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Elementos de Estética musical por Hugo Riemann

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BIBLIOTECA CIENTÍFICO-FILOSÓFICA

ELEMENTOS

DE

Estética Musical POR

Hugo Riemann Profesor extraordinario en la Univers idad de Leipzig.

VERSIÓN ESPAÑOLA

MADRID D A N I E L J O R R O , E D I T O R

23, CALLE DE LA PAZ, 23 i s i -a

39169 9 • /

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BIBLIOTECA INTERNACIONAL

DE

P S I C O L O G Í A E X P E R I M E N T A L

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C l a p a r é d e . — L A ASOCIACIÓN D E LAS IDEAS. Traducción de Do­m i n g o Barnés . Con figuras. Madrid, 1907.

C u v e r . — L A MÍMICA. Traducción de Alejandro Miquis. Con 75 figuras. Madrid, 1906.

Dugas .—L A IMAGINACIÓN. Traducción del Dr. César Juarros . Madrid, 1905.

Dupra t .— L A MORAL. Fundamentos ps ico-socio lógicos de una conducta racional . Traducción de Ricardo Rubio. Madrid, 1905.

Qrasse t .— E L HIPNOTISMO Y LA SUGESTIÓN. Traducido por Eduardo García del Real . Con figuras. Madrid, 1906.

M a l a p e r t . — E L CARÁCTER. Traducido por José María González. Madrid, 1905.

M a r c h a n d . — E L GUSTO. Traducción de Alejo García Góngora. Con 33 figuras. Madrid, 1906.

Marie (Dr. A . ) — L A DEMENCIA. Traducción de A n s e l m o Gonzá­lez. Con figuras. Madrid, 1908.

N u e l . — L A VISIÓN. Traducida por el Dr. Víctor Martín. Con 22 figuras. Madrid, 1905.

P a u l h a n . - L A VOLUNTAD. Traducción de Ricardo Rubio. Ma­drid, 1905.

Pi l lsbury .—L A ATENCIÓN. Traducc ión de D o m i n g o Barnés. Ma­drid, 1910.

Pitres y Rég is .— L A S OBSESIONES Y LOS IMPULSOS. Traducido por José María González. Madrid, 1910.

Serg i .— L A S EMOCIONES. Traducido por Jul ián Besteiro. Con figuras. Madrid, 1906.

Toulouse, Vaschide y Pieron.—TÉCNICA D E PSICOLOGÍA EXPERI­MENTAL. (Examen de sujetos). Traducc ión de Ricardo Rubio, con figuras. Madrid, 1906.

Van B i e r v l i e t . — L A MEMORIA. Traducido por Martín N a v a r r o . Madrid, 1905.

Vigouroux y J u q u e l i e r . — E L CONTAGIO MENTAL. Traducción del Dr. César Juarros . Madrid, 1914.

W o o d w o r t h . — E L MOVIMIENTO. Traducción de D o m i n g o Vaca. Con figuras. Madrid, 1907. Constan estos v o l ú m e n e s de t o m o s de 350 á 500 páginas,

tamaño 19 X 12 cent ímetros , a lgunos con figuras en el t ex to .

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ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL PRECIO EN RÚSTICA 5 PJ5535TAS

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— Nuevos paseos arqueológicos.—La quinta de Horacio .—Las tumbas e truscas de Corneto.—La Eneida de Virgi l io . Tra­ducción española de D o m i n g o Vaca. Madrid, 1913. (Ta­maño 19 X 12.) 4 pesetas .

Bücher (K.) Trabajo y Ritmo— Traducción directa del a l e m á n de J. Pérez Bances . Madrid, 1914. I lustrada con numero­sos grabados y l áminas aparte. (Tamaño 23 X !£>)• 7 ptas.

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Crép ieux-Jamin (J.) — La escritura y el carácter.—Traducción de A n s e l m o González . Con 232 figuras en e l texto . Ma :

drid, 1908. (Tamaño 23 X 15). 7 pesetas . F e r r e r o . - - Grandeza y decadencia de Roma.— Traducc ión de

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Guignebert (Carlos).—Manual de Historia antigua del Cristia­nismo.—-Los or ígenes .—Vers ión española de Amér ico Cas­tro. Madrid, 1910. (Tamaño, 19 X 12 ) 4 pesetas .

!ftege\.—Estética.—Versión cas te l lana de la s egunda edic ión de Ch. Benard, por H. Giner de l o s Ríos . (Obra premiada por la Academia Francesa. ) Madrid, 1908. D o s tomos . ( T a m a ­ño 23 X 15)-15 pesetas .

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ELEMENTOS

D E

Estética Musical POR

Hugo Riemann Profesor extraordinario en la Universidad de Leipzig.

VERSIÓN ESPAÑOLA

MADRID D A N I E L J O R R O , E D I T O R

23, CALLE BE LA PAZ, 23

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ES PROPIEDAD

6.404.—Tipolit. de L u i s Eaure, A l o n s o Cano, 15.—Madrid.

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P R Ó L O G O

Para aquellos autores que conozcan mis ante­riores escritos sobre la teoría y estética de la mú­sica, poco se ofrecerá realmente nuevo en la pre­sente obra.

Sin embargo, espero complacerles, presentán­doles aquí, reunidos y ordenados, todos mis dis­persos escritos sobre este asunto.

Sirva de justificación a la empresa que acome­to, la circunstancia de que, hasta ahora, no ha sido por nadie intentada una exposición sistemática de los elementos de la estética musical, antes bien, los manuales de estética musical se desentendían por completo de la explicación de los principios fundamentales de la misma, pasando desde luego, al complicado terreno de las aplicaciones prác­ticas.

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VI PRÓLOGO

Es de notar, además, la escasez de esta clase de obras. Si no me he referido al libro del Dr. Fe­derico de Hausegger La Música como medio de expresión (1885), la comunidad aparente de puntos de vista respecto de la esencia de la música de mi obra con la suya, requiere una explicación; sirva de tal la circunstancia de que toda la finalidad es completamente opuesta a la de la obra de Hauseg­ger, pudiendo considerarse la primera como un en­sayo de refutación de la segunda.

Jamás se le ha ocurrido a Hausegger llegar a una concepción de la música por la música, de la música absoluta, con personalidad y dignidad propias.

Ahora bien, para nosotros, y para todo verda­dero amante del arte de Bach y de Beethoven, es esta una verdadera necesidad de nuestro tiempo, que tan excesiva estimación concede a la música de programa y de ópera. Por otra parte, si mis ob­servaciones son de una naturaleza predominante elemental, creo que servirán para desembarazar el camino que conduce al mundo maravilloso de la verdadera música, de la música pura.

Las aplicaciones prácticas, así como la amplia­ción de determinados puntos particulares, hubieran sido más fáciles de hacer que de evitar; así se ha­llarán diseminadas por toda mi obra las indicado-

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PRÓLOGO VII

nes conducentes a obtener los medios pictóricos e ilustrativos de la música, pero también se hallará en ella, como pensamiento fundamental, la demos­tración de que este no es su fin supremo. Otros, que no el autor, son los llamados a decidir si tal pensamiento ha conseguido hallar en la presente obra expresión bastante convincente.

Leipzig, 11 de Mayo de 1900.

DR. HUGO RIEMANN.

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C^VIPÍTTXILO PRIMBKO

La estética.

El presente eBtudio se propone ciar una idea general de los más importantes problemas de la estética musi­cal, indicando a la vez las soluciones que a dichos pro­blemas hemos conseguido encontrar. Pero no es este un cuadro histórico, sino sistemático, aun cuando no se trate en modo alguno de un «sistema» completo cuyo examen pusiera de manifiesto cada uno de sus detalles. Partiendo de los primeros elementos de cada problema, nuestra teoría estética se irá elaborando poco a poco; mejor que descender de lo general a lo particular, lo que haremos será elevarnos por grados, de los hechos par­ticulares a las grandes leyes generales.

La estética musical es una parte de la estética gene­ral, esto es, la parte que se ocupa especialmente del arte de los sonidos. Por tanto, para tener conciencia del un que perseguimos en nuestras investigaciones, es preciso que delimitemos, ante todo, la significación de la palabra estética. Esta denominación, si tenemos en cuen­ta el conjunto de conocimientos a los cuales se aplica, no es ciertamente de origen antiguo como podría supo-

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2 ELEMENTOS D E ESTÉTICA MUSICAL

nerse en el primer momento. Alejandro Baumgartner fue quien, en el siglo xvm, enriqueció con dicha palabra la terminología de los filósofos, en su obra escrita en latín y titulada: Aesfíielica (1750, II parte, 1758). Pero es evidente que el filósofo alemán se inspiró, para la elec­ción de este término, en la disertación de Aristóteles:

El elemento nuevo, en la obra de Baumgartner, no consiste ni en el estudio de los problemas de la sensibilidad ni en el ensayo de una teoría general de lo bello, sino en la oposición de las teorías del conocimiento sensorial y del conocimiento intelectual, dicho de otra manera, ele la estética y de la lógica. El conocimiento sensorial fue considerado, prime­ramente, como menos perfecto, porque no alcanza la precisión absoluta de un concepto, sino que obra sobre juicios irreductibles. Pronto se transformó la nueva teo­ría, insensiblemente, hasta el punto de pretender que este más allá de la noción precisa constituye un carácter, no de inferioridad, sino todo lo contrario, de superiori­dad. El «menosprecio de su asunto», que H. Lotze r e ­vela en su Historia de la estética en Alemania, se trocó en un menosprecio no menos grande del conocimiento inte­lectual comparado con las emanaciones de la imagina­ción artística. Una tercera fase de la evolución de la estética trajo, por último, una especie de equilibrio y estableció el contacto entre las ciencias estéticas y las ciencias lógicas, por medio del examen minucioso de los elementos de nuestras sensaciones. En la época del r o ­manticismo, la estética se perdía en el dominio amorfo de la fantasía; amenazaba convertirse en una ciencia de pura forma por la aplicación de la teoría a la investiga­ción de los elementos formales de la impresión estética. Pero a medida que, en nuestros días, profundizáronse los estudios preliminares de la psicología, la atención se dirigió a la esencia misma, a los factores directos de la impresión estética y, por último, la sutil distinción

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LA ESTÉTICA 3

establecida entre los efectos directos o inmediatos y los efectos indirectos o mediatos, permitió la elaboración de un sistema muy complejo, cuyas diferentes partes se justifican, se condicionan y se completan recíproca­mente.

Si de una manera general, la estética tiene por ob­jeto primero el estudio de las percepciones de nuestros sentidos, hecha abstracción de la razón analítica, así como el de los juicios que en dichas percepciones están implícitamente contenidos, hay que convenir en que ex­cluir de ella el estudio de la naturaleza para atenerse únicamente al estudio del arte, es limitar demasiado su dominio. Esta limitación es indispensable, si no conside­ramos de la estética general más que la parte que se relaciona especialmente con la música; pero no es, ha­blando propiamente, ni completamente natural, ni com­pletamente practicable. Es, en efecto, evidente que si, como toda estética, la teoría de la belleza artística se propone el examen de las formas y de los hechos del conocimiento sensorial, de la percepción, no podría des­cubrir otras causas ni otros efectos que los que nos re­vela la estética general. Es más, siempre se referiría a la naturaleza que el arte traspone o crea de nuevo como al fundamento variable sobre el cual su edificio se eleva con seguridad. Sin embargo, la estética, en cuanto doc­trina artística, puede restringir su campo de estudio, abandonando a las ciencias naturales la tarea de deter­minar ciertos hechos elementales de la función de los sentidos; toma estos hechos como otros tantos axiomas y se reserva el cuidado de investigar las aplicaciones es­peciales que las leyes naturales.reciben en el dominio de la creación artística. La física, la fisiología y la psicolo­gía, entre otras, deberán elucidar las relaciones que existen entre la sensación y sus causas; deberán esta­blecer la naturaleza y las facultades de los órganos de los sentidos, los límites de diferenciación de impresio-

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nes simultáneas o sucesivas y también las diversas in­fluencias a que está sometida toda excitación. Y la esté­tica considerará como adquirido el resultado de sus in­vestigaciones, por lo menos tanto cuanto lo necesite; puede hacerlo con el mismo título que admite las leyes de la lógica y las respeta sin discutirlas por su propia cuenta. De este mismo modo, la teoría de lo bello opera, sin más, sobre los datos de la mecánica y de las mate­máticas, y adopta como fenómenos conocidos la refrac­ción de la luz o la complejidad (serie armónica) del so­nido musical. Por lo mismo que excluye toda investiga­ción particular hecha ya en otros dominios, la estética llega a ser una ciencia especial que forma un todo bien completo.

La estética, en el sentido estricto de la palabra, es decir, la teoría de la belleza artística, se limita, pues, al examen exclusivo de la obra de arte y de la impresión de arte; muestra las condiciones de su existencia y su formación legítima en sí misma; analiza, en fin, en sus correlaciones, los elementos de su acción sobre el e s ­pectador o sobre el oyente. Hay que excluir también del dominio de la estética toda la parte puramente técnica de la elaboración de una obra de arte, todo lo que r e ­cuerda la lucha del creador con los procedimientos uti­lizados para la materialización de su idea. Desdeñare­mos, por ejemplo, en arquitectura, la talla y la ensam­bladura de las piedras, así como los cimientos y el anda­miaje; en pintura, la mezcla de los colores, el bosquejo y el barnizado, así como la perspectiva y, de una mane­ra general, la corrección del dibujo; en música, la teoría de la escritura propiamente dicha, la armonía, el con­trapunto, como, por lo demás, el estudio de la exten­sión de los instrumentos y de los procedimientos espe­ciales de notación para cada uno de ellos; en poesía, por último, las leyes de la versificación, así como la gramá­tica y la sintaxis de la lengua, etc., etc. Cada uno de

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LA ESTÉTICA 5

estos procedimientos puede muy bien ser objeto de ob­servaciones especiales en un estudio de estética, sobre todo cuando la imperfección de la técnica deja un espa­cio sensible entre la intención y la realización, entre la idea y la forma; pero también en este punto la estética acepta cada teoría particular como un dato preestable­cido y de que puede hacer uso sin detenerse en su justi­ficación preliminar.

Fechner dice muy bien que toda obra de arte es, en último análisis, una libre manifestación del espíritu (1); por esto la contemplación de tal obra es un hecho de experiencia cuyo efecto,, si admitimos el máximum de sensibilidad de los órganos perceptores, varía de inten­sidad, no solamente según el poder de la voluntad, sino también según las facultades de realización del creador. El más leve defecto del aparato técnico puede dar al traste con la integridad de la ilusión, y pone a veces en lugar de «la libre manifestación del espíritu», la ridicula tentativa de una creación infortunada. La importancia considerable de toda la parte técnica del arte lleva for­zosamente a la estética a preocuparse de ella más de lo que parece reclamarlo su destino primordial.

La estética no es, pues, una enseñanza del arte, sino una filosofía del arte; se propone favorecer, no la habi­lidad técnica, sino la comprensión de la obra artística. Por lo mismo es igualmente útil al que está dotado de facultades creadoras y al encargado de la interpretación de la obra de arte, en tanto ésta tiene necesidad de él como sucede con la música y con el arte dramático. Es más indispensable aun, pues, en la mayor parte de los casos a aquél que quiere gozar sencilla, pero plenamente de la contemplación de la obra de arte. Por el análisis de los procedimientos de expresión y de los modos de acción de que dispone el arte, la estética deberá genera-

(1) Vorschule der Aesthetik (1876), II, pág. 43.

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lizar y diversificar el empleo de los primeros, profundi­zar y aumentar el alcance de los segundos. El temor de que tal análisis pueda restringir, en cualquier medida, la libertad de creación o de interpretación artísticas, carece de todo fundamento. Y este análisis no podría tampoco turbar n i falsear el juicio en materia de arte; todo lo contrario, serviría (a condición de que esté libre de todo prejuicio), para desarrollar en más alto grado la libre manifestación de las fuerzas intelectuales que están en juego. Nadie puede pretender que una sólida instruc­ción técnica sea, para el artista, una traba; ella es la que le da la libertad. Del mismo modo, algunos conoci­mientos técnicos, lejos de perjudicar a quien no preten­de sino gozar con la obra de arte, le hace más apto para seguir el pensamiento del creador en su audaz vuelo. Del mismo modo también, la contemplación estética de la obra de arte no puede ser (en cuanto alta gimnasia intelectual), sino una preparación excelente para la apre­ciación y la solución de las más diversas cuestiones ar­tísticas.

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CAPÍTULO II

Ei arte.

Hemos dejado sentado, en lo anteriormente dicho, que la estética de la música es una parte de la estética general. Trátase ahora, para mejor definir el objeto de nuestras investigaciones, de fijar la noción de arte en general. En efecto, al declarar con Fechner, que la obra de arte es una libre manifestación del espíritu, no he pretendido dar una definición total de la naturaleza misma del arte. Toda manifestación del espíritu no es obra de arte; pero Fechner ha designado muy bien, con estas palabras, dos de las cualidades esenciales de toda obra de arte verdadera. La noción de «libertad», tanto como la de homogeneidad que entraña la palabra mani­festación, son caracteres distintivos del arte. Notemos que no se trata aquí de la historia del arte, sino única­mente del arte en estado de completo desarrollo; no ten­dremos, por tanto, que preocuparnos de saber, por ejem­plo, si el pastor que primero que nadie dio una forma agradable a su cayada o a su vaso, es o no el inventor de la escultura (1). Pero sí sabemos una cosa de cierto:

(1) Sulzer. Theor ie der Schoenen Kuenste. art ículo Kuenste .

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el goce que proporciona la forma rebasa las exigencias de la simple necesidad; pero falta también aquí, para que realmente se pueda hablar de arte, el valor del con­tenido, falta una idea cuya forma no sea más que su materialización. Por lo menos, lo que el artista primiti­vo quería representar y representaba, en último término, bien o mal, nos parece harto sencillo y rudimentario para que lo podamos considerar como una manifesta­ción artística. Este ejemplo, sin embargo, nos abre el camino para llegar a una definición satisfactoria de la noción de arte. Esta noción implica, ante todo, la volun­tad de dar una forma al pensamiento, la necesidad de crear; implica también la manifestación del sentido de delimitación formal del objeto de la creación; por últi­mo, la completa realización de la intención, la materia­lización total de la idea por la forma.

Las artes, consideradas aisladamente, se distinguen las unas de las otras primeramente por los materiales que el artista maneja, luego por el hecho de que unas imitan la Naturaleza, mientras que otras crean libremen­te. Sin embargo, la imitación servil de la Naturaleza ya no se considera hoy como dentro del territorio del arte. Exigimos que el artista cree, aún cuando (retratista, paisajista o estatuario), se proponga imitar la Naturale­za, le pedimos más que una reproducción mecánica del objeto, buscamos en su obra una concepción individual, una idealización, tomando este último término, no en el sentido de generalización o de adaptación a principios de belleza ideal, sino en el sentido de una penetración total del objeto transfigurado en noción. De este modo la creación tiene su origen en el espíritu mismo del ar­tista. La confección de un retrato o de una estatua debe simplemente permitir al pintor o al escultor precisar, por una contemplación sostenida y siempre renovada, la imagen ideal de la persona que quiere representar. En­tonces no tendremos la imagen de un instante (instan-

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E L ARTE 9

tánea) que suministra la fotografía, sino todo el ser, tal como la imaginación del artista le crea de nuevo en cierto modo. Del mismo modo, el paisajista no pinta un trozo de la Naturaleza tal como es, sino tal como le ve. La actividad creadora aparece más evidente aun cuando se trata de la invención de un paisaje o de un personaje; el artista está, sí, obligado a tomar los modelos de la Naturaleza, pero puede combinar los elementos a su gusto. Este procedimiento aleja cada vez más al arte de la Naturaleza, le conduce finalmente a la arquitectura, cuyos datos tomados a la Naturaleza no se reconocen sino por una especie de analogía, a la música que casi está liberada de toda conexión con la Naturaleza, a la poesía lírica y narrativa, en fin, que se limita a desper­tar representaciones del mundo sensible por medio de los símbolos puramente convencionales de las palabras. Un estético olvidado hoy, Esteban Schutz, supo carac­terizar a maravilla, a principios del siglo xix, la esencia misma del arte (1): «El arte—dice—cualquiera que sea, no se ocupa nunca del objeto mismo, sino únicamente de la representación del objeto. No expresa el mundo mismo en cuanto es, sino solamente en cuanto es consi­derado por un espíritu y concebido por la imaginación Toda obra de arte tiene por fin renovar la impresión que el objeto produce sobre la imaginación del artista; éste se esfuerza en expresar su impresión ele manera a hacer que participe de ella cada uno con la mayor verdad y belleza posibles. El arte tiende a la alta vida espiritual que encierra el mundo expresado por él, y tiende a este fin, no en la medida en que este mundo hiere solamente los sentidos, sino en la medida en que penetra en el alma y es fuente de emoción. Por poco que se quiera penetrar hasta el centro íntimo del arte, no puede ya tratarse de

(1) Su ensayo fue reproducido por Godofredo Weber, en el fascículo 9, pág. 18 de la Oaecilia (1825).

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un mundo exterior y de un mundo interior, puesto que dicha vida espiritual se renueva en la idea y suministra una actividad a la imaginación. Cualquiera que sea la fuente de la emoción externa o interna, la imaginación se apodera de ella como dueña absoluta. La sensación más viva, en el dominio del arte, no debe incitarnos a la acción, debe traducirse en una representación que com­binada con otras, bajo el imperio de la imaginación, se manifiesta en belleza». Más adelante, Schutz afirma tam­bién que para convertirse en partes integrantes de la obra de arte, todos los elementos tomados a la realidad deben estar «sumergidos en una atmósfera de sensibili­dad», que deben llevar el sello de una concepción espe­cial que se impone, no para dar menos que la realidad, sino para hacer penetrar hasta la esencia misma de esta realidad. La ilusión de la belleza o la ilusión en la belle­za, no tiene otro fin que el de una verdad a la vez pro­funda y más general. Por consiguiente, toda forma ex­terior, en arte, está al servicio-de la representación in­terior de la idea. Este es el fin del arte, es su principio y su término, su esencia propia, su realidad espiritual.

Todas las artes tienen de común, que expresan una idea por medio de formas perceptibles para la vista o para el oído. Estas formas se desarrollan ya en el espa­cio, ya en el tiempo, a menos que, dispuestas en el e s ­pacio, se transformen en el tiempo. En cuanto a la idea, resulta de una visión interior que es unas veces simple reflejo de un objeto perceptible a nuestros sentidos, en el espejo de la imaginación artística, y otras producto directo de esta imaginación. Por su objetivación en la obra de arte, la idea está fijada y desde ahora es accesi­ble a las percepciones sensoriales de otros individuos. La capacidad de transfigurar en arte tales ideas, o de producirlas espontáneamente por la imaginación, supo­ne facultades de realización artística innatas y muy acentuadas; al conjunto de estas facultades se da el

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EL ARTE 11 nombre de talento, o cuando se encuentran en un grado eminente, el de genio. La experiencia prueba que, en general, las disposiciones especiales para un arte van unidas a una intensa necesidad de apropiación de la téc­nica indispensable para la realización de la idea; las di­ficultades que ofrece este estudio son entonces vencidas sin trabajo alguno. Pero sucede también que, por conse­cuencia de la educación o de disposiciones fisiológicas favorables, el material técnico se adquiere en alto grado, mientras que la imaginación creadora falta por comple­to; la imitación estéril y sin vida, la rutina técnica, que ocupan desgraciadamente una parte considerable en la práctica de las artes todas, son el resultado de esta des­proporción entre la inspiración y la ciencia. Es raro que un verdadero talento o que un genio verdaderamente productivo, no llegue a dominar la técnica de su arte y que malgasten así sus fuerzas en explosiones inoportu­nas de su necesidad de crear.

Podemos dividir las artes en dos grandes clases, se­gún que realicen la idea por medio de formas percepti -bles por la vista, o que la expresen por medio de soni­dos perceptibles por el oído. La primera de estas clases se revela inmediatamente como la más vasta, o por lo menos, como la más rica en datos que necesitan de con­sideraciones estéticas especiales, al mismo tiempo que la fijación de grandes categorías precisamente delimita­das. A ella pertenecen, la arquitectura, la escultura, la pintura y la mímica (incluida la orquéstica), llamadas también artes plásticas. El dominio de las sensaciones del oído comprende, las artes oratorias: música y poe­sía, pero esta última solamente en tanto que no está unida (bajo la forma de drama) a la mímica. Si, por otra parte, se dividen las artes tomando como base las nociones de espacio y de tiempo, se obtiene una ag ru ­pación análoga a la anterior, pero el número de las a r ­tes mixtas (es decir, que pertenecen simultáneamente a

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dos subdivisiones) aumenta notablemente. La pantomi­ma y la danza vienen a colocarse al lado de la poesía dramática, entre las artes cuyas formas se manifiestan a la vez en el espacio y en el tiempo. No queda, pues ?

propiamente hablando, en el grupo de las artes del es­pacio, más que la arquitectura (en el sentido más amplio del término, comprendiendo, por ejemplo, el arte de la jardinería), la escultura y Ja pintura. Y de las dos artes del tiempo, una de ellas, la poesía, obra de una manera completamente indirecta, pues el conjunto de los proce­dimientos de representación, que forma el lenguaje, sólo excepcionalmente está dotado de poder expresivo absoluto. La significación de las palabras es general­mente convencional; todo lo más, los vocablos son a ve­ces símbolos, destinados a hacer comprender fácilmen­te, no solamente el conjunto de los fenómenos accesi­bles a la vista y al oído, sino también las concepciones abstractas del mundo transcendental. La poesía provo­ca, por el medio indirecto de la descripción, impresio­nes visuales y auditivas de todo género, expresa esta­dos de alma, así como ciertas evoluciones de los senti­mientos; es pues, cualquiera que sea la forma de clasifi­cación adoptada, un arte mixto. La poesía es a la vez pintura y arquitectura; además es música y no se limita a serlo inderectamente, sino que lo es de una manera in­mediata, por los elementos sonoros y rítmicos inherentes al lenguaje mismo. Por último, la poesía participa ente­ramente de la misma propiedad que la música, de no po­der manifestarse más que en el tiempo; la elocución de una sola palabra exige ya, en cuanto manifestación sonora más o menos compleja, un determinado «tiem­po», igualmente que la aparición del más insignificante motivo musical. Por otra parte, es imposible, en músi­ca, arte, en apariencia el más íntimamente ligado al tiempo, hacer abstracción total de la noción del espacio. Por el momento, me limitaré a llamar la atención sobre

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algunos términos, que por lo menos, se derivan de esta noción: se dice, por ejemplo, de una melodía, que «sube» o que «desciende»; de una armonía que es «larga» o «estrecha»; se habla a propósito de polifonía, de voces que se «alejan» o que «marchan al encuentro unas de otras», y por último, de una manera general, de alto y iajo. La música no ignora una tercera dimensión; la «progresión» y el «retroceso», sin recurrir a las asocia­ciones secundarias, ni a ninguna característica intencio­nal, son valores estéticos indispensable al arte mu­sical.

Así, toda tentativa de división de las artes en diver­sas categorías bien definidas, es vana; la arquitectura y la pintura mismas están muertas, y son inexpresivas, si la noción del tiempo no se liga en cierto modo con la del espacio. Se comprueba con esto, pues, en resumidas cuentas, que todas las artes resultan, en sus manifesta­ciones formales, de la combinación de las nociones del espacio y del tiempo. La arquitectura no es completa­mente inmóvil, sino para el espectador privado de ima­ginación; del mismo modo, la fijación de un momento, en la pintura y la escultura, no es sensible más que para el observador desprovisto de sentido artístico, mien­tras que no existe ni siquiera, en apariencia, para el ser imaginativo. En lo que se refiere a la música, es lo cier­to, que aún para el oyente dotado de facultades medio­cres percibirá, no solemente una marcha constante, sino la alternancia de pasajes ampliamente expuestos o tranquilamente desarrollados, con todas las variantes imaginables de movimientos.

No puedo menos de mencionar, a este propósito, una observación de Lotze (1), suscitada por la tesis de Her-der sobre el simbolismo de todo lo que pertenece al do­

l í) Geschicbe der Aesthetík in Deutschland (1868, págs . 75 y si­guientes .

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minio de lo bello: «Nuestra concepción del espacio se encuentra traspuesta por interpretaciones del objeto de la visión, en cuanto movimiento o resultado de las fuer­zas, de tal modo, que el juicio estético que consideraría formas geométricas como puramente geométricas, sería una abstracción completamente irrealizable. Esta inter­pretación ha llegado a deslizarse en la terminología de las ciencias exactas, que no podrían prescindir de la «dirección», del «curso» de líneas «convergentes», otros tantos términos corrientes que hacen del movimiento de ormación de las líneas una cualidad constante de la línea

existente». Más adelante, añade Lotze, que si se consi­dera la simetría «el elemento estético activo no es tanto la proporción como el equilibrio de las partes». Ahora bien, no podemos hablar de equilibrio si no sabemos nada de esas formas que movilizan la materia en el es-, pació, y por las cuales cada relación de situación (por diversas que puedan ser estas relaciones), aun cada línea, nos parecen vivas, en cuanto son expresión y for­ma de acción de dichas fuerzas. Este llamamiento del mundo concreto penetra toda nuestra percepción del espacio; él y sus interpretaciones son los que dirigen, aún sin tener conciencia de ello, a aquéllos que preten­den encontrar un interés estético en la geometría pura, es decir, a las relaciones del espacio privadas de toda interpretación física... Es cierto que para nuestro sen­timiento intuitivo, el espacio está orientado. El conoci­miento de la gravedad ha hecho de la vertical y de la horizontal, que no tienen en geometría más que un sen­tido relativo, direcciones diferentes y fijas, de un valor estético determinado. Toda línea oblicua o curva es la expresión de un movimiento ascendente o descendente, cuya fuerza constante o variable está bien definida; este movimiento pasa del sentido, en el cual la ley de la gra­vedad obra, a aquél en que no obra. «Por último, insiste Lotze,. como Herder, sobre el hecho de que estas «inter-

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prefaciones» no son posibles sino por el establecimiento continuo de relaciones con nuestro yo». Tienen—dice Herder—una importancia especial para el mantenimien­to de nuestro estado y de nuestro bienestar (1), loque Lotze expresa finalmente, también cuando habla de «pe­netración en las alternativas del bien y del mal, que son lo peculiar de las cosas en movimiento y de las cosas equilibradas por el hecho de su estado de reposo». Nos veremos obligados a reconocer cada vez más que «la penetración del objeto por el sujeto es el principio fun­damental, la causa primera de todo goce estético». Pero Lotze parece extraviarse cuando considera este hecho como un fenómeno de asociación; no habría entonces nada de efecto directo, de «factor elemental», para ha­blar como Fechner. Yo daría, en todo caso, un valor infi­nitamente menor que Lotze a la asociación de ideas, separando de las asociaciones secundarias todas estas «interpretaciones» de la terminología de Lotze, por las cuales las formas (espacio), tanto como los movimientos, no adquieren valor estético, sino por las manifestaciones ele la actividad espiritual, que penetran estas formas y ejecutan, en cierto modo, estos movimientos. No quedan, por lo tanto, como pertenecientes en realidad al dominio de la asociación de ideas, más que los conceptos que, suscitados por una sensación directa, hacen del objeto el símbolo de alguna concepción análoga, heterogénea en sí, pero que nuestra imaginación persigue. Ni la ani­mación de las líneas rígidas de la arquitectura, de la pintura, de la plástica, ni la fijación de los movimientos de la música en la imaginación bajo forma de concep­ciones de espacio (fenómeno que Lotze no admite), no son el resultado de asociaciones de ideas; por el contra­rio, toda descripción poética de la Naturaleza está redu­cida a esta especie de asociaciones, respecto de las cua-

(1) Kal l igone , I, pág. 40.

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les, el efecto directo de las sonoridades de lenguaje, vo­cales, rimas, acento retórico, etc., no desempeña más que un papel accesorio.

Llegaremos, pues, a comprobar que las artes deben ser consideradas cada una en los límites de sus condi­ciones de elaboración y de estructura. Se diferencian las unas de las otras, ante todo, por el elemento material de que se sirve el cuerpo humano vivo para la mímica, la imitación tangible de las formas corporales para la plástica, la apariencia coloreada de las formas para la pintura, su simple contorno a veces para el dibujo, las relaciones de las líneas para la arquitectura y la escul­tura que, a despecho de su aparente materialidad, no existen más que por la línea a la que la imaginación presta vida y movimiento, en fin, la vibración sonora para la música, manifestación sensorial inmediata de la fuerza vital que anima al hombre (1). Por otro lado, toda obra de arte, sin excepción alguna, es la expresión de un sentimiento humano, de un poco de la vida del alma; representa manifestaciones de la conciencia vital del hombre, manifestaciones que repercuten en el alma de los demás seres organizados de un modo semejante, y que, como tales, tienen un valor estético determinado. El arte es, en primer lugar, expresivo; se dirige a la hu-

(1) Véase también Schasler , Principios ele Estética, pág . 122: «La principal diferencia entre ia concepc ión espacial y tempo­ral no está constituida, en general , por la opos ic ión entre reposo y mov imiento , sino únicamente , por lo s imul táneo y suces ivo , lo cual es propio tanto de l o s órganos de la intuic ión (oído y vista), c o m o de las formas del f e n ó m e n o o de la exper ienc ia (t iempo y espacio)». Véase también pág. 30. A s i m i s m o pone de manif iesto Wundt (Elementos, págs . 194 y s iguientes) , la doble naturaleza de las representac iones , tanto de la vista c o m o del oído, cons iderán­dolas por comparac ión entre las s ensac iones in tens ivas (cualita­tivas) y ex tens ivas (cuantitativas). Sin embargo , m a n t i e n e la d is ­t inción entre l o s conceptos espac ia les y temporales .

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E L ARTE IT manidad entera, a la cual comunica su contenido; es una emanación de la voluntad viva, un acto, una manifesta­ción, algo completamente subjetivo. Sólo de una manera secundaria tiene la obra de arte una existencia en sí, separada de su creador, en cuanto objeto, es decir, en cuanto materia de concepción. Su naturaleza formal adquiere entonces toda su importancia y los signos de belleza llegan a ser en ella apreciables, mientras que el arte, en cuanto expresión, debe ser ante todo un home­naje a la verdad. Un tercer elemento del arte, la carac­terística, resulta de la reflexión, de la alusión consciente y voluntaria a otro «subjetivo» que el del artista. Supo­niendo que la técnica sea perfecta, toda expresión sub­jetiva es verdadera; en cambio, lá verdadera expresión de «otro sujeto propuesto» (la característica), dependerá de la facultad más o menos desarrollada en el artista, de cambiar su propia personalidad contra la del sujeto en cuestión o, por lo menos, de hacerla pasar a la indivi­dualidad de este sujeto. Este abandono casi constante de su individualidad propia es una condición esencial del arte del actor; lo mismo sucede, en la mayor parte de los casos, con el escultor y también con el pintor que deben, por decirlo así, ponerse en el lugar de cada per­sonaje de tal o de cual grupo, a fin de reproducir su ex­presión más característica. Partiendo de estos ejemplos sencillísimos, será fácil comprender lo que es la carac­terística en la serie de las demás artes: poesía, música, arquitectura. Al mismo tiempo veremos que si es indis­pensable a la mímica, la característica entra enjuego en la mímica, sólo cuando esta se alia a otras artes o cuan­do, como sucede con la arquitectura, persigue un fin es­pecial, un fin preciso.

Dedúcese de estas breves nociones, que si se quiere considerar la estética del arte, en su conjunto, como la teoría de la belleza, es absolutamente necesario dar a la noción de lo bello una significación muy general. Lotze

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afirma con razón (1), que la palabra «belleza» rio es más que un nombre colectivo por las muy diversas causas de la impresión estética; niega la posibilidad de establecer distinciones absolutas entre las nociones de sentimientos tales como «agradable», «bello» y «bueno». La estética comprende en su dominio, a la vez lo que es agradable a los sentidos y lo que no es más que un valor ótico (es decir, el bien); de lo contrario, el arte ignoraría las di­ferencias entre lo noble y lo vulgar, entre lo elevado y lo bajo. Las primeras palabras del himno de Schiller «a los artistas»:

Der Menschheit Wurde ist in eure H a n d gegeben , Bewahret sie (2).

establecen rectamente la relación entre la estética y la ética, entre la Belleza y el Bien, en cuanto imperativo categórico. Las emanaciones de la imaginación artística están sometidas a las apreciaciones más diversas, según el nivel ético en el cual se elaboran. Lo trivial y vulgar, aun revestidos de una bella forma, no pueden pretender ningún valor. La ética participa, en gran medida y en todas las artes, en las nociones de grandeza, nobleza, de lo trágico, de la ingenuidad, de la gracia y de la emoción. Aunque no sea posible probar con facilidad y evidencia iguales en todas las artes la existencia de estas categorías, el sentimiento no deja de percibirlas con igual certidumbre en cada caso especial; hasta se podría afirmar que esta percepción es la más neta, p re­cisamente en las artes en que la expresión por palabras, en que la prueba lógica es más difícil. Del hecho de que la expresión, la transmisión pura del pensamiento debe revestir una forma para pasar al estado de arte, se ha deducido falsamente la identidad de la forma y del con-

(1) Qeschichte der Aesthetik, etc., pág. 249. (2) La dignidad h u m a n a está en vues tras manos , custodiadla.

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tenido; así debemos considerarnos felices de que nuestra organización nos permita volver a traducir la forma en contenido, abstraer de nuevo el elemento formal, que no es más que el médium de la transmisión, de tal suerte, que el alma sensible del artista creador parece irradiar directamente en nosotros. Y lie aquí la solución del enigma que se propone, cuando preguntamos cómo es posible distinguir el arte falso del arte verdadero; éste crea formas que le son propias, el otro no es más que hipocresía, puesto que toma prestadas las formas bajo las cuales se manifiesta.

Terminaremos aquí nuestras consideraciones gene­rales sobre el arte, en su conjunto, y pasaremos ahora al análisis de los procedimientos de expresión del arte que constituye el objeto especial de este estudio, de la música. Un examen preliminar nos ha demostrado la necesidad de estudiar cada arte en su territorio particu­lar, pues la naturaleza misma de los elementos de mate­rialización de la idea determina los medios y el fin que el arte en cuestión debe elegir. Fácil es clasificar luego 1 os resultados de este análisis, agruparlos en un sistema de estética general de las artes; pero esto rebasa ya los límites que hemos impuesto a nuestro trabajo.

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CAPÍTULO III

La música.

Ningún arte parece más distante de la Naturaleza que la música. Esta observación fue formulada por Eduardo Hanslick, en un opúsculo que hizo, en su tiem­po, mucho ruido, y se resume en estas palabras: «No hay belleza natural para la música». Mientras que to­das las demás artes son, o reproducción libre o trans­formación de representaciones tomadas de la realidad, la música no tiene, a lo que parece, casi ninguna base análoga que repose en la experiencia de los sentidos. La Naturaleza produce formas muy diversas y provistas de las mismas propiedades que aquéllas a las que el juicio estético se refiere, en las creaciones artísticas; uno de los problemas de suyo poco fáciles de la estética del arte, consiste en probar la diferencia que existe entre un bello rostro, un paisaje sugestivo en la Naturaleza, y su r e ­producción por medio del arte. No hay, en realidad, para la obra musical, ningún modelo posible en la Natu­raleza. Las manifestaciones sonoras de esta última están, en efecto, muy alejadas aún de todo primer comienzo del arte musical.

Los gemidos de la tempestad, el silbido del viento, el

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rugido del trueno, el murmullo de las olas, el murmullo del arroyuelo, el crujido de las ramas bajo el soplo del huracán, son otros tantos fenómenos sonoros de la Na­turaleza, que obran poderosamente sobre nuestra sen­sibilidad. Estos fenómenos no son, sin embargo, de nin­guna manera música; un abismo los separa de ella, el que señala la distancia entre el ruido y el sonido, elemen­to primero de toda música. El canto de los pájaros se acerca sensiblemente a la verdadera música; pero las quejas del ruiseñor, el llamamiento del mirlo no pueden casi (en cuanto expresión de la sensibilidad de los es-res vivos), ser distinguidos del canto humano. Ahora bien, en el canto del hombre, como de ello encontra­ríamos abundantes pruebas, es donde debemos bus­car el fundamento de toda música verdadera. Si es im­posible considerar la obra del hombre que expresa su estado de alma por el canto, como una especie de «be­lleza natural» que sirviese de modelo al arte, no sería tampoco razonable ver en el murmullo encelado de los cantores con alas un simple fenómeno natural, y no una manifestación que pertenece ya al dominio del arte. Desde que los sabios no temen ya conceder a los ani­males ciertas facultades de inteligencia que el hom­bre acaparaba en otro tiempo para sí sólo, la estética no tiene ya ninguna seria razón para negar a estos mismos animales la facultad de expresar sus sentimientos, bajo una forma que encierra los elementos de lo que nosotros llamamos arte. Lejos de mí la idea de desarrollar aquí esta tesis accidental. Baste por ahora haber llamado la atención sobre el hecho de que todas las veces que la Naturaleza parece producir sonidos musicales en un or­den lógicamente establecido, nos encontramos enfrente de un ser vivo y dotado de sensibilidad; no se trata aquí, como en los diferentes casos citados más arriba, de na­turaleza inorgánica y simplemente animada por nuestra imaginación.

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La Naturaleza no produce, en efecto, ni sonata, ni sinfonía, no conoce ni melodía, ni harmonía, por senci­llas que sean; no sería menos erróneo creer que la acti­vidad creadora del artista musical esté libre y emanci­pada de toda regla normalmente establecida. Todo lo contrario, la música es, quizá, de todas las artes, aqué­lla en la cual las leyes severas que rigen su formación son más evidentes. Por poco que se reflexione con ma­durez, se confesará que la distinción que hemos esta­blecido entre las artes, basándonos en sus relaciones con la Naturaleza, conduce a una conclusión absoluta­mente falsa. En el fondo, la escultura no reproduce, más que la pintura, los objetos reales- de la Naturaleza; una y otra se limitarían a despertar su representación en nosotros, por la copia de sus contornos y de sus co­lores, por la imitación de la imagen que la experiencia nos da de ellas, gracias a la mediación de la luz. Las artes de reproducción no pueden evocar realmente ni el perfume de la flor, ni la deliciosa frescura de una maña­na de estío, ni la vida intensa de un cuerpo humano; es­tán reducidas a sugerir la esencia verdadera ele las co­sas por las formas exteriores, por medio de las cuales acostumbran presentarse a nuestra experiencia. ¿No sería la música, a su vez también y de una manera análoga, una cierta «bella apariencia» de la realidad?

Ciertamente lo es; pero toma primeramente sus da­tos de un mundo alejado de aquél al cual las demás se refieren. Herder, cuya Kattigona es una de las más notables obras antiguas, en el dominio de la estética, definió excelentemente la diferencia entre el mundo del oído y el de la vista: «En el conjunto de las impresiones auditivas, no son sólo las formas corporales las que des­aparecen, sino también los contornos, las figuras, el es­pacio, la luz misma Penetramos en la región de los sonidos, mundo invisible: pero ¿qué hemos perdido? Nada más que el exterior de las cosas: forma, contorno,

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figura, espacio; ahora bien, estos signos superficiales nos enseñaban poca cosa sobre el «interior», y aun esto poco que nos enseñaban no nos era accesible, sino vol­viendo sobre nosotros mismos. Este mundo interior en el que reina nuestra sensibilidad, es lo que nos queda». Según Herder, todo fenómeno sonoro es la expresión de un ser que se comunica con mayor o menor intensi­dad con otros seres en armonía con él, sus emociones profundas, sus sufrimientos, sus resistencias, sus fuer­zas que despiertan El metal herido resuena de otra manera que la cuerda punteada, y la flauta suena de otro modo que la campana y que la tuba». Aquí, nues­tro autor pierde la vista un instante el fin que persigue, atribuyendo a los objetos inanimados, pero sonoros, la expresión de sentimientos que ignoran forzosamente; se llegaría de este modo a pretender que el sonido de un violín sería la expresión de los sentimientos del mis­mo instrumento, y que el trombón y la cítara expresan su propia personalidad. Algunas páginas más allá, Her­der, da de nuevo una base más sólida a sus razonamien­tos, cuando, después de haber hablado del pájaro que gesticula al trinar, del gallo que canta, del león que ruge, y llega al fin al hombre primitivo:

«La voz y el gesto son una misma cosa para el hom­bre primitivo; este último experimenta una dificultad real en aislar la una del otro, pues se trata de la doble expresión, perceptible a la vez al oído y a la vista, de los sentimientos íntimos del hombre sensible La unión de la voz y del gesto es la expresión natural de estos sentimientos».

Grito de dolor o de alegría, inflexión tierna o alegre, la música, es pues, en su origen, la expresión del senti­miento, del estado anímico; por este mismo hecho, no solamente es comprensible, sino engendradora de senti­mientos, de estados de alma semejantes a los que la ins­piraron, para todos los seres organizados de la misma

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manera. Herder repite estas ideas en la cuarta parte de Kalligona consagrada especialmente a la música: «El instrumento, idéntico al que ha producido un sonido, dice, es el más propio para suministrar vibraciones sim­páticas fuertes y justas a la vez; lo mismo sucede entre los organismos vivos..... Un grito de angustia los reúne a todos y no los deja reposo, mientras resuena en sus oídos; se lamentan y se dirigen a socorrer al que sufre. El canto de alegría, el llamamiento del deseo atraen tam­bién fuertemente a aquéllos a quienes se dirigen. El po­der elemental del sonido, no reside, pues solamente en la «proporción de los diferentes grados del oído», como si el sentimiento perteneciese al oído mismo que, aisla­do del resto del universo, se creara sonidos; esto no es más que un estado de sueño o de delirio, estado que presupone la existencia de la vigilia y de la salud. El poder del sonido, el llamamiento a las pasiones pertene­cen a la raza entera; están en relaciones de simpatía con su estructura física e intelectual. Es la voz de la natura­leza, la energía de la emoción íntima propuestas a la simpatía de toda la raza».

Herder reconocía categóricamente que los movimien­tos sonoros son una imagen de los movimientos de nues­tra alma: «Sonidos que aumentan o disminuyen, que su­ben o bajan, que se suceden con lentitud o con rapidez, en un movimiento igual o desigual, sonidos graves o l i ­geros, tímidos, rudos o atenuados, llamados también choques, palpitaciones, suspiros, olas de emoción o de alegría... despiertan en nuestra alma movimientos aná­logos. Nuestro ser pasional (TÓ BUIUXÓV) se yergue o desma­ya, se estremece de gozo o se arrastra lamentablemen­te; tan pronto se impone como retrocede; la emoción le hace unas veces más fuerte y otras más débil. En una palabra, cambia su propio movimiento, su actitud, a cada modulación (cambio de dinámica), a cada acento que le conmueve, y aun más a cada modificación del

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tono. La música toca en nosotros una especie de clavi­cordio que forma nuestra propia naturaleza, en lo que de más íntimo tiene».

El autor anónimo (Rochlitz?) de un estudio sobre la música (1), dice con mucha oportunidad: «Todas nues­tras emociones, todos nuestros sentimientos son movi­mientos, o por lo menos, no existen sin movimiento. Hay pues, alguna semejanza entre los movimientos que

-el sonido produce en nosotros por estas impresiones, que cambian a consecuencia de sus propias modificaciones, y los movimientos que son el resultado de nuestras emociones. Esta analogía es tanto más sensible cuanto el hombre tiene costumbre de traducir sus sentimientos por exclamaciones sonoras. Así, el sonido no nos comu­nica solamente sus propios movimientos; puede, ade­más, despertar en nosotros los que son inherentes a la emoción que expresa por movimientos análogos a estos últimos. Pero ¡que distancia no separa el sonido, del arte de los sonidos de la música! Si es verdad que el el hombre traduce más frecuentemente sus sentimien­tos íntimos por medio de los sonidos, no es menos cier­to que estos sonidos están aún muy lejos de los artifi­cios de la música. ¡Y que abismo no vemos entre los so­nidos articulados del lenguaje y los sonidos modulados de la música! No puede ser este, a mi juicio, sino el can­to, para el cual la Naturaleza ha preparado al hombre, colocando en él los sonidos y concediéndole la facultad de combinarlos. Pero ¿de dónde viene que el hombre cante? Casi siempre, según parece, de la emoción Por este mismo hecho, el movimiento de las emociones se encontró en el sonido que, pasando al estado de can­to, transmitió este movimiento a la melodía. Esta, se hace forzosamente de una parte la imagen, el lenguaje

(2) Deber clie Tonkünst en el año (1799) de la Allg. Musik-Zei-tung, pág. 723.

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de las emociones en cuestión, por otra parte, la chispa que enciende en nuestra alma, por su simple «represen­tación», sino las emociones mismas, por lo menos la la ilusión poderosa de estas emociones. Por esto, si me preguntase qué música es más antigua, si la vocal o la instrumental, respondería sin vacilar que considero a la primera, no solamente como la hermana mayor, sino como la madre de la segunda.

Esta clara demostración de la acción directa de la música sobre nuestra alma es, al mismo tiempo, una respuesta a la cuestión de saber si existe una belleza natural para la música; ¿no bastan estas indicaciones para desenmascarar la debilidad y la superficialidad de la negación de Hanslick? Es verdad que este último de­muestra que la música representa el elemento dinámico de las emociones, la movilidad de sus formas; perq no nota que es también la interpretación del ser íntimo, del alma, con el mismo título que las artes plásticas lo son del ser exterior, del cuerpo. Hemos tenido que negar a la pintura y a la escultura la facultad de representar di­rectamente el interior de la cosa, la vida misma del ser, y hemos insistido sobre el hecho de que no pueden otra cosa que hacer que se les' adivine por el intermediario del exterior, de las formas bajo las cuales estamos habi­tuados a figurárnoslos. La música se encuentra casi desprovista del poder de evocar ante nuestra imagina­ción lo exterior o corporal; está destinada, por el contrario, a expresar y a comunicar los sentimientos más íntimos, en sus innumerables variantes. Del mismo modo que la luz, con sus grados de intensidad y sus re­fracciones (colores) diversas, no hace sino transmitir las formas exteriores de las cosas y no pertenece propia­mente a estas últimas, del mismo modo el sonido no sir­ve más que para la transmisión de las emociones, sin formar parte integrante de estas emociones. Quizá po­dría decirse aún de estos colores que son propiedades

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intrínsecas de los objetos; el lenguaje corriente ha «con­sagrado» esta opinión y, como nosotros no nos repre­sentamos los objetos materiales sino muy excepcional-mente por otro procedimiento (el tacto, por ejemplo), es cierto que tal opinión no carece de valor práctico. Es preciso, por el contrario, acordarse de la afirmación de Herder con motivo de la explosión natural e inconscien­te de los sentimientos, bajo la doble forma del gesto y de la voz, para admitir que la elección del sonido precisa­mente como forma de expresión de los sentimientos, sea igualmente impuesta por la Naturaleza. Dedúcese también de esta afirmación, que el gesto (en la acep­ción más amplia del término), es apto para este género de expresión; pero nadie pretenderá que las artes del gesto vivo (danza, mímica) puedan concurrir con la mú­sica, aún desde el punto de vista de la multiplicidad y de la diversidad de las formas expresivas. En cuanto a la escultura y a la pintura, están reducidas a fijar sola­mente un momento el gesto, y dejan a la imaginación la tarea de completar y de interpretar este último. Es verdad, que si la expresión plástica no es perceptible a los órganos del oído, la expresión musical no lo es a los órganos de la vista, y esto no nos obliga, de ningún modo, a llamar a la una sorda y a la otra ciega. Pero mientras la pantomima, sin palabras ni música, es ins­tintivamente calificada de muda, el uso no nos suminis­tra ningún término que designe un vacío dolorosamen-te sentido en el empleo de la música, sin representación mímica. Es esta una prueba de que la música, en cuan­to forma única de expresión, puede satisfacernos más plenamente que las artes del gesto vivo. Sin embargo, nuestra intención no es, ni elevar, ni rebajar un arte con relación a los demás. Queremos simplemente pro--bar que la música no es un producto de la imaginación sin lazo con el mundo real, sino que debemos, llenos de admiración por las maravillas de la creación, conside-

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rarla como un medio de expresar los movimientos más íntimos del alma humana y comunicarlos a nuestros se­mejantes.

Podemos, pues, afirmar perfectamente, que la belle­za natural de la música reside en el conjunto de emo­ciones del alma humana, y que la apreciación de la be­lleza musical no es de ningún modo más difícil que la de la belleza de las demás artes. En efecto, como ya lo hemos hecho notar, la música es, de todas las artes, aquélla en la cual la leyes de la realización formal, que son las únicas que crean expresión verdadera (conforme a la Naturaleza) un arte, son más evidentes. Por último, las fórmulas sonoras, empleadas, si me atrevo a decir­lo, figuradamente, y que con el concurso de asociacio­nes voluntarias de ideas, van más allá del efecto direc­to, pueden ser clasificadas fácilmente por categorías y reducidas a algunos tipos, cuya interpretación se ex­plica por el valor expresivo de los factores elemen­tales.

Más adelante nos ocuparemos, en detalle, de las re­laciones de la música con su hermana gemela, la poe­sía (1). Por el momento, notaremos sólo, que la música vocal, es decir, aliada a la palabra, se desarrolló antes que la música instrumental absolutamente independien­te. Pero esta comprobación histórica no se refiere para nada a la cuestión de saber si es posible hacer remon­tar el lenguaje y la música a un origen común, que de­bería ser considerado, según todas las probabilidades como puramente musical. La solución, quizá impracti­cable de este problema, sería rica en consecuencias de todas clases para la estética de las dos artes: de la poe­sía y de la música.

(1) Cf. J. Combarieu. Las relaciones de la música y de la poe­sía. (París, F. Alean).

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O A . P > ± T X J X J O I V

De la en tonac ión del sonido.

Hasta hace poco tiempo la estética no había empren­dido la tarea de analizar detalladamente la impresión musical y de investigar los diferentes factores que con­tribuyen a formar tal impresión. Desde entonces se afana por estudiar el valor particular de cada uno de los elementos expresivos y formales de la obra de arte: en­tonación clel sonido, timbre, dinámica, agógica, ritmo, armonía, modulación. Esta nueva dirección de los estu­dios de estética musical se nota particularmente en el interés que se presta a la entonación del sonido. Es cierto que los antiguos estéticos consideraban ya el movimiento ascendente como una gradación y el des­cendente como una depresión (1); pero ninguno de ellos pensó en atribuir un valor especial a la altura absoluta del sonido tomada aisladamente. Hanslik, en su De lo bello musical, ni siquiera piensa en abordar esta cues­tión. Roberto Zimmermann (2), concentra su atención

(1) Se recordarán, sin duda, las citas que h e m o s hecho de Herder (pág. 25).

(2) Allgemeine Aestetik der Formwissenschaft (1865).

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( l ) R. Koest l in ha colaborado en la Aesthetik (1857), de Teo­doro Vischer . Es el autor de toda la parte consagrada a la mú­sica (III, 4).

en los descubrimientos de Helmholtz, relativos al origen y parentesco de las armonías, y se olvida totalmente de hablar del factor del sonido que nos ocupa en este mo­mento. En cambio, Reinhold Koestlin (1), examina seria­mente el problema de la entonación: «El hecho de una profunda diferencia psíquica entre el efecto de un sonido grave y.el de un sonido agudo es innegable. El alma se prepara en las diferenciaciones de los sonidos, un modo de expresión, y sólo por este modo de expresión en este do­minio (a otros dominios corresponden otros medios), sabemos lo que quiere expresar; podemos seguir fácilmente el proceso interior y mostrar luego la transición que con­duce a este medio de expresión. Pero el sentimiento no tiene otro lenguaje satisfactorio más que la música, lo que hace que no podamos llegar a la comprehensión científi­ca de ésta, sino por una serie de deducciones. Después de una breve definición de la esencia misma del senti­miento, la teoría de la música pasaba, hasta el presen­te, al estudio de la materia musical, luego investigaba el valor psíquico de los diferentes factores de la técnica. Hacía, pues, lo que hacemos hoy, pero en otro lugar. Deduciendo la causa del efecto, presentaba naturalmen­te, en primer lugar, el efecto. Por lo que toca a nosotros, establecemos inmediatamente los resultados de las de­ducciones a las cuales hemos hecho alusión más arriba, a fin de dar, por lo menos, una ligera impulsión al estu­dio minucioso del sentimiento. La dificultad proviene, sobre todo, de que nos encontramos enfrente de un mis­terio que se refiere a la vez a la fisiología y a la psico­logía. El efecto de las vibraciones sonoras, o mejor, la elección de este procedimiento para exteriorizar la vida del ser íntimo, debe tener su origen en el hecho de que

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el sentimiento mismo es iin fenómeno vibratorio; sin embar­go, la obscuridad reina aun sobre el doble sentido, pro­pio e impropio, de esta palabra. Es muy probable que la base de los fenómenos del sentimiento sea las vi­braciones nerviosas, órgano del elemento espiritual. Debe haber en él una vida vibratoria pero, ¿qué es un conductor? ¿Cómo hemos de representárnosle, si no podemos designar el proceso espiritual mismo, sino como un fenómeno vibratorio? Es claro que no podemos atribuir vibraciones al espíritu; sin embargo, no posee­mos ningún otro medio de representarnos claramente aquél, sino considerar la vibración nerviosa como una especie de imagen simbólica reflejada en el interior». Y más adelante: «La relación del número de vibraciones de dos sonidos sirve para determinar la diferencia de entonación de estos dos sonidos (intervalo). Nuestra sensibilidad se apodera de esta relación por medio de una comparación inconsciente (?), y recibe así la im­presión determinada de la pequeña o de la gran dis­tancia que separa los dos sonidos. Es preciso creer, por lo demás, que esta percepción de la acuidad o de la gravedad de un sonido se apoya también en el elemento dinámico, cualificativo de las impresiones más o menos vivas que el oído recibe de las diferentes vibraciones so­noras. Los antiguos se expresaban más justamente que nosotros; ignorando la distinción entre sonidos «altos» y sonidos «bajos», hablaban de sonidos «incisivos», agu­dos, y de sonidos «pesados» (sordos, graves, menos movibles). En realidad los calificativos de «alto» y «bajo», con mucha frecuencia empleados por «agudo» y «grave», son denominaciones impropias, que recuerdan muy bien la disposición de los sonidos sobre una escala continua, pero simplemente gráficos y fortuitos. La vibración rá­pida de un cuerpo elástico imprime a los órganos del oído un movimiento más rápido, más irritante, más in­cisivo que el que responde a una vibración lenta; es por-

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que los sonidos agudos atacan con preferencia el siste­ma nervioso más que los sonidos amplios y más encal­mados de la región grave. Cuando el movimiento vibra­torio es lento, el cuerpo está cerca del estado de reposo, en el cual está privado de toda sonoridad; así, cuanto más grave es el sonido, más conserva el carácter de mínima exaltación de la elasticidad, de menor acuidad, más material parece, más elemental, más indistinto y comparable a las sombrías profundidades de un abismo. Cuanto más rápidas son las vibraciones, cuanto más se siente arrancado violentamente el cuerpo elástico al es­tado de equilibrio de sus partes, más convulsivamente sacudido, en más alto grado recibe nuestra sensibilidad la impresión de una sonoridad incisiva y aguzada. El sonido agudo es el más incisivo y, por consiguiente, el más distinto; casi liberado de la pesantez material del sonido grave, vuela en cierto modo más libre, más ideal que este último, por lo que parece más elevado. Es más, el sonido agudo es la verdadera realización del sonido, la completa antítesis del «silencio», pues en la serie de los sonidos agudos es donde se afirma, con un poder creciente, el fenómeno sonoro en sí, es decir, la extracción del sonido de la materia muda (?) por la con­moción rápida de sus partes. La música es, por esencia, una ascensión desde las profundidades del silencio hacia sonidos cada vez más incisivos y más agudos. El movi­miento ascendente es el movimiento generador del soni­do, así expresa, en nuestro arte, la fuerza motriz, vi­brante, creadora, mientras que el movimiento descen­dente no es más que un retorno a una menor volubilidad del sonido; el movimiento ascendente es un comienzo, un arranque Heno de vida; el descendente es una parada, una extinción gradual de la sonoridad, un fin En los sonidos más agudos, más afinados, en los sonidos eman­cipados de la pesantez de la materia se mueve la «sub­jetividad emancipada»; hacia ellos se eleva en la exube-

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rancia de la alegría como en la desesperación del dolor que lucha y busca una salida. La ausencia total de la región aguda, en una obra musical, implica sobre todo la idea de clama, de resolución, de presentimiento, de solemnidad, de gravedad amenazadora; pero puede tam­bién, en una obra agitada, caracterizar el trabajo laten­te y profundo, la lucha sorda contra la opresión o las trabas de todo género».

Esta definición de la entonación del sonido, encierra una mezcla de verdades esenciales y de errores o de exageraciones cuya crítica dejaré a uno de los más no­tables estéticos, a H. Lotze. Sin hacer alusión directa a las afirmaciones de Vischer-Koestlin, este último pone de manifiesto, muy hábilmente, sus errores en sus pro­pios estudios sobre este asunto. Pero sorprende ver cómo Koestlin, partiendo de la extraña idea del «grave» inanimado y casi átono (sin sonoridad), llega a estable­cer cuatro regiones sonoras, correspondientes a las cua­tro categorías de la voz humana: bajo, tenor, alto y soprano. Por lo demás, caracteriza muy lindamente cada una de ellas, diciendo que el bajo es «sordo, pesante, zurdo, pero serio, poderoso y fundamentalmente mascu­lino», el soprano «claro, ligero, fino, lleno de juventud y de gracia femenina, ágil y tierno a la vez, pero también con frecuencia cortante, penetrante, incisivo». En cuanto al tenor, es «grave con relación al soprano, pero sopra­no a su vez con relación al bajo, con todas las propie­dades del soprano, a excepción del carácter incisivo (?) que, naturalmente (!), le falta; la claridad, la- dulzura, la naturalidad, unidas a la virilidad, pero sin la profun­didad sustancial ni el poderío, son sus caracteres esen­ciales». El alto, por último, es «el bajo del soprano, el elemento femenino, sin la ingenuidad juvenil ni la finura incisiva, la gracia aliada a la madurez, la ternura con cierta gravedad y cierto vigor». Koestlin hace notar, con exactitud, que los contrastes y las relaciones aparecen

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mejor cuando se trata de la voz humana, pero no ad­vierte que la voz humana es precisamente la escala con arreglo a la cual se mide la elevación del sonido, y que el valor estético de la región extragrave y de la región sobreaguda, tiene su origen en el simple hecho de que los límites de la voz son rebasados en un sentido o en otro.

La definición de la entonación del sonido de Gusta­vo Engel, contiene también un error, pero diferente del de Koestlin. Engel escribe: «Los sonidos más agudos y los más graves son débiles; el poder va en aumento a medida que desde las dos extremidades avanzamos hacia el centro». La observación siguiente es mejor: «Elpoder es conferido al grave por su volumen, al agudo por su intensidad». Pero he aquí, más adelante, una afirmación absolutamente inadmisible: «El sitio natural del cres­cendo, dice, es pues (!) a la vez de la región grave y de la región aguda hacia la región media; el del decres­cendo, por el contrario, de la región media hacia las dos regiones extremas». Basta evocar las sonoridades del contrabajo, de la tuba, del flautín, para disipar la ilu­sión de que los sonidos más graves y los sonidos más agudos sean los más débiles; en cuanto al valor típico del crescendo yendo del agudo al medio, es una inven­ción personal de Hengel.

Es evidente que al establecer su definición, Engel— que es cantante pedagogo—pensó en el valor fundamen­tal de la extensión de la voz humana. Entrevio perfecta­mente la importancia de la región sonora media que esta extensión determina, pero se deja arrastrar por la misma a una contradicción primera con la experiencia general. Notaremos también aquí una particularidad de la teoría del mismo autor, que consiste en explicar la falta de potencia de los sonidos más agudos por la au ­sencia de armónicos, cuyo límite, muy aproximado en la escala tonal nó permitiría la formación de aquéllos.

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Ahora bien, la flauta nos suministra ya un ejemplo con­trario, con la fuerza de su registro agudo y la dulzura de su registro grave. Y cómo, con tal principio, se po­dría probar la necesidad de que los sonidos más graves del contrabajo, por ejemplo, sean más dulces que los más agudos, es lo que nuestro estético se guarda muy bien de decirnos. Pero el que haya oído un órgano de 32' alimentado con suficiente aire, pronto echará de ver las falsas deducciones de Engel. Por lo que se re­fiere a los instrumentos de cuerda, puede afirmarse que no existe diferencia de intensidad entre los sonidos gra­ves y los agudos, y que la fuerza clel sonido está deter­minado por la mayor o menor fuerza del ataque del arco; todo lo más, las insuficientes dimensiones de la ta­bla armónica, pueden impedir a los sonidos más gra­ves del violín y del alto desplegar toda su intensidad. En los instrumentos de viento, cualesquiera que sean, los sonidos armónicos (es decir, los obtenidos por un aumento en la presión del soplo que hace «saltar» el so­nido a la octava, a la dozava, a la doble octava o a la decimaséptima superiores), son mucho más poderosos que los sonidos naturales; por esto es por lo que, guar­dadas todas las proporciones, los sonidos graves de la flauta son tan débiles, con relación a los sonidos agu­dos, que los del trombón, aunque pertenezcan al medio de la escala tonal.

Ricardo Wallaschek, que refuta con diligencia las ideas de Engel referentes a la entonación, llega, por un fenómeno extraño, a negar la concepción del sentido agudo y del sonido grave en sí. ¿Dónde comienza, dice, la región aguda y la región grave? ¿No tiene el hombre también una voz aguda y la mujer una voz grave? Cier­tamente. Un solo y mismo sonido parece agudo cuando es proferido por un hombre y grave cuando lo es por una mujer. El do agudo del tenor suena tan alto como el de la soprano, aunque estos dos sonidos estén separa-

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dos por una octava. La impresión ole elevación del sonido no resulta del número de vibraciones, sino del conjunto cone­xo en el cual le escuchamos; lo acuidad y la gravedad del so­nido no son, en definitiva, sino conceptos relativos^. No se encontrará ciertamente la solución del problema, t rans­poniendo de este modo su alcance en las condiciones particulares de casos especiales, en los cuales el juicio está influido por toda clase de asociaciones y elementos secundarios.

Es probable que considerando los sonidos muy gra ­ves como más débiles que los de la región media, Engel fue inducido a error por las experiencias hechas en la sirena, y que, según Helmholtz (1), confirmarían este hecho. Pero Helmholtz añade, con mucho acierto, que es necesario aumentar considerablemente el poder de las vibraciones para los sonidos muy graves, si se quie­re que el oído perciba una impresión tan fuerte como la que dan los sonidos agudos. El hecho de que la fuerza de los pulmones de un hombre no basta a producir, en el registro grave de la flauta, sonidos comparables a los de un registro de 8', en el órgano, no prueba en modo al­guno que estos sonidos sean débiles. Falsas conclusio­nes de este género han obscurecido con mucha frecuen­cia, por desgracia, la luz que comenzaba a hacerse sobre ciertos problemas de la estética musical. Ya he hecho notar que los trabajos profundos de Helmholtz sobre la función de los armónicos en la formación del sonido (timbre), sobre los latidos, sobre los sonidos resultantes, etcétera, habían interesado a Rob. Zimmermann, hasta tal punto, que se olvido de hablar de la concepción del sonido desde el punto de vista de la entonación. Es más, en vano se buscaría, en la misma teoría fisiológica, etcétera», un estudio serio de este problema. Los pasa­jes que se refieren a nuestro asunto, en las dos primeras partes, fisiológicas propiamente hablando, de la obra de Helmohltz, pronto serán reunidos: «No tengo necesidad

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de explicar lo que se entiende por intensidad y por en­tonación del sonido». «La entonación depende solamente de la duración de la vibración, o, lo que es lo mismo, el número de vibraciones El sonido será tanto más agudo, cuanto más considerable sea el número de vi­braciones, o cuanto menor sea la duración de la vibra­ción».

La tercera parte de la obra, que se ocupa de los so­nidos en cuanto son los materiales del arte musical, pa­recía destinada a iluminarnos, entre otras cosas, sobre el valor estético de la entonación; pero nada de eso. Hel-moltz se forma una idea mucho más alta de la libertad absoluta del músico frente a los materiales de su arte; no insiste suficientemente sobre el valor emotivo deter­minado de cada uno de los elementos de este arte, valor tal, que aquí, más aun que en otras artes, su empleo no podría ser arbitrario. He aquí, por lo demás, el comien­zo del célebre capítulo XIV (Tonalidad de la música homófona): «La música ha debido escoger y fabricar ella misma el material artístico que le sirve para la cons­trucción de sus obras. Las artes plásticas le encuentran casi todo él formado en la Naturaleza que tratan de re­producir; los colores y las formas se dan allí en sus principales rasgos. La poesía le encuentra completa­mente hecho en las palabras del lenguaje. La arquitec­tura puede también, es cierto, crearse ella misma for­mas, pero en parte son dispuestas por consideraciones técnicas y no puramente artísticas. Únicamente la música, tiene, en los sonidos de la voz humana y de los instrumentos, iin material de una riqueza indefinida, sinformas predetermi­nadas, absolutamente libre (!) que se debe emplear con arreglo a principios puramente artísticos, sin la presión de las consideraciones de utilidad, de imitación a la Na­turaleza, como en las artes plásticas, o por una significa­ción simbólica, dada de antemano a los sonidos, como en la poesía». Algunas líneas más adelante, el autor llama

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la atención sobre el hecho de que en la música de todos los pueblos conocidos, la elevación del sonido, en las me­lodías, varía por grados y no de una manera continua. Después pasa definitivamente al dominio de las relacio­nes armónicas de los sonidos entre sí. Ni una palabra más sobre la importancia de la entonación.

Enrique Adolfo Koestlin, el sobrino del colaborador de Fischer, no suministró, en su estudio de estética, ninguna contribución al punto que nos ocupa. En cuanto á Teodoro Fechner, está él también absorbido de tal modo por el problema del parentesco de los sonidos, et­cétera, que su obra no encierra más que una pobre observación (I, pág. 166) sobre el valor de la entonación del sonido: «Cuando se trata de sonidos, el sentimiento de la elevación progresa con el número de vibraciones de una manera continua y sin que haya cambio de ca­rácter; por el contrario, cuando se trata de colores, com­probamos una serie de impresiones de carácter dife­rente, rojo, amarillo, azul y que no tiene de común nada con las diversas sensaciones de la elevación de los so­nidos».

Hermann Lotze y Carlos Stumpf son los que más seriamente han tratado de determinar la esencia misma de la entonación.

He aquí el pasaje más importante de Lotze sobre este punto: «Los sonidos nos aparecen como los miem­bros de una serie ascendente, y su elevación progresiva procede del número, siempre creciente, de las vibraciones que son su causa. Pero., si menciono la fuente física de la escala tonal, es para hacer resaltar mejor la natura­leza completamente distinta de la impresión que produ­ce. Hay evidentemente progresión, tanto en el grado de acuidad de los sonidos percibidos, como en el número creciente de las vibraciones. Sin embargo, el aumento de acuidad no implica, en modo- alguno, como su origen podría hacerlo suponer, un aumento de número; antes

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bien, reemplaza éste, por una impresión particularísi­ma, una especie de aumento de intensidad cualitativa, es decir, no implica la fuerza progresiva de vitalidad. En efecto, la acuidad progresiva de una cualidad que fuera siempre la misma (!), consiste, por el contrario, en el paso de una cualidad a otra cualidad que, por aquello mismo en que difiere de la primera, es un cierto «más» o «menos» que está. Y no es esto todo. Los sonidos ele­vados nos parecen, en relación con su acuidad creciente e independientemente de su poder, cada vez más débi­les, aguzados, los sonidos graves cada vez más amplios y obtusos; ahora bien, aunque tomados de la terminolo­gía de las relaciones de espacio, estas impresiones de­signan, fuera (!) de toda comparación, un hecho de ex­periencia sensorial. Quizá esta particularidad procede de que las vibraciones del sonido agudo son más breves que las del sonido grave, puesto que su frecuencia es mayor en un mismo tiempo dado. Sea lo que quiera, y tal como se revela a nuestra conciencia, la escala tonal nos hace sensible todo un mundo de formas de actividad posibles» Abstracción hecha de su intensidad, cada so­nido, dicho de otro modo, cada revelación de una acti­vidad interior, tiene, por el hecho mismo de su natura­leza cualitativa, una vitalidad apreciable y más o menos grande. Pero esta actividad se neutraliza ella misma en dos sentidos; se hace imposible y el sonido sale del do­minio perceptible del oído, cuando la vitalidad, la acui­dad de este sonido, aumenta a tal punto que el cuerpo de donde la vida debería surgir se aminora y desaparece gradualmente; del mismo modo el sonido es aniquilado cuando en los grados más graves de la escala tonal, la amplitud y la masa del elemento sonoro constituye un obstáculo a su movilidad. Así los sonidos más agudos son comparables a un movimiento cuya rapidez aumenta a medida que disminuye el cuerpo sometido a este m o ­vimiento; los sonidos más graves, a un movimiento' cuya

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lentitud se acentúa a medida que aumenta la masa del cuerpo sometido a este movimiento».

Lotze previene una crítica de su definición que eleva la de Vischer-Koestlin en más de un punto importante, añadiendo que todo esto no es más que «imágenes» que transcriben, de una manera arbitraria y de ningún modo completa, lo que constituye el fondo mismo de la impre­sión sensorial. «Pero, dice, si la impresión sensorial pu­diese expresarse en su totalidad, por medio de concep­tos, perdería precisamente aquéllo por lo que es superior a la simple repetición de la idea, pues no debe limitarse a repetir la idea, sino que debe hacerla perceptible a nuestros sentidos». El valor estético del arte consiste evidentemente, según Lotze, en este revestimiento por el cual la idea se hace directamente accesible a nuestros sentidos. Y si Lotze emplea varias veces en el pasaje que acabamos de citar el término de «escala tonal», no entiende por tal exclusivamente el orden graduado de los sonidos de nuestra música; todo lo que se refiere a la diferenciación de la entonación se entiende aquí apar­te de toda determinación de intervalos y de toda rela­ción de parentesco de los sonidos.

Stumpf rechaza, de pasada, la idea de un valor re­lativo de la entonación (véase pág. 37); afirma que «nin­guna sensación es en sí algo relativo, por más que se establezcan relaciones sobre todas nuestras sensacio­nes»; pero añade que las expresiones «alto» y «bajo», empleadas frecuentemente en el dominio sonoro, la son ciertamente en sentido figurado e implican una asocia­ción de ideas. Por otra parte, el autor precisa su opinión en el párrafo II, cuyas cuarenta páginas están consagra­das a la entonación, en el sentido de que la «asociación de idea de espacio no sería indispensable para que com­prendiésemos la significación de estos términos, y para que, en consecuencia, concibamos ciertos fenómenos so­noros»; ahora bien, ¿qué significa esto, sino que la aso-

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dación de ideas no existe, propiamente hablando, cuando comprobamos «entonaciones», sino que las cualidades particulares designadas con frecuencia por calificativos «alto» y «bajo», lo son en defecto de términos que ex­presan mejor su esencia? «Es un hecho, dice Stumpf, que no solamente los sonidos, sino todas las sensacio­nes, todos los juicios de los sentidos, y aun las mismas ideas abstractas, se nos representan transportadas al dominio del espacio bajo el imperio de una especie de necesidad psicológica». Así, las palabras grande, pe­queño, sobre, debajo, delante, detrás, amplio, son ex­presiones tomadas de nuestra concepción del espacio, pero con las cuales operamos en todos los dominios.

El mismo autor afirma luego que uno de los más im­portantes problemas de la psicología musical consiste en explicar «por qué este simbolismo del espacio se im­planta con un poder tan particular en el dominio de los sonidos» y «por qué concebimos precisamente la escala tonal como una escala ascendente»; añade, por lo demás, que no piensa en la gama propiamente dicha, sino «en la impresión general de movimiento ascendente que pro­duce toda sucesión de sonidos cuyo número de vibracio­nes va aumentando, o también toda serie sonora conti­nua (no graduada) realizando esta última condición». Una comparación bastante detallada de los términos emplea­dos en las diferentes lenguas como equivalentes de gra­ve y agudo, de «bajo» y de «alto», revela una gran uni­dad de concesión fundamental. El papú £ (grave pesado) de los griegos, implica la idea de atracción hacia el «bajo», mientras que 0 fus (aguzado) despierta más bien una idea de proyección hacia lo «alto». Griegos y r o ­manos, del mismo modo que todos los músicos de la Edad Media, tuvieron el mismo concepto que nosotros de los movimientos ascendente y descendente de una sucesión de sonidos. Por último, Stumpf, apela a un s i ­nólogo de renombre (cuya opinión me ha sido confirma-

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da por el profesor Conrady, de Leipzig), para destruir la leyenda esparcida por Ambros, según la cual, los chinos habrían hecho uso de la denominación «alto» y «bajo» en un sentido inverso al nuestro. Recordaré también* para completar la exposición de Stumpf, los términos nailon, nider, uf, obenan, nidenan de los tratados musica­les de Notker, en el antiguo alto alemán tratados que encierran también la expresión grobi (geroubí, ger olor ore, gerobusten) por tief «bajo»; esta última expresión se ha conservado por cierto hasta hoy en la nomenclatura ale­mana de los registros de órgano (Qrobgedakl), y el teó­rico Grobstimm, al comenzar el siglo xvn, helenizó su nombre en Baryfonus. El enigmático Úpala de los grie­gos, para el sonido más grave del tetracordio (mientras que üraccos significa «el más alto») puede explicarse de una manera mucho más sencilla que hasta el día se ha hecho, por la posición de la lira durante su manejo: por estar muy inclinado el instrumento es muy probable que la cuerda correspondiente al sonido más grave se en­contrase en alto. Encontramos un procedimiento análo­go en la tablatura alemana del laúd, en la cual la cuer­da más aguda está atribuida a la línea inferior de la nota­ción, mientras que en la tablatura francesa sucede lo contrario.

Hay también un punto en esto y en desacuerdo con Stumpf. Este último, de que cada sonido está en cierto modo localizado en el espacio sonoro: «Un sonido aisla­do, dice, puede muy bien ser acompañado de la repre­sentación de su lugar (tecla, clave, etc.), sobre tal o cual instrumento, si conocemos el instrumento en cuestión; pero si ignoramos su técnica, ni siquiera existe esta sen­sación» . Stumpf confunde aquí el punto de partida del sonido con la idea de espacio que va unida a la sensa­ción, y hace que el sonido nos parezca alto o bajo. Sin embargo, quiere evidentemente decir, con esto, que nin­guna idea de este género se une a la percepción del so-

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nido aislado. Ahora bien, esto es falso y está en comple­ta contradicción con los argumentos del mismo autor contra la simple relatividad de la entonación (véase pá­gina 33). Es probable que al escribir esto, Stumpf, se haya representando un sonido medio, y haya sido indu­cido a error por el hecho de que este sonido no era ni particularmente «alto» ni particularmente «bajo». Para ser consecuente, sería preciso de la negación de una cualidad de entonación deducir su simple relatividad. El escrúpulo que Stumpf formula inmediatamente des­pués, es, desgraciadamente, falso; afirma (!?), en efecto, que «no unimos conscientemente a un sonido de acuidad determinada ninguna idea de elevación determinada en el espacio, a un intervalo que separa dos sonidos nin­guna idea de distancia determinada, pues ¿cuáles serían éstas? Así, el hecho mismo de la asociación se hace du­doso, y la transferencia de los términos de un dominio a otro no parece implicar, en fin de cuentas, la transfe­rencia de los conceptos». Por aceptable que pueda pare­cer la conclusión, según la cual, no habrían realmente asociación de idea de espacio, en el empleo de los tér­minos «alto» y «bajo», utilizados en defecto de otros para expresar sensaciones de un orden particular, las premisas de este razonamiento no son menos falsas. En efecto, es cierto ante todo, que unimos a cada sonido la idea o la sensación de su situación en un espacio de nin­gún modo ilimitado, y que esta sensación es tanto más exacta cuanto los límites del órgano sonoro son menos perceptibles; en segundo lugar, que la representación de la distancia que separa dos sonidos sucesivos es com­pletamente precisa, y que se mide, sino por centímetros o por metros, por lo menos por octavas, quintas, etc. La distinción evidente entre las medidas de duración (me­tro, ritmo, compás, movimiento), y las medidas de espa­cio (intervalos), en las formaciones melódicas y en las diferentes posiciones de los acordes, es particularmente

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apropiada para demostrar la inmanencia, de representa­ciones de espacio, en la percepción consciente de los g ra ­dos de elevación del sonido.

Stumpf va más lejos que Lotze, y profundiza nota­blemente el problema de la entonación, estableciendo una distinción entre el cambio continuo de altura de los sonidos y el que se opera por grados. Es verdad que Aristóxenes conocía ya esta distinción, pero la formula únicamente para oponer a la cadencia del lenguaje ha ­blado, que considera como constante, continua (auvsxiis) Stumpf, se pregunta si no hay, en la música también, un cambio continuo de la entonación de los sonidos, sino en la sensación, por lo menos quizá en la concepción. Mientras que Wundt opone a la hipótesis de Hel-mholtz sobre las funciones de la membrana basilaris, la continuidad de la sensación sonora y el paso casi imper­ceptible de una sensación de elevación a otra, como otros tantos hechos ciertos, Stumpf está convencido de la juste-za de las teorías acústicas de Helmholtz, hasta tal punto, que pone en duda la posibilidad de un cambio verdadera­mente continuo de la altura de los sonidos, por lo me­nos en lo que se refiere a la sensación. «De hecho, y por poco normales que las condiciones de formación del so­nido sean, la atención más sostenida no llega a notar, en un pasaje considerado como continuo de do a sol, una pluralidad de sonidos intermedios. Se puede supo­ner, sin embargo, que se forme una serie secreta de sen­saciones, tan poco distintas las unas de las otras que apenas podamos percibir su diferencia. El hecho de que las sensaciones sonoras no son continuas, no significa, por lo demás, que las concepciones sonoras no lo sean. Se podría admitir muy bien la creación espontánea de concepciones sonoras continuas, llegando al estado de conciencia durante el acto mismo de la sensación». Apo­yándose sobre las pruebas que tenemos de fenómenos análogos en óptica, Wundt se declara de acuerdo con

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P. Bretano, cuando este último dice que, quizá, «todos los puntos muertos entre los sonidos percibidos, serán llenos por medio de actos espontáneos e involuntarios de la imaginación productora». Termina su estudio so­bre el asunto con esta reflexión filosófica: «La continui­dad de la percepción está en todas partes unida a la in­finitud del contenido y viceversa». Wundt precisa su punto de vista de la siguiente manera: «El sistema de las sensaciones sonoras se revela bajo la forma de una diversidad continua, pues siempre se puede llegar de un sonido a otro sonido de altura determinada, por un cambio continuo de sensaciones. La música elige en esta continuidad un determinado número de sensaciones, separadas las unas de las otras por más grandes inter­valos, y reemplaza así la línea sonora por una escala graduada. Por arbitrarias que parezcan estas subdi­visiones, no por eso dejan de reposar en las relaciones de las sensaciones sonoras» (es decir, en la analogía o el parentesco de los sonidos, que proviene de la comu­nidad de los armónicos). La continuidad de la progre­sión de elevación de los sonidos es, pues, para Wundt , un hecho de la psicología; pero esta continuidad no tendría importancia desde el punto devista musical, por­que nuestro arte la ignora, y la reemplaza por una es cala.

Creo, sin embargo, que en realidad, el cambio conti­nuo de altura de los sonidos desempeña un papel muy importante en la concepción que resulta de las sensacio­nes sonoras, papel que ninguno de los autores citados ha considerado suficientemente y que muchos de ellos ni siquiera han hechado de ver. Llegaré hasta pretender que el principio de la melodía reside en el cambio no graduado, sino continuo de la altura del sonido, y que la escala, simple graduación de los cambios de altura, no sirve más que para precisar el grado de la modifica­ción sobrevenida. Si la música es verdaderamente la

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expresión de un sentimiento en estado de formación, de devenir, no podría prescindir del cambio progresivo de la altura de los sonidos, de la tensión y de la relajación graduales. Sin esta relación de las diferentes regiones sonoras, por el paso insensible de unas a otras, nos en­contraríamos ante un hecho análogo al simple desplaza­miento de los objetos en el espacio, de que Lotze, dice que es a la vez interesante e incomprensible desde el punto de vista estético. Tanto en un caso como en otro, lo que transforma la serie existente de grados im­perceptibles en una línea sonora continua, es «el cumpli­miento simultáneo del movimiento» por la voluntad, la revivificación de este movimiento por el espíritu. El paso de la melodía del do al sol colocado una quinta más arriba, no corresponde a la fijación de dos cualidades que no tuvieran otra relación que la de tiempo, pasada la una, y la otra presente; este paso es una marcha, una progresión de un sonido hacia otro a través del espacio que les separa. El paro ligado de un sonido a otro, de una altura determinada, es, para el com­positor, como para el oyente, el equivalente real de un aumento o de una disminución de tensión, no el cambio brusco de dos grados diferentes de tensión. Ya he insistido en otro lado sobre el hecho de que con­cebimos el staccalo en el sentido de un cambio con­tinuo en la elevación del sonido, cuando las notas que le componen pertenecen a una misma unidad a un mis­mo motivo. Tenemos clara conciencia, en el staccato, «de la supresión de los fragmentos de línea sonora continua que separan los sonidos unos de otros»; en el ligado, por el contrario, nos parece que la transi­ción existe, pero que su ejecución es demasiado rápida, para que podamos percibir los grados de tensión inter­mediarios. Únicamente los puntos de partida y de llega­da llegan distintamente al estado de conciencia. Qui­siera, sin embargo, hacer notar ya, por anticipado, que

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estas concepciones están sometidas a la influencia muy grande de la subdivisión lógica de la melodía en sus ele­mentos primordiales de expresión. Los menores de estos elementos, los más menudos «gestos de la emoción» (Nietzsche) exigen la continuidad de concepción, para la comprensión total de su contenido musical; la despre­cian, por el contrario, cuando se trata de marcar los lí­mites de cada uno de ellos. Comprobaremos fácilmente estos hechos, por ejemplo, en el principio del primer allegro de la sinfonía en do menor de Beethoven:

El primer do, prolongado, es un sonido aislado cuya cualidad de entonación no tiene al principio valor más que por sí mismo—notemos, de pasada, que se trata de un sonido central por excelencia, puesto que el sonido do es el verdadero centro del dominio sonoro, y que el tono de do mayor es, a su vez, el centro de concepción de todo el sistema tonal;—luego viene, en cuanto gesto ya expresivo, la marcha ascendente reiterada del sol grave a este mismo do, pasando por el sí. En el tercer compás, cuando el movimiento se hace más violento, se desgaja un fragmento del do y desciende al sol, para volver a subir al do, pasando de nuevo por el sí. Yo pre­tendo, pues, que en el interior de cada uno de estos so­nidos (separados unos de otros por el signo la con­cepción en el sentido de un cambio continuo de altura del sonido, de una progresión, está completamente in­dicada y que existe de hecho en el músico. Por otra parte, los diferentes motivos están realmente separados los unos de los otros en el signo ' por un momento de indiferencia para el espacio que separa los dos sonidos; se tiene la impresión de la parada del sonido sobre una

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(1) Todos los que hayan oído a la gran cantante H e r m i n i a Spiess interpretar la rapsodia de Bramhs , para alto so lo , coro de h o m b r e s y orquesta, recordarán el poder de e x p r e s i ó n de l porta-manto, en las palabras «Fül le der Liebe».

(2) Tratado de la expresión musical (1873).

cualidad {do), y de su renovación sobre otra o, a veces también, sobre la misma (repetición del sonido: do, do), lo que se nota, entre otros, en el tercer compás de nues­tros ejemplos. No insistiremos más aquí sobre este pun­to, contentándonos con haber aportado a la teoría lla­mada del Fraser, una contribución nueva y de alguna importancia. Lo natural de esta concepción de una es­cala gradual, en el sentido de una línea continua, por lo menos en el ligado y en el interior del motivo, es, sin duda, la razón por la cual la sensibilidad estética afinada se subleva contra la introducción de continuidad real de la progresión sonora o, por lo menos, de que la admita solamente en casos especiales y muy raros. El porta-mento vocal, que los virtuosos del arco suelen imitar haciendo resbalar el dedo sobre la cuerda en vibración, produce evidentemente la impresión de una revelación torpe de la naturaleza, o de un socorro harto poco disi­mulado tendido a la actividad de la imaginación musical; se comprende que moleste a un. oído delicado tanto como al sentimiento cultivado. Es cierto, sin embargo, que empleado con tacto, y de una manera excepcional, puede reforzar considerablemente la expresión (1).

Permítaseme señalar aquí, pues probablemente no volveré a encontrar ocasión para ello, el caso, quizá único, en el cual el portamento parece tan normal que se lamenta que no se pueda ejecutar en el piano y en los instrumentos de viento. Se trata de esos motivos entre los cuales la concepción de la línea sonora continua sub­siste, por el hecho de que la nota final del primer motivo está relacionada con la inicial del segundo por medio de una especie de prolongación, lo que M. Lussy (2), llama

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«guión» o «notas de soldadura». He aquí algunos ejem­plos en la música vocal:

(Agathe) NB. a t.

nimm dies Pfand der Hoff-nung an! H i m - m e l (Aennchen) ^- •— NB.

Schon e n t - z ü n - d e t s ind ¿ { e K e r zeni

y en la instrumental

Beethoven (Andante F a mayos) NB.

I tema

B e e t h o v e n (Sol mayor Rondo)

' r~ NB. „ — ir

rit. . . a t.

El cromatismo del pasaje de Beethoven (como, por lo demás, todo cromatismo), es la forma de una escala graduada que se aproxima lo más posible a la línea continua.

Hemos dicho, en contra de Stumpf, que la concep­ción de la entonación, en otros términos, la concepción de las sensaciones cualitativas, resultante de la dura­ción y de la frecuencia de las vibraciones, es en realidad una forma de concepción de espacio, pero que esta for­ma, lejos de basarse en una asociación de ideas, es la impresión directa de la excitación sonora. El efecto tan conocido de la repetición de un mismo sonido, en medio de una sucesión melódica, es la mejor prueba que teñe-

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mos de este hecho. Pero sólo a condición de que el ritmo sea igual, esta repetición produce la impresión de una persona que, sin avanzar nunca, moviese los pies siempre sobre el mismo sitio, con esa sensación particular de contrariedad o molestia que resulta de tal ejercicio. Se sabe además que un sonido prolongado y de intensidad igual despierta en nosotros la idea de reposo, de inmo­vilidad, lo que equivale a decir que el movimiento vi­bratorio de los cuerpos elásticos, indispensable a la for­mación del sonido, no es percibido como movimiento, sino que sólo el cambio de frecuencia de las vibraciones produce la impresión del cambio de lugar en el espacio.

La designación del efecto de las diferentes entona­ciones (constantes, fijas), como otras tantas cualidades diferentes, no es tan natural como se admite general­mente desde Vischer y Lotze; por lo menos, sería pre­ciso añadir que esta cualidad es el resultado de dos de­terminaciones cuantitativas diferentes y que se cruzan, la vitalidad (intensidad) y el volumen. No se podría ex­plicar, en efecto, por la simple disposición de los sonidos en el espacio, en cuanto éstos son «altos» y «bajos», el hecho de que el movimiento sonoro sea concebido como un aumento o una disminución del poder de voluntad que se manifiesta en él. Si es verdad que estas impre­siones no son suministradas por el movimiento de ele­vación solamente, sino por la combinación de este últi­mo con cambios dinámicos y agógicos, no es menos cierto que el desplazamiento en el espacio no tiene en sí ningún valor positivo ni negativo. La cualidad del sonido, determinada por su entonación, es antes que nada una resultante cuyos componentes son la amplitud y la frecuencia de las vibraciones generatrices del soni­do. Aunque ni uno ni otro de estos dos factores sea per­cibido con toda la conciencia, según las relaciones nu­méricas efectivas o relativas, no se puede negar que ambos participan en la elaboración de la sensación cua-

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litativa. La denominación de «sonidos graves» (graves-pesados), que hemos tomado de los griegos y de los la­tinos para los sonidos más bajos de la escala, indica claramente que los sonidos de lo alto de la escala nos parecen más «ligeros», menos agobiados por la masa del cuerpo vibrante; del mismo modo, la denominación de «sonidos agudos», igualmente tomada de los antiguos para los sonidos más altos, y la de groh, en antiguo ale­mán, para los sonidos más bajos de la escala, revelan una sensación de disminución gradual de la masa sonó-

medida que nos elevamos en la escala tonal. Aho­ra bien, esta disminución de la masa, en el movimiento ascendente, es, en sí, una progresión negativa, así como el aumento del número de las vibraciones es una pro­gresión positiva. Si Vischer-Koestlin veía, en la serie ascendente, la marcha del «silencio hacia la sonoridad real», desdeñaba la disminución de la masa vibrante y medía únicamente el acrecentamiento de la vitalidad; si Engel consideraba los sonidos más graves así como los más agudos como débiles, y buscaba en la región inter­media el asiento de la potencia sonora, es que su juicio se fundaba solamente en el debilitamiento gradual del movimiento al grave, y en el estrechamiento de las vi­braciones al agudo. No hay, pues, que extrañarse mu­cho si algún antípoda de Vischer-Koestlin llegase a pre­tender que el verdadero movimiento positivo es el mo­vimiento descendente, porque la sonoridad se acrecienta a medida que el sonido se hace más grave, o también que los sonidos agudos no son, propiamente hablando, sonidos todavía, porque carecen de plenitud y de subs­tancia propia.

Tenemos, por lo menos ahora, la certidumbre de que una melodía ascendente no es necesariamente, ni en todos los casos, el equivalente de una progresión nega­tiva. Sólo con el socorro de otros factores elementales, representantes por sí mismos de un movimiento positivo

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o negativo, uno de los componentes de la impresión de entonación, el aumento del número de vibraciones o el de la longitud de las ondas sonoras, resaltará con evi­dencia como base de progresión negativa, mientras que el otro componente será separado de nuestro campo de concepción. Por lo demás, ya volveremos sobre este punto en el capítulo consagrado a la dinámica y a la agógica de los sonidos y de la serie de sonidos. Persis­te, a pesar de todo, la tendencia general a establecer una relación directa entre el movimiento ascendente de la melodía y la idea de progresión, propiamente dicha, de evolución positiva, y ésta se aplica, ya en par­te, por una distinción insuficiente, entre los diferentes factores elementales de sucesiones sonoras: entonación, intensidad, duración, factores que concurren a la forma­ción de la obra musical viva y se unen por lo demás, con mucha frecuencia, para dar una sola y misma idea de progresión. Pero hay más: el hecho de que toda música es vocal en su origen (Spencer), y que los recursos de la voz humana sirven de base a todas nuestras apreciacio­nes, ejerce una influencia determinante sobre nuestras impresiones musicales. La entonación de sonidos agu­dos exige una tensión cada vez mayor de las cuerdas vo­cales, a medida que nos elevamos en la escala tonal; del mismo modo, el acrecentamiento de la emoción, en cuanto aumento general de las funciones vitales, tiene por resultado inmediato un robustecimiento de la inten­sidad sonora, tanto en el lenguaje hablado como en el canto. Se comprende, pues, que el aumento de la ento­nación y de la intensidad del sonido, sea la expresión natural e instintiva de la emoción creciente, y que si ésta se debilita, la entonación del sonido, baja su intensidad, disminuye, y su movimiento se hace más lento. Los psi­cólogos saben, desde ha largo tiempo, que la formación espontánea de las concepciones musicales va acompa­ñada de una especie de canto interior «átono»; investí-

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DE LA ENTONACIÓN DEL SONIDO 55

gaciones muy sutiles han demostrado que se trata de contracciones casi imperceptibles de los músculos de la laringe, que reproducen en pequeño los movimientos que exigiría la entonación real de los sonidos de la fórmula musical en cuestión. Lotze va más lejos aún cuando afirma «que ningún recuerdo de sonido ni de sensación sonora puede existir sin ir acompañado de en­tonaciones silenciosas (!) y como comprimidas (!)». Hasta nota «la dificultad que experimentamos de concebir so­nidos muy agudos o muy graves, cuya entonación real está fuera de los límites de nuestro órgano vocal». ¡Stumpf ha reunido toda una serie de apreciaciones de los fisiólogos y de músicos que confirman la existencia de estos movimientos musculares que acompañan a la concepción sonora, y a veces también a la audición de sonidos realmente existentes; pero no lo hace sino para poner en duda, muy categóricamente, la necesidad de estos fenómenos accesorios. En efecto, no faltan músi­cos y hombres de ciencia que nieguen la existencia de estos movimientos en cuestión.

Una cosa es cierta, que es posible abstenerse volun­tariamente de estas contracciones musculares; pero no es menos probable que la concepción sonora será disminui­da. Sensaciones táctiles ele los dedos para el pianista y el violinista, de los labios para el virtuoso que toca un ins­trumento de viento, pueden evidentemente reemplazar las sensaciones de la laringe; pero esto no es una prueba que oponer al valor general de las contracciones de la larin­ge, para los que no tocan ningún instrumento y no co­nocen otro órgano sonoro que el que la Naturaleza ha dado a todos los hombres. Por último, el compositor de música, que debe representarse las sonoridades tanto vo­cales como instrumentales, en las sucesiones, las mez­clas y las combinaciones más diversas, no irá muy lejos si se contenta con las sensaciones de la laringe; es na­tural que aun podrá prescindir de su concurso mejor que

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el común de los mortales. Todo lo cual no invalida en nada la aserción de que el canto es la base real de todo ejercicio musical y que, por consiguiente, debe servir de norma a nuestros juicios sobre las obras musicales de todos los géneros. El mismo Stumpf no podrá negar que las pequeñas contracciones musculares de la laringe, son una prueba de la preeminencia de la música vocal. Pero esta especie de «recuerdo» del canto no es individual, hasta tal punto, que baste a rebasar los límites de su propio órgano vocal para tener necesidad de una forma excepcional de apreciación de los sonidos más agudos o más graves. Se puede, por el contrario, afirmar que la extensión total de la voz humana determina una región media, tan exactamente apreciables, que los más agudos sonidos de soprano parecen ya muy altos, y las sonidos más graves del bajo muy bajos. Dos regiones sonoras distintas existen aún para todos los hombres: una, por encima del soprano; la otra, por debajo del bajo; la pri­mera se llama sobreaguda, la segunda extragrave. En sus apreciaciones, el individuo se siente tan miembro de la Humanidad, que la región vocal del sexo opuesto al suyo propio se le aparece en modo alguno como algo extraño o inadmisible. Ni siquiera es posible decir que la voz de la mujer parezca aguda al hombre, ni la voz del hombre grave a la mujer, pues sus límites no concuer-dan; son más bien el complemento indispensable la una de la otra, las dos partes de un solo todo. De otro modo, los sonidos de la cuarta octava producirían ya sobre el hombre una impresión de elevación excesiva, y los de la segunda una impresión de profundidad exagerada, lo que no sucede. Los sonidos agudos, para el hombre, y graves para la mujer, parecen realmente «medios», y su estimación, en el dominio instrumental sobre todo, está libre de toda idea de la tensión o de la relajación de las cuerdas vocales que su entonación necesitaría por parte del oyente.

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D E L A ENTONACIÓN D E L SONIDO 57

Sea lo que quiera, y esto es lo de mayor importan­cia, resulta de la relación que establecemos con la expe­riencia personal de la entonación, una concepción de tensión creciente para la elevación gradual del sonido, de tensión decreciente para su descenso. Ahora bien, si se encuentra algo de análogo en la concepción de la sen­sación de cada cambio de entonación, lo que nadie nie­ga, se hace imposible dudar de que la fuente esté en el sentimiento vocal. Ningún filósofo tratará de explicar este fenómeno por la experiencia de la cuerda vibrante o por la tensión de la columna de aire encerrado en un ins­trumento de viento, como si este fuera un procedimiento más simple y más natural.

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CAPÍTULO "V

El timbre.

Los psicólogos y los estéticos tienen costumbre de considerar las diferencias ele entonación como otras tantas «cualidades» diferentes del sonido; los músicos, por el contrario, designan generalmente otra cosa con estas palabras, a saber, el timbre. Es esta una noción que ya hemos rozado una o dos veces en las páginas precedentes, pero que debemos ahora estudiar más a fondo. Si tratamos primeramente de oponer sumaria­mente, uno a otro, estos dos factores del sonido, la en­tonación y el timbre, diremos que el timbre es una cate­goría de cualidades diversas que diferencian más o me­nos sonidos de la misma entonación. El do de la tercera octaba, por ejemplo:

que ocupa el centro mismo del sistema tonal, puede ser dado, no sólo por todas las voces, sino también por la

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mayor parte de los instrumentos musicales. Pero si su «entonación» es indudablemente idéntica, en todos los casos, no sucede lo mismo con su «calidad sonora», cuyas múltiples variedades llevan precisamente el nom­bre de timbres.

Cuando se habla de timbre en general, se comprende bajo esta denominación un elemento dinámico, como el vibrante esplendor de la trompeta, o la potencia majes­tuosa del trombón, etc. Si ahora hacemos abstracción de este elemento, y suponemos para un solo y mismo sonido una intensidad siempre igual (lo que necesitaría una atenuación de la sonoridad de los instrumentos de cobre, y un refuerzo en la de los instrumentos de made­ra, etc.), no por eso deja de haber una multitud de efec­tos diversos, de timbres, en el sentido propio de la pa­labra.

Roberto Zimmermann (1), compara la simple ento­nación al color elemental, las variaciones de intensidad

(1) José Bergl inger , en l o s art ículos mus i ca l e s de la 2 . a parte de las Fantasías sobre él arte, de Tiek (1799), p o n e frente al color, no la tonal idad, s ino el t imbre , al decir (pág. 242): «Desdichada idea sería la de imaginar un piano colorista; no podría conse­guirse otro resul tado que e l que se obtendría pon iendo en el m i s m o tono var ios in s t rumentos de v i ento y de cuerda». Estas palabras le han val ido la censura del crítico del Diario musical •universal (1800, pág. 406), pero no d e b e m o s desechar las tan pron­to. En efecto, una s imple ref lexión nos demuestra que no pueden ponerse en para le lo la tonal idad y el color, a saber, la posibi l i ­dad del arte del dibujo puro en un so lo co lor (sólo con otro co lor o con una degradación del m i s m o , o b lanco o negro c o m o fondo) , así como una melod ía puede ser concebida en unidad de t imbre (ejecutada por un so lo ins trumento) ,pero no en unidad de tono. La mús ica consis te en expresar y dar forma a una suces ión de to­nalidades; pero la pintura no consiste en la correspondiente su­ces ión de co lores , c o m o es fácil comprobar mirando un cuadro a través de una lente coloreada, o comparando fotografías de di ferentes colores . La ref lexión enseña que la expres ión «Tim­bre» (Klangfarbe), está b ien elegida.

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EL TIMBEE 61

del sonido a los juegos de luz y de sombra, su timbre al color compuesto. Dice un poco más adelante: «la fre­cuencia y el número de las vibraciones determinan el sonido abstracto; la intensidad, y ese algo de particular que llamamos timbre, por el cual las sonoridades del violín difieren de las de la trompeta, de la voz humana, etcétera, aun cuando se trate de una entonación idénti­ca, forman el sonido concreto». Esta indicación pUede ayudarnos a concebir la verdadera naturaleza del tim­bre, pero es preciso, ante todo, que eliminemos del so­nido concreto el factor de la intensidad. Y esto no es tan arbitrario como podría creerse. Es cierto que la in­tensidad es un elemento del sonido concreto, forma par­te integrante de cada sonido que vibra realmente, pero ni más ni menos que la entonación que, en resumidas cuentas, es la cualidad esencial del sonido. Nos acerca­mos evidentemente a la concepción del timbre, cuando comprobamos que en una sonoridad concreta y real, ni la entonación, que depende de la frecuencia de las vibraciones, ni la intensidad, que proviene de su am­plitud, participan en su formación. El timbre no po­drá ser, pues, otra cosa, en teoría, que la forma es­pecial de las ondas vibratorias en los límites fijados por la frecuencia y por la amplitud de las vibraciones.

La ciencia, en cuyo dominio estamos, ha probado que los sonidos concretos no provienen de simples vi­braciones análogas a las oscilaciones del péndulo, que las ondas sonoras, resultantes de las alternativas de con­densación y de dilatación del cuerpo elástico vibrante, no revisten una forma curvilínea tal que la densidad vaya disminuyendo igualmente del máximum de con­densación al máximum de dilatación. No se trata, pues, de oscilaciones llamadas de sinus, sino de vibraciones que no pueden ser representadas gráficamente, sino por curvas muy complicadas; las curvas se repiten, es ver­dad, tantas veces como vibraciones hay, pero cada una

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de estas últimas ofrece las fases más diversas de con­densación y de dilatación. Se pueden reducir estas for­mas vibratorias complejas a una serie de vibraciones de sinus parciales, pero regulares, manifestándose en el interior de las partes alícuotas de cada una de ellas. Esta es la explicación matemática absoluta de la serie de los armónicos. Sabido es que cada sonido musical, generalmente admitido como «único» y percibido como tal, responde a las vibraciones totales del cuerpo elás­tico en movimiento, pero este sonido va acompañado de un gran número de otros, más agudos, llamados a r ­mónicos, y cuyas oscilaciones sonoras corresponden, desde el punto de vista del número y de la frecuencia, a las partes alícuotas de las vibraciones del sonido fun­damental.

Es imposible la menor duda sobre la exactitud de esta deducción. Sin embargo, debemos recordar, prime­ramente, que la serie de alícuotas de que se puede usar para explicar de esta manera las formas más complejas del movimiento, en los límites de una sola vibración, que esta serie, decimos, es infinita y que serán preciso, a ve­ces, alícuotas muy alejadas de la unidad, y luego que la realización de la ley teórica se estrella en muchos casos con obstáculos insuperables. Sea lo que quiera, la esté­tica no tiene que ocuparse de este estado de cosas. No tendría siquiera que hacerlo, si fuera posible fijar exac­tamente y descomponer en vibraciones de sinus las for­mas vibratorias de los sonidos de la misma altura, pero nacidos de fuentes sonoras diferentes, como, por lo de­más, tampoco se preocupa déla relación de dependencia existente entre las cualidades de entonación del sonido y el número absoluto de vibraciones que corresponde a cada una de ellas. La explicación del timbre por el solo medio de los armónicos contenidos en el sonido musical, no es tan sencilla como podría creerse, recorriendo rápi­damente la Teoría fisiológica, etc., de Helmholtz, o adop-

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tando algunas de sus principales tesis; pero no quiero decir con esto que esta obra no haya determinado in­mensos progresos en el estudio científico de las relacio­nes acústicas. Si la calidad del timbre dependiese real­mente de los refuerzos, se registraría la más grande diferencia entre los bordones del órgano o los instru­mentos de la familia del clarinete, que, por un fenómeno extraño, están privados de armónicos pares, y los ins­trumentos que poseen la serie completa; por otra parte, el timbre de los bordones y el del clarinete deberían ser idénticos. Se sabe que no es así y que el registro del clarinete destinado a imitar, en el órgano, el timbre del instrumento del mismo nombre, no es un tubo de boca tapada (bordón), sino un juego de lengüetas.

Por más de que Helmholtz considere las diferencias de intensidad de los armónicos, de los primeros sobre todo, como la fuente del timbre, no deja de agregar en otra parte, en su Teoría fisiológica, etc., que los ruidos accesorios que acompañan siempre la resonancia de los sonidos «concretos», son de una importancia real para la formación del timbre. No llega hasta pretender, no podría hacerse, que estos ruidos pudieran ser armóni­cos muy agudos. He aquí, por lo demás, lo que dice sobre este punto: «Los sonidos que se obtienen por una corriente de aire, en los instrumentos de viento, van casi siempre acompañados, en proporción variable, de los silbidos y murmullos que el aire produce al estrellarse en los bordes agudos de la embocadura o boquilla. Ha­gamos vibrar, con el arco de un viplín, una cuerda, una varilla o una placa, y oiremos el rechinamiento particu­lar que produce el frotamiento del arco Habitual-mente, cuando se oye música, se trata de no oir estos ruidos, se hace abstracción de ellos deliberadamente, pero una atención más sostenida consigue distinguirlos en la mayor parte de los sonidos que produce el soplo y el roce Las vocales de la voz humana no están exen-

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tas de pequeños ruidos de que hablamos (sobre todo en el lenguaje hablado) Al cantar, por el contrario, se trata de favorecer la parte musical del sonido, y no es extraño que entonces la articulación sea menos distin­ta Aunque los pequeños ruidos acompañadores, así como las pequeñas irregularidades del movimiento del aire, caracterizan en alto grado los sonidos de los ins­trumentos de música, y, según la disposición de la boca, las emisiones de la voz humana, no por eso queda menos un número suficiente de particularidades del timbre, que se refieren a la parte musical del sonido y al perío­do completamente regular del movimiento vibratorio del aire».

Nuestro autor establece luego una distinción entre el timbre general y el timbre propiamente musical, y per­siste en atribuir este último únicamente a los diferentes grados de intensidad de los sonidos armónicos.

No tenemos razón alguna para ocuparnos aquí de la explicación que Helmholtz da de las funciones de las di­ferentes partes del órgano auditivo, en la subdivisión del sonido musical en sonidos parciales; en efecto, aun cuando se trate de una simple melodía, esta subdivisión no es consciente, y el oído musical percibe el sonido ais­lado de un instrumento de música o de una voz como un todo homogéneo. Se puede decir que la complejidad del sonido musical se resume, en la audición, en una con­cepción simple. Los armónicos participan en la forma­ción de una sensación de cualidad del sonido; pero, según toda la apariencia, no son ellos los únicos, y otras causas que Helmholtz desprecia al hablar del timbre musical, para atribuirlas solamente al timbre en gene­ral, toman también parte.

Carlos de Schafhault, célebre geólogo y acústico de Munich, es el que se ha opuesto más categóricamente a la teoría de Helmholtz que acabamos de exponer; lo hace sobre todo en un estudio publicado bajo el títu-

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lo «La teoría de la influencia de los materiales de cons­trucción de los instrumentos de viento sobre el timbre de estos instrumentos, ¿es una fábula?» El autor llega a esta conclusión: «Las partes alícuotas y los armónicos desempeñan evidentemente un papel en el fenómeno so­noro, y concurren a la formación del sonido musical; pero la materia en la cual se forma el sonido, es lo que determina la cualidad propia de éste». Schafhault, el amigo íntimo y el consejero científico de Teobaldo Dohm, cuya reforma profunda dé la estructura de los instru­mentos de viento en madera es conocida, se entregó a investigaciones experimentales para probar la inanidad de esta aserción de que la materia que forma el tubo de un instrumento de viento carece de influencia sobre el timbre del mismo. Tres trompetas, entre otras, de forma idéntica y provistas, por consiguiente, de los mismos ar­mónicos, fueron construidas de cobre amarillo (latón), de plomo y de cartón; los timbres eran totalmente dife­rentes, como yo mismo pude convencerme en el labora­torio de Schafhautl, el uno brillante (de cobre), el otro mate y pesado, el tercero ligeramente nasal. Del mismo modo, tubos de órganos de estructura idéntica, pero de materiales diversos, dieron resultados análogos, y a ve­ces también sorprendentes. En una palabra, el estudio de Schafhautl es como un complemento indispensable a la teoría del timbre formulada por Helmholtz.

Zimmermann se atiene la teoría de Helmholtz sobre el origen del timbre, y admite, por ejemplo, que el so­nido de la trompeta está caracterizado por armónicos agudos muy poderosos, y que faltan, entre otros, al vio-lín. Ve en esto una especie de paso a una unidad de or ­den superior (?!). «Los armónicos que establecen la di­ferencia entre timbres diversos, y en los cuales esta diferencia pueda resolverse, forman entre sí, a su vez, un todo sonoro de orden superior (!?).... La imaginación fónica elige, entre los timbres artificiales que constitu-

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yen la música orquestal, aquéllos cuyos armónicos, re­sonando más allá de la serie coincidente, forman a su vez una especie de todo armónico de orden superior; tal el color azulado, uniéndose, por ejemplo, al amarillo ro­jizo que le completa. El timbre estallante de la trompeta, las sonoridades mates del bajo y la brillante limpidez del violín, se equilibran gracias al sordo gruñido del contrabajo; el flautín de penetrantes sonidos, contrasta con el retemblar del tambor. Cuando no hay acomoda­miento entre los distintos timbres, los armónicos diso­nantes se encuentran en una proporción tal, que pertur­ban la formación fónica». Notaremos en lo que sigue esta sola expresión; el encanto material del sonido, opuesto al elemento formal de la música. Zimmermann parece apreciar, como es debido, este poder que tiene el encanto material de suscitar asociaciones secunda­rias; pero no llega a separar enteramente esta noción de la de la entonación y, como atribuye el encanto material al sonido puro, abstracto (!), su tentativa de definición del timbre cae por su base. En un sentido análogo al en­canto material del sonido de Zimmermann, Hanslick habla de lo que es elemental en la música.

La existencia de los armónicos del sonido es latente para el oído, pero es probablemente esencial para la concepción de las relaciones armónicas de los sonidos; quisiera, pues, con Schafhautl y en contra de Helmholtz, considerar la serie armónica como una cualidad del so­nido musical en sí. Se sabe que la conformación de esta serie es la misma para todos los sonidos utilizables en el dominio musical, y que los armónicos varían solamente de intensidad. Desde este punto de vista, el fenómeno de los armónicos adquiere su alto valor para nuestra facul­tad de percepción. Lo comprobaremos cuando nos ocu-mos de las leyes de la forma, en música, y tomaremos este fenómeno, ya como un fundamento natural inque­brantable, ya como un simple indicio o una prueba sumi-

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rastrada por la Naturaleza. Por el momento, en que se trata únicamente del efecto elemental del sonido o del en­cadenamiento de los sonidos sobre nuestra sensibilidad, la diferencia de intensidad de los armónicos no nos im­porta sino en la medida en que influye sobre impresión de elevación del sonido. Los sonidos cuyos prime­ros armónicos resuenan fuertemente, tienen de hecho, y gracias a éstos, una sonoridad clara; aquéllos cuyos primeros armónicos son débiles, tienen una sonoridad más sombría que aquéllos cuya intensidad de armónicos está graduada proporcionalmente a su número de orden. Todo esto es, en definitiva, el resultado del estudio de Helmhoitz, resultado que Gustavo Engel formula de una manera aun más sencilla. Pero si se introducen estas variantes del efecto de entonación del sonido en la no­ción del timbre, dicho de otro modo, de lo que diferencia el sonido real y concreto del sonido ideal y absoluto, se hace indispensable notar el efecto de la altura relativa del sonido, es decir, de su altura con relación al conjun­to de las fuentes sonoras del órgano que le produce. El do3 es un sonido grave para la flauta, el oboe, la trom­peta, el violín y para la voz de soprano; obrará como tal en un solo para uno u otro de estos órganos; por el contrario, este mismo do3 es bastante agudo, y percibi-bido como tal cuando está suministrado por un violon­chelo, un bajo, un corno o, sobre todo, por una voz de bajo. Tanto en un caso como en otro, el efecto de eleva­ción relativa no se refiere, en modo alguno, a una frase melódica anterior; es también directamente perceptible cuando el sonido en cuestión se encuentra el primero. El hecho de que en ninguno de estos dos casos la posi­ción central del do en el conjunto de la escala tonal no determina la sensación de la altura, es debido, sin duda, en parte, a que las fuentes sonoras de la voz o del instru­mento en cuestión nos son anteriormente conocidas, y a que sentimos la proximidad de los límites de su escala

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en el grave o en el agudo. Sin embargo, el oyente que ignora tanto los principios de instrumentación y la ex­tensión de los órganos sonoros, no deja de experimentar un sentimiento análogo. La falta absoluta de poder de los sonidos más graves de los instrumentos de viento agudos, el efecto de compresión que producen los soni­dos más agudos de los instrumentos de arco y de los instrumentos de viento de cobre, la falta de proporción entre las dimensiones de la tabla de armonía del violon­chelo y la región sonora sobreaguda de este instrumen­to o entre las dimensiones del violín, del alto y su región-grave, todo esto se revela en la calidad del sonido y r e ­cuerda forzosamente las condiciones análogas en las cuales se encuentran los sonidos graves de la voz de mu­jer y los sonidos agudos de la voz del hombre.

Nos acercamos de este modo insensiblemente a la noción propia del timbre. Las condiciones especiales de producción de un sonido se manifiestan en el efecto pro­ducido por este sonido, si no siempre con una claridad igual, por lo menos en un gran número de casos. Toman parte, por lo menos, en la formación de lo que nosotros llamamos el timbre, y su efecto, lejos de limitarse a la impresión de elevación del sonido, se extiende a la de in­tensidad. Así, un do1 fuerte del trombón tenor, nos pa­rece enérgico y hasta poderoso; un do1 de la misma fuerza sobre el clarinete o sobre la flauta, es un imposi­bilidad física; pero, aun admitiendo que un instrumen­tista llegue a producirle, sembraría el espanto entre los oyentes. Si nos atenemos a las condiciones de forma­ción del sonido, y por poco que las sometamos a un exa­men suficientemente detallado, veremos surgir, natural­mente, lo que nos falta aun para delimitar el dominio del timbre. Herder, dice, en una frase que ya hemos ci­tado: «El metal resuena de otro modo que la cuerda punteada, y que la flauta, y que la campana y que la tuba». Y en otra parte añade: «El oído menos sensible

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distingue el redoble del tambor, del sonido de las cam­panas, la fanfarria de la trompeta y el murmullo de la cítara». Se notará, sin duda, que Herder no mencio­na aquí una categoría de órganos sonoros que desem­peñaban ya en su tiempo el primer papel, los instrumen­tos de arco, capaces de «insuflar un alma humana en las tripas de cordero».

No nos parece necesario insistir en el hecho de que el fenómeno de los armónicos no basta para explicar todas las sensaciones, tan diferentes, que hieren nues­tros oídos. Recuérdense solamente los sonidos del arpa, del piano, de la guitarra, y aun el de los vigorosos tim­bales, que disminuyen tan rápidamente, o las resonan­cias de una campana, de un tambor, que crecen al ex­tenderse a lo lejos, o en fin, en los instrumentos de arco y de viento, que imitan los efectos del crescendo y di­minuendo de la voz. Helmholtz separa muy cuerdamente de sus estudios sobre el timbre, todo lo que se relacio­na con el principio y el fin del sonido, y hace de la sono­ridad igual y constante el único objeto de sus investiga­ciones. Pero, una vez para siempre, no podría tratarse de explicar por el simple refuerzo de tal o cual armóni­co, y de una manera satisfactoria, la melancolía del cor­no, la sencillez conmovedora del oboe (en la región me­dia de su escala), la seguridad jubilosa de la trompeta, la imperiosa majestad del trombón, el encanto atrayen-te y sensual de los instrumentos de arco.

Permítaseme citar una vez más a Lotze: «Kant, dice, estimaba que la pureza del sonido es la única cuali­dad que puede dar un interés estético al color como al sonido aislados; éstos agradarán porque, extendién­dose por un gran espacio o durante un tiempo prolon­gado, revelen una conformidad constante en sí de un sólo y mismo contenido. En cuanto al contenido mismo, por el cual un sonido difiere de un color, o este de otro color, sería la materia, estéticamente indiferente, de la

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sensación, materia a la cual los caracteres formales se­rían los únicos que podrían dar un valor artístico. No hay que decir que si yo pretendo, por el contrario, que la simple impresión sensorial... arrastre como conse­cuencia un goce estético, la naturaleza misma del asun­to se opondría a toda prueba que no fuera la observación imparcial, para cada una de sus sensaciones individua­les. Sin embargo, aquél que concentre su atención sobre un color brillante, o sobre un sonido claro, terminará por confesar que abstracción hecha de la parte que pue­de ser común a todos los fenómenos luminosos o sono­ros, siente un interés especial y completamente particu­lar por cada color, por. cada sonido tomado individual­mente».

Mientras que Lotze habla luego de asociaciones de ideas y clasifica cada sonido aislado según la elevación en el conjunto de la escala tonal, yo, por mi parte, consi­dero que el timbre es la causa primera del goce que el sonido aislado proporciona a nuestros sentidos. No sin razón se ha hablado de la magia de un sonido, es decir, del efecto cautivador, fascinador del sonido. Ahora bien, nadie atribuye esta particularidad a un sonido preciso de tal o cual altura, menos aun al sonido en sí, al soni­do abstracto, absoluto; es el efecto del sonido concreto, de la sonoridad de un instrumento especial, colocado en manos de un ejecutante notable, a menos que no perte­nezca en propiedad a una voz, no a la voz humana en general, sino a la voz de un individuo particularmente bien dotado. Esta magia del sonido da a ciertos instru­mentos de arco antiguos un valor comercial considera­ble, y asegura a los virtuosos sus afortunados poseedo­res un poder de impresión absoluto, y ella igualmente es la que hace la fortuna de ciertos cantantes extraordi­narios.

No quiero afirmar con esto que dicha magia del so­nido sea la esencia propia del timbre, sino simplemente

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indicar la posibilidad de sacar de timbres excepcionales' deducciones preciosas para el conocimiento de otros timbres. Es probable que jamás llegásemos a revelar enteramente el misterio de estas sonoridades mágicas, ni por notaciones fonográficas de curvas, ni por la foto­grafía de las llamas a las cuales estas sonoridades pue­den transmitir sus vibraciones. Y aunque se llegase, la estética no habría avanzado un paso. Se limitaría en efecto, después como antes, a comprobar que existe, fuera de las impresiones de altura, absoluta o relativa, y de intensidad del sonido, otras cualidades del sonido concreto, cualidades a las cuales se refieren juicios, apreciaciones estéticas y para las cuales la denomina­ción de timbre es de una comprensión y de un uso gene­ral. Ahora bien, estas apreciaciones estéticas del timbre no reposan más que las impresiones de entonación en asociaciones secundarias, cualquiera que sea, por lo de­más, la facilidad con la cual las susciten; se basan por el contrario en efectos elementales, irrecusables y directa­mente mezclados a la impresión sensorial. Conviene añadir, sin embargo, que el órgano vocal humano pare­ce, sin duda alguna, servir de medida a estas aprecia­ciones. El efecto excepcional que producen ciertas so­noridades, se explica por su analogía mayor o menor con el tipo ideal de voz humana que cada ser superior se representa, como forma de expresión de las emociones. Sería superfluo establecer aquí una escala de estas apreciaciones, desde el ideal que ese impone victoriosa­mente hasta su extremo opuesto que rechaza nuestra sensibilidad, pasando por todos los grados del encanto, del atractivo o de la indiferencia simple. Quisiera por lo menos, recordar de una manera general, que toda apre­ciación estética es, ante todo, subjetivación, es decir, transformación de la obra artística en elementos de ex­periencia personal, bajo la acción constante de la vo­luntad; de ahí ese canto interior que acompaña a la au -

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dición musical, de ahí esas sensaciones de la laringe, de ahí también la simpatía o antipatía que experimentamos por ciertos timbres, según que éstos son más o menos calificados para tal subjetivación. Además, es preciso notar desde ahora la importancia considerable que la diversidad de los timbres ha adquirido en nuestros días (desde Weber y Berlioz sobre todo), en la música des­criptiva y programática; esta importancia proviene de la explotación consciente de la resistencia que estos tim­bres oponen a la subjetivación total, a la nueva trans­formación en expresión de sentimientos personales. El principio de instrumentación de los clásicos consiste en una especie de nivelación, de neutralización tan comple­ta como sea posible de los timbres por la escritura al unísono del violín y del oboe, del violonchelo y del bajo, etcétera; el de los románticos y, más particularmente aun, el de los compositores de música descriptiva está basado, por el contrario, en la individualización tan completa como sea posible de cada timbre especial. En otros términos, el ideal de la instrumentación clásica no va más allá del sonido absoluto, mientras que el de la instrumentación romántica se refiere al sonido con­creto, individual, cuyo timbre evocador favorece la aso­ciación de ideas. Es cierto que nunca artista alguno tuvo la idea de evitar, de intento, tales asociaciones; pero hay mucha distancia de la simple posibilidad de su for­mación a su empleo razonado, en cuanto parte integran­te del efecto estético, o en cuanto fin real propuesto al esfuerzo artístico. Así la potencia sonora, el brillo so­brenatural de los trombones y de las trompetas sobre­puja en mucho el efecto de la voz humana; el composi­tor empleará estos timbres con precaución, establecien­do una tal gradación que su subjetivación completa sea posible, y que aparezcan como una amplificación excep­cional de la expresión de los sentimientos. De individua­les, estos sentimientos se hacen entonces más o menos

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colectivos: estos son los sentimientos de la muchedum­bre (pueblo, humanidad). Pero el compositor de músipa descriptiva rara vez tiende a esta subjetivización; utiliza, por el contrario, la dificultad de su realización para despertar en el auditorio la concepción de los objetos exteriores cuya grandeza y poder se oponen o deben oponerse al sujeto. Lo mismo sucede también con otros timbres, el del bajo por ejemplo, cuya sonoridad gango­sa tiene algo de cómico, de bufo, que no nos es fácil adoptar como la expresión de nuestro sentimiento pro­pio; timbre tanto más cómodo para el músico descripti­vo que teme precisamente la subjetivación total. Volve­remos sobre estos efectos simplemente indicados aquí, para hacer comprender mejor la noción del timbre, y para facilitar su delimitación, por oposición a la de «en­tonación».

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Dinámica y agógica,

La dinámica, es decir, el conjunto de las variedades de intensidad del sonido, ha sido ya para nosotros ma­teria de más de una consideración, y sólo violentamente hemos podido separarla, como un factor especial de la sonoridad, al hablar de la entonación y del timbre. Cuan­do Hanslick afirma que la música «no puede repre­sentar más que la dinámica de los sentimientos» (defini­ción cuya crítica dejamos para más tarde), y continúa diciendo: «Puede imitar el movimiento de un fenómeno físico en lo que tiene de rápido o de lento, de fuerte o de débil, de progresivo o de regresivo», es evidente que los calificativos de «progresivo y regresivo» se refieren a la entonación, «fuerte y débil» a la intensidad, «rápido y lento» a la duración, es decir, al grado de rapidez de la sucesión sonora. Circunscribe así los tres factores ele­mentales más importantes de la expresión musical, di^ cho de otro modo, los elementos que hacen del sonido el médium de nuestros sentimientos, si se hace abstracción del valor puramente artístico de la música y de todas las asociaciones secundarias. Roberto Zimmermann, que está de acuerdo con Hanslick sobre los puntos esen-

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cíales, escribe entre otros: «Los sentimientos vagos o determinados, los deseos, las emociones y las pasiones, los movimientos y los estados de alma, todos los cuales reposan sobre la marcha de una concepción, se revelan, no solamente con los grados de intensidad diversa, sino con un andar rítmico preciso: ascensión y descenso, aceleramientos y retardos continuos o irregulares, flujo y reflujo, ondulación tranquila, interrupción repentina, aumento gradual, detención brusca, acentuación repen­tina, sonoridades que se extinguen lentamente, etc. Aho­ra bien, la música se apropia los elementos rítmicos y modulatorios (dinámica), de esta vida psíquica, y, mez­clándolos con los elementos fonéticos (entonación, tim­bre), adquiere la facultad de representar directamente la vida psíquica, en tanto que ésta se manifiesta solamente bajo la forma de movimiento. En cuanto a las concep­ciones, que son la esencia misma de la vida psíquica, la música no puede expresarlos en modo alguno y debe li­mitarse a indicar su manera de ser».

No trataremos de resolver aquí el problema metafí-sico que propone alguna cosa que está más allá de las formas de la vida psíquica, consideradas como repre-sentables (o más exactamente, «expresables»). Zimmer­mann afirma que este algo de no representable es pre­cisamente el contenido de la obra de arte, lo que auto­riza a hacer de la estética una ciencia puramente formal. La estética ha olvidado, por desgracia con harta fre­cuencia, que el primer deber del arte no es representar, sino expresar algo. Si este punto de vista, expuesto ya claramente por Herder, no hubiera sido despreciado frecuentemente, tendríamos menos disertaciones confu­sas extraviadas en detalles sin relaciones con el sujeto. Por otra parte, Zimmermann compara las modulaciones (cambios de dinámica), al claro obscuro de la pintura: «Del mismo modo que el claro obscuro funde las sensa­ciones luminosas extremas en un todo armonioso, la

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modulación dinámica liga los diferentes grados de inten­sidad de las sensaciones sonoras. Por ella se obtiene su plenitud y su homogeneidad, así como la superficie co­loreada toma cuerpo gracia a las sombras estéticas del claro obscuro. Y si con razón se ha podido decir que la pintura es el arte de la sombra, permítasenos llamar a la música el arte de la modulación (dinámica). Los pá­rrafos que siguen prueban, hasta la evidencia, que Zim­mermann considera las fluctuaciones de la dinámica como una suerte de lazo estético que reúne acentos de intensidad diversa; toma como base una serie de inten­sidades sonoras proporcionadamente graduadas y admi­te «un parentesco de todas las intensidades sonoras entre sí, en cuanto múltiplos de una unidad normal de inten­sidad, tomada como punto de comparación». Esto equi­vale a decir que para Zimmermann, el fundamento de toda dinámica se encuentra, no en la continuidad, sino en la graduación de la intensidad, así como para él, la escala sonora primitiva no es continua, sino graduada. Aquí también, con Hanslick, nuestro autor descuida la causa primera de toda creación artística, la expresión espontánea de las sensaciones, y la reemplaza por el deseo de representar alguna cosa, deseo del cual hace el resorte de toda actividad creadora.

Vischer-Koestlin no tiene más que una débil idea del valor de la dinámica, como se deduce del principio del párrafo que a él consagra: «La mayor o menor intensi­dad del sonido es un elemento cuantitativo importante de la expresión musical, elemento cuyo empleo exclusi­vo conduciría al arte a cualquier manifestación musical, análoga a la que resultaría del predominio exclusivo del ritmo. Cualquiera que sea la justeza de esta observación que recuerde el peligro que ofrece la explotación de la potencia sonora brutal, desde el punto de vista del gran arte (peligro que revelan cada vez más las tendencias actuales), no es menos desagradable comprobar en Vis-

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cher-Koestlin una falta absoluta de comprensión del valor fundamental de las fluctuaciones dinámicas: «Efec­tos grandiosos de sonoridad, vivas antítesis de poder y de dulzura, encanto o tensión del fuerte y del piano en progresión continua, son otras tantas fuentes de que dispone la música y que parece manejar con la más perfecta seguridad. Pero nunca es más grande el peligro de escribir música no musical, pues el efecto sonoro ex­terior, el hechizo atrayente del crescendo y del diminuendo pueden dar la ilusión de la expresión íntima ausente, y que debe ser, ante todo, en el pensamiento musical y en su desarrollo, a la vez lógica y característica. La música se hace así un simple ruido que obra físicamente y de una manera completamente momentánea; nuestro ser profundo permanece entonces indiferente a menos que no se revele contra este seudo arte que no es m4s que un juego de matices progresivos y regresivos, usados tanto más rápidamente cuando más frecuente es su vuel­ta. Y aun si se hace abstracción del abuso, el uso prác­tico de la intensidad, para las necesidades de la expre­sión y del efecto (I), no es tan simple como podría creer­se Sólo una sensibilidad artística afinada es capaz de dirigir el empleo de los procedimientos dinámicos, de tal manera que se confundan con las fuentes internas de la expresión e impidan al arte musical caer en el materia­lismo grosero del efecto puramente sonoro».

Se ve que Vischer-Koestlin no cuenta la intensidad en el número de los factores «intrínsecos» de la expre­sión musical; el hecho de que un sonido debe forzosa­mente tener un grado de intensidad, tanto como un gra­do de entonación, parece haberle escapado. Por lo de­más, confunde la intensidad (relativa) con la potencia (absoluta) del sonido.

Wallaschek desprecia de un modo semejante este elemento al cual consagra apenas una página. Del hecho de que la notación de las obras actuales encierra un ma-

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yor número de indicaciones de matiz que la de las obras antiguas, deduce, un poco apresuradamente, que anti­guamente se concedía menos importancia a la dinámica: «Bach y Haendel escribían coros enteros sin la menor in­dicación de matiz dinámico: al tiempo habitual (tempo giusto), correspondía la intensidad habitual» •(!). Bastará, para probar todo lo que hay de erróneo en esta afirma­ción, recordar los innumerables juegos dinámicos (efec­tos de eco), de la música instrumental al principio del si­glo XVII. Se podría también hablar de la minucia extrema con la cual, en una época en que los signos de expresión no eran aún de uso general, L. Boccherini y J. W . Haess-ler indicaban en sus obras las menores fluctuaciones de intensidad. Por último, la impaciencia con la que los clavecinistas esperaban la realización del piano e forte, la estima en que tenían el clavicordio, a causa de la fa­cultad muy relativa aún, que poseía de matizar el soni­do, son otras tantas pruebas tangibles de la importancia atribuida a la dinámica, ya en tiempo de J. S. Baoh, ya antes de él.

Zimmermann, Vischer-Koestlin y Wallaschek, no son los únicos que desconocen el valor de la dinámica, desde el punto de vista de la expresión musical; un gran número de estéticos han seguido sus huellas y conside­rado solamente los contrastes y la acentuación dinámi­cas, y otras veces, por el contrario, las diferencias de instrumentación. Es cierto, ya lo hemos demostrado, que es difícil separar la intensidad del timbre; pero con un poco de buena voluntad, no se tarda en descubrir que la dinámica del sonido comporta valores diversos aná­logos a los que la entonación nos ha revelado. Para com­prender bien la naturaleza misma y el efecto de las va­riaciones de la dinámica, es preciso, ante todo, repre­sentarse los demás factores del sonido concreto, la altu­ra y el timbre, como cualidades fijas, constantes. Ya hemos comprobado que la intensidad del sonido depen-

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de de la amplitud de las vibraciones, es decir, de la dis­tancia que separa a los dos puntos extremos del camino recorrido por el cuerpo elástico cuyo equilibrio se des­truye. Helmholtz observa, y esto es de la más alta im­portancia, que ni la entonación ni el timbre, sino más bien la intensidad es lo que varía según nos aproxima­mos o nos alejamos de la fuente sonora. Es verdad que el silbido de una locomotora en marcha parece más agu­do a medida que se aproxima aquélla, más grave a me­dida que se aleja. Pero este fenómeno, bien conocido, no altera en nada la exactitud de la observación preceden­te; la completa simplemente. Podríamos decir, a fin de desviar toda causa de error, que el sonido tiene, desde lejos, la misma entonación y el mismo timbre qué de cerca, más de una intensidad menor. Esta es, sin duda, la explicación del hecho de que, objetivamente, el cres­cendo del sonido produce en nosotros el efecto de una aproximación, y el diminuendo el de un alejamiento, con relación al punto en que nos encontramos.

llenos aquí de nuevo, frente a concepciones de espa­cio o de movimiento en el espacio, análogos a las que despierta la marcha ascendente o descendente de las se­ries sonoras; estas concepciones, nos apresuramos a aña­dir, no resultan en modo alguno de las asociaciones de ideas, sino que son factores directos de la impresión pro­ducida. Sin embargo, debemos volver de nuevo a nues­tra prima, ratio, según la cual, todo fenómeno sonoro es, en primera línea, expresión; ahora bien, esta expresión no debe ser estimada desde el punto de vista del que la sufre, sino desde el punto de vista del sujeto que la ha escogido para traducir sus sentimientos. El refuerzo de la intensidad, no es, pues, en último término, más que el índice de un aumento de la emoción experimentada por el sonido; va paralelamente con la marcha ascendente de los sonidos, en la cual hemos encontrado igualmente la expresión de una emoción creciente. Pero toda expre-

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sión de una emoción, por el sonido o por el gesto, no es puramente subjetiva; no está destinada únicamente al individuo que la sintió. Representa, por el contrario, una especie de extensión de la individualidad, que se comu­nica a otras individualidades análogas y susceptibles comprenderla, o también a la naturaleza inteligente que la rodea. El montañés que lanza a los aires su alegre can­ción sale, por decirlo así, de los límites estrechos que su pecho traza a sus sentimientos, como si quisiera extender la acción de estos últimos tan lejos como llega su voz. Este conjunto de consideraciones nos obliga a compro­bar que el aumento de la intensidad obra siempre como un acrecentamiento de actividad; se trata, pues, de un movimiento positivo, que no tolera, como la entonación, una doble interpretación.

¡Ah! ¡Qué cosa más bella es una terminología segura y sin ambigüidad! Sin embargo, si me abstengo de estu­diar la cuestión propuesta por los psicólogos, de saber si la intensidad es una sensación cuantitativa, es por­que la experiencia nos demuestra que las sensaciones de cantidad pueden muy bien ir mezcladas a una sensa­ción de cualidad. La discusión correría el riesgo de to ­mar, aquí también, dimensiones fuera de proporción con el resultado que daría, desde el punto de vista del conocimiento estético. Ya hemos notado que la intensi­dad pone ciertas condiciones a la fuerza que acciona en el cuerpo vibrante, según el tamaño de este cuerpo y, por consiguiente, las dimensiones de las ondas sonoras; y hemos visto igualmente las extrañas contradiciones de un Engel y otros con las sensaciones comunes, con motivo de la combinación de los factores de intensidad y de entonación del sonido. Por otra parte, las palabras «entonación», «timbre», «intensidad», ha llegado a ser, por el uso, expresiones distintivas a la vez precisas y generalmente comprensibles; tomamos las complicacio-des inútiles que haría surgir el empleo de términos dis-

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tintos y aplicables también a otros dominios del conoci­miento sensorial. Es preciso, sin embargo, notar de pa­sada, la cuestión propuesta por Lotze y que Stumpf exa­mina con gran cuidado de saber si las variaciones de intensidad están comprendidas como constantes, con­tinuas o no, Stumpf admite que en el crescendo de la messa di voce o de su imitación por un instrumento de viento o de arco, el aumento de intensidad nos parece continuo; pero cree muy posible que esta continuidad aparente sea el resultado de un número definido de gra­dos distintos que nuestros órganos de percepción mez­clen en una progresión constante. Stumpf se pregunta «si, por un trabajo inconsciente de la imaginación, el aumento graduado de intensidad no es transformado en un crescendo continuo», fenómeno análogo al que hemos comprobado en la concepción de los grados de entona­ción bajo forma de línea continua.

El simple parelelismo que parece poder establecerse entré los factores de entonación y de intensidad del so­nido, no deja de ser bastante precario, pues la causa primera de la intensidad sufre transformaciones notables en el interior mismo de cada vibración. En efecto, si es verdad que la amplitud de las vibraciones (o el grado de condensación de la columna de aire) es el representante real de la intensidad sonora, no es menos cierto que, por el paso continuo del máximum al mínimum de exten­sión y viceversa, las vibraciones no pueden suministrar más que una sensación intermitente de la intensidad re­presentada por los máxima. El aumento de la amplitud de las vibraciones por el acrecentamiento de la fuerza generatriz del sonido, no da por resultado, de ningún modo, una elevación constante de los máxima, pues és­tos están aún separados por mínima, que aumentan en la misma proporción; es más, todos los grados intermedia­rios posibles se intercalan entre estos dos extremos y la posición de reposo. No se podría objetar aquí la rapidez

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demasiado grande de la sucesión de los máxima,-porque precisamente la distancia que los separa a unos de otros es lo que nos proporciona la sensación de la entonación del sonido. La discontinuidad real de los máxima sumi­nistra; sin duda, una explicación suficiente de la dificul­tad que experimentamos en percibir pequeñas diferen­cias de intensidad, y de la facilidad, por el contrario, con la cual la imaginación transforma en progresión conti­nua toda sucesión discontinua, aun evidente, de los gra­dos de intensidad sonora. Debemos a esta última facul­tad de comprender una sucesión melódica, a veces tan lenta como un crescendo continuo, aun cuando el cres­cendo real no pueda existir; este es el caso en la música de piano, por ejemplo, por el hecho de que cada sonido disminuye de intensidad desde el momento en que la percusión de la cuerda se efectúa. No se puede negar la importancia de estas grandes divergencias entre el es­tado dinámico real del sonido y el que el compositor o el ejecutante desea, el que el oyente comprende, por lo demás, a su vez. Pero, mientras que el fisiólogo y el psi­cólogo modernos se aplican, sobre todo, al estudio de las sensaciones propiamente dichas, el estético se ocupa únicamente de las concepciones, ya éstas despierten r e ­presentaciones sonoras o que sean su resultado. Obras tales como la Psicología de la música, de Stumpf, no sumi­nistran a la estética musical si no contribuciones relati­vamente mínimas; es, que precisamente, el objeto prin­cipal de sus investigaciones es extraño al dominio de la estética.

La intensidad absoluta del sonido aislado tiene, como la entonación absoluta, un valor expresivo particular, valor que se considera generalmente como cuantitativo, pero que se podría también llamar cualitativo, como los de la entonación y el timbre. La naturaleza de nuestro órgano auditivo impone a las variaciones de intensidad ciertos límites, más allá de los cuales, el sonido sería de

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una parte, efectivamente imperceptible, y de otra dema­siado poderoso para no perturbar y hasta destruir nues­tra sensibilidad. Sin embargo, si el arte musical utiliza casi hasta el límite extremo los grados más dulces de la dinámica, descuida los más fuertes, aun cuando no ofre­cieran ningún peligro para el tímpano. Ni la práctica ni la teoría musical conocen la unidad de medida de inten­sidad, de que Zimmermann pretende que todos los de­más grados no son más que múltiplos. No sé que nadie haya establecido medida exacta para la intensidad de los diferentes acentos métricos comprobados por los teóri­cos. Y ni siquiera se está de acuerdo sobre lo que hay que entender por un sonido dos veces más fuerte que otro, si se trata de un sonido cuyas vibraciones tienen una amplitud doble o un sonido producido por una fuer­za dos veces mayor. Todas estas cuestiones sálense com­pletamente del dominio de la música y, por consecuen­cia, no conciernen en modo alguno a la estética musical. Es cierto que percibimos grados diversos en los contras­tes de la dinámica; pero la fuerza efectiva que entra en juego está limitada, hasta cierto punto, por las condi­ciones mecánicas del órgano sonoro. Una flauta no pue­de producir sonidos de una intensidad igual a los de una trompeta, pero ésta tampoco puede atenuar su sonori­dad hasta el punto de igualarla con la de la flauta; hay, pues, para cada instrumento, un desplazamiento notable de los límites en el interior de los que la dinámi­ca se mueve. Es evidente que de un arpa, por ejemplo, no se puede sacar sonidos tan poderosos como los tor­tísimos de un trombón. Pero las fuentes sonoras de los diferentes órganos de una misma categoría, son también muy variables; hay voces de hombre y de mujer cuya potencia y plenitud de sonoridad las aproximan a los instrumentos de viento de cobre, mientras que otras no disponen sino de motivos dulces y delicados. Así, la r e ­latividad que parecía casi inadmisible en el dominio de

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la entonación, desempeña un papel considerable en el de la intensidad. Pero conviene, ante todo, insistir sobre la imposibilidad de fijar con exactitud una región media de la intensidad, como lo hemos visto para la entona­ción, gracias a la extensión de las voces; esta región media es irrealizable, por el hecho de que ciertos grados muy poderosos de intensidad son desconocidos en la práctica vocal, mientras que toda voz cultivada puede graduar el pianissimo hasta el soplo casi átono. Esta comprobación justifica el ataque violento a que se en­tregan Vischer y Koestlin contra el empleo exagerado de los recursos sonoros. El afinado sentido artístico de los griegos antiguos atribuía a la cítara y a la lira, instru­mentos cuya sonoridad ni siquiera igualaba a la de nues­tra arpa actual, el más alto rango entre los instrumentos de música. Y, en nuestros días, las modestas sonoridades del cuarteto de instrumentos de cuerda, luchan, en la estimación de las personas modernas cuya cultura mu­sical es verdadera, contra la riqueza y la potencia de las grandes orquestas. Todo buen músico reconoce, por lo menos, que a despecho de los límites que le están im­puestos, la dinámica del cuarteto permite una gradación infinitamente más delicada y, por consiguiente, efectos de intensidad más diversos que los de la orquesta sinfó­nica. El fortissimo tan poderoso de esta última imposible de subjetivar enteramente, es evidentemente desconoci­do del cuarteto de cuerda; también éste parece menos apto para llenar el papel de agente de la música des­criptiva o de programa, que para traducir los mis­terios del alma humana... lo que nadie podrá repro­charle.

Es fácil representarse una obra musical cuyo valor estético no sea nulo, aun cuando toda variante de inten­sidad fuera excluido de ella, tal, por ejemplo, una pieza de órgano, más o menos larga, en la cual se renunciase a todo cambio de registro, a todo empleo de la caja ex-

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presiva; tal también la literatura del clavecín, tan esti­mada en otro tiempo (en tiempo de Domenico Scarlatti, por ejemplo) como instrumento de concierto. Podemos pues, preguntarnos, si en difinitiva, Vischer-Koestlin no tiene razón en considerar la dinámica como cosa de poca importancia. Sin embargo, la posibilidad de renun­ciar al empleo de un medio de expresión no prueba en modo alguno que este medio sea inferior a aquéllos a los cuales le unimos voluntariamente. Es cierto que, en las bellas artes, se puede hacer abstracción del color, así como lo testimonian nuestras esculturas acromáticas, o mejor aun, ciertos dibujos, que renunciando a los efec­tos de la luz y la sombra, no tienen menos valor artísti­co en cuanto siluetas o bocetos. Si se compara una obra orquestal ricamente instrumentada a su reducción al piano, o a la inversa, una obra de piano al arreglo de orquesta que utiliza todos los recursos de timbres múl­tiples y variados, se llegará al convencimiento del hecho de que el factor de intensidad tiene un valor igual al de los otros factores, aunque en ciertos casos se pueda des­cuidar la dinámica. No sin razón se ha lamentado en todos los tiempos la rigidez del sonido del órgano, su falta de flexibilidad dinámica, y en vano se ha tratado de remediarlo completamente. El clavecín fue bien pronto desterrado por el piano (piano-forte, es decir, piano y fuerte). La facultad de suprimir los matices de la dinámica» proviene evidentemente del paralelismo de la dinámica con el cambio de entonación y con el movi­miento rítmico, o conjunto de los «matices de la agógi-ca», de que hablaremos. Este paralelismo permite tam­bién despreciar tal o cual factor del sonido, sin que su au­sencia se sienta demasiado desagradablemente. Es pre­ciso, sin embargo, notar que, en una caja de música, por ejemplo, donde los matices espontáneos e inteligentes del movimiento faltan, no queda casi más, como factor elemental que el cambio de entonación; se comprende

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que en estas condiciones, el vacío dejado por los demás factores del sonido es muy sensible.

Elucidadas por fin estas cuestiones preliminares, con­sideremos brevemente la dinámica aliada al cambio de entonación, en cuanto medio de expresión de una emo­ción. Observaremos ante todo, que por el hecho mismo de su continuidad, el cambio de intensidad, tanto como el cambio de entonación, es de un efecto seguro e irresis­tible. En cuanto a la estimación de dos grados de inten­sidad aislados y opuestos el uno al otro, no puede ba­sarse en ninguna escala análoga a la que las relaciones armónicas suministran para la apreciación de la altura del sonido; o se limita pues, en general, a oponer una a otra los dos matices del contraste absoluto, el fuerte y el piano. Ya hemos hablado de la existencia de un cres­cendo y de un decrescendo facticios al piano, en que la imaginación del oyente transforma en impresión conti­nua una serie de intensidades sucesivas y hábilmente preparadas por el ejecutante. Pero por poco que el me­canismo del instrumento se preste a ello, se empleará el cambio continuo de intensidad como uno de los mejores procedimientos de expresión. El circuito de la dinámica, cuyo esquema es análogo al de toda sensación < > (es decir, marcha progresiva y regresiva, aumento y dismi­nución), se ofrece a nosotros para marcar la unidad for­mal que realizan los sonidos de un sólo y mismo gesto so­noro, de una gamma musical pequeña o grande, parcial o total. Por el contrario, los contrastes bruscos de dinámi­ca, sin que en ello haya deseo latente de pasaje progresi­vo de ún matiz al otro, excluye toda idea de unidad entre los sonidos afectados por ellos. Esta simple indicación muestra claramente la importancia de la contribución que la dinámica puede aportar a la formación del motivo; en efecto, siempre que la imaginación debe transformar el cambio gradual de entonación en una marcha continua, la dinámica interviene y precisa el pasaje efectuado, por

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medio de una progresión realmente continua de intensi­dad, bajo la forma de crescendo o de diminuendo. Del mismo modo que hemos establecido una distinción entre las series de sonido que representan un movimiento so­noro y las que, por el contrario, suponen la detención del movimiento sobre un grado y su reprise en otro gra­do de entonación, del mismo modo distinguiremos aquí entre la progresión dinámica, en la cual cada grado de intensidad sale directamente del precedente y. da naci­miento al crescendo y al diminuendo, y el contraste di­námico que introduce la cesura en el pensamiento musi­cal, por la supresión de este paso inmediatamente sensi­ble de un matiz al otro. Es claro que las nociones ele­mentales a las que nos hemos atenido hasta aquí, no bastan para resolver todos los problemas. Dejamos a un lado, por ejemplo (aunque la posibilidad de una solución aparece bien clara), el problema de la unidad que pue­den formar sonidos o acordes en contraste dinámico, se­parados por un silencio, pero entre los cuales la imagi­nación debe tender una especie de puente. Del mismo modo dejaremos para más tarde la explicación del papel que juega la dinámica, precisando las relaciones armó­nicas y rítmicas (modulación, disonancia, síncopa, etc).

Quédanos por decir alguna palabras, por lo menos del último de los factores elementales de la expresión musi­cal: el grado y rapidez con que se produce el cambio de entonación y de intensidad del sonido. Se trata aquí de un conjunto de recursos expresivos propios de la músi­ca, en cuanto expresión natural y directa de los senti­mientos, fuera de todo elemento formal que la elevan al rango de arte. Permítaseme afirmar con alguna satis­facción que tal noción, introducida por mí en el dominio del análisis estético, ha sido juzgada digna de atención. Para percibir bien esta noción, en toda su pureza, hay que recordar los silbidos del huracán, cuya variable po­tencia influye, no solamente en la entonación del sonido

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que produce, sino en la rapidez con que esta entonación sube o baja. Basta que la violencia del viento aumente rápidamente, para que el movimiento ascendente se ace­lere; que disminuya rápidamente para que el movimiento descendente se acelere también. Ahora bien, el mismo fe­nómeno se puede observar en la voz humana. La emoción creciente, como lo hemos comprobado, alza la entona­ción y aumenta la intensidad del sonido; es más, sus fluc­tuaciones agitadas o violentas encuentran su expresión natural en la rapidez misma de estas progresiones. Pero a despecho de estos retornos a factores elementales de la expresión, la estética musical no se ocupa sino de ma­nifestaciones artísticas. Como hemos visto, el arte musi­cal hace abstracción del cambio continuo de altura de los sonidos, o por lo menos le relega al dominio de la ac-vidad de la imaginación, para adoptar de ordinario una escala de entonaciones graduadas. No hay que decir que una buena parte de los efectos elementales del cambio de entonación se pierde de este modo, y que las progre­siones ascendente y descendente, producen tan pronto la una como la otra de las impresiones cuantitativas e intensivas que materializan. Tan pronto será la fuerza creciente de la excitación, como el aumento del volumen del objeto lo que produzca el efecto dinámico y la pro­gresión de rapidez de los movimientos sonoros se aliará a las marchas ascendente o descendente de la entona­ción. Pero no hay aceleración del movimiento sonoro, cuando, por ejemplo, se franquea un intervalo de octava en lugar de una quinta; estas progresiones llegan a ser, por la estilización de que ya nos ocuparemos de la esca­la continua en escala graduada, puros símbolos de espa­cio. La substitución de una progresión de corcheas a una progresión de negras, no reemplaza más el efecto elemental de una progresión en la rapidez de los cam­bios de entonación; mientras el tempo es el mismo, toda subdivisión de las duraciones de los sonidos produce el

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efecto, no de una aceleración de movimiento, sino de una sustitución de valores menores, y proporcionalmente más numerosos, a los valores primitivos mayores. La progresión elemental de los cambios de entonación y de intensidad aparece más bien bajo la forma de modifica­ciones del movimiento fundamental, en cuanto disminu­ción efectiva del valor de las negras, de las corcheas, de las semicorcheas, aun sin que haya cambio en el reparto de las duraciones; es lo que se llama tempo ruiato, la fluctuación del movimiento del agoge rítmico mismo. He dado a estas modificaciones del tiempo que se aso­cian a las modificaciones dinámicas, el nombre de agó-gica, y creo que se encontrará justificado. La agógica, como la dinámica, desempeña el papel más importante en el cuadro restringido del motivo. Al aumento de in­tensidad, a la progresión dinámica positiva, se alian una disminución progresiva de las duraciones, una acelera­ción de movimiento; a la cima dinámica corresponde un ensanchamiento súbito, seguido de retorno gradual y por progresión simétrica, al valor normal de los elemen­tos dinámicos y rítmicos:

El paso de una progresión de negras, por ejemplo, a una progresión de valores siempre menores, como se,, encuentra en la mayor parte de los adagios, dicho de otro modo, la figuración acelerada sin cambio de tiem­po, produce un efecto análogo a la progresión elemental de los cambios de entonación y de intensidad en el silbi­do del viento, por ejemplo. Pero este efecto está conte­nido y dominado por la potencia ordenadora del ritmo,

División progresiva de la duración.

Retorno progresivo a l a s duraciones normales.

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DINÁMICA Y AGÓGICA 91

hasta el punto de que casi no es comparable más que el efecto de una progresión de intervalos armónicos, con relación al del cambio continuo de entonación completa­mente elemental.

Se puede, pues, afirmar, que los únicos restos autén­ticos de los factores primitivos de la expresión musical son el poriamento, en cuanto modificación realmente con­tinua de la entonación y las fluctuaciones de la dinámica y de la agógica.

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CAPÍTULO VII

Las fuentes dei arte.

Desde el instante en que el grito de gozo o de dolor que el hombre profiere, pasa al estado de canto propia­mente dicho, en otros términos, desde el instante en que sonidos de entonación diferente y claramente apreciable se oponen los unos a los otros, este grito cesa de ser la expresión pura y simple de una sensación. Llega a ser elemento primero de una formación artística. A la ma­nifestación espontánea, absolutamente irreflexiva de la energía vital, de la voluntad subjetiva, se une el examen de esta manifestación, su realización según ciertas leyes inmanentes de la naturaleza humana. La expresión de la sensación se hace, por tanto, para el individuo mismo que la realiza, una representación, un objeto cuya con­templación es' una fuente fecunda de actividad y, por consiguiente, de goce espiritual. Este pasaje de la ex­presión natural simple, de una sensación a la manifesta­ción artística es infinitamente más manifiesto en la mú­sica que en las demás artes. La observación y la compa^ ración recíproca de los sonidos por medio de los cuales se expresa la sensación, no tiene semejante sino en la atención que dirigimos a veces a nuestros propios ges^-

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tos, cuando éstos no son en principio sino la expresión espontánea de las sensaciones o de los sentimientos. Desde el momento mismo en que estos gestos se hacen objetos de la representación del sujeto, comienza un juego de las fuerzas espirituales evidentemente análogo al que se manifiesta por la comparación de los sonidos. El examen comparativo conduce, tanto en un caso como en otro, a la conciencia neta de un estado formal; una vez comenzada, la comprobación de las relaciones que existen entre los elementos de la expresión espontánea (expresión que se transforma ella misma en objeto en el curso de la elaboración) se prosigue por vías naturales y se hace una fuente constante de placer estético. La expre­sión sonora, «audible», de los sentimientos da nacimien­to a la sucesión ordenada de los sonidos, a la melodía; a la expresión visible o, más exactamente, tangible de los gestos, conduce, por vía de comparación y de repe­tición, a la pantomima y a la danza. Citaré aquí una ob­servación ingeniosa de Lotze (Historia de la estética): <-No nos limitamos nosotros, dobles naturalezas hechas de alma y cuerpo, a ver los movimientos ejecutados bajo nuestros ojos; los ejecutamos nosotros mismos espontá­neamente. Aunque nosotros no sintamos inmediatamen­te nuestra propia voluntad pasar por nuestros miem­bros, en el momento de la excitación que la hace activa, un favor especial de nuestra organización nos produce la ilusión de ello, y esta última es tanto más agradable cuanto que aquí la apariencia es lo mismo que la reali­dad. Las modificaciones que el poder, ya en trabajo, de la voluntad aporta al estado de nuestros miembros, en­vían una sensación a cada instante a nuestro centro consciente. Ahora bien, las modificaciones de esta sen­sación siguen las menores variaciones de tensión o rela­jamiento, con una movilidad tal, que en este reflejo de sus resultados nos imaginamos sentir directamente la voluntad misma en trabajo y seguirla a través de todos

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los grados de la excitación y de la moderación». Yo consideraría' de buen grado con Lotze este acto de con­ciencia y esta persecución voluntaria de la expresión de la voluntad, obrando espontáneamente, como la solución del enigma de la actividad artística. Si la voz y el gesto son formas de expresión del sentimiento, dados al hom­bre por la Naturaleza, la conciencia que tenemos de nuestra voz y de sus múltiples facultades expresivas conduce al descubrimiento del principio de la armonía, de donde emana la melodía; la conciencia del gesto con­duce de la misma manera al principio del ritmo, segundo de los factores propiamente formales de la música.

Se admite en general, con harta facilidad, que el r i t­mo es necesariamente de naturaleza sonora. Concedien­do desde luego que en ningún otro arte desempeña el ritmo un papel tan importante ni reviste formas tan múl­tiples como en la música, no creemos de ningún modo poder afirmar que tenga su fuente en la sensación so­nora O que se refiera forzosamente a alguna manifesta­ción sonora. Los psicólogos comprueban a veces, de pa­sada, que existe un ordenamiento rítmico, aún fuera del dominio de los sonidos, o sea que existe en el tiempo un desarrollo periódico cuyo valor específico corresponde a lo que se llama «ritmo». Sin embargo, esta sensación no se establece si no cuando los períodos tienen una du­ración efectiva con relación a un valor medio bastante exactamente determinado. Sólo figuradamente, y con el auxilio de la reflexión, es como se puede dar un valor rít­mico a la sucesión de los días y de las noches o de las es­taciones, pues toda continuidad de observación está ex­cluida para este género de sucesión y únicamente su re­producción reducida en la imaginación, puede hacer de ella un semejante de lo que llamamos un período rítmico. Lo mismo sucede con los movimientos que por su breve­dad o rapidez excesiva escapan a la percepción conscien­te; la deducción lógica o la extensión de su duración, en

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imaginación, son lo único que nos puede autorizar para hablar aquí de forma estrictamente periódica. Herbart señala, el primero, en sus Investigaciones de psicología, la existencia de un valor medio de las duraciones y le esti­ma aproximativamente en un segundo. Se comprende fácilmente que en el dominio de las percepciones senso­riales la existencia de este valor medio de las duracio­nes sea de la mayor importancia para la estética; pro­vee de una base a nuestras sensaciones de rapidez o de lentitud, así como la extensión de la voz humana sirve de escala de comparación para la apreciación de la en­tonación del sonido. Los psicólogos están aún en la in-certidumbre sobre el grado de importancia que deben conceder a la fijación de un valor medio para las sensa­ciones rítmicas; pero por poco que esta importancia les parezca suficiente, se encuentran frente a otra cuestión, a saber, si las pulsaciones del corazón o la respiración deben ser consideradas como la causa fisiológica del fe­nómeno psicológico o, si quizá, las condiciones fisioló­gicas de los órganos de apercepción necesitan tal orde­namiento de concepción. Es verdad que esta última ex­plicación no tendría otro resultado que conducirnos a los dos fenómenos fundamentales de la vida (pulsaciones del corazón, respiración).

El investigar una solución para estas cuestiones sale completamente del cuadro de nuestro estudio. Sin embargo, se impone una observación: el tiempo de lá obra musical, es decir, la rapidez de sucesión de las unidades de tiempos medios en los cuales la obra se mueve, obra sobre los latidos del pulso y sobre la res ­piración. Cuanto más rápido es el movimiento de la mú­sica, más grande es la excitación de las funciones vita­les. Como todo sentimiento produce este mismo efecto, nos encontramos de nuevo enfrente del fenómeno ya ob­servado: la transcripción de una emoción por un estado fisiológico especial que no es, en sí mismo, la expresión

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de esta emoción (puesto que escapa, en general, a la percepción del tercero), pero que no existe menos para­lelamente con la exclamación y el gesto. No se trata aquí de un nuevo factor directo de la impresión musical; todo lo más se podría admitir que la sensación de rapidez o de lentitud en el cambio de entonación de los sonidos (re­cordemos de nuevo el ejemplo del viento que silba), se mide por este valor medio. La hipótesis no tendría, por lo demás, nada de inverosímil, pues nos encontramos evidentemente enfrente de valores distintos, según que, en el espacio de un segundo próximamente, haya fran­queado el sonido la distancia de una quinta o la de mu­chas octavas. En efecto, no es indiferente que el gesto que forma una unidad se realice rápida o lentamente, que se trate de manos tendidas para implorar socorro, de un movimiento de repulsión, de una sonrisa que ilumina el rostro de un fruncimiento de cejas lleno de amenazas. La relación de cada uno de estos gestos con una duración media puede demostrarse con cierta evidencia. Así, el gesto por el cual se emplea el doble tiempo normal pier­de ya en naturalidad y en verdad. Se ha notado igual­mente, y esto desde largo tiempo ha, que la marcha y la danza se atienen a estos tiempos medios; sin embargo, se hará bien en adoptar como medio propiamente dicho, no el segundo, como propone Herbat, sino unos tres cuar­tos de segundo, admitiendo la extensión posible de este valor hasta un segundo o su redución a un medio se gundo.

Lotze ha insistido ya en el hecho de que la subdivi­sión del tiempo (sin ningún otro elemento) en partes de igual duración no sabría despertar un interés estético (Historia, de la Estética, pág. 296): «Duraciones iguales y sucesivas no son, en sí mismas, sino obsediantes y fatigan­tes, como las excitaciones intermitentes de los senti­dos...; no adquieren un valor estético sino cuando cada una de ellas encierra una pluralidad de miembros

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desemejantes con los cuales forma un período. Sólo la vuelta de estos períodos constituye la unidad que nos agrada en la diversidad, pero no ¡a repetición idéntica de elementos siempre semejantes!» Si ensanchamos esta tesis, adaptándola, no ya al ritmo musical sólo, sino a la rítmica en general, llegaremos a la conclusión de que la observación de toda división rítmica del tiempo no tiene valor estético sino para las relaciones del contenido limi­tado por ella, manifestándose este contenido por sensa­ciones tan pronto acústicas, como visuales, como tácti­les, en fin.

El estudio que C. Bücher ha publidado bajo el título: Trabajo y ritmo (C. Bücher, Trabajo y ritmo (1896; 2, edi­ción 1899), ocupa un lugar muy importante en la teoría rítmica. El autor allí sienta el hecho de que, en todo tra­bajo mecánico, el ritmo es una necesidad innata del hom­bre. Y esto es verdad, no sólo para el trabajo colectivo, en el cual el ritmo tiene por objeto fijar la repetición del. trabajo (batido del trigo, cavado del pavimento, etc.) ya para establecer la regularidad de la maniobra como en el tendido délos cables, sino también en el trabajo individual del carpintero, del ebanista, del herrero, y aun para cier­tas ocupaciones mecánicas que, como la costura, se rea­lizan sin ruido. Esta indicación, según la cual la elevación y la intensidad del sonido no son indispensables para la elaboración del placer que resulta del ritmo y facilita el trabajo, esta indicación, digo, me parece de una impor­tancia muy especial en la obra de Bücher. Nos permite, en efecto, suponer que el origen primero de todo ritmo reside en la sensación corporal (muscular) de la subdivi­sión rítmica.

Ya hemos observado que la pulsación del corazón, la respiración, la marcha, etc., son valores medios de una concepción muy fácil para la división del tiempo; esta­blecen una especie de nivel con relación al cual, pasajes más o menos largos, aparecen como otras tantas gradúa-

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LAS PUENTES D E L ARTE . . . 99

ciones o atenuaciones. Pero si hemos dado de este modo la clave de uno de los factores elementales de la expre­sión ; musical, no hemos, por otra parte, explicado el placer que nos proporciona la continuidad de estas uni­dades de tiempo en la música, aun cuando el valor de la unidad se aleje sensiblemente de la media normal. Hay aquí aparentemente, en la fuente de este placer, un in­terés no subjetivo, sino objetivo; dicho de otro modo, nos encontramos en frente de ese goce que el individuo siente en contemplar la forma que reviste la expresión de sus propios sentimientos. Sólo entonces pasamos del contenido de la música, encanto sonoro, variaciones de entonación de intensidad y de movimiento, al elemento formal propiamente dicho que no podríamos, por lo de­más, representarnos sin el contenido que le justifica. Por el contrario, aquí está todo nuestro estudio para probar que los factores elementales obran infaliblemente, si no como arte, por lo menos en cuanto fenómenos naturales, aun cuando no estén estilizados por los principios orde­nadores dé la forma. Este distinción no basta para limitar de una manera absoluta y definitiva la forma y el conte­nido en música; pronto tendremos la prueba evidente. En efecto, el poder expresivo de la música no reside com­pletamente en los factores elementales del sonido; estos elementos estilizados (graduación de la escala tonal que suministra la base de las relaciones armónicas y, en fin, todas las maravillas de la polifonía; fijación de la medida con todas sus variantes y duraciones, etc.) lle­gan a ser la fuente de nuevos procedimientos de ex­presión.

Ahora bien, el músico cultivado utiliza aquéllos de una manera tan espontánea, como el común de los mor­tales el hecho de los factores elementales bajo su forma primera.

No se puede exigir de la estética musical una di­ferenciación absoluta, y que no podría establecer entre

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las nociones de forma y contenido. Esto no nos impide, sin embargo, continuar fijando los puntos siguientes: música como expresión (voluntad), música como forma (representación) y música como expresión representada (característica); su mantenimiento se revelará favorable­mente a la solución de toda una serie de problemas de estética.

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CAPITULO VIII

Escala tonal.—Armonía.

No nos podemos representar, en el primer momento, cómo un músico llega a seguir, a comprender o también a guardar hasta cierto punto en su memoria el laberin­to de una composición polifónica, en la cuaHos sonidos se suceden y se superponen en millares de fórmulas di­versas y pasajeras. El oído se manifiesta aquí superior en mucho al ojo, desde el punto de vista del número de sen­saciones diversas que es capaz de percibir distintamente en un espacio de tiempo muy corto. Se sabe, por ejem­plo, que el movimiento de rotación, aun moderado, de un punto luminoso, imprime sobre la retina la imagen de un círculo de fuego, y que la imaginación no opera la transformación inversa del círculo en un punto móvil. El oído distingue claramente los elementos de la suce­sión sonora más rápida y hasta puede registrar la ento­nación de cada uno de los sonidos de esta sucesión. En cuanto a los sentidos del olfato, del gusto y del tacto, están mucho más groseramente organizados que el de la vista y, por consiguiente, son incapaces de percibir sen­saciones cuya sucesión sea más rápida. Es verdad que esta facultad de percepción es un poco menos afinada

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para la región más grave de la escala musical; pero Helmholtz declara que hacia el la1, se puede distinguir perfectamente una diferencia de una decena de vibracio­nes por segundo, y creo que se ha quedado corto, títumpf va más lejos, pero estima que el motivo inicial (contrabajos) del fugato, en el scherzo de la sinfonía en do menor de Beethoven, es demasiado rápido para que pueda ser bien comprendido. Aquí yo seré también me­nos afirmativo. En efecto, la poca claridad que un con­junto de cuatro a seis contrabajos y de seis a ocho vio­lonchelos da en general a este pasaje, tiene, sin duda, otras causas que la incapacidad de nuestro oído de per­cibir doce sonidos por segundo aun en una región sono­ra muy grave. Sea de ello lo que quiera, no tenemos in­conveniente en confesar que los sonidos más graves son al mismo tiempo los más pesados, y están muy lejos de poseer una movilidad igual a los de la región aguda. Pero es fácil distinguir ya sucesivamente, en una región moderadamente grave, hasta treinta y tantos sonidos di­ferentes por segundo y apreciar los defectos eventuales de entonación de cada uno de ellos. Esta facultad no sería menos incomprensible si ciertos fundamentos, muy sencillos, no diesen a la diversidad y a la movilidad de la fórmula musical una unidad interna, una especie de dis­ciplina que permite notables abreviaciones o contraccio­nes de las percepciones sucesivas. Ningún otro dominio de las percepciones sensoriales sufre la comparación, desde este punto de vista, con el del oído musical; insis­to, no sin motivo, sobre estas palabras: oído musical, en efecto, sólo cuando se trata de música la acción del ner­vio acústico se precisa tanto y la rapidez de las percep­ciones alcanza proporciones tan extraordinarias. Los métodos psicofísicos, para la medida del tiempo que se­para la resonancia del sonido de su percepción cons­ciente, no nos son desgraciadamente de ninguna utili­dad, pues los razonamientos y las determinaciones ne-

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(1) Se cuenta que en 1794 B e e t h o v e n tocó a pr imera vista, y en su verdadero mov imiento , una obra que l e era c o m p l e t a m e n ­te desconocida . U n oyente observó entonces que le había sido ma­ter ia lmente i m p o s i b l e ver todas las notas de aquel presto. E l maes tro respondió: «Es que tampoco hace falta; cuando usted l e e rápidamente, no se fija usted e n las erratas de imprenta, aun­que sean numerosas , por p o c o que usted conozca el l enguaje de la obra de que se trata». (Thayer Beethoven, I, 202.)

cesitadas para las manipulaciones que exigen estos mé­todos, toman probablemente más tiempo que el acto de audición mismo. Por lo demás, el músico no tiene nece­sidad de ninguna otra prueba que la de su propia con­ciencia, para testimoniar que comprende realmente las sucesiones sonoras de la rapidez en cuestión, y que hasta puede corregir las inexactitudes de entonación. La po­sibilidad de esta percepción, de este registro tan asom­brosamente rápido de los sonidos, se explica, sin duda, por el hecho de que el primer sonido de un trozo de mú­sica, acuerda, por decirlo así, el oído sobre un número restringido de sonoridades. La atención se encuentra desde entonces fijada sobre éstas en todo lo que sigue, hasta tal punto, que la entonación de las sonoridades su­cesivas es esperada; no se trata ya, pues, de un valor acústico a determinar, sino de un valor determinado que basta con reconocer. La importancia de estas afirmacio­nes es tan grande, que nos detendremos en ella algo más (1).

No se ignora que el diapasón, lo que los alemanes llaman stimmung, los ingleses pitc/i, es cosa puramente convencional, y que ha cambiado en el curso de las eda­des. El conjunto del dominio tonal no se divide en un número limitado, por grande que sea, de sonidos de en­tonación diferente; se puede, en efecto, intercalar siem­pre entre los grados de una escala musical algunos so­nidos intermedios entre los grados más próximos. La

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escala de 3.900 grados que H. A. Koestlin estableció en el interior de siete octavas, por medio de sonidos que difieren cada uno en una vibración por segundo, es tam­bién una restricción completamente arbitraria; del grave al agudo y viceversa, el paso no es graduado, sino con­tinuo. La facultad que los alemanes llaman «audición absoluta», es decir, la facultad de determinar instantá­neamente en la audición un sonido cualquiera, es innata en ciertos individuos de una musicalidad intensa; pero supone la costumbre de una entonación determinada o, por lo menos, el conocimiento de las denominaciones usuales de los sonidos, unido al del diapasón efectivo de los instrumentos de diapasón fijo. Supongamos que un músico, dotado de esta facultad, está habituado a un piano o a un órgano diferente en tres cuartos de tono del diapasón normal actual (435 vibraciones dobles por segundo para el la3), determinará falsamente todos los sonidos de una obra musical ejecutada al diapasón nor­mal. La facultad de determinación instantánea de los so­nidos puede, pues, llegar a ser, en ciertos casos, para el que la posee, una causa de perturbaciones y errores muy desagradables. Felizmente hay pocos individuos bastante sensibles a la entonación absoluta de los soni­dos para que un instrumento, que deban tocar o una or­questa que deban oir, les incomode realmente cuando el diapasón está un poco más agudo o un poco más grave de lo que están acostumbrados. La ausencia parcial o total de la facultad en cuestión, no es, en modo alguno, una prueba de ausencia de las dotes musicales; la per­cepción exacta de la entonación de un sonido, a partir de un diapasón determinado, no depende, en modo al^ guno, de la facultad de determinación absoluta del soni­do. Esta última facultad puede, en el caso de una cos­tumbre semejante a la de que hemos hablado, encon­trarse en contradición con el sentido musical.

Si pues, cualquiera que sea el diapasón adoptado, un

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ESCALA TONAL.—ARMONÍA, 105 .

trozo de música comienza en un acorde de re mayor cuya entonación sea justa on sí, el órgano auditivo se acuerda inmediatamente en este acorde y en su escala. Esta será desde entonces para el oyente, el campo na­tural de las evoluciones musicales subsiguientes; el acto propiamente dicho de percepción no es más necesario para cada uno de los sonidos siguientes, o por lo menos, este acto no puede compararse al que exige, en las in­vestigaciones científicas habituales, la apreciación de las mínimas diferencias de entonación, etc. Cada sonido pa­rece, antes bien, caer en una especie de casilla prepara­da para recibirle; únicamente los sonidos que se encuen­tran en contradicción evidente con la entonación espei'a-da de tal o cual grado, atraen y retienen la atención del oyente. Si estos últimos difieren bastante de aquéllos que eran esperados, para necesitar una interpretación distinta, o sea, si están en contradicción con la escala de tonalidad primitiva y si pertenecen a una tonalidad comprensible con relación a ésta, hay modulación, des­plazamiento de la escala que sirve de base a la aprecia­ción de los sonidos, cambio de acorde del órgano audi­tivo. El esfuerzo que exige la concepción de cada sonido no es facilitado solamente por la posibilidad de una in­terpretación común, sino que es reducido al estricto mí­nimo por el ordenamiento rítmico de los sonidos. Una sucesión de sonidos muy rápida y privada de ritmo, por la agrupación clara y precisa de sus elementos, no sería comprensible sino cuando todos sus sonidos formasen parte de un sólo y mismo acorde (por ejemplo re, fa sos­tenido, la, perteneciente a re mayor, y sus octavas), o si revistiese el aspecto de una gama analizable en cuanto acorde provisto de notas de paso. Todas las fórmulas complicadas o, simplemente musicales, aun aquéllas que exigen, por una marcha demasiado rápida, a facul­tades de percepción excepcionales, reposan en la asocia­ción constante de dos factores: la armonía y el ritmo,

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que ponen orden y medida en el movimiento sonoro, y le elevan así al rango de arte.

La armonía y el ritmo tienen de común que permi­ten medir los movimientos sonoros. Si investigamos, en primer lugar, de qué manera el cambio continuo de al­tura de los sonidos se estiliza en cambio graduado, bajo la forma de la escala que resulta de las relaciones a r ­mónicas de los sonidos, nos encontramos enfrente del problema de la consonancia y de su contrario la disonan­cia. Ahora bien, este es el puncíum saliens de toda la teo­ría musical interna.

Un mundo nuevo que forma un todo completo, mun­do opuesto al de las apariencias, se revela a nosotros en cuanto admitimos que los sonidos de relaciones armó­nicas determinadas (únicos empleados en la música a r ­tística), no son puntos tomados al azar sobre la línea con­tinua que une al grave con el agudo, y cuya impresión de elevación dependerá únicamente de la distancia que los separa en esta línea. Si no se tratase más que de esto, las dimensiones del intervalo serían lo único interesan­te de comprobar en las diferentes progresiones posibles de un sonido a otro; un movimiento ascendente o descen­dente a partir de un sonido dado a través de los sonidos de la escala tonal no podría ser considerado sino como un movimiento, o para hacer abstracción de toda idea de espacio, como un cambio progresivo de la sensación de cualidad, en un solo y mismo sentido. Pero se ha com­probado, por el contrario, desde hace mucho tiempo, las múltiples modificaciones de esta sensación de cualidad, oscilante entre la oposición y la analogía de cada uno de los sonidos de la escala recorrida con relación al soni­do inicial, y este es un hecho de experiencia de nuestra sensibilidad.

Un solo hecho prueba suficientemente que reempla­zando la línea sonora continua por una escala gradual, no se tuvo por fin único crear un procedimiento de men-

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sur-ación: las escalas que durante miles de años, sirven igualmente de bajo a toda melodía, no se componen de subdivisiones iguales en el sentido de que cada sonido tendría con el sonido inmediato siguiente una relación de vibraciones siempre la misma,o que, si olvidamos lo que sabemos de las relaciones afectivas entre nuestras percepciones de entonación y sus causas mecánicas, es­tas subdivisiones fueran marcadas por longitudes igua­les de la cuerda sonora, o revelarán diferencias siempre iguales del número absoluto de vibraciones (tales como los 3900 sonidos de Koestlin, que difieren unos de otros en una vibración por segundo). La gama que todos los pueblos, en todos los tiempos, han encontrado igualmen­te, o mejor aun, que la Naturaleza ha dado directamen­te al hombre, esta gama, compuesta de tonos y semito­nos, que se suceden en un orden determinado, es algo más que una especie de metro para uso de los intervalos sonoros. Es la revelación de una ley inmanente de la ac­tividad del espíritu y, en particular, de la imaginación artística, ley que es actualmente y quizá siga siéndolo siempre, un misterio. Pero aun fuera de toda preocupa­ción filosófica, esta ley es de una sencillez tan sorpren­dente, de una precisión tan categórica que se olvida la existencia misma de un problema no resuelto, y el hom­bre ha creído, más de una vez, que había hallado la ex­plicación del misterio.

El examen de las relaciones armónicas de los sonidos ha añadido a las nociones ya elucidadas de entonación, de intensidad y de rapidez en los cambios de entonación y de intensidad del sonido, una concepción absolutamen­te nueva. Resulta, en efecto, de lo que precede, que dos sonidos de altura diferente producen, no solamente la sensación de la diferencia absoluta de elevación, sino también una sensación completamente distinta de distan­cia. Los dos sonidos de ciertos intervalos ofrecen, por ejemplo, una analogía de sensación cualitativa absoluta-

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mente enigmática en el primer momento, y en conside­ración de la cual la sensación de diferencia está a punto de desaparecer completamente. Hombres y mujeres ¿no han cantado a la octava desde que el hombre articula sonidos, quizá sin darse cuenta que en realidad no emi­tían sonidos idénticos? Por otra parte, se puede conside­rar como cierto que la música vocal ignoró durante lar­go tiempo el uso melódico del intervalo de octava. Los cantos de los pueblos primitivos, de los cuales conoce­mos un gran número, gracias a l a s investigaciones de ciertos sabios, se mueven en el restringido espacio de algunos sonidos. Lo mismo sucede con los cantos popu­lares propiamente dichos y con las canciones infantiles, por la sencilla razón de que los sonidos colocados más allá de una región media favorable a la voz, exigen un esfuerzo considerable de las cuerdas vocales; ahora bien, si la pasión puede excitar este esfuerzo, el estado sim­plemente contemplativo, en el cual el hombre canta las más veces, no produce este esfuerzo. El goce que el ar­tista experimenta en crear y sobre el cual ya hemos in­sistido, se armonizan mejor con las ideas que acaban de ser enunciadas, y cuyo desarrollo indicaría que los pr i ­meros productos de la actividad de la imaginación, son debidos, no a fuertes emociones, sino a un estado de alma más bien tranquilo. Sólo una conciencia más clara del poder creador personal y una posesión más completa de la técnica, conducen a la facultad de representación ar­tística de las emociones más intensas.

Es, pues, imposible, suponer que el conocimiento del valor armónico de la octava haya servido de punto de partida a lo formación de las escalas tonales; el canto, en sus comienzos, en los tiempos prehistóricos, se limi­tó más bien, como en nuestros días, a algunos sonidos muy cercanos los unos de los otros. Sin embargo, debe admitirse que el movimiento sonoro hasta la octava, y aun más allá, fue practicado largo tiempo antes del

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momento en que los teóricos de Egipto y déla China tuvieron la idea de estudiar, sobre los instrumentos mu­sicales, las relaciones entre los sonidos mismos y las dimensiones de los cuerpos elásticos que los producen.

Durante largo tiempo bastó la justificación matemá­tica de la consonancia; sólo a partir de los primeros años del siglo xvín, la fisiología la reemplazó poco a poco, revelando los fenómenos de los sonidos armóni­cos, resultantes y simpáticos. Pero esta justificación no nos basta ya y hoy pedimos, con derecho, una explicación psicológica de la consonancia. En efecto, la explicación real de las cualidades estéticas que resultan para el oído musical de la resonancia simultánea o sucesiva de inter­valos consonantes, esta explicación no nos la da ni la sencillez derelaciones numéricas, en las divisiones de la cuerda correspondiente a los intervalos consonantes, ni el hecho de que los sonidos armónicos más fuertes forman precisamente con el sonido fundamental interva­los consonantes. La ciencia musical contemporánea ha renunciado, por esta razón, a preocuparse de los fenó­menos acústicos;, busca lá solución del enigma de la con­sonancia en el dominio de las representaciones sonoras mismas. Sin embargo, ninguna de estas concepciones ha tomado, a decir verdad, el lugar de la otra; se trata de investigaciones graduales, cada vez más completas y más profundas, y que, partiendo de los cuerpos elásticos sonoros, pasan en seguida al órgano auditivo conmovi­do por ellos y llegan, en último lugar, a las representa­ciones sonoras. No se puede negar el estado de depen­dencia de estas últimas con relación a las primeras, gra­cias al intermediario del órgano auditivo. Los resultados positivos de las investigaciones conservan un valor du­rable a despecho de los vacíos que puede ofrecer aún la serie de deducciones y de particularidades inexplicadas que subsisten aquí y allí.

Todas estas tentativas de explicación no son, por lo

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demás, de un interés directo e inmediato para la estét i r

ca musical. El hecho de que dos sonidos colocados a distancia de octava correspondan a dos cuerdas, una de las cuales, dadas idénticas condiciones de diámetro y de tensión, es dos veces más larga que la otra, no se refleja en la sensación sonora. Aun admitiendo que en ella se encuentre, será en forma completamente distinta que no se refiere en nada al hecho primitivo. Del mismo modo, la observación, según la cual un sonido considerado como simple y que percibimos como tal, es, en realidad, com­puesto de sonidos parciales de los cuales los prime­ros y más fuertes revelan las relaciones consonantes, esta observación indica todo lo más.que la sensación de consonancia que producen ciertos sonidos se basa, no solamente en condiciones de origen expresables por re ­laciones numéricas simples, sino también en la comuni­dad de elementos determinados. Esta comunidad favo­rece quizá, y esto no ofrece la menor duda para mí, la aproximación de estos sonidos en la concepción musical. En el fondo, esta última posibilidad concierne solamente a la estética musical; las determinaciones de ésta tienen, por ejemplo, una necesidad mucho más real de los sig­nos convencionales que representan los sonidos, a saber, de las notas, que de las relaciones de longitud o de vi­bración de las cuerdas. Consideremos, pues, una vez más como conocidas todas las leyes matemáticas y fisio­lógicas de la música, y nos esforzaremos solamente en clasificar los nuevos datos, resultantes de las relaciones armónicas, en el análisis estético de las sensaciones so­noras.

El elemento fundamental de la sensación armónica de los sonidos consiste en la facultad de concentración, de fusión más o menos perfecta de estos sonidos en una unidad de orden superior, en el interior de la cual per­manecen, sin embargo, distintos. Esta posibilidad de fu­sión de los sonidos se basa evidentemente en una analo-

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ESCALA TONAL.—ARMONÍA 111 gía de las condiciones de su concepción; pero no se pue­de deducir este hecho sino de la analogía de formación de estos sonidos, o sea de la conmensurabilidad de sus formas vibratorias. Es verdad que la coexistencia efec­tiva de los sonidos parciales con el sonido fundamental de una cuerda o de una columna de aire que vibran, viene en. apoyo de esta deducción. Sin embargo, la fa­cultad que posee el órgano auditivo de distinguir estos elementos de un sólo y mismo todo, parece oponerse a la idea de una fusión más que confirmarla; el oído dis­tingue, en efecto, otros fenómenos sonoros accesorios y que no tienen nada de común con la sensación armónica, como lo hemos demostrado al hablar del timbre. Con­viene, ante todo, insistir en el hecho de que, en ciertos casos de fusión, de sensación consonante absolutamente innegable, los sonidos armónicos aportan, no una expli­cación, sino nuevos problemas. Además, los sonidos parciales primarios, que nuestro sentido armónico r e ­chaza a partir del sonido 7, embrollan el problema de la fusión; aun en el caso en que se trate de sonidos perte­necientes a una misma serie armónica natural. Por esto Carlos Stumpf (Psicología del sonido, volúmenes I y II: 1883-1890) propone categóricamente renunciar a toda tentativa de explicación satisfactoria de la consonancia por el fenómeno de los sonidos armónicos. Renunciando a tomar la teoría fisiológica de Helmholtz como funda­mento intangible de toda teoría musical, como hacía la estética hasta hace poco (Zimmerman, Engel) se evitan dos errores ciertos que Lotze (Historia de la estética, pá­gina 279) combatió ya vigorosamente: El análisis de la consonancia menor en cuanto forma secundaria alterada de ia consonancia mayor, la ausencia de una distinción esencial entre la consonancia y la disonancia. Stumpf mis­mo, el sucesor de Helmholtz como director del «Instituto de física» en Berlín, dio la señal de esta evolución y con­sideró los datos de su antecesor como teorías anticua-

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das {Historia del concepto Ae consonancia, I, 1897, pág. 3). La coexistencia de sonidos parciales no pasa ya, hoy, por causa de la consonancia, sino solamente por una prueba de la comunidad física de ciertas formas vibra­torias para un solo y mismo cuerpo vibratorio en movi­miento; a este último corresponde evidentemente una facultad, unas veces más y otras veces menos restringi­da, de fusión de concepciones sonoras. Por lo demás, he aquí el nudo mismo de la cuestión que nos ocupa; el oído ignora la limitación unilateral de la fusión a una serie de sonidos conmensurables más agudos que el soni­do fundamental y, por otra parte, se niega, por el hecho del sentimiento estético de la disonancia, a aceptar la fu­sión de ciertos sonidos, a despecho del.fenómeno de los armónicos que establecen la posibilidad mecánica de esta fusión. Estamos obligados, en este dominio, a con­tar con hechos ciertos de la sensación sonora, hechos que la ciencia no ha explicado todavía suficientemente o que quizá no explicará nunca.

La determinación de dos cualidades de entonación efectivamente iguales, en otros términos, la comproba­ción del unísono, no es un problema. Es verdad que en la apreciación de la altura de un sonido fundamental, la diferencia enorme de los diversos timbres (de los que ya hemos dicho algo) supone una asombrosa facultad de abstracción de elementos a la vez numerosos y podero­sos, aunque secundarios; pero el hecho. mismo de la apreciación es innegable y puede ser probado en cual­quier momento, nada más problemático, por el contra­rio, que la situación excepcional que la octava ocupa entre los demás intervalos, gracias al juicio dictatorial del oído en todos los hombres y en todos los tiempos. Todas las tentativas de justificación son vanas, y se pregunta aún por qué únicamente el intervalo de octava puede ser elevado a una potencia cualquiera sin que la fusión de los sonidos se aminore en modo alguno; se

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pregunta, en otras palabras, cómo es que la resonancia simultánea de octavas superpuestas da siempre, y cual­quiera que sea su número, una consonancia, mientras que la quinta de la quinta es ya una disonancia. Todo lo que se ha dicho sobre este punto se resume en algunas afirmaciones lindamente formuladas de un fenómeno del mundo sensorial. La mejor de estas fórmulas es la de M. W . Drobisch (Heder musikalische lonversümmung und Temperatur, 1852) que compara los sonidos colocados a distancia de octava a los puntos de intersección de una espiral, trazada alrededor de un cilindro, con una verti­cal que una las dos superficies extremas. Otro escritor, muy ingenioso, ha reemplazado el cilindro por un cono; los sonidos colocados a distancia de octava se encuen­tran entonces comprendidos en un radio de la superficie del cono (Riemann Geschichte der Musiktheorie, etc., 1898). La idea de Brentano, recogida por Stumpf (lonpsycholo-gie, II, pág. 193), consiste en admitir además de las sen­saciones cualitativa (de la entonación) y cuantitativa (de la intensidad) una tercera sensación, la de la «claridad» del sonido. Notemos, de pasada, que la adopción de esta teoría vendría en ayuda de aquéllos que creen poder comparar los siete grados de la escala tonal (hasta la octava) con los siete colores del prisma. Abora bien, basta realizar un cambio continuo de entonación de los sonidos a través de varias octavas, por medio de un glissando, por ejemplo, sobre un instrumento de arco, para probar que esta composición es absolutamente in­sostenible. En efecto, si existiese una analogía real entre estos dos dominios, el glissando produciría la impresión de un cambio continuo de color con retorno al primer color, cada vez que se alcanzase a una nueva octava; todo el mundo sabe que no es así. Se puede afirmar de una manera general que cada sonido no reviste, como cada color, una cualidad absoluta y que le sea entera­mente propia; todos los re, por ejemplo, no se distinguen

8

EDÍTOR

2 3 , Cal le de la Paz,

M A D R I D

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cualitativamente de todos los la, como el verde se dis­tingue del rojo. Y como el diapasón, según ya liemos dicho, es cosa puramente convencional, todo cambio del acorde normal corresponderá a otra especie de prisma. No vale la pena, por lo demás, de seguir por esta vía de comparaciones, pues no nos suministra valores senso­riales equivalentes. Lo único que se puede intentar, si se quiere comparar a todo trance, es considerar las rela­ciones armónicas de los sonidos como análoga a la di­visión de la luz blanca en colores prismáticos, y aún haría falta, desde luego, renunciar a todo análisis de de­talle.

Es, ciertamente preferible, que nos abstengamos de toda comparación y que nos limitemos al examen de las sensaciones que pertenecen exclusivamente a un terri­torio del mundo sensorial. Veremos entonces que la sen­sación cualitativa de entonación ya considerada como compuesta de las sensaciones cualitativas de amplitud y de rapidez de las vibraciones, sufre aún otras diferen­ciaciones numerosas a poco que estas sonoridades si­multáneas o sucesivas llamen la comparación de las cua­lidades. En estas diferenciaciones, las relaciones relativas de las cantidades susodichas parecen determinar, con una exactitud extraordinaria la cualidad, de la sensación que resulta de una comparación de combinaciones; por esto haremos uso para ellas de esta denominación absoluta­mente sencilla: la relatividad de la cualidad de entona­ción, término que corresponde de la mejor manera a ese otro término muy corriente en nuestros días: el parentes­co de los sonidos. Tendremos así, efectivamente, algo de análogo a las dos dimensiones de la elevación sonora de que habla Stumpf. La «relatividad de las cantidades de entonación» no es otra cosa que una denominación para la sensación especial por la cual tenemos conciencia de las relaciones de amplitud y de duración de las vibracio­nes; pero es claro que esta sensación no se relaciona

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más con el conocimiento real de las relaciones numéri­cas que la percepción de entonación de un sonido aisla­do. Esta transposición de un elemento en otro, depen­diente del primero, pero de una naturaleza completa­mente diferente, explica la falta de paralelismo absoluto de los valores comparados uno a uno. Así, la sensación de la relatividad de la octava no se distingue de la de la quinta, cuarta, tercera, etc., de una manera tan exacta y simplemente gradual que la relación 1: 2 se distingue de las relaciones 2 : 3; 3 : 4 y 4 : 5. Me limitaré a recor­dar aquí el hecho de que para los colores no se podría pretender la existencia de ninguna analogía entre las relaciones de rapidez de las vibraciones y las de las sen­saciones cualitativas.

Por esta razón es por lo que en 1877 ya creí deber establecer (Musikalische Syntaxis) la concepción sonora que abraza todas las octavas de un solo y mismo soni­do; Stumpf no ha hecho sino, recoger esta misma idea al hablar recientemente (Konsonanz und Dissonanz, 1898) de una concepción «ensanchada». Pero cuando este mismo físico fija un cierto número de grados de menor fusión, a saber:

2." : fusión de quinta;

3.° : fusión de cuarta;

4.°: fusión de tercera y de sexta;

5." : fusión de todos los demás intervalos, inclu­so los que no forman parte de dominio musical,

cae en el error mismo que se opone a la adopción del sistema de Helmholtz como base de la teoría mu­sical, dicho de otro modo, establece un pasaje g ra -

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dual de la consonancia a la disonancia y pierde pie desde el momento en que se trata de determinar, en principio, la diferencia entre los intervalos musicales y los que no lo son.

El problema de la consonancia de las terceras y las sextas (consonancia pura y simplemente negada por la antigüedad clásica) causó mucho tormento a los teóricos de la Edad Media; ya no nos le causa a nosotros. La evolución de la polifonía vocal había introducido desde hacía largo tiempo las terceras y las sextas, en cuanto consonancias, en la práctica, antes del día en que Wal -ter Odington, el primero (hacia 1275), afirmó la conso­nancia del acorde compuesto de una fundamental, de una tercera mayor o menor y de una quinta con el do-blamiento de octava de tres sonidos (Riemann; Geschickte der Musiktheorie, páginas i 19 y 318). Es verdad que esta afirmación no encontró hasta doscientos años más tarde la adhesión general de los músicos, gracias a la influen­cia de Ramos, dé Gafori y de Zarlino. Sin embargo, como la admisión de la tercera en el número de las con­sonadas no introdujo ningún cambio en las escalas m e ­lódicas, se puede suponer que únicamente la teoría tí­mida y rutinaria no supo encontrar la verdadera fórmula para un fenómeno que la intuición artística había perci­bido desde hacía muchísimo tiempo, sino siempre. Nos sería imposible comprender hoy las formas análogas a las nuestras de las escalas de la antigüedad (o de los chinos muchos miles de años antes de la Era Cristiana) si no admitimos la existencia inmanente en toda percepción musical, de una concepción armónica de los sonidos igualmente correspondiente a la nuestra.

Esta concepción armónica de los sonidos no es nada menos que la percepción de los sonidos aislados en el sentido de armonías, es decir, de conglomerados sonoros, formando una unidad absoluta. Se sabe que aun hoy, Stumpf, se nie­ga a admitir la existencia en el mecanismo de la audición

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de estos grupos de sonidos que se confunden en una sola unidad. Ahora bien, su adopción no nos desembaraza so­lamente de la escala impracticable de los cinco grados de fusión imaginados por Stumpf; nos da la llave indis­pensable de una distinción real entre la consonancia y la disonancia. A despecho de la práctica musical que desde el siglo xn, lo menos, supo apreciar la encantadora eu­fonía de las terceras y que hoy utiliza las terceras y sex­tas como elementos esenciales de la escritura a dos voces, los teóricos han afirmado con tenacidad, hasta la época de Zarlino (siglo xvi), la disonancia de la sexta menor; tratan en nuestros días de tachar de imperfecta la consonancia de las terceras y de las sextas. Parece, por consiguiente, que un respeto excesivo de la teoría no está aquí justificado y que estemos en derecho de supo­ner que antes del reino de la polifonía la imaginación musical introdujo la tercera en las fórmulas melódicas, atribuyéndole una significación semejante a la que le damos hoy. Los restos que poseemos del lirismo musi­cal antiguo, basado en sensaciones melódicas absoluta­mente análogas a las nuestras (véase Jan., Musici scrip-íores graeci, 1895, supl.), suministran una prueba cierta de lo que avanzamos en plena conciencia.

El segundo grado de fusión no es objeto de duda al­guna para los músicos de nuestros días, y no reclama prueba alguna; consiste en Ja reunión de dos o más so­nidos en una unidad de concepción armónica. Son con­sonantes los sonidos que pertenecen a una sola y mis­ma armonía (acorde perfecto mayor o menor) y que están comprendidos en el sentido de esta armonía. Son disonantes los sonidos que pertenenen a armonías di­ferentes. Este es el alfa y el omega de toda la teoría a r ­mónica.

Si ahora examinamos las diferentes tentativas de solución del problema de la consonancia, encontrare­mos primeramente, por orden cronológico, la que hace

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estado de las relaciones numéricas más sencillas a las cuales corresponden las longitudes de una cuerda vi­brante:

1 : 2 = octava, 2 : 3 = quinta ( 1 : 3 dozava), 3 : 4 = cuarta,

Los pitagóricos se detenían aquí, creyendo que no podían pasar del número 4 y se imaginaban poder ex­plicarlo todo por medio de estas únicas relaciones. Con este procedimiento, el tono entero, por ejemplo, se hace igual a la diferencia entre la cuarta y la quinta; la terce­ra mayor no es otra cosa que la duplicación del interva­lo entero, o sea (8 : 9)2 = 64 : 81. Esta restricción, que obligaba a disponer lado a lado las relaciones más sim­ples y fórmulas incomparablemente más complicadas (243 : 256 para el semitono), no es, sin duda, extraña a la antigua lucha de los canonistas y de los armonistas. Se. encontraban, pues, ya en la antigüedad, músicos que du­daron de la excelencia de estos cálculos (Aristóteles, y sus discípulos). Los pitagóricos de una época más reciente (Arquitas, Dídimo, Ptolemeo) parecen haber ya previs­to lo que llegó a ser la regla entre los teóricos árabes y persas, desde el siglo xiv por lo menos, y, en occidente, a partir de los defensores ya mencionados de la conso­nancia de la tercera. La serie anterior fue luego conti­nuada del siguiente modo:

4 : 5 = tercera mayor (respectivamente 2 : 5 déci­ma mayor y 1 : 5 décima séptima mayor).

5 : 6 = tercera menor ( 3 : 5 = sexta mayor).

Admitiendo que las transposiciones de octava no

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atentaban a la consonancia, se añadía a lo que precede las relaciones 3 : 8 para onzava, 5 : 8 para la sexta me­nor, etc., etc.

Por último, Zarlino ya (Istituzioni Tiarmoniclie 1558) opone uno a otro los dos conglomerados sonoros conso­nantes (calculados según la longitud de las cuerdas)

Divisione harmónica (acorde mayor):

1 : */« : 1 : 3 : Vi : */ 5 : Ve •

Divisione arithmetica (acorde menor):

6 : 5 : 4 : 3 : 2 : 1 '

haciendo notar que se pueden añadir a estos otras octa­vas de los sonidos dados, o sea Va> Vio, Via* etc., y 8, 10, 12, etc. Luego afirma (lutte le opere 1589, 1, pág. 222) que «da questa varíela dipende tutta la diversitá e la perfetlione dell harmonie.

Todos los músicos, desde Zarlino, tienen clara con­ciencia de que. ninguna otra agrupación de sonidos pue­de ser puesta en el mismo rango que las dos preceden­tes, reducidas por el maestro veneciano ya a su forma más sencilla.

V* : V 6 : Ve y 6 : 5 : 4

con las transposiciones de octava. Los conglomerados sonoros deben, pues, ser entendidos todos en el sentido de la una o de la otra de estas combinaciones fundamen­tales. Esta exposición ha conservado todo su valor; hoy es aún absolutamente exacta y completa. Es verdad qué el descubrimiento de los sonidos armónicos por Sauveur

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(1700) perturbó poruntiempo esta concepción de la armo­nía, reduciéndolo todo a la existencia materialmente pro­bada de la serie armónica superior; pero se puede consi­derar como pasado este período de perturbación, desde la aparición de los trabajos de Stumpf. Nos encontramos aquí aun en frente de un fenómeno fundamental, aunque inexplicable, del dominio de la acústica musical; debemos-admitir simplemente y sin discusión posible, que, por el fenómeno de la fusión, cada sonido forma con su tercera (mayor) y su quinta inferiores, o con su tercera (mayor) y su quinta inferiores, una unidad armónica, en acorde consonante.

Se admite, generalmente, la concepción del intervalo consonante, como término de transición entre la concep­ción del sonido musical (con el conjunto de sus octavas superiores e inferiores) y el de la armonía superior (acorde mayor) e inferior (acorde menor); sin embargo, yo dudo, por mi parte, de que la adopción de este grado intermediario sea una necesidad. En efecto, la concep­ción de un intervalo consonante, formado por dos soni­dos que no se encuentran en la relación de octava, está íntimamente ligado, para el oído musical, a la concepción de la armonía. Esta última puede muy bien ser incierta, hasta cierto punto, cuando se trata de la primera audi­ción de una melodía o de un fragmento polifónico que comienza a dos voces, y en cuanto la tonalidad no está definitivamente fijada por un desarrollo musical previo; pero, en el fondo, aquí no hay más incertidumbre que aquélla en que el sonido aislado nos deja respecto de la armonía. Si, por ejemplo, una melodía comienza por el sonido sol, solo la continuación de esta melodía nos indi­cará si el sol es primera, quinta o tercia de un acorde mayor o de un acorde menor, o si no es más que una nota melódica accesoria, que se refiera a uno de los elemen­tos de la armonía tonal, y, del mismo modo, la continua­ción de la frase musical nos hará comprender si el inter-

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valo inicial sol— si, por ejemplo, representa el acorde de sol mayor, o el de mi menor, o se trata quizá, en la música complicada de nuestros días, de una consonancia fingi­da. Esta última alternativa es la verdadera, cuando, por ejemplo, el sol se resuelve inmediatamente en Ja sosteni­do (siendo entonces un ornamento melódico de fa sosteni­do — si, que representa el acorde de si mayor o de si me­nor), o el si en ¿fo representando el acorde de do mayor o de do menor). Las consonancias fingidas sin preparación, y que el conjunto de la frase musical nos revela, sin em­bargo, como otras tantas disonancias complicadas, son de un uso constante, aun en el estilo severo que se niega a admitir, sin preparación, las segundas y las séptimas mayores y menores, el trítono y la quinta disminuida (intervalos que no podrían ser confundidos con ningún intervalo consonante). El hecho mismo de que este uso de la consonancia fingida no es una sonoridad desagradable, nos obliga a buscar en un efecto especial del intervalo consonante, abstracción hecha de su valor armónico, a causa de la eufonía física de formaciones tales como, por ejemplo, la segunda aumentada, que corresponde, en nuestro sistema musical atemperado, a la tercera menor; la quinta aumentada que corresponde a la sexta menor; la séptima disminuida que corresponde a la sexta mayor; la cuarta disminuida que corresponde a la tercera ma­yor, etc. Sin embargo, esta incertidumbre de la signifi­cación armónica del intervalo, compuesto de dos sonidos solamente, no tiene más que una importancia muy rela­tiva, desde el punto de vista musical, y no representa ningún valor estético positivo. El sonido aislado puede también ser interpretado armónicamente por el oído mu­sical (único que nos interesa) de seis maneras diferentes, y aun más si tomamos en consideración las notas secun­darias disonantes; no por eso hay menos, en cada caso es­pecial y concreto, una sola significación, y, aun cuando son posibles muchas interpretaciones, una de ellas es escogí-

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da con preferencia a las demás, de tal manera, que el so­nido no es percibido como una «sonoridad» indiferente. La combinación de dos sonidos no tiene otro efecto, pues, que restringir la posibilidad de una interpretación sextuple a la de una interpretación doble (mayor o menor); aún ésta no será utilizada sino en un sentido, unas veces de una clase y otras de otra, según el caso especial de que se tra­te. El caso de que hemos hablado de la confusión momen­tánea de un intervalo disonante con intervalo enarmo-nico consonante, pertenece al dominio de los cambios de significación (cambios enarmónicos y otros) que des­empeñan un papel muy importante en la música artísti­ca adelantada. Se trata aquí del uso artístico y conscien­te de la posibilidad de una ilusión, procedimiento cuyo retorno frecuente amenazaría, por lo demás, con des­truir la lógica inmanente de los encadenamientos armó­nicos.

Si, pues, abandonamos la concepción del intervalo formado por dos sonidos diferentes (pero no a distancia de la octava) y consonante en sí, no tendremos ya como intervalos consonantes más que los que resultan de dos sonidos diferentes, pero pertenecientes a una misma ar­monía (mayor o menor), a saber las combinaciones:

1. Primera y quinta I ¿ e u n a a r m o n í a superior o inferior, 2. Primera y tercera \ y cualesquiera que sean las relacio-3. Tercera y quinta ] nes de octava de los dos sonidos.

El elemento problemático de la fusión armónica, cuyo misterio no han conseguido penetrar las investigaciones de Stumpf, reside en el dualismo de la concepción a r ­mónica. Ahora bien, este dualismo, que ningún músico ni aficionado, por poco dotado que sea, pueden poner en duda, es absolutamente incomprensible si se trata de formar los acordes de tres sonidos por medio de la su-

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perposición de intervalos de dos sonidos. No se puede deducir de la práctica de este último procedimiento sino esto: los acordes compuestos de tres sonidos de nom­bres diferentes (en otros términos que no comprenden la octava) son consonantes cuando los sonidos que los componen son dos a dos consonantes también. La diver­sidad de la eufonía física de las formaciones sonoras si­guientes

es tan grande y la facilidad de su percepción por el oído tan variable, que la teoría fisiológica de Helmholtz es impotente para hacerlos entrar a todos en una misma categoría, es decir, en cuanto armonías que ninguna conmición podría hacer disonantes. Pero estos diversos grados de la eufonía y de la facilidad de percepción exis­ten al lado de distinciones armónicas fundamentales de la consonancia mayor y de la menor como cosa completa­mente distinta, absolutamente heterogénea y sin influen­cia determinante. Este dualismo, o para hablar de una manera a la vez más lógica y más correcta, esta alter­nancia de la concepción armónica separa el mundo de

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las concepciones sonoras en dos dominios distintos. Se eleva con fuerza por encima de todas las pequeñas dife­rencias que, respecto de ella, no tienen casi más impor­tancia que, por ejemplo, las diferencias del timbre.

La armonía, bajo el doble aspecto de la consonancia mayor y de la menor, suministra al arte de los sonidos, sin que ninguna duda sea posible, nuevos elementos que se colocan en el número de los factores directos de la expresión musical tan bien como la entonación, la inten­sidad y sus variaciones, de las cuales nos hemos única­mente ocupado hasta el presente. Si es verdad que para explicar la fuerza expresiva de esos elementos armó­nicos no podemos recurrir al silbido de los vientos o a cualquier otro fenómeno natural, no es menos cierto que esta fuerza es bastante elemental y generalmen­te reconocida para que podamos prescindir de toda prueba.

Zarlino, que estableció el primero teóricamente la doble modalidad de la armonía, definió ya (Opere, I, pá­gina 221) el modo mayor como dotado de un carácter alegre (allegro), el modo menor de un carácter triste (mesto, maninconico), pero no tenemos ninguna razón para creer que Zarlino haya sido el primero en discernir la diferencia característica entre el modo mayor y el me­nor. La teoría del carácter de los modos en la Grecia antigua oponía ya al dórico y al eólico (menores), de ex­presión seria y solemne, el frigio y el lidio (mayores), libre expresión de la alegría desencadenada.

Puede preguntarse ahora si los valores estéticos dis­tintos de la consonancia mayor y de la menor, si de una manera general, la concepción de las relaciones sonoras en el sentido mayor y en el sentido menor (aun cuando se trate de la melodía no acompañada), deben ser redu­cidos, en realidad, a escalas naturales, que serían la imagen invertida una de la otra y que correspondería a las dos series de números enteros y de fracciones sim-

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N. B.—Las cifras expresan aquí las relaciones de longitud de cuerdas; si se quisiera expresar las relacio­nes del número de vibraciones, bastaría 1 invertir el papel de las dos series de cifras.

Es absolutamente cierto que la adopción de estas dos escalas naturales da a la teoría del encadenamiento de los acordes a la práctica armónica, cualidades nota­bles de unidad y de lógica. Así puede decirse que, a par-tin de Zarlino, los teóricos han vuelto siempre a esta base sólida del sistema armónico (Salinas, Mersenne, Rameau, Tartini, Hauptmann,von Oettingen, Riemann).

El sistema melódico menor se revela opuesto al sis­tema melódico mayor en que, por ejemplo, al semitono final ascendente en mayor (suhsemitonüim), corresponde el semitono final descendente en menor. Esta última pro­gresión es completamrnte característica del dórico an­tiguo y del frigio medioeval, cuyas melodías están basa­das en una escala que es la imagen completamente in­vertida de nuestra gama mayor: mi re do si la sol fa mi. También se ha observado, hace tiempo, que un gran número de melodías menores eslavas terminan por un salto a la quinta, salto que corresponde a la progresión habitual de la quinta sobre la tónica en mayor. La razón de ser más bien la necesidad de una posición polar de las

pies que Zarlino trató de oponer una a otra. Estas dos series son:

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relaciones armónicas en los sentidos menor y mayor, no carece, pues, de fundamento. Pero esta cuestión, en sí misma, es de poca importancia para la estética musical. Esta se interesa, ante todo, en un hecho psicológico, según el cual, una misma sucesión de sonidos tiene, según esté interpretada en el sentido mayor o en el menor, un valor estético diferente, una cualidad armónica determinada. El mismo sonido do, por ejemplo> tiene ya un valor di­ferente según le tomemos como primera del acorde de do mayor, como tercer del acorde de la bemol o como quinta del acorde de fa mayor, valor proveniente de lo que hemos llamado la relatividad de la cualidad de en­tonación; ahora bien, este mismo do se encuentra deter­minado de otro modo todavía desde el punto de vista de la relatividad de la cualidad de entonación, si le oímos formando parte, tanto de acorde del fa menor (primera), como del acorde de la menor (tercera) o como del de modo menor (quinta). Los tres valores del modo mayor se distinguen a su vez, efectivamente, de los tres valores del modo menor por una cualidad especial propia del acorde de un modo por oposición al del otro, la «cua­lidad armónica». Se puede reducir la relatividad de las cualidades de entonación a los tres parentescos de oc­tava, de quinta y de tercera; además una obra polifónica desarrollada es tan factible como una melodía extensa sin el menor cambio de cualidad armónica, es decir, con la interpretación constante de los sonidos, ya en el sen­tido mayor ya en el menor. Por medio de dos trozos de música, uno de los cuales fuese exclusivamente mayor y el otro exclusivamente menor, se demostraría perfec­tamente la diferenciación de la cualidad armónica. Pero el mayor y el menor no son territorios absolutamente distintos y opuestos de la composición musical; la músi­ca moderna, sobre todo, se complace en pasar frecuen­temente de uno a otro y a mezclar constantemente las dos concepciones. La interpretación simultánea de una

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ESCALA TONAL.—ARMONÍA 127

relación sonora a la vez en el sentido mayor y en el sen­tido menor, es lo que está únicamente prohibido. Oímos siempre el sonido aislado o la resonancia simultánea de varios sonidos o bien en el sentido de un acorde mayor o bien en el sentido de un acorde menor. Así las forma­ciones de : mi: sol: si y re: fa : la: do no resultan de la coexistencia de un acorde mayor y de un acorde menor; no son combinaciones de dos cualidades armónicas. La una y la otra serán interpretadas en el sentido del acor­de mayor o del acorde menor que encierran, y el cuarto sonido, que no pertenece a la armonía fundamental, será considerado como un elemento extraño, como un sonido disonante.

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CAPITULO IX

Disonancias.—Progresiones prohibidas.

Llegamos ahora a la noción de la disonancia. El soni­do es disonante cuando resonando al mismo tiempo que uno o varios, otros sonidos no se confunde con ellos en una misma unidad de concepción armónica. Sin embar­go, la disonancia no es la negación pura y simple de la consonancia. No se puede pretenter que todas la ento­naciones que están fuera de la noción de unidad de una misma armonía sean disonancias musicales; es preciso, para que realmente haya disonancia musical, que el so­nido disonante sea comprensible con relación a la armo­nía con la cual está en conflicto. La relatividad de ento­nación se extiende así a los sonidos disonantes. Única­mente los sonidos más o menos parientes de la armonía que determina la interpretación del conjunto sonoro, pueden ser musicalmente disonantes con relación a esta armonía. Todas las demás entonaciones salen del domi­nio de la estética en cuanto disonancias o formaciones musicales no admitidas por el oído.

Helmholtz creía deber encontrar la causa de la diso­nancia en los latidos que resultan de entonaciones muy próximas unas de otras y que perturban el curso normal

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de la resonancia simultánea. Rameau ya había formula­do una idea análoga en su obra titulada Generación ar­mónica (véase pág. 17) y que escribió en 1737 con la co-taboración de los físicos de Mairán y de Gamaches. Así la esencia de la consonancia consistiría únicamente en la ausencia de esas perturbaciones vibratorias. Ya hice notar que esta definición suprime toda distinción efecti­va entre la consonancia y la disonancia; en efecto, ence­rrando muchas consonancias, por ejemplo, terceras en la región grave, presenta latidos mucho más violentos que los de las disonancias reales. En cuanto a Stumpf, borra igualmente la línea de demarcación de la conso­nancia y la disonancia por la adopción de los cinco gra­dos de fusión de los sonidos; la categoría correspondien­te al cinco grado encerraría todas las relaciones sonoras que están fuera de la noción musical de la consonancia.

Con razón pedía Lotze que la disonancia fuese algo más que un simple contraste con relación a la conso­nancia: «No queremos, en modo alguno, sacar provecho de la disonancia como de un simple efecto que sería quizá tan bien realizable de otra manera, en cuyo caso la disonancia podría desaparecer: ésta debe, por el con­trario, formar parte integrante del conjunto del conte­nido musical. No se trata de utilizar el contraste de una manera subjetiva, y para hacer resaltar mejor la impre­sión de la consonancia, sino de hacer de él un aconteci­miento representado en el objeto musical».

Separamos más arriba la hipótesis, según la cual, el intervalo consonante sería un grado intermediario indis­pensable entre el sonido aislado y la armonía natural; debemos, por consiguiente, renunciar a establecer de­terminaciones especiales de concepción para los interva­los disonantes. La distinción entre intervalos consonan­tes y disonantes que nos ha quedado de la época anterior al descubrimiento de la esencia de la armonía (Zarlino), desempeña, es verdad, en la mayor parte de los trata-

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DISONANCIAS.—PROGRESIONES PROHIBIDAS. 131

dos de composición musical de nuestros días, un papel análogo al que desempeñaba antes de Zarlino. Pero Ra-meau ya reemplazó hace más de dos siglos el intervalo disonante por el sonido disonante; porque en su Tratado de la armonía (1772, pág. 97) hace depender la prepara­ción de la disonancia de la determinación preliminar del sonido que disuena en el intervalo disonante de que se trata. Debemos ir más lejos aun hoy y afirmar que cuan­do se trata de la disonancia simultánea de dos sonidos, la noción de la disonancia no está restringida a los soni­dos que no pueden pertenecer a una sola y misma armo­nía mayor o menor, sino que se extiende además a aqué­llos que en tal o cual caso concreto no son interpretados en el sentido de un solo acorde natural mayor o menor. Se puede interpretar como disonantes en ciertos casos especiales, no solamente la cuarta, alrededor de la cual se libra desde hace siglos una controversia de las más vivas, sino también la quinta, la sexta y la tercera. A. von Oettingen {Harmoniesystem in dualer Eninickelung, 1866, pág. 45) pretende, con razón, que es posible, y a veces necesario, oir el acorde mayor en el sentido menor y el acorde menor en el sentido mayor; en un caso como en el otro hay disonancia. Se puede, y aun en ciertos casos precisos se debe oir, por ejemplo, mi sol si en el sentido de mi sol sostenido si, la tercera será entonces el sonido disonante, el sonido alterado. Ahora bien, es preciso notar que este juicio no se basa en un defecto de comprensión de la posibilidad que habría de interpre­tar el acorde en el sentido del modo aparente; supone, por el contrario, una percepción absolutamente exacta de la entonación de cada sonido.

Lo que precede explica suficientemente la aprecia­ción diferente del valor de un sonido disonante según el lugar que ocupa con relación a la armonía cuya conso­nancia perturba. Nos limitaremos, pues, a determinar (y esta será la mejor definición de este sonido) la distan-

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cia, evaluada en marchas de quintas y de terceras, que separa el sonido disonante del sonido de la armonía, cuyo pariente es así, en do, mi, sol, si, el si es la terce­ra de la quinta del acorde; en do, mi, sol sostenido, per­cibido en el sentido de la armonía do, mi, sol, el sol sos­tenido es la tercera de la tercera en do, re sostenido, sol, percibido en el sentido de la armonía, mayor de do, el re sostenido es la sensible (es decir, la tercera de la quinta) de la tercera mi. Sería completamente superfluo buscar otras determinaciones de estos sonidos, puesto que éstas no se prestan a ningún equívoco; se trata, en efecto, de la expresión estricta de la relación de cualidad de entonación de dos sonidos, expresión cuya fórmula encierra implícitamente la determinación acústica exacta de la entonación.

Se pueden también diferenciar los sonidos disonantes en el tiempo según el momento de su adjunción a la a r ­monía cuya consonancia perturban. Hay disonancia;

a). Cuando persistiendo la armonía la misma, pasa una voz de un sonido del acorde a un sonido melódico vecino (segunda mayor o menor, superior o inferior), di­sonancia de paso;

b). Cuando en el encadenamiento de dos acordes un sonido de la primera armonía permanece durante la se­gunda, a la cual es extraña, para resolverse después por marcha melódica sobre el tono más próximo de esta se­gunda armonía, disonancia preparada;

c). Cuando el sonido extraño a la nueva armonía entra sin más con ésta, disononcia en preparación, y

d). Cuando, unas veces bajo la forma a (nota de paso), otras bajo la forma c (disonancia no preparada), la.elevación o rebajamiento cromático de un sonido de la armonía de nacimiento a un acorde alterado.

La contradicción es el valor estético común a todas las disonancias por oposición al principio de unidad de la armonía. Las formas más atenuadas de la disonancia

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DISONANCIAS.—PROGRESIONES PROHIBIDAS 133

(notas de paso diatónicas y cromáticas) son la fuente de un conflicto; producen una complicación, por mínima que sea, de la concepción sonora, por el hecho de la co­existencia de elementos contrarios reducidos a un uni­dad facticia.

Pero quien dice disonancia no dice forzosamente po­lifonía. En efecto, para el oyente de nuestros días, y sin duda también para el de los tiempos más antiguos, todas las diferencias que hemos notado en las relaciones de cualidad en la entonación aparecen en la música homó-fona, en la monodia no acompañada; es decir, que aquí los sonidos no son solamente percibidos en cuanto pri­mera, tercera y quinta de una armonía, sino también en cuanto disonancias, unas veces de paso (diatónicas o cromáticas), otras veces preparadas o sin preparar. La distinción de estos valores, sin la obligación que impone la simultaneidad de los sonidos, resulta de la necesidad que experimentamos de reducir a una unidad tan per­fecta como sea posible la pluralidad de los elementos, no solamente simultáneos, sino también sucesivos. La Naturaleza misma nos impone esta especie de ordena­ción de la concepción, impidiéndonos admitir la existen­cia de fenómenos que se suceden simplemente en el tiempo, extraños los unos a los otros y que no ligará ninguna noción de devenir, de acrecimiento, de trans­formación, de cambio, de periodicidad, etc.

Sabido es el papel considerable que desempeña en la teoría de la composición la prohibición de ciertas pro­gresiones; quizá es tiempo de que indaguemos las razo­nes estéticas de dicha prohibición. Si ésta se extendiese únicamente a intervalos de entonación difícil, no tendría­mos que buscar la causa que, por lo demás, estaría en su mayor parte fuera del dominio de la estética. Cuando el estilo «severo» manda evitar los grandes intervalos (sextas, séptimas), autorizando solamente la octava a condición de que entre en el espacio sonoro disponible,

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obedece a consideraciones de orden puramente técnico. Pero el estilo vocal mismo jamás pudo evitar ciertos in­tervalos de una manera absoluta, y nunca se pensó en prohibirlos en el dominio instrumental. Otra cosa suce­de con Jos intervalos llamados aumentados en la compo­sición vocal. La marcha ascendente de sol sostenido es un intervalo aumentado, esta misma marcha descenden­te, do2 sol sostenido'1, es un intervalo disminuido; la pr i ­mera está prohibida en el estilo severo, la segunda es de uso corriente. A partir de do, el valor armónico de sol, sostenido en cuanto tercera de la tercera, es el mismo en los dos casos, y su percepción de igual dificultad; no es, pues aquí, donde hay que buscar la clave del miste­rio. Tampoco en el hecho de que la marcha es ascenden­te (tensión) o descendente (relajación) es donde hay que buscar una explicación, pues sol sostenido - do está tam­bién prohibido, descendiendo, como sol sostenido^-dd1

está bien permitido subiendo. La dimensión del interva­lo no entra en cuenta; en efecto, si es verdad que dos in­tervalos do-sol sostenido (el pero) es el mayor, sol soste­nido do (el mejor) el más pequeño", la relación es inversa sa para do-re sostenido, por ejemplo. Aquí, la segunda aumentada (ascendente o descendente) es mala, mien­tras que la séptima disminuida es excelente, a despecho de las dimensiones del intervalo. Se trata evidentemente de una exigente estética que se impone, exigencia cuyo valor normal ha establecido la práctica mucho antes de que se tratase de buscar su causa. Ahora bien, hela aquí: experimentamos el deseo de llenar, por consecuencia, todos los saltos de una progresión melódica. Hemos caracterizado ya la significación típica de la escala tonal reemplazan­do la línea sonora continua, y si hemos reservado para más tarde el estudio detallado de la estructura armónica, no por ello se comprenderá menos que grandes interva­los en el interior de la escala hagan el efecto de saltos por encima de los grados intermedios. Por esto espera-

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mos, después de cada salto que, los grados desprecia­dos vengan a llenar, y en cierto modo a explicar, el va­cío precedente. Es preciso aun notar que los grandes intervalos obran como poderosos modos de expresión; cuando uno de ellos va seguido de un segundo intervalo en la misma dirección, este último puede muy bien refor­zar aún la expresión, pero, con la mayor frecuencia, produce la impresión desagradable de un «retoque», ne­cesitado por la insuficiencia del primer salto. Se puede decir, por lo tanto, que un salto seguido de una marcha cualquiera en la misma dirección, da la impresión de torpeza o de insuficiencia. Únicamente el movimiento melódico a través de los sonidos de un acorde consti­tuiría excepción, y debe evidentemente ser examinado a partir de otro punto de vista. En efecto, el arpegio reem­plaza el cambio continuo de altura de los sonidos por una escala graduada, pero limitada a los elementos de una sola armonía, especie de escala incompleta, no inter­cala más que dos grados entre los dos sonidos de una octava. Si ahora comprobamos que la eliminación de un grado, en esta escala armónica, no produce tanto la im­presión de salto que en la escala diatónica, deberemos buscar la causa en la unidad armónica más aparente de los diversos elementos de la melodía. El intervalo do1-do2 no está explicado ni justificado (de lo que no tiene necesidad) por la adjunción subsiguiente de un sol1, más que do1-soli lo estaría por la adjunción de mi1. Sin em­bargo, no consideremos esta cuestión como absoluta­mente resuelta. Una cosa resulta cierta, y es que, des­pués de un salto, una marcha retrógrada de segunda tiene un carácter esencialmente melódico, natural, esté­ticamente satisfactorio, mientras que toda progresión en la misma dirección que el salto tiene algo de más o me­nos forzado. Ahora bien, la mayor parte de los interva­los aumentados exigen, lógicamente, una progresión en el mismo sentido que el salto, pues están limitados por

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I (bien) (mal)

: F F " - ^ :

(bien}

- o - J-l—W-(mal)

- - < S - -

No hay que decir que no podemos tratar de justificar aquí la necesidad de las progresiones de este este géne­ro; bástenos afirmar que corresponden a los datos, no solamente del sentido musical elemental, sino también de la práctica armónica.

La teoría de la escritura musical insiste quizá más sobre ciertas restricciones que impone al movimiento simultáneo de dos partes armónicas. Fácilmente se com­prende que dos intervalos disonantes de la misma di­mensión no deben seguirse, puesto que es simplemente lógico resolver una disonancia antes de hacer oir otra. La progresión por segunda de dos voces superpuestas a distancia de segunda, es anormal por el hecho de que cada segundo recibe así una resolución contraria a su naturaleza misma. Se admite, es verdad (pero no en la escritura a dos partes), el excelente efecto de progresión, tales como la siguiente:

1 en vez de 1 1 1

pero no sabríamos, en este sitio, encontrar la causa.

sensibles que se resuelven en semitonos con tendencia a alejarse una de otra; en los intervalos disminuidos, por el contrario, las sensibles tienden a aproximarse la una a la otra:

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DISONANCIAS.—PROGRESIONES PROHIBIDAS 137

Parece más difícil, a primera vista, encontrar una razón estética a la interdicción de dos o más octavas o quintas justas (paralelas de octavas y de quintas). La consonancia de los dos intervalos consecutivos no puede, en efecto, despertar el mismo desagrado que una serie de segundas o de otros intervalos disonantes de la misma naturaleza. La interdicción de octavas (unísonos u octa­vas duplicadas) y de quintas (o dozavas) paralelas, no es menos antigua que la música polifónica. Los teóricos de los siglos ix y x pudieron demostrar, de pasada, la posi­bilidad de una especie de polifonía compuesta única­mente de quintas y de octavas paralelas (forma acceso­ria), por lo demás, de una polifonía más real y más sana (Riemann, OescMchie der Musiktheorie, etc., 1898, págs. 20 y siguientes), esto no impide que la interdicción absoluta de estas progresiones se remonte por lo menos al año 1300, es decir, a los comienzos del arte del contrapunto. En todos los tiempos, el canto a la octava fue practicado (a veces quizá inconscientemente) cuando hombres, mu­jeres y niños cantaban al mismo tiempo la misma melo­día. La música moderna también admite, sin escrúpulo, la duplicación de la melodía a la octava o a varias octa­vas, pero no tolera las quintas (dozavas) paralelas, sino en los registros llamados de mixtura, destinados a r e ­forzar la sonoridad del órgano. Las paralelas de octavas están, si embargo, consideradas, en el estilo polifónico severo, como una falta más grave que las paralelas de quintas. ¿Dónde buscar la causa profunda de estas in­terdicciones, puesto que, a decir verdad, el efecto de pa­ralelismo en sí no es malo?

Hauptmann pretende (Natur der Harmonik und der Meirik, pág. 70) que «en la sucesión de quintas parale­las falta la unidad armónica, en la sucesión de octavas, la diversidad melódica. Por esto es por lo que la dupli­cación a la octava está tolerada casi siempre cuando las voces en cuestión no tienen la pretensión de ser independien-

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tes, mientras que las quintas paralelas no lo son jamás, pues la justa posición de dos armonías sin lazo entre sí, no puede jamás entrar en el plan de una concepción a r ­tística sensata. Sin embargo, no puede tratarse de apli­car una regla tan severa como si se tratase de la su ­cesión inmediata de quintas justas, por marcha de la segunda (!), y cuando los sonidos tienen un valor armó­nico aparente....» 1 Acordémonos, primeramente, de la indicación de Hauptmann, según la cual, la sucesión de quintas y de octavas justas es la única que puede ser prohibida; excluímos, como extraña a nuestro objeto, toda la serie de quintas y de octavas llamadas ocultas. Por lo demás, como sobre este último punto, la práctica de los maestros está en contradicción permanente con los tiquis-miquis de los teóricos; podemos desdeñar este ca­pítulo de teoría inoportuna. La diferencia de apreciación y de tratamiento de las octavas y de las quintas parale­las es, pues, enigmática; aun examinada a la luz del con-junto de su sistema armónico, la distinción de Haupt­mann no parece suficientemente motivada. ¿Por qué dos quintas sucesivas han de implicar una falta de unidad armónica mayor que dos terceras? Dos grados vecinos de la escala tonal, no representan siempre armonías di­ferentes? Helmholtz siente muy bien que en el fondo la interdicción de quintas se remonta a las mismas fuentes que la de las octavas (a su gran facultad de fusión); es verdad que se expresa en el mismo sentido que Haupt­mann, pero con mayor precisión, notando que se puede muy bien acompañar de una manera continua a la octa­va, pero no a la quinta sin abandonar la tonalidad. Esta razón no es perentoria tampoco, pues bastaría, en este caso, prohibir las quintas que están en contradicción con la tonalidad (si-fa sostenido en lugar de si-fa en do mayor). Tampoco sabríamos de este modo, por qué las sensaciones de cuartas y terceras no son tan facticias como las de quintas. Todas las tentativas hechas hasta

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el día para explicar el efecto desagradable de las parale­las, por el valor armónico de los intervalos, han fraca­sado; fracasarán, sin duda, siempre. He aquí, probable­mente, la razón verdadera de la interdicción de las octa­vas y de las quintas paralelas.

La escritura polifónica de la música antigua distin­gue un cierto número de partes reales que no tiene sola­mente un valor armónico, sino cuyo valor melódico pro­pio debe ser distintamente percibido. Si esta distinción se abandona o se limita deliberadamente por el compo­sitor (así en la escritura usual para el piano o para la or­questa, en donde un pequeño número de voces reales está reforzado por partes de puro relleno armónico), la inter­dicción de las octavas y aun de las quintas paralelas des­aparece al punto. En el estilo polifónico severo, tal como la música vocal fugada a cuatro partes, las sucesiones de octavas y de quintas paralelas son ficticias, porque la fusión de las dos voces colocadas en las relaciones en cuestión, es bastante grande para hacer su percepción distinta muy difícil. Además, cuando en un conjunto en el cual las voces están claramente diferenciadas, dos in­tervalos de fusión idéntica se siguen inmediatamente, corremos el riesgo de tomar las dos voces que los for­man por una sola. Se trata,, como se ve, de un efecto puramente físico; la cuestión de las paralelas de octavas y de quintas no tiene nada que ver con la significación musical, sino es que hace su percepción más difícil. En el momento de la progresión paralela, las voces, hasta entonces distintas, se hacen de repente casi indiscerni­bles por consecuencia de la fusión muy grande, y siem­pre la misma, de dos sonidos de intervalos sucesivos. El fenómeno de los armónicos que añaden precisamente a cada sonido la octava y la dozava superiores, aparece súbita y desagradablemente en plena conciencia; el so­nido, más agudo desaparece en el sonido más grave, o por lo menos, semejante al sonido armónico ignorado a

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despecho de su intensidad, no es percibido de una ma­nera independiente. Compréndese, desde entonces, que entre dos partes reales las octavas paralelas sean más reprensibles que las quintas, puesto que la fusión del intervalo de octava es mucho más completo que la del intervalo de quinta. En cuanto a las paralelas de cuar­tas, no pueden, naturalmente, ser consideradas ya como faltas groseras (aunque estén casi en absoluto desterra­das de la escritura a dos voces), pues los sonidos de la quinta aparecen en ella invertidos y la fusión indicada más arriba no puede producirse; el sonido armónico se encuentra colocado, por la inversión, por encima del sonido fundamental. Por último, si se trata de otros in­tervalos de la armonía natural (terceras mayor y menor, sextas mayor y menor), se notará que su resonancia pro­pia es de tal modo más intensa que la de los sonidos ar­mónicos correspondientes, que casi no hay ningún peli­gro en confundirlos con éstos. Nadie negará, sin embar­go, que décimas séptimas mayores paralelas (sonido quinto de la serie armónica de cada sonido) producen un efecto físico notable, análogo al de las dozavas paralelas. No se puede, en todos los casos, considerar como proba­do de una parte que el encanto particular y el valor esté­tico de los intervalos cuya posibilidad de fusión es más completa, residen en la percepción distinta de los ele­mentos, a despecho de su fusión; por otra parte, que la impresión desagradable resultante de las paralelas de octavas y de quintas, entre voces reales, proviene de la fusión efectiva de los sonidos, a despecho del deseo que se experimenta de percibirlos directamente. Estas pro­gresiones paralelas son un fenómeno físico elemental cuya intervención irrita el espíritu en el ejercicio de su actividad estética.

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CAPÍTULO ZK.

La tonalidad.

La escala tonal debe su existencia, en su mayor par­te, a la necesidad que experimentamos de descubrir una unidad latente y una periodicidad hasta en la progresión de los sonidos. Un tratado de Aristóteles, no conservado, pero citado por Plutarco Be Música, 23, definió ya la escala tonal apnovía como un conjunto compuesto de ele­mentos diversos que se relacionan los unos con los otros (aovscrcávaí S'aü-CTjg xb añ(j,a é"/. [ispíüv ávo|ioíwv auncpcüvoúvccóv (jiévxoi

Aristóxenes se forja una idea extraordinariamente clara del paso de la progresión continua a la progresión graduada de los sonidos, Problemas armónicos, dice ex­presamente que la melodía no puede oponer unos a otros los grados de elevación sonora, sino que supone la exis­tencia previa de un orden preciso y en el cual nada queda al azar (ipooSst-caí auv6éaeií)í; tivoc; itoiag .xai .o¡5 x^g • TUXOÚOIJJ).

Sabido es el papel considerable que las progresiones enarmónica y cromática (llamadas «pycna»), desempe­ñaban en la práctica musical de los griegos; Aristóxenes no afirma menos, varias veces,, sino que podrían tenerse en cuenta para establecer los fundamentos naturales de

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la melodía. Reconoce claramente el origen de estas cla­ses de ornamentos de la melodía en la escala sonora primitiva de progresión continua (!). Paul Marquard, a quien se debe una excelente edición (1868), con comen­tario crítico de los fragmentos armónicos y rítmicos de Aristóxenes (Luis Laloy, Aristóxenes de Tarento, etc., 1905), no comprendió, desgraciadamente, el sentido de esa oposición que tan gran papel desempeña en toda la armónica, de las dos nociones de progresión continua y progresión graduada; (TÓ OUVEXÉS y TÓ e&r¡0 por lo menos esto prueba la traducción añadida al texto griego. Aristóxe­nes, es verdad, declara que es difícil dar una explica­ción satisfactoria y completa de la estructura de la es­cala tonal; (53: tóv |ÍSV OIJV á.y.pi$y¡ Xóyov tou ág?jg o'únu> páStov

) hace alusión a fragmentos subsiguientes de su obra que desgraciadamente no se han conservado. Pero resulta con evidencia del conjunto de sus observaciones, que, todos los elementos de la escala tonal deben ser por consonancias (id.). Una frecuente observación, se­gún la cual, a despecho del uso de consonancias para la determinación de los sonidos aislados, ciertas pro­gresiones posibles son descartadas como no armónicas permite afirmar que Aristóxenes había ya reconocido el principio de unidad que sirve de base a la formación de las escalas tonales.

Se atribuye, en general, a Fr. J. Fetis la introducción de la noción de tonalidad en la teoría y en la estética musicales. En otra parte, Oeschichte der Musiktheorie, he demostrado que este es un error y que no debemos al teórico belga más que la denominación de «tonalidad». Rameau, por el contrario, tiene el mérito de haber fijado el primero, en su Tratado de armonía, con precisión ab­soluta lá noción de la tónica (nota tónica), como punto de concentración de las relaciones armónicas (centro ar­mónico). Cualquiera que sea la interpretación armónica que se da de los modos eclesiásticos, de las escalas ara-

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LA TONALIDAD 143

bes, indias o de las de la Grecia antigua, queda fuera de duda que su fijación es una tentativa para reducir las diversas fórmulas melódicas, imaginadas y avaloradas por la práctica musical a un pequeño número de tipos elementales. El conjunto de estos últimos, bajo la forma hoy aun generalmente admitida de la escala fundamental diatónica (compuesta de dos tonos, un semitono, tres tonos y un semitono), prueba de la manera más verosí­mil que el sentido musical creador de melodías obede­cía, hace mil años, a las mismas leyes que en nuestros días. Cuando Helmholtz, en su Teoría fisiológica, etc., afirma varias veces que el principio del parentesco ar ­mónico es un principio de estilo libremente escogido, atribuye evidentemente una importancia excesiva a los ensayos de explicaciones lógicas de los teóricos; sin em­bargo, no se podría negar la influencia que puede, que debe ejercer el sistema teórico de una época sobre el estilo de las composiciones contemporáneas. Se notará, ante todo, en el número de estas particularidades de es­tilo, el hecho de que ni la música de la antigüedad, ni la de las razas primitivas de nuestros días, exigen la termi­nación sobre la armonía de la tónica tan imperiosamente como la música artística y polifónica moderna. La ter­minación absoluta (cadencia perfecta) no es extraña, en modo alguno, a la antigua melodía monódica, no acom­pañada; el semitono descendente que precede a la «final» del hipodórico antiguo y de su equivalente, el frigio de la Edad Media desempeña un papel completamente análogo al del semitono ascendente (progresión de sensible) de nuestras terminaciones actuales. Pero esta especie de terminación perfecta no es exigida en el mismo grado por todas las escalas musicales. Sea lo que fuere, debe­mos admitir que en otro tiempo la terminación de una melodía sobre un sonido que no es el centro de las rela­ciones armónicas y produce hoy la impresión de una in­terrogación o de una disonancia no resuelta, era consi-

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derada, no sólo como realizable, sino como dotada de un valor estético bien determinado. Tentativas de emanci­pación, análoga de la cadencia final, han sido hechas por algunos compositores modernos (Schumann, List, R. Strauss, etc.), pero se trata de casos aislados, espe­cies de curiosidades musicales. Esta es una prueba prác­tica de la importancia de los «principios de estilo». Si se puede afirmar la noción de la tonalidad, hasta conside­rar que las relaciones con un centro armónico deben manifestarse por el alejamiento y la aproximación suce­sivos de este centro, Helmholtz tiene razón, evidente­mente, cuando afirma que la antigüedad y la Edad Media tienen un sentido muy rudimentario aun de la tonalidad. Pero, ¿qué significan estas mismas distinciones respecto de la escala diatónica que se eleva, pujante como una roca, en medio del mar de las sonoridades?

Estamos cada vez más convencidos de la existencia de una ley inmanente de formación melódica, ley con relación a la cual las diversas fórmulas de gamas anti­guas, medioevales y modernas (a partir de Zarlino), no pueden ser consideradas sino como otras tantas etapas progresivas del conocimiento. No hay para qué decir que no nos toca a nosotros decidir si este conocimiento ha alcanzado, en nuestros días, la verdad absoluta; sin em­bargo, podemos afirmar que las fórmulas actuales no están en desacuerdo con las anteriores, que no las anu­lan y que, sencillamente, vemos más claro que en el pasado.

Queda por saber, y esto es muy difícil, si la distin­ción de los dos modos mayor y menor, que es induda­blemente la base de nuestras sensaciones musicales ac­tuales, tenía una importancia tan grande en la antigüe­dad y en la Edad Media.

Podría decirse que en los griegos y los árabes la con­cepción menor ocupaba el primer puesto. En efecto, los árabes demuestran ia consonancia de los intervalos úni-

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LA TONALIDAD 145

de la cual los sonidos la? y mi2 son unánimemente con­siderados como sonidos fundamentales. Pero es imposi­ble probar que en las escalas frigia y lidia, por ejemplo:

r e 3 d o 3 s i 2 l a 2 so l 2 f a 2 m i 2 r e 2 y d o 3 s i 2 l a 2 s o l 2 da 2 m i 2 r e 2 d o E

el sol2 y el fa2 hayan jugado un papel análogo al la2 (la misa) del dórico, que, por consiguiente, el frigio y el lidio hayan sido una especie de modo mayor en el sentido moderno de la palabra. Las indicaciones de los teóricos de la época nos impulsan, por el contrario, a admitir que los diferentes modos no eran, en suma, sino octavas diversamente limitadas de una larga escala dórica. Es verdad que, por otra parte, la característica ya citada del frigio y del lidio, por oposición al dórico, nos lleva a admitir su concepción mayor. Nos encontramos eviden­temente aquí, de nuevo, ante una contradicción entre la libre imaginación creadora, la percepción musical natu­ral que le corresponde y la teoría que investiga tipos, establece categorías, fija esquemas. Es cierto que el sis­tema teórico de una época no debe ser considerado como la revelación perfecta y absoluta de las leyes que rigen el ejercicio artístico de esta misma época. Por esto pasaremos sin escrúpulos por la contradicción compró­

lo

^ EDITOR 2 3 , C a l l e d e l a P a i , ^

Ü1ADR1P

camente por la serie de los armónicos inferiores, escala natural introducida por Zarlino en la teoría occidental bajo el nombre de divisione aritmética, y correspondiente a los, múltiples primarios de una longitud de cuerda, to­mada como unidad. Los griegos establecieron toda su teoría de las consonancias y de los modos sobre la esca­la dórica

( l a 3 s o l 3 f a 3 ) m i 3 , r e 3 , d o 3 , s i 2 l a 2 , s o l 2 f a 2 m i 2 ( r e 2 , d o 2 , s i 1 l a 1 )

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146 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

bada a propósito de la tercera, entre la teoría y la prác­tica musical de los griegos.

Si ahora hacemos abstracción de toda consideración histórica, y examinamos la escala diatónica tradicional a la luz de nuestros conocimientos armónicos actuales, comprobaremos que los siete grados de que se compone se pueden reducir, tanto en mayor como en menor, a tres armonías naturales emparentadas, a saber:

Mayor: Menor:

fa, la, do, mi , sol , si, re, re, fa, la, do, mi , sol, si.

Por poco que admitamos para todos los tiempos y todos los pueblos, la existencia de una disposición nor­mal e idéntica del órgano auditivo, al mismo tiempo que condiciones y facultades semejantes de discernimiento y de encadenamiento de los sonidos, no experimentaremos ningún asombro ante la permanencia de esta escala tonal, a través de miles de años. Que se adopte la con­cepción mayor o la menor de las progresiones melódicas, o ya sé suponga en los tiempos más apartados la posi­bilidad de una mezcla de las dos concepciones, no es menos cierto que el número de las armonías, en el sen­tido de las cuales entendemos una melodía cualquiera, es extraordinariamente pequeño: tres, o, a lo más (cuan­do hay mezcla de las dos concepciones), seis. No existe, en mayor como en menor, más que una armonía central, alrededor de la cual se agrupan dos armonías emparen­tadas, la una superior y la otra inferior a la primera. Su­poniendo siempre la percepción de los sonidos aislados en el sentido de las armonías a las cuales pertenecen, no tenemos, en el interior de la gama (mayor o menor), sino dos armonías alternantes con la tónica (central): la una,

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LA TONALIDAD ' 147

S D

fa la do mi sol si re re fa la do mi sol s i 1

La posición central del acorde de do mayor entre los acordes de fa y de sol mayores, la del acorde menor, entre los de mi y de re menores, explican muy bien por qué el sentido armónico depurado de nuestros tiempos, abandonando toda la teoría antigua medioeval de los modos, ha creído deber interpretar la escala tonal úni­camente en el sentido de una gama de do mayor o de una gama de la menor. En los dos casos, en efecto, la gama aparece como una alternancia continua de los sonidos que pertenecen a la armonía central (tónica) y de los so­nidos tomados a una de sus dominantes:

Mayor: Menor: D D S S °D °D °S °S si do re m i fa sol la sol la si do re mi fa

I I I I I I Tónica "Tónica

(El í n d i c e 0 designa la armonía menor).

La gama responde así perfectamente a la necesidad que tiene nuestro espíritu de descubrir una unidad la­tente en la diversidad de los fenómenos sonoros. Los tres sonidos que representan la armonía de la tónica, aparecen, en la progresión melódica, como un retorne constante hacia esta tónica; además, las relaciones do­bles de los sonidos que no pertenecen a la tónica, sino que representan tanto la una como la otra de las domi­nantes, determinan precisamente la posición central y la

más aguda, la dominante; la otra, más grave, la subdo­minante:

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148 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

significación particular del acorde de tónica. Se com­prende que la percepción de una melodía basada en la escala fundamental se haga, naturalmente, en el sentido de do mayor y de la menor, se pregunta, no sin razón, por qué estas dos mismas gamas faltan en la serie de escalas medioevales. Ya hemos respondido a esta últi­ma cuestión y las investigaciones históricas recientes prueban cada vez más que estas gamas faltaban en la teoría sistemática, pero no en la práctica. Es imposible saber si los griegos entendían realmente el modo lidio en el sentido de do2-fa2-do3 (fa mayor); pero si era así, nos quedaría aún como prueba el «jónico» que, aunque habiendo desaparecido de la teoría, no deja por eso de ser uno de los más antiguos (Heráclito del Ponto), co­rrespondiente verosímilmente a soft-do^-sol2.

Aun podemos preguntarnos por qué el parentesco de tercera no es utilizado, tanto como el de quinta, para el encadenamiento de las armonías que forman la base de la gama. Como nos hemos negado a conceder al inter­valo consonante de dos sonidos un valor particular, fuera de la noción completa de armonía consonante, parecería casi natural que la armonía de la tercera fuese tan fá­cilmente comprensible como la de la quinta de la tónica. Hasta se estaría tentado de pretender que el encadena­miento de los tres acordes (del mismo modo) de la pri­mera, la tercera y la quinta, designa indudablemente la armonía compuesta de todos sus tres fundamentales (el de la primera, por consiguiente), como acorde principal, como centro de las relaciones armónicas:

Mayor

do- mi. sol. (armonía fundamenta l ) .

mi. sol (s) si. (armonía de la t ercera ) .

sol. si. re. armonía de la quinta) .

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LA TONALIDAD 149

Menor

la. do. mi. (armonía fundamenta l ) .

fa. la (b) do. (armonía de la tercera infer ior) .

re. fa. la. (armonía de la quinta infer ior) .

Se obtendría de esta, suerte, las «gamas» siguien­tes:

* * s i . d o . r e . m i . so l . sol (s) y l a . (6) l a . d o . r e . m i . fa .

I I I I I 1 Tónica. "Tónica.

que ambos encierran dos terceras menores y un semito­no cromático, carecen de cohesión y no tienen más que seis sonidos diferentes en lugar de siete. Es verdad que la noción de cromatismo del intervalo sol-sol sostenido resulta únicamente de nuestra escala fundamental tradi­cional; bastaría la supresión de esta última para que el intervalo en cuestión cesase de ser cromático. Por el contrario, la ausencia de un sonido intermediario, r e ­presentante de otra armonía distinta entre la tercera y la quinta de la tónica (mi... do... la), aparecería como un defecto real; la alternancia de los sonidos de la armonía principal con sonidos extraños a esta armonía, alternan­cia que es uno de los caracteres de nuestra escala ac­tual, está momentáneamente suspendida. Confieso que esta prueba es artificial e insuficiente. Mas, ¿sería preci­so para esto afirmar que en el dominio del parentesco armónico, la relación de quinta es más sencilla que la relación de tercera? Si esto sucediese, no vería yo en ello motivo suficiente para intercalar, entre la noción del so­nido y la de la armonía, la noción del intervalo conso­nante, como una especie de intermediario independien-

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150 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

te. En efecto, es cierto que la armonía está representada de otra manera por los acordes de la primera y de la quinta que por los de la primera y la tercera, y no se podría negar tampoco que esta diferencia de cualidad proviene directamente de la sencillez de la relación 1 : 3, comparada con la relación 1 : 5. La preeminencia conce­dida al parentesco de quinta sobre el de tercera, entra, pues, en el orden de los fenómenos naturales. Pero si buscamos la razón por la cual la noción de tonalidad se expresa por la combinación de acordes de la quinta su­perior y de la quinta inferior con la armonía principal, más bien que por la combinación de los acordes de la tercera y de la quinta con esta misma armonía, la encon­traremos en muy otro lugar que en el valor diferente de las relaciones de tercera y de quinta. Esta preferencia indica la necesidad que experimentamos de dar a la a r ­monía principal una posición central con evolución en los dos sentidos. La combinación que hemos adoptado revela, en cierto modo, la doble naturaleza mayor y me­nor de la armonía, y deja adivinar, en un modo, la posi­bilidad del otro modo. Y la prueba nos parece en el hecho de que la subdominante, en mayor, y la dominante, en en menor, puedan, realmente, ser tomadas del modo opuesto:

°S! D °S D + !

fa la (6) do mi sol si re y re fa la do mi sol (s) s i

mientras que la combinación inversa está excluida por introducir un elemento extraño en la armonía tonal:

S °D? S + ? °D

fa la do mi so l s i (&) re y re fa (s) la do mi so l si

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LA TONALIDAD 151

re fa la do mi sol (s) s i—>-fa (s)\

Como se ve los primeros acordes Ty°D, "Ty es­tarían a distancia de dos quintas el uno del otro (do-\- "re; re-\- "mi). Por lo demás, la escala tonal ignora, durante largo tiempo, estas mezclas de armonía mayores y me­nores. Sólo los progresos de la música moderna los ha hecho adoptar, dando a la gama una forma variable (fa, sol, la en la menor; si la sol en do mayor), forma cuya justificación nos obliga a remontarnos un poco más atrás.

Si es verdad que en la diversidad de los elementos melódicos, la unidad resulta de las relaciones existentes entre estos elementos y una armonía principal (acorde mayor o menor), es preciso concluir que los elementos de otras armonías desempeñan un papel secundario, como otros tantos sonidos accesorios, destinados a r e ­novar el efecto producido por los elementos siguientes de la armonía esencial. El músico discierne, en realidad, sonidos esenciales, sonidos accesorios y sonidos de paso; estos últimos no son percibidos claramente como repre­sentantes de armonías nuevas, sino más bien como ele­mentos disonantes adjuntos a la armonía principal, como ya lo hemos hecho notar en nuestras investigaciones sobre la disonancia. La nota de paso debe encontrarse en relaciones fácilmente comprensibles con los sonidos que le rodean. Si, pues, introducimos en la menor, por ejemplo, la dominante mayor (sol en lugar ele sol), e\ paso de mi a sol se hace impracticable por el intermedio de fa tomado a la "S; este fa, comprensible con relación a mi, no lo sería con relación a sol. Se intercala entonces, por analogía con mi mayor, un fa entre mi y sol. Pero este fa no es la tercera de un acorde de subdominante mayor; tercera artificialmente elevada de un acorde menor de subdominante, es percibido como un sonido «alterado», cuya relación armónica se ve que es la quinta de si:

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152 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

Se realiza del mismo modo, artificialmente, el paso descendente de do a, la tercera del acorde de subdomi­nante menor.

!s¡ (&)-<— fa la (6) do mi soTsTre

El si es una nota de paso completamente natural entre do y la, cuando el acorde de fa menor es acorde de tónica; lo mismo sucedería si este acorde jugase un papel de dominante, sin que sea seriamente necesario, para esto, introducir un acorde de si menor en la armo­nización de do mayor. El sonido fa, cuya quinta inferior es si, es el que sirve de mediador. Complácense en afir­mar hoy la existencia de una gama menor armónica es­pecial, en la cual la segunda aumentada, aunque anti­melódica, es admitida como progresión regular; esta afirmación reposa en una falta absoluta de comprensión de la esencia de una gama. En vez de un puente encon­tramos una zanja abierta, en lugar de una progresión un salto que, en sí, no ofrece nada de anormal, pero que no entra en la estructura de una gama. Gottfried Weber y R. B. Marx, no han hecho más que complicar la teoría de las gamas por este supuesto descubrimiento. Estos sonidos obtenidos de una manera artificial (fa en la menor, si en do mayor), no son en el fondo más que sim­ples notas de paso; pero como todas las disonancias, pueden, si llenan ciertas condiciones rítmicas, conver­tirse en partes integrantes de armonías fingidas y ser entonces percibidas como sonidos alterados (fa tercera elevada del acorde de re menor, si tercera rebajada del acorde de sol mayor)).

No debe olvidarse, sin embargo, que al lado del pa­rentesco de quinta de donde resulta la gama diatónica, existe un parentesco muy comprensible de las armonías

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LA TONALIDAD 153

KB.

Examinada aparte la progresión cromática retró­grada (sol-sol-sol, mi-mi-mi), no es, propiamente hablan­do, absolutamente lógica, pues la elevación cromática de un sonido hace de este último una sensible cuya re­solución ascendente se espera, y el rebajamiento hace de él una sensible cuya resolución descendente se espera.

El problema del origen de las gamas nos, imponía la incursión que acabamos de hacer en el campo de la teoría melódica, pero los límites de nuestro estudio nos vedan dar más detalles sobre este punto. Si es verdad que la solución de este problema sólo está bosquejada, es posible, sin embargo, indicar desde ahora las demás consecuencias a que conduce el principio de tonalidad.

Heñios visto que la concepción más sencilla del sis­tema melódico de la escala tonal consiste en oir, conti­nuamente éste, en el sentido de la armonía fundamental (tónica); pero hemos demostrado igualmente que, bajo la acción de ciertos fenómenos rítmicos, el valor armó­nico de los sonidos de la escala pertenecientes a las do­minantes puede encontrarse realzada y como puesta en claro. La importancia de la tónica no es, por lo demás, menor en este caso, pues las dominantes no tienen valor propio sino por su relación con la tónica. La progresión de los sonidos está reemplazada por la de las armonías por la marcha de un acorde a otro, con la certidumbre

por tercera. Cuando se trata únicamente de armonía, los encadenamientos siguientes son, no solamente realiza­bles, sino de un efecto muy feliz:

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154 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

de un retorno próximo hacia la tónica; la manifestación del sentido de la tonalidad se encuentra así sometida a ruda prueba. Se comprende que la progresión hacia una dominante, juzgada tal con relación a una tónica y per­cibida en el sentido de esta última, es el pendant armó­nico de la progresión melódica hacia notas de paso ex­trañas a la armonía; y esto viene a decir que todo cam­bio de armonía es una especie de extensión de la noción de disonancia. Del hecho que las dominantes no son armónicas, sino acordes derivados, se deriva para cada una de ella una forma especial de escala melódica co­rrespondiente. Compréndasenos bien: la expresión me­lódica bajo forma de gama, de una armonía de domi­nante no implica los mismos sonidos intermedios que si se trata de una armonía de tónica. Y desde luego sen­taremos el principio que las dominantes toman su figu­ración a los sonidos de la escala tonal del tono a que pertenecen.

D o mayor: La menor: N'H- . *Í:

Tónica Tónica

Dominante . <=>-

Dominante mayor Dominante (también hacia abajo) menor

NB.NB. i » -r*-®! Mr f=~i -Tf r <=s -JL. —. .• • • _ & _ ^ s a ^ _ _ -fe - = - w - i

Subdominante (también hacia abajó)

Los intervalos designados por N B caracterizan de una manera absoluta la posición, es decir, la función de la armonía en la tonalidad (en mayor, la séptima menor

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LA TONALIDAD 155

de la dominante y la cuarta aumentada de la subdomi­nante; en menor, la sexta y la séptima menores de la dominante, etc.). De aquí resulta que la elección de las notas de paso indica v exactamente la posición de una armonía y que si esta elección está en contradicción con la tonalidad hasta entonces reinante, determina la en­trada de una nueva tonalidad, un cambio de las funcio­nes armónicas, una modulación. Este mismo efecto se obtiene, por lo demás, por la adjunción de ciertos soni­dos disonantes a las armonías de dominantes con las cuales resuenan simultáneamente así:

La subdominante con sexta mayor, en mayor; La dominante con séptima menor, en mayor (y en

menor); La subdominante menor con sexta mayor (séptima

menor inferior), en menor (y en mayor); La dominante menor con séptima menor (sexta ma­

yor inferior), en menor. -Estas disonancias, llamadas características, deter­

minan igualmente, y sin más, un cambio de las funcio­nes armónicas (modulación), siempre que estén en con­tradicción con la tonalidad establecida.

La modulación, paso a un nuevo tono o también transformación de una de las dominantes en tónica, es una nueva y última extensión de la noción de progresión sonora. Esta progresión se manifiesta, pues, en tres grados:

1 I n t r o d u c c i ó n de notas de pasaje entre los soni­dos de la tónica (figuración melódica);

2.° Progresión de la armonía de tónica hacia una dominante o cualquier otro acorde referente a la tónica (progresión armónica), y

3.° Progresión de un tono a otro (modulación). La modulación misma no implica, en modo alguno,

el abandono de la tonalidad; es más bien la extensión más fuerte que es posible dar a esta noción. Así hemos

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156 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

de distinguir, en el primer grado de progresión, los so­nidos principales de los sonidos secundarios, en el se­gundo la armonía principal (tónica) de las armonías se­cundarias (dominantes), en el tercero, la tonalidad prin­cipal de las tonalidades secundarias.

En cuanto a la progresión armónica en los límites mismos de una tonalidad, no se limita al uso de una tó ­nica y de dos dominantes. Si hacemos aún abstracción de las armonías de la tercera, encontraremos en la mú­sica polifónica, por lo menos, algunos acordes compues­tos exclusivamente de sonidos tomados a la gama tonal. Estos acordes parecen ser menores en mayor y mayores en menor; pero no los concebimos completamente como pertenecientes al modo opuesto, y los consideramos más bien como consonancias fingidas, formas secundarias de las armonías principales:

Notemos solamente, en lo que respecta a estos acor­des, que pueden ser, en cierto modo, representantes de las armonías principales de las cuales son armonías r e ­lativas o paralelas. Las armonías paralelas resultan de la adopción, en la armonía, de la sexta mayor en lugar de la quinta. Las tres armonías principales del tono pue­den, igualmente, hacerse representar por consonancias fingidas, resultantes de reemplazar la primera por la sensible (armonías llamadas de cambio de sensible):

D o mayor L a menor

Sp Tp Dp «Sp «Tp «Dp

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LA TONALIDAD 157

Estas sustituciones de los sonidos en las armonías principales adquieren una importancia considerable por el hecho del doble sentido de las armonías secundarias; en efecto, se puede muy bien considerar éstas como for­mas disonantes, incompletas, de las armonías principales correspondientes y, por ejemplo, doblar (aún por movi­miento oblicuo) la fundamental de la armonía principal, aun cuando en la armonía fingida parezca ser la tercera. Por otra parte, estas mismas armonías fingidas, según el sitio que ocupan en la medida y la manera como son tratadas en la polifonía, pueden perfectamente desempe­ñar el papel de armonías reales; pero también aquí serán siempre percibidas en el sentido de la tónica o de una de las dominantes. Sin embargo, los lazos que unen estas formas accesorias a la armonía tonal, son aún más evidentes cuando una de ellas toma el sentido de tónica, lo que no impide que nuestro sentido tonal sea bastante poderoso para no ver en las tonalidades así obtenidas, sino simples digresiones, y para alcanzar infaliblemente la vuelta al tono principal. En fin, entre la progresión armónica tonal y la verdadera modulación, hay lugar para toda una serie de breves cadencias, formadas por las dominantes de las armonías tonales; estas dominan­tes pueden ser introducidas de tal manera, que la armo­nía que rodean no pierda nada de su valor en la tonali­dad establecida, y entonces tendremos cadencias llama­das intermedias.

Si ahora, después de haber bosquejado ligeramente el conjunto de las relaciones armónicas de los sonidos, arrojamos una mirada sobre los resultados obtenidos, vemos abrirse delante de nosotros todo un mundo en el cual las fuerzas intelectuales del músico pueden desple­garse sin trabajo y olvidar el mundo objetivo de las apa­riencias. La línea sonora unilateral deja su sitio a un vasto y rico dominio musical, en donde los encadena­mientos y los entrecruzamientos múltiples de las voces

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158 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

no se realizan con la apariencia de un devenir, de un libre desplazamiento de todas las direcciones del espa­cio. Por poco que se piense en el sonido aislado, abs­tracto, de entonación determinada, y por poco que se compare, se comprenderá cuánto más rica y más vasta es la noción de la armonía mayor y menor, o mejor aun, la de la tonalidad y la modulación, semejante a un in­menso teatro en donde se revelaran todos los movimien­tos del alma humana. Y nuestro estudio no es si no parcial, puesto que casi nos hemos limitado al examen de la entonación del sonido y de sus cambios; quédanos por investigar el valor, no menos grande, de la ordena­ción rítmica de los sonidos. Sin embargo, ya podemos comprender cómo es posible al músico perderse en un dominio puramente formal, olvidar completamente el elemento activo, el primum agens de todo verdadero arte, olvidar lo que debe ser antes que todo: la expresión es­pontánea de los sentimientos naturales. El goce que el artista experimenta en elaborar los elementos materia­les de su obra, puede, en efecto, hacerle perder de vista la creación propiamente dicha; entonces se parecerá al orador que, por los artificios del estilo y la elegancia de la palabra, ilusiona a su auditorio y se ilusiona a sí mismo sobre el contenido de su discurso. Aquí presenti­mos ya el abismo que separa la obra del genio de todos los productos artificiales de un arte; la una es la expre­sión inmediata casi forzada de sentimientos que agitan profundamente el alma humana, y cuya forma más bella no es sino vestidura, apariencia; los otros consisten en la manera virtuosa de los procedimientos técnicos y no tienen otro contenido que los mismos elementos forma­les. Pues, es cierto que una obra bien ordenada, según las leyes que rigen la forma musical, tiene un contenido; pero esta clase de contenido no puede conmover profun­damente nuestra alma, no ha salido de una emoción profunda, de una necesidad absoluta de expansión, le

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LA TONALIDAD 159

falta la verdad propia. Se trata entonces, en suma, de un juego con las formas de expresión de la vida espiritual, y este juego no puede tener en el más alto grado la apa­riencia de la verdad. Así se explica el éxito que consi­guen ciertas obras de arte cuyo contenido emocional es nulo, pero cuya forma es perfecta y hace llamamiento a todos los recursos técnicos del tiempo. El éxito es, por lo demás, pasajero, pues no se tarda en reconocer que se trata de una corteza vacía, de una vestidura que no cubre nada. Todas las épocas de gran floración artística suministran numerosos ejemplos de este género, del cual la generación siguiente no guardará el menor re­cuerdo.

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El ritmo.

El ritmo es el segundo de los factores que participan en la elaboración de la forma musical. Como ya hemos dicho, la armonía y el ritmo tienen de común que ambos permiten medir la progresión sonora; dan a los fenómenos musicales elementales la forma que hace de ellos medios de expresión artística. Del mismo modo que la transfor­mación de la escala tonal continua, en escala graduada se opera, no abitrariamente, sino naturalmente, hasta en el menor detalle, según las exigencias de nuestra orga­nización fisiológica, del mismo modo las fórmulas rítmi­cas de la progresión sonora, es decir, el reparto de ésta en duraciones fácilmente analizables, su sumisión a un movimiento medio y regular con relación al cual los demás son medidos y producen efectos particulares, son el resultado de datos naturales, de necesidades inheren­tes a nuestra naturaleza orgánica. Sería imposible de otro modo comprender por qué los elementos rítmicos de la música obran sobre todos los hombres con la mis­ma constante seguridad que los elementos armónicos, por qué los tipos fundamentales de forma rítmica se en­cuentran idénticos en todos los pueblos.

11

EDITOR ' 2 3 , Calle de l a P a z , 2 3

J&SADR1Q

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162 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

Ya hemos dicho cuál pudiera ser la raíz de la noción de una unidad media de duración, por medio de la cual medimos toda progresión de tiempo, no solamente en música, sino siempre y en todas partes. El hecho de que todos los fenómenos de sucesión perceptibles por la vis­ta, el oído o el tacto, parezcan más o menos rápidos o más o menos lentos, desde que la duración de la unidad de tiempo se aleja de un valor medio de unos tres cuar­tos de segundo, prueba seguramente por sí solo que las sensaciones en cuestión derivan de las pulsaciones car­díacas. Por esta misma razón es por lo que las sucesio­nes de duración media, unidades normales, no tienen valor estético propio, sino que nos parecen indiferentes y no obran ni positiva ni negativamente sobre nuestro sistema nervioso. Pudiera preguntarse si la división de tiempo en partes iguales de duración media tiene en sí un valor estético cualquiera, mientras que es imposible negar el efecto considerable que produce toda división de tiempo en valores sensiblemente diferentes de la uni­dad normal; este efecto desempeña un gran papel en música, bajo el nombre de tempo. Pero haremos, desde luego, abstracción de todo lo que no es una unidad nor-normal y nos preguntaremos qué papel incumbe, en el análisis estético de la obra musical, a la división de tiempo basada en esta sola unidad. Veremos entonces que esta especie de reparto de las duraciones, cuando es realizada de una manera sensible, lleva a comparar los contenidos limitados por ella, e imprime al devenir (en los límites que le asigna) una especie de periodicidad exterior que incita, a su vez, a descubrir la verdadera estructura periódica de las progresiones sonoras. En vano, pues, nos esforzaremos en penetrar la esencia misma del ritmo a través de las subdivisiones vacías de sentido, que marcaría, por ejemplo, un palillo de tam­bor o las palmas de la mano. Tales ritmos, cuya sono­ridad no tiene valor alguno y que hasta entonces están

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EL RITMO 1 163

privados dé sonoridad, pueden tener un importancia real, desde el punto de vista de la danza, entre otros; pero su valor estético reside únicamente en el hecho de que di­rigen la atención sobre el retorno periódico de los movi­mientos del que danza. Así, el ritmo puede, a la vez, re­gular los movimientos y facilitar su comprensión al e s ­pectador. El ritmo, en este sentido, no se limita, pues, a engendrar una unidad en la pluralidad de los fenómenos sucesivos, hace también a esta unidad sensible y recog­noscible, manifestación positiva que va más allá de las necesidades de nuestro espíritu y que puede muy bien pretender un valor artístico.

Si el ritmo estuviese inexorablemente ligado a algún valor fundamental invariable, de tal manera que este valor pudiese servir de subdivisión del movimiento, para la vista o para el oído, pronto se caracterizaría su esen­cia y se agotaría su significación. Pero es cierto que su importancia le viene del acuerdo que existe entre su desarrollo periódico y el del objeto o de la idea a las cua­les se adapta. La prueba de ello está en las contradic­ciones perturbadoras y desagradables que resul tante la simultaneidad de un ritmo acentuado cualquiera y de una danza cuya estructura periódica es distinta que la del ritmo en cuestión. La correspondencia exacta de la duración de los períodos, no basta tampoco para esta­blecer plenamente el valor positivo de una acentuación rítmica; es preciso además que, en el curso de estas du­raciones iguales, los tiempos sonoros o batidos coinci­dan con los tiempos esenciales de la acción, en una pan­tomima, por ejemplo, con los movimientos o los gestos más importantes. La dependencia en la cual la estruc­tura periódica del ritmo se encuentra, con relación al contenido que fracciona, explica por qué la unidad de tiempo de un ritmo puede separarse sensiblemente de la media normal e indiferente. Si el ethos de una danza grave y mesurada difiere del de una danza ligeramente anima-

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164 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

da o locamente agitada, depende únicamente del divor­cio que existe entre el valor de la unidad rítmica admi­tido y el de la unidad media de tiempo.

La existencia de una unidad natural de duración ofrece, pues, una doble ventaja; de una parte facilita la percepción de los períodos musicales a los cuales esta unidad sirve de base más o menos absoluta; de otra determina el carácter del tiempo por las dimensiones y la dirección del divorcio que permite comprobar, entre ella y la unidad de tiempo momentáneamente adoptada. Y si nos colocamos, no ya en el punto de vista del oyen­te, sino en el del compositor, diremos que la emoción de éste fija el valor real de la unidad de tiempo y, por consiguiente, su divorcio de la unidad media con rela­ción a la cual será más larga o más breve; la percepción de esta unidad suscita en el oyente la emoción corres­pondiente, acelerando o ralentando las pulsaciones del corazón, propia (o sea físicamente hablando), tanto como figuradamente. Es este, nuevamente, un procedimiento de expresión que, además de traer orden y medida a la progresión sonora, tiene el valor de un factor elemental. Sin trabajo podría reconocerse la analogía de este factor con el ya mencionado de la rapidez del cambio de ento­nación o de dinámica; pero es más exacto comparar el valor estético de la unidad real de relación, en sus di­vorcios de la unidad media, con la de la sensación de cualidad que representan los diferentes grados de altura de los sonidos. El sonido aislado obra ya por su altura absoluta en el conjunto del dominio tonal, cuya progre­sión sonora dispone, ya por su altura relativa de la es­cala propia, a un órgano musical determinado; se podría decir que encierra en potencia y revela las posibilidades de progresión en los dos sentidos, o también que es el resultado de una especie de fuerza centrípeta, con rela­ción a un centro sonoro más o menos sensible. Basta, para comprender bien esto, referirse a los efectos de

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EL RITMO 165

tensión y de contracción que producen los sonidos más agudos de la escala vocal, o a los efectos opuestos de ensanchamiento artificial, de gran dispendio de aliento, exigidos por el relajamiento de las cuerdas vocales, para la producción de los sonidos más graves. Del mismo modo, y de una manera más exacta aun, la unidad de medida de un movimiento, el tempe-, llega a ser, por su relación con la unidad media de duración correspondien­te a las pulsaciones normales del hombre, una cualidad estética que llamaremos simplemente cualidad rítmica.

A fin de seguir ahora las ramificaciones y los múlti­ples laberintos de la sensación rítmica, supondremos primeramente una melodía, cada uno de cuyos sonidos tenga el valor de una unidad de tiempo, tal como la hemos definido, pero indiferentemente normal, acelera­da, o, por el contrario, ralentada. En este caso, cada tiempo no encerrará más que un solo valor sonoro; la imaginación, en busca de una forma, no tendrá, para sa­tisfacer esta necesidad de unidad en la pluralidad de los fenómenos, más que las relaciones armónicas de los so­nidos. El coral protestante, cantando al unísono en tiem­pos iguales y más bien, lentos, puede servirnos de ejem­plo perfectamente. Pero aun aquí el sentido rítmico no se limita a comprobar la igualdad de los tiempos, por el contrario, se esfuerza en agruparlos en unidades de or­den superior. Este acto de agrupación, que da nacimien­to a la fórmula musical conocida bajo el nombre de compás, luego a la reunión de compases en períodos, corresponde evidentemente a una necesidad lógica de nuestro espíritu, así como la investigación de las rela­ciones armónicas de los sonidos. Admitiendo la posibili­dad de percibir lo que sigue sin referirlo a lo que pre­cede, tendríamos, no ya un desarrollo, una progresión, un devenir, sino la simple comprobación de una serie de sensaciones aisladas. Arixtóxenes dijo ya (Armónica, 39J «lx Súo yáp XOÚTCOV f¡ TÍ¡{ ¡iouow^g Súvsaíg saxtv, aíaB^asé; xe v.aX iívf¡\xr¡z.

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166 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

aíaSccvsaSai [lev T*P x ° YiY v°l 1 E V 0 V; |J.VV)[IOVEÚEIV Sé ib yeyoyós. nat'SXXov Sé Tpónov oüx latí xotg év (louatz^j 7tapay.oAou0eív ;>: lo cual significa: «la comprensión de la música está so­metida a dos concepciones: la percepción y el recuerdo. Es preciso percibir lo que está en estado de devenir; es preciso acordarse de lo que pasó. Es imposible, de otro modo, seguir un desarrollo musical». Ya hemos podido comprobar la exactitud y la importancia de esta afirma­ción, en lo que se refiere a las relaciones armónicas de los sonidos; sólo, en efecto, la comparación constante de los elementos nuevos con los pasados, pero que la me­moria conserva aún, permite fijar las nociones de conso -nancia, de disonancia, de tonalidad, de progresión a r ­mónica, de modulación, en una palabra, el conjunto de los fenómenos de la tonalidad. Habremos de probar ahora la existencia de una facultad sintética análoga a la imaginación en el dominio especial del ritmo.

Wundt afirma también, con seguridad verdadera­mente asombrosa, que la esencia de la subdivisión r í t ­mica reposa en el cambio periódico de diferentes grados dinámicos: «Un solo y mismo sonido puede ser más fuerte y más dulce. Si tiempos acentuados y tiempos dé­biles se suceden con regularidad, los sonidos se encuen­tran agrupados según una fórmula rítmica. Basta en­tonces que intervenga una cierta ordenación en el cambio cualitativo ele los sonidos para que la melodía aparezca (PTiysioloqisclie Psychologie, II, 83). Dos objeciones basta­rán para refutar esta opinión, por cierto muy difundida. Primeramente, la acentuación de unidades de tiempo por medio de un tambor o de palmadas, cuando se trata de regular el compás de una danza es completamente rítmica, aunque no se estableciese distinción dinámica entre los tiempos principales y los tiempos secundarios; en segundo lugar, el mecanismo del órgano se opone a la acentuación dinámica, lo que no impide que la música de órgano no tenga un ritmo. Cualquiera que sea, pues,

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En otros términos, Wundt desarrolla la teoría esque­mática del acento que M. Hauptmann había ya detallado hasta el exceso (Hauptmann, Naiur der Harmoniñ und der Metrik, 1853) y cuya vacuidad absoluta he probado en otra parte (Musihalischen Dynmnik und Agogik, 1884), desde el punto de vista de la ejecución musical expresiva. Por este camino no se puede llegar a la comprensión real del período musical, pues la formación ele éste no se basa, en modo alguno, en graduaciones dinámicas. Es peligroso querer hacer abstracción del contenido musi-

la importancia de la dinámica para facilitar la compren­sión de las relaciones rítmicas, no estamos por ella me­nos obligados a dejarla a un lado en nuestras investiga­ciones sobre la noción fundamental del ritmo.

La primera cuestión, y la más importante de las que se nos presentan, es la de la justificación de los grupos de unidades rítmicas. M. Hauptmann y Wundt no van más allá de la concepción de una cadena, cada uno de cuyos anillos es a la vez la imitación del precedente y el modelo del siguiente. Como Wundt confunde la acen­tuación rítmica y la acentuación dinámica, afirma que una vez comenzada la alternancia de los tiempos fuertes y de los tiempos débiles, continúa de tal manera, que cada tiempo débil hace esperar un tiempo fuerte y vice­versa. Es verdad que a continuación ensancha esta no­ción de unidad de la medida o del pie métrico, admitien­do la posibilidad de subdivisiones y conservando para los verdaderos tiempos fuertes grados de intensidad más elevados. Llega de este modo a determinar tres grados dinámicos diferentes en el compás de 4/4 por, ejemplo.

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cal, propiamente dicho, y nuestros autores no son muy consecuentes consigo mismos, pues la demostración, se­gún el factor de la intensidad sonora, no es otra cosa que la adopción de un elemento del contenido, elemento de naturaleza desgraciadamente demasiado accesoria para poder preservar de las falsas deducciones. Trate­mos, pues, de evitar esta distinción insuficiente del «rythmos» y del «rythmizomenon» de Aristóxenes, no por una vana tentativa de explicación teórica del ritmo en sí, sino por el examen del poder de formación del ritmo bajo el objeto mismo de la forma.

Si bien el ritmo corresponde, en principio, a la idea de que nos hemos creído poder formar de él, si es real­mente la división de la duración, no de un tiempo abs­tracto, sino de un devenir perceptible en el tiempo, gra­cias a una unidad de medida suministrada por la Natu­raleza, no hay que decir que su primera manifestación, la sucesión de tiempos iguales, no tendría sentido si no por la posibilidad de establecer relaciones entre los con­tenidos sucesivos. Pero estos contenidos no son compa­rados los unos para los otros, únicamente por grupos de dos unidades de tiempos sucesivos (así como Wundt su­pone), de tal manera, que el segundo se relacione con el primero, el tercero con el segundo, etc. El recuerdo sobre que insiste Arixtóxenes, debe, por el contrario, fijar círculos cada vez mayores, de suerte que la audición de un trozo de música no es comparable a la observación de un desarrollo, de un desfile de elementos, sino al amontonamiento de estos elementos, conducidos progre­sivamente a su aglomeración en la memoria. En cuanto expresión de sentimientos, toda obra musical verdadera es un devenir, un movimiento vital; pero en cuanto a ela­boración de forma, es semejante a un edificio de líneas cada vez mayores que se fijan gradualmente en la me­moria. Por esto se habla, con razón, de la estructura ar­quitectural de un trozo de música, de la oposición de

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fragmentos grandes o pequeños, del amontonamiento de las masas sonoras, de relaciones simétricas, etc.

Se puede, pues, relacionar o comparar uno a otro los contenidos musicales de dos unidades de tiempo; de aquí resulta una especie de homogeneidad de los dos elemen­tos comparados, que obliga, luego, a establecer la com­paración, no de la tercera a la segunda unidad (lo que rompería la unión de ésta con la primera), sino entre grupos consecutivos de dos unidades. De esta suerte se tendría una unidad de orden superior, compuesta de cuatro tiempos:

l i + 1 i I 2 + 2 |

I 4 + 4 | I 8 + 8 i

Toda la forma musical se realiza en el tiempo. Los fragmentos correspondientes, y cuyos contenidos son puestos en relación los unos con los otros, no aparecen, pues, al mismo tiempo como en el orden simultáneo de la arquitectura; además, las relaciones recíprocas de dos fragmentos, no son igualmente comprensibles a partir de cada uno de ellos, mientras que, en arquitectura, la forma idéntica de dos torres, que flanquean un muro, es igual y simultáneamente, perceptible desde cada una de las torres o también desde el centro de la muralla. La simetría musical no aparece sino al momento de la en­trada del segundo elemento; no es completa sino después de la audición de este segundo elemento y la compren­sión de la relación que le une al primero. Por esto es por lo que el segundo elemento es la parte conclusiva de este gran fragmento formal; tiene un valor estético es­pecial y se encuentra ser el elemento acentuado por ex­celencia.

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Se da el nombre de métrica a la teoría de la ordena­ción simétrica de las unidades rítmicas, por la formación de grupos de orden superior. Se puede, pues, decir, que la fuerza conclusiva creciente del segundo elemento de cada grupo, cada vez mayor, corresponde a un acento métrico cada vez más fuerte; la distinción entre tiempo débil y tiempo fuerte, no será sino una cualidad métrica. El compás es el grupo más pequeño que se puede for­mar por medio de unidades fundamentales de movimien­to, de unidades rítmicas (con todas las variantes de tempe-). Un compás teórico no se compone, en el fondo, más que de dos de estas unidades, opuestas una a otra, la segunda acentuada y designada como tal, de una ma­nera completamente material, por la barra de medida:

La numeración habitual de los tiempos, en la ense­ñanza musical, es la inversa de ésta por estar considera­do el tiempo fuerte (acentuado) como el primero. Nues­tra demostración no tiende, en modo alguno, a destruir un hábito que, por lo demás, se justifica por el hecho de que la fusión normal de dos unidades en una sola, por ejemplo, la transformación de un movimiento de negras

, en un movimiento de blancas, se practica, no del tiempo débil al tiempo fuerte, sino del tiempo fuerte al tiempo débil. La entrada del tiempo fuerte se hace, pues, tam­bién la entrada de la nota larga. En otros términos, el momento que realmente representa la unidad de dos tiempos, es el de la entrada del tiempo fuerte:

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EL RITMO 171

'rp r - V r .—I R - i ' ' R- i r - n - i RF. 1

en negras: j | j J j J J j j • j | j j J j J j j (2) W (8)

I N I • I F 11 •*—I en blancas: J |J J J . J |J J J

(2) (*) R I I 1

en redondas: 0 | 0 . ^ | - o

m

Una simple ojeada sobre nuestra música polifónica, de tan variado aspecto, muestra que en realidad el contra­punto en blancas de una melodía en negras, no produce un efecto normal y natural, sino cuando las blancas en­tran sobre las negras acentuadas. Del mismo modo, un contrapunto en redondas estaría construido de tal ma­nera, que cada redonda entrase sobre la negra acentua­da de un compás fuerte (compás acentuado, segundo compás de un grupo), si se quiere que parezca natural y no contradictorio, es decir, sincopado. Un movimiento de este género, en unidades de duración doble o hasta cuádruple de la de una unidad simple representa, en cierto modo, un ritmo de proporciones sobrehumanas; puede producir efectos grandiosos si adquiere una im­portancia temática si, por ejemplo, en una tema primiti­vamente en negras se dobla o se cuadruplica el valor de cada nota, mientras que otras voces conservan la pro­gresión en unidades simples. Seperfluo sería, indudable­mente, insistir sobre la diferencia que existe entre este efecto y el que produjera un retrasando en el tiempo. No existe, de hecho, tempo cuyas unidades de tiempo co­rrespondan al doble, y menos aun al cuádruple de la du­ración de una unidad normal; los tiempos propiamente dichos no varían sino entre 50 ó 60 y 120 ó 130 por mi­nuto, lo que equivale a decir que no alcanzan ni la mitad ni el doble de la duración de un tiempo medio (70 a 80

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por minuto). Pero muy bien se puede, al lado de una progresión de tiempos medianos, que sirve de base, comprender un movimiento compuesto de duraciones más largas o más breves. Llegamos así al conocimiento de una noción estética nueva; la relatividad de la cuali­dad rítmica. Hemos dado el nombre de cualidad rítmica al valor estético que toma el tiempp por la relación de sus unidades de tiempo con la unidad media natural, y vamos a determinar bastante exactamente los límites en los cuales esta relación puede variar. Es cierto ahora que, medidas no según la medida natural, sino según los valores que fija el tiempo, es decir, según el ritmo con­creto, progresiones de unidades mucho más largas o mucho más breves, se hacen igualmente comprensibles. No nos podríamos asombrar de ver que la división de los tiempos en fragmentos de igual duración (unidades de subdivisión) da la serie del cuadro en el cual vamos a consignar el resultado de la fusión de los tiempos en va­lores de una mayor duración:

J |J J |J J |J J |J ^ n e g r a s ) (2) (4)

(2) (4) - (8)

ABJfflU Afl S I J AB B\* AS B\* c e n 8 e m i corcheas) (4) (8) ' (16) etc.

La entrada del tiempo simple debe, pues, llegar a ser en el movimiento en valores inmediatamente meno­res, el tiempo fuerte de un grupo formado por dos de estos valores; la diferencia de cualidad métrica (notas fuertes y notas débiles), se revelará de una manera com­pletamente análoga en las unidades de subdivisión siem-

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EL RITMO 173

(i)

Tenemos, pues, la prueba de que tres grados de acentuación de los tiempos fuertes están muy lejos de bastar a nuestra música actual.

La teoría rítmica de la antigüedad (Aristóxenes) ha­bía adoptado como duración fundamental indivisible y, por consiguiente, la más breve, el valor de una sílaba breve en la composición vocal simple. Rodolfo Westphal (Allgemeine Theorie der musikalischen Bhytmik seit Seb. BacJi, 1880, pág. 39), trató de demostrar la existencia de un chronos protos también en la música occidental moderna. Pero no hay que olvidar que aunque partiendo

. del punto de vista músico, Aristóxenes no escribió más

(1) Se podría añadir, por lo m e n o s a este cuadro, l o s m o v i ­mientos en triple y eD cuádruple corcheas , lo que daría seis o s iete grados de acentuación métrica. .

pre menores. Esta cualidad métrica, en la cual la mayor parte de los teóricos y de los estéticos creen deber en­contrar la esencia misma del ritmo, está desgraciada­mente identificada erróneamente a graduaciones llama­das indispensables de la dinámica. En las cinco trans­formaciones que hemos anotado del esquema métrico, encontramos cinco grados diferentes de acentuación métrica (1), a saber, la distinción entre tiempo fuerte y tiempo débil en la serie de negras, de blancas, de re­dondas, de corcheas y de semicorcheas. Es preciso aña­dir también a esto la acentuación especial del cuarto y del octavo compases, acentuación que corresponde a un movimiento en dobles redondas.

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174 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

que una teoría de la métrica poética; su rítmica ignora toda una serie de nociones indispensables para el análi­sis de las formas de la música instrumental y hasta de la misma música vocal polifónica. Falta, entre otras, la indicación de la posibilidad señalada por primera vez por Chr. H. Koch, de una doble significación o de una sustitución del acento métrico. Por otra parte, la rít­mica de Aristóxenes coloca en el número de los es­quemas métricos fórmulas que no podemos considerar sino como derivadas y completamente secundarias, tales, por ejemplo, como los ritmos agudos en las medidas ternarias. No me detendré más en esta tentativa de establecer la teoría rítmica moderna sobre datos an­tiguos, esperando que el conjunto de nuestras afirma­ciones bastará para refutar el ensayo de Wesphal. So­lamente querría llamar la atención sobre un caso de rítmica antigua, absolutamente extraño a la teoría mo­derna: el ritmo peonio, de cinco tiempos, oponiendo a una larga de dos tiempos otra larga de tres tiempos. Este orden rítmico «hemiólico», podría facilitarnos la comprensión del compás ternario, cuya coordinación con el compás binárico ofrece, no solamente en la músi­ca moderna, sino en la de todos los tiempos, un proble­ma que vamos a tratar de resolver ante todo.

Si la división del tiempo, según las pulsaciones nor­males, indiferentes o ligeramente modificadas, es real­mente la base de toda sensación rítmica, podemos pre­guntarnos cómo la alternancia constante de tiempos de duración normal y de tiempos de duración doble ha po­dido añadirse y coordinarse, como segunda forma fun­damental, a la progresión de tiempos iguales. La genos hemiolon de los griegos añade aún a estas fórmulas la alternancia de tiempos, uno de los cuales (el tiempo fuerte), es una vez y media más largo que el otro. Ya he dicho en otra parte Katechismus der KomposüionsleJire, 1881, que el compás ternario pudiera muy bien no haber

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sido originariamente un compás a tres tiempos, sino un compás de dos tiempos desiguales. Se trataría de una detención sobre la terminación del pequeño grupo for­mado de un tiempo débil y de un tiempo fuerte, deten­ción que tomaba el valor de una unidad de tiempo ente­ro. Se ha notado, sin duda, que en toda la ejecución musical el tiempo fuerte se distingue del tiempo débil, no solamente en su acentuación, sino en una ligera pro­longación, único procedimiento de que se dispone, por lo demás, cuando el matiz dinámico está excluido como en el órgano y en otro tiempo en el clave. Ya tenemos aquí un indicio del origen que atribuímos al compás ter­nario y el ritmo peonio de los griegos parece ser tam­bién resultado de una prolongación menos grande, pero apreciable del tiempo fuerte comparado con el tiempo débil. Pero esta alternancia constante de tiempo, cuya igualdad es estrictamente apreciable, ¿no está en con­tradicción directa con el principio fundamental del ritmo? Se comprendería ciertamente que largo tiempo después de haber fijado y generalizado por el uso, la progresión de las duraciones iguales se haya añadido la alternancia de las duraciones diversas como forma artística secun­daria y más refinada. Es infinitamente más difícil admi­tir que esta forma secundaria haya adquirido una im­portancia igual a la de la forma primera, y explicar que se haya coordinado absolutamente a ella. Y aún si exa­minamos la métrica griega veremos que el Genos dipla-sion juega aquí el papel esencial, y que el espondeo deja su puesto al yambo (o al troqueo). Aristóxenes (Rítmica), se niega a considerar el pirriquio cómo una fórmula rít­mica indispensable; si el dáctilo es también antiguo y aun más antiguo que el yambo, es, sin duda, únicamente en la poesía artística. En cuanto a la música occidental nos ofrece, hasta el momento del completo abandono de la prosodia silábica, una abundancia extrema de metros yámbicos y troqueicos. Pero aun fuera de toda preocu-

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pación histórica, el ritmo yámbico, llamado de otro modo medida ternaria, no parece ser de una comprensión tan difícil que se esté obligado a referirle a la división de tiempos en duraciones iguales.

Podría suceder, es verdad, que nuestras premisas fueran falsas. ¿Quién nos dice, por ejemplo, que los grie­gos hayan cantado o declamado bastante lentamente, para que una sola sílaba corresponda al tiempo medio? La grande importancia que Aristóxenes atribuye al pie métrico permite, por el contrario, suponer que las dos o tres sílabas de cada pie forman juntas la duración equi­valente a una unidad normal de tiempo. Si esto es así, la cuestión varía completamente. El compás no servirá ya de base de apreciación para el movimiento; será la forma primera de agrupación de las unidades normales de tiempo. Desde entonces nada se opondrá a que una pro­longación de duración llegue a ser la característica del tiempo fuerte. Toda música cuya progresión armónica no esté claramente revelada por la polifonía exige, por el contrario, que la entrada de los tiempos fuertes, pro­piamente dichos, sea marcada con claridad. Sabido es que la larga de los pies métricos cae sobre el ictxis, aho­ra bien, éste corresponde, naturalmente, al comienzo de la medida:

.apesto J] j j D a o t . l o J'/]|J o A m f i b r a c o J*| J } Troqueo

Dáct i lo c íc l i co J.' J*1 J í J etc.

Los modos de la teoría proporcional de los siglos xu y xni ofrecen el mismo ejemplo de tiempos uniforme­mente marcados por la larga:

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EL RITMO 177

l M o d o " ^ - 2C.=j7¡7 / | J K

2 M o d o - - - y 2c.='j^7 J\]K.

3 modo - - " •, K. = J.̂ J|J. 2C. (originaria- J j]|J j]|j) 4»odo-- q-. 1K .=Jj¡J.Jj j j ,

a c . ( . ^IJJIIJ)

Ya he demostrado, en otra parte (Qeschichte der Mu­siktheorie), que en el sentimiento exacto del valor ana-cróstico de las notas breves de todos los modos, se ex­presaba claramente por la forma de las ligaduras pro­pias a cada modo, al comienzo de la música proporcional, es decir, antes J. de Garlande (1). Que los que deploran, en mis ediciones «fraseadas», la separación de la nota fuerte inicial de lo que sigue, se convenza del hecho de que los teóricos proporcionales de la época de Leonino y de Pero tino procedían ya de la misma manera. No dis­tinguían, en efecto, el troqueo del yambo, el dáctilo del anapesto (desde el punto de vista musical), sino por la larga inicial.

Se puede, me parece, admitir sin dudar, que la mú­sica menódica exigía precisamente la prolongación de la la duración, por la acentuación de los tiempos cuya en­trada marca la progresión rítmica regular y sirve de base de apreciación para el movimiento en valores nor­males.

Sólo más tarde fue cuando, gracias a los progresos

(1) E l a n ó n i m o 4 de l o s S c r i p t , I de Coussemáker, da una des ­cr ipc ión detal lada.

^ EDITOR 2 3 , C a l l e d e l a Paz, 88

M A D R I D

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178 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

de la libre elaboración de las fórmulas artísticas, se llegó a adaptar el principio de la progresión por dura­ciones iguales a la subdivisión de los valores normales de la duración.

El espondeo nos aparece así como una forma artifi­cial que desvía lo que los ritmos desiguales tienen de demasiado saltadores y de demasiado populares; su carácter solemne, que se armoniza muy bien con el uso que se hace de ellos en el culto de los dioses, está aún mejor marcado en el Spondeios meizon en que tenemos, por la supresión de toda subdivisión, una progresión por pies métricos enteros. El pean mismo, no es más que una especie de fórmula estilizada, subdivisión de una unidad de orden superior, que comprendería dos pies mé­tricos.

La sucesión de valores desiguales sería, pues, el pro­cedimiento más antiguo y el más natural de la anima­ción de las unidades de tiempo por medio de su subdivi­sión.

Pero esto nos lleva a comprobar la existencia de una nueva forma de progresión rítmica, cuya comprensión no puede resaltar más que de la realización de una serie de duraciones iguales: la interrupción de la progresión continua de duraciones iguales por una detención del movimiento. El efecto directo de esta detención es cono­cido, desde hace largo tiempo, por el hecho mismo de que es, como lo hemos dicho, natural y necesario; dirige la atención sobre el tono sobre el cual se produce. La ob­servación de este efecto debía, forzosamente, traer su empleo por la elaboración de fragmentos de más gran­des dimensiones. Imitado en el cuadro de una progre­sión por unidades de tiempo, el procedimiento en cues­tión permite hacer sentir los valores fuertes de orden superior (notas finales de «simetrías»), por la prolonga­ción de las unidades de tiempo. Tal es el origen del rit­mo peonio de los griegos y del compás terciario lento

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(en unidades de tiempo), cuyo carácter artificial es inne­gable:

De este modo se puede suprimir la subdivisión del tiempo que sigue al segundo tiempo fuerte:

fórmula que, si puede ser imitada subsiguientemente, trae, como es natural, la supresión de la subdivisión inicial:

Pero tenemos aquí una progresión por unidades de tiempos, animadas de tiempo en tiempo por la aparición de una subdivisión.

Del mismo modo que toda la prolongación de una nota fuerte representa una detención, un reposo, del mismo modo que la subdivisión de una nota en valores menores expresa un arranque, una excitación, y crea lazos entre este nuevo tiempo débil y el tiempo fuerte si­guiente. La nota dividida da nacimiento a una nueva fórmula, en la cual desempeña el papel de tiempo al al­zar (Auftakt).

De la mezcla de estas dos impresiones de reposo por la prolongación de los tiempos fuertes y de excitación por la aparicición de nuevos tiempos al alzar (valores figurativos), resulta de una serie de fórmulas rítmicas.

a). Un tiempo fuerte es prolongado más allá de la

*J|JJ JUJ

i r

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Si comparamos esta fórmula a una simple progresión por negras, nosotros comprobaremos una detención por prolongación de la negra acentuada, y, por el contrario, un arranque por la adopción de la corchea elevada; se trata, en el fondo, de la mezcla de una progresión por blancas y de una progresión por corcheas:

• J IJ |J c l j ^ | cjicjr | eje/]

La prolongación análoga de la negra acentuada, en un compás lento de tres tiempos:

j . - M u 1 77 Í7

nos muestra la fusión de una forma ya analizada del compás a tres tiempos (con tiempo fuerte dos veces más largo que el tiempo débil), con una progresión continua de corcheas:

j J J

r t i I J

entrada normal del tiempo débil siguiente, pero no ab­sorbe enteramente este último, un fragmento del cual se convierte en tiempo al alzar, con relación al tiempo fuer­te siguiente (ritmo punteado).

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. EL RITMO 181

b). Los dos tiempos débiles de un compás ternario están ligados, de una manera tal, que no forman más que una sola nota larga, mientras que la nota fuerte conser­va su valor simple (un tiempo):

, I 1 I 1

*J JIJ J|J Este procedimiento, análogo a la sincopa, y que por

una prolongación hace resaltar otro tiempo que no el fuerte, es ciertamente perturbadora. Hay la tendencia a considerar la larga que sigue el tiempo fuerte propia­mente dicho, si no como nota acentuada, por lo menos como nota final..

Es particularmente difícil comprender la nota larga como un tiempo al alzar, con relación a la nota acen­tuada que sigue y que es más breve; de este modo pro­duce, a condición de que la sensación constante de tiempo se marque bien, una impresión de énfasis, de esfuerzo destinado a vencer una resistencia mayor que la ordinaria. Se obtendrá un efecto análogo dividien­do, en un compás binario, no el tiempo débil sino el tiem­po fuerte:

o77 |7 77¡7 Aquí la entrada inmediata del movimiento de cor­

cheas, después del tiempo fuerte final, da a la interrup­ción de este movimiento sobre la negra no acentuada el valor de una detención, de una resistencia momen­tánea.

c) Las unidades de tiempo están divididas, pero los valores que resultan de la división están ligados en par­te y de tal manera que las entradas de los sonidos no

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182 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

corresponden a' las de las unidades de tiempo (progre­sión sincopada):

í/üTj? 5í¡j'(--jy y ¿|¿ Binju)

* ¿ N J W J J / I / (= J- IJ . <™ w ™ JU) s i n J|j y 8 i n

Desde el punto de vista rítmico, la síncopa tiene siempre el valor de una anticipación, o dicho de otro modo, de una entrada prematura de la nota fuerte que falta al punto. Sin embargo, la armonía puede exigir una interpretación opuesta de la síncopa, cuando la nota resultante de la ligadura es la resolución forzosa de una disonancia y, por la progresión de las demás voces sobre el mismo tiempo, se hace a su vez disonancia y se r e ­suelve sobre la parte débil del tiempo. Hay entonces r e ­tardo:

?i J. > ~ T — T — P ~ f*+i

2 . .Retardación

-J-

2. Anticipación

La síncopa por anticipación produce naturalmente una impresión de avance forzado, de apresuramiento; la por retardo al contrario, una impresión de cansancio, de pasividad. Notemos, por último, que el efecto de la sínco­pa es tanto más fuerte cuanto que el valor fuerte supri­mido era de ordinario superior; así cuando la nota más

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fuerte del compás está sincopada con el fragmento del tiempo débil precedente. (N B).

d) Los silencios aparecen como equivalentes nega­tivos de los sonidos cuyo sitio ocupan. El silencio no es un valor de nulidad, sino un valor de minus.

Hay, por consiguiente, silencios débiles y silencios fuertes, cuyo valor rítmico negativo corresponde abso­lutamente al de los sonidos que reemplazan, el silencio está considerado ante todo como una detención, como un fin.

El silencio más fácil de comprender será, pues, aquél que, según un sonido acentuado, ocupará el lu­gar de sonido débil; apenas si el efecto que produce se distingue de la prolongación del sonido acentuado (silencio final):

* ' J ' ' /| J "7 casi como J. ' /| J. '

El staccato resulta simplemente de la introducción de un silencio en la parte débil de cada valor de nota:

J IJ J | J = «T11 / 1 /11 / «f

se opone, pues, al empleo del crescendo y del diminuendo continuos, tan propios para facilitar la percepción de la unidad de un motivo. Encontramos aquí también una prueba del valor accesorio de la dinámica, cualquiera que sea, por lo demás, su potencia expresiva.

Los silencios caen sobre los tiempos acentuados, con relación a los tiempos más débiles sobre los cuales caen

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184 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

las notas. Estos silencios son tanto más expresivos cuan­to más fuerte es el valor negado por ellos:

NB. i ¿ TTTjT TVTjT «TTTíTTTíT

NB- * 7 T7|7 T7|7 La analogía de estas fórmulas con las fórmulas sincopa­das es tal que, en muchos casos, se habla con razón de progresiones sincopadas por silencios.

Los silencios que cortan un ligado provisto de mati­ces dinámicos continuos forman parte integrante de la progresión dinámica en cuanto valores negativos (Cf. los gráficos de la obra: Musikalische Dynamik und Agogik (págs. 137 y sig).

Antes de pasar al estudio de las unidades concretas formadas por el empleo simultáneo de elementos meló­dicos, dinámicos, armónicos y rítmicos, y antes de exa­minar las grandes formas que de aquí resultan, resumi­remos una última vez los datos de este capítulo, y clasi­ficaremos las nociones especiales cuya existencia hemos comprobado y demostrado. Son:

1.° La cualidad rítmica del tiempo, determinada por la relación' de las unidades de tiempo que le constituyen con la medida fundamental natural de toda apreciación de una progresión de duraciones.

2.° La relatividad de la cualidad rítmica, bajo la for­ma de movimiento en valores que corresponde a múlti­ples o a fracciones de unidades medias de duración, fija­das por el tiempo.

3.° La cualidad métrica (acentuación) de los valores

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EL RITMO 185

aislados, determinados por el tiempo y sus relaciones de orden superior e inferior, cualidad dependiente del lugar que ocupan estos valores en el compás, el grupo de com­pases, el medio período o el período.

4." Las mezclas diversas de elementos rítmicos y mé­tricos (breves y largas) que concurren a la elaboración de cada fórmula concreta. El número de estas mezclas se acrecienta considerablemente en la escritura polifó­nica.

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CAPÍTULO IXIII

El motivo.

Ya hemos desflorado más de una vez la cuestión del motivo musical. Aquí se trata únicamente de precisar su noción. Abandonando por último la distinción artificial de los diferentes factores de la expresión musical, no tendremos ya que ocuparnos de ahora en adelante sino de su acción simultánea, de música realmente viva. La estética musical, a decir verdad, no se propone como fin el análisis de tal o cual obra de arte concreta, sino la de­terminación de las leyes generales que presiden este análisis. Sin embargo, nuestro estudio será, de ahora en adelante, menos abstracto, menos exclusivamente ló­gico; abordará hasta cierto punto nociones concretas y no tendremos ya necesidad, como anteriormente, de evi­tar a todo precio el ejemplo práctico y su comprobación.

Sin duda Ad-Bern. Max (Romposüionshhre) fue el pri­mero que introdujo en la nomenclatura de la teoría de las formas musicales la denominación de motivo, para designar los fragmentos característicos más peque­ños de una melodía. Los diccionarios de Koch (1802) y de Schilling (1835) ignoran aún esta palabra; los de Brossard (1703) y de Walter (1732) no señalan más que

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188 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

el término italiano motivo di cadenza, en el sentido especial de una progresión de la base, favorable a la formación de una cadencia. Por el contrario, Rousseau, aun seña­lando esta antigua significación de la palabra «motivo», dice en su Diccionario de la música (1767), que el motivo «significa la idea primitiva y principal sobre la que el compositor determina su asunto y acomoda su propósi­to En este sentido, el motivo principal debe estar siempre presente al espíritu del compositor Se dice que un autor diyaga cuando pierde su motivo de vis­ta» Pero antes el autor insiste en el hecho de que «la palabra afrancesada del italiano motivo no es empleada en el sentido técnico más que por los compositores», lo que significa, sin duda, que hasta entonces su uso no era co­rriente en la literatura. Nos atendremos a esta definición de Rousseau, generalizándola, por el hecho de que ad­mitiremos la existencia posible, no solamente de un mo­tivo por cada pieza, sino de un gran número de motivos cuya reunión constituye la obra en su totalidad. La de­finición de Rousseau es, por lo demás, tan vaga que no podría señalarse la extensión aproximativa que el com­positor debe asignar al motivo, a ese motivo que «por decirlo así, le hace coger la pluma, para escribir sobre el papel precisamente esto y no otra cosa». Se puede muy bien suponer que se trata de todo un tema melódi­co, como en el estilo fugado, y hasta armónico, cuando como en el estilo moderno, resulta dé la superposición de varias melodías. La facultad de extensión de esta misma noción se encuentra en lo que J. Abr. Pedro Schulz (En su célebre artículo Vortrag en su TJieorie der Schoenen Ruenste 1772) llama la «frase», término por el cual entiende «las pequeñas subdivisiones, los párrafos, y aun los períodos» de la progresión melódica. Sea lo que quiera de estas definiciones, Rousseau y Schulz han comprendido el verdadero sentido del motivo, corres­pondiente no a una medida cualquiera, determinada me-

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EL MOTIVO 189

cárneamente, no a una forma vacía, sino a un contenido preciso.

Un motivo es, en todos los casos, un «algo» musical que no se podría precisar más detalladamente, pero que está absolutamente determinado en su totalidad como en cada uno de sus elementos. Un motivo no es nada abs­tracto ni absoluto, sino algo completamente concreto. Todos los factores que hemos' estudiado separadamente toman parte, juntamente en su formación: la entonación, la dinámica, la agógica, el timbre, la armonía, el ritmo bajo sus más diversos aspectos y desarrollados en el tiempo. Un motivo no es un valor estético aislado, una cualidad de sensación aparte; es un fragmento de deve­nir musical, en su doble naturaleza de expresión, de sen­timientos y de forma de arte.

Ya hemos podido probar suficientemente la necesi­dad de una subdivisión de toda duración prolongada en una serie de momentos que se perciben sucesivamente, pero que, comparados los unos a los otros en la memo­ria, se funden en una unidad de orden superior. O, por lo menos, hemos comprobado que la distinción constante de duraciones fácilmente asimilables, pero que no pue­den justificarse tales sino por las relaciones de su con­tenido, en otras palabras, que el ritmo es conocido siem­pre como uno de los elementos esenciales de la forma musical. Ante todo de lo que precede se deduce la nece­sidad de una actividad sintética de la imaginación; me parece, sin embargo, que también se puede deducir la necesidad de un análisis previo. Si la música no fuera más que la expresión espontánea de los sentimientos, si no fuera al mismo tiempo una forma de arte, un goce para el artista durante la elaboración de la obra, sería evidentemente difícil probar la necesidad del análisis rítmico detallado, y en cuanto a la sintaxis métrica, ni siquiera se hablará de ella. Pero, por precioso que nos haya sido el silbido del viento en la tempestad, para pe-

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190 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

netrar hasta la misma esencia de los factores elementa­les de la música, no por eso podemos prescindir de ad­mitir, desde el momento en que penetramos en el domi­nio del arte y reconocemos la posibilidad de una elabo­ración de la expresión, la necesidad de la apreciación de las duraciones, de la comprobación, délas relaciones y de las proporciones y, por esto mismo, la existencia no solamente de la escala salida de la armonía, sino tam­bién de la medida que reposa sobre el ritmo.

Creo que podemos limitarnos a lo que precede, y to­mar como punto de partida de nuestras ulteriores inves­tigaciones la división del tiempo musical en unidades, cuya duración absoluta está determinado por él etos del sentimiento que se ha de expresar. Si damos el nombre de motivo al contenido musical concreto de una tal uni­dad de tiempo, no imprimiremos a este término signifi­cación esencialmente nueva; todo lo más podremos com­probar que la duración del motivo está más estrecha­mente limitada que de ordinario.

Si nos atenemos a la idea de que la distinción de los fragmentos más pequeños de la frase musical es siempre una concepción de devenir, será preciso concluir que las menores de estas unidades no pueden ser verdade­ras mónadas o átomos, sino que, por el contrario, r e ­presentan un devenir, un movimiento y, por consecuen­cia, una fusión ya de elementos diversos y distintos.

El sentido etimológico de la palabra «motivo» (del latín movere-vamev) exige por sí solo esta pluralidad de cualidades, pues es solamente el paso de la una a la otra de estas cualidades en lo que puede haber movi­miento o devenir musical. Tendremos unas veces el paso de una entonación a otra, y otras el movimiento rítmico de los sonidos de la misma altura, pero, tanto en un caso como en el otro, el movimiento será medido. En efecto, si la armonía y el ritmo no han de parecer excluidos, en el cual caso.no habría formación artística propiamente

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EL MOTIVO 191

dicha, es preciso que las relaciones de entonación y de intensidad cambiantes sean claramente apreciables, lo que equivale a decir que el sonido debe tener un valor armónico y un valor rítmico; que debe ser concebido en el sentido de una armonía y aun cualitativamente deter­minado (mayor o menor); que, por último, las duracio­nes deben ser percibidas como fuertes o como débiles, según su cualidad métrica. Si alguna duda es posible, al principio de un trozo cuya tonalidad no conocemos, ni tampoco el movimiento ni la medida, aunque conceda­mos al compositor el derecho a explotar esta duda de nuestra concepción, la incertidumbre inicial desaparece bien pronto y no puede, por lo demás, ser considerada sino como una especie de certidumbre negativa, por oposición a la certidumbre positiva que se esperaba. Un motivo que revelase la menor huella de indecisión, en un sentido o en otro, no sería jamás un motivo realmen­te fecundo. Tales serían, por ejemplo, largas notas teni­das, las armonías transformadas lentamente y como vaci­lantes, u otros efectos análogos que utilizados como introducción, como preparación para un desarrollo mu­sical propiamente dicho, se atenúan tanto más cuanto más conocemos la obra, con su tonalidad, su medida, su notación. Se trata aquí de la explotación secundaria de los efectos primeros e inmediatos de los factores de ex­presión musical; estos procedimientos desempeñan un papel considerable en la elaboración artificial y refinada de la obra de arte.

Consideremos ahora un motivo concreto cualquiera, a fin de precisar mejor la parte que cada factor especial toma en su formación. Será éste el motivo inicial del andante de la sonata en la menor, para piano, de Mozart:

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192 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

Ante todo, será preciso saber si el movimiento es tal que podamos comprender la serie completa de estos so­nidos como el contenido de una unidad de tiempo, en el sentido que hemos dado a este término (Lebert, edición

primeros obligan al ejecutante a tomar la corchea como base del movimiento, y dan a esta corchea el valor de una unidad normal acelerada; en cuanto a Moscheles, procede del mismo modo, pero tomando la negra (!) como base. Las tres interpretaciones parecen estar en contra­dicción formal con la idea de que se pudiera considerar toda la fórmula arriba indicada como una unidad de tiempo, evidentemente muy ensanchada. El examen del trozo en cuestión prueba, sin embargo, que esta interpre­tación es la única posible, pues todos los motivos de que se compone el conjunto son exactamente de esta misma dimensión. Se podría pensar en ir más lejos aun que Moscheles, que indica ya un movimiento dos veces más rápido que Lebert y Germer, y fijar el valor total de la

medida bajo la forma J | a 60 M.M. valor medio el más lento que hayamos adoptado. Por otra parte, la división de los motivos-medidas de la notación en mo­tivos de una negra o de una corchea cada uno, disgre­garía la concepción de Mozart, hasta el punto de hacer­la informe y desconocida:

Cotta) indica como movimiento metronómico

Germer JS = 84, Moscheles f(i) = 88, es decir, que los dos

No nos queda, pues, más remedio, que admitir que aquí tenemos una de esas fórmulas raras aún en la

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EL MOTIVO 193

fe

Tratase ciertamente aquí, de un motivo cuyo conjun­to corresponde a una unidad de tiempo, y este trozo, como el de Mozart, se compone también de motivos cuya extensión equivale siempre a la del motivo inicial. La posibilidad de progresiones de este género en valores de orden superior, no disminuye en modo alguno la im­portancia fundamental de los valores medios; antes bien, da la clave de la impresión particular de grandeza que producen las unidades prolongadas. He aquí, pues, un

tempo que se mueve en ritmo yámbico (J j J ) , por uni-

M A D R A S

obra de Haydn y en la de Mozart, pero que éste ayudó a crear, y que Beethoven utilizó frecuentemente, la del adagio alargado, en valores prolongados mucho más allá de la facultad de extensión de una unidad media. Tene­mos, pues, una progresión en unidades de un sentimiento sobrehumano, y que no son comprensibles y mensura­bles sino como unidades de un orden superior a la media normal. Las negras, marcadas todas por sonidos, serán sin duda alguna más lentas de lo que indica Moscheles, pero también menos lentas que Lebert (48 M.M.) o so ­bre todo Germer (42 M.M.) piden, o sea unos 60 M.M. Ellas son las que determinan el lempo, y por esto mismo, el etos acelerado o retenido del movimiento; pero son precisas tres de estas pulsaciones largas para formar una sola de las unidades de tiempo en las cuales la in­vención de la frase musical se mueve.

Para mejor comprensión escogeremos un motivo de estructura análoga, pero de marcha mucho más viva que la precedente, el comienzo del tiempo final de la so­natina op. 49, número 1, de Beethoven:

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194 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

dades de unos 20 M.M. por J.pero estas unidades no son comprensibles y mensurables, sino por el intermedio de las negras cuya duración (unos 60 M.M.) no tiene, por lo demás, desde el punto de vista de la concepción artís­tica, más importancia que el de un valor de subdivisión. Se comprende que una formación de este género no pue­de pertenecer sino a un período avanzado de la evolu­ción artística; en efecto, la relación natural de los valores fundamentales con sus múltiples y sus partes alícuotas está aquí invertida, de tal manera, que estos valores llegan a ser las alícuotas de uno de sus propios múlti­plos. La aparición tardía del adagio, de amplio y lento desarrollo melódico, es muy natural.

De esta manera habremos fijado las bases métricas de nuestro motivo, y esto de un modo a la vez profundo y más general que el motivo aislado nos lo puede hacer prever, pues un tema que comienza por este motivo no ha de estar forzosamente en compás de 3/4 y se pueden imaginar otras continuaciones. Por ejemplo (1); véase también l para el principio de la op. 49, número 1, de Beethoven).

I / t j , , I FR II Y — é — ú é _S»JI ^ _ — S R ••

J 1 _ ISL

Es verdad que la extensión del compás en su parte

(1) Se podr ía considerar, p o r el contrario, el antiguo Spon-deios meizon de l o s g r i e g o s c o m o una formación análoga a la que resul tó m á s tarde del decrec imiento gradual del Coral grego ­r iano.

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EL MOTIVO 195

de arriba ha sufrido un cambio notable; pero ya vere­mos que este es un fenómeno muy común. Conocemos, pues, la cualidad rítmica, es decir, el tempo, el valor efec­tivo de los tiempos batidos; conocemos igualmente la cualidad métrica de cada uno de estos tiempos, cualidad que hace del momento en que entra el la agudo, el re­presentante de la unidad superior y el tiempo fuerte del compás, oponiendo así a una blanca una negra al alzar, y fijando el compás en 3/4. Además hemos establecido que los tiempos batidos no son los que forman la base de la estructura temática, sino. unidades de tres tiempos cada una, y por último, que se trata de una forma rara de la medida lenta a 3/4, forma cuyo ritmo fundamental

J j J divide la unidad superior mensurable solamen­te gracias a los tiempos batidos. Resulta de todo esto una fórmula extrañamente complicada, en la cual la r e ­lación de la medida fundamental con la medida deducida (relatividad métrica) es, en cierto modo, invertida (la in­versión propiamente dicha es irrealizable). Para terminar desde luego con el ritmo, comprobaremos que el primer tiempo, es decir, el tiempo al alzar, está dividido en se­micorcheas; en otros términos, la progresión de las negras:

las cuales no son sino las subdivisiones de valores ex-cepcionalmente largos, es transformada desde el prin­cipio en valores del segundo grado:

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196 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

pero estos valores cesan con la entrada del tiempo fuerte y tenemos ya un ritmo apuntado:

¡Qué abundancia de efectos diversos de la duración, en estas pocas notas! Por encima de las unidades de tiempo fuertemente alargadas y retenidas, la impresión grandiosa de una progresión en unidades de orden su ­perior, luego, al mismo tiempo, el movimiento arrastra semicorcheas, y, cuando el tiempo fuerte llega, el resal­to, precediendo al silencio.

En consideración a esta riqueza de efectos rítmicos, el efecto del cambio de entonación es sencillo, puesto que se trata, de un sólo salto directo hasta la décima, con retorno a la quinta. El punto culminante de la me­lodía coincide con el tiempo fuerte del compás. Aunque la progresión ascendente no se verifique sinopor grados, pero a través de los sonidos del acorde (tercera mayor, tercera menor, cuarta, tercera mayor), tenemos, gracias al legato expresamente prescrito, la impresión de un cambio continuo de altura de sonidos, una especie de arrastre sonoro ascendente, y el retorno también produ­ce el efecto de una progresión continua. La entonación absoluta del motivo es más bien aguda (soprano), con relación a la región sonora central; pero está aun ence­rrada en los límites de la voz humana, lo que imprime al motivo su color claro, pero no chillón.

Todos los sonidos de este motivo son directamente parientes del primero de ellos, en el sentido de la misma cualidad armónica (mayor); el bajo mismo, entrando en el tiempo fuerte, no despierta ninguna contradicción, con los sonidos fa y la (negras):

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EL MOTIVO 197 No hay, en este motivo, ninguna progresión armóni­

ca, y como ninguna disonancia da un sentido particular al acorde de fa mayor, tan ampliamente establecido, el oyente admite éste como punto de partida de todas las relaciones armónicas subsiguientes, como tónica. La continuación no forma esta interpretación, que el lector de la obra en cuestión había podido prever según la ar­madura de la clave.

Si ahora comparamos al primero el segundo de los motivos anotados más arriba, el del segundo tiempo de la sonatina en sol menor, op. 49, número 1, de Beetho-ven, descubriremos, a despecho de la analogía de es­tructura, toda una serie de efectos diferentes. El movi­miento es tan rápido que, como ya hemos observado, el motivo entero tiene el valor de una unidad de tiempo

moderadamente contenido Lj, = 60 M.M.) Pero la me­

lodía se mueve, desde el principio/en corcheas, es decir,

en duraciones obtenidas por la subdivisión de la J. por

medio del ritmo J^ j^ , con separación parcial también

de la segunda corchea en J"] j J\ Podríamos preguntar­

nos si, en lugar de unidades de tiempos alargados («J.=: 60), convendría tomar como base del lempo unidades de

tiempo aceleradas (J. = 120 M.M.) Pero la misma razón por la cual hemos debido, en el ejemplo de la sonata en la menor de Mozart, admitir una progresión de tiempos extraordinariamente largos, nos obliga a escoger aquí

la J. como unidad de medida, puesto que el motivo está

constantemente compuesto de dos «—J.. La impresión bien marcada de allegro que produce este pequeño trozo, re-

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198 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

sultado de la progresión inmediata y continua de la par­te melódica en valores de subdivisión de segundo g ra ­do. Y cada vez que en el comienzo del trozo se añade a la melodía una parte grave, procede del mismo movi­miento, de suerte que, en los primeros compases, por lo

menos, no podría tratarse de un tiempo en J .

La línea melódica ofrece grandísima analogía con la del motivo de Mozart, en el sentido de que es ascenden­te hasta el tiempo fuerte, y que luego cae un poco. Pero la repetición sonora del comienzo (re-re) equivale, desde el punto de vista melódico, a un especie de taconeo, y el primer salto de la melodía no llega sino hasta la sex­ta; además, el ligado, sucede aquí al staccato, tanto que la impresión, degradación continua, resulta del hecho de que la línea melódica franquea los intervalos colocados entre cada uno de los sonidos. En cuanto al retorno de una tercera, es legato (continuo) y produce el efecto de

una larga (J"l = }\ haciendo sensible el tiempo fuerte.

La entonación absoluta de este pasaje está mucho más que la del motivo de Mozart, encerrada en las regiones medias; pues es preciso observar que la entonación de la línea acentuada es la que determina la impresión ge­neral, ahora bien, esta nota está aquí una séptima más baja que en el otro ejemplo. El parentesco armónico de los sonidos revela, no el primero, sino el segundo de es­tos sonidos como primordial, y fija como primera armo­nía el acorde de sol miyor con adjunción de una diso­nancia de paso (la) a la cual las partes inferiores asocian aún un la y un do de paso. El primer acorde es, pues, una armonía de tónica que la continuación no hará sino confirmar.

Querríamos mostrar ahora la diferencia del efecto que produce tal línea melódica uniformemente ascenden­te hasta el tiempo fuerte, luego descendente, y tal o cual

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EL MOTIVO 199

otra línea de apariencia irregular. He aquí, por ejemplo, el comienzo déla sonata op. 14, número 1, de Beethoven:

La línea melódica, agitada, zigzagueante, de este motivo, saltando inmediatamente a la octava (antes del tiempo fuerte), luego conteniéndose en cierto modo dos veces en su caída, da a este tiempo, desde el principio, un carácter incierto, vacilante y febril; toda línea conti­nua, de contornos bien redondeados, producirá forzosa­mente, después de ella, una impresión de calma y de sosiego. Ved también el comienzo de la sonata patética,. con las pulsaciones dolorosas del motivo que evoca, después del golpe rudo y despiadado de la suerte, el gesto de las manos tendidas y suplicantes:

Nótese que aquí son los elementos rítmicos los que desgarran la línea cuyo movimiento melódico reposa simplemente sobre los primeros grados de la gama to ­nal. Por último, si consideramos el tema inicial de la Sonata apassionata veremos que al primer motivo que se desliza dulcemente para apagarse no sin resigna­ción, responde un segundo motivo cuya fórmula ascen­dente expresa a la vez el deseo y la esperanza renovada:

7&

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200 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

Allegretto.

La alternación del legato y del staceato en la melodía, los efectos de retardo más allá del silencio, que cae pre­cisamente en el tiempo fuerte, la forma constantemente anacróstica, el énfasis de las notas prolongadas que se encuentran en los tiempos débiles, el carácter particu-

Pero aun admitiendo que me limito a los tipos meló­dicos más importantes, no sabría explicarlos todos aquí, ni analizar los efectos los menos aproximadamente ca­racterísticos de cada uno de sus factores. Mi intención era simplemente demostrar, con algunos motivos con­cretos, lo que hay que entender por el «contenido» de las unidades de tiempo comparadas entre sí. No es esto todo, sin embargo, pues ninguno de los ejemplos arriba citados deja entrever la grandísima parte que el concur­so simultáneo de varias voces puede tomar en la elabo­ración característica, tanto desde el punto de vista de la armonía como desde un punto de vista del ritmo. Bas­ta haber oído una vez el cuarteto en mi menor (op. 59, número 2) de Beethoveíí, para no poder olvidar el efec­to fascinador del tercer tiempo, una de las combinacio­nes más refinadas, es verdad, de la rítmica Beethove • niana:

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EL MOTIVO 201

lar de las partes intermediarias, que gracias a su entra­da sobre valores débiles parecen cernerse, todo esto, en fin, hecho sensible por la simple acentuación de los tiem­pos fuertes que el bajo marca ligeramente, he aquí un conjunto de consideraciones cuyo análisis completo y detallado exigiría una verdadera monografía. De un día a otro aparecerán monografías de este género, y no sé porque se han de estimar menos necesarias que las que diariamente se consagran a las obras poéticas cuya com­prensión es difícil.

Dejando, pues, para los análisis especiales el cuidado de establecer, en cada caso particular, los límites y el contenido de los diferentes motivos, debemos pregun­tarnos, en un próximo capítulo, como de la comparación de contenidos de diferentes motivos pueden nacer gran­des obras musicales. Pero debemos insistir, ante todo, sobre el hecho de que un motivo y un compás no son cosas idénticas, en el sentido que indica el gran Trata­do de composición (en 4 volúmenes) de Lobe, aun en la nueva edición revisada por H. Kretzschmar. En la pá­gina 9 del primer volumen se lee «El motivo es, propia­mente hablando (!), el fragmento independiente más pe­queño de un pensamiento musical. El motivo puede co­rresponder a la duración de un compás, o solamente de una parte de compás, a no ser que traspase los límites de éste. Sólo por razones prácticas identificamos aquí el compás y el motivo, y damos al contenido de un compás el nombre de motivo». La presencia de tales nociones, en una obra tan extendida como la de Lobe (en 1884 apareció la 5. a edición del primer volumen), es una ver­dadera desgracia para los estudiosos; es lamentable que un músico de tan alta inteligencia como Kretzschmar pueda invocar razones de un orden cualquiera para el mantenimiento de prácticas erróneas hasta este punto. El esquema rítmico que el autor da al principio del cuar­teto en sol mayor, op. 18, número 2 de Beethoven, de-

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202 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

Motivo 1 Motivo 2 Motivo 3

Motivo 4 Motivo 5

.—fl—f̂ • .-.—! ^ — i - i

Mientras que todo músico entiende:

1 , 3 3 4

5 6

No hay necesidad ni. del Iralado de la expresión mu­sical (1873) de Mathis Lussy, ni d é l a Teoriegenérale de la ryúmique musicale depuis J.-iS. Bacli» (1880), de R. Westphal—que, sin embargo, aparecieron ambos, an­tes de la 5. a edición del primer volumen de Lobe,—para probar la imposibilidad artística de una lectura musical que procediese compás por compás. En electo, hace más de un siglo que J.-A.-P. Schulz y H.-Chr . Koch, veían ya muy claro en este asunto, y el mismo Marx no se alejó nunca de la verdad tanto como Lobe, por simples razo­nes prácticas». Nada podía probar mejor que este dato que sirve de base a toda la teoría del trabajo temético, cuánta razón tenía Westphal al afirmar que la mayor parte de los músicos leen de una barra de compás a otra.

muestra cuan en serio toma esta identificación del com­pás y el motivo:

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EL MOTIVO 203

- El peligro de una teoría falsa, en su principio, es bien evidente, pues los que de ella se impregnan son los fu­turos compositores. Si se enseña sistemáticamente a considerar ciertas fórmulas sonoras, pertenecientes en parte a lo que precede, y en parte a lo que sigue, como otros tantos elementos primeros, homogéneos, propios a la elaboración de grandes formas musicales (y Lobe lo hace por los procedimientos más primitivos y más me­cánicos), se corre el riesgo de viciar el sentido musical más sano. El mismo compositor llega a extraviarse so­bre este punto en el curso de la elaboración de su obra. Pero si los compositores inventan compás por compás, ¿cómo podremos exigir que el oyente no oiga de la misma manera?

De acuerdo con todas las ideas antiguas y modernas sobre la esencia misma del motivo musical, y sin p re ­ocuparnos de las afirmaciones rutinarias de algunos teóricos, hemos establecido todo nuestro estudio de los procedimientos de la expresión musical sobre esta concepción del motivo, que Fr. Nietzsche supo ad­mirablemente definir un día diciendo que es el gesto de la emoción musical. Un motivo es un acontecimiento musical, completo en sí, que revela tendencia determi­nada y la realiza de una manera accesible a los senti­dos. Cualquiera que sea la dificultad que se experimenta en expresar por palabras, o aun por largas frases, el con­tenido de tal motivo, no es menos cierto que el oyente ejercitado le percibirá por intuición, gracias al elemento sensorial de todos los procedimientos musicales; aun cuando el motivo sea demasiado complicado para ser percibido inmediatamente en su totalidad, lo será, sin duda, por el intermediario de sus partes esenciales.

Pero no deja de haber escollos contra los que la concepción del oyente se estrella, cuando está insufi­cientemente preparado para comprensión de intenciones excepcionales del compositor. De este hecho procede el

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204 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

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atractivo siempre renovado, que las manifestaciones más elevadas de un genio como Bach o Beethoven, ejer­cen aún sobre el músico más cultivado; de aquí tam­bién la aversión que la multitud experimenta por tal obra o tal fragmento de obra, que el aficionado ilus­trado coloca muy alta en su estimación.

Es verdad que el arte polifónico de un Bach, con el desarrollo independiente del motivo en las diferentes voces que, a pesar de su simultaneidad, deben ser oídas cada una distintamente, es verdad que este arte exige del oyente acostumbrado solamente a la música moder­na homófona un esfuerzo exagerado. Los ritmos diver­sos y contradictorios de las diferentes partes se confun­den, para el oyente en cuestión, en un sólo ritmo total, que, en" un gran número de fugas, no es otra cosa que un movimiento continuo en notas de igual duración. He aquí, por lo demás, un ejemplo, que es lo único que persuade, según Ricardo Wagner; se trata de algunos compases del gran preludio en mi bemol mayor, en la pri­mera parte del «Clavecín bien temperé»,

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EL MOTIVO 205

No hay que decir que las maravillas de la polirítmica serán siempre letra muerta para el que no oiga, en tal pasaje, más que un movimiento constante en semicor­cheas, o para el que, en el ejemplo citado más arriba del cuarteto en mi menor, de Beethoven, no perciba más que una serie de corcheas iguales. Es preciso, natural -mente, un serio esfuerzo de atención, y como una cuá­druple subdivisión de la sensación, para vivir por la vo­luntad, la vida tan diversamente agitada de las cuatro voces de la obra de Bach. Escuchad la ascensión llena de aspiraciones del alto, con el tema principal en negras sincopadas, o el motivo en semicorcheas (1) mimoso y que, tan pronto en una voz como en otra, se arrolla como una guirnalda de flores alrededor del tema central.

(1) Este mot ivo es la pr imera parte de l contramot ivo; su se­gunda parte se c o m p o n e de la repet ic ión humorís t i ca del re be­mol, en el bajo.

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C ^ I P I T T X I L O 2 2 : 1 1 1

La imitación.

La unidad en la diversidad, esto es lo que el espíritu humano reclama en toda forma de arte destinada a pro­porcionarle algún goce estético. La unidad sin la diver­sidad no sería sino uniformidad, la diversidad sin la uni­dad no sería más que caos informe; estas dos nociones aisladas carecen de valor y de interés, desde el punto de vista estético. Los dos principios deben penetrarse el uno al otro, en cada territorio especial de la impresión artística. Del mismo modo que la uniformidad de la es­cala sonora continua, debió diversificarse por la adop­ción de entonaciones diferentes y determinadas y, a su vez, éstas han encontrado en las relaciones armónicas un principio de unidad que, en fin, se súbdivide, gracias a la diversidad de los valores armónicos; del mismo modo que las pequeñas subdivisiones iguales del ritmo repre­sentan, en fin de cuenta, una unidad en el interior de la cual solamente los valores métricos y los retardos o las aceleraciones rítmicas pueden adquirir una significación real; del mismo modo que las formas musicales concretas más pequeñas, en las cuales se concentran los efectos de factores diversos, y que oponemos las unas a las otras,

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208 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

reclaman el principio de la unidad en la diversidad. Se sabe que el reemplazo de la escala sonora continua por una serie de sonidos de entonación diferente no bastaría a las necesidades estéticas, si estos sonidos no se encon­trasen entre sí en relaciones determinadas que son pre­cisamente las relaciones armónicas. La simple sucesión de motivos diversos no tendría valor estético, si entre estos motivos no hubiera relaciones estrechas, muy evi­dente y directamente accesibles al espíritu que percibe. Es verdad que el conjunto de los motivos, aun cuando se trate de un sólo y mismo trozo, presenta una cierta homogeneidad, gracias a la unidad del movimiento (so­bre la cual ya hemos establecido la unidad del moti­vo), a la unidad de tono, más exactamente, de la tonali­dad en el sentido general que se da a esta palabra, en fin, gracias a la continuidad de los valores métricos re­gulares. Pero no es esto todo; nuestro sentido estético tiene otras exigencias aun. La fusión de los diversos elementos de la expresión en una nueva unidad, la del motivo, en cuya elaboración participan estos elementos más o menos, sirve de base a consideraciones estéticas nuevas y absolutamente independientes. El motivo con todas sus cualidades propias, contorno melódico, estruc­tura rítmica, contenido armónico, dinámica, timbre, es decir, con todo los que encierra de música realmente so­nora, llega a ser la unidad más pequeña, con relación a las unidades mayores de las formas que de aquí se de­ducen. El motivo es el punto de partida de la construc­ción temática. Los diferentes motivos son, pues, ele­mentos de diversidad de que hemos de ocuparnos ahora, y cuya fusión da nacimiento a las unidades de orden su­perior: el tema y, más aun, el trozo de música compues­to de varios temas o por lo menos el «movimiento» (par­te separada, pero completa en sí) de una obra cíclica.

La relación más sencilla que el espíritu puede perci­bir entre dos motivos sucesivos es la de la identidad.

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LA IMITACIÓN 2 0 .

Hay entonces coincidencia absoluta del dibujo melódico, de la entonación (en todas las partes del conjunto), del ritmo, de la dinámica y del timbre; únicamente la suce­sión de los dos motivos idénticos en el tiempo, en el sen­tido de que oímos el segundo después del primero, nos permite distinguirlos uno de otro. Se trata, pues, de una imitación estricta, de una repetición, como, por ejemplo, al principio dé l a sonata en si bemol mayor, op. 22, de Beethoven:

La percepción de la identidad de estos dos motivos da por resultado inmediato hacer admitir entre ellos la existencia de una relación de sujeto a complemento. En otros términos, los dos motivos forman una nueva uni­dad de orden superior, prevista desde la entrada del segundo motivo y completamente realizada por su ter­minación. La cualidad métrica de la acentuación más fuerte se encuentra referida al tiempo fuerte del segun­do motivo. Se .comprende que así, y para los numerosos casos en que no nos encontramos en frente de formas irregulares, relativamente raras, tenemos un punto de sostén sólido para la continuación del desarrollo temá­tico. En efecto, la acentuación métrica de los compases alterna generalmente con la misma regularidad que la de los valores menores. Todo esto viene a decir que se puede esperar que el compás siguiente sea un compás débil al que sucederá luego otro fuerte. Queda única­mente por saber, si los dos compases que seguirán aho-

14

^3, c a „

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210 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

ra deberán ser el complemento de los precedentes; ve­remos en seguida que la obligación no es absoluta.

Si el segundo motivo no es la repetición completa­mente exacta del primero, si no difiere más que por uno sólo de estos elementos, se nota, al lado de la concor­dancia, la contradicción, es decir, al lado de la unidad, la diversidad. No es menos cierto, por esto, que el se­gundo motivo es el complemento del primero. Este es el caso, por ejemplo, en la segunda sonata de la op. 14, de Beethoven:

FR-T-^n—-J H -íK-—¿-o. _

J TF 4 1 ' —

En que la parte grave (cuya entrada después del tema fuerte parece confirmar el carácter accesorio), está únicamente transportada a la octava superior después de la segunda aparición del motivo; o también en los primeros compases de la sonata op. 54, de Beethoven:

r i

rí. ¿-k-kr^

O Pero aquí el motivo entero es el que, en cada una de

sus partes, es transportado a la octava superior. Se trata

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LA IMITACIÓN 211

también, en este caso, de una repetición propiamente dicha, pues gracias a la identidad del valor armónico de los sonidos colocados a distancia de octava, la trans­ferencia del motivo de una octava a otra, no produce otro efecto que un ligero cambio de timbre.

Sucede también que, en la segunda aparición, el motivo es transportado a otro grado de la gama tonal, y que así el cambio de sentido armónico viene a sumar­se al cambio de entonación. Ejemplo (Beethoven, op. 49, número 1):

- crcsc.

p

17 Ttr | • »

Ó-

Entonces se llama a esto, no la repetición del sonido, sino su imitación. No hay que decir que la reproducción fiel de un motivo entra también en la categoría de las imitaciones, pero no es utilizada sino muy excepcional-mente para la elaboración de los temas formados de mo­tivos. Sólo en los fragmentos de las más grandes dimen­siones se realiza su empleo, en cuanto repetición de temas enteros ya oídos.

La imitación no es, pues, otra cosa, que el resulta­do de la concordancia de dos motivos, en un número más o menos grande de elementos que constituyen su conte­nido. En nuestro último ejemplo, la entonación varía sólo en un grado, en la gama tonal, pero el valor armó­nico de todo el motivo se encuentra transformado; la función de subdominante (Sp) toma la plaza de la de tó­nica, la armonía de la menor sucede a la de sol mayor. Pero estamos muy lejos aun del límite que pueden al­canzar las divergencias de los dos motivos, sin que por

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212 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

esto la relación de complemento a sujeto deba ser sensible. Se podrá, por ejemplo, aumentar o disminuir tal o cual intervalo del motivo, al mismo tiempo que la dis­tancia que separa la melodía de la parte de acompaña­miento la encontraremos cambiada así, en la misma so­nata:

NB. 1

• n h — í ^ n Í = f T • •

NB. 2 •

S -7,7 s g.

— 3 i É

Veamos aquí, en NB 1 , que el segundo intervalo de la parte superior es una quinta en lugar de una cuarta y que, en lugar de subir, las partes acompañantes des­cienden un grado; en NB 2, que el orden de superposi­ción de las voces está invertido libremente, pero de tal manera, que se nota apenas el desplazamiento de la ter­minación femenina pasando de la parte temática, con­vertida en parte grave, a la parte de acompañamiento que está ahora al agudo.

La deformación délos intervalos llega, en ciertos ca­sos, a ser regla, en una .de las formas más severas del contrapunto imitativo: la de la fuga. En defecto de una justificación detallada que es imposible emprender aquí, ved un ejemplo sacado de El arte de la fuga (II) de J.-S. Bach:

Tema Contestación

- ( j : L ¡y p p • o -^4> *P p 1 — 4—=_

2C.

Por último, la inversión total de un motivo es una

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LA IMITACIÓN 213

forma muy comprensible de la imitación estricta (id. nú­mero V):

Tema - Contestación

• /Lh (k — — i — v ' A A r r - -0, 3 _ _ .

J~S¿— ^ f r f 5 1 — A

Esto nos explica, además, como la inversión de cier­tos fragmentos melódicos puede producir aún el efecto de imitación. He aquí un ejemplo, en la sonata en si be­mol mayor (Kóchel, 282), de Mozart:

0 é f— r * f =

* p fe ifrl

En todos los casos que acabamos de examinar, la di­vergencia versaba sobre la entonación, mientras que to­dos los elementos rítmicos se conservaban intactos; estas especies de imitación son, en realidad, las más frecuen­tes, cuando se trata de la transformación de un motivo. La combinación inversa, en la cual el ritmo cambia so­bre una base melódica constante, se encuentra rara vez en la estructura interna de un tema; es, por el contrario, de un uso corriente, en cuanto repetición ornada de un tema entero. Este es el procedimiento esencial de la va­riación, en su forma más sencilla; pero está sometido a importantes restricciones, pues si es lícito cambiar el as­pecto de la figuración rítmica y de las subdivisiones de tiempo, o también de la medida, no se podría desplazar la cualidad métrica de la cima de la melodía, sin perju­dicar a la claridad de la imitación.

Se nota también con frecuencia, en el curso mismo

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214 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

sea de la op. 2, núm. 1 en el trio del scherzo.

«r z¿r n b .

Cuando ninguna imitación fácilmente perceptible liga dos motivos que se suceden inmediatamente, el oyente experimenta desde el principio alguna incertidumbre con motivo de la cualidad métrica de los primeros tiempos fuertes. Pero esta incertidumbre es, las más veces, su ­perada, por el hecho de que se establece una relación de imitación entre grupo de dos motivos. Así en la so ­nata en sol mayor (Kóchel, 283), de Mozart:

J H f j i r > ¡ \ i = t = * * v < r i r - f e

itfji | r r f r f r i e f f i ^ f f r f r i r r f r '

i r 5É

de un tema (es decir, cuando hay oposición directa de motivos, en forma de pregunta y respuesta), pequeños cambios rítmicos de los cuales el más frecuente es una especie de enriquecimiento de los tiempos superiores. Los dos ejemplos que siguen están tomados de Beetho­ven, sea de la op. 10, núm. 1:

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LA IMITACIÓN 215

El oído reconoce aquí que los motivos 3 y 4 corres­ponden a los motivos 1 y 2; pero la imitación no es a b ­solutamente estricta. En efecto, el intervalo que en la parte aguzada, separa los dos motivos de cada grupo, es, en el primero, una quinta, y, en el otro una sexta; además, la parte arpegiada del acompañamiento imita libremente, puesto que su contenido, expresado en notas largas sería el siguiente:

Resulta de la relación de estos dos grupos de dos compases que el tiempo más fuerte del segundo grupo tiene un poder conclusivo completamente particular; di­cho de otro modo, la cualidad métrica de la acentuación está reforzada en la misma proporción que lo está el más fuerte de los dos compases, con relación al simple tiem­po fuerte, o también con relación al valor de subdivisión acentuada. Este acento especial cae sobre el cuarto com­pás. Es verdad que, en principio, el segundo compás es ya más fuerte que el primero; pero es preciso que, en cada caso concreto, este refuerzo se justifique por el con­tenido. La progresión armónica adquiere aquí una im­portancia considerable. El trío del minueto, en la sonata re mayor (op. \ 0, núm. III) de Beethoven, nos servirá de ejemplo:

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216 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

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Las'relaciones difieren aquí de las del ejemplo prece­dente sólo en apariencia; pues, si la melodía imitada pa­rece abrazar cuatro compases, el tempo es tal que los compases de la notación no corresponde cada uno de ellos sino a una unidad de tiempo. Se ve, pues, que la notación no indica claramente la cualidad métrica de los tiempos. Pero si dos de estos compases forman junta­mente un compás propiamente dicho, tenemos aquí de nuevo un fragmento melódico de dos compases reales como sujeto, imitado luego a manera de respuesta. El conocimiento de la cualidad métrica en el orden de suce­sión de los tiempos, dependerá, pues, como en el ejemplo de Mozart, de la progresión armónica. Los tiempos en los cuales cambia la armonía son habitualmente tiempos fuertes. La justeza de esta aserción está probada por la existencia de simples notas de paso, y que caracteriza

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LA IMITACIÓN 217

precisamente su. entrada sobre valores métricos débiles o valores de subdivisión. Si lo admitimos, no tardaremos en notar que es la primera barra de compás y no la se­gunda, la que, en la notación de Beethoven, marca el tiempo fuerte del primer compás propiamente dicho. Es preciso, por consiguiente, para reemplazar en la nota­ción el compás 3/4 por el compás 6/4 o con disminución de valores, 6/8, suprimir no la primera, sino la segunda barra de compás de cada grupo:

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* rp D

La imitación de fragmentos de motivos es además, en este caso, un sujeto de error. Por poco que se tarde en advertir inmediatamente que los compases de la notación no son verdaderos compases, sino simples unidades de tiempo, la repetición del motivo inicial en la región agu-

H \ —

E - i - - 1 — k —

da tendrá el aspecto de una respuesta y parecerá acen­tuada. Toda la estructura rítmica de la pieza reposará entonces en una base falsa. En todos los casos en que, como aquí, la imitación ocupa cierta extensión, la armo­nía será el guía más seguro a través del laberinto de los motivos y fragmentos de motivos. La imitación fragmen­taria no será nunca descuidada, pero se establecerá por

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218 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

— h -j *. s«a— l — * - n •4-

(2) (4)

relación retrógada, del fragmento siguiente al preceden­te; la repetición, a manera de eco, representará entonces un apoyo del contenido del tiempo débil sobre el del tiem­po fuerte precedente, como en el caso de la disonancia que, cayendo sobre el tiempo fuerte, no se resuelve sino sobre el tiempo débil siguiente. Una nueva noción nos aparece: la del motivo adjunto, fórmula de la más alta importancia y que contradice, en apariencia, la ley fun­damental de la métrica, según la cual todos los tiempos débiles son, en principio, anacrusas, es decir, prepara­ciones para los tiempos fuertes siguientes. Si no hay con­tradicción absoluta con este principio, es que las diver­gencias están clara y ostensiblemente justificadas. Cuan­do se trata de un simple esquema métrico, el tiempo dé­bil es siempre un tiempo al alzar, pues la noción de la acentuación métrica no consiste precisamente sino en el establecimiento de una relación de sujeto a complemen­to. Si los diferentes factores que concurren a la elabora­ción del motivo concreto no ejerciesen ninguna influencia sobre el metro, no habría más que un solo esquema, del tipo absolutamente simétrico, y en el cual se "realizara toda forma musical.

1 • 1 3 4 i—;—i i 1 r i i ! 1' 1 r i i——i i i i 1' 1 rlr rlr rlr rlr rlr rlr rlr rir

(2) (4) (8)

Pero el contenido concreto impone a este esquema múltiples transformaciones sin, por lo demás, quitarle su valor esencial y fundamental. Observando nuestros últimos ejemplos, veremos que el de Mozart correspon­de a esto completamente:

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, LA IMITACIÓN 219

Lo que teóricamente, equivale a:

(2) (4)

En efecto, este no difiere del esquema, en donde la progresión de las negras es continua, sino por la du­plicación, ya explicada en detalle, del tiempo fuerte. El fragmento beethoveniano, por el contrario, se aleja más de nuestra fórmula, por el hecho de que la ana-crusis inicial no implica más que una parte de tiempo. Tendremos, manteniendo la notación en valores dismi­nuidos, y haciendo abstracción de las subdivisiones de tiempo:

* r - r - i / T l r - r i / T

análisis de los motivos compás por compás, proce­dimiento que hemos juzgado y condenado tan severa y absolutamente. Objeto de discusiones sin número, este «caso» de análisis rítmico nos obliga a algunas conside­raciones que, sin duda, le dilucidarán. Es preciso, ante todo, comprender la necesidad que hay, manteniendo el carácter anacrúsico esencial de los tiempos débiles, de establecer aquí relaciones retrógadas. Entonces, toda fuente de equívoco, quedará suprimida, y podremos es­perar una aproximación de las más opuestas opiniones en este dominio especial de una teoría de la forma mu­sical. Si reducimos el tema en cuestión, de Beethoven a una forma simplificada, pero que encierra el contenido esencial

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220 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

i r » 4 E

(2) D

g*-J J|J J I J : (4 ) T —

no podremos ya tener ninguna duda sobre la cuali­dad de las relaciones métricas de que se trata. Todo lo más, se podrá preguntar;, si la figuración por motivos que Beethoven ha utilizado, para animar los largos tiem­pos de parada, no exige la separación de nuevos tiempos al alzar. Yo lo creía así en la época de nuestras prime­ras ediciones «fraseadas»; sin embargo, no podía desha­cerme de cierta sensación de contrariedad, de un senti­miento de inquietud, extraño a la concepción del autor. Sometí entonces a un examen, cada vez más profundo, fórmulas que excluían toda interpretación en el sentido anacrúsico, y que se encuentran particularmente en los principales tiempos de reposo, como en los compases 4 y 8 de la notación beethoveniana:

NB. NB.

—i— n - r t i 1 i r ffi_Lj-j-J- i

-* é r<^J—±A

y comprendí, por fin, la posibilidad de deducir termi­naciones femeninas de los motivos propiamente dichos. Tuve una vez para siempre, y mi gozo fue grande, la fórmula indispensable a la definición de los motivos adjuntos.

Existen, pues, en realidad, relaciones retrógadas de motivo a motivo, como existen entre ciertos sonidos dé-

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LA IMITACIÓN 221

biles y el sonido acentuado que les precede. Si de la r e ­solución forzada del retardo, pasamos progresivamente a la resolución anacrúsica de una tensión en el interior del acorde (por el retorno a la fundamental, etc.), luego a las terminaciones más o menos ricamente figuradas, descubriremos una serie de fórmulas que, aun teniendo un carácter positivo, pertenecen a esta misma categoría de motivos de relaciones retrógradas, y de los cuales es imposible hacer los miembros iniciales de los temas en cuestión.

Beethoven ,.-Q-~?- - f * k Ph£ps 4 3

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222 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

4 23 Beethoven Op. 101

I tiempo

Beethoven Op. io. n i

Rondo

*j_hJ-¿

3. ÍT±,

^ ^ ^ ^

D (D7) D T S" D

Beethoven Op. 51 I Rondó en •do mayor

Op. 126 1 1 \) ' 1 1 1 - ' 81 1

\—]-*] ——— V— —*-

Beethoven Op. 2 1

Beethoven Op. 28

1 7 D (2)D (2)D T (4) Motivo de unión'

8.

v J J ' J ® >

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LA IMITACIÓN 223

~<4 í ) Motivo de unión'

Do menor • Fem. terminación ton repetición de. tono • (2)

Y 86;

10.

n p — i ? ? . . * -=—i L'.CX'J—1—

Clement i Op. 55. m , _ Sonatina

F e m . terminación sobre pausa 11.

É e Í e GÉ e (2)

Motivo d e unión

i B E 4?:

D D (4) . etc...

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224 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

Esta elección de citas prueba superabundantemente la necesidad de las relaciones retrógradas de motivo a motivo, es decir, la existencia de motivos adjuntos. Los dos últimos ejemplos, de Clementi, son particularmente instructivos. El número 12 comienza en el compás acen­tuado, pues el movimiento es tan rápido que no podemos contar más que una unidad de tiempo por compás; co­mienza en el tiempo fuerte, lo que por io demás indica solamente, con certidumbre, el compás 8 de la notación por el hecho de que la tónica final entra ya en el com­pás 7. Tenemos dos fragmentos melódicos de dos com­pases cada uno, imitados el uno del otro a tal punto, que la raíz es, nota por nota, idéntica:

Los dos fragmentos difieren, pues, solamente, por los motivos adjuntos que completan estas raíces, y, de los cuales el primero (compás 2) transforma (!) por fin la ca­dencia perfecta en una semicadencia, mientras que el se­gundo (compás 4) refuerza la cadencia conclusiva. Diría­se, por lo demás, que todo este movimiento de una sonati­na de Clementi, es una demostración viva dé la naturaleza del motivo adjunto, presentado bajo sus más diversos as­pectos. Quizá Clementi es, de todos los compositores, el que utiliza de la manera más consciente las estructuras métricas excepcionales, pero cuyo retorno no turba, sin embargo, la simetría. Beethoven emplea rara vez en su obra, motivos adjuntos propiamente dichos y tan largos como el del ejemplo 8; por el contrario, sabe, mejor que ningún otro maestro, romper las simetrías, demasiado estrictas e imponer, por la lógica del encadenamiento armónico, fórmulas excepcionales de motivos, con notas

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LA IMITACIÓN 225

También aquí, cada compás encierra sólo una unidad de tiempo, y la primera de estas unidades es fuerte, así

15

largas anacrúsicas, silencios sobre los tiempos fuertes, etcétera. Se comprenderá sin pena, después del estudio que acabamos de hacer de los diferentes factores de la expresión, que esta obligación de establecer relaciones más allá de los límites aparentes y naturales de subdivi­sión, corresponde a efectos extraordinarios enfáticos. No es menos cierto que en numerosos casos, el compositor no será comprendido ni de los ejecutantes ni de los oyentes, a la mediocridad de los cuales será sometida su obra. La predilección de Beethoven por la polirítmica, con las divergencias de estructura que entraña entre las partes simultáneas del conjunto, expone naturalmente su obra a los peligros de la incomprensión. Que se exa­mine bien, por ejemplo, el paso siguiente del minuete de la op. 10, número III:

EDITOR 23 , Calle de la P a z , 2 3

M A D R I D

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226 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

como lo revela la armonía tenida de los compases 3 y 4, 7 y 8 de la notación. Pero la parte superior encierra p re ­cisamente en estos compases (del 3 al 4 y del 7 al 8) lar­gas terminaciones femeninas muy expresivas, cuya com­prensión absoluta está complicada por el hecho de que las dos veces, las partes inferiores progresan antes de la melodía, y la segunda a veces (compases 7 a 8 en el bajo), antes de la unidad de tiempo. Ahora bien, el compositor no será realmente comprendido, sino cuando el oyente perciba a la vez la progresión anticipada del acompa­ñamiento y las largas terminaciones de la melodía, que no son si no las imitaciones ensanchadas de las de los otros compases.

Este ejemplo prueba igualmente que la estructura de los motivos no está ligada a las unidades del metro, hasta tal punto, que el contenido expresivo de una uni­dad ordinaria o— como hemos visto en trozos de gran estilo—el de una unidad superior formada de varios tiempos, debe ser forzosamente interpretada como un «gesto» aislado. Si esta estructura determina, en último análisis, la comprensión de las grandes formas, la orde­nación métrica de los «gestos» y sus relaciones de sujeto a complemento, no entran únicamente en línea de cuen­ta. Del mismo modo que los latidos del ritmo proceden y obran simultáneamente por largos valores sintéticos y por breves valores analíticos, del mismo modo los «ges­tos» musicales, o fórmulas de motivos, describen a la vez pequeñas y grandes curvas, y esto no solamente en voces distintas, sino en una sola y misma voz, así como lo prueba la parte superior de nuestro ejemplo. Percibi­mos netamente aquí el desarrollo de un motivo que no llena, propiamente hablando, más que una unidad de tiempo, se trata, pues, de un motivo de subdivisión cuyo dibujo melódico está caracterizado por un movimiento descendente de tres sonidos, grado por grado, y cuyo aspecto rítmico y dinámico es el siguiente:

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LA IMITACIÓN 227

r|r r Pero este empleo continuo de motivos fragmentarios

no es más que una especie de procedimiento por el cual se elaboran las formas más grandes. Del mismo modo que en el arte gráfico se distingue el procedimiento pun­teado del procedimiento lineal, del mismo modo que la ondulación superficial no impide la formación de olas de fondo, los ocho compases de nuestro ejemplo encierran al lado de los pequeños motivos ya indicados, una gran curva expresiva que puede reducirse a

i ! i. i , • : Y ¥ M — - • . i — _ i — i J - ¡

Esta curva se divide en dos partes iguales, la una as­cendente y la otra descendente, y que produce por inver­sión el efecto de complemento de la primera. Pero estos dos motivos forman, por otra parte, una unidad de orden superior, con relación a los ocho compases siguientes, que son la imitación de los ocho primeros y se reducen a esto:

te

(6)

Se puede comprobar que este doble aspecto, frag­mentario y sintético, de la elaboración musical, es la ca­racterística más o menos absoluta de toda buena melo­día. Sucede también que estas relaciones simultáneas son

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228 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

múltiples. No recordaré, como ejemplo notable y bien co­nocido de este hecho, más que el primer tiempo de la sin­fonía en do menor y el de la sinfonía en la mayor de Bee­thoven. Los motivos llamados continuos, en estas dos obras, son motivos de subdivisión:

Í\UV y mj No podemos proseguir por más tiempo en este estu­

dio, sobre ejemplos concretos, de la formación de moti­vos, ni mostrar hasta qué punto, el principio de la imita­ción, se encuentra en todos los grados de la elaboración de una obra. Lo que hemos visto bastará para compren­der que las grandes formas musicales no son el resulta­do del efecto especial de tal o cual factor, sino que la co­laboración de todos estos factores es lo único que puede dar nacimiento a elementos vivos. La agrupación de és­tos hace surgir unidades nuevas, cuya comparación y aproximación se hacen a su vez fuente de unidades de orden superior. Gracias al microscopio, el naturalista, asombrado, descubre que todo desarrollo, todo creci­miento orgánico resulta de la formación regular de célu­las invisibles al ojo natural; el examen de la obra de arte nos revela también, una regularidad de estructura inter­na que se podría considerar como orgánica y que, con frecuencia, como tal, se ha considerado.

Es preciso hacer notar, sin embargo, que la exten­sión del dominio sonoro musical y la del órgano llamado a ejecutar una melodía, ya se trate de la voz humana o de un instrumento, imponen un límite al desarrollo déla curva melódica. Además, si es verdad que ciertos temas ofrecen, a más de las dos clases de subdivisión ya vistas una tercera gran curva, en comparación de la cual el grupo de varios compases parece hasta restringido, no

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LA IMITACIÓN 229

es menos cierto que al señalar este hecho no hemos ago­tado aún la totalidad de los procedimientos de elabora­ción de la obra musical. En efecto, el dibujo melódico no es más que una de estas cualidades cuyo conjunto deter­mina el contenido de un motivo concreto. Ya hemos visto el primero de los factores de la forma musical, la imita­ción, destacarse del procedimiento de la repetición pura y simple, y desarrollarse por grados hasta la oposición de elementos cuya analogía es apenas perceptible. Nues­tra atención se dirigirá ahora a los signos distintivos de los más grandes fragmentos musicales; pues ciertos pro­cedimientos, que aún no hemos estudiado, permiten al compositor poner en oposición las dos partes de un mismo tema o de temas de carácter diferente. Y así es como se llega a establecer claramente la estructu­ra de obras gigantescas, como la IX sinfonía de Bee­thoven.

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CAPÍTULO I X U A T "

Contraste, conflicto.

Hasta en los elementos más pequeños de la figura­ción hemos comprobado que existen algunos factores de diferenciación, los cuales son condiciones indispensables para la producción del efecto estético. Los valores de notas más breves difieren los unos de los otros, por lo menos, en su cualidad métrica (en cuanto fuertes o dé­biles), y si se hace abstracción del único caso de la repe­tición de un mismo sonido, difieren además por su sig­nificación armónica y su cualidad dinámica. El elemento de contraste es un factor importante de la forma, ya cuando se trata de la elaboración de un motivo caracte­rístico. Diferencia de duración y de entonación de los sonidos sucesivos, fluctuación dinámina, movimiento ar­mónico, otros tantos procedimientos de contraste, apli­cables a los fragmentos más pequeños de que se compo­ne un motivo. Pero la diferenciación intencional de los motivos supone a su. vez, y en "gran medida, la posibili­dad de un contraste entre los elementos constitutivos del motivo mismo. El tema de la fuga en si bemol menor de Baoh:

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232 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

->-H-n-r--— -kzl—L_|L4_i__ (4)

—1

Se compone de dos motivos claramente distintos; uno en blancas, otro en negras. Aun si no se considera las dos blancas como formando un total de terminación fe­menina:

El elemento de contraste no queda,.es verdad, entre los dos motivos, sino en forma de paso a las negras de la figuración, en el curso del segundo fragmento. Cada entrada del tema está marcada, en la continuación, en medio de la progresión de negras mezcladas de corcheas, por la aparición de dos blancas, seguidas de pausa; así que la entrada del tema se reconoce y puede ser seguida fácilmente. Si estos contrastes son ya de una importan­cia más grande entre el tema y su respuesta que entre los motivos de un mismo tema, se imponen casi entre eJ motivo de la fuga y su primer contrapunto que se llama, por esta misma razón, el contramotivo. Ejemplo: (Bach «Clavecín bien temperé», 1 parte, fuga en do sostenido menor).

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CONTRASTE, CONFLICTO 233

En el estilo polifónico, la oposición de los motivos por contraste tiene, pues, por finalidad, ante todo, facili­tar la percepción continua de las diferentes partes; en el estilo moderno, por el contrario, el contraste está desti­nado a precisar hasta la evidencia la estructura de las grandes formas. Las obras de dimensiones muy vastas, desde la sonata en varios tiempos (cualquiera que sea el órgano o los órganos de la ejecución) a la sinfonía, y, en el orden vocal, el motete en varias partes, la cantata, el oratorio, la misa, ofrecen de un tiempo a otro contrastes tan marcados que no queda casi entre ellos más que los lazos de la tonalidad. Es raro que se renuncie, por el último tiempo, al retorno de la tonalidad del primero. La unidad espiritual en la que deben, por otra parte, fundirse los diversos caracteres, opuestos los unos a los otros, es difícil demostrarla. Ni siquiera se puede pre­tender que resida en el mantenimiento de un sólo géne­ro a través de los diferentes tiempos, pues se ha llegado a oponer muy felizmente al patos trágico el humor más extravagante, a los puros efluvios melódicos los ritmos más característicos. Es cierto, sin embargo, que, por poco definible que parezca, debe existir un lazo entre estos elementos heterogéneos. Algunas veces, los com­positores han tratado de realizar la unidad deseada, por la simple transformación de los motivos del primer mo-

Pero donde son de la más absoluta necesidad, es en­tre los dos temas de una doble fuga, temas que, si están desarrollados aisladamente, no dejan de estar presenta­dos simultáneamente después; sea (id.):

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234 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

vimiento; más a menudo aun, han perseguido el mismo fin, repitiendo, en el último tiempo, los caracteres esen­ciales del primero. Es preciso confesar, por lo demás, que en muchos casos, sonatas y suites antiguas, en par­ticular, no se prueba la existencia de una unidad real, que abrace la totalidad de los movimientos.

Antes de poder abordar esta difícil cuestión de la homogeneidad final de las partes, voluntariamente dife­renciadas de una obra de arte, debemos determinar en qué consiste esta diferencia de caracteres en los grados más diversos. Y volveremos naturalmente a los factores mismos de la expresión musical.

Cuando se trata de un tiempo de sonata o de una gran obra vocal, la unidad de medida y de tiempo es considerada generalmente como una regla; toda excep­ción indica una tendencia hacia la forma llamada cíclica, es decir, compuesta de fragmentos unidos por lazos más o menos sueltos. Dada la importancia considerable que hemos tenido que reconocer al tempo, en la fijación del carácter, del etos de una creación musical, se compren­derá que la unidad de lempo, a través de las diferentes partes de un mismo tiempo, ofrece desde luego una es­pecie de garantía del carácter mismo. Quedan, por lo de­más, bastante elementos que concurren a la elaboración de este carácter, para que se pueda, a despecho de la uniformidad de tempo, realizar oposiciones y distinciones muy grandes. Primeramente la diferencia de los modos, la oposición del mayor y del menor, la cualidad armóni­ca es lo que, de hecho, se utiliza deliberadamente, para facilitar la distinción de los principales grupos temáticos de un mismo movimiento. Así, los movimientos en me­nor oponen frecuentemente al tema principal menor un tema secundario mayor. Por el contrario, los tiempos mayores hacen un uso muy raro del segundo tema me­nor, y, como ellos, los tiempos menores" renuncian con bastante frecuencia a esta manera característica, para

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CONTRASTE, CONFLICTO 235

usar libremente, ya en la estructura interna, ya en el desarrollo de los temas, tonalidades parientes del modo opuesto. Basta que estas transformaciones no alteren el tema hasta el punto de hacerle desconocido. Si añadi­mos que un tema puede cambiar de medida y de tempo, sin perder su identidad, habremos insistido una vez más sobre la importancia de los contornos, de las curvas me­lódicas rítmicas, de los motivos como característica esencial del tema. Pero no debemos imaginarnos que la naturaleza de estas curvas se encuentre en un estado de independencia absoluta con relación al tiempo, en el sentido de que al adagio correspondería forzosamente vastas y largas curvas, al allegro pequeñas curvas casi zigzagueantes. No sucedería esto ni aun cuando la me­lodía estuviese reducida a la progresión por unidades de tiempo, pues aquí también, la marcha irregular, tan pronto ascendente como descendente, dejaría, en el ada­gio, el campo libre a la miniatura. Ahora bien, todos los tempi, disponen no solamente de progresiones por valo­res inferiores y por valores superiores a la unidad de tiempo, sino también de combinaciones las más variadas de estos dos órdenes de valores. No hay, pues, que asom­brarse de encontrar en un allegro efectos de una analo­gía notable con los del adagio, o en un adagio, efectos semejantes a los del allegro. Sobre esta posibilidad des­cansa en gran parte el contraste de los grupos temáticos de una y misma frase a pesar de ser iguales los tempos. (Los franceses llaman mouvemenf y los ingleses movemenl a l o que los alemanes llamamos satz, tiempo, compo­sición).

Nuestras grandes formas modernas, desde Haydn, oponen deliberadamente uno a otro en un mismo tiempo, dos temas de carácter diferente, especies de motivo de orden superior, y que participan por su repetición, opo­sición, supresión y retorno, de la elaboración del tiempo, así como el motivo participa de la del tema. Ordinaria-

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mente el allegro está construido de tal manera que al primer tema, cuyo movimiento de allegro es bien carac­terístico, sucede otro segundo tema más melódico, a manera de adagio o de andante. En un tiempo lento, por el contrario, se opone al tema amplio y melódico del puro adagio o andante, un tema de marcha más viva, más agi­tada, a manera de allegro. Generalmente no hay verda­dero cambio de tiempo, a menos que el compositor no sugiera una ligera modificación, por alguna indicación del carácter nuevo de la frase: cantabile: tranquillo, en el primer caso, poco mosso,piú andante, en el otro. Aun en­tonces el tiempo puede efectivamente ser el mismo, a condición de que por la cuidadosa preparación de la en­trada del tema, el director de orquesta o el ejecutante faciliten la percepción del instante en que comienza.

Examinemos ahora, a la luz de algunos ejemplos, el mecanismo de realización de estos contrastes. Un tema destinado a servir de elemento esencial de contraste, por oposición al tema principal de una grande obra, aparece siempre, en primer lugar, en una tonalidad distinta de la tonalidad principal. Hay un procedimiento muy conoci­do que consiste en suprimir este contraste tonal o, por lo menos, atenuarle hacia el fin del tiempo, por la vuel­ta del segundo tema en el tono del primero, o en un tono tan próximo como le sea posible. Este procedimiento es el que caracteriza esencialmente la forma de sonata.

Pero, en las formas artísticas superiores, la tonali­dad extraña no entra de repente y como por sorpresa después de una conclusión formulada en el tono princi­pal. Esta especie de contraste exterior de las tonalidades no es apropiada sino a las formas de estructura ligera, tales como el minueto o, de una manera general, las dan­zas y sus imitaciones. En cuanto a las obras cuya forma está verdaderamente trabajada, desprecian estos con­trastes fáciles. La entrada del segundo tema va más bien precedida de un momento de inestabilidad tonal. Una

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CONTRASTE, CONFLICTO 237

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Es cierto que sin que haya el menor cambio de tiem­po, la soberbia cantilena de este segundo tema tiene el carácter de adagio. ¿En qué consiste, pues, el efecto de contraste innegable entre estos dos temas?

La respuesta es sencilla. Las fórmulas melódicas del primer tema se precipitan en un movimiento continuo de negras, cuya línea ascendente consigue vencer la oposi­ción de las síncopas, pero solamente por esfuerzos cons­tantemente renovados, que la rompen en una serie de pequeños fragmentos ascendentes y luego descendentes; la armonía no cambia, al principio, en ningún tiempo do­tado de fuerza conclusiva, lo que daría una impresión de

vez suficientemente establecida la tonalidad del tema principal, el movimiento armónico se lanza más allá de los límites de esta tonalidad principal; sus fluctuaciones se hacen más profundas y más amplias, de modo que la parada sobre una nueva tónica revela fácilmente la en­trada de un nuevo grupo temático. Sucede entonces, a veces, que la modulación rebasa la tonalidad del segundo tema; ésta, obtenida por una vuelta parcial a la tonali­dad principal, produce el efecto de la resolución de una tensión. Así, Beethoven, en las grandes overturas de Eleonora (núm. 2 y 3), pasa gradualmente de do mayor (tonalidad del tema principal) a si mayor, a fin de poder dar entrada al segundo tema, en mi mayor, con una es­pecie de movimiento de vuelta:

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238 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

satisfacción y de acabamiento, sino que se transforma, casi sin efecto, en los compases débiles del ritmo, de suer­te que la misma armonía es sostenida durante dos, semi­períodos, o también durante períodos enteros. Parece un asalto desesperado, una aspiración sin reposo ni cesa­ción, y también, largo tiempo, sin resultado... Y he aquí los primeros sonidos del segundo tema, vierten la paz en nuestra alma. El aria de Leonora, sobre estas pala­bras: Komm, Hoffnung... surge espontáneamente de nuestra memoria; está también, en el tono de mi mayor, cuyo carácter radioso entra por mucho en la impresión que produce el segundo tema de la overtura. Sin embar­go, esta impresión proviene más aun de la progresión encalmada de la melodía, descendente por grados de la tercera a la tónica, en unidades de tiempo un poco ma­yores que la media; al principio ninguna figuración, y cuando más lejos, comienza la progresión de negras, la línea sigue siendo muy sencilla y caracterizada por el movimiento gradualmente descendente. La armonía, también, progresa con calma y decisión, a intervalos fá­cilmente perceptibles, y sobre los tiempos fuertes; el acompañamiento respira la misma serenidad que la me­lodía; la instrumentación completa la impresión general. El carácter de adagio de este tema no ofrece ninguna duda para nosotros, por lo menos hasta el trémolo lleno de terror de los instrumentos de arco.

Parece entonces que poco a poco, la orquesta entera

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CONTRASTE, CONFLICTO 239

es sacudida por las palpitaciones de un corazón angus­tiado, y que reaparece el estado.de alma del principio.

Semejante interpretación es natural cuando se trata de una overtura de ópera. En el caso de la overtura de Eleonora, corresponde ciertamente a la realidad, pues sabido es cuántas veces la corrigió Beethoven, hasta que llegó a responder a sus intenciones. Pero sucede tam­bién que toda idea de programa, en el espíritu del com­positor ha de ser excluida; del mismo modo se podrá de­terminar las diferencias de carácter de los temas, así como la dependencia en la cual se encuentran de los pro­cedimientos técnicos empleados.

Así, el segundo tema de la sonata en mi menor (op. 90) de Beethoven, difiere del primero de una manera nota­ble, por su estructura rítmica complicada. El primer tema tiene casi aspecto de scherzo, se presenta sencillo, gozoso y tierno a la vez, y solo en la serie dé su desarro­llo (cuando pasa al segundo tema) se hace más amplio e intenso. El segundo tema, por el contrario, con sus sal­tos y sus grandes gestos ambiciosos en el vacío (la ma­yor parte de los tiempos fuertes están desprovistos de ataque sonoro, gracias al empleo continuo de fórmulas sincopadas o de silencios), parece querer abrazar mun­dos y expresar sentimientos de una grandeza inefable. El carácter de adagio y aun de largo, de este tema, está también acentuado por el contraste que forman las olas agitadas de un acompañamiento de semicorcheas.

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Lo más admirable en este tema es el papel de la a r ­monización: el acompañamiento no figura en efecto, en el primer semiperíodo, sino la armonía de tónica. Pero esto no impide en modo alguno al fa sostenido de la me­lodía, el producir, ambas veces, la impresión de una do­minante, no libre, sino dependiente de la tónica de una figuración, en el grave, a manera de pedal.

En la mayor parte de los casos que podemos conside­rar como conocidos, el segundo tema del allegro se dis­tingue del primero por su carácter eminentemente monó­dico, es decir, que consiste en una cantilena acompaña­do generalmente por simples fórmulas arpegiadas. El primer tema, por el contrario, ofrece, en su misma es­tructura, contrastes más marcados, oposiciones de fuer­te y piano, acordes rígidos alternando con pasajes bri­llantes, ritmos de una gran diversidad. En consecuencia, el segundo tema es casi siempre más simple, más mo­desto que el primero; se diría el elemento femenino del allegro.

Cuando, por el contrario, el primer tema tiene un ca­rácter melódico pronunciado, cualquiera que sea el tem­po, adagio, andante o allegro expresivo, allegreto, etc., el segundo tema encierra en general elementos más ru­dos. Por lo menos los ejemplos en los cuales el segundo tema es también de aspecto lírico, son raros; es preciso entonces que los compositores hagan un uso general de las pequeñas distinciones internas del desarrollo, porque el segundo tema aparezca como un elemento esencial de la forma. Así, en la sonata tan expresiva, en si bemol ma­yor (catálogo de Kochel, núm. 282) de Mozart, el primer movimiento es un adagio en forma de sonata antigua, sin desarrollo, tal como Ch. Ph. E. Bach lo practicaba; he aquí los dos temas:

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CONTRASTE, CONFLICTO 241

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Los motivos que constituyen estos temas son casi de las mismas dimensiones al principio por lo menos, pero la figuración del primero reposa en la corchea, la del segundo en la semicorchea; el acompañamiento del pr i ­mero se atiene, durante el primer período, a la progre­sión de las negras, el del segundo avanza por semicor­cheas. Sin embargo, el carácter propio de cada uno de estos temas, resulta más aun del hecho de que el pri­mero utiliza procedimientos de expresión de un gran poder, mezclando negras, corcheas y semicorcheas, y no teniendo el énfasis de las síncopas reiteradas en los tiempos altos, mientras que, como jugando, el segundo se eleva, en cada motivo, una quinta y, después de ha­ber alcanzado la.séptima del acorde, cae en un gracioso staccato. A despecho de su carácter esencialmente meló­dico, el primer tema es, pues, aquí más bien poderoso y apasionado, el segundo más bien amable y encantador. Mozart indica muy lógicamente el primero fuerte, y el segundo piano.

Siempre, en el principio de un tiempo la diferencia­ción de los temas es más pronunciada, y con razón, pues la percepción neta y precisa de la entrada de un nuevo elemento formal, por consecuencia del nuevo tema, es la condición primera de representación de las grandes

16

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formas en la imaginación del oyente. Cuando el segun­do tema aparece por primera vez, la modulación en el tono extraño facilita naturalmente la percepción del gru­po temático. Es preciso, sin embargo, que motivos de un carácter individual, de una fisonomía bien distinta de la del primer tema precisen el momento en que entra el se­gundo tema, sin lo cual la segunda exposición, que sigue al desarrollo, carecería absolutamente de contraste, y los dos temas se confundirían. El desarrollo mismo no adquiere su valor real sino por la diferenciación constan­te, y que recuerda su origen, de los motivos tomados a los dos temas. Floración soberbia del estilo instrumental moderno, desde Haydn, el desarrollo tiene la misión de mezclar los elementos de los dos temas presentados an­tes, de combinarlos en una especie de alternancia calei-doscópica, evitando en lo posible la formación de frases largas, cuya estructura fuese análoga a la de los temas mismos. Crea así una especie de perturbación ¡artificial, un embrollo, de donde los temas salen al fin, bajo su aspecto primitivo. En ningún caso debe despertar el compositor, en el oyente, la ilusión de una vuelta sobre un tema antes del momento en que dicha vuelta es defi­nitiva; también por necesidad estética se evita en el des­arrollo, la tonalidad principal, porque su aparición per­judicaría en la mayor parte de los casos la claridad del conjunto. Es preciso también temer, en esta parte de la sonata, la estación prolongada de una sola y misma to­nalidad, cualquiera que sea, pues, por poco que no se reconozcan motivos esenciales de los dos temas, aunque la frase sea clara y precisa, la impresión de un tercer tema surgiría al punto. Ahora bien, sabido es que la presencia de un tercer tema caracteriza ciertas formas musicales distintas del allegro de sonata (el rondo). El desarrollo no debe ser un tercer elemento al lado de los dos temas: no debe formar sino un contraste con el gru­po de los temas, y es tan poco temático, que el retorno

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CONTRASTE, CONFLICTO 243

de los temas esenciales produce el efecto de detención, de resolución clara y bienhechora. Se puede decir, en este sentido, que el desarrollo no es tanto un elemento de contraste como un elemento de conflicto. Es compa­rable a la disonancia, que no está determinada lógica­mente cuando se quiere hacer de ella un procedimiento de contraste con la consonancia, siendo así que se trata más bien de un conflicto, nacido de la resonancia simul­tánea de elementos, que bajo la forma de progresión parecerían simples. El contraste resulta de un cambio de entonación, de un encadenamiento armónico, de la apa­rición de un tema distinto del tema precedente; el con­flicto proviene unas veces del encuentro de entonaciones (bajo forma de acordes) que no pueden fundirse en una unidad armónica perfecta, otras de la representación simultánea de dos armonías más o menos claramente aparentes, de la simple nota de paso a la disonancia múltiple de las armonías pedales. Si penetramos ahora en el fondo de las cosas, veremos, sin duda, elementos de conflicto, ya en los sonidos de la melodía homófona ex­traños a la armonía y considerados como notas de paso, ya en las armonías consonantes encadenadas a la tónica, ya, en fin, en las tonalidades extrañas hacia las cuales se modula, pues, tanto en un caso como en otro la tónica existe como representación fundamental, si bien latente. Por otra parte, no se puede considerar los contrapuntos, en la fuga, por ejemplo, o en cualquier forma polifónica, sino como elementos de contraste y no de conflicto, por lo menos en cuanto no se trata de melodías cuya estruc­tura métrica fuera diferente de la del tema mismo. La ejecución simultánea de dos danzas heterogéneas, en la escena del banquete de D. Juan, es, y debe seguir sien­do una curiosidad musical; por lo demás, no podemos seguir realmente más que una de estas dos melodías, que toma así el carácter de un tema fundamental, mien­tras que la otra es solamente un hábil contrapunto. Es

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preciso hacer entrar en el mismo orden de curiosidades musicales, la stretúa de la fuga y todos los cánones de intervalos reducidos. En efecto, es absolutamente impo­sible oir y concebir plenamente dos temas simultáneos cuyo centro de gravedad ocupa regiones diferentes. No se podría encontrar otra causa al valor artístico siempre relativo de las formas más refinadas del contrapunto; desde el instante en que una obra deja de ser percibida en toda su plenitud, está escrita y concebida en vano, y no puede pretender un valor estético absoluto. Pero po­ner en duda el valor absoluto del canon en sí, es indicar al mismo tiempo la vía que la escritura canónica debe seguir, para estar al abrigo de todo reproche; es preciso que las partes tratadas en canon se pongan al servicio de una unidad superior, ya rodeen con sus arabescos, un canto dado, ya en su conjuneto, constituyan una va­riación de un tema ya oído. Se puede afirmar que en la audición de toda stretúa de fuga, sucede una de dos co­sas: o bien saltando constantemente de una voz a otra, percibimos sus comienzos como tantas otras entradas temáticas sobre las cuales las voces que continúan pro­ducen el efecto de simples contrapuntos, o bien, segui­mos con el oído una voz particular, y las demás no pa­recen ser sino partes de acompañamiento en imitaciones. No hay para qué decir que, en la práctica, estos dos ca­sos no se presentarán indiferentemente el uno respecto del otro, sino que serán determinados por circunstancias precisas. En un caso como en otro, estamos en definiti­va dispensados de la imitación absoluta, por la imposi­bilidad en que nos encontramos de comprobar la exacti­tud de otro modo que sobre el papel.

El valor pedagógico de los ejercicios en forma de ca­non estricto (aun muy cerrado) no es disminuido por lo que dejamos dicho. En cuanto a los cánones cuyas en­tradas se hacen a dos o a cuatro compases de distan­cia, no son alcanzados por ninguna de nuestras obse r -

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vaciones, puesto que pueden mantener intacto el carác­ter métrico del tema.

Es muy cierto que la mezcla de diversos fragmentos en el desarrollo, es una cosa completamente distinta que la ejecución simultánea o casi simultánea de dos temas. Esta mezcla es precisamente la única forma justificable, desde el punto de vista estético, de una confusión de los dos temas, en el sentido de que cada motivo, claramente caracterizado de uno de los dos temas, despierta éste en nuestra memoria, bajo una forma que no exige lo impo­sible de nuestras facultades de percepción. La parte de desarrollo se ingenia en evocar los temas, tanto por un elemento como por el otro, sin hacerlos oir, sin embar­go, íntegramente. No los hace, pues, ninguna violencia, pero, recordándolos, despierta el deseo de su vuelta.

Si el desarrollo ha tomado un carácter cada vez más preciso, desde la segunda mitad del siglo xvín, gracias a los trabajos de los sinfonistas y de los compositores de música de cámara, su noción no es menos extraordina­riamente complicada. En efecto, debe, de una parte, formar un contraste con los temas, revestir un aspecto no temático, y de otra parte, no ofrecer nada que no esté ya encerrado en los temas. El carácter no temático del desarrollo, resulta, pues, del empleo exclusivo de mo­tivos que el oyente conoce de la exposición de los temas, pero que agrupados y combinados de maneras muy di­versas, parecen desviados de su destino primero como arrancados a su suelo natal. Se podría creer por esto, que el tratamiento de los temas, en la parte de desarro­llo, responde menos a su naturaleza propia, es menos lógico, menos espontáneo. No es esto lo que yo quiero decir. Pero la frecuencia de las modulaciones, la irregu­laridad de estructura de los períodos, la oposición cons­tantemente buscada de los motivos típicos de los dos te­mas, forman un contraste estético bien comprensible con el carácter encalmado, perfectamente equilibrado y sóli-

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damente establecido de la verdadera construcción temá­tica. De buen grado compararía el tema a un carácter de hombre que, en las circunstancias ordinarias de una vida ordenada, no se ve jamás comprometido, pero tampoco puede ejercitar todas sus facultades; el desarrollo expo­ne este carácter a todos los peligros, pero le suministra así la ocasión de revelarse plenamente. La comparación puede no ser excelente en todos sus puntos; pero dice, sin embargo, lo esencial. Explica también como es que mu­chas sonatas, muchas sinfonías, no tengan verdadero desarrollo, mientras que otras oponen a un tema simple y pequeño un desarrollo gigante, cuyo desbordamiento no impide, por lo demás, apreciar el encanto de un retor­no final al tema.

Todo lo que precede nos lleva a preguntarnos si no serían practicables otras agrupaciones de las grandes subdivisiones de la forma (temas I y II, desarrollo). No se podría evidentemente responder a esta interrogación por un no categórico. Pero todas las tentativas hechas para reemplazar el proceso dialéctico de formación de la sonata, unidad, división, conflicto, reconciliación por otra fórmula igualmente rica, se estrellan contra gran­des obstáculos lógicos. Así, suponiendo que la obra de ­buta por un fragmento análogo al desarrollo y en el cual los elementos temáticos estarían aún sumergidos en una especie de caos, sería preciso proceder por un esclare­cimiento progresivo de donde los temas saldrían pareci­dos a una cristalización. No carecería sin embargo esta forma del interés profundo que el oyente toma por la suerte de los temas en el desarrollo, cuando los conoce bien antes, y los oye volver como otros tantos conoci­mientos antiguos. No se podría admitir tampoco una combinación que se distinguiera de la forma de sonata por la ausencia de vuelta de los temas, al fin del allegro inicial. Por el contrario, no veo que habría que objetar a una forma que reemplazase la simple vuelta de los te-

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mas por un enriquecimiento y una amplificación (moti­vada por el desarrollo) del primer tema. El segundo te ­ma precedería entonces al primero, a menos que su r e ­torno no fuese enteramente suprimido. No proseguire­mos más en este orden de ideas, pero conviene afirmar que toda forma musical cuyos elementos estén dispues­tos con claridad y desarrollados con lógica, debe ser r e ­conocida como valida.

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CAPÍTULO IXV

Característica musical y música descriptiva.

Hemos ignorado hasta el presente, o por lo menos separado de la vía de nuestras investigaciones, una fa­cultad de la música que un gran número de estéticos modernos consideran la más preciosa de todas: la fa­cultad de representación, la característica. No hemos querido con ello afectar ningún menosprecio por una de las facultades de nuestro arte, sino simplemente afirmar que la esencia misma de la música no reside en esta fa­cultad especial. «¿Qué es lo que los transportes de nues­tra alma, las vibraciones y .las pasiones de nuestra fuerza elástica interior podrían tener de común con las imáge­nes? Eso sería pintar con sonidos (Herder, Kalligo-na, I, pág. 117)».

No insistiríamos nunca bastante sobre el hecho de que la música es, ante todo, la expresión espontánea de los sentimientos y que, como tal, ejerce el más grande poder sobre el conjunto de nuestras facultades sensiti­vas y afectivas. La música transmite los sentimientos directamente del alma del compositor a la del oyente, y hace a éste capaz de manifestaciones espirituales que sobrepasan con mucho, en potencia como en profundi-

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250 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

dad, a las que habría realizado espontáneamente. Aquí es, digámoslo también, donde reposa el valor ético con­siderable, el poder de ennoblecimiento del arte musical.

La música es luego, pero en segundo lugar solamen­te, una de las bellas artes, manifestación de la alegría de crear, y este goce existe desde luego para el compositor mismo, pero también para el oyente que, más que en ningún otro arte, está obligado a participar de la crea­ción, de volver a crear de nuevo la obra cuyo valor debe revelársele en su totalidad. Estos dos primeros aspec­tos de la obra de arte musical se apoyan el uno sobre el otro y se dan valor el uno al otro. La potencia elemental de la expresión hace la forma comprensible y la forma realmente comprendida abre, a su vez, a la ex­presión, nuevos horizontes y nuevos procedimientos por medio de los cuales ésta se revela en un sentido cada vez más elevado y más afinado. Ni uno ni otro de estos aspectos necesita la intervención de la reflexión; hasta se puede decir que la excluyen.

Pero esta especie de música, que no es más que la expresión espontánea del sentimiento, bajo una forma bella, sin ninguna incitación a la reflexión, esta música es toda nueva; es una de las conquistas de estos últimos siglos. No se puede atribuir estas cualidades, sin res ­tricción, más que a la música exclusivamente instrumen­tal, a la música pura que no hace apelación a ningún otro arte para sostenerse o guiarse; ahora bien, esta rama del arte musical no se remonta a más de algunos siglos. «La música se ha elevado a la categoría de un arte de su especie, sin ninguna palabra, por sus propias fuerzas y sobre su propio, fondo La progresión lentí­sima de su desarrollo histórico prueba la dificultad que tuvo en separarse de las artes a las cuales se refería primitivamente, la palabra y el gesto, para desarrollarse como un arte independiente. Cuál era este «algo» que la diferenciaba de todo elemento extraño, del espectácu-

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CARACTERÍSTICA MUSICAL MÚSICA DESCRIPTIVA 251

lo, de la danza, de la mímica, y aun de la parte de acom­pañamiento? Era el recogimiento el oyente recogido no desea saber quien canta; para él, los sonidos descien­den del cielo, cantan en su corazón, o mejor aun, es el corazón mismo el que canta y toca Se ofrece ahora la cuestión de saber ¿si la música es superior a todo arte que se refiera al dominio visual? A esto yo responderé que sí, que esta superioridad es necesaria, como lo es la del espíritu con respecto al cuerpo; pues la música es espíritu y se encuentra emparentada con esa potencia íntima de la gran Naturaleza: el movimiento. Lo que no puede ser representado al hombre, el mundo de lo invi­sible, la música se lo comunica a su manera, la única posible. Habla en él, incitando y obrando, y él mismo (sin saber cómo) se asocia a esta actividad, sin molestia y con todo su poder». Hace cien años que Herder carac­terizaba así la esencia de la música. Desde hace unos treinta años, apenas, el estilo instrumental había adqui­rido esta libertad que hace de ella el procedimiento de expresión, elocuente entre todos, de los sentimientos in­dividuales; las sinfonías y los cuartetos de un Haydn y de un Mozart habían abierto a la música una nueva era de dominación y preparado la vía a las creaciones de Beethoven. ¿No es extraño que apenas unos cincuenta años después de esta primera toma de conciencia de la fuerza inherente a la música, se haya podido llegar a desconocer esta emancipación completa de la ayuda de las demás artes, hasta el punto de considerar a Beetho­ven como el último representante de la música pura, y mostrarle tendiendo los brazos, en un gesto de deseo, hacia la poesía y la mímica? Si bien es verdad que la an­tigüedad y la Edad Media practicaron la música instru­mental, sin embargo, se puede afirmar que ésta no fue sino un reflejo de la música vocal, o, si se quiere, una r e ­producción más o menos adornada, según la naturaleza de los instrumentos, de obras concebidas para la voz.

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Sólo en el siglo xvn se separa la música instrumental penosa y progresivamente de la alianza que había for­mado con la danza y la poesía. Una vez privada de sus dos sostenes, el ritmo y la curva melódica, sostenes a la vez poderosos y largo tiempo experimentados, trata, con torpeza conmovedora, de buscar nuevos procedi­mientos de elaboración de una forma absolutamente in­dependiente. El predominio de las fórmulas de danzas y de estilo fugado, salido de la polifonía vocal, se mani­fiesta aún plenamente durante la primera mitad del si­glo, XVIII y la monodia .instrumental lleva el sello del aria de ópera y del aria de la iglesia. Y el arte nuevo, que sale al punto victorioso de la lucha, el arte de la expre­sión individual y por procedimientos originales, libre de todo lazo, el arte de la época de Haydn y de Mozart ¿llegaría a su quiebra con Beethoven? He aquí un juicio por lo menos, inverosímil, y que no puede resultar sino de un encadenamiento de deducciones falsas, algunas de las cuales ya han sido señaladas en el curso de nues­tro trabajo.

El error capital, que reaparece siempre y que cons­tituye el punto flaco del estudio, por otra parte admira­ble, de Joh. Jac. Engel sobre la música descriptiva (Ueber der Mvsikalischen Tonmalerei. An den kgl. KapeMmeis-ter Eerrn Beichardl Geschrieben, 1780. Ges. Schr., IV, páginas 297 y sig.), consiste en la confusión de la expre­sión y de la característica. Engel distingue desde luego dos clases de música descriptiva: imitación de movi­mientos perceptibles para el oído y que corresponden a sonidos y a ritmos determinados, imitación de movimien­tos perceptibles por la vista, por medio de movimien­tos sonoros análogos (Loe. cit. pág. 304). Hay analogías no sólo entre los objetos que afectan a un solo senti­do, sino entre los que afectan a distintos sentidos dife­rentes. Las nociones de lentitud y rapidez, por ejemplo, se manifiestan en una sucesión de sonidos tanto como en

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una serie de impresiones visuales (Engel da a esta ana­logía el nombre de analogía transcendental). Pero En­gel descubre también una tercera clase de música des­criptiva en «la imitación de la impresión» que un objeto produce sobre el alma. Penetra así en el dominio peli­groso en que todas sus distinciones se desvanecen, a despecho de la ingeniosidad de las observaciones aisla­das. En efecto, de la «descripción» musical del senti­miento que un objeto o un acontecimiento despierta en nuestra alma, Engel llega insensiblemente (Loe. cit., pá­gina 312) a admitir la «descripción» de todo sentimiento íntimo y de todo movimiento del alma, y he aquí que la música, cualquiera que sea, se hace descriptiva. Es evi­dente que Herder, con su problema citado más arriba, se encuentra en oposición directa con Engel. Pero esta oposición de las dos teorías es sólo aparente quizá, y no reside, esencialmente, sino en su fórmula. He­mos visto que para Herder, la música es, a conse­cuencia de su origen vocal, ante todo y en primer lugar, la expresión espontánea del sentimiento. En cuanto a J. J. Engel, el ingenioso teórico de la mímica, no pierde nun­ca de vista la correspondencia entre lo que debe ser expresado y lo que lo es realmente; esto es lo que debe­mos llamar la característica cuando se trata de imita­ción intencional, o la verdad cuando se trata de la expre­sión espontánea del sentimiento, ya sea por el gesto ya por el sonido. Pero Engel reconocía con tanta claridad como Herder que la esencia de la música reside en la expresión de los sentimientos; su único error consiste en hablar de una «imitación» de los sentimientos: «La música es el arte que consigue más que ningún otro la pintura de los sentimientos (donde dice pintura léase ex­presión). Ella obra en efecto en ese territorio, con omnipo­tencia, gracias a la unificación de todos sus recursos, a la concentración de todos sus efectos». Aun más, Engel discierne muy bien el lado débil de toda música

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descriptiva: Como la música, dice, está en el fondo creada para el sentimiento (!) y todo en ella tiende hacia este fin, sucede forzosamente que el compositor, aun cuando se proponga únicamente describir un objeto, expresa cier­tos sentimientos a los cuales el alma se deja llevar y desea perseguir». Lo que equivale a decir que si toda música descriptiva, aun cuando busca la representación exterior, corre el peligro de ser comprendida como la expresión de los sentimientos y, por consecuencia, de ser considerada desde un punto de vista falso. Nuestro au­tor llega, por lo demás, luego, a distinguir entre las no­ciones de la expresión y de la descripción, pero hablan­do de la oposición posible entre un acontecimiento y el sentimiento que suscita, o entre los sentidos de ciertas palabras de un texto y el estado de alma que éste expre­sa. Si en los casos de este género, el compositor se pier­de en la representación de los elementos objetivos, es­cribe; si se limita a poner de manifiesto los elementos subjetivos, expresa.

Las minuciosas investigaciones que hemos hecho so­bre los efectos aislados de entonación (cap. IV), del ritmo (cap. XI), del timbre (cap. V), de la dinámica y de la agógica (cap. VII), etc., nos dispensan entrar en el detalle de estas significaciones posibles de una figura sonora. Ciertos puntos parecen definitivamente adquiri­dos, ciertos hechos, de una claridad indiscutible (Cf. H. Riemann, Wie hoeren wir Musik (III, Cliarahterislik lon-malerei und ProgrammnsiJi): los sonidos agudos pue­den evocar, no solamente la idea de elevación en el espacio, sino todo lo que es luminoso, ligero, aéreo; los sonidos graves no solamente la idea de una región baja, sino todo lo que es sombrío, pesado, macizo. Por una asociación de ideas más lejanas aun, los sonidos agudos pueden despertar la noción de lo sobrenatural, del cielo (los ángeles, el mundo de las constelaciones), los so­nidos graves la de un mundo subterráneo demoníaco; al

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pianissimo se une la impresión del ser incorporal, del fantasma, del aparecido, al fortissimo la del ser podero­so, del gigante, del monstruo; en fin, las innumerables variantes de la estructuraj'ítmica, aliadas a las nuevas melodías, ofrecen a la imaginación los tipos más diver­sos del movimiento o del gesto. Por el contrario, ahora se eleva ante nosotros una cuestión: se trata de saber si, y en qué medida, la música unida a las palabras, a los gestos o a ambas cosas, puede o debe cesar de ser únicamente expresión espontánea.

La obra de arte puramente musical no nos incita a buscarla un sentido fuera de la música, por lo menos en cuanto un título o designación especial no dirija nuestra atención en un sentido preciso. Es claro que un preludio coral excluye, como tal, ciertas aptitudes profanas y que, so pena de parecer defectuoso o ridicula una la­mentación, no podrá estar escrita en un ritmo de danza, jubiloso, retozón. Ciertas indicaciones de movimiento completadas por una alusión al carácter de la obra. Alle­gro giojoso, Adagio con gran espressione, etc., necesitan una concordancia entre el carácter efectivo de la pieza y los estados de alma sugeridos por estas indicaciones; en ausencia de esta concordancia, la obra merecería evi­dentemente el reproche de falta de carácter. No es me­nos posible que los indicaciones reposen en una ilusión momentánea o en una inatención del compositor; si la música, en si misma es buena, bastará corregir la indi­cación y cambiar las designaciones de la obra, para que ésta adquiera todo su valor de arte realmente sentido. Los errores de este género son particularmente frecuen­tes en las antiguas formas de danzas, sobre el carácter de las cuales el compositor no está suficientemente in­formado y cuyos nombres ha escogido por poner algún nombre a la obra. Lo mismo sucede con las de­nominaciones como capriccio, nocturno, romanza, bala­da, etcétera, cuya significación está sancionada por el

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uso, aunque no se trate de formas claramente determi­nadas.

Si hacemos abstracción de estos errores comprensi­bles, pero no absolutamente excusables, cada obra mu­sical deberá ser juzgada en sí misma. Por poco que el autor tenga de verdadero artista, su obra será siempre la expresión sincera de sentimientos personales. El aná­lisis de estos últimos puede tener cierto encanto, o un valor pedagógico; nunca se hará bajo la responsabilidad del compositor, sino que incumbirá exclusivamente al intérprete. Se ha buscado, para las romanzas sin pala­bras de Mendelssohn, por ejemplo, una serie de poemas expresivos del estado de alma que suscita cada uno de estos trozos; no hay que decir que si la correspondencia no es siempre exacta, la falta no es imputable a Men­delssohn. Así, mientras se trata de la obra de un artista, de buena música, realmente inspirada, la verdad de la expresión es un atributo completamente natural y so­breentendido. No vacilamos en afirmar que la música no puede mentir. Sin embargo, el compositor puede invo­luntariamente salirse de la situación, o herir al auditorio por la yuxtaposición de elementos incongruentes. El aná­lisis técnico no dejará entonces de determinar la causa del disgusto (falta de consecuencia en el trabajo temáti­co, encadenamientos armónicos ilógicos, etc.), sin que que haya motivo por esto para referir a conceptos el contenido sentimental de los elementos de la obra.

Es preciso guardarse de desconocer la libertad y la independencia que la música pura ha ganado en el cur­so de una evolución que hizo de ella, sin alguna ayuda extraña, la expresión plenamente satisfactoria de la vida del alma. Sabemos que la música expresa nuestros SPJI-timientos más íntimos y los transmite al oyente más di­rectamente y más perfectamente que ningún otro arte. Sería singularmente presuntuoso pretender explicar por medio de palabras lo que ella expresa. Si las palabras

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EDITOR 2 3 , Calle de la Paz, 2 1

M A D R I D

pueden informarnos sobre los objetos o sobre los acon­tecimientos que nos conmueven y que la música es in­capaz de designar, no podrán jamás igualar a la música en la expresión de la emoción misma.

Tal concepción de la música pura (que jamás ostentó mejor su nombre) ¿cómo puede conciliarse con el origen vocal de tocios los valores estéticos musicales? Vischer-Koestlin, afirma muy bien (AeslJieük, III, 2 IV, página 980), la mayor concentración, la más completa subjetivi­dad de la música vocal, opuesta a la música instrumen­tal: «Cantar y tocar, dice, son expresiones populares y en realidad, muy exactas, que corresponden a los dos géneros de música. La música vocal canta: resultado de la expresión directa y espontánea de un sentimiento; no encierra ni propone nada más que esta manifestación in­mediata del sentimiento. Es completamente íntima y subjetiva, pues el sentimiento, la emoción profunda apa­rece en ella con toda la realidad y espontaneidad de que jamás fue capaz el arte; este sello, esta explosión de un sentimiento, son precisamente el único fin del arte vo­cal la imaginación creadora de forma, no hace aquí sino procurar al sentimiento la facultad de expresarse a sí mismo. La música instrumental, por el contrario, toca: la imaginación sensitiva se encuentra aquí en frente de un órgano cuya facultad sonora ha descubierto, o al cual ha conferido esta facultad por una intervención mecánica y consciente. El hombre da a este órgano sonoro una impulsión, y si es posible también, que sea impulsado por el sentimiento que tiende a expresar en el lenguaje de los sonidos, este sentimiento no aparece de una ma­nera tan inmediata, tan espontánea como en el canto. El mecanismo no sigue de tan cerca al sentimiento interior, no le encierra como la voz. Alguna cosa de la esponta­neidad y de la profundidad de la expresión se pierde por el hecho de la transmisión mecánica de las sensaciones musicales, tanto más, que la masa del órgano sonoro

* . E X , o

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ofrece una resistencia apreciable. Por último, este órga­no es siempre una entidad que produce desde luego, no el sonido del hombre, sino el sonido propio (!); por lo tanto, no puede haber sino reproducción, no ya expresión directa del estado de alma en el cual se encuentra el su­jeto. Es preciso notar igualmente que el instrumentistano está sumergido él mismo en el sonido que produce, no forma un cuerpo con él; le considera como un objeto fuera de él. No procede, pues, como un productor (!) in­mediato, sino más bien como un pensador o como un observador. Los sonidos de los instrumentos se le apare­cen como separados de su propia subjetividad, en cuan­to figuras o imágenes cuya forma puede observar la ima­ginación y perseguir su movimiento con más libertad además de producirlo. Y precisamente por lo mismo que se trata de figuras o de imágenes, esta prosecución ofrece un interés específico En una palabra, el fin no es aquí, tanto la expresión del sentimiento como desper­tar la imaginación».

Fáciles de señalar son los errores de tal razonamien­to. En primer lugar, el canto, en cuanto no se trata úni­camente del grito de gozo o de dolor, supone, tanto como la música instrumental, una estructura artística y una actividad de la imaginación creadora. Luego, Vischer-Koestlin se representa al compositor cantando o tocando él mismo, lo que deja de ser materialmente exacto des­de el punto en que, sobrepasando el dominio de la mo­nodia no acompañada, se piensa en la música vocal po­lifónica o en la música de cámara y de orquesta. La resistencia orgánica que se opone a la realización inme­diata de las intenciones del compositor es quizá aun más grande en el estilo vocal que en el estilo instrumental. En fin, todo instrumentista convencido no dejará de pro­testar contra esta pretensión de que no se sumerge en la sonoridad creada por él y de que no es su autor di­recto.

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La definición de Vischer-Koestlin está dictada por esa convicción seguramente justa, de que la música vocal es a la vez más antigua y la más natural, mientras que, sólo un arte muy adelantado, absolutamente dueño de sus recursos, podía pensar en emanciparse de la palabra y, por consiguiente, reemplazar la voz por los instru­mentos. Vischer reconoce muy bien que la música liber­tada de los lazos de la voz humana, alcanza una liber­tad de marcha y una riqueza de procedimientos incom­parables. La música vocal, dice nuestro autor, es menos rica de formas, se presta a la expresión directa de los sentimientos. La música instrumental, por el contrario, tanto por la diversidad y la particularidad de los órga­nos de que dispone, como por la libertad con la cual los emplea, es capaz de producir las obras más diversas, más matizadas y las más vivas; permite la representa­ción objetiva de pensamientos musicales más allá de la simple expresión de los sentimientos».

Mantengamos nuestra afirmación primera, según la cual, toda música cuyo fin no es representar algún obje­to es, en primer lugar, la expresión absolutamente sub­jetiva de sentimientos y, en segundo lugar, una creación del arte. Llegaremos entonces a una conclusión opuesta a la de Vischer-Koestlin, pues la música instrumental pura es subjetiva en un grado más alto que la música vocal. No olvidemos, en efecto, que no se puede admitir la existencia de una música vocal sin palabras; por lo menos, cada uno tiene la sensación de que el canto sin palabras es de esencia instrumental. El hecho de que en último resultado la palabra desaparece de nuevo ante la expresión puramente sonora del sentimiento, pues la palabra es ya una fórmula convencional, nos guiará a través del laberinto de los contrastes y nos conducirá, desde el grito espontáneo de gozo o de dolor, a las for­mas más elevadas de la música instrumental.

La unión del sonido y de la palabra es una etapa tan

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larga como indispensable, en la evolución gradual de los procedimientos de la expresión musical. Ahora bien, como el lenguaje es inseparable de la fonación, podemos representarnos teóricamente, por lo menos, un estado primitivo en el que canto y lenguaje no habrían sido sino una sola y misma cosa (Riemann, Wurzelt der musikalis-che Bhytmus im Sprachrhytmus? ( Viertelja7iressckrift f. M. W. II, páginas 288 y siguiente).

Sea lo que fuere, lenguaje y música tienen dos ele­mentos de común, a la vez constantes y de la más alta importancia: la cadencia sonora y el ritmo. No nos asombraremos de saber que el lenguaje ordinario de la conversación, tanto como el lenguaje amplificado de la declamación, observan involuntariamente un ritmo re­gular, análogo al de la música.

Es más, en el fondo trátase, en ambos casos, de las mismas unidades de tiempo, mantenidas de acento en acento, de cesura en cesura, y no sorprenderá que con­sideremos comO justa nuestra definición del ritmo. Pero el lenguaje, aun cuando no sea más que simple prosa, va más allá de esta ordenación de sílabas más o menos nu­merosas (según se habla más deprisa o más despacio) en espacios de tiempo próximamente iguales; diferencia constantemente, en los idiomas germanos más aun que en los latinos, los valores métricos (fuerte y débil) de los sílabas aisladas, aun en el movimiento más rápido. Estos valores métricos, acentos diversos y falta de acento, son cualidades inherentes a la palabra, elementos constituti­vos de su significación, con el mismo título o casi con el mismo título que las sonoridades sucesivas de que se compone.

El elemento fonético propiamente dicho, la cadencia, o si se quiere, el cambio de entonación, parece obede­cer, por lo menos en las lenguas actuales, a reglas me­nos fijas.

Sin embargo, a despecho de su carácter variable,

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ofrece naturalmente un valor musical más considerable aun que el elemento métrico (1).

De esta inmanencia de elementos rítmicos y fonéticos en el lenguaje, y sobre todo en la poesía que los ordena artísticamente, resulta, en primer lugar, para la música, que, bajo forma de canto, se une al lenguaje una serie de caracteres determinados. Es decir, el revestimiento musical de un texto no es una creación absolutamente libre; está sometido a ciertas condiciones que le impo­nen los elementos musicales del lenguaje. Si es verdad que, conforme a la necesidad que todo hombre experi­menta de expresar sus sentimientos, el canto se esfuer­za por expresar a su manera el contenido de las pala­bras, no puede, sin embargo, obrar con una libertad ab­soluta, pues debe respetar la prosodia del texto. Poeta y cantor eran en otro tiempo una sola persona; las dos formas de expresión del sentimiento corrían simultánea­mente de uña misma fuente. Sin embargo, la posibilidad de un conflicto de los dos procedimientos se imponía ya, o pbr lo menos, la influencia del uno sobre el otro y la restricción de su recíproca libertad. Pero más tarde, y aun en nuestros días, en que es excepcional encontrar al poeta y al músico reunidos en una misma persona, y en que, aun cuando esto suceda, el poeta prepara en cierto modo el trabajo del músico, la cuestión reviste una agu­deza mayor aun. Hasta se desdobla. Se trata de saber, en primer lugar, si las dos formas expresivas se alian realmente, sin rozar nuestra sensibilidad estética y sin tener que sufrir la una por la otra, y, en segundo lugar, si la música expresa verdaderamente lo que la poesía

(1) Z immermaim, en su Aesthetik (II, pág. 339), afirma la pre­ponderancia del e l e m e n t o fonét ico en la s l enguas lat inas de la Europa Meridional, por opos ic ión a l a s l enguas anglo sajonas de la Europa septentrional .

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describe por medio de las palabras. El problema no con­siste, por lo tanto, simplemente en la corrección de la prosodia, sino también en la expresión adecuada del sentido mismo de la frase. La característica ocupa el lugar de la simple verdad, como una propiedad nueva de la expresión musical. Sin dejarnos llevar a remotas digresiones históricas, debemos sin embargo demostrar que el libre desarrollo de las formas musicales puras, ha encontrado durante largo tiempo un obstáculo muy grande en esta sujeción de la música a la palabra. Sin embargo, la música de la antigüedad clásica parece ha­ber descubierto ya la vía que conduce de la melodía es­trictamente silábica (con uno, o a lo más dos o tres soni­dos por sílaba) a la melodía enriquecida con ornamentos diversos. ¿Qué es, la tendencia de la expresión musical a ir más allá de los límites trazados por el texto literario, sino la aparición primera de la música pura? Ya se tra­te de cantos eclesiásticos cristianos de los primeros si­glos de la Edad Media (por lo menos en cuanto no son de origen griego o hebraico), o más tarde de las melo­días de los trovadores, de los troveros y de los Minne-sanger, encontramos en todas partes este deseo de am­plificación de la melodía por la ornamentación de las líneas esenciales que suministra la cadencia del texto mismo. Y aun los cantos de los virtuosos de la antigüe­dad nos son descritos como tales.

Hasta la aparición de la notación proporcional (en el siglo xn), el ritmo del texto domina al de la melodía, a tal punto, que se abstiene de notar el ritmo musical. Hasta se puede decir que esta relación de identidad absoluta de los dos ritmos, poético y musical, se mantiene en la monodia, tanto profana como religiosa, hasta el fin de la Edad Media (P. Runge, Die Sangesmeisen der Golmarer Handschrift (1896) y H. Riemann, Die Melodik der Minne-saenger (MusikaliscJie Wochenblatt, 1897).

La invención de la notación proporcional, es decir, la

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indicación de las duraciones relativas de los sonidos por la forma de las notas, abre una nueva era y decisiva en la historia de los procedimientos de la expresión musi­cal. En efecto, esta notación es el signo exterior de la primera emancipación del ritmo musical; casi libertado de los lazos que le unían a la poesía, y hasta de la acen­tuación de la palabra, marca el principio de la evolución de la música como arte especial, de la música pura. Por lo menos el lazo de estas dos clases de ritmo se hace más débil, de suerte que, en el siglo xv ya, las partes de las misas polifónicas cuyo texto es poco abundante (Kyrie, Santus, Benedictus), reciben un revestimiento musical muy desarrollado, casi por entero independiente de la declamación del texto y basado en principios puramen­te musicales. Si en este caso, la posibilidad de una de­clamación defectuosa desaparece casi por completo (!)... es, por el contrario, tanto más necesario que los senti­mientos determinados por el texto estén claramente ex­presados por las fórmulas musicales; así será, en el Kyrie, la oración del pecador arrepentido, en el Sanctus el canto jubiloso de alabanza, en el Benedictus. la adora­ción mística. Se comprende la importancia de esta tran­sición histórica, de esta preparación graduada de la mú­sica con facultad de expresar los diversos movimientos del alma, sin el socorro de un texto. Y, en efecto, he aquí llegar el tiempo en que los instrumentos no serán únicamente utilizados para sostener y reforzar la voz, sino que la reemplazaran por momentos o de una mane­ra continua. Gran cantidad de obras profanas, y aun re­ligiosa del siglo xvi, llevan como subtítulo esta indica­ción «Para cantar o tocar, en toda clase de instrumentos».

Hay costumbre de decir que la música instrumental revela claramente, en sus principios, hacia el 1600, su origen vocal. Me parece que sería más exacto decir que la polifonía vocal de los holandeses es ya instrumental en alto grado, y que no es, en suma, vocal, sino en cuanto

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está materialmente ejecutada por voces. Hoy nos deja­mos fácilmente inducir a error por las duraciones apa­rentemente muy largas de las formas de notas que esta­ban entonces en uso (las blancas y las negras eran gene­ralmente los valores más breves). Pero cuando en el siglo xvn, fueron los organistas y los maesiri al cémbalo los que desplegaron la actividad creadora casi monopo­lizada hasta entonces por los chantres y maestros de ca­pilla, se vio surgir de repente, en la notación proporcio­nal, los valores de las tablaturas familiares a los orga-

, nistas. Las semicorcheas y las lusas están a la orden del día, y los grandes valores de otro tiempo desaparecen casi enteramente; de suerte que la apariencia de una figuración más viva se manifiesta, aun cuando la obra está todavía concebida al estilo antiguo.

La polifonía de los holandeses y de v los italianos del siglo xvi se había alejado mucho de las formas resul­tantes de la unión de la palabra y del sonido; había rea­lizado los principios de una estructura puramente musi­cal, es decir, instrumental. La oposición que se eleva contra ésta es la mejor prueba. La lucha declarada contra el contrapunto, por la adopción de un estilo nuevo, remon­tándose a los procedimientos antiguos de la composición, no es más que una reacción en favor de la acentuación estricta del texto, acentuación considerada como el pri­mer factor, el elemento original de la melodía, una reac­ción que reducía la parte de la música en el canto, en una medida tal, que jamás la había experimentado hasta entonces probablemente (!). El recitativo encontrado por este procedimiento no se diferencia del discurso simple­mente hablado, sino por la fijación de los grados de la gama sobre los cuales se declama el texto. Renuncia a toda expresión musical del sentimiento paralela a la del lenguaje, y se presenta como una forma realmente nueva de la música vocal, tomando lugar al lado de la que existía ya antes. La nueva especie de monodia di-

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fiere de la antigua, no sólo por una gran atenuación y hasta supresión de la melodía propiamente dicha, sino también por un acompañamiento instrumental en forma de acordes (bajo numerado), completamente desconocido de los antiguos. Como era de esperar, la reforma fracasó completamente, en el sentido de que desacreditó en par­te solamente la polifonía, pero no llegó a ponerse al en­riquecimiento puramente musical de la melodía. Hubo entonces, paralelamente, una serie de estilos diversos de música vocal, luego su imitación cada vez más diferen­ciada de los modelos, en el dominio instrumental. He aquí primeramente el estilo vocal polifónico (alia Pales-trina), cultivado por los conservadores, luego el estilo de recitativo que contrasta más fuertemente con el anterior, luego el estilo puramente musical, en el cual melodía y ornamentos tienen libre curso (aires de fiorituras) y que, como el recitativo, no estaba sostenido al principio sino por simples acordes rígidos; he aquí por último el estilo concertante nacido, en esta misma época (concerlos de iglesia de Viadana), de la duplicación y el aumento nu­mérico de las partes melódicas. Y aun hay que añadir a esto los equivalentes de estos estilos, en el dominio ins­trumental puro, con la sola excepción del recitativo. La imitación del recitativo por la música instrumental no hizo apenas su aparición hasta el curso del siglo xvin. Es claro que, por lo demás, el recitativo instrumental es en el fondo una monstruosidad, especie de música vocal fingida que se destaca como si renunciase a una forma melódica independiente, para hacer resaltar más clara­mente los acentos de palabras imaginarias.

No hay mucho que razonar, desde el punto de vista estético, sobre el recitativo. Desde su creación teórica por los fundadores florentinos de la ópera, su técnica se ha transformado, se ha desarrollado libremente, aproxi­mándose cada vez más a la cadencia real del lenguaje, pero utilizando naturalmente intervalos musicales tanto

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más grandes cuanto más poderoso era el sentimiento expresado por el texto. Esto es muy natural, si se piensa en la cantidad exorbitante de obras escénicas que, desde 1625 a 1750 sobre todo, ejercitaron el verbo de los com­positores y el interés del público. La claridad del siste­ma tonal, el encadenamiento cada vez más libre y más perfecto de las armonías, dieron al compositor la facul­tad de abandonar las fórmulas tonales estrictas de la melodía propiamente dicha. La ilusión de lo natural, de la sencillez del discurso se hace más completa, a despe­cho de la complicación creciente de los procedimientos artísticos empleados. Ciertamente los antiguos composi­tores de óperas se aplicaron ya a dar al recitativo una forma tan semejante cuanto es posible al lenguaje habla­do; si sus tentativas fueron las más veces frías y torpes, es porque no disponían aún del sistema enarmótico-cro­mático de origen más reciente.

Lo que desde luego llama la atención en el recitativo, es la vuelta a la acentuación estricta de la palabra, con el deseo, rara vez realizado, de suprimir toda estructura métrica. La progresión, tan pronto rápida como lenta del discurso, permite evitar, en apariencia por lo menos, la formación de compases o de períodos, y da nacimien­to a una especie de prosa musical. Pero como el recita­tivo no puede prescindir de los grados fijados del sistema musical, la expresión musical propiamente dicha se ofre­ce a él con toda naturalidad, tanto más cuanto que la armonización da a cada sonido una cualidad armónica. Mayor y menor, saltos y marchas diatónicas, simples progresiones a través del acorde o la gama tonal y progresiones artificiales, gracias al empleo de sonidos disonantes, son otros tanto elementos que permiten bus­car en el recitativo, hasta cierto punto, la característi­ca.—La descripción musical propiamente dicha no está excluida, pero no se trata, naturalmente, sino de la des­cripción de la palabra, cuando, por ejemplo, se eleva, está

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ilustrado por un intervalo ascendente, y cuando cae, por un intervalo descendente. Si el abuso de tales proce­dimientos de descripción musical se hace fácilmente r i ­dículo, su uso moderado se impone. Hasta se puede decir que en ciertos casos en que la simple declaración apela ya a estos procedimentos, sería un error renunciar a ellos en el recitativo musical (tal, precisamente, el caso en que se eleva o desciende).

La historia del estilo imitativo nos revela particular­mente la medida en que la música vocal ha contribuido a la elaboración de los procedimientos de expresión de la música pura. Cuando la escritura polifónica pasa de la ejecución simultánea de un mismo texto a la entrada sucesiva de diferentes voces cantando las mismas pala­bras, encuentra de un solo golpe, el más importante, la imitación, y le hace llegar aún, en ocasiones (en el si­glo xvín ya), hasta la forma del canon. En efecto, si se admite que la melodía sea inspirada por la acentuación normal del texto, nada más natural que repetir, para las mismas palabras, una melodía idéntica, o tan análoga a la primera como sea posible. Es cierto que, de una ma­nera general, la técnica de la escritura polifónica se opone a la continuación de la imitación estricta; por esto es por lo que los compositores de nuestros días, como en los primeros tiempos del estilo imitativo, se contentan con la imitación estricta al principio de las principales subdivisiones del texto. Cada una de éstas obliga al compositor a introducir un motivo nuevo que es imitado a su vez, cuando las diferentes voces se apo­deran de las nuevas palabras. Esta forma, perfectamen­te justificada desde el punto de vista vocal, está, pues, en sus principios, muy alejada del estilo instrumental; no por esto deja de ser, en este territorio, una de las for­mas más antiguas cuya huella se halla conservado (ri-cercar). Le estaba reservado al arte instrumental aban­donar la introducción frecuente de nuevos motivos, que

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necesitasen palabras nuevas, y reemplazar el fracciona­miento de una serie de imitaciones de diferentes moti­vos por el desarrollo consecuente de uno o dos motivos solamente. Hallada de este modo la forma de la fuga, sólo más tarde, pasó de nuevo, de la práctica instrumen­tal a la vocal; pero llegó a renegar de los principios de su origen, tolerando la disposición de textos diferentes sobre un mismo motivo musical. El desarrollo libre de una melodía aislada por imitaciones sucesivas se remon­ta a este mismo origen vocal, cuando al principio del si­glo xvm ya, los primeros compositores de sonatas para un solo instrumento (violín, corneta) con acompañamien­to de bajo numerado, adoptaron este procedimiento. En defecto de otro punto de apoyo sólido, los músicos de entonces tomaron como modelo el paso de un tema al través de muchas voces, pero confiaban esta especie de fuga a un solo instrumento. El trabajo temático en grande reemplaza, por lo menos poco a poco, el va y ven casi informe de los pasajes en rimas y en arpe­gios.

Casi puede decirse que la escritura en imitaciones se impuso por fuerza a los compositores, el día en que em­prendieron el poner en música a muchas voces textos en prosa (misa, motete). Y como estos textos no presen­taban ninguna estructura rítmica determinada sobre la que la música hubiera podido apoyarse, ésta debió in­tervenir directamente en la creación de una forma inde­pendiente. Otra cosa era cuando se trataba de textos métricos o aun rimados, encontrando en ellos la música un fundamento más o menos perfecto sin duda, pero so­bre el cual no había sino edificar. El mantenimiento de una misma especie de estrofa tiene por consecuencia natural el mantenimiento de una misma melodía. Los poemas rimados muestran como con el dedo el parale­lismo de los versos que riman y la facultad de utilizar, para estos versos, fragmentos melódicos inéditos o ana-

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CARACTERÍSTICA MUSICAL Y MÚSICA DESCRIPTIVA 269

logos (transportados), o también modificados de una ma­nera cualquiera. Del mismo modo que en las combina­ciones precedentes, la cadencia musical se adaptaba a la acentuación de las palabras, y que la expresión pura­mente musical provenía de la asimilación al sentido de las palabras, del mismo modo aquí nos encontramos en presencia de elementos formales importantes que el tex­to dicta a la música. Es claro que la adaptación estricta de la música a la estructura de las estrofas poéticas im­pide, en cierta medida, a la expresión musical penetrar hasta el sentido de la palabra y aun de la frase. La com­posición estrófica no permite a la música expresar el poema sino en su conjunto, la libera en el más alto g ra ­do de toda forma que no sea la que resulta de principios puramente musicales. Aquí también, como se ve, la poesía sirve sin embargo de guía a la técnica musical y participa activamente en su desarrollo. En efecto, un arte que no se ha ensayado aún a crearse a sí mismo, corre el peligro de permanecer en estado amorfo y acepta todas las ayudas que se le ofrecen. El metro poé­tico y la rima son, es verdad, procedimientos musicales; pero como en principio no existe música pura, se com­prende sin trabajo que la forma musical se adhiera a ta­les elementos. He tratado de demostrar anteriormente (Katechismus der Gesangkomposition, Leipzig. M. Hesse, 1881) la relación que existe entre un texto poético y su revestimiento musical, mostrando que el esquema métrico (sobre todo por el hecho de lárima) es el pri­mer elemento determinante de la forma y suministra, por consecuencia, un apoyo importante, perú que este esquema concreto, encerrando acentos pasionales, en contradicción con los acentos métricos, aparece nota­blemente transformado desde el punto de vista de la de­clamación.

La forma musical recibe de este modo nuevas y di­versas impulsiones que el canto estrófico y popular pue-

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270 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

de descuidar, pero a las cuales el canto artístico se en­trega sin reserva.

En cuanto a la imitación de los motivos de menores dimensiones, imitación de la cual las formaciones temá­ticas, así como lo hemos visto no pueden prescindir, es preciso buscar su origen, no en la música vocal, sino en la danza. Es verdad que en otro tiempo la danza iba las más veces acompañada del canto, a menos que nos remontemos hasta los pueblos primitivos que no regu­laban sus danzas, sino por la acentuación de un ritmo. Pero la misma danza, con su repetición continua de mo­vimientos idénticos que se suceden regularmente y a in­tervalos próximos, requiere naturalmente la imitación musical de motivos muy cortos. El lenguaje no ha ensa­yado de otro modo que por medio de el pie métrico, el en­contrar un procedimiento análogo a'l de las imitaciones muy fragmentarias; la música, por el contrario, casi en todo tiempo ha hecho uso abundante de los medios de que disponía para imitar una fórmula sin repetirla servilmente.

La danza es un gesto y, como tal, la expresión es­pontánea del sentimiento, al igual que la música; nada más natural, por consiguiente, que reunir los dos proce­dimientos de expresión. Si la expresión sonora del sen­timiento no estuviera en su origen muy alejada de lo que llamamos un arte musical; si en lugar de ser en realidad el resultado final de una larga evolución, la música pura hubiese existido en toda su plenitud desde el principio, la asociación del gesto y de la música no hubiera tenido indudablemente necesidad del lazo de la palabra cantada. Lejos de querer perdernos en hipóte­sis, deseamos comprobar solamente la antigüedad de la danza cantada, y recordar las pruebas que Carlos Bu-cher dio de la existencia del canto de trabajo rimado. Ahora bien, la danza no es una manifestación tan dis­tinta del trabajo como podría creerse. ¿No es un esfuer-

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CARACTERÍSTICA MUSICAL Y MÚSICA DESCRIPTIVA 271

zo hacia el placer? Parece muy verosímil que la poesía no tenga otro origen que la influencia del trabajo, acompañado del canto sobre el lenguaje, y que los dife­rentes tipos del verso resulten de los ritmos del trabajo y de la danza. Sería preciso entonces hacer remontar a la danza una parte de los elementos de la música pura, cuya clave nos daría el lenguaje, a saber, la analogía de estructura de los fragmentos melódicos paralelos, tal como resulta de la disposición de las estrofas y de la si­metría sonora de los versos. Además, la danza despier­ta la idea de la imitación en pequeño, del desarrollo, mo­tivo por motivo. Sábese la importancia considerable de la danza en la evolución de la música instrumental. En el momento de la emancipación de esta última (después de 1600), existía paralelamente una serie de danzas de caracteres distintos, danzas cuya marcha procedía natu­ralmente de los movimientos ejecutados por los danzan­tes. Simples o complicados, rápidos o lentos, graves o graciosos, lánguidos o agitados, estos movimientos com­ponían en su conjunto la pavana, la sarabanda, la guiga. Pero el lempo no bastaría a caracterizar estos diferentes tipos de danzas, puesto que conocemos la posibilidad de una figuración rápida del adagio, o de una progresión en notas de larga duración, en el allegro. Es preciso, pues, recurrir a este fin, a la colaboración de todos los factores de la expresión musical. El carácter impreso a cada danza por el conjunto de los gestos que la consti­tuyen, o mejor aún, la fórmula pantomímica de cada danza, conduce forzosamente al compositor a buscar para ella una forma de expresión musical adecuada. La danza sirve entonces de guía a la estructura musical, en la misma medida y con la misma seguridad que la poe­sía. Los maestros de composición del siglo xvni insistían todos sobre el valor de los diferentes tipos de danzas, en cuanto ejercicios de escritura musical. Aquí se ad ­vierte de nuevo la importancia de la característica mu-

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272 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

sical, en el acuerdo entre la expresión efectiva de la mú­sica y la que le impone su asociación con la danza. Pero es claro que también aquí el ritmo y el te?npo, o la mar­cha general una vez dadas, el desarrollo de la expresión musical estará restringido a ciertos límites. Lo que la danza expresa con sus modestos recursos, la música podría expresarlo de una manera mucho más rica y va­riada, si no estuviera obligada á respetar íntegramente los procedimientos musicales que la danza le" impone en la asociación a que está sometida.

Compréndese, pues, el valor educativo inmenso que conviene atribuir a este encadenamiento durante siglos, durante millares de años, de la expresión musical a la poesía. Es esta una razón de más para afirmar que la emancipación final de la música, su liberación, en cuan­to procedimiento independiente de expresión de senti­mientos, no es un fenómeno pasajero, sino que marca el principio de un nuevo período en el cual el arte musi­cal ha alcanzado el apogeo de su desarrollo hasta el día. La música no tendría verdaderamente que volver de nuevo a sus antiguos guías para implorar su socorro, sino cuando fuese probado que no sabía hacer uso de su libertad, que marchaba con paso incierto por el camino que se le abre. ¿Tales suposiciones serían posibles des­pués de un Haydn, un Mozart y un Beethoven?

Otra es la cuestión de saber si, continuando aliándo­se a las demás artes, la música pura no llega a enrique­cer sus recursos y a alcanzar un fin más elevado. Y otra distinta la de investigar si una asociación de clos o tres artes enérgicas (música, poesía, representación escéni­ca), yendo en cierto modo de la mano, no pueden produ­cir efectos más poderosos o simplemente tan poderosos como la música sola o, por último, efectos distintos de un valor estético real. Para mí se trataba primeramente de probar que la música instrumental pura ha sacudido los lazos que la unían a la poesía y a la danza, que ha

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CARACTERÍSTICA MUSICAL Y MÚSICA DESCRIPTIVA 273

llegado de esta suerte a la libertad completa en el des­arrollo de sus recursos y que, por esta misma razón, ocupa entre las diferentes categorías de música el grado más alto. Espero haberlo probado. Parece además re ­sultar de nuestras disputas la certidumbre absoluta de que ningún arte ha alcanzado, ni de lejos, esta facultad propia'de la música (de la música pura), de expresar los destinos de nuestro ser íntimo.

Los que niegan la posibilidad de una evolución ul te­rior de la música pura, o el valor de su existencia inde­pendiente, parten de la concepción falsa y suficiente­mente refutada de que la expresión y la característica son cosas idénticas. «Toda música que no representa una idea determinada no tiene razón de ser». He aquí una proposición más verdadera en su forma que en su intención, pues los autores de esta afirmación quieren pretender que el compositor debe representar musical­mente un objeto determinado, que debe establecer un programa para su obra musical, y que este programa debe poder expresarse con palabras. Ahora bien, esto es falso. Ya hemos insistido constantemente sobre la necesidad, para la obra de arte, de expresar un movi­miento del alma. Pero lo que es injusto es exigir que este movimiento se pueda expresar con palabras, que sea definible como un concepto, y esta exigencia es in­justa, por que el poder expresivo de la música es harto superior al de la poesía. No se podría impedir a nadie que expresase bien por sí, en términos concretos de un orden cualquiera, los sentimientos que encierra, por ejemplo, el primer tiempo de la novena sinfonía de Bee­thoven; podría quizá aproximarse a la verdad hasta cierto punto, gracias a las analogías que la música ofre­cerá con la de las obras en las cuales se alia con la pa ­labra para interpretarla; en fin, no podría desconocerse el valor educativo de ciertos ensayos de análisis estético de las grandes obras de arte. Pero lo que siempre nos

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9 , £ 3 , Cali

EDITOR

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274 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

negaremos a admitir, es que el análisis yerbal, aún el más explícito, pueda expresar en su totalidad el conte­nido de la obra. Toda tentativa de. formular por medio de palabras la expresión musical debe forzosamente couducir los elementos generales, universales, a una forma limitada y concreta, y, de otra parte, favorecer la disolución de elementos precisos y concretos en un es­tado amorfo e impalpable. Por esto es por lo que la mú­sica descriptiva, que tiende a expresar un objeto espe­cialmente por el programa, no puede pretender que asigne a la obra de arte un fin más elevado. La música escrita en esta intención expresará siempre más de lo que debe, sin realizar plenamente, por otra parte, el fin que se propone; traspasará los límites del programa, a despecho del compositor, y dejará en ella, sin embargo, vacíos. Su papel no será nunca más que el que desempe­ña asociándose efectivamente a la poesía en el lied o en la ópera; en efecto, mientras generaliza aquí el elemento concreto que le suministra el poema o la escena esfuér­zase allí por representar por sí misma este elemento, continuándole, de lo que es absolutamente incapaz.

Desde que la música adquiere conciencia de sí mis­ma y se crea formas de expresión personales, su papel cambia en el conjunto de las artes con que está aliada, y ante todo, se divide en dos elementos distintos: el can­to y el acompañamiento instrumental. ~EXÍ cuanto canto es naturalmente, tanto antes como después, la expresión musical de los sentimientos que encierra el texto; como acompañamiento, por el contrario, sirve a los más diver­sos fines. Ya se trate pues, del lied o de la ópera, del oratorio, de la cantata o de otra forma vocal con acom­pañamiento instrumental, la música participa por lo me­nos de dos maneras diferentes en la elaboración dé la obra de arte. Pero toda palabra, es decir, toda música vocal no es, en Jas obras musicales dramáticas como en la composición religiosa o en el lied, la expresión directa.

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CARACTERÍSTICA MUSICAL Y MÚSICA DESCRIPTIVA 275

de los sentimientos del compositor; es más bien la ex­presión de los sentimientos de tal o cual personaje del drama. Es preciso, por lo tanto, añadir a las exigencias de una expresión musical adecuada, de una declamación correcta del texto, la de una característica verdadera y consecuente de los personajes en cuestión. Las mismas palabras tienen un sentido muy diferente, un valor com­pletamente distinto, según el carácter de los personajes en cuya boca se colocan, y según la situación que tales personajes ocupa en el conjunto de la acción. No bastan capacidades musicales generales para encontrar aquí, con seguridad, la expresión justa, es preciso además, un sentido crítico refinado y un gusto depurado. En fin, el compositor debe poseer esa rara facultad de abstracción total de su propia personalidad, y de penetración en el mundo de los pensamientos y sentimientos del persona­je que tiene que crear. Habrá de guardarse bien de con­siderar el carácter en cuestión como si se colocase ante él, como un modelo para el pintor; pues se privaría así de la ventaja de dejar obrar a la música directamente según su propia esencia. El compositor, como más tar­de el cantante intérprete del papel que le está confiado, tendrá, por lo tanto, como primer deber, el de identificar­se con el personaje de que se trata, únicamente enton­ces se expresará con verdad. Esta tarea, que no es fácil ya por sí misma, se complica y se diversifica en los dúos o los fragmentos de conjunto, en las que diferentes per­sonajes aparecen uno después de otro o simultáneamen­te. Compréndese fácilmente que el compositor de obras escénicas debe tener la madera de un mimo; de lo con­trario, quedaría reducido a la pura construcción teórica o a la imitación servil. Sin embargo, no debe olvidarse que el carácter personal del compositor no se toma aquí directamente en cuenta. Sólo el músico que no tiene nin­gún, talento de mimo y que es incapaz de salir de sí mis­mo, dibujará más o menos cada personaje a la luz de su

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276 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

mismo temperamento; pero entonces demostrará preci­samente que no nació dramaturgo. Esta abstracción por el autor de su propia personalidad,no es necesaria en el lied ni en la balada. Es preciso, sin embargo, poseer una gran facultad de asimilación para poder adaptarse constantemente a la obra del poeta, unas veces por la ampliación del horizonte, por la tensión enérgica de su voluntad, y otras, por el contrario, por una tendencia a la moderación, a la suavidad. Si esta facultad, falta poe­mas de contenido absolutamente diferente corren peli­gro de tener una expresión musical uniforme. Así es como Mendelshon y Schummann entre otros, que ni uno ni otro tenían talento dramático, poseían en escasa ma­nera esta facultad de acomodación de su sensibilidad a la del poeta, mientras Schubert encontrábase en absolu­ta comunidad de sentimientos con el poeta, en cuanto la obra de este último excitaba su imaginación.

Hasta aquí, y a pesar de la posibilidad entrevista de una falta de característica, hemos quedado en el territo­rio de la música considerada como expresión. Cuando se trata del acompañamiento instrumental del canto, la música puede limitarse al papel de soporte armónico; no hace entonces más que completar, mediante procedi­mientos instrumentales, lo que la voz expresa. Por lo de­más, puede compensar la restricción que las palabras del canto imponen a su poder expresivo, dando al acom­pañamiento un valor independiente, profundo y musical­mente expresivo; entonces tendrá libertad para 'expre­sarse en cuanto música pura, marchando paralelamente con la música vocal que interpreta ya el poema, o por lo menos su libertad no será entorpecida sino por obs­táculos técnicos fáciles de vencer. Aquí también la música es sólo expresión. Pero el acompañamiento instrumen­tal puede también detallar, puede, mejor que la melodía vocal, penetrar el sentido especial de cada palabra y hacerse de este modo descriptiva; puede imitar, por

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CARACTERÍSTICA MUSICAL Y MÚSICA DESCRIPTIVA 277

ejemplo, el rumor del viento en las hojas, el murmullo de las olas, el estampido del trueno o el chispazo del rayo; o también emanciparse totalmente de las palabras de la parte vocal y completar (en la ópera) la decoración y la mise en scene o reemplazarlas en el lied, el orato­rio o la cantata. Es más, puede pintar musicalmente una escena que ocurre mientras el cantante expresa tal o cual sentimiento; así sería, por ejemplo, el paso rítmi­co de una tropa que avanza o las quejas de un herido, o bien la aspiración de una plegaria que el personaje r e ­presentado por la parte vocal se niega a oir, etc., etcé­tera. En todos estos últimos casos la parte de acompa­ñamiento entra directamente en conflicto con la parte vocal, ya despliegue su facultad de imitar lo que es alu-dible o visible, o como en nuestro último ejemplo, el sentimiento expresado directamente por ella se encuen­tre en oposición con el que afirma la parte del canto. Pero de todas maneras, el conocimiento de la situación que revelan- la escena y las palabras cantadas llega a ser una condición esencial para la comprensión de este empleo simultáneo de elementos musicales heterogé­neos. En defecto de esta condición, el peligro de una grosera equivocación sería tal, que se guardaría bien de arriesgar estas combinaciones. Y si, a pesar de todo, el compositor lo hace, obra únicamente bajo su propia responsabilidad.

Acabamos de indicar aquí, en su aspecto exterior por lo menos, el valor de la música llamada descriptiva o de programa. Mientras que el compositor no reclama sino la comprensión de las grandes líneas de una carac­terística general cuyo programa suministra la clave (ya se trate de un estado de alma o de una acción que r e ­presentan ciertos procedimientos de música descriptiva) el oyente le seguirá sin pena, y la obra tendrá, por con­siguiente, justificación. Pero a poco que se deje llevar a detalles excesivos, y suscite el peligro de tomar por ex-

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278 ELEMENTOS DE ESTÉTICA MUSICAL

FIN

presión de sentimientos lo qué es simple representación o viceversa, fracasará, y la impresión deseada no se pro­ducirá. Por esto es por lo que podemos suscribir ente­ramente la opinión que Franz Listz formula en su estu­dio sobre la sinfonía de Haroldo en Italia, de Berlioz: «El programa no tiene otro fin que indicar, en cierto modo, el campo intelectual de la obra, y preparar a las ideas y a los sentimientos que el compositor ha tratado de personificar en ella. Es ocioso, infantil, y, a las más veces falso, redactar un programa ulterior y querer explicar el contenido de una obra instrumental, pues en este caso la palabra destruiría (!) todo el encanto, p ro­fanaría los sentimientos y quebraría las tenues fibras del alma que se revela bajo esta forma, precisamente por que no puede expresarse por medio de palabras, de imágenes o de conceptos». Por otra parte, es claro que el maestro es dueño de su obra, que puede haberla con­cebido bajo la influencia de impresiones precisas, las cuales puede querer que las conozca el oyehte. «El mú­sico poeta, quiero decir, el autor de poemas sinfónicos, se impone la tarea de presentar claramente una imagen cuyo sello está claro en su espíritu, una serie de estados de alma de que se da cuenta con precisión y seguridad absolutas. ¿Con qué derecho le impediremos el uso del programa para facilitar la comprensión perfecta de su obra?

Ciertamente, hay que admitir lo bien fundado de este deseo de ser comprendido a toda costa. Pero aun supo­niendo que el procedimiento propuesto tenga éxito, no será esta una razón para considerar a la música que se vale de este recurso en un sentido derivado, como supe­rior a la que se mueve en la esfera de su destino pro­pio, y no quiere representar nada más de lo que es en si y por si.

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Í N D I C E

Páginas

CAPITULO PRIMERO

La estét ica 1

CAPITULO II

E l arte ?

CAPITULO I I I

La música 21

CAPITULO rv

De la entonac ión del son ido 31

CAPITULO V

El t imbre - 59

CAPITULO VI

Dinámica y agógica 75

CAPITULO VLI

Las fuentes del arte 93

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280 ÍNDICE

Págs.

CAPITULO VIII

Esca la tonal .—Armonía 101

CAPITULO IX

Disonanc ias .—Progres iones prohib idas . 129

CAPITULO X

La tonal idad 141

CAPITULO XI

El r i tmo 161

CAPITULO xn

E l m o t i v o . . . , 187

CAPITULO XIII

La imitac ión 207

CAPITULO XIV

Contraste, conflicto 231

CAPITULO XV

Característica mus ica l y mús ica descript iva 249

Page 295: Elementos de Estética musical por Hugo Riemann

BIBLIOTECA CIENTÍFICO-FILOSÓFICA

Tomos de tamaño 19 X 12 Aüamira.—Cuestiones modernas de His­

toria, 3. Arreat. — La moral en el dramaj en la

epopeya y en la novela, 2,50. Baldwín..—Historia del alma, 4. Binet.—Introducción á la Psicología ex­

perimental, 2.a edición, 2,50. Psicología del razonamiento, 2,50. El fetichismo en el amor, 3. Boissier.— El fin del paganismo, 2 tomos, 7. Paseos arqueológicos. Roma y Pompe-

ya, 4—N nevos paseos arqueológicos, 4. Bray.—Lo bello, 3,50. Bunge.—Principios de Psicología indivi­

dual y social, 2,50. La Educación.—Evolución de la Educa­

ción, 2,50.—La Educación contemporá­nea, 4. — Educación de los degenera­dos.—Teoría de la Educación, 2,50.

Burean.— El contrato colectivo del tra­bajo, 4.

Cosentini.—La sociología genética, 2,50. Cullerre. —Las fronteras de la locura, 3,30. Davidson. — Una historia de la Educa­

ción, 3,30. Ddbauf.—El dormir y el soñar, 3. Bitrk/ieim.—L&s reglas del método socio­

lógico, 2,50. Bdmunds y Iloblyn. — Historia de los cin­

co elementos, 3,50. Eucken.—La vida, su valor y significa­

ción, 3. Fere.—Sensación y movimiento, 2,50. Degeneración y criminalidad, 2,50. Ferrero.—Grandeza y decadencia de

Roma.—I. La Conquista, 3,50.-11. Ju­lio César, 3,50.-111. El fin de una aris­tocracia, 3,50.—IV. Antonio y Cleopa-tra, 3,50.—V. La República de Augus­to, 3,50.—VI. Augusto y el Grande Im­perio, 3,50.

Pariere.—Los mitos de la Biblia, 4. Errores científicos de la Biblia, 4. La materia y la energía, 3,50. La vida y el alma, 4. La causa primera, 3,50. El alma es la función del cerebro. Dos

tomos, 7. Flemy.—E\ cuerpo y el alma del niño, 3. Nuestros hijos en el colegio, 3. Fouillee.—La moral, el arte y la religión,

según Guyau, 4. Froebcl.—Lei educación del hombre, 4. Fustel de Coulangei —La ciudad antigua,4 Gattckler.—Lo bello y su historia, 2,50. Giraud-'J'euloii.—Los orígenes del matri­

monio y de la familia, 4. Gowy Reinach.—Minerva, 4. Greenwood.—Elementos de Pedagogía

práctica, 2,50. Grnsserie.—Psicología de las religiones, 4. Guignebert.—Manual de Historia antigua

del Cristianismo, 4. Guyau.-Génesis de la idea de tiempo, 2,50. Problemas de estética contemporánea, 4. Hampson.—Paradojas de la Naturaleza y

de la Ciencia, 2,50.

Heam.—Kokoro, 3,50. Hennequiti.—La critica científica, 2,50. Hiusdale.—El estudio y la enseñanza de

la Historia, 3,50. Ingenieros.—Sociología argentina, 4. Janet.—Los orígenes del socialismo con­

temporáneo, 2,50. Kant.— Prolegómenos, 3,50. Kant, Pestalozzi y Gaúhe.—Sobre Eduoa-

ción, 2,50. Kergomard.—Le. educación maternal. Dos

tomos, 7. Langloisy Seignobos.—Introducción á los

estudios históricos, 3. Le .&«.—Psicología de multitudes, 2,50. Leyes psicológicas de la evolución de

los pueblos, 2,50. Le Dantec.—Elementos de filosofía bioló­

gica, 3,50. Leveque-El espiritualismo en el Arte, 2,50. Lkotzky.—El alma de tu hijo, 2,50 Lichtenberger.—La Filosofía de Nietzsche,

2,50. Mauthner.—Contribuciones á una crítica

del lenguaje, 3,50. Mercante.—La Verbocromía, 2,50. Mercier.—La filosofía en el siglo xix, 2,50. Morena de Jonnes.—Los tiempos mitoló­

gicos, 3,50. Münsterberg.—Psicología do la actividad

industrial, 3. Münsterberg.—La Psicología y el maes­

tro, 3,50. Nitobe.—Bushido. El alma del Japón, 2,50 Nordau {Max).—Psico-fisiología del Ge­

nio y del Talento, 2,50. Payot.—La creencia. 2,50. Painter.—Historia de la Pedagogía, 3,50. Posada.—Política y enseñanza, 2,50. Teorías políticas, 2,50. ^¿¿«¿.—-Enfermedades de la voluntad, 2,50. Las enfermedades de la memoria, 2,50. Lasenfermedades de la personalidad, 2,50 La psicología de la atención, 2,50. La evolución de las ideas generales, 3. La lógica de los sentimientos, 2,50. Ensayo sobre las pasiones, 2,50. Ruskin.—Muñera Pulveris (sobre Econo­

mía política), 2,50 Sésamo y azucenas, 2,50. La Biblia de Amiens, 2,50 Senet.—Las estoglosias, 2,50. Sollier.—El problema de la memoria, 3,50. Spir.—La norma mental, 2,50. Taine.—La inteligencia. Dos tomos, 9. Ensayos de Crítica y de Historia, 3,50. Tardieii.—El aburrimiento, 4. Thomas.—La educación de los sentimien­

tos, 4. Thomas (V. J.)—El sexo y la sociedad, 3. Tissie.—Fatiga y adiestramiento físico, 4-Los sueños, 3. Varigny.—La naturaleza y la vida, 4. Wagner.—Juventud, 3,50.—La vida sen­

cilla, 2,50.—Junto al hogar, 3.—Para los pequeños y para los mayores, 4.— Valor, 2,50.—A través de las cosas y de los hombres, 2,50.—Sonriendo, 2,50.

Lo que siempre hará falta.— Por la ley a la libertad, 3.

Wegener — Nosotros los jóvenes, 2,50.

Page 296: Elementos de Estética musical por Hugo Riemann

T o m o s d e t a m a ñ o 2 3 X 15

BALDWIN.—Interpretaciones sociales y éti­cas del desenvolvimiento mental, 8.

BOURDEAU.—El problema de la muerte, 5. El problema de la vida, 5. BÜCHER (A".)—Trabajo y Ritmo, 7. CARIE.—La vida del Derecho, 7. CARLYLE.—Folletos de última hora, 6. CIGESY PEYRÓ.—LAS dioses y los héroes, 8. COMPAYRE. — La evolución intelectual y

moral del niño, 7. CREPIEUX-JAMIN (J).—La escritura y el ca­

rácter, 7. EUCKEN.—Las grandes corrientes del pen­

samiento contemporáneo, 8. Los grandes pensadores, 8. FOUÜLÁE. —Temperamento y carácter, 5. Bosquejo psicológico de los pueblos eu­

ropeos, 10. GARÓ/ALA.—La Criminología, 6. GUIDO VILLA. —El idealismo moderno, 5. La psicología contemporánea, 10. GUYAU.—El arte desde el punto de vista

sociológico, 7.—La irreligión del por­venir, 7.—La moral de Epicuro, 5.

HEGEL.—Filosofía del espíritu, 2 ts., 9. Estética, dos tomos, 15. HOFFDING.—Bosquejo de una psicología,

basada en la experiencia, 8.—Hist.a de la Filosofía moderna, 2 ts., 18.—Filoso­fía de la Religión, 6.—Los filósofos con­temporáneos, 5.

INGENIEROS (J.)—Criminología, 5. Psicología biológica, 6. JAMES (W.) — Principios de Psicología,

2 tomos, 20. JANET.— Historia de la ciencia política.

Dos tomos, 15. LANESSAN.—El transformismo, 5. LANGE.—Historia del materialismo. Dos

tomos, 16.

LAPIE.—Lógica de la voluntad, 5. LE BON (GUSTAVO).—Psicología del socia­

lismo, 7. LE BANTEC.—Teoría nueva de la vida, 5. LEFEVRE.—Las lenguas y las razas, 5. LOLIIE.—Historia de las literaturas com­

paradas, 6. LUBBOCK.—Orígenes de la civilización, 7. MASPERO. — Historia antigua de los pue­

blos de Oriente, 10. NORDAU.— Degeneración. Dos tomos, 12. NOVICOM (Y.)—La crítica del darwinismo

social, 6 pesetas. El sentido de la Historia, 6. PAYOT.— Educación de la voluntad, 4. PEARSON.—La Gramática de la ciencia, 8. POSADA.—Principios de Sociología, 8. PREYER.—El alma del niño, 8. RIBOT.—La herencia psicológica, 7. La psicología de los sentimientos, 8. Ensayo de la imaginación creadora, 6. REINACH.—Orfeo, 7. RIEMAUN (H.)—Estética musical, 5. ROMANES. — La evolución mental en el

hombre, 7. SABATIER.—Filosofía de la Religión, 5. SCHWEGLER.—Historia general de la Filo­

sofía, 6. SPMCER.—Ensayos científicos, 5. TARDE.—Las leyes de la imitación, 7 TOCQUEVILLE.—La democracia en América.

Dos tomos, i+. El antiguo régimen y la revolución, 5. TYLOR.—Antropología, 8. WALLACE.—El mundo de la vida, 8 ptas. WEBER (A.)—Historia de la Filosofía euro­

pea, 10. WUNDT. — Introducción á la Filosofía.

Dos tomos, 10. Fundamentos de Metafísica. Dos to­

mos, 12. XENOPOL.— Teoría de la historia, 7.

O B I R ñ S D E F O N D O

BARCIA.—Sinónimos castellanos, 8 ptas. BECERRO DE BENGOA.—La enseñanza en el

siglo xx . Un tomo en 8.° mayor, ilus­trado con 44 grabados y cuatro fototi­pias fuera del texto, 5 pesetas.

BERGSON.— Materia y memoria. (Tamaño, 19 X 12), 3*50 pesetas.

FIÍLIS (JAMES).—Principios de doma y de equitación (con 70 grabados y foto­grabados). Versión española de D. Ar­turo Ballenilla y Espinal (Esta obra está editada en francés, inglés, alemán, ruso y español). Madrid, 1901. Un tomo en 4 . 0 mayor, 75 pesetas.

GASTE (M. DE).—EL Modelo y los Aires.— (Esta importante obra, que trata de la cría caballar, contiene además nocio­nes de hipologia). Un tomo en 4 . 0 ma­yor, 10 pesetas.

GERARD (J).—Nuevas causas de esterili­dad en ambos sexos. Fecundación arti­ficial como último medio de tratamien­to. Un tomo en 8.° mayor, 5 pesetas.

HARTEUBERG.—Los tímidos y la timidez. En 4 . 0 , 5 pesetas.

LAGRANGE (DR. FERNANDO).—La higiene del

ejercicio en los niños y en los jóvenes. (Tamaño, 19 X 12), 3 p-'setas.

—El ejercicio en los adultos. (Tama­ño 19 X 12), 3(5o pesetas.

—Fisiología de los ejercicios corporales. (Tamaño 23 X 15), s pesetas.

MARCHY REUS (J. A.).—Clave telegráfica internacional. Segunda edición españo­la. Madrid, 189+. En 4. 0 , tela, con plan­chas, 2o-pesetas.

MOSSO (ÁNGEL).—La educación física de la juventud. (Tamaño 19 X 12), 3*50 ptas.

—El miedo. (Tamaño, 19 X 12), 4 pesetas. — La fatiga. En 4. 0 , con numerosos graba­

dos intercalados en el texto, 4 pesetas. PESTALOZZI (Y. E.)—Leonardo y Gertrudis.

Libro para el pueblo.) Madrid, 1913. Tamaño 19 X 12), 4 pesetas.

THOMAS.—La sugestión: su función edu­cativa. (Tamaño, 19 X iz)> *'SO pesetas.

VÁZQUEZ VÁRELA (A.)—Apuntes de Histo­ria Literaria, recopilados y ordenados de acuerdo con las lecciones de la Uni­versidad de Montevideo, anotados y modificados en parte por M. Escanden. Madrid, 1914. (Tamaño 23 X 15), 8 ptas

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