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Cadernos do CEAS, Salvador/Recife, v. 45, n. 250, p. 339-367, maio/ago., 2020 | ISSN 2447-861X CHILE DESPERTÓ. HISTORIA Y PERSPECTIVAS DE UNA INSURRECCIÓN POPULAR Chile despertó. History and perspectives of a popular uprising Susanna De Guio Universidade de Buenos Aires Alessandro Peregalli Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) / Conselho Latino-Americano de Ciências Sociais (CLACSO) Informações do artigo Recebido em 10/08/2020 Aceito em 24/10/2020 doi>: https://doi.org/10.25247/2447-861X.2020.n249.p339-367 Esta obra está licenciada com uma Licença Creative Commons Atribuição 4.0 Internacional. Como ser citado (modelo ABNT) DE GUIO, Susanna.; PEREGALLI, Alessandro. Chile despertó. Historia y perspectivas de una insurreción popular. Cadernos do CEAS: Revista Crítica de Humanidades. Salvador/Recife, v. 45, n. 250, p. 339-367, maio/ago. 2020. DOI: https://doi.org/10.25247/2447- 861X.2020.n249.p339-367 Resumen Tras un año de intensas protestas, atravesado por la pandemia Covid-19, el 25 de octubre de 2020 la población chilena decidió por plebiscito desmantelar la Constitución Nacional, aprobada en 1980 durante la dictadura de Pinochet y pilar fundamental del primer y más feroz laboratorio neoliberal del mundo. La votación planteaba dos preguntas: en la primera, relativa a la voluntad de cambiar la actual Constitución, ganó el ‘apruebo’ con el 78,3% de los votos; la segunda preguntaba acerca del tipo de órgano que debía redactar la nueva Constitución, entre una ‘Constituyente Mixta’, la mitad elegida por los ciudadanos y la otra mitad por el Parlamento entre sus miembros actuales, y una ‘Convención Constituyente’ compuesta enteramente por representantes de la sociedad civil. Esta segunda opción ganó con el 78,9% de los votos. La abrumadora victoria del ‘apruebo’ y de la ‘Convención Constitucional’ muestra la vitalidad de un movimiento que ha reivindicado el plebiscito como su propia conquista, a pesar de las muchas campanas de alarma que suenan a raíz de la forma en que se está dando este camino constituyente, tras la firma del Acuerdo de Paz Social y la Nueva Constitución el 15 de noviembre de 2019. En ese momento, a pesar de haber arrebatado al gobierno la posibilidad de reescribir la carta constitucional desde cero, el evidente intento del ejecutivo y de la burguesía de adoptar la vía constituyente para encadenar la protesta social a un programa y un calendario institucionales dejó un sabor amargo en la boca. Al mismo tiempo, es innegable que el fin de la Constitución de Pinochet marca un formidable paso adelante en la lucha de clases, feminista y anticolonial del pueblo chileno, paso que hubiera sido impensable sin la extraordinaria rebelión social que estalló el 18 de octubre de 2019 y que en los días y meses siguientes, a costa de decenas de muertos, cientos de mutilados y miles de presos políticos, sembró el pánico en las clases dominantes chilenas. Palabras clave: Chile. Plebiscito. Revuelta. Constitución. Resumo Após um ano de intensos protestos, atravessado pela pandemia de Covid- 19, em 25 de outubro de 2020, a população chilena decidiu por plebiscito desmantelar a Constituição Nacional, aprovada em 1980 durante a ditadura de Pinochet e pilar fundamental do primeiro e mais feroz laboratório neoliberal do mundo. A votação colocou duas questões: na primeira, relativa à vontade de alterar a Constituição atual, o voto ‘sim’ venceu com 78,3% dos votos; a segunda pergunta foi sobre o tipo de órgão que deveria redigir a nova Constituição, entre uma ‘Constituinte mista’, metade eleita pelos cidadãos e metade pelo Congresso entre seus membros atuais, e uma ‘Convenção Constitucional’ composta inteiramente por representantes da sociedade civil. Esta segunda opção ganhou com 78,9% dos votos. A esmagadora vitória do ‘aprovo’ e da ‘Convenção Constitucional’ mostra a vitalidade de um movimento que reivindicou o plebiscito como sua própria conquista, apesar dos muitos sinais de alarme que soam como resultado da forma como este caminho constituinte está sendo realizado, após a assinatura do Acordo de Paz Social e da Nova Constituição em 15 de novembro de 2019. Naquela época, apesar de ter tirado do governo a possibilidade de reescrever a carta constitucional do zero, a evidente tentativa do executivo e da burguesia de adotar o caminho constituinte para encadear o protesto social a um programa e a um cronograma institucionais deixou um gosto amargo na boca. Ao mesmo tempo, é inegável que o fim da Constituição de Pinochet marca um passo formidável na luta de classes, feminista e anticolonial do povo chileno, um passo que teria sido impensável sem a extraordinária rebelião social que eclodiu em 18 de outubro de 2019 e que nos dias e meses seguintes, ao custo de dezenas de mortos, centenas de mutilados e milhares de presos políticos, semeou o pânico nas classes dirigentes chilenas. Palavras-chave: Chile. Plebiscito. Revolta. Constituição.

CHILE DESPERTÓ. HISTORIA Y PERSPECTIVAS DE UNA

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Cadernos do CEAS, Salvador/Recife, v. 45, n. 250, p. 339-367, maio/ago., 2020 | ISSN 2447-861X

CHILE DESPERTÓ. HISTORIA Y PERSPECTIVAS DE UNA INSURRECCIÓN POPULAR

Chile despertó. History and perspectives of a popular uprising

Susanna De Guio

Universidade de Buenos Aires

Alessandro Peregalli Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) / Conselho

Latino-Americano de Ciências Sociais (CLACSO)

Informações do artigo

Recebido em 10/08/2020 Aceito em 24/10/2020

doi>: https://doi.org/10.25247/2447-861X.2020.n249.p339-367

Esta obra está licenciada com uma Licença Creative Commons

Atribuição 4.0 Internacional.

Como ser citado (modelo ABNT)

DE GUIO, Susanna.; PEREGALLI, Alessandro. Chile despertó. Historia y

perspectivas de una insurreción popular. Cadernos do CEAS: Revista Crítica de Humanidades.

Salvador/Recife, v. 45, n. 250, p. 339-367, maio/ago. 2020. DOI: https://doi.org/10.25247/2447-

861X.2020.n249.p339-367

Resumen

Tras un año de intensas protestas, atravesado por la pandemia Covid-19, el 25 de octubre de 2020 la población chilena decidió por plebiscito desmantelar la Constitución Nacional, aprobada en 1980 durante la dictadura de Pinochet y pilar fundamental del primer y más feroz laboratorio neoliberal del mundo. La votación planteaba dos preguntas: en la primera, relativa a la voluntad de cambiar la actual Constitución, ganó el ‘apruebo’ con el 78,3% de los votos; la segunda preguntaba acerca del tipo de órgano que debía redactar la nueva Constitución, entre una ‘Constituyente Mixta’, la mitad elegida por los ciudadanos y la otra mitad por el Parlamento entre sus miembros actuales, y una ‘Convención Constituyente’ compuesta enteramente por representantes de la sociedad civil. Esta segunda opción ganó con el 78,9% de los votos. La abrumadora victoria del ‘apruebo’ y de la ‘Convención Constitucional’ muestra la vitalidad de un movimiento que ha reivindicado el plebiscito como su propia conquista, a pesar de las muchas campanas de alarma que suenan a raíz de la forma en que se está dando este camino constituyente, tras la firma del Acuerdo de Paz Social y la Nueva Constitución el 15 de noviembre de 2019. En ese momento, a pesar de haber arrebatado al gobierno la posibilidad de reescribir la carta constitucional desde cero, el evidente intento del ejecutivo y de la burguesía de adoptar la vía constituyente para encadenar la protesta social a un programa y un calendario institucionales dejó un sabor amargo en la boca. Al mismo tiempo, es innegable que el fin de la Constitución de Pinochet marca un formidable paso adelante en la lucha de clases, feminista y anticolonial del pueblo chileno, paso que hubiera sido impensable sin la extraordinaria rebelión social que estalló el 18 de octubre de 2019 y que en los días y meses siguientes, a costa de decenas de muertos, cientos de mutilados y miles de presos políticos, sembró el pánico en las clases dominantes chilenas.

Palabras clave: Chile. Plebiscito. Revuelta. Constitución.

Resumo

Após um ano de intensos protestos, atravessado pela pandemia de Covid-19, em 25 de outubro de 2020, a população chilena decidiu por plebiscito desmantelar a Constituição Nacional, aprovada em 1980 durante a ditadura de Pinochet e pilar fundamental do primeiro e mais feroz laboratório neoliberal do mundo. A votação colocou duas questões: na primeira, relativa à vontade de alterar a Constituição atual, o voto ‘sim’ venceu com 78,3% dos votos; a segunda pergunta foi sobre o tipo de órgão que deveria redigir a nova Constituição, entre uma ‘Constituinte mista’, metade eleita pelos cidadãos e metade pelo Congresso entre seus membros atuais, e uma ‘Convenção Constitucional’ composta inteiramente por representantes da sociedade civil. Esta segunda opção ganhou com 78,9% dos votos. A esmagadora vitória do ‘aprovo’ e da ‘Convenção Constitucional’ mostra a vitalidade de um movimento que reivindicou o plebiscito como sua própria conquista, apesar dos muitos sinais de alarme que soam como resultado da forma como este caminho constituinte está sendo realizado, após a assinatura do Acordo de Paz Social e da Nova Constituição em 15 de novembro de 2019. Naquela época, apesar de ter tirado do governo a possibilidade de reescrever a carta constitucional do zero, a evidente tentativa do executivo e da burguesia de adotar o caminho constituinte para encadear o protesto social a um programa e a um cronograma institucionais deixou um gosto amargo na boca. Ao mesmo tempo, é inegável que o fim da Constituição de Pinochet marca um passo formidável na luta de classes, feminista e anticolonial do povo chileno, um passo que teria sido impensável sem a extraordinária rebelião social que eclodiu em 18 de outubro de 2019 e que nos dias e meses seguintes, ao custo de dezenas de mortos, centenas de mutilados e milhares de presos políticos, semeou o pânico nas classes dirigentes chilenas.

Palavras-chave: Chile. Plebiscito. Revolta. Constituição.

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340 Chile despertó. Historia y perspectivas de una insurreción popular | Susanna De Guio y Alessandro Peregalli

Introducción

La revuelta chilena estallada en octubre de 2019 y en curso hasta ahora ha sido

protagonizada por un cuerpo colectivo extremadamente heterogéneo e históricamente

debilitado por décadas de experimentación social neoliberal y que sin embargo ha logrado

politizar una fuerza reivindicativa dispersa y recomponer el mosaico de frustraciones sociales

en torno a un único objetivo: la superación del capitalismo y su correlato neoliberal.

“No son 30 pesos, son 30 años” fue una de las primeras consignas que apareció en las

calles, cuestionando el carácter falsamente democrático del régimen, secuestrado por el

ejército y una oligarquía económica que creció bajo Pinochet y se consolidó aún más desde

1990. “No son 30 pesos, son 500 años”, agregaron desde el pueblo mapuche y otros pueblos

originarios, aludiendo a la “larga noche” de dominación y opresión colonial, capitalista y

patriarcal.

A las luchas ya presentes en el país desde hace más de una década se sumó, tras el

incendio de Santiago del 18 de octubre, la rabia y la frustración de gran parte de la población

no activista, pero que ha experimentado durante años la necesidad de cambiar todo el

sistema económico y político para mejorar su condición. No es casualidad que el primer

objetivo de esta subjetividad aún en formación fuera la petición de una asamblea

constituyente para refundar el país. Porque la Constitución chilena de 1980 no sólo

representa el caso bastante anómalo de una carta promovida por una dictadura genocida y

que pasó sin mayores cambios al simulacro de democracia que le siguió, sino que también

muestra el intento consciente y ambicioso de crear las condiciones y restricciones legales

para la formación de una sociedad neoliberal a 360 grados. Por eso es necesario, para

entender el Chile de hoy, volver a Pinochet, a la represión de su régimen dictatorial y al

laboratorio social extremo de sus 17 años de gobierno.

La dictadura a la base del modelo

Cuando la Fuerza Aérea chilena bombardeó el palacio presidencial de la Moneda el 11

de septiembre de 1973, no sólo se inauguró la enésima dictadura militar de América Latina,

sino que también se inició un laboratorio de cirugía social destinado a erradicar el espectro

del "camino chileno al socialismo". En los tres años anteriores, de hecho, el país había

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experimentado un periodo de transformación socialista a partir de un “doble poder”. El

primero fue el gobierno de la Unidad Popular (UP), que bajo la dirección del socialista

Salvador Allende, en tres años había nacionalizado sin compensación las reservas de cobre,

hierro, salitre y carbón en manos de empresas estadounidenses, había puesto bajo control

estatal a los bancos y al comercio exterior, además de planificar la nacionalización de una

amplia gama de otros sectores estratégicos, radicalizando la reforma agraria del gobierno

anterior con la redistribución de más de 6 millones de hectáreas de tierra, e implementando

políticas sociales avanzadas y de aumento salarial. Por otro lado, un formidable impulso vino

de los movimientos populares, tanto de los que adherían a la plataforma de gobierno como

de los independientes o críticos, como el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), que

radicalizaron enormemente los logros sociales desde arriba, llevando a cabo ocupaciones de

tierras y fábricas (los llamados “cordones industriales”), la autogestión productiva, el

establecimiento de consejos comunales y de agricultores y la distribución auto-organizada

de alimentos contra el largo bloqueo patronal llevado a cabo para sabotear el gobierno.

Erradicar de la memoria colectiva de todo un pueblo una experiencia de poder popular tan

fuerte requería, en primer lugar, una operación emblemática de terrorismo de Estado, una

terapia de choque, para retomar la expresión de Naomi Klein (2007).

En los días que siguieron al golpe de Estado, la recién establecida junta militar dirigida

por el general Augusto Pinochet lanzó una caravana de muerte, en la que el ejército recorrió

el país asesinando a los militantes de izquierda que figuraban en sus listas de proscripción.

Sin considerar la escrupulosa máquina de terror y muerte diseñada por el gobierno militar,

sin tener en cuenta la “tabula rasa” de miles de subjetividades rebeldes, aniquiladas

psicológicamente o masacradas físicamente, no se puede comprender plenamente el éxito

del experimento "biopolítico" de sus 17 años de gobierno y los 30 siguientes, que condujeron

a la creación del más ambicioso proyecto de sociedad neoliberal (LAZZARATO, 2019).

El programa económico que Pinochet adoptó en 1975 fue desarrollado por un grupo

de jóvenes economistas conocidos como los “Chicago Boys”, debido a que se habían formado

en la Facultad de Economía de la Universidad de Chicago bajo la supervisión de Milton

Friedman. Su Programa de Desarrollo Económico (conocido como “El Ladrillo”, por la forma

del folleto), ya había sido propuesto en 1969 al candidato del Partido Nacional Jorge

Alessandri, derrotado el año siguiente por Allende. Cuando la UP volvió a ganar en las

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elecciones parlamentarias, un grupo de economistas demócrata cristianos de formación

ordoliberal se unió al núcleo de El Ladrillo, que ya tenía vínculos con las Fuerzas Armadas, y

enriqueció el programa con propuestas de políticas sociales compensatorias, acordes con la

llamada “economía social de mercado” (STOLOWICZ, 2016). Este programa preveía

fundamentalmente dos etapas. En una primera, de “demolición”, se planteaba la destrucción

rápida y absoluta del modelo económico anterior basado en la creación de una industria

nacional y la extensión de los derechos sociales universales, y su sustitución con una matriz

económica dependiente de la exportación de productos naturales, principalmente el cobre

pero también el oro, el salmón, la fruta y la madera. En un segundo momento, de

“estabilización”, se proponía sentar las bases para la construcción de un nuevo Estado, nada

“mínimo”, como quisiera la vulgata sobre el neoliberalismo, sino fuertemente activo y

“subsidiario”, cuya tarea era favorecer la apertura de los mercados y la acumulación privada.

Habiendo sentado estas bases, ancladas a un rígido marco constitucional, la función histórica

de la dictadura habría terminado y una nueva democracia “restringida” podría asumir su

legado.

Una primera intervención legislativa drástica del gobierno de Pinochet fue la

contrarreforma agraria, cuyo objetivo era crear las condiciones para el desarrollo de una

nueva clase capitalista agrícola orientada a la exportación. Al mismo tiempo, los incentivos

públicos a la exportación y el fin de la política de protección de la producción y la demanda

interna provocaron una drástica reducción de la capacidad industrial del país, que se

derrumbó en un 25% en los primeros diez años de la dictadura, con el cierre de 5.000 fábricas

y la pérdida de 150.000 puestos de trabajo (FALETTO, 2007). La clase obrera fue entonces

atacada con un nuevo Código Laboral, que permitió los despidos sin causa justificada,

inauguró acuerdos contractuales flexibles y precarios, prohibió las huelgas en la

administración pública, la creación de sindicatos y la negociación colectiva, y permitió la

contratación de nuevos trabajadores para sustituir a los que estaban en huelga. El Código

también puso fin a la justicia laboral: a partir de entonces, los conflictos entre empresa y

trabajador pasaron a considerarse pugnas entre individuos iguales, de acuerdo con la teoría

neoliberal del capital humano según la cual cada ciudadano es, como tal, una empresa. Desde

el punto de vista macroeconómico, se impuso la autonomía del banco central, la

liberalización completa de los tipos de cambio y de los precios y una apertura al capital

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extranjero; sin embargo, no se llegaron a privatizar los sectores estratégicos, en primer lugar

el cobre, que quedó en manos de la empresa estatal CODELCO y destinó el 10% de sus

ingresos a las Fuerzas Armadas. En cambio, los recursos hídricos fueron privatizados, a través

de una legislación que sigue vigente y que nunca ha sido igualada en cuanto a

mercantilización de un bien común fundamental como es el agua. El Código de Agua de 1981,

de hecho, no sólo permitió la privatización de la prestación de servicios hídricos, sino que

también distribuyó gratuitamente los derechos de explotación de las fuentes de agua en

beneficio de los particulares (PANEZ, 2018).

Este amplio sistema de reformas se consagró con una nueva carta constitucional,

instaurada en 1980. Ésta sentó las bases del llamado “Estado Subsidiario”, que delegó la

gestión del welfare a los grandes monopolios privados, pero asumió los costos sociales a

través de subsidios a estos últimos y de políticas de asistencia mínima hacia la población más

pobre. El principio rector era que el individuo podía decidir libremente a qué servicios acceder,

aunque esta “libertad” estaba condicionada a la posibilidad de pagarlos. La atención de la

salud pública fue en parte privatizada y en parte puesta en competencia con el sector privado,

subvencionado por el Estado. Lo mismo ocurre en la educación: tanto las escuelas públicas

como las privadas son financiadas por el Estado en base al número de matrículas (a través del

sistema de subvenciones o “vouchers”), lo que estimula la competencia entre escuelas para

atraer a los estudiantes, a fin de garantizarse mayores beneficios. La construcción de

viviendas sociales también se promovió con esta lógica, es llevada a cabo por grandes

empresas inmobiliarias privadas y el Estado se encarga de proporcionar crédito a los

inquilinos (SANTOS, 2018). En cuanto al sistema de pensiones, la dictadura estableció el

gravamen fiscal del 10% de los ingresos de todos los ciudadanos, excepto Carabineros y las

Fuerzas Armadas, y lo dio en gestión a los fondos privados llamados AFP (Administradoras

de Fondos de Pensión) en la forma de cuentas de capitalización individual sin que haya ningún

elemento solidario o de compensación. Por lo general, al momento de la jubilación, estos

fondos proporcionan pensiones por debajo del salario mínimo, mientras que el Estado sólo

completa las pensiones más bajas con ingresos insuficientes.

La combinación de estas transformaciones económicas con el constante temor al

despotismo militar tuvo efectos devastadores en la sociedad chilena, generando una

dispersión del espíritu comunitario de los tiempos de la UP, que fue reemplazado cada vez

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más por el individualismo competitivo, la obsesión consumista y la despolitización, aspectos

que se reforzaron con el retorno a la democracia.

Cuando en 1982, tras el giro monetarista de la Reserva Federal, México entró en

default y la crisis de la deuda pública se generalizó en muchos países del Tercer Mundo, la

economía chilena, ahora totalmente expuesta a los choques especulativos de los mercados

financieros, se derrumbó. El régimen de Pinochet reaccionó con la institución de prestaciones

sociales y asistenciales para aliviar las garras de la pobreza, mostrando cómo incluso en el

experimento social neoliberal más duro no faltan elementos redistributivos, siempre que

estén vinculados a la expansión del consumo, al principio de la auto-empresa y al estado

subsidiario.

En el medio de la crisis de los años 80, viejos y nuevos movimientos guerrilleros como

el MIR, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR, emanación del Partido Comunista,

luego independizado) y las Fuerzas Rebeldes y Populares Lautaro (FRPL), iniciaron una

actividad de lucha armada, mientras que poco a poco algunos sectores de la sociedad

comenzaron a desafiar el terrorismo de Estado con manifestaciones callejeras para exigir el

fin de la dictadura. Ante un escenario de polarización política y social, y en un contexto en el

cual otros países de la región como Argentina, Uruguay y Brasil ya habían iniciado el retorno

a la democracia, el Partido Socialista (PS) comenzó un diálogo con la Democracia Cristiana

(DC), que llevó a la creación de la alianza política Concertación. Con la aprobación de los

Estados Unidos y la intercesión de la Iglesia Católica, se iniciaron las negociaciones con el

régimen para una transición democrática que, con el plebiscito de 1988, decretó el fin de la

dictadura de Pinochet.

La transición democrática y el despertar de las luchas

El camino hacia la democracia fue planeado como una transición lo más liviana

posible, para ofrecer garantías a la élite económica y al ejército de que nada sustancial

cambiaría. La propia campaña electoral para el plebiscito que daría fin a la dictadura, bajo el

lema “la alegría ya viene”, prometía un futuro más brillante para todos, pero un futuro del que

no se especificaban contenidos ni se prometía ningún tipo de reparación por las brutales

violaciones a los derechos humanos cometidas por el régimen. Antes de abandonar el

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gobierno, Pinochet se aseguró de que cualquier cambio en la Constitución sólo pudiera

hacerse con dos tercios del Congreso y que se estableciera una ley electoral híper-mayoritaria

para mantener un duopolio entre la Concertación y la derecha pinochetista, ahora pintada

como democrática, de la cual el presidente Piñera es actualmente el mayor representante.

En los casi 30 años que separan el inicio de los gobiernos “democráticos” de la rebelión

de 2019, la ingeniería social neoliberal chilena – y con ella la frontera del despojo, la

mercantilización de los derechos fundamentales y el Estado subsidiario- alcanzaron niveles

mucho más avanzados que en la época de la dictadura. Una realidad que es aún más

dramática si se considera que muchas de estas políticas fueron llevadas a cabo por el mismo

partido que anteriormente fue liderado por Allende. En alianza con la DC, el Partido Radical

y otros partidos más pequeños, el PS gobernó Chile desde 1990 hasta 2010, y luego

nuevamente desde 2014 hasta 2018.

Favorecida por el colapso del socialismo real, la socialdemocracia giró hacia el

neoliberalismo en los años Noventa. Su crítica a la dictadura se limitaba cada vez más a los

aspectos represivos de la misma, mientras sus cuadros se convencieron que las recetas

económicas de Pinochet eran básicamente correctas. Esta idea se vio reforzada por la

percepción común entre las élites político-económicas latinoamericanas, de que el chileno

era el “modelo” a seguir, como lo demuestran las políticas realizadas en los Noventa por los

gobiernos de Menem en Argentina, Salinas de Gortari en México y Cardoso en Brasil.

La fortísima atracción de inversiones extranjeras y la ola de privatizaciones,

especialmente en sectores estratégicos como la minería y los puertos, permitieron una

prolongada estabilidad macroeconómica. Sin embargo, se ocultaba una creciente

dependencia de la venta de materias primas, especialmente el cobre, y una enorme deuda

privada de las familias chilenas. La combinación de buenos índices de crecimiento

económico, la memoria reciente de la política del terror, la fabricación de una subjetividad

neoliberal dejada por la dictadura, el giro neoliberal de los partidos progresistas y la promesa

de “alegría” que trajo el retorno a la democracia, llevaron el impulso del conflicto social a los

niveles más bajos. Única excepción fue el pueblo mapuche, que desde finales de los Noventa

inició una lucha de resistencia para reivindicar la autodeterminación de sus territorios

ancestrales. Contra ellos, el gobierno de la Concertación no dudó en implementar la

legislación antiterrorista, a la vez que se comprometía internacionalmente con la liberación

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de Pinochet, detenido en Londres en 1998 por orden del juez español Baltasar Garzón, quien

lo acusó de genocidio, terrorismo y tortura.

En la década de 2000, el liderazgo de la Concertación pasó de la DC a los socialistas,

con la elección a presidente de Ricardo Lagos (2000-06). Lejos de haber un giro aunque tibio

a la izquierda, éste firmó tratados de libre comercio con los Estados Unidos y la Unión

Europea y reforzó los principios del Estado subsidiario con la financiarización del sistema

universitario. El gobierno se negó a invertir en las universidades públicas, pero financió el 25%

del costo de acceso a las privadas. Estas últimas, básicamente controladas por cuatro grandes

grupos económicos, duplicaron el número de matrículas entre 2005 y 2016, lo que hizo la

fortuna de los bancos de cuya emisión de crédito depende el “derecho” a la educación de los

jóvenes chilenos. Según la OCDE, Chile es el país con la educación superior más cara del

mundo, la cual se apoya únicamente en el acceso a los préstamos bancarios. El drama de la

deuda privada alcanza hoy al 80% de los ciudadanos, mientras que el 38% de los ingresos

familiares se reserva para pagar deudas e intereses, casi un cuarto de la población es

insolvente y una porción similar vive por debajo del umbral de la pobreza (Santos 2018:359-

360). Es en este contexto de profundas desigualdades y de régimen político bloqueado, que

la juventud chilena protagonizó en los últimos años un ciclo de luchas sin precedentes, al que

se sumaron sectores sociales cada vez más amplios.

La repentina explosión del levantamiento popular en octubre de 2019 ha agarrado

desprevenida a la clase dirigente chilena, como un rayo caído del cielo para trastornar una

sociedad pasiva e individualista, históricamente acostumbrada a vivir dentro de las

estructuras del modelo neoliberal. Aunque la fuerza y la imprevisibilidad de la rebelión fueron

enormes, sus signos se remontan a los 10-15 años anteriores, en los que se produjo un lento

despertar del movimiento popular.

El sector que más se ha movilizado ha sido el estudiantil, a partir de la primera oleada

en 2006 con el movimiento “pingüino”, llamado así por los colores del uniforme escolar

chileno. Surgido para reclamar contra el aumento del costo de la prueba de acceso a la

universidad y para exigir el transporte público gratuito para los estudiantes, este movimiento

pronto puso en tela de juicio toda la estructura de la educación chilena, llevando a la

ocupación de varios centenares de escuelas. A pesar de algunas concesiones parciales, los

pingüinos no lograron socavar el modelo educativo del país y sufrieron más bien una dura

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represión por parte del gobierno socialista, el primero de Michelle Bachelet (2006-2010). Pero

el movimiento estudiantil reapareció aún más masivamente en 2011, esta vez con la

participación de las y los estudiantes universitarios, que en buena medida eran la misma

generación de cinco años antes, ahora pasada a la universidad. En esta ocasión, las críticas y

reivindicaciones apuntaban desde el principio al sistema educativo en su conjunto, al mismo

tiempo que señalaban necesidades más generales como el fin del Estado subsidiario y una

nueva Constitución. En ese momento el presidente era, como lo es hoy, el líder conservador

Sebastián Piñera. La propuesta de una educación gratuita hasta la universidad se incluyó en

el programa electoral de la Nueva Mayoría (la antigua Concertación) para las siguientes

elecciones, una coalición que incluía al Partido Comunista (PC), cuyos cuadros juveniles

habían desempeñado un papel importante en las luchas estudiantiles.

En las elecciones de 2013, la nueva coalición progresista se impuso con una amplia

mayoría, devolviendo Bachelet a la presidencia. Su gobierno, sin embargo, volvió a frustrar

las expectativas de sus votantes al evitar cualquier intento de reforma constitucional,

implementando cambios superficiales en lugar de políticas de renovación integral del sistema

educativo. Esto causó de alguna medida la creación de un tercer polo electoral a la izquierda

del espectro político: el Frente Amplio (FA), nacido de la unión de nuevos partidos y

movimientos vinculados a las luchas universitarias y que sólo por un puñado de votos no

alcanzó la segunda vuelta de las elecciones de 2017. Más allá de los cambios electorales, en

un nivel político más general los movimientos de 2006 y 2011 condujeron a un cambio

profundo: la pérdida del miedo, utilizado como modus governandi a partir del régimen de

Pinochet, y el cuestionamiento del orden neoliberal y sus principios básicos anclados a la

Constitución.

Perder el miedo y cuestionar el modelo neoliberal fueron también ingredientes

centrales de otras luchas nacidas en paralelo o en la estela de los movimientos estudiantiles.

En primer lugar, el movimiento feminista, que tomó fuerza en la generación más joven, en

consonancia con el movimiento de los pingüinos de 2006, y aún más luego de la explosión

feminista en Argentina, donde en 2015 creció una nueva ola de protestas reunidas bajo el

nombre de NiUnaMenos, que rápidamente se hizo internacional, iniciando un movimiento

social que actualmente está en pleno desarrollo. En el 2017 el movimiento feminista

conquistó la despenalización del aborto en tres casos concretos, mientras en mayo de 2018

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creció en las universidades, llevando a una ola de ocupaciones en todo el país para exigir una

educación no sexista.

Entre las luchas que crecieron en los últimos años, cabe destacar el papel importante

del movimiento ecologista y de defensa del territorio. Como en otros países

latinoamericanos, en los años 2000 y hasta 2014-15, Chile aprovechó el llamado “boom de los

commodities”, que comportó un violento ataque a los territorios. El extractivismo y la llamada

“acumulación por desposesión” (HARVEY, [2003]2004) se han expandido en Chile con

extrema voracidad, vinculados a un régimen económico basado en las exportaciones

mineras, junto con la contrarreforma agraria y la privatización de los bienes comunes, así

como por una guerra secular y colonial del Estado contra las demandas de autogobierno del

pueblo mapuche en la región meridional de la Araucanía. Además de la intensificación de la

actividad minera (vinculada no sólo al cobre, sino cada vez más al litio, un mineral

fundamental para el sector de la alta tecnología), las obras de infraestructura vinculadas a la

exportación de productos de otros países de América del Sur a través del Pacífico revisten

especial importancia en Chile. Esto llevó a la ampliación de los puertos y al diseño de la

infraestructura logística intermodal transandina vinculada al plan de integración de la IIRSA

(Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Sudamericana), como el túnel de

Agua Negra entre la ciudad argentina de San Juan y la ciudad chilena de Coquimbo (JIMENEZ,

2014).

Entre los principales conflictos socio-ambientales se destacan las luchas contra las

centrales hidroeléctricas, muchas veces construidas en los territorios ancestrales mapuches.

A partir de mediados de la década de 1990, los movimientos en defensa del agua y la tierra

han adquirido gran fuerza, concientizando a amplios sectores de la sociedad civil sobre los

peligros de la explotación de la naturaleza con fines comerciales. De hecho, una de las

reivindicaciones históricas de los movimientos en defensa de los territorios es la derogación

del Código de Aguas que, además de privatizar el uso de las fuentes de agua, también separa

la propiedad del agua y de las tierras alrededor, quitando a los agricultores el acceso a los ríos

que corren en sus tierras para el riego, elemento que ha potenciado enormemente la

constante crisis de sequía de la última década.

Vinculado a la propiedad del agua se desarrolla el conflicto contra el negocio de la

palta en Petorca, en la región de Valparaiso, que concentra el consumo de agua dejando en

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sequía a los hogares y agricultores locales. Otras luchas históricas son aquella contra la mina

de oro Pascua Lama de la empresa canadiense Barrick Gold, en la provincia de Coquimbo,

que el pasado mes de septiembre se vio obligada a cerrar por un fallo del Primer Tribunal

Ambiental debido a fugas de cianuro en los cursos de agua de la zona y otras consecuencias

sanitarias y ambientales, y el conflicto en los municipios de Puchuncavi y Quintero, en la

región de Valparaíso, que se han transformado en verdaderas “zonas de sacrificio” debido a

las consecuencias contaminantes de las actividades de las centrales termoeléctricas a carbón

y de las fundiciones del Complejo Industrial Ventanas (Convergencia Medios 2020). En el sur

del país, en la Región de los Lagos, los problemas socio-ambientales son generados por las

empresas salmoneras, que importan huevos de salmón y alimentan a los peces con

antibióticos, causando la propagación de nuevas enfermedades además de dañar el

ecosistema marino.

Un capítulo aparte merecería la larga trayectoria de la lucha del pueblo mapuche,

donde la resistencia contra las empresas forestales e hidroeléctricas en Wallmapu se

entrelaza con la recuperación de territorios ancestrales, usurpados por el Estado chileno

desde la campaña militar de ocupación de la Araucanía a mediados del siglo XIX. La lucha

mapuche ha sufrido las mayores dosis de represión estatal en las últimas décadas, dando

lugar a enormes violaciones de los derechos humanos, un alto número de presos políticos y

asesinatos por parte de Carabineros. Es este el caso, por ejemplo, del joven comunero Camilo

Catrillanca, asesinado por la espalda en su comunidad en noviembre de 2018 en el marco de

la operación antiterrorista Plan Auraucanía. Criminalizar a los referentes políticos y

espirituales del pueblo mapuche es una estrategia de larga data que el Estado chileno utiliza

para proteger los intereses de las grandes empresas en Wallmapu, atacando a las

comunidades y construyendo la retórica del enemigo interno. Un caso ejemplar de esta

persecución es la Operación Huracán, una investigación de inteligencia de Carabineros

realizada en 2017 que acusó a ocho integrantes mapuches de formar parte de una red

terrorista, lo que se demostró ser nada más que un montaje.

En los últimos años, la denuncia contra el sistema privado de pensiones creó un nuevo

ciclo de protestas que, en 2016, consiguió llevar dos millones de personas a la calle.

Finalmente, las luchas de los trabajadores también han crecido exponencialmente en los

últimos años. A pesar de tener un Código laboral que no reconoce derechos a la clase obrera

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organizada, y a pesar del papel histórico de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) de

contener, en lugar de fomentar, las luchas de los trabajadores, las huelgas, especialmente las

ilegales, han aumentado constantemente desde 2006 (GAUDICHAUD, 2020). Entre los

sectores más afectados se encuentran aquellos que han tenido que soportar, con enormes

tasas de explotación, el injusto modelo primario de exportación chileno: los mineros y

especialmente los estibadores portuarios. Estos trabajadores se han visto afectados no sólo

por un enorme aumento de la actividad, sino también por las constantes innovaciones

tecnológicas en materia de automatización. En este contexto, las reformas legislativas como

la ley 20.773 sobre el trabajo portuario habilitaron los contratos de 8 horas que se renueven

día a día (Arboleda 2018:16). La situación de extrema precariedad dio vida a ciclos de huelgas

de los portuarios, como en 2013 en los puertos de la región de Antofagasta y a finales de 2018

en Valparaíso. En ambos casos, los fuertes impedimentos legales empujaron a los

trabajadores precarios a atacar las mismas estructuras logísticas de su trabajo con bloqueos

y sabotajes, lo que dio lugar a formas híbridas entre huelga y sabotaje que resultaron ser un

engranaje importante en la revuelta de 2019.

Es importante considerar que el ciclo de luchas iniciado en Chile en 2006 mostró un

fuerte descontento social frente a un modelo económico profundamente desigual, a pesar de

las tasas de crecimiento superiores a la media de la región. A excepción del año 2009, cuando

la economía chilena entró en recesión debido a las repercusiones inmediatas de la crisis

financiera mundial, los índices del PIB de 2000 a 2013 mostraron un aumento promedio del

5% anual. Posteriormente, debido a la crisis internacional de los precios de los commodities,

el crecimiento del PIB se redujo a menos del 2%, cayendo al 1,05% en 2019. La llegada de la

crisis económica probablemente desempeñó un papel importante en el acercamiento de

estas luchas entre sí. Hoy Chile es de hecho uno de los 10 países más desiguales del mundo,

(BM, 2016) donde los productos básicos cuestan igual que en Europa Occidental mientras que

el salario mínimo es de poco más de 300 dólares mensuales y el 10,1% de la riqueza se

concentra en manos de 543 familias (MATAMALA, 2015). Es en este contexto de enorme

desigualdad y de inicio de una crisis económica que no se veía en el país desde los años

Ochenta, que estalla la insurgencia chilena, mientras que también en otros países de la

región, como Ecuador, Haití y Colombia, se producen profundas crisis políticas y sociales con

protestas de gran envergadura.

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Fotografía de la rebelión chilena

La chispa que prendió el enorme levantamiento popular chileno en el último año vino

del reclamo contra el aumento de las tarifas del metro en Santiago a principios de octubre de

2019 por parte de los estudiantes de secundaria. Al igual que en anteriores ciclos de lucha

estudiantil, el derecho al transporte en las metrópolis se convirtió en la clave para cuestionar

la negligencia del Estado y la ausencia de políticas públicas. La práctica de la evasión y el salto

de los torniquetes del metro fueron rápidamente reprimidos por los Carabineros, lo que

generó indignación y generalizó la protesta, que el 18 de octubre dio lugar a manifestaciones

espontáneas en toda la capital y extendió las reivindicaciones: ya no se trataba sólo del

aumento de los pasajes, sino del costo de la vida y el endeudamiento de las familias, la

ausencia de amortiguadores sociales, la privatización de la salud, la educación, el sistema de

pensiones, los bienes comunes y la profunda desigualdad social.

El 19 de octubre las protestas se repitieron en las principales ciudades del país con

enormes movilizaciones, barricadas, incendios y ataques a lugares simbólicos del poder. La

rabia popular creció aún más cuando el presidente Piñera declaró que Chile estaba en guerra

y dio el visto bueno a la represión, decretando Estado de Emergencia y toque de queda. Estas

medidas fueron retiradas sólo el 28 de octubre, cuando la intervención de las fuerzas

policiales y militares en las calles ya había causado 20 muertos y 1.200 heridos, y después de

la gran manifestación del 25 de octubre, “la marcha más grande de la historia de Chile”, que

expresó con extrema claridad la indignación y el repudio a las masacres, los abusos y la

impunidad de las fuerzas policiales.

El escándalo generado por la escalada represiva y las violaciones de los derechos

humanos, con el despliegue del aparato militar que inevitablemente evocó el recuerdo de la

dictadura, llevó especialmente a las generaciones más jóvenes a desafiar el toque de queda y

mantuvo alto el nivel de las movilizaciones. Entre los primeros intentos del gobierno para

calmar la rebelión estuvo el retiro del aumento de las tarifas de transporte, mientras a

principios de noviembre la Cámara de Diputados aprobó un proyecto de ley para reducir la

semana laboral de 45 a 40 horas. Sin embargo, el ritmo de las manifestaciones no se detuvo;

por el contrario, la gente en las calles comenzó a sentir que tenía el poder de negociar y

aumentó las apuestas.

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Una de las características de este movimiento es su extraordinaria tenacidad y

capacidad de organización para responder a la violencia de las fuerzas policiales, que

siguieron cobrando víctimas durante las protestas. El último informe del Instituto Nacional

de Derechos Humanos (INDH), que registró las denuncias entre el 17 de octubre de 2019 y el

18 de marzo de 2020, señaló que ese fue el período de las más graves violaciones de los

derechos humanos en Chile desde el retorno de la democracia. Un año después del comienzo

del levantamiento, se cuentan 45 asesinatos por parte de las fuerzas represivas. En los

informes también se da cuenta de 1.082 actos de “tortura y tratos crueles, inhumanos y

degradantes” y 282 agresiones sexuales, mientras 460 personas sufrieron lesiones oculares

por balas disparadas deliberadamente para golpear la visión. La brutalidad e impunidad con

que actúan los Carabineros no es nueva en Chile; se trata de un organismo del Estado que

nunca fue reformado después de la dictadura, que funciona con un régimen judicial

parcialmente autónomo y que goza de privilegios salariales y beneficios en comparación con

el resto de la población. Los abusos de poder, los casos de corrupción dentro de las fuerzas

de seguridad, así como la vigilancia y el espionaje de activistas no son incidentes aislados y se

denunciaron en varias ocasiones, sobre todo a partir del escándalo de “Pacoleaks”, cuando un

grupo de hackers reveló en octubre de 2019 varios archivos del departamento de inteligencia

de Carabineros, comúnmente llamados “pacos”.

Muchas de las prácticas de violencia sistemática que se implementaron contra el

pueblo chileno durante las protestas del último año ya eran la norma para los mapuches. No

es casualidad que la solidaridad con los pueblos originarios haya crecido durante las

movilizaciones y que el Wenufoye (la bandera de la nación Mapuche) se haya convertido en

un símbolo de resistencia contra la represión. A pesar de los intentos de los medios de dividir

a los manifestantes en buenos y malos, pacíficos y violentos, la radicalidad de las protestas

fue legitimada por grandes sectores de ciudadanos así como la violencia con que se

expresaron, primero incendiando los medios de transporte y bloqueando el tráfico con

barricadas, luego atacando los edificios del Estado, las iglesias y las sedes de los partidos

políticos, y finalmente derribando las estatuas de los conquistadores como ocurrió en

Concepción.

La participación masiva en las movilizaciones incluyó a personas que salían a la calle

por primera vez y a sectores populares de los suburbios que no sólo protestaban en sus barrios

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sino que pasaban a ocupar el espacio público en el centro de la ciudad y en los barrios

acomodados. La extensión de las movilizaciones también creó una especie de división del

trabajo durante las ocupaciones semanales de las calles en las principales ciudades. Un

ejemplo que se ha vuelto notorio a nivel internacional es la organización rápida y espontánea

que se ha conformado con el nombre de “primera línea”, compuesta en su mayoría por

jóvenes dispuestos a poner en juego su seguridad e integridad física para detener o desviar

los vehículos blindados y garantizar el desarrollo pacífico de las manifestaciones, siempre

acompañadas de música, consignas y performances. Junto a ellos, se organizaron los

encargados de apagar o relanzar los gases lacrimógenos, los grupos dedicados a conseguir

piedras rompiendo las veredas para tirarlas contra los carros hidrantes (los llamados

“guanacos”), las brigadas de médicos y enfermeros y, por último, una gran cantidad de

reporteros con cámaras y teléfonos móviles para filmar el accionar de la policía, registrando

las pruebas de las violaciones y las detenciones.

A estas características se suma la falta de liderazgo político del movimiento, que a lo

largo del año siguió desarrollándose sin la hegemonía de ninguna organización o actor

político sobre los demás. Las únicas banderas presentes en las manifestaciones, además de

la mapuche, fueron las de Chile sobre fondo negro, indicando el luto de la democracia

nacional. Asimismo, el único representante oficialmente reconocido de la rebelión, con gran

ironía, es el Negro Matapacos, un perro negro que ha acompañado las manifestaciones

estudiantiles en Santiago durante varios años, atacando a los Carabineros.

Un factor que ciertamente influyó en la rapidez con que las movilizaciones alcanzaron

la masividad puede identificarse en la difusión de las redes sociales, en particular Instagram,

que ha sido desde el principio un vehículo fundamental de información y denuncia, una

herramienta para las convocatorias y un flujo constante de creatividad popular. Memes,

canciones y formas de arte entre las más variadas aparecieron también en los muros, en las

consignas y las actuaciones callejeras con una alegría descarada, irónica y necesaria para

afrontar el alto riesgo que conlleva ir a manifestarse y desmontar el mecanismo del miedo.

La acumulación de fuerzas lograda durante los anteriores ciclos de movilización

influyó en la articulación entre los diferentes sectores sociales en la rebelión de octubre. Esto

también explica en parte la convergencia del gran número de reivindicaciones representadas

en las marchas hacia dos temas centrales: la renuncia del Presidente Piñera, y la necesidad

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de una nueva Constitución nacional, identificada como la base jurídica que permitió el

desarrollo del neoliberalismo chileno.

La primera respuesta de la política institucional a este reclamo llegó el 7 de noviembre

por parte de la Asociación Chilena de Municipalidades, con la propuesta de una consulta

nacional sobre la necesidad de una nueva Constitución y sobre temas sociales como

pensiones, salud y salarios, que luego tuvo lugar el 7 de diciembre. Mientras tanto, el 10 de

noviembre el gobierno también avanzó una propuesta en la que se asignaba al parlamento la

tarea de conformar un Congreso Constituyente para redactar una nueva Carta Magna. La

respuesta fue la histórica huelga general del 12 de noviembre donde se exigía una Asamblea

Constituyente elegida por el pueblo. Convocada por la Unidad Social -una coalición de

sindicatos y organizaciones sociales- la huelga involucró a los funcionarios públicos, los

sectores de la salud, la educación, el transporte, los bancos y el comercio, así como a los

trabajadores de las minas, las construcciones y especialmente los portuarios.

En la noche entre el 14 y el 15 de noviembre los partidos representados en el Congreso

firmaron el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución después de muchas horas de

negociaciones transmitidas en vivo por televisión. Inmediatamente llegaron críticas de las

diversas voces del movimiento. En primer lugar, se evidenció que el pacto fue realizado a

puertas cerradas por los representantes de una clase política totalmente desacreditada que

volvía a arrebatar la soberanía a un pueblo movilizado durante semanas y al mismo tiempo

ofrecía al gobierno -y al presidente Piñera en particular- una salida para no renunciar a su

cargo. De hecho, ya a partir de su nombre, el Acuerdo por la Paz evidenciaba la necesidad de

restablecer el orden social en Chile a cambio de la promesa de un proceso constituyente, que

se llevaría a cabo según las reglas decididas por la clase política. Por otro lado, las

organizaciones sociales denunciaron que firmar un acuerdo sin exigir la sanción de las

violaciones de los derechos humanos significaba, de alguna manera, avalar la impunidad de

las fuerzas policiales, además de privar del derecho al voto a las miles de personas

encarceladas durante las manifestaciones y en espera de juicio.

A pesar de las duras críticas, el plebiscito previsto inicialmente para el 26 de abril de

2020 pasó a formar parte de la agenda del movimiento popular, sin que por ello se generara

un reflujo de las manifestaciones callejeras, que siguieron siendo el termómetro de la lucha

política en curso. Mientras tanto, las repercusiones de las protestas también alcanzaron una

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escala internacional. En noviembre, el gobierno se vio obligado a suspender la organización

del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC) y la Conferencia de las Naciones

Unidas sobre el Cambio Climático (COP 25) que se iban a celebrar en Chile, mientras la final

de la Copa Libertadores se trasladó de Santiago a Lima, en Perú.

El año 2020 fue inaugurado por la ofensiva lanzada una vez más por los estudiantes, a

la vanguardia del movimiento en el medio del verano. Los días 6 y 7 de enero la Asamblea

Coordinadora de Estudiantes Secundarixs (ACES) convocó un boicot de las pruebas de

selección universitaria (PSU). El examen, rebautizado “prueba de segregación universitaria”,

es conocido por la injusticia del mecanismo de selección de acceso, debido tanto al costo

como al tipo de preparación que requiere, y cuya eliminación era un objetivo de las luchas

estudiantiles ya desde 2006. El éxito del boicot, que logró invalidar la prueba de historia a

nivel nacional y bloquear el examen de decenas de miles de estudiantes, llevó a la Ministra de

Educación Marcela Cubillos a renunciar el 28 de febrero, al comienzo de un año escolar que

prometía ser incandescente.

Algo similar ocurrió con la Ministra de la Mujer y la Igualdad de Género, Isabel Plá, que

renunció el 13 de marzo después de la abrumadora manifestación del día 8 y la huelga general

feminista del día siguiente, la última grande movilización antes del aislamiento causado por

la pandemia, en la que participaron más de dos millones de personas en todo el país. La

ministra entrante, Macarena Santelices, también renunció después de sólo un mes,

confirmando así la debilidad de un ejecutivo ahora completamente a la defensiva e incapaz

de gobernar, y sobre todo la fuerza y la radicalidad del movimiento feminista. El 25 de

noviembre de 2019, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, el

colectivo Las Tesis propuso desde Valparaíso la performance “Un violador en tu camino”,

destinada a convertirse en un himno de protesta no sólo en Chile sino en diferentes lugares

del mundo, y haciendo evidente la postura del movimiento contra el sistema capitalista en

general, estrechamente ligado al patriarcado, y la mirada interseccional que lleva a las

feministas a autodefinirse antirracistas, disidentes, plurinacionales e intergeneracionales,

decoloniales, internacionalistas y anti-carcelarias, tal como surgió del segundo “Encuentro

Plurinacional de las que Luchan” que tuvo lugar en enero de 2020 en Santiago, convocado

por la Coordinadora 8 de Marzo. El movimiento feminista en Chile logró también otros dos

importantes triunfos a nivel institucional durante los meses de movilización: la Ley Gabriela,

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que amplía la noción de feminicidio reconocida en el país, y la introducción de la igualdad de

género en el proceso constituyente, una norma que inicialmente no había sido prevista por el

Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución y que hará de la nueva Constitución chilena

la primera redactada con igualdad de género en el mundo.

Junto al movimiento feminista, todos los movimientos que emergieron en la última

década encontraron un lugar en el imaginario del nuevo Chile, despertado de la pesadilla

neoliberal, mientras la capacidad de convocatoria se extendió hasta los barrios de los

suburbios urbanos y las canchas de fútbol, que respondieron a la ola de movilizaciones

participando en manifestaciones de manera organizada y solidaria entre las hinchadas de los

distintos equipos.

Uno de los resultados más interesantes del retorno de la política al espacio público es

la constitución de cabildos abiertos y asambleas espontáneas de ciudadanos en todo el país,

que empezaron a pensar colectivamente en las necesidades de la población y en las acciones

prioritarias para cambiar las raíces del modelo de país. En enero de 2020, esta red de

experiencias se reunió en una Coordinadora de Asambleas Territoriales (CAT), organizó un

encuentro regional en Santiago y redactó un documento común basado en cuatro ejes de

discusión: la nueva Constitución, la agenda social, la reivindicación de los derechos humanos

y la construcción de poder territorial autónomo. Sin embargo, la llegada de la pandemia y el

inicio de la cuarentena terminaron con debilitar los lazos construidos a nivel de vecindario y

basados en la periodicidad de la asamblea y la organización de actividades en el espacio

público.

El movimiento popular de cara a la pandemia

Si los meses del verano no habían logrado diluir la fuerza de las protestas, la

propagación del Covid-19 por todo el continente americano a mediados de marzo obligó a

cambiar radicalmente las prácticas de lucha experimentadas hasta entonces, así como a

cuidar de todos los aspectos de la vida, respondiendo a la emergencia sanitaria y económica

frente a un gobierno negligente cuando no abiertamente criminal.

Ante el contexto pandémico, la población actuó rápidamente, fortalecida por la

experiencia de cinco meses de construcción de los lazos sociales y solidarios en los barrios y

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las asambleas. En marzo empezaron los llamados a abandonar temporalmente las calles

como medida de prevención y las manifestaciones pronto se convirtieron en redes de ayuda

mutua y de denuncia de las acciones del gobierno. Ante el primer contagio por Covid-19 en

Chile, Piñera adoptó la misma estrategia que en octubre, habló de un “enemigo poderoso,

que no respeta nada ni a nadie” usando las mismas palabras para nombrar el coronavirus y su

pueblo en rebeldía, y declaró el Estado de Catástrofe, lo que permitió una vez más el regreso

de los militares a las calles y el toque de queda. Mientras tanto, el 30 de enero había entrado

en vigor la ley anti saqueo y anti barricadas, que ampliaba la categoría de los delitos

vinculados a las protestas y prolongaba las penas. En varias ocasiones durante el último año,

el gobierno de Piñera intentó realizar cambios al sistema legal para garantizar una mayor

libertad de acción e impunidad a las fuerzas represivas, en un contexto de aplicación de la

Doctrina de Seguridad Nacional, donde las organizaciones sociales y el movimiento popular

son considerados como el “enemigo interno”, equiparado a los grupos de narcotráfico o al

crimen organizado.

Las medidas represivas, las violaciones a los derechos humanos y la falta de respuesta

a las demandas populares habían llevado a Piñera a una aprobación del 6% en las encuestas

de enero, la más baja que tuvo un presidente en la historia de Chile. Por estas razones, el

ejecutivo buscó el alivio de la crisis política en la crisis sanitaria. Ante el clima de pánico, el

gobierno trató de aprovechar la oportunidad para lavar su imagen y mostrarse como la

salvación ante la pandemia, mientras que el plebiscito para una nueva Constitución,

originariamente programado para el 25 de abril, fue postergado al 25 de octubre.

En Chile, las escuelas pararon el 15 de marzo bajo la presión de la comunidad

educativa, y las fronteras cerraron el 18 de marzo, aunque los vuelos procedentes de países

críticos no se cancelaron -como ocurrió en cambio en el resto de Sudamérica- y sólo a partir

del 26 de marzo se decretó una cuarentena parcial en algunas ciudades. En varias empresas

se iniciaron manifestaciones y huelgas espontáneas pidiendo la suspensión de las actividades

y la aplicación de medidas de protección en el transporte público. El gobierno respondió con

acciones insuficientes, como la salida de las oficinas un par de horas antes de lo normal,

mientras los centros comerciales tuvieron que cerrar tras prolongadas protestas de los

trabajadores, y lo mismo pasó en grandes plantas como las forestales en la provincia de

Arauco, en la región del Bío-Bío.

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358 Chile despertó. Historia y perspectivas de una insurreción popular | Susanna De Guio y Alessandro Peregalli

Las precarias condiciones del sistema sanitario público, la falta de protección contra

el contagio para la mayoría de los trabajadores de la salud, las escasas medidas de apoyo

económico a las familias y la luz verde para los despidos, sumadas a las vergonzantes

declaraciones del Ministro de Salud Mañalich sobre el posible “buen comportamiento” del

Covid-19, conforman el contexto de preocupación en el cual la población comenzó, en las

primeras semanas de marzo, a lanzar campañas de cuarentena voluntaria, responsabilidad

colectiva y solidaridad autogestionada, mientras que el lema “sólo el pueblo ayuda al pueblo”

se hacía viral.

A lo largo de los meses, se implementaron ollas populares en los barrios de las

principales ciudades y se organizaron formas de solidaridad por parte de las asambleas

adaptadas al nuevo contexto, los medios de comunicación independientes que habían

registrado las movilizaciones empezaron a publicar producciones audiovisuales más

completas, al tiempo que se multiplicaban los encuentros y debates virtuales. También se

multiplicaron las iniciativas de la Coordinadora por la Libertad de los Presos Políticos de la

Revuelta - 18 de Octubre, que se había conformado ante la necesidad urgente de responder

de manera organizada a la ola de detenciones y violencia perpetrada por los Carabineros. El

19 de marzo se produjo la primera insubordinación en una cárcel de Santiago y durante todo

el mes se desataron protestas en varios centros penitenciarios por los primeros casos de

Coronavirus, en un contexto de hacinamiento y falta de normas básicas de higiene. La

Coordinadora, junto con otras organizaciones de familiares y amigos de los detenidos, siguió

trabajando incansablemente en el plano judicial, de la movilización y la solidaridad

internacional para liberar a los miles de presos, muchos de ellos muy jóvenes y hasta menores

de edad. Según un comunicado oficial del Ministerio Público del 16 de octubre de 2020, las

personas detenidas hasta esa fecha eran 5.084, de las cuales sólo 725 habían sido

condenadas. Debido sobre todo a las débiles o inexistentes causas oficiales de las

detenciones, la Coordinadora reivindicó desde el principio a los detenidos como presos

políticos de la revuelta.

Desde el punto de vista de los conflictos sociales, durante los meses de la pandemia el

momento de mayor tensión se produjo con la huelga de hambre llevada a cabo por 27

detenidos mapuches en las cárceles de Angol, Lebu y Temuco, en la Araucanía. El machi

(autoridad espiritual) Celestino Córdova comenzó la protesta en mayo, seguido por otros

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359 Chile despertó. Historia y perspectivas de una insurreción popular | Susanna De Guio y Alessandro Peregalli

presos. Condenado a 18 años de prisión en 2014 tras un controvertido y opaco juicio, Córdoba

adoptó la huelga de hambre como herramienta política para pedir cumplir su condena fuera

de la cárcel, tal como establece el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo

sobre pueblos indígenas. La iniciativa del machi y sus compañeros surgió en un contexto de

alto riesgo de contagio para el Covid-19 en las prisiones, y después de que el gobierno ya

había permitido salir a un tercio de la población carcelaria por emergencia sanitaria. La

protesta en las cárceles fue acompañada en los territorios de las comunidades mapuches con

manifestaciones y la ocupación de cinco municipios de la Araucanía. Esto desencadenó la

violencia de los grupos de supremacistas blancos en contra de los comuneros mapuches con

la protección de la policía, la cual desalojó los municipios. El aval a este accionar vino por

Víctor Pérez, el nuevo Ministro del Interior tras la renuncia de Gonzalo Blumel, un político

vinculado a la dictadura de Pinochet y que declaró provocativamente que “no hay presos

políticos en Chile” durante una visita en la Araucanía, dando legitimidad a los episodios de

violencia racista del 3 de agosto. El machi Córdova logró por fin firmar un acuerdo con el

gobierno, pero la huelga de hambre de los otros prisioneros duró hasta 123 días sin una

verdadera mesa de negociación. Al mismo tiempo, el históricamente reaccionario sindicato

de camioneros (CNTC) salió a protestar para denunciar los ataques incendiarios a sus propios

medios de transporte en la región, e inició un paro nacional el 23 de agosto, bloqueando las

arterias de comunicación en varios puntos del país, hasta que se llegara a un acuerdo con el

ejecutivo. La profunda desigualdad en el trato del gobierno hacia uno de los sindicatos más

corporativo y de derecha y hacia presos mapuches desencadenó otra ola de profunda

indignación y denuncia entre la población chilena.

Entre las huelgas de médicos y enfermeras de salud pública, que denunciaron que no

tenían las condiciones mínimas necesarias para trabajar, y el oportunismo de las clínicas

privadas que aumentaban el precio de los test de Covid-19, el pico de contagio se manejó en

un plano mediático más que sanitario. El 13 de junio, el Ministro de Salud Mañalich renunció

después de la publicación de un estudio donde se mostraba que el ministerio manipulaba los

números de muertes por Covid-19. Los planes sociales implementados por el gobierno

resultaron ser totalmente inadecuados, mientras que ya el 26 de marzo salió un decreto por

el que, en caso de cuarentena o de aplicación del cordón sanitario, los empleadores no

estarían obligados a pagar los salarios a los trabajadores. Durante lo que va del 2020 se

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perdieron 1,8 millones de empleos en Chile, la pobreza absoluta aumentó en un 4% mientras

que el 40% de la población se encuentra con deudas, desempleado o con trabajos precarios

o informales que se han visto amenazados o se han truncado con la pandemia (Figueroa

2020), situaciones de fragilidad a las que se suman los casos de contagios, hospitalización o

muerte de un familiar.

El empeoramiento de las condiciones sociales en el país por fin obligó al gobierno a

ceder y abrir las cajas de las AFP, aprobando una reforma constitucional que permitió a los

trabajadores retirar el 10% de sus jubilaciones a finales de julio. Ya en marzo, el valor de las

contribuciones que las AFP utilizan en el mercado financiero se había derrumbado y los

ahorros de las pensiones de los trabajadores habían tenido pérdidas de hasta un 16%. El plan

propuesto en agosto por el gobierno para la reactivación económica también tenía las

mismas debilidades que todas las iniciativas anteriores: carecía de un diagnóstico de la

situación real del país y de las medidas para contener el contagio, no mostraba ninguna

planificación de las intervenciones y se limitaba a improvisar en el plano comunicativo.

En este contexto, el 18 de octubre, aniversario del inicio de la rebelión, en Santiago y

en las zonas del país donde se levantó la cuarentena obligatoria, la población volvió a las calles

de manera masiva para denunciar las mismas desigualdades que un año antes, agravadas por

la crisis sanitaria, y preparó las campañas para el voto del plebiscito del 25 de octubre.

Los nuevos desafíos de la revuelta chilena

El acuerdo firmado sobre el proceso constituyente prevé que la nueva Carta Magna se

redacte sobre una hoja en blanco, por lo tanto no se trata de una simple modificación de la

Constitución de 1980. Sin embargo, el quórum necesario para definir los nuevos artículos a

redactar se fija en dos tercios de los miembros del órgano constituyente, el mismo principio

que rige la Constitución de Pinochet y que hizo tan difícil su reforma durante los años

democráticos. Además, si bien se abre la oportunidad de rearmar por completo las piedras

angulares de la democracia chilena, en realidad sólo entrarán en la nueva Constitución

aquellas cuestiones sobre las que sea posible alcanzar un amplio acuerdo, mientras los otros

temas sólo se regularán por medio de leyes ordinarias.

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Al finalizar la labor del órgano constituyente, se abrirá otra consulta popular, donde el

pueblo decidirá si ratifica o rechaza la nueva carta. La elección soberana de los ciudadanos

sobre el texto constitucional es algo nuevo en Chile, caracterizado por una democracia

representativa con estrechos márgenes de participación, donde las constituciones siempre

fueron escritas por hombres blancos pertenecientes a la élite. La potencia de la oportunidad

que se abre para la sociedad chilena es innegable y al mismo tiempo es una tarea sumamente

compleja, con el peligro de volver a cerrar el conflicto social dentro de los márgenes

impuestos por la legalidad democrática y por la oligarquía, que tratará de vetar cualquier

cambio estructural donde se vean afectados sus intereses de clase. La nueva Constitución ni

siquiera podrá intervenir en los acuerdos internacionales ya firmados por Chile, entre los

cuales se encuentran una treintena de tratados de libre comercio suscritos con los más

diversos países (Grez 2020), que condicionan fuertemente el modelo productivo chileno

ligado a la exportación de materias primas.

Entre los obstáculos a una real representatividad popular, el primero es que los

candidatos de la Convención serán elegidos con el mismo sistema electoral utilizado para las

elecciones legislativas ordinarias, lo que dificultará la participación de sujetos políticos que

no cuentan con el apoyo de partidos o estructuras capaces de sostener una campaña

electoral. A ello se suma que la votación tendrá lugar el 11 de abril de 2021, junto con las

elecciones municipales y regionales, lo que generará confusión, aumentando el riesgo de que

el proceso vuelva a estar bajo el control de los partidos.

Otras críticas surgieron con respecto a la falta de mecanismos que garanticen escaños

reservados para los pueblos originarios, aunque la cuestión de la plurinacionalidad será un

importante eje de debate en la labor de la constituyente. El acuerdo, como ya se ha explicado,

no garantizaba inicialmente ni siquiera la presencia de mujeres, que fue garantizada bajo la

presión del movimiento feminista. A raíz del acuerdo se generó un reposicionamiento

también dentro de la política institucional: se crearon divisiones dentro del FA y varios

partidos abandonaron la coalición, mientras que el PC, que no firmó el acuerdo, es ahora uno

de los favoritos para las elecciones presidenciales de 2021, con la alta popularidad ganada por

Sergio Jadue por su política distributiva como alcalde de Recoleta, municipio de la región

metropolitana de Santiago.

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La aplastante derrota del presidente representada por el voto plebiscitario es un golpe

más a un gobierno que aún no asume las denuncias por las violaciones de los derechos

humanos, tanto nacionales como internacionales, a lo que se suma la mala gestión de la

pandemia y los constantes cambios de ministros en su inestable equipo de gobierno. Si Piñera

sigue en el cargo, a pesar de haber perdido las riendas de la gestión política, es porque el arco

parlamentario salvó la institucionalidad que representa al firmar el Acuerdo por la Paz Social

y la Nueva Constitución.

Esta lectura del pacto político a la base de la apertura del proceso constituyente es

común a todos los sectores organizados que han participado en las movilizaciones. La

fórmula propuesta para una nueva Constitución, “cocinada” por los partidos a puertas

cerradas en el Congreso, era la última estrategia posible para encauzar la protesta en la vía

institucional y mantener la gobernabilidad. Consciente de esto, la base política del

movimiento ha mantenido alta la crítica y al celebrar el resultado de la votación ha recordado

la impunidad que sigue protegiendo a Carabineros, gendarmería y militares frente a las

decenas de muertos y miles de heridos y presos en las manifestaciones, a la violencia sexual

dentro de los cuarteles y la persecución contra el pueblo mapuche.

Existe una conciencia transversal entre los distintos componentes del movimiento

chileno de que un verdadero proceso de cambio, a través de una nueva carta constitucional,

sólo es posible si no se abandona la calle y la movilización, el único instrumento que hasta

ahora ha demostrado ser eficaz para presionar la política institucional y desarmar su lógica

corporativa interna. Sin embargo, las estrategias y prioridades asignadas por cada uno de los

muchos actores sociales que han sido protagonistas de la rebelión popular son diferentes. La

necesidad de reforzar las vías de autonomía y autogestión que nacieron a nivel territorial

durante el último año llevó a los sectores libertarios a levantar alarmas sobre el proceso

electoral constituyente, observado como una camisa de fuerza que terminará por traicionar

la esencia del levantamiento popular y sofocar el potencial subversivo de una verdadera

transformación social desde abajo, capaz de discutir desde la raíz las reglas de la democracia

burguesa neoliberal. Otros sectores tienen más confianza en la posibilidad de superar y

“trascender” el proceso constituyente, e hicieron una fuerte campaña para votar “apruebo” y

elegir la “Convención Constituyente”. Otros identifican los riesgos vinculados a la falta de una

estructura política capaz de competir en el plano institucional, lo que dejaría a las

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reivindicaciones surgidas en las protestas sin cabeza e incapaces de superar el momento

destituyente, como ocurrió en Argentina al final del ciclo de luchas 2001-2003, cuando el

kirchnerismo recogió los reclamos de las luchas organizadas para encauzar el conflicto en los

canales de la gestión estatal.

En el amplio abanico de posiciones políticas en juego y de propuestas para hacer

frente a las nuevas apuestas abiertas por el plebiscito, hay algunos nudos que es necesario

desatar para garantizar un futuro al la rebelión: ¿cómo seguir construyendo el poder

territorial y al mismo tiempo influir en el proceso constituyente? ¿Cómo determinar la

redefinición de las reglas del juego político sin ser cooptados por los antiguos dirigentes,

preocupados por darse una nueva legitimidad? ¿Cómo vincular las formas de protesta a los

sectores productivos y cómo coordinar el poder horizontal y descentralizado de las

asambleas? ¿Cómo responder a la militarización y a la constante represión sin agotar la

revuelta y sin pagar el altísimo precio que la necropolítica de Piñera ha impuesto hasta ahora?

Las preguntas abiertas son muchas, y también los posibles escenarios. Lo cierto es que Chile

no volverá a ser el país que era antes del 18 de octubre de 2019, y si el proceso constituyente

no será capaz de abrir espacios de participación real para dar respuestas a las múltiples

cuestiones sociales que aún esperan una solución, la crisis política abierta por la revuelta está

destinada a profundizarse.

Según el politólogo latinoamericanista Frank Gaudichaud (2020), la rebelión chilena

produjo una “crisis orgánica” del capitalismo chileno y su clase dirigente que, sin embargo, no

se convirtió en una “crisis hegemónica” porque, a diferencia de otros levantamientos y crisis

recientes, como las que a principios de siglo afectaron a países como Bolivia, Argentina y

Ecuador, no ha logrado derribar al presidente. A tal respecto, cabe recordar las palabras del

sociólogo boliviano René Zavaleta Mercado (1984), según el cual, mientras que en Bolivia y

Argentina el Estado es profundamente débil y la sociedad muy fuerte, en Chile la situación se

presentaría de manera opuesta, con un Estado y una institucionalidad muy robustos y de

alguna manera impermeables a los choques de la sociedad o perfectamente preparados para

reprimirlos.

La comparación con los países vecinos también ha suscitado un debate en América

Latina sobre la naturaleza y las posibilidades actuales del proceso constituyente chileno. De

hecho, en países como Venezuela, Bolivia y Ecuador, el surgimiento de gobiernos

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progresistas como los de Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa, llevó a la convocatoria

de nuevas asambleas constituyentes que ayudaron a legitimar el nuevo rumbo político y sus

líderes populistas. Aunque, especialmente en Bolivia y Ecuador, estos procesos surgieron

después de grandes movimientos callejeros y un enorme ciclo de luchas indígenas y

populares, las victorias electorales progresistas permitieron de alguna manera que los

posteriores procesos constituyentes “secuestraran” y sacrificaran los impulsos más radicales

en el altar de una nueva conciliación de clases y una alianza con el gran capital local y

transnacional del petróleo, el gas, los minerales y el agronegocio. En este sentido, el

sociólogo italiano Massimo Modonesi (2017) ha recuperado el concepto gramsciano de

“revoluciones pasivas” para describir estos procesos. Lo que ocurre hoy en Chile, sin

embargo, es el caso atípico de una revuelta que ha logrado imponer la apertura de un nuevo

proceso constituyente pero no la caída del gobierno. Desde un cierto punto de vista, se trata

de una limitación importante del proceso actual en Chile, ya que el gobierno de derecha que

logra mantenerse en el poder es visto como una garantía de la continuidad de los intereses

neoliberales y la represión estatal en la misma fase constituyente. Sin embargo, esta

situación también puede abrir oportunidades inesperadas, como la continuación de una

posición autónoma y de las movilizaciones en las calles de los sectores populares, feministas

y anti coloniales durante toda la fase constituyente. Esta marcada característica de la rebelión

chilena podría ser quizás el antídoto contra el surgimiento de figuras carismáticas y

conciliadoras, capaces de desmovilizar y capturar las luchas organizadas, como lo fueron de

alguna manera Morales y Correa.

El paralelismo entre el punto de ruptura que inició el llamado “ciclo progresista”

sudamericano y las revueltas que estallaron en 2019 en Ecuador, Chile y Colombia sugiere,

sin embargo, otro tipo de problema. Llegando al gobierno en un periodo de fuerte alza del

precio de las materias primas, los gobiernos progresistas de la década de 2000 aprovecharon

esta situación, que generó saldos comerciales favorables, para llevar a cabo una política de

redistribución parcial de la riqueza sin tener que tocar los intereses del gran capital nacional

y transnacional que, por el contrario, vieron aumentar exponencialmente sus beneficios.

Como consecuencia, esto reforzó la transformación productiva iniciada en las décadas

anteriores, anclada en el crecimiento de los sectores primario-exportadores, la pérdida de

capacidad industrial y el aumento de la dependencia comercial y financiera hacia el mercado

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mundial, y en particular el mercado chino. Como resultado de la caída de los precios de los

commodities entre 2014 y 2015 los gobiernos progresistas entraron en crisis, atrapados entre

las nuevas luchas desde abajo y la presión de las grandes empresas para la aplicación de

políticas de austeridad fiscal y nuevas privatizaciones para compensar la caída de la tasa de

ganancia.

Hoy en día, la región latinoamericana es más periférica y más dependiente que hace

20 años, con un tejido social fuertemente lacerado por la combinación del “neoliberalismo

desde abajo” (GAGO, 2014) y una expansión del fascismo, el paramilitarismo y el

fundamentalismo religioso, especialmente el neopentecostal, como dispositivos autoritarios

y represivos de la disciplina social. Al mismo tiempo, lejos de sufrir un retroceso, el

extractivismo tiende a compensar la caída de los precios con una expansión productiva,

aumentando enormemente su presión sobre biomas fundamentales para el futuro del

planeta, como el Amazonas. Por último, el propio capitalismo global, entre la pandemia y la

guerra comercial entre Estados Unidos y China, se encuentra en una crisis sistémica de la que

no hay salida a medio plazo, un escenario oscuro para una región como América Latina, que

corre el riesgo de convertirse rápidamente en una enorme “zona de sacrificio”. Este es el

contexto geopolítico en el que se sitúa la revuelta chilena. Un contexto que difícilmente va a

producir márgenes de compromiso social similares a los que aprovecharon los gobiernos

progresistas. No parece haber mucho espacio para las medias tintas: atrapado entre la

contraofensiva de las fuerzas conservadoras escondidas en los pliegues del proceso

constituyente y el fantasma de una conciliación de clases que no aparece en la agenda ni las

posibilidades del gran capital nacional e internacional, el movimiento popular tendrá que

redoblar la apuesta y construir, abrir o posiblemente inventar un nuevo camino

revolucionario.

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Datos de los autores

Susanna De Guio

Susanna De Guio es sociologa de la comunicación, periodista, redactora editorial. Es Doctora en Sociología por la Universidad Católica de Milán, ha investigando la relación entre medios alternativos y movimientos sociales en el marco de la Ley de Medios en Argentina, y desde entonces escribe para distintos medios. Es redactora de la pagina Lamericalatina.net y actualmente se ocupa de temas medioambientales, defensa del territorio y feminismos. E-mail: [email protected]

Alessandro Peregalli

Mestre em Ciências Históricas pela Università di Bologna (UNIBO) e concluinte do doutorado em Estudos Latino-Americanos pela Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Foi professor de História Econômica pela Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), na Cidade do México, e é membro do Grupo de Trabalho “Territorios en disputa e r-existencia” do Conselho Latino-Americano de Ciências Sociais (CLACSO). Tem publicações em livros coletivos e revistas especializadas sobre infraestrutura logística, território e integração regional latino-americana a partir da perspetiva teórica dos chamados Critical Logistics Studies. E-mail: [email protected]