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Luis Alfonso Crónicas secundarias

Crónicas secundarias · 2020. 3. 19. · Alfonso, Luis Crónicas secundarias / Luis Alfonso. - 1a ed. - Rosario : ... Nicolás Manzi ©Luis Alfonso Universidad Nacional de Rosario,

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Luis Alfonso

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Alfonso, Luis

Crónicas secundarias / Luis Alfonso. - 1a ed. - Rosario : UNR Editora. Editorial de

la Universidad Nacional de Rosario, 2019.

142 p. ; 15 x 21 cm. - (Con� ngere ; 12)

ISBN 978-987-702-359-6

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A863

Imagen de tapa: Flores muertas, Patricia Espinosa. Técnica mixta, 2019.

Fotografía de la obra: Daniel Fernández Lamothe

Diseño de interior y tapa: UNR editora

Diseño de la colección: Georgina Ricci

Directora editorial: Nadia Amalevi

Director de la colección: Nicolás Manzi

©Luis Alfonso

Universidad Nacional de Rosario, 2019

Queda hecho el depósito que marca la Ley N° 11.723.

Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida sin el permiso expreso

del editor.

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Un maravilloso sueño

Por Gastón D. Bozzano

Sin afán, el Joven camina por la gran ciudad, la misma que lo vio nacer y crecer. Su edad es incierta, es un adolescente, tiene entre catorce y dieciocho años, y entre sus arcanos está, en lejano silencio, un desprecio profundo por el orden y los mandatos. Suponemos entonces, con razón, que a ese secreto recóndito del alma le corresponde afuera –en el universo de lo real donde las cosas ocurren– un oponente, un enemigo que procurará vencerlo. En esa tensión generada por dos mundos contrapuestos el Joven deambula con sus estandartes: abraza la lucha de clases, forma parte de grupos de teatro, se refugia bajo un árbol para ajustar su percepción de la realidad (y para tenerla siempre a raya), e iza efímeros pájaros voladores que la borrasca de la ribera destrozará en segundos (son los aviones hechos con madera balsa por Dictimio, su singular y hermético amigo, con los cuales la naturaleza no demuestra clemencia).

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El Joven parece estar condenado a perder, siempre. Su mayor logro (acaso su única victoria posible, por el momento) será salir vivo para estar presente en la próxima aventura. Está en minoría, desde luego: forma parte de los segregados de un tiempo en el que aún la política del país no ha repensado –como lo hará más adelante, ya sea por convicción u oportunismo– su relación con las minorías. Desde esa segregación, él exhibe una creciente pa-sión por la diferencia, al tiempo que veri� ca cada día cierta in-capacidad por encontrar relaciones � ables. Son tiempos difíciles.

Hacia � nes de los años 70 y comienzo de los 80 Rosario está destrozada por la dictadura militar. Un hachazo cayó sobre su pecho unos años atrás y barrió miles de gentes que hasta entonces hacían de ella su hogar. Cultura y vida cotidiana tie-nen ahora, cuando el Joven deambula y cuenta, la marca de esa ausencia. Él no ha sido alcanzado por el � lo del hacha. No del todo. Está herido y es un fantasma existencial que sigue andan-do y confundiéndose peligrosamente –siempre peligrosamen-te– con los demás.

Entabla vínculos como puede, forma parte de colectivos, lo mueve y lo guía una sensibilidad por el arte. Parece buscar un camino de salvación entre los laberintos de una Rosario que, dolida y sangrante, se retuerce sobre sí. A ratos un paseante, a ratos en la escuela, dice no estar nunca solo. Aparentemente. Fácil es comprobar que ese paisaje gregario del cual parece for-mar parte es, sin embargo, una mascarada: está en soledad, observando y construyendo con esa observación un relato que lo oriente, en busca de un sitio más apacible.

El Joven no tiene nombre: ni Juan, ni Pedro. Es un ser in-nominado que navega en aguas de borrajas, siempre con el

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naufragio como posibilidad: en la ciudad que él camina, en las

casas a las que va, en los lugares públicos que frecuenta, está siempre, omnipresente, la amenaza de los militares. Mensajeros del averno, los militares están prestos para certi$ car, a diario, la posibilidad de la tragedia.

No hay seres sobrenaturales a la vista en estas crónicas. Sin embargo, algo & ota en el ambiente: una incomodidad, una in-seguridad que sólo el miedo, en la peor de sus versiones, puede infundir. Las descripciones del Joven a veces asustan no por lo que muestran, sino por lo que ocultan, y vienen a con$ rmar que un destino se forja de incertidumbre. “Fueron pocos los años en que caminamos juntos, inconscientes, audaces, siem-pre al borde de un abismo”, le dice en un pasaje a su amigo poeta.

Pura $ cción de lo real, estos relatos son un maravilloso sue-ño, a la vez que un ajuste de cuentas del escritor con su época. Descripciones de un recuerdo, o lo que el recuerdo hoy hace de aquellas descripciones que acaso hayan sido escritas a hurta-dillas cuatro décadas atrás en una libreta inmaterial y sensible. El Joven es un testigo, una clase particular de testigo: aquel que puede hoy contar las hermosuras y miserias cotidianas de un tiempo enterrado para perpetuar proezas heroicas de las amis-tades (¡Para no olvidar hoy, en medio de la confusión general, cuán fundantes eran esas amistades!) Aquel Joven ha escrito para ver ahora, otra vez, cómo los padres de Dictimio extien-den el mantel sobre el pasto para armar el picnic y desparramar los sándwiches y el resto de las vituallas; para constatar nueva-mente la imagen aterradora de Fulvio sin la tapa de su molle-ra, recién trepanada por un psicodélico Doctor Zabala. Son las

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historias que lo abrazaron tempranamente, y las que quizás le abrieron su insondable pulsión por documentar lo que ocurría a su alrededor. Documentación secreta, observación en ciernes para construir un mundo más bello en aquel tiempo oscuro, como salvadora profanación de una realidad de opresores.

Luis Alfonso (Rosario, 1961) es el autor de estos relatos que se ofrecen al lector. Es, también, el hombre creado por esos

relatos.

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Aviones y palometas

Sonó el teléfono en una calurosa mañana de febrero y mi

madre corrió a contestar la llamada. El aparato estaba ubicado

sobre una mesita especial, con estante para la guía telefónica,

en el centro neurálgico de la casa, para llegar a él rápidamente

desde cualquier habitación. No existía la posibilidad de tener

varios artefactos en distintos ambientes. Entel no lo permitía o

era muy caro, nunca lo supe. El modelo de aparato telefónico

que nos había dado la Empresa Nacional de Telecomunicaciones

cuando instalaron la línea era color negro, y el receptor, cuando

estaba colgado, cruzaba por arriba del disco. Creíamos que eso

era moderno. Junto a la mesita había unos sillones, tapizados

con cuero sintético, en los que mi madre se desparramaba para

hablar con sus amigas durante horas. Ella me pasó el mensaje

cuando me desperté sobre el mediodía.

–Te llamó un amigo de la escuela –dijo, mientras me servía

en el plato una generosa porción de puré para acompañar la

milanesa de peceto que yo había tomado de la bandeja.

–Difícil. No tengo amigos en esa escuela.

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El primer año de escuela secundaria me había resultado

muy complicado y no había logrado relacionarme demasiado

con mis compañeros.

–Sí. Me imaginé porque insistió en que tomara nota de su

número. Dijo que estaba seguro de que no lo tenías. Lo anoté en

la libretita que está al lado del teléfono. No entendí cómo se lla-

ma el muchacho, así que sólo anoté el número en la última hoja.

–Después de comer lo llamo –dije con pocas ganas.

Seguramente se trataba de alguien que ya estaba pensando

en los exámenes de marzo y como era sabido que yo las tenía

que rendir casi todas, me llamaba para pedirme el programa de

estudios de alguna materia.

Aquel verano era la continuación de un año nefasto y ame-

nazaba con seguir de la misma manera los trescientos treinta

días que restaban.

El cambio de una escuela de barrio y pública, donde había

hecho la primaria, a otra del centro y privada me había sentado

tan mal que nunca logré adaptarme al nuevo sistema. En el pri-

mer año terminé desaprobando ocho materias, llegué al � nal con

veinticuatro faltas y media, y me gané quince amonestaciones

por falsi� car la � rma de mi viejo para que no vea los aplazos que

tenía en la libreta. “Una joyita”, le dijo la profesora de Botánica a

mi vieja cuando la citó para deschavar la � rma falsi� cada.

La libreta al lado del teléfono tenía tapas duras y un prolijo

forro de papel “araña” color azul, en la última hoja estaban los

números escritos por mi madre en tinta también azul.

Ochenta y uno, cincuenta y cuatro, treinta y tres. A la ter-

cera llamada, alguien atendió. Una voz juvenil que no reconocí

de inmediato pero que no tardó en identi� carse.

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–¡Habla Dicti, boludo! Si me llamaste vos.–Sí. Pero como mi vieja no anotó tu nombre porque no

lo entendió, no sabía a quién estaba llamando. Si te llamaras Carlos o Daniel, no hubiera pasado.

Dicti estaba acostumbrado a que se mofaran de su nom-bre. Desde que había comenzado la escuela, siendo un niño pequeño en el jardín de infantes, su nombre siempre había sido motivo de equívocos. Dictimio Aureguialzo. Y de segundo, le habían puesto Héctor. Alguna vez, en la primaria, había pen-sado en usar el segundo nombre que, aunque tampoco le gus-taba, era al menos un poco más común. Algunos chicos a los que ya casi no veía lo llamaban así. Pero al comenzar la escuela secundaria había decidido llevar con orgullo y con la frente alta su nombre estrafalario. Por supuesto, antes de que terminara el primer mes de clases los que no le decían “Áuregui” le decían “Dicti” y con el tiempo se impuso la segunda opción, y todos lo conocían como “el Dicti”. Su padre se llamaba Dictimio, su abuelo también, su bisabuelo también y más atrás aún la estirpe de los Dictimios Aureguialzos se entrecruzaba con la familia del Restaurador y de Belgrano. En las ramas de un extenso árbol genealógico se repetía ese nombre y apellido varias veces, lle-gando incluso hasta los hidalgos que habían fundado la ciudad de Córdoba. Uno de los destacados ancestros de Dicti había sido un pintor, llamado igual, compañero de juegos en la infancia y amigo en la vida de Prilidiano Pueyrredón, y al igual que éste, había pintado algunos retratos de personajes de la época rosis-ta. De esa forma Dicti explicaría en el futuro, a través de sus genes, su inclinación por las artes plásticas. Pero mucho antes de que tomara entre sus dedos un pincel para mojarlo en óleo,

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Dictimio habló conmigo por teléfono, un miércoles de febrero,

en el que el calor trepaba el termómetro y la presidenta de la

república $ rmaba el llamado “decreto de aniquilamiento”.–Te quiero invitar, mañana, a volar unos aviones… –dijo

con cierta timidez.–¿A volar aviones? –pregunté confundido.–Sí. Porque yo hago aviones de madera balsa. Es un hobbie, ae-

romodelismo se llama, ¿conocés? Bueno. No importa. La cuestión

es que después de construidos me gusta probar que los aviones

vuelen de verdad. Y mañana voy a ir a Circunvalación y Rondeau a volar cuatro modelos nuevos que terminé de construir ayer ¿Me acompañás?

La verdad es que no tenía otra cosa que hacer. Con los ami-gos de la escuela primaria ya casi no me veía y con los de la secundaria no me había integrado lo su$ ciente como para te-ner una vida social fuera de la escuela. Entonces no lo dudé. Aunque no lo conocía mucho, Dicti no me impresionaba mal. Nos habíamos cruzado unos días antes de Navidad en una mesa de examen y me había dicho: “Un día de estos, a lo mejor te llamo para hacer algo”. Yo no le creí. Ni siquiera para estudiar juntos me iba a llamar. Él sólo se había llevado dos materias que había aprobado sin mucho esfuerzo en diciembre. Durante el año se había sentado unos bancos más adelante y si bien me parecía un tonto, era la clase de tonto que se relacionaba con todo el curso y que le caía bien a todo el mundo. Dicti había sido el primero en ponerse de novio con una chica de la divi-sión y eso también lo ubicaba en una categoría distinta. Era uno de los dos “galanes” que todos querían tener de amigos. El otro se llamaba Daniel y también me parecía un tonto, pero mucho

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más que Dicti. Decidí dejar mis prejuicios de lado. El mundo estaba lleno de tontos…

–Dale ¿Cómo hacemos?–Venite a mi casa a eso de las once de la mañana y salimos

juntos desde acá, así me ayudas a llevar los aviones. Me dijo la dirección y la anoté en la misma libretita color

azul, debajo de los números de mi vieja. Era a pocas cuadras del Parque Independencia. Cuando corté la comunicación me sentí repentinamente entusiasmado, un entusiasmo que hacía mucho no sentía. Arranqué la hoja con las anotaciones, la doblé en cuatro y la guardé en un bolsillo del pantalón.

Bajé del coche de la línea E a las once y tres minutos y crucé el bulevar en la dirección correcta hacia la casa de Dicti. Apenas di los primeros pasos lo vi sentado en la puerta de su casa, es-perándome sonriente.

–¿Qué tal? –me dijo.–Bien. Llegué sin problemas. Este bondi pasa por la esquina

de mi casa. –Pasá. Mis viejos esperan adentro. Buscamos las cosas y nos

vamos.–¿Vamos con tus viejos? –pregunté un tanto sorprendido.–Sí ¿Algún problema?–No. Para nada. Sólo preguntaba.Los padres de Dicti eran un matrimonio bastante mayor. El

hombre parecía rondar los setenta años, bastante bien llevados, pero tal vez tuviera más; vestía un impecable traje gris de vera-no, camisa y corbata haciendo juego con sus zapatos marrones

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acordonados. Usaba un modelo de anteojos casi redondos, con un marco oscuro bastante grueso. Pude observar detrás de las lentes, un poco agrandados por el aumento, unos ojos azules muy parecidos a los de Dicti y era evidente que compartían el peluquero porque también su prolijo corte de pelo era igual al

que siempre le criticábamos a Dicti en la escuela. “Cabeza de milico”, le decíamos.

La madre era una señora que apenas superaba los cincuenta años, con el cabello recogido en un acicalado rodete sobre la nuca, un tanto más alta que su marido, bastante elegante; lle-vaba una pollera tubo hasta la rodilla color beige, una camisa blanca de mangas largas, con los botones abrochados hasta el último, y un lacito, también color beige, haciendo un moño pe-queño que colgaba suelto sobre el abdomen. Los zapatos blan-cos de cabritilla no tenían tacos para no parecer todavía más alta y su rostro, de a� lados rasgos eslavos, parecían esculpidos en mármol; así de tersa se me antojaba la piel de su semblante.

Luego de las presentaciones de rigor salimos todos juntos y caminamos dos cuadras para esperar el ómnibus de la misma línea que me había llevado hasta allí pero que iba en la direc-ción contraria. Después de una corta espera lo abordamos y al rato nos bajamos en la estación de ómnibus. Allí subimos a un coche de la línea 210 y nos bajamos al � nal del recorrido, donde terminaba el bulevar Rondeau y comenzaba la Ruta 11. Los agentes que estaban en el Control de la Policía Caminera nos miraron extrañados. Íbamos cargados con unos bolsos enormes por donde sobresalían las partes de los aviones pintados con colores llamativos. Uno de ellos era un Spit� re de la Segunda Guerra Mundial pintado con distintos tonos de verde para lograr

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el efecto del camu! aje. También había un Stuka, pintado todo negro con las insignias de la Luftwaffe en dorado y blanco; un biplano con las alas azules, rojas y blancas, los colores de Francia, y un planeador con las alas de casi dos metros de envergadura, con rayas celestes y amarillas y las insignias de la fuerza aérea soviética. Este último parecía un avión del Club Rosario Central, pero Dicti insistía con que esos eran los colores de la aviación soviética. Yo hubiera jurado que era el rojo.

Caminamos en dirección al río Paraná por el descampado, entre los carriles de la avenida Circunvalación, y en la parte más alejada del paso de los automóviles desempacamos los aviones. Dicti había llevado una cajita de herramientas con los mate-riales necesarios para ensamblar las partes de los aviones que habíamos traído separadas.

Cuando terminamos esa tarea, en la que ayudé siguiendo las estrictas indicaciones de mi nuevo amigo dada mi inexpe-riencia e ineptitud, los cuatro aviones quedaron listos para des-pegar, una vez que se secara el cemento de contacto que había-mos utilizado en algunos casos.

En ese momento la madre de Dicti y su marido, que se ha-bían arrimado un poco más a la barranca del río y habían des-plegado un gran mantel sobre el pasto bajo unos árboles, nos hicieron señas para que fuéramos a comer unos sándwiches de milanesas que había llevado junto a unas botellas de limona-da. Mientras me acercaba y los vi sentados en el piso sobre el mantel, vestidos con esos atuendos tan poco apropiados para un picnic campestre, tuve la impresión de que componían una postal de los años cincuenta y rápidamente la imagen viró al blanco y negro por unos segundos.

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Luego del almuerzo, bastante disputado por las hormigas de la zona, volvimos a los aviones. Empezamos con el planea-dor; Dicti le había puesto un ganchito en la base del fuselaje para poder remontarlo como si fuera un barrilete con un hilo largo y luego, cuando se elevara, con un tirón hacia atrás, sol-tarlo del hilo para que volara solo. Los cuatro aviones tenían el timón $ jo con una leve inclinación hacia la derecha para que volaran en círculos, y los � aps también $ jos apenas hacia abajo, para asegurar un ascenso permanente. Los colores de la divisa canalla se elevaron en el cielo. Aunque Dicti insistía en que eran los colores de la aviación rusa, yo cantaba: “la kd, la kd, la kd, ¡vamo’ la kd…!”. Después de unos casi diez minutos de vue-lo tranquilo y estable, un brusco remolino de viento le partió las alas y lo arrojó hacia la barranca. Lo vimos caer sobre unos arbustos muy lejos de donde estábamos, lo que hacía imposible recuperarlo. Dicti no se resignaba a dejarlo allí, pero ante la mirada inquisidora de su padre, desistió.

Le tocó el turno al Spad S.VII, el caza biplano francés. Éste tenía una hélice conectada a una bandita elástica que se enros-caba hasta que la propia resistencia de la goma hacía imposible seguir girando, y al soltarla y desenroscarse en sentido contra-rio hacía girar la hélice a gran velocidad. Entonces había que soltarlo con un cuidadoso envión y, aprovechando el viento de cola que soplara oportunamente, el avión remontaría ha-cía quién sabe qué lejanos horizontes. Hicimos cuatro intentos, pero como el viento no soplaba, Dicti no lo soltaba, y con cada intento había que volver a girar la hélice para hacer funcio-nar el mecanismo de la bandita elástica. Finalmente voló, pero fue un vuelo efímero; se elevó bastante pero luego cayó en

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un tirabuzón imparable, como seguramente habría caído el as

letal de la aviación gala, Georges Guynemer, pero a diferencia

de aquel, el nuestro nunca voló tan alto y regresó rápidamente

para deshacerse en pedazos pequeños que se esparcieron a va-

rios metros a la redonda.

Los dos aviones restantes requerían de un proceso más so-

% sticado para poder remontar. Había que completarlos insta-

lándoles a modo de morro o nariz, atornillado en un espacio

dejado para la ocasión, un pequeño motor a explosión de un

cilindro que funcionaba con un combustible, mezcla en justas

proporciones de aceite de ricino y alcohol metílico.

Dicti comenzó a instalar el motor en el bombardero ale-

mán de la Segunda Guerra, Junkers Ju 87, o Stuka, como tam-

bién le decían. Lo ajustó con unos tornillos minúsculos, llenó el

pequeño tanque de combustible y se dispuso a darle arranque.

–Tenelo por las alas mientras yo trato de ponerlo en marcha

–me dijo con mucha seriedad y concentración.

Era la segunda vez que intentaba volar aviones con motor

a explosión y, según me contó, la vez anterior había sido un

fracaso.

Conectó un cable con una pincita de contacto al motor y

otra que estaba en el otro extremo del cable a una pila seca. Y

luego con el dedo índice comenzó a girar la hélice. Después

de varios intentos el motor arrancó con un irritante sonido

de chicharra descontrolada; Dicti tomó la nave con una mano

por la parte de abajo del fuselaje, levantó el brazo bien alto

y lo lanzó con fuerza en el sentido del viento. El bombarde-

ro levantó vuelo, hizo unos metros y rápidamente comenzó

a ascender haciendo un espiral amplio hacia arriba de unos

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veinte metros de diámetro. Dicti daba saltos de alegría y se reía a carcajadas.

–¡Mirá cómo vuela, mirá cómo vuela! –gritaba, loco de

entusiasmo.

Los padres nos miraban desde lejos con sonrisas dibujadas.

El Stuka dio varias vueltas hasta que se quedó sin combus-

tible y se vino a pique como barrenando en el aire. Al chocar

con el suelo de tierra y pasto se partió el fuselaje, se despren-

dieron las alas y se rasgó en algunas partes el papel con dope.

El motor no se dañó; la “nariz” del avión, hecha de un plástico

duro y resistente, funcionaba como una especie de paragolpes

en punta que lo protegía.

Luego de sacar el motor del bombardero alemán, Dicti pro-

cedió a colocarlo en el caza británico camu� ado, el Supermarine

Spit� re. Y una vez concluida la instalación usamos la misma

técnica que con el Stuka para darle arranque. Tal vez porque

era más liviano y un poco más pequeño que el modelo alemán

voló más alto y durante más tiempo. Dicti lo seguía con la mi-

rada mientras el avión giraba a su alrededor. Creo que se veía

a sí mismo en la carlinga piloteando la aeronave, o al menos la

ensoñación que había en sus ojos me lo hizo creer así. Fueron

pocos minutos, pero fue el avión que mejor y más tiempo voló.

Lamentablemente fue el que peor suerte tuvo a la hora de es-

trellarse, incluso peor que la del biplano francés. Salvo el motor

que una vez más resultó ileso, el resto del aeroplano, de madera

balsa y papel, quedó completamente destrozado.

Dicti juntaba los pedazos en silencio, quizás evaluando el

tiempo que le llevarían las reparaciones.

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–Yo te puedo ayudar a arreglarlos. No sé nada de esto, pero

si vos me enseñás puedo aprender –dije, mientras sostenía un

bolso donde Dicti ponía los fragmentos.

–Sabía que se iban a romper al caer, pero no pensé que tan-

to. La próxima vez tendríamos que buscar un lugar con arena.

No sé. A lo mejor cerca del río –contestó apesadumbrado.

Nos fuimos al caer la tarde, con nuestra funesta carga de

pedazos de aviones casi irreconocibles y botellas de limonada

vacías mientras la madre de Dicti se quejaba porque se había

manchado la pollera y el padre se colgaba el saco gris en el

hombro derecho.

Era casi de noche cuando me bajé del colectivo en la esqui-

na de mi casa y la familia Aureguialzo siguió viaje hasta la suya.

Antes de bajar di las gracias a los padres y le prometí a Dicti que

lo llamaría.

Dejé pasar dos días y lo llamé en la mañana del tercero

apenas � nalizado mi desayuno. Me atendió la madre y me dejó

un rato largo colgado en el teléfono hasta que apareció en la

línea la espectral voz de Dictimio recién levantado. A esa hora

era una voz de hombre que alternaba en la misma oración con

la de un niño, cosa que resultaba bastante graciosa.

–¿Te ayudo con los aviones? –le pregunté después del saludo

matinal.

–Anoche me acosté como a las cinco de la mañana. Me

quedé arreglando los que vuelan con motor. Y creo que ya están

listos para volar…

–¡Qué bueno! ¿Querés que vayamos esta tarde?

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–Dale. Pensaba llamarte al mediodía.–¿Por qué no me avisaste para que te ayude a repararlos? Con

las instrucciones apropiadas pude haber sido un buen asistente.

–Sí. Ya lo sé. Es que estoy acostumbrado a trabajar solo en

esto y además no me acordé que me habías dicho de ayudarme

¿Se te ocurre algún lugar donde poner a volar los aviones?

–Sí –le dije con total seguridad. Alguien me había hablado

sobre un lugar cerca del río con buenas playas de arena y pocos

bañistas.

Esa tarde, desa& ando las temperaturas caniculares, carga-

mos los bolsos, pero esta vez sólo llevamos el Spit& re y el Stuka

recién reparados. Luego de escuchar las recomendaciones res-

pecto del horario de regreso que nos hicieron los padres de

Dicti nos marchamos rumbo al norte. Nos bajamos del ómni-

bus en Rondeau y Puccio y caminamos un montón de cuadras

hasta llegar a un lugar no muy concurrido llamado La Arenera.

Era una playa no muy grande y no habilitada como balneario

en la que sólo había algunas personas tomando sol y tres niños

en el río jugando con in( ables.

Nos fuimos a la parte más alejada, aunque sabíamos que

cuando pusiéramos en marcha el motor los niños llegarían rau-

dos como las moscas a la miel.

Dicti tomó un palito y trazó una línea sobre la arena.

–Si alguien pasa esta línea puede ser peligroso. El golpe de la

hélice del motor en la cabeza puede hacerte un corte profundo.

–¿Lo decís por los pibitos aquellos?

–Sí. Ya vi cómo nos miraron cuando llegamos.

Dicti preparó el Stuka, pero antes de ponerlo en marcha

decidió darse un chapuzón en el río y yo lo acompañé. Nos

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quedamos con la malla que llevábamos debajo de los pantalo-

nes y dejamos junto a los aviones los bolsos, los pantalones, las

remeras y las zapatillas.

No me gusta mucho meterme en el río, me produce una

gran incertidumbre no ver el fondo y apenas sentí que mis pies

se hundían en una especie de barro viscoso me mojé la cabeza para refrescarme y salí rápidamente. Dicti se zambulló y nadó unos metros demostrando sus habilidades acuáticas. Yo lo espe-ré sentado en la orilla sin perder de vista los aviones.

Una pareja de recién llegados pasó caminando junto a mí para sumergirse de a poco en las aguas oscuras. Ella dejó una huella mínima en la arena mojada, él en cambio dejó una pro-funda marca. Los vi alejarse hacia el medio del cauce buscando privacidad, donde el agua les tapaba todo el cuerpo, un poco más allá de donde Dicti ostentaba su pericia natatoria. Sólo las cabezas les quedaban fuera. Nadie los veía. Sólo yo los mira-ba desde lejos, tratando de disimular mi indiscreta curiosidad. Empezaron a besarse, de a poco, cada vez con más pasión, ella abría la boca y parecía querer comerle toda la cara, la nariz, los ojos, las mejillas y también el mentón que mordía con fuerza. A la distancia yo veía las marcas que dejaba en su piel, primero blancas, y rápidamente rojizas. En tanto podía imaginarme lo que ocurría bajo el agua marrón. Dónde estaban las piernas de ella, dónde las manos de él, y por supuesto la masculinidad desapareciendo en las profundidades de ella. Después de un rato ella levantó la cabeza hacia el cielo con los ojos cerrados, frunciendo toda la cara y apretando los dientes para contener los gritos. Él, en cambio, la miraba, con la boca entreabierta, como contemplando la imagen de una deidad inalcanzable. Me

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pareció escuchar una especie de gemido que se confundió con

los ruidos de la naturaleza. Luego volvieron a besarse, pero ya

sin intenciones de devorarse uno al otro.

Me sentí un poco avergonzado por haber invadido la inti-

midad de dos desconocidos evidentemente enamorados y me

propuse desviar la vista hacia el horizonte.

Recortado sobre las islas, vi un pequeño bote de pescadores

que se disponía a cruzar el río, con la corriente en contra, de

sur a norte. El ruido del motor fuera de borda, exigido, apenas

se escuchaba. Parecía un abejorro moribundo.

Me sorprendió una puteada seguida de expresiones de do-

lor, volví la mirada a la pareja de tórtolos, pero no entendí qué

ocurría. Dicti, más cerca de mí que de ellos, detuvo sus braza-

das al escuchar los improperios y las quejas y los miró mien-

tras ellos comenzaban a volver hacia la playa. El muchacho se

lamentaba y ella le preguntaba preocupada: “¿qué te pasó, que

te pasó?”, mientras caminaban hacia la orilla. Cuando el agua

les llegó a los muslos, recién entonces, pude ver lo que había

ocurrido. El muchacho estrujaba su pantalón de baño con las

manos y trataba de detener con él la hemorragia que brotaba de

algún lugar de su entrepierna. Cuando pasaron nuevamente a

mi lado pude ver que le faltaba literalmente un pedazo del pene

y sangraba copiosamente. En ese momento Dicti, que acababa

de salir del agua, se paró junto a mí. Algunas de las escasas

personas que había en la playa comenzaron a acercarse y se

armó un revuelo en torno a la pareja accidentada. Una mujer

excedida de peso con una malla enteriza � oreada empezó a gri-

tar que había que llamar a una ambulancia, y otro alguien que

no identi� qué trajo una toalla que rápidamente se tiñó de rojo.

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Entre todos acompañaron al joven lastimado por la arena hasta

encontrar la calle y buscar un auxilio solidario. Algunos se iban

vistiendo, mientras tanto, en el camino, y decían cosas sobre

las pirañas, y otros que pretendían ser más eruditos hablaban

de palometas.

Nosotros nos quedamos parados en la orilla uno al lado del

otro mirando el incidente.

Yo siempre había sospechado que ese río de aguas turbias

escondía muchas cosas.

En ese momento Dicti volvió la vista hacía nuestras perte-

nencias y exclamó:

–¡Uuuyy! ¡La puta madre! ¡Se afanaron los aviones! ¡Se afa-

naron los aviones! –gritaba, mientras corría por la arena en

dirección a nuestras cosas.

Tenía razón. Se habían llevado los dos aviones, mis zapati-

llas, regalo de la última Navidad, y el dinero de los bolsillos de

los pantalones.

–¡Noooo! –decía muy amargado–. ¡Qué cagada! ¡Hijos de

mil putas! –vociferó, como un rugido que debió escucharse

desde la isla.

No pude evitar sentirme culpable. Tal vez si yo hubiera es-

tado más atento, si no me hubiera dejado llevar por mi curio-

sidad onanista, a lo mejor el hurto no hubiese ocurrido, pero

Dicti se culpaba a sí mismo por el descuido y jamás siquiera

insinuó que la responsabilidad podría haber sido mía.

Nos volvimos caminando hasta mi casa, que quedaba más

cerca, con la intención de pedirle plata a mi madre para que

Dicti se tomara un taxi y pudiera volver a la suya. Había sido un

día para el olvido.

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Después de aquello nos seguimos encontrando todo el ve-

rano con Dictimio, pero nunca más para probar modelos de

aeromodelismo. Desde entonces él abandonó para siempre el

hobbie. Ese año, 1975, fue nefasto, entre otras cosas porque Dicti

perdió a su padre luego de una repentina y cruel enfermedad.

Pero nosotros seguimos siendo amigos inseparables hasta que

concluimos la secundaria. Terminamos en el mismo colegio,

pero yo repetí un año y aunque no compartíamos el aula, por-

que Dicti estaba un año adelantado, nos veíamos todos los días,

dentro y fuera de la escuela.

Después de la secundaria Dicti estudió bellas artes en

Buenos Aires y al & nalizar su carrera se fue a vivir a Brasil. No

volvimos a vernos desde entonces. Alguien me contó que pinta

tablas de surf en una playa de Florianópolis.

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Músico y preceptor

It’s only teenage wasteland…

Baba O´riley – The Who

El catorce de marzo de 1977 fue un día particular para mí

porque comencé nuevamente la escuela secundaria. Luego de

casi un año sin responsabilidades ni ocupaciones, pero con mu-

chos con% ictos familiares, volví a la escuela por voluntad propia.

Un año antes, en marzo del setenta y seis, coincidiendo

con el inicio de la sangrienta dictadura de Videla, había em-

pezado el tercer año en una escuela privada para hijos y nietos

de inmigrantes italianos, en la que ya había cursado primero y

segundo, y en ambos casos por pura suerte o casualidad había

pasado de año. Era una escuela que se dejaba llevar perfecta-

mente por los vientos de la época y aplicaba en todos los aspec-

tos de la vida estudiantil un régimen decididamente fascistoide.

En mayo de ese año llegué al límite de faltas y amonestaciones

y decidí abandonar. El resto del año fue duro y con% ictivo, en

el que me lo pasé deambulando con un disco de Led Zeppelin

y una vieja edición de El Guardián entre el Centeno, de Salinger, bajo

el brazo, clausurando con una furia incontenible cualquier po-

sibilidad de retomar la educación secundaria. Durante los diez

meses que duró el sabbatical year probé cuanta sustancia se puso

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en mi camino, en un continuo ir y venir geográ� co y men-

tal que no me llevó a sitio importante o intrascendente. Los

vínculos con mis padres estaban deshechos y sólo en algunas

pocas ocasiones lograba dialogar con mi viejo sobre mis ex-

pectativas en el futuro. La mayoría de las veces no coincidía-

mos. Afortunadamente conservé los amigos de la escuela ita-

liana (muy pocos), entre ellos algún amor no correspondido.

También conocí a otras personas en la calle que casi siempre

resultaron relaciones tóxicas y ocasionales.

Pero esa mañana de marzo del 77 me presenté en mi nuevo

colegio con un ápice de entusiasmo, aunque presto a comenzar

nuevamente tercer año. Con� aba en que el cambio sería radical.

Además de ser un colegio público me habían dicho que era una

escuela bastante más � exible que la que me había expulsado

con su opresiva rigidez. Entonces desistí de cortarme el pelo en

los días previos al comienzo de las clases, me puse mi remera

más rotosa, la que tenía el a� che del festival de Woodstock

estampado sobre el pecho, unos jeans gastados y zapatillas de

lona blancas. Llegué a la escuela temprano a bordo del auto

de mi padre escuchando por la radio la voz de Juan Gerardo

Mármora pisando el tango que siempre usaba como cortina.

El acto y los discursos fueron parecidos a otros actos y otros

discursos, pero a mí me resultaron, al menos, alentadores, tal

vez porque el patio de esta escuela era amplio y dejaba ver el

cielo. Después del himno y el izamiento de la bandera fuimos

asignados cada uno a sus respectivos salones. La primera decep-

ción fue que a pesar de ser una escuela mixta no había mujeres.

Aunque si uno miraba con detenimiento, en toda la escuela

había, cuanto menos, cuatro chicas… La explicación fue que

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recién ese año habían incorporado la presencia femenina al

alumnado. La segunda decepción, que los preceptores (a los

que llamábamos celadores) no se distinguían por trabajar en

una escuela pública o en una privada: eran parecidos en todas

las escuelas. El que me tocó en suerte aquella mañana empezó

gritando con un potente vozarrón: “¡señores de tercero cuarta!

¡formen una � la aquí!”, o “¿usted es sordo, señor? ¡le dije aquí!”,

o “¡no tenemos toda la mañana, señores!”. Era un tipo muy jo-

ven, de entre veinticinco y treinta años, desaliñado, vestido con

jeans, camisa, corbata y saco azul; el último botón de la camisa

desabrochado y el nudo de la corbata torcido. Tenía el cabe-

llo corto, pero parecía que aquella mañana no había encontra-

do peine. Una vez en perfecta formación, fuimos caminando

detrás de él hasta el salón correspondiente, allí se paró en la

puerta y nos fue relojeando a todos, uno por uno, mientras

entrábamos. Cuando tocó mi turno, me agarró del brazo y me

dijo: “usted espere acá”.

Cuando todos ya estaban en el aula, mirándome a los ojos,

subrayó con énfasis:

–Usted no puede venir así a la escuela.

–¿Así cómo? –pregunté.

–Sabe muy bien a qué me re� ero, Antolini. Yo sé muy bien

en qué escuela estuvo usted hasta el año pasado. Mañana se

corta el pelo arriba del cuello de la camisa. Se pone una camisa,

una corbata y un par de zapatos. Si no, lo mando de nuevo a su

casa con doble falta. ¿Me entendió?

–Sí –contesté.

Lo miré de arriba a abajo y no. De� nitivamente él no era el

ejemplo. Después vi por los ventanales cómo el hermoso patio

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y el cielo quedaban cada vez más lejos y otra vez estuve a punto

de renunciar. Pero no lo hice.

La mañana siguiente sorprendí a propios y extraños con un

corte bastante prolijo, camisa, corbata y zapatos mocasines. El

tipo no me dijo nada. Sólo me miró con un gesto de aprobación y

una sonrisa burlona. Después se presentó ante el alumnado, algo

que podría haber hecho el día anterior pero que no hizo quién

sabe por qué. Dijo llamarse Antonio Brasco y que por el resto del

año iba a ser nuestro preceptor. Algunos ya lo conocían del año

anterior y festejaron. Yo no entendí por qué se alegraban.

La primera y la segunda semana de clases acontecieron sin

sobresaltos. Me sentía más a gusto con la manera de pensar de

algunos de mis profesores (como las profesoras de Formación

Cívica y de Anatomía) que con la de la mayoría de mis compa-

ñeros, que creían entre otras cosas que los militares nos estaban

salvando del “terrorismo apátrida internacional”. Yo no podía

decirle a nadie que uno de mis amores imposibles era una mi-

litante de la UES que vivía clandestina en Buenos Aires, con la

que me veía esporádicamente. Y tampoco podía compartir mi

gusto por la lectura y la escritura. Todo eso formaba parte de

mi vida clandestina. Entonces la relación con mis compañeros

fue vana. No hubo relación. Sólo con uno pude entablar alguna

especie de vínculo. Se sentaba en el banco de adelante, era alto,

& aco y tenía un incisivo superior plateado en su sonrisa, lo que

le daba aspecto de infante pícaro y revoltoso. Todo el tiempo

acotaba por lo bajo comentarios graciosos sobre lo que decían

algunos profesores. Un vínculo al principio distante, pero que

con el transcurrir de los días se fue haciendo cada vez más

cómplice y amigable. Compartíamos cigarrillos antes de entrar

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a la escuela y en el baño durante los recreos; los comprábamos

sueltos en el almacén de enfrente y solían ser Colorado o Jockey

Club. Jamás voy a olvidar el sabor de aquel tabaco en ayunas.

Ahora que dejé de fumar hace tantos años el recuerdo me pro-

duce una especie de náusea.

Con los días nos fuimos haciendo cada vez más amigos,

también nos prestábamos algunos apuntes si alguno de los

dos faltaba a clase. Solía ocurrir que algunas mañanas aparecía

Brasco en la puerta del aula y decía:

–Disculpe profesora. Lo necesitan al alumno Sergio Bistesio

en preceptoría.

Y mi reciente amigo se levantaba de su asiento y con el per-

miso de la docente se retiraba acompañado del preceptor. Antes

que sonara el timbre volvía al curso y tomaba asiento sin dar

explicaciones. En esas oportunidades copiaba de mi carpeta lo

que se hubiera perdido de la clase. Menos fueron las veces que

yo le pedí a él esa reciprocidad; en realidad, creo que una sola,

cuando me vi obligado a faltar un par de días por una fuerte

congestión que desapareció luego de dos días de cama y varios

litros de té con limón.

Un día le pregunté por qué el celador lo sacaba del curso

en mitad de la mañana. Me contestó que él le debía a Brasco

un par de favores del año anterior y que entonces lo ayudaba a

hacer algunas planillas cada vez que se lo requería y que no se

podía negar.

–¿Y qué clase de favores te pueden generar una deuda como

esa? –pregunté sorprendido.

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–El año pasado me salvó de quedar libre un par de veces. Me dibujó algunas faltas y entonces zafé –respondió, bastante incómodo con mi interrogatorio, fastidio del que tomé nota debidamente y dejé de preguntar.

–Además Brasco es sobrino del ministro –dijo, y me miró detenidamente, estudiando mi reacción.

–¿De qué ministro?–No sé. De uno de los ministros de los milicos.–¡Uh, lo que nos faltaba! Un “servilleta” dentro de la escuela.Bistesio se rió. Encontró que era divertido el cali� cativo,

pero no dijo otra cosa. En una ocasión, al volver de una de esas salidas que hacía,

dejó sobre mi pupitre un pequeño paquetito al tiempo que me guiñaba un ojo.

–¿Qué es? –dije en voz baja, para que no escuche el resto de la clase, mientras lo abría.

–Anfetas –susurró.Como lo miré sorprendido, dijo:– Si no las querés, devolvemelás que yo me las tomo. Son un

rescate que hice del botiquín de mi abuela.– Me las quedo. Gracias ¿Pero por qué se te ocurrió dármelas?– ¿Qué sé yo? Tengo un sexto sentido capaz de reconocer

gente con la misma onda –contestó.Y se rió de su propio chiste.Los primeros exámenes trimestrales me tomaron por sor-

presa. Las profesoras de Matemática, de Historia, de Geografía y de Anatomía anunciaron de una semana para la siguiente las pruebas evaluatorias del trimestre y Bistesio me propuso un día que estudiáramos juntos. No pude rechazar el ofrecimiento;

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me costaba estudiar solo y necesitaba levantar nota en todas las

materias ya que había incumplido algunos trabajos prácticos y

algunas lecciones orales.

Nos encontramos esa misma tarde en la Biblioteca Argentina

y pedimos un libro de historia “de tercero” de Astol# , que era

el de cabecera de la profesora. Después practicamos algunos

ejercicios de la carpeta de Matemática que ya habíamos hecho

en clases. Cuando salimos de la biblioteca fuimos juntos cami-

nando hasta una esquina en donde ambos tomábamos algún

ómnibus para volver a nuestras respectivas casas.

–Mañana tenemos un par de horas libres. Podríamos apro-

vecharlas para estudiar –dijo Bistesio.

–Dale. Si no, no vamos a llegar con todas las materias

–respondí.

Bistesio se subió al 209 y desde el estribo me saludó con la

mano. Yo abordé un 218 que pasó quince minutos más tarde.

Las horas libres de aquella mañana se debían a la ausencia

de la profesora de Inglés, que desde el inicio de las clases había

venido muy pocas veces. Algo estaba pasando con los profeso-

res, porque faltaban mucho. Era común que tuviéramos horas

libres. Brasco había dado con una manera de contener y en-

tretener a sus alumnos durante las horas sin profesor y evitaba

tener que pasarse todo el tiempo gritando. Porque esas horas

sin docentes al frente del aula se transformaban en un verda-

dero descontrol que molestaba al resto de la escuela y generaba

reclamos y protestas de otros profesores. Un día, que estaba dis-

fónico y no podía gritar para imponer disciplina, Brasco miró

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a Galindo, que estaba por arrojar una tiza contra alguien en el

otro extremo del salón y le dijo:–¿Qué hacés Galindo? Vení acá. Te quedás sentado en este

banco al lado del escritorio y no jodés más, ¿estamos?

Galindo se sentaba, generalmente, en los bancos de ade-

lante porque era miope y no le gustaba ponerse anteojos. Sólo algunas veces los usaba, cuando no tenía otra alternativa. Le

daban el aspecto de un tragalibros consuetudinario.

–Decime una cosa Galindo: me parece recordar que vos

tenés una guitarra y vivís cerca de la escuela, ¿no? –expresó Brasco con un hilo de voz, al borde de la afonía total.

–Sí. Tengo una guitarra y vivo a dos cuadras. –Bueno. Andá. Tenés cinco minutos para traerla. Y si el

portero no te deja salir, decile que te mando yo. Que hable

conmigo.

Galindo no entendía. Pensaba que lo estaban castigando

por tirar tizas. Miraba a un lado y a otro a sus compañeros con

una sonrisa estúpida dibujada en la cara.

–Pero si no volvés en cinco minutos te pongo diez amones-

taciones por escaparte de la escuela, ¿estamos? Dale, andá ¿Qué

mirás con esa cara? ¡Andá!

Galindo se fue corriendo hasta su casa y en menos tiempo

del impuesto por Brasco estaba de vuelta, con su guitarra Yacopi

de abeto y nogal, de estudio y medio concierto. Yo no imagina-

ba que Galindo tocara la guitarra y cantara. Rápidamente todos

pusieron los bancos en ronda y tocó una zamba y una chacarera para un público poco conocedor del folclore argentino, pero que lo escuchó respetuosamente y hasta lo acompañó con pal-mas. La única objeción que le hicieron fue que siempre tocaba

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lo mismo. Era evidente que el año anterior, en alguna otra oca-

sión, Galindo había mostrado sus dotes histriónicas y no había actualizado su repertorio. No obstante, todos festejaron las can-ciones con aplausos efusivos. Después agarró la guitarra Brasco y eso sí que fue la máxima sorpresa del año. Con mucha sol-vencia, Brasco tocó y susurró como pudo, ronco como estaba, en perfecto inglés, “Roundabout”, de la banda británica Yes, y “Stairway to Heaven”, de los igualmente sajones Led Zeppelin. Éramos pocos los que conocíamos esas canciones. La mayoría de mis compañeros escuchaba música disco, ABBA, Bee Gees, lo que estaba de moda. Yo no salía de mi asombro. En un mo-mento de su interpretación me miró y me guiñó un ojo. Las guitarreadas de Brasco en las horas libres se convirtieron en un clásico de todo el año. Música para amansar a las ( eras, decía él.

Bistesio y yo dejamos el curso, rumbo a la planta alta, en pleno concierto de Galindo, que estaba estrenando “Calle an-gosta”, para satisfacción de su auditorio.

–Dijo Brasco que vayamos al salón de ciencias naturales y que no hagamos quilombo.

Bistesio me mostraba un manojo de llaves.–Algunas ventajas debe tener ser amigo del celador.–Yo no me fío de ese tipo. Además, ¿le dijiste que íbamos a

estudiar para las pruebas? ¿Qué quilombo vamos a hacer?Al entrar al salón dimos la nariz contra una extraña com-

binación de olor a madera y formaldehido. Muchas vitrinas y estanterías antiguas, muchos bichos embalsamados, muchos frascos llenos de animales nonatos, de serpientes malogradas

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y algunas otras deformaciones que no pude identi� car, todos en formol. Había también un cerebro humano que descansaba sobre un colchón de partículas del propio órgano desprendidas por el paso del tiempo. Me quedé unos minutos observando cada frasco, cada especimen, hasta que una sensación nauseosa comenzó a invadirme.

–O estudiamos o vomito –dije, mientras me sentaba de es-palda a las vitrinas con los frascos.

Frente a mí quedaban entonces las estanterías con anima-les embalsamados, en posturas amenazantes, exhibiendo sus a� lados colmillos o sus insidiosos picos, con sus ojos de vidrio congelados en el tiempo, inde� nidamente, hasta que las poli-llas o un incendio expiatorio les devolviera la facultad de trans-formarse en otra cosa. Seguro de evitar el vómito, pero no la depresión, empezamos a leer algunos resúmenes de Anatomía y continuamos con un capítulo del libro de Geografía hasta que el sonido estridente del timbre nos indicara el � nal de la hora libre y el inicio de un recreo tan largo que sólo alcanzaría para fumar dos cigarrillos en el baño.

Sobre un escritorio, en el otro extremo del salón, había algunas cajas llenas de libros en cuyos frentes alguien había es-crito con � bra roja “PARA TIRAR”. Luego de un simple vistazo me di cuenta de que eran distintas colecciones de libros de edi-toriales prohibidas, como Siglo XXI y Centro Editor de América Latina. Varios volúmenes me llamaron la atención. Una antolo-gía de poesía africana titulada Poesía Negra, una Antología del Cuento

Universal, Poesía Rusa del Siglo XX, Selección de Poesía Medieval Española y la Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters. Decidí que me los llevaba todos.

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–No te podés llevar todo eso –me reprendió Bistesio.

–Es basura ¿Ves? –dije, señalando el rotulado rojo.

Bistesio me miró con cara de no entender por qué alguien

querría llevarse esos libros viejos y descartados. Se encogió de

hombros, metió la mano en el bolsillo del saco y de una bille-

tera sacó un cigarrillo de marihuana.

–Esperá. Antes de salir fumemos esto. Total, está cerrado

con llave –dijo, dando por sentado que nuestra amistad ya era

lo su� cientemente estrecha como para drogarnos juntos.

–¿Qué querés, boludo? ¿Hacer un incendio? ¡Acá es todo

súper in� amable!–No pasa nada. Lo hacemos con cuidado.Bistesio prendió el cigarrillo y afortunadamente no vola-

mos por el aire. Cuando sonó el timbre, después de que dimos dos pitadas

cada uno, apagamos el porro con cuidado y salimos del “salón

de los horrores”, llené mis pulmones con el aire “puro” de la

escuela, y me sentí levemente mareado. Pero no pude distinguir

si era por la exposición a los vapores del formol o por el THC

de la marihuana. Debe haber sido una combinación de ambas

cosas. No era agradable. No nos dijimos nada con Bistesio, pero

ahora también compartíamos otra cosa.

“…para localizar la Cruz del Sur, basta con mirar al cielo. Es

la constelación que está compuesta por cuatro estrellas, parece

un rombo, un barrilete o una cruz. No es difícil encontrar-

la. Una vez localizada, hay que alargar el travesaño vertical, el

más largo de la cruz, cuatro veces y media. Pueden usar para

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medir la palita con la que recién cavamos la canaleta alrededor

de la carpa. La agarran por el mango, estiran el brazo, y ce-

rrando un ojo hacen coincidir el borde de la super" cie plana

de la pala con el travesaño mayor de la cruz. Así. ¿Ven? Toman

la medida y luego miden cuatro veces y media, a partir de la

estrella que marca el límite del travesaño más largo. El punto

imaginario que señale, indica dónde se encuentra el Sur…”.

El Colorado Millán hablaba para un grupo de alumnos que lo

escuchaba con atención. No estaba acostumbrado a tener un

auditorio tan deferente. Las clases de Educación Física siem-

pre eran un continuo despelote donde el rol del docente se

limitaba al de un seleccionador de equipos y administrador del

tiempo. Esta era una situación nueva para Millán, un tipo de

unos cincuenta años, atlético, con el cabello cortado a lo mili-

co, siempre con ropa deportiva y una actitud autosu" ciente y

sobradora. El año anterior había sufrido un episodio cardíaco y

se comentaba que habían armado una materia para no jubilarlo

por invalidez, cosa que para alguien como él hubiese sido de-

gradante. Entonces entre las opciones que se nos ofrecieron, a

principios de año, para la materia Educación Física, había una

que se llamaba Campamento o Nociones de Supervivencia; las

otras, Fútbol, Vóley y Básquet, eran las de siempre. Yo y otros

tantos, poco adeptos a la práctica de los deportes, elegimos la

primera y debo reconocer que la pasamos bastante bien. Las

clases eran entretenidas y todos los contenidos dados, al menos

a mí, me fueron de gran utilidad. Pero para los otros cursos

de la materia, aquellos que habían elegido los deportes típicos,

fuimos el “grupo de los Olfas”. No es que eso me importara

mucho. En ese entonces pensaba que no tenía nada en común

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con mis compañeros. Me sentía marginado. Tardé todavía un

par de años más en darme cuenta que a esa edad todos éramos marginales.

Caminamos por la barranca, como paseando por el parque. Parecíamos sin rumbo, pero Bistesio sabía adónde íbamos.

–Acompañame que te quiero mostrar un refugio escondido

que tengo en el parque –me dijo cuando salimos de la clase de

Educación Física.

Por si no viven en Rosario, les diré que sobre la calle

Libertad, sobre las barrancas que dan a la Avenida Belgrano,

había un bar que se llamaba Munich al que yo nunca había ido

y al que, de� nitivamente, nunca fui. Tenía todas las caracterís-

ticas de los bares que no me gustan, muy luminoso y preten-

didamente elegante para una clase media pretensiosa y estúpi-

da. Veinte metros antes del bar, detrás de una mata de retamas

amarillas, bajando por la barranca, hacia la avenida, había un

árbol grande, con raíces prominentes, quizás el único tan gran-

de en esa parte del parque. Nunca supe de árboles, pero este

bien podría haber sido un ombú. No era fácil llegar hasta ahí,

había que pasar entre las retamas, apoyar el culo en la tierra e ir

deslizándose hacia adelante, con cuidado de no patinar para no

terminar todo magullado sobre la vereda de Belgrano. Luego,

una vez que se llegaba hasta el árbol en cuestión, las propias

raíces y las ramas hacían que fuese fácil sostenerse y quedar-

se. Podría decirse que hasta era cómodo, se podía dormir una

siesta bajo su sombra, fuera de la vista de cualquiera, porque las

retamas, el espeso follaje y la ubicación sobre una pronunciada

pendiente impedían la visión de cualquier cosa que se ocultara

entre sus hojas, tanto desde abajo como desde arriba.

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Una verdadera sorpresa recibí cuando vi que sentado sobre el tronco, como esperándonos, estaba Brasco. Sin saco, sin cor-bata, parecía mucho más joven.

–¡Qué cara, loco! No es para asustarse así ¡Decile Bistesio!

Decile por qué vine.

Bistesio me miraba y se reía a carcajadas. El diente plateado

brillaba como una linterna. Yo no podía entender qué hacía el

celador ahí.

–De verdad que la cara que pusiste cuando lo viste a Brasco

fue muy graciosa –dijo–. Lo que pasa es que con él somos ami-

gos, pero en la escuela lo mantenemos en secreto. Nos conoce-

mos desde siempre. Mis viejos y los viejos de él son amigos de

toda la vida, él tiene un hermano de mi edad y una hermana

más chica con los que me crié.

Mientras tanto, Brasco seguía riéndose.

–Bueno loco ¡Ya! ¿Cuál es la gracia? No es para tanto –dije

al borde del enojo.

–Sí. Es verdad. Ya está. No te pongas mal Antolini. No pasa

nada. Este es el lugar donde a veces venimos con Sergio a fumar.

Y la idea era invitarte a probar un Punto Rojo que me trajeron de

Colombia que te va a arrancar la cabeza. Me dijo Sergio que no

te � ás de mí y quiero que veas que soy buena onda –dijo Brasco,

mientras prendía un cigarrillo armado de considerable espesor.

El resto de la tarde lo pasamos charlando de la música que

escuchábamos y re locos por el porro que, efectivamente, era

muy potente. Brasco sabía mucho de música, era un melómano

y había escuchado muchos discos. No sólo lo que le gustaba.

Según Bistesio, que conocía la casa, tenía una discoteca in� nita

donde había de todo.

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–¿Y vos qué hacés laburando de celador? –le pregunté.

–Estoy juntando guita para irme a la mierda. Y mi tío me

consiguió este laburo. Calculo que el año próximo me rajo.

Estados Unidos, México, algún lugar por ahí.

–¿Tu tío el ministro?

–Sí. Ese hijo de mil putas, hermano de mi vieja. Pero la

familia no se elige. Es así, ¡una mierda!

–¿Y de qué vas a vivir afuera del país? –pregunté.

–De la música. Acá no se puede. Pero afuera sí. Quiero pro-

bar. Tocar en los boliches o en la calle. Yo soy músico. Y quiero

laburar de lo que me gusta. Algún día lo voy a hacer.

Nos fuimos del “canuto” (así llamaban Bistesio y Brasco

al lugar) antes que oscureciera. Nos despedimos hasta el lunes

porque era viernes. Yo me compré un paquete de Cerealitas en

un almacén cercano y decidí volver caminando a mi casa. Más

de sesenta cuadras, más de sesenta manzanas, más de seis kiló-

metros, una distancia signi* cativa para alguien en “mi estado”.

No porque me apeteciera caminar sino porque quería que se

me pasara “ese estado” antes de llegar a mi casa. Tenía la boca

tan seca que las galletitas me sabían a revoque y me era impo-

sible tragarlas, entonces las masticaba y las escupía. En algún

momento me crucé con dos monjas que me preguntaron si me

sentía bien. Me recordaron al cerdo con hábitos de El Jardín de las

Delicias de El Bosco. Quizás por eso contesté que no y seguí ca-

minando con desdén. Las monjas comenzaron a seguirme, me

miraban y hablaban entre ellas, insidiosas, sus rostros pálidos

destacaban sobre sus hábitos negros. Aceleré el paso hasta que

las perdí y no me detuve hasta llegar a mi casa. Cerré la puerta

y miré por la ventana para estar seguro de que nadie me había

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seguido. Apenas saludé a mi familia, que ya estaba cenando,

hice una breve escala en el baño y me fui a dormir hasta el otro

día. Tuve pesadillas. Las monjas estaban allí. En mis sueños.

Galindo era fanático del rock y del blues. Algunas veces se

pasaba todo el día tratando de hablar de música con Bistesio y conmigo. Éramos los únicos del curso que compartíamos gus-tos musicales. Y Brasco, por supuesto, que dentro de la escuela no exhibía nada de su vida personal, sólo a veces, cuando tocaba “para amansar a las ( eras”, mostraba algo de lo que le gustaba: rock, blues y a veces también tocaba tango y folclore. Siempre

con la guitarra de Galindo, que la traía a la escuela cuando sa-

bía que teníamos horas libres. Pero la búsqueda de amistad de Galindo no era recíproca. No nos gustaba estar con él. Lo des-preciábamos. Nos parecía un tonto, muy infantil a pesar de que sólo teníamos un año más, bastante estudioso pero poco inte-ligente, obsecuente con las autoridades, muy in) uenciado por el pensamiento de la época, algunas veces hasta pensamos que el padre era militar. Éramos arrogantes. Yo había vivido dos o tres cosas más que él y sentía que el mundo era una mierda. Lo identi( caba a él como el futuro del mundo y esa era una razón su( ciente para despreciarlo. El tiempo me demostró que ambos íbamos en el mismo sentido, hacia la misma picadora de carne.

Galindo quería tocar la guitarra como Brasco y para eso tenía su profesor particular al que iba una vez por semana. Se esforzaba. Practicaba todo el día. Ostentaba ampollas en los de-dos. Y además estudiaba para no llevarse materias.

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–Nunca vas a tocar como Eric Clapton –le dijo una vez Brasco,

en un alarde de crueldad innecesaria, mientras esperaba que to-

cara el timbre y el resto del curso comenzaba a despelotarse.

Galindo lo miró sonriente, como esperando el remate del chiste que nunca llegó.

–Te falta calle, mujeres, alcohol, drogas. Esos tipos tocan así

porque se rompen el culo estudiando, pero no sólo por eso. No alcanza. Hay que vivir. Salirse del molde. A vos te falta esa parte. Estás demasiado cómodo.

Brasco ni siquiera sonrió. Daba toda la impresión de que lo

decía en serio.

–¿Sí? ¿Y vos? ¿Vos tocás bien entonces? –contestó Galindo,

tratando sin éxito de no parecer tan estúpido.Pero Brasco nunca respondió. Lo salvó la estridencia del

timbre. Bistesio y yo fuimos testigos de aquel diálogo. Y nos

reímos. Y a mí no se me ocurrió nada más. A Bistesio sí. Se dio

cuenta del malestar que Brasco había inoculado en Galindo. Y

lo quiso aprovechar para sí.

A la salida Bistesio y Galindo se habían ido caminando

para el lado de la casa del guitarrista novato y en la esquina se

habían quedado charlando como media hora. Bistesio hablaba

con aires de superado y Galindo parecía entusiasmarse, una luz

distinta se había encendido en sus ojos verde miope. Como si

supiera de qué hablaba preguntó:–¿Y cuánto puede costar un faso de marihuana?–¿Qué sé yo? Pero hagamos una cosa. Pongamos cien pesos

cada uno y compramos lo que alcance. Cien yo, cien vos y cien Antolini. Con trescientos mangos tiene que alcanzar para com-prar un buen toco.

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–¿Y Antolini se va a enganchar?

–No sé. Mañana le preguntamos –dijo Bistesio.

Yo supe que Bistesio estaba tramando algo cuando, un rato

antes de esa reunión en la esquina, charlando en el baño de la escuela, mientras compartíamos un Jockey Club entre los tres, me había hecho una seña. Una seña cómplice, que sólo yo vi, justo en el momento en que decía: “yo puedo conseguir, tengo un conocido que vende”. Galindo estaba inquieto. Las palabras de Brasco y su evidente inmadurez estaban haciendo mella en su vocación. Estaba empezando a creer que para ser un buen guitarrista de rock tenía que ser un reventado, o algo así. Sospechaba que ser demasiado sumiso era un problema, un impedimento para llevar a cabo su a� ción a la guitarra ple-namente. Y por eso preguntó, como quien no quiere la cosa, si nosotros alguna vez nos habíamos drogado. La respuesta de Bistesio fue un “no” a medias; un “no, pero me gustaría”; “no, pero consigo”. Y Galindo mordió el anzuelo.

–Te fuiste al carajo, Bistesio, no contés conmigo para esto –dije yo más tarde.

–No seas gil. Ese pibe es un boludo y no se va a dar cuenta de nada ¡Y a nosotros nos va a salvar el mes!

–¡Ni loco! ¡Yo no hago esas cosas! El tipo será un boludo,

pero es un compañero. Y yo no cago a los compañeros. No los

quiero. Pero no los cago ¿Qué va a decir Brasco? ¿Le contaste?

–No. Se va a recalentar. Tampoco le gustan estas cosas. Es

como vos. Pero ahora ya está. No puedo volver atrás. Ya arreglé

con Galindo que mañana, aprovechando que salimos un par de

horas antes, nos vamos al parque a fumar un porro. Si querés

venir estás invitado y si no, no hay drama.

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A las diez de la mañana salimos de la escuela gracias a la ausencia de la profesora de Matemática y nos fuimos, los tres, caminando despacio para el parque. Estaba nublado, hacía frío,

la mañana estaba desapacible y la lluvia amenazaba con frus-trarnos la felonía. Porque de eso se trataba. Pero Bistesio estaba

obsesionado y no hubo forma de que desistiera. El día anterior

había comprado cincuenta gramos de yerba meona en la far-

macia y la había mezclado con un poco de orégano de la huerta

de su abuela. Luego lo había picado bastante � no y lo había

comprimido en una cajita de fósforos vacía. El resultado era

burdo y poco creíble. Apenas había gastado cincuenta centavos.

Con los cien pesos de Galindo pensaba comprarse algo bastante

más estimulante que la porquería que había preparado. Llevaba la cajita en el bolsillo y un par de veces en el transcurso de la mañana alguien dijo: “che, que baranda a pizza”, mientras él miraba para otro lado. El parque estaba desolado. Nos sentamos bajo un árbol y Bistesio desarmó unos cigarrillos de tabaco; con los papelitos y el preparado de la caja de fósforos armó un porro de proporciones considerables. Yo fumé dos pitadas. Era asqueroso. Me incentivaba las glándulas salivales y me la pasé escupiendo saliva. Bistesio tampoco fumó mucho. Casi todo el porro se lo fumó Galindo, que también escupía y tosía. Tenía los ojos chinos y rojos y al cabo de un rato empezó a hablar incoherencias. Con Bistesio nos miramos y le seguimos la co-rriente. Decía que veía pájaros con cabezas de perros. Tenía tantas ganas de drogarse que el yuyo diurético y el orégano lo hacían alucinar. Fue como un placebo para él. Bistesio y yo nos

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empezamos a tentar de la risa y él pensó que nos reíamos por

los efectos del “narcótico”. Después fuimos al an$ teatro muni-

cipal que está sobre la barranca. Cuando bajamos por las gradas

de cemento nos llegó el rugir de un trueno lejano. Y ya en el

escenario, cuando caían las primeras gotas, Galindo comenzó

a hacer la mímica de un virtuosísimo solo de guitarra; con los

ojos cerrados y de rodillas en el piso tocaba para un público

aullante que colmaba la platea de aquel an$ teatro soñado en su

cabeza a$ ebrada. En tanto que unos pasos más atrás, Bistesio y

yo nos despanzábamos de risa.

Brasco supo lo que le habíamos hecho a Galindo porque

Bistesio se lo contó en un arrebato de sinceridad y dejó de ha-

blarnos durante casi un mes. Estaba muy disgustado. “Lo que

hicieron es propio de tipos de mierda”, decía. Nos trataba mal,

con rigidez y rudeza. Un día nos puso cinco amonestaciones

por entrar al salón después del recreo diez minutos tarde.

Galindo faltó a la escuela casi una semana seguida. Cuando $ -

nalmente volvió se lo notaba apocado y ausente, no sólo con

nosotros sino con todo el curso. En una ocasión Brasco lo man-

dó buscar la guitarra y se negó, diciendo que le faltaban dos

cuerdas. El episodio del parque jamás fue mencionado, ni por

él ni por nosotros. Con la plata de Galindo, Bistesio se compró

en la farmacia donde su abuela compraba los remedios, usando

una receta falsi$ cada, varias cajas de anfetaminas. Quiso que la

compartiéramos, pero le dije que no. Las pastillas malhabidas

me producían dolor de estómago. Las otras también, por eso

había dejado de tomarlas.

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Poco tiempo después del episodio del parque pasó algo que

hizo que Brasco volviera a dirigirme la palabra. Aunque hubiera

preferido su silencio. Una noche a Bistesio lo internaron en el

Hospital Italiano con una sobredosis de anfetaminas. Le prac-

ticaron un lavaje de estómago y lo tuvieron un tiempo inter-

nado en observación. Brasco me contó todo muy preocupado.

Finalmente le dieron el alta pero los padres decidieron meterlo

en una granja de rehabilitación. A la escuela no volvió nunca

más. Y yo no volví a verlo. Cada tanto Brasco me traía noticias.

Me decía que Bistesio ya no era el mismo. Que en ese lugar le

estaban quemando el cerebro.

Brasco también dejó de venir antes de que terminara el

año. De un día para el otro se presentó frente al curso un pre-

ceptor nuevo, un poco mayor y de origen peruano. Ese año me

llevé varias materias, algunas a diciembre y otras a marzo.

Unos días antes de Navidad me habían invitado a un con-

cierto de Enrique “Mono” Villegas en el teatro Fundación

Astengo. Había rendido bien las materias de diciembre y me

faltaban dos en marzo, pero ya estaba en cuarto año. Conocía

poco la música de Villegas. Había escuchado un disco que ha-

bía grabado con Ara Tokatlián, el saxofonista de Arco Iris, y

por eso sabía que era un músico de jazz. Tenía un asiento en

primera � la de la platea alta del teatro. A tres asientos del mío

estaba sentado Brasco con su novia. Nos saludamos desde lejos

y le pregunté si sabía algo de Sergio, me dijo que estaba bien,

que tenía un trabajo y que terminaría el secundario en un ba-

chillerato para adultos el año entrante. También me dijo: “la

semana que viene me voy a México”. Y luego estiró la mano

por encima de los espectadores que estaban entre nosotros para

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estrechar la mía. Las luces del teatro comenzaron a apagarse.

Cuando me soltó, noté que había dejado algo en mi mano que guardé rápidamente en el bolsillo justo cuando se iniciaba el

recital. Al � nalizar el concierto, ya con la iluminación de la sala a pleno, noté que el celador y su novia se habían retirado, po-

siblemente antes de los bises. Caminando por calle Mitre saqué

del bolsillo el pequeño y cilíndrico envoltorio que había dejado

en mi mano y con� rmé lo que intuía. Brasco me había regalado

un porro. Y debe haber sido Punto Rojo. Como le gustaba a él.

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Mundial

Entonces la lluvia

la fuerza secreta

sobre el acantilado

los vidrios cantando

entonces y aunque cueste

la ciudad nos descubría trasnochados.

Mariano Martin

Crecí en el seno de una familia particular, atravesada por

profundas convicciones democráticas. Mis padres jamás duda-

ron en manifestarse contra los distintos regímenes militares que

sucedieron durante mi infancia: Guido, Onganía, Levingston,

Lanusse, y en el 76, cuando yo comenzaba a transitar mi ado-

lescencia, el más criminal de todos los gobiernos de facto, el del

general Videla. Un par de años antes del golpe, mis viejos, sin

ser peronistas, habían decidido que concurriéramos en familia

al velatorio de Perón porque pensaban que había que convertir

el sepelio en una gran demostración de poder popular para que

los golpistas que acechaban la democracia supieran que éramos

más y que estábamos dispuestos a ganar la calle. Finalmente

se dieron de frente contra la realidad y comprendieron que la-

mentablemente no todos pensaban como ellos y muchos ci-

viles, en lugar de defender la democracia con la fuerza de la

movilización popular, golpearon insistentemente la puerta de

los cuarteles con las terribles consecuencias que acarreó para la

mayoría de los argentinos. Entonces se guardaron, escondieron

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todos los libros y publicaciones que la dictadura había prohibi-

do y bajaron el per" l de su militancia democrática casi a niveles

de clandestinidad.

Además de ser un gran estudioso e intérprete de la política

y con el mismo apasionamiento con que abrazaba sus convic-

ciones, mi viejo también seguía las alternativas del fútbol, pa-

sión que no volcaba en favor de ningún equipo en particular,

ya que su pasado de periodista deportivo, que había sido su

vocación desde muy joven y su medio de subsistencia en los

primeros veinticinco años de vida laboral, había reemplazado

su subjetividad por una objetiva imparcialidad que hacía que

no se declarara simpatizante de ningún club y conservara im-

pertérrito un re" nado sentido de la crítica por el deporte bien

jugado. Se había convertido también en un estudioso del fútbol

y era un consumidor compulsivo de información relacionada

con el tema, al punto que una vez a la semana, generalmente

los lunes, compraba algunos periódicos extranjeros para ente-

rarse qué pasaba con los equipos de Italia, España, Alemania

y el Reino Unido. Tal vez por eso celebró con mucha alegría

cuando, en julio de 1966, el 35° congreso de la FIFA que se hizo

en Londres resolvió que en 1978 el Campeonato Mundial de

Fútbol se jugara en Argentina. Tanto fue su entusiasmo como

luego sería su decepción cuando al aproximarse la fecha del

evento, posterior a 1976, comprendió que el desarrollo de la

justa deportiva se llevaría a cabo bajo una dictadura militar.

Sin embargo y siendo en todo momento un detractor de la

organización corrupta que montaron los militares para orga-

nizar el Mundial, el día que se pusieron a la venta las entradas

para presenciar los partidos mi viejo corrió a comprar uno de

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los abonos más caros, a pesar de las airadas protestas de mi

madre, que sostenía que era un gasto innecesario. La suscrip-

ción incluía todos los partidos que se jugarían en Rosario y la

$ nal en Buenos Aires. Salvo el primer partido en el Gigante de

Arroyito, al que asistiríamos en familia para ver el debut de

México contra Túnez, el resto de las entradas eran para una sola

persona, razón por la cual mi padre hizo un sorteo entre él y yo

(mi madre y mi hermana fueron excluidas porque no estaban

interesadas), en el que nos tocaba un partido a cada uno, pero a

él le tocaba la $ nal en el Monumental de Núñez.

– ¿Vas a ir a la cancha a aplaudir a los milicos? –me preguntó

mi amigo Dicti con sorna.

– No sé –contesté justi$ cándome–; las entradas fueron un

regalo de mi viejo y le costaron mucha guita. Sería una pena

no aprovecharlas. Y además es un Mundial. Nunca más vamos

a ver un Mundial en la Argentina.

No estaba muy convencido. A diferencia de mi viejo, nunca

tuve demasiado interés por los deportes. Si bien es cierto que

los sueños no siempre son hereditarios, indudablemente las pa-

siones tampoco.

Los primeros partidos que jugó el equipo argentino no me

interesaron. No los vi. Ni siquiera supe los resultados contra

Francia y contra Hungría. Como sabíamos que jugaba Argentina,

esos días nos juntamos en la casa de Dictimio a escuchar músi-

ca o en la de Pabla a leer literatura marxista. En ninguna de las

dos casas había televisor.

Pabla era una compañera de la escuela, de origen colombia-

no, de rasgos aindiados, dueña de una belleza exótica que per-

turbaba nuestros corazones adolescentes, hija de un diplomático

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de las Naciones Unidas que cumplía funciones para Unicef en la

ciudad de Rosario. Como su casa –un lujoso departamento en

Barrio Martin– era inviolable dada la condición de diplomático

del padre, la usábamos como reducto para esconder todos los

libros que habían sobrevivido al golpe del 76 y una o dos veces

por semana nos encontrábamos allí para leerlos y desde luego

también, siempre que fuera necesario, para estudiar la lecciones

que la escuela secundaria nos requería. Allí leí y me leyeron,

por primera vez y con la dulce y agradable tonada colombiana,

la prosa incendiaria del Mani� esto Comunista.

Pero Pabla era la novia de nuestro amigo Mariano Martin,

el mejor alumno del curso, el mejor promedio de la escue-

la, el mejor compañero, el que me explicó varias veces con paciencia in" nita el valor de la plusvalía, y el poeta reciente-mente revelado para nosotros. Él también formaba parte del grupo de estudio. Como jamás nos íbamos a permitir la trai-ción, nuestros sentimientos por Pabla fueron más clandestinos que nuestra actitud conspiradora. Dicti y yo éramos, además de amigos entrañables, secretos cómplices de violación del noveno mandamiento.

Desde el dormitorio de Pabla, si uno se asomaba por la ventana del décimo piso y miraba hacia el este y hacia el norte podía verse el río Paraná y más allá, limitando el horizonte, la isla El Espinillo. Mariano Martin se hallaba recostado en la cama y Pabla a su lado, con la cabeza apoyada sobre su hom-bro; Mayalén, la hermana de Pabla, dos años menor, Dictimio y yo, sentados en el suelo sobre una alfombra persa mientras Mariano leía en voz alta el capítulo V, llamado “Génesis del Estado ateniense”, de El origen de la familia, la propiedad privada y el

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Estado, de Federico Engels. Mayalén se encargaba de cebar unos

mates espantosos con muchísimo azúcar, cosa que tenía cier-

ta lógica, y todos fumábamos cigarrillos Marlboro al mismo

tiempo, logrando así una atmósfera tan viciada dentro del dor-

mitorio que hubiera sido preferible dormir dentro de un re-

actor nuclear. Por alguna razón que nunca supe, pocas veces

había adultos en esa casa y nunca pregunté por qué. Al & nalizar

la lectura del capítulo eran las nueve y media de la noche y

decidimos despedirnos para seguir la semana siguiente con el

estudio de Engels. Mariano Martin antes de irnos se sacó sus

lentes de contacto y las guardó en una cajita con solución sali-

na. Recientemente había cambiado sus anteojos por esas lentes

duras que le irritaban los ojos y que tendría que haber usado

alternando descansos cada dos horas. Pero él se las dejaba has-

ta que sentía que se le caían los ojos de las órbitas. Pabla y su

hermana nos acompañaron hasta la planta baja para abrirnos la

puerta. Durante toda la tarde no había pensado ni un segundo

en el Mundial, pero al llegar a la calle me llamó la atención

no escuchar bocinazos de festejos, entonces se me ocurrió que

probablemente la Selección había perdido contra Italia. No dije

nada, sólo lo pensé e intenté que me fuera indiferente. “Lo me-

jor que podría pasar es que la Argentina sea eliminada. Al & nal

de cuentas, ojalá sólo se tratara de fútbol,” pensé. Pero la derro-

ta de la Selección convertía a Rosario en sede de sus próximos

desafíos. Y mis contradicciones se iban a agudizar.

El único del grupo que tenía entradas para la cancha era yo.

Al resto, el fútbol le importaba menos que a mí y por lo tanto

ninguno tenía mucho registro de cuándo se jugaban y con qué

resultados terminaban los partidos. Salvo cuando la Selección

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ganaba y mucha gente se volcaba a las calles a festejar; entonces

era inevitable escuchar el bullicio que producían.

Acompañamos a Dictimio a tomar un ómnibus y después se-

guimos caminando, Mariano Martin y yo, rumbo al centro por

la Avenida Libertad. Las calles de la ciudad retomaban su ritmo

cotidiano después de la desolación reinante durante el partido.

– ¿Te enteraste lo que le pasó a Olivia? –me preguntó

Mariano Martin.

– ¿La Flaca que era novia de Capilla?

– Sí. La misma. Se tiró de un cuarto piso.

– ¡No! ¿En serio? ¡Qué bajón! ¡Pobre Flaca! Siempre fue muy

autodestructiva esa chica ¿Y cómo está?

– Grave. Tiene múltiples fracturas. No saben si va a zafar.

Pero anoche, pensando en ella, le escribí un poema que habla

de su furia incontenible, arrasadora, y que sobre el ( nal del

poema arrasa con ella misma.

– Me gustaría mucho leerlo. A lo mejor se me ocurre un

cuento. Mañana que nos vemos en casa de Lidia, ¿me lo mostrás?

A Mariano Martin lo conocí después que a Dicti. Apareció

un día de 1976 mientras cursábamos segundo año, después de las

vacaciones de invierno, teníamos apenas catorce años. Venía de

una escuela que no le había resultado satisfactoria y a mediados

de año había decidido cambiarse. Tenía el aspecto del típico “tra-

galibros” y un aire pedante que posiblemente le había jugado en

contra a la hora de hacer amigos y relacionarse. Al principio a mí

también me impresionó mal. Después, cuando lo fui conocien-

do, me di cuenta de que en realidad la pedantería y esos aires de

superioridad eran la coraza tras la que se ocultaba un tipo extre-

madamente sensible y con una inteligencia superior que a veces

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no sabía cómo usar. Siempre parecía saber cosas que el resto de

los mortales ignorábamos. Pero si de algo estaba seguro Mariano Martin era que su paso por este mundo iba a ser muy breve. Nunca me lo dijo directamente y no creo que se lo haya dicho a nadie, pero él lo sabía íntimamente. Como diría Lidia, esa amiga maternal que teníamos en común, muchos años después, “la se-guridad de su muerte lo aferraba y disolvía en gestos y palabras”. Sólo esa vez, en que caminábamos despreocupados hacia el cen-tro, donde él vivía con sus padres y sus hermanos, mientras yo le contaba alguna pena sombría que un amor no correspondido encarnaba en mi corazón y él me devolvía el intento de suicidio de Olivia, me lanzó, como al pasar, eso de “lo único cierto es la muerte”. Los años pasaron, y muy de tanto en tanto, sin saber porqué, recuerdo aquellas palabras que, debí intuir, eran una se-ñal de que Mariano Martín conocía su destino. Era una noche clara y fría, recién salíamos de la casa de Pabla, y todo el resto de la humanidad disputaba el campeonato mundial de fútbol.

Compartíamos muchas cosas, pero más que nada el gusto por la literatura. Yo comenzaba a escribir mis primeros relatos y él sus primeros poemas. Nos alentábamos mutuamente, nos pasábamos libros.

– Vos debés escribir bien… –me decía. – Tu poesía es salvaje y no tiene respeto por nada…–contes-

taba yo.Sin embargo nunca quise mostrarle nada. Me daban ver-

güenza mis cuentos. Al lado de sus poemas sentía que yo escri-bía basura.

Fueron pocos los años en que caminamos juntos, incons-cientes, audaces, siempre al borde de un abismo. Hasta que

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un día, cuando terminó la secundaria se fue de la Argentina. Dolorosa despedida, nunca más volvimos a vernos. Entonces nuestros caminos siguieron derroteros diferentes. Él se fue a México, estudió sociología, tradujo libros (hablaba inglés y

francés a la perfección), publicó y recitó poesía y prosa, murió

sorpresivamente a los veintidós. Yo me quedé aquí, estuve en

un grupo de arte surrealista adolescente, conseguí un trabajo,

me convertí en un escritor sin obra y cada tanto deambulo en-

tre las tumbas del Cementerio de los Disidentes buscando su

compañía, como en aquella noche de sábado 10 de junio de

1978, en que Argentina perdió contra Italia.

Durante ese mes de junio fui dos veces a la cancha de

Rosario Central para ver los partidos de la Selección argentina,

contra Polonia y contra Perú, junto a otras 40.000 personas,

entre ellos los miembros de la sanguinaria junta militar que

gobernaba el país. No fue su* ciente, para reconfortarme, que

miles de personas los abuchearan cuando se los anunciaba por

los parlantes del estadio. Pensaba en los asesinos festejando los

goles y yo no los podía festejar. Durante el partido contra Perú

alguien que estaba cerca de mí en la popular, después del cuar-

to gol de Argentina, me dijo en voz alta para que lo escuchen:

– Che, ¿vos sos peruano, que no gritás los goles?

Y varios que estaban en los alrededores me miraron con

ojos depredadores.

– No. Estoy mal de la garganta –dije, simulando afonía y

poniendo cara de enfermo.

– ¡Ah! Pero había que venir igual a la cancha ¡Con lo que

pagaste por las entradas!

Los otros se rieron de su chiste. Yo volví a respirar.

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La mañana del 25 de junio mi viejo había organizado con sus

amigos el viaje a Buenos Aires para ver la # nal entre Argentina

y Holanda. A las 7 de la mañana, ni un segundo antes ni un segundo después, llegaron los periodistas Luis Ángel Pollini y el veterano Roberto McQueen, que habían sido sus compañeros

inseparables durante los años en que mi padre se ganaba la vida

como periodista deportivo, entre los años 50 y mediados de los

70. Con el advenimiento de la dictadura militar y la intervención

de las radios estatales, mi viejo había dejado la profesión de pe-riodista para dedicarse a otros menesteres. Aquella fría mañana

de junio él los esperaba sonriente en la puerta de nuestra casa,

con un termo lleno de café bajo el brazo, y el Ford Falcon bordó,

con techo vinílico negro, en marcha, estacionado junto al cordón de la vereda. Como se trataba de un auto espacioso, con am-plios asientos, mi padre había accedido a que Dictimio, Mariano Martin y yo viajáramos con ellos hasta Buenos Aires para visitar a unas amigas que vivían en Barrio Norte. El plan era que nos bajáramos en Núñez, donde quedaría el auto estacionado, ellos

irían a la cancha de River y nosotros tres, en tren hasta Retiro y

de ahí a la casa de las chicas. A la vuelta nos encontraríamos en el

estacionamiento, al que volveríamos también en tren, antes que

el partido concluyera. Mis amigos llegaron con quince minutos

de retraso, justo cuando mi padre comenzaba a poner esa ex-

presión que solía poner, y que yo conocía tan bien, cuando algo

no salía como él lo planeaba. Finalmente partimos, mi viejo al

volante con McQueen y Mariano Martin a su lado, y Dictimio,

Pollini y yo sentados atrás.

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Sin escalas, llegamos al estacionamiento en las cercanías

del estadio de River Plate alrededor de las 13. Nos despedimos

de mi padre y sus amigos repasando el plan que habíamos tra-

zado para encontrarnos al término del partido, y en la estación de trenes Scalabrini Ortiz, que estaba cercana al estacionamien-to, nos tomamos un tren que nos llevó a Retiro. El más experi-mentado en moverse por la Capital Federal era Mariano Martin, que había viajado solo muchas veces. Sabía perfectamente qué ómnibus tenía que abordar para llegar a Barrio Norte, y si no lo sabía sacaba de su morral una guía de la Capital y en cuestión de minutos se ubicaba.

Dicti y yo actuábamos todo el tiempo como pajueranos en la gran ciudad y Mariano Martin decía que éramos una versión tercermundista de Joe Buck y Ratso Rizzo, los personajes de la película Midnight Cowboy, también conocida como Perdidos en la

Noche. Algo de eso había. Aún hoy la ciudad de Buenos Aires me intimida.

Llegamos a la casa de las hermanas Nacht, Pilar y Maite, un octavo piso sobre la calle J. E. Uriburu, y encontramos que nos esperaban con la mesa servida y algunas exquisiteces típicas de la cocina judía. Los padres de las chicas habían ido a pasar el día a la casa de “la bobe”, que quedaba a pocas cuadras, pero antes la madre había preparado unas ricas vituallas para que las hijas agasajaran a sus amigos rosarinos.

–¡Buena onda! –había dicho Dicti. Las hermanas se llevaban menos de un año entre ellas;

Maite, que era la más grande, tenía la misma edad que no-sotros, y las dos estaban locamente enamoradas de Dictimio, que no les correspondía, pero, secretamente, en diferentes

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ocasiones había franeleado con ambas. Yo estaba enamorado

de Pilar y Mariano de ninguna; no había ninguna posibilidad

de que aquella visita terminara en romance. Sin embargo las

chicas habían invitado a una amiga, que dijo llamarse Amalia

Wirth, supongo que con intención de equilibrar y mantener la paridad. Amalia era una persona muy bajita, de contextura pequeña, extremadamente graciosa y simpática, y no dejaba de hablar nunca. Hija de padre cineasta y de madre actriz y cantan-te, Amalia fue la verdadera an% triona de aquella tarde.

Luego de degustar los knishes de papa y cebolla, los vare-nikes de calabaza y castañas y el postre, un exquisito strudel de manzana del que no quedaron ni las migas, fuimos a escuchar música al cuarto de Pilar y pasamos el tiempo tirados sobre la alfombra escuchando una y otra vez todos los discos de Sui Generis, sobre todo el disco doble, el de la despedida en el Luna Park, recientemente adquirido por las chicas.

Mariano Martin y yo charlábamos, nos reíamos y cantá-bamos con las hermanas Nacht, en tanto Dicti y Amalia des-aparecían furtivos en el balcón, para que, enseguida, él desa-tara al fauno desenfrenado que guardaba en su interior, al que ella recibiría entusiasmada en sus brazos pequeños. La desola-ción mundialista de Barrio Norte se vio apenas perturbada por amordazados sonidos de coito. Todo ocurrió imprevistamente. Las hermanas no tardaron mucho en sospechar lo que estaba pasando y entonces se suscitaron algunas situaciones incómo-das entre ellas y Amalia, pero afortunadamente todo sucedió cuando estaban por dar las cinco de la tarde, hora en la que posiblemente % nalizaba el partido entre Argentina y Holanda y nuestra visita debía concluir. No teníamos idea de cómo iba el

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partido. Yo había escuchado más temprano algún grito de gol

desaforado proveniente de la calle, tal vez de algunos balcones

lejanos, y suponía que ganaba la Selección nacional. Pero me

equivocaba. Le pedimos a Pilar que prendiera el televisor para

constatar el resultado y allí descubrimos que estaban empatan-

do a pocos minutos del % nal. Entonces jugarían un tiempo su-

plementario de media hora, lo que nos daba un margen para

quedarnos un rato más con las chicas y sin apuro comenzar a

prepararnos para partir.

Luego del segundo gol de la Selección, convertido por

Kempes a los ciento cinco minutos, decidimos que era hora de

irnos. Nos despedimos y dejamos a las chicas resolviendo sus

enconos apenas cerrada la puerta del ascensor en el octavo piso,

ya que ni siquiera nos acompañaron hasta la puerta de salida en

la planta baja. Salimos a la calle y nos dio la sensación de que

alguna especie de apocalipsis había ocurrido mientras estába-

mos en la casa de las hermanas y había suprimido la especie

humana, al menos en aquel barrio. Una vez en la parada del

ómnibus, que Mariano Martin aseguraba nos llevaría a Retiro,

pensábamos que el mismo nunca llegaría. Pero a los pocos mi-

nutos apareció un coche vacío, con un chofer compenetrado en

los sonidos de una pequeña radio a transistores que relataba,

cacofónica, los últimos minutos de un partido, a juzgar por la

expresión del tipo, agónico. Sólo él y nosotros en la inmensidad

del bondi, en una ciudad desierta y abandonada. Ni siquiera

nos había cobrado el boleto. Cuando faltaban algunas cuadras

para llegar a Retiro sobrevino el gol de Bertoni, el tercero, casi

con el tiempo del suplementario cumplido, y el chofer gritó el

gol hasta desgarrarse la garganta, clavó los frenos, se bajó del

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ómnibus y se arrodilló en el medio de la calle. De las ventanas

de algunos edi" cios caía una lluvia de papelitos y una especie

de clamor subterráneo comenzaba a sentirse como el inicio im-

perceptible de un terremoto creciente.

–Salgamos de acá –les dije a mis amigos.

Y nos bajamos apresurados para comenzar a caminar a paso

vivo hacia la terminal de trenes de Retiro.

Horrible fue nuestra sorpresa cuando al llegar a las bolete-

rías que vendían los pasajes para el tren, las encontramos cerra-

das con carteles que indicaban que por un descarrilamiento se

cancelaban los servicios hasta nuevo aviso.

Nos miramos con expresiones interrogantes, pero ninguno

acertaba con la respuesta a la pregunta: “¿Ahora cómo llegamos

hasta Núñez?”

Las calles comenzaban a poblarse de personas con bande-

ras y autos que tocaban bocina, vimos los primeros embote-

llamientos en la puerta de Retiro. Le preguntamos a un taxista

parado junto a su coche si creía que había alguna forma de

que nos llevara hasta Núñez y el tipo nos miró incrédulo, se

rió, hizo un gesto de desdén y dijo: “Ni loco me meto ahí”. Se

subió a su taxi y siguió gritando y tocando la bocina como un

poseído, sin que su auto avanzara ni medio metro.

Una mujer que pasaba junto a nosotros escuchó nuestro

breve diálogo con el taxista y se detuvo.

– Disculpen chicos. No quiero ser entrometida, pero escu-

ché lo que hablaban con el señor del taxi. Va a ser difícil, pero

traten de tomarse sobre Avenida del Libertador, ahí, en esa pa-

rada a media cuadra, el 130, que los va a llevar por Figueroa

Alcorta hasta donde lleguen. Por lo menos estando más cerca

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después pueden buscar otro que los acerque un poco más o

llegar caminando

– ¡Gracias señora! –dijimos los tres, y marchamos raudos a tomar el ómnibus indicado.

Apenas llegamos a la parada vimos el ómnibus señalado de-tenido en un atasco del tránsito que se producía por Libertador, donde los automovilistas habían dejado de respetar el semáforo. Lo abordamos y junto a otros cuatro pasajeros tardamos media hora en avanzar dos cuadras.

Finalmente, y luego de casi dos horas de circular a paso de hombre, el ómnibus se detuvo y el chofer anunció que el em-botellamiento era tal que difícilmente pudiera salir de allí antes de la medianoche. Las personas bajaban de sus autos, deján-dolos donde estuvieran, y con banderas y cornetas entonaban cánticos de festejos. Todos los pasajeros descendimos allí, en la Plaza de la República de México, Figueroa Alcorta y Valentín Alsina, y el chofer apagó las luces del coche, cerró las puertas y se fue a festejar donde se concentraba la multitud. Nosotros comenzamos a caminar hacia donde nos indicara uno de los pasajeros, al que Dicti le había preguntado. Era un hombre an-ciano que parecía indiferente a la euforia mundialista.

– Vayan hacia allá –dijo–. Aunque todos vienen, ustedes no se preocupen. Siempre hacia allá por Figueroa Alcorta.

Y eso hicimos. Resultaba difícil caminar en contra de la marea humana que avanzaba cantando y festejando hacia el centro de la ciudad. Íbamos en silencio, caminando uno detrás del otro, a veces por la vereda y otras por la calzada, sorteando in) nitas personas desbordantes de euforia y alegría. Yo pensa-ba en mi viejo y sus amigos. Suponía que nos iban a esperar,

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pero no imaginaba hasta cuándo. Estábamos atravesando un

momento que nadie había previsto y temía que mi padre in-

tentara buscarme en la casa de mis amigas y que, en el camino,

hubiera quedado atrapado en un atasco del tránsito. Pensar en

las probabilidades de ese desencuentro nos llenaba de angustia

e incertidumbre, porque además nuestros fondos apenas eran

su� cientes como para dos o tres viajes en ómnibus.

Al llegar a la intersección de Figueroa Alcorta con Sáenz

Valiente vi a dos tipos apoyados sobre un auto estacionado

junto al cordón que nos miraban con insistencia. Estaban allí,

cruzados de brazos, observando a la gente que pasaba frente a

ellos; eran enormes, muy robustos, los dos vestían más o me-

nos igual, pantalón de vestir, camisas leñadoras de invierno y

camperas de gabardina. Pensé que nos miraban porque les ha-

bía llamaba la atención que camináramos en el sentido contra-

rio al que caminaban todos, pero evidentemente era otra cosa

lo que habían visto porque comenzaron a seguirnos, tratando

de darnos alcance.

– Che, nos siguen dos tipos, apuremos el paso que ya llega-

mos –dije.

– Sí. Ya los vi. Me parece que son canas –dijo Mariano

Martin.

En los alrededores del estadio de River ya quedaba muy

poca gente. Sólo había un camión de exteriores de Canal 13,

con el periodista Roberto Maidana transmitiendo en vivo sobre

el techo del vehículo, y unas cien personas en torno del camión

que saltaban y cantaban cuando el periodista se los pedía y

la cámara los enfocaba. Justo cuando pasábamos junto al gru-

po nuestros perseguidores nos dieron alcance. Sentí cómo una

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especie de garra me aferraba por el hombro y no atiné a nada

porque tuve la impresión de que podía triturarme la clavícula

si se lo proponía. El otro tipo lo tomó a Mariano Martin del

brazo mientras Dictimio siguió caminando y se mezcló entre

los extras junto al camión de Canal 13.

Parecía que la cuestión era con Mariano Martin. El orangu-

tán que me había detenido sin sacar la mano de mi hombro lo

tomó a Mariano Martin por el mentón con la otra mano y le

dijo mirándolo a los ojos:

– ¿Qué fumaste pendejo? ¿Qué mierda estuviste fumando?

El otro tipo le tironeaba el morral y Mariano Martin lo su-

jetaba con fuerza. No entendía qué pasaba.

– Marlboro… –alcanzó a decir con un hilo de voz.

En ese momento me di cuenta de que no se había sacado

las lentes de contacto en todo el día, desde muy temprano en

la mañana, cuando recién salíamos de Rosario. Tenía los ojos

rojos como brasas.

– ¡Usa lentes de contacto, boludo! –le grité al gorila que

me sujetaba por el hombro–; por eso tiene los ojos así ¡Dejalo

tranquilo!

El tipo me dirigió una mirada fulminante y sentí cómo sus

dedos me estropeaban el hombro.

Dicti, que miraba toda la situación a pocos metros, conver-

tido en un extra más de Canal 13, aprovechó la tanda publicita-

ria para gritar mientras nos señalaba:

– ¡Hey! ¡Hey! ¡Hijos de puta! ¡Ayuda! ¡Les están robando!

¡Les están robando!

Al principio pensé que Dicti había enloquecido. Pero su

estrategia dio resultado. El tipo que forcejeaba con Mariano

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Martin por el bolso lo soltó de inmediato y un grupo como

de quince extras arremetió contra los supuestos ladrones, que

en vano trataron de dar explicaciones o mostrar credenciales.

Finalmente terminaron por salir corriendo hacia donde habían

dejado su auto.

Nosotros seguimos nuestro camino en dirección al esta-

cionamiento donde se suponía que nos esperaba mi viejo, no

sin mirar para atrás a cada rato por temor a que volvieran los matones y nos agarraran en ese oscuro descampado. Eran casi las diez de la noche, hacía más de cuatro horas que el partido

había terminado. No había ninguna luz en el estacionamiento y

en la oscuridad de la noche no se veía que hubiera algún auto.

– Che, no está. Tu viejo no está –dijo Dicti, mientras miraba

paranoico que los gorilas no aparecieran entre las sombras.

En ese momento mi viejo prendió las luces del Falcon.

Corrimos los últimos cien metros que nos separaban del auto

como si en eso nos fuera la vida. Mi viejo y McQueen se baja-

ron para recibirnos.

– ¿Qué les pasó, pibe? –me dijo McQueen con su inconfun-

dible voz radiofónica; mi viejo pálido y desencajado me miraba

interrogante.

– ¡Vámonos! ¡Rápido! En el camino explicamos todo.

Debo haber sido convincente porque no tardamos ni un

minuto en salir de allí. Cuando miré hacia atrás, a lo lejos,

recortados contra los faroles del estadio, me pareció ver el con-

torno de unas � guras simiescas.

– Nunca se me ocurrió que los trenes no iban a funcionar

–dijo mi padre después que contamos, con detalles, todo lo

sucedido desde que saliéramos de la casa de Pilar y Maite.

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– ¡No todo se puede prever, Giménez! Suerte que los pibes

están bien –dijo McQueen, y Pollini, sentado a mi lado, me dio unas palmaditas en la rodilla.

El resto del viaje fue en silencio. Algún que otro comenta-rio breve entre mi padre y McQueen que desde el asiento trase-ro no se escuchaba. No pude dormir. Mariano Martin, sentado adelante, tampoco. Desde atrás yo lo veía atento, con la vista al frente, viendo cómo pasaba la oscuridad de la noche, tal vez pensando cómo convertir en poesía el absurdo presente. A mi lado Dicti roncaba. Roncaba y sonreía en sueños. Era el único que esa noche tenía motivos para no tener pesadillas.

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Fin de curso

Guardé la caja de las fotografías en la parte más alta del pla-

card y cuando volví a la cocina vi que bajo la mesa había que-

dado una foto olvidada. Debió haberse caído y me dio pereza

buscar nuevamente la caja para devolverla a su lugar. Intentaba

encontrar una instantánea de mi perro Manolo para demostrar-

le a Martín que aquel maravilloso cachorro que había alegrado

mis días de adolescente era un calco de su perro Toribio. Pero

no encontré la foto buscada. En su lugar había quedado esa,

seleccionada sin dudas por el azar objetivo. Levanté del piso

la foto, me puse mis anteojos para la presbicia y me detuve

unos minutos para observarla luego de muchísimo tiempo de

no reparar en ella. Era una foto de muy mala calidad, oscura y

un poco movida. Había sido tomada de noche, a la luz de una

fogata, y había un exceso de tonalidades rojizas sobre fondos

negros. La pequeña hoguera en que devino el fogón con lla-

mas de hasta dos metros de alto, al momento de la foto ya casi

consumido, está en un primer plano fuera de foco y tiene unas

� nas líneas amarillas que cruzan por delante de la lente hacia

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afuera del cuadro; son chispas que dejaron su marca luminosa

para siempre, indelebles, en el papel fotográ� co. Detrás del fue-go estamos nosotros, posando para un improvisado fotógrafo llamado Alex, al que habíamos conocido unos días antes. Él acampaba unos cien metros río arriba, siempre siguiendo por el sendero. Eran tres en una carpa: él, su novia Roxana y otra joven, a la que le decían Polín. Es mala la foto, ya lo dije. No sólo porque está oscura, sino porque al darle mucho tiempo de exposición, salió movida. Se nota que al fotógrafo le tembló el pulso. De izquierda a derecha estamos Dictimio Aureguialzo, María del Carmen Casas, Mariano Martin, María Elizabeth Sobral, yo, Cesáreo Marcos Rosario Búlsich, Pabla Paz Herrera, los hermanos Juan Simón y Eugenio Constanzo, y Roxana, la joven cordobesa vecina, de la que nunca supe su apellido, no-via del voluntarioso fotógrafo, también innominado, conocido sólo como Alex. Para la foto no estuvo Polín, la otra joven cor-dobesa que, como se verá más adelante, me había hechizado con su belleza y su melancólica actitud. No todos miran a la cámara. Estamos sentados, en abanico, uno al lado del otro, en torno al fuego, haciendo una especie de semicírculo. Detrás nuestro están las sierras cordobesas atravesadas por un sende-ro que serpentea entre las rocas y desemboca en el camino de tierra y ripio, que después se hace puente sobre el río Del Medio y penetra en las entrañas de un pueblo arisco, esquivo y refractario a los turistas como nosotros. Pero todo eso en la foto no se ve. Ni siquiera se intuye. Para el otro lado, hacia atrás del fotógrafo, el sendero se hace más sinuoso, bordeando el río Del Medio, pasa por el campamento de nuestros nuevos amigos cordobeses, y luego de varias horas de caminata termina al pie

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del Cerro Champaquí. Hacia arriba, la Vía Láctea en toda su ex-

tensión, el Universo, in� nito, inconmensurable e incompren-

sible. Si no hubiese sido por la irrupción del alcohol excesivo,

al apagarse el fuego nos hubiéramos quedado recostados sobre

los duros pastos que crecen en la montaña, admirando el cielo

todo el tiempo posible hasta que el frío nos resultara insoporta-

ble. Pero una sucesión de borracheras encadenadas nos enredó

en cuestiones personales inabordables desde la inconsciencia

etílica y nos imposibilitó el disfrute astronómico. Sólo fue po-

sible la superación de algunas ofensas y malestares gracias a la

resaca y la amnesia con que nos despertamos al otro día.

La foto no tiene fecha, pero creo que fue tomada en julio

del 78, en algún momento de la segunda quincena de ese mes.

Fue en la última noche de estadía de nuestra íntima excursión

de � n de curso, cuando nos dispusimos, todos juntos, a hacer

catarsis alrededor del fuego. Dicti, que era mi mejor amigo, en

esta foto parece más grande. Ya no es el pajarraco desgarbado

que vi entrar a la escuela, una mañana del 74, en compañía de

sus padres viejos y formales hasta la caricatura. Se lo ve ancho,

robusto, los ojos verdeazulados mirando hacia la izquierda, ha-

cia el norte, como si pudiera ver algo que está mucho más allá

de lo que la noche permite ver. Su cabello pajizo está largo y

desprolijo. Se nota que ya no siente sobre sus hombros la temi-

da autoridad paterna que regulaba por él su crecimiento capilar,

que jamás podría haber excedido el cuello de una camisa. Tiene

puesto un suéter de cuello alto y campera; lo recuerdo, a veces,

con un gorro de lana, pero para la foto debió habérselo sacado.

A su lado María del Carmen era “la madre” de todos. Su cuer-

po voluminoso y su actitud corporal en la foto lo corroboran. Sus

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grandes tetas preanuncian anchas caderas que, aunque en la foto

no se ven, se adivinan. Es la “mamá grande”, la que nos cuida y

protege, la que cocinó todos los días que duró el campamento de

� n de curso. Sonríe pero no para la cámara. Mira hacia la izquier-da al igual que Dicti y tiene la vista puesta en sus propios pen-samientos, en su futuro próximo. Tal vez se sonríe por eso. Sabe que en breve pisará las calles del DF junto a Mariano Martin, que a su lado no sonríe. Se lo ve serio, reconcentrado, ensimismado; al día siguiente escribirá un poema que dirá así:

Ahora amigos míos me voy. Me llevo en mis manos losdedos que hacen falta para cortar tanto tiempo; en misangre la canción de ustedes; me marcho sin embargo sin mirar atrás; con la frente amplia y la llama de los días. Nivencido ni contento ni cansado, tan sólo me voy, incierto.El mundo se abre y no es el primero ni el segundo ni el tercero, es el único. Se abre y de su abanico se desenroscan ya los primeros temblores, como cuando nace el día1.

Quizás lo creó en aquel momento, antes que el alcohol nu-blara sus sentidos. Me lo leyó el día después de la foto, mien-tras sentados junto al río comíamos mandarinas. Él y María del Carmen ya habían decidido irse al norte, a la ciudad azteca, apenas � nalizaran la escuela. Se nota en la foto que a ella la felicidad la embarga. Nunca escondió su amor incondicional por Mariano Martin y cuando proyectaron el viaje juntos sin-tió que ganaba una guerra que siempre supo perdida. Toda la

1 Mariano Martin, Poemas, Editorial KRASS Artes Plásticas, Rosario, 1995.

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secundaria enamorada y ahora él aceptaba comenzar una nueva

etapa junto a ella en México. No le importaba que Mariano

Martin estuviera enamorado de otras u otros, no importaba que

su amor fuera similar al de los cachorros destetados que buscan

el calor en cualquier regazo que se presente más o menos ma-ternal. Ellos se iban juntos para empezar una vida nueva.

Sentada junto a ellos, pero separada, está María Elizabeth, la otra María, la única que a pesar del tiempo, la distancia o la

muerte siguió siendo mi amiga, con la que nos encontramos

periódicamente, de tanto en tanto, o intercambiamos cartas y

llamadas telefónicas, mi amiga más antigua; nuestra amistad

nunca se diluyó a lo largo de los once mil kilómetros que nos

separan. Posiblemente se fortaleció. Ella sí mira a la cámara,

parece un poco ajena al clima triste y melancólico de la despe-

dida que nos atravesaba a todos aquella última noche. Se ríe con

ganas de alguna de las pavadas que Marcos, a mi lado, no dejaba

de decir. Yo también me río. Pero ella más. La siempre divertida

risa de María Elizabeth que cuando estoy triste ansío escuchar.

Marcos fue el an� trión, el cómico, el gracioso, el que siem-

pre estaba actuando. Y no importaba si alguien lo miraba o lo

festejaba. Jugaba a que era el piloto de un avión de combate o un

cowboy perdido en tierra de pieles rojas. A él le divertía actuar

historias de aventuras. A veces lo escuchábamos a lo lejos, de-

trás de unas rocas, haciendo sonidos y voces de doblaje, y luego

aparecía transformado en algún personaje de cómic y todos nos

reíamos. Pero él parecía no saber que estábamos allí. Aunque

ni siquiera lo imaginaba, ensayaba lo que sería, en el futuro,

su trabajo, su pan de cada día, en distintos lugares del mundo

como Bogotá, Miami, México o Barcelona. La foto lo inmortalizó

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haciendo una mueca; su rostro des� gurado, en la semi penum-bra de la fogata parece una especie de duende sardónico que se

asoma entre nosotros para reírse de nuestra pena. Pabla, la estu-

diante colombiana que nos acompañaba desde tercero, ajena a las

monerías de Marcos, está recostada sobre Juan Simón, se mira

las manos y parece triste. Con ojos rasgados examina sus dedos

entrecruzados y el cabello lacio, largo y renegrido le cae sobre

los hombros como una capucha hecha de muchas noches. Ella se

volverá a Colombia con su familia, sabe desde hace meses que su

padre, diplomático de Unicef, será trasladado a su país de origen

al � nalizar el año. Su relación sentimental con Mariano Martin

pronto tendrá un � nal. La recuerdo durante aquella convivencia

llorando a escondidas pero no tanto, ocultando como detrás de

un velo transparente su exagerada angustia teatral pero sincera.

Juan Simón y Eugenio, en esta foto están, casualmente,

sentados uno junto al otro. Sostenían una reyerta intrascen-

dente desde días anteriores a encontrarse con nosotros y no se

dirigían la palabra. Se miraban con desprecio y hablaban des-

pectivamente uno del otro, lo que hizo mucho más llevadera

la relación con ellos, porque de lo contrario siempre discutían

o incluso peleaban, a veces a golpes de puño. Los dos miran a

la cámara y sonríen. Juan Simón, el mayor, ya tenía decidido

su viaje a la madre patria para estudiar Sociología, carrera que

en Rosario no existía y Eugenio, tres años menor que su her-

mano, y a la sazón el hermano menor de todos, aún tenía que

� nalizar su educación secundaria en la misma escuela en la que

Dictimio y yo estábamos cursando.

Habíamos llegado hasta allí de maneras diferentes. Dictimio y

yo fuimos los primeros. Salimos una mañana de julio intentando

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hacer autostop o “dedo”, como nos gustaba decir. Él iba abrigado como si fuéramos a Bariloche. Es que en realidad esa excursión fue nuestro viaje de � n de curso porque desistimos de ir con el resto de los compañeros de quinto y nos cortamos solos. Dicti y yo estábamos en la misma escuela pero en años diferentes, él en quinto y yo todavía en cuarto. Nos habíamos cambiado dos años antes mientras que los otros amigos participantes de aquella pro-yectada acampada de despedida estaban terminando en la misma escuela en la que todos habíamos empezado. Éramos un grupo cerrado, sectario y endogámico. Los otros compañeros, con los que iniciáramos la educación secundaria en marzo de 1974, casi todos, siguieron con su proyecto sostenido desde tercero de via-jar a Bariloche.

Una vez en la ruta, queríamos llegar a la provincia de Córdoba, pero como dice la canción de Spinetta, “nadie nos quiere llevar”. Gracias a los buenos o� cios de un camionero que nos llevó en la caja de su camión volcador desde la salida de Roldán, donde nos había dejado mi viejo con su auto, pudimos llegar de un solo tirón hasta Tancacha, un pueblo de menos de 5.000 habitantes cercano a Río Tercero, a sólo 16 kilómetros. Un periplo realmente penoso. El hombre había dejado su car-ga de ladrillos en Rosario y la caja del camión había quedado muy sucia de polvo rojo. Tardamos seis horas en arribar por una ruta que estaba en pésimas condiciones, llena de baches y sin ninguna señal vial. Cuando bajamos teníamos el cuerpo cubierto de moretones y la ropa repleta de polvillo rojo. En una estación de servicio YPF desierta nos lavamos un poco y trata-mos de sacudirnos la ropa, pero fue imposible. Con el aspecto con que habíamos quedado iba a ser muy difícil que alguien

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se detuviera y nos acercara hasta nuestro destino � nal. Igual lo

intentamos, aunque de� nitivamente en vano. Cuando el sol se

ocultó decidimos armar la carpa en un descampado que había

detrás de la estación de servicio con el previo consentimiento del playero, que no fue muy efusivo pero tampoco nos dijo que no. Sólo nos indicó que no prendiéramos fuego.

Nos higienizamos como pudimos en los baños y, tratando

de ser muy prolijos, buscamos en nuestras respectivas mochi-

las, sin desarmarlas demasiado, otra ropa para ponernos en la

mañana y así lucir un poco más presentables.

Dicti caminó unas cuadras en el pueblo hasta encontrar un

almacén, en tanto yo me quedé cuidando nuestras pertenen-cias. Esa noche cenamos pan con � ambre y unos mates cebados

con el agua que el playero nos había calentado a regañadientes.

Nos abrigamos mucho para no tener frío y nos dormimos rá-

pidamente. El escabroso viaje en el camión nos había dejado

agotados y doloridos.

En la madrugada unas voces y la luz de una linterna afuera

de la carpa me despertaron. Las voces susurraban cautelosas y

a lo lejos se oían los camiones que pasaban por la ruta a toda

velocidad, sin respetar los máximos para la zona urbanizada.

– ¡A ver los de la carpa! ¡No pueden acampar acá!

Dicti se levantó de un salto, sobresaltado, y dio la cabeza

contra la cumbrera, poniendo en peligro, por un momento, la

estabilidad de la carpa.

– Tranquilo jefe, ya salimos –dije, intentando parecer amistoso.

– ¡Vamos, vamos! ¡Apurando! –dijo, autoritaria, la voz exte-

rior distinta a la que había hablado antes, pero con igual tonada

cordobesa.

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Abrí el cierre de la puerta y una luz brillante me apuntó

directo a los ojos y no me permitió ver quiénes eran nuestros

interlocutores, sólo pude ver dos pares de borceguíes junto al

viento principal de la carpa, exactamente frente a mí. Salimos

de nuestro precario refugio y nos encontramos ante dos poli-

cías: uno era el que sostenía la linterna y la apuntaba alterna-

tivamente de mi rostro al de Dicti, y el otro con una sonrisa

torcida y sobradora debajo de unos profusos bigotes, con los

brazos en jarra, parecía dispuesto a arruinarnos la noche y el

viaje que recién comenzaba.

– ¡A ver los documentos, muchachos!

– Están adentro de las mochilas –dije.

– Y bueno. Busqueló ¿Qué está esperando? –contestó de malas maneras.

Metí medio cuerpo dentro de la carpa y saqué las mochi-

las. Cada uno hurgó en ellas iluminados como antes, uno y

otro, por la linterna curiosa del policía cordobés. Encontré mi

documento de identidad donde lo había puesto, en uno de los

bolsillos internos de la mochila. Dicti tardó un poco más en encontrar el suyo, pero � nalmente le extendió al uniformado un maltrecho DNI. Los policías los miraron con detenimiento,

a la luz de la linterna, y luego nos iluminaron a nosotros para

constatar que eran nuestros rostros los que se reproducían en

nuestras identi� caciones.

– ¿Saben que no pueden acampar acá? –dijo el de bigotes.

– El playero nos dio permiso. Nos vamos apenas salga el sol

–contestó Dictimio con un tono lastimoso.

– Che Carlitos ¿Vos le diste permiso a estos jipis para que

duerman acá? –le gritó el policía de bigotes al encargado de la

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estación de servicio, mientras este le llenaba el tanque al vehí-

culo policial.

– Sí. Yo los dejé por esta noche que se queden ahí –contestó

el otro.

– ¿Só huevón vó? ¿No sabés que no se puede acampar en

cualquier lado?

Y mirándonos a nosotros nos dijo: “Por esta vez pasa. Pero

por esta vez nomás. Levanten todo y mandensé a mudar lo más

rápido posible. Si vuelvo a pasar por acá y todavía están, los

llevo pa’ que duerman en la comisaría, ¿estamos?”.

Eran las cuatro de la mañana, el pasto estaba lleno de escar-

cha y yo empezaba a pensar que hubiera sido mejor viajar en

ómnibus y dejar de lado para siempre la estúpida fantasía de re-

correr el mundo levantando el dedo pulgar. Leyendo a Kerouac

todo parecía más fácil.

Desarmamos nuestro campamento en menos de quince

minutos y nos fuimos. El playero nos indicó dónde paraba un

ómnibus interurbano que nos llevaría hasta Río Tercero y des-

de allí nos resultaría más fácil encontrar algún transporte que

recorriera los 120 kilómetros que nos separaban de nuestro úl-

timo destino en las sierras altas.

Finalmente llegamos después del mediodía al pueblito que

nos iba alojar durante, al menos, diez días, haciendo uso de

distintos medios de transporte. El último, que nos había dejado

justo junto al puente que cruzaba el río Del Medio, había sido

una camioneta que transportaba productos de almacén, pro-

veedora de los escasos comercios del pueblo. Habíamos elegido

ese poblado remoto enclavado en las sierras altas de Córdoba,

de difícil acceso, separado de la urbanización importante más

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próxima por 40 kilómetros de caminos de tierra y ripio, en

algunos tramos intransitables, con una población estable de se-

senta personas, en su mayoría de origen europeo, para despedir

una etapa de nuestras vidas: la escuela secundaria.

Más allá del puente, que era el límite hasta donde podían

acceder los vehículos, una calle de tierra subía sinuosa e irregu-

lar unos quinientos metros, pletórica de soñadas casas y cons-

trucciones alpinas, y terminaba abruptamente al llegar a un pa-

raje señalado como balneario, para transformarse en sendero y

perderse en la montaña. En ese trayecto algunos grandes hote-

les desmentían el mito de que en ese pueblo eran refractarios

al turismo que, en verdad, era su principal fuente de recursos.

Lo que de� nitivamente no les interesaba eran los turistas como

nosotros, que no gastábamos casi nada y que, según decían,

éramos poco amigables con el entorno natural.

En los días siguientes fueron llegando los demás. Mariano

Martin, Pabla, María del Carmen y Marcos llegaron juntos en óm-

nibus dos días después que nosotros. María Elizabeth y los her-

manos Constanzo llegaron en auto los dos últimos días de nuestra

estadía junto a papá y mamá Constanzo, que se quedaron con no-

sotros algunas unas horas y luego se volvieron a la ciudad cercana

donde se alojaban. Juan Simón y Eugenio se quedaban esos días

con nosotros y luego se volvían a encontrar con sus padres. María

Elizabeth se volvía a Rosario en ómnibus con nosotros.

Las últimas dos noches, cuando ya el grupo estaba comple-

to, éramos un campamento distribuido en cuatro carpas ubi-

cadas en cruz con un gran fogón en el medio, en un claro al

pie del cerro Cristal, cerca del río y no tan cerca del pueblo, al

que íbamos todos los días a comprar cosas y a hacer uso de los

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baños del bar Suizo (el único bar), que eran semi públicos, por

una módica contribución voluntaria.

Cuando Dicti y yo llegamos, nuestros amigos cordobeses ya

estaban instalados a unos cien metros de donde acampamos no-

sotros y esa misma noche, luego de que nos acomodamos, nos

invitaron a compartir el fogón con ellos. Apenas conocí a Polín,

quedé prendado de su belleza: alta, delgada, de ojos azules, el

cabello de un inde� nido color cobrizo pero con re� ejos a veces

dorados, ondulado hasta los hombros, y una sonrisa reservada

para escasas ocasiones pero tan bella como todo aquel paisaje

circundante. Creo que, precisamente, lo que más me atraía de

esa mujer era que parecía tan atribulada todo el tiempo; osten-

taba una tristeza que parecía ser una parte constituyente de su

ser y que invitaba a alguien como yo, entrometido por natura-

leza, a indagar en las razones de su melancolía.

La mañana siguiente a nuestro arribo, mientras recogía agua

del río para preparar el desayuno, la vi pasar por el sendero

cabalgando un alazán de crin y cola blanca amarillenta. Venía

desde el puente, donde solían estar los criollos que alquilaban

caballos, y al pasar junto a mí me sonrió apenas. No solían ser

tan bonitos los equinos disponibles para rentar en ese lugar, más

bien eran matungos, petisos y mañeros. Pero yo atesoré en mi

memoria, sólo para mí, aquella imagen de ensueño que jamás

incluí en ningún relato sobre aquel viaje. Me gusta recordarla

sobre el alazán, su sonrisa trémula en aquella fría mañana, el río

escarchado, aunque a veces me parezca que todo fue fantástico

e irreal. Salvo en esa ocasión siempre que miraba a Polín veía su

mirada nublada y esa expresión de permanente preocupación.

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Aquel último día en que íbamos a cenar todos juntos al-

rededor de un fuego debe haber sido un martes (lo sé porque

sólo algunos escasos turistas pasearon durante el día por el pue-

blo). Más temprano, por la tarde, muy gris y muy fría, por cier-

to, mientras esperaba sentado tomando un café en el bar Suizo,

que el baño se desocupara, vi a Polín discutiendo con un tipo

al que yo no conocía. Era alguien más grande, de unos treinta

años, con una pronunciada calvicie, pero con el cabello de la

nuca y de las sienes muy largo. Usaba colgantes y pulseritas y

parecía enérgico en sus expresiones. Desde donde yo estaba no

se escuchaba lo que decían. Pero parecía ser un monólogo de

él. Ella miraba para abajo, sin decir casi nada. Pude ver algunas

lágrimas rodando por sus mejillas. Al cabo de unos veinte mi-

nutos, el tipo se levantó y se marchó sin saludarla, no sin antes

pagar la cuenta de lo que habían consumido. Ella se quedó unos

minutos más hasta que se recompuso. Al levantarse de la silla

me vio y me pareció que se ruborizaba. Me dirigió una mirada

huidiza y se marchó rápidamente sin siquiera hacer un gesto.

Esperé un rato más hasta que pude hacer uso del baño y luego

decidí volver al campamento donde me esperaban ansiosamen-

te por unas latas de tomates que debía comprar en el almacén

de ramos generales que estaba junto al río. Ya habíamos hecho

las compras necesarias, pero los tomates habían resultado insu-

� cientes a criterio de la cocinera, al igual que las bebidas alco-

hólicas. Bajé por una escalera, oculta e irregular, que estaba al

costado del bar Suizo y que terminaba en un callejón sin salida

sobre la margen del río. Allí se encontraba el almacén de ramos

generales donde varios de los gauchos que alquilaban caballos

daban por � nalizada su jornada laboral y esperaban sentados

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alrededor de una mesa, jugando naipes y tomando ginebra,

la hora de volver a sus casas. Parecían una postal de Molina

Campos. Cuando entré al negocio se hizo un silencio y todos me miraron como se mira a los forasteros en cualquier lugar del mundo. Mientras esperaba que el dependiente me diera las latas de tomates observé que algunos ya habían bebido demasiado. En varias ocasiones, un rato antes de la medianoche, a algunos de estos mozos, que pasaban todo el día en el puente tratan-do de negociar con los turistas, solíamos verlos pasar, a veces colgados de sus monturas, casi inconscientes, acarreados por el caballo que conocía por atávico instinto el camino de vuelta a sus casas en el corazón de la serranía. Compré el encargo que María del Carmen me había hecho, aunque sólo los tomates; decidí ignorar el pedido de más alcohol porque consideré que lo que ya teníamos era más de lo necesario. Y emprendí el re-greso al campamento.

Los amigos ya estaban preparando un fuego considerable para cocinar unos � deos con salsa y también para calentarnos a su alrededor, entre ellos Alex y Rox, nuestros vecinos, a los que habíamos adoptado como si fueran parte del grupo desde siempre: pelaban y cortaban cebollas. Busqué con la mirada a Polín pero no estaba; le pregunté a Alex y me dijo que ella no se sentía bien y que se había quedado durmiendo en la carpa. Después continuamos con alguna conversación que habíamos iniciado en noches anteriores, en tanto yo también cortaba ce-bollas y pimientos, y tomábamos los primeros vasos de vino servidos de la damajuana “Parrales de Chilecito”. Me contó que los tres habían llegado desde la ciudad de Córdoba para encon-trarse allí con alguien al que llamaba el “Flaco Gramilla”, que

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estaba instalado en una casa rodante ubicada sobre un terreno

que le alquilaba un vecino del pueblo y que los cuatro estaban

organizando una revista de difusión en escuelas secundarias

auspiciada por las Naciones Unidas. Una especie de periódico

que trataba diversos temas de interés general entre los jóve-

nes, pero, fundamentalmente, tenía por objetivo pedir por la

libertad de los presos políticos en el mundo. Formaban parte

de algo que, creo que me dijo, se llamaba Grupo de Estudiantes

Secundarios pro United Nations (Gespun) o algo así. Yo le conté

que con Dictimio estábamos en un proyecto similar, pero sin

la ONU. Hablamos mucho durante la cena hasta que nuestros

discursos quedaron amordazados luego de tanto vino.

Esa noche, que habíamos imaginado como inolvidable,

terminó siendo todo lo contrario después de que todos bebi-

mos mucho más de la cuenta, a excepción del más joven de los

Constanzo, que apenas ingerido el último bocado se encerró

en la carpa más pequeña cuando casi se le cerraban los ojos.

Recuerdo apenas algunas circunstancias, la sensación de angus-

tia, los llantos, las peleas, el sexo, la emesis violenta de todo lo

que estaba en nuestro interior y al $ nal un sostenido e impene-

trable black out, roto únicamente por la luz del amanecer.

Me levanté subrepticio, aturdido y con una jaqueca insufri-

ble dentro de alguna de las carpas, rodeado de cuerpos que no

quise reconocer. Busqué aspirinas en el improvisado botiquín

que guardaba en mi mochila y caminé hasta el río envuelto en

una manta, restregándome las manos para tragar los analgési-

cos con agua, y me quedé allí, sentado en la orilla más arenosa,

viendo cómo el río se abría paso, aún por debajo de las capas

de hielo que cubrían las super$ cies más inmóviles, esperando

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que el sol asomara por arriba de las montañas y entibiara mi cuerpo y mi alma.

Antes de eso, cuando la oscuridad caía, ya casi vencida por

la luz del día, escuché unos pasos sigilosos por detrás y para mi

sorpresa la que se acercaba era Polín, un poco encorvada por el

peso de una gran mochila que llevaba sobre su espalda. Llegó

hasta mí, dejó la mochila en el suelo y se sentó a mi lado.

– Buen día… –dijo al rato, alargando la e y tiritando al mis-

mo tiempo– ¡Qué farra loca tuvieron anoche! ¿no? Escuché gri-

tos y risas hasta que me dormí.

– Sí. Se descontroló. Habitualmente no somos así –me justi� qué.

– Alex y Rox no volvieron a la carpa. Así que imagino que

se habrán quedado en alguna de las de ustedes.

– No me acuerdo dónde terminaron. Y no me atrevo a mi-

rar dentro de las carpas –dije; en ese momento mi dolor de

cabeza comenzaba a ceder.

– Necesito que me hagas un favor, que les des esta carta.

Porque espero que cuando se levanten alguien me haya acerca-

do lo más posible hasta Córdoba.

La miré con gesto interrogante.

– ¿Te vas? –pregunté sin temor a que notara mi desilusión–.

Yo le doy la carta al primero de los dos que se asome en alguna

carpa. Seguramente cerca del mediodía, no creo que antes.

Tomé la hoja de papel doblada en cuatro y me la guardé en

un bolsillo de la campera. Y mirándola a los ojos le dije:

– Lástima que te vas. Me hubiera gustado que nos conozca-

mos un poco más.

– Sí. A mí también –contestó bajando la mirada–, pero no

debí venir. Los chicos me convencieron pero debí quedarme

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en Córdoba. Mi lugar está allá, al lado de mis compañeros de la

Fede.

– ¡Ah! ¿son de la Fede? –traté de disimular mi sorpresa y

decidí que por ningún motivo le hablaría sobre mi reciente

acercamiento a un grupo trotskista–. Me parece que algo me

dijo Alex anoche… –dije, y pensé, un poco decepcionado de

mí mismo, que lo de la ONU era muy raro.

– Sí. Vinimos para resolver unos problemas internos que te-

nemos en el equipo y para organizar una revista periodística se-

cundaria, pero yo ya no quiero estar acá. Me vuelvo a Córdoba.

Estamos en plena campaña pidiendo por el paradero de unos

compañeros que secuestraron el año pasado y siento que estamos

aquí como si estuviéramos de vacaciones. Así que me voy.

Durante unos minutos me quedé mirando para abajo, ha-

ciendo dibujitos con el dedo en la arena húmeda, levanté la

mirada hacia su rostro y le dije:

– Okey. Les digo a los chicos que te fuiste.

Tuve la sensación de que me perdía en sus transparentes

ojos azules cuando la luz del sol � nalmente nos cubrió con su

manto tibio.

Después fuimos caminando hasta el puente por el sendero y

allí estuvimos un tiempo que no supe medir sin hablar, sentados

en la baranda, escuchando el canto de los pájaros y el ruido del

agua que corría bajo el puente, hasta que llegaron los mozos con

los caballos para alquilar. Cuando ella vio al alazán de crin y cola

blanca amarillenta su rostro se iluminó y corrió a abrazarlo.

– ¡Hola Naguán! –le dijo al caballo, que con un movimiento

de cabeza pareció reconocerla– ¡Qué pena que hoy no tengo

zanahorias para darte!

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– Una lástima –dije yo–, justo en este momento andamos

sin zanahorias encima.

Ella me lanzó una mirada de � ngido reproche, seguido lue-

go por una carcajada sincera. Fue la primera vez que la veía reír con ganas y la belleza del paisaje quedó deslucida y opacada.

Un viejo de acentuados rasgos nórdicos, vecino del pueblo,

que cruzaba el puente con su rugiente F100, se detuvo unos mi-

nutos para dialogar con uno de los muchachos de los caballos y

antes de emprender la marcha, sin que Polín le hiciera ninguna seña, reparó en nosotros. Dirigiéndose a ella que era la que

portaba la gran mochila, le dijo:

– Si vas a Córdoba, te llevo.

Me miró sorprendida, incrédula de su buena fortuna, aco-

modó su mochila y sin dudar un segundo se subió a la cabina.

Se me ocurrieron muchas cosas para decirle en ese momento,

pero no articulé ninguna.

Con la mano me dijo chau y yo me quedé en el puente has-

ta que vi cómo la camioneta se perdía detrás de las montañas.

Después volví al campamento. Me senté junto al fogón apaga-

do mientras todos dormían y soñaban con futuros diferentes.

Algunos más promisorios y otros no tanto.

Decidí no volver a guardar la fotografía en la caja junto a

las otras. Y no sólo por la incomodidad que me generaba devol-

verla a su lugar, sino para poder seguir viéndola y recordando

aquel viaje, del que volví siendo distinto, un poco más cercano

al hombre en que después me convertí. La puse en un porta-

rretratos, reemplazando una foto mía donde se me veía con un

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cigarrillo en la comisura sonriendo de costado, y lo dejé sobre

un mueble del living, bien a la vista, para tenerla a mano cuan-

do al mes siguiente llegara María Elizabeth con su marido y su

hijo a visitarnos. Su familia y la mía compartirían varios mo-

mentos durante el mes de su estadía en Rosario y seguramente

le haría mucha gracia volver a recordar aquella noche.

Evocaríamos a todos y cada uno de los protagonistas, y sus

aconteceres en los últimos cuarenta años, con mayor o menor

detalle, de acuerdo a la información que cada uno tuviera. Con

la excepción de Polín. De ella nunca volví a tener noticias.

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Fuga y trepanación

Alquilamos esa casa hace apenas dos meses. En realidad la alquilamos por partes y por " n de semana. Porque resulta que sólo tenemos acceso al subsuelo, que es la parte de la edi" ca-ción que alguna vez fue la casa de la servidumbre, y sólo por los sábados y domingos ya que, según parece, los días de semana tiene otras ocupaciones.

La persona con la que pautamos el alquiler (¿la dueña?, ¿la administradora?) es una mujer joven, que aparenta ser profesio-nal, a la que se le nota la abultada cuenta bancaria y la casa del country. Es conocida de la madre de Daniel, nuestro compañero actor e historietista, y por eso el alquiler es barato y sin contrato.

Es una casa muy antigua, señorial, construida en el siglo XIX sobre uno de los bulevares principales de la ciudad. Está al lado de un sanatorio privado y en ella habitaron el fundador del sanatorio y su familia: el Doctor Zabala, que fue un prominente cirujano a principios del siglo XX y que también tuvo una des-tacada militancia política. Siendo dirigente de un partido popu-lar de la época, ocupó algunos cargos legislativos, fue ministro

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de la Nación y protagonizó un movimiento insurreccional en

Rosario y otras ciudades del país que puso en jaque al gobierno

de turno.

A la parte que nosotros alquilamos, la “casa de los sirvien-

tes”, se entra por una puerta que está al � nal de unos escalones,

disimulados en el jardín del frente, debajo del ventanal principal

de la mansión. La casa cuenta con un gran salón con piso de pi-

notea, paredes espejadas y barras para danza clásica. También hay

dos habitaciones; en una de ellas un mueble antiguo, tipo apara-

dor, y una camilla de hospital son el único mobiliario; en la otra

hay unas cuantas cajas de cartón: algunas contienen biblioratos y

papeles viejos; otras, latas de películas, y otras, muy bien encin-

tadas, no se sabe qué. Recostada sobre un rincón hay una escalera

caracol para acceder a la estancia superior donde funcionan de

lunes a viernes consultorios de distintas especialidades. Pero la

puerta está siempre cerrada y su llave no nos fue entregada. El

baño, amplio y con bañera, está entre las dos habitaciones. El

grifo del lavabo tiene una pérdida de agua imposible de contener,

que ha dejado una mancha de óxido imborrable sobre el enlo-

sado de la pileta. La cocina, de amplias mesadas, donde antaño

transcurría la mayor parte del tiempo el personal de servicio, se

encuentra en el otro extremo de la propiedad, y a través de ella

se accede a un gran jardín venido a menos, con algunos árboles

frutales apestados, varias columnas dóricas rotas y un par de es-

culturas griegas incompletas. Por doquier hay instrumental mé-

dico en desuso y herrumbrado, como si una especie de tornado

lo hubiera esparcido azarosamente por el terreno. Me causa una

particular impresión una balanza pediátrica semienterrada que

asoma al pie de una de las columnas.

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Todos los sábados y domingos nos encontramos en el salón

espejado para ensayar una puesta teatral que estamos preparan-

do y pensamos estrenar en octubre. A pesar de que son tiempos

oscuros, nosotros somos un grupo de adolescentes que quiere

cambiar el mundo a través del arte. Un mundo más justo donde

alguna vez haya más hombres que hagan arte y menos artistas.

En las primeras horas de la tarde del viernes recibo un lla-

mado al teléfono de la editorial donde trabajo después de la

escuela. Es mi amigo Fulvio que me dice que necesita verme,

que necesita que le haga un favor y remarca con el tono de su

voz la palabra favor.

Fulvio es unos años mayor que yo, muy alto, pelirrojo, una

especie de vikingo rubicundo de mirada chispeante y sagaz, un

oso grizzly bonachón. Compartimos un par de años la escuela

secundaria hasta que él terminó. A mí todavía me queda un

año. Me dijeron que el padre tiene una importante inmobilia-

ria en la zona oeste de la ciudad y que ahora trabaja allí. Pero

la verdad es que no sé mucho sobre su vida. Ni siquiera estoy

seguro si ese es su nombre o su apellido. En la escuela todos le

decían “Colorao”. Porque Fulvio es el tipo que en estos últimos

tres años se encargó de hacerme llegar la prensa de una agrupa-

ción trotskista proscripta por la dictadura militar en 1976, pero

que desde la clandestinidad todavía tiene presencia en algunos

ámbitos. Entonces tenemos una relación que no abunda mucho

en detalles personales y desde luego no sé dónde vive ni con

quién y él tampoco sabe todo eso de mí. Nos vemos cada tanto,

hablamos de política nacional e internacional, le consulto sobre

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algunas problemáticas concretas en los lugares donde me des-

empeño y colaboro con alguna campaña para recaudar dinero.

Pensamos que hay que hacer una revolución y para eso es nece-

sario construir un partido revolucionario. Y desde la clandesti-

nidad absoluta creemos que lo estamos haciendo.

Debo decir que la voz de Fulvio en el teléfono me dejó

preocupado.

– Cuando salgas del laburo alguien te va a esperar en la

puerta y te va a traer hasta donde estoy. Tengo que pedirte un

favor. Pero tiene que ser personalmente –me dijo.

– ¿Pasa algo? –pregunté.

– No. Todavía no. Pero puede pasar. Te veo después ¿A qué

hora salís?

– Diecisiete y treinta.

– Bueno. Estate atento. Alguien te va a buscar.

Y colgó. Miro la hora y son la una y veinte. Falta bastante

para la salida y en las horas que faltan difícilmente pueda volver

a concentrarme en las malditas planillas del stock.

A las cinco y cuarto ya estoy preparado y listo para irme.

Miro el reloj cada minuto, pero el tiempo no transcurre. Diez

minutos después estoy sentado en los últimos escalones del in-

greso a la editorial mirando a la gente que camina por calle

Corrientes. Pienso que todos pueden ser el mensajero que ven-

drá a buscarme. Un ómnibus comienza a frenar a mitad de

cuadra antes de llegar a la esquina y el freno hace un chirrido

espeluznante; es un 78 y reconozco al chofer que todas las ma-

ñanas me deja en la misma esquina.

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Detrás del colectivo aparece una moto que se estaciona sobre

el cordón, exactamente frente a la puerta de la editorial. El con-

ductor, sin sacarse el casco, me mira y me dice: “Vengo de parte

de Fulvio, ¿vamos?”. Al principio dudo. Pienso: “¿cómo no se me

ocurrió preguntarle a Fulvio quién iba a ser el mensajero?”. Pero

rápidamente me subo al asiento trasero de la moto y partimos. El

tipo va rápido y zigzaguea entre los autos con bastante impruden-

cia, mientras yo comienzo a arrepentirme de todo. Intento al-

gún diálogo estúpido, del estilo “está fresco para andar en moto,

¿no?”, pero no obtengo ninguna respuesta. Finalmente, por ave-

nida Alberdi, antes de llegar a Juan José Paso, la moto se detiene y

el mensajero sin siquiera darse vuelta me dice: “Fulvio te espera

en ese bar que está ahí”. Me bajo de la moto, saludo con un gesto

de cabeza y voy hacia el bar indicado. Se llama “Pepona”, es más

bien pequeño, mostrador de estaño, no más de diez mesas y sólo

dos están ocupadas. Una, por alguien que trata de adormecer

los dolores de trabajar en la construcción con un buen vaso de

vino, que va rebajando con soda. La otra, por Fulvio, que recién

comienza a tomar su café. Se para y me da un abrazo.

– ¿El viaje?, ¿bien? –me dice sonriendo.

– Más o menos. Bastante loco el mensajero que mandas-

te. Por poco nos estrolamos un par de veces –digo, mien-

tras busco al mozo con la mirada para pedirle lo mismo que

toma Fulvio–. Contame qué carajo pasa. Me dejaste bastante

preocupado.

– Y es para preocuparse. El miércoles metieron en cana a mi

contacto y a varios compañeros más. Era la única célula sindical

que quedaba en Rosario.

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La palidez de mi rostro debe haber delatado mis sentimien-

tos porque rápidamente me dice:

– Por eso me tengo que ir. Para protegerte a vos y a otros

contactos que tengo. Así que mañana a la noche me rajo a

Buenos Aires. Te lo quería decir personalmente.

Yo miro para abajo y pienso que hasta mañana a la noche

falta una eternidad y que es posible que ya lo estén buscando.

– ¿Y por qué mañana a la noche y no ahora? ¿No es un ries-

go al pedo que estés acá?

– Sí. Pero no tenía un mango para el pasaje. Hoy conseguí

que mi viejo me prestara después de varias horas de discusión.

Y además, allá no tenía dónde ir. Recién hace un rato me pude

poner en contacto con una pareja de compañeros que por unos

días me van a aguantar.

Recién entonces me percato de lo demacrado que está. El

cabello no es rojo sino más bien cobrizo opaco. Tiene barba

crecida de varios días y unas ojeras pronunciadas. Se nota que

no ha dormido bien.

–Pero hay otra cuestión… –dice, mientras juega con la cu-

charita en la taza ya vacía–, esta noche no tengo dónde quedarme.

–¡Uy! No ¡No me podés pedir eso Fulvio! No te puedo ha-

bilitar la casona del bulevar para que vayas a dormir ahí.

–No te pedí nada. Sólo te iba a preguntar si tenías algún

lugar donde yo pudiera pasar la noche. La casa de mis viejos

está quemada.

–Yo también vivo con mis viejos, o sea que mi casa tampo-

co es opción …

Fulvio levanta las cejas sin decir nada, pero su mirada inte-

rrogante está esperando que yo le diga cuál es la solución.

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–¡Qué cagada! Si alguien se entera se me va armar un qui-lombo. Estoy poniendo en riesgo a todo el grupo.

–Mirá, vamos esta noche tarde, después de la medianoche, duermo ahí y mañana muy temprano, apenas amanezca, me voy. Nadie más que vos va a saber que estuve ahí.

–¿Y estas noches pasadas cómo hiciste?–Dormí en una casa vacía que mi viejo tiene a la venta.

Pero ya no puedo ir más.–No sé. Creo que es una pésima idea. Pero no tengo otra. Y

tampoco te puedo dejar en la calle.Aunque no lo digo, ya tomé la decisión. Miro para abajo

diciendo “no” con la cabeza, apretando los labios como prueba de mis dudas y malestar. Fulvio no dice nada. Pero se nota que está desesperado. Pago los cafés y nos vamos cada uno por su lado hasta las doce de la noche, hora en la que volveremos a encontrarnos.

Tres minutos después de la medianoche voy caminando por el centro del bulevar, cuando comienza a soplar un viento de tormenta que agita las palmeras y hace caer pesadamente una rama bastante cerca de mí. Me levanto el cuello del saco y entrecierro los ojos, pero la tierra me molesta igual. Me parece ver a Fulvio en la esquina de la vereda de enfrente. Él también me ve y viene hacia mí. Caminamos juntos hasta la casona, abro la reja del frente y entramos mirando para todos lados como dos fugitivos solapados.

En la casona no hay ningún movimiento y ninguna luz prendida. Hace varias horas que su rutina diaria terminó. Antes

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de entrar le indico a Fulvio un escondite para que, por la ma-

ñana, antes de irse, me deje la llave. Después abro la puerta e

ingresamos al gran salón espejado. Deliberadamente no pren-

do ninguna luz para que de afuera parezca que no hay nadie.

Le muestro toda la casa y al $ nal nos asomamos al patio justo

cuando comienza a llover copiosamente. Pienso que voy a es-

perar que pare un poco para irme. Como una % echa incandes-

cente, un rayo ilumina el cielo. Casi inmediatamente después,

la explosión hace vibrar los vidrios de la mampara que da al

patio. Me sobresalto.

– ¡Mierda! –escucho a Fulvio putear desde otro lugar de la

casa.

Se fue mientras yo miraba llover y ahora está revolviendo

cajas en la habitación de la escalera. Como no tiene ventanas,

allí se puede encender la luz.

– ¿Esto es un proyector? –me pregunta.

– No tengo idea. Nunca revisamos esas cajas y preferiría que

dejemos todo como está.

Lo veo sacando un cajón de madera de adentro de una de

las cajas de cartón que están apiladas y cerradas con cinta.

– Sí. Después lo guardo como estaba. Mirá, está buenísimo

esto, me parece que es un proyector de películas de 16 milí-

metros. Mi abuela tenía uno parecido –dice, mientras saca el

artefacto de adentro del cajón, que lo contiene perfectamente

embalado, y lo pone en el piso.

Fulvio siente una fascinación irrefrenable por todo lo me-

cánico. En la escuela se contaba la anécdota de que había desar-

mado un retroproyector en la hora de Biología y lo había vuel-

to a armar en la de Geografía. Diez amonestaciones le habían

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puesto por eso, aun cuando el aparato después funcionó mejor

porque le sacó la tierra y las telas de araña que tenía dentro.

Efectivamente, es un proyector de películas de 16 milíme-

tros. Tiene una etiqueta de metal atornillada en el frente que

dice:

KODASCOPE - MODEL: EE

MADE IN U.S.A. BY

EASTMAN KODAK CO.

ROCHESTER, N.Y.

Sin preguntar, siquiera, comienza a armarlo y mientras tan-

to relojea las latas de películas que están en una caja junto a mí.

– Fijate si en esa caja hay una lata de 16 milímetros.

– ¿Vos estás loco? ¿Vamos a ver películas viejas ahora? ¿Por

qué no te vas a dormir y descansás?

– No puedo. Estoy desvelado y pasado de rosca. Y las tor-

mentas me ponen más ansioso.

Enchufa el aparato a la corriente eléctrica y se enciende la

lámpara que, según dice la etiqueta, es de 850 watts; se proyec-

ta un cuadrado de luz brillante contra una de las paredes del

cuarto.

– ¡Faaa loco! ¡Hacemos el Arteón acá! ¿Te parece? ¡Dale loco!

¡Relajate! ¡No pasa nada! Vemos una película y después te vas,

así me voy a dormir.

– No es mi culpa que no estés durmiendo. Igual hay una

sola lata que dice 16 milímetros. No es mucho lo que vamos a

ver. Las otras dicen 35 milímetros y son bastante más grandes

y hay dos más chicas que dicen 8 milímetros.

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– Súper 8, querrás decir…

– No. Dice 8 milímetros.

– Bueno. Veamos esa que dice 16 milímetros. Las otras no

son para este proyector. Es un solo rollo. No debe ser larga.

Fulvio abre la lata, saca el rollo, intenta ponerlo en el pro-

yector y rápidamente se da cuenta cómo va. Al primer intento

la película comienza a rodar. Estamos sentados en el suelo apo-

yados contra una pared, viendo una proyección casi cuadrada,

o mejor dicho levemente rectangular sobre la pared opuesta

a nosotros. Es un % lm en blanco y negro, sin sonido, y los

primeros fotogramas son esos que con una cuenta regresiva le

indican al proyectorista que en breve comienza la película.

Primer plano de una claqueta de cine que tiene anotadas en tiza las letras

T.D.C. y una fecha, JUNIO DE 1930. Luego intuimos la palabra ACCIÓN y la claqueta desaparece. La cámara está � ja en el centro de una habitación blanca muy iluminada, los pisos son de baldosas blancas y negras intercaladas como en un tablero de ajedrez. En el cuadro aparecen los trípodes sobre los que deben estar montados los re� ectores que iluminan la escena. Entran dos hombres ata-viados como médicos cirujanos, con guardapolvos hasta los pies, gorros, guantes y máscaras quirúrgicas tapando sus rostros. Por las expresiones de sus ojos parece que hablaran entre ellos o que sonrieran para la cámara. Luego entran otras dos personas igualmente vestidas pero me doy cuenta que son mujeres, una de ellas tira de una silla de ruedas con un sujeto de considerable tamaño sentado, un adulto se-guramente; caminando para atrás lo ubica justo delante de la cámara. El supuesto paciente en la silla está inmovilizado con un sistema que no le permite mover la cabeza y a la vez nos impide verle la cara. Sólo la parte de arriba de la cabeza, la mollera, completamente calva, queda al descubierto. El cuerpo está vestido con una

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bata de las que se abrochan en la espalda. Unas líneas dibujadas sobre la calvicie

nos hacen suponer lo que va a pasar en el � lm.

– ¡Uff! No. Dejate de joder. Esto no es para mí. Me voy a la

mierda –digo, pero no me puedo mover del lugar.

Fulvio está abstraído en la pantalla y parece que no me es-

cucha. La lluvia arrecia en la calle.

Una de las mujeres les acerca una mesa con ruedas a los médicos sobre la que

hay un montón de instrumental brillante y reluciente, dentro de unas bandejas bri-

llantes y relucientes. El médico jefe que imagino debe ser el Doctor Zabala toma lo que

supongo es un bisturí y practica un corte por las líneas marcadas en el cuero cabelludo

del paciente. A medida que va pasando el � lo, va brotando sangre y las mujeres van

limpiando con gasa el # uido oscuro que se desliza por la cabeza. Una vez separados

los colgajos de piel del campo operatorio con la ayuda de unas pinzas o tijeras curvas

con pequeños peines en las puntas, comienza a practicar con un perforador manual

unos agujeros en el cráneo, mientras las enfermeras, al igual que antes, controlan el

sangrado. Se produce un pequeño salto, como si faltaran algunos fotogramas. Ahora

Zabala utiliza la punta de un instrumento con mango, a través de los agujeros de

trepanación, para desprender la duramadre de la parte interna del cráneo. Luego,

entre agujero y agujero pasa una especie de alambre muy # exible sobre el cual monta

una sierra, que también parece un alambre � no y # exible, y secciona el puente óseo

entre los dos agujeros mientras la enfermera irriga simultáneamente con un líquido

transparente, supongo que para evitar que la sierra se rompa por calentamiento. Una

vez completado el corte de los diferentes segmentos óseos el médico ayudante levanta

el colgajo óseo cuidando que la duramadre y los vasos meníngeos adheridos a la pared

interna no se lesionen y protegiéndolo con una compresa que parece húmeda lo coloca

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dentro de un recipiente con líquido transparente, en la mesa auxiliar. Nuevamente

con un bisturí apenas diferente del anterior, Zabala incide la duramadre y con otro

tipo de tijera curva completa el corte. En este momento, luego de extraer el colgajo de

duramadre y con la corteza cerebral a la vista, Zabala corre la tela que cubre el rostro

del paciente y entonces veo que está despierto, que habla con los cirujanos, que mira

a cámara e intenta sonreír. Veo el rostro de Fulvio, veo sus ojos que desde la pantalla

me miran y algo parecido al horror se trasluce en su mirada.

Me viene una arcada incontenible y de un manotazo desen-

chufo el proyector. La siguiente arcada es el prólogo de una erup-ción volcánica y con la mano tapándome la boca corro hasta el baño, pero apenas llego hasta el lavabo y allí descargo gran parte de mi desgracia. El resto, en el inodoro. Me limpio con papel higiénico, tiro la cadena, enjuago la pileta y voy puteando por lo bajo a mi amigo por su estúpida e inoportuna ocurrencia ciné' la. Cuando entro a la habitación donde estamos viendo la película veo a Fulvio acostado en el piso, en una extraña posición, con la cabeza vuelta hacia la pared, los puños cerrados, las piernas leve-mente encogidas, la espalda arqueada. Entonces me doy cuenta de que está convulsionando, tiene la boca llena de espuma y tiembla como si estuviera electrocutado. Trato de ponerlo de costado y acomodo unos cartones bajo su cabeza. Unos minutos después la convulsión termina, pero mi amigo no recupera la concien-cia. Intento despertarlo, pero es inútil. Es la una y cuarto de la madrugada, debería llamar a un médico, pero no se me ocurre a quién. La asistencia pública no es una alternativa, aunque imagino posibles coartadas para decir en caso de que viniera una ambu-lancia. Fulvio tiene las manos heladas y la frente perlada de sudor,

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lo cubro con mi saco. En ese instante me viene a la memoria el

Pelado Godoy, un compañero del secundario de Fulvio, con el que

me crucé hace unos días caminando por la peatonal. Ellos iban al

mismo curso, conmigo sólo compartía cigarrillos en el baño de

la escuela durante los recreos. Recordamos algunas anécdotas y

nos hicimos promesas de reencuentros para lo cual intercambia-

mos teléfonos. Entre otras cosas, me contó que había empezado

Medicina. “¿Y si lo llamo al Pelado?”, pienso. A dos cuadras hay

un club en cuyo buffet suelen jugar al billar hasta tarde y estoy

seguro de que allí hay teléfono público. También debe haber en el

sanatorio de al lado. Pero ahí no me van a dejar entrar a esta hora.

Me asomo a la calle y todavía llueve torrencialmente. Un viejo

envuelto en bolsas de plástico se toma de la reja unos minutos,

tambalea, habla solo, parece borracho. Creo que viene del club y

mucho me temo que ya esté cerrado. El hombre no me ve, yo me

quedo quieto, mimetizado con la oscuridad de la noche, bajo un

alero del jardín que me protege de la lluvia. Por el bulevar pasa un

Unimog U 416 de doble cabina con seis soldados en su interior.

El vehículo se detiene antes de llegar a la esquina, luego retrocede

y se queda parado justo frente a la puerta del sanatorio, pero de

la mano de enfrente. Decido que ya no voy a ir al teléfono públi-

co del club, voy a tener que buscar otro, pero tengo que esperar

que los milicos se vayan. Entonces el chofer del camión apaga el

motor, pareciera que están a la espera de algo. El viejo los mira y

empieza a cantar la marcha peronista. Un milico armado con un

FAL y cubierto con un poncho impermeable con capota se baja y

le grita algo que no entiendo. El viejo canta la marcha más fuerte

y en un momento la engancha con el “…se va a acabar, se va a

acabar, la dictadura militar…”. Se baja del Unimog otro militar y

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comienzan a cruzar el bulevar hacia el viejo, que no puede sol-

tarse de la reja porque si no, se cae. No puedo volver a entrar a la

casa porque si me muevo van a verme, entonces me aplasto contra

la pared y casi no respiro. Los tipos se le acercan al viejo y uno de

ellos lo agarra de los testículos de un manotazo certero. El hombre

se dobla hacia adelante y se calla abruptamente.

– ¿No cantás más, la concha de tu madre? ¡Cantá! ¡Dale! ¿A

ver como cantás la marchita? –le dice el milico, aproximando su

cara a la del hombre, fruncida de dolor–. ¡Así me gusta, borracho

de mierda! Calladito. Como debe ser. Tomatelás o te cago a tiros.

Andá, dale ¡Salto de rana! ¡Hacé salto de rana o te mato! –le grita.

El borracho, que entre la lluvia, el dolor y el miedo ya está

más lúcido, intenta un salto de rana y luego otro, pero pierde

el equilibrio y se cae de cara contra el piso. Los milicos estallan

en carcajadas y se vuelven al camión. El hombre se para y se va

corriendo como puede.

Mientras tanto aprovecho el descuido de los milicos y vuel-

vo a la casa para ver cómo sigue Fulvio. Cuando entro a la ha-

bitación lo veo sentado en el suelo abrazándose las piernas y

apoyando la cabeza sobre las rodillas.

– ¡Hey loco! ¿Cómo carajo estás?

Levanta la vista y me mira como aturdido.

– Aturdido –me dice–. No sé qué me pasó. Estaba viendo

esa película de mierda y en un momento todo se me puso ne-

gro. No me acuerdo de nada.

No me animo a preguntarle si él también se vio a sí mismo

en la película o sólo fue una alucinación mía.

– Tuviste una convulsión y después perdiste el conocimien-

to ¿Vos sos epiléptico?

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– No. Que yo sepa, no.

– Tenés que ver a un médico. Veamos si acá al lado hay una

guardia.

– No. Mejor no. Cuando llegue a Buenos Aires voy a ir a

algún hospital público. Ahora no.

– Entonces lo podemos llamar al Pelado Godoy, que estudia

Medicina y a lo mejor…

– No ¡Dejate de joder! No llames a nadie ¡Y menos a ese sta-

lino hijo de puta…! Ya estoy mejor. Y mañana voy a estar bien.

Ahora tengo que pasar esta noche de mierda. Andá vos. Andá a

tu casa. Yo me arreglo.

– No me puedo ir ahora. Hay un camión del Ejército parado

afuera.

– ¡Uy boludo! ¿Cómo no me dijiste? –dice sobresaltado, y

vuelve a palidecer como un cadáver.

Se para y corre a la ventana del frente.

– Pará loco, no están ahí por nosotros. Si no ya seríamos

boleta. Además, ya se deben haber ido. Estuvieron jodiendo a

un pobre tipo.

– ¿Adónde estaban? –pregunta, mirando por la ventana.

– Casi en la puerta del sanatorio pero de la mano de enfrente.

– Ya no están. Se fueron –dice aliviado.

Vuelve a sentarse en el suelo y se abraza las largas piernas.

Se queda un rato así, con la vista clavada en la pared. Después

me mira y le sale una voz grave, oscura.

– Andá, dale. No te preocupes por mí. Yo voy a estar bien. Ya

casi no llueve. Andá a tu casa. A partir de hoy Rosario va a ser

una ciudad tabicada para el partido. Cuando se pueda, habrá que

empezar de nuevo. Y ahí a lo mejor nos volvemos a ver. No sé.

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Entonces nos paramos, me tiende la mano, una mano enor-

me que cubre la mía completamente. El apretón dura unos se-

gundos que parecen interminables. Ninguno de los dos quiere

que esto se parezca a una despedida.

– Cuidate. No seas boludo. Y llamame a la editorial para

saber que estás bien –le digo mientras le doy la llave.

Salgo a la calle. Los charcos parecen lagos y yo camino sin

mirarlos, pisándolos, llenando mis zapatillas de agua y salpi-

cándome toda la ropa. Me preocupa más encontrarme con la

cana o los milicos. Por suerte, apenas llego a la esquina de Santa

Fe, un 218 para en el semáforo y aprovecho para subirme. El

viaje resulta corto y casi sin escalas. Somos cuatro pasajeros y

a excepción de la terminal Mariano Moreno, no vuelve a hacer

paradas hasta que me bajo.

Al llegar a mi casa, mi madre, que no se duerme hasta que

llego, me pregunta desde su habitación si estoy bien y por qué llegué tan tarde. Le contesto que me quedé a estudiar en la casa de un compañero. Sé que no me cree, pero al menos ahora no me recrimina. Me saco la ropa mojada y me acuesto. Me duer-mo antes de que mi cabeza toque la almohada. Me paso toda la noche soñando que un general depravado me quiere extraer el cerebro para alimentar a su gato.

El sábado por la tarde nos encontramos en la casona como todos los sábados para ensayar, pero nos tropezamos con la mu-jer que nos alquiló la casa (¿la dueña? ¿la administradora?) bas-tante disgustada, parada en la puerta, impidiéndonos el ingre-so. Nos amenaza con llamar a la policía si no le devolvemos las llaves, mientras se va alterando cada vez más. Cuando algunos le preguntan qué fue lo que pasó dice que nosotros sabemos y

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que la hemos defraudado a ella y a la madre de Daniel. No hay

forma de que entre en razones y preferimos no complicar más

la situación, le devolvemos las llaves que tenemos, le pedimos

que nos deje sacar nuestras cosas y nos vamos. Chau ensayo.

Algunos días después nos enteramos por la madre de Daniel que la mujer, justo esa mañana temprano, había ido a la casona

con un plomero para que arreglara la pérdida de agua del baño y para su sorpresa se había encontrado con una especie de sas-

quatch pelirrojo roncando sobre su camilla. Fulvio respondió sus preguntas con evasivas y nombres falsos y se marchó raudamente.

Pasó mucho tiempo y yo jamás le conté a nadie lo que había

pasado esa noche. Mis compañeros de teatro nunca supieron

quién era Fulvio y quién lo había dejado entrar. Nunca más lo

volví a ver. No sé si volvió alguna vez a Rosario. Me hubiera

gustado compartir con él impresiones sobre lo ocurrido aquella

extraña noche, que ha dejado en mi memoria un recuerdo tan

perturbador. Muchas veces pregunté por él a personas conoci-

das en común, pero nadie pudo decirme qué había sido de su

vida. Recién muchos años después supe que vivía en una loca-

lidad de la provincia de Buenos Aires, que se había casado, que

tenía dos hijos y que militaba en el peronismo.

La semana pasada en una reunión de ex alumnos del

Nacional, el Pelado Godoy, que ' nalmente se recibió de psi-

quiatra y que toca el saxo en una banda de jazz, me contó que

Fulvio había muerto en 2013 en una entradera que le hicieron

dos delincuentes en su casa, que él se resistió y que lo apuñala-

ron. El pobre se desangró antes de llegar al hospital.

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Viola en Bolsa

Todavía no cumplo los veinte años. Hace apenas algunos

meses que terminé el secundario y trabajo en las o� cinas de

una fundación para la educación del cooperativismo, en la calle

Corrientes al 500. Precisamente en su editorial. Llevo un par de

años trabajando allí. Antes, mientras iba a la escuela, lo hacía

medio día por la tarde, ahora tiempo completo. Editamos y

vendemos libros. Libros de cooperativismo.

Mi horario es el mismo que el de los bancarios, al igual

que mi indumentaria. Pero a las 17.30 vuelvo a ser una persona

libre y chau corbata.

Como todos los días, si no tengo otra ocupación, cuando

salgo de la o� cina camino un poco mientras espero que mis

amigos y conocidos vayan llegando a alguno de los bares del

circuito céntrico, de los que somos habitués. Otras veces voy a

la Casona que alquilamos con mi grupo de teatro, en la calle

Entre Ríos al 300, donde casi siempre hay gente entrenando y

ensayando. Me gusta estar ahí. Es en la planta alta de una vie-

ja casa con dos habitaciones grandes, dos más pequeñas, una

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cocina y dos baños, uno de los cuales lo clausuramos y lo acon-dicionamos para usar como laboratorio fotográ� co.

La cocina es el lugar de encuentro para reuniones peque-

ñas, cuatro o cinco personas, también hay algunos libros que

alguien dejó, ceniceros casi siempre rebalsados de puchos y

todo lo necesario para preparar mates. Las reuniones más nu-

merosas se hacen en la habitación grande, que además es el

lugar donde entrenamos y ensayamos las puestas teatrales que

decidimos colectivamente representar.

Cuando llego a la Casona, me acuerdo que no tengo las lla-

ves porque se las presté a un compañero que, evidentemente, no

llegó. Miro a través del ventiluz de la puerta, y la escalera, mitad

de mármol y mitad de madera, se ve un poco más sucia y oscura.

“No me voy a quedar esperando acá”, pienso. La llovizna y

el frío son insoportables. Voy a recorrer los bares y seguro con

alguien me voy a encontrar. Prendo un cigarrillo, le doy una

bocanada profunda y exhalo el humo por la nariz. Subo por

Entre Ríos con las manos en los bolsillos del saco y el cuello

levantado.

Imperial, Laurak Bat, Saudades, El Cairo y � nalmente el

Savoy. No veo a nadie conocido. O al menos a nadie como para

compartir el tiempo de espera hasta volver a la Casona. Después

voy por San Martín hasta Córdoba y por Córdoba hacia Entre

Ríos. Pero al cruzar Sarmiento me encuentro con un amigo

músico, un par de años mayor que yo, que acaba de salir de

su trabajo. Es letrista, pinta letras en vidrieras y también escri-

be letras de canciones. Es muy bueno en ambas profesiones,

pero lo que más le gusta es escribir canciones y sueña con que,

en un futuro no muy lejano, escribirá algunas de las mejores

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canciones del siglo XX. Estuvo pintando la ventana de un ne-

gocio de ropa en una galería de calle Sarmiento. Tiene cara

de cansado y el pelo escaso todo revuelto. Hay unas pequeñas

manchitas de pintura de un color inde� nido pero brilloso en su

rostro y en sus manos. Aguanta, colgado del hombro, un bolso

azul oscuro, que aunque no debe ser pesado parece que va a

explotar. Caminamos juntos hablando generalidades.

– Hoy vino Viola a Rosario, ¿sabías? –me dice como al pasar.

– Sí, lo escuché en la radio –contesto.– ¡Milicos de mierda! –refunfuña por lo bajo.

Pasamos por la puerta del cine Radar y anuncian la película

Las mujeres son cosa de guapos, con Olmedo y Porcel. Le cuento algu-

no de los proyectos teatrales que tenemos y lo invito a la Casona

para mostrarle un instrumento nuevo que se compró uno de

los chicos de la banda. Porque en la Casona además de teatro

también hay una banda de rock. Creo que el instrumento es un

sintetizador. Algo así como un teclado con muchos botoncitos.

Cuando nos aprontamos a doblar por Entre Ríos hacia Santa

Fe, observamos que una cuadra más allá hay un amontona-

miento de gente.

– ¿Vamos a ver qué pasó allá? –digo.

Al llegar a Corrientes vemos mucha gente que mira hacia el

edi� cio de la Bolsa de Comercio. Vemos algunos autos lujosos

que paran en la puerta del restaurante El Mercurio y personas

que bajan de ellos vestidas con ropas aún más lujosas.

– ¿Qué está pasando acá? –nos preguntamos.

Cruzamos Corrientes para intentar ver hacia el interior del

edi� cio de la Bolsa, ese más allá de las escaleras que siempre

quisimos espiar pero que la curiosidad jamás fue su� ciente

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como para intentarlo. Esta vez sí. Nos arrimamos a la escalera,

con disimulo, mirando para adentro. Entonces veo a dos mili-

tares en la puerta con uniformes negros.

– ¡Mirá esos uniformes! –exclamo– ¿Qué carajo son?

Uno de los soldados tiene, además de pistola y arma larga,

binoculares. Y pienso: “estos tipos están en las terrazas de los

edi� cios para controlar que no haya posibles francotiradores”.

Mientras lo pienso lo digo en voz alta y miro hacia arriba, bus-

cando milicos apostados.

– ¡Allá hay un par! –digo.

Y entonces me doy cuenta.

El presidente debe estar aquí, el dictador Viola, uno de los

peores asesinos de este régimen; uno de los responsables de que

haya miles de desaparecidos, presos políticos y torturados, está

en este lugar; lo están agasajando en la Bolsa de Comercio con

un fastuoso festín.

– ¡Shhh! ¡Pará boludo! –a mi amigo se le paraliza el corazón.

Pero ya es tarde. El otro soldado también tiene pistola y

arma larga. Pero no binoculares. Baja algunos escalones hacia

nosotros y mirándome a los ojos dice: – Señores, por favor, me van a tener que acompañar.

Y con un movimiento del caño del FAL señala hacia el hall

de la Bolsa de Comercio, espera unos segundos a que subamos

la escalinata de granito gris y luego sube detrás nuestro. Siento el caño apoyado en la espalda. Mi amigo me mira y con disi-

mulo acerca lo más que puede su boca a mi oído, tanto que casi

puedo sentir su respiración en mi mejilla. Me susurra el adjeti-

vo más vil y soez que posee la lengua española.

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Traspasamos la antigua y gigantesca puerta de bronce en-

marcada por columnas corintias y esculturas alegóricas a la ga-

nadería y la agricultura y nos encontramos en medio de una

opulenta � esta de gala. El hall es amplio; por otra puerta más allá,

un par de soldados controlan minuciosa y exhaustivamente las

invitaciones que muestran mujeres de vestidos largos y hombres

de smoking. Algunos nos miran con gestos de desagrado.

El militar nos pide que vayamos hacia uno de los extre-

mos más alejados de la entrada a la � esta y luego insiste en que

pongamos las manos contra la pared. Mientras lo palpan a mi

amigo meticulosamente, yo veo por el rabillo del ojo que por

lo menos tres soldados están a nuestras espaldas con sus armas

largas. Después me palpan y siento las manos del militar en todo mi cuerpo. Cuando termina este procedimiento le piden a mi amigo que vacíe su bolso en el suelo, con mucho cuidado.

Él se agacha, hace lo que le piden y comienza a desparramar un montón de ropa sucia en ese piso impoluto. Luego deja el bolso

vacío a un costado. De repente somos el centro de atención de

todas las personas que están allí. Alguien, vestido con un traje

cuyo costo alimentaría a varias familias, gesticula con aparente

enojo ante un militar que pareciera estar a cargo del operativo y

que acaba de llegar. El tipo ostenta algunas estrellas en el pecho,

y con sus gestos parece decirle al cajetilla que lo increpa que se

calme. Mientras, mi amigo sigue agachado junto a su ropa su-

cia, los tres soldados apuntan a su cabeza, y yo no descubro si la

intención es apuntarlo o es que sus armas apuntan hacia abajo

y mi amigo tiene la cabeza en la línea de fuego.

El soldado que nos palpó toma el bolso vacío con las puntas

de los dedos índice y pulgar de ambas manos y lo sacude, con el

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cierre hacia abajo. Un libro cae al suelo. Con la tapa para arriba.

Lo veo. La Guerra Civil Española, de Miguel de Amilibia, Bibioteca

Fundamental del Hombre Moderno, Centro Editor de América

Latina. Una editorial prohibida por decreto el año anterior. Yo lo

sé, aunque la noticia no se difundió mucho. Veinticuatro tone-

ladas de libros quemados en un baldío de la calle Ferré, a pocas

cuadras de donde funcionaba la editorial. Me enteré en su mo-

mento. Ahora es a mí a quien se le paraliza el corazón.

Con las mismas manos que tocó mis partes más íntimas,

pero con un poco más de aprensión, el tipo agarra el libro y se

lo lleva al militar de las insignias en el pecho. En tanto nosotros

seguimos estáticos en el lugar, rodeados de soldados inexpresi-

vos y un poco de ropa sucia. El o& cial toma el libro y lo hojea

buscando algo. Lo observa con la actitud impersonal del co-

leccionista que analiza un nuevo espécimen antes de comprar-

lo. Las fotos de multitudinarias manifestaciones con pancartas

de “no pasarán”, hoces y martillos des& lando por las calles de

Madrid no llaman su atención. Devuelve el libro a su subalter-

no, le dice algo sin mirarlo y se marcha por donde vino, hacia

el interior de la & esta.

Cuando el soldado devuelve el libro a mi amigo, le dice

que junte todas sus porquerías y mientras tanto me pide el do-cumento de identidad. Toma nota de mis datos en una libretita minúscula con un lápiz de no más de cinco centímetros. Ambos

adminículos los extrajo de un bolsillo oculto en la manga de su

uniforme y estoy casi seguro de que tanto la libreta como el lá-

piz tenían dibujitos de Snoopy. También apunta la información

de mi amigo y luego, con un movimiento de la cabeza, nos

indica que nos vayamos.

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Bajamos las escalinatas de granito gris en silencio y así se-

guimos durante unas cuantas cuadras. En Entre Ríos y Santa Fe

nos despedimos.

– Mañana encontrémonos en este bar para estar seguros de

que estamos bien. No vaya a ser que estos hijos de puta nos

manden la pesada –dice mi amigo, todavía pálido.

– Sí, dale. A las seis nos vemos acá –contesto.

Me subo al 201, saco el boleto y me siento en una de las

butacas individuales. Pero a las pocas cuadras me bajo. Esta no-

che no voy a dormir en mi casa. Voy a pedirle a alguien que me

aloje. Pienso en mi amigo del secundario que vive en barrio

Martin. Vuelvo la mirada hacia las luces de los autos que vienen

por Santa Fe, y lenta, casi temblorosamente, voy hacia ellas. Me

siento débil y un poco atontado.

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Crimen y exámenes

“I’m scarred, I’m scarred, I’m scarred.

I’m scarred,

I’m scarred, I’m scarred, I’m scarred.

Every day of my life,

I just manage to survive,

I just wanna stay alive. …”

“Scared” - John Lennon

Ocurrió un martes. Un caluroso martes de diciembre, pero

impreciso y extraviado en el calendario de mis días de ado-

lescente. Una mañana calurosa de esas que continúan a una

noche igualmente sofocante. Aunque el verano aún no se había

declarado o& cialmente, ya estaba instalado cómodamente en

las calles de la ciudad, conjugando como todos los años dos

viejos conocidos: la humedad y los mosquitos. Una verdadera

noche de pesadillas si a eso se le suma el programa de quinto

año correspondiente a la asignatura denominada Química, que

debía rendir ese día. El primero de los exámenes, de una serie

de varios que debía dar, para de& nir si & nalmente había con-

cluido mi paso por la escuela secundaria o resultaba necesario

que volviera a dar exámenes en marzo.

La noche había transcurrido conmigo sentado frente a un

exhausto y enclenque ventilador, entre problemas estequiomé-

tricos, fórmulas isoméricas, aminoácidos y ácidos carboxílicos.

Un par de litros de café, que había hecho su contribución al

productivo insomnio, y un paquete de cigarrillos Marlboro,

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fueron la única compañía. El resultado había sido una pobre y

raquítica preparación para dar examen con un programa com-

plejo que había requerido de todo un año lectivo de desarrollo.

Pero en esos tiempos yo creía fervientemente en la mística del

estudiante secundario que aprueba materias por fortuna y no

por aplicación. Así que allí estaba, fumando el primer cigarrillo

de la mañana o el último de la noche, en la puerta de la escuela,

esperando el turno para ingresar al cadalso.

Pero mi teoría de la suerte estaba comenzando a � aquear.

Una mala racha preocupante amenazaba con aplazo al pro-

mediar el día. Una sucesión de jornadas devastadas por el

infortunio había comenzado el sábado por la noche, cuando

nos juntamos en la casa de Bernardi para estudiar Geografía,

materia que rendíamos, el viernes siguiente, Alonso, Rossini,

Bernardi y yo. Primer error. La casa de Bernardi no era donde

él vivía, sino una casa perteneciente a su familia, abandonada

y en trámite de sucesión, donde no había siquiera energía

eléctrica. Bernardi había llevado un sol de noche a gas para

iluminarnos y había una alfombra vieja y sucia para sentar-

nos sobre ella. Eso era todo. Y nada más. La construcción era

una típica casa chorizo de tres habitaciones vinculadas por

una galería, un patio, una cocina y un baño. Todo estaba en

ruinas, más cerca de la demolición que de la posibilidad de

reciclarla. Nos instalamos en la habitación del medio y por

la puerta que daba a la galería entraba la luz de la luna llena.

Por supuesto, la voluntad de estudiar duró lo que elemen-

tales necesidades que requerían alguna comodidad tardaron

en presentarse. Café, mate, un baño no derruido, nada muy

so� sticado. Lo mínimo.

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A las tres de la mañana, ya cansados y en ese estado de

estupidez propio de la falta de reposo, empezamos a jugar un

picadito de dos contra dos con un bollo de papel, que terminó

cuando, en una épica atajada, volé como un cóndor andino para

detener un chumbazo dirigido al ángulo izquierdo del arco di-

bujado en la pared. Apenas con la punta de los dedos conse-

guí mandar al córner el esférico improvisado, aunque caí con

gran estrépito sobre la pinotea. Luego sobrevinieron los festejos

consistentes en tirarnos uno encima del otro, agregando a los

extraños ruidos resonantes en el viejo piso gritos y carcajadas

estentóreas.

No pasó mucho tiempo antes de que la policía apareciera

recortada contra la luz de la luna en la puerta de la habitación.

Llevaban sus armas en la mano. Algún vecino preocupado por

el alboroto nos mandó al muere. Eran tres uniformados.

– ¡Al piso! ¡Todos al piso! –gritó uno de ellos.

Orden que no entendimos porque, de hecho, ya estábamos

en el piso.

– ¿Qué mierda está pasando? ¿No hay nadie aquí? –dijo otro

policía, bajo, retacón y con un voluminoso vientre.

– Estamos nosotros… –contestó Bernardi con un hilo de voz.

– Un adulto quiero decir, ¡pendejo pelotudo!

Y al mismo tiempo que lo decía le pegaba una patada en el

pecho con su lustroso borceguí que sonó como si pateara un

bombo legüero.

– Y no te pateo la cabeza para no hacerte tragar los lentes,

¡maricón de mierda!

Nos quedamos los cuatro en el piso, boca abajo, con las ma-

nos en la nuca. Rossini parecía que estaba por llorar, el Gordo

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Alonso me miraba con los ojos desorbitados y Bernardi se que-

jaba de que no podía respirar bien después de semejante patada.

–¿Qué mierda está pasando acá? –preguntó otra vez el cana

que se había quedado en la puerta mirando toda la escena.

–¿Qué es? ¿Una orgía de putos? ¿Dónde está el dueño de esta

casa? Andá a revisar el resto, a ver si hay alguien más –le dijo

al panzón.

–Pregunté dónde está el dueño…

–Yo… yo soy el dueño –dijo Bernardi con la voz entrecor-

tada–, mi viejo, en realidad...

–¿Y sabe su padre que usted está acá haciéndose romper el

orto? –dijo mientras se reía.

–Vivimos acá nomás, a dos cuadras, dejemé que lo voy a

buscar –contestó Bernardi casi llorando.

–Usted se queda ahí.

El petiso volvió a entrar en la habitación mientras se guar-

daba la pistola en el cinturón.

–No hay nadie más en la casa –dijo.

–Acomodalos contra esa pared. Sentaditos uno al lado del

otro –le dijo el que parecía ser el jefe al policía que hasta ese

momento no había intervenido, morocho, alto y de bigotes–.

Mientras tanto levantaba del piso uno de los libros de Geografía.

–“Geografía para quinto año de...”. Creo que estos son unos

perejiles, Garmendia. Me parece que la pi& amos –dijo con cier-

to tono de frustración.

En su cinturón había un aparato de radio que no paraba de

emitir sonidos cacofónicos.

–¡Puta madre! ¡No sé para qué carajo le digo QRV! Vamos a lle-

var a estos giles a la comisaria y que el comisario se arregle –dijo.

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–Ya escucharon. Así que se van parando y en " la india van

marchando para la puerta ¡Vamos!

Garmendia, el panzón, nos iba pateando los tobillos uno

por uno para apurarnos.

Al salir a la calle desierta, la casa nos regurgitó hacia la ma-

drugada estrellada y calurosa. Las luces del patrullero le ponían

algo de color a la cuadra. A Bernardi y a Rossini, que eran de

una contextura más pequeña, los metieron en el baúl del auto, y al Gordo Alonso y a mí en el asiento trasero junto al cana de

bigotes. El panzón Garmendia manejaba y “el jefe” iba en el

asiento del acompañante. El viaje fue corto. Terminamos para

averiguación de antecedentes en “la comisaría segunda” de la

calle Paraguay.

Allí estuvimos casi hasta el mediodía del domingo, junto

a otras treinta y cinco personas en una celda de cuatro por

cuatro. La mayoría de ellos eran jóvenes detenidos en razzias, en

distintos lugares del centro de la ciudad. Los habían ido subien-

do a un ómnibus de la línea 21 fuera de servicio, y los habían

bajado en esa seccional. Entre ellos comentaban en voz baja que

había uno que tocaba el timbre en todas las esquinas y que al

llegar a la seccional lo habían encerrado en un canil por hacerse

el gracioso.

Nosotros cuatro fuimos los últimos en llegar. Los jóvenes

menores de edad comenzaron a salir lentamente de la comisaria

a medida que los padres los rescataban a media mañana. Para lo

último quedaron los mayores que no contaran con anteceden-

tes penales. Afortunadamente mi vieja y mi hermana solían estar

atentas cuando yo no pasaba la noche en casa. Sabían que nos jun-

tábamos a estudiar en lo de Bernardi, y cuando al mediodía no di

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señales de vida comenzaron a buscarme llamando por teléfono a

algunos de mis compañeros. Finalmente, junto a los padres de los

otros chicos dieron con nosotros y nos liberaron. Antes de las dos

de la tarde todos estábamos en nuestras respectivas casas, inten-

tando olvidar para siempre lo ocurrido durante la noche.

Aquel domingo dormí el resto del día. Me desperté, dolo-

rido por el estrés y la tensión de la noche, de pésimo humor

porque no sólo no había estudiado nada el sábado en la casa

de Bernardi, sino que también me había pasado gran parte del

domingo durmiendo. Pero ni bien asomé el rostro a la realidad

supe que todo podía empeorar. Los festejos de la hinchada ca-

nalla fueron un uppercut al maxilar inferior, en el momento que

la radio pasaba la repetición de los goles de Ghielmetti, Gaitán y

Marchetti en el arco de Newell’s. No me pude recuperar “¿Para

qué carajo me levanté?”, pensé al borde del llanto.

Los apuntes y mi libro de Geografía habían quedado en

la casa de Bernardi. Por lo tanto, como no podía estudiar

Geografía decidí repasar Química, que era la materia que te-

nía que rendir el martes. Fue imposible lograr la concentración

necesaria para entrar en tema. Me fui a dormir sin cenar. “Que

este día termine ya”, me dije, y cerré los ojos hasta la mañana.

A las ocho y media nos encontramos con el Gordo Alonso

en el bar Imperial para repasar juntos. Mi novia, la Flaca Liliana,

que había terminado el secundario en el Superior con “sobresa-

liente” de promedio, iba a venir a media mañana a explicarnos

algunas cuestiones que todavía no entendíamos. Antes de eso

Alonso, canallón irredento, me enseñó todas las combinaciones

posibles de los dedos de la mano para representar el número

tres. Y todo el resto de la mañana fui sometido a la cruel tortura

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de referenciar el tercer dígito cada vez que aparecía en los ejer-

cicios de Química, con la humillante goleada sufrida por el

rojinegro equipo de mis amores.

El repaso y las explicaciones de la Flaca nos ocuparon hasta

el mediodía. No faltaron los momentos incómodos cada vez

que con mi novia poníamos de mani# esto nuestros problemas

de alcoba. Alonso miraba para arriba y ponía cara de estar deci-

diendo si el gra# to y el diamante eran alótropos del carbono o

no. Ya hacía varias semanas que nuestra relación temblequeaba.

En las dos ocasiones en que Alonso fue al baño ella no dudó

en reprocharme cierto % irteo con su amiga “La Alemana”, del

que me acusaba cada vez que el viento del norte o lo que fuera

tensionaba nuestra pareja.

No duró mucho más. Al mediodía, Alonso se fue a su casa

y yo acompañé a la Flaca hasta la puerta de la zapatería donde

trabajaba el padre; allí debía encontrarse con su familia para al-

morzar. En el camino me pidió que nos tomáramos un tiempo

para ver qué nos pasaba. “Tal vez extrañarnos nos haga bien”,

dijo. La despedida en la puerta del comercio fue bastante fría,

más bien parecía una huida necesaria hacia el bienestar. Pero yo

volví a mi casa abatido por la tristeza.

Durante el resto del día la temperatura fue más agobiante

que en el día anterior. Las radios hablaban de “ola de calor”

y “temperatura récord”. Yo lo pasé, al borde del derrumbe, a

ratos bajo la ducha y otras veces intentando dormir para po-

der luego estudiar durante la noche, buscando algo de sosiego

después de la ardiente jornada. Finalmente, y por eso de que

la tristeza no construye nada, logré recobrar algo de aliento y

retomé el estudio.

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Soledad, ventilador, café, cigarrillos, grillos, cuadernos, bi-

romes y cientos de ejercicios y problemas para resolver.

Por la mañana temprano éramos siete los que rendíamos, entre ellos Alonso y yo. Parados en la puerta del salón, que

estaba frente a la biblioteca en la planta baja, esperábamos el

llamado de la profesora.

– ¡Palma! –llamó “la Basset”, y me dirigió una mirada ful-

minante por encima de sus anteojos bifocales–. Me parece que

alguien se olvidó de afeitarse. Hágame acordar que le ponga un

aplazo en aspecto y aseo personal –sentenció.

Yo recordé mis últimos tres días y estuve muy cerca del

improperio seguido del portazo, pero me contuve. Me senté en

el pupitre señalado y me dejé llevar.

Un poco antes del mediodía de aquel martes 9 de diciem-

bre de 1980, ya no tan impreciso ni extraviado en el calendario

de mis días de adolescente, salí de la escuela con la sensación

de haber roto la mala racha y dando por sentado que por ( n

se reestablecía el orden natural de las cosas. En la puerta me

esperaban mi amigo Alonso, que había terminado su examen

un rato antes con idéntico resultado que el mío, y mi amiga

Lina, que me había dicho la semana anterior: “Los voy a buscar

a la puerta de la escuela para ver cómo rindieron”. Y allí estaba,

sentada en el tapialito junto al Gordo, apoyados contra las rejas.

Los vi de espaldas; ella con su corte garçon, poco común por esos

días, se sonaba la nariz en un pañuelo rojo. Estaban en silencio,

con las caras muy largas mirando un punto inexistente a la al-

tura del cordón de la vereda.

– Hola Lina, ¿cómo va? –dije mostrando el mísero y regalado

cuatro, escrito en un escueto formulario ( rmado por “la Basset”.

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El Gordo me miraba acongojado y compungido. Ella levan-

tó la vista y tenía los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto.

Con la voz quebrada me dijo:

– Lo mataron a Lennon, ¿no lo sabías? ¡Lo mataron a Lennon!

Y entonces sí. Me derrumbé sin consuelo.

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Dos mujeres

El traqueteo del tren de trocha angosta que cruza la provin-

cia de Entre Ríos de este a oeste no sirve para arrullar cuerpos

cansados. La suspensión de los viejos vagones hace imposible

la relajación necesaria para conciliar el sueño. Apenas se puede

lograr un estado de somnolencia intermedio y sobresaltado.

Abro los ojos y veo frente a mí a las dos mujeres con las

que inicié este viaje durante la pasada madrugada. Tienen los

ojos cerrados y sus cabezas, apoyadas contra la cuerina del duro

asiento, van para un lado y para otro pero de forma descoor-

dinada. La mayor debe tener más de sesenta años, el cabello

corto y gris, unas arrugas pronunciadas a cada lado de la boca

que parecen surcos y voluminosas bolsas debajo de los ojos

que son producto del cansancio que esta travesía interminable

le infringe a nuestro ánimo. La menor promedia largamente la

treintena, tiene el cabello oscuro hasta los hombros y hay algo

de sufrimiento en la expresión de su rostro que trasluce que no

descansa a pesar de que tiene los ojos cerrados.

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Sus narices son similares, es el rasgo distintivo de la fami-

lia, son madre e hija y alguien no demasiado observador ya se

habría dado cuenta.

Las miro mientras intentan dormir, percibo sus esfuerzos

para lograrlo, pero sé que no lo logran; quisiera acunarlas y decirles que todo va a estar bien, que este maldito tren que nos acerca a nuestras respectivas casas pronto llegará a destino, que su hijo, su hermano, mi amigo, pronto volverá a nosotros y recordaremos este día como una anécdota triste que querremos olvidar.

A mi lado hay alguien sentado pero no es nadie. Va cam-biando de formas en las sucesivas paradas que hace el tren. Primero es una mujer con un bebé dormido, luego un hombre mayor, obeso, con una gorra de corderoy marrón, y ahora una señorita pálida con el cabello rubio hasta la cintura. Aunque

hace bastante calor, las ventanillas están cerradas por recomen-

dación del “guarda” que nos picó el boleto. Sin embargo, al-

gunos hacen oídos sordos a las indicaciones del empleado del

ferrocarril y por algunas ventanas entra aire. Un exagerado

perfume dulzón penetra mis fosas nasales cada tanto y se me

ocurre que la pálida rubia a mi lado vació un perfumero en su insulsa humanidad.

Cuando partimos de Concordia pudimos ver el bello atar-decer otoñal sobre el paisaje entrerriano, pero pronto oscureció

y ahora sólo se ve una cinta negra que pasa a gran velocidad.

Entonces insisto con querer dormir. Cierro los ojos. El tren se

sacude más que antes. “Este tramo de vía debe estar en peores condiciones”, pienso. Vuelvo a abrir los ojos. Beba, la mujer mayor, me sonríe.

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–¿Tecito, cafecito? –me dice, como si estuviéramos en el

living de su casa de calle Mendoza.

Entonces me acuerdo que trajo dos termos y que antes de

salir de Concordia se los hizo llenar con agua caliente.

–¡Qué bien me vendría un café caliente! –le digo despere-

zándome y bostezando al mismo tiempo.

La joven rubia a mi lado lee un libro grueso de hojas ama-

rillentas que no logro identi� car.

Mónica, la hija de Beba, abre los ojos.

–¿Hay un té para mí? –dice, mientras se refriega la cara

como tratando de sacarse algo que tuviera pegado, algo como

una angustiante preocupación.

–Ya estamos por llegar a Paraná. Creo –dice Beba, pero no

está segura.

Trata de hacernos sentir un poco mejor pero no lo logra.

Mientras tanto prepara un café instantáneo y un té con saquito.

Ahora estamos volviendo. Pero todo esto comenzó antes.

Cuando fuimos. Cuando nos encontramos a las tres de la ma-

ñana de ese mismo día para viajar a Concordia, cuando me bajé

del taxi en la terminal de ómnibus de Rosario y las encontré

sentadas en un asiento de la plataforma 32, cada una con un

bolso sobre la falda, mirando sus relojes con ansiedad.

–¡Buen día! –me dijo Mónica sonriendo–, en quince minu-

tos parte nuestro colectivo desde esta plataforma.

–¿Dormiste bien? –me preguntó Beba.

–Buen día –les dije a las dos, mientras las saludaba con un

beso–. No. Dormí poco y mal. Tenía miedo de no despertarme.

Pero supongo que en el bondi voy a dormir todo el viaje ¿Cómo

es el itinerario? Con este llegamos a Paraná, ¿y después?

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–Después no sabemos. Creo que lo mejor será tomar otro

ómnibus, ahí mismo, en la terminal de Paraná.

–¡No mamá! Habíamos dicho de ir en tren porque es más

directo. El servicio de ómnibus que me dijeron por teléfono es

“lechero”, para en todos los pueblos.

–No me gusta tomar taxis en ciudades que no conozco por-

que los taxistas te pasean. Y no sabemos cómo llegar a la es-

tación de trenes de Paraná. Además, vamos a llegar siendo de

noche…

–¡Uh mamá! Pero así vamos a llegar a Concordia a cual-

quier hora y vamos a estar menos tiempo con Agustín.

En ese momento pensé que el viaje iba a ser un fastidio.

Pero después empecé a darme cuenta de que esas discusiones

entre madre e hija eran una puesta en escena que ellas arma-

ban para mí. No dejaba de ser gracioso cuando Mónica actuaba

como una niña pequeña y Beba la reprendía.

–No desesperemos. Lo importante será llegar –dije en tono

conciliador.

–¿Viste? Es lo que digo yo –dijo Beba mientras me guiñaba

un ojo. La hija, burlona, me sacaba le lengua.

A las tres y cuarto de la mañana partimos rumbo a Paraná

y arribamos a la capital entrerriana a las cinco y media. Allí,

después de averiguar distintas opciones y combinaciones, con-

seguimos un servicio de una empresa que partía a las cinco y

cincuenta y hacía paradas de diez minutos en cuatro localidades

antes de llegar a Concordia: Viale, San Salvador, Villaguay y

Villa Clara. Fue lo más directo que pudimos conseguir, salimos

en horario con puntualidad británica, en un coche incómodo,

viejo y atestado de pasajeros que viajaban parados en el pasillo.

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Afortunadamente alguien se apiadó de Beba y le cedió su asien-

to. Mónica y yo fuimos de pie durante casi todo el tiempo que

duró el viaje.

Llegamos a Concordia a las diez y treinta y al bajar del bus

nos encontramos en una terminal pequeña, pero con el típico

movimiento de las estaciones de ómnibus, aunque sensible-

mente menor a otros domingos porque estamos a � n de mar-

zo, y, se sabe, a � n de mes hay menos dinero. No obstante, hay

bastante gente yendo y viniendo con bolsos y valijas, algunos

apurados y otros sentados en rígidas butacas convenientemente

distribuidas en una sala de espera rodeada por negocios que

venden productos regionales. En el centro del salón dos efecti-

vos de la Policía Militar les piden identi� cación a tres conscrip-

tos que intentaban abordar un micro que los llevaría con sus

familias. Tenían un gesto de preocupación y angustia re� ejado

en sus rostros. Mónica los vio y dijo:

–Vamos a preguntarles a ellos cómo llegamos al Regimiento

y de paso dejan de joder a esos pobres colimbas.

Y encaró resuelta hacia donde estaban los militares.

–Moniquita dejate de joder –la detuvo Beba tajante–, ahí

afuera está la parada de taxis. Vamos a tomar un taxi y listo.

–¿Cómo? ¿No era que los taxis te pasean? –dijo Mónica,

mientras me guiñaba un ojo.

Beba puso cara de señora con mucha paciencia.

Lejos de las sospechas de Beba, el taxista nos llevó raudo

por la avenida Gerardo Yoya, luego tomó Belgrano y � nalmente

Arruabarrena. Sin rodeos, sin vueltas y antes de lo que pensá-

bamos, estábamos en la puerta del Regimiento 6 de Caballería

Blindada por calle Arruabarrena. Casi ni pudimos darnos

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cuenta de que Concordia es una ciudad bella, de más o menos

cien mil habitantes a orillas del río Uruguay. Es que no vinimos

como turistas. Nos trajo hasta aquí la preocupación por el hijo,

el hermano, el amigo.

Nos recibió un soldado con uniforme de combate y arma-

mento acorde al reglamento y sin abrirnos la puerta nos pre-

guntó qué deseábamos; le dijimos que veníamos a visitar a un

conscripto que estaba internado en la enfermería. Beba, con

sus modos dulces y delicados, es nuestra interlocutora. El joven

se dirigió a la pequeña garita que dispone para hacer guardia,

junto a la puerta, y habló por teléfono con alguien. Luego colgó

y nos dijo:

–Esperen aquí que ya viene el subo� cial a cargo.

Esperamos quince minutos, aproximadamente, hasta que

apareció un militar, unos años mayor que el soldado que nos

recibió, vestido con ropa de fajina camu� ada, y con una pro-

nunciada tonada correntina nos preguntó quién era el soldado

al que veníamos a visitar.

–Venimos a visitar al conscripto Marcelo Agustín Duilio

Palma, que está internado en la enfermería hace más de un mes

–contestó Beba, un poco menos dulce y un poco más enérgica.

El tipo repitió las acciones que había realizado el conscrip-

to con ropa de combate y cuando colgó el teléfono se acercó a

nosotros; antes de abrir la puerta nos preguntó:

–¿Tienen los documentos? Si no, no los puedo dejar entrar.

Beba asintió y los tres empezamos a revolver en nuestros

bolsos, buscando nuestras identi� caciones. El militar abrió la

reja y aprovechó para � sgonear sin disimulo nuestras perte-

nencias para ahorrarse la requisa. Tuve un resquemor cuando

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recordé la edición de Los Lanzallamas, de Roberto Arlt, que llevaba

en mi bolso para regalarle a mi amigo y hacerle más llevadera

su internación, pero el subo" cial no pareció reparar en el libro. Luego de tomar nota de nuestros datos en una planilla nos or-denó que lo siguiéramos.

Caminamos varias cuadras por calles arboladas y barracas

pintadas de blanco y verde oliva, donde grupos de soldados

realizaban deportes o entrenamientos, no supe distinguir.

Al llegar a una de las últimas barracas, el subo" cial nos

dijo:

–Esa es la enfermería. Pregunten ahí.

Era un pabellón con camas a ambos lados y un pasillo am-

plio en el medio, iluminado con la luz natural que entraba por

las ventanas abiertas. Sólo dos camas estaban ocupadas por pa-

cientes que parecían dormir y más allá, al " nal del pabellón, un soldado, vestido con el uniforme de fajina, color verde oliva, cambiaba las sábanas de la última cama de la derecha, bajo la última de las ventanas. Al escuchar el eco de nuestros pasos giró hacia nosotros y reconocí a mi amigo Agustín. Vino co-rriendo como pudo, rengueando de su pierna derecha, y nos fundimos, los cuatro, en un abrazo.

Agustín era mi amigo inseparable desde los últimos tres años de escuela secundaria y estaba cumpliendo con el servicio militar obligatorio desde hacía exactamente un año. Éramos la misma clase, cumplíamos los años con una semana de diferen-cia, pero yo me había salvado por sacar número bajo en el sor-teo y él no. Entonces estaba allí. Lidiando con la vida militar que no le había resultado fácil. Apenas iniciada la instrucción había comenzado a desarrollar procesos infecciosos por pequeñas

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raspaduras o heridas ín� mas que terminaban mandándolo a la

enfermería. En su vida anterior nada habría hecho suponer que

estos padecimientos lo afectaban. Era el mejor arquero de la

escuela porque nunca tuvo reparos en arrojarse sobre la pelota,

aún en los suelos más hostiles. Y jamás tuvo di� cultades con la

cicatrización o con su sistema de inmunidad. Pero su organis-

mo se resistía a la vida militar y el último año había transcurri-

do en la enfermería. Una uña encarnada le había costado media

falange del dedo medio de la mano derecha, un pelo de la bar-

ba infectado había desembocado en un absceso que le deformó

la cara por un mes y le dejó una cicatriz de cinco puntos, una

ampolla producida por el roce del borceguí, arriba del tobillo,

desencadenó una infección con tejidos necrosados que requirió

de un injerto de piel para evitar que una gangrena le amputara

la pierna. Al principio sus superiores no le creían. Pensaban que

actuaba para evitar el trabajo militar. Pero la última infección,

la de la pierna, había sido muy grave y por muy poco no había

terminado en una tragedia.

Después de los relatos y las comprobaciones de que lo peor

ya había pasado, almorzamos algunas vituallas que Beba y

Mónica habían llevado, y nos pasamos el resto de la tarde char-

lando, comiendo y tomando té o café. Las dos mujeres no se

apartaron ni un segundo de Agustín y siempre que los miraba

había una que lo acariciaba, lo abrazaba o lo besaba.

Un poco antes de las seis de la tarde, el subo� cial que nos

había guiado hasta ahí asomó su rostro, moreno y anguloso,

por la puerta del pabellón para decir que el horario de visitas

había terminado. La despedida fue eterna y no faltaron las lá-

grimas, Agustín guardó el libro y varios paquetes de galletitas

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en un mueblecito pequeño junto a su cama, y nos aseguró que estaría bien y que pronto lo veríamos por Rosario, de franco, o lo que era todavía mejor, con la baja.

Nos fuimos en un taxi hacia la estación de trenes y allí nos acomodamos en el viejo vagón clase única del ramal Concordia-Paraná perteneciente a las Líneas del Este de los ferrocarriles estatales. Y en la capital entrerriana, después de aquel incómo-do y sobresaltado recorrido por la geografía mesopotámica, un taxi nos dejó en la terminal de ómnibus, justo para subirnos a un micro que nos llevaría directo a nuestra casa.

Llegamos a Rosario casi a las cuatro de la mañana y nos

despedimos en la terminal de ómnibus Mariano Moreno con un abrazo. Les prometí que en la semana les haría una visita.

Pero fue una semana atípica y volví a verlas recién el vier-nes para compartir con ellas, entre llantos y puteadas, la peor de las noticias que ninguno de nosotros hubiera imaginado. Al otro día de nuestro regreso de Concordia, el martes 30 de marzo, sufrí en carne propia, por primera vez en mi vida, la irritación de las vías respiratorias por culpa de los gases lacri-mógenos que la policía arrojaba a los que manifestábamos con-tra la dictadura.

Y tres días después, con la picazón en la garganta toda-vía sensible, me desperté con inesperados titulares. El gobier-no había invadido militarmente las Malvinas y probablemente el Reino Unido mandaría marines para intentar recuperarlas ¡Guerra!

Los restantes setenta y cuatro días fueron un in� erno de incertidumbre. Día por medio visitaba a Beba y a Mónica para saber si había novedades de Agustín y casi siempre la respuesta

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era negativa. Pero cuando llegaba una carta era como una � esta

y la leíamos juntos varias veces. No despegábamos las orejas ni

un segundo de la radio y la TV. Y leíamos todos los diarios tra-

tando de encontrar segundas lecturas y otras interpretaciones.

Mientras los aciagos días pasaban, esas mujeres me enseñaron a

tejer gorras y bufandas para los soldados acantonados en la gé-lida Puerto Argentino y también me enseñaron a resistir. Cada momento de sus vidas, desde que se levantaban hasta que se acostaban, era un acto de resistencia.

Afortunadamente, la peor de las noticias nunca llegó.

Agustín nunca fue movilizado a las islas. Sólo hasta Comodoro Rivadavia y siempre cumpliendo tareas administrativas dada su completa falta de instrucción militar.

Hasta que, por � n, todo terminó. El 14 de junio, luego de

casi un millar de muertos argentinos, los militares � rmaron la

rendición.

Sin embargo, para esas mujeres todavía no llegaría el ali-

vio. Tres meses después, una tarde de setiembre que se insi-nuaba primaveral, fui de visita a la casa de calle Mendoza con una bolsa de bizcochos. Me esperaban en el octavo piso con la puerta abierta y me invitaron a sentarme junto a ellas en los sillones del living. Estaban allí, silenciosas, mirando una

foto del marido, el padre, fallecido tantos años antes, retrato

que siempre había estado sobre una mesita bajo la ventana, y

ahora estaba sobre uno de los apoyabrazos de un sillón entre

las dos. Las noté envejecidas, como si el tiempo transcurrido se hubiera multiplicado exponencialmente, con los ojos brillantes pero muy cansados. Me miraron con un dejo de tristeza por los

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muertos, por los heridos, por tanta tragedia sin sentido, pero con una sonrisa de satisfacción Beba me dijo:

– Mañana a primera hora llega Agustín. Le dieron la baja.

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Flores muertas, Patricia Espinosa. Técnica mixta, 40 x 50 cm., 2019.

Foto: Daniel Fernández Lamothe

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ÍNDICE

Un maravilloso sueño, por Gastón Bozzano 7

Aviones y palometas 13

Músico y preceptor 29

Mundial 51

Fin de curso 69

Fuga y trepanación 89

Viola en bolsa 107

Crimen y exámenes 115

Dos mujeres 125

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