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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txt C A R T A S D E M I M O L I N O A L F O N S O D A U D E T Ediciones elaleph.com Editado por elaleph.com ã 1999 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados C A R T A S D E M I M O L I N O 3 PROEMIO «Ante mí, Honorato Grapazi, notario residente en Pamperigouste, ha comparecido: «El señor Gaspar Mitifio, marido de Vivette Cornille, vecino del lugar llamado de los Cigarrales y habitante en él; «El cual, por el presente, vende y transfiere con todas las garantías de derecho y de hecho, y libre de toda clase de deudas, privilegios é hipotecas, «Al señor Alfonso Daudet, poeta residente en París, aquí presente y aceptante, «Un molino harinero de viento, sito en el valle del Ródano, en pleno riñón de la Provenza, sobre una ladera poblada de pinos y carrascas; estando el susodicho molino abandonado hace más de veinte años é inútil para moler, por efecto de las vides sil- A L F O N S O D A U D E T 4 vestres, musgos, romeros y otras hierbas parásitas que trepan por él hasta las aspas. «Eso no obstante, tal como es y está, con su gran rueda rota, y la plataforma con hierba crecida entre los ladrillos, el señor Daudet de clara encon- trar el susodicho molino de su conveniencia y apto para servir en sus trabajos de poesía, lo acepta de su cuenta y riesgo, y sin recurso alguno contra el ven- dedor por causa de las reparaciones que en él pudie- ran hacerse. venta es al contado y mediante el precio convenido, que el señor Daudet Poeta, ha sacado y puesto sobre la mesa en dinero contante y sonante de ley, el cual precio ha sido cobrado y guardado por el señor Mitifio; todo ello a vista de los notarios y testigos infrascritos, de lo cual se extiende carta de pago con reserva. «Contrato elevado en Pamperigouste, en el estu- dio de Honorato, en presencia de Francet Mamaí, tañedor de pífano, y Luiset, apodado el Quique, por- tador de la cruz de los penitentes blancos. «Quienes firman con las partes y el notario, pre- via lectura...» C A R T A S D E M I M O L I N O Página 1

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A L F O N S O D A U D E T

Ediciones elaleph.com

Editado porelaleph.com

ã1999 – Copyright www.elaleph.comTodos los Derechos Reservados

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PROEMIO

«Ante mí, Honorato Grapazi, notario residenteen Pamperigouste, ha comparecido:«El señor Gaspar Mitifio, marido de VivetteCornille, vecino del lugar llamado de los Cigarralesy habitante en él;«El cual, por el presente, vende y transfiere contodas las garantías de derecho y de hecho, y libre detoda clase de deudas, privilegios é hipotecas,«Al señor Alfonso Daudet, poeta residente enParís, aquí presente y aceptante,«Un molino harinero de viento, sito en el valledel Ródano, en pleno riñón de la Provenza, sobreuna ladera poblada de pinos y carrascas; estando elsusodicho molino abandonado hace más de veinteaños é inútil para moler, por efecto de las vides sil-

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vestres, musgos, romeros y otras hierbas parásitasque trepan por él hasta las aspas.«Eso no obstante, tal como es y está, con sugran rueda rota, y la plataforma con hierba crecidaentre los ladrillos, el señor Daudet de clara encon-trar el susodicho molino de su conveniencia y aptopara servir en sus trabajos de poesía, lo acepta de sucuenta y riesgo, y sin recurso alguno contra el ven-dedor por causa de las reparaciones que en él pudie-ran hacerse.venta es al contado y mediante el precioconvenido, que el señor Daudet Poeta, ha sacado ypuesto sobre la mesa en dinero contante y sonantede ley, el cual precio ha sido cobrado y guardadopor el señor Mitifio; todo ello a vista de los notariosy testigos infrascritos, de lo cual se extiende carta depago con reserva.«Contrato elevado en Pamperigouste, en el estu-dio de Honorato, en presencia de Francet Mamaí,tañedor de pífano, y Luiset, apodado el Quique, por-tador de la cruz de los penitentes blancos.«Quienes firman con las partes y el notario, pre-via lectura...»

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CARTAS DE MI MOLINO

INSTALACION

¡Lo que se han asustado los conejos! Al cabo dever tanto tiempo cerrada la puerta del molino, lasparedes y la plataforma invadidas por la hierba, ha-bían acabado por creer extinta la raza de los moline-ros, y hallando buena la plaza, habíanla convertidoen algo así como una especie de cuartel general, uncentro de operaciones estratégicas, el molino de Je-mmapes de los conejos. La noche de mi llegada, sinmentir, había lo menos veinte sentados en corro al-rededor de la plataforma, calentándose las patasdelanteras en un rayo de luna. Al tiempo de abriruna ventana, ¡zas! todo el vivac sale pitando y se

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cuelan por la espesura, enseñando las blancas posa-deras y rabo al aire. Espero que volverán.Otro que al verme se queda muy extrañado, es elvecino del piso primero, un viejo búho, de siniestracatadura y cara de pensador, el cual habita en el mo-lino hace ya más de veinte años.Lo he encontrado en la cámara del sobradillo,inmóvil y tieso encima del árbol de cama, en mediodel cascote y las tejas que se han desprendido. Meha mirado un momento con mis redondos ojos;luego, despavorido al no conocerme, echó a correrchillando. ¡Hu, hu! y se puso a sacudir trabajosa-mente las alas, grises de polvo; ¡qué demonio depensadores, nunca se cepillan! No importa, tal comoes, con su parpadeo de ojos y su cara enfurruñada,ese inquilino silencioso me agrada mucho más queotro cualquiera, y no in e corre prisa desahuciarlo.Conserva, como en lo pasado, toda la parte alta delmolino con una entrada por el tejado, yo me reservola planta baja, una piececita enjalbegada con cal, debóveda rebajada como el refectorio de un convento.Os escribo desde ella, con la puerta de par enpar, y un sol espléndido.Un lindo bosque de pino, chispeante de luces,baja ante mí hasta el pie del repecho. En el hori-

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zonte destácanse las agudas cresterías de los Alpi-lles. No se oye ruido alguno. A lo más, de tarde entarde, el sonido de un pífano entre los espliegos, uncollarón de mulas en el camino. Todo ese hermosopaisaje provenzal sólo vive por la luz.Y ahora, ¿cómo queréis que eche de menosvuestro París ruidoso y obscuro? ¡Estoy también enmi molino! Este es el rinconcito que yo buscaba, unrinconcito aromático y cálido, á mil leguas de losperiódicos, de los coches de alquiler, de la niebla. ¡Ycuántas cosas bonitas en torno mío! No hace más deuna semana que estoy aquí instalado, y tengo llenaya la cabeza de impresiones y recuerdos. Sin más,ayer tarde presencié la vuelta de los rebaños a unamasía que está al pie de la cuesta, y os juro que no

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtcambiaría ese espectáculo por todos los estrenosque hayáis tenido en esta semana en París. Y si no,juzgad.Habéis de saber que en Provenza es costumbreenviar el ganado a los Alpes cuando llegan los calo-res. Brutos y personas pasan allí arriba cinco o seismeses, alojados al sereno, con hierba hasta la alturadel vientre; luego, al primer frescor del otoño, vueltaa bajar a la masía, y vuelta a rumiar burguesmentelos grises altonazos que aromatiza el romero. Que-

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dábamos en que ayer tarde regresaban los rebaños.Desde por la mañana esperaba el zaguán, de par enpar abierto, y los apriscos tenían el suelo alfombra-do de paja fresca. De hora en hora exclamaba lagente: «Ahora están en Eyguières, ahora en el Para-dón. Luego, de pronto, al atardecer, un grito generalde ¡ahí están! y allá abajo, en lontananza, veíamosavanzar el rebaño entre un grandísimo nimbo depolvo. Todo el camino parece andar con él. Losviejos moruecos vienen a vanguardia, con los cuer-nos hacia delante y aspecto montaraz; detrás, elgrueso de los carneros, las ovejas un poco cansadasy los corderos entre las patas de sus madres, lasmulas con perendengues rojos, llevando en seroneslos lechales de un día, a quienes mecen al andar;después los perros, chorreando de sudor y con lalengua colgante hasta el suelo, y dos grandísimostunos de rabadanes envueltos en mantas encarna-das, que les caen a modo de capas hasta los talones.Todo esto desfila ante nosotros alegremente yse precipita en el zaguán, pateando con un ruido de,chaparrón. Es cosa de ver qué movimiento deasombro en toda la casa. Los grandes pavos realesde color verde y oro, de cresta de tul, desde lo altode sus perchas han conocido a los que llegan y los

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acogen con una estridente, trompetería. Las aves decorral, recién dormidas, se despiertan con sobre-salto. Todo el mundo está en pie: palomas, patos,pavos, pintadas. El corral está como loco, las galli-nas hablan de pasar en vela la noche. Diríase quecada carnero ha traído entre la lana, a la vez que unsilvestre aroma de los Alpes, un poco de ese aire vi-vo de las montañas que embriaga y hace bailar.En medio de ese barullo, el rebaño penetra ensu yacija. Nada tan hechicero como esa instalaci6n.Los borregos viejos enternécense al volver a con-templar sus pesebres. Los corderos, los lechales, losque han nacido durante el viaje y nunca vieron lagranja, miran en torno suyo con extrañeza.Pero lo más conmovedor aun, es ver los perros,esos valientes perros de pastor, atareadísimos trasde sus bestias y sin ver otra cosa sino ellas en la ma-sía. Por más que el perro de guarda los llama desdeel fondo de su nicho, y que el cubo del pozo, rebo-sando de agua fresca, les hace señas, ellos no quie-ren ver ni oír nada, antes de que el ganado estérecogido, pasada la tranca tras de la puertecilla conpostigo, y los pastores puestos a la mesa en la sala

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtbaja. Sólo entonces consienten en irse a la perrera, yallí, mientras lamen su gamella de sopa, cuentan a

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sus compañeros de la granja lo que han hecho en loalto de la montaña: un paisaje tétrico donde hay lo-bos y grandes digitales purpúreas llenas de rocíohasta el borde de sus Corolas.

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LA DILIGENCIA DE BEAUCAIRE

Era el día de mi llegada aquí. Había tomado ladiligencia de Beaucaire, una gran carraca vieja queno tiene que recorrer mucho camino para volverse acasa, pero que se pasea despacio a todo lo largo dela carretera para darse pisto, por la noche, de queviene de muy lejos. Ibamos cinco en la baca, sincontar el conductor.En primer término un guarda de Camargue,hombrecillo rechoncho y velludo, trascendiendo amontaraz, con ojos saltones inyectados de sangre ycon aretes de plata en las orejas, después dos bo-quereuses, un panadero y su yerno, ambos muy ro-jos, con mucho jadeo, pero de magníficos perfiles,dos medallas romanas con la efigie de Vitelio. Porúltimo, en la delantera y junto al conductor, un

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hombre... no, un gorro, un enorme gorro de piel deconejo, quien no decía cosa mayor y miraba el ca-mino con aspecto de tristeza.Todas aquellas gentes conocíanse entre sí y ha-blaban de sus asuntos en voz alta, con mucha liber-tad. El camargués contaba que volvía de Nimes,citado por el juez de instrucción con motivo de ungarrotazo dado a un pastor. En Camargue tienensangre viva. ¿Pues y en Beaucaire? ¿No querían de-gollarse nuestros dos boquereuses a propósito de laVirgen Santísima? Parece ser que el panadero era deuna parroquia dedicada de mucho tiempo atrás aNuestra Señora, a la que los provenzales llaman laBuena Madre y que lleva en brazos al Niño Jesús; elyerno, por el contrario, cantaba ante el facistol deuna iglesia nuevecita consagrada a la InmaculadaConcepción, esa hermosa imagen risueña a la cualrepreséntase con los brazos colgantes y brotandorayos de luz las manos. De ahí procedía la inquina.Era de ver cómo se trataban esos dos buenos católi-cos y cómo ponían a sus celestiales patronas:–¡Bonita está tu Inmaculada!–¡Pues anda, que tu Santa Madre!–¡Buenas las tomó la tuya en Palestina!

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–¡Y la tuya, fea! ¿Quién sabe lo que habrá he-

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtcho? Pregúntaselo si no a San José.Para creerse en el puerto de Nápoles, no faltabamás que ver relucir las facas, y a fe mía, creo que enefecto la teológica disputa hubiera parado en ello, ano haber intervenido el conductor.–Dejadnos en paz con vuestras vírgenes –dijoriéndose a los boquereuses –todo eso son chismesde mujeres, y los hombres no deben meterse enellos.Al concluir hizo restallar la tralla con un mohínescéptico que afilió al parecer suyo todo el mundo.La discusión había terminado, pero, disparadoya el panadero, tenía necesidad de descargarse conalguien, y dirigiéndose al infeliz del gorro, silenciosoy triste en su rincón, le dijo con aire truanesco:–¿Y tu mujer, amolador? ¿Por qué parroquiaestá?Es de suponer que esta frase tendría una inten-ción muy cómica, puesto que en la baca todo elmundo soltó el trapo a reír. El amolador no se reía.Viendo esto, el panadero dirigióse a mí.–¿No conoce usted, caballero, a la mujer de és-te? ¡Vaya con la picaruela de la feligresa! No hay doscomo ella en Beaucaire.

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Redobláronse las risas. El amolador no se mo-vió, y se limitó a decir en voz baja, sin levantar lacabeza:–Cállate, panadero.Pero a ese demonio de panadero no le daba lagana de callarse, y prosiguió más terne:–¡Córcholis! No puede quejarse el camarada detener una mujer así. No hay medio de aburrirse conella un momento. ¡Figúrese usted! Una hermosaque, se hace raptar cada seis meses, siempre tendráalgo que contar a la vuelta.Es lo mismo. ¡Bonito hogar doméstico! Imagí-nese usted, señor, que no llevaban un año de matri-monio, cuando ¡paf! va la mujer y se larga a Españacon un vendedor de chocolate. El marido se quedasolito en la casa llorando y bebiendo. Estaba comoloco. Al cabo de algún tiempo volvió al país la her-mosa, vestida de española, con una pandereta desonajas. Todos le decíamos:–Escóndete, te va a matar.Que si quieres, ¡matar! Se reunieron muy tran-quilos, y ella le ha enseñado a tocar la pandereta.Hubo una nueva explosión de risas. Sin levantarla cabeza, volvió a murmurar otra vez el amoladordesde su rincón:

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–Cállate, panadero.El panadero no hizo caso, y continuó:–¿,Creerá usted, señor, que tal vez a su regresode España se estuvo quieta la hermosa? ¡Quiá! ¡Quesi quieres! ¡Su marido había tomado aquello tan abuenas! Eso le dio ganas de volver a las andadas.Después del español, hubo un oficial, luego un ma-rinero del Ródano, más tarde un músico, después,¡qué sé yo! Y lo bueno, que cada vez la misma co-

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtmedia. La mujer se las lía, el marido llora que se laspela, vuelve ella, consuélase él. Y siempre se la lle-van, y siempre la recobra. ¡Ya ve usted si tendrá pa-ciencia ese marido! Debe también decirse que laamoladora es descaradamente guapa... un verdaderobocado de cardenal, pizpireta, muy nona, bien for-mada Y además blanca de piel y con ojos de colorde avellana que siempre miran a los hombres rién-dose. ¡A fe, parisiense mío, que si alguna vez pasausted por Beaucaire! ...–¡Oh, calla, panadero, te lo suplico! –exclamóuna vez más el pobre amolador con voz desgarra-dora.En ese momento detúvose la diligencia. Esta-bamos en la masía de los Anglores. Allí se apearonlos dos boquereuses, y juro a ustedes que no los re-

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tuve. ¡Farsante de panadero! Estaba ya dentro delpatio del cortijo, y aún se le oía reír.Cuando salió la gente, pareció quedarse vacía labaca. El camargués habíase quedado en Arlés elconductor iba a pie por la carretera, junto a los ca-ballos. El amolador y yo, cada cual en su respectivorincón, nos quedamos solos allá arriba, sin chistar.Hacía calor, abrasaba el cuero de la baca. Por mo-mentos sentí cerrárseme los ojos y que la cabeza seme ponía pesada, pero, imposible dormir. Conti-nuaba sin cesar zumbándome en los oídos aquel«cállate, te lo suplico», tan tétrico y tan dulce. Tam-poco dormía el pobre hombre. Desde atrás veía yoestremecerse sus cuadrados hombros, y su mano(tina mano paliducha y vasta) temblar sobre el res-paldo de la banqueta, como la mano de un viejo.Lloraba.–Ya está usted en casi, señor parisiense –megritó de pronto el cochero, y con la fusta apuntaba ami verde colina, con el molino clavado en la cúspidecomo una gran mariposa.Me apresuré a bajar. De paso junto al amolador,intenté mirar más abajo de su gorro, hubiese queri-do verlo antes de partir. Como si hubiera compren-dido mi pensamiento, el infeliz levantó bruscamente

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la cabeza, y clavando la vista en mis ojos, me dijocon voz sorda:–Míreme bien, amigo, y si cualquier día de estosoye usted decir que ha ocurrido una desgracia enBeaucaire, podrá decir usted que conoce al autor deella.Era su rostro apagado y triste, con ojos peque-ños y mustios.Si en los ojos tenía lágrimas, en aquella voz ha-bía odio. ¡El odio es la cólera de los débiles! Si yofuese la amoladora, no las tendría todas conmigo.

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LA MULA DEL PAPA

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De todos los graciosos dichos, proverbios oadagios con que nuestros campesinos de Provenzaadornan sus discursos, no sé ninguno más pintores-co ni extraño que éste. A quince leguas en contornode mi molino, cuando se habla de un hombre ren-coroso y vengativo, suele, decirse:¡No te fíes de ese hombre! Es como la mula delPapa, que te guarda la coz siete años.Durante mucho tiempo he estado investigandode qué, podría proceder este proverbio, qué eraaquello de la mula pontificia y esa coz guardadasiete años. Nadie ha podido informarme aquí acercade del asunto, ni siquiera Francet Mamai, mi tañedorde pífano, quien tiene al dedillo las leyendas pro-venzales. Francet piensa, como yo, que debe de ser

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reminiscencia de alguna añeja crónica del país deAviñón, pero nunca he oído hablar de ella, sino tansólo por el proverbio.–No encontrará usted eso más que en la biblio-teca de las Cigarras –me dijo el anciano pífano,riendo.Parecióme buena la idea, y como la biblioteca delas Cigarras está cerca de ni¡ puerta, fui, a encerrar-me en ella ocho días.Es una maravillosa biblioteca, admirablementeorganizada, abierta día y noche para los poetas, yservida por pequeños bibliotecarios con címbalosque os dan música de continuo. Allí pasé, algunosdías deliciosos, y al cabo de tina semana de investi-gaciones (hechas de espaldas al suelo), acabé pordescubrir lo que apetecía, es decir, la historia de mimula y de esa famosa coz guardada siete años. Elcuento es bonito, aunque un poco inocente, y voy atratar de narrároslo tal como lo leí ayer de mañanaen un manuscrito de color del tiempo, que olía muybien a alhucema seca y tenía por registros largoshilos de la Virgen.El que no ha visto Aviñón en tiempo de los Pa-pas, no ha visto nada. Jamás hubo ciudad como ellaen lo alegre, viva, animada, en el ardor por los fes-

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tejos. Desde la mañana a la noche, todo se volvíanprocesiones y peregrinaciones, con las calles alfom-bradas de flores, empavesadas con tapices, venidasde cardenales por el Ródano, ondeando al vientolos estandartes, flameantes de gallardetes las galeras,los soldados del Papa cantando en latín por las ca-lles, a compás de las matracas de los frailes mendi-cantes, luego, de arriba abajo de las casas que seapiñaban zumbando en torno del gran palacio papalcomo abejas en derredor de su colmena, oíansetambién el tic tac de los bolillos que hacían randas,el vaivén de las lanzaderas que fabricaban los tisúesole oro para las casullas, los martillitos de los cin-celadores de vinajeras, las tablas de armonía ajusta-das en los talleres de guitarrero, los cánticos de lasurdidoras, y por encima de todo esto el ruido de lascampanas y algunos sempiternos tamboriles que se

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtoían roncar allá abajo, hacia el puente.Porque entre nosotros, cuando el pueblo estácontento, necesita estar siempre baila que te baila, ycomo por aquellos tiempos las calles de la ciudaderan demasiado estrechas para la farándula, pífanosy tamboriles apostábanse en el puente de Aviñón, alviento fresco del Ródano, y día y noche se estabaallí baila que bailarás.

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¡Ah, qué felices tiempos, qué ciudad tan dicho-sa! Alabardas que no cortaban, prisiones de Estadodonde se ponía a refrescar el vino. Jamás hambre,nunca guerra. He aquí cómo sabían gobernar a supueblo los Papas del Condado.¡He ahí por qué su pueblo los ha echado tantode menos!Hubo uno sobre todo, un buen, viejo, que lla-maban Bonifacio... ¡Oh, qué de lágrimas corrieronen Aviñón citando murió! ¡Era un príncipe tanamable, tan gracioso! ¡os reía tan bien desde lo altode su mula! Y cuando pasabais junto a él, así fueseisun pobrete, hilandero de rubia o el gran Vegner de laciudad, ¡os daba su bendición tan cortésmente! Unverdadero «papa de Ivetot», pero de un Ivetot deProvenza, con algo picaresco en la risa, un tallo demejorana en la birreta, y sin la menor Jeannetone...La única Juanota que siempre se le conoció a estesanto padre era su viña, una viñita que habla planta-do él mismo a tres leguas de Aviñón, entre los mir-tos de Cháteau–Neuf.Todos los domingos, al salir de víspera, el justovarón iba a cortejarla, y cuando estaba allí arribasentado al grato sol, con su mula junto a él y en tor-no suyo sus cardenales tumbados a la larga al pie de

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las cepas, entonces hacía destapar un frasco de vinode su cosecha (ese hermoso vino, de color de rubí,llamado desde entonces acá Cháteau–Neuf de los Pa-pas) y lo saboreaba a sorbitos, mirando enternecidoa su viña. Luego de vaciar el frasco, al caer de la tar-de volvíase alegremente a la ciudad, seguido de todasu corte, y al pasar por el puente de Aviñón, en me-dio de los tamboriles y de las farándulas, su mulaespoleada por la, música, tomaba un trotecillo salta-rín mientras que él mismo marcaba el paso de ladanza con la birreta, lo cual era gran escándalo paralos cardenales, pero hacía decir a todo el pueblo: «¡Ah, qué buen príncipe! ¡Ah, valiente Papa!» Des-pués de su viña de Cháteau–Neuf, lo que mas que-ría, en el mundo el Papa era su mula. El benditoseñor se pirraba por aquella bestia. Todas las no-ches, antes de acostarse, iba a ver si estaba cerradala cuadra, si tenía lleno el pesebre, y nunca se hu-biera levantado de la mesa sin hacer preparar antesus ojos un gran ponche de vino a la francesa, conmucho azúcar y aromas, que él mismo iba a llevarla,a despecho de las observaciones de los cardenales...Preciso es decir también que la bestia valía la pena.Era una hermosa mula negra salpicada de alazán,firme de piernas, lustroso el pelo, grupa ancha y re-

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donda, llevando erguida la enjuta cabecita guarneci-da toda ella de perendengues, lazos, cascabeles deplata, borlillas; además de esto, dulce como un án-gel, de cándido mirar y con un par de orejas largasen continuo bamboleo, que le daban aspecto bona-chón... Todo Aviñón la respetaba, y cuando iba porlas calles no había agasajos que no se lo hiciesen,pues nadie ignoraba que ese era el mejor medio deser bien quisto en la corte, y que con su aire ino-cente, la mula del Papa había conducido a la fortunaa más de uno. Prueba de ello Tistet Védene y suprodigiosa aventura.Era en sus principios este Tistet Védene un des-carado granuja, a quien su padre Guy Védene, el es-cultor en oro, hablase visto obligado a echar decasa, porque no quería hacer nada y maleaba a losaprendices. Durante seis meses viósele arrastrar subaquero por todos los arroyos de las calles de Avi-ñón, pero principalmente hacia la parte contigua alpalacio papal; porque el pícaro tenía desde muchotiempo atrás sus ideas acerca de la mula del Papa, yvais a ver que no eran descabelladas... Un día que SuSantidad se paseaba a solas bajo las murallas con subestia, cátate que se le acerca mí Tistet y le dice,juntando las manos con ademán de admiración:

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–¡Ah, Dios mío, gran Padre Santo, valiente mulatenéis!... Permítame Vuestra Santidad que la con-temple un poco... ¡Ah, Papa mío, que hermosa mu-la!... El emperador de Alemana no tiene otra tal.Y la acariciaba, y le decía con dulzura como auna señorita:––Ven acá, alhaja, tesoro, mi perla fina...Y el bueno del Papa, conmovido, decía para susadentros:–¡Qué buen mocito! ... ¡Qué cariñoso está conmi mula!¿Y sabéis lo que sucedió al siguiente día? TistetVédene trocó su viejo tabardo amarillo por una pre-ciosa alba de encajes, una capa de coro de seda vio-leta, unos zapatos con hebillas, y entró en laescolanía del Papa, donde antes de él no habían in-gresado más que hijos de nobles y sobrinos de car-denales... ¡He ahí lo que es la intriga!... Pero Tistetno se limitó a esto.Una vez al servicio del Papa, el pícaro continuóla farsa que tan bien le había salido. Insolente contodo el mundo, sólo tenía atenciones y miramientoscon la mula, y siempre se le encontraba por los pa-tios del palacio con un puñado de avena o una gavi-lla de zulla, cuyos rosados racimos sacudía

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guapamente mirando al balcón del Padre Santo,como quien dice: «¡Y em!... ¿Para quién es esto?»Tanto y tanto hizo, que a la postre el bueno del

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtPapa, que se sentía envejecer, llegó a encomendarleel cuidado de vigilar la cuadra y llevar a la mula suponche de vino a la francesa; lo cual ya no daba quereír a los cardenales.Tampoco la mula se reía de esto... A la sazón, ala hora de su vino, veía siempre llegar junto a ellacinco o seis niños de coro, que se enfrascabanpronto entre la paja con su capa de color de violetay su alba de encajes; luego, al cabo de un momento,un buen olor caliente de caramelo y de aromas lle-naba la cuadra, y aparecía Tistet Védene llevandocon precaución el ponche de vino a la francesa.Entonces comenzaba el martirio del pobre animal.Ese vino aromoso que tanto le gustaba, que ledaba calor, que le ponía alas, tenían la crueldad detraérselo allí, a su pesebre, y hacérselo respirar; des-pués, cuando tenía impregnadas en el olor las nari-ces, ¡si te he visto, no me acuerdo! ¡El hermosolicor de sonrosada llama iba todo él a parar a lasfauces de esos granujas!...Y si no hicieran más que robarle el vino... Pero,todos esos seis eran unos demonios, en cuanto ha-

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bían bebido... Uno le tiraba de las orejas, otro delrabo; Quiquet se le montaba en el lomo, Béluquet leponía su birrete, y ni uno solo de esos pillastres pa-raba mientes en que de una corveta o de una sartade coces el bueno del animal hubiera podido man-darlos a todos a la estrella polar y aunque fuese máslejos... ¡Pero, no! Por algo se es la mula del Papa, lamula de las bendiciones y de las indulgencias... Pormás que hacían los muchachos, ella no se enfadaba,y sólo a Tistet Védene guardaba ojeriza. Por supuesto, cuando sentía a éste detrás de sí, le dabacomezón en los cascos, y en verdad bien había porqué. ¡Ese perdulario de Tistet hacíale unas jugarre-tas tan feas! ¡Eran tan crueles sus invenciones des-pués de beber!...¡Pues no se le ocurrió cierto día hacerla subircon él al campanil de la escolanía, allá arriba, arri-bota, en lo más alto de palacio! Y lo que os digo nova de cuento; doscientos mil provenzales lo hanvisto. Figuraos el terror de aquella desventuradamula, cuando después de dar vueltas una hora a cie-gas por una escalera de caracol y trepado no sécuántos peldaños, encontróse de pronto en unaplataforma deslumbrante de luz, y a mil pies debajode ella vio todo un Aviñón fantástico: las barracas

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del mercado no más grandes que avellanas, los sol-dados del Papa delante de su cuartel como hormigasrojas, y allá abajo, sobre un hilillo de plata, un mi-croscópico puentecito, donde había bailes y másbailes... ¡Ah, pobre bestia! ¡Qué pánico! Del gritoque dio, todas las vidrieras del palacio retemblaron.–¿Qué pasa? ¿Qué sucede? –exclamó el Papa,precipitándose al balcón:Tistet Védene estaba ya en el patio, haciendoque lloraba y se mesaba los cabellos:–¡Ah, gran Padre Santo, qué pasa! Pues pasa que

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtla mula de Vuestra Santidad... ¡Dios mío! ¿Qué va aser de mí?... Pues pasa que la mula de Vuestra Santi-dad... ¡se ha subido al campanario!...–Pero, ¿ella sola?–Sí, señor, excelso Padre Santo, ella sola... ¡Mi-rad, mirad, vos, allá arriba!... ¿ Ve Vuestra Beatitudla punta de las orejas asomando?... Parecen dos go-londrinas...–¡ Misericordia! –exclamó el pobre Papa levan-tando los ojos. –Pero, ¿se ha vuelto loca? ¡Pero, sise va a matar! ¿Quieres bajarte, desventurada?...–¡Caramba! Lo que es ella no hubiera deseadootra cosa sino bajarse... Mas, ¿por dónde? Por la es-calera, no había ni qué pensarlo: esas cosas se su-

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ben, pero en la bajada hay con qué perniquebrarsecien veces allí... Y la pobre mula desconsolábase, yrondando por la plataforma con los ojazos presa delvértigo, pensaba en Tistet Védene...–¡ Ah, bandido, si salgo con bien... menuda cozte suelto mañana por la mañanita!Con esta idea de la coz, hacía de tripas corazón;sin eso, no hubiera podido tenerse en pie... Al finpudo lograrse sacarla de allá arriba, pero no costópoco que digamos. Hubo que descolgarla en unasangarillas, con cuerdas y un gato. Ya comprenderéisqué humillación para la mula de un papa eso de ver-se suspensa de aquella altura, nadando con las patasal aire, como un abejorro al cabo de un hilo. ¡Y to-do Aviñón que estaba viéndola!La infeliz bestia no pudo dormir en toda la no-che. Parecíale que daba de continuo vueltas poraquella maldita plataforma, siendo la irrisión de todala ciudad congregada abajo; luego, pensaba en eseinfame de Tistet Védene y en la bonita coz que iba alargarle mañana por la mañana. ¡Oh, amigos míos,vaya una coz! Desde Pamperigouste habría de verseel humo... Pues bien, mientras en la cuadra le prepa-raban este magnífico recibimiento, ¿sabéis lo quehacia Tistet Védene? Bajaba por el Ródano cantan-

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do en una galera pontificia y se iba a la corte de Ná-poles con la compañía de jóvenes nobles que la ciu-dad enviaba todos los años junto a la reina Juanapara ejercitarse en la diplomacia y en las buenasmaneras. Tistet no era noble; pero el Papa quería atoda costa recompensarlo por los cuidados que ha-bía tenido con su bestia, y principalmente por la ac-tividad que acababa de desplegar durante la jornadade salvamento.¡Vaya un chasco que se llevó la mula al día si-guiente!–¡ Ah, bandolero; algo se ha olido él! –pensaba,sacudiendo furiosa sus cascabeles. –Pero, es igual¡anda pillo! ¡A la vuelta te encontrarás con tu coz...tela guardo!...Y se la guardó.Después de la partida de Tistet, la mula del Paparecobró su vida tranquila y sus aires de otros tiem-pos. No más Quiquet ni Bélugnet en la cuadra. Vol-

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtvieron los felices días del vino a la francesa, y conellos el buen humor, las largas siestas, y el pasito degavota cuando cruzaba el puente de Aviñón. Sinembargo, desde su aventura dábanle muestras con-tinuas de frialdad en la ciudad; los viejos meneabanla cabeza, los niños se reían señalando al campana-

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rio. El bueno del Papa mismo ya no tenía tanta con-fianza en su amiga, y cuando se dejaba llevar al ex-tremo de echar un sueñecillo sobre la espalda deella, el domingo a la vuelta de la viña, ocurríaselesiempre esta cavilación: «¡Si fuese a despertarme alláarriba, en la plataforma!» Veía esto la mula, yaguantaba sin chistar; solamente cuando delante deella se pronunciaba el nombre de Tistet Védene, es-tremecíanse sus largas orejas, y afilaba con una risitael hierro de sus cascos en el pavimento...Transcurrieron así siete años; después, al cabode esos siete años, Tistet Védene regresó de la cortede Nápoles. Aun no había concluido el tiempo desu empeño en ella; pero había sabido que el archi-pámpano de Sevilla acababa de morir de repente enAviñón, y como el cargo parecíale bueno, había lle-gado muy aprisa a pretenderlo.Cuando ese intrigante de Védene entró en elsalón del palacio, a duras penas lo conoció el SantoPadre: tanto era lo que había crecido y ensanchado.Preciso es también decir que, por su parte, el Papase había hecho viejo y no veía bien sin antiparras.Tistet no se acoquinó.–¡Cómo! Excelso Padre Santo, ¿ya no me cono-ce Vuestra Beatitud?... Soy yo, ¡Tistet Védene!

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––¿Védene?...–Sí, ya sabéis... el que llevaba el vino francés a lamula.–¡Ah! Sí... sí... ya recuerdo... ¡Buen mocito, eseTistet Védene!... Y ahora, ¿qué pretendes de Nos?–¡Oh! Poca cosa, Excelso Padre Santo... Venía apediros... Y a propósito, ¿tenéis aún Vos aquellamula? ¿Y está buena?... ¡Ah! ¡Cuánto me alegro!...Pues bien, venía a pediros la plaza del archipámpa-no de Sevilla, quien acaba de fallecer.–¡Archipámpano de Sevilla tú!... Pero si eresdemasiado joven. Pues ¿qué edad tienes?–Veinte años y dos meses, ilustre Pontífice; cin-co años justos más que la mula de Vuestra Santi-dad... ¡Ah bendita de Dios la valiente bestia!... ¡Sisupiese Vuestra Beatitud cuánto amaba yo a aquellamula! ¡Y con qué pena acordábame de ella en Ita-lia!... ¿Me permitiréis Vos que la vea?–Sí, hijo mío, la verás –dijo el bueno del Papa,lleno de emoción. –Y puesto que tanto amas a aquelbendito animal, no quiero que vivas lejos de él.Desde este día quedas afecto a mi persona en cali-dad de archipámpano... Mis cardenales chillarán,pero ¡peor, para ellos! ya estoy acostumbrado... Vena vernos mañana, ,al salir de vísperas, y Nos te im-

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pondremos las insignias de tu beneficio en presen-cia de Nuestro cabildo, y luego... te llevaré a ver lamula, y vendrás a la viña con nosotros dos... ¿Eh?¡Ja, ja! ¡Anda, véte!...No necesito decires si Tistet Védene estaríacontento al salir del salón del Solio, y con qué, im-paciencia aguardó la ceremonia del día siguiente.Sin, embargo, había en palacio alguien más satisfe-cho y más impaciente que él: era la mula. Desde elregreso de Védene hasta las vísperas del siguientedía, la terrible bestia no cesó de atiborrarse de avenay cocear la pared con los cascos de atrás. Tambiénella se preparaba para la ceremonia...Al día siguiente, luego de cantarse vísperas,Tistet Védene hizo su entrada en el patio del palaciopapal. Allá estaba todo el alto clero, los cardenalescon sus togas rojas, el «abogado del diablo» de ter-ciopelo negro, los abades de conventos con sus me-nudas mitras, los mayordomos de fábrica de, SanAgrico, las sotanas violetas de la escolanía y tambiénel bajo clero, los soldados del Papa de gran unifor-me de gala, los ermitaños del monte Ventoso consus caras feroces y el monacillo que va detrás tocan-do la campanilla, los hermanos disciplinantes des-nudos hasta la cintura, los floridos sacristanes con

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toga de jueces; todos, toditos, hasta los queda lasaspersiones de agua bendita, y el que enciende y elque apaga los cirios ... no faltaba ni tino solo... ¡Ah!¡Era una hermosa ordenación! Campanas, petardos,sol, música, y siempre esos frenéticos tamborilesque guiaban la danza allá abajo, en el puente deAviñón...Cuando apareció Védene en medio de la asam-blea, su empaque y su buen talante hicieron correrallí un murmullo de admiración. Era un magníficoprovenzal, pero de los rubios, con largos cabellosde puntas rizadas y una barbita corta y primerizaque parecía hecha de vedijas de metal fino despren-didas por el buril de su padre, el escultor en oro.Corrieron rumores de que los dedos de la reina Jua-na habían jugado algunas veces con aquella rubiabarba, y en efecto, el señor de Védene tenía el glo-rioso aspecto y el mirar abstraído de los hombresarmados por las reinas... Aquel día, para hacer ho-nor a su nación, había reemplazado su vestimentanapolitana por un capisayo bordado de rosas, a laprovenzala, y sobre su capillo temblaba una granpluma de ibis de Camargue.Tan pronto como hubo entrado, el archipámpa-no saludó con aire galán, y dirigióse a la elevada es-

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calinata, donde le esperaba el Papa para imponerlelas insignias de su grado: la cuchara de boj amarilloy la sotana de color de azafrán.Al pie de la escalera estaba la mula, enjaezada ypresta a partir para la viña... Cuando pasó junto a

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtella, sonrióse satisfecho Tistet Védene y se detuvopara darle dos o tres golpecitos amistosos en la gru-pa, mirando con el rabillo del ojo para observar si leveía el Papa. La postura era buena... La mula tomóimpulso...–¡Toma, allá te va, bandido! ¡Siete años haceque te la guardo!Y le atizó una coz tan terrible, tan terrible, quedesde Pamperigouste se vio el humo, una humaredade polvo rubio donde revoloteaba una pluma deibis... ¡Eso era todo lo que quedaba del infortunadoTistet Védene!...Por lo común, las coces de mula no suelen sertan fulminantes. Pero aquella era una mula papal. Y,además, ¡figuraos! ... ¡Se la venía guardando nadamenos que siete años!... No hay mejor ejemplo derencores eclesiásticos.

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EL FARO DE LAS SANGUINARIAS

Aquella noche no pude dormir. El mistral esta-ba iracundo, y el estrépito de sus grandes silbidosme tuvieron despierto hasta el amanecer. El molinoentero crujía, balanceando pesadamente sus aspasmutiladas, que resonaban con el cierzo como el apa-rejo de un buque. De su destruida techumbre esca-pábanse las tejas. En lontananza, los pinosapretados que cubrían la colina se agitaban zum-bando entre tinieblas. Hubiérase creído que era elalta mar...me recordó mis gratos insomnios de hacetres años, cuando habitaba yo en el faro de las San-guinarias, allá abajo, en la costa de Córcega, a la en-trada del golfo de Ajaccio.

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Otro bello rincón que encontré para meditar yestar solo.Figuraos una isla rojiza de salvaje aspecto, el fa-ro en una punta, y en la otra una vetusta torre geno-vesa, donde en mi tiempo vivía una águila. Abajo, aorillas del agua, las ruinas de un lazareto, invadidotodo él por las hierbas; luego barrancos, malezas,grandes rocas, algunas cabras montaraces, caballejoscorsos triscando con las crines al viento; por último,allá arriba, muy alto, entre un torbellino de aves ma-rinas, la casa del faro, con su plataforma de mam-postería blanca, donde los torreros se paseaban deacá para allá, la verde puerta ojival, la torrecilla dehierro fundido, y encima la gran linterna de facetasque relumbra al sol y echa luz hasta durante el día...He aquí la isla de las Sanguinarias, tal como hevuelto a verla en mi imaginación esa noche, al oírroncar mis pinos. Antes de ser poseedor de un mo-lino, en aquella isla encantada era donde iba yo aretirarme algunas veces, cuando necesitaba aire librey soledad.–¿Qué hacía allí?Lo que hago aquí; aun menos. Cuando me so-plaban el mistral o la tramontana con excesiva vio-lencia, situábame entre dos peñascos al borde del

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agua, en medio de las goletas, de los mirlos, de lasgolondrinas, y allí me estaba todo el día, en esa es-pecie de estupor y delicioso anonadamiento que dala contemplación del mar. ¿No es cierto que cono-céis esa grata embriaguez del alma? No se piensa, nise sueña. 4fodo el ser se os escapa, vuela, se disipa.Se es la gaviota que se zambulle, el polvo de espumaque sobrenada al sol entre dos olas, el blanco humode aquel vapor–correo que se aleja, esa pequeñabarca coralera de rojo velamen, aquella perla deagua, ese jirón de bruma, todo excepto uno mismo...¡Oh, cuántas de esas bellas horas de semisueño y dedivagaciones pase en mi isla!...Los días de viento fuerte, no pudiéndose estar aorillas del agua, encerrábame en el patio del lazare-to, un patio pequeño y melancólico, todo él embal-samado por el romero y el ajenjo silvestres, y allí,arrimado al lienzo de las vetustas paredes, dejábameinvadir por el vago olor de abandono y de tristezaque flotaba con los rayos del sol entre los aposentosde piedra, abiertos por todas partes como tumbasantiguas. De vez en cuando oíase un portazo, unsalto ligero entre la hierba: era una cabra, que acudíaa rumiar al resguardo del viento. Al verme se parabaabsorta, y quedábase plantada ante mí, con aire vi-

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varacho, en alto los cuernos, mirándome con ojosinfantiles...Hacia las cinco, el portavoz de los torreros mellamaba para comer. Tomaba entonces un senderitoescarpado a pico entre los matorrales, suspenso en-cima del mar, y me volvía lentamente al faro, giran-do la vista a cada paso hacia aquel inmensohorizonte de agua y de luz, que parecía ensancharseconforme iba yo subiendo.Desde lo alto, era encantador. Aun me parecever aquel magnífico comedor, de anchas losas, pa-ramentos de encina, la bouillabaisse humeante en me-dio, la puerta abierta de par en par al blanco terrado,y los resplandores del poniente que lo inundaban...Esperábanme allí, para ponerse a la mesa, los torre-ros. Eran tres: uno de Marsella y dos de Córcega;los tres pequeños, barbudos, con el mismo rostrocurtido y resquebrajado, é idéntico pelone (gabán) depelo de cabra, pero de porte y humor enteramenteopuestos entre sí.Por el modo de vivir de aquellas gentes, com-prendíase enseguida la diferencia de ambas razas. Elmarsellés, industrioso y vivo, siempre atareado, encontinuo movimiento, recorría la isla desde la ma-ñana a la noche, cultivando, pescando, recogiendo

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huevos de gouailles, emboscándose entre los mato-rrales para ordeñar una cabra al paso, y siempre envías de hacer un aliolí o de guisar alguna bouillabaisse.

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtLos corsos, fuera de su servicio, no se ocupaban ab-solutamente de nada; considerábanse como funcio-narios, y pasaban todo el día en la cocina jugandointerminables partidas de scopa, sin interrumpirlasmás que para encender de nuevo las pipas con airegrave, y para picar con tijeras en la palma de las ma-nos grandes hojas de tabaco verde... Por lo demás,marsellés y corsos eran tres buenas personas, senci-llos, bonachones, y llenos de miramientos con suhuésped, aunque en el fondo hubiera de parecerlesun señor muy extraordinario.¡Figúrense ustedes: ir a encerrarse en el faro porsu gusto!... ¡Y ellos, que encuentran tan largos losdías, y son tan felices cuando les toca la vez de bajara tierra!... En la buena estación, esa gran ventura lesllega todos los meses. Diez días de tierra firme portreinta de faro: he ahí lo que dispone el reglamento.Pero con el invierno y los grandes temporales, nohay reglamentos que valga. Arrecia el vendaval, su-ben las olas, las Sanguinarias están blancas de es-puma, y los torreros de servicio permanecen

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bloqueados dos o tres meses consecutivos, algunasveces hasta con terribles circunstancias.–Caballero, oiga usted lo que me sucedió a mí –me contaba un día el viejo Bartoli, mientras comía-mos –he aquí lo que me ocurrió hace cinco años enesta misma mesa donde estamos, una tarde de in-vierno, como ahora. Aquella tarde sólo estábamosdos en el faro: yo y un compañero llamado Tchéco...Los otros estaban en tierra, enfermos, con licencia,no recuerdo bien... Acabábamos de comer, muytranquilos... De pronto, cátate que mi camarada dejade comer, me mira un momento con unos ojos píca-ros, y ¡paf! se cae encima de la mesa, con los brazosadelante. Me acerco a él, lo muevo, lo llamo: «¡Oh,Tché!... ¡Oh, Tché!...» Nada: ¡estaba muerto!.. ¡Figú-rese usted qué emoción! Más de una hora estuveestupefacto y tembloroso ante aquel cadáver; luego,de repente, se me ocurre esta idea: «¡Y el faro!» Notuve tiempo más que de subir a la farola y encender.La noche estaba ya encima... ¡Señor, qué noche! Elmar y el viento no tenían sus voces naturales. A ca-da instante parecíame que alguien me llamaba en laescalera... Y además, ¡Una fiebre, una sed! Por nadadel inundo me hubiese usted hecho bajar... ¡Me da-ba tanto miedo el difunto! Sin embargo, hacia el alba

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me entró un poco de ánimo. Llevé a mi compañeroa su cama, le echó la sábana encima, recé un poco, yfui a escape a dar señales de alarma.Por desgracia, había mar gruesa y de fondo: pormás que llamé y llamé, nadie vino... Y yo a solas enel faro con mi pobre Tchéco, ¡sabe Dios por cuántotiempo! Esperaba poder conservarlo conmigo hastala llegada del barco: pero al cabo de tres días era detodo punto imposible... ¿ Cómo arreglármelas?¿Llevarle fuera? ¿Enterrarlo? La roca era demasiadodura; ¡y hay tantos cuervos en la isla! Daba penaabandonarles aquel cristiano. Entonces pensé en

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtbajarlo a uno de los departamentos del lazareto...Toda una tarde me llevó aquella triste faena, y lerespondo a usted de que me hizo falta el valor...¡Mire usted, caballero! Aun hoy, cuando bajo a esaparte de la isla en una tarde de ventarrón, me pareceque todavía llevo a cuestas al difunto...¡Pobre viejo Bartoli! Sudaba sólo al pensar enello.Así pasábamos las horas de comer, charlandolargo y tendido: el faro, el mar, narraciones de nau-fragios, historias de bandidos corsos... Luego, al ca-er el día, el torrero del primer cuarto encendía sucandileja, agarraba la pipa, la calabaza, un grueso

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Plutarco de cantos rojos (toda la biblioteca de lasSanguinarias) y desaparecía por el fondo. Al cabo deun momento, en todo el faro oíase un estrépito decadenas, de poleas, de grandes pesas de reloj a loscuales se daba cuerda.Durante ese tiempo, iba a sentarme fuera, en laterraza. El sol, muy bajo ya, descendía cada vez conmás rapidez hacia el agua, llevándose tras de sí todoel horizonte. Refrescaba el viento, la isla teñíase decolor violáceo. Por el cielo Pasaba junto a mí contardo vuelo un gran pajarraco: era el águila que vol-vía de regreso a la torre... Poco a poco subían lasbramas del mar. Bien pronto veíase tan sólo el blan-co festón de la espuma en torno de la isla... Depronto, por encima de mi cabeza, surgía una granoleada de plácida luz. El faro estaba encendido.Dejando en sombras a toda la isla, el claro haz derayos iba a caer a lo lejos en alta mar, y allí estaba yoenvuelto entre tinieblas, bajo aquellas grandes ondasluminosas que apenas me salpicaban al paso... Peroel viento seguía refrescando. Era preciso recogerse.A tientas cerraba el grueso portón y corría las barrasde hierro; después, y siempre a tientas, tomaba poruna escalerilla de fundición, que retemblaba y sona-

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ba con mis pasos o iba a parar a la cúspide del faro.Por supuesto, allá sí que había luz.Imaginaos una gigantesca lámpara Cárcel, deseis filas de mecheros, alrededor de la cual giran conlentitud las paredes de la linterna, unas cerradas porenorme lente de cristal, otras abiertas a una gran vi-driera inmóvil que resguarda del viento a la llama...Al entrar, quedábame deslumbrado. Esos cobres,esos estaños, esos reflectores de metal blanco, esas,paredes de cristal abombado que giraban con gran-des círculos azulados, todo ese espejeo, toda esabalumba de luces, me daban vértigos por un ins-tante.Sin embargo, poco a poco habituábanse a ellomis ojos, y acababa por sentarme al pie mismo de lalámpara, junto al torrero que leía su Plutarco en vozalta, por temor de quedarse dormido.Por fuera, la obscuridad, el abismo. En el bal-concillo que da vuelta en torno de la vidriera, elviento corre aullando como un loco. Cruje el faro, lamar brama. En la punta de la isla, en las rompientes,

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtlas olas como que disparan cañonazos. A veces, undedo invisible pega en los vidrios: algún ave noc-turna, atraída por la luz, y que va a estrellarse de ca-beza contra el cristal. Dentro de la linterna

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centelleante y cálida, nada más que el chisporroteode la llama, el ruido del aceite que cae gota a gota, yel de la cadena que va desenrollándose, y una vozmonótona, que salmodia la vida de Demetrio deFalerea.A media noche, levantábase el torrero, echaba elpostrer vistazo a sus mechas, y bajábamos. Por laescalera salíanos al encuentro el colega del segundocuarto, quien subía frotándose los ojos; se le entre-gaban la calabaza y el Plutarco. Luego, antes de me-ternos en cama, entrábamos un momento en laestancia del fondo, hecha un revoltijo de cadenas,grandes pesas, depósitos de estaño, calabrotes, y allí,a la luz del candilejo, escribía el torrero en el granlibro del faro, siempre abierto:Media noche. Mar gruesa. Tempestad. Buque de la vistapor el horizonte.

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LA AGONIA DE LA «LIGERA»

Puesto que el mistral de la otra noche nos halanzado a la costa de Córcega, permitidme contarosuna tremenda historia marítima de que los pescado-res de por allá hablan a menudo en la velada, y acer-ca de la cual me ha suministrado la casualidadcuriosísimos informes.Hace de esto dos o tres años.Bogaba yo por el mar de Cerdeña, en compañíade siete ú ocho carabineros de mar. ¡Rudo viaje pa-ra un novicio! En todo el mes de Marzo no tuvimosdía bueno. El viento del este hablase encarnizadocon nosotros, y el mar no abonanzaba.Una tarde, que capeábamos el temporal, nuestrabarca fue a refugiarse a la entrada del estrecho deBonifacio, en medio de un archipiélago de islillas.

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Su aspecto nada tenía de tranquilizador: grandes ro-cas peladas, cubiertas de aves, algunas matas deajenjo, espesuras de lentiscos, y acá y acullá entre elfango algunos maderos en vías de podrirse; pero, afe mía, para pasar la noche eran más preferibles aunesas rocas siniestras que el camarote de una viejabarca a medio cubrir, donde el oleaje entraba comoPedro por su casa, y con ella nos contentamos.Apenas hubimos desembarcado, mientras losmarineros encendían lumbre para guisarla bouilla-baisse, me llamó el patrón, y enseñándome una pe-queña cerca de piedra blanca, perdida entre lasbrumas al cabo de la isla, me dijo.–¿Viene usted al cementerio?–¡Un cementerio, patrón Lionetti! Pues, ¿dónde

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtestamos?–En las islas Lavezzi, señor. Aquí están ence-rrados los seiscientos hombres de la fragata Ligera,en el mismo sitio donde se perdió diez años hace...¡Pobre gente! No reciben muchas visitas, y graciasque nosotros llegamos para decirles buenos días,puesto que ya estamos en él...–Con sumo gusto mío, patrón.¡Qué triste el cementerio de la Ligera!... Aun loveo, con su bajo tapial, su puerta de hierro oxidada

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y dura de abrir, con centenares de cruces negrasocultas por la hierba. ¡Ni una corona de siemprevi-vas, ni un recuerdo, nada!... ¡Ah, pobres muertosabandonados, qué frío deben de tener en su tumbacasual!Permanecimos arrodillados allí un momento. Elpatrón rezaba en alta voz. Enormes goletas, únicosguardianes del cementerio, giraban sobre nuestrascabezas y confundían sus roncos gritos con los la-mentos del mar.Concluídas las oraciones, nos volvimos triste-mente hacia el rincón donde estaba amarrada la bar-ca. No habían perdido el tiempo los marinerosdurante nuestra ausencia. Encontramos una granhoguera llameante al abrigo de un peñasco y lamarmita que humeaba. Tomamos asiento en corro,con los pies juntos a la lumbre, y bien pronto tuvocada cual sobre las rodillas, dentro de una cazuelade barro rojo, dos rebanadas de pan moreno conmucho caldo. La comida fue silenciosa: estábamosmojados, teníamos hambre, y luego la, proximidaddel cementerio... Sin embargo, desocupadas las ca-zuelas, encendiéronse las pipas y nos pusimos acharlar un poco. Como es natural, se hablaba de laLigera.

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–Pero, vamos, ¿cómo sucedió aquello? –pre-gunté al patrón, quien con la cabeza apoyada en lasmanos, miraba la hoguera con aire pensativo.–¿Que cómo sucedió aquello? –respondióme elbueno de Lionetti, con un hondo suspiro.–¡ Ah! se-ñor, nadie del mundo pudiera decirlo. Todo lo quesabemos es que la Ligera, llena de tropas para Cri-mea, zarpó de Tolón la víspera por la tarde, con maltiempo. De noche aun, se echó a perder más la cosa.Viento, lluvia, mar alborotado cual nunca. Por lamañana amainó un poco el viento, pero el mar se-guía en sus trece, y todo esto, una maldita bruma deldemonio, que no dejaba ver un fanal a cuatro pasos.No, puede usted formarse idea, señor, de lo traido-ras que son esas brumas. Eso nada importa; se meha puesto en la cabeza que la Ligera debió perder eltimón de madruga; porque, no hay bruma que valga;sin una avería, el capitán no hubiese venido a estre-llarse aquí. Era un duro marino, a quien todos co-nocíamos. Había mandado la estación naval deCórcega durante tres años y sabía la costa tan biencomo yo, que no sé otra cosa.–¿Y a que hora se cree que pereció la Ligera?

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txt–Debió de ser a mediodía; sí, señor, en plenomediodía... Pero, ¡caramba! con la bruma de mar,

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ese pleno mediodía no valía mucho mas que unanoche obscura como boca de lobo...Un aduanero de la costa me ha contado queaquel día, habiendo salido de su caseta para sujetarlos postigos, hacia las once y media, una racha deviento se le llevó la gorra, y a riesgo de que a élmismo se lo llevase la resaca, se puso a correr trasde aquélla, a cuatro patas, a lo largo de la playa.Comprenderá usted que los carabineros no son ri-cos, y una gorra cuesta cara. Pues bien, parece serque al levantar un momento la cabeza nuestro hom-bre, hubo de ver, muy cerca de él, entre la bruma, unbuque de alto bordo que huía a palo seco, sotaven-teando as islas Lavezzi. Este buque iba tan rápido,tan veloz, que el aduanero apenas tuvo tiempo deverlo bien. Sin embargo, todo hace creer quesería laLigera, puesto que media hora después el pastor delas islas oyó en estas rocas... Pero precisamente, se-ñor, aquí está el pastor de que le hablo a usted; élmismo le contará la cosa...¡Buenos días, Palombo!... Ven a calentarte unpoco; no tengas miedo.Acercóse a nosotros con timidez un hombreencapuchado, a quien veía yo desde poco antesrondar en torno de nuestra hoguera, y al cual había

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tomado por uno de los tripulantes, pues ignorabaque hubiese en la isla pastor alguno.Era un viejo leproso, más que medio idiota, ata-cado por no sé qué enfermedad escorbútica queconvertía sus labios en un gran morro, horrible dever. Costó sumo trabajo explicarle de qué se trataba.Entonces, levantándose con un dedo el labio en-fermo, el viejo nos refirió que efectivamente, desdesu choza oyó aquel día, alrededor de las doce, untremendo crujido en las peñas. Como toda la islaestaba cubierta por el agua, no había podido salir, ysólo al día siguiente fue cuando, al abrir la puerta,había visto la costa llena de restos y cadáveres deja-dos allí por el mar. Espantado, huyó a toda prisahacia su barca, para ir a Bonifacio en busca de gen-te.Sentóse el pastor, rendido de haber habladotanto, y el patrón tomó la palabra:Sí, señor; este pobre viejo es quien fue a avisar-nos. Estaba casi loco de miedo, y desde entoncestiene la cabeza a componer. Lo cierto es que habíapor qué... Figúrese usted seiscientos cadáveres enmontón sobre la arena, revueltos con astillas de ma-dera y jirones de lona... ¡Pobre Ligera!... El mar lahabía molido de golpe y hecho trizas de tal modo,

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que el pastor Palombo apenas ha encontrado entre

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txttodos sus residuos con qué hacer una empalizadaalrededor de su choza... En cuanto a los hombres,desfigurados casi todos, espantosamente mutila-dos... daba pena verlos asidos unos a otros, en ra-cimos... Encontramos al capitán con uniforme degala, al capellán con estola al cuello; en un rincón,entre dos peñascos, un grumete con los ojos abier-tos... parecía vivo aún; ¡pero, no! Estaba resueltoque no se había de librar nadie...Al llegar el patrón aquí, se interrumpió, gritan-do:–¡Atención, Nardi, que se apaga la lumbre!Nardi echó en el brasero dos o tres pedazos detablones embreados, que se inflamaron, y Lionetticontinuó:–He aquí lo más triste de esta historia... Tressemanas antes del siniestro, una pequeña corbeta,que iba a Crimea, lo mismo que la Ligera, naufragóde idéntico modo y casi en el mismo sitio; sólo queaquella vez logramos salvar la tripulación y veintesoldados de ingenieros que iban a bordo... ¡Ya seve: esos pobres tiralíneas no estaban en su elemen-to! Se les condujo a Bonifacio y los tuvimos dos dí-as con nosotros en la marina... Una vez que se

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secaron bien y se pusieron en pie, ¡buenas noches,buena suerte! ¡Volvieron a Tolón, donde pocotiempo después los embarcaron de nuevo para Cri-mea!... ¿A que no adivina usted en qué buque?... ¡Enla Ligera, señor!... Los encontramos a todos veinte,tumbados entre los muertos, en el sitio donde esta-mos... Yo mismo reparó en un lindo sargento de fi-nos bigotes, un pisaverde de París, a quien habíadado cama en mi casa y que nos había hecho reírtodo el tiempo con sus historias... Al verlo allí, seme partió el corazón... ¡Ah, Santa Madre! ...Al decir esto, el honrado Lionetti sacudió, con-movido, la ceniza de su pipa y se envolvió en su ca-potón, dándome las buenas noches... Durante algúntiempo, aun charlaron entre sí a media voz los ma-rineros... Después, una tras otra, se apagaron las pi-pas... No se habló más... Marchóse el pastor viejo...Y yo me quedé solo a soñar despierto, en medio dela tripulación dormida.Bajo la impresión del lúgubre relato que acababade oír, traté de reconstruir con el pensamiento elpobre buque difunto y la historia de esta agonía deque fueron las aves goletas los únicos testigos. Al-gunos detalles que me chocaron, el capitán con uni-forme de gala, la estola del capellán, los veinte

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soldados de ingenieros, ayudáronme a adivinar to-das las peripecias del drama... Veía zarpar de Tolónla fragata, anochecido... Sale del puerto. Hay mar defondo y un viento terrible; pero el capitán es un va-liente marino, y todo el mundo tiene tranquilidad abordo...Al amanecer, levántase la bruma de mar. Co-mienza a haber inquietud. Toda la tripulación estásobre cubierta. El capitán no abandona la toldilla...

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtEn el entrepuente, donde están metidos los solda-dos, reina la obscuridad; la atmósfera está calurosa.Algunos están enfermos, echados encima de suspetates. El buque cabecea horriblemente; es imposi-ble estar de pie. Hablan sentados en corrillos en elsuelo, abrazándose a los bancos; hay que gritar paraoírse. Algunos empiezan a tener miedo... ¡No es pa-ra menos! Son frecuentes los naufragios en estos pa-rajes; si no, que lo digan los «tiralíneas», y lo queéstos cuentan no es para tranquilizar.Sobre todo, su sargento primero, un parisienseque siempre está de chunga, pone la carne de gallinacon sus chacotas:–¡Un naufragio!... Pues, si lo más divertido es unnaufragio. Salimos del paso con un baño frío, y lue-

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go nos llevan a Bonifacio, a comer mirlos en casadel patrón Lionetti.Y los «tiralíneas» ríe que te reirás...De pronto un crujido... ¿Qué es eso? ¿Qué pa-sa?...–El timón acaba de irse –dice un marinero cala-do de agua, el cual atraviesa corriendo el entre-puente.–¡Buen viaje! –grita ese loco de sargento; peroesto ya no hace reír a nadie.Gran tumulto sobre el puente. La bruma impideverse. Los marineros van y vienen horrorizados, atientas... ¡Ya no hay timón! Es imposible manio-brar... La Ligera, perdido el rumbo, corre como elviento... Entonces es cuando la ve pasar el aduane-ro; son las once y media. A proa de la fragata se oyeun cañonazo... ¡Las rompientes, las rompientes!..Acabóse; no más esperanza, se va en derechuraa la costa... El capitán baja a su cámara... Al cabo deun momento, vuelve a ocupar su sitio en la toldillacon uniforme de gala... Ha querido hermosearse pa-ra morir.En el entrepuente se miran ansiosos los solda-dos, sin rechistar... Los enfermos tratan de levantar-se... el sargentito ya no se ríe...

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Ábrese entonces la puerta y aparece en el um-bral el capellán con su estola:–¡ De rodillas, hijos míos!Todo el mundo obedece. Con voz atronadora,el sacerdote comienza las preces por los agonizan-tes.De pronto, un choque formidable, un grito, unosolo, una gritería inmensa, brazos tendidos, manosque se agarran, ojos extraviados por donde cruzacomo un relámpago la visión de la muerte...¡Misericordia!Así pasé toda la noche, soñando, evocan do, alos diez años del suceso, el alma del pobre buquecuyos restos me rodeaban. A lo lejos, en el estrecho,rugía la tempestad, la tempestad; la llama de la ho-guera tumbábase con las rachas de viento, y oíadanzar a nuestra barca al pie de las rocas, haciendorechinar las amarras.

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LOS ADUANEROS

La barca Emilia, de Porto–Vecchio, a bordo dela cual hice aquel viaje lúgubre a las islas Lavezzi,era una vieja embarcación de la aduana, semicu-bierta, donde, para resguardarse del viento, de laolas y de la lluvia, sólo, había un pequeño pabellónembreado, lo suficientemente ancho para contener aduras penas una mesa y dos literas. Así es que erande ver nuestros marineros con el mal cariz del tiem-po. Chorreaban los rostros, las empapadas blusashumeaban como ropa blanca puesta a secar en estu-fa, y en pleno invierno los infelices pasaban así díasenteros, hasta las noches inclusive, agazapados ensus húmedos bancos, tiritando entre aquella hume-dad malsana, porque no se podía encender fuego abordo, y con frecuencia era difícil ganar la costa...

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Pues bien, ni uno de aquellos hombres se quejaba.En los más duros temporales, siempre los vi conidéntica placidez, del mismo buen humor. Y, sinembargo, ¡qué triste vida la de esos carabineros demar!Casados casi todos ellos, con mujer é hijos entierra, permanecen meses fuera de su hogar, dandobordadas por aquellas tan peligrosas costas. Poralimento no tienen sino pan enmohecido y cebollassilvestres. ¡Nunca hay vino, nunca hay carne, por-que la carne y el vino cuestan caros, y ellos no gananmás que quinientos francos al año! ¡Figuraos si ha-brá oscuridad en la choza de allá abajo, en la mari-na, y si los niños tendrán que ir descalzos!... ¡Noimporta! Todas esas gentes parecen contentas consu suerte. A popa, delante del camarote, había ungran balde lleno de agua llovida, donde acudía latripulación a calmar la sed, y recuerdo que, tragadoel último buche, cada cual de esos pobres diablossacudía su escudilla con un ¡ah! de satisfacción, unaexpresión de bienestar cómica enternecedora a lavez.El más alegre y satisfecho de todos era un natu-ral de Bonifacio, tostado, bajo y rechoncho, a quienllamaban Palombo. Este no hacia más que cantar,

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aun con los mayores temporales, Cuando el oleajese ponía plomizo, cuando el cielo obscuro por lacerrazón llenábase de menudo granizo y estaban to-dos allí venteando la borrasca que iba a venir, en-tonces, entre el profundo silencio y la ansiedad de abordo, comenzaba a canturrear la voz tranquila dePalombo:

No, señor,Es mucho honor.Liseta es honrada y no fe... a:

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtSe queda en la alde... a...

Y por más rachas que venían, haciendo gemir elvelamen, zarandeando é inundando la barca, la can-ción del aduanero seguía su curso, balanceada cualuna gaviota en la cresta de las olas. Algunas veces elviento acompañaba demasiado fuerte, ya no se oíanlas palabras; pero tras cada golpe de mar, entre elmurmullo del agua que chorreaba, oíase de continuoel estribillo del cantar:

Liseta es honrada y no fe... a:Se queda en la alde... a...

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Sin embargo, en un día de viento y lluvia muyfuertes, no lo oí ya. Era tan extraordinario esto, quesaqué del camarote la cabeza:–¡Eh, Palombo! ¿Hoy no se canta?Palombo no respondió. Estaba inmóvil, echadoen su banco. Me acerqué a él. Castañeteábanle losdientes; todo su cuerpo temblaba de fiebre.–Tiene una puntura –me dijeron tristemente suscamaradas.La que llaman ellos puntura es una punzada decostado, una pleuresía. Aquella gran cerrazón plo-miza, aquella barca chorreando agua, aquel pobrefebricitante envuelto en un viejo capote de cauchoque relucía bajo la lluvia como una piel de foca: enmi vida he visto nada más lúgubre. Bien prontoagravaron su enfermedad el frío, el viento y el vai-vén de las olas. Entróle delirio; hubo que atracar.Al cabo de mucho tiempo y grandes esfuerzos,entramos al atardecer en una ensenadita árida y si-lenciosa, animada solamente por el vuelo circular dealgunas gouailles. En todo alrededor de la playa er-guíanse altas rocas escarpadas, intrincados laberin-tos de arbustos verdes, de un verde obscuro y hojaperenne. Abajo, a orillas del agua, una casita blanca,con postigos grises, era el puesto de la aduana. En

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medio de ese desierto, aquel edificio del estado, concifras como una gorra de uniforme, tenía algo desiniestro. Allí desembarcaron al pobre Palombo.¡Triste asilo para un enfermo! Encontramos aladuanero disponiéndose a comer al amor de la lum-bre, con su mujer y sus hijos. Todas aquellas gentestenían caras pálidas, amarillentas, grandes ojossombreados por la fiebre. La madre, joven aun, conun niño de pechos en los brazos, tiritaba al hablarcon nosotros.–Es un puesto terrible –me dijo en voz baja elinspector. –Nos vemos en el caso de relevar nues-tros aduaneros cada dos años. La fiebre de las ma-rismas los devora.No obstante, tratábase de ir en busca de un mé-dico. No había ninguno antes de llegar a Sartène, esdecir, a seis ú ocho leguas de allí. ¿Cómo arreglár-selas? Nuestros marineros ya no podían más, estabademasiado lejos para enviar a uno de los niños.Entonces la mujer, inclinándose fuera, llamó:

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txt–¡Ceceo!... ¡Ceceo!Y vimos entrar un mocetón muy fornido, ver-dadero tipo de cazador en vedado o de bandito, consu gorro de lana parda y su pelone de pelo de cabra.Al desembarcar había reparado ya en él,' viéndole

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sentado a la puerta, con su pipa roja entre los dien-tes y un fusil entre las piernas, pero no sé por qué,había huido al aproximarnos. Quizá creyera queiban gendarmes con nosotros. Cuando entró, rubo-rizóse un poco la aduanera.–Es mi primo –nos dijo. –No hay cuidado queéste se pierda entre la espesura.Después le habló en voz baja, señalándole el en-fermo. Inclinóse el hombre sin rechistar, silbó a superro y echó a correr a todo escape, escopeta alhombro, saltando de peña en peña con sus largaszancas.Durante ese tiempo, los niños, a quienes parecíaaterrar la presencia del inspector, acabaron prontode comer las castañas y el brucio (queso blanco). ¡Ysiempre agua, nada más que agua en la mesa! Sinembargo, para esos pequeñuelos ¡hubiera venidotan bien un trago de vino! ¡Ah, miseria! Al cabo, lamadre subió a acostarlos, el padre, encendiendo elfarol, fuése a inspeccionar la costa, y nosotros per-manecimos velando a nuestro enfermo, que se agi-taba en su camastro cual si aun estuviese en altamar, zarandeado por el oleaje. Para calmar un pocosu puntura, hicimos calentar guijarros y ladrillos, po-niéndoselos en el costado calientitos. Una o dos ve-

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ces, al acercarme a su lecho, me conoció el infeliz, ypara darme las gracias me tendió trabajosamente lamano, una manaza rasposa y ardiente cual uno deesos ladrillos sacados del fuego.¡Triste velada! Fuera habíase recrudecido eltemporal con la conclusión del día, y era aquello unestrépito, una descarga cerrada, un surgidero de es-pumarajos, la batalla entre los peñascos y las aguas.De vez en cuando, un golpe de viento de alta marlograba colarse en la caleta y envolvía nuestra casa.Conocíase por la súbita crecida de las llamas, queiluminaban de pronto los mohinos rostros de losmarineros, agrupados en derredor de la chimenea ymirando el fuego con esa plácida expresión que dael hábito de las grandes perspectivas y de los hori-zontes inmensos. También, a veces, quejábase Pa-lombo con dulzura. Entonces todos los ojos sedirigían hacia el rincón obscuro, donde el pobrecompañero estaba en el trance de morir, lejos de lossuyos y sin ayuda, y acongojados los pechos, oíansegrandes suspiros. Eso es todo cuanto arrancaba aaquellos trabajadores del mar, pacienzudos y dulces,el sentimiento de su propio infortunio. Nada demotines ni de huelgas.

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¡Un suspiro, y nada más! Sin embargo, me equi-voco. Al pasar uno de ellos por delante de mí paraechar al fuego un haz de leña, me dijo con voz bajay conmovida:–¡Ya ve usted, señor, que pasan muchos tor-mentos en nuestro oficio!

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LOS VIEJOS

–¿Una carta, tío Azam?–Sí, señor... ésta viene de París.¡Y poco orgulloso estaba el buen tío Azam deque ésta viniese de París! Yo no. Algo me decía queaquella parisiense de la calle de Juan Jacobo, al caeren mi mesa tan de improviso y tan temprano, iba ahacerme perder toda la mañana. No me equivoqué,y si no, vedlo:«Amigo mío: Necesito que me hagas un favor.Cierra por un día tu molino, y véte a escape a Eyg-nières. Eygnières es un lugarón a tres o cuatro le-guas de tu residencia, un paseo, como quien dice. Alllegar, preguntas por el convento de las huérfanas. Acontinuación del convento, la primera casa es unade un solo piso, que tiene postigos grises y un jardi-

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nillo detrás. Entra sin llamar, la puerta está siempreabierta, y al entrar grita fuerte: –¡ Buenos días, buenagente! Soy amigo de Mauricio. –Entonces verás dosviejecitos, ¡oh! pero viejos, reviejos, archiviejos,echarte los brazos desde el fondo de sus grandessillones, y los abrazas de mi parte, de todo corazón,como si fuesen cosa tuya. Luego charlaréis, te habla-rán de mí, nada más que de mí, te contarán mil cho-checes, que debes escuchar sin reírte. ¿No te reirás,eh? Son mis abuelos, dos seres para los cuales yosoy toda su vida, y que no me han visto desde hacediez años. ¡Mira tú que diez años ya tienen días! Pe-ro, ¿qué quieres? Me tiene cogido París, y a ellos laedad avanzada. Son tan viejos, que si viniesen averme, se quebraban en el camino. Por fortuna, miquerido molinero, estás tú por ahí abajo, y al abra-zarte, los pobres creerán en cierto modo que meabrazan a mí mismo. ¡Les he hablado tan a menudode nosotros y de nuestra buena amistad!¡Llévese el diablo la buena amistad! Precisa-mente aquella mañana hacía un tiempo admirable,pero poco a propósito para andar por los caminos,demasiado mistral y excesivo sol, un verdadero díade Provenza. Cuando llegó aquella maldita carta ha-bía ya elegido mi abrigo (cagnard) entre dos rocas, y

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soñaba con permanecer allí todo el día como un la-garto, embriagándome de luz y oyendo cantar lospinos. En fin, ¿qué hemos de hacerle? Cerré el mo-lino refunfuñando, y puse la llave debajo de la gate-

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtra. Cogí el garrote y la pipa, y andando.Llegué a Eygnières a eso de las dos. El villorrioestaba desierto, todo el mundo en el campo. En losolmos, cerca a la acequia, blancos de polvo, canta-ban las cigarras como en pleno Crau. En la plaza dela Alcaldía estaba un asno tomando el sol, y en lafuente de la iglesia una bandada de palomas, pero niun alma para indicarme el convento de las huérfa-nas. Por fortuna, aparecióseme de pronto un hadavieja, hilando en cuclillas junto al quicio de supuerta, le dije lo que buscaba, y como aquella hadaera muy poderosa, no tuvo más que levantar la rue-ca, y enseguida se alzó ante mí, como por magia, elconvento de las huérfanas. Era un caserón destar-talado y oscuro, muy orgulloso de ostentar sobre supórtico ojival una vetusta cruz de arenisca roja, conun poco de latín alrededor. Junto a aquella casa, viotra más pequeña, postigos grises, el jardín detrás.La conocí enseguida, y entré sin llamar.En toda mi vida se me despintarán aquel largocorredor fresco y tranquilo, la pared pintada de co-

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lor de rosa, el jardinillo que oscilaba en el fondo através de una cortina de color claro, y en todos lostableros flores y violines descoloridos. Parecíamellegar a casa de algún antiguo bailío de los tiemposde Maricastaña. Al fin del pasillo, a la izquierda, poruna puerta entornada se oían el tic tac de un granreloj y una voz infantil, pero de niño de la escuela,que leía parándose en cada sílaba: En... ton... cesSan... I... re... ne... o... ex...cla...mó:... Yo... soy... el...tri... go ... del.... Se... ñor... Es... me... nes... ter... que...me... tri... tu... ren... las... mue... las... de... es... tos... a...ni... ma... les... Me aproximé con tiento a aquellapuerta y miré.Entre el sosiego y la media luz de un cuartito, unbuen anciano de pómulos rojos, arrugado hasta lapunta de los dedos, dormía en el fondo de un sillón,con la boca abierta y las manos en las rodillas. a suspies, una niñita vestida de azul, esclavina grande ycapillo pequeño, el traje de las huérfanas, leía la Vi-da de San Ireneo en un libro mayor que ella. Esta lec-tura milagrosa había obrado sobre toda la casa. Elviejo dormía en su sillón, las moscas en el cielo rasoy los canarios en sus jaulas, allá abajo, en la ventana.El gran reloj zumbaba, tic tac, tic tac. En toda la es-tancia no había despierto nada más que un gran haz

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de luz que entraba derecho y blanco por entre lospostigos cerrados, lleno de chispas vivientes y devalses microscópicos. En medio del adormeci-miento general, la niña continuaba su lectura conaire grave: Al... pun... to... dos... le... o... nes se... a...rro... ja... ron... so... bre... él... y... lo... de... yo...ra...ron... En ese momento entré yo. Los leones de SanIreneo, precipitándose dentro de la habitación, nohubieran producido allí más asombro del que yoproduje. ¡Un verdadero golpe teatral! La pequeñaexhala un grito, cáese el librote, se despiertan loscanarios y las moscas, el viejo se yergue sobresalta-

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtdo, despavorido y turbado yo mismo un poco, medetengo en el umbral gritando muy fuerte:–¡Buenos días, buenas gentes, soy amigo deMauricio!¡Oh! Entonces, si hubieseis visto al pobre viejo,si le hubieseis visto venir hacia mí, con los brazosextendidos, abrazarme, apretarme las manos, corrertrastornado por el cuarto, diciendo:–¡Dios mío, Dios mío!Reíansele todas las arrugas de la cara. Estaba'rojo. Tartamudeaba.–¡ Ah, caballero! ¡Ah, caballero!Luego se iba al fondo, llamando:

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–¡Mamette!Abrese una puerta, suena por el pasillo un trote-cito de ratón. Era Mamette. Nada tan lindo comoaquella viejecita con su gorro de casco, su hábitocarmelita y el pañuelo bordado, que tenia en la ma-no por honrarme, a la antigua, usanza. ¡Cosa enter-necedora: se asemejaban! Con papelina y cocasamarillas, también él hubiera podido llamarse Ma-mette. Sólo que la verdadera Mamette había debidollorar mucho en su vida, y aun estaba más arrugadaque la otra. También, como la otra, tenía junto a síuna niña del asilo de huérfanas, guardianita con es-clavina azul que jamás la abandonaba, y el ver esosviejos protegidos por esas huérfanas, era lo más,conmovedor que imaginarse pueda.Al entrar había comenzado Mamette por ha-cerme una gran reverencia; pero el viejo le cortó porla mitad la susodicha reverencia con cuatro pala-bras.–Es amigo de Mauricio.Y cátate que enseguida tiembla, llora, pierde elpañuelo, se pone encarnada, muy roja, aun más rojaque él. –¡Esos viejos! No tienen mas que una gotade sangre en las venas, y á la menor emoción se lessube a la cara.

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–¡ Pronto, pronto una silla! –dice la vieja a suniña.–¡ Abre los postigos! –grita el viejo a la suya.Y cogiéndome cada cual por una mano, llevá-ronme de un trote a la ventana, abierta de par enpar, con objeto de verme mejor. Acercan los sillo-nes, me instalo entre ambos en una silla de tijera, seponen detrás de nosotros, las dos niñas de azul, ycomienza el interrogatorio.–¿Cómo está? ¿Qué hace? ¿Por qué no viene?¿Está contento?Y patatín, y patatán. Así durante dos horas.Respondí lo mejor que pude a todas las pre-guntas, diciendo acerca de mi amigo los detalles deque era sabedor, inventando descaradamente losque no sabía, y guardándome sobre todo, de confe-sar que nunca había reparado en si cerraban biensus ventanas, o de qué color era el papel de sucuarto.–¡El papel de su cuarto! Es azul, señora, azul

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtclaro con guirnaldas.–¿Verdad? –exclamaba enternecida, la pobrevieja.Y dirigiéndose a su marido, añadía:–¡Es tan buen muchacho!...

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–Oh, sí, es un buen muchacho –repetía el otrocon entusiasmo.Y todo el tiempo que yo hablaba había entreellos meneos de cabeza, sonrisitas maliciosas, gui-ños de ojos, aires de valor entendido. O bien, elviejo que se me acercaba para decirme:–Hable usted más fuerte. Es un poco dura deoído.Y ella por su parte:–Un poco más alto, se lo ruego. Es un poco te-niente.Entonces alzaba yo la voz, y ambos me dabanlas gracias con una sonrisa, y entre esas marchitassonrisas con que se inclinaban hacia mí, buscandoen el fondo de mis ojos la imagen de su Mauricio,conmovíame el hallar yo mismo aquella imagen, va-ga, velada, casi imperceptible, cual si viese a mi ami-go sonreírseme, muy lejos, entre una bruma.De pronto se endereza el viejo en el sillón.–¿A que no sabes en qué estoy pensando, Ma-mette? ¡Quizá no habrá almorzado!Y Mamette, trastornada, alzando los ojos alCielo:–¡ Sin almorzar! ¡Santo Dios!

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Creí que aun se trataría de Mauricio, é iba a res-ponder que ese buen, muchacho nunca se retrasabamás del mediodía para ponerse a la mesa. Pero no,era de mí de quien se hablaba. Y eran de ver las idasy venidas cuando confesé que aun estaba yo en ayu-nas:–¡Pronto, el cubierto, azulitas! La mesa en, me-dio del cuarto, el mantel del domingo, los platos deflores. No os riáis tanto, haced el favor, y despa-chemos de prisita.Creo que, en efecto, se apresuraron. Apenas enel tiempo preciso para romper tres platos, encon-tróse servido el almuerzo.–¡ Un buen almuercito! –me decía Mamette alllevarme a la mesa –sólo que es únicamente parausted. Nosotros hemos comido ya esta mañana.A cualquiera hora que se coja a esos pobresviejos, siempre resulta que han comido por la ma-ñana.El buen almuercito de Mamette consistía en dosdedos de leche, unos dátiles y una barquette, una cosaasí como un pestiño, algo con que alimentarse ella ysus canarios lo menos durante ocho días. ¡Y decirque yo solo di fin a todas aquellas provisiones! Así,pues, ¡qué indignación en torno de la mesa! ¡Cómo

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cuchicheaban las azulitas, dándose con el codo! Yallá abajo, en el fondo de sus jaulas, cómo parecíandecirse los canarios: ¡Oh! ¿Pues no se come ese se-ñor todo el pestiño de una sentada?En efecto, me lo comí todo y casi sin darmecuenta de ello, ocupado como estaba en mirar a mialrededor en aquella estancia clara y apacible, dondeflotaba como un olor a cosas antiguas. Había, sobretodo, dos camitas de las cuales no podía separar losojos. Figurábame esos lechos, casi como dos cunas,a la hora del alba, cuando aun están, sepultados bajosus grandes cortinajes de cenefas. Dan las tres de lamadrugada. Es la hora en que todos los viejos sedespiertan:–¿Duermes, Mamette?–No, querido.–¿No es verdad que Mauricio es un buen mu-chacho?–¡Oh, sí! Es un buen muchacho.Y así por el estilo, una charla entera imaginába-me yo, sólo con haber visto esas dos camitas deviejo, alzadas una junto a otra. Durante este tiempoal extremo opuesto de la habitación ocurría un dra-ma terrible delante del armario. Tratábase de alcan-zar allá arriba, en la última tabla, cierto frasco de

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cerezas en aguardiente que esperaba a Mauricio diezaños ha, y con cuya apertura quisieron, obsequiar-me. A pesar de las súplicas de Mamette, el viejo sehabía empeñado en ir a buscar él mismo las cerezas,y subido en una silla, con gran espanto de su mujer,trataba de llegar allá arriba. Figuraos el cuadro; elviejo temblaba, y empinábase; las niñas de azul, aga-rradas a la silla de éste, detrás de él Mamette, ja-deante, con los brazos tiesos, y sobre todo esto unleve aroma de bergamota que exhalan desde el ar-mario abierto grandes pilas de ropa blanca amari-llenta. Era encantador.Al fin, tras muchos esfuerzos, logróse sacar delarmario el famoso frasco y con él un antiguo vasitode plata todo abollado, el vaso de Mauricio cuandoera pequeño. Me lo llenaron1de cerezas hasta elborde, ¡le gustaban tanto a Mauricio las cerezas! Yal servirme el viejo me decía al oído con aire golo-són:–¡Qué feliz es usted al poder comerlas! Mi mu-jer es quien las ha hecho. Va usted a probar cosabuena.Su mujer, ¡ah! las había hecho, pero se le habíaolvidado echarles azúcar. ¿Qué queréis? Al enveje-cer se vuelve uno distraído. Pobre Mamette mía, las

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cerezas de usted eran atroces. Pero eso no fue óbicepara que me las comiese hasta los, rabos, sin pesta-ñear.Terminada la refacción, me levanté para despe-dirme de mis huéspedes. Bien hubieran querido te-nerme aún junto a ellos un poco, para hablar delmuchacho, pero iba atardeciendo, estaba lejos el

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtmolino, era preciso partir..El viejo se había levantado al mismo tiempoque yo.–Mamette, mi sobretodo. Quiero acompañarlohasta la plaza.De seguro que para sus adentros pensaba Ma-mette que hacía ya un poco fresco para acompañar-me hasta Ja plaza, pero no lo dio a conocer. Sólo,mientras le ayudaba a meterse las mangas del so-bretodo, un bonito sobretodo de color rapé conbotones de nácar, oí a la buena señora que le decíacon dulzura:–No te recogerás demasiado tarde, ¿no es así?Y él, con aire picaresco:–¡Jem! ¡Jem! No lo sé. Quizá.Tras esto se miraron riéndose, y las niñitas deazul se reían de verlos reír, y en su rincón reíansetambién a su modo los canarios. Dicho sea entre

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nosotros, creo que el olor de las cerezas los habíaemborrachado a todos un poquillo.Caía la tarde cuando salimos el abuelo y yo. Laniña del vestido azul nos seguía de lejos, paraacompañarlo a la vuelta, pero él no la veía, y estabaorgulloso de marchar de mi brazo como un hom-bre. Mamette, radiante, veía todo esto desde el qui-cio de la puerta, y al mirarnos hacía unos graciososmeneítos de cabeza que parecían decir: A pesar detodo, mi pobre hombre... anda todavía.

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EL SUBPREFECTO EN EL CAMPO

Él señor subprefecto está de expedición. Con elcochero delante y él lacayo a la zaga, el coche de lasubprefectura le lleva majestuosamente a la Exposi-ción regional de La –Combe –aux –Fées. En ese díamemorable el señor subprefecto se ha puesto lahermosa casaca bordada, el sombrerito apuntado, elpantalón estrechó con galón de plata y la espada degala con puño de náca1r. En sus rodillas descansauna gran cartera de piel de zapa con relieves, y lacontempla tristemente.El señor subprefecto mira con tristeza su carterade zapa estampada en hueco; piensa en el famosodiscurso que pronto ha de tener que pronunciar enpresencia de los habitantes de La –Combe –aux –Fées.

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–Señores y queridos administrados.Pero, por más que atusa las rubias y sedosas pa-tillas, y repite veinte veces seguidas: Señores y que-ridos administrados, no se le ocurre la continuacióndel discurso.No se le ocurre la continuación del discurso...¡Hace tanto calor dentro de aquel coche! ...Hasta perderse de vista, el camino de La –Combe –

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtaux –Fées está lleno de polvo, bajo el sol de medio-día. El aire abrasa... y sobre los olmos de orillas delcamino, enteramente cubiertos de blanco polvo, mi-llares de cigarras se desprenden de un árbol a otro.De pronto se estremece el señor subprefecto. Alláabajo, al pie de una ladera, acaba de ver un verderobledal que parece hacerle señas.El bosquecillo de carrascas parece hacerle, se-ñas:–Venga usted aquí, señor subprefecto, paracomponer su discurso estará usted mucho mejor alpie de mis árboles.El señor subprefecto queda seducido, apéase delcoche y dice a sus gentes que le aguarden que va acomponer su discurso en el pequeño robledo.En el bosquecillo de verdes carrascas hay aves,violetas y fuentes bajo la fina hierba... Cuando ven al

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señor subprefecto con sus lindos pantalones y sucartera de zapa estampada, los pájaros tienen miedoy dejan de cantar, las fuentes no se atreven a meterruido y las violetas se esconden entre el césped.,Toda esa gentecilla menuda jamás ha visto a unsubprefecto, y pregúntase en voz baja quién será esegran señor que se pasea con pantalón de plata.Bajo el follaje pregúntanse en voz baja quién esese señor con pantalón de plata. Mientras tanto elseñor subprefecto, encantado con el silencio y lafrescura del bosque, se levanta los faldones de la ca-saba, deja encima de la hierba el sombrero apuntadoy toma asiento en el musgo al pie de una encina jo-ven. Luego abre en las rodillas la gran cartera de pielde zapa con relieves y saca de ella un ancho pliegode papel ministro.–¡ Es un artista! –dice la curruca.–No –contesta un pajarillo –no es un artista,puesto que lleva pantalón de plata, es más bien unpríncipe.–Es más bien un príncipe –repite otro pajarito.–Ni un artista, ni un príncipe –interrumpe unviejo ruiseñor, que ha estado cantando una tempo-rada en los jardines de la subprefectura. –Yo séquién es: es... ¡un subprefecto!

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Y en todo el bosquecillo se oye cuchichear:–¡ Es un subprefecto! ¡Un subprefecto!–¡Qué calvo está! –observa una alondra muymoñuda.Las violetas preguntan:–¿Es mala persona?–¿Es mala persona? –preguntan las violetas.El viejo ruiseñor responde:–¡No es del todo malo!Y con esta seguridad, los pájaros vuelven po-nerse a cantar, las fuentes á correr y las violetas aembalsamar el aire, como si aquel señor no estuvie-se allí. Impasible en medio de todo aquel grato ba-rullo, el señor subprefecto invoca en su corazón a laMusa de los comicios agrícolas, y lápiz en ristre,comienza a declamar con su voz de ceremonia:

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txt–Señores y queridos administrados...Señores y queridos administrados –dice el sub-prefecto, con su voz de ceremonia.Una carcajada le interrumpe, vuelve la cabeza ysólo ve un gran pico verde que lo mira riéndose, depatas en el sombrero apuntado, El subprefecto seencoge de hombros y quiere continuar su discurso.Pero el pico verde lo interrumpe, y le grita desdelejos:

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–¿Para qué sirve eso?¿Para qué sirve eso? –dice el subprefecto, po-niéndose encarnado, y echando con un ademán aaquel pájaro atrevido, prosigue a más y mejor:Señores y queridos administrados –prosigue amas y mejor el subprefecto.Pero cátate que entonces se yerguen hacia él lasvioletas desde la punta de sus tallos, y le dicen condulzura:–Señor subprefecto, ¿nota usted qué bien ole-mos?Y las fuentes le dan bajo el musgo una músicadivina, y entre las ramas, por encima de su cabeza,bandadas de cucurrucas acuden á cantarle sus airesmás bonitos, y todo el bosquecillo conspira paraimpedirle componer su discurso.Todo el bosquecillo conspira para impedirlecomponer su discurso.El señor subprefecto, marcado de aromas, ebriode música, en vano trata de resistir el nuevo encantoque le invade. Se pone de codos de la hierba, se de-sabrocha la hermosa casaca; y tartamudea otras doso tres veces:–Señores y queridos administrados. Señores yqueridos adminis... Señores y queridos...

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Luego envía al demonio los administrados, y laMusa de los comicios agrícolas no tiene más reme-dio que taparse el rostro.Cúbrete el rostro, ¡oh! Musa de los comiciosagrícolas! Cuando al cabo de una hora las gentes dela subprefectura, intranquilos por su señor, entranen el bosquecillo, Ven un espectáculo que les haceretroceder con horror. El señor subprefecto estabaechado boca abajo encima de la hierba, despechu-gado como un bohemio. Habíase quitado la casaca,y mascando violetas, el señor subprefecto hacía ver-sos.

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EL POETA MISTRAL

Cuando el domingo último me levanté, de lacama, creí despertarme en la calle, del Faubourg–Montinartre. Llovía, el cielo estaba gris, el molinotriste. Me dio miedo pasar en casa aquel día de llu-via, y al punto sentí deseos de ir a calentarme un

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtpoco a la de Federico Mistral, ese gran poeta quevive a tres leguas de mis pinos, en su villorrio deMaillane.Dicho y hecho: una estaca de rama de mirto, miMontaigne, una manta, ¡y en marcha!Nadie en los campos... Nuestra hermosa Pro-venza católica deja a la tierra descansar el domin-go... Los perros solos en los hogares, las granjascerradas... De tarde en tarde, una galera de «ordina-rio» con el toldo chorreando; una vieja, cubierta la

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cabeza con su mantón de color de hoja seca; mulasen traje de gala, guarnición de esparto azul y blanco,madroños rojos, cascabeles de plata, conduciendouna carreta de gentes de las masías que van a misa;después, allá abajo, a través de la bruma, una barcaen la roubine y un pescador de pie, lanzando su espa-ravel.No hubo medio de leer en el camino aquel día.Caía a torrentes la lluvia, y la tramontana la arrojabaa cubos al rostro... Hice la caminata de un tirón, ydespués de tres horas de andar, vi a la postre antemí los tres cipresitos en medio de los cuales se res-guarda la comarca de Maillane por temor al viento.Ni un gato en las calles de la aldea; todo elmundo estaba en misa mayor. Cuando pasé por de-lante de la iglesia, zumbaba el piporro, y vi relucirlos cirios a través de las vidrieras de colores.La residencia del poeta está a lo último del, tér-mino municipal; es la postrera casa a la izquierda, enel camino de Saint–Reiny, una casita de un piso, conun jardín delante... Entro quedito... ¡Nadie! Lapuerta del salón está cerrada, pero oigo que detrásde ella anda alguien y habla en voz alta... Conozcomuchísimo ese paso y esa voz... Me detengo un ratoen el corredorcito enlucido con cal, puesta la mano

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en el pestillo de la puerta, muy emocionado. E 1 co-razón me palpita.Ahí está. Trabaja... ¿Debo esperar a. que –con-cluya la estrofa? ¡A fe mía, tanto peor! Entremos.¡Ah, parisienses! Cuando el poeta de Maillanefue entré vosotros a enseñar a París su Mireya, y vis-teis a ese Chactas con traje de ciudad, con cuellorecto, y sombrero alto, que le molestaba tanto comosu gloria, habéis e reído que ese era Mistral... No; noera él. No hay nada más, que un Mistral en el mun-do, el que sorprendí yo el domingo último en su lu-garejo, con el sombrero de fieltro de alas anchas enla oreja, sin chaleco, de chaquetón, con su roja fajacatalana ciñéndole los riñones, brillantes los ojos,con el fuego de la inspiración en las mejillas, magní-fico con su dulce sonrisa, elegante como un pastorgriego, y andando a paso largo, con las manos enlos bolsillos, haciendo versos.–¡Cómo! ¿Eres tú? –gritó Mistral, incliándose-me de un salto al cuello. –¡ Qué buena idea has te-nido de venir! ... Precisamente, hoy es la fiesta deMaillane. Tenemos la música de Aviñón, toros, pro-cesión, farándula; esto será magnífico... Mi madre va

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txta volver de misa, almorzaremos y luego izas! nosvamos a ver como bailan las mozas, guapas.

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Mientras me hablaba, miré con emoción ese sa-loncito de papel claro, que hacía mucho tiempo queno había visto y donde he pasado ya tan hermosashoras. Nada estaba cambiado. Siempre el mismo so-fá de cuadros amarillos, los dos sillones de paja, laVenus sin brazos y la Venus de Arlés en la chime-nea, el retrato del poeta por Hébert, su fotografíapor Esteban Carjat, y en un rincón, junto a la venta-na, el escritorio, una pobre mesita de oficial del re-gistro, enteramente cargada de libracos viejos y dediccionarios. En medio de esa mesa de despacho, viun gran cuaderno abierto... Era Calendal, el nuevopoema de Federico Mistral, que debe aparecer esteaño el día de Navidad. Hace siete años que Mistralestá trabajando en ese poema, y cerca de seis mesesque escribió el último verso; sin embargo, no seatreve aún á separarse de él. Se comprende; siemprehay una estrofa que, pulir, una ritma más sonora queencontrar... Por más que Mistral escribe en proven-zal, trabaja sus versos como si todo el mundo tuvie-se que leerlos en esa lengua y tenerle en cuenta susesfuerzos de buen obrero... ¡Oh, valiente poeta! DeMistral hubiera podido también decir Montaigne:Acordaos de aquel a quien, como le preguntasen aqué venía tomarse tanto trabajo en un arte que no

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podía llegar a conocimiento sino de escasas perso-nas, respondió: «Pocas necesito. Me sobra una. Mebasta con ninguna.Tenía yo en las manos el cuaderno de Calendal, yhojeábalo lleno de emoción... De pronto, una bandade pífanos y tamboriles resonó en la calle delante dela ventana, y cátate a mi Mistral que corre al armario,saca de él vasos y botellas, arrastra la mesa al mediodel salón, y abre la puerta a los músicos, diciéndo-me:–No te rías... Vienen a darme la alborada... Soyconcejal.El saloncillo se llenó de gente. Pusieron lostamboriles encima de las sillas, la vieja bandera enun rincón, y circuló el vino trasañejo. Luego de be-berse algunas botellas, a la salud de don Federico,de conversar gravemente acerca de la fiesta, de si lafarándula será tan bonita como el año último, de sise portarán bien los toros, retíranse los músicos yvan a dar la alborada a casa de los demás regidores.En ese momento llega la madre de Mistral.En un periquete ponen la mesa; un hermosomantel blanco y dos cubiertos. Yo conozco los usosde la casa: sé que cuando Mistral tiene convidados,su madre no se sienta a la mesa... La pobre anciana

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sólo conoce el provenzal, y se las vería y desearía

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtpara hablar con franceses... Por otra parte, hace faltaen la cocina.¡Santo Dios, qué hermosa comida tuve aquellamañana! Un trozo de cabrito asado, queso de mon-te, mostillo, higos, uvas moscateles; todo ello rocia-do con ese magnífico Cháteau –neuf de los Papas, de uncolor rojo tan precioso en los vasos...A los postres, voy en busca del cuaderno delpoema y lo pongo en la mesa delante de Mistral.–Habíamos quedado en salir –dijo sonriéndoseel poeta.–¡No, no! ¡Calendal! ¡Calendal!Mistral se resigna, y con su voz musical y dulce,llevando el compás de los versos con la mano, laemprende con el canto primero:

De tina moza loca de amor,Ahora que he dicho la triste aventura,Cantaré, si Dios quiere, un hijo de Cassis,Un pobrecito pescador de anchoas...

Fuera tocaban a vísperas las campanas, estalla-ban los cohetes en la plaza, pasaban y repasaban pí-

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fanos y tamboriles por las calles. Mugían los torosde Camargue, que llevaban a lidiar.De codos en el mantel, con lágrimas en los ojos,escuché la historia del pescadorcillo provenzal.Calendal no es más que un pescador; el amor loconvierte en un héroe... Para conquistar el corazónde su amada, la hermosa Estérelle, emprende cosasmilagrosas, y los doce trabajos de Hércules son na-da en comparación de los suyos.Una vez, habiéndosele puesto en la cabeza ha-cerse rico, inventa formidables artes de pesca y setrae al puerto todos los pescados del mar. Otra vez,va a retar en su propio nido de águilas a un terriblebandolero de las gargantas de Ollionles, el condeSeveran, entre sus matones y sus ganforras... ¡Vayaun mozo de temple ese mocito Calendal! Un día seencuentra en Sainte–Baume con dos partidas de ar-tesanos que habían ido allí a solventar sus disputas afuerza de grandes golpes de compás, encima del se-pulcro del maestro Yago, un provenzal que hizo laarmadura del templo de Salomón, sí solo llevan us-tedes a mal. Calendal se arroja en medio de la carni-cería y apacigua á los compañeros sólo conhablarles...

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¡Empresas sobrehumanas!... Había allá arriba,en las peñas de Lure, un bosque de cedros inaccesi-bles, donde jamás leñador alguno se había atrevidoa subir.Va Calendal allí y se queda treinta días entera-mente solo. Durante treinta días, óyese el ruido desu hacha, que resuena al hundirse en los troncos.Ruge la selva; uno a uno caen los viejos árbolesgigantescos y ruedan al fondo de los abismos, ycuando baja Calendal, ya no queda ni un cedro en lamontaña...

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtAl fin y al cabo, en recompensa de tales haza-ñas, el pescador de anchoas consigue el amor deEstérelle, y es nombrado cónsul por los habitantesde Cassis. He ahí la historia de Calendal. Pero; quéimporta Calendal? Lo que, ante todo, está vivo en elpoema, es la Provenza, la Provenza del mar, la Pro-venza de la montaña, eón su historia, sus costum-bres, sus leyendas, sus paisajes, todo un pueblocandoroso y libre que ha encontrado su gran poetaantes de morir...Y ahora, ¡trazad caminos de hierro, plantadpostes de telégrafos, expulsad la lengua provenzalde las escuelas!

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¡Provenza vivirá eternamente en Mireya y enCalendal!–¡ Basta de poesía! –dijo Mistral, cerrando sucuaderno. –Hay que ir a ver la fiesta.Salimos. Todo el pueblo estaba en las calles; unramalazo de cierzo había despejado el cielo, el cualbrillaba alegremente sobre las rojas techumbres,mojadas por la lluvia. Llegamos a tiempo de ver deregreso la procesión. Durante una hora fue aquelloun interminable desfile de penitentes con capirotes,penitentes blancos, penitentes azules, penitentes gri-ses, cofradías de muchachas con velo, estandartesrojos con flores de oro, grandes santos de maderadesdorados y conducidos en cuatro hombros, san-tas de loza coloridas como ídolos, con grandes ra-mos en la mano, capas de coro, incensarios, doselesde terciopelo verde, crucifijos rodeados de sedablanca; todo esto ondulando al viento, entre la luzde los cirios y la del sol, en medio de salmos, de le-tanías y de las campanas, que tocaban a rebato.Concluida la procesión y vueltos á poner lossantos en sus capillas, fuimos a ver los toros, des-pués los juegos en la era, las luchas de hombres, lostres saltos, el ahorcagato, el juego del odre y todo elregocijado aparato de las fiestas de Provenza... Caía

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la noche cuando regresamos a Maillane. En la plaza,frente al cafetín donde va Mistral por la noche a ju-gar su partida con su amigo Zidore, hablan encen-dido una gran hoguera... Organizábale la farándulaFaroles de papel recortado alumbraban por todaspartes entre la obscuridad; la juventud tomabapuesto, y bien pronto, a un redoble de los tambori-les, comenzó alrededor de las llamas un corro loco,estrepitoso, que había de durar toda la noche.Después de cenar, demasiado rendidos de can-sancio para correr otra vez, subimos a la alcoba deMistral. Es un modesto dormitorio de campesino,con dos grandes camas. Las paredes no tienen pa-pel; se ven descubiertas las vigas del techo... Hacecuatro años, cuando la Academia otorgó al autor deMireya el premio de tres mil francos, se le ocurrió ala señora Mistral una idea.–¿No te parece que hagamos empapelar y ponercielo raso en tu alcoba? –preguntó a su hijo.–¡ No, no! –respondió Mistral. –Esto es el dine-

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtro de los poetas; no se le puede tocar.Y el dormitorio quedó desnudo. Pero en tantoque duró el dinero de los poetas, los que han acudi-do a Mistral siempre han encontrado abierta su bol-sa...

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Me había yo llevado a la alcoba el manuscrito deCalendal, y quise hacer que me leyese otro pasaje an-tes de dormirme. Mistral eligió el episodio de la lo-za. Helo aquí en pocas palabras:Hay una gran comida, no sé dónde. Ponen en lamesa una magnífica vajilla de loza de Moustiers. Enel fondo de cada plato hay un asunto provenzal, di-bujado en azul sobre el vidriado; toda la historia re-gional está allí dentro.Así es de ver con cuánto amor está descrita esahermosa vajilla de loza; una estrofa para cada plato,otros tantos poemitas de un trabajo sencillo y eru-dito, acabados como una descripción de Teócrito.Mientras que Mistral me recitaba sus versos enaquella hermosa lengua provenzal, latina en, mas desus tres cuartas partes, hablada antaño por las reinasy que hoy sólo comprenden los frailes, admiraba yoen mi interior a ese hombre. Y recapacitando el es-tado de ruina en que halló su lengua materna y loque con ella ha hecho, me figuraba uno de esos ve-tustos palacios de los príncipes de Baux que se venen los Alpilles: sin techo, sin balaustradas en las es-calinatas, sin vidrios en las ventanas, roto el trébolde las ojivas, corroído por el moho el escudo de laspuertas; gallinas picoteando en el patio de honor,

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cerdos revolcándose bajo las esbeltas columnillas delas galerías, el asno paciendo dentro de la capilla,donde crece la hierba, las palomas acudiendo a be-ber en las grandes pilas de agua bendita, colmadas,de agua de lluvia, y por último, entre esos escom-bros dos o tres familias de labriegos que han cons-truido chozas a los lados del viejo palacio.Y luego llega un día en que el hijo de uno deesos campesinos préndase de esas grandes ruinas yse indigna al verlas así profanadas; á toda prisa ex-pulsa el ganado fuera del patio de honor, y viniendoen su ayuda las hadas, por sí solo reconstruye lamonumental escalera, vuelve a poner tableros en lasparedes y vidrieras en los ventanajes, reedifica lastorres, vuelve a dorar la sala del trono y pone en pieel vasto palacio de otros tiempos, donde se hospe-daron papas y emperatrices.Ese palacio restaurado es la lengua provenzal.Ese hijo de labriego es Mistral.

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LAS NARANJAS

En París las naranjas tienen el triste aspecto défrutas caídas, que se cogen al pie de los árboles. A

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtsu llegada en pleno invierno lluvioso y frío, su bri-llante corteza, y su exagerado aroma, en estos paísesde sabores tranquilos, les dan un aire extraño, unpoco bohemio. Por las noches de niebla, van triste-mente costeando las aceras, amontonadas en sus ca-rritos ambulantes, al mezquino resplandor de unfarolillo de papel rojo. Sírveles de escolta un gritomonótono y débil, perdido entre el rodar de los co-ches y el barullo de los ómnibus:–¡A veinte céntimos las de Valencia!Para las tres cuartas partes de los parisienses,este fruto, cogido muy lejos, de vulgar redondez,

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donde el árbol no ha dejado nada más que un tenuepedúnculo verde, participa de la golosina, de la con-fitería. El papel de seda que lo envuelve, las festivi-dades a quienes acompaña, contribuyen a dichaimpresión. Al acercarse Enero, sobre todo, los mi-llares de naranjas diseminadas por las calles, todasesas, cáscaras tiradas en el barro del arroyo, hacenpensar en algún gigantesco árbol de Navidad quesacudiese sobre París sus ramas cargadas de frutasartificiales. No hay rincón alguno donde no se en-cuentren. Tras los claros cristales de un escaparate,elegidas y adornadas; a la puerta de prisiones y asi-los, entre paquetes de bizcochos y montoncillos demanzanas; delante de los peristilos de los bailes yteatros los domingos. Y su exquisito aroma se mez-cla con el olor del gas, el chirrido de las mamparas,el polvo de las banquetas del paraíso. Llega a olvi-darse que hacen falta naranjos para producir las na-ranjas; pues, mientras que la fruta nos la remitendirectamente del mediodía encajonada, el árbol de laestufa donde pasa el invierno, cortado, transforma-do, disfrazado, sólo hace una breve aparición al airelibre en los paseos públicos.Para conocer bien las naranjas hay que haberlasvisto dónde se crían: en las islas Baleares, en Cerde-

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ña, en Córcega, en Argelia, entre el aire azul dorado,en la tibia atmósfera del Mediterráneo. Recuerdo unbosquecillo de naranjos, a las puertas de Blidah.¡Allí si que estaban hermosas! Entre el follaje obs-curo, lustruso, barnizado, las frutas tenían el brillode vasos de color, y doraban el aire circundante conesa aureola de esplendor que rodea a las flores detonos vivos. Claros acá y allá, permitían ver a travésde las ramas las murallas de la pequeña ciudad, elminarete, de una mezquita, la cúpula de un marabut,y por encima la enorme masa del Atlas, verde en subase, coronada de nieve, como cubierta de blancaspieles, con cabrilleos, con la blandura de copos caí-dos.Una noche, mientras estaba yo allí, por no séqué fenómeno ignorado desde treinta años atrás,aquella zona de escarchas invernales sacudióse en-cima de la ciudad dormida, y Blidah se despertótransformada, empolvada de blanco. En aquel aireargelino, tan ligero y tan puro, la nieve parecía polvode nácar, con reflejos de plumas de pavo real blan-

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtco. Lo más hermoso era el bosque de naranjos. Lasfirmes hojas conservaban la nieve intacta y derechacomo sorbetes encima de platillos de laca, y todoslos frutos espolvoreados de escarcha tenían una

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entonación suave y espléndida, una irradiación dis-creta, como el oro velado por claras telas blancas.Aquello producía vagamente la impresión de unafiesta de iglesia, de sotanas rojas bajo albas de en-cajes, de dorados de altares envueltos entre randasde hilo...Pero mis mejores recuerdos en materia de na-ranjas proceden de Barbicaglia, un gran jardín pró-ximo a Ajaccio, donde iba yo a pasar la siestadurante las horas de calor. Los naranjos, más altos yespaciados allí que en Blidah, bajaban hasta el cami-no, del cual sólo estaba separado el huerto por unseto vivo y una zanja. Inmediatamente, después es-taba el mar, el inmenso mar azul... ¡Qué buenas llo-ras he pasado en ese jardín! Encima de mi cabeza,los naranjos en flor y con fruto quemaban los aro-mas de sus esencias. De vez en cuando, desprendía-se de pronto una naranja madura y caía cerca de mí,como aletargada por el calor, con un ruido mate ysin eco en la tierra, apelmazada. No tenía más quealargar la mano. Eran soberbias frutas, de un rojopurpúreo en su interior. Parecíanme exquisitas, yluego, ¡era tan hermoso el horizonte! Entre las hojasaparecía el mar, en espacios azules deslumbradorescomo trozos de vidrio roto que espejearan entre las

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brumas del aire. Juntamente con eso, el movimientodel oleaje conmoviendo la atmósfera a grandes dis-tancias, ese murmullo cadencioso que os mece co-mo en una barca invisible, el calor, el olor de lasnaranjas... ¡Ah, qué bien se estaba para dormir en elhuerto de Barbicaglia!Sin embargo, a veces, en el mejor momento dela siesta, despertábanme sobresaltado redobles detambor. Eran infelices músicos militares que veníana ensayarse allá abajo, en el camino. A través de losclaros del seto veía yo el cobre de los tambores y losgrandes mandiles blancos encima del pantalón en-carnado. Para resguardarse un poco de la cegadoraluz que el polvo del, camino les enviaba de reflejosin piedad, los pobres diablos acudían a situarse alpie del jardín, en la breve sombra del seto. ¡Y vayaun barullo que armaban, y un calor que sufrían!Entonces, saliendo por fuerza de mi hipnotismo,divertíame en arrojarles algunos de ésos hermososfrutos de oro rojo que colgaban al alcance de mimano. El tambor a quien apuntaba, se detenía. Unminuto de vacilación, una mirada en redondo paraver de dónde vendría la soberbia naranja que ibarodando hasta él por la zanja; luego, la recogía con

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtpresteza, y mordía a boca llena, sin quitarle siquierala cáscara.También recuerdo que junto á Barbicaglia, y se-parados nada más que por una tapia baja, había unjardinillo bastante extraño, al que dominaba yo des-de la altura en que me veía. Era un rincón de tierra,de vulgar diseño. Sus calles, de rubia arena, encinta-das de verdísimo boj, los dos cipreses de su puertade entrada, le daban el aspecto de una casa de cam-po marsellesa. Ni una línea de sombra. En el fondo,un edificio de piedra blanca, con ventanas de sótanoal nivel del suelo. Al pronto creí que era una quinta;pero, mirando mejor, la cruz que la remataba y unainscripción que vela de lejos grabada en la piedra,sin distinguir el texto, me hicieron reconocer unatumba de familia corsa. En los alrededores de Ajac-cio hay muchas de esas, capillitas mortuorias, alzán-dose solitarias en medio de jardines. La familiaacude allí los domingos a visitar a sus muertos.Comprendida de ese modo la muerte, es menos lú-gubre que entre la confusión de los cementerios.Sólo perturban el silencio pasos amigos.Desde mi sitio veía yo a un buen viejo ir y venirtranquilo por las alamedas. Todo el día estaba po-dando, los árboles, cavando, regando, desprendien-

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do las flores marchitas con minucioso esmero. Des-pués, a la puesta del sol, entraba en la capillita don-de dormían los difuntos de su familia, guardaba losazadones, los rastrillos, las grandes regaderas, todoesto con la tranquilidad, con la serenidad de un jar-dinero de campo santo. Sin embargo, sin darsecuenta de ello, ese buen hombre trabajaba concierto recogimiento, apagando los ruidos y con lapuerta de la bóveda cerrada, siempre discretamentecual si temiera despertar a alguien. Entre el gran si-lencio radiante, el arreglo de ese jardinillo no turba-ba ni a un ave, y su vecindad nada tenía deentristecedora. Solamente que el mar parecía así másinmenso, el cielo más alto, y en aquella siesta sintérmino trascendía en torno de ella el sentimientodel eterno descanso, entre la naturaleza embriagado-ra, abrumadora a fuerza de vida...

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EN MILIANAH

NOTAS DE VIAJE

Ahora os llevo a pasar el día a una linda y pe-queña ciudad de Argelia, a dos o trescientas leguasdel molino... Esto nos hará cambiar un poco detantos tamboriles y cigarras...... Va a llover; el cielo está gris, las crestas delmonte Zaccar se envuelven en bruma. Domingotriste... En mi cuartito de fonda, cuya ventana da alas murallas árabes, trato de distraerme encendiendocigarrillos... Han puesto a mi disposición toda la bi-blioteca de la hospedería, entre una historia muydetallada del censo de la población y algunas nove-las de Paul de Kock, descubro un tomo descabalado

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtde Montaigne... Abro el libro por donde salga, y

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vuelvo a leer la admirable carta acerca de la muertede La Boétie... Heme aquí más meditabundo y som-brío que nunca... Caen algunas gotas de lluvia. Cadagota, al caer sobre el reborde de la ventana, produceuna ancha estrella en el polvo amontonado allí des-de las lluvias del año anterior. El libro se me cae delas manos y paso largo rato mirando aquella estrellamelancólica...Dan las dos en el reloj de la ciudad, un antiguomarabut del cual veo desde aquí las débiles paredesblancas... ¡Pobre diablo de marabut! ¿Quién le hu-biera dicho hace treinta años que un día había desostener en medio del pecho una gran esfera muni-cipal, y que todos los domingos en punto de las dosdaría la señal a todas las iglesias de Milianah paratocar a vísperas?... ¡Tilín, talán! Ya van a vuelo lascampanas... Para rato tenemos... Decididamente,esta habitación es triste. Las grandes arañas de lamañana, que llaman pensamientos filosóficos, hantejido sus telas en todos los rincones... Salgamos.Llego a la plaza mayor. La música del tercero delínea, que no se asusta por un poco de lluvia, va acolocarse en torno de su director. En una de lasventanas de la comandancia aparece el general, ro-deado de sus hijas; en la plaza, el subprefecto se pa-

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sea de arriba abajo, de ganchete con el juez de paz.Medía docena de chiquillos árabes medio desnudosjuegan a las bochas en un rincón, dando gritos fero-ces. Allá abajo, un harapiento judío viejo acude atomar un rayo de sol que ayer había dejado en aquelsitio, y le extraña no encontrarlo ya... «Uno, dos,tres: empiecen» La música entona una antigua ma-zurka de Talexy, que los organillos ejecutaban el in-vierno último debajo de mis ventanas. En otrotiempo me aburría aquella mazurka; hoy me con-mueve hasta hacerme saltar las lágrimas.–¡Oh, qué felices son los músicos del tercero!Fijos los ojos en las semicorcheas, ebrios de ritmo yde ruido, no piensan en nada sino en contar suscompases. Su alma, toda su alma cabe en esa cuarti-lla de papel como la palma de la mano, que tiemblaen la punta del instrumento entre dos dientes de co-bre. « Uno, dos, tres: empiecen» Todo está allí paraesas gentes sencillas; los aires nacionales que tocan,nunca les han producido nostalgia... ¡Ay! A mí, queno soy de la charanga, aquella música me da pena yme alejo...¿Dónde podría yo pasar bien esta gris tardedominguera? ¡Bueno! La tienda de Sid’Omar estáabierta... Entremos en casa de Sid’Omar.

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Aunque tiene tienda, Sid’Omar no es un tende-ro. Es un príncipe de la sangre, hijo de un antiguo

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtrey de Argel que murió estrangulado por los geníza-ros... A la muerte de su padre, Sid’Omar se refugióen Milianah con su madre, a quien adoraba, y allívivió algunos años como un gran señor filósofo,entre sus lebreles, sus halcones, sus caballos y susmujeres, en lindos palacios muy frescos, llenos denaranjos y de fuentes. Vinieron los franceses.Sid’Omar, al principio enemigo nuestro y aliado deAbd–el–Kader, acabó por indisponerse con el emiry se sometió. El emir, para vengarse, entró en Milia-nah en ausencia de Sid’Omar, saqueó sus palacios,taló sus naranjales, se llevó los caballos y las muje-res é hizo aplastar la garganta de su madre con latapa de un arcón... La cólera de Sid’Omar fue terri-ble; en el mismo instante se puso al servicio deFrancia, y mientras duró nuestra guerra contra elemir no tuvimos Un soldado mejor ni más ferozque él. Concluida la guerra, Sid’Omar volvió a Mi-lianah; pero, aun hoy, cuando se habla de Abd–el–Kader delante de él, se pone pálido y le relumbranlos ojos.Sid’Omar tiene sesenta años. A despecho de laedad y de la viruela, conserva la hermosura del ros-

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tro: grandes pestañas, mirada de mujer, una sonrisaencantadora, modales de príncipe. Arruinado por laguerra, ya no le queda de su opulencia antigua másque una granja en la llanura de Chélif y una casa enMilianah, donde vive a lo plebeyo con sus tres hijoseducados a su vista. Los jefes indígenas le profesangran veneración. Cuando hay discusiones, le tomancon gusto por árbitro, y su juicio hace ley casi siem-pre. Sale poco; todas las tardes se lo encuentra enuna tienda adjunta a su casa y que da a la calle. Elmobiliario de esa estancia no es rico; paredes blan-cas enjalbegadas con cal, un banco circular de ma-dera, cojines, largas pipas, dos braseros... Ahí esdonde Sid’Omar da audiencia y hace justicia. UnSalomón de tienda.Hoy domingo es numerosa la concurrencia. Al-rededor de la sala están en cuclillas una docena dejefes, envueltos en sus albornoces. Cada uno deellos tiene junto a sí una gran pipa y una tacita decafé en una fina huevera de filigrana. Entro; nadie semueve... Desde su sitio, Sid’Omar envía a mi en-cuentro su más encantadora sonrisa, y me invita conla mano a sentarme cerca de él, en un gran almoha-dón de seda amarilla; después, con un dedo en loslabios, me hace señas de que escuche.

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He aquí el caso. El caid de los Beni–Zugzugstuvo algunas cuestiones con un judío de Milianahcon motivo de un lote de terreno; las dos partesconvinieron en llevar el litigio ante Sid’Omar y re-mitirse a su fallo. Citáronse para el mismo día, asícomo a los testigos; de pronto, el judío cambia deparecer y viene solo, sin testigos, a declarar que pre-fiere someterse al fallo del juez de paz de los france-ses que al de Sid’Omar... En esto estaba el asunto ami llegada.

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtEl judío, un viejo de barba terrosa, túnica decolor castaño y gorro de terciopelo, levanta al cielola cara, pone ojos suplicantes, besa las babuchas deSid’Omar, inclina la cabeza, se arrodilla, junta lasmanos... No comprendo el árabe; pero por la pan-tomima del judío, por sus palabras juez de paz, juez depaz, que repite a cada instante, adivino este discurso:–No dudamos de Sid’Omar, Sid’Omar es pru-dente, Sid’Omar es justo... Sin embargo, el juez depaz resolverá mucho mejor nuestro asunto.El indignado auditorio permanece impasible,como árabe que es... Sid’Omar, dios de la ironía,sonriese al escuchar, reclinado en su almohadón,con la mirada abstraída y la boquilla de ámbar entresus labios. De repente, en lo mejor de su perorata, el

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judío se ve cortado por un enérgico ¡caramba! quelo deja mudo; al mismo tiempo, un colono español,que está presente como testigo del caid, abandonasu puesto, y acercándose al Iscariote le suelta unarociada de insultos en todos los idiomas y de todoscolores, entre otros, cierto vocablo francés dema-siado gordo para repetirlo aquí... El hijo deSid’Omar, que comprende el francés, se ruboriza aloír semejante palabra en presencia de su padre, y semarcha de la sala. Fijémonos en este rasgo de laeducación árabe. El auditorio continúa impasible ySid’Omar siempre risueño. El judío se levanta y seva a la puerta a reculones, temblando de miedo, pe-ro sin dejar de decir a lilas y mejor su eterno juez depaz, juez de paz... Sale. El español precipítase furiosotras él, lo alcanza en la calle, y ¡pim, pam! por dosveces lo abofetea en los carrillos... El Iscariote caede rodillas, con los brazos en cruz... El español, unpoco avergonzado, vuélvese a meter en la tienda...En cuanto entra, se levanta el judío y pasea una mi-rada socarrona por la abigarrada multitud que lo ro-dea. Hay allí gentes de todas razas; malteses,mahoneses, negros, árabes, todos unidos por elodio a los judíos y contentos al ver maltratar a

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uno.... El Iscariote vacila un instante; después, co-giendo a un árabe por la tela del albornoz, exclama:–Tú lo has visto, Achmed, tú lo has visto... Túestabas ahí... El cristiano me ha maltratado... Serástestigo... bien... bien... Serás testigo.El árabe le hace soltar el albornoz y rechaza aljudío... No sabe nada, no ha visto nada: precisa-mente en aquel momento tenía vuelta la cabeza aotra parte.–Pero tú, Kaddur, tú lo has visto... has visto alcristiano pegarme –grita el infeliz Iscariote a un ne-grazo que está pelando un higo chumbo.El negro escupe en señal de desprecio y se aleja;no ha visto nada... Tampoco ha visto nada ese mu-chacho maltés, cuyos ojos de carbón relucen mali-ciosamente bajo su birreta. Tampoco ha visto nadaaquella mahonesa de tez de ladrillo que se marchariéndose con la cesta de granadas encima de la ca-beza...

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtPor más que el judío grita, ruega y brujulea, ¡niun testigo!... Nadie ha visto nada... Por fortuna, dosde sus correligionarios pasan por la calle en aquelmomento, con las orejas gachas, arrimados a las pa-redes. El judío los avista.

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–¡Pronto, pronto, hermanos! ¡A escape, alagente de negocios! ¡A escape, al juez de paz!... Vo-sotros lo habéis visto, vosotros... ¡Habéis visto quehan pegado al viejo!¿Que si lo han visto?... ¡Ya lo creo!...Mucho movimiento en la tienda de Sid’Omar...El cafetero llena las tazas, enciende otra vez las pi-pas. Charlan, se ríen a más no poder. i Es tan chis-toso ver zurrarle la badana a un judío!... En mediode la zambra y del humo, me aproximo despacio a lapuerta; tengo ganas de ir a rondar un poco por lajudería, para saber cómo han tomado los correligio-narios del Iscariote la afrenta hecha a su hermano...–Vente á comer esta tarde, musiú –me grita elbueno de Sid’Omar.Acepto, doy las gracias y me voy.Todo el mundo está de pie en el barrio judío. Elasunto ha hecho ya mucho ruido. Nadie en los ten-duchos. Bordadores, sastres, guarnicioneros, todoIsrael está en la calle... Los hombres, con gorro deterciopelo y medias de lana azul, gesticulando engrupos, con mucha algazara... Las mujeres, pálidas,abotagadas, tiesas como ídolos de madera, con susfaldas escurridas, con peto de oro y el rostro rodea-do por cintas negras, van de uno en otro grupo chi-

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llando como gatas... En el momento de llegar yo,prodúcese un remolino entre la muchedumbre...Apoyado en sus testigos, el judío héroe de la aven-tura pasa por entre dos setos de gorros, bajo unalluvia de exhortaciones.–Véngate, hermano; vénganos, venga al pueblojudío. Nada temas; la ley está de tu parte.Un horrible enano, apestando a pez y a suelavieja, se acerca a mí con aire gemebundo, y exhalan-do grandes suspiros:–¡Ya lo ves! –me dice –¡Cómo nos tratan a lospobres judíos! ¡Es un viejo! Mira. Por poco lo ma-tan.Lo cierto es que el pobre Iscariote parece másmuerto que vivo. Pasa por delante de mí, con lavista apagada y el rostro descompuesto; no andan-do, sino arrastrándose... Sólo una fuerte indemniza-ción es capaz de curarlo; así es que no lo llevan acasa del médico, sino a la del agente de negocios.Hay muchos agentes de negocios en Argelia, ca-si tantos como langosta. Parece ser que es bueno eloficio. En todo caso, tiene la ventaja de que en él sepuede entrar a la pata la llana, sin exámenes, ni fian-za, ni avecindamiento. Como en París nos hacemosliteratos, en Argelia se hacen agentes de negocios.

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Para eso basta saber un poco de francés, español yárabe, tener siempre un código en el bolsillo, y porencima de todo, el temperamento del oficio.Las funciones del agente son variadísimas: suce-sivamente abogado, procurador, corredor, perito,intérprete, tenedor de libros, comisionista, escri-biente de portal, es el maestro Yago de la colonia.Sólo que Harpagon no tenía más que uno, y la colo-nia tiene muchos más de los que necesita. Nada másque en Milianah se cuentan por docenas. En gene-ral, para evitar los gastos de oficina, esos señoresreciben a sus clientes en el café de la plaza mayor, ydan sus consultas ¿las dan? entre el ajenjo y otrabebida.El digno Iscariote, entre sus dos testigos, enca-mínase al café de la plaza mayor. No los sigamos.Al salir del barrio judío, paso por delante de, laoficina árabe. Desde fuera, con su tejado de pizarray el pabellón francés ondeando encima, se le toma-ría por una alcaldía de pueblo. Conozco al intér-prete; entremos a fumar con él un cigarrillo. ¡Depitillo en pitillo acabaré por matar este domingo sinsol!El patio que precede a la oficina está atestado deárabes andrajosos. Hay allí, haciendo antecámara,

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una cincuentena, agachados a lo largo de las pare-des, envueltos en sus albornoces. Aquella antecáma-ra beduina, aunque está al aire libre, exhala fuerteolor a piel humana. Pasemos pronto de largo... En-cuentro en la oficina al intérprete enfrascado condos grandes vocingleros enteramente desnudos bajolargas mantas mugrientas, y narrando con furibundamímica no sé qué historia de un rosario robado.Me siento en un rincón, sobre una estera, y mi-ro... Bonito traje el de intérprete. ¡Y qué bien lo lle-va el intérprete de Milianah! Parecen pintiparados eluno para el otro. La vestimenta es azul celeste conalamares negros y relucientes botones de oro. Elintérprete es rubio, de color de rosa, pelo rizado; unlindo húsar azul, lleno de buen humor y de ingenioun poco parlanchín, ¡habla tantas lenguas! un pocoescéptico, ¡ha conocido a Renan en la escuelaorientalista! gran aficionado al sport, tan a gusto en elvivac árabe como en las veladas de la subprefectura,mazurkador como nadie y que hace el cuscús comocualquiera. Parisiense en una palabra; he ahí mihombre, y no os asombrará que las mujeres se pi-rren por él. En cuanto a dandysmo, sólo tiene un rival:el sargento de la oficina árabe. Éste, con su levita depaño fino y sus polainas con botones de nácar, es la

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desesperación y la envidia de la guarnición entera.Destacado en la oficina árabe, está rebajado del ser-vicio cuartelero, y siempre se le ve en la calle, deguante blanco, recién rizado, con grandes cartapa-cios bajo el brazo. Se le admira y se le teme. Es unaautoridad.

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtDecididamente, aquella historia del rosario ro-bado amenaza ser muy larga. ¡Buenas tardes! Noespero al final.Cuando me marcho, encuentro en efervescenciala antecámara. La muchedumbre se agolpa alrededorde un individuo de elevada estatura, pálido, altivo,envuelto en un albornoz negro.Ese hombre se batió hace ocho días con unapantera en el Zaccar. La pantera fue muerta, pero elhombre sacó medio brazo devorado. Mañana y tar-de acude a la oficina árabe para hacer que lo curen, ysiempre lo detienen en el patio para oírle contar suhistoria. Habla con lentitud y con una hermosa vozgutural. De vez en cuando entreabre el albornoz yenseña, pegado al pecho, el brazo izquierdo en-vuelto en trapos ensangrentados.Apenas me veo en la calle, estalla tina violentatempestad. Lluvia, truenos, relámpagos, viento siro-co... Pronto, a guarecernos. Me meto por una puerta,

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al acaso, y caigo en medio de una camada de bohe-mios, amontonados bajo los arcos de un patio mo-risco. Ese patio forma una dependencia de lamezquita de Milianah; es el refugio habitual de lapiojosería musulmana, y se llama el patio de los pobres.Grandes y escuálidos lebreles, llenos de miseria,se aproximan dando vueltas en torno mío con aireamenazador. Pegado a uno de los pilares de la gale-ría, trato de conservar buen continente, y sin hablarcon nadie, miro la lluvia que rebota en las losas decolores del patio. Los bohemios están en el suelo,tumbados en grupos. Cerca de mí, una mujer joveny casi guapa, con la garganta y las piernas descu-biertas, con grandes brazaletes de hierro en las mu-ñecas y en los tobillos, canta un aire extraño, de tresnotas melancólicas y nasales. Al cantar da el pecho aun niño pequeño enteramente desnudo, de colorbroncíneo rojo, y con el brazo que le queda libre,machaca cebada en un mortero de piedra. La lluvia,impelida por un viento cruel, inunda a veces laspiernas de la madre y el cuerpo de su mamoncillo.La bohemia no para mientes en ello y continúacantando con las rachas, a la vez que muele cebada yda el pecho.

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Escampa la tempestad... Aprovechándome deun claro, me apresuro a abandonar aquella corte delos milagros y me dirijo al banquete de Sid’Omar; yaes tiempo... Al atravesar la plaza mayor, he vuelto aencontrarme con el viejo judío de antes. Se apoya ensu agente de negocios; los testigos marchan alegresdetrás de él una banda de asquerosos chicuelos ju-díos va saltando alrededor. El agente se encarga delnegocio. Pedirá ante el tribunal dos mil francos deindemnización.Suntuosa comida en casa de Sid’Omar. El co-medor da a un elegante patio morisco, donde mur-muran dos o tres fuentes... Magnífica comida a latarea, que recomiendo al barón Brisse. Entre otrosplatos, señalaré un pollo con almendras, un alcuz-

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtcuz con vainilla, una tortuga con jugo de carne, unpoco pesado, pero de gusto exquisito, y bizcochoscon miel, que llaman bocadillos del Kadí... Como vinos,nada más que champaña. A pesar de la ley musul-mana, Sid’Omar bebe un poco de él, cuando loscriados vuelven la espalda... Luego de comer, pasa-mos a la habitación de nuestro huésped, donde nospresentan dulces, pipas y café... El mueblaje de estedormitorio es de lo más sencillo: un diván, algunasesteras; al fondo, un gran lecho altísimo sobre el cu-

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al hay almohaditas rojas bordadas de oro... Cuelgade la pared una antigua pintura turca representandolas proezas de cierto almirante Hamadí. Parece serque en Turquía los pintores no emplean más que uncolor en cada cuadro; este cuadro está dedicado alverde. El mar, el cielo, los navíos, el mismo almi-rante Hamadí, todo es verde, ¡y qué verde!...La usanza árabe exige retirarse temprano. Des-pués de tomar el café y de fumadas las pipas, doy lasbuenas noches a mi anfitrión y lo dejo con sus mu-jeres.¿Dónde acabaré la velada? Es demasiado tem-prano para acostarme, los clarines de los spahis nohan tocado aún retreta. Por otra parte, los cojines deoro de Sid’Omar bailan en torno mío fantásticas fa-rándulas que me impedirían dormir... Estoy delantedel teatro; entremos un momento.El teatro de Milianah es un antiguo almacén deforrajes, disfrazado bien o mal de sala de espectá-culos. Grandes quinqués que se llenan de aceite du-rante los entreactos, hacen oficio de arañas. Lacazuela está de pie, la orquesta en bancos. Las gale-rías están muy ufanas porque tienen sillas de paja...Todo alrededor de la sala, un largo pasillo, obscuro,sin entarimar. Parece que se está en la calle, nada

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falta para ello... Al llegar yo, la función ha principia-do ya. Con gran sorpresa mía, los actores no sonmalos, me refiero a los hombres, tienen arranque,vida... Son aficionados casi todos ellos, soldados del3º, el regimiento está orgulloso con esto y acude to-das las noches a aplaudirlos.En cuanto a las mujeres, ¡ay!... son ahora ysiempre ese eterno femenino de los teatros de pro-vincias, presuntuoso, amanerado y falso... Sin em-bargo, entre estas damas hay dos que me interesan;dos judías de Milianah, jovencitas que se lanzan porprimera vez al teatro... Los padres están en la sala yparecen encantados. Tienen el convencimiento deque sus hijas van a ganar miles de duros en ese co-mercio. La leyenda de la Raquel, israelita, millonariay cómica, está muy difundida ya entre los judíos delOriente.Nada tan cómico y enternecedor como esas dosjóvenes judías en las tablas. Están tímidamente enun rincón del escenario, empolvadas, pintadas, des-pechugadas y tiesas. Tienen frío, les da vergüenza.De vez en cuando enjaretan una frase sin compren-derla, y mientras hablan sus ojazos hebreos miran

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtcon estupor a los morenos.

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Salgo del teatro... En medio de las tinieblas queme rodean, oigo gritos en un rincón de la plaza...Sin duda algunos malteses en vías de explicarse anavajazos.Regreso con lentitud a la fonda, a lo largo de lasmurallas. De la llanura suben adorables aromas denaranjos y de tuyas. El aire es tibio, el cielo casi pu-ro... Allá abajo, al extremo del camino, yérguese unviejo fantasma de paredón, resto de algún temploantiguo. Ese muro es sagrado; todos los días acudena él mujeres árabes a colgarle ex votos, fragmentosde jaiques y de otras prendas, largas trenzas de ca-bellos rubios atados con hilillo de plata, trozos dealbornoz... Todo eso se ve ondular bajo un tenuerayo de la luna, al tibio soplo de la noche.

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LA LANGOSTA

Otro recuerdo de Argelia, y enseguida nos vol-vemos al molino...La noche de mi llegada a aquella granja delSahel, no me podía dormir. Lo nuevo del país, laagitación del viaje, el aullar de los chacales y, ade-más, un calor enervante, abrumador, una completasofocación, como si las mallas de la mosquitera nodejasen pasar un soplo de aire...Cuando abrí la ventana, al amanecer, una brumade estío, densa y moviéndose con lentitud, ribeteadade negro y rosa en los bordes, flotaba en los airescual una nube de humo de pólvora sobre un campode batalla. Ni una hoja se meneaba, y en esos her-mosos jardines que tenía ante mis ojos, las viñas es-paciadas sobre las laderas al espléndido sol que

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forma los vinos azucarados, los pequeños naranjos,los mandarineros en largas filas microscópicas, todoconservaba el mismo aspecto mohino, aquella in-movilidad de hojas en espera de la tempestad. Losmismos bananeros, esos grandes cañaverales de uncolor verde claro, siempre agitados por alguna brisaque enmaraña su fina cabellera tan leve, erguíansesilenciosos y derechos, como penachos bien puestosen su sitio.Me quedé un momento mirando aquella mara-villosa vegetación, donde se hallaban reunidos to-dos los árboles del inundo, dando' cada cual en suestación respectiva, flores y frutos exóticos. Entrelos campos de trigo y los macizos de alcornoques,relucía una corriente de agua fresca, que daba gustover en esa asfixiante madrugada, y admirando al parel lujo y el orden de esas cosas, aquella hermosaquinta con sus arcos moriscos, sus terrazas entera-mente blancas, de flor de espino, las cuadras y loscobertizos agrupados en torno, pensaba yo que

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtveinte arios ha cuando aquellas intrépidas genteshabían ido a instalarse en ese valle del Sahel, no ha-bían encontrado más que una mala casilla de peóncaminero y un terreno inculto, erizado de palmerasenanas y lentiscos. Todo hubo que crearlo y que

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construirlo. A cada instante, levantamiento de ára-bes. Era preciso dejar el arado para hacer disparos.Después, las enfermedades, oftalmías, fiebres, lafalta de cosechas, los tanteos de la inexperiencia, lalucha con una administración ciega y siempre flo-tante.¡Qué esfuerzos! ¡Qué de fatigas! ¡Qué incesantevigilancia!Aun ahora, a pesar de haberse concluido losmalos tiempos y de la fortuna tan caramente adqui-rida, ambos, el hombre y la mujer, eran quienesprimero se levantaban en la granja. A aquella horamatutina, oíales yo ir y venir por las grandes cocinasde la planta baja, vigilando el café de los trabajado-res. Bien pronto sonó una campana, y al cabo de uninstante los obreros desfilaron por el camino. Viña-dores de Borgoña; labrado kabilas con fez rojo;peones mahoneses, con las piernas desnudas; malte-ses y luqueses; todo un pueblo heterogéneo, difícilde guiar. El hacendado, delante de la puerta, distri-buía a cada uno de ellos su tarea de la jornada, convoz breve y un poco dura. Cuando hubo concluidoel buen hombre, levantó la cabeza y escudriñó elcielo con aspecto intranquilo; luego, al verme en laventana, me dijo:

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–Mal tiempo para el cultivo... va a haber siroco.En efecto, a medida que se alzaba el sol, llega-ban hasta nosotros del sur bocanadas de aire cálidoy sofocante, como si viniesen de la puerta de unhorno abierta y vuelta a cerrar. No se sabía dóndeguarecerse, ni qué hacer. Así transcurrió toda la ma-ñana. Tomamos el café encima de las esteras de lagalería, sin tener ánimo para hablar ni movernos.Los perros, estirándose y buscando la frescura delas losas, se tumbaban en posturas de fatiga. El al-muerzo nos reanimó un poco, un almuerzo abun-dante y extraño, en que había carpas, truchas, jabalí,erizo, manteca Stanelí, vinos de Crescia, guayabas,bananas, todo un exotismo de manjares, muy seme-jante a la naturaleza tan compleja que nos rodeaba...Ibamos a levantarnos de la mesa.De pronto, por la puertaventana, cerrada pararesguardarnos del calor del jardín hecho un horni-llo, resonaron grandes gritos:–¡ La langosta! ¡La langosta!Mi anfitrión se puso pálido como un hombre aquien anuncian un desastre, y salimos precipitada-mente. Por espacio de diez minutos hubo en aquellacasa, tan tranquila poco antes, un ruido de pasos re-doblados y voces confusas, que se perdían como en

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la agitación de un despertar. Desde la sombra de losvestíbulos, donde se habían dormido, lanzáronsefuera los criados haciendo resonar con palos, hor-cas y bieldos todos los utensilios de metal que en-contraban a mano, calderos de cobre, palanganas,cacerolas. Los pastores tocaban el cuerno pastoril.Otros llevaban caracolas marinas, trompas de caza.Aquello era un estrépito espantoso, discordante, quedominaban con sobre agudas notas los «¡yu, yu, yu!»de las mujeres árabes que acudieron a escape de unaduar vecino. Parece ser que a menudo basta ungran ruido, un estremecimiento sonoro del aire, paraalejar la langosta é impedirle que descienda.Pero, ¿dónde estaban esos terribles bichos? Enel cielo, vibrante de calor, no veía nada más que unanube aparecer por el horizonte, cobriza, compacta,como una nube de granizo, con el ruido de un hura-cán entre las mil y mil ramas de un bosque. Era lalangosta. Sostenidos unos en otros estos insectospor sus alas secas extendidas, volaban en masa, y apesar de nuestros gritos y de nuestros esfuerzos, lanube avanzaba de continuo, proyectando en la lla-nura una sombra inmensa. Bien pronto llegó encimade nuestras cabezas; en los bordes vióse durante unsegundo un desgarrón, una rotura. Lo mismo que

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los primeros granizos de un turbión de pedrisco,desprendiéronse algunos, perceptibles, rojizos; en-seguida estalló la nube entera, y cayó vertical y rui-dosa aquella granizada de insectos. Hasta la másremota lontananza quedaron los campos cubiertosde saltamontes enormes, gordos como el dedo.Entonces empezó la matanza. Horrendo mur-mullo de aplastamiento de paja molida. Con gradas,azadones y arados removíase aquel suelo movedizo,y cuantos más mataban más había. Se rebullían porcapas, con sus altas patas enredadas unas en otras;los de encima daban ágiles saltos por salvarse, lan-zándose a los belfos de los caballos enganchadospara esa extraña labor. Los perros de la granja y losdel aduar, azuzados a campo atraviesa, precipitá-banse sobre ellos y los trituraban con furor. En esemomento llegaron dos compañías de turcos, con labanda de cornetas al frente, en ayuda de los infelicescolonos, y la matanza cambió de aspecto.En vez de aplastar a los insectos, los soldadoslos quemaban esparciendo largos regueros de pól-vora.Rendido de matar, con el estómago revuelto porel hediondo olor, me metí en casa. En el interior dela quinta, había casi tantos insectos como fuera. Ha-

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bían entrado por las aberturas de las puertas y ven-tanas, por los cañones de las chimeneas. Al bordede los tableros y en los cortinajes, carcomidos ya, searrastraban, caían, volaban, trepaban por las blancasparedes, con una sombra gigantesca que duplicabasu fealdad. Y siempre aquel olor pestífero. En la

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtcomida tuvimos que pasarnos sin agua. Las cister-nas, las fuentes, los pozos, los víveres de pesca, to-do estaba inficionado.Por la noche, en mi alcoba, donde, sin embargo,se habían matado grandes cantidades, oí aún rebu-llicio debajo de los muebles, y ese crujir de élitrosparecido al peterreo de los dientes de ajo que esta-llan con los calores fuertes.Aquella noche tampoco pude dormir.Por otra parte, todos estaban despiertos alrede-dor de la granja.A flor de tierra serpeaban llamaradas, de un ex-tremo a otro de la llanura.Los turcos continuaban matando.Al día siguiente, cuando abrí la ventana como la,víspera, la langosta había partido. Pero, ¡que ruinadejaron tras de sí! Ni una flor, ni una brizna dehierba; todo estaba negro, corroído, calcinado. Losbananos, los albaricoqueros, los abridores, los na-

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ranjos mandarines sólo se distinguían por el aspectode sus desnudas ramas, sin el encanto y la ondula-ción de hojas que constituye la vida de los árboles.Emprendíase la limpieza de los cauces de agua, delos aljibes. Por todas partes había peones cavando latierra para destruir los huevos puestos por los in-sectos. Cada terrón era destripado, rompiéndolocon esmero. Y el corazón se oprimía al ver las mi,raíces blancas, llenas de savia, que, aparecían enesos destrozos de tierra fértil...

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EN CAMARGUE

LA PARTIDA

Gran rumor en el castillo. El mensajero acabade traer un recado del guarda, medio en francés me-dio en provenzal, anunciando que han pasado yados o tres buenas bandadas de galejones, de carlotinas,y que tampoco faltaban otras aves de primera.«Es usted de los nuestros», me han escrito misamables vecinos. Y esta mañana a las cinco ha veni-do a buscarme al pie de la cuesta su gran break, car-gado de escopetas, perros y víveres, Henos aquírodando por la carretera de Arlés, un poco seca yárida en aquesta madrugada de Diciembre, en queapenas es visible el pálido verdor de los olivos y elverde intenso de las encinas, demasiado de inverna-

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dero y como ficticio. Hay madrugones que iluminanlas vidrieras de las granjas, y en las cresterías de pie-dra de la abadía de Montmajour, los quebranta hue-sos aun aletargados por el sueño baten las alas entrelas ruinas. Sin embargo, nos cruzamos ya a lo largode las zanjas con campesinas viejas que van al mer-cado, al trote de sus borriquillos. Vienen de la Ville

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txt–des –Baux. ¡Seis leguas largas para sentarse tinallora en las gradas de San Trofino y vender paque-titos de hierbas medicinales cogidas en la monta-ña!...Ahora llegamos a la vista de las murallas de Ar-lés; murallas bajas y almenadas, como se ven en lasestampas antiguas, donde aparecen guerreros arma-dos de lanzas en lo alto de terraplenes menores queellos. Atravesamos a galope esta maravillosa ciudadpequeña, una de las más pintorescas de Francia, consus balcones esculpidos y panzudos avanzandohasta el centro de las calles estrechas, con sus ve-tustas casas renegridas, de puertas pequeñas, moris-cas, ojivales y bajas, que nos llevan a los tiempos deGuillermo Court–Nez y de los sarracenos. A aque-llas horas no había aún nadie afuera. Sólo está ani-mado el muelle del Ródano. El barco de vapor quehace la travesía de Camargue calienta las calderas al

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pie de los escalones, dispuesto a partir. Caseros conblusa roja, muchachas de La Roquette que van abuscar jornal en los trabajos agrícolas, suben a cu-bierta con nosotros, charlando y riéndose. Bajo laslargas mantillas obscuras, levantadas a causa delfuerte viento de la mañana, la alta cofia arlesiana daelegancia y pequeñez a la cabeza, con una migajitade lindo descaro, algo así como deseos de erguirsepara que la risa o la frase picaresca vaya más lejos...Suena la campana; partimos. Con la triple velocidaddel Ródano, de la hélice y del viento mistral, des-pliéganse las dos orillas. De un lado está la Crau,una llanura árida y pedregosa. Del otro, la Camar-gue, más verde, que prolonga hasta el mar su hierbacorta y sus marismas llenas de cañaverales.De vez en cuando el vapor se detiene junto a unpontón, a la izquierda o a la derecha (al imperio o alreino, como se decía en la Edad Media, en tiemposdel reino de Arlés, y como aun dicen hoy los mari-neros viejos del Ródano). En cada pontón, unaquinta blanca y un ramillete de árboles. Los trabaja-dores desembarcan cargados de herramientas, y lasmujeres con la cesta al brazo, derechas sobre las po-saderas. Hacia el imperio o hacia el reino, poco apoco se vacía el vapor, y al llegar nosotros al puente

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del Mas–de–Giraud, donde descendemos, casi noqueda nadie a bordo.El Mas–de–Giraud es una antigua granja de losseñores de Barbentane, en la cual entramos para es-perar al guarda que ha de venir a buscarnos. En lacocina alta están a la mesa todos los hombres de lahacienda, labradores, viñadores, pastores, zagales,graves, silenciosos, comiendo despacio, y servidospor las mujeres, quienes comerán después. Bienpronto aparece el guarda con la carretilla. Verdade-ro tipo a lo Fenimore, trampero por tierra y poragua, guardapesca y guardacaza, las gentes del paísle llaman lou Roudeïron (el rondador), porque, entrelas brumas del alba o del anochecer, se le ve siempreoculto a la espera entre los cañaverales, o bien in-

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtmóvil en su barquichuelo, ocupado en vigilar susatolladeros en los clairs (estanques) y en los roubines(acequias). Ese oficio de perpetuo espía, es quizá loque le hace tal callado y taciturno. Sin embargo,mientras el carret0n cargado de escopetas y de ces-tas va delante de nosotros, nos da noticias acerca dela caza, el número de bandadas de paso, los cuarte-les en que han tomado tierra las aves emigrantes.Mientras hablarnos nos internamos en la comarca.

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Pasados los terrenos de cultivo, estamos ya enplena Camargue montaraz. Lagunas y acequias relu-cen hasta perderse de vista entre los pastos y las sa-licarlas. Bosquecillos de tamariscos y de cañasondulan como un mar tranquilo. Ningún árbol ele-vado turba el aspecto liso, inmenso, de la llanura.De tarde en tarde, apriscos de ganado extienden subaja techumbre casi a nivel del suelo. Los rebañosdispersos, tumbados en las hierbas salitrosas, o ca-minando apretados en torno de la roja capa delpastor, no interrumpen la gran línea uniforme, em-pequeñecidos como se ven por ese espacio infinitode horizontes azules y claro cielo. Como del mar,plano a pesar de su oleaje, despréndese de esa llanu-ra una sensación de soledad, de inmensidad, au-mentada por el mistral que sopla sin descanso, sinobstáculos, y que, con su poderoso aliento, pareceaplanar y engrandecer el paisaje. Todo se doblegabajo él. Los menores arbustos conservan la huellade su paso, quedan torcidos, tumbados hacia el sur,con la actitud de, una perpetua fuga...

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IILA CABAÑA

Un techo de cañas, unas paredes de cañas secasy amarillas: tal es la cabaña. Así se llama nuestropunto de cita para la caza. Tipo de la casa camar-guesa, la cabaña no consta de más habitaciones queuna sola, alta, grande, sin ventana; entra la luz poruna puerta vidriera, que se cierra de noche con pos-tigos. A lo largo de los paredones enlucidos, blan-queados con cal, hay armarios para colocar lasescopetas, los morrales, las botas para los pantanos.En el fondo hay cinco o seis literas colocadas alre-dedor de un verdadero mástil plantado en el suelo yque sube hasta el techo, al cual sirve de apoyo. Porla noche, cuando sopla el mistral y cruje la casa portodas partes, con el mar lejano y el viento que loacerca, trae su ruido y lo continúa ahuecando secreería uno, acostado en el camarote de un buque.Pero, sobre todo por la tarde es cuando la caba-ña está encantadora. En nuestros buenos días deinvierno meridional, pláceme estar solo junto a laalta chimenea, donde arden humeando algunas ma-tas de tamariscos. Con las rachas del mistral o de latramontana, salta la puerta, chillan las cañas, y todas

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esas sacudidas son un ínfimo eco de la gran conmo-ción de la naturaleza en torno mío. El sol de invier-no, azotado por la enorme corriente, se esparce,reúne sus rayos, los dispersa. Grandes sombras co-rren bajo un cielo azul admirable. La luz y los rui-dos llegan por sacudidas, y las esquilas de losrebaños, oídas de pronto y luego olvidadas, per-diéndose entre el viento, vuelven a sonar bajo lapuerta desencajada, con el hechizo de un estribillode canción... La hora exquisita es el crepúsculo, unpoco antes de que lleguen los cazadores. Entoncesel viento está en calma. Salgo un instante. El anchosol rojo desciende en paz, inflamado y sin calor. Caela noche, y os roza al pasar con sus alas negras yhúmedas. Allá abajo, al nivel del suelo, se ve un fo-gonazo, con el brillo de una estrella roja avivada porlas tinieblas circunvecinas. En lo que resta de clari-dad, apresúrase todo bicho viviente. Un largo trián-gulo de patos vuela muy abajo, cual sí quisiesetomar tierra; pero de pronto los aleja la cabaña,donde brilla encendido el caleil (candil). El que va ala cabeza de la columna, yergue el cuello, vuelve aremontar el vuelo, y todos los demás se dirigen trasde él más arriba, con gritos salvajes.

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Bien pronto se aproxima un inmenso pataleo,semejante a un ruido de lluvia. Miles de carnerosllamados por los pastores y hostigados por los pe-rros, de quienes óyese el galope confuso y el alentarjadeante, se amontonan con prisa, medrosos é in-disciplinados, hacia los apriscos. Me veo envuelto,rozado, confundido dentro de ese torbellino de ve-llones rizados, de balidos; una verdadera marejada,en que los pastores parecen arrastrados con susombra por olas que saltan... Detrás de los rebañosóyense pasos conocidos, voces alegres. La cabañaestá llena, animada, ruidosa. Arden con llama lossarmientos. Hay tanta mayor risa, cuanto mayor esel cansancio. Es un aturdimiento de regocijada fati-ga; las escopetas en un rincón, las grandes botas ti-radas y revueltas, los morrales vacíos y junto a ellosplumajes rojos, áureos, verdes, argentinos, todosmanchados de sangre. La mesa está puesta, y entreel husmillo de una sabrosa sopa de anguila, quedatodo en silencio, ese gran silencio de los apetitosrobustos, interrumpido tan sólo por el feroz gruñirde los perros que lamen a tientas sus cazuelas de-lante de la puerta...Será corta la velada. Ya no quedamos juntos alfuego, que también parpadea, sino el guarda y yo.

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Charlamos; es decir, nos lanzamos uno al otro fra-ses a medias palabras al uso campesino, esas inter-jecciones casi indias, breves y pronto extintas comolas postrimeras chispas de los consumidos sar-mientos. Al cabo se levanta el guarda, enciende lalinterna, y oigo perderse en la obscuridad de la no-che su paso pesado.

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III¡Á LA ESPERA!

¡La espera! ¡Qué nombre tan bonito para desig-nar el puesto donde aguarda emboscado el cazador,y esas horas indecisas en que todo espera, vacila entreel día y la noche! El puesto de la mañana, un pocoantes de salir el sol; el puesto de la tarde, al anoche-cer. Este último es el que yo prefiero, sobre todo enesos países de marismas, donde el agua de los es-tanques guarda la luz tanto tiempo...Algunas veces sirve de puesto el chinchorro (ne-gochín), barquichuelo sin quilla, estrecho, y que almenor movimiento se pone por montera. Apostadotras de los cañaverales, el cazador ojea los patosdesde el fondo de la barca, de la que sólo sobresalen

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la visera de una gorra, el cañón de la escopeta y lacabeza del perro, olfateando el viento y papandomosquitos, o bien inclinando, con sus patazas ex-tendidas, toda la barca sobre una borda y llenándolade agua.Esta espera es demasiado complicada para miinexperiencia. Por eso, casi siempre voy a la espera apie, zabulléndome en pleno pantano, con enormesbotas hechas de toda la longitud que el cuero per-mite. Ando despacio, con prudencia, temeroso dehundirme en el légamo. Apártome de los cañavera-les, lleno de olores salitrosos y de saltos de ranas.Al fin hallo un islote de tamariscos, un rincónde tierra seca, donde me acomodo. El guarda, enprueba de respetuosa consideración, ha dejado a superro venir conmigo; un enorme perro de los Piri-neos, con sus grandes lanas blancas, cazador y pes-cador de primer orden, y cuya presencia no deja deintimidarme un poco. Cuando pasa a mi alcance unachocha de agua, tiene cierto modo irónico de mi-rarme, echando atrás, con un movimiento de cabe-za, a lo artista, sus largas orejas flácidas que lecuelgan delante de los ojos; luego, posturas de para-da, meneos de cola, toda una mímica de impacien-cia, como para decirme:

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–¡Tira!... ¿Qué haces que no tiras?Tiro, y marro. Entonces, con todo su cuerpoestirado, bosteza y se alarga, con aspecto fatigado,aburrido o insolente. ..¡Pues bien, sí! Convengo en ello, soy un mal ca-zador. La espera, para mí, es la tarde al caer, la luzque disminuye y se refugia en el agua, los estanquesque relucen, abrillantando hasta el tono de plata finael tinte gris del cielo obscurecido. Pláceme este olordel agua, este roce misterioso de los insectos en loscañaverales, este suave murmullo de las largas hojasque se estremecen. De vez en cuando se oye unanota triste, y retumba en el cielo como el zumbidode una caracola marina. Es el alcaraván que hundehasta el fondo del agua su inmenso pico de ave pes-cadora, y sopla... ¡ruuú! Bandadas de grullas pasan

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtvolando sobre mi cabeza. Oigo el roce de las plu-mas, el ahuecamiento del plumón con el vientofuerte, y hasta el crujido, de la pequeña osamenta,rendida de cansancio. Después nada. La noche, lasprofundas tinieblas, tras un poco de claridad del día,retrasada encima de las aguas.De pronto, noto un estremecimiento, una espe-cie de molestia nerviosa, como si hubiese alguiendetrás de mí. Me vuelvo y veo la compañera de las

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noches hermosas, la luna; una ancha luna, redondaenteramente, que sale con suavidad, con un movi-miento de ascensión muy perceptible al principio, yque se retarda a medida que aquélla se aleja del ho-rizonte.Ya se advierten bien junto a mí los primeros ra-yos, y luego otros un poco más lejos... Ahora estáiluminada toda la marisma. La menor mata de hier-ba proyecta sombra. Concluyóse la espera, las avesnos ven; hay que regresar a casa. Andamos en me-dio de una inundación de luz azul, ligera, polvo-rienta, y cada uno de nuestros pasos en losestanques y en las acequias, remueve en ellos mon-tones de estrellas caídas y fulgores de rayos de lunaque atraviesan el agua hasta el fondo...

IVROJO Y BLANCO

Cerquita de nosotros, a un tiro de fusil de la ca-baña, hay otra parecida aunque más rústica. Allí esdonde habita nuestro guarda, con su mujer y susdos hijos mayores: la moza, que cuida de la comidade los hombres y compone las redes para la pesca;

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el mozo, que ayuda a su padre a levantar las artes y avigilar las compuertas (martiliéres) de los estanques.Los dos más jóvenes están en Arlés, en casa de laabuela, y permanecerán allá hasta que hayan apren-dido a leer y celebrado la primera comunión, puesaquí están demasiado lejos la iglesia y la escuela,además de que el aire de Camargue no vendría biena esas criaturas. El hecho es que al llegar el verano,cuando las charcas se quedan en seco y el blancolégamo de las acequias se agrieta con los grandescalores, la isla se vuelve inhabitable. Eso lo vi tinavez en el mes de agosto, viniendo a cazar ánadessilvestres, y nunca olvidaré el aspecto triste y ferozde este paisaje abrasado. De sitio en sitio humeabanal sol los estanques como inmensas cubas, conser-vando en el fondo un resto de vida que se agitaba,un hormigueo de salamandras, arañas y moscas deagua en busca de rincones húmedos. Había allí unaire pestífero, una bruma de miasmas densamenteflotante, aun más espesa por innumerables torbelli-nos de mosquitos. Todo el mundo tiritaba en casadel guarda, todo el mundo tenía fiebres, y daba penaver las caras amarillas y largas, los ojos agrandadosy con ojeras, de aquellos infelices condenados aarrastrarse durante tres meses bajo ese ancho sol

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inexorable que abrasa a los febricitantes y no lograhacerlos entrar en calor... ¡Triste y penosa vida la deguardacaza en Camargue! Todavía éste tiene junto así su mujer y sus hijos: pero dos leguas más lejos, enla marisma, vive un guarda de caballos, absoluta-mente solo todo el año, de cabo a rabo, y lleva unaverdadera existencia de Robinson. En su choza decañas, construida por él mismo, no hay un utensilio,que no sea obra suya, desde la hamaca tejida conmimbres, y las tres piedras negras reunidas en formade hogar, y los troncos de tamarisco cortados enforma de escabeles, hasta la llave y la cerradura demadera blanca que sirve para cerrar esta extraña ha-bitación.El hombre es por lo menos tan extraño como suresidencia. Es una especie de filósofo silenciosocomo los solitarios, que resguarda su desconfianzade labriego bajo unas cejas espesas como matorra-les. Cuando no, está en los pastos, encuéntraselesentado delante de su puerta, descifrando lenta-mente, con una aplicación infantil y conmovedora,uno de esos folletos de color de rosa, azules o ama-rillos que envuelven los frascos de medicina queemplea para los caballos. El pobre diablo no tienemás distracción que la lectura, ni otros libros sino

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éstos. Aunque vecinas sus cabañas, nuestro guarda yél nunca se visitan. Hasta procuran no encontrarse.Un día que pregunté al rondeïron la razón de esta an-tipatía, me respondió con aire serio:–Es a causa de las opiniones... El es rojo, y yosoy blanco.hasta en ese desierto cuya soledad hubieradebido aproximarlos, esos dos salvajes, tan igno-rantes y sencillos uno como el otro, esos dos boye-ros de Teócrito, que van a la ciudad apenas una vezal año, y a quienes los cafetuchos de Arlés, con susdorados espejos, les producen el deslumbramientodel palacio de los Tolomeos, ¡han encontrado elmedio de odiarse en nombre de sus opiniones polí-ticas!

VEL VACCARÉS

Lo más hermoso que hay en Camargue es elVaccarés. Con frecuencia, abandonando la caza,vengo a sentarme a orillas de este mar salado, unmar pequeño que parece un trozo del grande, ence-rrado entre las tierras y domesticado por su mismo

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cautiverio. En vez de esa sequedad, de esa aridezque por lo común, entristecen la costa, el Vaccarés,con su ribera un poco alta, toda ella verde por lahierba menuda, aterciopelada, ostenta una flora ori-

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtginal y hechicera: centauras, tréboles acuáticos, gen-cianas y esas lindas salicarias, azules en invierno,rojas en estío, que transforman su color según loscambios atmosféricos, y con una floración no inte-rrumpida, señalan las estaciones por lo diverso desus matices.Hacia las cinco de la tarde, hora en que el sol sepone, presentan admirable aspecto esas tres leguasde agua, sin una barca, sin una vela que limite y dévariedad a su extensión. Ya no es el íntimo deleitede los estanques y acequias que aparecen de distan-cia en distancia entre los repliegues de un terrenoarcilloso, bajo el cual se siente filtrarse el agua portodas partes, dispuesta a reaparecer en la menor de-presión del suelo. Aquí la impresión es grande, vas-ta. De lejos, ese cabrilleo de las ondas atraebandadas de fulgas, garzas reales, alcaravanes, fla-mencos de vientre blanco y alas de color de rosa,alineándose para pescar a lo largo de las márgenes,disponiendo sus diversos tintes en una larga faja,igual, y, además ibis, verdaderos ibis de Egipto, que

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están como en su propia casa entre ese espléndidosol y ese mudo paisaje. En efecto, desde mi sitio nooigo más que el chapoteo del agua y la voz del guar-da que llama a sus caballos, dispersos en la orilla.Todos tienen retumbantes nombres: ¡Cifer!... ¡duci-fer!... ¡L’Estello!... ¡L’Estournello!»... Al oírse nom-brar cada bruto, corre dando al viento las crines, yacude a comer avena en la mano del guarda...Más lejos, en la misma orilla, se encuentra unagran manada de bueyes, paciendo en libertad comolos caballos. De vez en cuando veo por encima deunas matas de tamariscos la arista de sus dorsos en-corvados, y sus cuernecitos en forma de media lunaque se yerguen. La mayoría de estos bueyes de Ca-margue se crían para correrse en las fiestas de lospueblos, y algunos tienen ya nombres célebres entodos los circos de Provenza y Languedoc. Así, porejemplo, la próxima manada cuenta entre otros conun terrible combatiente llamado Romano, que hadespanzurrado no sé cuántos hombres y caballos enlas corridas de Arlés, de Nimes, de Tarascón. Poreso, sus compañeros lo han tomado por jefe; por-que en esas extrañas piaras los brutos se gobiernanpor sí mismos, agrupados alrededor de un toroviejo a quien eligen como conductor. Cuando en la

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Camargue descarga un huracán, terrible en esa granllanura donde nada lo desvía ni lo detiene, es de verla manada juntarse detrás de su jefe, con todas lascabezas humilladas volviendo hacia el lado de don-de el viento sopla, esas anchas testuces en que secondensa la fuerza del buey. Nuestros pastores pro-venzales denominan esta maniobra: vira la bano augisde, volver cuernos al viento. ¡Y pobres de los re-baños que no se conformen con ello! Cegada por lalluvia, impelida por el huracán, la manada en derrotagira sobre sí misma, se extravía, se dispersa, y co-rriendo enloquecidos los bueyes hacia delante para

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtlibrarse de la tempestad, se precipitan en el Ródano,en el Vaccarés o en el mar.

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NOSTALGIA DE CUARTEL

Esta madrugada, a los primeros albores de laaurora, me despierta con sobresalto un tremendoredoble de tambor... ¡Rataplán, rataplán!...¡Un tambor en mis pinos, y a semejantes ho-ras!... ¡Vaya que es raro!Pronto, a escape, me echo de la cama y corro aabrir la puerta.¡Nadie! Cesó el ruido... De entre unas labruscashúmedas, vuelan dos o tres chorlitos sacudiéndoselas alas. Una suave brisa canta entro los árboles...Hacia el oriente, sobre la aguda cresta de los Alpi-lles, amontónase un polvo de oro, de donde, sale elsol con lentitud... El primer rayo roza ya la techum-bre del molino. En el mismo instante, el invisible

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tambor se pone a redoblar en el campo bajo la espe-sura... ¡Rataplán, rataplán!...¡Llévese el domonio la piel de asno! Ya lo habíaolvidado. Pero, en fin, ¿quién será el salvaje queviene a saludar a la aurora en el fondo de los bos-ques con un tambor?... Por más que miro, no veo anadie... nada más que las matas de alhucema y lospinos que Se despeñan cuesta abajo hasta el cami-no... Tal vez hay en la espesura algún duende oculto,resuelto a burlarse de mí... Sin duda, es Ariel o mae-se Puck. El pícaro se habrá dicho, pasar por delantede mi molino:–Ese parisiense está demasiado tranquilo ahídentro; vamos a darle la alborada.Tras de lo cual habrá echado mano a un bombo,y... ¡rataplán!.. ¡rataplán!...–¿Te quieres callar, tuno de Puck?, Vas a des-pertarme a las cigarras.No era Puck.Era Gouguet François, de apodo Pistolete, tam-bor del regimiento 31 de infantería, a la sazón conlicencia semestral. Pistolete se aburre en el país,siente nostalgias, y cuando le hacen el favor deprestarle el instrumento del cabildo municipal, se

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marcha melancólico a tocar el tambor en los bos-ques, soñando con el cuartel del príncipe Eugenio.Hoy ha venido a soñar a mi verde colinita...Allí está de pie contra un pino, con el tamborentre las piernas, tocando si Dios tiene qué... Bandasde perdigones despavoridos corren a sus pies sinque lo note. Las hierbas aromáticas embalsaman elaire en torno suyo, sin que él las huela.Tampoco ve las finas telarañas que tiemblan alsol entre el ramaje, ni las agujas de pino que saltan asu tambor. Absorto en su sueño y en su música, mi-

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtra con amor moverse a escapo los palillos, y su ca-raza estúpida dilátase de placer a cada redoble.¡Rataplán! ¡Rataplán! ...–¡Qué hermoso es el gran cuartel, con sus pa-tios de anchas losas, sus filas de ventanas bien ali-neadas, su población con gorra cuartelera, y susgalerías bajas con arcos, llenas de ruido por las tar-teras!...¡Rataplán! ¡Rataplán! ...–¡ Oh, la sonora escalera, los corredores encala-dos la oliente cuadra, los correajes que se lustran, latabla del pan, las cajas de betún, los camastros dehierro con manta gris, los fusiles que relucen en elarmero! ...

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¡Rataplán! ¡Rataplán!...¡Rataplán! ¡Rataplán!...–¡Oh, qué hermosos días en el cuerpo de guar-dia; los naipes que ennegrecen los dedos y se pegancomo pez, la sota de espadas horrible con adornos apluma, el descabalado tomo de una vieja novela dePigault–Lebrun tirado encima de la cama de campa-ña!...¡Rataplán! ¡Rataplán!...–¡ Oh, las largas noches de centinela en la puertade los ministerios, la garita vieja por donde la lluviacala y en que los pies se hielan!... ¡Los coches delujo, que salpican de barro al pasar!.. ¡Oh, el trabajosuplementario, los días de limpieza general, el cuboapestoso, la cabecera de tabla, la fría diana en lasmañanas de lluvia, la retreta entre niebla a la hora deencender el gas, la lista por la tarde, a la cual se llegaechando el bofe! ...¡Rataplán! ¡Rataplán!...–¡Oh, el bosque de Vincennes, los gruesosguantes de algodón blanco, los paseos por las forti-ficaciones, la barrera de la Estrella, el cornetín depistón de la sala de Marte, el ajenjo en las afueras,las confidencias entre dos hipos, los avíos de en-

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cender que se desenvainan, la romanza sentimentalcantada con una mano puesta en el corazón!. . .¡Sueña, sueña, pobre hombre! No seré yo quiente lo impida... golpea de firme en el tambor, toca ha-ciendo un remolino con los brazos. No tengo dere-cho a encontrarte ridículo.Si tú tienes la nostalgia de tu cuartel, ¿no tengoyo la nostalgia del mío?Mi París me persigue hasta aquí como el tuyo.Tú tocas el tambor bajo los pinos. Yo emborronocuartillas... ¡Vaya unos provenzales que somos! Allá,en los cuarteles de París, echábamos de menosnuestros Alpilles azules y el olor silvestre del tomi-llo; ahora, acá, en plena Provenza, nos falta el cuar-tel, y nos es caro todo lo que nos lo recuerda...Dan las ocho en la aldea. Pistolete, sin dejar enpaz los palillos, se ha puesto en marcha de regreso...óyesele bajar por el bosque, siempre tocando... Y yo,tendido en la hierba, enfermo de nostalgia, al oír elruido del tambor que se aleja, me parece ver desfilar

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txta todo mi París entre los pinos...¡Ah, París!... ¡París!... ¡Siempre, París!

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LAS EMOCIONESI DE UN PERDIGONROJO

Ya sabéis que los perdigones van por bandadasy anidan juntos en el hueco de los surcos, paralevantar el vuelo a la menor alarma,desparramándose como los granos que se siembran.Nuestra compañía particular es alegre y numerosa yestá acampada en un llano junto a la linde de ungran bosque, donde tenemos buen botín ymagníficos refugios a ambos lados. Por eso, desdeque sé correr, tengo buen plumaje y estoy bienalimentado, me encuentro a uy dichoso de vivir. Sinembargo, una cosa teníame algo intranquilo, y eraesa célebre conclusión de la veda, de que nuestrasmadres empezaban a hablar en voz baja unas con

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otras. Un viejo de nuestra banda me decía siempreacerca de esto:–No tengas miedo, Rojillo –me llaman Rojillo acausa de mi pico y de mis patas, del color de la ser-ba, –no tengas miedo, Rojillo. Yo te tomaré por micuenta el día de la apertura de la caza, y estoy segurode que no te ocurrirá nada malo.Es un macho viejo muy picarón y vivaracho to-davía, aun cuando tiene ya señalada la herradura en elpecho y algunas plumas blancas acá y allá. De jovenrecibió en un ala un perdigón de plomo, y comoesto le ha hecho ser un poco pesado, mira dos vecesantes de alzar el vuelo, mide bien el tiempo y saledel apuro. A menudo me llevaba consigo hasta laentrada del bosque. Hay allí una rara casita, ocultaentre los castaños, muda como una madriguera va-cía y siempre cerrada.–Mira bien esa casita, pequeño–me decía el vie-jo; –cuando veas salir humo por la techumbre yabiertas la puerta y las ventanas, mala señal para no-sotros.Y yo me fiaba de él, sabiendo de ciencia ciertaque ya estaba él ducho en eso de las aperturas, de lacaza.

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En efecto, la otra mañanita, al rayar la aurora, oíque me llamaban muy quedo dentro del surco...–Rojillo, Rojillo.Era mi viejo macho. Tenía un mirar extraordi-nario.–Vente a escape–me dijo–y haz lo que yo.Lo seguí medio dormido, deslizándome porentre los terrones, sin volar, sin saltar casi, como unratón.Ibamos por el lado del bosque, y al pasar vi quehabía humo en la chimenea de la casita, luz en las

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtventanas, y delante de la puerta, de par en par, unoscazadores, unos cazadores equipados del todo y unatrailla de perros que saltaban. Cuando pasábamos,gritó uno de los cazadores.:–Registremos el llano esta mañana, y luego des-pués de almorzar haremos lo mismo en el bosque.Entonces comprendí por qué ni¡ viejo compa-ñero nos llevaba cuanto antes a la arboleda. A pesarde esto palpitábame el corazón, sobre todo al pen-sar en nuestros pobres amigos.De pronto, en el momento de llegar al lindero,pusieron a galopar hacia nosotros los perros ...–¡Agáchate, agáchate! –me dijo el viejo baján-dose; al mismo tiempo, a diez pasos de nosotros,

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una codorniz despavorida abrió cuanto pudo susalas y su pico, y echó a volar dando un grito de mie-do. Oí un formidable ruido y quedamos rodeadospor un polvo de un olor extraño, blanco y caliente,aunque apenas había salido el sol. Estaba yo tanamedrentado que ya no podía correr. Felizmenteentrábamos en el bosque. Mi camarada se agazapótras una pequeña encina, yo me coloqué junto a él yambos permanecimos allí ocultos, mirando por en-tre las hojas.En los campos había un terrible fuego de fusil.A cada escopetazo cerraba yo los ojos despavorido;luego, cuando me decidía a abrirlos, veía el llanoinmenso y desnudo, y los perros corriendo, hus-meando entre las briznas de hierba, entre las gavi-llas, girando sobre sí mismos como locos. Loscazadores juraban detrás de ellos y los llamaban; lasescopetas relucían al sol. Hubo un momento en quecreí ver volar como hojas sueltas entre una nubecillade humo, aun cuando en los alrededores no habíaningún árbol. Pero el viejo macho me dijo que eranplumas, y en efecto, a cien pasos frente a nosotrosun magnífico perdigón gris cayó dentro de un surco,doblando su cabeza ensangrentada.

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El tiroteo cesó de pronto cuando el sol quema-ba desde lo alto. Los cazadores regresaban hacia lacasita, donde se oía peterrear una gran hoguera desarmientos. Hablaban entre ellos con la escopeta alhombro, discutían los disparos hechos, y mientrastanto sus perros' iban detrás, jadeantes, con la len-gua colgando...–Van a almorzar –me dijo mi compañero; –ha-gamos lo mismo.Nos metimos por un sembrado de trigo moriscojunto al bosque, un gran campo blanco y negro, enflor y granado, con aroma de almendra. Picoteabantambién allí unos hermosos faisanes de irisadasplumas, bajando sus crestas rojas de miedo de servistos ¡Ah! ¡Estaban menos altivos que de costum-bre! Mientras comían, nos pidieron noticias y nospreguntaron si había caído alguno de los suyos. Du-rante este tiempo, el almuerzo de los cazadores, si-lencioso al principio, íbase haciendo cada vez másbullanguero; oíamos chocar las copas y saltar los

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtcorchos de las botellas. El viejo advirtió que ya erahora de irnos a nuestro refugio.Dijérase que a la sazón el bosque estaba dur-miendo. La charca adonde van los gamos a beberno estaba enturbiada por ningún lengüetazo. Ni un

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hocico de conejo entre los serpoles del vivar. Sólose oía un estremecimiento misterioso, como si cadahoja, cada brizna de hierba resguardase una vidaamenazada. ¡Esa caza de monte tiene tantos escon-drijos! Las gazaperas, la montanera, las faginas, lasmalezas y además los hoyos, esos hoyitos de bosqueque conservan por tanto tiempo el agua después dehaber llovido. Confieso que me hubiera gustado es-tar en el fondo de uno de esos agujeros; mas miacompañante prefería permanecer al descubierto,tener anchuras, ver a lo lejos y sentir ante sí el cam-po libre. Bien hicimos, porque los cazadores pene-traban en la selva.¡Oh! Jamás olvidaré aquella primera descarga enel bosque, aquel tiroteo que horadaba las hojas co-mo el granizo en Abril y dejaba señales en las corte-zas de los árboles. Un conejo pasó huyendo a lacarrera a través del camino, arrancando matitas dehierba con sus uñas extendidas. Una ardilla bajóvelozmente de un castaño, dejando caer castañasaun verdes. Sintiéronse dos o tres pesados revuelosde gordos faisanes y un tumulto entre las ramas ba-jas y las hojas secas, al viento de ese escopetazo queagitó, despertó y asustó a todo bicho viviente en elbosque. Los musgaños se escondían en lo más hon-

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do de sus agujeros. Un escarabajo, que salió delhueco del árbol tras del cual estábamos agachados,movía sus ojos salientes y estúpidos, yErtos de te-rror. Por todas partes pobres bichitos azorados, li-bélulas azules, moscardones, mariposas... hasta unsaltamontes chiquitín con alas de color escarlata,que vino a pararse junto a m¡ pico; pero también yoestaba asustado en demasía para aprovecharme desu miedo.El viejo, por su parte, continuaba tan tranquilosiempre. Muy atento a los ladridos y a los disparos,hacíame señas cuando se acercaban, y nos íbamosun poco más lejos, fuera de la pista de los perros, ymuy ocultos entre el follaje. Sin embargo, una vezcreía que estábamos perdidos. La calle de árbolespor donde teníamos que cruzar estaba guardada acada extremo por un cazador a la atisba. Por un la-do, un mocetón con patillas negras, quien sonabacomo una panoplia vieja cada vez que se movía, consu cuchillo de monte y su cartuchera y el cuerno demuniciones, sin contar con que sus polainas hebi-lladas hasta las rodillas le hacían parecer aún másalto; en el otro extremo, un viejecito, apoyado tran-quilamente contra un árbol, fumaba en su pipa, gui-

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ñando los ojos como si quisiera dormirse. Este nome daba, miedo, sino el mocetón de allá abajo...–No entiendes una jota de esto, Rojillo –me dijomi camarada riéndose.–Y sin temor ninguno, conlas alas abiertas de par en par, levantó el vuelo casientre las piernas del terrible cazador de las patillas.Y el hecho es que el pobre hombre estaba tan engol-fado con todos sus atavíos de caza, tan ocupado enadmirarse de arriba a abajo, que cuando se echó alhombro la escopeta estábamos ya lejos de su alcan-ce. ¡Ah! ¡Si cuando los cazadores se creen solos enun rincón de un bosque, supieran cuántos ojuelosfijos les atisban desde los matorrales, cuántos pi-quitos puntiagudos reprimen la risa al ver su torpe-za! ...Nosotros andábamos, andábamos sin parar. Noteniendo nada mejor que hacer sino seguir a miviejo acompañante, mis alas se desplegaban a com-pás de las suyas, para replegarse y quedar inmóvilesasí que él se paraba. Aun me parece ver todos lossitios por donde pasamos: el conejar cuajado debrezos, lleno de madrigueras al pie de los árbolesamarillentos, con esa gran cortina de robledalesdonde parecíame ver escondida la muerte por todaspartes, y la verde sendita por donde mi madre la

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Perdiz había paseado tantas veces su pollada bajo elsol de Mayo, donde saltábamos picoteando lashormigas rojas que trepaban por nuestras patas,donde encontrábamos faisanitos cebados, gordoscomo pollastros, y que no querían jugar con noso-tros.Vi como en un sueño mi senderito, en el mo-mento de atravesarlo una corza, erguida sobre susdelgadas patas, con los ojos muy abiertos y dis-puesta a saltar. Después, la balsa adonde íbamos enpartidas de quince o treinta, todos al mismo vuelo,alzándonos de la llanura en un minuto, para beber elagua del manantial y salpicarnos de gotitas que ro-daban sobre el plumaje lustroso... En medio de esacharca había una aliseda, como un ramillete muy es-peso, en aquel islote nos refugiamos. Preciso seríaque los perros tuviesen una nariz de primer para ir abuscarnos allí. A poco de llegar no otros, presentóseun corzo arrastrándose sobre tres patas y dejandoun rastro rojo sobre e musgo tras de sí. Daba tantatristeza el verlo que escondí la cabeza bajo las hojas;pero oí al herido beber en la charca resollando y ar-diendo en fiebre.Caía la tarde. Los disparos de escopeta se aleja-ban y disminuían en número. Después quedó todo

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en silencio... Había concluido aquello. Entonces re-gresamos despacio a la llanura, para saber noticiasde nuestra gente. Al pasar por delante de la casita demadera, vi una cosa horrible.Al borde de un hoyo, unos junto a otros, yacíanliebres de rojo pelo y conejillos grises de cola blan-ca, con las patitas juntas por la muerte, en ademán

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtde pedir misericordia, y con ojos empañados, queparecían llorar; además, perdices rojas, machos deperdiz grises, con la herradura como mi camarada, yperdigoncillos de aquel año que tenían como yopelusa debajo de las plumas. ¿Hay algo más tristeque un ave muerta? ¡Las alas son tan vivas! El verlasplegadas y frías hace temblar... Un gran corzo, mag-nífico y tranquilo, parecía que estaba durmiendo consu lengüecita sonrosada fuera de la boca, cual si aunfuese a lamer.Y allí estaban los cazadores, inclinados sobreaquella carnicería, contando y tirando hacia sus mo-rrales de las patas sangrientas y de las alas rotas, sinrespeto a todas esas heridas recientes. Los perros,atraillados para el camino, fruncían, aun sus hocicosen ristre, como si se dispusiesen a lanzarse de nuevoa los tallares del soto.

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¡Oh, mientras el ancho sol se ponía por alláabajo y se marchaban todos jadeantes, alargando sussombras sobre los terrones de los surcos y las sen-das húmedas con el sereno del crepúsculo, cómomaldecía yo, cómo detestaba a toda la banda, hom-bres y animales!... Ni mi compañero ni yo teníamosánimo para lanzar, como de costumbre, unas notitasde despedida a ese día que acababa.En nuestro camino encontramos infelices beste-zuelas, muertas por un extraviado perdigón de plo-mo y abandonadas allí a las hormigas; musgañoscon el hocico lleno de polvo, picazas, golondrinasderribadas al vuelo, tendidas de espaldas y levan-tando sus rígidas patitas hacia el cielo, de, dondedescendía la noche a escape como suele en otoño,clara, fría y húmeda. Pero lo más conmovedor detodo, era el oír en los linderos del bosque, al margendel prado y allá abajo en los juncales del río, llama-mientos angustiosos, tristes y diseminados, a loscuales nadie contestaba.

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EL EXPERADOR CIEGOO VIAJE Á BAVARIA EN BUSCA DE UNATRAGEDIA JAPONESA

El señor coronel de Sieboldt.El señor de Sieboldt, coronel bávaro al serviciode Holanda, tan conocido entre los círculos científi-cos por sus notables obras acerca de la flora japone-sa, vino a París durante la primavera de 1866, parasometer al Emperador un vasto proyecto de asocia-ción internacional con el objeto de explotar ese ma-ravilloso Nipon–Jepen–Japon (Imperio de la salida delSol), donde había habitado por espacio de más detreinta años. En espera de conseguir una audienciaen las Tullerías, el ilustre viajero (que había conti-nuado siendo muy bávaro a pesar de su permanen-cia en el Japón) pasaba sus veladas en una pequeña

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cervecería del arrabal Poissonnère, en compañía deuna señorita joven de Munich que viajaba con él, y aquien presentaba como sobrina suya. Allí fue dondeyo lo encontré. Cuando entraba, volvíanse todos amirar la fisonomía de ese anciano, firme y tieso consus setenta y dos años, sus largas barbas blancas, suinterminable hopalanda, su ojal lleno de cintas conlos colores de todas las academias científicas, yaquel extraño aspecto, donde había a la par tantatimidez y desenvoltura. El coronel se sentaba muyserio y sacaba del bolsillo un gran rábano negro;luego la joven señorita que lo acompañaba, con to-das las trazas de una alemana, de falda corta, chal decenefa y sombrerito de viaje, cortaba ese rábano enrodajas delgadas, al estilo de la tierra, las espolvo-reaba de sal, se las ofrecía a su tío, como ella decía,con su vocecita de ratón, y ambos se ponían a ru-miar uno frente a otro, tranquila y sencillamente, sinsospechar siquiera que pudiese haber la más mínimaridiculez en conducirse en París como en Munich.Lo cierto es que formaban una pareja original ysimpática, y conseguimos pronto llegar a ser buenosamigos. El bueno del hombre, viendo el gusto conque lo escuchaba al hablarme del Japón, habíamepedido que revisara su Memoria, y yo me apresuré a

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aceptar el encargo, tanto por, amistad hacia ese viejoSimbad, como por enfrascarme más y más en el es-tudio de ese hermoso país, el amor al cual me habíatransmitido. No dejó de costarme trabajo el hacer latal revisión. Toda la Memoria estaba escrita en elestrafalario francés que hablaba el señor de Sieboldt:«Si yo tendría accionistas... si yo reuniría fondos»...esos defectos de pronunciación que le hacían escri-bir por lo regular: «Los grandes botes del Asia» por«los grandes vates del Asia» y «el Jabón» en lugar de «elJapón» ... Únase a esto, frases de cincuenta líneas sinpunto ni coma, sin ningún descanso para respirar, ysin embargo, tan bien clasificadas dentro del cere-bro del autor, que le parecía imposible suprimir niuna sola palabra, y cuando me ocurría quitar una lí-nea de un lado, inmediatamente la transportaba élun poco más lejos... ¡Lo mismo da! El hecho es queese demonio de hombre era tan interesante con suJabón, que me hacía olvidar las fatigas del trabajo, ycuando llegó el día de la audiencia, la Memoria casipodía ir por su pie.¡Pobre veterano Sieboldt! Aun lo veo al irse alas Tullerías, con todas sus cruces en el pecho, conese magnífico, uniforme de coronel (grana y oro)que no sacaba del cofre sino en las grandes ocasio-

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nes. Aun cuando todo el tiempo estaba ¡brum!¡brum! irguiendo su elevada estatura, comprendí cu-án conmovido se hallaba, por él temblor de su bra-zo sobre el mío, y sobre todo, por la insólita palidezde su nariz, un narigón de sabihondo, de color car-mesí por el estudio y por la cerveza de Munich.Cuando volví a verlo, por la noche, estaba triun-

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtfante: Napoleón III lo había recibido entre dospuertas, escuchado durante cinco minutos y despe-dido con su frase favorita: «Veré... pensaré en ello».Sin más que eso, el cándido japonés hablaba ya dearrendar el primer piso del Gran Hôtel, poner comu-nicados en los periódicos, lanzar prospectos; mecostó mucho trabajo hacerle comprender que SuMajestad quizá se tomase mucho tiempo para refle-xionar y que entretanto lo mejor sería que se mar-chase otra vez a Munich, donde la cámara estabaprecisamente a punto de votar un crédito para lacompra de sus grandes colecciones. Mis adverten-cias acabaron por convencerlo, y en recompensa deltrabajo que me tomé con su famosa Memoria, meprometió al partir enviarme una tragedia japonesadel siglo XVI, preciosa obra maestra absolutamentedesconocida en Europa, y que había traducido exprofeso para su amigo Meyerbeer. Cuando murió el

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maestro, estaba disponiéndose a escribir la músicade los coros. Como veis, el excelente hombre queríahacerme un verdadero regalo.Por desgracia, algunos días después de su mar-cha estalló la guerra en Alemania, y no volví a oírhablar más de mi tragedia. Habiendo invadido losprusianos los reinos de Würtemberg y de Bavaria,era bastante natural que, con su ardor patriótico y elgran trastorno de la invasión, el coronel se hubieseolvidado de mi Emperador ciego. Pero yo pensaba enél más que nunca, y ¡a fe mía! un poco por deseosde mi tragedia japonesa y otro poco por curiosidadde ver de cerca lo que era la guerra, la invasión(¡Dios mío, ahora la tengo con todos sus horroresen la memoria!), lo cierto es que una mañanita deci-díme a partir para Munich.

IILa Alemania del Sur

¡Habladme de los pueblos de sangre pesada! Enplena guerra, con ese sol abrasador de Agosto, elpaís entero de más allá del Rhin, desde el, puente deKehl hasta Munich, tenía su aspecto tan frío y tan

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tranquilo. Por las treinta ventanillas del vagón wür-tembergués que me conducía lenta y pesadamente através de la Suabia, desplegábanse paisajes, monta-ñas, torrenteras, quebradas de espléndido verdor enque se sentía la frescura de los arroyos. Por las pen-dientes que desaparecían girando según el movi-miento de los vagones, había aldeanas tiesas enmedio de sus rebaños, vestidas con sayas encarna-das y corpiños de terciopelo, y los árboles, eran tanverdes en torno suyo, que parecía todo aquello unapastorela sacada de una de esas cajitas de abeto, quetan bien huelen a resina y a pino, de los bosques delnorte. De distancia en distancia, una docena de sol-dados de infantería vestidos de verde marcaban elpaso en una pradera, con la cabeza alta y tina piernaal aire, llevando sus fusiles a guisa de ballestas: era el

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtejército de cualquier principillo de Nassau. A vecestambién pasaban trenes con la misma lentitud que elnuestro, cargados con grandes barcas, donde lossoldados würtembergueses, apiñados como en unacarroza alegórica, cantaba barcarolas a tres voces,huyendo ante los prusianos. Y nuestras paradas entodas las fondas, la inalterable sonrisa de los cama-reros, aquellas rechonchas caras tudescas ensancha-das, con la servilleta debajo de la barba, ante

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enormes tajadas de carne en salsa, y el parque realde Stuttgart lleno de carretelas, de alas, de cabalga-tas, la música tocando valses y cancanes alrededorde las fuentes, mientras se combatía en Kissingen;en verdad que cuando me acuerdo de todo esto ypienso en lo que he visto cuatro años después enese mismo mes de Agosto, esas locomotoras deli-rantes corriendo sin saber a dónde, como si la in-solación hubiese enloquecido sus calderas, losvagones parados en pleno campo de batalla, los ca-rriles cortados, los, trenes pasando apuros, Franciadisminuida de día en día conforme se hacía máscorta la línea férrea del este, y en todo el trayecto delas abandonadas vías, el hacinamiento siniestro deesas estaciones, que se quedaban solas en un paísperdido, llenas de heridos olvidados allá como ba-gajes... comienzo a creer que aquella guerra de 1866entre Prusia y los Estados del Sur no era más quetina guerra de farsa, y que, a despecho de cuanto noshayan podido decir, lobos con lobos no se muerden, si sonde Germania.Para convencerse de ello, bastaba con ver Mu-nich. La noche que llegué, una hermosa noche llenade estrellas, toda la gente de la ciudad estaba fuerade sus casas. Flotaba en el aire un alegre rumor con-

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fuso, tan vago ante la luz como el polvo levantadopor los pasos de todos aquellos paseantes. En elfondo de las bodegas de cerveza, abovedadas yfrescas; en lo s jardines de las cervecerías, dondebalanceaban sus mustias luces los farolillos de colo-res; por todas partes, mezclándose con el ruido delas pesadas tapaderas al caer sobre la boca de losjarros de cerveza, oíanse las notas de triunfo salidasde los instrumentos de metal y los suspiros de losde madera.En una de esas armoniosas cervecerías fue don-de encontré al coronel Sieboldt, sentado, con su so-brina, ante, su eterno rábano negro.En la mesa inmediata tomaba un bock del mi-nistro de negocios extranjeros, en compañía del tíodel rey. Alrededor, burgueses con sus familias, ofi-ciales con gafas y estudiantes con gorritas rojas,azules, verdemar, graves todos y silenciosos escu-chaban religiosamente la orquesta de M. Gungel, ymiraban subir el humo de sus pipas sin dárseles unardite de Prusia, como si no existiese. Al verme elcoronel pareció turbarse un poco, y creí advertir quebajaba la voz para dirigirme la palabra en francés.En torno nuestro cuchicheaban: Franzose... Franzose...

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Veía, malquerencia en los ojos de todos. –Sal-gamos –me dijo el señor de Sieboldt, y una vez fue-ra, encontré en él su agradable sonrisa de otrostiempos. El buen hombre no había olvidado supromesa, pero estaba muy ocupado en colocar clasi-ficada su colección japonesa, que acababa de venderal estado. Por eso no me había escrito. En cuanto ami tragedia, estaba en Würzburgo, en poder de laseñora Sieboldt, y para llegar hasta allá me era unaautorización especial de la embajada cesa, porquelos prusianos se aproxima Würzburgo y ya no seentraba allí sin suma dificultad. Tenía tales ganas de,mí Emperador ciego, que hubiera ido aquella mi nochea la embajada, si no hubiese temido encontrar a M.de Trévise acostado...

IIIEn “Droschke”

A la mañana siguiente, el fondista de la GrappeBleue me hizo montar temprano en uno de esos pe-queños carruajes de alquiler que hay siempre en lospatios de las fondas para enseñar a los viajeros lascuriosidades de la ciudad, y desde donde se os apa-

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recen como entre las hojas de una guía los monu-mentos y las calles de primer orden. Entonces no setrataba de llevarme a ver la ciudad, sino de condu-cirme a la embajada francesa: –¡ Französische Am-bassad! –repitió dos veces el fondista. El cochero, unhombrecillo con traje azul y un sombrero gigantes-co, parecía muy asombrado del nuevo destino quese daba a su coche, a su droschke (para hablar comoen Munich). Pero yo me quedé más absorto que él,cuando le vi volver la espalda al barrio noble, tomarpor una larga ronda de arrabal, llena de fábricas, ca-sas de obreros y jardinillos, atravesar las puertas yllevarme extramuros de la ciudad.–¿Ambassad Französische?– le preguntaba de vezen cuando, con inquietud.–Ya, ya –respondía el hombrecillo, y continuá-bamos rodando. Hubiera querido obtener algunosotros informes; pero lo endiablado es que mi con-ductor no hablaba francés, y yo mismo por aquellaépoca no conocía de la lengua alemana mas que doso tres frases muy elementales, en que se trataba depan, lecho, comida, y en manera alguna de embaja-dor. Y aun esas frases no sabía decirlas sino conmúsica; he aquí por qué.

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Algunos años antes, con un camarada tan lococomo yo, había hecho a través de Alsacia, Suiza y elducado de Baden un verdadero viaje de buhonero,con el saco a cuestas, a jornadas de doce leguas, ro-deando las ciudades de las cuales sólo queríamos

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtver las puertas, y tomando siempre por sendas yatajos sin saber a dónde nos conducirían. Esto nosproporcionaba, con frecuencia suma, la sorpresa depasar las noches a campo raso o bajo el alero des-mantelado alguna granja; pero lo que acababa dehacer más llena de incidentes nuestra excursión esque ni uno ni otro sabíamos una palabra de alemán.Con ayuda de un diccionario de bolsillo, quecompramos al pasar por Basilea, habíamos llegado aconstruir algunas frases muy sencillas, tan inocentescomo Vir vóllen trínken bier (queremos beber cerveza),Vir vóllen essen käse (queremos comer queso); pordesgracia, por poco complicadas que os parezcan,nos costaba mucho trabajo retener esas malditasfrases. No las teníamos en la punta de la lengua co-mo dicen los cómicos. Entonces se nos ocurrió laidea de ponerlas en música, y tan bien se adaptaba áellas la tonadilla que hubimos de componer, que laspalabras penetraron en nuestra memoria en pos de

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las notas, y ya no podían salir de allí las unas sinarrastrar consigo a las otras.Era de ver la cara de los posaderos badenesescuando por la noche entrábamos en el gran come-dor del Gasthaus, y enseguida de desatar nuestrasmochilas, entonábamos con voz retumbante:

Vir Vóllen trínken bier (bis)Vir vóllen, ya, vir vóllen¡Ya!Vir vóllen trínken bier.

De entonces acá me he hecho muy fuerte en elalemán. ¡He tenido tantas ocasiones de aprender-lo!... Mi vocabulario se ha enriquecido con una mul-titud de locuciones, de frases. Solamente que lashablo, ya no las canto... ¡Oh, no; no me dan ganasde cantarlas!...Pero volvamos á mi «droschke».Íbamos con paso muy reposado, por una aveni-da festoneada de árboles y casas blancas. De pronto,detúvose el cochero.–¡Da! –me dijo, enseñándome una casita ocultabajo las acacias, y que me pareció muy silenciosa yretirada para hacer una embajada. En un ángulo de

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la pared relucían junto a una puerta tres botones decobre superpuestos. Tiro de uno al azar, y ábrese lapuerta y penetro en un vestíbulo elegante y cómodo,con flores y alfombras por todas partes. En la esca-lera estaban colocadas media docena de camarerasbávaras que acudieron al oír mi campanillazo, conaquel nada gracioso aspecto de pájaros sin alas quetienen todas las mujeres del lado allá del Rhin.Pregunto: –¿Ambassad Französische? –Me lo ha-cen repetir dos veces y hete aquí que se echan a reír,pero a reír haciendo retemblar la baranda con sussacudidas. Me vuelvo furioso hacía mi cochero, ytrato de hacerle comprenderá fuerza de gestos quese ha equivocado, que la embajada no está allí.

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txt–Ya, ya – contesta el hombrecillo, sin inmutarsey regresamos a Munich.Preciso es creer que nuestro embajador de porentonces cambiaba a menudo de domicilio, o bienque por no alterar mi cochero las costumbres de sudroschken se le había puesto en la mollera hacermevisitar, que quieras que no, la ciudad y sus alrededo-res. Lo cierto es que transcurrió toda la mañana enrecorrer Munich en todos sentidos, en busca deaquella fantástica embajada. Después de otras dos otres tentativas, acabé por no apearme ya del coche.

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El cochero iba y venía, parábase en ciertas calles yhacía como que se informaba. Me dejé conducir, yya no me ocupé sino en mirar en mi derredor. ¡Quéciudad más aburrida y fría ese Munich, con susgrandes paseos, sus alienados palacios, sus callesdemasiado anchas y donde resuenan los pasos, sumuseo al aire libre de celebridades bávaras tanmuertas dentro de sus estatuas blancas!¡Qué de columnas, de arcos, de frescos, de obe-liscos, de templos griegos, de propíleos, de dísticosen letras de oro sobre los frontones! Todo esto seesfuerza por parecer grandioso, pero parece comoque se siente el vacío y el énfasis de aquella aparentegrandeza, al ver en todos los confines de las aveni-das los arcos triunfales por donde sólo pasa el hori-zonte, los pórticos abiertos sobre el espacio azul.Así me represento esas ciudades imaginarias, mezclade Italia y de Alemania, por donde Musset hace pa-searse el incurable tedio de su Fantasio y la pelucasolemne y necia del príncipe de Mantua.Esta carrera en droschken duró cinco o seis horas,al cabo de las cuales el cochero me volvió a condu-cir triunfalmente al patio de la Grappe.–Bleue, hacien-do restallar su látigo, orgullosísimo de habermeenseñado a Munich. En cuanto a la embajada, acabé

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por descubrirla dos calles mas allá de mi fonda, pe-ro esto de nada me sirvió. El canciller no quisodarme pasaporte para Würzburgo. Según parece, enaquel momento éramos muy mal vistos en Baviera,un francés no hubiera podido aventurarse sin peli-gro hasta los puestos avanzados. Así, pues, tuve queaguardar en Munich que la señora de Sieboldt en-contrase ocasión de hacer llegar a mis manos la tra-gedia japonesa.

IVEl palo de lo azul.

¡Cosa rara! Esos buenos bávaros, que, tanto nosvituperaban por no haber tornado par–te en pro deellos en esa guerra, no sentían la más mínima ani-mosidad contra los prusianos. Ni vergüenza por lasderrotas, ni odio al vencedor. ¡Son los primerossoldados del mundo! nie decía con cierto orgullo elfondista de la Grappe–Bleue, al día siguiente de la ba-talla de Kissingen; y ese era el sentir general en Mu-nich. En los cafés arrancábanse de las manos los

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtperiódicos de Berlín. Se reían hasta desternillarsecon las cuchufletas del Kladderadatsch, esas burdas

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chacotas berlinesas tan pesadas como el famosomartillo–pilón de la fábrica de Krupp, de cincuentamil kilogramos de peso. No cabiendo dudas a nadieacerca de la próxima entrada de los prusianos, cadacual se disponía a recibirlos bien. Las cerveceríasalmacenaban provisión abundante de salchichas yde cochinillos de leche. En las casas particularespreparaban alojamientos de oficiales.Los museos eran los únicos que manifestabanalguna inquietud. Un día, al entrar en la Pinacoteca,encontré desnudas las paredes, y a los celadores cla-vando grandes cajones llenos de cuadros pronto–, apartir hacia el sur. Temíase que el vencedor, muyescrupuloso respecto a la propiedad particular, nolo fuese tanto con las colecciones del Estado. Poreso, de todos los museos de la ciudad, sólo conti-nuaba abierto el del señor de Sieboldt. En su calidadde oficial holandés y condecorado con la cruz delAguila de Prusia, pensaba el coronel que nadie seatrevería a tocar su colección en presencia suya. Ymientras esperaba la llegada de los prusianos, nohacía más que pasearse con su uniforme de gala através de los tres largos salones que el rey lo habíaconcedido en el jardín de la corte, especie de Palais–

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Royal más verde y triste que el nuestro, rodeado declaustrales muros pintados al fresco.Esas curiosidades expuestas con rotulatas en esegran palacio tétrico constituían, en efecto, un museo,conjunto melancólico de cosas venidas de muy le-jos, separadas de su medio ambiente. El mismoveterano Sieboldt parecía por su aspecto formarparte de él. Todos los días iba yo a verlo, y pasába-mos juntos largas horas hojeando esos manuscritosjaponeses adornados con láminas, esos libros cientí-ficos o históricos, unos tan inmensos que era preci-so ponerlos en el suelo para abrirlos, otros tanlargos como una uña, solamente legibles con uncristal de aumento, dorados, finos, preciosos.El señor de Sieboldt me hacía admirar su enci-clopedia japonesa en noventa y dos tomos, o metraducía una oda del Hiah-nin, maravillosa obra pu-blicada bajo los auspicios de los emperadores japo-neses, y donde se encuentran las vidas, los retratos yfragmentos líricos de los cien poetas más famososdel imperio. Después colocábamos en orden su co-lección de armas, los cascos de oro con anchas ca-rrilleras, las corazas, las cotas de mallas y esosgrandes sables de mandoble que requieren su caba-

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llero templario, y con los cuales se abre tan bien elvientre.Me explicaba las divisas de amor pintadas sobre

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtlas áureas conchas, me introducía en los hogaresdomésticos japoneses enseñándome el modelo desu casa en Yeddo, una miniatura de laca donde todoestaba representado, desde las cortinillas de seda delas ventanas hasta las grutas artificiales de rocalla deljardín, un jardinillo liliputiense adornado con plan-tas enanas de la flora indígena. Lo que también meinteresaba mucho era el ver los objetos del culto ja-ponés, sus pequeños dioses de madera pintada, lascasullas, los vasos sagrados y esas capillas portátiles,verdaderos teatros de muñecas, que cada uno de losfieles tiene en un rincón de su casa. Los pequeñosídolos rojos están alineados en el fondo, hacia de-lante cuelga una cuerdecita con nudos. Antes decomenzar el japonés su plegaria, se inclina y tocacon este cordón un timbre que brilla al pie del altar,llamando así la atención de sus dioses. Tenía yo unplacer infantil en hacer sonar estos timbres mágicosy en dejar que mis ensueños volasen en alas de esasondas sonoras hasta el fondo de esas Asías deOriente donde el sol que nace parece haberlo dora-

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do todo, desde las hojas de sus grandes sables hastalos cantos de sus libritos.Las calles de Munich me producían singularefecto al salir de allí con los ojos deslumbrados portodos esos reflejos de laca y jade, por los chillonescolores de los mapas geográficos, sobre todo losdías en que el coronel me había leído una de aque-llas odas japonesas de una poesía casta, distinguida,tan original y profunda. El Japón y Baviera, estosdos países nuevos para mí, que conocía casi al mis-mo tiempo, viendo cada uno al través del otro, semezclaban y confundían dentro de mi cabeza, con-vertidos en una especie de paisaje vago, en el paísde lo azul. Aquella línea azulada de los viajes queacababa de ver representando en las tazas japonesaslos rasgos de las nubes y el boceto de las aguas, aca-baba de encontrarla en los azulados frescos de losmuros. ¡Y esos soldados azules que hacían el ejerci-cio en las plazas, con sus cascos japoneses, y esecielo despejado y tranquilo, azul como la flor delVergiss-meinnicht, y ese cochero azul, que me llevaba ala fonda de la Grappe -Bleue!

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VPaseo sobre el Starnberg.

Y también era propio del país azul ese lagocentelleante, que espejea en el fondo de mi memo-ria. Nada más que con escribir ese nombre, deStarnberg, he visto de nuevo cerca de Munich lagran sábana de agua, tersa, llena de cielo, familiar yviva por el humo de un vaporcillo que costeaba susorillas. Alrededor suyo, las obscuras masas de losgrandes parques, separadas de sitio en sitio y comorotas por la blancura de las casas de campo. Másarriba villorrios con los aleros apiñados, nidos decasas puestos encima de los ribazos escarpados,más arriba aun, las montañas del Tirol, lejanas, del

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtcolor del aire en que flotan, y en un rinconcito deese cuadro un poco clásico, pero tan encantador, elviejo, viejísimo batelero, con sus largas polainas y suchaleco rojo con botones de plata, quien me paseóun domingo entero parecía tan orgulloso de llevarun francés en su barca.No era la primera vez que tenía semejante ho-nor. Acordábase muy bien de haber hecho pasar ensu juventud el Starnberg a un oficial. Hacía de estosesenta años, y por el respetuoso modo con que me

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hablaba el buen hombre, comprendí la impresiónque debió de hacerle aquel francés de 1806, algúnlindo Oswaldo del primer imperio, con su pantalóncolán, sus botas con arrugas en la caña, un gigantes-co schapska é insolencias de vencedor. Si el barquerodel Starnberg vive aún, dudo que profese tanta ad-miración a los franceses.Los ciudadanos de Munich pasean sus alegríasdel domingo sobre ese hermoso lago y dentro de losabiertos parques de las residencias que lo rodean. Laguerra no había alterado esta costumbre. El día queyo pasé en él, al borde del agua, estaban llenos degente los merenderos, gordas señoras sentadas encorro ahuecaban sus faldas sobre las praderas. Porentre las ramas que se cruzan sobre el lago azul pa-saban grupos de Gretchen. y de estudiantes, en-vueltos en una aureola de, humo de las pipas. Unpoco más lejos, en un claro del parque Maximiliano,una boda de, campesinos, estrepitosa y vistosa, be-bía delante de largas tablas colocadas en banquillos,mientras que un guarda de monte, con traje verde yescopeta en mano, en la actitud de un hombre quedispara, enseñaba el manejo de ese maravilloso fusilde aguja de que con tanto éxito se servían los pru-sianos. Necesitaba yo verlo, para acordarme que se

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batallaba a pocas leguas de nosotros. Y, sin embar-go, era de creer que se combatía, puesto que aquellamisma noche, al regresar a Munich, vi en una pla-zuela, abrigada y recogida como una capilla de igle-sia, cirios ardiendo en torno de una Maria–Säule, ymujeres arrodilladas, cuyos largos sollozos inte-rrumpían las plegarias.

VILa Bavaría.

A pesar de todo cuanto Fe ha escrito desde hacealgunos años, sobre la patriotería francesa, nuestrasnecedades patrióticas, nuestras vanidades y nuestrasfanfarronadas, no creo que halla en Europa un pue-blo más jactancioso, más vano, más infatuado con-sigo mismo que el Pueblo de Baviera. Supequeñísima historia, diez páginas sueltas de la his-toria de Alemania, se ostenta en las calles de Mu-nich, gigantesca, desproporcionada, toda enpinturas y en monumentos, como uno de esos librosde aguinaldo que se regalan a los niños, poco texto ymuchas estampas. En París no tenemos más que un

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtarco de triunfo. Allá tienen diez, el pórtico de las

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Victorias, el pórtico de los Mariscales, y qué sé yocuántos obeliscos erigidos Al valor heroico de los guerre-ros bávaros.Conviene ser grande hombre en este país, seestá seguro de tener grabado su nombre por todaspartes en mármoles y bronces, y a lo menos una vez,su estatua en medio de una plaza o en lo alto de al-gún friso entre victorias de mármol blanco. Esa chi-fladura por las estatuas, las apoteosis y losmonumentos conmemorativos, llega hasta tal puntoentre estas buenas gentes, que en las esquinas de lascalles tienen puestos pedestales vacíos, preparadospara los desconocidos grandes hombres del maña-na. En este momento deben de hallarse ocupados yatodos ellos. ¡Les ha suministrado la guerra de 1870tantos héroes, tantos episodios gloriosos!Me gusta figurarme, por ejemplo, al ilustre gene-ral von der Than ligero de ropas (a la antigua), en me-dio de un verde jardinillo, con un hermoso pedestaladornado con bajorrelieves representando por unlado los Guerreros Bávaros incendiando la aldea de Barei-lles, y por el otro los Guerreros Bávaros asesinando heridosfranceses en la ambulancia de Waerth. ¡Qué espléndidomonumento debe constituir!

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No satisfechos con tener desparramados de estasuerte por la ciudad sus grandes hombres, los báva-ros los han reunido en un: templo situado a laspuertas de Munich, y al cual denominan la Ruh-meshalle (la sala de la gloria). Bajo un ancho pórticocon columnas de mármol quedan vuelta formandotres lados de un cuadrado, están puestos en repisaslos bustos de los electores, de los reyes, de los gene-rales, de los jurisconsultos, etc. (El catálogo se ven-de en la portería).Algo delante yérguese una estatua colosal, unaBavaria de noventa y dos pies de altura, enhiesta so-bre el último rellano de una de esas grandes escali-natas tan tristes que ascienden al descubierto entreel verde follaje de los jardines públicos. Con su pielde león al hombro, su espada en una mano, y en laotra la corona de la gloria (¡siempre la gloria!),cuando vi aquella inmensa mole de bronce, al fin deuno de esos días de Agosto en que las sombras sealargan de un modo desmedido, llenaba la silenciosallanura con su actitud enfática. En torno de ella, a lolargo de la columnata, los perfiles de los hombrescélebres hacían guiños al sol poniente. ¡Y todoaquello tan desierto, tan tétrico! Al oír resonar mispasos sobre las losas, encontraba otra vez aquella

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impresión de grandeza en el vacío que me perseguíadesde mi llegada a Munich.Una escalerilla de fundición sube dando vueltas

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtpor el interior de la Bavaria. Tuve el capricho de su-bir hasta lo más alto y sentarme un momento dentrode la cabeza del coloso, un saloncito redondo ilu-minado por dos ventanas que son los ojos a pesarde esos ojos abiertos en dirección al horizonte azulde los Alpes, hacía mucho calor allá dentro. Elbronce caldeado por el sol, me envolvía en un calorpesadísimo. Me vi obligado a bajar más que a esca-pe. Pero, lo mismo da. Eso me había bastado paraconocerte, ¡oh, gran Bavaria finchada y sonora! Ha-bía visto tu pecho sin corazón, tus rollizos brazosde cantante inflados y sin músculos, tu espada demetal repujado, y sentido dentro de tu hueca cabezala embriaguez pesada y el aplanamiento cerebral deun bebedor de cerveza. ¡Y decir que, al embarcar-nos en esa insensata guerra de 1870, habían contadocontigo nuestros diplomáticos! ¡Ah, si se hubiesentomado también ellos el trabajo de subir por dentrode la Bavaría!

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VII¡El emperador ciego!

Diez días llevaba yo en Munich, y aun no teníanoticia alguna de mi tragedia japonesa. Comenzabaa desesperar de lograrla, cuando una noche, en eljardín de la cervecería donde acostumbrábamoscomer, vi llegar a mi coronel con la cara radiante.–¡La tengo en mi poder! –me dijo, –venid ma-ñana por la mañana al museo. La leeremos juntos.¡Ya veréis qué magnífica es!Aquella noche estaba muy animado. Sus ojosrelucían al hablar. Declamaba en alta voz pasajes dela tragedia, pretendía cantar los coros. Dos o tresveces vióse obligada su sobrina a hacerle callar: –¡Tío, tío! –Atribuía yo aquella fiebre, aquellaexaltación a un puro entusiasmo lírico. En efecto,me parecían bellísimos los fragmentos que merecitaba, y sentía prisa por tomar posesión de miobra maestra.siguiente día, cuando llegué al jardín de lacorte, quedó muy sorprendido de hallar cerrada lasala de las colecciones. La ausencia del museo eratan extraordinaria en el coronel, que corrí a su do-micilio con una vaga inquietud. La calle en que vi-vía, una calle de arrabal apacible y corta, con

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Jardines y casitas bajas, me pareció más agitada quede costumbre.Había corrillos hablando delante de las puertas.La de la casa de Sieboldt estaba cerrada, pero laspersianas no.Entraban y salían gentes con aspecto de tristeza.Presentíase allí una de esas catástrofes demasiadograndes para caber dentro del hogar, y que se des-bordan hasta la calle. Al llegar oí gemidos sollozan-tes. Salían del fondo de un pequeño corredor, dedentro de una gran estancia atestada y clara comouna sala de estudios. Había allí una larga mesa demadera blanca, libros, manuscritos, anaqueles concolecciones, álbums encuadernados en brocato de

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Daudet, Alfonso - Cartas desde mi molino.txtseda; en la pared, armas japonesas, estampas, gran-des mapas geográficos, y entre ese desorden de via-jes y de estudios, el coronel extendido encima de sucama, con sus largas barbas rectas sobre su pecho, yla pobrecilla Tío llorando arrodillada en un rincón.El señor de Siebold había muerto de repentepor la noche.Salí de Munich aquella misma tarde, sin teneránimo para perturbar toda aquella desolación nadamás que por un antojo literario, y así fue cómo de lamaravillosa tragedia japonesa nunca llegué a saber

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sino el título: ¡El emperador ciego! Después hemosvisto representar otra tragedia, a la cual hubiera ve-nido de perilla este título traído de Alemania: trage-dia siniestra, preñada de lágrimas y sangre, y que noera japonesa.

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