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Los modos de enseñanza clásicos y los «Grandes Textos» en el Programa Propedéutico de Artes Liberales e Introducción a la Filosofía La «emergencia educativa» generalizada a la que hemos hecho referencia en la Presentación General del Ciclo Propedéutico de Artes Liberales e Introducción a la Filosofía resulta, en buena parte, de los errores antropológicos y sus consecuencias pedagógicas en los planes de estudio y las metodologías didácticas empleadas que se han ido imponiendo a la visión clásica de la educación humana básica –con un agravamiento notable en los dos últimos siglos. Resulta, pues, imprescindible explicitar más la visión de la educación clásica y sus diversos modos de enseñanza, tal como se los empleará en nuestra formación académica. Dividimos este ensayo en tres partes: 1. Primero distinguimos y a continuación describimos los modos de enseñanza clásicos, es decir, a. la lección, o clase magistral; b. el tutorial c. el seminario. 2. Después proponemos las maneras más convenientes de utilización de estos diversos modos de enseñanza de acuerdo a sus relativas ventajas y desventajas. 3. Finalmente, sugerimos algunas orientaciones bien generales en cuanto a la relación que debe existir entre el maestro, los estudiantes y el texto de base de una clase. Primera parte: Los modos de enseñanza

2015 Los modos de enseñanza clásicos y los grandes textos

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Los modos de enseñanza clásicosy los «Grandes Textos»en el Programa Propedéutico de Artes Liberales e Introducción a la Filosofía

La «emergencia educativa» generalizada a la que hemos hecho referencia en la Presentación General del Ciclo Propedéutico de Artes Liberales e Introducción a la Filosofía resulta, en buena parte, de los errores antropológicos y sus consecuencias pedagógicas en los planes de estudio y las metodologías didácticas empleadas que se han ido imponiendo a la visión clásica de la educación humana básica –con un agravamiento notable en los dos últimos siglos. Resulta, pues, imprescindible explicitar más la visión de la educación clásica y sus diversos modos de enseñanza, tal como se los empleará en nuestra formación académica.

Dividimos este ensayo en tres partes:1. Primero distinguimos y a continuación describimos los modos de enseñanza

clásicos, es decir,a. la lección, o clase magistral;b. el tutorialc. el seminario.

2. Después proponemos las maneras más convenientes de utilización de estos diversos modos de enseñanza de acuerdo a sus relativas ventajas y desventajas.

3. Finalmente, sugerimos algunas orientaciones bien generales en cuanto a la relación que debe existir entre el maestro, los estudiantes y el texto de base de una clase.

Primera parte:Los modos de enseñanza

1. La lección, o clase magistralLa palabra «lección» viene del latín lectus, participio pasado perfecto del verbo legere, que en su acepción primera quiere decir «escoger» o «extraer»; y, derivadamente, «leer».

Una clase magistral, o lección, es entonces, literalmente, «algo escogido y leído». No tiene relevancia si, de hecho, el maestro lee lo que dice, o lo dice de memoria o extemporáneamente. Lo importante es que una lección tiene algo de parecido a una lectura, en la medida en que el conferencista debe «extraer» o «seleccionar» con anterioridad el material que desea presentar de un modo ininterrumpido. De hecho, no sólo debe seleccionar de antemano lo que va a decir, sino también el orden en que va a decirlo.

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En efecto, si el disertante desea que sus estudiantes alcancen el conocimiento que él mismo posee sobre un tema, debe preparar el material de modo tal que guíe a las mentes de sus estudiantes, paso a paso, para que puedan seguirlo. Debe considerar cómo guiar a sus estudiantes desde lo que ya conocen a lo que todavía no conocen. Si el conferencista va a enseñar de veras, es decir, si va a causar propiamente el conocimiento en las almas de sus estudiantes, y no sólo que aprendan una opinión más o menos de memoria, debe reproducir el orden propio del aprendizaje por el cual él mismo descubrió lo que antes no sabía. Como lo explicó ya santo Tomás de Aquino, «se dice que una persona enseña a otra en la medida en que, por signos, le manifiesta al otro el proceso de razonamiento que él mismo sigue por su razón natural».1

La gran ventaja de la lección es permitirle al maestro conducir a sus discípulos de la ignorancia al conocimiento de modo sistemático. Gracias a que el maestro puede ordenar sus argumentos con anterioridad y elegir convenientemente los ejemplos, le es posible demostrar la claridad y belleza interna de un tema dado. Esto, a su vez, atrae y ordena la mente de los que escuchan, y pueden por eso desarrollar el hábito intelectual de seguir con cuidado el razonamiento de otro.

Hay que contraponer a estas ventajas la debilidad principal de la lección, que consiste en que el maestro, incluso si él mismo posee un conocimiento perfecto del tema, no puede anticipar todos los problemas y objeciones que sus estudiantes puedan llegar a formularse durante su presentación. En el mejor de los casos, puede dirigir su atención a las dificultades más comunes. Este es el modo en el que santo Tomás mismo procede en sus Quæstiones, formulando las objeciones más importantes o comunes a su propia posición, como preludio antes de resolver un tema.

La realidad, sin embargo, es mucho más compleja. Las dificultades de cada estudiante suelen ser mucho más «idiosincráticas». Incluso, suele ocurrir que un estudiante ni siquiera se dé cuenta que el maestro ya formuló su problema y cómo lo resolvió. Estas dificultades impiden a los estudiantes seguir perfectamente el razonamiento del conferencista. Lo grave de esto es que, una vez rota la concatenación de un razonamiento para un estudiante, el mejor resultado científico al que éste puede aspirar es comprender cuáles son las conclusiones del maestro, pero no los argumentos sobre los que restan dichas conclusiones. Así, lo que ha podido aprender nuestro estudiante es, propiamente hablando, una «opinión correcta», pero no un auténtico conocimiento con certitud a partir de causas demostrables.

Además, en vez de desarrollar una docilidad debida y justa hacia el maestro –y, en especial, hacia la verdad– el discípulo puede, en cambio, sucumbir a una cierta pasividad impropia de un hombre libre que le lleve a renunciar al rol activo y crítico que le corresponde asumir como ser racional en su propio proceso de aprendizaje. Este peligro es mucho más probable hoy, debido al hábito de pasividad intelectual que fomentan los medios masivos de comunicación, especialmente la televisión y las películas, junto con el sometimiento a años de una escolarización disfuncional y atomizada en multitud de materias y especializaciones.

1 De Magistro.

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Nos queda considerar una desventaja más. Incluso en los casos en que el estudiante es capaz de seguir el razonamiento del que expone, el modo de lección no asegura que el estudiante establezca el conocimiento que le quiere transmitir el maestro como suyo propio –es decir, que pueda asimilarlo plenamente. Cierto, los mejores estudiantes pueden ensayar por sí mismos y para otros el proceso de razonamiento que se les ha propuesto. Pero sería un poco ingenuo esperar que la mayoría pueda hacerlo. Y aunque algunos lo intenten posteriormente, no habrá entonces nadie presente que pueda corregir los posibles errores o cuestionar los argumentos dados. Esto se agudiza en los casos en que el razonamiento y su exposición pertenezcan al dominio del conocimiento práctico: sin «manos a la obra» y experiencia propia no hay garantías de que un estudiante llegue subsecuentemente a razonar bien por sí mismo; y menos todavía que pueda explicar su «proceso racional» a otros.

Concluyamos recordando que, a pesar de estas dificultades, el método de lección o clase magistral ha sido valorado y ha tenido un lugar propio en la enseñanza clásica durante siglos, aunque haya que lamentar que en los últimos haya ido acaparando un uso casi exclusivo y excluyente. Volveremos a considerarlo, pues, bajo una luz más plena una vez que hayamos expuesto los modos de enseñanza del tutorial y el seminario.

2. El tutorialLa palabra «tutorial» no es propia de la lengua española o castellana. Se trata de un anglicismo que, a su vez, procede del latín tutor, que significa «el que cuida, protege o defiende»; derivado del verbo tueor, con una primera acepción de «mirar, contemplar, observar»; una segunda de «considerar, examinar» y, finalmente, una tercera de «cuidar, proteger».

La sola consideración etimológica nos deja ya en claro que el tutor, a diferencia del conferencista, es un maestro que trabaja con un solo estudiante, o con un grupo reducido de ellos. En efecto, un tutor debe «observar con cuidado» y «considerar de cerca» a sus estudiantes, lo cual le resultará imposible en la medida en que se eleve el número de los mismos. Si debe «proteger» a sus estudiantes del error, debe poder trabajar con ellos individualmente, y no en grupos numerosos.

Lo específico de un tutor, sin embargo, no es el número reducido de su auditorio –después de todo, se puede también dar una clase magistral a unos pocos– sino el hecho de que el tutor pueda considerar cada una de las opiniones, preguntas y objeciones de sus estudiantes, en la medida en que estas vayan surgiendo. Mientras que el conferencista se ve obligado a «elegir» su material y orden antes de comenzar su lección, el tutor permanece siempre libre para interrogar a sus estudiantes y adaptar el curso de las enseñanzas a sus circunstancias concretas, comprendiendo mucho mejor y más rápidamente lo que sus estudiantes ya saben o lo que todavía ignoran. En cambio, un conferencista, si desea permanecer dentro del modo de lección, aunque anticipe las objeciones más comunes y plausibles del auditorio, y aunque permita unas pocas preguntas a lo largo de su exposición, no puede estar

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abierto a constantes preguntas que interrumpan su discurso. En la medida misma en que se muestre dispuesto a las interrupciones, no estará dando una lección.

Queda claro, pues, que a diferencia del conferencista, el tutor procede de acuerdo a un modo mucho más informal de interacción con sus estudiantes. Es un «dar y recibir» que surge de las necesidades particulares de cada uno, incluso cuando es el mismo tutor quien, por medio de preguntas bien calculadas, ayuda a sus estudiantes a ir identificando dificultades que todavía ellos mismos no han reconocido. Esta libertad le permite avanzar o retroceder en una materia respondiendo adecuadamente a las dificultades específicas y concretas que puedan surgir. Por su parte, el conferencista podrá recordar a su audiencia las conclusiones a las que ha arribado y también conjeturar qué puntos conviene repetir y volver a clarificar de lo que ya ha expuesto. Pero de ningún modo podrá ir adaptándose a las necesidades peculiares de su audiencia si desea, como debe, guardar la coherencia sistemática de su exposición magisterial.

Así comparados, podríamos decir que el tutorial es a la lección magistral como el discurso oral es al discurso escrito. Ya Platón había señalado en el Fedro que la palabra hablada puede enseñar a las almas mucho más perfectamente que la palabra escrita porque puede responder de modo diferente ante las diferentes dificultades de las personas; mientras que la palabra escrita, interrogada diversamente, sólo puede repetirnos, una y otra vez, lo mismo que dice a todos.2

Fiel a la etimología, entonces, el tutor es aquel que «observa» o «examina» al estudiante en relación a lo que sabe o no sabe. El tutor debe conocer bien el tema del que trata, pero no expone este conocimiento de un modo formal y sistemático como lo hace el conferencista, y esto le permite la libertad de interactuar con sus estudiantes en el nivel propio de ellos.

El criterio básico que debemos comprender para desarrollar un sistema educativo genuino es que el maestro no puede de modo alguno «transferir» pasivamente conocimiento o información a la mente de sus estudiantes. Como tampoco puede un médico «transferir» salud a los cuerpos de sus pacientes. El conocimiento, como la salud, debe ser causado en ellos siguiendo un proceso natural. En efecto, del mismo modo que el arte del médico imita y ayuda a los procesos de curación de la naturaleza, así el maestro debe imitar y ayudar los procesos naturales de aprendizaje y razonamiento de la mente humana que, por naturaleza, está ordenada a la verdad tanto como el cuerpo está ordenado a la salud, que todos deseamos. Citemos nuevamente a santo Tomás de Aquino: «Del mismo modo que se dice que el médico cura al paciente por medio de la actividad de la naturaleza, del mismo modo se dice que un hombre causa el conocimiento en otro por medio de la actividad natural de razonamiento propia del que aprende; y a esto se le llama enseñanza».3

Habiendo aclarado este punto fundamental, aparece indiscutible que el tutor puede asistir a la naturaleza de su estudiante más efectivamente que el conferencista, ya que

2 Phaedrus 274c-278d; cf. Platón, Séptima carta 341b-345a.3 De magistro.

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puede examinar e interactuar con sus «pacientes» caso por caso, paso a paso, con lo cual puede determinar con mayor facilidad sus debilidades y más fácilmente aplicar los remedios convenientes.

Continuando con la analogía de la medicina, el mejor modo para un maestro de examinar a sus estudiantes es formulándoles preguntas que dejen al descubierto los problemas intelectuales comunes a los hombres. Al formular preguntas en vez de darles respuestas, el modo de enseñanza del tutor es indirecto. Las preguntas del tutor obligan al estudiante a ejercitar su propia mente y a razonar según sus propias luces. Platón también señala que educar no es volcar conocimiento en la mente de otro, como si se tratara de restituirle milagrosamente la vista a un ciego. Más bien, enseñar consiste en ayudarlo a que alcance su propia visión intelectual, facilitándole que vuelva sus ojos a la verdad de la realidad, de modo tal que él alcance a ver por sí mismo la realidad que ya había aprendido a ver el tutor.4

Esta «conversión» –literalmente, este «volverse» o «darse vuelta» de modo tal que la visión del estudiante esté convenientemente orientada– se logra más fácilmente por la conversación, tal como queda evidenciado en los paradigmáticos Diálogos platónicos. El tutor sabe que las mentes de sus estudiantes, aunque no las poseen todavía claramente, tienen las nociones o conceptos comunes acerca de la realidad que se encuentran en todos los seres racionales. Su labor consiste en ayudarlos a aprehender por sí mismos estas nociones, que son el punto de partida de todo conocimiento posterior, por medio de preguntas esmeradas. Así, con la asistencia de lo que Sócrates llama «la partera psíquica», los estudiantes pueden ser llevados a comprender las ideas fundamentales que ya estaban en ellos y a las que han dado nacimiento con dolor.5 A partir de estos primeros principios del conocimiento, el tutor puede, al seguir formulando preguntas correctas en el orden correcto, guiar a los estudiantes a las artes y ciencias que están edificadas sobre tales principios.

Resulta evidente, entonces, que aunque el tutor procede de un modo menos formal y directo que el conferencista, el método de preguntas del tutor no tiene nada de casual o caprichoso. Sus preguntas surgen del conocimiento que el tutor tiene tanto de la materia que debe enseñar, como de la condición intelectual de lo que sus estudiantes conocen o no conocen, y que él ha ido descubriendo por los dolores en dar a luz las respuestas correctas bajo la experta guía de sus preguntas. Dirigiendo indirectamente la disquisición de sus discípulos, el tutor es a su vez guiado por el orden intrínseco de la materia que enseña y su apreciación de qué debe enseñarse antes y qué después.

3. El seminarioLa palabra «seminario» deriva del latín seminarium, que significa «semillero». Por lo tanto, un seminario es algo seminal con respecto a la enseñanza; aporta y cultiva «semillas» para su fertilización y crecimiento posterior.Es curioso observar que, al contrario de lo que ocurre con «lector» o «tutor», no existe una palabra española para designar al maestro que emplea el método de seminario, ya

4 República, 518 b-d.5 Platón, Teeteto, 150b-151d.

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que la palabra «seminarista» denota, no al maestro, sino al discípulo. Lo más aproximado que tenemos es la palabra «sembrador».

Quizás esta peculiaridad etimológica se deba al hecho de que el método de seminario funciona en base a la labor de los estudiantes; mientras el maestro busca, no engendrar conocimiento propiamente hablando, sino sólo preparar el terreno para que después puedan llegar al conocimiento cierto y seguro. Lo que implica un intercambio mucho más activo («participativo») entre los mismos estudiantes, que se esfuerzan por descubrir y expresar los principios y las vías de desarrollo del conocimiento.

El maestro de seminario, a diferencia del conferencista, no guía a los estudiantes desplegando formal y directamente lo que él ya conoce. Tampoco guía como lo hace el tutor, es decir, interrogando de cerca a los estudiantes para corregir el modo en que piensan hasta que alcancen certitud en su conocimiento. Por el contrario, anima a sus estudiantes para que ellos luchen «cuerpo a cuerpo» con las preguntas fundamentales, preguntas con las que cada estudiante debe lidiar si desea tener un buen conocimiento en cada disciplina.

Se sigue que el maestro de seminario guía formulando preguntas que no buscan respuestas definitivas, sino más bien dar lugar a más preguntas –las preguntas fundamentales que cada uno debe comenzar a hacerse en tanto que hombre libre, llamado a auto-determinarse y a trabajar en sociedad por el bien común.

Otra diferencia es que, a distinción de la lección y el tutorial, el fin próximo del seminario no es la adquisición de conocimiento sino, más bien, el desarrollo de los hábitos intelectuales requeridos para descubrir y expresar una opinión bien razonada.

Esto no significa que el maestro de seminario y sus estudiantes permanezcan indiferentes al conocimiento o a la verdad. Después de todo, una de las lecciones fundamentales que deben aprender en el seminario es a no confundir una victoria verbal con el conocimiento de la verdad. Pero, una vez aclarado este punto, sigue siendo cierto que en un seminario el conocimiento con certitud ocurre sólo por accidente. El propósito general es más bien desarrollar las habilidades formales para razonar y hablar, habilidades sin las cuales el estudiante normalmente no puede progresar en las vías del conocimiento, sea este de tipo general o específico.

Resulta así que el seminario es un terreno magnífico en el que el maestro puede hacer que sus estudiantes pongan en práctica las artes verbales del Trivium: la gramática, la lógica y la retórica. Pero si se quiere que estos ejercicios tengan sentido ulterior, el material elegido para los mismos debe ser de tal suerte que preparen al estudiante eventualmente para la adquisición de un genuino conocimiento. Los textos primarios a los que se ha dado en llamar «the Great Books» («los Grandes Libros» o «los Grandes Textos») sirven muy bien a este propósito. Lo hacen porque suscitan con mucha efectividad las preguntas que cada mente debe confrontar en su búsqueda de la sabiduría. Más tarde traeremos de nuevo a colación estos «grandes textos».

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Si el riesgo principal de la lección es que puede producir pasividad, la principal debilidad del seminario es que puede inducir en los estudiantes un falso sentido de inteligencia y de progreso intelectual que lleve a lo que describe el Apóstol: «el conocimiento envanece»6. Además, debido a que el seminario puede disolverse fácilmente en una conversación sin sentido o en una mera batalla verbal, puede producir en los frustrados estudiantes una aversión a los estudios, tentándolos con el odio de la argumentación o, incluso, del mismo logos. Este es un peligro, grave y siempre presente, acerca del cual Platón, para prevenir la muerte del logos, hace que Sócrates, pronto a morir, nos prevenga en el Fedo.7

Segunda parte:Nuestro uso de los modos de enseñanza

1. El modo primario: el tutorialLo ya dicho nos lleva a la conclusión que el tutorial es una especie de intermedio entre la lección y el seminario, buscando apoyarse sobre sus puntos fuertes y evitando sus desventajas.

En relación a los puntos fuertes, comparte con la lección el sine qua non de la enseñanza, es decir, está ordenado, no a generar opiniones, sino conocimiento cierto y por causas. Al mismo tiempo, el tutorial se enriquece con el método de enseñanza indirecto del seminario por el empleo de preguntas que obligan al estudiante a pensar por sí mismo.

En relación a los puntos débiles, el tutorial evita la pasividad mental que las lecciones magisteriales pueden engendrar; al mismo tiempo, previene que las discusiones degeneren en lo irrelevante o se vuelvan meras batallas verbales, como puede suceder con el seminario.

A esto se puede formular la objeción que el tutorial es realmente mejor empleado cuando se enseña a un estudiante a la vez, especialmente en el caso de muy dotados que podrían proceder rápidamente bajo la guía de un tutor que no tiene que distraerse por las dificultades de estudiantes menos capaces y, simplemente, más perezosos intelectualmente. Si consideramos bien esta situación, sin embargo, aparecen otros aspectos que nos muestran que «el uno en uno» no es la situación ideal. Hay, en efecto, verdaderas ventajas para la vida intelectual cuando un grupo reducido de personas consideran juntos una misma cuestión. El tutor y los discípulos no sólo adquieren así la experiencia de perseguir y alcanzar un conocimiento como bien común compartido por todos, sino que, en este proceso, descubren otras perspectivas, preguntas y objeciones que no se les hubieran ocurrido por su cuenta. Incluso cuando estas interacciones proceden de los menos dotados, son instrumentales para profundizar su propia comprensión y dominio de un tema, debido a que este ejercicio obliga a articular y refinar el conocimiento que ya se había adquirido en cierta manera y más superficialmente.

6 1 Co 8:1.7 89d-91c.

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Lejos, pues, de impedir la adquisición del conocimiento, un grupo reducido y relativamente homogéneo de estudiantes es altamente deseable cuando, guiados por un tutor, trabajan juntos para descubrir lo que es verdadero. En la medida en que los estudiantes se esfuerzan en responder a las preguntas del tutor y confrontan sus propios puntos de vista diversos, participan activamente en su propia enseñanza.

Es fundamental, por lo tanto, que el tutor anime a los estudiantes a que dirijan sus argumentos, no hacia él mismo, sino hacia los otros estudiantes. El tutor no debe intervenir para pensar por los estudiantes. Por el contrario, debe asistir a los estudiantes para que alcancen conocimiento por sí mismos. Sólo así podrán llegar los estudiantes a ver la verdad «con sus propios ojos». Se sigue de esto que, ocasionalmente, el tutor deberá dejar a sus estudiantes perplejos, en una situación que Platón compara en el Teeteto con los dolores del parto –dolores que servirán para comprender mejor y valorar más la luz de la verdad al final de tal proceso. También hay que dejar señalado que este método, aunque más seguro, es más lento en su progresión y requiere una inversión de tiempos de clase más extensos que una lección, al mismo tiempo que logra cubrir «menos material», pero se lo aprende mejor y formalmente.

De lo dicho concluímos que el modo de enseñanza tutorial debe ser el modo primario de la enseñanza formal en nuestro currículo, ya que debería serlo de toda educación seria. Quiere decir esto que no sólo es mejor según nuestras necesidades concretas, hic et nunc, sino en sí mismo, dada la naturaleza dialógica y racional del ser humano.

No faltará quien objete que un disertante magistral puede también ser un maestro muy efectivo. En realidad, si se considera mejor estos casos, se verá que lo es en la medida en que imite indirectamente y de algún modo el método tutorial, formulando preguntas que anticipen las objeciones comunes de los estudiantes.

A esto hay que agregar la ventaja de que el método tutorial permite al tutor, cuando sea necesario, emplear informal y por un lapso de tiempo breve, sea el modo de lección, sea el modo de seminario. El conferencista, en cambio, no es libre para hacer lo mismo con el modo tutorial o con el de seminario.

Finalmente, debemos notar que el seminario, en la medida en que su fin próximo no es la adquisición de conocimientos en tanto que tal, sino más bien la práctica de los hábitos intelectuales en el descubrimiento y la comunicación de una opinión razonada y razonable (la ejercitación, en otras palabras, de los instrumentos para alcanzar conocimiento), sólo puede incluirse en los modos de enseñanza en sentido analógico, no propio y formal.

2. Los modos auxiliares: la lección y el seminarioA pesar de las debilidades –e incluso peligros intelectuales– de la lección y del seminario, ambos tienen un rol significativo que jugar en la educación y, por lo tanto, en nuestro currículo.

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El método de lección debe ser empleado en el estudio de la historia porque no se puede esperar que los estudiantes que recién comienzan tengan el suficiente manejo de los hechos y de un «marco histórico» que les permitiría participar productivamente en un tutorial o seminario sobre esta materia. Sin olvidar que el objeto de la historia es una opinión razonada sobre el pasado, ya que de ninguna manera se puede alcanzar un conocimiento cierto y por causas de hechos singulares e irrepetibles, resultantes en gran parte del libre albedrío humano.

Nuestro programa prevé asimismo una serie de conferencias magistrales (parte de los «eventos culturales» complementarios) que maestros invitados deben dar una vez por semana y en las que se expondrán tópicos relevantes al currículo. Para compensar el peligro de pasividad, tanto estas conferencias como las lecciones de historia deben ser seguidas por un sostenido período de preguntas y respuestas.

Además de estas lecciones formales, un modo de lección informal puede también prudentemente ser empleado, de modo restringido y ocasional, tanto en los tutoriales como en los seminarios, cuando la materia en discusión así lo recomiende.

Debe reconocerse, por otra parte, que los «Grandes Textos» o «Great Books» son, en sí mismos, formas de lecciones magisteriales escritas cuya lectura y estudio, diariamente, desarrollarán en el estudiante el hábito de prestar atención y seguir el proceso de pensamiento de otro.

En cuanto al método de seminario, fuera de esos episodios eventuales ya señalados, será usado exclusivamente en las clases que llevan su nombre y que cubren la lectura y discusión de los «Grandes Textos» de la cultura occidental, desde los griegos, empezando por la Ilíada de Homero, hasta los maestros de nuestros días, tales como Vargas Llosa o Joseph Ratzinger. Cabe destacar aquí que este es el único caso en el currículo en que una clase recibe el nombre, no de la materia u objeto que trata, sino del método empleado. Lo cual es un indicador más de que el seminario no está ordenado, estrictamente hablando, al conocimiento formal y cierto, sino, repitámoslo una vez más, a desarrollar en los estudiantes los hábitos mentales y sociales requeridos para compartir opiniones razonadas, es decir, para dialogar genuinamente.

3. Discusión comparativa de los tres modosLa diferencia específica entre el tutorial y el seminario (que sólo analógicamente comparten el género de modos de enseñanza, como se estableció más arriba) es el fin al cual están ordenados. Esta divergencia en los fines se refleja en el currículo tanto en la elección de los «Grandes Textos» sobre los cuales versan, como en la menor o mayor longitud de las lecturas de base.

Si bien las obras elegidas para los seminarios son «Grandes Textos», se trata de libros de los que no se pretende cosechar un cuerpo definido de conocimientos sino más bien utilizarlos como material de ejercitación dialógica (o dialéctica) y como base para desarrollar una sólida cultura general (un sentido histórico del diálogo que nuestra civilización ha venido desarrollando, con altibajos, sobre los grandes interrogantes del hombre y los temas principales que han ocupado su espíritu). La discusión animada y

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sostenida sobre estos «Grandes Textos» y sus grandes ideas está ordenada a sembrar y fertilizar las semillas de las que crecerá, en el ámbito de los tutoriales y lecciones magistrales, un verdadero conocimiento científico ulterior. De esto se sigue que las selecciones de lectura serán más extensas y amplias en sus tesituras.

En los tutoriales, en cambio, se leen perícopas más breves, de las que debemos obtener una cosecha conceptual bien definida y, además, bien ejercitadas cuando se trata de materias en el campo de las Artes Liberales, es decir, del Trivium (gramática; retórica oral y escrita; lógica o dialéctica) y el Quadrivium (geometría y matemáticas; ciencias naturales; astronomía; música). Los estudiantes de estas materias, así como las pertenecientes a la introducción a la Filosofía (los tutoriales sobre la Física, el De Anima, la Metafísica y la Ética Nicomaquea de Aristóteles), deben dejar las aulas cada día no sólo con una opinión propia razonada, sino habiendo alcanzado un conocimiento cierto, o en vías de hacerlo. En efecto, una comprensión segura de estas artes y ciencias es esencial para progresar intelectualmente en el conocimiento de las ciencias superiores, particularmente de la Filosofía y la Teología.

Los seminarios permiten al alumno desarrollar habilidades en el razonamiento y la exposición que mejorarán, a su vez, la calidad de su participación en los tutoriales. Si el estudiante no tiene la posibilidad de un foro más amplio como el seminario para desarrollar dichas habilidades, no puede esperarse que se exprese bien en los tutoriales. Habrá, pues, momentos en que, si el material lo permite, el tutor conducirá la clase más al modo de un seminario que de un tutorial propiamente hablando. Por otra parte, habrá momentos durante los seminarios en que la dificultad del material llevará al maestro a adoptar un modo tutorial.

Aunque el tutorial y el seminario son fundamentalmente distintos entre sí, desde el punto de vista del estudiante y del observador casual aparecerá que hay sólo una diferencia de grado entre ellos. Esta falsa idea surge del hecho que, aunque el tutorial y el seminario difieren formalmente, son muy parecidos materialmente. Ambos emplean lecturas de los «Grande Textos»; son dirigidos por un guía que formula preguntas sobre estos libros y participan en ellos estudiantes que conversan entre sí buscando respuestas a dichas preguntas. Desde el punto de vista de estos elementos materiales, la diferencia entre ambos modos es sólo de grado: en el seminario las lecturas son más largas y los estudiantes dan mayor dirección a la discusión; en el tutorial las lecturas son más cortas y la discusión está guiada más de cerca por el tutor. Pero desde el punto de vista de sus fines formales hay una diferencia no de grado, sino de tipo. En el tutorial el maestro interroga con el fin de ayudar a los estudiantes a ver lo que deben ver. En el seminario el maestro interroga con el fin de ayudar a los estudiantes a practicar los hábitos intelectuales que les permitirán dialogar fructíferamente. En el tutorial el tutor busca el conocimiento cierto. En el seminario, el que lo dirige busca el ejercicio de los hábitos racionales y la adquisición de las opiniones que son propedéuticos a la consecución del conocimiento formal.

Una última consideración sobre el tutorial. Dadas estas diferencias entre el tutorial y el seminario, es apropiado de vez en cuando que el tutor concluya con un resumen que unifique los puntos clave de la discusión que han alcanzado los estudiantes bajo su

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guía. El tutor con frecuencia verá la necesidad de afinar las conclusiones que se han alcanzado de modo tal que los estudiantes dejen el aula con una clara comprensión de lo que se ha obtenido y, al mismo tiempo, de lo que se ha dejado sin concluir. Si la discusión, por el contrario, no ha llevado a conclusiones definitivas, el resumen debe al menos delinear los problemas principales tal como quedaron planteados y las soluciones más razonables propuestas hasta ese momento.

Tercera parte:Orientaciones sobre las relaciones entre el maestro, los estudiantes y los textos

1. El problema planteado por los seminarios sobre los «Grandes Textos»La apertura de fines que es propia al modo de seminario requiere, paradójicamente, que haya principios bastante estrictos que sirvan de guía al maestro, ya que él no puede limitarse a seguir el orden de enseñanza dictado por el libro que se estudia. Si lo hiciere, pronto ahogaría los esfuerzos de los estudiantes incipientes por aprender a expresarse y a dialogar y, por lo tanto, el propósito mismo de un seminario.

Las instituciones educativas que emplean los «Great Books» en su planes de estudio insisten en que el seminario es el corazón de sus currícula y que, al mismo tiempo, los verdaderos maestros son los libros, y no los maestros que enseñan esos textos en sus clases. Según esto, un «Gran Texto» debe proveer por sí mismo el estándar definitivo de cómo debe leerse, la disciplina a la que pertenece y su última significación.

Aunque hay mucho de cierto en la gran utilidad de los «Grandes Textos» y en la visión que los reconoce como tales, resulta inadecuada si no se hacen algunas precisiones. Pretender que los verdaderos maestros son los «Grandes Textos», y no profesores de carne y hueso, ignora el hecho de que alguien, y no otro «Gran Texto», estableció el canon de los «Great Books», de acuerdo a criterios externos a los libros mismos. En otras palabras, no explica cómo estos libros fueron declarados «grandes» en primer lugar, ni puede aclarar cómo el texto puede dar su interpretación genuina por sí solo. Si bien se mira, se trata de una versión secular de la problemática planteada por la sola Scriptura de Lutero, que pretende que el Libro de los libros puede iluminar a sus lectores sin la necesidad de un magisterio viviente. Llevados a sus últimas consecuencias, tales postulados terminan destruyendo la autoridad del libro que pretenden exaltar: ubican implícitamente al juicio privado como una autoridad más alta de selección e interpretación del texto.

De modo semejante, las escuelas de «Grandes Textos» que, de hecho, hacen de cada libro un texto casi sagrado, proceden como si cada libro elegido pudiera servir como maestro autoritativo por sí mismo. Pero si no hubiera una autoridad o estándar más allá del texto, cada lector sería libre para sacar su propia interpretación. Y así cada estudiante sería su propio maestro en un mundo solitario.

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Es cierto que una auténtica educación liberal tiene que basarse en el estudio de los grandes textos de los grandes maestros, que son las fuentes de cada saber. Pero es igualmente importante reconocer que la educación está ordenada, no al conocimiento de «libros», sino de la verdad. A los efectos propedéuticos de un seminario, se puede conceder, con estas reservas, que el texto magistral es el instrumento más importante para el estudio de la verdad y el entrenamiento dialógico de las facultades cognoscitivas.

Ahora es necesario que postulemos orientaciones para el desarrollo de los seminarios, incluyendo la consideración sobre la relación apropiada que debe existir entre el maestro, los estudiante, el texto y, finalmente, la verdad buscada. Una vez que hayamos hecho esto con el seminario, debemos hacer lo mismo con los modos tutoriales y lección.

2. Guía para los seminariosLiderar un seminario es una forma de arte, ya que hay ciertos procedimientos que, si se siguen, pueden producir una conversación bien pensada y, se espera, inspiradora, que promueva los hábitos requeridos para la vida intelectual en los interlocutores.

En orden a establecer los pasos que el maestro de seminario debe seguir para obtener el fin deseado, nos es útil esquematizar lo que podrían llamarse las «fases» del seminario. Pero debe reconocerse desde un comienzo, sin embargo, que mientras podemos delinear estas fases de modo impreciso, sería un error pretender que podemos dividir y sistematizar estas fases del seminario como si se tratase de las fases de la luna. El seminario no es una ciencia.

El seminario, como el tutorial, comienza normalmente con una pregunta sobre el texto en consideración, propuesta por el maestro. Dado que el seminario generalmente trata acerca de una vasta cantidad de material, con frecuencia una obra completa, esta pregunta inicial debe ser de tal suerte que dirija la conversación al corazón del texto que se considera. El texto, como una dura nuez, tiene que ser roto y abierto por la pregunta inicial de modo que los estudiantes puedan alcanzar el alimento escondido tras su corteza.

No se responde con facilidad a una pregunta de este tipo; más bien, su resolución requiere de una larga conversación, si es que vamos a responderla de un modo satisfactorio. Es más, suele ocurrir en el seminario que los interlocutores no alcanzan un consenso entre sus opiniones.

Debido a que esta falla en alcanzar un consenso puede ser una fuente de frustración para los estudiantes, que están acostumbrados a buscar soluciones simples que pueden ser escritas en sus cuadernos y memorizadas, el maestro de seminario debe repetir, de vez en cuando, tal como hace Sócrates en los Diálogos platónicos, que con frecuencia lo mejor que puede alcanzarse en una conversación de este tipo es una mayor conciencia de lo que uno no sabe. Si no sirve para otra cosa, el seminario, al menos, debe dejar en evidencia que las preguntas a las que responden los Grandes Textos no son fácilmente respondidas, y esto debe llevar a los estudiantes a una mayor

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humildad y sentido de admiración por la verdad y por la grandeza clásica de esos libros.

Cuando reconocemos que no es fácil responder a estas preguntas, de ningún modo estamos afirmando que no pueden ser respondidas en absoluto: el hombre puede, en efecto, alcanzar las verdades supremas cuando está dispuesto avanzar por un arduo y certero camino bajo la guía de maestros seguros. Los estudiantes aprenderán en la experiencia de seminarios, sin embargo, que con frecuencia al examinar con detenimiento una cuestión, sólo se pueden dar los primeros pasos dialécticos. Avanzar más allá de esta búsqueda inicial requeriría más tiempo y una investigación más precisa: el significado cabal de un texto verdaderamente «grande» no será agotado por una o incluso por muchas discusiones.

2.1. La primera fase: aprender a escuchar y a hablar con otrosEn la primera fase del seminario, especialmente en el caso de que se trate de estudiantes sin este tipo de experiencia académica, tenemos que esperar una discusión más bien caótica. La mayoría de los estudiantes, como el personaje Meno en el Diálogo platónico que lleva ese nombre, dan por descontado que las respuestas son más fáciles de lo que en realidad son. Por lo tanto, suelen ser impacientes unos con otros y tienden a ignorar las objeciones que se plantean contra sus propias opiniones. En una palabra, hay que esperar que inicialmente busquen más la victoria verbal que la verdad.

Además, en vez de pesar honestamente el mérito de las opiniones contrarias de los otros estudiantes, buscan que el maestro confirme la posición que han sostenido. El que guía un seminario debe resistir este deseo de los estudiantes de que él sea el juez de cada cosa que se dice, porque en esta primera fase el objetivo primario es lograr que los estudiantes aprendan a conversar inteligentemente entre ellos mismos –meta que no es nada fácil de lograr. Si, por el contrario, el maestro comienza a intervenir substantivamente en la discusión, entonces los estudiantes aprenderán a esperar pasivamente las respuestas «correctas» del profesor, en vez de buscar ellos mismos activamente esas respuestas.

Se sigue, por lo tanto, que el guía de seminario debe generalmente en esta primera etapa restringir su contribución a formular algunas preguntas y a cuestiones de procedimiento. Por ejemplo, si un estudiante, ignorando lo que otro acaba de decir, intenta arbitrariamente llevar la discusión en una dirección diferente, el maestro puede preguntarle a ese estudiante si su intervención responde a lo que se había dicho antes. De modo semejante, cuando un estudiante no confronta las opiniones que se han expresado en contrario a las suyas, el maestro puede preguntarle cómo su visión del asunto se compagina con las opiniones contrarias que se han formulado. Incluso, en los casos en que un estudiante critique la posición de otro basado en una comprensión pobre de esa posición, el guía puede insistir en que ese estudiante sintetice primero la substancia de la posición que cree conveniente criticar, hasta que el que la formuló esté satisfecho, antes de continuar con sus críticas. Este tipo de técnicas deben ser empleadas consistentemente si se quiere que los estudiantes aprendan a escucharse con cuidado y a responderse reflexivamente.

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2.2. La segunda fase: aprender a escuchar y hablar a partir de un textoEn la medida en que los estudiantes aprendan a conversar entre sí de un modo serio, el seminario puede comenzar a desarrollarse en una segunda fase. Mientras que en la primera fase puede ser suficiente que los estudiantes presenten opiniones sin fundamentos (dado que el objetivo es simplemente habituarlos a dialogar entre ellos), en la segunda fase debe insistirse en que formulen opiniones que estén fundadas en el texto en discusión. No hay que apurar desde el comienzo esta fundamentación en el texto porque no se habrán concentrado los primeros esfuerzos en desarrollar mínimamente un hábito de diálogo respetuoso y atento.

Claro, no siempre habrá una clara distinción entre la primera y la segunda fase. Pero hay un progreso definitivo en el seminario cuando los estudiantes comienzan cada vez más a examinar el texto con cuidado para buscar evidencias de las posiciones que asumen (es decir, cuando buscan fundar sus propias opiniones en la verdad que el texto vehicula). Para incentivar este hábito, el guía sólo tiene que preguntarle al estudiante que formula sin fundamento textual una opinión, dónde en el texto puede encontrarse alguna evidencia de lo que afirma. Cuando esto se hace de modo oportuno, los estudiantes comenzarán pronto a pedir ellos mismos de los demás esta fundamentación. Así se irá desarrollando una mayor docilidad a la mente del autor, que alejará las discusiones de los «arrebatos de opinión» e impondrá juicios más pensados y basados en el análisis del texto.

2.3. La tercera fase: llegando a consensos sobre el textoEn la medida en que los estudiantes se habitúen a prestar mayor atención al texto en sus esfuerzos por responder a la pregunta inicial del maestro, puede esperarse que se vuelvan mejores lectores cuando leen fuera de clase para prepararse a participar en un seminario. Al leer, comenzarán a preguntarse: «¿cuál es el tema principal que el texto trata?»

Habiendo descubierto esta pregunta, naturalmente prestarán atención a la solución del problema o al desarrollo del tema que el autor está tratando, así como a los pasos claves en ese desarrollo. A su vez, en la medida en que los estudiantes se preparan mejor para el seminario, la conversación comienza a ser cada vez más centrada y profunda.

Aquí puede discernirse una tercera fase del seminario en la que hay una mayor chance de que los estudiantes alcancen un consenso en cuanto al significado de un texto. Aunque sería poco razonable esperar que cada seminario concluya con un consenso, al menos los estudiantes podrán eliminar más fácilmente las interpretaciones inadecuadas.

El maestro puede participar más libremente en esta tercera fase del seminario y contribuir más substancialmente a la conversación, en vez de limitarse a ser un mero «director de tráfico» de opiniones. Con esta mayor contribución podrá profundizar y agudizar, por medio de su propio estudio y comprensión del texto, la discusión común.

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Pero como si se tratase de un buen entrenador atlético, debe cuidarse de no empujar a los estudiantes en ningún momento más allá de sus propios límites dialógicos y capacidad de análisis y comprensión. Aunque él pueda alcanzar mayores logros intelectuales, lo importante es lo que los estudiantes logran alcanzar por sí mismos en ese campo. Si espera que los jugadores jueguen bien, el entrenador debe asistirlos en sus actividades, pero sin hacer el trabajo por ellos. Por lo tanto, como en las primeras dos fases, el maestro debe esforzarse en alcanzar el equilibrio entre una interferencia excesiva, que suprime los esfuerzos propios de los estudiantes, y una actitud de laissez-faire excesiva, que termina promoviendo el caos intelectual y la frustración de todos.

El guía debe recordar asimismo que su participación concreta en la interacción de un seminario servirá de modelo a lo que él puede esperar de sus estudiantes. Por lo tanto, si desea inspirarlos para que busquen la verdad en un diálogo fructífero, él mismo debe transmitirles, no sólo por lo que dice sino también por lo que hace, su prontitud para someter su propio razonamiento al examen de los demás. Tanto el maestro como los estudiantes deben esforzarse tras este ideal, que Sócrates describe tan bien en el Gorgias de Platón, cuando explica su modus operandi filosófico: «¿Qué clase de hombre soy yo? Soy de aquellos que aceptan gustosamente que se les refute, si no dicen la verdad, y de los que refutan con gusto a su interlocutor, si yerra; pero que prefieren ser refutados a refutar a otro, pues pienso que lo primero es un bien mayor, por cuanto vale más librarse del peor de los males que librar a otro; porque creo que no existe mal tan grave como una opinión errónea…»8.

2.4. La cuarta fase: llegando a consensos sobre la verdadDebemos señalar que las primeras tres fases que hemos delineado están ordenadas hacia la interpretación del texto (incluso si la primera fase es meramente preparatoria). En estas fases los estudiantes están centrados en preguntarse a ellos mismos qué es lo que el autor está tratando de mostrarles.

En la cuarta fase, que en un sentido trasciende los límites de un seminario, el foco cambia desde lo que un autor está diciendo hacia si lo que el autor dice es verdad o no. En las primeras tres fases el maestro debe recordar a los estudiantes que uno no puede juzgar la veracidad del texto hasta que no haya primero establecido su significado. (Y este hábito va de la mano de la práctica de no criticar la opinión de otro estudiante hasta que uno no haya demostrado que ha entendido bien su posición). En la cuarta fase, en cambio, si los estudiantes han alcanzado un cierto consenso sobre el texto, la cuestión siguiente, naturalmente, es si el autor está o no diciendo lo que es verdadero.

Dada la dificultad inherente en el estudio de los Grandes Textos, debe darse por sentado que muchos seminarios nunca alcanzarán la cuarta fase. Pero incluso cuando lo hagan, debemos enfatizar que el fin no es que el maestro sea el que dictamine sobre la verdad o no del texto, sino que los estudiantes discutan sobre si están de acuerdo o no con la verdad que el texto afirma y a la que han llegado por consenso previo.

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Respetando siempre esto, el maestro debe a veces impulsar la discusión del seminario hacia la cuarta fase, incluso cuando el consenso sobre lo que el autor está diciendo es todavía tentativo. Por ejemplo, el maestro podría decir, «asumamos en este momento que hemos entendido bien lo que Freud está diciendo sobre la naturaleza de la mente. Preguntémonos ahora, ¿está diciendo la verdad, o se equivoca en esto?».

Mientras que un intento prematuro de mover la discusión a la cuarta fase debilitará el hábito de someter el texto a un examen cuidadoso, evitar artificialmente llegar a plantearse esta cuarta fase puede ser igualmente infecundo. Al decidir si se puede ir más allá del texto, el maestro debe dejarse guiar por su propio conocimiento, tanto del tema en cuestión como del grado de comprensión que sus estudiantes han alcanzado del texto. También debe guiarlo en esta decisión la naturaleza del libro y la importancia relativa de confrontar la cuestión de la verdad con respecto a un autor determinado.

Por supuesto, no todos los textos responden con la misma facilidad a la pregunta: «¿es cierto lo que dice?». De algunos textos, en efecto, especialmente los poéticos o retóricos, sería quizás más apropiado preguntarse: «¿es bello?», o «¿responde al bien lo que dice?». En este sentido, el maestro de seminario debe ayudar a los estudiantes a distinguir entre la pregunta: «¿cuánto logra conmovernos esta obra de arte?», y la otra pregunta: «¿hacia qué fin nos mueve esta obra de arte?». Autores tales como Milton o Nietzsche pueden conmovernos poderosamente, pero puede que lo hagan no hacia la Belleza y el Bien.

3. El maestro y el textoNuestra investigación de las fases del seminario ha dejado en evidencia que, incluso en el modo seminario, en el que se da una gran supremacía al texto, el texto no puede ser supremo en un sentido último. Y esto es incluso más cierto todavía en el caso del tutorial y de la lección, ya que están ordenados directamente a la consideración de la verdad de las cosas, no a los libros que se emplean para investigarla.

En efecto, aún en el caso en que un texto no contenga nada sino la verdad, como es el caso de las Sagradas Escrituras, es necesario que haya una autoridad viviente que sea garantía de interpretación de la verdad que el texto en sí contiene. Los libros no pueden ser sus propios intérpretes. Tampoco pueden actuar como maestros que enseñan su verdad. Son, más bien, instrumentos del arte de enseñar y de ningún modo pueden sustituir a un maestro. Ningún objeto se explica, interpreta o valida a sí mismo, especialmente un libro. Lo que interpreta y explica es una inteligencia. Es un hecho elocuente que algunos de los grandes maestros de la humanidad, tales como Sócrates o Jesucristo, no dejaron ningún escrito.

Sólo una inteligencia recta y viviente, que ha sido refinada y perfeccionada por la experiencia y el diálogo sostenido con los demás, es un maestro para los otros. Por supuesto, tal persona debe, ordinariamente, haber leído una vasta serie de libros, de modo sistemático y profundo. Pero, más allá de su amplio conocimiento de libros, lo que resulta más importante en un maestro es que pueda demostrar, defender y transmitir oralmente su erudición.

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Además, un maestro debe apoyarse sobre una tradición intelectual perdurable, de valor universal y objetivo, capaz de reconocer el valor de un libro desde el punto de vista de un todo racional, o cuerpo ordenado de verdades perennes; es decir, una sabiduría probada y que puede justificarse, que a la vez es enriquecida y que excede la obra escrita de un hombre, y es por lo tanto capaz de juzgarla. Porque el terreno de la verdad se encuentra en definitiva en la naturaleza, la razón humana y la Razón Eterna, que transciende todos y cada uno de los productos de la pluma.

Habiendo dicho esto, debemos ahora reconocer el sentido correcto en el que debe afirmarse que el maestro debe subordinar su propia mente al texto. Después de todo, es razonable suponer que la mayoría de los maestros vivientes no posee tan profunda ni completamente el conocimiento de las cosas que poseían los grandes maestros, como Platón, Aristóteles, san Agustín, santo Tomás y, en general, los doctores de la Iglesia y los grandes científicos. Al estudiar sus obras, el maestro viviente debe ser dócil si desea alcanzar las verdades que él espera enseñar a su vez a otros.

Pero incluso en estos casos en que se esfuerza por formar su propia mente de acuerdo a los textos que enseñan mejor la verdad, un maestro, ordinariamente, depende de la dirección previa que él mismo ha recibido de otro maestro viviente. Porque la única razón por la que un hombre busca formar su mente de acuerdo a un texto dado es, sin duda, que tiene la convicción previa de que dicho texto se conforma a la verdad que le interesa investigar. ¿Pero cómo podría saber esto si no lo hubiese aprendido de otro?

Este punto nos lleva de nuevo a afirmar la superioridad del modo tutorial de enseñanza, en el que un texto sirve como instrumento de un maestro viviente, él mismo insertado en una tradición magisterial viviente, quien puede dirigirse a sus estudiantes en cualquier nivel de conocimiento en que los encuentre.

4. El maestro y los estudiantesNuestra reflexión nos ha llevado, como a tantos otros, a la paradoja de la enseñanza y sus consecuencias: para aprender algo de acuerdo al orden natural, debemos conocerlo en alguna medida de antemano; para poder tener un árbol, debemos antes tener de algún modo todo el árbol en una semilla.

¿Cómo podrías llegar a conocer algo si antes no tuvimos una cierta relación con ese objeto? Aprender algo nuevo y objetivo es comprenderlo intelectualmente. Pero para llevar a cabo el esfuerzo de comprender tenemos antes que reconocer que, en efecto, esa realidad merece nuestro esfuerzo y puede ser aprehendida por la mente. Y si esto es así, se sigue necesariamente que ya teníamos, antes de iniciar nuestra investigación, algún conocimiento rudimentario de la cosa. La correcta comprensión de esta paradoja tiene una importancia capital, porque sugiere que hay un orden natural en la mente y, por lo tanto, en el orden del conocimiento, que es de acuerdo a la razón y a la naturaleza. Y es esto lo que a su vez establece los límites de todo el campo de la enseñanza y de la pedagogía.

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Volvamos ahora sobre la relación entre el maestro y el estudiante. Por lo general, un alumno no tiene ni la experiencia, ni la vasta lectura, ni el todo intelectual de un maestro. Abandonado a sus solos esfuerzos para descifrar las obras de los grandes autores, incluso asumiendo que él ya sabe cuáles son esas grandes obras a estudiar, y aunque le diéramos muchísimo tiempo, en la mayor parte de los casos languidecería en una mezcla de perspicacia con los errores habituales debidos a los vagabundeos de un gusto rústico y de hábitos intelectuales incipientes.

Ahora bien, no es únicamente importante que un estudiante llegue a pensar por sí mismo. Es aún más importante que aprenda a pensar correctamente. Y esto último implica una familiaridad «guiada» con las verdades más altas, resultado de la larga y ardua investigación de la realidad que ha llevado adelante la humanidad, así como la probada habilidad de someter la inteligencia y el uso de esas verdades humanas al servicio de la Verdad.

En otras palabras, si no hay un maestro que la cultive, la mente de un estudiante es un campo de flores salvajes mezcladas –si no ahogadas– por los yuyos de las apariencias y el error. Los brotes de conocimiento genuino surgen cuando el campo está limpio y expuesto a los rayos del sol, arado e irrigado por alguien –un verdadero maestro– que conoce su arte. Las semillas y brotes del conocimiento están, por naturaleza, dentro del estudiante; pero necesitan experiencia y el arte de la enseñanza para llegar a madurar el buen fruto del aprendizaje en serio. En esta esfera, también, el arte y la naturaleza trabajan juntos para alcanzar los fines a los que está ordenada la naturaleza, pero que la naturaleza tendría dificultades en alcanzar sin ese guía que, en relación a la naturaleza, es tanto aprendiz como maestro.

Por otra parte, no importa lo hábil que sea un maestro, ni los modos de enseñanza que emplee; la adquisición de conocimiento y la formación de hábitos intelectuales y morales –necesarios para la adquisición de ese conocimiento– dependen en última instancia de la receptividad y de la buena voluntad del estudiante. El maestro, a su vez, si da un buen ejemplo, puede ayudar al estudiante a adquirir esos hábitos. Verdaderamente, pues, los maestros deben ser ellos mismos estudiantes de aquellas cosas que no conocen, no sólo para poder seguir aprendiendo, sino para ofrecer un ejemplo viviente para sus alumnos. Es útil repetir aquí que los maestros deben exhibir en ellos mismos los hábitos que ellos desean ver en sus discípulos.

En los Diálogos platónicos vemos reproducciones ejemplares de conversaciones filosóficas entre jóvenes estudiantes que poseen los hábitos que debemos promover en nuestros alumnos. Los mejores entre estos estudiantes son Simio y Cebes, en el Fedo, Glauco y Adeimanto, en La República, el joven Sócrates, en el Parménides, y Teeteto, en el diálogo que lleva su nombre. Teeteto, un joven acerca del cual Sócrates profetizó un gran futuro, es quizás el mejor modelo entre todos ellos, ya que combina características que aparentemente son difíciles de armonizar: es, a la vez, valiente y paciente; es audaz, pero dócil. Sócrates también elogia a Teeteto por su sentido de la admiración, el rasgo característico de un filósofo. Más importante aún, Teeteto está dispuesto a matar sus propias ideas cuando descubre que las opiniones a las que ha dado origen, bajo la influencia partera socrática, carecen de la verdad viviente.

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Si aquellos sabios que no se beneficiaron de la revelación divina comprendieron la necesidad de la humildad intelectual a tal punto que señalaron quienes buscan la verdad deben practicar «una discusión benevolente por el uso de preguntas y respuestas, sin envidias» (Platón)9, cuánto más nosotros, católicos, debemos cuidarnos con mayor esmero para evitar los peligros enceguecedores de la soberbia intelectual. Gracias a la revelación, sabemos dónde buscar el remedio para un mal tan grande: el amor divino, acerca del cual la inteligente pluma de San Pablo escribe: «El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta»10.

9 Séptima Carta, 344b.10 1 Cor 13:4-7.

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