entusiasmo y la capacidad de re­crear y encantar poética y éticamente las múlti­ples realidades posibles más allá de la jerarquía, la subordinación, la sospecha cauta, la objetivi­dad y el temor (14). Sin duda no son casuales es­tas resonancias románticas. En poesía se viene hablando de neoromanticismo desde hace años. Pero todo ello quedaría reducido a mera anécdo­ta si terminara homologando la relación entre posmodernidad y modernidad a la relación entre romanticismo e ilustración.

A juicio de Lyotard la diferencia es mucho más radical y podemos cifrarla en la contraposi­ción de dos términos provocativos: piadoso y pagano, tomados no sólo en su sentido religioso sino como indicadores de dos cosmovisiones, ontoteológica una, libertina la otra. La moderni­dad conserva, en medio de su afán seculariza­dor, una orientación teológica, metafísica, mora­lizante que implica la creencia en que la vida tie­ne un sentido dado de antemano y reclama acti­tudes como la voluntad de verdad, la laboriosi­dad, la imitación, la seguridad, la veneración y el miedo de lo absoluto, etc. La posmodernidad, en cambio, es consciente de la ausencia de fun­damentos, absolutos e ideales totalizadores y no está dispuesta a sacrificarles nada; prefiere la di­seminación a la escisión, la multiplicación a la unidad, la fantasía y la ironía a la seriedad y el ri­gor, el librepensamiento a la sana doctrina, el drama al sistema y la risa al drama, lo sublime a lo sensato. Su fuerza radica en la imaginación inventiva, la capacidad de afirmar y diferenciar y la voluntad de ser. Si se entiende con la dosis de ironía que su propia historia proporciona a los términos, prefiere el caos al orden, el pecado a la justificación, el diablo al buen Dios, y no sien­te añoranza de la reconciliación y la felicidad eterna (15).

11) DIMENSIONES DE LAPOSMODERNIDAD

Comprender que la posmodernidad no es un cementerio de negaciones y rechazos, sino un campo de posibilidades que esperan ser explora­das, es decir, nuestra oportunidad histórica y ontológica de ser, nos sitúa en una posición ade­cuada para intensificar esas posibilidades que dejarán de existir si no son activamente ejercita­das; pero nos introduce también en un abismo de tensiones. Si la modernidad era paradójica, la

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posmodernidad no tiene nada de plácida e ino­cente, sino que encierra formidables contradic­ciones (16). Ante ellas puede parecer lógico, pero es inoperante y ridículo, que a los nostálgi­cos de la modernidad se contrapongan ahora los cantores exaltados de una situación caótica y ex­plosiva, tan radical como insustannal, alucinan­te pero fatua, tan pretenciosa como retórica. Esa posmodernidad dionisíaca sólo sobre el escena­rio, termina en mascarada o en «pose», pero no logra concebir las condiciones desde las que es posible, ni alcanza las intensidades en las que sueña. La obra de Lyotard, con sus titubeos y complicaciones, es una buena muestra de es­fuerzo selectivo por salir adelante.

1. La posmodernidad es ante todo cuestiónde sensibilidad; la estética adquiere en ella una significación fundamental y se convierte en cla­ve para la ética y la ontología. Si los distintivos del arte moderno eran el genio, la creatividad, la forma, el aura, la voluntad de estilo ... ; la estética posmoderna comienza por desestructurar el es­pacio de la representación, descompone las coordenadas de la referencia y la significación, niega los privilegios del original, no supone que el arte sea revelación o mensaje y se interesa menos por la intención del autor y el sentido de la obra que por el juego de sus efectos y rever­beraciones. De ahí su preferencia por el collage, el pastiche, el montaje, el kitsch o el estilo ecléc­tico y monumental. A juicio de muchos artistas y críticos posmodernos ha muerto no sólo el au­tor sino también la obra, mejor dicho, uno y otra nunca han pasado de ser mezcla, resultado de una combinatoria de elementos, de una circula­ción de experiencias y signos. Su arte, en conse­cuencia, no se presta a la interpretación logo­céntrica sino que embebe y fascina o estremece y repele. Es pura puesta en escena, espectáculo, simulacro sin parodia, sátira ni risa, que nos convierte en mero lugar de exposición, en cen­tro de distribución de imágenes y sensaciones (17).

Embriagado por la fuerza desterritorializadora y disolvente de esta estética, seducido por sus visos de fluidez y ligereza, Lyotard la ha asumi­do hasta el punto de convertirla en propuesta ( ética) de licuarse y convertirse en lugar de paso, en transmisores pluridireccionales que lo dejan pasar todo (18). De ahí al «pasar» de todo y el «todo vale», a la tolerancia sin valoraciones ni implicación, al cínico y cruel «laissez passern, en definitiva, a la indiferencia de las diferencias, no hay más que un paso. Y es fácil darlo porque ha­cia ahí empujan este mundo-mercado en el que todo es equiparable e intercambiable, y esta multitud homogeneizada a la que pertene­cemos.

Pero en la posmodernidad ha surgido también una estética de la resistencia y la experimenta­ción crítica y selectiva que no se satisface con los adornos, la monumentalidad o la contempla­ción narcisista. Partiendo de esa sensibilidad y

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Charles Baudelaire

después de un viaje de ida y vuelta a través de Kant y Nietzsche, Lyotard se pronuncia por una estética no de lo bello, armónico y acabado, sino de lo sublime, intenso, inabarcable, impresenta­ble incluso y sin embargo presente. Para ella, a diferencia de la modernidad, lo sublime no es ya el referente lejano de un sentimiento a la vez placentero y doloroso pero en definitiva conso­lador, sino el contenido propio de una experien­cia excesiva, sin restos de nostalgia, trágica en su sentido más auténtico, y por tanto no patética del ser que acontece y se celebra por ejemplo en la aspersión de la sangre del toro. Sentido trági­co que en vez de exaltar alegremente la finitud, fomentar los paroxismos o dar lugar a lo «subli­me histérico», asume y desafía la muerte inscri­ta en toda limitación y en todo exceso, y se sitúa más allá de la dialéctica compensatoria, en un plano en el que lo trágico puede ser festivo e in­cluso cómico pero no volverse grotesco y ridícu­lo (19).

2. Si la modernidad se ha autoconcebido co­mo ilustración, ciencia, explicación y organiza­ción racional de_ la realidad, a la posmodernidad le interesa desenmascarar los montajes de esa

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racionalización legitimadora para poder librarse de ellos. Se trata de descomponer el espacio de la representación visual, intelectual o política, que funciona como esquema rígido a pesar de que su consistencia radica en el vaciamiento y la doblez; y de descodificar el discurso que sitúa la verdad en el mundo de las ideas y le asigna una función sustitutoria mientras menosprecia las apariencias y separa los deseos de la realidad. A juicio de Lyotard la piedra de toque para des­montar ese constructo ideológico que configura la realidad y nuestro modo de vivir en ella, está en los procesos de legitimación (20).

Es bien sabido que el afán desconfiado y com­pulsivo de justificarlo todo: la verdad, la ilusión, la felicidad ... , se ha servido de «mythos» que na­rran las gestas de los grandes valores, narracio­nes cuyo conjunto compone una historia de sal­vación y una gran teodicea incluso bajo la confe­sión de ateísmo. A medida que la crítica o he­chos como Auschwitz han ido incrementando el recelo ante tales relatos, se ha buscado la legiti­mación por la eficiencia, la coherencia interna, etc., y se ha intentado sustituir la confianza por el consenso, aún a costa de ocultar tanto los in­tereses antagónicos como el significado concre­to de los fines propuestos. La filosofía y la cien-_.:_. ~~ 1 _ _ __ 1---~ •-..t.- -1- - - --L�- 1 _ _ __ •_,¡_ _ _ _ _ 11

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mismas no pasan de ser relatos disimulados. Nos encontramos además con que la ciencia es discontinua y paradójica, el consenso se ha vuel­to sospechoso, es imposible construir un siste­ma totalizador que se autolegitime y la unidad del discurso se ha roto en fragmentos, en juegos de lenguaje irreductibles. Sabemos que la racio­nalización es una versión de la fábula del mun­do, un relato siempre contado y no acabado.

Romper las redes del logocentrismo, descu­brir que la justicia no es del mismo orden que la verdad o la belleza, sino que cada una tiene sus propias reglas y exigencias, inventar una lógica de la ocasión nos coloca en una situación dislo­cada, inestable, movediza, pero apta para despla­zamientos y potenciadora de un pensamiento plural, multiplicador de las perspectivas y capaz de diferenciar sin excluir o negar. Lógicamente la pragmática de ese pensamiento es agonística más que dialéctica, está más cerca de Heráclito y los sofistas que de Platón, opera con opiniones y juicios reflexionantes más que con deducciones y conclusiones apodícticas. Todo ello invita a concebir el pensar, liberado ya de la obsesión de justificar(se ), como invención, descubrimiento, poiesis, sensible a las diferencias y los aconteci­mientos, capaz de concebir lo inconmensurable, guiado por la paralogía de los inventores y no por la homología de los expertos. Lyotard reto­ma la noción kantiana de Idea de la razón y acentúa su dinámica. Trata de cultivar un pensa­miento que legitima al inventar, que va de la memoria a la anticipación y se expresa en narra­ciones que transmiten el exceso de energía que queda libre en los acontecimientos, para que lle-

PARA ACAB lr "

Ql'{corv LA POSMODERNTnA n

gue a ser plenamente lo que parecía infundado e imposible. A su manera y de forma menos pre­tenciosa pero más real, también este pensar nó­mada pretende unir razón y revolución. Por eso se resiste a ser reducido a flujo de información en el cual la máxima densidad equivale al grado cero de pensamiento y de libertad (21). Es cons­ciente de que por ese camino no vamos hacia la iluminación y la transparencia total, menos aún hacia la lucidez, como pretende hacernos creer la ideología de la comunicación con su promesa de que la circulación libre de informaciones ter­minará por tapar todo abismo e instituir el diálo­go y el consenso universal.

Si la razón ha sido utilizada como medio de justificación, y el dar razón ha perdido todo sen­tido de don y se ha convertido en mecanismo de legitimación, romper con la «episteme» moder­na y sus modos de justificación lógica, política y teológica significa mucho: Supone desenmasca­rar los recursos del poder para imponer sus cri­terios de normalidad, valor o racionalidad a las experiencias, los saberes, las relaciones socia­les ... implica reconocer que no hay un sistema absoluto, ni fundamento último, ni modelo uni­versal. Conlleva aceptar que la justicia y las leyes no se deducen ni se demuestran, pertene­cen al ámbito de las opiniones y propuestas dis­cutibles. Y, sin embargo, no podemos prescindir de ellas y menos aún dejarlas en manos del Es­tado. Significa que la libertad es un aconteci­miento que excede todo cálculo (22).

Un pensamiento libre de la necesidad de jus­tificación ya no es reactivo, sumiso, ni siquiera crítico en tanto la crítica se nutre de la fuerza de la carencia; sino derivativo, nihilista y radical­mente afirmativo. En nuestra cultura el último fundamento legitimador es teológico; para des­virtuarlo no bastan la crítica de la religión o el ateísmo pues estos giran aún en torno a lo que niegan y permanecen en la relación dogmática y paranoica con ello. Por eso Lyotard busca un más allá de la religión y el ateísmo, una especie de pa�anismo al estilo romano (piénsese en Lu­crecio ), festivo, con sentido del humor y capaz de deshacerse del drama angustioso que arrastra el creer que estamos en manos de los dioses o del destino. Paralelamente afirma que la necesi­dad de salvación es ella misma enfermedad y muestra su horror a la terapéutica y a su vaseli­na. Esas dos condiciones hacen posible, en su opinión, una alternativa al vacío, a la lógica del gran Cero que impone al deseo aplazamientos, sacrificios, negaciones de sí mismo. Alternativa a la teología y la política y la política de Estado, que consiste en la economía libidinal, no en. la lógica del otro gran Cero: el capital (23).

3. Sería un grave error creer que la economía

Ubidinal designa un campo privilegiado, un pa­raíso donde florecen afirmaciones e intensida­des y los deseos están al abrigo de cualquier transcripción traidora en producción, trabajo o ley del valor. No, no hay territorios liberados,.

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reservas del Ser en las que refugiarse y a las que antes han huido ya los dioses, regiones no alie­nadas, pues toda región da lugar a un régimen y un reino, a fijaciones y aparatos. Además todo refugio excluye, y la exclusión, la disociación son operadores de la desintensificación, de la muerte del deseo y la dinámica reactiva. Y, so­bre todo, el deseo, en cuanto potencia y volun­tad de intensidad, es radicalmente anomalía, irregularidad, diferencia, energía errante, no ins­crita, no fijada, sin territorio. No es posible ni deseable una economía libidinal pura y separa­da. La economía libidinal no se yuxtapone a la economía política ni pretende sucederla, sino que intenta mostrar que la economía política es, de forma enajenada y reprimida, economía libi­dinal, es decir, ahorro de deseos capitalizados con vistas a inversiones más rentables.

No se trata sólo de lograr desplazamientos y querer, por ejemplo, potenciar, multiplicar, dis­frutar, en vez de poseer, consumir o dominar; ni de descubrir «categorías económicas rebeldes» inmanejables para el sistema; se trata sobre todo de abolir la «ley del valor» en su vigencia econó­mica, moral y, en definitiva, ontológica. Si nos conformáramos, como quieren los economistas neo-liberales y los ideólogos posmodernos de ocasión, con flexibilizar el mercado y agilizar la circulación de valores, las contradicciones del capitalismo en vez de resolverse se convertirían en círculo vicioso, como puede verse, por ejem­plo, en la cínica utilización de los deseos en la publicidad. Para instaurar una verdadera econo­mía libidinal es preciso sobrepasar las localiza­ciones, asignaciones de significación, determi­naciones de función, etc.; es preciso abandonar el punto de vista del poder, comprender que la revolución no consiste en conquistarlo sino en asumir la potencia «volucionaria» de la «Wille» y alcanzar la posición del deseo. Posición que ya no depende de -ni es determinada por los obje­tos, y tampoco gira en torno al sujeto en cuanto centro de inscripción y acumulador de acciones, sino que está a la raíz de ambos como principio de realidad en el cual la subjetividad deseante y colectiva actúa intensificando las potencias dise­minadas (24).

La afirmación del deseo no es una llave mági­ca que abra la puerta a un mundo idílico. Al contrario, la energía de los deseos no atiende a las exigencias de la unidad y el orden, es trans­gresora y sorda a las reglas de la composición y la jerarquía orgánica y, en consecuencia, deses­tabiliza, produce dolor, mata. En contra de lo que le gusta creer a una mentalidad dualista que se cura en salud, la pulsión de muerte no es otra energía distinta de Eros, sino esta misma en su actuación contraria al principio de conservación, explosiva, derrochadora, que se multiplica y di­suelve las totalidades ( objetos, fines, ideales) a las que se suponía ligada. De ahí su vibración trágica cuya expresión ya no es el grito ni el dra­ma sino una rara conjunción de espíritu dioni-

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síaco y volteriano. Pero si, asustados o bienpen­santes, preferimos olvidar la posición energéti­ca, entonces reaparecerá inmediatamente el pensamiento de la carencia y la heteronomía, dispuesto al sometimiento y la moderación en aras de la armonía y el bien de todos (25).

4. La recuperación para la potencia y el de­seo de la posición capital conlleva un proceso de deconstrucción no sólo de las racionalizaciones, los mecanismos de defensa y denominación, los miedos, etc.; sino sobre todo de la realidad que juntos consolidan. Descubrir que la materia es siempre un estado de la energía induce a desma­terializar las cosas, el mundo de lo dado, hasta descubrir en su orden y consistencia un abismo de fuerzas y posibilidades, un laberinto de inma­teriales. En vez de otorgar a la realidad, es decir, al estado de cosas, la categoría de fundamento del que dependemos y de marco en el que esta­mos encerrados, en vez de asumir un realismo que evita justamente cuestionarse la realidad misma, la afirmación del deseo inaugura una on­tología de la potencia como principio de ser y de actividad, principio desrealizador precisamente en virtud de su capacidad de hacer ser. Se trata de una posición nihilista y, juzgada con los cri­terios del poder, de una ontología y un pensa­miento débiles; pero justamente en eso radica su potencial de afirmación y novedad, como puede verse en alguna de sus dimensiones más significativas (26):

La dinámica def deseo posibilita comprender la diferencia no como lo otro, neutro y anónimo, los restos que van dejando la identidad y el yo tras su marcha triunfal, sino como elemento esencial y constitutivo del ser de la potencia. Di-

Andy Warhol

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ferencia positiva, multiplicadora, no excluyente, sin centro de gravedad o de pertenencia y, en consecuencia, diferencia libre y al mismo tiem­po singularizadora. Lyotard remite a las diferen­cias nómadas de Deleuze, la diferición y disemi­nación de Derrida, la diferencia trascendente de los otros que nos llaman e implican en un impe­rativo ético que no surge de la esencia ni de la necesidad sino de esa misma relación, como ex­plica Levinas (27). De este modo la economía li­bidinal modifica su propio planteamiento, des­borda el monismo inherente a toda filosofía de la voluntad y se aleja de la tentación de reunir (destruir) las diferencias en un género o de su­perarlas dialécticamente en una totalidad.

Deseo y diferencia dan paso a otro concepto de su misma matriz: acontecimiento. En una pri­mera aproximación Lyotard lo define como la mutación que un exceso de potencia produce en un sistema dado. Tal mutación puede provenir de un aumento de energía por encima de los límites que el sistema está acostumbrado a orga­nizar, o bien del surgimiento de una energía que no se deja captar y procesar por ese sistema. En ambos casos se transforma la relación entre energía y regulación, lo cual se traduce en sen­sación de peligro pero también en conciencia de nuevas posibilidades y, sobre todo, en una nue­va perspectiva ontológica. Desde ella se com­prende que la realidad, esa red de hechos y da­tos que nos sostiene y nos ata no es, existe sólo en cuanto la tejemos nosotros, y a costa nuestra, como producto de nuestra impotencia; por tanto no debe ser tomada por lo originario. Originario y primero es lo que «se pone» y «se da» no en el sentido mostrenco de «lo que hay», sino en el sentido de lo que se pone a disposición y se da porque es capaz de dar de sí, es decir, eso que llamamos Ser no en cuanto es «real» o es «tal» sino en cuanto puro acontecer y hacer ser. No se trata del ser misterioso, sin nombre, indefinido, uno y todo pero ausente; al contrario, por su propia naturaleza el acontecer no tiene más allá, es presencia que se despliega en una secuencia de grados de potencia, intensivos y diferencia­les, cada uno de ellos excesivo con respecto a lo dado y, en ese sentido, único y multiplicador, intrínsecamente necesario y a la vez gratuito, capaz, por tanto, de tomar parte en el juego de deseos y donaciones (28).

Los acontecimientos tienen su propio tiempo, se lo conceden y lo hacen a su manera. Tiempo propio y constituyente que expresa el ritmo y el tono de los acontecimientos; y no mera cronolo­gía, medida de la velocidad de producción y mo­neda que establece las equivalencias entre mer­cancías. Tiempo flexible que se concentra o se distiende y en un momento puede hacer coac­tuales el pasado y el futuro, discontinuo y sin embargo duradero. Tiempo intrínseco a la ac­ción, que no se deja medir por ciclos o por el pa­so de los años, que no implica progreso hacia una meta y, sin embargo, a la manera de los

José Luis Borges

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acontecimientos, hace historia. Kairós, oportu­nidad única e irrepetible, fecunda en consecuen­cias. Por el contrario en el tiempo lineal, homo­géneo, que yuxtaf one y ordena los hechos enseries y reduce e devenir a prolongación y la novedad a simple posteridad sin significación propia, no hay cabida para los acontecimientos. Bajo su validez universal oculta su indiferencia a lo que ocurre y su vaciedad; la ligereza, fluidez y fugacidad que la experiencia le atribuye son ab­sorbidas por la rigidez de su medida irreversible. Vaciedad y rigidez juntas lo convierten en mag­nitud negativa que desgasta y consume hasta la autofagia, hasta convertirse en Cronos. Este tiempo-maldición que hace añorar el sueño de la intemporalidad, que no tiene consistencia en sí mismo y es incapaz de insistir y hacer ser, no puede ser afirmado ni deseado. Admite prolon­gación pero no quiere eternidad. La posmoder­nidad pasa de él y de sus historias, no se concibe ya a sí misma como odisea, periplo y retorno a lo mismo, al principio, al nido (29).

* * *38

Quizá la posmodernidad esté pasando de mo­da o incluso lo haya hecho ya. lQuién sabe? A las modas les gusta ser breves y sorprender tan­to al llegar como al irse. Además siempre es de­masiado pronto y, a la vez, demasiado tarde para comprender el presente. En cualquier caso lo importante es que con ese rápido y fuerte oleaje han aflorado fuerzas de mayor calado, capaces de remover y agitar por mucho tiempo nuestros océanos. Llámese posmodernidad o como se quiera algo nada pasajero está pasando, algo aca­ba y algo puja por surgir. A eso sí merece la pe­na prestarle atención aunque para ello sea preci­so resistirse a la fácil y ruidosa retórica posmo­derna. Por encima y por debajo de su imagen de escaparate, la posmodernidad quiere ser aconte­cimiento, nueva posibilidad de ser, más que fase o época. En este sentido está aún comenzando,gestándose; apenas deja vislumbrar sus dimen­siones y esbozar los rasgos de su rostro y, sin embargo, es ya claro que aspira a ser una forma radical de cultura (30). Pero a nuestros viejos personajes y máscaras les cuesta abandonar el teatro donde se consagraron como actores. Lyo­tard dice que «Nietzsche sigue siendo platóni­co» (31). Pensando ahora en él, en toda la mo­dernidad ilustrada y en nosotros mis-mos tenemos que reconocer que la salí- � da de la caverna es larga y el sol hiriente. �

NOTAS (1) Lyotard, J. F., La condición postmoderna. Cátedra,

Madrid, 1984. Su subtítulo, más ajustado al contenido, es: «Informe sobre el saber».

(2) Cfr. Lyotard, J. F., «Réponse it la question: Qu' est­ce que le postmoderne». Critique, 419 (1982) págs. 357-367.

(3) Cfr. Jameson, F., «Posmodernismo y sociedad deconsumo» en AA. VV. La posmodernidad. Kairós, Barcelo­na, 1985, pág. 184.

(4) Cfr. Habermas, J., «La modernidad, un proyecto in­completo» en La posmodernidad, págs, 21-24, 32-36. Der phi­losoph/sche Diskurs der Moderne y Die neue Unüberslchtlich•kelt, ambas en Suhrkamp. 198S. Honneth, A. «Postmoder­nidad» en AA. VV. Terminología científico social. Anthro­pos, Barcelona, 1986 (de próxima aparición).

(5) Baudrillard, J., «El éxtasis de la comunicación» enLa posmodernidad, pág. 193.

(6) Cfr. Lyotard, J. F., Tombeau de l'intelectuel et autrespapiers. Galilée, París, 1984, págs. 81-87. En el libro-entre­vista titulado Au Juste. Ch. Bourgois, París, 1979, pág. 172 escribe: «on ne peut pas se passer de justice». Ver también sus obras: Dispositivos pulsionales. Fundamentos, Madrid, 1981, pág. 121-122 y 279-280. Economía libidinal. Edit. Sal­tés, Madrid, 1979, págs. 16, 113 y 122.

(7) Cfr. Barte, J., «Literatura posmoderna», Quimera,n.º' 45-46 (1985), págs. 14-21. Lyotard, J. F., A partir de Marxy Freud. Fundamentos, Madrid, 1975, pág. 24.

(8) Cfr. Habermas, J., «La modernidad, un proyecto in­completo», págs. 19-21.

(9) Cfr. Lyotard, J. F., «Qu'est-ce que le postmoderne»,pág. 365.

(10) Cfr. Vattimo, G., El fin de la modernidad. Gedisa,Barcelona, 1986, págs. 9-20. Ya Th. Adorno caracterizaba la modernidad como compulsión a la innovación. AsthetischeTheorie. Suhrkamp, Frankfurt, 1970, pág. 41.

PARA ACABAR CONLA POSMODERNTnA n

(10 bis) Cfr. Lyotard, J. F., Le postmoderne expliqué aux enfants. Galilée, París, 1986, págs. 33, 38, 119-126.

(11) Los textos más significativos de M. Heidegger so­bre este tema se encuentran en Die Frage nach der Technik e ldentitiit und Differenz.

(12) Cfr. Adorno, Th. y Horkheimer, M., Dialektik derAujkliirung. Fischer, Frankfurt, 1969, págs. 7-73.

(13) Lyotard, J. F., Dispositivos pu/sionales, pág. 46, Cfr.Lefebre, H., lntroduction a la modernité. Minuit, París, 1962, págs. 226-234.

(14) Cfr. idem op. cit., págs. 235 ss., 305 ss. y Negri, A.,«Postmoderno» en AA. VV. Terminología científico-social, Anthropos, Barcelona.

(15) Cfr. Lyotard, J. F., Au Juste, págs. 31-37, 41, 71-75,118-121; «Qu'est-ce que le postmoderne», pág. 367.

(16) Cfr. Negri, A., loe. cit.(17) Cfr. Ullmer, G. L., «El objeto de la poscrítica», en

AA. VV. La posmodernidad, págs. 125-161, y los artículos ya citados de Baudrillard y Jameson en la misma obra.

(18) Cfr. Lyotard, J. F., Economía libidinal, pág. 286-294.(19) Cfr. Lyotard, J. F., Dispositivos pulsionales, págs.

115 ss. «Qu'est-ce que le postmoderne», págs. 363-367. Au Juste, págs. 187-189. De lo «sublime histérico» habla F. Ja­meson en «La estética de la posmodernidad», Zona Abierta, 38 (1986), págs. 105 SS.

(20) Ese es el hilo conductor de su obra La condiciónpostmoderna. Desde otra perspectiva incide en esta misma problemática el libro de Rorty, R. La filosofía y el espejo de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 1983.

(21) Cfr. Lyotard, J. F., A partir de Marx y Freud, págs.33-38, 305-310.

(22) Cfr. idem, op. cit., págs. 9-24 y Le Differend Minuit,París, 1983, págs. 236-240 y 174-186. A. Wellmer ha resumi­do bien las principales aportaciones de nuestro siglo a la crí­tica del entramado urdido por el sujeto, la razón, el lengua­je, el sentido ... «La dialéctica de modernidad y postmoder­nidad» en Debats 14 (1985), 72 ss.

(23) Cfr. Lyotard, J. F., Dispositivos pulsionales, págs.279-280 y 292. Economia libidinal, págs. 16-39, 53 y 120-135;y especialmente lnstructions paiennes. Galilée, París, 1977.

(24) Cfr. Lyotard, J. L., Dispositivos pulsionales, págs.11-13, 34, 72, 126-131, 284-285, 293-294 y 301. Economia libi­dina/, págs. 126-131. Tombeau de /'intelectuel, págs. 77-80 y86-87. Como aportaciones nuevas sobre la subjetividadconstituyente y desean te ver Foucault, M., L 'usage des plai­sirs. Gallimard, París, 1984, págs. 9-19 y Negri, A., últimaspáginas del artículo citado. El artículo de L. Scott, «Postmo­dernity and desire». Theory and society XIV (1985) págs. 1-33 es un informe interesante sobre la importancia de la con­cepción del deseo para la configuración de la posmoderni­dad.

(25) Cfr. Lyotard, J. F., Dispositivos pulsionales, págs.45-49, 265-266, 289 y 297.

(26) Cfr. Lyotard, J. L., «El laberinto de los inmateria­les», Quimera, 46-47 (1985) 23-29. «Qu' est-ce que le post­moderne», 359-365. Sobre estos temas hay que destacar las aportaciones de G. Vattimo, más atento que Lyotard a las perspectivas abiertas por Heidegger.

(27) Cfr. Lyotard, J. F., Au juste, págs. 51, 69, 73, 133-138, 170-171 y 178-179. Le Différend, págs. 163-169 y 197 ss. Adviértase que «differend» tiene forma activa y significa di­ferencia y discrepancia.

(28) Cfr. Lyotard, J. F., Discurso, Figura. G. Gili, Barce­lona, 1979, págs. 37-41. A partir de Marx y Freud, págs. 305-308. Le Différend, págs. 115-116, 120-121, 200 y 236-238 don­de remite expresamente a la obra Zeit und Sein de Heideg­ger.

(29) Cfr. Lyotard, J. F., A partir de Marx y Freud, pág. 13y Le différend, págs. 94-98, 184-186 y 244-251.

(30) Cfr. Owens, C., «El discurso de los otros», en Laposmodernidad, pág. 99.

(31) Cfr. Lyotard, J. F., Economía libidinal, pág. 294.

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