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TRONO DE CRISTAL. Micronovela 3. La asesina en el submundo … · 2015. 8. 3. · entrada del palacio de los asesinos cuando Celaena Sardothien entró sigilosa, con una carta entre

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Índice PortadillaÍndiceCapítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10Capítulo 11Capítulo 12Sobre la autora

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Lee la novelaCréditosGrupo Santillana

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CAPÍTULO 1

Reinaba el silencio en la lúgubreentrada del palacio de los asesinoscuando Celaena Sardothien entrósigilosa, con una carta entre los dedos.Nadie había acudido a recibirla a sullegada a los portalones de roble. Nadiesalvo el ama de llaves, que le habíacogido la capa empapada de lluvia y, alreparar en la mueca torva de Celaena, sehabía guardado de decirle nada.

Enfrente de la entrada, al otro lado

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del gran vestíbulo, estaban las puertasque conducían al despacho de ArobynnHamel, cerradas en aquel momento.Wesley, el hombre de confianza del reyde los asesinos, hacía guardia junto a lasmismas con una expresión insondable ensus ojos oscuros. Aunque Wesley no eraun asesino, Celaena no dudaba ni por uninstante de que el fornido sirviente sabíamanejar con una perfección letal lasespadas y las dagas que llevaba sujetasal cuerpo.

Celaena sabía también que Arobynntenía ojos en todas las puertas de laciudad. Seguro que alguien lo habíaavisado de su llegada en cuanto laasesina había puesto los pies enRifthold.

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Las pringosas botas de Celaenadejaron un rastro de barro tras de sícuando avanzaron hacia las puertas deldespacho. Hacia Wesley.

Habían transcurrido tres meses desdela noche en que Arobynn la habíagolpeado hasta la inconsciencia, encastigo por haberle impedido quefirmara un acuerdo de tráfico deesclavos con el capitán Rolfe, señor delos piratas; tres meses desde que lahabía enviado al desierto Rojo para queaprendiera obediencia y disciplina, ypara que se granjeara la aprobación delmaestro mudo de los asesinossilenciosos.

La carta que llevaba en la mano

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demostraba que lo había conseguido.Probaba que Arobynn no había acabadocon ella aquella desgraciada noche.

Y Celaena estaba ansiosa por verle lacara cuando le entregara la misiva.

Por no hablar de la sorpresa que seiba a llevar el rey de los asesinoscuando le hablase de los tres cofres deoro que Celaena se había traído deldesierto Rojo y que ahora iban decamino a su habitación. Sin muchosprolegómenos, Celaena le explicaría queposeía medios para saldar la deuda yque abandonaba el castillo para mudarsea la vivienda que había comprado. Quea partir de aquel momento sería unamujer libre.

Celaena alcanzó por fin el otro

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extremo del vestíbulo y Wesley seplantó ante las puertas del despacho. Elsirviente tendría la misma edad que ella,y las delgadas cicatrices que le surcabanla cara y las manos sugerían que su vidaal servicio del rey de los asesinos noera un camino de rosas. Celaena supusoque bajo los ropajes negros se ocultabanotras marcas, quizás aún más atrocesque aquellas.

–Está ocupado –dijo Wesley. Sehabía llevado los brazos a los costados,por si tenía que coger las armas. Tal vezCelaena fuera la protegida de Arobynn,pero Wesley siempre le había dejadomuy claro que si en algún momento seconvertía en una amenaza para su amo,

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no vacilaría en acabar con ella. ACelaena no le hacía falta verlo en acciónpara saber que sería un adversariointeresante. Seguramente por eso Wesleyse entrenaba en privado… y mantenía ensecreto su historia personal. Cuandomenos supiera Celaena de él, másventaja le llevaría Wesley en caso seenfrentamiento. Una postura inteligente yseguramente halagadora.

–Yo también me alegro de verte,Wesley –lo saludó ella con una sonrisa.El criado pareció molesto, pero no hizoademán de detenerla cuando Celaenapasó junto a él y abrió de par en par laspuertas del despacho de Arobynn.

Sentado a su escritorio de maderalabrada, el rey de los asesinos leía

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atentamente el fajo de papeles que teníadelante. Sin saludar siquiera, Celaena seencaminó directamente hacia elescritorio y le tiró la carta a lasuperficie de madera pulida.

La asesina abrió la boca, incapaz decontenerse ni un minuto más. Arobynn,sin embargo, insinuando apenas unasonrisa, se limitó a levantar un dedo ydevolvió la atención a los papeles.Wesley cerró las puertas y se quedófuera.

Sin levantar la vista de losdocumentos que estaba leyendo,Arobynn cogió la carta del maestromudo y la dejó sobre otro montón depapeles. Celaena parpadeó. Una vez.

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Dos. Él no alzó los ojos. Prosiguió lalectura. El mensaje era muy claro:Celaena tendría que esperar a queArobynn hubiera terminado. Y hastaentonces, por más que ella gritara hastadesgañitarse, el rey de los asesinos nose daría por aludido.

De modo que Celaena se sentó.La lluvia golpeteaba las ventanas del

despacho. Pasaron unos segundos, quese alargaron hasta convertirse enminutos. El discurso grandilocuente queCelaena traía preparado se ahogó en elsilencio. Arobynn leyó otros tresdocumentos antes de coger la carta delmaestro mudo.

Mientras el rey de los asesinos laleía, Celaena solo tenía en mente la

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última vez que había ocupado aquellamisma silla.

Miró la exquisita alfombra roja quese extendía a sus pies. Alguien se habíaesforzado mucho en borrar hasta elúltimo rastro de sangre. ¿Qué cantidadde sangre derramada en la alfombrahabía pertenecido a Celaena y cuánta aSam Cortlan, su rival y colega en laconspiración que había arruinado elnegocio de Arobynn? Celaena no sabíaqué castigo había recibido Sam aquellanoche. Acababa de llegar, y no se habíacruzado con él en el vestíbulo deentrada. Por otra parte, tampoco habíavisto a ninguno de los asesinos quevivían allí. Así que tal vez Sam

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estuviese ocupado. Celaena tenía laesperanza de que anduviese atareado,porque eso significaría que estaba vivo.

Arobynn la miró por fin. Dejó a unlado la carta del asesino mudo como sino fuera más que papel mojado. Celaenase irguió y alzó la barbilla mientras losojos color plata del rey de los asesinosescudriñaban cada palmo de su cuerpo.La mirada se demoró en la cicatriz fina yrosada que surcaba el cuello deCelaena, a pocos centímetros de lamandíbula y la oreja.

–Bien –manifestó Arobynn por fin–.Pensaba que estarías más morena.

Celaena estuvo a punto de echarse areír pero prefirió limitar al mínimo laexpresión de emociones.

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–Llevan túnicas de la cabeza a lospies para protegerse del sol –explicó.

Había hablado en un tono más bajo,más inseguro de lo que le habríagustado. Eran las primeras palabras quele dirigía desde que la dejarainconsciente. Dejaban mucho quedesear.

–Ah –repuso él mientras daba vueltasal anillo que llevaba en el índice con susdedos largos y elegantes.

Recordando todo aquello que semoría por decirle desde hacía meses yque tanto había ensayado en el viaje devuelta a Rifthold, Celaena tomó aire porla nariz. Unas cuantas frases y todohabría terminado. Más de ocho años a su

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servicio concluirían con unas cuantaspalabras y una montaña de oro.

Se dispuso a hablar, pero Arobynn seadelantó.

–Lo siento –se disculpó.Una vez más, las palabras de Celaena

murieron en sus labios.Arobynn la miró fijamente y dejó de

juguetear con el anillo.–Si pudiera borrar aquella noche,

Celaena, lo haría.Arobynn se inclinó sobre el borde de

la mesa y cerró los puños. La última vezque Celaena había visto aquellas manos,estaban empapadas de su propia sangre.

–Lo siento –repitió Arobynn.El rey de los asesinos le llevaba

veinte años a Celaena, y aunque algunas

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vetas plateadas surcaban el cabellorojizo, su rostro no había perdido el airede juventud. Tenía unos rasgos duros,elegantes, y unos ojos grises claros ydeslumbrantes. Tal vez no fuera elhombre más guapo del mundo, pero sinduda era uno de los más seductores.

–Cada día –prosiguió él–. Cada díadesde que te fuiste acudo al templo deKiva a implorar perdón.

En otras circunstancias, Celaenahabría bufado solo de imaginar al rey delos asesinos arrodillado ante la estatuadel dios de la expiación, pero habíahablado en un tono tan sincero… ¿Seríaposible que realmente se arrepintiese delo que había hecho?

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–No debería haber permitido que mimal genio sacara lo peor de mí. Nodebería haberte enviado tan lejos.

–¿Y entonces por qué no memandasteis llamar?

El tono de reproche traicionó aCelaena antes de que tuviera tiempo demedir sus palabras.

Arobynn entornó los ojos apenas, lomás parecido a un ceño que se permitíaexhibir, supuso Celaena.

–Teniendo en cuenta el tiempo que losmensajeros habrían tardado enencontrarte, habrías estado de vueltaantes que ellos de todos modos.

Ella apretó las mandíbulas. Unaexcusa barata.

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Arobynn advirtió la ira que asomabaa los ojos de Celaena; también laincredulidad.

–Permíteme que te compense.El rey de los asesinos se levantó de la

butaca de piel y rodeó el escritorio. Suslargas piernas, junto con años y años deentrenamiento, otorgaban a susmovimientos una gracia natural, inclusoal hacer un gesto tan banal como cogeruna caja del borde de la mesa. Doblóuna pierna ante ella y colocó el rostro ala altura de Celaena. La asesina habíaolvidado lo alto que era.

Arobynn le tendió el regalo. Lapropia caja era una obra de arte en símisma, con incrustaciones de madre

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perla, pero Celaena levantó la tapaimpertérrita.

Un broche de oro y esmeraldas brillóa la luz grisácea del atardecer. Era unapieza única, obra de todo un maestro, yCelaena supo al instante con quévestidos y túnicas le combinaría mejor.Arobynn la había elegido porqueconocía al dedillo su guardarropa, susgustos, cuanto se refería a ella. De todaslas personas del mundo, solo Arobynnsabía la verdad.

–Para ti –dijo el rey de los asesinos–.El primero de otros muchos.

Celaena fue muy consciente de cadauno de los movimientos de Arobynncuando él levantó la mano paraacercarla a su rostro con delicadeza. La

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asesina permaneció muy quieta. Arobynnle acarició la sien con el dedo y luegorecorrió la protuberancia de lospómulos.

–Lo siento –volvió a susurrar, yCelaena alzó la vista hacia él.

Padre, hermano, amante… Arobynnnunca se había decantado por ninguno deaquellos roles. Desde luego, jamáshabía adoptado el papel de amante,aunque si Celaena hubiera sido otraclase de chica y si Arobynn la hubieracriado de otro modo, quizás habríancruzado la línea. Él la quería como a unmiembro de su familia y sin embargo lacolocaba en las situaciones máspeligrosas. Se ocupaba de su

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alimentación y de su educación perohabía destruido su inocencia el primerdía que la había obligado a poner fin auna vida. Se lo había dado todo, perotambién se lo había arrebatado todo.Celaena se sentía tan incapaz de definirlos sentimientos que le inspiraba el reyde los asesinos como de contar lasestrellas del firmamento.

Celaena apartó la cara y Arobynn seincorporó. Se apoyó en el borde delescritorio y sonrió con tristeza.

–Tengo otro regalo para ti, si loquieres.

Tantos meses soñando con marcharsey saldar su deuda. ¿Por qué no podíasencillamente abrir la boca y decírselo?

–Benzo Doneval se dirige hacia

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Rifthold –empezó a decir Arobynn.Celaena torció la cabeza. Había oído

hablar de Doneval; era un poderosohombre de negocios de Melisande, unpaís situado al sudeste del reino y unade las conquistas más recientes deAdarlan.

–¿Por qué? –preguntó ella consuavidad; con cautela.

Los ojos de Arobynn centellearon.–Forma parte de la gran comitiva que

acompaña a Leighfer Bardingale a lacapital. Leighfer es una buena amiga dela antigua reina de Melisande, quien leha pedido que interceda por ellos ante elrey de Adarlan.

Melisande, recordó Celaena, era uno

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de los pocos reinos cuya familia real nohabía sido ejecutada. Por su parte,habían renunciado a la corona y juradolealtad al rey de Adarlan y a susconquistadores. Celaena no sabía quéera peor, si perder la cabeza osometerse al rey de Adarlan.

–Por lo que parece –prosiguióArobynn– la comitiva pretendemostrarle al rey todo lo que Melisandepuede ofrecer –cultura, bienes, riqueza–para convencerlo de que les concedapermiso y recursos para construir unacarretera. Puesto que la antigua reina deMelisande es ahora poco más que untestaferro, reconozco que su ambiciónme conmueve tanto como me escandalizasu descaro.

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Celaena se mordió el labio mientrasvisualizaba un mapa del continente.

–¿Una carretera que conecteMelisande con Fenharrow y Adarlan?

Durante años, la ubicación deMelisande había dificultado el tráficocomercial del reino. Rodeado demontañas infranqueables y de losbosques de Oakland, el comercio deMelisande dependía exclusivamente delos puertos. Una carretera cambiaríaaquella situación. Con una carretera,Melisande sería un país rico… einfluyente.

Arobynn asintió.–La caravana se quedará una semana

y tienen planeado organizar fiestas y

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mercados; incluida una celebración detres días para conmemorar la Luna de laCosecha. Quizás si los ciudadanos deRifthold se enamoran de sus dioses, elrey se tome en serio sus peticiones.

–¿Y qué relación tiene Doneval con lacarretera?

Arobynn se encogió de hombros.–Pretende firmar acuerdos

comerciales con Rifthold. Yseguramente humillar a su antiguaesposa, Leighfer. Y rematar el asuntoque indujo a Leighfer a separarse de él.

Celaena enarcó las cejas. Un regalo,había dicho Arobynn.

–Doneval viaja con documentosconfidenciales –el rey de los asesinos lodijo en voz tan baja que el golpeteo de

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la lluvia contra los cristales casi ahogósus palabras–. No solo tendrás queliquidarlo sino también recuperar losdocumentos.

–¿Qué clase de documentos?Los ojos plateados de Arobynn

brillaron.–Doneval quiere organizar un negocio

de tráfico de esclavos con sede enRifthold. De ese modo, si el proyecto dela carretera prosperara, sería el primeroen sacar partido a la importación yexportación de esclavos. Losdocumentos, al parecer, contienenpruebas de que ciertos súbditos deMelisande instalados en Ardalan seoponen al comercio de esclavos.

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Considerando las molestias que se hatomado el rey de Ardalan para castigar aaquellos que se oponen a sus políticas…Bueno, sin duda el rey siente un graninterés en conocer los nombres deaquellos que se oponen a la venta depersonas, sobre todo porque, por lo queparece, están tomando medidas paraliberar a esclavos que le pertenecen.Doneval y su socio de Rifthold planeanchantajear a las personas que aparecenen la lista para obligarlas a cambiar deopinión; para convencerlas de queabandonen la resistencia e inviertan enel tráfico de esclavos en Melisande.Leighfer cree que, si los rebeldes seniegan, su antiguo marido se aseguraráde que la lista vaya a parar a manos del

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rey.Celaena tragó saliva. ¿Acaso Arobynn

le proponía el trabajo como una ofrendade paz? ¿Pretendía demostrarle quehabía cambiado de idea respecto altráfico de esclavos y que la habíaperdonado por lo sucedido en la bahíade la Calavera?

Sin embargo, volver a implicarse enaquel tipo de asuntos…

–¿Y qué saca Bardingale de ello? –preguntó con cautela–. ¿Por qué noscontrata para matarlo?

–Porque Leighfer no cree en laesclavitud y quiere proteger a losrebeldes; individuos que se disponen adar los pasos necesarios para

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amortiguar el impacto de la esclavituden Melisande. E incluso ayudar a unoscuantos esclavos a escapar.

Arobynn hablaba como si conocierabien a Bardingale, como si los unieraalgo más aparte de los negocios.

–¿Y el socio de Doneval en Rifthold?¿Quién es?

Celaena quería sopesar los pros y loscontras antes de aceptar la misión. Teníaque meditar la cuestión a fondo.

–Leighfer no lo sabe. Sus fuentes nohan podido descifrar el nombre en lacorrespondencia que Doneval mantienecon su socio. Se comunican en clave.Solo ha podido averiguar que Donevalintercambiará los documentos con sunuevo asociado dentro de seis días en la

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casa que ha alquilado en Rifthold. Elintercambio se producirá en algúnmomento a lo largo de la jornada. Noestá segura de qué documentos aportaráel otro, pero apostaría algo a que setrata de una lista de personalidades deAdarlan contrarias a la esclavitud.Leighfer dice que seguramente elintercambio tendrá lugar en algunaestancia privada de la casa… En algúndespacho del primer piso. Lo conoce losuficiente como para estar segura.

Celaena empezaba a entrever adóndequería ir a parar Arobynn. Le estabasirviendo a Doneval en bandeja deplata. Bastaría con averiguar a qué horase celebraría la reunión, descubrir qué

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protección rodeaba al hombre ydiscurrir la manera de sortear lasdefensas.

–¿De modo que no solo tengo queacabar con Doneval sino tambiénesperar a que se haya efectuado elintercambio para hacerme también conla documentación que aporte su socio? –Arobynn insinuó apenas una sonrisa–.¿Y qué me decís del otro? ¿Tengo queliquidarlo también?

Sin perder la sonrisa, el rey de losasesinos apretó los labios.

–Puesto que no sabemos con quiénestá haciendo negocios Doneval, no sete contrata para eliminarlo. Ahora bien,todo hace pensar que Leighfer y susaliados lo quieren muerto también. Tal

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vez obtengas una recompensa si acabascon él.

Celaena se quedó mirando el brochede esmeraldas que seguía en su regazo.

–¿Y me pagarán bien?–Extraordinariamente bien –la voz de

Arobynn delataba su expresión afable,pero Celaena siguió mirando las piedrasverdes–. Y no te pediré nada. Será todotuyo.

Al oír aquello, Celaena levantó lacabeza para observarlo. Los ojos deArobynn brillaban trémulos con unaexpresión de súplica. Era posible quelamentase realmente lo que había hecho.Tal vez hubiese aceptado la misión porella; para demostrarle, a su manera, que

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comprendía los motivos que la habíanllevado a liberar a los esclavos de labahía de la Calavera.

–Supongo que Doneval estaráprotegido.

–Está muy protegido –asintió Arobynna la vez que cogía una carta delescritorio–. Esperará a que hayanterminado las celebraciones para hacerel trato. De ese modo, podrá marcharseal día siguiente.

Celaena miró hacia el techo, como si,a través de las vigas, pudiera ver suhabitación y los cofres de oro que allíguardaba. No necesitaba el dinero. Porotra parte, si saldaba la deuda conArobynn, sus ahorros se reduciríanconsiderablemente. Además, el alcance

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de aquella misión no se limitaba alasesinato; serviría también para ayudara otras personas. ¿Cuántas vidas seperderían si no eliminaba a Doneval y asu aliado, si no recuperaba aquellosdocumentos tan delicados?

Arobynn volvió a acercarse a ella.Celaena se levantó de la silla. Él leapartó el pelo de la cara.

–Te he echado de menos –dijo.El rey de los asesinos abrió los

brazos, pero no hizo ningún otro ademánde abrazarla. Ella se lo quedó mirando.El maestro mudo le había explicado quecada persona afronta el dolor a sumanera; algunos deciden ahogarlo, otrosaprenden a amarlo, pero algunas

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personas dejan que se convierta enrabia. Y si bien Celaena no se arrepentíade haber liberado a los doscientosesclavos de la bahía de la Calavera,comprendía que Arobynn lo hubierainterpretado como una traición. Tal vezmolerla a palos hubiera sido su forma deafrontar el dolor de saberse traicionado.

Y aunque no estaba dispuesta aperdonarlo, Arobynn era cuanto Celaenatenía. La historia que ambos compartían,oscura, retorcida y plagada de secretos,estaba forjada de algo más que de oro.Si lo abandonaba, si pagaba sus deudasen aquel mismo instante y no volvía averlo nunca…

Celaena dio un paso atrás y Arobynnbajó los brazos con ademán tranquilo,

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sin demostrar incomodidad alguna por elrechazo de su protegida.

–Consideraré la idea de liquidar aDoneval.

Decía la verdad. Celaena siempre setomaba un tiempo para meditar siaceptaba o no una misión. Arobynn laanimaba a hacerlo.

–Lo siento –volvió a disculparse él.Celaena se limitó a mirarlo muy

fijamente antes de marcharse.

El cansancio la alcanzó en el instante enque apoyó el pie en los peldaños demármol de la amplia escalinata del

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castillo. El viaje había durado un mes,justo después de otros treinta días deduro entrenamiento y terribles pruebas.Cada vez que atisbaba la cicatriz que lerecorría el cuello, cada vez que latocaba o la ropa la rozaba y recordabasu procedencia, la recorría unescalofrío. Había llegado a considerar aAnsel una buena amiga; una compañerade por vida, casi una hermana. Sinembargo, Ansel se había dejado llevarpor el deseo de venganza. A pesar detodo, estuviera donde estuviese la joven,Celaena tenía la esperanza de que porfin hubiera resuelto aquello que tanto laobsesionaba…

Se cruzó con un criado, que agachó lacabeza y apartó los ojos al verla. Todos

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los trabajadores del castillo conocían suidentidad y la mantenían en secreto sopena de muerte. Tanta precaución notenía ya mucho sentido, puesto que latotalidad de los asesinos silenciosos,del primero al último, era capaz deidentificarla.

Celaena respiró entrecortadamente yse pasó la mano por el pelo. Por lamañana, antes de entrar en la ciudad,había pasado por una taberna de lasafueras de Rifthold para bañarse, lavarla ropa y aplicarse algunos cosméticos.No quería llegar al castillo tanmugrienta como una rata de cloaca. Sinembargo, aún se sentía sucia.

Pasó ante una de las salitas del primer

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piso y enarcó las cejas al oír música depiano y risas en el interior. Si Arobynntenía compañía, ¿por qué la habíarecibido en el despacho? ¿Y por quéparecía tan ocupado?

A Celaena le rechinaron los dientes.De modo que todo aquello de hacerlaesperar hasta terminar el trabajo habíasido pura pantomima…

Apretó los puños y estaba a punto dedar media vuelta para irrumpir en eldespacho y mandar a Arobynn a freírespárragos cuando se topó con alguienen el lujoso descansillo.

Celaena se quedó petrificada al ver aSam Cortland.

Sam abrió unos ojos como platos y sepuso tenso. Como si le costara un

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esfuerzo, cerró la puerta que conducía alos servicios y caminó junto a lascortinas de terciopelo que cubrían losaltos ventanales, luego junto alartesonado de la pared, en dirección aCelaena, cada vez más cerca. Ellaseguía inmóvil, escudriñando hasta elúltimo palmo de su piel, cuando Sam sedetuvo a pocos pasos de ella.

No le faltaba ninguna extremidad ytampoco parecía demasiadoatormentado. El cabello, de colorcastaño, le había crecido un poco, perole sentaba bien. Y estaba moreno, de unmaravilloso tono bronce, como si sehubiera pasado el verano disfrutando delsol. ¿Acaso Arobynn no lo había

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castigado?–Has vuelto –dijo Sam como si

estuviera contemplando una aparición.Celaena levantó la barbilla y se metió

las manos en los bolsillos.–Salta a la vista.Él torció la cabeza a un lado, muy

levemente.–¿Qué tal por el desierto?Sam no tenía ni un rasguño. Tampoco

ella conservaba ningún rastro de lasheridas, pero…

–Mucho calor –contestó Celaena.El chico ahogó una risilla forzada.Celaena no estaba enfadada con él

por tener buen aspecto. Al contrario,estaba tan aliviada que habría podidovomitar allí mismo. Sin embargo, jamás

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hubiera imaginado que al volver a verlose iba a sentir tan… rara. Además,después de lo sucedido con Ansel,¿podía afirmar con absoluta sinceridadque se fiaba de él?

En el salón, a pocas puertas de dondeestaban, una mujer lanzó un grititodivertido. ¿Cómo era posible queCelaena tuviera tantas preguntas y tanpoco que decir?

Los ojos de Sam se posaron en elcuello de Celaena. Arrugó el entrecejo,apenas un instante, al descubrir allí unacicatriz reciente.

–¿Qué pasó?–Alguien sostuvo una hoja contra mi

cuello.

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La mirada de Sam se ensombreció,pero a Celaena no le apetecía contarleaquella historia larga y desdichada. Noquería hablar de Ansel, y desde luego notenía ganas de comentar los terriblesmomentos que habían vivido a suregreso de la bahía de la Calavera.

–¿Te han tratado mal? –preguntó Samen tono muy quedo. Se acercó un pasomás.

Celaena tardó un momento encomprender que la imaginación de Samse había disparado en cuanto le habíadicho que alguien había estado a puntode degollarla.

–No, no –se apresuró a responder–.La cosa no fue así.

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–¿Y cómo fue?Sam la miraba atentamente.

Escudriñaba la marca casi invisible quesurcaba la mejilla de Celaena –otroregalo de Ansel–, sus manos, todo.Había tensión en el cuerpo fibroso ymusculado del asesino. Estabaconteniendo el aliento.

–A ti qué te importa –replicó ella.–Cuéntame qué pasó –dijo Sam entre

dientes.Celaena le dedicó una de aquellas

sonrisas tontas que a él tanto lodesquiciaban. Las cosas habíanmejorado entre ellos desde el viaje a labahía de la Calavera, pero después deaños y años tratándolo con desprecio, a

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Celaena le costaba acostumbrarse aaquella relación de respeto ycamaradería mutuos que acababan deentablar.

–¿Por qué tendría que contarte nada?–Porque –susurró él dando un paso

hacia delante– la última vez que te vi,Celaena, estabas inconsciente en laalfombra de Arobynn, tan ensangrentadaque no podía ni verte la maldita cara.

Celaena lo tenía tan cerca que habríapodido tocarlo. La lluvia seguíagolpeando los cristales, lejanorecordatorio de que había un mundo ahífuera.

–Cuéntamelo –insistió él.«Te mataré», había gritado Sam

cuando Arobynn, el rey de los asesinos,

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la había golpeado. Lo había chillado contoda su rabia. Aquellos horriblesminutos no habían quebrado el vínculoque había empezado a crearse a lo largodel viaje sino todo lo contrario. Samhabía cambiado de bando, habíadecidido apoyarla a ella, luchar porella. Como mínimo, aquel gesto lodiferenciaba de Ansel. El asesino podríahaberla herido o traicionado cientos deveces, pero jamás había aprovechado laocasión.

Una sonrisa jugueteó en la comisurade los labios de Celaena. Lo habíaechado de menos. Al ver el gesto de suamiga, Sam sonrió confundido. Ellatragó saliva y notó cómo las palabras

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pugnaban por salir de su boca –te heechado de menos–, pero de repente seabrió la puerta de la salita.

–¡Sam! –protestó entre risas unamorena de ojos verdes–. Ahí estás…

La chica vio a Celaena, que dejó desonreír al reconocerla.

Una sonrisilla felina se extendió porlos deslumbrantes rasgos de la morena,que avanzó sigilosa hacia ellos. Celaenase fijó en los movimientos de suscaderas, en el ángulo elegante de sumano, en el exquisito vestido, tanescotado que dejaba a la vista buenaparte de su generoso busto.

–Celaena –ronroneó, y Sam las miró aambas con cautela cuando la joven seplantó a su lado. Demasiado cerca como

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para que la proximidad fuera casual.–Lysandra –la saludó Celaena a su

vez.Conocía a Lysandra desde que ambas

tenían diez años, y en los sietetranscurridos la asesina jamás habíacoincidido con ella sin sentir ganas delanzarle un ladrillo a la cara. O detirarla por la ventana. O de ensayar conella alguna de las muchas atrocidadesque Arobynn le había enseñado.

Tampoco el hecho de que Arobynnhubiera gastado una pequeña fortuna enconvertir a aquella huérfana sin hogar enuna de las cortesanas más solicitadas dela historia de Rifthold contribuía aaumentar sus simpatías. Arobynn era un

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buen amigo de la señora de Lysandra, yllevaba años ejerciendo de benefactorde la chica. Lysandra y su señora eranlas únicas cortesanas que sabían que lasupuesta sobrina de Arobynn era enrealidad su protegida. Celaena no habíapodido averiguar por qué el rey de losasesinos les había contado la verdad,pero cada vez que expresaba el miedo aque Lysandra revelara su verdaderaidentidad, Arobynn le aseguraba quejamás lo haría. Celaena no se lo acababade creer, aunque quizás las amenazas deArobynn bastaran para mantener cerradala bocaza de Lysandra.

–Pensaba que te habían mandado aldesierto –dijo Lysandra mientrasexaminaba a Celaena de arriba abajo.

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Gracias al Wyrd que se había molestadoen cambiarse de ropa de camino haciaallí, pensó Celaena–. ¿Será posible queel verano ya se haya terminado? Aunquesupongo que cuando te estás divirtiendotanto…

Una tranquilidad perversa y letalinundó las venas de Celaena. En ciertaocasión había abofeteado a Lysandra.Ambas tenían trece años y la jovencortesana le había quitado un abanico deencaje de las manos. Se habían peleadocon tanta violencia que habían caídorodando por las escaleras. Celaenahabía pasado la noche en las mazmorrascomo castigo por los verdugones queLysandra tenía en la cara. Celaena la

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había azotado con el mismo abanico.¿Y qué si Lysandra y Sam parecían

íntimos? Él siempre trataba a lascortesanas con amabilidad y todas loadoraban. De hecho, la madre de Samejerció la profesión en vida y le pidió aArobynn –su patrón– que cuidara de suhijo. Sam solo tenía seis años cuando uncliente celoso la asesinó. Celaena secruzó de brazos.

–¿Me vas a obligar a preguntarte quéhaces aquí?

Lysandra le dedicó una sonrisacómplice.

–Ah, es que Arobynn –ronroneó elnombre como si el rey de los asesinos yella fueran grandes amigos– haorganizado un banquete para celebrar mi

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próxima subasta.Naturalmente.–¿Ha invitado a tus futuros clientes?–Oh, no –se rio Lysandra–. Solo es

para las chicas y para mí. Y paraClarisse, claro.

Llamaba a la señora por su nombre depila, que empleaba como un arma, unapalabra con la que pretendía dominar yaplastar a Celaena; un nombre con elque parecía susurrarle: Soy másimportante que tú; poseo mayorinfluencia que tú; yo lo tengo todo y túno tienes nada.

–Maravilloso –replicó Celaena. Samaún no había abierto la boca.

Lysandra levantó la barbilla y miró a

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Celaena por encima de aquella naricillapecosa que tenía.

–La puja se celebrará dentro de seisdías. Esperan que bata todos losrécords.

Celaena había presenciado variassubastas de ese tipo anteriormente.Preparaban a las niñas hasta quecumplían diecisiete años y entoncesvendían su virginidad al mejor postor.

–Sam –siguió diciendo Lysandra, almismo tiempo que posaba una manoesbelta en el brazo del chico– ha sidomuy atento al asegurarse de que todoesté a punto para la fiesta.

Celaena advirtió sorprendida queardía en deseos de arrancarle la manode cuajo. Por más que simpatizara con

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las cortesanas no hacía falta que Samfuera tan… amable con ellas.

Él carraspeó y se irguió.–No tan atento. Arobynn solo quiere

asegurarse de que todo esté bajo control.–Una clientela tan importante merece

un trato especial –opinó Lysandra conretintín–. Ojalá pudiera decirte quiénasistirá, pero Clarisse me mataría. Estánen plan máximo secreto y absolutaconfidencialidad.

Celaena estaba a punto de estallar. Sisalía una palabra más por boca de lacortesana, le hundiría el puño hasta lagarganta. La asesina ladeó la cabeza ycerró la mano. Al advertir el ademán,Sam apartó la mano de Lysandra.

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–Vuelve al banquete –le dijo.La cortesana sonrió otra vez y luego

se volvió a mirar a Sam.–¿No vienes conmigo?Lysandra hizo un puchero con

aquellos labios rojos y carnosos.Basta, basta, basta.Celaena se dio media vuelta.–Disfruta de la inteligente compañía –

le dijo a Sam por encima del hombro.–Celaena –la llamó él.La asesina no giró la cabeza, ni

siquiera cuando oyó que Lysandrasoltaba una risita y cuchicheaba algo,aunque se moría por coger la daga ylanzarla con todas sus fuerzas albellísimo rostro de la cortesana.

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Siempre había odiado a Lysandra, sedijo. Siempre. El hecho de que tocara aSam de ese modo, de que le hablara enese tono no empeoraba las cosas,pero…

Aunque no albergaba la menor dudarespecto a la virginidad de Lysandra –tenía que ser virgen–, había muchasotras cosas que podía hacer. Cosas quequizás hubiera hecho con Sam…

Mareada, furiosa y despechada,Celaena llegó al dormitorio y cerró lapuerta con tanta fuerza que temblaron loscristales de las ventanas.

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CAPÍTULO 2

Al día siguiente, la lluvia no habíacesado. El sonido de un trueno despertóa Celaena. Advirtió la presencia de uncriado en su habitación, que le dejabasobre el tocador una caja envuelta conelegancia. Abrió el regalo mientras setomaba una taza de té, tomándose sutiempo para desatar el lazo turquesa yfingiendo mal que bien que no sentíademasiado interés en saber qué le habíaenviado Arobynn. Ni todos los regalos

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del mundo comprarían el perdón deCelaena, pero no pudo reprimir un gritocuando abrió la caja y vio dos peinetasde oro brillando en el interior. Eranexquisitas, en forma de aleta de pez,cada punta rematada por un minúsculozafiro.

Estuvo a punto de volcar la bandejadel desayuno cuando corrió de la mesaauxiliar al tocador de palo de rosa. Conmovimientos hábiles, se pasó una de laspeinetas por la melena y luego la echóhacia atrás antes de hincarla en su lugar.Luego repitió la operación al otro ladode la cabeza, y cuando hubo terminadosonrió a su propio reflejo. Exótica,seductora, orgullosa.

Arobynn tal vez fuera un cerdo y

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quizá mimara a Lysandra más de lacuenta, pero tenía un gusto impecable.Oh, qué maravilla estar de regreso a lacivilización, tener consigo susmaravillosos vestidos, zapatos, joyas,cosméticos; todos los lujos de los que sehabía visto privada a lo largo de losúltimos meses.

Celaena se examinó la melena yarrugó el entrecejo. Su ceño se acentuócuando se miró las manos. Tenía lascutículas desiguales y las uñas rotas.Lanzó un bufido al mirar por lasventanas que se alineaban a lo largo deuna de las paredes de su elegantedormitorio. Había llegado el otoño; lalluvia azotaría Rifthold durante un par

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de semanas.A través de las nubes bajas y de la

lluvia racheada, distinguió la ciudad queresplandecía a la luz gris del cielo. Lascasas de piedra clara se apiñaban entresí, separadas por largas avenidas que seextendían desde los muros de alabastrohasta los muelles de la zona este de laciudad, desde el bullicioso centro hastael batiburrillo de ruinosos edificios queconformaban los arrabales de la zonasur, donde un meandro del río Avery seinternaba en la ciudad. Hasta los tejadoscolor esmeralda de los edificiosparecían forjados en plata. El castillo decristal despuntaba al fondo, con susaltos torreones envueltos en niebla.

La delegación de Melisande no podía

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haber escogido una época peor paravisitar la ciudad. Si querían celebrarfestivales al aire libre, encontraríanpoca gente dispuesta a soportar lasinclemencias del clima.

Celaena se quitó las peinetasdespacio. La delegación llegaría aquelmismo día. Arobynn se lo habíacomunicado la noche anterior, en eltranscurso de una cena privada. Laasesina aún no le había dicho siejecutaría o no a Doneval transcurridoscinco días, y él no la había presionado.Se había mostrado amable y atento, lehabía servido él mismo los alimentos yle había hablado con suavidad, como siCelaena fuera una mascota asustada.

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Celaena volvió a mirarse el pelo y lasuñas. Una mascota desaliñada y salvaje.

Se levantó y se encaminó al vestidor.Ya tomaría una decisión más tarde sobreDoneval y sus tejemanejes. De momento,ni todos los aguaceros del mundo leimpedirían que se ocupase de sí misma.

La dueña del tocador favorito deCelaena se alegró muchísimo de verla; yse horrorizó al descubrir el estado de sumelena. Y de sus uñas. Y de sus cejas.¿No podía al menos haberse depiladolas cejas mientras estaba de viaje?Medio día después, con las puntas

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recortadas y el pelo brillante, las uñaslimadas y resplandecientes, la asesina seinternó en las encharcadas calles de laciudad.

A pesar de la lluvia, la gente buscótoda clase de excusas para recibir a lainmensa caravana de Melisande.Celaena se refugió bajo el toldo de unafloristería, cuyo dueño miraba desde elumbral la imponente procesión. Ladelegación de Melisande avanzabadespacio por la larga avenida que seextendía desde la puerta oriental de laciudad hasta las puertas del castillo.

Los acompañaban los consabidosjuglares y tragafuegos, queexperimentaban grandes dificultadespara hacer su trabajo bajo la condenada

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lluvia; las bailarinas de rigor, con losbombachos empapados hasta lasrodillas; y, a continuación, las carrozasde las grandes personalidades, cubiertashasta las cejas y muchos menosimponentes de lo que sin duda les habríagustado.

Celaena hundió los entumecidosdedos en los bolsillos de la túnica.Carruajes cubiertos, pintados de vivoscolores, desfilaban ante ella. Todosllevaban las persianas echadas paraprotegerse de la lluvia, de modo queCelaena se dispuso a marcharse.

Melisande era famoso por susinventores; artesanos de virtuosas manosque creaban artilugios fantásticos.

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Relojes tan exquisitos que parecían estarvivos, instrumentos musicales tan purosy delicados que te rompían el corazón,juguetes tan encantadores que podíasllegar a pensar que la magia no habíadesaparecido del continente. Si no teníamodo de atisbar aquellos objetosmaravillosos, Celaena no sentía elmenor interés en ver un desfile de genteempapada y humillada.

La multitud seguía fluyendo hacia laavenida principal y Celaena tomócallejones secundarios para evitarla. Sepreguntó si Sam habría acudido tambiéna ver la procesión; y si lo habría hechoen compañía de Lysandra. Bravo por lainquebrantable lealtad de Sam. ¿Cuántotiempo habrían tardado Lysandra y él en

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hacerse inseparables después de queCelaena partiese hacia el desierto?

Todo era más fácil cuando soñabacon destriparlo. Al parecer, Sam era tanvulnerable a una cara bonita comoArobynn. ¿Por qué había pensado que elchico sería distinto? Celaena seenfurruñó y caminó más deprisa, con losentumecidos brazos cruzados por encimadel pecho y los hombros encorvadospara protegerse de la lluvia.

Veinte minutos más tarde, Celaenaentraba chorreando en el vestíbulo delcastillo. Y un minuto después, empapabala alfombra del despacho de Arobynnmientras le decía que se encargaría deDoneval, de sus sucios documentos y de

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quienquiera que estuviese conspirandocon él.

Al día siguiente, Celaena se miraba elcuerpo con una expresión entre divertiday ceñuda. El traje negro que la cubría depies a cabeza estaba confeccionado conuna tela oscura, gruesa como el cueroaunque exenta de brillo. El atuendohacía las veces de armadura, solo queera ajustado y estaba fabricado en untejido extraño, no de metal. Notaba elpeso de las armas en sus escondrijos,tan bien camufladas que, aun si lacacheaban, las tomarían por meras

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costuras. Columpió los brazos paracomprobar el efecto.

–Cuidado –la advirtió el hombre bajoque tenía delante, abriendo unos ojoscomo platos–. Podríais cortarme lacabeza.

Arobynn ahogó una risilla. Estabadetrás de ellos, apoyado contra la paredrevestida de la sala de entrenamientos.Celaena no había hecho preguntascuando la había mandado llamar ytampoco cuando le había dicho que seprobara el traje nuevo y unas botas ajuego forradas de lana.

–Cuando queráis desenvainar lasespadas –explicó el inventor dando ungran paso hacia atrás–, debéis bajar elbrazo con fuerza y hacer un giro de

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muñeca.Moviendo un brazo esquelético, le

hizo una demostración. Celaena lo imitó.Sonrió cuando una hoja estrecha salió

disparada del antebrazo. El arma no sepodía separar del traje; era como teneruna espada soldada al brazo. Repitió elmovimiento con la otra muñeca y la hojagemela hizo aparición. Algúndispositivo interno debía de obrar elefecto; un mecanismo oculto hecho demuelles y engranajes. Dio unos cuantosmandobles ante sí, prestando atención alsilbido de la hoja al cortar el aire. Laforja de las espadas también eraexcelente. Celaena enarcó las cejas conexpresión admirada.

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–¿Cómo vuelven a su sitio?–Bueno, eso es un poco más

complicado –repuso el inventor–.Doblad la muñeca hacia arriba y pulsadeste pequeño botón de aquí. Deberíaactivar el mecanismo que… ya está.

La hoja desapareció en el traje.Celaena repitió la operación completavarias veces.

La reunión entre Doneval y su sociose celebraría al cabo de cuatro días; eltiempo que Celaena necesitaba paraacostumbrarse al traje nuevo. Cuatrodías le bastarían también para averiguarcuántos centinelas vigilaban la casa ydescubrir a qué hora se celebraría lareunión, sobre todo sabiendo que tendría

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lugar en algún despacho privado.Por fin, Celaena miró a Arobynn.–¿Cuánto cuesta?Él se separó de la pared.–Es un regalo. Y también las botas.La asesina dio un puntapié al suelo de

azulejos y notó los bordes irregulares ylas muescas de la suela. Perfectas parasaltar. El forro de lana de oveja lemantendría los pies a la temperaturacorporal, le había dicho el inventor,aunque las botas se empapasen. Jamáshabía oído hablar de nada parecido.Aquel atuendo le facilitaría muchísimolas misiones. Era Celaena Sardothien,malditos fueran los dioses, ¿acaso nomerecía el mejor equipo? Con aqueltraje nadie podría cuestionarle el

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derecho a ostentar el título de asesina deAdarlan. Y si lo hacían… Que el Wyrdlos ayudase.

El inventor quiso tomarle medidas,aunque las que Arobynn le habíaproporcionado eran casi exactas.Celaena levantó los brazos parafacilitarle el trabajo. Por darleconversación, le preguntó por el viajedesde Melisande y lo que planeabavender en Rifthold. El hombre le explicóque era un maestro inventor,especializado en fabricar objetos que secreían imposibles. Como un traje queera armadura y arsenal al mismo tiempo,fuerte, pero tan ligero como pararesultar cómodo.

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Celaena miró a Arobynn por encimadel hombro. El rey de los asesinos habíaescuchado el interrogatorio con unasonrisa divertida en los labios.

–¿Vais a encargar uno para vos? –lepreguntó.

–Por supuesto. Y también para Sam.Para los mejores, solo lo mejor.

Celaena advirtió que no había dicho«para los mejores asesinos», pero fueracual fuese la profesión que les atribuíael maestro inventor, su expresión no lodelató.

Celaena se sorprendió sin poderevitarlo.

–Nunca le hacéis regalos a Sam.Arobynn se encogió de hombros y se

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toqueteó unas uñas perfectas.–Bueno, Sam tendrá que pagarse el

traje. No puedo permitir que mi segundomejor se exponga, ¿verdad?

En esta ocasión, Celaena se lasingenió para esconder mejor laextrañeza. Un traje como aquel tenía quecostar una pequeña fortuna. Aparte delos materiales, el maestro habríadedicado muchísimas horas a suconfección. Arobynn debía de haberloencargado inmediatamente después de lapartida de Celaena al desierto Rojo.Quizás se arrepentía realmente de losucedido. No obstante, obligar a Sam apagar por él…

El reloj dio las once y Arobynnsuspiró.

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–Tengo una reunión –se despidió delmaestro con un gesto de la mano–.Entregadle la cuenta a mi ayudantecuando hayáis terminado.

El inventor asintió, sin dejar detomarle medidas a Celaena.

Arobynn se acercó a ella, cada uno desus pasos tan elegante como unmovimiento de baile. La besó en lacoronilla.

–Me alegro de tenerte aquí otra vez –le murmuró contra el pelo. Acto seguido,salió a paso vivo de la sala, silbandopara sí.

El maestro, por alguna razón queCelaena no alcanzaba a comprender, searrodilló para medir la distancia que

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separaba el final de la caña de larodilla. Ella carraspeó y esperó hastaestar segura de que Arobynn no podíaoírla.

–Si os diera un retal de seda de araña,¿podríais incorporarlo a uno de losuniformes? Es pequeño… bastaría tansolo para proteger el corazón.

Le mostró con las manos el tamaño dela tela que le había regalado unmercader en la ciudad de Xandria, en eldesierto.

La seda de araña era un material casimítico que fabricaban arañas estigiasdel tamaño de caballos; tan escaso quetenías que hacer frente a las arañas enpersona para conseguirlo. Y no te loentregaban a cambio de oro. No, los

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bienes que codiciaban las arañas eranlos sueños, los recuerdos, las almas. Elmercader que Celaena había conocidohabía entregado veinte años de juventuda cambio de doscientas varas de seda dearaña. Y después de una larga y extrañaconversación con él, le había regaladoun retal de apenas unos centímetroscuadrados. «Como recuerdo, le habíadicho, de que todo tiene un precio.»

El maestro inventor enarcó unas cejasmuy pobladas.

–Su… supongo. ¿Al interior o alexterior? Mejor al interior –prosiguió,contestando su propia pregunta–. Si locosiera al exterior, la iridiscencia osimpediría pasar desapercibida. No

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obstante, doblaría cualquier hoja,aunque, por lo que decís, apenas bastarápara cubrir el corazón. ¡Ay, lo que daríayo por diez varas de seda de araña! Conun traje así, seríais invencible, queridamía.

Celaena sonrió despacio.–Mientras proteja el corazón…

Celaena se despidió del maestroinventor en el pasillo. Transcurridos dosdías, el traje estaría listo.

No la sorprendió toparse con Sam alsalir. Un traje igual al de Celaena loesperaba en un maniquí en la sala de

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entrenamiento. A solas con su amiga enel pasillo, Sam examinó la vestimenta.Celaena tenía que quitarse el traje ydevolvérselo al maestro antes de que semarchara para que le hiciera los ajustesfinales en algún taller improvisado enRifthold.

–Precioso –reconoció Sam. Celaenaestuvo a punto de poner los brazos enjarras, pero se contuvo. En tanto nodominase el traje, debía vigilar susmovimientos si no quería provocaralguna desgracia–. ¿Otro regalo?

–¿Y qué si lo es? ¿Te molesta?No se había topado con Sam durante

todo el día anterior, aunque tampocoella se había dejado ver demasiado. Noporque lo estuviera evitando, pero no

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tenía muchas ganas de encontrarse con élsi ello implicaba cruzarse con Lysandratambién. Sin embargo, le extrañó queSam estuviera en el castillo en vez deandar por ahí en el cumplimiento dealguna misión. Los demás asesinosestaban trabajando, o tan ocupados queapenas pisaban la guarida. Sam, encambio, pasaba todo el día en el castilloo ayudando a Lysandra y a su señora.

Sam se cruzó de brazos. La camisablanca le apretaba lo suficiente comopara que se le marcasen todos losmúsculos.

–En absoluto. Solo me sorprende queaceptes sus regalos. ¿Cómo puedesperdonarle lo que te hizo?

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–¡Perdonarle! No soy yo la que va porahí retozando con Lysandra, asistiendo abanquetes o haciendo… ¡lo que sea quehas estado haciendo todo el verano!

Sam lanzó un gruñido ronco.–¿Y te crees que a mí me divierte?–No fue a ti al que enviaron al

desierto Rojo.–Preferiría estar a mil kilómetros de

aquí, te lo aseguro.–No te creo. ¿Cómo voy a creer nada

de lo que dices?Sam frunció el ceño.–¿Pero de qué estás hablando?–De nada. Nada que te importe. No

quiero hablar de eso. Y tampoco meapetece mucho hablar contigo, Sam

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Cortland.–Pues adelante –replicó él entre

dientes–. Habla con Arobynn yarrástrate cuanto quieras. Que te colmede regalos, te acaricie la cabeza y teofrezca las misiones mejor pagadas. Notardará mucho tiempo en averiguar elprecio de tu perdón, no si…

Celaena le dio un empujón.–No te atrevas a juzgarme. No digas

ni una palabra más.Un músculo tembló en la barbilla de

Sam.–Por mí, perfecto. De todas formas,

tampoco me escucharías. CelaenaSardothien y Arobynn Hamel: solovosotros dos, inseparables, hasta el finde los tiempos. Los demás podemos

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irnos al infierno.–Eso suena a un ataque de celos de la

peor especie. Sobre todo teniendo encuenta que has pasado tres mesesininterrumpidos con él este verano. ¿Quéha pasado, eh? ¿No has dado con lamanera de convertirte en su favorito?Piensa que te faltan cualidades,¿verdad?

Sam se plantó ante ella tan deprisaque Celaena apenas pudo reprimir elimpulso de echarse hacia atrás.

–No tienes ni idea de lo que hepasado este verano. Ni idea, Celaena.

–Bien. Tampoco me importa.Sam tenía los ojos tan abiertos que

Celaena se preguntó si no lo habría

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herido sin darse cuenta. Por fin, elasesino se apartó y ella pasó hecha unafuria por su lado. Se detuvo cuando élvolvió a hablar.

–¿Quieres saber qué precio exigí acambio de perdonar a Arobynn,Celaena?

Ella se volvió a mirarlo despacio. Acausa de la lluvia, el pasillo estabapoblado de luces y sombras. Sampermanecía tan inmóvil como unaestatua.

–Le hice jurar que jamás volvería aponerte la mano encima. Le dije que leperdonaría a cambio de esa promesa.

Celaena se dijo que ojalá que Sam lahubiera golpeado en el vientre, en vezde hacer aquella revelación. Le habría

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dolido menos. Por miedo a caer derodillas allí mismo, avergonzada,Celaena se alejó hecha una furia.

No quería volver a hablar con Sam.Nunca. ¿Cómo iba a mirarlo a los ojossabiendo lo que sabía? Había obligado aArobynn a jurar que jamás volvería alastimarla. Celaena no daría jamás conlas palabras necesarias para expresar lamezcla de gratitud y sentimiento deculpa que aquella idea le provocaba.Odiar a Sam era mucho más fácil… Ytodo habría sido más sencillo si él lehubiera echado la culpa del castigo de

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Arobynn. Celaena le había dicho cosastan crueles en el pasillo… ¿Cómopodría empezar siquiera a disculparse?

Arobynn acudió a la habitación deCelaena después del almuerzo y le dijoque preparase un vestido de gala. Habíaoído que Doneval iría al teatro aquellanoche y, a cuatro días de la reunión, aCelaena le convenía asistir.

La asesina ya había discurrido un planpara acechar a Doneval, pero no era tanorgullosa como para rechazar el palcodel teatro que le ofrecía el rey de losasesinos, desde donde podría espiar aDoneval con absoluta seguridad; ver conquién hablaba, quién se sentaba a sulado, quién le guardaba las espaldas.Además, presenciar un espectáculo de

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danza acompañado de una orquestasinfónica… ¿Cómo iba a rehusar algoasí? Por desgracia, Arobynn no habíamencionado quién los acompañaría.

Lo descubrió demasiado tarde,cuando montó en el carruaje de Arobynny se encontró a Lysandra y a Samesperando dentro. Solo faltaban cuatrodías para la subasta, y la jovencortesana debía dejarse ver lo másposible, le explicó Arobynn contranquilidad. Sam los acompañaba paramás seguridad.

Celaena miró de reojo a Sam cuandose sentó a su lado en el banco delcarruaje. Él la observó a su vez, tenso yalerta, como si esperara que Celaena

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empezara a insultarlo allí mismo. Comosi fuera a burlarse de él por haberintercedido ante Arobynn. ¿Realmente laconsideraba tan cruel? Sintiéndosedesfallecer, Celaena apartó la mirada.Lysandra le sonrió desde el banco deenfrente y entrelazó el brazo con el deArobynn.

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CAPÍTULO 3

Dos guardias los recibieron a la entradadel palco privado de Arobynn. Sellevaron las capas mojadas y lesofrecieron a cambio copas de vinoespumoso. De inmediato, un conocidode Arobynn se asomó a saludar, y elsoberano de los asesinos, junto con Samy Lysandra, se quedó charlando en aquelvestíbulo de paredes aterciopeladas.Celaena, que no tenía ningunas ganas depresenciar cómo Lysandra flirteaba con

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el amigo de Arobynn, traspasó la cortinaescarlata para ocupar su butaca decostumbre, la más próxima al escenario.

El palco de Arobynn estaba a un ladodel enorme salón, lo bastante cerca delcentro como para que Celaena tuvieraexcelentes vistas del escenario y delfoso de la orquesta, aunque demasiadosesgado para su gusto. Miró con tristezalos palcos reales, todos vacíos. Estabansituados en el centro, la posición máscodiciada. Menudo desperdicio.

Pasando la vista por la platea y lospalcos restantes, Celaena se fijó en lasrelucientes joyas, en los vestidos deseda, en el fulgor dorado de las copasde flauta desbordantes de vinoespumoso, en el fuerte murmullo de la

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multitud que pululaba por el teatro. Sihabía un lugar donde se sentía a gusto,un lugar donde no cabía en sí defelicidad, era allí, en aquel teatro deasientos de terciopelo rojo, arañas decristal y bóveda dorada. ¿Era casual opremeditado que el teatro se hubieraconstruido en el corazón de la ciudad, asolo veinte minutos andando de laguarida de los asesinos? Celaena sabíaque le costaría acostumbrarse a vivir ensu nuevo hogar, separado del teatro porel doble de distancia. Un sacrificio queharía gustosa… si alguna vez se atrevíaa decirle a Arobynn que quería saldar sudeuda y marcharse. Pero lo haría. Muypronto.

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Celaena notó el paso ligero y firme deArobynn en la moqueta del palco y seirguió cuando el rey se inclinó hacia ellapor detrás.

–Doneval está allí delante –lesusurró. La asesina notó el alientocálido contra la piel–. El tercer palcocontando desde el escenario, segundafila.

Al instante, Celaena localizó alhombre que le habían ordenado matar.Era alto, de mediana edad, de cabellorubio y piel bronceada. No demasiadoguapo, pero tampoco horrendo. Delgado,pero no fibroso. Aparte de la túnica azulíndigo –que parecía cara, incluso aaquella distancia– era un tipo vulgar y

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corriente.Lo acompañaban varias personas.

Una mujer alta y elegante, deveintitantos, charlaba junto a la cortinacon un puñado de hombres. Se movíacon una elegancia digna de una noble,pero ninguna diadema realzaba su pelonegro y brillante.

–Leighfer Bardingale –murmuróArobynn, que había seguido la miradade Celaena. La antigua esposa deDoneval… y la persona que la habíacontratado–. Fue un matrimonioconcertado. Ella buscaba un hombre ricoy él una mujer joven. Sin embargo, al noconseguir descendencia y descubriralgunos de los… atributos másdesagradables de su marido, Leighfer se

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las arregló para deshacer el enlace, aúnjoven pero mucho más rica.

Qué estrategia tan inteligente, la deBardingale. Si planeaba asesinarlo,fingir que seguían siendo amigosevitaría que los dedos la señalasen. Pormás que representase el papel de damaelegante y educada, Celaena sabía que elgélido acero corría por sus venas. Asícomo una lealtad inquebrantable haciasus amigos y aliados, y un tremendocompromiso con los derechosuniversales del ser humano. Era fácilsentir admiración por ella.

–¿Y las personas que los rodean? –quiso saber Celaena. A través de unhueco de las cortinas, atisbó a tres

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hombres altos vestidos de gris oscuro.Parecían guardaespaldas.

–Amigos e inversores. Bardingale yDoneval aún comparten algunosnegocios. Los tres hombres de detrásson los guardaespaldas de Doneval.

Celaena asintió, y habría hecho máspreguntas si Sam y Lysandra, trasdespedirse del amigo de Arobynn, nohubieran entrado en aquel momento.Había tres asientos justo detrás de labarandilla y tres más en la segunda fila.Lysandra, para horror de Celaena, sesentó junto a ella mientras que Arobynny Sam ocuparon las butacas traseras.

–Oh, pero mira cuánta gente hay ahí –exclamó Lysandra. El pronunciadoescote del vestido azul cielo apenas le

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ocultaba el busto cuando asomó lacabeza por encima de la barandilla.

Celaena dejó de escuchar la chácharade la cortesana cuando esta empezó aseñalarle las personalidades presentes.

La asesina notaba la presencia deSam a su espalda, su mirada fija en eltelón dorado que ocultaba el escenario.Habría querido decirle algo, disculparseo darle las gracias, tal vezsencillamente… decirle algo amable.Notó que él se crispaba, como sitambién quisiera dirigirse a ella. Enalguna parte del teatro un gong indicó alos presentes que ocuparan sus asientos.

Ahora o nunca. No sabía por qué elcorazón le latía desbocado, pero no se

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concedió a sí misma la oportunidad deadivinarlo. Se dio la vuelta en el asientopara mirar a Sam. Echó un vistazo a susropas y le dijo:

–Estás muy guapo.Sam enarcó las cejas y Celaena se

volvió otra vez hacia delante. Clavó lamirada en el telón. Sam estaba muchomás que guapo, pero… Bueno, comomínimo le había hecho un comentarioagradable. Había intentado ser amable.Por alguna razón, aquello no la hizosentir mejor.

Celaena unió las manos en el regazode su vestido rojo sangre. No era tanescotado como el de Lysandara, perocon aquellas mangas tan finas y loshombros descubiertos se sentía algo

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expuesta ante Sam. Hizo una mueca y seechó la melena hacia atrás, decidida ano esconder la cicatriz que le recorría elcuello.

Doneval caminó despacio hacia susitio, con los ojos fijos en el escenario.¿Cómo era posible que un hombre deaspecto tan anodino fuera responsabledel destino no solo de varias vidas sinode su país al completo? ¿Cómo podíasentarse en aquel teatro sin que se lecayera la cara de vergüenza por lo queestaba a punto de hacer a suscompatriotas y a un buen número deesclavos? Los hombres que rodeaban aBardingale la besaron en las mejillas yse dirigieron hacia sus propios palcos.

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Los tres matones de Doneval losobservaron con muchísima atención. Noeran unos guardias lentos y perezosospues. Celaena frunció el ceño.

Justo entonces las lámparas fueronizadas hacia el techo y las luces seamortiguaron. Cuando la orquestaempezó a tocar, el público guardósilencio para escuchar la obertura. En laoscuridad, resultaba casi imposibledistinguir a Doneval.

La mano de Sam rozó el hombro deCelaena y ella estuvo a punto de caersemuerta allí mismo cuando el chico leacercó la boca al oído y murmuró:

–Tú estás preciosa. Aunque creo queya lo sabes.

Desde luego que lo sabía.

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De reojo, Celaena le lanzó una miradaasesina y descubrió que Sam sonreíamientras volvía a reclinarse en elasiento.

Reprimiendo el impulso de sonreír,Celaena devolvió la vista al escenariomientras la música empezaba a crear elclima necesario para la función. Unmundo de sombras y niebla. Un mundohabitado por criaturas y mitos quesurgían en la oscuridad que precede alalba.

Celaena se quedó inmóvil cuando lacortina se retiró. Entonces, todo cuantoconocía y todo cuanto era se disolvió enla nada.

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La música la aniquiló.

El ballet era sobrecogedor, sí, y lahistoria que contaba –la leyenda de unpríncipe que intentaba rescatar a sunovia, y el astuto pájaro que capturabapara que lo ayudase– rebosaba encanto,pero la música…

¿Alguna vez había oído algo máshermoso, más dolorosamente exquisito?Se cogió a los reposabrazos y clavó losdedos en el terciopelo mientras las notasvolaban hacia delante, arrastrando aCelaena a su paso como una ola.

Notaba en la piel y en los huesos cadagolpe de tambor, cada vibración de la

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flauta y cada bramido del cuerno. Lamúsica la hacía pedazos y luego volvíaa unirlos solo para volver a quebrarlauna y otra vez.

Y por fin el clímax, la unión de todoslos sonidos que más la habían cautivadoamplificados hasta reverberar en laeternidad. Cuando la última nota vibró,Celaena se hizo añicos con un sollozoque hizo rodar lágrimas por sus mejillas.No le importó que la vieran.

Luego, silencio.Jamás el silencio le había parecido

tan horrible. El silencio trajo de vueltael mundo que la rodeaba. El públicoprorrumpió en aplausos y Celaena sepuso en pie, llorando mientras aplaudíahasta que le dolieron las manos.

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–Celaena, no sabía que conservarasalgún vestigio de emoción humana –lesusurró Lysandra, inclinada hacia ella–.Y tampoco ha sido para tanto.

Sam agarró el respaldo de la butacade Lysandra.

–Cállate, Lysandra.Arobynn hizo chasquear la lengua a

modo de advertencia, pero Celaenasiguió aplaudiendo, aun cuando laréplica de Sam la había emocionado unpoco. La ovación se prolongó un buenrato mientras los bailarines salían dedetrás del telón una y otra vez parasaludar y recibir una lluvia de flores.Celaena no dejó de aplaudir, ni siquieracuando se le secaron las lágrimas y la

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gente empezó a salir.Cuando se acordó de mirar a

Doneval, el palco que había ocupado elhombre estaba vacío.

Arobynn, Sam y Lysandra semarcharon también mucho antes de queCelaena hubiera acabado de aplaudir.Cuando por fin descansó, se quedó allí,mirando el telón echado sobre elescenario, observando cómo losmúsicos guardaban los instrumentos.

Fue la última en abandonar el teatro.

Aquella noche había otra celebración enel castillo; una fiesta para Lysandra, su

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señora y todos los artistas, filósofos yescritores que gozaban del favor deArobynn en aquellos momentos.Afortunadamente se celebraba en unsalón, pero las risas y la músicainundaban toda la segunda planta.Arobynn había invitado a Celaena, peroa ella lo último que le apetecía era vercómo Arobynn, Sam y quienquiera queestuviera presente adulaban a Lysandra.De modo que se disculpó alegando queestaba cansada y que necesitaba dormir.

Sin embargo, no estaba cansada, nimucho menos. Tal vez fatigadaemocionalmente, pero solo eran las diezy media, y la idea de quitarse el vestidoy meterse en la cama la deprimía. Era laasesina de Adarlan; había liberado

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esclavos, había robado caballosAsterión y se había ganado el respetodel maestro mudo. Seguro que podíahacer algo mejor que irse a dormir.

De modo que se deslizó a hurtadillasa una de las salas de música, dondeapenas llegaba alguna carcajada perdidade vez en cuando. Los demás asesinos obien se habían unido a la fiesta o bienandaban por ahí en alguna misión.Celaena levantó la tapa del piano contanto sigilo que solo se oyó el roce de suvestido. Había aprendido a tocar a losdiez años –cuando Arobynn le habíaordenado que aprendiera al menosalguna otra habilidad que no fueramatar– y había adorado el sonido al

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instante. Aunque ya no tomaba clases,tocaba cada vez que tenía unos minutoslibres.

La música del teatro aún resonaba ensu mente. Una y otra vez, la misma seriede notas y armonías. La cadencia lebullía bajo la superficie de la piel, lelatía al ritmo del corazón. ¡Habría dadocualquier cosa por oír aquella músicasolo una vez más!

Tocó algunas notas con una mano,frunció el ceño, colocó los dedos yvolvió a intentarlo, repitiendo la músicamentalmente. Poco a poco, la melodíaempezó a sonar.

Sin embargo, no eran sino unascuantas notas arrancadas a un piano conuna mano, no una orquesta y… golpeó

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las teclas con más fuerza, intentandosacar las frases. Casi lo tenía, pero nodel todo. No recordaba la música con laclaridad con que la oía en su cabeza. Nola sentía igual que la había sentido hacíauna hora.

Siguió intentándolo unos minutos más,pero al final cerró la tapa y salió ahurtadillas de la sala. Encontró a Samapoyado contra la pared del pasillo.¿Había permanecido allí todo aqueltiempo, escuchando cómo aporreaba elpiano?

–Te acercas, pero no suena igual,¿verdad? –observó el chico.

Celaena le lanzó una mirada deadvertencia y se dirigió hacia su

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dormitorio, aunque no tenía ningunasganas de pasarse el resto de la nocheallí sentada a solas.

–Debe de dar mucha rabia no podertocarlo tal como lo recuerdas –continuóSam. Echó a andar al lado de Celaena.La túnica azul marino del chico realzabael tono dorado de su piel.

–Solo estaba haciendo el tonto –replicó ella–. No puedo ser la mejor entodo, ¿sabes? No sería justo para losdemás, ¿verdad?

Al otro lado del pasillo, alguientocaba una melodía con los instrumentosde la sala de recreo.

Sam se mordió el labio.–¿Por qué no has seguido a Doneval

al salir del teatro? ¿No te quedan solo

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cuatro días?A Celaena no le sorprendía que Sam

estuviera al corriente del encargo; lasmisiones de la asesina casi nunca eransecretas.

La asesina se detuvo, todavía deseosade oír la música una vez más.

–Algunas cosas son más importantesque la muerte.

Sam parpadeó.–Ya lo sé.Celaena intentó no revolverse

inquieta cuando él le sostuvo la mirada.Sabía que Sam le había lanzado unaindirecta, pero no sabía cuál.

–¿Por qué estás ayudando a Lysandra?–le preguntó sin saber por qué.

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Sam frunció el ceño.–No es mala chica, ¿sabes? Cuando

no hay más gente es… mejor. No meodies por decirlo, pero aunque te metascon ella, Lysandra no escogió estecamino; igual que nosotros no escogimosel nuestro –Sam negó con la cabeza–.Solo quiere que le prestes atención, quereconozcas su existencia.

Celaena apretó la mandíbula. Saltabaa la vista que había pasado muchotiempo con Lysandra. Y que simpatizabacon ella.

–No me importa demasiado lo queella quiera. Aún no has contestado mipregunta. ¿Por qué la estás ayudando?

Sam se encogió de hombros.

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–Porque Arobynn me ordenó que lohiciera. Y como no tengo ningunas ganasde que me destroce la cara otra vez, novoy a discutir con él.

–Él… ¿también te lastimó?Sam soltó una risa seca, pero no

contestó hasta que el sirviente quellegaba por el pasillo cargado con unabandeja de botellas de vino los dejóatrás. Seguramente habrían debidobuscar refugio en una habitación, dondenadie pudiera oírlos, pero la idea deencontrarse completamente a solas conSam alteraba el pulso de Celaena.

–Pasé un día entero sin sentido yluego tres más entrando y saliendo de laconsciencia –explicó Sam.

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Celaena maldijo entre dientes conviolencia.

–A ti te envió al desierto Rojo –prosiguió el asesino en un tono grave ysuave–, pero mi castigo fue ver cómo temolía a palos aquella noche.

–¿Por qué?Otra pregunta que Celaena no quería

hacer.Sam salvó la distancia entre ambos y

se colocó tan cerca de ella que Celaenadistinguió el hilo de oro que remataba sutúnica.

–Después de lo sucedido en la bahíade la Calavera, ya deberías conocer larespuesta.

Bien pensado, Celaena no quería

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conocer la respuesta.–¿Vas a pujar por Lysandra?Sam se echó a reír.–¿Pujar? Celaena, no tengo dinero. Y

el dinero que tengo es para saldar mideuda con Arobynn. Y aunquequisiera…

–¿Quieres?Él sonrió con malicia.–¿Por qué lo quieres saber?–Porque tengo curiosidad por saber si

Arobynn te ha fastidiado los sesos, poreso.

–¿Temes que hayamos tenido unromance de verano?

Aquella sonrisa insufrible volvió aasomar a los labios de Sam.

Celaena podría haberle clavado las

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uñas. En vez de eso, decidió emplearotra arma.

–Espero que sí. Yo, desde luego, mehe divertido mucho.

La sonrisa de Sam se esfumó.–¿Qué quieres decir?Ella se quitó una mota de polvo

invisible del vestido rojo.–Digamos que el hijo del maestro

mudo me dispensó un recibimientomucho más entusiasta que los demásasesinos silenciosos.

No mentía del todo. Ilias habíaintentado besarla y ella había disfrutadocon sus atenciones, pero había preferidoque las cosas no llegasen más lejos.

Sam palideció. Las palabras habían

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dado en el blanco, pero saberlo no lecausaba a Celaena tanta satisfaccióncomo había esperado. De hecho, verlotan afectado la hacía sentir… Oh, ¿porqué había tenido que mencionar siquieraa Ilias?

Bueno, sabía muy bien por qué. Samhizo ademán de alejarse, pero Celaenalo cogió del brazo.

–Ayúdame con Doneval –le pidió. Nonecesitaba ayuda, pero era lo mejor quele podía ofrecer a Sam por lo que habíahecho–. Te… te daré la mitad deldinero.

El asesino bufó.–Quédate tu dinero. No lo necesito.

Me bastará con saber que he fastidiado aotro tratante de esclavos –Sam se la

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quedó mirando, con la boca torcida enademán de pregunta–. ¿Seguro quequieres que te ayude?

–Sí –repuso Celaena.La palabra brotó estrangulada y Sam

buscó en los ojos de la asesina algúnsigno de burla. Celaena se odió a símisma por haber conseguido quedesconfiara de ella hasta ese punto.

Por fin, Sam asintió.–Empezaremos mañana.

Inspeccionaremos su casa. A menos queya lo hayas hecho –Celaena negó con lacabeza–. Iré a buscarte después deldesayuno.

Celaena asintió. Habría queridodecirle más cosas, pedirle que no se

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fuera, pero tenía la garganta sellada,llena a rebosar de todas aquellaspalabras que no había pronunciado. Sedispuso a marcharse.

–Celaena –la asesina se volvió amirarlo, y el vestido rojo revoloteó entorno a ella. Sam esbozó una sonrisaburlona–. Te he echado de menos esteverano.

Sin pestañear siquiera, Celaenasonrió a su vez.

–Detesto reconocerlo, Sam Cortland,pero yo también he echado de menos tumaldito culo.

Sam ahogó una risilla mientras sedirigía de vuelta a la fiesta con lasmanos en los bolsillos.

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CAPÍTULO 4

A la mañana siguiente, acuclillada a lasombra de una gárgola, Celaena cambióde postura y gruñó con suavidad. Por logeneral se ponía una máscara, pero lalluvia seguía cayendo y necesitaba sacarel máximo partido a sus sentidos. Laausencia del antifaz, sin embargo, lahacía sentir vulnerable.

Por si fuera poco, el agua aumentabael peligro de que diera un traspiés, demodo que cambió de postura con mucho

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cuidado. Seis horas. Celaena llevabaseis horas en aquel tejado, mirando lacasa de enfrente, una vivienda de dospisos que Doneval había alquilado paraalojarse durante su estancia en laciudad. Estaba situada en la avenida máslujosa de Rifthold y era todo lo grandeque una casa urbana podía llegar a ser.Construida de piedra maciza y coronadopor tejas de arcilla verde, el edificioparecía idéntico a cualquier otramansión elegante de la ciudad, incluidaslas jambas de las puertas y los alféizaresdecorados. El césped del jardíndelantero lucía bien recortado y, a pesarde la lluvia, los criados iban y venían,cargados de flores, comida y otrosartículos.

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Fue lo primero que llamó la atenciónde Celaena: la cantidad de gente queentraba y salía. Y había centinelas portodas partes. Antes de dejar pasar a loscriados, estudiaban atentamente suscaras. Los pobres sirvientes soportabanel escrutinio aterrorizados.

Celaena oyó el susurro de unas botascontra la cornisa. Era Sam, que despuésde inspeccionar el otro lado de la casabuscaba refugio en las sombras de lagárgola, junto a ella.

–Hay centinelas por todas partes –murmuró la asesina mientras Sam seagachaba a su lado–. Tres en la puertaprincipal, dos en la verja de entrada.¿Cuántos más has localizado?

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–Uno a cada lado de la casa, tres enlos establos. Y no parecen guardias detres al cuarto. ¿Los liquidaremos o noslimitamos a burlar la vigilancia?

–Preferiría no matarlos –admitióCelaena–, pero ya veremos si podemossortearlos llegado el momento. Por loque parece, hacen turnos de dos horas.Cuando terminan el servicio, entran enla casa.

–¿Doneval sigue ausente?Celaena asintió y se pegó a Sam. Solo

para protegerse de la gélida lluvia,claro. Procuró no ponerse nerviosacuando Sam se acercó más a ellatambién.

–Todavía no ha regresado.

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Doneval se había marchado hacía unahora en compañía de un tipo bestial queparecía esculpido en granito. Elguardaespaldas había inspeccionado elcarruaje, examinado al cochero y allacayo. Luego, después de sostenerle lapuerta a su amo, había entrado en elvehículo con él. Doneval, por lo queparecía, era muy consciente de que sulista era material codiciado y peligroso.Celaena jamás había visto a una personatan bien protegida.

Los dos asesinos ya habíaninspeccionado la casa y los jardines,desde las piedras de las paredes hastalos pestillos de las ventanas, el tejado yla distancia que separaba la mansión de

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las viviendas contiguas, pero no habíanencontrado nada de particular. A pesarde la lluvia, Celaena había podidoatisbar un largo pasillo al otro lado dela ventana del segundo piso. Algunoscriados salían de las habitacionescargados con sábanas y mantas; así pues,eran dormitorios. Cuatro. Había unarmario de ropa blanca cerca de laescalera, en el centro del corredor. Porla iluminación del pasillo, Celaenadedujo que la escalera principal eraamplia, igual que la del palacio de losasesinos. No podrían esconderse, amenos que encontraran las escaleras deservicio.

Tuvieron suerte, sin embargo, deatisbar a un criado que entraba en una

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habitación del segundo piso cargado conlos diarios de la tarde. Pocos minutosdespués, una doncella arrastraba alinterior un cubo y varias herramientaspara limpiar el hogar de cenizas. Acontinuación entró un lacayo con lo queparecía una botella de vino. Celaena nohabía visto a nadie cambiar las sábanasde aquel cuarto, de modo que estabamuy pendiente de los criados queentraban y salían.

Tenía que ser el salón privado queArobynn había mencionado.Seguramente Doneval había instalado undespacho en la planta baja, pero si seproponía hacer negocios turbios, eralógico que se desplazara a un lugar más

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discreto para llevarlos a cabo. Por otraparte, todavía no habían averiguado aqué hora se celebraría la reunión.Celaena y Sam no poseían ningunainformación al respecto, salvo quetendría lugar en cualquier momento deldía previsto.

–Allí está –susurró Sam.El carruaje de Doneval se detuvo

delante de la casa. El enormeguardaespaldas salió del vehículo yechó un vistazo a los alrededores antesde indicarle por señas al comercianteque saliese. Celaena tenía elpresentimiento de que las prisas deDoneval no se debían solo al chaparrón.

Volvieron a agazaparse en lassombras.

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–¿Dónde crees que habrá estado? –preguntó Sam.

La asesina se encogió de hombros. Lafiesta de la Luna de la Cosecha de laantigua esposa de Doneval se celebraríapor la noche; quizás hubiera salido ahacer alguna gestión relacionada con lacelebración, o tal vez con el festivalcallejero que Melisande habíaorganizado aquel mismo día en el centrode la ciudad. Celaena y Sam estabanahora tan pegados que un agradablecalorcillo se expandía por un costado deCelaena.

–No ha ido a hacer nada bueno, esoseguro.

Sam se rio entre dientes, sin separar

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los ojos de la casa. Guardaron silenciodurante unos minutos. Por fin, el asesinodijo:

–Así que el hijo del maestro mudo…–a Celaena casi se le escapó ungemido–. ¿Y qué relación tuvisteis,exactamente?

Sam seguía mirando la mansión, peroCelaena advirtió que había cerrado lospuños.

¡Dile la verdad, idiota!–Ilias y yo no hicimos nada.

Flirteamos un poco, pero… no hubonada –confesó Celaena.

–Bueno –repuso él al cabo de unmomento–. Tampoco hubo nada entreLysandra y yo. Ni lo habrá. Nunca.

–¿Y por qué demonios te crees que

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me importa?Ahora le tocaba a Celaena clavar los

ojos en la casa.Sam le dio un toque con el hombro.–Puesto que somos amigos, he

supuesto que querrías saberlo.Celaena se alegró de que la capucha

ocultara el rubor que le encendía lacara.

–Me parece que me gustabas máscuando querías matarme.

–A veces yo pienso lo mismo de ti.Desde luego, mi vida entonces era másemocionante. Aunque me pregunto… ¿elhecho de que me dejes ayudarte significaque seré tu mano derecha cuando estésal mando de la cofradía o solo que

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puedo presumir de que la famosaCelaena Sardothien me tiene en cuenta?

Celaena le dio un codazo.–Significa que te calles y prestes

atención.Se sonrieron mutuamente y luego se

quedaron esperando. Hacia el ocaso –que aquel día llegó antes de lo habitual,por culpa de los nubarrones que tapabanla luz– el guardaespaldas salió de lacasa. Doneval no lo acompañaba, y elgrandullón hizo señas a los centinelas,con los que intercambió algunaspalabras antes de echar a andar calleabajo.

–¿Un recado? –caviló Celaena. Samseñaló al guardaespaldas con la cabeza,como sugiriendo que lo siguieran–.

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Buena idea.

Las articulaciones entumecidas deCelaena protestaron cuando, lenta ycuidadosamente, se alejó de la gárgola.Sin perder de vista ni un instante a losvigilantes que tenía más cerca, se cogióa la cornisa del tejado y se dio impulsohacia arriba. Sam la siguió instantesdespués.

Celaena habría dado cualquier cosapor llevar puestas las botas que elmaestro inventor le estaba ajustando,pero no las tendría hasta el día siguiente.Sus propias botas de cuero negro,

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aunque flexibles y cómodas, resbalabanun poco en el desagüe mojado deltejado. Pese a todo, Sam y ellaavanzaron con sigilo y rapidez por lacornisa en pos del corpulentoguardaespaldas que caminaba pordebajo. El hombre dobló por un callejónsecundario. Afortunadamente, la casaadyacente estaba lo bastante cerca comopara que los dos asesinos pudieransaltar con facilidad al tejado contiguo.Celaena resbaló, pero pudo cogerse alas tejas verdes con las manosenguantadas. Sam aterrizó a su ladocomo un gato. Por primera vez, Celaenano sintió deseos de saltarle a la yugularcuando la ayudó a recuperar elequilibrio.

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El guardaespaldas seguía caminandopor el callejón. Los asesinos lo seguíanpor los tejados, meras sombras entre laoscuridad creciente. Por fin, llegó a unacalle más amplia, donde los huecos deentre las casas eran demasiado grandespara salvarlos de un salto, Celaena ySam descendieron por una cañería yaterrizaron sin ruido. Una vez en elsuelo, entrelazaron los brazos yadoptaron un paso casual para seguir asu presa, como dos vecinos de la capitalque caminasen bajo la lluvia ansiosospor llegar a su destino.

No les costaba nada distinguir alguardaespaldas entre la multitud, nisiquiera cuando llegaron a la avenida

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principal de la ciudad. En realidad, lagente se apartaba a su paso. El festivalcallejero de Melisande se encontraba enpleno apogeo y la gente acudía en tropela pesar de la lluvia. Celaena y Samsiguieron al guardaespaldas a lo largode unas cuantas manzanas y luego porcallejones estrechos. El hombre sevolvió a mirar solo una vez, peroúnicamente vio a dos personas apoyadasen la pared con indiferencia, dos figurasencapuchadas refugiadas de la lluviabajo el saliente de un tejado.

La caravana de Melisande y lospequeños festivales callejeros que ya sehabían celebrado habían generado tantosdesperdicios que las calles y lasalcantarillas estaban casi inundadas de

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basura. Mientras acechaban alguardaespaldas, Celaena oyó decir a lagente que los guardias de la ciudadhabían atascado parte de las cloacaspara que se inundaran de agua de lluvia.Al día siguiente por la noche lasdesatascarían con el fin de provocar untorrente lo bastante fuerte como paraarrastrar al río Avery toda aquellabasura. Al parecer, ya lo habían hechootras veces; si no inundaran lasalcantarillas de vez en cuando, laporquería se estancaría y el hedor seríainsoportable. En cualquier caso,Celaena se prometió a sí misma estarmuy por encima del nivel del suelocuando las presas fueran liberadas. Sin

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duda habría una pequeña inundaciónhasta que el agua se escurriera, y no leapetecía nada que la sorprendiese enmitad de la calle.

El guardaespaldas entró por fin en unataberna de las afueras del ruinosoarrabal, y los asesinos se quedaronesperando al otro lado de la calle. Através de las resquebrajadas ventanas,lo vieron sentarse a la barra, dondebebió una jarra de cerveza tras otra.Celaena habría dado cualquier cosa porestar en el festival y no allí.

–Bueno, si es aficionado a beber, a lomejor su debilidad por el alcohol nosofrece la oportunidad de burlarlo –observó Sam. Celaena asintió, pero nodijo nada. Sam miró hacia el castillo de

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cristal, con los torreones envueltos enniebla–. Me pregunto si Bardingale y losdemás habrán convencido al rey de queles financie la carretera –prosiguió–.¿Por qué estará tan ansiosa porconstruirla si quiere evitar a toda costael tráfico de esclavos en Melisande?

–Como mínimo, tiene plena confianzaen nosotros –señaló Celaena.

Al ver que la joven no añadía nadamás, Sam guardó silencio. Transcurrióuna hora sin que el guardaespaldashablara con nadie. Por fin, pagó lacuenta con una moneda de plata y seencaminó de vuelta a la casa deDoneval. A pesar de toda la cerveza quehabía ingerido, caminaba con paso

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estable, y para cuando Sam y Celaenallegaron a la mansión del comerciante laasesina estaba a punto de echarse allorar de aburrimiento. Para colmo,tiritaba de frío y ni siquiera habríapodido jurar que los dedos de los piessiguieran en su sitio.

Desde una esquina cercana,observaron al guardaespaldas, que subíala escalinata hacia la entrada principal.Su trabajo se consideraba importantepues no estaba obligado a usar laentrada de servicio. De algo habíaservido toda aquella vigilancia, sí, perode vuelta al castillo Celaena se sintióinútil y desgraciada. Hasta Sam estabasilencioso cuando llegaron a casa. Selimitó a decirle que se verían pasado un

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rato.La fiesta de la Luna de la Cosecha se

celebraba aquella misma noche; y solofaltaban tres días para la reunión deDoneval. Considerando lo poco quehabían descubierto hasta el momento,Celaena tendría que esforzarse más paraencontrar el modo de cazar a su presa.Por lo visto, el «regalo» de Arobynn seestaba convirtiendo más bien en unamaldición.

Qué manera de perder el tiempo.

Celaena se pasó las horas siguientes enel baño. Dejó correr tanta agua caliente

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que debió de agotar la provisión de todoel castillo. Arobynn en persona habíaencargado que instalaran agua corrienteen el palacio, un lujo que había costadotanto como el propio edificio, pero queCelaena nunca le agradecería bastante.

Cuando el helor que la calaba hastalos huesos se hubo derretido, Celaena sepuso la bata de seda negra que Arobynnle había enviado por la mañana; otro desus regalos, aunque ni por esasconseguiría que lo perdonase. Celaenacaminó con suavidad hacia eldormitorio. Un criado había encendidola chimenea. Estaba a punto de empezara vestirse para la fiesta de la Luna de laCosecha cuando vio un montón depapeles sobre la cama.

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Iban atados con una cinta roja yCelaena notó mariposas en el estómagocuando sacó la nota que losacompañaba.

«Intenta no mancharlas de lágrimascuando te pongas a tocar. He tenido quesobornar a un montón de gente paraconseguirlas.»

La asesina habría puesto los ojos enblanco de no haber visto lo que habíadebajo.

Partituras. Del concierto de la nocheanterior. De las notas que no se podíaquitar de la cabeza, ni siquiera ahora,pasadas veinticuatro horas. Volvió amirar la nota. No reconoció la elegantecaligrafía de Arobynn, sino los

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garabatos apresurados de Sam. ¿Dedónde demonios había sacado el tiempopara conseguirlas? Debía de haber ido abuscarlas en cuanto habían llegado alcastillo.

Celaena se dejó caer en la cama y sepuso a hojear las páginas. El ballet sehabía estrenado hacía solo unassemanas; las partituras ni siquieraestaban aún en circulación. Ni loestarían en tanto que el espectáculo nose considerase un gran éxito. Para locual faltaban meses, incluso años.

Sin poder evitarlo, Celaena sonrió.

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A pesar de la lluvia, la fiesta de la Lunala Cosecha, que se celebraba en la casaque Leighfer Bardingale poseía a orillasdel río, estaba tan concurrida queCelaena apenas tenía espacio paraexhibir su exquisito vestido dorado yazul, ni las peinetas con las que se habíarecogido el cabello. Todas las personasimportantes de Rifthold habían acudido.Bueno, todas las que no pertenecían a lafamilia real, aunque Celaena habríajurado que algún que otro miembro de lanobleza rondaba entre aquella multitudemperifollada.

El salón de baile era enorme y de losaltísimos techos colgaban farolillos depapel de mil formas, tamaños y colores.

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Guirnaldas de hojas decoraban lascolumnas que se alineaban a un lado delsalón y las numerosas mesas exhibíancornucopias rebosantes de comida yjoyas. Muchachas ataviadas con exiguoscorsés y lencería de encaje sebalanceaban en columpios prendidos altecho artesonado, y los jóvenes queservían el vino iban desnudos de cinturapara arriba, salvo por recargadasgargantillas de marfil.

Celaena había asistido a cientos defiestas insólitas a lo largo de su vida enRifthold; se había infiltrado enrecepciones organizadas por dignatariosextranjeros y nobles de la ciudad; habíavisto de todo, tanto que pensaba que yanada podía sorprenderla. Aquella fiesta,

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sin embargo, se llevaba la palma.La música de una pequeña orquesta

acompañaba a dos cantantes gemelas:jóvenes, morenas y dotadas de sendasvoces tan extraordinarias que noparecían de este mundo. Arrastraban a lagente hacia ellas, como si la melodíaejerciera una atracción irresistible haciala atestada pista de baile.

Acompañada de Sam, Celaena bajópor la escalinata que conducía al salón.Arobynn descendía a su izquierda,escudriñando a la multitud con sus ojoscolor plata, que destellaron de alegríacuando la anfitriona los recibió al fondode las escaleras. Con su túnica de peltre,Arobynn ofrecía una estampa

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deslumbrante cuando se inclinó anteBardingale y le besó la mano.

La mujer lo miró con unos ojososcuros e inteligentes y una graciosasonrisa en los labios.

–Leighfer –ronroneó Arobynn,volviéndose a medias para indicarle aCelaena que se acercara–. Permite quete presente a mi sobrina, Dianna, y a mipupilo, Sam.

Su sobrina. Arobynn siempre contabael mismo cuento, cada vez que asistíanjuntos a un acto. Sam se inclinó yCelaena hizo una reverencia. Bardingaleentrecerró los ojos, como dando aentender que sabía muy bien queCelaena no era la sobrina de Arobynn.Ella intentó no enfurruñarse. Nunca le

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había gustado conocer a los clientes enpersona; prefería que su tutor hiciera lasgestiones.

–Un placer –saludó Bardingale aCelaena. Luego le hizo una reverencia aSam–. Son los dos maravillosos,Arobynn –un comentario agradable yabsurdo hecho por alguien acostumbradoa utilizar comentarios agradables yabsurdos para conseguir lo que quería–.¿Me acompañas? –le dijo al rey de losasesinos, y Arobynn le ofreció el codo.

Justo antes de que se perdieran entrela multitud, Arobynn miró por encimadel hombro y sonrió a Celaena condesenfado.

–Procura no meterte en muchos líos.

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A continuación, la muchedumbre setragó a la pareja. Celaena y Sam sequedaron solos al pie de las escaleras.

–¿Y ahora qué? –murmuró Sam, queseguía mirando el sitio por donde habíadesaparecido Bardingale. La túnicaverde oscuro que había escogidorealzaba las motas color esmeralda desus ojos castaños–. ¿Has visto aDoneval por ahí?

Habían acudido a ver con quién serelacionaba el antiguo marido deBardingale, cuántos guardias loesperaban en el exterior, si parecíanervioso. La reunión se celebraríadentro de solo tres días; en su estudiodel piso superior. Pero ¿a qué hora? Era

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esa era la información que Celaena teníaque averiguar, por encima de cualquierotra cosa. Y aquella fiesta le brindabauna ocasión única para acercarse a él.

–Está junto a la tercera columna –señaló Celaena con la mirada fija en lamultitud.

A las sombras de los pilaresalineados a un lado del salón, se habíandispuesto pequeñas zonas de descansoen plataformas elevadas. Cortinas deterciopelo negro las aislaban delexterior; eran salitas privadas para losinvitados más distinguidos deBardingale. Doneval se dirigía hacia unade aquellas zonas, seguido de su enormeguardaespaldas. En cuanto elcomerciante se dejó caer en un mullido

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diván, cuatro chicas vestidas tan solocon un corsé y ropa interior sedeslizaron a su lado, con sendassonrisas pintadas en la cara.

–Mira qué bien está –murmuró Sam–.Me pregunto cuánto se habrá llevadoClarissa por esta fiesta.

De modo que de ahí procedían laschicas… Celaena esperaba queLysandra no anduviese por allí.

Uno de los atractivos camarerosofreció a Doneval y a las cortesanasvarias copas de vino espumoso. Elguardaespaldas, al otro lado de lacortina, lo probó antes de indicarle aDoneval con un gesto que podía beber.Este, que ya había rodeado con el brazo

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los hombros desnudos de una de lasmuchachas, no se molestó siquiera endar las gracias a su ayudante ni alcamarero. Celaena hizo un gesto de ascocuando Doneval llevó los labios alcuello de una cortesana. La muchacha nopodía tener más de veinte años. A laasesina no le sorprendía en absoluto queaquel hombre se sintiese atraído por elnegocio del tráfico de esclavos; y queestuviese dispuesto a destruir a susadversarios para asegurarse el éxito desus tejemanejes.

–Tengo el presentimiento de que se vaa quedar ahí un buen rato –comentóCelaena. Se volvió a mirar a Sam, queparecía enfurruñado. El chico siemprehabía sentido una mezcla de piedad y

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simpatía por las cortesanas; y un odioatroz por sus clientes. Su madre no habíaacabado bien. Quizás por eso Samtoleraba a la insufrible Lysandra y a susdesabridas compañeras.

Alguien estuvo a punto de empujar aCelaena por detrás pero ella notó elpaso vacilante del hombre y se apartó desu camino.

–Esto es una casa de locos –musitó ala vez que levantaba la vista hacia laschicas que se columpiaban en lo alto delsalón. Inclinaban tanto la espalda queparecía un milagro que los pechossiguieran dentro del corsé.

–No puedo ni imaginar cuánto sehabrá gastado Bardingale en esta fiesta.

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Sam estaba tan pegado a Celaena queel aliento del chico le rozó la mejilla. ACelaena la intrigaba más saber cuántoestaba dispuesta a pagar la anfitrionapor mantener a Doneval distraído;saltaba a la vista que ningún precio leparecía excesivo, si había contratado aCelaena para desbaratar el acuerdo deDoneval y poner a salvo losdocumentos. Sin embargo, tal vezhubiese algo más que el tráfico deesclavos y una lista de personas a lasque chantajear detrás de aquella misión.Tal vez Bardingale estuviese harta desoportar el estilo de vida decadente desu antiguo esposo. Celaena no podíaculparla.

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Aunque la cómoda alcoba de Donevalpretendía ser privada, él se estabaexhibiendo. Y a juzgar por las botellasde vino espumoso que se acumulaban enla mesita baja que tenía delante, eraevidente que no pensaba levantarse deallí en un buen rato. Era uno de esoshombres que desean la admiraciónajena, que buscan sentirse poderosos.Uno de esos hombres que adoransaberse idolatrados. Y siendo su esposala que daba la fiesta, había que sersinvergüenza para ponerse a retozar conaquellas cortesanas. Era una actitudmezquina… y también cruel, bienpensado. ¿Pero de qué le servía sabertodo aquello a Celaena?

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Por lo que parecía, apenas hablabacon otros hombres. Por otra parte,¿quién decía que su socio era un varón?Quizás fuera una mujer. O una cortesana.

Doneval había empezado a babear elcuello de la chica que tenía al otro ladoa la vez que le pasaba la mano por elmuslo desnudo. Ahora bien, si Donevalestaba aliado con una cortesana, ¿porqué esperar tres días a intercambiar losdocumentos? Tal vez fuese una de laschicas de Clarisse. O la propia Clarisse.

–¿Crees que esta noche se va aencontrar con su compinche? –preguntóSam.

Celaena se volvió a mirarlo.–No. Tengo la corazonada de que no

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es tan tonto como para hacer negociosaquí. Aparte de con Clarisse, claro está.

El rostro de Sam se ensombreció.Si a Doneval le gustaba la compañía

femenina, bien, eso podía ayudarla aacercarse a él, ¿no? Celaena empezó aabrirse paso entre la multitud.

–¿Qué haces? –preguntó Samsiguiéndola a duras penas.

Apartando a la gente para acercarse ala alcoba, la asesina lo miró por encimadel hombro.

–No me sigas –le dijo al asesino,pero no con brusquedad–. Voy a intentaruna cosa. Tú quédate aquí. Ya vendré abuscarte cuando haya terminado.

Él se la quedó mirando un instante.Luego asintió.

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Celaena inspiró hondo por la narizmientras subía los peldaños queconducían a la alcoba elevada en la queDoneval estaba sentado.

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CAPÍTULO 5

Las cuatro cortesanas la vieron llegar,pero Celaena no apartó los ojos deDoneval, quien alzó la vista desde elcuello de la cortesana que, en aquelmomento, era el objeto de su afecto. Elescolta se puso alerta, pero no intentódetenerla. La asesina forzó una pequeñasonrisa mientras los ojos de Doneval larecorrían de arriba abajo, varias veces.Por eso Celaena había elegido unvestido más escotado de lo

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acostumbrado. Se le revolvió elestómago, pero se acercó más de todosmodos; solo la mesa baja la separabadel sofá de Doneval.

–Milord –ronroneó.No era lord, ni mucho menos, pero a

los hombres como él les encantaban lostítulos, por poco que los merecieran.

–¿Qué deseas? –preguntó él sinseparar los ojos del vestido. Celaenaiba mucho más tapada que las cortesanasque lo rodeaban. Aunque a veces ciertomisterio resulta mucho más sensual quedejarlo todo a la vista.

–Oh, lamento mucho interrumpiros –se excusó la asesina, ladeando la cabezaal mismo tiempo para que la luz de losfarolillos arrancara destellos a sus ojos.

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Sabía muy bien qué rasgos de suanatomía eran los más llamativos yagradaban más a los hombres–. Veréis,mi tío es mercader, y me ha habladotanto de vos que…

Se quedó mirando a las cortesanascomo si las viera por primera vez, talcomo haría una buena chica que acabarade reparar en la clase de mujeres que loacompañaban e intentase disimular loincómoda que se sentía.

Doneval pareció advertir su embarazoy, apartando la mano de la cortesana quele hacía arrumacos, se sentó. Lasmuchachas se crisparon y fulminaron aCelaena con los ojos. Ella les habríasonreído con sorna de no haber estado

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tan metida en su papel.–Continúa, querida –sugirió Doneval,

sin apartar la mirada de Celaena. Másfácil, imposible.

Ella se mordió el labio y hundió labarbilla, recatada, tímida, comoreuniendo valor.

–Mi tío está enfermo esta noche y noha podido asistir a la fiesta, pero teníamuchísimas ganas de conoceros, y hepensado que podría presentarme en sunombre, pero lamento muchísimohaberos interrumpido.

Hizo ademán de marcharse y contólos latidos de su corazón hasta que…

–No, no… Estoy encantado deconocerte. ¿Cómo te llamas, queridaniña?

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Ella se dio media vuelta y dejó que laluz se reflejara otra vez en sus ojos deun azul dorado.

–Dianna Brackyn. Mi tío es ErickBrackyn… –miró hacia las cortesanascon una perfecta expresión de doncellaescandalizada–. Yo… de verdad, nodeseo interrumpiros –Doneval se lacomía con los ojos–. Tal vez, si no osparece una molestia o un atrevimiento,podríamos haceros una visita en otromomento. Mañana no, ni tampocopasado mañana, porque mi tío tiene quenegociar un contrato con la corte deFenharrow, ¿pero quizás al otro? Dentrode tres días, me refiero.

Insinuó apenas una risita.

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–Claro que no es ningún atrevimiento–ronroneó Doneval a la vez que seinclinaba hacia delante. Mencionar lapróspera corte de Fenharrow había sidoun acierto–. De hecho, dice mucho en tufavor que te hayas atrevido a abordarme.Pocas jóvenes lo harían, por no hablarde los hombres.

Celaena estuvo a punto de poner losojos en blanco, pero se limitó apestañear.

–Gracias milord. ¿A qué hora osparece conveniente que vayamos?

–Ah –calculó Doneval–. Bueno, esanoche tengo una cena –ningún signo denerviosismo, ni un atisbo de ansiedad ensus ojos–. Pero estoy libre a la hora del

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desayuno y de la comida –añadió conuna amplia sonrisa.

Celaena lanzó un suspiró dramático.–Oh, no… Me temo que ya me he

comprometido a esas horas. ¿Os vendríabien que tomáramos el té? A lo mejorestáis libre antes de la cena… O quizáspodríamos vernos en el teatro por lanoche.

Doneval guardó silencio, y Celaenase preguntó si habría despertado sussospechas. Celaena parpadeó y pegó losbrazos a los costados para que lospechos le asomaran un poco más por elescote, un truco que había empleado conla frecuencia suficiente como para saberque funcionaba.

–Me encantaría tomar el té contigo y

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con tu tío –aceptó él por fin–, perotambién podemos vernos en el teatro porla noche.

Celaena exhibió una sonrisa radiante.–¿Os gustaría acompañarnos a nuestro

palco? Mi tío ha invitado a dos de suscontactos de la corte de Fenharrow,pero estoy segura de que os recibiráencantado a vos también.

Doneval ladeó la cabeza, y Celaenaprácticamente pudo ver lospensamientos fríos y calculadores que searremolinaban detrás de sus ojos.Venga, pensó Celaena, muerde elanzuelo… La posibilidad de contactarcon acaudalados hombres de negociosde la corte de Fenharrow debería bastar.

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–Será un placer –aceptó él, y esbozóuna sonrisa que apestaba a encantoestudiado.

–Seguro que contáis con un carruajepropio para desplazaros hasta allí, peronos sentiríamos doblemente honrados siaceptaseis compartir el nuestro.Podríamos recogeros después de cenar,quizás.

–Me temo que cenaré bastante tarde.No querría que tu tío y tú os retrasaseispor mi culpa.

–Oh, no os preocupéis. ¿A qué horaempieza vuestra cena…? ¡O termina,sería la pregunta correcta!

Celaena soltó una risita y sus ojostitilaron con el tipo de curiosidad que

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los hombres como Doneval estabanansiosos por ver en las miradas de lasmuchachas inocentes. Él se inclinó aúnmás hacia delante. Celaena sintió ganasde arañarlo para arrancarle aquellamirada cargada de segundas intenciones.

–La cena no durará mucho. Unahora… –repuso Doneval arrastrando laspalabras–. Quizás menos. Solo será unbocado con un viejo amigo. ¿Por qué nopasáis por mi casa a las ocho y media?

La sonrisa de Celaena, sincera en estaocasión, se ensanchó. A las siete ymedia, pues. Sería a esa hora cuandotuviera lugar la reunión. ¿Cómo eraposible que fuera tan tonto, tanarrogante? Merecía morir aunque solofuera por comportarse con tanta

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irresponsabilidad. Por dejarse tentar poruna chica que podría ser su hija.

–¡Claro! –asintió ella–. ¡Por supuesto!Comentó a toda prisa los pormenores

del negocio de su tío y lo bien que seentenderían los dos y en un abrir ycerrar de ojos le estaba haciendo unareverencia de despedida, tanpronunciada como para dejar bien a lavista el canalillo. Las cortesanas lelanzaban miradas asesinas, y Celaenanotó los ojos hambrientos de Donevalfijos en ella mientras se perdía entre lamultitud. Sin abandonar su papel dedoncella recatada, fingió ir a buscaralgo de comer al bufé. Cuando Donevaldejó de mirarla por fin, la asesina

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suspiró. El truco había dado resultado.Se le hizo la boca agua mientras sellenaba el plato de manjares: costillasde cerdo, moras con crema, pastel dechocolate caliente…

Reparó en que Leighfer Bardingale lamiraba a pocos metros de distancia. Losojos negros de la mujer la observabancon una tristeza indescriptible. Llenosde compasión. ¿O acaso se arrepentía dehaber contratado a Celaena para matar asu antiguo marido? Bardingale se acercóy rozó las faldas de la asesina de caminoa la mesa del bufé, pero ella prefirió nosaludarla. No quería saber lo queArobynn le había dicho a Bardingalesobre ella. Aunque no le habríaimportado conocer el nombre del

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perfume que llevaba la mujer; olía ajazmín y a vainilla.

Sam apareció a su lado de repente,silencioso como la muerte.

–¿Has encontrado lo que buscabas?Siguió a Celaena, que se llenó aún

más el plato. Leighfer tomó unas cuantascucharadas de moras y una pizca decrema antes de perderse entre la gente.

Celaena sonrió a la vez que echaba unvistazo a la alcoba, donde Donevalhabía devuelto la atención a sucompañía de pago.

–Ya lo creo que sí. Por lo que parece,a las siete y media de esa noche no estádisponible.

–De modo que ya sabemos a qué hora

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es la reunión –observó Sam.–En efecto.Celaena esbozó una sonrisilla

triunfante, pero Sam, cada vez másenfurruñado, miraba cómo Donevaltoqueteaba a las chicas.

La música se animó y las voces de lasgemelas se elevaron en una armoníafantasmagórica.

–Y ahora que ya tengo lo que hevenido a buscar, quiero bailar –declaróCelaena–. De modo que a divertirse,Sam Cortland. Esta noche no nosmancharemos las manos de sangre.

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Celaena bailó como loca. Las jóvenesbellezas de Melisande se habían reunidocerca de la plataforma que albergaba alas cantantes gemelas, y Celaena gravitóhacia ellas. Las botellas de vinoespumoso pasaban de mano en mano, deboca en boca, y Celaena las probótodas.

Hacia la medianoche, la músicacambió; las danzas elegantes yorganizadas se convirtieron en un sonidosensual y salvaje que incitó a Celaena adar palmas y a estampar los pies contrael suelo al compás de la música. Losnativos de Melisande se retorcían ydaban vueltas con vehemencia. Si acasoexistían una música y unos movimientos

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que encarnasen el desenfreno, latemeridad y la inmortalidad de lajuventud estaban allí, en aquella pista debaile.

Doneval siguió donde estaba, sentadoentre almohadones, bebiendo botellatras botella de vino espumoso. Ni unavez se volvió a mirar a Celaena. Fueralo que fuese lo que pensaba de DiannaBrackyn, la había olvidado. Bien.

El sudor le bañaba cada palmo delcuerpo, pero Celaena echó la cabezahacia atrás y levantó los brazos,disfrutando la música al máximo. Una delas cortesanas que se columpiaban en loalto pasó muy cerca de ella y los dedosde ambas se rozaron. El contacto leprovocó una descarga de rayos y

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centellas en el cuerpo. Aquello era másque una fiesta: era un espectáculo, unaorgía, una llamada a rendirse al altar delos excesos. Y Celaena se sacrificóencantada.

La música volvió a cambiar, unbarullo de tambores atronadores y vocesen staccato. Sam guardaba una distanciarespetuosa; bailaba a solas y de vez encuando se zafaba de los brazos de unachica que se fijaba en su hermoso rostroe intentaba acapararlo para sí. Celaenaintentó no sonreír cuando lo vio decirlea una joven, con educación pero confirmeza, que se buscara a otro.

Muchos de los asistentes se habíanmarchado hacía rato y habían cedido el

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baile a los jóvenes y hermosos. Celaenaenfocó los ojos lo necesario para mirara Doneval… y vio a Arobynn sentadocon Bardingale en otra de las alcobas.Los acompañaban unas cuantas personasmás, y si bien había copas y botellas devino sobre la mesa, todos parecíanceñudos y preocupados. Mientras queDoneval había acudido a la fiesta aderrochar la fortuna de su antigua mujer,ella parecía tener una forma muy distintade disfrutar. ¿Qué clase dedeterminación podía llevarte a concluirque asesinar a tu antiguo marido era laúnica opción posible? ¿O seríadebilidad?

El reloj dio las tres… ¡las tres!¿Cómo era posible que el tiempo

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hubiera pasado tan deprisa? Celaenaatisbó movimiento en las enormespuertas que cedían el paso a laescalinata. Cuatro jóvenesenmascarados aparecieron en lo alto,desde donde observaron a la multitud.La asesina tardó menos de lo que duraun suspiro en advertir que el moreno erael cabecilla, y que los delicados ropajesy máscaras delataban su abolengo.Seguramente eran nobles escapados dealguna recepción rancia para saborearlas delicias de Rifthold.

Los desconocidos bajaron despaciolos escalones. Uno de ellos, armado conuna espada, se mantenía pegado al jovendel cabello moreno y, a juzgar por la

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crispación de sus hombros, no teníamuchas ganas de estar allí. En cambio,una sonrisa se extendió por la cara delcabecilla cuando se fundió con el gentío.Dioses del cielo, aun con aquellamáscara, que le tapaba la mitad de lacara, saltaba a la vista que era muyguapo.

Celaena se lo quedó mirando mientrasbailaba y, él, como si llevara pendientede ella desde que había entrado, la miróa su vez. La asesina le dedicó unasonrisa y luego, deliberadamente, segiró hacia las cantantes, solo que ahorabailaba con más cautela, conmovimientos más sugerentes. Advirtióque Sam la miraba ceñudo. Celaena seencogió de hombros.

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El enmascarado no se decidió deinmediato. Hicieron falta unos minutos –y una sonrisa cómplice por parte deCelaena– para que el desconocido lerodeara la cintura con el brazo.

–Menuda fiesta –le susurró eldesconocido al oído. Al darse la vuelta,Celaena se encontró ante unos ojos colorzafiro que la miraban radiantes–. ¿Soisde Melisande?

Ella se balanceó al ritmo de lamúsica.

–Quizás.La sonrisa de él se ensanchó. Celaena

se moría por quitarle la máscara. Si unnoble andaba por ahí a aquellas horasintempestivas, desde luego no buscaba

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nada bueno. Sin embargo, ¿quién decíaque ella no podía divertirse un pocotambién?

–¿Cómo os llamáis? –le preguntó élpor encima del estrépito de la música.

Celaena se acercó al joven.–Me llamo viento –susurró–. Y lluvia.

Y huesos y polvo. Me llamo fragmentode una canción medio olvidada.

Él se rio, un sonido grave y delicioso.La asesina estaba borracha y taneufórica por ser joven, estar viva yencontrarse en la capital del mundo queapenas podía contenerse.

–No tengo nombre –ronroneó–. Soyquienquiera que los dueños de midestino me digan que sea.

El enmascarado la cogió por la

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muñeca y le acarició la delicada piel dela cara interior.

–Entonces deja que te llame míadurante un par de piezas.

Celaena sonrió, pero de repentealguien se interpuso entre ambos, unafigura alta y corpulenta. Sam. Arrancó lamuñeca de Celaena de la mano deldesconocido.

–Pertenece a otro –gruñó, demasiadocerca del rostro del enmascarado. Eljoven de la espada se plantó detrás de élsin perder un instante, y fijó sus ojoscolor bronce en Sam.

Celaena cogió a Sam por el codo.–Ya basta –le advirtió.El enmascarado miró a Sam de arriba

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abajo y luego levantó las manos.–Me he equivocado –se disculpó,

pero le guiñó el ojo a Celaena antes dedesaparecer entre el gentío, con suamigo pegado a los talones.

La asesina volvió la cabeza haciaSam hecha una furia.

–¿A qué diablos ha venido eso?–Estás borracha –repuso él, tan cerca

que los cuerpos de ambos se rozaron–.Y él también lo sabe.

–¿Y? –mientras lo decía, pasó alguienbailando a lo loco y Celaena estuvo apunto de perder el equilibrio. Sam lacogió por la cintura para evitar quecayera al suelo.

–Mañana me darás las gracias.–Solo porque trabajemos juntos no

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significa que de repente sea incapaz decuidar de mí misma.

Sam no había retirado las manos de lacintura de la asesina.

–Te llevaré a casa.Celaena volvió la vista hacia las

alcobas. Doneval se había dormidoapoyado en el hombro de una cortesanaque parecía muerta de asco. Arobynn yBardingale seguían enfrascados en laconversación.

–No –replicó Celaena–. No necesitoescolta. Me marcharé cuando me dé lagana –se zafó del brazo de Sam y chocócontra el hombro de alguien que teníadetrás. El hombre se disculpó y sealejó–. Además –siguió diciendo,

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incapaz de reprimir las palabras o esoscelos vanos y estúpidos que se habíanapoderado de ella–, ¿no puedes pagarlea Lysandra o a alguien como ella paraque te haga compañía?

–No quiero contratar a Lysandra ni anadie más para que me haga compañía –replicó él entre dientes. Tomó la manode Celaena–. Y si no te das cuenta, esque eres una necia.

La asesina apartó la mano de un tirón.–Yo soy lo que soy, y no me importa

demasiado lo que pienses de mí.Quizás le había importado en algún

momento, pero en aquel precisoinstante…

–Bueno, pues a mí sí que me importalo que pienses de mí. Me importa tanto

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que me he quedado en esta horriblefiesta solo por ti. Y me importa tantoque asistiré a mil más para poder pasarunas horas contigo siempre que no memires como si no mereciese ni el polvode tus zapatos.

Aquella declaración desarmó aCelaena. Tragó saliva. La cabeza ledaba vueltas.

–Ya tenemos bastantes problemas conDoneval. No quiero pelearme contigotambién –habría querido frotarse losojos, pero habría estropeado el efectode los cosméticos. Suspiró con fuerza–.¿No podemos… divertirnos un pocoahora mismo?

Sam se encogió de hombros. Tenía la

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mirada sombría, los ojos brillantes.–Si lo que quieres es bailar con ese

tipo, adelante.–No me refiero a eso.–Entonces dime a qué te refieres.Ella empezó a retorcerse los dedos,

pero se detuvo.–Mira –empezó a decir. La música

estaba tan alta que le costaba oír suspropios pensamientos–. Yo… Sam, aúnno sé cómo ser tu amiga. No sé cómo serla amiga de nadie. Y… ¿No podemoshablar esto mañana?

Sam negó con la cabeza despacio. Porfin sonrió, pero no con los ojos.

–Claro. Si es que mañana te acuerdasde algo –se burló. Celaena se obligó a símisma a esbozar una sonrisa a su vez. Él

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señaló el baile con la barbilla–. Ve adivertirte. Hablaremos por la mañana.

El chico se acercó a ella, como sifuera a besarla en la mejilla, pero alparecer se lo pensó mejor. Celaena nohabría sabido decir si se había sentidodecepcionada o no cuando Sam le apretóel hombro con ademán amistoso.

Tras eso, Sam se perdió entre lagente. Celaena se lo quedó mirandohasta que una joven la arrastró a uncírculo de chicas que bailaban y la fiestase apoderó de ella otra vez.

El terrado de su nueva vivienda tenía

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vistas al río Avery, y Celaena se sentóal otro lado de la barandilla, con laspiernas colgando. La piedra estaba fría yhúmeda pero la lluvia había cesadodurante la noche y los fuertes vientoshabían empujado las nubes. En el cielo,las estrellas se apagaban y el cieloempezaba a iluminarse.

El sol asomó por el horizonte einundó de luz el sinuoso cauce delAvery.

La capital empezó a despertar. Salíahumo de las chimeneas, indicio de losprimeros fuegos del día; los pescadoresse gritaban unos a otros en los muellescercanos; los niños corrían por lascalles con haces de leña, periódicos ocubos de agua. Detrás de ella, el castillo

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de cristal titilaba con los primeros rayosde sol.

Celaena no había vuelto a su casadesde que la compró, a su regreso deldesierto. Antes de subir al terrado, habíadedicado unos minutos a recorrer lasespaciosas estancias ocultas en el áticode un falso almacén. Nadie podíaimaginar que allí se ocultaba la viviendade Celaena. Además, el propio almacéncontenía frascos de tinta, un bien que nodespertaba precisamente el interés delos ladrones. Aquella casa era suya ysolo suya. O lo sería, en cuanto le dijeraa Arobynn que se marchaba. Algo queharía enseguida que el asunto deDoneval estuviera solucionado. O poco

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tiempo después. Quizás.Celaena inhaló el aire húmedo de la

mañana y dejó que la inundase. Sentadaen la cornisa del tejado, saboreaba supropia insignificancia, apenas una motaen la inmensidad de la gran ciudad. Ysin embargo sentía que todo aquelloestaba allí para ella si lo quería.

Sí, la fiesta había sido una delicia,pero en el mundo había otras cosas.Cosas más grandes y más hermosas,cosas reales. El futuro era suyo, y teníatres cofres de oro escondidos en sudormitorio que lo materializarían. Podíaelegir la vida que quisiese.

Celaena se echó hacia atrás y apoyólas manos en la piedra mientras seempapaba de aquella ciudad que

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empezaba a despertar. Y mientras lamiraba, tuvo la maravillosa sensaciónde que la ciudad le devolvía la mirada.

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CAPÍTULO 6

Puesto que había olvidado hacerlodurante la fiesta de la noche anterior,Celaena quiso dar las gracias a Sam porlas partituras mientras practicabanejercicios de suelo después deldesayuno. Sin embargo, había muchosmás asesinos en la sala deentrenamiento, y no tenía ganas dehablar del regalo con los mayores. Sinduda lo interpretarían mal. Tampocopodía decirse que demostraran

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demasiado interés en las actividades dela asesina. Procuraban no interponerseen su camino, y ella no se molestaba enalternar con ellos. Además, tenía undolor de cabeza terrible por culpa delvino espumoso y de lo mucho que habíatrasnochado. Ni siquiera era capaz dediscurrir las palabras adecuadas.

Siguió ejercitándose hasta elmediodía e impresionó a su instructorcon los movimientos que habíaaprendido del maestro mudo durante suestancia en el desierto Rojo. Notó queSam la miraba desde las esterillas, apocos metros de distancia. Procuró nomirar el torso desnudo y sudoroso delasesino cuando Sam se dio impulso, dioun salto mortal en el aire y aterrizó casi

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sin ruido en el suelo. ¡Por el amor delWyrd, que rápido era! Sin duda tambiénse había pasado el verano entrenando.

–Milady –tosió el instructor yCelaena giró la cabeza hacia éladvirtiéndole con la mirada de que nohiciera ningún comentario.

Celaena hizo el puente desde arriba ylo remontó, todo en un mismomovimiento, pasando las piernas consuavidad por encima de la cabeza yluego devolviéndolas al suelo por elotro lado.

Aterrizó sobre una rodilla. Cuandoalzó la vista, vio que Sam se acercaba.De pie ante ella, le indicó con labarbilla al instructor que se marchase.

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El hombre, bajo y fornido, desaparecióal instante.

–Me estaba ayudando –se quejóCelaena.

Cuando se levantó, le temblaban losmúsculos. Había entrenado duro aquellamañana, a pesar de lo poco que habíadormido, y no porque quisiese evitar aSam en la sala de entrenamientos. O talvez sí.

–Está por aquí a menudo. No creo quete pierdas nada importante –replicóSam.

Celaena procuró mirarlo a los ojos.Había visto a Sam sin camisa otrasveces –de hecho había visto a todos losasesinos parcialmente desnudos durantelos entrenamientos–, pero en esta

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ocasión, por alguna razón, se sentíaincómoda.

–¿Y bien? –preguntó Celaena–.¿Vamos a allanar la casa de Donevalesta noche? –hablaba en voz baja. No legustaba que sus colegas supiesen en quéandaba metida. A Ben sí solíacontárselo todo, pero él estaba muerto yenterrado–. Ahora que sabemos a quéhora es la reunión, deberíamos entrar enla salita y hacernos una idea de qué hayallí y qué documentos son esos antes deque los comparta con su compañero.

Puesto que la lluvia había cesado alfin, no podían seguir acechando a la luzdel día.

Sam frunció el ceño y se pasó una

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mano por el pelo.–No puedo. Me gustaría acompañarte,

pero no puedo. Lysandra tiene queensayar para la subasta y yo soy el únicoque está de guardia. Podemos irdespués, si me esperas.

–No. Iré sola. No creo que seacomplicado.

Celaena echó a andar hacia la salida ySam la siguió de cerca.

–Será peligroso.–Sam, liberé a doscientos esclavos en

la bahía de la Calavera y derroté aRolfe. Puedo ocuparme de esto yo sola.

Llegaron al vestíbulo principal delcastillo.

–Sí, pero yo te ayudé. ¿Qué te parecesi me paso por casa de Doneval cuando

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acabe y compruebo que no menecesitas?

Celaena le dio unas palmaditas en elhombro desnudo. Sam tenía la pielpegajosa del sudor.

–Haz lo que quieras. Aunque tengo lacorazonada de que para entonces yahabré terminado. Eso sí, prometocontártelo todo mañana por la mañana –ronroneó la asesina, que se habíadetenido al pie de la escalinata.

Sam le cogió la mano.–Por favor, lleva cuidado. Echa un

vistazo a los documentos y lárgatevolando. Aún nos quedan dos días hastala reunión. Si juzgas que hay demasiadopeligro, lo intentaremos mañana. No te

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arriesgues ni una pizca.Las puertas del castillo se abrieron y

Sam soltó la mano de Celaena. Cuandose volvió a mirar, Lysandra y Clarissecruzaban el umbral.

Lysandra se ruborizó, una situaciónque realzaba sus ojos verdes.

–Oh, Sam –dijo la cortesana mientrascorría hacia él con las manos tendidas.

Celaena se crispó. Sam, por su parte,cogió los delgados dedos de Lysandracon ademán educado. Por el modo quetenía la cortesana de comérselo con losojos –sobre todo el torso desnudo–, laasesina no tenía la menor duda de quetranscurridos dos días, en cuanto lasubasta se hubiera celebrado y Lysandrapudiera elegir pareja, buscaría a Sam.

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¿Y quién no?–¿Otra comida con Arobynn? –

preguntó Sam, pero Lysandra no le soltólas manos.

Clarisse saludó a Celaena con ungesto seco y echó a andar a paso vivohacia el despacho de Arobynn. La dueñadel burdel y el rey de los asesinos eranamigos desde hacía años; como mínimo,desde que Celaena había llegado. Entodo aquel tiempo, la señora apenashabía dirigido unas palabras a laasesina.

–Ah, no… Hemos venido a tomar elté. Arobynn me ha prometido sacar elservicio de plata –repuso Lysandra,como si hablara con Celaena más que

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con Sam–. Tienes que venir, Sam.En otras circunstancias, Celaena le

habría saltado a la yugular por insultarlade ese modo. La cortesana retenía lasmanos de Sam.

Como si le incomodara el contacto, elchico apartó los dedos.

–Yo… –empezó a decir.–Deberías ir –sugirió la asesina.

Lysandra los miró a ambosalternativamente–. Yo tengo trabajo quehacer, de todos modos. Una no llega a lomás alto holgazaneando todo el día.

Una pulla fácil, pero Lysandra lafulminó con la mirada. Celaena lededicó una sonrisa letal. De todasformas, tampoco tenía ganas de quedarsehablando con Sam, ni de invitarlo a

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acompañarla mientras practicaba alpiano las partituras que el chico le habíaregalado, ni de pasar más tiempo con éldel que fuera estrictamente necesario.

Sam tragó saliva.–¿Comes conmigo, Celaena?Lysandra hizo chasquear la lengua con

desdén y se alejó murmurando.–¿Y para qué querrá comer con ella?–Estoy ocupada –contestó Celaena.

Decía la verdad. Todavía tenía queultimar los detalles del plan para allanarla morada de Doneval aquella noche yaveriguar algo más sobre losdocumentos. Señaló a Lysandra con ungesto de la barbilla y luego a la salitaque había un poco más allá–. Ve a

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divertirte.Sin quedarse a comprobar qué

decidía Sam, echó a andar hacia sudormitorio con los ojos puestos en lossuelos de mármol, en las cortinas decolor verdeazul, en el techo dorado.

Los muros de la casa de Doneval noestaban vigilados. Dondequiera quehubiese ido –por su aspecto,seguramente al teatro o a un fiesta– sehabía llevado varios guardias con él,aunque Celaena no había visto alguardaespaldas corpulento entre ellos. Alo mejor tenía la noche libre. En

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cualquier caso, varios centinelaspatrullaban los jardines, sin contar losque pudiera haber en el interior de lacasa.

Aunque no le hacía ninguna gracia quese le mojara el traje nuevo, Celaena sealegró de que estuviera lloviendo otravez, aunque eso la obligara a prescindirde la máscara para disponer de loscinco sentidos, aunque algo limitados acausa de la lluvia. Afortunadamente, elchaparrón era tan fuerte como para queCelaena pasase desapercibida cuando sedeslizó junto al guardia apostado a unlado de la casa. El segundo piso estababastante alto, pero las sombrasocultaban la ventana y el pestillo sepodía abrir con facilidad desde el

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exterior. Ya había dibujado un plano dela mansión. Si estaba en lo cierto –y sinduda lo estaba–, aquella ventanaconducía directamente al despacho de lasegunda planta.

Escuchando atentamente, Celaenaaguardó hasta que el guardia se puso amirar a otra parte y empezó a trepar. Eltraje negro pesaba un poco más que latúnica que solía usar, pero como lasarmas estaban encajadas en losguanteletes, la espada y las dagas no lelimitaban los movimientos de la espalday de la cintura, como le sucedía antes.También llevaba dos cuchillos alojadosen las botas. Aquel regalo de Arobynn síque prometía ser útil.

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Por otra parte, igual que la lluviacamuflaba a Celaena, tambiénenmascaraba los pasos de alguien que seacercase sigilosamente. La asesinamantuvo los ojos y los oídos bienatentos, pero ningún guardia rodeó laesquina de la casa. Merecía la penaarriesgarse. Ahora que sabía a qué horase celebraría la reunión, tenía dos díaspara reunir la máxima informaciónposible acerca de los documentos, comopor ejemplo el número de páginas deque constaban y dónde los escondíaDoneval. Con unos pocos movimientos,llegó al alféizar de la ventana delestudio. El guardia del jardín ni siquieraalzó la vista hacia la casa que se erguía

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detrás de él. Unos centinelas excelentes,vaya que sí.

Un vistazo al interior reveló unahabitación a oscuras: un escritorio llenode papeles y nada más. Doneval no seríatan necio como para dejar las listas a lavista pero…

Celaena se dio impulso paraencaramarse a la cornisa. El delgadocuchillo que llevaba en la bota brillóapenas cuando introdujo la hoja en larendija que separaba las dos puertas.Dos maniobras con la punta, un golpe demuñeca y…

La asesina abrió la ventana, rezandopara que las bisagras no chirriasen. Laprimera crujió una pizca, pero lasegunda se deslizó hacia dentro en

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completo silencio. Celaena entró en eldespacho, los pasos ahogados por laexquisita alfombra. Con cuidado,conteniendo el aliento, cerró otra vez lasventanas.

Presintió el ataque un instante antesde que se produjera.

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CAPÍTULO 7

Celaena rodó y se agachó, sacando almismo tiempo el segundo cuchillo de labota. El guardia cayó con un gemido. Laasesina lo había embestido rápida comouna cobra; un movimiento que habíaaprendido en el desierto Rojo. Searrancó una daga del muslo y notó unchorro de sangre caliente en la mano.Otro guardia blandió una espada anteella, pero la rechazó con los doscuchillos antes de patearlo en el

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estómago. El hombre se tambaleó haciaatrás, pero no tan deprisa como paraevitar el cabezazo que lo dejó sinsentido. Otra maniobra que el maestromudo le había enseñado mientrasCelaena estudiaba los movimientos delos animales del desierto. En laoscuridad de la estancia, notó lareverberación del golpe cuando elcuerpo del guardia se estrelló contra elsuelo.

Sin embargo, no eran los únicos;Celaena contó tres más. Tres guardiasque gruñían y gemían mientras seabalanzaban contra ella… antes de quealguien la cogiera por detrás. Notó ungolpe terrible en la cabeza, algo húmedoy hediondo contra la cara y luego…

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La nada.

Celaena despertó pero no abrió los ojos.Procuró seguir respirando connormalidad a pesar del aire cargado,húmedo y pútrido que inhalaba. Ymantuvo los oídos alerta pese a lasrisillas masculinas y al borboteo delagua. También permaneció inmóvil,aunque notaba las cuerdas que lasujetaban a la silla y el agua a los pies,que ya le alcanzaba las pantorrillas.Estaba en la cloaca.

La potencia del chorro aumentó; ahorasalía con tanta fuerza que el agua de

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cloaca le salpicó el regazo.–Hora de despertarse –dijo una voz

profunda. Una mano musculosa abofeteóla mejilla de Celaena. Con los ojosinflamados, vio las facciones ferocesdel guardaespaldas de Doneval, que lesonreían–. Hola, preciosa. Pensabas queno nos habíamos percatado de quellevabas varios días espiándonos,¿verdad? Tal vez seas buena, pero noeres invisible.

Tras él, cuatro guardias rondabanjunto a una puerta de hierro, más allá dela cual otra puerta cedía el paso a untramo de escaleras ascendentes. Muchascasas de Rifthold contaban con ese tipode puertas: para escapar en caso deguerra, para dar entrada a invitados

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clandestinos, a veces, sencillamente,para almacenar la basura de la vivienda.Las dobles puertas tenían la función deimpedir el paso al agua; eranherméticas, fabricadas mucho tiempoatrás por habilidosos artesanos queutilizaban la magia para proteger losumbrales con hechizos que repelían elagua.

–Hay muchas habitaciones por las queacceder a la casa –apuntó elguardaespaldas–. ¿Por qué has escogidoel despacho del segundo piso? ¿Y dóndeestá tu amigo?

Ella le dedicó una sonrisa despectivasin dejar de inspeccionar el sumideroinmundo donde se encontraba. El nivel

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del agua aumentaba. No quería ni saberlo que flotaba en ella.

–¿Esto va a ser un interrogatorioseguido de tortura y muerte? –preguntóCelaena–. ¿O me equivoco de orden?

El hombre le sonrió a su vez.–Vaya con la sabelotodo. Me gusta.Tenía un fuerte acento extranjero,

pero Celaena lo entendió perfectamente.El hombre apoyó las manos en losreposabrazos de la silla. Con suspropios brazos atados a la espalda,Celaena solo podía mover la cara.

–¿Quién te envía? –siguiópreguntando él.

El corazón de la asesina latíadesbocado, pero su sonrisa no flaqueó.Hacía mucho que había aprendido a

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soportar las torturas.–¿Y por qué das por supuesto que me

envía alguien? ¿Acaso una chica nopuede ser independiente?

La silla de madera crujió bajo el pesodel hombretón cuando este se inclinótanto hacia ella que las narices de ambosse rozaron. Celaena procuró no inhalarel aliento cálido del guardaespaldas.

–¿Y por qué si no iba una chica comotú a allanar esta casa? No creo quebusques joyas u oro.

Celaena inspiró por la nariz. Sinembargo, no quería intentar nada; nohasta que hubiese agotado lasposibilidades de sacarle información algrandullón.

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–Si vas a torturarme –sugirió condesprecio–, empieza cuanto antes. Aquíabajo no huele a rosas precisamente.

El hombre se echó hacia atrás, sinperder la sonrisa.

–Ah, no, no vamos a torturarte.¿Sabes cuántos espías, ladrones yasesinos han intentado pillar a Doneval?Ya no hacemos preguntas. Si no quiereshablar, estupendo. No hables. Con eltiempo, hemos aprendido a tratar a losde tu calaña.

–Philip –dijo uno de los guardias a lavez que señalaba el túnel oscuro de lacloaca–. Tenemos que irnos.

–Muy bien –asintió Philip, y se volvióa mirar a Celaena–. Verás, supongo que

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si alguien ha sido tan necio como paraenviarte a esta casa, será porque eresprescindible. Y no creo que nadie vengaa buscarte cuando inunden las cloacas,ni siquiera tu amiguito. De hecho, noqueda casi nadie por las calles. A los dela capital no os gusta ensuciaros lospies, ¿verdad?

El corazón de Celaena latió aún másdeprisa, pero no apartó la mirada.

–Lástima que el agua no se vaya allevar toda la basura por delante –replicó con un aleteo de pestañas.

–No –repuso él–, pero sin duda tearrastrará a ti. O, como mínimo, el río sellevará tus restos, si es que las ratasdejan algo.

Philip le palmeó la mejilla con tanta

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fuerza que le dejó una marca. Como silas cloacas lo hubieran oído, el fragordel agua llegó hasta ella procedente dela oscuridad.

Oh, no. No.El guardaespaldas avanzó

chapoteando hacia el rellano, donde loesperaban los guardias. Los vio cruzarla segunda puerta, subir las escalerasy…

–Disfruta del baño –le dijo Philip, ycerró las puertas de hierro.

Agua y oscuridad. En los instantes quetardó en acostumbrarse a la pálida luzde la calle que se filtraba por la rejilla

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del altísimo techo, notó un chorro deagua contra las piernas. Le alcanzó elregazo en un momento.

Celaena maldijo con toda su alma y seretorció para desatarse. Al notar elescozor de las cuerdas contra losbrazos, se acordó: las hojasincorporadas. Decía mucho de ladestreza del artesano el hecho de quePhilip no las hubiera encontrado, aunquesin duda debía de haberla cacheado. Pordesgracia, los nudos estaban muy prietosy las cuerdas no cedían ni una pizca…

La asesina retorció las muñecas,buscando cualquier resquicio para girarbruscamente la mano. El agua la cubríahasta la cintura. Debían de haberconstruido la presa al otro lado de la

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ciudad; aquella parte tardaría aún unosminutos en inundarse por completo.

La cuerda no cedía, pero Celaenasacudió la muñeca, una y otra vez, talcomo el inventor le había enseñado. Porfin, la hoja salió con un gruñido y unchasquido. Un dolor agudo le recorrióun lado de la mano y Celaena maldijo.Se había cortado con la maldita hoja.Afortunadamente, el tajo no parecíaprofundo.

De inmediato, procedió a cortar lascuerdas. Los brazos le dolían mientraslos retorcía para tensar las ligaduras.¿Acaso habían usado grilletes o qué?

Notó que la tensión se liberaba por elcentro y estuvo a punto de caer de

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bruces al agua negra que searremolinaba a su alrededor cuando lacuerda cedió. En menos de lo que duraun suspiro, se quitó el resto de la soga,aunque se encogió horrorizada cuandotuvo que hundir las manos en el aguahedionda para cortar las ligaduras de lospies.

Cuando se levantó, el agua le llegabaa las rodillas. Un agua fría como elhielo. Criaturas repugnantes le rozaronla piel cuando avanzó chapoteando haciael rellano, haciendo esfuerzos por evitarque la fuerte corriente la arrastrase. Lasratas se multiplicaban en el agua, susgritos de terror ahogados por el fragorde la corriente. Para cuando Celaenallegó a los peldaños de piedra, el agua

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empezaba a encharcarse allí también.Probó el pomo de la puerta. Cerrada.Intentó hincar una hoja por la rendija delumbral, pero el metal rebotó. La puertaestaba tan bien sellada que no cabíanada.

Estaba atrapada.Celaena examinó el tamaño del

sumidero. La lluvia seguía cayendo porla trampilla pero las luces de la callebrillaban lo suficiente como parailuminar la pared curvada. Tenía quehaber alguna escala que condujera a lacalle. Tenía que haberla.

No veía ninguna. Cuando menos, nopor allí cerca. Y las trampillas estabantan elevadas que tendría que esperar a

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que la cloaca se hubiera llenado porcompleto para probar suerte. Sinembargo, dada la fuerza de la corriente,el agua la habría arrastrado antes de quepudiese intentarlo siquiera.

–Piensa –susurró–. Piensa, piensa.El nivel del agua ascendía ya en el

rellano. Le llegaba a los tobillos.Procuró respirar con normalidad.

Dejarse llevar por el pánico no leserviría de nada. Piensa. Siguióobservando la cloaca.

Tal vez hubiera una escalera, perolejos de allí. Lo que significabainternarse en el agua… y en laoscuridad.

A la izquierda, el nivel de las aguascrecía constante, procedente del otro

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lado de la ciudad. Miró a la derecha.Aunque no encontrara una trampilla, talvez pudiese llegar hasta el Avery.

Era un «tal vez» muy grande, inmenso.Pero mejor que quedarse allí

esperando la muerte.Celaena se enfundó las hojas y se

sumergió en el agua aceitosa ymaloliente. Se le revolvieron las tripas,pero se ordenó a sí misma no vomitar.No estaba avanzando entre losdesperdicios de toda la ciudad. Noestaba vadeando unas aguas infestadasde ratas. No iba a morir.

La corriente era más fuerte de lo queCelaena esperaba, pero opusoresistencia. Las trampillas se sucedían

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en lo alto, cada vez más cerca pero aúndemasiado lejos para alcanzarlas. Yentonces… ¡allí, a la derecha! Hacia lamitad de la pared, todavía a variosmetros del nivel del agua, la pequeñaapertura de un túnel. En el interior cabíaun solo trabajador. El agua de lluviacaía por el borde del pasaje. Debía deestar conectado con el exterior, poralguna parte.

Nadó hacia la pared, haciendograndes esfuerzos para que la corrienteno la arrastrase más allá de la entrada.Tocó el muro y se aferró a él paraapoyarse de lado. El túnel estaba tanalto que tuvo que estirar el brazo almáximo, hundir los dedos en la piedra.Por fin, consiguió agarrarse y aunque un

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dolor horrible le atravesaba las uñaslogró izarse hasta el angosto pasaje.

El interior era tan pequeño queCelaena tenía que avanzar de bruces. Yestaba lleno de barro y de los diosessabían qué; pero allí, mucho másadelante, brillaba un haz de luz. Un túnelvertical que conducía a la calle. Trasella, el nivel del agua seguíaaumentando y el rugido era casiensordecedor. Si no se daba prisa,quedaría atrapada.

Como el techo era tan bajo, tenía queavanzar con la cabeza gacha y la caracasi hundida en aquel lodo repugnantemientras se estiraba y se encogía.Centímetro a centímetro, avanzaba a

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rastras por el túnel sin perder de vista laluz que brillaba al fondo.

En aquel momento, el agua alcanzó elnivel del túnel. En cuestión demomentos, le cubrió los pies, luego laspiernas, la barriga y la cara. Celaenareptó más deprisa. No le hacía falta luzpara saber que tenía las manosensangrentadas. Cada grano de polvoque penetraba en los cortes quemabacomo fuego.

–Venga –pensaba para sí con cadatirón de brazos, con cada empujón depies–. Venga, venga, venga.

Aquella palabra era lo único que leimpedía gritar. Porque en el momento enque empezara a chillar… se habríarendido a la muerte.

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El agua del pasaje ya tenía varioscentímetros de profundidad cuandoalcanzó el túnel ascendente. Celaenaestuvo a punto de echarse a llorar al verla escala. Debía de medir unos quincemetros de largo. A través de losagujeros circulares de la gran tapa seveían las luces de las farolas delexterior. Sin pensar en el dolor que leatenazaba las manos y rezando para quela escala no se rompiese, empezó atrepar. El agua ya cubría el fondo deltúnel, donde la basura se arremolinaba.

Llegó rápidamente al final e inclusose permitió esbozar una pequeña sonrisacuando empujó la trampilla redonda.

No cedió.

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Se afianzó en la desvencijada escala yla empujó con ambas manos. La tapaseguía sin moverse. Torció el cuerpopara encaramarse al escalón más alto y,apoyando la espalda y los hombroscontra la trampilla, la embistió contodas sus fuerzas. Nada. Ni un crujido,ni la menor señal de que el metal fuese aceder. El óxido debía de haberlosellado. La golpeó hasta que algo crujióen el interior de su mano. Por unmomento lo vio todo negro, salvo porlas estrellas blancas y negras quebailaban ante sus ojos. Se aseguró de nohaberse roto un hueso antes de volver agolpear el metal. Nada. Nada.

El agua se aproximaba, espuma

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mezclada con lodo, tan cerca que podíaalargar la mano y tocarla.

Se abalanzó contra la trampilla unaúltima vez. No se movió.

Si la gente se mantenía alejada de lascalles hasta que la inundación hubieseterminado… El agua de lluvia le mojabala boca, los ojos, la nariz. Golpeó elmetal, rogando que alguien la oyeraentre el fragor de la lluvia, que alguienviera los dedos embarrados yensangrentados que asomaban por unatrampilla de la ciudad. Las aguas de lascloacas le alcanzaron las botas. Metiólos dedos por los agujeros de la tapa yempezó a chillar.

Chilló hasta que le ardieron lospulmones, pidió socorro, suplicando que

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alguien atendiera su llamada. Yentonces…

–¿Celaena?Alguien gritó su nombre. Y estaba

cerca. Celaena lloró al oír la voz deSam, casi ahogada por la lluvia y elrugido de las aguas a sus pies. Sam lehabía dicho que se pasaría después deechar una mano en la fiesta deLysandra… Debía de dirigirse a casa deDoneval. Movió los dedos a través de latrampilla mientras golpeaba el metal conla otra mano.

–¡AQUÍ! ¡En la cloaca!Oyó un rumor de pasos y luego:–Dioses benditos –la cara de Sam se

asomó al otro lado de la tapa–. Llevo

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buscándote veinte minutos –dijo–.Espera.

El asesino introdujo unos dedosencallecidos por los huecos. Celaenavio cómo los dedos se ponían blancosdel esfuerzo, cómo el rostro de Samenrojecía. El chico lanzó una maldición.

El agua alcanzó las pantorrillas deCelaena.

–¡Sácame de aquí!–Empuja conmigo –resolló él.Sam estiró y Celaena empujó. La

trampilla no se movía. Volvieron aintentarlo, una y otra vez. El agua lellegaba a las rodillas. Por extrañafortuna, la tapa estaba demasiado lejosde la casa de Doneval como para quelos guardias los oyeran.

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–Estírate todo lo que puedas –leordenó Sam.

Celaena ya lo estaba haciendo, perono dijo nada. Vio el reflejo de uncuchillo y oyó el roce de la daga contrala tapa. Sam intentaba aflojar el metalutilizando la hoja como palanca.

–Empuja por abajo.La asesina empujó. El agua oscura le

lamió los muslos.El cuchillo se partió en dos.Sam maldijo con violencia y se puso

a tirar de la trampilla otra vez.–Vamos –susurró más para sí que a

ella–.Vamos.El agua alcanzaba ya la cintura de

Celaena y pronto le llegó al pecho. La

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lluvia que se filtraba por los agujeros laprivaba de los sentidos.

–Sam –dijo.–¡Lo estoy intentando!–Sam –repitió.–No –escupió él al comprender lo que

significaba el tono–. No.Entonces fue él quien se puso a gritar

pidiendo ayuda. Celaena apretó la caracontra un agujero de la tapa. La ayuda nollegaría. No a tiempo.

Celaena jamás se había parado apensar cómo sería su muerte, peroahogarse le parecía apropiado. En supaís natal de Terrasen, hacía nueveaños, un río había estado a punto dearrebatarle la vida. Hoy, el trato quehiciera con los dioses aquel día lejano

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había expirado. Estaba escrito que elagua la reclamaría, de un modo u otro,por más tiempo que pasara.

–Por favor –suplicó Sam, mientrasgolpeaba y tiraba de la tapa. De nuevotrató de hacer palanca con otrocuchillo–. Por favor, no.

Celaena sabía que no hablaba conella.

El agua le inundó el cuello.–Por favor –gimió Sam, que ahora

cogía los dedos de su compañera. ACelaena solo le quedaba un últimoaliento. Unas últimas palabras.

–Lleva mi cuerpo a casa, Sam, aTerrasen –susurró. Con un suspiroentrecortado, se hundió.

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CAPÍTULO 8

–¡Respira! –gritaba alguien mientras legolpeaba el pecho–. ¡Respira!

Y así, sin más, el cuerpo de Celaenareaccionó y el agua brotó de su interiora borbotones. Vomitó en los adoquines,entre toses tan fuertes que todo sucuerpo se convulsionó.

–Alabados sean los dioses –gimióSam.

A través de las lágrimas, Celaena lovio arrodillado a su lado, con la cabeza

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colgando hacia delante y las palmas delas manos apoyadas en las rodillas.Detrás de él, dos mujeresintercambiaban miradas de aliviomezcladas con desconcierto. Unallevaba una palanca en la mano. A sulado yacía la tapa, rodeada del agua quemanaba de la alcantarilla.

Celaena volvió a vomitar.

Se dio tres baños seguidos. Y si comiófue solo con la intención de vomitarcualquier resto que pudiera quedar en suorganismo de aquel líquido infecto.Celaena hundió las manos, lastimadas y

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doloridas, en un recipiente lleno delicor. Se mordió el labio para no gritar,pero al mismo tiempo se recreó en laquemazón del desinfectante, pensandoque destruiría la contaminación delagua. Al comprobar que el líquidoatenuaba la sensación de repugnancia,pidió que le llenaran el baño de aquelmismo licor y se hundió de la cabeza alos pies.

Jamás volvería a sentirse limpia. Aundespués del cuarto baño, que tomóinmediatamente después de sumergirseen el licor, tenía la sensación de que unacapa de mugre cubría toda su piel.Arobynn había acudido a consolarla y ainteresarse por ella, pero Celaena lohabía hecho salir. Había echado a todo

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el mundo. Se daría otros dos baños porla mañana, prometió mientras se metíaen la cama.

Llamaron a la puerta y Celaena estuvoa punto de ladrar a quienquiera quefuese que se largara, pero Sam asomó lacabeza. Las manecillas del relojmarcaban más de las doce y sin embargoSam parecía completamentedespabilado.

–Estás despierta –dijo. Al ver queCelaena hacia un gesto de asentimiento,Sam entró. En realidad no tenía ni quepedir permiso. Le había salvado la vida.Celaena se lo agradecería eternamente.

De camino a casa, Sam le habíacontado que, después del ensayo de la

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subasta, había acudido a la mansión deDoneval por si Celaena necesitabaayuda. Al llegar allí, sin embargo, habíaadvertido que todo estaba en silenciosalvo por los guardias, que comentabancierto incidente entre cuchicheos. Samhabía pasado un rato recorriendo lascalles adyacentes en busca de algúnrastro de ella cuando la había oídogritar.

Celaena lo miró desde la cama.–¿Qué quieres?No era el comentario más amable del

mundo, considerando que Sam acababade salvarle la vida, pero, demonios, sesuponía que Celaena era insuperable, ¡ysin embargo él había tenido querescatarla! ¿Cómo podría defender su

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título a partir de ese momento sinecesitaba que Sam estuviera allí paraprotegerla? De buen gusto lo habríagolpeado.

Él insinuó una sonrisa.–Solo quería saber si ya habías

acabado de lavarte. No queda aguacaliente.

Celaena frunció el ceño.–No esperes que me disculpe por eso.–¿Acaso he esperado alguna vez que

te disculparas por algo?A la luz de las velas, las maravillosas

facciones de su rostro se veíaninvitadoras y suaves como terciopelo.

–Podrías haberme dejado morir –musitó Celaena–. Me sorprende que no

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hayas bailado sobre mi tumba.Él lanzó una carcajada grave que

recorrió las extremidades de ella comouna advertencia.

–Nadie merece una muerte tanhorrible, Celaena, ni siquiera tú.Además, pensaba que estabas porencima de esas cosas.

Celaena tragó saliva. No podíaapartar la mirada.

–Gracias por salvarme.Sam enarcó las cejas. Su amiga le

había dado las gracias una vez en elcamino de vuelta, pero rápidamente ysin aliento. Esta vez, la frase habíasonado distinta. Aunque le dolían losdedos –sobre todo las uñas rotas–,Celaena tomó la mano de Sam.

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–Y… Y lo siento –Celaena se obligóa mirarlo, aunque las facciones de élreflejaban incredulidad–. Siento haberteimplicado en lo que pasó en la bahía dela Calavera. Y siento lo que te hizoArobynn por mi culpa.

–Ah –respondió él, como si acabarade descifrar un gran enigma. Miró lasmanos entrelazadas y Celaena retiró lasuya rápidamente.

De repente, el silencio se hizodemasiado denso. El rostro de Sam,demasiado bello a la luz pálida. Celaenalevantó la barbilla y advirtió que él lemiraba la cicatriz del cuello. La delgadacuña se borraría… algún día.

–Se llamaba Ansel –explicó Celaena,

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casi sin voz–. Era mi amiga.Sam se sentó despacio en la cama. Y

entonces, toda la historia salió a la luz.Él solo le hacía preguntas cuando

necesitaba alguna aclaración. El relojhabía dado la una cuando Celaenaterminó de confesar el final de lahistoria: cómo, aun con el corazón roto,le había concedido a Ansel un minuto demás antes de disparar la flecha que enotro caso habría puesto fin a su vida.Cuando dejó de hablar, los ojos de Samestaban brillantes de pena y asombro.

–De modo que ya conoces la historiade este verano –concluyó encogiéndosede hombros–. Otra gran aventura deCelaena Sardothien, ¿verdad?

Él se limitó a acariciarle la cicatriz

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del cuello, como si así pudiera borrar laherida.

–Lo siento –dijo. Y Celaena supo quehablaba en serio.

–Yo también –murmuró ella.Se revolvió incómoda,

repentinamente consciente de lopequeño que era el camisón. Como sitambién él se hubiera dado cuenta, Samapartó la mano y carraspeó.

–En fin –observó Celaena–. Supongoque nuestra misión se ha complicado unpoco.

–Ah. ¿Y por qué?Ella agitó la cara para ahuyentar el

rubor que el contacto de Sam le habíaprovocado y lo miró con una sonrisa

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lenta y maléfica. Philip no tenía ni ideade con quién se enfrentaba ni delindescriptible sufrimiento que leesperaba. Uno no intentaba ahogar enuna cloaca a la asesina de Adarlan yluego se largaba tan tranquilo. No, ni ensueños.

–Porque –declaró Celaena–, acabo deañadir un nombre más a la lista depersonas que debo asesinar.

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CAPÍTULO 9

Celaena durmió hasta el mediodía, sebañó dos veces tal como se habíaprometido y acudió al despacho deArobynn. Cuando entró, el rey de losasesinos estaba tomando una taza de té.

–Me sorprende verte fuera del baño –la saludó.

Sin embargo, el hecho de haberlecontado a Sam lo sucedido en eldesierto Rojo la había hecho recordartodo lo que había conseguido y por qué

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tenía tantas ganas de volver a casa. Notenía motivos para andarse con pies deplomo con Arobynn; no después decómo la había tratado él, de todo lo queCelaena había tenido que pasar por suculpa. De manera que se limitó a sonreírmientras mantenía la puerta abierta paraque pasasen los criados. Entraroncargados con un gran cofre de oro. Acontinuación llegaron con otro. Y otromás.

–¿Puedo preguntar qué es?Arobynn se masajeó las sienes.Los criados salieron a toda prisa y

Celaena cerró la puerta. Sin pronunciarpalabra, abrió las tapas de los cofres. Eloro brilló al sol del mediodía.

Aferrada al recuerdo de lo que había

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sentido en el tejado de su casa la nochede la fiesta, Celaena se volvió a mirar aArobynn. Él la miraba con expresióninescrutable.

–Creo que esto saldará mi deuda –declaró Celaena, obligándose a símisma a sonreír–. Y algo más.

Arobynn siguió sentado.Celaena tragó saliva, repentinamente

mareada. ¿Por qué se habría metido enese embrollo?

–Me gustaría seguir trabajando convos –prosiguió con cautela–, pero ya noos pertenezco.

Los ojos plateados de Arobynnsaltaron a los cofres, luego a ella. Enaquel instante de silencio que duró una

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eternidad, Celaena permaneció inmóvilmientras él la observaba. Luego, el reyde los asesinos sonrió con pesar.

–¿Quién puede culparme por haberdeseado que este día no llegara nunca?

Celaena estuvo a punto de lanzar unsuspiro de alivio.

–Lo digo en serio. Quiero seguirtrabajando para vos.

Celaena comprendió entonces que nopodía hablarle de la vivienda que habíacomprado ni decirle que se marchaba;no en aquel momento. Cada cosa a sutiempo. Hoy, la deuda. Quizás pasadasunas semanas podría mencionarle que semudaba. Tal vez entonces a Arobynn nisiquiera le molestase que se hubieracomprado su propia casa.

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–Y yo siempre estaré encantado detrabajar contigo –repuso Arobynn, perosiguió sentado. Tomó un sorbo de té–.¿Me vas a decir de dónde has sacado eldinero?

Celaena tomó conciencia de lacicatriz que tenía en el cuello mientrasdecía:

–Me lo dio el maestro mudo. En pagopor haberle salvado la vida.

Arobynn cogió el periódico de lamañana.

–Bueno, permite que te felicite –lamiró por encima del diario–. Eres unamujer libre.

Celaena procuró no sonreír. Tal vezno fuera libre en el pleno sentido de la

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palabra, pero al menos Arobynn nopodría volver a utilizar las deudas parasometerla. Eso bastaría de momento.

–Buena suerte con Doneval mañanapor la noche –añadió él–. Si necesitasayuda, dímelo.

–Siempre que no me la cobréis…Arobynn no le devolvió la sonrisa.

Dejó el periódico sobre la mesa.–Yo nunca te haría eso.Algo parecido a dolor asomó a sus

ojos.Luchando contra un súbito deseo de

disculparse, Celaena abandonó eldespacho sin decir nada más.

El camino al dormitorio se le antojómuy largo. Había esperado andar por ahícon la cabeza alta cuando le hubiera

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entregado el dinero, presumir por elcastillo de su libertad, pero después decómo la había mirado Arobynn todoaquel oro le parecía… poco valioso.

Gloriosa forma de empezar una nuevavida.

Aunque Celaena no quería volver apisar las inmundas cloacas en toda lavida, aquella misma tarde fue a pararallí. El río de aguas inmundas aún corríapor el túnel, pero la estrecha acera quediscurría a un lado estaba seca a pesardel chaparrón que caía en la calle.

Hacía una hora, Sam se había

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presentado en su dormitorio ya vestido ylisto para merodear por casa deDoneval. Ahora, Celaena avanzabasigilosa a su lado, sin decir palabramientras se acercaban a la puerta dehierro que tan bien recordaba. Laasesina dejó la antorcha junto a la puertay pasó las manos por la hoja vieja yoxidada.

–Mañana tendremos que entrar poraquí –señaló en un tono casi inaudible.El borboteo del agua ahogaba su voz–.La entrada principal estará muyvigilada.

Sam pasó el dedo por la juntura queseparaba la puerta de la jamba.

–Como no encontremos la manera detraer un ariete hasta aquí, no sé cómo

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vamos a entrar.Ella le lanzó una mirada torva.–Podrías llamar.Sam rio entre dientes.–Seguro que los guardias me lo

agradecerían. A lo mejor hasta meinvitaban a una cerveza. Después deconvertir mi barriga en un colador,claro.

El asesino se palmeó aquel vientre tanfirme. Llevaba el traje que Arobynn lehabía obligado a comprar, y Celaenaprocuró no observar con demasiadaatención lo bien que se le ajustaba alcuerpo.

–Así que no podemos entrar por aquí–murmuró ella mientras volvía a pasar

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la mano por la hoja–. A menos queaverigüemos a qué hora tiran la basuralos criados.

–Demasiado impreciso –replicó Samsin dejar de mirar la puerta–. Podríantirarla a cualquier hora.

Celaena maldijo y echó un vistazo ala cloaca. Qué lugar tan horrible paraver la muerte tan de cerca. Aunque no legustaba matar, esperaba toparse conPhilip al día siguiente. Ese cerdoarrogante no comprendería lo que estabaa punto de pasar hasta que lo tuvieradelante. Ni siquiera se había dadocuenta de que la muchacha de la fiesta yella eran la misma persona.

Sonrió despacio. ¿Qué mejorvenganza que entrar por la puerta que el

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mismo Philip le había enseñado?–En ese caso, uno de nosotros tendrá

que sentarse a esperar unas cuantashoras –susurró Celaena con la miradafija en la hoja–. Hay un rellano al otrolado y los criados tendrán que internarseun poco para llegar al agua –la sonrisade Celaena se ensanchó–. Y si vancargados con un montón de basura, nocreo que se les ocurra mirar a suespalda.

Los dientes de Sam destellaron a laluz de la antorcha cuando sonrió.

–Y les asustará demasiado quealguien pueda colarse y buscar unescondite en el sótano como paraesperar hasta las siete y media.

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–Qué sorpresa se van a llevarmañana, cuando encuentren la puerta delsótano abierta.

–Creo que esa será la menor de lassorpresas.

Celaena recuperó la antorcha.–Ya lo creo que sí.Sam echó a andar detrás de ella por la

acera del alcantarillado. Habíanencontrado una trampilla en un oscurocallejón, lo bastante apartado de la casacomo para no despertar sospechas. Pordesgracia, tendrían que recorrer un largotramo por el interior de la cloaca.

–He oído que has saldado la deudacon Arobynn esta mañana –comentó él,con los ojos fijos en las oscuras piedras

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del suelo. Seguía hablando en voz baja–.¿Qué tal sienta ser libre?

Ella lo miró de reojo.–No es lo que esperaba.–Me sorprende que haya aceptado el

dinero sin enfadarse.Celaena no dijo nada. A la luz

mortecina de la antorcha, Sam respiróentrecortadamente.

–Creo que me voy a marchar –susurró.

La asesina casi se tropieza.–¿Marcharte?Sam no la miró.–Me voy a Eyllwe; a Banjali, más

exactamente.–¿A una misión?Arobynn tenía la costumbre de

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enviarlos a distintas zonas delcontinente, pero por el modo de hablarde Sam… se refería a otra cosa.

–Para siempre –dijo.–¿Por qué?A Celaena, su propia voz le había

sonado algo estridente.Sam se volvió a mirarla.–¿Qué me ata aquí? Arobynn ya ha

mencionado que nos convendríaestablecer una base permanente en elsur.

–Arobynn… –rabió ella, procurandono alzar la voz–. ¿Has hablado de estocon Arobynn?

Sam se encogió de hombros apenas.–Informalmente. No es oficial.

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–Pero… pero Banjali está a casitrescientos kilómetros de distancia.

–Sí, pero Rifthold os pertenece a ti ya Arobynn. Yo siempre seré… unaalternativa.

–Preferiría ser una alternativa enRifthold que el soberano de los asesinosen Banjali.

Celaena habría dado cualquier cosapor poder empezar a gritar. Queríaestampar a alguien contra la pared.Quería romper la cloaca en dos con lasmanos desnudas.

–Me voy a finales de mes –expuso élcon tranquilidad.

–¡Pero si solo faltan dos semanas!–¿Hay algún motivo por el que deba

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quedarme?–¡Sí! –exclamó ella en el tono más

alto que pudo adoptar sin dejar dehablar en susurros–. ¡Sí, claro que lohay! –Sam no respondió–. No puedesmarcharme.

–Dame una sola razón.–¡Porque te echaré de menos, maldita

sea! –cuchicheó Celaena a la vez quedesplegaba los brazos–. Porque ¿quésentido tiene nada si tú te vas parasiempre?

–¿Qué sentido tiene qué, Celaena?¿Cómo era posible que estuviera tan

tranquilo mientras ella se poníahistérica?

–Pues la bahía de la Calavera, laspartituras que me regalaste y… el hecho

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de que le dijeras a Arobynn que leperdonarías a condición de que novolviera a lastimarme.

–Dijiste que no te importaba lo que yopensara. Ni lo que hiciera, si no meequivoco.

–¡Mentí! ¡Y tú lo sabes perfectamente,maldito bastardo!

Sam rio en voz baja.–¿Sabes cómo he pasado el verano? –

Celaena se detuvo y él se pasó la manopor el pelo–. Me he pasado todos y cadauno de los días intentando reprimir elimpulso de cortarle el cuello a Arobynn.Y él sabía que quería matarlo.

«Te mataré», le había gritado Sam alrey de los asesinos.

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–En cuanto recuperé la consciencia,después de la paliza, comprendí quedebía marcharme. Porque si no lo hacía,acabaría por asesinarlo. Pero no podíairme –Sam se la quedó mirando–. Nohasta que tú volvieras. No hasta saberque estabas bien; hasta verte a salvo.

A Celaena le costaba muchísimorespirar.

–Él también lo sabía –prosiguió Sam–y decidió explotarlo. No merecomendaba para ninguna misión. Encambio, me obligó a ayudar a Lysandray a Clarisse. Me obligó a escoltarlas porla ciudad, en las meriendas campestres yen las fiestas. Se convirtió en un juegoentre los dos, saber cuánta mierda

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podría soportar antes de estallar. Sinembargo, ambos sabíamos que él teníalas de ganar. Él siempre te tendría a ti.A pesar de todo, me he pasado todo elverano rezando para que volvieras deuna pieza. Lo que es peor, rezando paraque volvieras y te vengaras de lo que tehabía hecho.

Celaena no lo había hecho. Habíavuelto y había dejado que Arobynn lacubriera de regalos.

–Y ahora que sé que estás bien,Celaena, ahora que has pagado tu deuda,no me puedo quedar en Rifthold. Nodespués de cómo nos ha tratado.

Celaena sabía que estaba siendoegoísta y horrible, pero de todos modossusurró:

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–Por favor, no te vayas.Él respiró entrecortadamente.–Te las arreglarás sin mí. Siempre lo

has hecho.Quizás antes sí, pero no ahora.–¿Cómo puedo convencerte de que te

quedes?–No puedes.Celaena tiró la antorcha.–¿Quieres que te suplique? ¿Es eso lo

que quieres?–No… Ni en sueños.–Entonces dime…–¿Pero qué más quieres que te diga? –

estalló él con un susurro ronco yatormentado–. Ya te he dicho que si mequedo aquí, si tengo que vivir con

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Arobynn, le romperé el maldito cuello.–¿Pero por qué? ¿Por qué no lo dejas

estar?Sam la cogió por los hombros y la

sacudió.–¡Porque te quiero!Celaena lo miró boquiabierta.–Te quiero –repitió mientras volvía a

agitarla–. Desde hace años. Y Arobynnte hizo daño y me obligó a mirar porquesiempre lo ha sabido. Pero si te obligasea elegir, tú escogerías a Arobynn yeso… yo… no… puedo… soportarlo.

Solo se oían las respiraciones, unlatido irregular contra el fragor de lacorriente.

–Eres un maldito idiota –mascullóella cogiéndolo por la pechera de la

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túnica–. Eres un cretino, un asno y unimbécil de campeonato –Celaenaparecía a punto de pegar a Sam. Locogió por ambos lados de la cara–.Porque te escojo a ti.

Y entonces lo besó.

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CAPÍTULO 10

Celaena jamás había besado a nadie. Ycuando rozó los labios de Sam y él lacogió por la cintura para atraerla haciasí, se preguntó por qué demonios habíaesperado tanto tiempo. La boca delchico era cálida y suave, el cuerpo firmey maravilloso contra el suyo, el pelosedoso al contacto de sus dedos. Apesar de todo, dejó que él la guiara y serecordó a sí misma que debía respirarcuando él le abrió los labios con su

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propia boca.Al notar el roce de la lengua de Sam

contra la suya, la recorrió un escalofríotan intenso que creyó morir. Celaenaquería más. Lo quería todo.

No podía abrazarlo lo bastante fuerte,besarlo con la suficiente rapidez. Ungemido subió por su garganta, tanimperioso que lo sintió en el corazón.Más abajo, en realidad.

Celaena lo empujó contra la pared ylas manos de Sam le recorrieron laespalda, los costados, las caderas. Ellaquería regodearse en la sensación,quería quitarse el traje para poder notarlas manos callosas del chico contra lapiel desnuda. La intensidad de aqueldeseo se apoderó de ella.

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Al cuerno las cloacas, Doneval,Philip y Arobynn.

Los labios de Sam se separaron de suboca para desplazarse al cuello.Rozaron un punto detrás de la oreja yCelaena jadeó.

Sí, ahora mismo todo le importaba unbledo.

Había anochecido cuando salieron delalcantarillado, despeinados y con loslabios hinchados. Sam no soltó la manode Celaena en todo el trayecto hasta elcastillo y, cuando llegaron, ordenó a loscriados que les sirvieran la cena en la

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habitación de ella. Aunque se quedarondespiertos hasta muy tarde y hablaron lomínimo, no se quitaron la ropa. La vidade Celaena ya había cambiado bastantepor un día, y no estaba preparada paradar otro paso importante más.

Pero lo sucedido en lasalcantarillas…

Mucho después de que Sam semarchara, Celaena seguía despierta, conla mirada perdida.

La amaba. Desde hacía años. Y habíasoportado lo indecible por ella.

Por proteger su vida, aunque Celaenano podía entender por qué. Lo habíatratado siempre con desprecio y se habíaburlado de todos sus gestos amables. Encuanto a lo que sentía por él…

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No, ella no podía decir que lo amasedesde hacía años. De hecho, hasta elviaje a la bahía de la Calavera, le habríaencantado asesinarlo.

Pero ahora… No, no podía pensar eneso. Ni tampoco podría pensarlo al díasiguiente. Porque ese día se infiltraríanen la casa de Doneval. Era arriesgado,pero la recompensa… No podíarechazar aquel dinero, y menos si apartir de ahora tenía que mantenerse a símisma. Además, no dejaría que elbastardo de Doneval siguiera adelantecon su negocio de tráfico de esclavos nique chantajeara a aquellos que seoponían a él.

Solo rezaba para que Sam no

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resultara herido.En el silencio del dormitorio, juró

ante la luna que si Sam acababamalherido ninguna fuerza en el mundo leimpediría degollar a los responsables.

Al día siguiente, poco después de lahora de la comida, Celaena aguardabaen las sombras, junto a la puerta de lacloaca que conducía al sótano. En eltúnel, a cierta distancia de allí, Samesperaba también, enfundado en su trajenegro que lo hacía casi invisible en laoscuridad.

Los habitantes de la casa habrían

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acabado de comer ya, y Celaena prontotendría la oportunidad de colarse en elinterior. Llevaba una hora esperando ycada ruido avivaba el nerviosismo quearrastraba desde el alba. Tendría queser rápida, silenciosa e implacable. Unsolo error, un solo grito –incluso lapresencia de un criado inadvertido– ytodo se iría al traste.

Antes o después, un sirviente bajaríaa tirar la basura. Celaena se sacó deltraje un pequeño reloj de bolsillo. Concuidado, encendió una cerilla para mirarla esfera. Las dos en punto. Tenía cincohoras para colarse en el despacho deDoneval y esperar a la reunión de lassiete y media. Y habría apostado algo aque Doneval no entraría en la salita

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hasta entonces. Un hombre como aquelquerría recibir a su invitado en lapuerta, ver su expresión mientras loconducía por las suntuosas estancias. Derepente, oyó que las bisagras de lapuerta interior chirriaban, luego pasos ygruñidos. El adiestrado oído de laasesina distinguió la presencia de unsolo criado; una mujer. Celaena apagó lacerilla de un soplo.

Se pegó a la pared cuando lacerradura de la siguiente puertachasqueó al abrirse y la pesada hojarozó el suelo. No oía más pasos apartede los de la mujer que arrastraba uncubo de basura al rellano. La criadaestaba sola. El sótano también estaba

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vacío.La mujer, demasiado ocupada

vaciando el balde de basura, no pensóen comprobar si había alguienagazapado en las sombras de detrás dela puerta. Ni siquiera titubeó cuandoCelaena se deslizó por su lado. Laasesina ya había atravesado ambaspuertas y había llegado al sótano antesde oír siquiera el chapoteo de losdesperdicios que caían al agua.

Mientras Celaena corría hacia elrincón más oscuro de aquel enormesótano, apenas iluminado, se fijó entantos detalles como le fue posible.Había numerosos barriles de vino, asícomo estantes atestados de comida yobjetos de toda Erilea; una escalera que

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ascendía hacia la casa; ningún otrocriado que alcanzase a oír, aparte de losque trajinaban arriba. En la cocina,seguramente.

La puerta exterior se cerró con ungolpe y la criada pasó el pestillo, peroCelaena ya estaba acuclillada tras ungigantesco tonel de vino. La puertainterior se cerró también. Otro pasador.Celaena se ajustó la máscara negra quehabía llevado con ella y se echó lacapucha de la capa por encima de lacabeza. Un sonido de pasos, un ligeroresuello, y la sirvienta reapareció en loalto de las escaleras de la cloaca,sosteniendo el cubo de basura vacío enuna mano. Pasó por delante de ella,

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tarareando para sí mientras remontabalos peldaños que conducían a lascocinas.

La asesina respiró aliviada cuandolos pasos de la mujer se perdieron a lolejos. Entonces sonrió para sí. Si Philiphubiera sido inteligente, le habríacortado el pescuezo a Celaena aquellanoche en la cloaca. Puede que cuando lomatase le dijese por dónde habíaentrado exactamente.

Cuando tuvo la seguridad de que lacriada no volvería con un segundo cubode basura, Celaena corrió hacia lospeldaños que bajaban a la cloaca.Silenciosa como una liebre del desiertoRojo, abrió la primera puerta, pasó alotro lado y franqueó la segunda. Sam no

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entraría hasta instantes antes de lareunión. De ese modo evitaría ser vistomientras preparaba en el sótano elincendio con el que pensaban distraer alos habitantes de la casa. Y si alguienencontraba las puertas abiertas, sin dudaculparían a la mujer que había acudido atirar la basura.

Celaena cerró ambas puertas concuidado pero se aseguró de dejar lospestillos descorridos. Luego volvió a suescondrijo, entre las sombras de laenorme provisión de vino.

Se quedó esperando.

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A las siete, abandonó el sótano, antes deque Sam llegara con las antorchas y elaceite. La tremenda cantidad de alcoholalmacenada en el interior haría el resto.Celaena solo esperaba que Sam tuvieratiempo de escapar antes de que el fuegoredujera el sótano a cenizas.

Tenía que estar escondida en la casaantes de aquello; y antes de que seprodujera el intercambio. En cuanto sedeclarara el incendio, algunos minutosdespués de las siete y media, muchosguardias bajarían al sótano y habríamenos hombres protegiendo a Doneval ya su compañero.

Los criados estaban cenando, y porlas risas que se oían en la cocina del

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semisótano, ninguno de ellos se hallabaal corriente del acuerdo que estaba apunto de cerrarse en la última planta dela casa. Celaena pasó ante la puerta dela cocina. Con el traje, la capa y lamáscara, apenas era una sombra contralos muros claros de la pared. Contuvo elaliento mientras remontaba la escalerade servicio.

El traje nuevo le ofrecía un accesomucho más rápido a las armas, y sacó lalarga daga que llevaba oculta en una delas botas. Escudriñó el descansillo delsegundo piso.

Todas las puertas de madera estabancerradas. No había guardias, ni criados,ni ningún habitante de la casa. Apoyó unpie en las tablas del suelo. ¿Dónde

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demonios se habían metido losvigilantes?

Rápida y silenciosa como un gato,llegó a la puerta del despacho deDoneval. No se filtraba luz por larendija del suelo. Celaena no viosombras de pies ni oyó sonido alguno.

La puerta estaba cerrada con llave.Una dificultad sin importancia. Seenfundó la daga y sacó dos pequeñostrozos de metal con los que hurgó en elinterior de la cerradura hasta que… clic.

Una vez dentro y con la puertacerrada, se quedó mirando la negruradel interior. Encendió una cerilla.Nadie. Con expresión adusta, Celaena sesacó el reloj de bolsillo del traje.

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Tenía tiempo de echar un vistazo.La asesina apagó la cerilla y corrió

las cortinas para cerrar el paso a lanoche. La lluvia repiqueteaba contra elcristal de las ventanas. Avanzó hacia elenorme escritorio de roble que se alzabaen el centro de la habitación y encendióla lámpara de aceite que descansabasobre el mismo de tal modo que unalevísima llama azul la iluminara. Hojeólos papeles del escritorio. Periódicos,correo sin importancia, recetas, losgastos de la casa…

Abrió todos los cajones delescritorio. Más de lo mismo. ¿Dóndeestaban aquellos documentos?

Ahogando una violenta maldición,

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Celaena se llevó un puño a la boca.Luego pasó la mirada por el despacho.Un sillón, un armario, un secreter…Miró en el armario y en el secreter, perono contenían nada de interés. Solopapeles en blanco y tinta. Aguzó losoídos por si alcanzaba a oír algún ruidode pasos.

Examinó los libros de la estantería,dando toques a los lomos por si estabanhuecos, tratando de oír si…

Un tablón crujió a sus pies. Se pusode rodillas al instante y empezó a hurgarla madera oscura y pulida. Fuegolpeando el suelo con los nudilloshasta que algo sonó a hueco.

Cuidadosamente, con el corazón en unpuño, hundió la daga entre dos tablones

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del suelo e hizo palanca hacia arriba.Ahí estaban los papeles.

Celaena los sacó, devolvió el tablón asu lugar y regresó al escritorio en unabrir y cerrar de ojos. Extendió lospapeles ante sí. Solo pretendía echar unvistazo, para asegurarse de que eran losdocumentos correctos.

Las manos le temblaban mientrashojeaba los papeles, uno tras otro.Mapas con círculos rojos aquí y allá,planos con números y nombres. Listatras lista de personas y ubicaciones.Ciudades, pueblos, bosques, montañas,todos pertenecientes a Melisande.

No solo era una lista de personas quese oponían a la esclavitud; eran las

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ubicaciones de los refugios y las rutasque se empleaban para liberar a losesclavos. Había información suficientepara que se ejecutara a los implicados ose los condenara a la esclavitud.

Y Doneval, aquel bastardo retorcido,pensaba utilizar la información paraobligar a aquellas personas a apoyar eltráfico de esclavos, bajo la amenaza deser delatadas al rey.

Celaena aferró los documentos.Nunca permitiría que Doneval se salieracon la suya. Jamás.

Dio un paso hacia el escondrijo delsuelo. Entonces oyó las voces.

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CAPÍTULO 11

Apagó la lámpara y volvió a abrir lascortinas en un suspiro. Maldiciendo ensilencio, se guardó los documentos en eltraje y se escondió en el armario. Dentrode un momento, Doneval y su sociodescubrirían que los documentos habíandesaparecido. Ahora bien, Celaena yatenía cuanto necesitaba. Bastaba con quelos dos hombres se quedaran allí, lejosde los guardias, el tiempo suficientepara que los liquidara a los dos. El

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incendio se declararía en el sótano encualquier momento. Con suerte,distraería a los guardias y, con mássuerte aún, comenzaría antes de queDoneval se hubiera dado cuenta de quelos documentos habían desaparecido.Dejó una rendija en la puerta para poderver.

La puerta del despacho se abrió.–¿Coñac? –decía Doneval al hombre

encapuchado que había entrado con él.–No –rehusó el hombre a la vez que

se retiraba la capucha.Era un tipo de estatura media y

aspecto vulgar, salvo por la tezbronceada y los pómulos marcados.¿Quién sería?

–Estaréis deseando acabar con esto –

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se rio Doneval por lo bajo, aunque suvoz delataba cierto nerviosismo.

–Ya lo creo que sí –contestó el otrocon frialdad. Miró a su alrededor, yCelaena no se atrevió a moverse–. Antesde media hora ya me estarán buscando.

–En diez minutos habremosterminado. De todos modos, esta nochetengo una cita para ir al teatro. Hequedado con una jovencita por la quesiento un gran interés –explicó Donevalen tono confidencial–. Doy por supuestoque vuestros asociados actuarán conrapidez y me darán una respuesta alalba, ¿no es así?

–En efecto. Pero enseñadme antesvuestros documentos. Necesito ver lo

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que me ofrecéis.–Claro, claro –asintió Doneval al

mismo tiempo que daba un trago a lacopa de coñac que se había servido.Celaena tenía las manos pegajosas y lesudaba la cara debajo de la máscara–.¿Vivís aquí o habéis venido de visita? –al ver que el hombre no respondía,Doneval prosiguió con una sonrisa–. Seacomo sea, espero que hayáis pasado porel establecimiento de Madame Clarisse.Jamás en toda mi vida había visto unasmuchachas tan exquisitas.

El hombre miró a Doneval condesagrado evidente. De no haber ido allía matarlo, a Celaena le habría caídobien el desconocido.

–No estamos para chácharas, ¿eh? –

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bromeó Doneval, que dejó el coñacsobre la mesa y se dirigió hacia eltablón del suelo donde había ocultadolos documentos.

A juzgar por el ligero temblor de lasmanos de Doneval, todo aquel parloteose debía al nerviosismo. ¿Cómo eraposible que una información tandelicada e importante hubiera ido aparar a manos de semejante patán?

Doneval se arrodilló delante deltablón suelto y lo levantó. Lanzó unamaldición.

Celaena sacó la espada de la fundaoculta del traje y se preparó.

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Sin darles tiempo a volverse a mirarsiquiera, Celaena salió del armario.Doneval murió en un abrir y cerrar deojos. La sangre manó a chorros delespinazo del hombre cuando la asesinale hincó la espada en la nuca. El otrogritó y Celaena hizo una pirueta hacia élesgrimiendo la espada que chorreabasangre.

Una explosión sacudió la casa, tanfuerte que Celaena perdió el equilibrio.

¿Qué demonios estaba haciendo Samallá abajo?

Fue cuanto el otro necesitó paralargarse de allí. Se movía a unavelocidad sorprendente, como si llevaratoda la vida corriendo de acá para allá.

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Celaena alcanzó el quicio de la puertaal instante. El humo ya ascendía por lasescaleras. Torció a la izquierda en posdel desconocido, pero solo consiguiótoparse con Philip, el guardaespaldas.

La asesina se echó hacia atrás cuandoél blandió la espada contra su rostro.Detrás de él, el otro seguía corriendo.Echó un vistazo por encima del hombroantes de precipitarse escaleras abajo.

–¿Qué has hecho? –escupió Philip alver la sangre que ensuciaba el arma deCelaena. A Philip no le hacía falta ver lacara que se ocultaba tras la máscarapara reconocerla; debía de ser tan buenoidentificando a la gente como ella, o talvez reconoció el traje.

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Celaena desplegó la segunda espadatambién.

–Apártate de mi camino –bajo lamáscara, las palabras de la asesinasonaban graves y apagadas; la voz de undemonio más que la de una joven.Celaena blandió ante sí las espadas, quecortaron el aire con un zumbido mortal.

–Te voy a descuartizar –gruñó Philip.–Tú inténtalo.El guardaespaldas hizo una mueca de

rabia y se abalanzó contra ella.Celaena paró el primer golpe con la

hoja izquierda. A pesar del dolor que leprovocó el impacto, empujó la espadaderecha directamente hacia el vientre dePhilip, que la esquivó justo a tiempo. Él

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volvió a atacar, una hábil estocada entrelas costillas, pero la asesina lo bloqueó.

El guardaespaldas hizo presión contralas hojas cruzadas de Celaena. Vista decerca, el arma de Philip delataba unaforja exquisita.

–Tenía pensado matarte lentamente –susurró ella–, pero me parece que nopodrá ser. Sin duda será una muertemucho más limpia que la que tú metenías reservada.

Philip la empujó con un rugido.–¡No tienes ni idea de lo que acabas

de hacer!Celaena volvió a blandir ambas

espadas ante ella.–Sé muy bien lo que he hecho. Y sé

perfectamente lo que estoy a punto de

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hacer.Philip la embistió de nuevo, pero el

pasillo era muy estrecho y el ataquedemasiado descontrolado. Philip bajó laguardia y su sangre empapó al instante lamano enguantada de Celaena.

La hoja rechinó contra el huesocuando la asesina volvió a sacar laespada.

Philip abrió los ojos de par en parcuando se tambaleó hacia atráscogiéndose la estrecha herida que seabría paso entre las costillas hasta elcorazón.

–Necia –susurró él mientras caía alsuelo–. ¿Te ha contratado Leighfer?

Sin responder, Celaena lo vio

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resollar. La sangre ya borboteaba en loslabios del hombre.

–Doneval… –jadeó Philip– amaba asu país… –intentó coger aire mientras lamiraba con una mezcla de odio ytristeza–. Tú no sabes nada.

Tras hacer aquella últimadeclaración, el hombre murió.

–Es posible –dijo Celaena mirando elcuerpo caído–. Pero sí lo suficiente.

Todo había sucedido en menos de dosminutos. Celaena derribó a dos guardiasal catapultarse escaleras abajo paraalcanzar la puerta principal de la casa

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en llamas y desarmó a otros tresmientras saltaba la verja de hierro parainternarse en las calles de la capital.

¿Dónde diablos se había metido eldesconocido?

No había ningún callejón en el tramoque separaba la casa del río, de modoque no había doblado a la izquierda. Esosignificaba que o bien había tomado elpasaje de enfrente o bien había girado ala derecha. Sin embargo, por la derechase accedía a la avenida principal de laciudad, donde vivían los ricos ypoderosos. Celaena se internó en elcallejón que quedaba justo delante.

Corriendo como alma que lleva eldiablo, casi sin aliento, Celaena volvióa guardar las espadas en las vainas del

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traje.Nadie se fijó en ella. La gente se

apresuraba hacia las llamas que lamíanel cielo en casa de Doneval. ¿Qué lehabía pasado a Sam?

Justo entonces divisó al hombre, queavanzaba a toda velocidad por elcallejón que conducía al Avery. Estuvoa punto de perderlo de vista porquedobló una esquina y despareció en unabrir y cerrar de ojos. Habíamencionado a unos compañeros.¿Estaría corriendo hacia ellos? ¿Seríatan tonto?

Celaena pisoteó varios charcos, saltópor encima de un montón de basura y secogió a la pared de una casa para darse

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impulso al doblar una esquina.Directamente a un callejón sin salida.

El desconocido intentaba escalar laalta pared de ladrillos que le cerraba elpaso al fondo. Los edificios que losrodeaban no tenían puertas y tampoconinguna ventana lo bastante baja comopara alcanzarla.

Celaena desplegó sus dos espadas yredujo la marcha a un paso sigiloso.

El hombre dio un último salto hacia loalto del muro pero no pudo alcanzarlo.Se estrelló con fuerza contra losadoquines. Despatarrado en el suelo, segiró hacia ella. Con los ojos brillantes,se sacó un montón de papeles de la raídachaqueta. ¿Qué clase de documentos lellevaba a Doneval? ¿Un contrato?

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–Vete al infierno –le escupió eldesconocido a la vez que prendía unacerilla. Los papeles ardieron al instantey el hombre los tiró al suelo. Con unmovimiento tan rápido que Celaenaapenas alcanzó a verlo, se sacó unfrasco del bolsillo y bebió el contenido.

La asesina corrió hacia él pero erademasiado tarde.

Para cuando lo cogió por loshombros, estaba muerto. Aun con losojos cerrados, su rostro reflejaba unarabia infinita. Se había marchado. Parasiempre. Pero solo porque… ¿se habíantorcido sus planes?

Celaena dejó el cuerpo en el suelo yse puso en pie con agilidad. Pisoteó los

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papeles y apagó las llamas en cuestiónde segundos. Casi todos habían ardidopero pudo recuperar algunos trozos.

A la luz de la luna, se arrodilló en losadoquines mojados y cogió los restos deaquellos documentos por los que elhombre se había sacrificado sin dudarloun instante.

Aquello era algo más que un contratocomercial. Al igual que los papeles queCelaena llevaba en el bolsillo, los delhombre contenían nombres, números yubicaciones de casas francas, en estecaso de Adarlan, aunque alcanzabanhasta la frontera septentrional conTerrasen.

Celaena giró la cabeza para mirar elcuerpo. Aquello no tenía sentido. ¿Por

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qué quitarse la vida para guardar elsecreto cuando planeaba compartir lainformación con Doneval y utilizarla enprovecho propio? De repente se sintiódesfallecer. «Tú no sabes nada», lehabía dicho Philip.

Por alguna razón, Celaena tuvo lasensación de que el guardaespaldashabía dicho la verdad. ¿Qué se habíacallado Arobynn? Las palabras dePhilip resonaban en sus oídos una y otravez. La historia no encajaba. Algo ibamal; le faltaban datos.

Nadie le había dicho que losdocumentos contenían tanta información,que inculpaban hasta tal punto a losimplicados. Le temblaban las manos.

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Celaena tuvo que sentarse para no caerde bruces en aquel suelo mugriento. ¿Porqué aquel hombre había preferidosacrificarse a revelar la información?Tanto si procedía de la nobleza como dela necedad, aquel gesto tenía un valor.Le alisó el abrigo.

Luego cogió los documentoschamuscados, encendió una cerilla y losdejó arder hasta que quedaron reducidosa cenizas. Era lo único que podía hacerpor él.

Celaena encontró a Sam desplomadocontra la pared de otro callejón. Corrió

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hacia el lugar donde su amigo estabaarrodillado con una mano en el pecho,jadeando.

–¿Estás herido? –le preguntó Celaenaoteando al mismo tiempo el callejón porsi había guardias a la vista.

A espaldas de ambos, un resplandoranaranjado teñía el cielo. Celaenaesperaba que los criados hubieranpodido abandonar la casa de Doneval atiempo.

–Estoy bien –resolló Sam. A la luz dela luna, Celaena vio el desgarrón deltraje–. Los guardias me han descubiertoen el sótano y me han disparado –secogió el pecho–. Una flecha me haacertado en mitad del corazón. Creíaque iba a morir, pero la flecha ha

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rebotado. Ni siquiera me ha rozado lapiel.

Abrió la tela por la zona desgarradapara mostrar un brillo iridiscente en elinterior.

–Seda de araña –murmuró con losojos muy abiertos.

Celaena esbozó una sonrisa forzada yse quitó la máscara.

–No me extraña que este maldito trajefuera tan caro –manifestó Sam con unarisa entrecortada. Celaena no vio lanecesidad de decirle la verdad. Samescudriñó el rostro de la asesina–. ¿Estáhecho, pues?

Ella se inclinó a besarlo, un rápidoroce de labios.

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–Está hecho –contestó contra su boca.

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CAPÍTULO 12

Los nubarrones se habían aclarado y elsol brillaba alto cuando Celaenairrumpió en el despacho de Arobynn yse detuvo ante el escritorio. Wesley, elcriado de Arobynn, ni siquiera intentódetenerla. Se limitó a cerrar las puertasdel despacho antes de volver aapostarse en el exterior.

–El socio de Doneval quemó losdocumentos antes de que pudiera verlos–le dijo a Arobynn a modo de saludo– y

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luego se envenenó.Celaena había deslizado los

documentos de Doneval por debajo dela puerta del dormitorio de Arobynn lanoche anterior, pero había preferidoaguardar al día siguiente paraexplicárselo todo.

Arobynn alzó la vista del libro decontabilidad y la miró impertérrito.

–¿Eso fue antes o después de quequemaras la casa de Doneval?

Celaena se cruzó de brazos.–¿Y eso qué importa?El rey de los asesinos miró por la

ventana el cielo despejado que seextendía al otro lado.

–Le he enviado los documentos aLeighfer esta mañana. ¿Los has hojeado

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antes de meterlos por debajo de mipuerta?

La asesina bufó.–Claro que sí. Después de matar a

Doneval y de salir de la casa a duraspenas, me senté a tomar un té y les echéun vistazo.

Arobynn no sonrió.–Es el trabajo más chapucero que has

hecho en tu vida.–Como mínimo, la gente creerá que

Doneval murió en el incendio.Él plantó las manos en el escritorio.–Sin un cadáver que se pueda

identificar, ¿cómo vamos a demostrarque está muerto?

Celaena no se sobresaltó, ni siquiera

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retrocedió.–Está muerto.Los ojos color plata de Arobynn se

endurecieron.–No vas a cobrar este trabajo. Sé de

cierto que Leighfer no te pagará. Ellapidió todos los documentos y un cuerpo.Y tú solo me has dado una de esas doscosas.

Indignada, la asesina inspiró por lanariz.

–Pues qué bien. Los aliados deBardingale están a salvo en cualquiercaso. Y el trato no se va a cerrar.

No podía mencionar que ni siquierahabía visto un contrato comercial entrelos documentos, no sin confesar que loshabía leído.

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Arobynn rio por lo bajo.–Aún no has atado cabos, ¿verdad?A Celaena se le hizo un nudo en la

garganta.El hombre se arrellanó en la silla.–Sinceramente, me esperaba algo

mejor de ti. Tantos años deentrenamiento y ni siquiera eres capazde ver lo que tienes delante de lasnarices.

–Estoy esperando –gruñó ella.–No había ningún acuerdo comercial

–declaró Arobynn con una expresióntriunfante en sus ojos plateados–. Comomínimo, no entre Doneval y su contactoen Rifthold. Las verdaderasnegociaciones en relación al tráfico de

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esclavos han tenido lugar en el castillode cristal, entre el rey… y Leighfer. Erafundamental convencerlo de queaccediera a construir la carretera.

Celaena permaneció impasible,decidida a no rechistar. El hombre quese había envenenado… no pretendíaintercambiar ningún documento queinculpara a los que se oponían alcomercio de esclavos. Doneval y éltrabajaban para…

«Doneval ama a su país», había dichoPhilip.

Doneval había organizado una red decasas francas y había creado una alianzaentre personas de todo el imperio quedeploraban la esclavitud. Pordetestables que fueran sus costumbres,

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Doneval trabajaba para ayudar a losesclavos.

Y Celaena lo había matado.Lo que era peor, había entregado los

documentos a Bardingale, que no teníala menor intención de abolir laesclavitud. No, quería sacarle provechoy construir una carretera que le facilitarael tráfico. Arobynn y ella habían urdidouna mentira perfecta para conseguir lacooperación de Celaena.

Arobynn seguía sonriendo.–Leighfer ya se ha ocupado de poner

a salvo los documentos. Por si esotranquiliza tu conciencia, ha dicho queno se los entregará al rey; aún no.Primero hablará con las personas que

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aparecen en la lista e intentaráconvencerlas de que apoyen suspropósitos. Pero si no lo hacen, quizáslos papeles acaben en el castillo decristal.

Celaena se esforzaba por no temblar.–¿Todo esto es un castigo por lo que

pasó en la bahía de la Calavera?Arobynn se la quedó mirando.–Si bien me arrepiento de haberte

golpeado, Celaena, arruinaste un tratoque nos habría reportado extraordinariosbeneficios –había dicho «nos», como siella formase parte de aquel horror–. Talvez hayas comprado tu libertad, pero nodeberías olvidar quién soy. Ni de lo quesoy capaz.

–Jamás, por mucho tiempo que viva –

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declaró Celaena– os perdonaré esto.Se dio media vuelta para marcharse y

echó a andar hacia la puerta, pero sedetuvo.

–Ayer –dijo–, vendí mi yeguaAsterión, Kasida, a Leighfer Bardingale.

Había pasado por la propiedad deLeighfer el día anterior, antes deinfiltrarse en la casa de Doneval. Lamujer se había mostrado encantada depoder comprar el caballo Asterión. Enningún momento había mencionado lainminente muerte de su antiguo marido.

Y por la noche, después de matar aDoneval, Celaena se había quedado unrato mirando la firma de la escritura decesión de propiedad, pensando como

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una boba que Kasida iba a estar enbuenas manos.

–¿Y? –preguntó Arobynn–. ¿Qué tehace pensar que me importa la suerteque corra tu caballo?

Celaena lo miró largo y tendido.Siempre aquellos absurdos juegos depoder, tanto dolor y tanta mentira.

–El dinero ya ha sido transferido avuestra cuenta.

Arobynn guardó silencio.–A partir de este momento, la deuda

que Sam tenía con vos queda saldada –declaró, dejando que un asomo detriunfo brillase a través de la vergüenzay el pesar que la abrumaban–. Desdehoy y para siempre, Sam es un hombrelibre.

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Arobynn la contempló a su vez yluego, acto seguido, se encogió dehombros.

–Supongo que es una buena noticia –Celaena vio venir el golpe final. Supoque debía salir corriendo pero se quedóallí como una idiota y lo oyó decir–:Porque ayer por la noche gasté todo eldinero que me diste en la subasta deLysandra. Mi caja fuerte anda algoescasa de fondos.

Celaena tardó unos segundos enasimilar las palabras.

El dinero que tanto le había costadoconseguir…

Había servido para comprar lavirginidad de Lysandra.

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–Me voy –susurró Celaena. Arobynnse limitó a mirarla con una sonrisaapenas insinuada en aquella bocaretorcida y cruel–. He comprado unavivienda y me mudo allí. Hoy mismo.

La sonrisa del rey de los asesinos seensanchó.

–Ven a visitarnos de vez en cuando,Celaena.

Ella tuvo que morderse el labio paraque no le temblase.

–¿Por qué lo habéis hecho?Arobynn volvió a encogerse de

hombros.–¿Y por qué no iba a disfrutar de

Lysandra después de todo lo que heinvertido en su carrera? Además, ¿qué te

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importa a ti lo que haga con mi dinero?Por lo que he oído, estás con Sam.Ambos me habéis comprado la libertad.

Como era de esperar, ya conocía surelación con Sam. Y por supuesto,intentaba endosarle el muerto, echarle laculpa de todo. ¿Por qué la habíainundado a regalos para humillarladespués? ¿Por qué la había engañadopara que matara a Doneval para luegotorturarla con la verdad? ¿Por qué lehabía salvado la vida hacía nueve añospara acabar tratándola como un trapo?

Se había gastado el dinero de Celaenaen una persona que ella odiaba. YArobynn lo sabía. Para denigrarla. Unosmeses atrás la estrategia habríafuncionado. Semejante traición la habría

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destrozado. Aún le dolía, pero ahora,después de haber matado a Doneval, aPhilip y a algunos más sin ningúnmotivo, después de haber contribuido aque Bardingale se hiciera con losdocumentos y sabiendo que Sam laapoyaba incondicionalmente… elpatético y malvado tiro de gracia deArobynn no había dado en el blanco.

–No vengáis a buscarme en una buenatemporada –le advirtió Celaena–.Porque si os veo demasiado pronto, osmataré, Arobynn.

Él sacudió la mano con desdén.–Estoy deseando enfrentarme a ti.Celaena se marchó. Al cruzar las

puertas del despacho, tropezó con tres

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hombres altos que se disponían a entrar.Miraron el rostro de la asesina ymurmuraron disculpas a toda prisa. Ellalos ignoró, y también hizo caso omiso dela expresión sombría de Wesley cuandopasó junto a él. Que Arobynn se apañaracon sus asuntos. Ella tenía toda una vidapor delante.

Los tacones de sus botas repicaroncontra el suelo de mármol del granvestíbulo. Al otro lado, alguienaguardaba bostezando y Celaenaencontró a Lysandra apoyada contra labarandilla de la escalera. Llevaba uncamisón de seda blanca que apenastapaba sus partes más íntimas.

–Seguramente ya lo sabes, pero hebatido todos los récords –ronroneó

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Lysandra exhibiendo sus formasexquisitas–. Gracias. Y quédatetranquila, que tu oro ha sido muy bienempleado.

Celaena se quedó helada y se dio lavuelta despacio. Lysandra sonrió consuficiencia.

Rápida como el rayo, la asesina lanzóuna daga.

La hoja se clavó en la barandilla demadera, a un pelo de distancia de lacabeza de Lysandra.

La cortesana se puso a gritar, peroCelaena salió por la puerta principal,cruzó los jardines del castillo y siguióandando hasta que la ciudad la engulló.

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Celaena se sentó al borde del tejado ycontempló la capital. La caravana deMelisande ya se había marchado,llevándose con ella las últimas nubes.Algunos iban de luto por la muerte deDoneval. Leighfer Bardingale montaba alomos de Kasida, que hacía cabriolaspor la gran avenida. A diferencia detantos otros, no vestía de negro sino deamarillo azafrán. Y sonreía radiante,sobre todo porque el rey de Adarlanhabía accedido a proporcionarle losfondos y los recursos necesarios paraconstruir la carretera. Celaena acaricióla idea de partir tras ella; para recobrar

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los documentos y vengarse deBardingale. Y, de paso, recuperar aKasida.

No lo hizo. La habían engañado yhabía perdido de mala manera. Noquería implicarse en aquel complot. Nosi Arobynn le había dejado muy claroque no podía ganar.

Para no hundirse, Celaena habíapasado el día supervisando a los criadosque habían ido a buscar sus cosas alcastillo para llevarlas al piso; la ropa,los libros, las joyas, todo aquello que yaeran suyos y de nadie más. La luz de latarde mudó en un oro intenso que hizobrillar los tejados verdes de la ciudad.

–Sabía que te encontraría aquí arriba–dijo Sam mientras se acercaba por el

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terrado hasta la barandilla de piedra enla que Celaena se había sentado.Observó la ciudad.

–Menudas vistas. No me extraña quequisieras mudarte.

Celaena insinuó una sonrisa mientrasse volvía a mirarlo por encima delhombro. Sam se colocó tras ella e hizoademán de acariciarle el pelo. Celaenase rindió al contacto.

–Me he enterado de lo que hahecho… de lo de Doneval y Lysandra –murmuró Sam–. Jamás imaginé queArobynn caería tan bajo ni que usaría tudinero para algo así. Lo siento.

–Era justo lo que necesitaba –laasesina volvió a mirar la ciudad–. Justo

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lo que necesitaba para reunir el valorque precisaba para marcharme.

Sam expresó su aprobación con unasentimiento.

–Yo he… dejado mis pertenencias enla sala. ¿Te parece bien?

Celaena hizo un gesto afirmativo.–Ya les buscaremos un sitio más

tarde.Él guardó silencio.–Así que somos libres –manifestó al

fin.Celaena se giró para verlo bien. Los

ojos castaños de Sam brillaban intensos.–También me he enterado de que has

pagado mi deuda –siguió hablando él,con voz ahogada–. Vendiste… vendistetu caballo Asterión para hacerlo.

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–No tenía elección –Celaena saltó alsuelo y se quedó de pie–. No podíamarcharme y dejarte encadenado a él.

–Celaena –Sam dijo su nombre comouna caricia mientras le pasaba la manopor la cintura. Apoyó la frente contra lade ella–. ¿Cómo podré pagarte lo quehas hecho por mí?

Ella cerró los ojos.–No tienes que hacerlo.Él la rozó con los labios.–Te quiero –susurró contra la boca de

Celaena–. Y de hoy en adelante, noquiero separarme de ti. Allá dondevayas, iré yo. Aunque tenga que ir almismo infierno, allá donde tú estés,quiero estar yo. Por siempre.

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Celaena le pasó las manos por elcuello y lo besó con intensidad a modode silenciosa respuesta.

Más allá, el sol se ocultó detrás de lacapital y el mundo se tiñó de luces ysombras color escarlata.

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Sobre la autora Sarah J. Maas conquistó a miles delectores la primera vez que compartiócon el público Trono de cristal enFictionPress, cuando solo tenía 16 años.Tras recibir más de 200 críticaspositivas y contar con más de 4.000 fansen Facebook, por fin llega la novela enpapel. Un libro que, antes de salir,cuenta ya con miles de seguidores.

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Si quieres saber más sobreCelaena Sardothien,

la asesina de Endovier, note pierdas:

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El reino ha convocado a unaasesina.

Dos hombres la aman.Todo el reino la teme.

Pero solo ella puede salvarse a símisma.

El Reino de Endovier ha perdido su

esplendor sometidopor un rey que gobierna desde su trono de

cristal.La única esperanza del reino recae en una

joven asesina

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que ha sido llamada a palacio. Pero laintención de

la joven no es matar; la asesina más duradel reino

ha acudido para conquistar su libertad.

Te presentamos a CelaenaSardothien.

Bella. Letal. Destinada a lagrandeza.

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Precuela del libro Trono de Cristal(título original: Throne of Glass)© Del texto: 2012, Sarah J. Maas© De la traducción: 2012, Victoria Simó© De esta edición:2012, Santillana Ediciones Generales,S. L.Avenida de los Artesanos, 628760 Tres Cantos - MadridTeléfono 91 744 90 60Telefax 91 744 92 24www.librosalfaguarajuvenil.com ISBN ebook: 978-84-204-1350-1© De la ilustración de interiores: 2012,

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Alejandro Colucci© De la imagen de cubierta:Stockphoto/Hayri ErConversión ebook: Javier Barbado Cualquier forma de reproducción, distribución,comunicación pública o transformación de estaobra solo puede ser realizada con laautorización de sus titulares, salvo excepciónprevista por la ley. Diríjase a CEDRO (CentroEspañol de Derechos Reprográficos) sinecesita fotocopiar o escanear algún fragmentode esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 04 47).

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www.librosalfaguarajuvenil.com/canSiemens, 51Zona Industrial Santa ElenaAntiguo Cuscatlán - La LibertadTel. (503) 2 505 89 y 2 289 89 20Fax (503) 2 278 60 66

Españawww.librosalfaguarajuvenil.com/esAvenida de los Artesanos, 628760 Tres Cantos - MadridTel. (34 91) 744 90 60Fax (34 91) 744 92 24

Estados Unidoswww.librosalfaguarajuvenil.com/us2023 N.W. 84th AvenueMiami, FL 33122

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Tel. (1 305) 591 95 22 y 591 22 32Fax (1 305) 591 91 45

Guatemalawww.librosalfaguarajuvenil.com/can26 avenida 2-20Zona nº 14Guatemala CATel. (502) 24 29 43 00Fax (502) 24 29 43 03

Honduraswww.librosalfaguarajuvenil.com/canColonia Tepeyac Contigua a BancoCuscatlánFrente Iglesia Adventista del SéptimoDía, Casa 1626Boulevard Juan Pablo Segundo

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Tegucigalpa, M. D. C.Tel. (504) 239 98 84

Méxicowww.librosalfaguarajuvenil.com/mxAvenida Río Mixcoac, 274Colonia Acacias03240 Benito JuárezMéxico D. F.Tel. (52 5) 554 20 75 30Fax (52 5) 556 01 10 67

Panamáwww.librosalfaguarajuvenil.com/casVía Transísmica, Urb. Industrial Orillac,Calle segunda, local 9Ciudad de PanamáTel. (507) 261 29 95

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Paraguaywww.librosalfaguarajuvenil.com/pyAvda. Venezuela, 276,entre Mariscal López y EspañaAsunciónTel./fax (595 21) 213 294 y 214 983

Perúwww.librosalfaguarajuvenil.com/peAvda. Primavera 2160Santiago de SurcoLima 33Tel. (51 1) 313 40 00Fax (51 1) 313 40 01

Puerto Ricowww.librosalfaguarajuvenil.com/mxAvda. Roosevelt, 1506

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Guaynabo 00968Tel. (1 787) 781 98 00Fax (1 787) 783 12 62

República Dominicanawww.librosalfaguarajuvenil.com/doJuan Sánchez Ramírez, 9GazcueSanto Domingo R.D.Tel. (1809) 682 13 82Fax (1809) 689 10 22

Uruguaywww.librosalfaguarajuvenil.com/uyJuan Manuel Blanes 113211200 MontevideoTel. (598 2) 410 73 42Fax (598 2) 410 86 83

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Venezuelawww.librosalfaguarajuvenil.com/veAvda. Rómulo GallegosEdificio Zulia, 1ºBoleita NorteCaracasTel. (58 212) 235 30 33Fax (58 212) 239 10 51